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APUNTES PARA LA NUEVA NARRATIVA DEL SIGLO XXI BIBLIOGRAFÍA LIBRETA DE ANOTACIONES Coordinada por Marita Rodríguez-Cazaux Sergio Guerrieri CLÍNICAS LITERARIAS ROI EDITORIAL DUNKEN Buenos Aires 2016

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apuntes para la nueva narrativa

del siglo XXiBiBliografía

liBreta de anotaciones

Coordinada por

Marita rodríguez-cazauxsergio guerrieri

clínicas literarias roi

Editorial dunkEnBuenos Aires

2016

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Este cuadernillo tiene como fin complementar los conceptos y las prácticas desarrolladas en la Clínica Literaria llevada a cabo por en editorial dunken.

En las próximas páginas, encontrarán información valiosa, herramientas útiles y composiciones diversas para tener siempre a mano a la hora de realizar una consulta o ampliar los conocimientos acerca del género.

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ÍndiCE

IntroduccIón

temas abordados en la jornada

dossIer teórIco

“El arte del cuento” - Flannery C onnor “Tres propuestas para la narrativa argentina...” - Liliana díaz Mindurry “El cuento argentino” (fragmento) - Carlos Mastrangello

dossIer lIterarIo

“Elephant” en Tres rosas amarillas - Raymond Carver “Punto Y” en Refugios ensamblados - Guillermo Baldo “Uno” en Turdera - Ángela Pradelli

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introducción

El arte y, por ello, la literatura, es un síntoma social, es epocal. El artista es un sujeto que debe comprometerse con su contexto, pues se debe a él. Su palabra, su silencio, su huella son la carne de su creación.

Las eventos informáticos, científicos, sociales, económicos y culturales ocu-rridos durante las últimas cuatro décadas del S. XX y durante el siglo XXi han impuesto cambios profundos y contrastantes en el modo de estar en el mundo, en las perspectivas y en las subjetividades que construyen los relatos, los cuentos y las novelas. La escritura es un eco de ese nuevo sujeto que intenta atravesar los temas de siempre pero desde una posición coherente con su devenir1.

En este programa nos preguntamos: ¿cuáles son los cambios en los modos de escribir?; ¿qué características tiene el nuevo y exigente lector al cual nos en-frentamos?; ¿qué nuevos formatos literarios han surgido? y ¿qué nuevos modos de decir los acompañaban?; ¿cuáles son las modificaciones que ha tenido la escritura de los cuentos?, ¿qué es el cuento en la actualidad?; ¿el relato viene a suplantar al cuento?, ¿cómo y por qué?, ¿en qué consiste su escritura?; ¿en qué lugar ha quedado la novela y cómo debemos pensar su escritura en la actualidad?2

sergIo guerrIerI

La Plata, Buenos Aires 2016

1 Bauman, Zigmund. Modernidad líquida. “introducción”. Fondo de Cultura Económica. México. 2013.

2 Eco, Umberto. Obra abierta. “introducción a la primera edición”. Ariel. Argentina. 1990.

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teMas aBordados en la Jornada

• relato vs. cuento, una Batalla ineludiBleTEMAS: ¿qué diferencia al cuento actual del cuento tradicional? ¿Qué es el

relato? ¿Cómo podemos pensar al relato en relación al contexto mundial actual? ¿Por qué los últimos ganadores del novel y los premiados por los concursos argentinos más importantes escriben relato?

SUBTEMAS: ¿cuáles son los nuevos puntos de vista para narrar un texto?, ¿cómo debemos entender al punto de vista omnisciente en la actualidad y por qué?, ¿por qué la mayoría de los autores actuales utilizan el narrador testigo? ¿Por qué es fundamental el trabajo con la verosimilitud en los textos?, ¿qué entende-mos por verosimilitud? ¿Cuál es la nueva naturaleza de los personajes actuales? y ¿cómo debemos construirlos? ¿Cuáles son los cuatro tipos de descripción que admiten el cuento, el relato y la novela?, ¿cuáles son las nuevas formas de descri-bir en el texto del S. XXi?

• la BÚsQueda de la originalidad

TEMAS: ¿Cómo sabemos si somos originales en lo que escribimos? ¿Cuál es el valor de la originalidad?

• la apertura vs. lo cerrado

TEMAS: Análisis de textos en base a los temas anteriormente tratados. Lectura de un fragmento teórico y un relato corto, con el fin de analizar en ellos todos los contenidos planteados.

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dossier teórico

el arte del cuento Flannery O´COnnOr

–Traducción de Leopoldo Brizuela–

Siempre he oído decir que el cuento es uno de los géneros literarios más difíciles; y siempre he tratado de descubrir por qué la gente tiene tal impresión de lo que considero una de las formas más naturales y básicas de la expresión humana. Al fin y al cabo, uno comienza a escuchar y a contar historias ya en la primera infancia, y no parece haber nada demasiado complejo en ello. Sospecho que la mayoría de ustedes se habrá pasado toda la vida contando historias; y sin embargo aquí están –ansiosos por aprender cómo se hace–.

Hasta que la semana pasada, cuando apenas si había apuntado algunas de estas serenas reflexiones para exponerlas aquí hoy, recibí los manuscritos de siete de entre ustedes me pidieron que leyese, y toda mi seguridad se trastocó.

después de tal experiencia estoy en condiciones de admitir, no que el cuento sea uno de los géneros más difíciles, pero sí que resulta más difícil para unos que para otros.

Aún me inclino a pensar que la mayor parte de la gente posee una cierta ca-pacidad innata para contar historias; capacidad que suele perderse, sin embargo, en el curso del camino. Por supuesto, la capacidad de crear vida con palabras es esencialmente un don. Si uno lo posee desde el vamos, podrá desarrollarlo; pero si uno carece de él, mejor será que se dedique a otra cosa.

no obstante, he podido advertir que son las personas que carecen de tal don las que, con mayor frecuencia, parecen poseídas por el demonio de escribir cuentos. Fuera como fuese, estoy segura de que son ellas quienes escriben los libros y los artículos sobre “cómo-se-escribe-un-cuento”. Una amiga mía, que sigue uno de estos cursos por correspondencia, me ha dictado alguno de los títulos de sus lecciones: “Recetas para escribir un cuento”, “Cómo crear un

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personaje”, “¡inventemos una trama!”. Esta forma de corrupción le cuesta sólo veintisiete dólares.

desde mi punto de vista, hablar de la escritura de un cuento en términos de trama, personaje y tema es como tratar de describir la expresión de un rostro li-mitándose a decir dónde están los ojos, la boca y la nariz. He oído decir a algunos estudiantes: “se me ocurren muy buenos argumentos, pero con los personajes no voy ni para atrás ni para adelante”; o bien, “tengo el tema para un cuento, pero no consigo inventar la trama”, e incluso: “he descubierto una buena historia, pero carezco de toda técnica”.

A propósito, “técnica” es una palabra que no se les cae de la boca. Cierta vez debí hablar en una asociación de escritores, y durante el debate posterior a la conferencia un alma de dios me preguntó: “¿podría usted indicarme, señorita, cuál es la técnica apropiada para escribir un cuento del tipo marco-dentro-del-marco?”. Yo debí admitir que era tan ignorante como para no haber oído hablar ni una sola vez de ello, pero esta persona me aseguró que tales cuentos existían, porque ella misma había participado en un concurso que los premiaba, y cuyo premio era de cincuenta dólares.

Pero dejando a un lado la gente que carece de talento, existen personas que de hecho lo poseen, pero que se pierden en vanos esfuerzos porque ignoran qué es en realidad un cuento.

Supongo que las cosas obvias son siempre las más difíciles de definir. Todo el mundo cree saber qué es un cuento. Pero si ustedes piden a un alumno prin-cipiante que les escriba uno, es muy probable que recojan cualquier cosa –una reminiscencia, un episodio, una opinión, una anécdota– cualquier cosa menos un cuento. Un cuento es una acción dramática completa –y en los buenos cuen-tos, los personajes se muestran por medio de la acción, y la acción es controlada por medio de los personajes–. Y como consecuencia de toda la experiencia presentada al lector se deriva el significado de la historia. Por mi parte, prefiero decir que un cuento es un acontecimiento dramático que implica a una persona en tanto persona y en tanto individuo, vale decir, en tanto comparte con todos nosotros una condición humana general, y en tanto se halla en una situación muy específica. Un cuento compromete, de modo dramático, el misterio de la personalidad humana. Cierta vez presté un libro de cuentos a una vecina mía, de allá del campo, y cuando me lo devolvió me dijo: “Bueno, esas historias no hacen más que mostrar lo que algunos de nuestros paisanos harían en determinadas ocasiones”; yo me dije que era cierto; cuando ustedes escriban cuentos, deberían

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conformarse con partir exactamente de este punto: mostrar lo que harían ciertos y determinados tipos, y lo que harían pese a quien pese, contra viento y marea.

Ahora bien, éste es un nivel muy modesto como punto de partida; y la mayor parte de la gente que cree desear escribir cuentos no está dispuesta a arrancar de allí. Quieren escribir acerca de determinados problemas, no de determinados individuos; o de cuestiones abstractas, no sobre situaciones concretas. Tienen una idea, o sentimiento, o un ego desbordante, o quieren Ser-Un-Escritor, o legar su sabiduría al mundo de un modo lo suficientemente simple como para que el mundo pueda comprenderla. Carecen en todos los casos de una historia; y aun cuando la tuvieran, tampoco estarían dispuestos a escribirla; no los guía el propósito de escribir una historia sino una teoría o una fórmula, o el de aplicar determinada técnica.

Esto no quiere decir que para escribir un cuento ustedes deban olvidar o resignar ninguna de las posturas morales que sustentan. Las convicciones serán la luz que les ayudará a ver, pero no aquello que ustedes deban enfocar, ni el sustitu-to de la propia mirada. Para el escritor de ficciones, en el ojo se encuentra la vara con que ha de medirse cada cosa; y el ojo es un órgano que además de abarcar cuanto se puede ver del mundo, compromete con frecuencia nuestra personalidad entera. involucra, por ejemplo, nuestra facultad de juzgar. Juzgar es un acto que tiene su origen en el acto de ver y cuando no lo tiene, cuando nuestros juicios se desligan de nuestra mirada, una confusión muy grande se produce en la mente, confusión que por supuesto se traslada al cuento.

