Ali BabáCuento

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Ali Baba

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  • Al Bab y los cuarenta

    ladrones

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    En otros tiempos, y en aos y das ha mucho idos, vivan en cierta ciudad de Persia dos hermanos, uno llamado Kasim y el otro Al Bab, quienes a la muerte de su padre se dividieron con equitativo reparto la pe-quea fortuna que l les haba dejado, y no perdieron tiempo en derrocharla y gastarla toda. El mayor, sin embargo, tom por es-posa a la hija de un opulento mercader; as que cuando su suegro se present ante la misericordia de Al todopoderoso, Kassim qued dueo de una tienda enorme, re-pleta de excepcionales bienes y costosas mercancas, y de un almacn provisto de objetos preciosos, as como de mucho oro enterrado. Por ello, en toda la ciudad se le termin por conocer como hombre im-portante. En cambio, la mujer con que Al Bab se cas era pobre; vivan en una ca-sucha miserable y Al Bab se ganaba a duras penas la vida vendiendo la lea que

    a diario recoga en la selva y que conduca por la ciudad hasta el bazar en sus tres bu-rros. Un da sucedi que cuando Al Bab ya haba cortado suficientes ramas muer-tas y lea seca, y puesto la carga sobre sus bestias, de pronto vio a su derecha una nube de polvo que se alzaba en espiral hasta el cielo y marchaba velozmente ha-cia l. Cuando la mir con atencin, divis un tropel de jinetes que avanzaban a todo galope y estaban a punto de llegar a donde l. Ante esa vista, Al Bab se alarm en extremo y, temiendo que aqulla fuera una pandilla de bandoleros que lo mataran y arrearan con sus borricos, ech a correr asustado; pero como ya estaban muy cer-ca y l no poda huir del bosque, condujo a sus animales, cargados de lea, a un ca-mino entre los arbustos y subi al grueso tronco de un rbol inmenso para ocultarse ah; y se sent en una rama desde la que

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    poda divisar todo a sus pies sin que nadie, abajo, pudiera verlo; aquel rbol creca junto a una roca que se elevaba ms all de cualquier cabeza. Los jinetes, jvenes, activos y valientes, se aproximaron hasta la pared de la roca y desmontaron, gracias a lo cual Al Bab pudo verlos bien y pronto se convenci por completo, a causa de su semblante y con-ducta, de que integraban una compaa de salteadores de caminos que, habiendo cado sobre una caravana, la haban despojado y desprovisto de su botn y llevaban su pilla-je a ese lugar, con intencin de ocultarlo y ponerlo a salvo en un escondite. Observ adems que eran cuarenta en nmero.

    Al Bab vio que, en cuanto llegaron bajo el rbol, cada uno de los ladrones sol-t el freno a su caballo y le at las patas delanteras. Despus todos retiraron sus al-forjas llenas de oro y plata. El hombre que pareca el capitn avanz entonces, carga

    al hombro, entre espinas y matorrales, has ta llegar a cierto sitio, donde pronun-ci estas extraas palabras: brete, s-samo!. Al instante en la pared de la roca apareci una ancha puerta. Los ladrones entraron, con su jefe al final, y despus el portal se cerr. Permanecieron dentro de la cueva mucho tiempo, y, entre tanto, Al Bab tu vo que esperar subido en el rbol, pensando que, si bajaba, la pandilla poda salir en ese momento, y prenderlo y matar-lo. Cuando por fin determin montar uno de los caballos y volver con sus burros a la ciudad, el portal se empez a abrir. El jefe de los ladrones fue el primero en aparecer; y luego, de pie en la entrada, vio y cont a sus hombres al salir, tras de lo cual dijo las palabras mgicas, Cirrate, ssamo!, y la puerta se cerr. Habiendo pasado todos la inspeccin, cada uno fij sus alforjas y embrid su caballo, y en cuanto estuvieron

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    listos se marcharon, dirigidos por su jefe, por la misma direccin por la que haban llegado. Al Bab permaneci en el rbol mientras los vea partir, y no des cendi hasta que los perdi de vista, no fuera a ser que, por ventura, uno de ellos regresa-ra y mirara alrededor y lo divisara. Pens entonces para sus adentros: Yo tambin probar la virtud de esas palabras mgicas, y ver si la puerta abre y cierra a mi deseo. Por tanto, dijo con fuerte voz: brete, s-samo!. No haba acabado de decirlo cuan-do el portal se abri de golpe, y l entr. Al Bab vio entonces una caverna inmensa y una cmara abovedada, de altura semejan-te a la de un hombre adulto, tallada en pie-dra viva e iluminada por la luz que cruzaba los respiraderos y aberturas en la cara su-perior de la roca, la cual formaba el techo.

