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Obras Maestras

Alfonso

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El nombre de Alfonso –detrás del que trabajan Alfonso Sánchez García y su hijo Alfonso con sus hermanos Luis y José– marca uno de los momentos cumbre de la fotografía española. Desde 1910 hasta finales de los años ochenta, el Estudio Alfonso firma una colección de las mejores imágenes de nuestra historia.

Como reporteros, Alfonso padre y Alfonso hijo son testigos de un siglo marcado por la guerra de Marruecos, el reinado de Alfonso XIII, el desarrollo de la nueva burguesía y el movimiento obrero en los años treinta, el ascenso y caída de la República y los desastres de la Guerra Civil... Frustrada su carrera de reportero por la victoria del franquismo, Alfonso Sánchez Portela realiza, desde su estudio de la Gran Vía de Madrid, una asombrosa galería de retratos por la que desfilan los grandes nombres de la cultura, la sociedad y la política de la segunda mitad del siglo XX.

Para realizar este libro, hemos seleccionado las imágenes después de estudiar los más de 116.000 negativos depositados en el Archivo General de la Administración. Nuestro objetivo ha sido presentar una nueva visión del trabajo del Estudio Alfonso a lo largo de ocho décadas, presentando sus obras más destacadas, entre ellas un buen número que ha permanecido desconocido hasta ahora. El libro completa su investigación con varios textos que muestran el perfil de una saga fundamental en la historia de la fotografía española.

—El Editor

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Los Alfonso y la memoria visual de EspañaChema Conesa

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La profundidad del tiempoAntonio Rodríguez de las Heras

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Fotografías. Tensión[193-215 ]

CronologíaJuan Miguel Sánchez Vigil

[218-265 ]

Fotografías. Guerra[ 266-268 ]

Del daguerrotipo a la AcademiaAlfonso Sánchez Portela

[269-275 ]

Fotografías. Retratos[ 276-277 ]

Exposiciones y libros[ 278-283 ]

Biografías

Guillermo Ortiz

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Los Alfonso y la memoria visual de EspañaChema Conesa

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13 LOS ALFONSO Y LA MEMORIA VISUAL DE ESPAÑA. Chema Conesa

En la fotografía de prensa, la práctica del oficio conlleva una cierta ausencia de personalismo creador. Toda fotografía obtenida con la intención de documentar un hecho para ser difundido está condicionada por la rele-vancia del hecho. El fotógrafo suele convertirse en un mero oficiante, un eslabón de la cadena necesaria para la comunicación de una noticia.

La postura meramente testimonial del profesional de la fotografía de prensa parece asegurar una asepsia visual idónea para certificar la veracidad de la imagen. Sobre ella, el paso del tiempo imprime el sello de referencia ve-rídica de nuestra memoria para la reconstrucción de una época pasada. Por tanto, las fotografías noticiosas de otras épocas estarán siempre contaminadas por nuestro conocimiento histórico del hecho, y provocarán lecturas muy diferentes en cada uno de nosotros. Sin embargo, cuando el impacto de la noticia queda amortiguado por el tiempo y tenemos la posibilidad de ver aquellas imágenes sin la necesidad de atribuir conocimiento a su conte-nido, es posible advertir el pulso creativo del oficiante de las fotografías y reconstruir la personalidad del autor.

En los últimos años del siglo XIX Alfonso Sánchez García inició su andadura profesional. Entonces, la fotografía era un oficio para habilidosos. Las dificultades técnicas eran enormes y la nueva industria apenas estaba asen-tada en nuestro país. La sociedad continuaba alejada de la modernidad y sumida en el sueño de una burguesía adormilada, sin mayor intención que vivir de las rentas. Fueron los periódicos ilustrados de reciente aparición los que ofrecieron una posibilidad nueva al ejercicio de un oficio todavía con tintes de misterio, y a los que se de-dicó con pasión y desparpajo un hábil y decidido aprendiz.

En aquella época iniciática para el periodismo gráfico conseguir la fotografía era una auténtica carrera de obstá-culos, tanto técnicos como industriales, por lo que se necesitaba una gran firmeza de carácter y exquisitas dotes de organización para el éxito de la empresa. Todo esfuerzo se centraba en tratar de obtener una imagen nítida de un suceso y conseguir llevarla a tiempo a las diferentes publicaciones. La fotografía de prensa era producto de un tra-bajo en equipo de estudios o galerías donde oficiaban fotógrafos y pupilos bajo la firma del dueño del establecimien-to, lo que explica la solidaridad entre compañeros que, absolutamente alejados de personalismos, intercambiaban fotografías sin resquemor ni conciencia de autor alguna.

Bajo el punto de vista meramente fotográfico que me ocupa, la firma Alfonso debe entenderse como un colectivo iniciado por el patriarca Alfonso Sánchez García y continuado, aunque con una intensidad diferente, por sus hijos Alfonso, Luis y José Sánchez Portela.

Del fundador de la dinastía hay que destacar su seguridad y firmeza de carácter, condiciones indispensables para el oficio, que le hicieron destacar pronto como fotógrafo y conseguir una posición estable que le permitió estable-cerse por su cuenta y formar una familia. Gracias a su acertada visión comercial y empresarial, diseñó una línea de trabajo múltiple para surtir de imágenes a las recientes publicaciones gráficas burlando incluso la competen-cia establecida entre ellas. Pronto tuvo la ayuda de su primer hijo, Alfonso Sánchez Portela, un joven atrevido y dotado para el ingenio capaz de estar en el lugar adecuado en el momento preciso.

El patriarca de la dinastía, Alfonso Sánchez García, representa la solidez estratégica de una empresa, la inteli-gente urdimbre de un negocio emergente basado en un invento relativamente reciente al que saca de los estudios para mirar el cambio social que le rodea y con ello abrir la brecha de un nuevo género en la fotografía española, el fotoperiodismo.

En aquellos años la excelencia artística de la fotografía estaba fundamentada en su capacidad de reproducir la be-lleza formal que ofrecía la pintura. La ortodoxia técnica, necesaria para conseguir acercarse al convencionalismo de lo bello, actuaba como freno de cualquier otro uso del invento y en esta ortodoxia se forjó la preparación técnica de Alfonso. Su trabajo de estudio siguió estos principios, incluso obtuvo premios con ellos, pero su definitiva apor-tación a la modernidad del lenguaje fue su capacidad de abandonar el estudio y fotografiar los acontecimientos de su época con su impronta estética. Lo hizo a pie de calle, con pesadas cámaras de placas, con trípode, con innume-rables dificultades técnicas para hacer llegar a tiempo sus fotografías, y con la evidente zozobra del posible deterio-ro del material antes de llegar a las redacciones de los periódicos, que al publicarlas otorgaban sentido a su trabajo.

No fue el único reportero de su tiempo, junto a él trabajaron otros ilustres esforzados. Pero, gracias a su hijo Alfonso, fue el que mayor continuidad dio a su trabajo, hasta el punto de que en muchas ocasiones es imposible

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saber qué mano apretó el obturador de la cámara. El hijo asentó el prestigio de su progenitor, marcó el sello de la audacia periodística y consolidó la fama de los estudios que la firma abrió en Madrid.