La ficción opera a través de los sentidos. Y creo que una de las razones por las cuales a la gente le resulta tan difícil escribir cuentos es que olvidan cuánto tiempo y paciencia se requiere para convencer al lector a través de los sentidos. ningún lector creerá nada de la historia que el autor debe limitarse a narrar, a menos que se le permita experimentara situaciones y sentimientos concretos. La primera y más obvia característica de la ficción es que transmite de la realidad lo que puede ser visto, oído, olido, gustado y tocado.

Ahora bien, esto es algo que no puede aprenderse sólo por la inteligencia; también debe adquirirse por el hábito. Tal debe llegar a ser la forma en que uste-des mirarán las cosas. El escritor de ficciones debe comprender que no se puede provocar compasión con compasión, emoción con emoción, pensamientos con el pensamiento. debe transmitir todas estas cosas, sí, pero provistas de un cuerpo; el escritor debe crear un mundo con peso y espacialidad.

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He notado que los cuentos de los escritores principiantes están, en muchos casos, erizados de emoción, pero que resulta muy difícil determinar a quién corresponde la emoción referida. El diálogo suele operar sin el auxilio de perso-najes que uno pueda ver de hecho, y un pensamiento incontenible se cuela por cada grieta de la historia. La razón reside en que, por lo general, el aprendiz está interesado ante todo en sus propios pensamientos y emociones y no en la acción dramática y es demasiado perezoso o pretencioso como para descender a ese nivel de lo concreto en donde la ficción opera. Piensa que la capacidad de juzgar reside en un sitio y la impresión sensorial en otro. Pero para el escritor de ficcio-nes, el acto de juzgar comienza en los detalles que ve, y en el modo en que los ve.

Los escritores de ficción a quienes no les preocupan estos detalles concretos pecan de lo que Henry James llamó “especificación endeble”. El ojo se deslizará sobre sus palabras mientras nuestra atención se va a dormir. Ford Madox Ford enseñaba que uno puede introducir un vendedor de diarios en una historia, ni siquiera por el corto lapso en que tarda en vender un solo periódico, a menos que podamos describirlo con el suficiente detalle como para que un lector lo vea.

Tengo una amiga que está tomando clases de actuación en nueva York con una dama rusa de gran reputación en su campo. Mi amiga me escribe que, durante el primer mes, los alumnos no hablan una sola línea, sólo aprenden a ver. Y es que aprender a ver es la base de todas las artes, excepto de la música. Conozco a muchos escritores de ficción que además pintan, no porque posean talento alguno para la pintura, sino porque hacerlo les sirve de gran ayuda en su escritura. Los obliga a mirar las cosas. En la escritura de ficción, salvo en muy contadas ocasiones, el trabajo no consiste en decir cosas, sino en mostrarlas.

no obstante, afirmar que la ficción procede por el uso de detalles no implica el simple, mecánico amontonamiento de éstos. Cada detalle debe ser controlado a la luz de un objetivo primordial, cada detalle debe introducirse de modo que trabaje para nosotros. El arte es selectivo. Todo lo que hay en él es esencial y genera movimiento.

Ahora bien, todo esto requiere su tiempo. Un buen cuento no debe tener menos significación que una novela, ni su acción debe ser menos completa. nada esencial para la experiencia principal deberá ser suprimido en cuento corto. Toda acción deberá poder explicarse satisfactoriamente en términos de motivación; y tendrá que haber un principio, un nudo y un desenlace, aunque no necesaria-mente en este orden. Se me ocurre que mucha gente deduce que quiere escribir cuentos porque el cuento es un género breve; pero que al decir “breve” entien-

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den cualquier tipo de brevedad. Creen que un cuento es una acción incompleta, fragmentaria, en la cual se muestra muy poco y se sugiere mucho, y suponen que sugerir algo equivale a omitirlo. Resulta muy difícil disuadir a un principiante de esta convicción, porque cree que cuando omite algo está ejercitando su sutileza; y cuando se le señala que no puede encontrarse en un texto nada que no haya sido puesto de algún modo en él, nos mira como si fuéramos idiotas insensibles.

Quizá la cuestión central que debe ser considerada en toda discusión acerca del cuento es qué se entiende por brevedad. Que un cuento sea breve no significa que deba ser superficial. Un cuento breve debe ser extenso en profundidad, y debe darnos la experiencia de un significado. Tengo una tía que piensa que nada sucede en una historia a menos que alguien se case o mate a otro en el final. Yo escribí un cuento en el que un vagabundo se casa con la hija idiota de una ancia-na, con el sólo propósito de quedase con el automóvil de esta anciana. después de la ceremonia, el vagabundo se lleva a la hija en viaje de bodas, la abandona en un parador de la ruta, y se marcha solo, conduciendo el automóvil. Bueno, ésa es una historia completa. ninguna otra cosa relacionada con el misterio de la perso-nalidad de ese hombre puede mostrarse a través de esa dramatización específica. Y sin embargo, yo nunca pude convencer a mi tía de que ése fuera un cuento completo. Mi tía quiere saber qué le sucedió a la hija idiota luego del abandono.

Hace tiempo, esa historia sirvió de base a un guión de TV, y el adaptador, que conoce bien su negocio, hizo que el vagabundo cambiara a último momento de parecer y volviera a recoger a la hija idiota, y que los dos juntos se alejaran, al fin, en el automóvil, carcajeando a dúo como verdaderos dementes. Mi tía consideró que la historia estaba por fin completa, pero yo experimenté otros sen-timientos nada apropiados para expresar en esta charla. Cuando ustedes quieran escribir un cuento, deberán escribir sólo una historia; y siempre habrá gente que se niegue a leer el cuento que ustedes han escrito.

Lo cual nos lleva a abordar, naturalmente, la engorrosa cuestión del tipo de lector para el cual cada uno escribe cuando escribe ficciones. Quizá cada uno de nosotros piense que tiene una solución personal para este problema. Por mi parte, tengo una muy buena opinión del arte de la ficción, y una muy mala opinión de aquello que suele llamarse “el lector promedio”. Me digo que no puedo escapar de él, que tal es la personalidad cuya atención, se supone, debo cultivar; y al mis-mo tiempo, se espera de mí que provea al lector inteligente de esa experiencia profunda que él busca en la ficción. El caso es que, en concreto, ambos lectores ideales no son sino aspectos de la propia personalidad del escritor; y en un últi-

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mo análisis, el único lector acerca del cual uno puede saber algo es uno mismo. Todos nosotros escribimos según nuestro propio nivel de entendimiento; pero es una característica particular de la ficción que su superficie literal pueda estar configurada de tal modo que brinde entretenimiento en un plano obvio y físico, el plano de la evidencia física, a un cierto tipo de lector; y al mismo tiempo, pue-da brindar significado a la persona preparada para experimentarlo.

El significado es lo que impide que un cuento breve sea “corto”. Yo prefiero hablar de “significado” del cuento a hablar del “tema” de un cuento. La gente habla del tema del cuento como si el tema fura un trozo de cuerda que anuda el extremo de una bolsa de comida para aves. Creen que si se puede extraer el tema de un cuento, del mismo modo que se quita el hilo que ata la bolsa de maíz, puede abrirse la historia y dar de comer a las gallinas. Pero no es ésa la forma en que el significado opera en la ficción.

Cuando ustedes puedan enunciar el tema de un cuento, cuando puedan separarlo de la historia en sí misma, podrán estar seguros de que ese cuento no es muy bueno. El significado de un cuento debe estar corporizado en la historia, debe hacerse concreto en ella. Una historia es una forma de decir algo que no puede decirse de ninguna otra manera, y nos cuesta cada una de las palabras del relato decir cuál es su tema. Uno cuenta un cuento porque una simple enuncia-ción resultaría inadecuada. Cuando alguien pregunta de qué trata un cuento, la única respuesta apropiada es indicarle que lo lea. El significado de la ficción no es un significado abstracto, sino un significado que se experimenta, y el único objetivo de hacer enunciaciones acerca del significado de un cuento es ayudar a experimentar más plenamente ese significado.

La ficción es un arte que demanda la más estricta atención a lo real –tanto en el caso de un escritor que se aboca a componer un cuento naturalista, como en el del escritor que prefiere el género fantástico–. Quiero decir: todos nosotros partimos siempre de lo que es verdadero –o de lo que tiene una eminente posi-bilidad de serlo–. incluso cuando uno escribe un relato fantástico, la realidad es el único fundamento conveniente. Algo es fantástico porque es tan real, tan real que es fantástico. Graham Greene ha dicho que él no podría escribir “me halla-ba suspendido sobre un pozo sin fondo” porque tal cosa no puede ser cierta, ni “bajando a todo correr las escaleras salté dentro de un taxi”, porque eso tampoco puede ser posible. Pero Elizabeth Bowen puede escribir, refiriéndose a uno de sus personajes, “ella se llevó la mano a los cabellos como si oyera moverse algo en su interior”, porque tal cosa es eminentemente posible.

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Me atrevería incluso a afirmar que la persona que escribe un relato fantástico debe mantenerse más estrictamente atenta al detalle concreto que quienes escri-ben en una cuerda naturalista –porque cuanto mayor sea el apoyo de un cuento en lo verosímil, más convincentes resultarán sus características–.

Un buen ejemplo es el relato titulado “La metamorfosis”, de Franz Kafka. Es la historia de un hombre que despierta una mañana y descubre que, durante la noche, se ha convertido en cucaracha, aunque sin perder su naturaleza humana; y si esta situación es aceptada por el lector, es porque los detalles concretos del relato son absolutamente convincentes. Lo cierto es que ese relato describe la na-turaleza dual del hombre de un modo tan realista que resulta casi intolerable. La verdad no ha sido distorsionada en el relato; antes bien, una cierta distorsión ha sido efectuada como forma de llegar a la verdad. Si admitimos, como es preciso hacerlo, que la apariencia no es lo mismo que la realidad, deberemos entonces dar al artista la libertad de hacer ciertos reacondicionamientos en la naturaleza de las cosas cuando éstos conducen a ampliar la profundidad de la visión. El artista debe recordar siempre que aquello que él recrea es naturaleza, y debe saber y ser capaz de describirlo apropiadamente a fin de tener el poder de reinventarlo en su totalidad.