    Haba esperado no hallar sino penum-bra en la guarida de los ladrones, de modo

    que le sorprendi ver que la sala entera re-bosaba de paquetes de todo tipo de cosas. Estaba cubierta de suelo a techo con car-gas de sedas y brocados y telas bordadas y montones de alfombras de colores diver-sos, aparte de lo cual atisb monedas de oro y plata sin cuenta ni medida, apiladas algunas en el piso y otras metidas en bol-sas y sa cos de cuero. Al ver tal abundancia de bienes y monedas, Al Bab de termin en su mente que, no durante apenas unos aos, sino a lo largo de muchas generacio-nes, esos ladrones haban almacenado sus ganancias y trofeos en ese lugar. Cuando entr a la cueva, la puerta se haba cerrado a sus espaldas, pero l no se haba desani-mado, pues haba guardado en su memoria las palabras mgicas; y no prest atencin a los objetos preciosos que lo rodeaban, sino que se aplic nica y exclusivamente a los sacos de ashrafis. Tom de ellos tantos

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    como juzg peso adecuado para las bestias, luego los carg sobre sus animales y cubri su botn con varas y madera, para que nadie discerniera las bolsas, sino pensara que lle-vaba a casa su mercanca habitual. Al final exclam: Cirrate, ssamo!, y al punto la puerta se cerr, porque el conjuro ope-raba de tal forma que cada vez que alguien entraba a la cueva, su portal se cerraba tras l; y, al salir, el mismo no se volva a abrir ni cerrar hasta que se hubieran pronunciado las palabras Cirrate, ssamo! En cuan-to carg sus burros, Al Bab los condujo a toda prisa frente a l hasta la ciudad, y al llegar a su casa los meti al patio; cerr la puerta exterior, baj primero las varas y luego las bolsas de oro, que llev a su mu-jer. Ella las registr, y al descubrirlas llenas de monedas, sospech que Al Bab haba robado, y se puso a reprenderlo y culparlo por hacer algo tan reprobable.

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    Al Bab explic a su esposa: No soy ladrn; ms bien, algrate conmigo, por nuestra buena suerte. A continuacin le cont su aventura, y se puso a vaciar el oro en montones frente a ella, y a ella le deslumbr tanto fulgor y su corazn se deleit con el relato y aventuras de su marido. Luego, la esposa se puso a contar el oro, por lo que Al Bab le dijo: Ay, necia mujer! Cunto tiempo ms les seguirs dando vueltas a las monedas? Djame cavar un agujero en que esconder ese teso

    ro, para que nadie sepa este secreto. Ella contest: Tienes razn! De todas formas, pesar el dinero, para tener una idea de su cantidad; y l dijo: Como quieras, pero cuida de no decrselo a nadie. As pues, ella corri a casa de Kasim, para pedir prestada una pesa y balanza con que pesar los ashrafis y hacer un clculo de su valor; y al no encontrar a Kasim, dijo a su esposa: Te ruego que me prestes tu balanza un momento. Su cuada contest: Necesitas la grande o la pequea?, y la otra respondi: No necesito la grande, dame la pequea, a lo que la cuada repuso: Qudate aqu un momento mientras busco lo que deseas. Con este pretexto se retir la esposa de Kasim, y, en secreto, unt cera y sebo en el platillo de la balanza, para que pudiera saber qu pesara la esposa de Al Bab, segura de que, fuera lo que fuese, algo de ello se pegara en la cera y la

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    grasa. De este modo, la mujer aprovech la ocasin para satisfacer su curiosidad, y, sin sospechar nada, la esposa de Al Bab llev a casa la balanza y se puso a pesar el oro mientras Al Bab no cesaba de cavar; y una vez pesado el dinero, los dos lo ocultaron en el hoyo, que rellenaron cuidadosamente con tierra. Luego, la buena esposa devolvi la balanza a su parienta, sin saber que un ashrafi se haba adherido a la concha del instrumento; pero cuando la esposa de Kasim vio la moneda de oro, rabi de clera y envidia y se dijo: Conque sas tenemos! Me pidieron prestada mi balanza para pesar ashrafis?, y se extra enormemente de en dnde un hombre tan pobre como Al Bab habra podido conseguir tal provisin de riqueza como para verse obligado a pesarla con balanza. Tras mucho ponderar el asunto, cuando su esposo volvi a casa bajo el manto de la

    noche, ella le dijo: Ea, hombre! Te consideras criatura rica e importante, pero he aqu que tu hermano Al Bab es un emir a tu lado, y mucho ms rico que t. Tiene tantos montones de oro que debe pesar su dinero con balanza, mientras que t, vaya!, te contentas con contar tus monedas. De dnde sabes eso?, pregunt Kasim, y su esposa le cont en respuesta todo lo relativo a la balanza y que haba encontrado un ashrafi pegado en ella, y le mostr la moneda de oro, que ostentaba la marca y leyenda de un rey antiguo. Kasim no pudo dormir toda la noche, de envidia y celos y codicia; a la maana siguiente se levant temprano y fue con Al Bab y le dijo: Oh, hermano mo! En apariencia t eres pobre y menesteroso, pero en realidad tienes una provisin de riqueza tan abundante que por fuerza debes pesar tu oro con balanza. Dijo Al Bab: Qu

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