El estudio Alfonso produjo gran parte de la memoria visual de los españoles durante la primera mitad del siglo XX. Sus fotos de los acontecimientos aparecen como la ventana que nos permite asomarnos a una historia compleja y convulsa. Son imágenes dotadas de la inconfundible credibilidad y fortaleza que sucede cuando se conjuga la verdad y la belleza en una copia fotográfica.

La verdad que se supone al documento fotográfico está avalada por la casi imposible manipulación engaño-sa que ofrecía el invento en aquella época, en la que la fe en la reproducción óptica era un dogma visible. Sí es cierto que en las poses se puede advertir el estilo de relevancia que se otorga a la imagen periodística del momento y la evolución que esta forma de documentar la realidad tendrá en el oficio del fotógrafo de prensa. En los inicios del siglo XX, los participantes de un hecho noticioso aparecen ofreciendo su figura en una pose cargada de conciencia de protagonismo. Ellos son la noticia, junto al suceso. Así, es habitual ver los rostros de los delincuentes y los condenados atentos al disparo de la cámara más que al cadáver que velan o sujetan, orgullosos misérrimos que empatizan con el fotógrafo. Y este, interviniendo de oficio en la escena, realiza una práctica que irá desapareciendo en busca de la mayor naturalidad que se logra cuando la fotografía sucede sin que los sujetos sean conscientes de aparecer en ella.

En cuanto a la belleza, el formalismo del oficio aprendido por el patriarca Alfonso lo heredó Alfonso Sánchez Portela aunque, como joven atrevido, lo supo conjugar con la flexibilidad de los inventos técnicos que hacían más ágil la técnica del oficio. El más relevante de ellos fue la cámara de 35mm y la película en rollo. Aun así, Alfonso hijo empleó la cámara de placas más allá de lo estrictamente necesario, fascinado por la calidad de la gradación tonal del formato grande y una nunca oculta inclinación a buscar lo bello con cierta teatralidad y artificio.

La aportación de los Alfonso a la fotografía de prensa finalizó prácticamente con la victoria de las tropas de Franco y las condiciones impuestas por el nuevo régimen vencedor. Se les negó el carnet de prensa necesario para ejercer el oficio, en represalia por su cercanía a políticos republicanos como Alcalá Zamora o Indalecio Prieto y su indudable posicionamiento favorable a la legalidad republicana. Desde 1940, con alguna excepción, solo se les permitió ejercer como fotógrafos de galería. Replegados en el estudio, la fama precedente y la habilidad comer-cial y personal de su carácter les permitió retratar a personalidades del mundo literario y político que acudían atraídos por las excelentes fotografías expuestas en la vitrina del estudio de la Gran Vía de la capital.

Entre sus clientes se encontraban incluso los mismos mandos militares que les prohibieron continuar con su trabajo de reporteros en la prensa, pero que acudían sin rubor al estudio para ser retratados por los represaliados. No deja de ser curioso que Alfonso padre fuera requerido para acudir en varias ocasiones al Palacio de El Pardo para hacer fotografías oficiales de Franco, ni que el oscuro Mola jugara en el estudio a ser él quien retratase a Alfonso con una cámara, ni que fuera enviado junto con sus hijos Alfonso y Luis a fotografiar al futuro Rey de España en su infancia en Estoril.

En los años cuarenta y cincuenta, el estudio de la Gran Vía ejercía como centro neurálgico de una sociedad em-peñada en aparentar normalidad. Los ilustres retratados buscaban la rúbrica de un sello de prestigio como el que proporcionaba la firma Alfonso para figurar en el escalafón social. Uniformes, hábitos y escarapelas envolvían a estos modelos de majestad y poderío. Un rancio escenario de macizos muebles de estilo castellano se utilizaba por igual para intelectuales, escritores, curas, jueces y militares con los que el estudio fijó el modelo iconográfico de relevancia social de la época. De cualquier manera, este trabajo, aun siendo digno y profesional, no tenía el pulso ni el interés del reporterismo y supuso la lenta decadencia de una firma forzada a permanecer ausente de los periódicos.

La selección que ahora se presenta responde a una búsqueda entre los más de 116.000 negativos depositados en el Archivo General de la Administración. De ellos, unos 40.000 corresponden al trabajo periodístico anterior a la prohibición de la actividad. El resto son imágenes de retrato de estudio y fotografías de eventos sociales y culturales de escasa relevancia ni valor informativo. En 1952, Alfonso Sánchez García recibe la redención pe-riodística en forma de carnet oficial de prensa. Al año siguiente fallece. Por su parte, Alfonso Sánchez Portela recibió su correspondiente inscripción en el Registro Oficial de Redactores Gráficos dos años después. Tenía 52

José Millán Astray, ca. 1935.

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años y se sentía alejado del pulso del oficio. La firma, desposeída durante tanto tiempo del filón documental, languideció progresivamente aún manteniendo una importante actividad retratista en el estudio de Gran Vía, a cargo de Sánchez Portela. Sin embargo, el hermano menor, José Sánchez Portela, cierra el estudio que regentaba y se marcha a Alemania.

La observación del conjunto de estos documentos permite construir reflexiones en cuanto a la relevancia fo-tográfica de los Alfonso. En primer lugar destaca la sensación de uniformidad y labor de trabajo conjunto que impregna toda la producción. No es fácil discernir con seguridad el ojo, la mirada o el estilo de la persona que hizo cada fotografía a partir de los años veinte, cuando el primogénito pasó de aprendiz en el estudio a repor-tero de calle. Tanto Alfonso padre, como Alfonso hijo, y Luis o Pepe posteriormente, se repartían el trabajo y solo por documentos de la época son atribuibles con seguridad la autoría a cada uno de ellos o incluso a alguno de los empleados que pasaron por los estudios en diferentes momentos. En cualquier caso, la autoría se puede resumir en el hecho de que Alfonso padre y Alfonso hijo fueron los que con diferencia llevaron el peso principal de toda la producción periodística, mientras que Luis se dedicó a cubrir eventos culturales y Pepe se especializó en retratos comerciales.

Al lenguaje fotográfico, a la ortodoxia técnica y la fuerza compositiva del padre se sumó la destreza de Sánchez Portela, que experimentó con el dinamismo que permitía el formato de 35 milímetros, aunque empleó, siempre que el trabajo lo permitió, el formato de placa rígida. Los Alfonso incorporaron el contenido periodístico de sus imágenes, la habilidad para construir una historia gráfica en pocos disparos y la sensibilidad para incorporar al individuo como protagonista único de la noticia. Si el primer Alfonso fotografió bajo la clara subyugación artís-tica exigida por los cánones imperantes en la fotografía de su época, su hijo, Alfonso Sánchez Portela, empleó la cámara como un francotirador, exigiendo relevancia periodística en el contenido de la imagen más allá de su factura artesanal o artística.

De alguna manera, entonces, preceden al legado fotográfico de reporteros coetáneos como Agustí Centelles, Ro-bert Capa, Chim o Gerda Taro, que acercaron todavía más su mirada a los protagonistas para contar sucesos a través de las emociones de sus rostros, una especie de militancia consciente a favor de las ideas que conformaron las bases del reportaje periodístico moderno. Este recorrido es el que describe la trayectoria de Alfonso Sánchez Portela, que consiguió derivar hacia la expresividad del fotógrafo ausente desde la posición de fotógrafo presente que ordenaba imperativamente la escena, para darle un protagonismo desnudo de guiños. Alfonso hijo la convir-tió en espejo veraz del suceso.