El problema del cuentista reside en cómo hacer que la acción que él describe revele tanto como sea posible respecto del misterio de la existencia. dispone solamente de un espacio muy breve y no puede hacerlo por un procedimiento declarativo. debe conseguirlo mostrando, no diciendo; y mostrando lo concreto, de modo que su problema es, en definitiva, saber cómo servirse de lo concreto de modo que “trabaje doble turno”.

En la buena ficción, ciertos detalles de la historia tienen a concentrar sig-nificados; cuando esto sucede se vuelven simbólicos por la misma función que desempeñan. Yo escribí un cuento titulado “Buena gente del campo”, en el cual, a una muchacha, doctora en filosofía, un vendedor de Biblias, a quien ella ha tratado previamente de seducir, le roba su pierna de madera. Ahora bien, debo admitir que, contada de esta manera, la situación no es ni más ni menos que un chiste de dudoso gusto. Al lector promedio le agrada observar cómo a alguien se le roba su pierna de madera. Pero sin dejar de atrapar su atención, y sin que al decir esto quiera yo autoelogiarme, creo que esta historia consigue operar en otro nivel de experiencia, desde el momento en que permite que en dicha pierna de madera se reconcentren varios significados. Al principio de la historia se nos hace evidente que la doctora en filosofía, tanto en lo espiritual como en lo físico,

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es una mutilada. no cree en nada más que en su creencia en nada, y percibimos que en su alma hay una parte de madera que se corresponde con su pata de palo. Ahora bien, nada de esto se dice. El escritor de ficciones declara tan poco como sea posible. incluso puede ignorar que está creando esta conexión de niveles; pero la conexión, como quiera, existe, y tiene efectos sobre él. Con el transcurso del relato, la pierna de madera continúa acumulando significados. El lector se entera de cómo se siente esta chica respecto de su pierna, y qué siente su madre respecto de ella, y qué siente, también respecto de ella, una arrendataria de la familia. Y así, para cuando el vendedor de Biblias llega, la pierna ha acumulado ya tanto significado que, digamos, está cargada hasta el tope. Y cuando el ven-dedor de Biblias se la roba, el lector comprende que se ha llevado con él parte de la personalidad de la chica, y que le ha revelado, por primera vez, su aflicción más profunda.

Si ustedes quieren decir que la pierna de madera es un símbolo, pueden hacerlo. Pero es, ante todo, una pierna de madera, y en tanto pierna de madera es absolutamente imprescindible para el cuento. Tiene lugar en el primer nivel, literal, de la historia, pero también opera en la profundidad, tanto como en la superficie. Prolonga la historia en todas direcciones; y ésta es, en pocas palabras la manera por la cual el cuento burla su propia brevedad.

Ahora bien, detengámonos por un momento en la manera en que esto su-cede. no quisiera que ustedes pensasen que, cuando me dispuse a escribir ese cuento, me senté a la máquina y dije: “ahora voy a escribir un cuento acerca de una joven doctora en filosofía con una pierna de madera, empleando la pierna de madera como símbolo de otro tipo de aflicción”. Personalmente, dudo de que haya muchos escritores que sepan lo que habrán de hacer cuando se aprestan a escribir. Cuando empecé a trabajar en ese cuento, yo ignoraba incluso que habría de incluir a una doctora en filosofía con una pierna de madera. Simplemente, una mañana me encontré escribiendo una descripción de dos mujeres de las cuales yo sabía ciertas cosas, y antes de que pudiera darme cuenta había dotado a una de ellas de una hija con una pierna de madera. Con el correr de la historia, introduje al vendedor de Biblias, pero sin tener la menor idea de lo que habría de hacer con él. Yo ignoraba que él iba a robar esa pierna de madera hasta diez o doce líneas antes de que sucediera; pero cuando comprendí que tal cosa iba a suceder, descubrí que era inevitable. Ese es un cuento que produce un shock en el lector; y creo que una de las razones de ese shock reside en que antes lo produjo en quien lo escribía.

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Por otro lado, a pesar de que este cuento nació de una manera aparente-mente irracional, no necesitó de casi ninguna corrección o reescritura. Es un cuento que estuvo bajo control mientras se lo escribía; y ustedes me preguntarán cómo opera esta forma de control, desde el momento en que no es enteramente consciente.

Creo que la respuesta a esta pregunta es lo que Maritain llama el “hábito del arte”. Es un hecho que toda la personalidad participa del proceso de escritura de una ficción –tanto la conciencia como la mente inconsciente–. El arte es el hábito del artista. El arte debe cultivarse como cualquier otro hábito, durante un largo período de tiempo, por la experiencia; y enseñar cualquier tipo de escritura es, primordialmente, ayudar al aprendiz a desarrollar el hábito del arte. Creo que el arte es mucho más que una disciplina, aunque de hecho también lo sea; creo que es un modo de mirar al mundo creado, y de usar los sentidos de modo que éstos puedan encontrar en las cosas tantos significados como sea posible.

Por supuesto, no soy tan ingenua como para suponer que la mayor parte de la gente que asiste a las conferencias de los escritores pretende aprender o escuchar qué clase de visión es necesaria para escribir historias que han de for-mar parte permanente de nuestra literatura. E incluso en el caso de que ustedes quisieran escucharlo, sus preocupaciones deben ser inmediatamente prácticas. Ustedes quieren saber cómo pueden escribir un buen cuento, y más aún cuándo pueden decir que lo han hecho; desean saber, entonces, cuál es la forma de un cuento, como si la forma fuera algo que existiese fura de cada cuento y pudiera aplicarse, imponerse al material. Por supuesto, cuanto más escriban, mejor com-prenderán que la forma es orgánica, que crece desde el material, que la forma de cada cuento es única. Un buen cuento no puede ser reducido, sólo puede ser expandido. Un cuento es bueno cuando ustedes pueden seguir viendo más y más cosas en él, y cuando, pese a todo, sigue escapándose de uno. En ficción, dos y dos es siempre más que cuatro.

La única manera, creo, de aprender a escribir cuentos es escribirlos, y luego tratar de descubrir qué es lo que se ha hecho. El momento de pensar en la técnica es aquél en el cual se tiene al cuento bajo los ojos. El maestro puede ayudar al estudiante a mirar este trabajo individual y a discernir si ha escrito una historia completa, vale decir, una historia en la cual la acción ilumina plenamente el significado.

Quizá lo más útil que pueda hacer yo ahora es transmitirles algunos co-mentarios sobre esas siete historias que ustedes me pidieron que leyera. ninguna

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de esas observaciones se aplican estrictamente a una historia en particular; son simples puntualizaciones que no deben herir a nadie verdaderamente interesado en reflexionar sobre la escritura.

La primera cosa en la que cualquier escritor profesional repara al leer un texto es, naturalmente, en el uso del lenguaje. Muy bien. El uso del lenguaje en estos cuentos, con una sola excepción, es tal, que resultaría muy difícil distinguir unos de otros. Si bien puedo señalar la caída en numerosos lugares comunes, no puedo recordar una sola imagen o una metáfora. no quiero decir que no las hay en ninguno de los siete cuentos; simplemente, digo que no son lo suficientemente efectivas como para quedarse en nuestra mente.

En relación con esto, reparé en otro aspecto que me produjo una conside-rable alarma. Excepto en uno solo de los cuentos, prácticamente no se hace uso del habla local. Ahora bien, éste es un Congreso de Escritores Sureños. Todos los remitentes de los sobres en los que me llegaron los siete cuentos, señalan lu-gares de Georgia y Tennessee. Y sin embargo, no hay en ellos signos distintivos de la vida sureña. Una cierta cantidad de topónimos salpican los textos, como Savannah o Atlanta o Jacksonville, pero podrían ser fácilmente trocados por los Pittsburg o Pasaaic sin necesidad de realizar ninguna otra alteración en el cuento. Los personajes hablan como si nunca hubieran escuchado otro lenguaje que el que emana de un estudio de televisión. Lo cual indica que hay algo fuera de foco.

dos calidades conforman la obra de ficción una es el sentido del misterio y la otra el sentido de los hábitos. Uno aprehende las costumbres de la textura de la existencia que nos rodea. La gran ventaja de ser un escritor del Sur es que no necesitamos mirar hacia ningún otro lugar en busca de costumbres: buenas o malas, las tenemos, y en abundancia. En el Sur, habitamos una sociedad rica en contradicciones, rica en ironía, rica en contrastes y particularmente rica en su lenguaje. Y sin embargo, he aquí seis historias de sureños en las cuales casi no se hace uso de los dones de la región.

Por supuesto, una de las razones ha de residir en que ustedes han visto abusar tantas veces de tales dones que se han vuelto excesivamente escrupulosos respecto de su uso. no obstante, cuando la vida que de hecho nos rodea es ig-norada totalmente, cuando las particularidades de nuestra habla son desdeñadas de modo sistemático, es obvio que algo funciona muy mal. El escritor debería preguntarse si no está buscando, en fin, una forma de vida artificial.

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Un modismo caracteriza a una sociedad, y cuando se ignoran los modismos, se está muy cerca de ignorar todo el tejido social que pudo forjar aun personaje significativo. no se puede extirpar a un personaje de su sociedad y decir mucho acerca de él como individuo. no se puede decir nada significativo acerca del mis-terio de una personalidad a menos que se la inserte en un contexto social creíble y significativo. Y la mejor forma de hacerlo es por medio del propio lenguaje de ese personaje. Cuando alguien, en uno de los cuentos de Andrew Little, dice desdeñosamente que tiene “una mula más vieja que Birmingham”, vemos en esa sola frase un sentido de una sociedad y su historia. Gran parte de la obra de un escritor del Sur ha sido realizada antes de que éste comience a escribir, porque nuestra historia vive en nuestro lenguaje. En uno de los cuentos de Eudora Welty, un personaje dice: “en el pago de donde vengo, hay zorros en vez de perros de cuadra, búhos en vez de gallinas, pero cantamos de verdad…”. Verán que hay todo un libro en esa sola frase: y cundo el pueblo de nuestro distrito puede hablar de esa manera y uno lo ignora, simplemente estamos desaprovechando lo que es nuestro. El sonido de nuestra habla es demasiado claro como para que se lo menosprecie con toda impunidad, y el escritor que trate de evadir esta responsa-bilidad estará a punto de destruir la mejor parte de su poder creativo.

Otra cosa que he observado en estas historias es que, en su mayoría, no pro-fundizan demasiado en un personaje, no revelan demasiado de su interioridad. no quiero decir que no se metan en la mente del personaje, sino que, simplemen-te, no muestran que el personaje está dotado de una personalidad. Una vez más, debemos remitirnos al tema del lenguaje. Estos personajes carecen de un habla distintiva que los revele; y a veces no tienen en realidad, rasgos distintivos. Al final, uno siente que no nos ha sido revelada personalidad alguna. En la mayoría de los buenos cuentos es la personalidad del personaje lo que crea la acción de la historia. En la mayoría de esos cuentos, siento que el escritor ha pensado en una acción y luego ha seleccionado un personaje para que la lleve a cabo. Usualmente, existen más probabilidades de llegar a buen fin si se comienza de otra manera. Si se parte de una personalidad real, un personaje real, estamos en camino de que algo pase; antes de empezar a escribir, no se necesita saber qué. En verdad, puede ser mejor que uno ignore qué sucederá. Ustedes deberían ser capaces de descubrir algo en los cuentos que escriban. Porque si ustedes no lo son, proba-blemente, nadie lo será.

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tres propuestas para la narrativa argentina del próXiMo Milenio

lIlIana díaz mIndurry

Advierto en muchos narradores una vocación facilista de adaptarse a una sociedad que privilegia la imagen, la liviandad, la velocidad, que teme la ambiva-lencia y habla de exactitud en vez de elegir la sospecha: tentaciones de un escritor que prefiere el consentimiento a la ruptura.

Empiezo por creer que toda narrativa que se precie (toda literatura) es en primera y última instancia poesía, en el sentido amplio que da al vocablo Heidegger, y al decir poesía digo atracción por el reverso del mundo, por la no reconciliación entre palabra y cosa, por la búsqueda de las fuerzas más secretas y violentas del lenguaje: las que intentan arrancar a las palabras lo que no es po-sible. Mis propuestas son a contracorriente y en disidencia.

pasion: no me interesa especialmente el sentido etimológico de padeci-miento y sí el del ardor o energía multiplicada. Franz Kafka es un paradigma, eligió a la literatura por sobre todas las cosas y en este caso también la padeció. Leemos en una carta a Felice Bauer en 1913: “Escribir significa abrirse a la des-mesura”, y estoy pensando en un concepto que temían los griegos “la barbarie de la desmesura es como azotar el mar”. Leo en una carta de 1922: “Ese descenso hacia las fuerzas oscuras”. no hay descenso hacia fuerzas oscuras sin el atropello de la pasión. no respetar las palabras aconsejaba Onetti.

Afirma Blanchot: “Para Kafka el arte es relación con la muerte. ¿Por qué la muerte? Porque es el extremo. Quien dispone de ella dispone en extremo de sí”. Espero en la relación autor-texto-lector una relación de extremos: orgiástica, dionisíaca a la manera nietzscheana.

El entusiasmo, la conmoción, la inquietud sólo puede transmitirse desde la pasión. Y no me refiero, como es obvio, a la fealdad del énfasis ni propongo retornos neorrománticos. Un resultado cuasi geométrico puede provenir de una pasión en el origen. Hay formas seductoras de la pasión y pienso en Borges. Una vida consagrada íntegramente a la literatura no puede sino provenir de la pasión y el resultado es una escritura que deja surcos. La clave está, no tanto en la consagración de todo el tiempo, sino en la idea fija, recurrente, la que convoca a todas las fuerzas. Hasta su ironía es pasional: falsamente fría su afirmación de que todo es literatura esconde en el parente sarcasmo, la obsesión. La mirada es

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aguda, la de un poeta fuerte en el sentido de Bloom (que incluía a Freud), la del que rnalinterpreta a sus precursores por la fuerza del deseo. Por ello el Zahir: una moneda de veinte centavos en manos de la obsesión puede ser microcosmos, espejo del mundo. La ironía suele ser una máscara pudorosa de la pasión.

paradoJalidad: Creo en la escritura como tensión paradojal y no como síntesis de una filosofía que intenta aunar contrarios. La paradoja es la unidad metafórica de lo inmezclable y el caos: entre reconciliación y hueco pasa la literatura.

Explicaba Octavio Paz que el pensamiento oriental se ha salvado del horror occidental del “esto es esto” y el “esto o aquello” por la fórmula del “esto es aquello”. El oxímoron hace huir del arquetipo y el cliché. Si hay un escritor de la paradoja y de la ambivalencia, ése es Onetti, una arquitectura del desprecio con una gota de piedad que vuelve al desprecio en piedad. Cada cosa se vuelve a la vez múltiple e irrepetible. Onetti es arco tenso entre belleza y desintegración; sus astilleros son resplandor del excremento, luz de la tiniebla completa. Lo no paradojal es la facilidad del esquema, la receta new age, o el alimento predigerido para una cultura de masas. Al ser combate, paradoja es pasión. Paradoja es signi-ficado abierto y no receta dogmática y cerrada. Paradoja es libertad pura. Porque, en definitiva, un escritor niega lo que es para ser lo que no es. La reivindicación de la ficción no puede ser sino paradojal. La misma palabra, advertía Hegel, para dar sentido, mata a la cosa y sólo la cosa muerta significa. La palabra da el ser privando del ser: paradoja pura.

pensaMiento diagonal: Tomo la expresión de la novela 62 Mo-delo para armar de Julio Cortázar. Comenta en la misma obra que todo entender complica, multiplica sentidos. “Pensar –dice Cortázar– es quizá destruir la tela todavía suspendida en algo como el reverso de la sensación”. Pensar literariamen-te, claro, no charla científica o técnica. Literatura es sugerencia, descarte de lo lineal, de la relación cómoda sujeto-objeto. Es pensamiento que elige el camino más largo y que no simplifica porque permanece en las antípodas del didactismo.

Pensamiento diagonal es todo lo contrario de una sociedad que es utilitaria, simplista y que busca soluciones veloces y superficiales. La literatura no es útil. no es un ordenador ni una receta. no es un discurso para aprender a usar el lavarropas último modelo, ni panorama informativo. no es un arma que ayuda al poder, sino más bien, que lo subvierte. no es un aparato para captar señores aburridos que prefieren el zapping de la imagen o el videoclip a la audición del concierto. Literatura es primero interrogación y luego violencia sobre el lenguaje,

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conspiración contra la razón y las pretendidas verdades. Es la ficción la que des-truye todo concepto sobre lo real, toda ingenuidad sintética, toda verticalidad. El monólogo del poder prefiere la tautología, la literatura inesencial, utilitaria para distraer de la injusticia, didáctica para el slogan y el dogma. El resultado está a la vista: una sociedad depresiva sin pasión ni utopías, semiadormecida o cercana al Alzheimer, carente de cualquier valor energético que saque del sopor y de la destrucción neuronal, con el placer confuso de ser un robot al servicio del mercado o el dictador de turno. La idiotez se vuelve entonces el primer valor y la propuesta para una narrativa en el próximo milenio.

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el cuento argentino -fragMento-

carlos mastrangello

En una conversación como en una novela, cuando alguien refiere un hecho más o menos extenso o una serie de sucesos reales, generalmente no se dice que cuenta, sino que relata. El relato tiene un significado mucho menos estricto, literario y artístico que el cuento. Y un sentido más real, más detallista, menos artificioso. Casi siempre un relato se copia; un cuento se inventa. Frecuentemente el relato es una crónica. El cuento casi nunca lo es.

Un cuento es una obra de arte concebida, realizada y, muy especialmente, terminada. Aunque sea mucho menos verosímil que un relato. Éste, como ciertas novelas, puede prolongarse indefinidamente, e inclusive, puede el lector ima-ginarle el fin que más le guste (cosa posible mientras los personajes continúen vivos o presentes). Pero eso es sumamente difícil, sino imposible, en un cuento. Porque en un relato, como en una novela, el final puede o no ser muy importan-te. En un cuento es fundamental: a veces lo es todo. Para ser un buen relator se requiere muy buena retentiva. Un cuentista cabal tiene eso, y algo más: mucha imaginación y capacidad creadora. Un buen relato, para serlo, es suficiente que sea ameno y que contenga todas las apariencias posibles de realidad. A semejanza de los acaeceres cotidianos, no interesa esencialmente cómo empieza y cómo ter-mina. Un fragmento de una vida, o de una novela puede ser un relato. Cualquier relato, por extenso que sea, es, comúnmente, una parte. Cualquier cuento, por breve que sea, es un todo.

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dossier literario

elephant “tres rosas amarIllas” – raymond carver

Sabía que era un error dejarle aquel dinero a mi hermano. ¿Qué necesidad tenía yo de más deudores … ? Pero me llamó y me dijo que no podía pagar el plazo de la casa. ¿Oué otra opción me quedaba? no había estado nunca en su casa (vivía en California, a mil quinientos kilómetros de distancia); ni siquiera la había visto, pero no quería que la perdiera. Lloraba en el teléfono, y decía que iba a perder lo que había conseguido en toda una vida de trabajo. dijo que me devolvería el dinero. En febrero, dijo. incluso antes. En marzo, a más tardar. dijo que estaban a punto de devolverle cierta suma que Hacienda le había cobrado de más. Además –dijo–, había hecho una pequeña inversión que daría sus frutos en febrero. Se mostró reservado al respecto, y no quise presionarlo para que fuera más explícito.

–Confía en mí –dijo–. no te fallaré.Se había quedado sin trabajo en julio del año anterior, cuando la empresa

donde trabajaba –una fábrica de aislamientos de fibra de vidrio– decidió despedir a doscientos empleados. Había cobrado el paro durante un tiempo, pero ahora hasta el subsidio se le había acabado, al igual que sus ahorros. Se había quedado incluso sin seguro médico. Al perder el trabajo, perdió el seguro. Su mujer, diez años mayor que él, era diabética y necesitaba tratamiento médico. Habían tenido que vender el segundo coche –una vieja ranchera–, y hacía una semana que ha-bían empeñado el televisor. Me dijo que tenía la espalda hecha polvo de cargar con el televisor de puerta en puerta. Se había recorrido todas las casas de empe-ños –dijo–, en busca de la oferta más alta, hasta que alguien le dio cien dólares por su Sony de pantalla grande. Me habló del televisor y de lo mal que tenía la espalda, como si de ese modo se asegurara mi implicación en sus problemas (a menos que yo, su hermano, tuviera un corazón de piedra).