Como corresponde a una actividad profesional ejercida en colectividad, el concepto autor estaba oculto bajo el contenido de la foto. Era una de las claves del nuevo negocio del reportero: ser capaz de producir imágenes aptas para su publicación con un valor ante todo comercial. El encuadre fotográfico se ejecutaba por aproximación, dejando márgenes suficientes en la misma placa para usarse como lugar donde anotar datos de la toma, sugerir el reencuadre a la publicación o incluso buscar dos posibles encuadres para publicaciones diferentes. De esta manera, la colocación de la placa era prácticamente siempre en sentido horizontal, y solamente cuando no apre-miaba la acción aparecía la placa originalmente impresa en sentido vertical para tomas habitualmente reposadas o conscientes, como las que necesita la arquitectura y el retrato.

En el mismo sentido de relajada autoría, en este archivo faltan reconocidas fotos que los Alfonso publicaron en su día con su firma. Por un lado, podría deberse a la necesidad de hacer desaparecer determinados negativos que en la posguerra civil hubieran causado problemas a los protagonistas, como es el caso del asalto al Cuartel de la Montaña, de las que solo existen reproducciones de copias en papel; o bien por haber sido prestadas a algún otro estudio, hecho que sucedía con naturalidad entre colegas. En contrapartida, se encuentra alguna imagen que con seguridad es imposible que fuera tomada por ellos.

A la hora de decidir la selección de fotografías para publicar en este libro, he intentado reproducir ese mismo eclecticismo que se observa en los temas tratados por el estudio Alfonso. Las imágenes susceptibles de ser pu-blicadas en los periódicos no siempre son respetadas por el paso del tiempo, y lo que en su día representó un bombazo periodístico digno de la primera plana y de ríos de tinta, en ocasiones acaba siendo indescifrable para la reconstrucción de la memoria visual. Otras, por el contrario, aparentemente desprovistas de contenido perio-dístico, acaban ofreciendo un retrato cándido pero fidedigno del pasado.

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El trabajo de Sánchez Portela en sus inicios, reinventando secciones gráficas de reporterismo ciudadano sobreac-tuado y puesto en escena de una manera un tanto aparatosa, produjo un retrato en el que se evidencia precisa-mente el descaro de un oficio incipiente en el que el reportero participaba como protagonista, restando credibili-dad y dejando en mera anécdota lo que podría haber sido un documento irreprochable. Cuando midió su ímpetu juvenil y dejó que el suceso ocurriera ante sus ojos, volcó su capacidad en elegir el momento y la posición idónea de la cámara y obtuvo un retrato silencioso en el que reconocemos la fidelidad hacia esa época reflejada en la obra, lo que significa el mejor regalo posible de un fotógrafo ocupado en fotografiar la realidad de su entorno.

El legado de la firma Alfonso al fotoperiodismo moderno consistió en fijar las bases por las que el trabajo de docu-mentar la realidad cotidiana acaba siendo imperecedero para la memoria. El fundador de la saga marcó las claves del oficio tanto en su dimensión estética y formal como de negocio empresarial. Con respecto a la primera, exigió formalismo al encuadre y excelente resolución técnica aprendida a través de exigencia artesanal en el oficio y, con respecto a la segunda, construyó el armazón teórico y logístico necesario para trasladar a las publicaciones de la época lo que sucede en la calle, convertido en noticia gráfica. El primogénito, Alfonso Sánchez Portela, continuó y amplió la labor añadiendo a la fórmula su empatía personal en el trato y la agilidad de mente para decidir el foco de la noticia. Su mirada consiguió dotar de interés a escenarios y formas de vida cotidianas. Su ingenio ofre-ció contenidos nuevos al oficio periodístico. Su lente se acercó un paso más a los personajes que protagonizan la noticia sin olvidar la excelencia estética, y marcó el camino a la proximidad que conseguirá la profesión con el uso de los nuevos formatos.

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La profundidad del tiempoAntonio Rodríguez de las Heras

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19 LA PROFUNDIDAD DEL TIEMPO. Antonio Rodríguez de las Heras

El tiempo tiene un estado líquido cuando lo vivimos. Por eso la sensación de que fluye incontenible, de que se nos escapa, como el agua entre los dedos, por mucho que intentemos retenerlo. Pero se hace sólido y quebradizo cuando ya se nos ha ido. Entonces solo podemos recuperar fragmentos de tiempo: frágiles, pequeños, escasos. Labor de la memoria es recomponer a partir de estos restos la forma del todo de donde proceden. Propósito que nunca se remata, porque a partir de la combinación de estas partes se pueden alcanzar composiciones distintas, igual que en un juego de construcción con piezas. Y así la memoria no es solo retención y recuperación, sino infa-tigable creación para conformar el pasado a cada presente.

La fotografía expresa muy bien esa existencia de un tiempo pasado reducido inevitablemente a añicos. Y hacer memoria con estos fragmentos de tiempo que son las fotografías supone la tarea arqueológica de recuperarlos, seleccionarlos, limpiarlos, analizarlos, encajarlos. La dimensión temporal, tan abstracta, se manifiesta a través de dos fenómenos bien perceptibles: el movimiento y el cambio. Varios instantes, convertidos en fotogramas, pueden conseguir la impresión de movimiento. Pero igualmente unos instantes son suficientes para hacer sentir la profundidad del tiempo, y eso se logra cuando se percibe el cambio. A partir de unos instantes hay posibilidad de componer un proceso, es decir, de mostrar el cambio y, por tanto, sentir el tiempo.

Los fragmentos de tiempo de la cámara de Alfonso (me referiré a Alfonso como la obra colectiva del padre e hi-jos, sin hacer distinciones) ofrecen una primera aportación: la percepción del cambio de la sociedad española. Es una primera y perturbadora impresión que afecta a quienes contemplan sus fotografías. Por la atención que muestra al mundo en que vive, y que hace que su mirada se dilate y capte una gran variedad de momentos y situa-ciones, por su acercamiento como reportero a los lugares y los sucesos, por su trabajo constante durante tantos años, su legado tiene entre otros valores el de testimonio social de una época.

Sus fotografías abren una brecha profunda entre la época que testimonian y nuestro presente: la sociedad ha cambiado mucho. La transformación de las condiciones materiales de vida no es comparable a ningún otro pe-ríodo de la Historia. Es un fenómeno único cuya prueba contienen esos restos del tiempo pasado.

España forma parte de los países privilegiados a los que alcanza la primera onda de choque de esta explosión de avances técnicos. Pero se siente más el cambio a causa de la ralentización que supuso para la modernización la posguerra y la autarquía franquista y el lento despegar con la política desarrollista del régimen a partir de la dé-cada de 1960 y ya, en democracia y en Europa, una aceleración sorprendente hasta nuestros días desde la década de 1980. La impresión de la profundidad del cambio no la da solo su intensidad y amplitud, sino igualmente la rapidez. Y en España, por estas causas históricas señaladas, la transformación de nuestras condiciones materia-les de vida es muy acelerada al haberse retrasado.