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–Estoy hasta el cuello –dijo–. Pero tú puedes ayudarme a salir de esto.–¿Cuánto? –dije.–Quinientos dólares. Me harían falta más, por supuesto, ¿a quién no? –dijo–.

Pero quiero ser realista. Puedo devolver quinientos. Más, si quieres que sea sincero, no sé si podría. no sabes lo que odio tener que pedirte esto, hermanito. Pero eres mi último recurso. irma Jean y yo nos quedaremos en la calle si nadie nos ayuda. no te fallaré.

Eso fue lo que dijo. Palabra por palabra..Seguimos hablando unos minutos más –sobre todo de nuestra madre y

sus problemas–, pero no quiero extenderme. El caso es que le mandé el dinero. Tuve que hacerlo. Me pareció que debía hacerlo, más bien (lo cual viene a ser lo mismo). Cuando le envié el cheque le escribí diciéndole que el dinero se lo de-volviera a nuestra madre, que vivía en la misma ciudad y siempre estaba ávida de dinero y sin blanca. Yo llevaba ya tres años mandándole una mensualidad, hiciera sol o tronara. Y pensé que si mi hermano le pagaba el dinero que me debía yo podría desentenderme un tiempo, darme un pequeño respiro. no tendría que preocuparme del asunto en un par de meses. Y, para ser franco, también pensé que quizá había más probabilidades de que le pagase a ella, ya que vivían en la misma ciudad y se veían de cuando en cuando. Lo que quería era cubrirme un poco las espaldas. Porque, por mucho que mi hermano tuviera las mejores inten-ciones del mundo, a veces suceden cosas. La realidad a veces sale al paso de las buenas intenciones. Ojos que no ven, corazón que no siente, como vulgarmente se dice. Pero no sería capaz de dejar en la estacada a su propia madre. Eso no lo haría nadie.

Me pasé horas y horas escribiendo cartas para dejar bien claro el asunto. Lo que cada cual debía hacer. Telefoneé incluso varias veces a mi madre para explicárselo. Pero ella se mostró recelosa al respecto. Le expliqué que el dinero que tenía que enviarle a primeros de marzo y a primeros de abril se lo daría Billy, que me lo debía. Recibiría el dinero, no tenía que preocuparse. Esos dos meses recibiría el dinero de Billy y no de mí, eso era todo. Billy, en lugar de enviarme el dinero a mi para que yo se lo enviara a ella, le entregaría el dinero directamen-te. En cualquier caso, no debía preocuparse. Tendría su dinero, pero esos dos meses lo recibiría de él, porque me lo debía. dios mío, no sé cuánto me gasté en conferencias. no sé las cartas que escribí (si me dieran medio dólar por cada

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una me haría rico), explicándole a él lo que le había dicho a ella y a ella lo que debía hacer él…

Pero mi madre no se fiaba de Billy.–¿Y si no puede hacer frente a esos pagos? –me decía por teléfono–. ¿En-

tonces qué? Lo está pasando mal, y lo siento por él –decía–, pero, hijo mío, lo que yo quiero saber es qué va a pasar si no puede pagarme. ¿Eh? ¿Entonces qué?

–Entonces te lo daré de mi bolsillo –dije–. Como siempre. Si él no te lo da, te lo daré yo. Pero te lo dará. no te preocupes. dice que va a hacerlo, y lo hará.

–no quiero preocuparme dijo ella–. Pero me preocupo. Me preocupo por mis chicos, y luego por mí misma. nunca imaginé que vería en tal situación a uno de mis hijos. Me alegro de que tu padre no viva para verlo.

En tres meses mi hermano le dio a mi madre sólo una pequeña parte de lo que se había comprometido a darle. Cincuenta dólares. O setenta y cinco, porque hay diferentes versiones. dos versiones contrapuestas: la de él y la de ella. Pero eso es todo lo que pagó de los quinientos dólares: cincuenta o setenta y cinco, según a cuál de los dos quiera creerse. Tuve que poner lo que faltaba. Tuve que seguir rascándome el bolsillo, como de costumbre. Mi hermano estaba acabado. Eso es lo que me dijo –que estaba acabado– cuando le llamé para preguntarle qué pasaba, porque mamá me había llamado para saber qué había sido de su dinero.

Me había dicho:–Hice que el cartero volviera a la furgoneta y mirara bien, por si tu carta se

había caído detrás del asiento. Luego fui preguntando a los vecinos si les habían dejado por error alguna carta mía. Me está volviendo loca este asunto, cariño. –Luego añadió–: ¿Qué quieres que piense una madre en mi situación? –Y siguió preguntándose quién cuidaba de sus intereses en todo aquel asunto. Eso es lo que quería ella saber. Eso y cuándo recibiría su dinero.

Así que cogí el teléfono y llamé a mi hermano para saber si se trataba de una simple demora o una quiebra en toda regla. Billy, según él, estaba acabado. no tenía salvación. iba a poner su casa en venta de inmediato. Y confiaba en no tener que precipitarse demasiado y acabar dándola a bajo precio. Ya no le quedaba en ella nada que vender. Lo había vendido todo menos la mesa y las sillas de la cocina.

–Ojalá pudiera vender mi sangre –dijo–. Pero ¿quién iba a comprármela? Con la suerte que tengo, seguro que me descubren una enfermedad incurable.

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naturalmente, su pequeña inversión no había dado ningún fruto. Cuando le pregunté por ella se limitó a responder que no se había materializado. Tampoco la devolución de Hacienda se había hecho realidad: la suma que debían devolverle había sido objeto de una especie de embargo.

–Las desgracias nunca vienen solas –dijo–. Lo siento, hermanito. nada de esto habría pasado si hubiera estado en mi mano.

–Lo comprendo –dije yo.Y era cierto. Pero no hacía más fáciles las cosas. Bien, el caso es que no me

pagó lo que me debía. ni a mí ni a mi madre, a quien hube de seguir mandándole su cheque todos los meses.

Sí, me sentía dolido. ¿Y quién no? Lamentaba la situación de mi hermano de todo corazón. Ojalá la desgracia no hubiera llamado a su puerta. Pero ahora mi situación tampoco era muy halagüeña. En adelante, al menos, ya no volvería a acudir a mí sucediera lo que le sucediera. nadie con esa deuda pendiente se atrevería a pedir más dinero. Eso es lo que me decía a mí mismo, pero cuán equivocado estaba.

Me dediqué con ahínco a mis ocupaciones. Me levantaba muy temprano e iba al trabajo y no paraba en toda la jornada. Cuando volvía a casa me dejaba caer en el sillón y ya no me movía. Estaba tan cansado que tardaba un rato en empe-zar a soltarme los cordones de los zapatos. Y seguía allí, hundido en el sillón. Sin fuerzas siquiera para levantarme a encender el televisor.

Lamentaba de veras los problemas de mi hermano. Pero yo también tenía problemas. Además de mi madre, tenía a otras personas en nómina. Mandaba dinero a mi ex mujer todos los meses. Tenía que hacerlo. Yo no quería, pero los jueces así lo dispusieron. Luego estaban mi hija y sus dos niños. Vivían en Be-llingham, y todos los meses les mandaba algún dinero. Las criaturas tenían que comer, ¿no? Mi hija vivía con un indeseable que ni se molestaba en buscar tra-bajo, un tipo incapaz de conservar un empleo aunque se lo sirvieran en bandeja. Las escasas veces en que encontró algo (una o dos), se quedaba dormido por las mañanas, o se le averiaba el coche camino del trabajo, o le ponían de patitas en la calle, así, sin más explicaciones.

Una vez, muchos años atrás, cuando yo aún me tomaba estas cosas en serio, amenacé de muerte a ese parásito. Pero no viene al caso. Además, yo entonces bebía. Bueno, la cuestión es que el muy hijoputa sigue con mi hija.

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Mi hija me escribía contándome que sólo se alimentaban de copos de avena. Ella y los niños. (imagino que el tipo pasaba tanta hambre como ellos, pero ella se guardaba bien de mencionar su nombre en las cartas.) Me decía que, si podía ayudarla hasta el verano, las cosas acabarían arreglándosela. Su situación iba a cambiar –estaba segura– cuando llegara el verano. Aun en caso de que nada saliera como esperaba –y no iba a ser así, porque tenía varias cosas en mente–, siempre podía conseguir trabajo en la fábrica de conservas de pescado. no estaba lejos de casa, y tendría que enlatar salmón vestida con mono y guantes y botas de goma. O podía vender refrescos, en un puesto al lado de la carretera, a la gente que hacía cola en coche para entrar en Canadá. Allí, metida en el coche ante la frontera en pleno verano, la gente tiene que estar sedienta, ¿no? Le quitarían de las manos cualquier bebida fría. El caso es que, se decidiera por lo uno o lo otro, las cosas le irían bien cuando llegara el verano. Pero tendría que ir tirando hasta entonces, y ahí es donde entraba yo.

Sabía –me decía– que tenía que cambiar de vida. Quería valerse por sí mis-ma, como todo el mundo. Quería dejar de considerarse una víctima. «no soy una víctima –me dijo una noche por teléfono–. Soy una mujer joven con dos hijos y un vago, un hijo de perra que vive conmigo. Como infinidad de mujeres. no me asusta el trabajo duro. Sólo necesito una oportunidad. Es todo lo que le pido al mundo.»

Ella podía soportar las privaciones. Pero hasta que la suerte cambiase, hasta que la oportunidad llamase a su puerta, eran los niños quienes le preocupaban. Los niños siempre estaban preguntando cuándo iría a visitarlos el abuelito. En ese mismo momento estaban dibujando los columpios y la piscina del motel donde me había alojado en mi visita del afío anterior. Pero el verano –siguió–, el verano era la fecha del cambio. Si podía aguantar hasta el verano, se acabarían los problemas. Las cosas cambiarían, estaba segura. Con un poco de ayuda mía podía conseguirlo.

«no sé qué haría sin ti, papá.»Esas eran sus palabras. Casi se me partió el corazón. Por supuesto que tenía

que ayudarla. Era una suerte que mi situación, por precaria que fuera, me permi-tiera echarle una mano. ¿no tenía yo un trabajo? Comparado con ella, con el resto de mi familia, yo tenía la vida solucionada. Comparado con ellos, vivía en Jauja.

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Le mandé el dinero que me pedía. Le mandaba dinero siempre que me lo pedía. Y un día le dije que me sería más fácil mandarle un dinero, no mucho, pero dinero al fin y al cabo, a primeros de cada mes.

Sería algo con lo que podría contar, y sería su dinero, de nadie más. Suyo y de los niños. Esperaba que así fuera, al menos. Ojalá hubiera existido un medio de asegurarme de que el hijoputa que vivía con ella no pusiera la mano en una sola naranja, en un trozo de pan comprado con mi dinero. no era posible, claro. Así que no tenía otra opción que mandar el dinero y no preocuparme por el hecho de que aquel tipo pudiera darse un atracón a mi costa.

Mi madre y mi hija y mi ex mujer. He ahí las tres personas en nómina, sin contar a mi hermano. Pero mi hijo también necesitaba dinero. Cuando terminó la escuela secundaria hizo las maletas, dejó la casa de su madre y se fue a una universidad del Este. A un college de new Hampshire, nada menos. ¿Quién ha oído hablar de new Hampshire? Era el primero de la familia –de ambas ramas– al que se le ocurría ser universitario, así que todo el mundo pensó que era una excelente idea. incluido yo, al principio. ¿Cómo iba a imaginar que acabaría cos-tándome un ojo de la cara? Para sufragarse los estudios pidió créditos bancarios a diestro y siniestro. no quería trabajar y estudiar al mismo tiempo. Eso fue lo que dijo. Y, claro, lo entiendo. En parte hasta me parece bien. ¿A quién le gusta trabajar? A mí no. Así que luego, cuando agotó su crédito después de pedir en todas partes y de financiarse incluso un año de estudios en Alemania, tuve que empezar a mandarle dinero, y mucho. Al final, cuando le escribí que no podía seguir haciéndolo, me contestó que si tal era mi posición al respecto, lo que haría sería traficar con drogas o atracar un banco, o cual quier otra cosa con la que conseguir dinero para seguir viviendo. Y que me podría considerar afortunado si, no le mataban a tiros o le metían en la cárcel.

Le escribí y le dije que había cambiado de opinión, que le mandaría algo más de dinero. ¿Qué otra cosa podía hacer? no quería que su sangre me salpicara las manos. no quería imaginar a mi hijo en un coche celular, o en algún trance aún peor. Bastantes cosas tenía sobre mi conciencia como para cargar con una más.

Eso hacen cuatro personas. Sin contar a mi hermano, que aún no figuraba entre los fijos. Era para volverse loco. Le daba vueltas al asunto día y noche. no podía dormir. Estaba mandándoles todos los meses casi la totalidad de mi paga. no hace falta ser un genio o saber mucho de economía para comprender que aquello no podía continuar. Tuve que pedir un préstamo al banco para hacer que mis cuentas cuadraran. Ello supuso otro pago mensual.

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Así que empecé a reducir gastos. dejé de comer fuera, por ejemplo. Como vivía solo me gustaba comer fuera, pero tuve que dejar de hacerlo. Me veía obli-gado a controlar mis salidas al cine. no podía comprarme ropa o arreglarme la dentadura. El coche se caía a pedazos. necesitaba zapatos…

A veces me sentía harto y les escribía a los cuatro amenazándoles con cam-biarme de nombre y dejar mi trabajo. Les decía que estaba planeando marcharme a Australia. Y el caso es que hablaba en serio cuando decía lo de Australia, por mucho que fuera un país del que no supiera ni una palabra. Lo único que sabía de Australia era que estaba en la otra punta del mundo, y era precisamente allí donde yo quería estar.

Pero en el fondo ninguno de ellos creía que me fuera a marchar a Australia. Me tenían, y lo sabían. Sabían que estaba al borde de la desesperación, y lo sen-tían y me lo hacían saber. Pero confiaban en que las aguas se calmaran antes de primeros de mes, cuando tuviera que sentarme a rellenar sus cheques.

En respuesta a una de mis cartas en la que hablaba de emigrar a Australia, mi madre me escribió diciendo que no quería seguir siendo una carga, y que tan pronto como se le pasara la hinchazón de las piernas iba a ponerse a buscar tra-bajo. Tenía setenta y cinco años, pero quizá podría volver a trabajar de camarera. Le escribí diciendo que no dijera bobadas. Que me alegraba poder ayudarla. Y era cierto. Me alegraba. Lo que necesitaba era que me tocara la lotería.

Mi hija sabía que lo de Australia no era más que una forma de decir a todo el mundo que estaba harto. Sabía que lo que necesitaba era un respiro, y algo que me levantara el ánimo. Así que me escribió para decirme que iba a buscar a alguien que cuidara de los niños y que se pondría a trabajar en la fábrica de conservas en cuanto empezara la temporada. Era joven y fuerte, decía. Sería ca-paz de aguantar las jornadas de doce a catorce horas, siete días a la semana. no había problema. Bastaba con decirse a sí misma que podía hacerlo, mentalizarse, y su cuerpo respondería. Claro que tendría que encontrar una niñera adecuada. Y ahí iba a estar el problema. Tendría que ser una niñera muy especial, porque serían muchas horas y los niños estaban insoportables, cosa nada extraña viendo la cantidad de golosinas que devoraban diariamente. Pero qué se iba a hacer, a los niños les encantaban esas porquerías. de todas formas, si seguía buscando acabaría encontrando a la persona adecuada. Pero tendría que comprarse botas y ropa para el trabajo, y en eso es en lo que podría ayudarla yo.

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Mi hijo me escribió diciendo que sentía mucho ser una de las causas de mi angustiosa situación económica, y que sería mejor para los dos si acababa con todo de una vez por todas. Por si fuera poco, había descubierto que era alérgico a la cocaína. Cuando la esnifaba le lloraban los ojos y no podía respirar. no po-dría, pues, probar la mercancía con la que pensaba traficar. Así, su carrera como traficante de drogas se había visto truncada antes de empezar. Un tiro en la sien, eso era lo mejor que podía hacer para acabar con todo de una vez. O quizá ahorcarse. Se ahorraría la molestia de tener que conseguir una pistola. Y nos ahorraría a todos el precio de las balas. Por increíble que parezca, eso me decía en su carta. Adjuntaba una fotografía suya del verano anterior, cuando estudiaba en Alemania. Se le veía de pie bajo un gran árbol con gruesas ramas a unos palmos de la cabeza. Y sonreía.

Mi ex mujer no tenía nada que decir de mi hipotética emigración a Australia. ¿Para qué? Sabía que a primeros de mes recibiría su dinero, aunque tuviera que llegarle de Sydney. Si no le llegaba el cheque en la fecha estipulada, no tenía más que coger el teléfono y llamar a su abogado.

Así estaban las cosas cuando un domingo por la tarde, a principios de mayo, llamó mi hermano. Había abierto las ventanas y una agradable brisa corría por la casa. Tenía puesta la radio. La ladera de la colina, detrás de la casa, ya había verdecido. Pero cuando oí su voz al otro lado de la línea empecé a sudar. no había vuelto a saber de él desde el penoso asunto de los quinientos dólares, y no podía creer que me llamara para intentar otro sablazo. Pero empecé a sudar de todas formas. Me preguntó cómo me iban las cosas, y le solté de inmediato el asunto de la «nómina» y demás. Le hablé de copos de avena, de cocaína, de fábricas de conservas, de suicidios, de atracos a bancos… y de cómo no podía ya ir al cine o comer fuera. Le dije que tenía un agujero en el zapato. Le hablé del dinero que mes tras mes tenía que mandarle a mi ex mujer. nada era nuevo para él, por supuesto. Conocía perfectamente todo lo que le estaba contando. Me dijo que lo sentía en el alma. Seguí hablando. La conferencia la pagaba él. Pero, cuando le llegó el turno y me puse a escucharle, empecé a pensar: ¿Cómo te las vas a arreglar para pagar esta conferencia, Billy? Y de pronto caí en la cuenta de que era yo quien iba a pagarla. Unos minutos, unos segundos más, y todo se habría consumado.

Miré por la ventana. El cielo estaba azul, salpicado por un puñado de nubes blancas. Sobre el cable del teléfono había unos cuantos pájaros. Me sequé la cara

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con la manga. no se me ocurría nada que añadir. Así que callé y me quedé mi-rando las montañas. Fue entonces cuando mi hermano dijo:

–detesto pedirte esto, pero…Al oírlo sentí que mi corazón caía en un abismo. Luego le oí formular su

petición. Esta vez eran mil dólares. Me hizo saber ciertos detalles. Los acreedores se apiñaban a su puerta: ¡a su puerta! Las ventanas vibraban, la casa se estremecía bajo la violencia de sus puños: pam, pam, pam… no había escapatoria. iban a tirarle la casa abajo.

–Ayúdame, hermano.¿de dónde iba yo a sacar mil dólares? Agarré con fuerza el auricular, aparté

la mirada de la ventana y dije:–Pero si ni siquiera me devolviste el dinero que te presté la última vez…

¿Qué me dices de eso?–¿no? –dijo él, como sorprendido–. Creía que sí. Quise hacerlo, al menos.

Lo intenté, bien lo sabe dios.–Quedaste en darle ese dinero a mamá –dije–. Pero no lo hiciste. Tuve que

seguir mandándole su cheque todos los meses, como siempre. Es el cuento de nunca acabar, Billy. doy un paso adelante y dos atrás. Me estoy yendo a pique. Os estáis yendo a pique y vais a hundirme con vosotros.

–Le di algo –protestó él–. Le pagué una parte. Que conste. Le devolví parte de la deuda.

–dijo que le diste cincuenta dólares. nada más.–no –dijo–. Le di setenta y cinco. Se ha olvidado de los otros veinticinco.

Fui a verla una tarde y le di dos billetes de diez y uno de cinco. Se lo di así, en metálico, y se ha olvidado. Empieza a fallarle la memoria. Mira –dijo–, te prome-to que esta vez no te fallaré. Te lo juro por dios. Calcula lo que te debo y súmalo a lo que te estoy pidiendo, y te mandaré un cheque por el total. nos cambiamos los cheques. Y tú no cobres el mío en un par de meses. Es todo lo que te pido. dentro de dos meses habré salido del apuro. Y podrás cobrarlo. El día uno de julio. Te lo prometo. no más tarde. Y esta vez puedo jurártelo. Hemos puesto en venta ese pequeño terreno que irma Jean heredó hace un tiempo de su tío. Está casi vendido. El trato está cerrado. Sólo es cuestión de resolver un par de detalles y de firmar los papeles. Además, tengo un trabajo apalabrado. Es seguro. Tendré que hacer cuarenta kilómetros de ida y otros cuarenta de vuelta todos los días,

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pero no hay problemas. dios mío, claro que no. Haría el triple si fuera necesario, y con gusto. Te digo que en dos meses tendré dinero en mi cuenta. Podrás cobrar el uno de julio. Todo lo que te debo. Cuenta con ello.