Quizá lo que llama primero la atención son las condiciones higiénicas. La suciedad en la ropa, en las manos, en los lugares. Solo las clases pudientes pueden permitirse el aseo personal, el cuidado de la ropa y la buena conservación de las estancias, conseguido gracias a disponer del servicio de otras personas, que lavan, friegan, planchan, cosen... La higiene es un privilegio.

Hay un abismo entre el mundo rural y la ciudad. El habitante del campo vive inmerso en las mismas condicio-nes materiales de siglos anteriores, nada ha cambiado. El tiempo como progreso no es de este mundo. Y cuando hace su fugaz aparición, como la visita del rey Alfonso XIII a las Hurdes, es como si fuera fantasmagoría o visión sobrenatural, que no dejan más que asombro y confusión. El tiempo se estanca y se corrompe en miseria que las exaltaciones bucólicas no pueden tapar. Solo el drenaje de la emigración a la ciudad cuando el país inicie su transformación económica, combinada con la marcha con la maleta a cuestas a trabajar a una Europa en la que aún no se nos quiere para formar parte de su proceso de unidad, liberará al mundo rural de estar uncido a esta noria secular.

La emigración transoceánica (una aventura épica para gente con un horizonte cotidiano tan reducido) se mantie-ne en la contemporaneidad como insuficiente válvula de escape en épocas de imposible subsistencia en el cam-po. Antes de la I Guerra Mundial se alcanza un máximo significativo de esta emigración. Hasta la Guerra Civil Francia es prácticamente el único país europeo al que van a buscar trabajo los españoles en número considerable. Las jóvenes de los pueblos tienen una salida en la ciudad próxima donde poder entrar en una familia como chica de servicio («sirvienta»). Pero el campo se consume en un modelo de explotación arcaico y una estructura de la

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propiedad desequilibrada e hiriente, entre minifundios, como los gallegos, insuficientes para la subsistencia, aparcerías que mantienen a los colonos castellanos al borde siempre de la ruina y el desahucio, y latifundios an-daluces y extremeños con una bolsa creciente de braceros desarraigados y desesperados.

Es más, la vida en el campo no solo es repetición de la cotidianidad de siglos, sino que desde el siglo XIX ha empeora-do. Los procesos desamortizadores han roto dos regulaciones de la pobreza: el reparto caritativo de las migajas de la riqueza de los conventos en momentos de hambruna y el pan de los pobres que suponían los propios y comunales. Las desamortizaciones eclesiástica y civil traspasan estas propiedades a compradores particulares, y desaparecen estas prácticas y usos seculares que mantenían la pobreza al límite de la miseria. Se rompen estas regulaciones y el campo no puede mantener a sus míseros trabajadores: la mansedumbre del siervo de la tierra se desliza hacia la conflictividad, que hay que contener con la Guardia Civil.

El mundo rural se presenta como un archipiélago de soledades. El analfabetismo, las pésimas comunicaciones, la lucha diaria, sin tregua, por la subsistencia, crean un profundo aislamiento. Por eso, cuando el monarca hace una visita, como la de las Hurdes en 1922, o los intelectuales organizan campañas culturales o de concienciación política, que es el caso del movimiento promovido por Unamuno y otros catedráticos salmantinos en la segunda década del siglo XX, o los candidatos políticos pasan raudos por los pueblos de su distrito durante las campañas electorales, traspasan este mundo como el rayo de luz por un cristal.

En las ciudades las condiciones de vida son bastante mejores, pero desiguales. Barrios que no tienen agua co-rriente y en los que las mujeres siguen yendo a la fuente. En la ribera de los ríos se lava y tiende la ropa. Las coci-nas son de fogón, a las que hay que alimentar con carbón o leña. Y la calefacción, de brasero de picón. Las camas, en invierno, se hacen más acogedoras con calentadores de agua o de piedras. El cuarto de baño, si lo hay en el interior de la casa, es, a excepción de las mansiones, único y reducido. Mantener una casa confortable supone el trabajo de muchas personas al servicio de la comodidad de unos pocos. Y hay tareas para cocineras, fregadoras (fregona tiene el uso despectivo por hacer su trabajo arrodillada con la bayeta y el cepillo), planchadoras, costure-ras, lavanderas y múltiples recaderos de tiendas... En las calles de las ciudades se ve una marcada diferenciación social resaltada por la vestimenta de los variados uniformes según los oficios, los tocados (boina, gorra, sombre-ro, pañuelo...), los trajes que mantienen su procedencia rural, las toquillas de lana con las que salen a la calle las personas para las que es un lujo un abrigo de paño, la ostentación de los pudientes.... y la ropa repasada de otra mucha gente. Porque aún es una sociedad en la que no se tira nada. Todo se conserva hasta que se cae de viejo... y aun así. Las cosas se reparan, se repintan, se remiendan, se reutilizan (hay hojalateros, afiladores, estañadores, zapateros y sastres remendones, zurcidoras...). Las fotografías de Alfonso muestran escenarios en los que la mi-rada se va a los objetos que los amueblan, porque llama la atención su decrepitud. No ha llegado la sociedad de consumo, ni en términos más generales la de la innovación, así que no se da el fenómeno de la obsolescencia: el abandono de los objetos en perfecto estado de conservación pero afectados de cierta disfunción por la aparición de otros. Este desapego por las cosas, que permanecen cada vez menos tiempo con nosotros ya que nos despren-demos sin duelo de ellas porque nuestro aprecio cambia caprichosamente por otras nuevas, no es propio de la sociedad que fotografía Alfonso, pues iniciará su despegue exponencial a partir de la década de 1980. Y en las ciudades hay casi tantas moscas como en el pueblo, porque aún es elevada la presencia de los animales de tiro por sus calles. Hasta la llegada del ruidoso motocarro a finales de la década de 1950. Este triciclo con impertinente motor, y otros vehículos de transporte acabarán con los carros de tracción animal que se movían por la ciudad entre un tráfico no muy exigente de tranvías y coches negros aún con estribos.

Ese mundo cotidiano, urbano y rural, callejero y casero, ha desaparecido. Contemplar la obra gráfica de Alfonso nos hace sentir la profundidad del tiempo; produce el vértigo de asomarse a un brocal y ver que en el fondo flotan, inalcanzables, las imágenes de una sociedad que se ha ido.

Poder ver

La fotografía es la primera y gran invención que dilata la capacidad de ver. Hasta entonces el ser humano vivía limitado en el valle de la cotidianidad y veía solo lo que conseguían alcanzar sus ojos y hasta donde podían lle-varle sus pies. Todo lo que sucedía al otro lado de las montañas de tan estrecho valle le llegaba, si así era, a través de imaginar aquello que le contaban otros. Ahora cuesta trabajo entender tal limitación para los ojos, cuando las imágenes nos envuelven.

Visita de Alfonso XIII a Las Hurdes, junio de 1922.