–Billy, te quiero –dije–. Pero tengo muchas cargas. Estoy ayudando a mucha gente últimamente, por si no lo sabes.

–Por eso no voy a fallarte –dijo–. Tienes mi palabra de honor. Puedes tener absoluta confianza. Te prometo que podrás cobrar mi cheque dentro de dos meses. no más tarde. Es todo lo que te pido, dos meses. no sé a quién acudir, hermanito. Eres mi última esperanza.

Hice lo que me pedía. Cómo no. Por increíble que parezca, aún tenía cierto crédito en el banco, así que pedí el dinero y se lo envié. Los cheques se cruzaron. Clavé el suyo con una chincheta en la pared de la cocina, junto al calendario y la foto de mi hijo bajo el árbol. Y me puse a esperar.

Seguí esperando. Mi hermano me escribió pidiéndome que no cobrara el cheque en la fecha convenida. «Espera un poco», me dijo. Habían surgido cier-tos contratiempos. El trabajo que le habían prometido se había ido al traste en el último minuto. Y eso no era todo. También la venta del pequeño terreno de su mujer se había malogrado. Su mujer, en el último momento, se había echado atrás. El terreno llevaba en manos de la familia varias generaciones, y no tenía corazón para venderlo. ¿Qué podía hacer él? Era propiedad de su mujer, y su mujer no quería entrar en razón.

Hacia esas fechas telefoneó mi hija para decirme que les habían desvalijado la roulotte donde vivían. Se lo habían llevado absolutamente todo. Cuando volvió de su primera noche en la fábrica se encontró con la roulotte vacía. no habían dejado ni una mísera silla donde sentarse. También la cama se había esfumado. iban a tener que dormir en el suelo, como gitanos.

–¿dónde estaba el… tipejo ese en el momento del robo? –dije.Había salido temprano a buscar trabajo, me explicó mi hija. Lo más seguro

es que estuviera con los amigos. A ciencia cierta no lo sabía, como tampoco sabía dónde estaba en aquel momento.

–Ojalá en el fondo del río –dijo.Los niños estaban con la niñera en el momento del robo. Bueno, el caso es

que si pudiera prestarle algo de dinero para comprar algunos muebles de segunda mano… Me lo devolvería en seguida, en cuanto cobrara la primera paga. Lo ideal

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sería que pudiera recibirlo antes del fin de semana –¿un giro telegráfico, quizá?–, porque así podría comprar lo más imprescindible.

–Han profanado mi rincón –dijo–. Me siento como si me hubieran violado.Mi hijo me escribió desde new Hampshire para decirme que era de vital

importancia que volviera a Europa. Que su vida misma dependía de ello. iba a terminar sus estudios a finales del verano, pero a partir de ese momento no so-portaría vivir en los Estados Unidos ni un día más. La nuestra era una sociedad materialista, y estaba sencillamente harto. En nuestro país, decía, no se podía tener ninguna conversación en la que de un modo u otro no saliera a colación el dinero, y se sentía asqueado. El no era un yuppie, y no quería llegar a serlo jamás. no era lo suyo. Y dejaría para siempre de importunarme si le prestaba el dinero suficiente para comprarse un billete para Alemania.

de mi ex mujer no tuve noticias. no tenía por qué. Ambos sabíamos a qué atenernos.

Mi madre me escribió contándome que hacía tiempo que tenía que pres-cindir de las medias de descanso que tanta falta le hacían, y que no podía ir a la peluquería a teñirse el pelo. Había pensado que ese año podría ahorrar algún dinero para los días difíciles por venir, pero las cosas no salían como esperaba. Veía claro que sus previsiones no iban a cumplirse.

–¿Y tú cómo estás? –me preguntaba luego¿Y los demás? Espero que estéis bien.

Envié más cheques por correo. Luego crucé los dedos y esperé.Una noche, mientras esperaba, tuve un sueño. dos sueños, más exacta-

mente. En la misma noche. En el primero mi padre estaba vivo y me llevaba montado sobre los hombros. Yo era un niño muy pequeño, de unos cinco o seis años. Súbete aquí arriba, me dijo. Y, cogiéndome de las manos, me alzó en el aire y me montó sobre sus hombros. Estaba a mucha altura del suelo, pero no tenía miedo. El me sujetaba con fuerza. Los dos nos aferrábamos el uno al otro. Luego echó a andar por la acera. Quité las manos de sus hombros y se las puse alrededor de la frente. no me despeines, dijo. Puedes soltarme. Te tengo bien sujeto. no vas a caerte. Al oírle decir esto, caí en la cuenta de la fuerza con que sus manos asían mis tobillos. Y entonces le solté la frente. Liberé las manos y extendí los brazos a ambos lados. Los mantuve así para mantener el equilibrio. Mi padre siguió andando conmigo sobre los hombros. Yo hacía como si fuera montado en

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un elefante. no sé adónde íbamos. Quizá a la tienda a comprar algo, o quizá al parque, donde me sentaría en un columpio y se pondría a columpiarme.

Entonces me desperté, me levanté de la cama y fui al baño. Empezaba a amanecer; faltaba sólo una hora para que sonará el despertador. Pensé en hacer café y en vestirme. Pero decidí volver a la cama. no quería dormir. Pensaba quedarme echado un rato, con las manos bajo la nuca, mirando cómo llegaba el alba y quizá pensando un poco en mi padre, en quien no pensaba desde hacía muchos años. Mi padre no ocupaba ya ningún lugar en mi vida, ni en la vigilia ni en el sueño. Bien, el caso es que volví a acostarme. Pero no había pasado ni un minuto cuando volví a dormirme, y al hacerlo me sumergí en otro sueño. En él aparecía mi ex mujer, aunque en el sueño no era mi ex mujer. Seguíamos casados.

También estaban mis hijos. Eran pequeños, y comían una bolsa de patatas fritas. En el sueño, creía oler las patatas fritas y oír el ruido que hacían al que-brarse entre los dientes. Estábamos sobre una manta, y muy cerca había agua. Yo experimentaba una sensación de honda satisfacción y bienestar. Luego, de pronto, me vi en compañía de otra gente –gente que no conocía–, y al instante siguiente lanzaba violentas patadas contra la ventanilla del coche de mi hijo mientras le amenazaba de muerte, como hice en una ocasión, muchos años atrás. El estaba dentro del coche y mi pie destrozaba el cristal. Y entonces abrí los ojos y me des-perté. Estaba sonando el despertador. Alargué la mano y paré la alarma y seguí acostado unos minutos más, con el corazon como un caballo desbocado. En el segundo sueño alguien me había ofrecido whisky, y yo lo había bebido. Y eso era lo que me había asustado. El beber aquel whisky era lo peor que podía haberme sucedido. Era tocar fondo. Comparado con ello, lo demás era un juego de niños. Seguí allí echado unos instantes más, tratando de calmarme. Luego me levanté.

Hice café y me senté a la mesa de la cocina, frente a la ventana. Me puse a describir pequeños círculos sobre la mesa con la taza, y de nuevo pensé seriamen-te en Australia. Y entonces, repentinamente, imaginé lo que habría sentido mi familia cuando les amenacé con irme a vivir a Australia. Al principio debieron de quedarse mudos de asombro, y quizá un poco asustados. Pero luego –me co-nocían bien– probablemente se echaron a reír a carcajadas. Al pensar en ello, al imaginar su risa, no pude reprimir la mía. Ja, ¡a, ¡a. Tal era el sonido de mi risa allí en la mesa de la cocina: ¡a, ¡a, ¡a. Como si hubiera leído en alguna parte cómo reír.

¿Qué diablos pensaba yo hacer en Australia? Tenía tantas ganas de ir a Aus-tralia como de ir a Tombuctú o a la Luna o al polo norte. ¿Australia? no, santo cielo, no tenía el menor deseo de ir a Australia. Pero en cuanto lo comprendí,

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en cuanto comprendí que no iría a Australia –ni a ninguna otra parte–, empecé a sentirme mejor. Encendí otro cigarrillo y me serví más café. no había leche, pero me tenía sin cuidado. Podía pasar sin leche un día, no iba a morirme por eso. Al cabo de un rato metí en la fiambrera el almuerzo y el termo recién lleno. Y salí de casa.

Era una mañana espléndida. El sol descansaba sobre las montañas, al otro lado de la ciudad, y una bandada de pájaros se desplazaba a través del valle. no me molesté en cerrar la puerta con llave. Recordaba lo que le había sucedido a mi hija, pero decidí que era igual, que de todas formas no tenía nada que mereciera la pena robarse. En casa no había nada de lo que no pudiera prescindir. Tenía un televisor, sí, pero estaba harto de ver la televisión y me harían un favor si entraban y se lo llevaban.

Me sentía bien, después de todo, y decidí ir andando al trabajo. no estaba muy lejos, y había salido muy temprano. Ahorraría un poco de gasolina, claro, pero no era ésa la razón más importante. Era verano, una estación efímera que pasa en un abrir y cerrar de ojos. El verano –no pude evitar recordarlo– era la época en la que todos creían que iba a cambiar su suerte.

Eché a andar por el borde de la carretera, y en un momento dado –no sabría decir por qué– empecé a pensar en mi hijo. Le deseé suerte, dondequiera que es-tuviese. Si había vuelto a Alemania para entonces –lo normal era que así fuera–, esperaba que se sintiera feliz. Aún no me había escrito para darme su dirección, pero no había duda de que tendría noticias suyas muy pronto. Y mi hija… Que dios la bendijera y protegiera. Confiaba en que le fueran bien las cosas. decidí escribirle aquella misma noche para hacerle llegar todo mi aliento. Mi madre, por su parte, seguía con vida y gozaba de una salud bastante buena. Me sentí afortunado también en esto: si no surgía ningún contratiempo, viviría aún unos cuantos años.