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Un efecto trascendental que producirá esta capacidad de ver estará en relación con la guerra. Hasta que Roger Fenton fotografía con su rudimentaria y voluminosa máquina el escenario de la Guerra de Crimea, a mediados del siglo XIX, el campo de batalla y la barbarie del combate estaban sublimados por las representaciones pictóri-cas y los versos del poeta. La guerra parecía gloriosa, épica, ocasión para que brotaran las mejores virtudes. Solo algunos artistas como Goya en Los desastres de la guerra o Stendhal en La cartuja de Parma, mostraron el lado no sublime, el bárbaro, de la guerra. Con Roger Fenton comienza a poder verse el espanto del campo de batalla. Felice A. Beato y Timothy O’Sullivan traerán imágenes de la Guerra del Opio y de la Guerra de Secesión. Prime-ro la desolación, luego la situación denigrante de los cadáveres tendidos en el lugar de la batalla, la crueldad, el miedo paralizante, la ruina moral del prisionero... Eso es lo que hay al otro lado de la mentira de los poderes, de la exaltación del arte de la guerra. El testimonio de la fotografía es tan revelador que sería difícil explicar los movi-mientos pacifistas del siglo XX sin contar con el efecto de las imágenes en la mentalidad de los ciudadanos. Hasta el punto de que los poderes van a dificultar cada vez más descaradamente estos documentos comprometedores que denuncian sus no por más repetidas menos inmorales y embaucadoras mentiras formuladas con las palabras honor, heroicidad, abnegación, salvación, sacrificio, servicio, triunfo...

Alfonso cubre la Guerra de Marruecos. España se enreda en esta guerra al otro lado del Estrecho y no sabe cómo liberarse de la maraña de contradicciones e intereses que crea y que la crean. Primero está el escenario interna-cional de la época: unas naciones europeas celosas de mostrar su potencia con la expansión colonial. Seguras de pertenecer a una civilización superior, incluso de ser la civilización, ven lógico y necesario civilizar regiones del mundo, como el continente africano, porque eso supondrá modernización, progreso, liberación de un pasado estancado. Por otro lado, la sociedad industrial que se gesta en Europa está necesitada de materias primas, de nuevos mercados, de mano de obra que extraiga o produzca todo aquello que el reducido y fragmentado territorio europeo no puede ofrecer. Las posesiones extramuros de Europa son un valor para medir la potencia de cada nación, de ahí el forcejeo entre ellas por realizar el reparto de un continente tan próximo, rico y vulnerable. Para España hay un factor geoestratégico que añadir a este escenario: el sultanato de Marruecos está muy cerca de la Península, y hay que garantizar una franja costera controlada de algún modo por España. Francia, Inglaterra y Alemania tienen presencia, o al menos influencia, en esta zona.

Este escenario se complica sobremanera por la situación interna de la sociedad española. Los ciudadanos ven la presencia en África como un lenitivo a la desmoralización general por la pérdida del viejo imperio y, sobre todo, por la forma, casi siempre humillante, en que se ha producido este derrumbe. La lucha en Marruecos aviva los rescoldos patrióticos más elementales. Es significativa la respuesta entusiasta de la población cuando el Gobier-no de O’Donnell llama a la guerra en 1859-1860, correspondida por una campaña victoriosa. Pero este estado de ánimo cambia en el siglo XX. Y los pobres que no pueden pagar su exención de servir a la Patria en el campo de batalla se levantan en contra de estas levas ya en 1909. La izquierda política participa también de este rechazo. Y a medida que pasan los años, la sociedad española en todos sus niveles e instituciones, incluso el Ejército, se divide por su posición ante esta guerra.

El desarrollo de los acontecimientos va marcando cada vez con más claridad las debilidades y fracturas de una sociedad que no consigue encontrar la vía de cambio que necesita. El Ejército tiene un exceso de mandos que no corresponde con la tropa disponible; una preparación deficiente o, al menos, irregular; y escasa o vieja la dotación del armamento. Hay una desconfianza creciente y desprecio entre políticos y militares. Y la Corona da pruebas bien expresivas de su inclinación por la institución militar más que por la parlamentaria.

Alfonso hijo cubrirá en la década de 1920 acontecimientos decisivos e impresionantes para la sociedad españo-la de la Guerra de Marruecos; sus imágenes tendrán una recepción muy distinta a las del trabajo de su padre años antes, que fue condecorado por los mismos militares, pues dejan ver las pésimas condiciones de la vida de los soldados allí, y el resultado de los errores encadenados que provocan desastres como el de Annual en 1921. Sus fotografías de los cadáveres consumidos en los patios de las guarniciones asaltadas por los combatientes rifeños de Abd-el-Krim, o rebosando los camiones que los llevarán a recibir sepultura, tienen una fuerza de denuncia de la indignidad de la muerte en la guerra que retrotrae a las primeras fotografías de los campos de batalla como las del fuerte Kaku en la Guerra del Opio. Alfonso se juega la vida circulando por un territorio a merced de las emboscadas de las kábilas o arriesgándose a fotografiar al líder bereber Abd-el-Krim en su refugio. El reportero gráfico de guerra tiene que estar en el lugar para captar la información, no le vale lo que le puedan contar otros testigos y luego escribirlo.

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El Desastre de Annual rasgará definitivamente el tejido tan deteriorado de relaciones institucionales (Parlamen-to, Ejército, Corona...), implicadas de una manera u otra en el suceso, por acción u omisión, y alcanzará, como no podía ser de otra forma, la mentalidad popular. Una derrota semejante sufre el Ejército francés en otro momento de esta lucha por controlar a través de la fórmula de un Protectorado el territorio marroquí, pero las condiciones sociales y políticas son distintas y sus efectos en la metrópoli también. De nuevo un militar, el general Miguel Primo de Rivera, entrará, en septiembre de 1923, en la escena política para cortar el nudo gordiano al que estaba atada la situación española. Solución aprobada por el Rey, por tan solo parte del Ejército (no por los «africanis-tas») y que divide a la sociedad entre los que se someten al fatalismo histórico de los pronunciamientos militares y quienes ven que la Monarquía ha buscado este camino que le aleja decididamente de la irrenunciable moder-nización del país a todos los niveles.

No es de extrañar entonces que en la sociedad española de esta época se intensifique aún más la discusión sobre la relación del modelo de sociedad con la forma de régimen que tenga. La Historia más el comportamiento del Rey en esos años refuerzan el convencimiento de que solo la forma republicana puede garantizar la necesaria modernización del país. Un régimen monárquico impedirá acabar con las viejas estructuras, institucionales, eco-nómicas y mentales, los privilegios hirientes y las desigualdades tan injustas. Así que se asume que la palanca para remover esta sociedad varada tiene su punto de apoyo en un cambio de régimen.

Esta confianza y esta espera explican la euforia por la proclamación de la II República en 1931. Era tal la sensa-ción de acabamiento del régimen monárquico que bastó la interpretación de los resultados de unas elecciones municipales para ceder sin resistencia. La exaltación popular en las calles de Madrid la recogió magistralmente Alfonso. Y alguna, como la de la Puerta del Sol, ilustra muchos libros de Historia.

Esta fotografía de la Puerta del Sol no solo recoge el acontecimiento, sino que puede servir de metáfora para ex-presar lo que sucede en los siguientes años hasta el comienzo de la Guerra Civil. A la plaza confluyen por distintas calles personas, ideologías y organizaciones con la esperanza de que su proyecto se haga realidad en esa plaza, con ese régimen. ¿Es el momento histórico de una revolución social? ¿O solo ocasión para una profunda reforma de la sociedad española? ¿Quedarse en una República burguesa o llegar a una proletaria? Y siguiendo con la es-cenificación de la metáfora de la Puerta del Sol, en la calle, pero por los alrededores de Sol, sin entrar en la plaza, hay revolucionarios ácratas que si bien festejan el cambio de las circunstancias recelan de que la horma de las instituciones del Estado siga regulando una sociedad muy alejada de su ideario. No es esta su revolución. En las casas, sorprendidos y temerosos permanecen todos quienes ven la República como una amenaza a sus intereses, formas de vida y valores. A la espera de decidir cómo agruparse y organizarse para bajar a la calle.

Al paso de los días y de los meses se aprecia en Sol que la unión pletórica de los congregados se ha parcelado en agrupaciones y corros, no bien avenidos, y que quienes se habían mantenido en principio encerrados en sus casas, desembocan ahora en la plaza desde diferentes calles: ¿Con qué intención? ¿Para encontrar su lugar allí o para desalojarla? Surgen las riñas, las amenazas y los choques. Con el tiempo, algunos que estaban desde un principio se van de allí; Ortega y Unamuno entre ellos. Los remolinos humanos se hacen cada vez más rápidos y mayores sus fricciones. Alfonso capta escenas de esa tensión en la calle. Pero en un determinado momento, la masa arremolinada de la plaza se divide en dos, y se va abriendo la separación entre ambas partes enfrentadas. En el espacio despejado quedan tendidos unos cuerpos: ahora podría aparecer en fundido una de las fotografías del patio del Cuartel de la Montaña, a poca distancia de la Puerta del Sol, con los cadáveres en un plano general aún tal como han caído durante el asalto de los fieles a la República para cortar los focos de insurrección en Ma-drid tras el levantamiento militar que abre la tragedia de la Guerra Civil. La luz de verano, sin sombras, el tiro de cámara en ángulo picado, y los cuerpos en las posturas forzadas con que deja la muerte violenta, dan como resultado unas de las fotografías más intensas del reporterismo de guerra de Alfonso.

La República había servido para mostrar con toda claridad y crudeza los problemas de España, pero no servi-ría para resolverlos. Brotaron a borbotones desde los primeros días las cuestiones urgentes sobre las que había que intervenir: el atraso de la enseñanza, la reforma agraria, la injerencia y privilegios de la Iglesia católica, la reducción del Ejército a su papel constitucional y su modernización, la búsqueda de la coexistencia civilizada de ideologías irreconciliables, la contención de una violencia creciente... Pero estas grietas sociales, institucionales y mentales apuntaladas hasta entonces se hicieron brechas insostenibles que desmoronaron la convivencia so-cial. El alzamiento militar de 1936 fue un tajo que partió la sociedad española en dos. Por ambos lados se esperaba

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que creara un escenario tan llevadero como cualquiera de los pronunciamientos exitosos o fracasados sucedidos con harta frecuencia. No fue así. Primero porque España estaba ya prácticamente dividida en dos, aunque la guerra lo marcará con trincheras, frentes y zonas; la pluralidad se debilita con el aumento de la conflictividad y, a la vez, la radicalización agudiza esa conflictividad. Se produce una miopía mental que solo ve fascistas o rojos. Así que el 18 de julio es una chispa en una España reseca de convivencia. Y el incendio se produce en un contexto internacional de tensiones ideológicas y geopolíticas que van a desencadenar tres años más tarde la catástrofe de la Guerra Mundial y que ahora influirá con acciones u omisiones en la Guerra Civil. Y a todo ello hay que sumar las circunstancias azarosas de las campañas militares que enredan más aún el desarrollo del conflicto cainita.

Allí y entonces

En un principio las condiciones técnicas de la fotografía obligaban a las personas a posar ante la cámara. Sus avances permitirán capturar el instante de una escena en movimiento. Y la sorpresa surge al descubrir que apa-rece entonces un instante que el ojo humano, por atento que estuviera, no podía percibir. Nuestra capacidad de procesamiento de la visión nos ofrece, en efecto, un movimiento continuo, pero este es como un puente: hay más espacios vacíos que piedra. La fotografía con la rapidez con que corta el movimiento puede captar precisamente lo que hay bajo los arcos del puente, es decir, lo que para el ojo humano es imperceptible. Y nos revela expresiones que no habríamos podido ver sin el finísimo corte que hace la máquina fotográfica.

Las imágenes del patio del Cuartel de la Montaña tienen la fuerza de lo inmóvil. Ya ha cesado la lucha, y con ella el ruido de los disparos, las carreras, los gritos. La quietud perturbadora de la muerte la capta Alfonso foto-grafiando el patio desde uno de los pisos elevados que tiene el Cuartel. Sigue así la línea abierta por los primeros reporteros de guerra de fotografiar la inmovilidad de la muerte en el campo de batalla. Pero el desarrollo técnico de las cámaras va a facilitar la captura de instantes en escenas en movimiento.

Alfonso cubre las batallas en los frentes, pero también la vida en el Madrid asediado. De estas fotografías calleje-ras, las más expresivas no son las que muestran los efectos de los bombardeos o recogen los pálpitos de la cotidia-nidad de unos habitantes en una situación sin embargo dramática, sino aquellas en que las personas corren... Es decir, en las que hay un movimiento, y al cortarlo la cámara fotográfica no lo borra, muy al contrario, lo expresa con mayor intensidad. Es un instante, pero queda reflejada la prisa nerviosa en busca de los refugios y visualiza-do el sonido de las sirenas anunciando el bombardeo sobre la ciudad. Las fotos de Alfonso están a la altura de las tomadas también en esta guerra por el mítico Robert Capa de los ataques de la aviación a zonas urbanas.

Todas las guerras han hecho sufrir a la población civil. Las ciudades han sido sitiadas y saqueadas. Pero la po-tencia del armamento ha amplificado esta extensión del campo de batalla hasta el punto de que se difumina la distinción entre frente y retaguardia. La II Guerra Mundial termina matando masivamente a la población civil con dos bombas atómicas, no venciendo al enemigo en el campo de batalla. Y las imágenes que nos llegan de las guerras más recientes y más tecnológicas, las del siglo XXI, tienen apariencia de videojuegos en los que se bom-bardean zonas urbanas. La aviación, y no solo el cañón extramuros, posibilita alcanzar desde el principio de una contienda los centros urbanos, sin tener, por tanto, que esperar a que llegue el frente a sus puertas. La Guerra Civil española es el primer ensayo general de una forma contemporánea de lucha en el que aterrorizar y matar a civiles en sus casas, en sus calles, aunque en ocasiones se encubra como «daños colaterales», entra en la lógica de la batalla. El bombardeo de Guernica por la aviación alemana y el apoyo de la italiana, con el propósito de aniquilar un área urbana, se considera como el más hiriente símbolo, no el primer suceso, pues otras ciudades españolas ya lo habían sufrido, del ataque directo e indiscriminado a civiles. Los intereses de ambos bandos y de los países que luego entrarán en la conflagración mundial hicieron que desde el 26 de abril de 1937 haya un nombre y un lugar como referencia para marcar un antes y un después en la barbarie de la guerra.

Esta captura de los gestos que en movimiento el ojo los pierde, y que sorprende porque muestra una expresivi-dad, unas relaciones entre las partes que contiene la mirada, no se limitan en el legado de Alfonso a momentos de guerra. Deportes como el fútbol ofrecen una danza de cuerpos muy bella y sorprendente. Si el fútbol entra en la sociedad española, como en tantos otros países, con la fuerza de un espectáculo de masas que apasiona, la instantánea de una jugada publicada en un periódico deleita a los aficionados porque ese brevísimo tiempo cap-turado magnifica el esfuerzo, la elasticidad, la técnica de los jugadores y la incertidumbre del juego. La fotografía deportiva se hace una extensión del espectáculo que se ofrece en el estadio. Las tardes de fútbol de los domingos

Anterior. Puerta del Sol, Madrid, abril de 1931.

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transforman los hábitos del día festivo. La gente acude a los partidos, pero también se acerca paseando hasta las proximidades del campo para enterarse del resultado. Hasta principios de la década de 1960 no se populariza en España la radio transistor, y con ella el paseo dominical se acompaña del transistor pegado a la oreja para seguir los resultados de la Liga.

Los toros siguen siendo la fiesta nacional, y la pasión por unos u otros matadores divide a los aficionados tanto o más que los equipos de fútbol. Las posturas y gestos de los toreros en la arena, la conjunción del animal y del hombre en cada acometida, la incertidumbre de cada encuentro ofrecen constantes ocasiones durante una corri-da para que un buen fotógrafo corte el movimiento y recoja un instante sorprendente para todos y desapercibido para los asistentes. Alfonso fotografía a las figuras del toreo que posan en su estudio y también capta los movi-mientos de sus faenas en el ruedo.

Igualmente, la pasión por la velocidad de las máquinas y la destreza para gobernarlas se extiende por una España en la que las personas y los animales de carga van haciendo sitio en las calles y en las carreteras al símbolo de la modernidad y del nivel de vida. Alfonso hijo, aficionado a los coches y las carreras, estará también presente con la cámara en las primeras competiciones. El coche será la máquina transformadora del paisaje y del ritmo de la vida en las ciudades, principalmente, pero también en el campo. Y a su vez será el reflejo fiel de los cambios eco-nómicos y sociales en los españoles, y de los nuevos valores que suponen estas transformaciones.

En los años de la década de 1920 aún entre la clase adinerada, la única que podía acceder a su posesión, se veía el automóvil tan solo como una ostentación. Se cuenta la anécdota de la conversación en el Casino de Madrid entre el vendedor de automóviles y un socio, que arrellanado en el sillón, escucha las excelencias del automóvil: «Es más, podrá ir, por ejemplo, a Zaragoza en menos de cinco horas». A lo que contesta el reticente: «¡Y para qué quiero ir yo a Zaragoza!».

Las carencias de la larga posguerra llevan incluso al uso de coches de gasógeno, lentos, aparatosos, renqueantes en las cuestas. Es a partir de la década de 1960 cuando a España le alcanza la revolución del utilitario. Ante-riormente con el alemán Goggomobil, el italiano Isseta y el español Biscúter, aunque ideado por un ingeniero francés, no se dan las condiciones económicas, ni son suficientemente atractivos, para iniciar el despegue, que conseguirá el Seat 600. Desde entonces el coche ya no es una posesión inalcanzable para quienes no son ricos. Muchos pueden adquirirlo y los demás sueñan con que lo conseguirán algún día. Propiedad, autonomía y el acercamiento de lugares son los beneficios del sacrificio de su compra, además de la presunción ante amigos y vecinos.

La bicicleta con un pequeño motor delantero, la Velosolex, y la discreta Mobilette y, desde luego, los escúteres Vespa y Lambretta, traen también a España la motorización; es decir, la prisa, el ruido, el placer del desplaza-miento... Aparece la figura del dominguero, que cambia los hábitos del paseo por una corta excursión en coche o en moto, ya que la satisfacción está en ir a otra parte.

La fuerza de la fotografía como testimonio reside en su dimensión espacio-temporal. El fotógrafo estuvo allí, en ese lugar y, entonces, en ese momento. La fotografía tiene la rotundidad de quien te dice «lo he visto con mis propios ojos», no que lo haya oído o leído. Cierto que la fotografía es la mirada de quien la realiza, construcción, por tanto, de ahí que sea una acción creativa, pero tiene además el valor de la presencia: ha estado en ese lugar y en ese momento.

Alfonso, fotógrafo de estudio, fotógrafo documental y fotógrafo reportero. El reportero que consigue aproximarse y llegar a tiempo. Oportunidad y proximidad. El archivo Alfonso conserva registros de sucesos de una trascen-dencia que va desde lo anecdótico a lo histórico. Sorprende esa ubicuidad del buen reportero, conseguida a base de muchas horas de trabajo, pero destaca más su capacidad de aproximación. Su prestigio hace que pueda pene-trar en lugares y acercarse a personalidades inaccesibles para otros profesionales y, desde luego, para el resto de la gente. Esta facilidad provocará más de una queja entre los que no se ven favorecidos.

Escritores, artistas, políticos, toreros, deportistas habitan la galería de retratos. Y fotografías próximas tomadas a la realeza y a personalidades de las instituciones del Estado se unen a otras de Abd-el-Krim en su terreno o de políticos españoles tras los muros de la cárcel.

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Se reconoce que la fotografía más impresionante de todas las de Alfonso que consiguen traspasar muros, y no solo los de piedra, y estar en el momento preciso del suceso es la del profesor Besteiro, en una alocución por los micrófonos de Radio Unión como miembro del Consejo Nacional de Defensa en las últimas semanas de la Guerra Civil. Está tomada en los sótanos del Ministerio de Hacienda en la noche del 5 al 6 de marzo de 1939. El lado repu-blicano se ha roto con el golpe de fuerza del coronel Casado contra el Gobierno de Negrín. Casado, como Besteiro y como todos los miembros del Consejo Nacional de Defensa, desean evitar la continuación del sufrimiento por una guerra evidentemente perdida e intervenir para evitar la temida y anunciada represión sobre los vencidos. La luz del flexo ilumina de forma dramática la escena: marca el rostro demacrado de Julián Besteiro y revela los rostros graves de los que permanecen en la oscuridad del lugar, entre ellos el coronel Casado. Esta fotografía es un ejemplo claro de un fragmento de tiempo, de tiempo histórico, que contiene por sí mismo, aunque sea un instante, una intensa fuerza expresiva, pero que si además se introduce en su contexto es como si se hidratara y adquiriera así mayor densidad expresiva.

Los años gélidos de la posguerra son también muy duros para Alfonso. Las envidias y otras frustraciones encuen-tran el caldo de cultivo para el resarcimiento. Sufre la depuración política como reportero y no podrá ejercer esta actividad en esos años, por lo que se replegará en su trabajo de estudio ya hasta el final, aunque se le había conce-dido su rehabilitación. Pero su habilidad y fortuna para aproximarse al poder en su recinto y capturar su imagen con una cámara no se perderán ni en esos tiempos ingratos, porque será llamado en ocasiones al Palacio de El Pardo para fotografiar a Franco e igualmente hará una fotografías del general Moscardó con pose de escultura plantada entre las ruinas del Alcázar de Toledo.

Mientras España permanece ahormada por un Régimen con capacidad para resistir, por la propia naturaleza del sistema, pero sin futuro, por esa misma naturaleza, el mundo camina por la senda de profundas y trascendenta-les transformaciones sociales, tecnológicas, económicas y mentales. El franquismo había comenzado como una dictadura, para enseguida aspirar a un sistema totalitario de acuerdo al entorno geopolítico favorable y cuando se hunde ese escenario se acomoda muy bien en el nuevo de la Guerra Fría como sistema autoritario anticomunista. Pero la pretensión de hacerlo perdurar más allá de la vida de un militar mediante el implante de una monarquía, que aporta capacidad sucesoria, en tiempos en que los trasplantes de corazón, iniciados por Barnard, no supe-raban el rechazo del organismo y alargaban muy poco el tiempo de vida, resultaba una ambición muy incierta, como se comprobó a partir de 1975.

Cierto que las fotografías de Alfonso nos hacen percibir la profundidad del tiempo, cómo las cosas se alejan y esas imágenes son tenues reverberaciones de un mundo que se ha ido, pero al final de su contemplación dejan la extraña sensación de que quizá hay unos hilos finos pero resistentes que no han roto el paso del tiempo y que se enredan en nuestro presente.

Corpus Christi, 1931.

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La fotografía en Madrid es muy rica en tipos y paisajes. Carente la villa de un folclore localista, tenemos bellas estampas populares que no se paran en el tiempo. Se transforman y enriquecen sin perder su esencia.Alfonso Sánchez Portela

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Anterior. Familia Real.

Retrato de Alfonso XIII, ca. 1902.

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Retrato de Valeriano Weyler, ca. 1925.

Siguientes. Fotografía sin título. (pp. 36-37)Visita de Alfonso XIII a Las Hurdes, junio de 1922. (pp. 38-39)Las Hurdes, junio de 1922. (pp. 40-41)

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42 Rafael Flores, «Cámara», en el momento de salida a la plaza, septiembre de 1917.

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43Durante las fiestas de San Fernando, el Rey sale de la plaza de toros y saluda al pueblo que le aclama. Aranjuez, mayo de 1910.

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Izquierda. Aspirante a torero, ca. 1920.Arriba. Cogida de Manolo Sagasti y del banderillero Palacios, octubre de 1924.

Siguiente. Caída aparatosa en una novillada, 5 de octubre de 1924.

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Arriba. Cogida de Manuel Granero. Madrid, 7 de mayo de 1922.Derecha. El féretro de Ignacio Sánchez Mejías, sacado a hombros, agosto de 1934.

Siguientes. Mariano Montes, muerto en la enfermería de la plaza de Vista Alegre, junio de 1926. (pp. 50-51)Llegada a África del Batallón del Regimiento del Rey, abril de 1925. (pp. 52-53)Soldados apostados en un blocao para proteger el paso por carretera. Guerra del Rif, Marruecos, septiembre de 1921. (pp. 54-55)Hospital de campaña. Marruecos, 1921. (pp. 56-57)Cadáveres en una calle de Monte Arruit, 24 de abril de 1921. (pp. 58-59)

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60 Melilla, julio de 1921.

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61 Playa de Alhucemas, septiembre de 1925.

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62 Abd-el-Krim, su guardaespaldas Amogar Ben Hadu y Luis de Oteyza, junio de 1922.

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Prisioneros rifeños, 1923.

Siguientes. Fiestas populares. Madrid, 1921. (pp. 64-65)Desfile con motivo de la Primera Laureada a Julio Ríos, aviador herido en África, impuesta por el Rey, 1921. (pp. 66-67)Pablo Iglesias en la manifestación a favor de amnistiar al Comité de Huelga, noviembre de 1917.(pp. 68-69)Entierro de José Canalejas, noviembre de 1912. (pp. 70-71)

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72Soldados de infantería a la carga durante la huelga general. Red de San Luis, Madrid, agosto de 1917.

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Cola en los Despachos del Pan durante la huelga general, noviembre de 1930.

Siguientes. Homenaje a Pablo Iglesias. La manifestación se dirige al cementerio, 19 de abril de 1923. (pp. 74-75)Proclamación de la dictadura de Primo de Rivera. Plaza de Cascorro, Madrid, septiembre de 1923. (pp. 76-77)El general Primo de Rivera saliendo de Palacio, septiembre de 1923. (pp. 78-79)Puente de Vallecas, 1925. (pp. 80-81)Plaza de Antonio Zozaya, Madrid. (pp. 82-83)

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84 Paulino Uzcudun, febrero de 1933.

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El diestro Joselito, ca. 1916.

Siguiente. Verbena popular. Madrid, 1922.

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88 Barrio de Casablanca, Madrid, 1925.

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Barrio de Casablanca, Madrid, 1921.

Siguiente. Concurso de matas de pelo en la verbena de la Paloma. Madrid, julio de 1927.

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Arriba. Inauguración de las clases de Educación Física de los Guardias de la Porra, con el profesor «Negro» Crocier, octubre de 1926.Derecha. Exhibición de los servicios municipales durante la Fiesta de la República. Paseo de la Castellana, Madrid, abril de 1932.

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94 Campeonato universitario, abril de 1935.

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Zamora entrenándose para los próximos partidos. Chamartín, Madrid, diciembre de 1930.

Siguiente. Partido entre Baracaldo y Celta de Vigo, abril de 1931.

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98 Segunda Vuelta Ciclista a España, mayo de 1936.

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99 Segunda Vuelta Ciclista a España, mayo de 1936.

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Segunda Vuelta Ciclista a España, mayo de 1936.

Siguientes. Segunda Vuelta Ciclista a España, mayo de 1936. (pp. 102-103)Lavaderos en el río Manzanares, 1920. (pp. 104-105)Asturias. (pp. 106-107)Autogiro La Cierva en pleno vuelo, febrero de 1934. (pp. 108-109)

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110 Llegada de autogiro La Cierva. Barajas, febrero de 1934.

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111 Inauguración de las carreras de caballos, marzo de 1927.

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112 Vendedora de pavos, diciembre de 1922.

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Traslado del elefante cazado por el duque de Alba, desde el Botánico hasta el Museo de Historia Natural. Plaza de Colón, Madrid, octubre de 1930.

Siguiente. Nevada en Madrid, enero de 1932.

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Arriba. Montaje del caballo de la Plaza Mayor. Madrid, agosto de 1934.Derecha. Construcción del viaducto. Madrid, 1935.

Siguientes. Casimiro Municio, último verdugo titular de la Audiencia de Madrid, 1934. (pp. 118-119)Escenas del Manzanares, agosto de 1935. (pp. 120-121)Visita al cementerio en el Día de Todos los Santos, noviembre de 1924. (pp. 122-123)Vertedero entre La Elipa y la Necrópolis del Este. Madrid, noviembre de 1930. (pp. 124-125)

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