Los pájaros cantaban; de cuando en cuando pasaban coches por la carrete-ra. Buena suerte también a ti, hermano mío –pensé–. Espero que consigas esa seguridad económica que tanto ansías. Págame cuando la tengas. Y mi ex mujer, la mujer a quien en un tiempo amé tanto… Estaba viva, y estaba bien (que yo supiera, al menos). Le deseé felicidad. Pensé que, a fin de cuentas, todo podía ir mucho peor. En aquel momento, por supuesto, las cosas estaban mal para todos. La suerte nos había dado la espalda, eso era todo. Pero las cosas iban a cambiar pronto. Las cosas empezarían a arreglarse quizá en otofío. Había muchos motivos de esperanza.

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Seguí andando. Luego me puse a silbar. Me sentía con derecho a hacerlo si tenía ganas. Empecé a mover los brazos al andar, pero la fiambrera no me per-mitía marchar de forma equilibrada. dentro llevaba bocadillos, una manzana y galletas. Además del termo, claro. Me detuve frente a Smitty’s, un viejo café con grava en el aparcamiento y tablas sobre las ventanas. Un local clausurado desde que yo lo recordaba. decidí dejar la fiambrera en el suelo unos instantes. Así lo hice, y luego levanté los brazos, levanté los brazos a ambos lados hasta la altura de los hombros. Seguía así, como un pobre chiflado, cuando alguien tocó el claxon y entró con el coche en el aparcamiento. Cogí la fiambrera del suelo y me acerqué al coche. Era George, un tipo al que conocía del trabajo. Se echó hacia un lado y me abrió la puerta del asiento delantero.

–Venga, sube, muchacho –dijo.–Hola, George –saludé.Subí y cerré la puerta. El coche aceleró al instante, e hizo que la grava saltara

bajo sus ruedas.–Te he visto –dijo George–. Sí, te he visto. Te estás entrenando para algo, no

sé para qué. –Me miró y volvió a mirar la carretera. Conducía muy de prisa–. ¿Siem-pre vas con los brazos así por la carretera? –preguntó, y se echó a reír: ¡a, ¡a, ¡a.

Luego pisó el acelerador.–A veces –dije–. Bueno, depende. En realidad estaba quieto.Encendí un cigarrillo. Me eché hacia atrás en el asiento.–¿Qué cuentas? –dijo George.Se puso un puro en la boca, pero no lo encendió.–Poca cosa –dije–. ¿Y tú qué cuentas?George se encogió de hombros. Luego sonrió.Ahora íbamos a gran velocidad. El viento azotaba el coche y silbaba en las

ventanillas. George conducía como si fuera a llegar tarde al trabajo. Pero era temprano. Teníamos mucho tiempo, y se lo dije.

Pero él seguía pisando el acelerador. En lugar de tomar el desvío, seguimos carretera adelante en dirección a las montañas. George se quitó el puro de la boca y se lo guardó en el bolsillo de la camisa.

–He pedido un préstamo y he rectificado el motor de este cacharro –dijo.

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Luego dijo que quería que viera algo. Pisó a fondo el acelerador. Me até el cinturón de seguridad y apreté los dientes.

–Písale fuerte –dije–. ¿A qué esperas, George?Y fue entonces cuando volamos de verdad. El viento aullaba en las venta-

nillas. George llevaba el pie metido hasta el piso, y avanzábamos a todo gas. A velocidad de vértigo por la carretera en aquel enorme coche de motor rectificado aún por pagar.

punto Y guIllermo baldo

“Formas que se repitenTodo es tan igual

Tan previsibleTan frío”

Ecos – gustavo ceratI

–Efectivamente, veo el punto –le dije.La pared debía tener unos seis metros de ancho por tres de altura. Como un

gran mural cuadriculado, varios cuadros la cubrían por completo; estaban se-parados entre sí por unos centímetros y los marcos eran de color roble oscuro. Me acerqué a uno, daba lo mismo a cual, todos tenían lienzos en blancos. Me aproximé a centímetros de la obra de arte, segundos después pude distinguir un punto negro en el centro.

–Efectivamente, veo el punto –le dije.–Te repito, no es un punto. Si lo mirás con microscopio, podés ver una letra,

china o japonesa –respondió con su mal humor característico mientras ponía la pava en el fuego.

Me había hablado del cuadro por primera vez en un almuerzo de trabajo allá por diciembre.

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–Arturo me trajo un regalo de Japón –había dicho, interrumpiendo una de las tantas conversaciones que no le importaban.

–Es bueno que un cuñado se acuerde. ¿Qué te trajo?–Una cuadro, bah, un lienzo, en realidad, parece más un papel satinado.

Ayer lo mandé a enmarcar.–¿de qué se trata?–Raro, la hoja tiene una letra dibujada, una letra que significa algo. Pala-

bras de Arturo: “La vida tiene sentido, si cambiás”.–Un mensaje subliminal.–Lo peor es que la letra, me corrijo, ese garabato que dibujan no se ve a

simple vista; si te acercás, apenas podés distinguir un punto. Para ver la letra hay

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que observarla con un microscopio o con algún aparato especial. El turro me regaló una hoja en blanco y me dice que tengo que cambiar. ¿cambiar qué? Si yo tengo todo en orden. El laburo es una mierda, vos lo sabés...

Asentí con la cabeza. Él bebió un sorbo de gaseosa y siguió con su discurso mientras deformaba el vaso de plástico.

–¿Pero qué laburo es piola? El depto es chico, pero es mío.Cuando tengo ganas, bajo dos pisos y la gordita del tercero siempre está

disponible, con cero quejas. no fumo, una copita de vino alguna que otra vez. no sé, acaso debería salir a correr.

–Supongo que se refería a algo más espiritual –me había animado a decirle.–Yo soy ateo o agnóstico, nunca entendí la diferencia.Tampoco creo en los planetas, ni en el aura y menos en ET. Todas boludeces

para idiotizar.–Siempre con tu mente tan abierta...–Yo sabía..., el día que mi hermana arrancó con el feng shui comenzó la

debacle, al tiempo conoció a este impresentable, que ahora me trae desde diez mil kilómetros una puta hoja en blanco. Y la tengo que colgar, si no, la otra se enoja y se pone insoportable.

Cuando había intentado explicarle mi experiencia con una parte del feng shui, él se había puesto a jugar con el celular.

Semanas después volvimos a hablar del tema, fue cuando regresó de sus vacaciones. Lo noté preocupado. Primero me contó que había colgado el cuadro en la pared más grande de su departamento y que, trascurridos algunos días notó algo distinto. Sugirió que el punto del centro de la hoja se había agrandado y que podía verse fácilmente.

–¿cómo te diste cuenta? –le pregunté, intentando pensar motivos lógicos.–Me di cuenta el 23 de julio. Me acuerdo porque ese día fui al cumpleaños

de mi cuñado. Yo iba a contarle lo que me pasó, pero la noticia de que voy a ser tío por primera vez, no me dio espacio.

–Felicitaciones.–Qué sé yo, ¿te imaginás lo que puede salir de la pirucha y el zen? no quie-

ro ni pensar en lo que va a sufrir el pobre pibe. El tema es que cuando estaba yéndome de casa, miré el cuadro. ¡El punto podía verse a simple vista!

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–Raro, ¿no?–Pensé que era una mancha, por suerte lo mandé a enmarcar con vidrio.

Así que lo limpié con el Cif en crema, el de limón. Pero nada, seguía intacto. no tenía tiempo de hacer más nada, por ahí era una idea mía o me falló la vista, la noche anterior no había pegado un ojo.

–¿no habrá sido el reflejo de la luz?–Cuando volví del cumpleaños, observé el cuadro y sólo se veía el blanco.–¿no habrá sido el reflejo de la luz? –repetí intentando que prestara aten-

ción.–Pará que sigo. después de varios días, yo notaba diferencias. Como si el

punto fuera una pupila que quería hacer foco. El calefactor por esos días estaba prendido al máximo. ¿Te acordás de la ola de frío?

–Como no acor...–... pensé que el material con el que se había pintado podía expandirse,

como el cemento. Pero andá a saber con qué pintan estos chinos.–Tiene lógica.–Se me ocurrieron varias alternativas a probar, marcar el vidrio del cuadro

con un fibrón y comparar, pero no era muy preciso. Cuando no veía el punto, acercaba un encendedor, lo prendía para darle calor y comprobar la teoría de la dilatación, pero no pasaba nada. Buscando en la web encontré una forma de sacar fotos a escala real. Saqué la cámara Sony, la que me compré por Mercado Libre, antes de ir al Palmar. Qué lugar horrible, un bodrio todo, palmeras y más palmeras. Corrí la mesa para usarla como trípode, mi pulso no es el mejor. Y le tomé una foto. Como el vidrio molestaba, lo saqué con cuidado, intentando no dañar nada y ahí salió una foto perfecta. Cuando toqué el botón de la cámara, sentí una molestia en el dedo índice de la mano derecha, miré y vi que tenía un pequeño callo, como un grano de sésamo. Mandé a imprimir la foto del mismo tamaño del cuadro. Qué cara está la alta definición para imprimir y eso que era una hoja en blanco. Cuando tuve la lámina, la observé con una la lupa.

–¿Tenés una lupa en tu casa?–Sí, boludo, qué hay, tengo una lupa y un compás dentro de una taza de

Tom y Jerry.–Qué carácter.

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–Te decía, examiné la copia con la lupa y se veía el punto. no creo que con la foto se pueda capturar la letra, no tengo microscopio en casa para comprobar. –Los dos sonreímos–. Pero bueno, me alcanzaba con el diámetro. Lo mandé a enmarcar y coloqué el cuadro duplicado al lado del original.

_¿y?–Primero, nada, dos cuadros en blanco, un lujo de la decoración. Ahora, no

me vas a creer. Al otro día a la mañana los puntos eran distintos. Lo raro es que el más grande era el nuevo, el de la foto.

–debe ser el reflejo de la luz y el vidrio.–Cuando toqué con el dedo el vidrio del nuevo cuadro, me di cuenta de

que la semilla se había trasformado en una especie de tapa de inodoro que ocupaba toda la yema del dedo.

–Fuiste al médico, a un dermatólogo?–iPor un cayo!, dejate de joder. no sabía qué hacer, iba a llamar a alguien,

pero cómo explicaba dos cuadros blancos, no quería soportar las cargadas._¿y desde cuándo te importa?–En fin, cuando los dos cuadros estaban iguales, sin puntos visibles,

decidí tomar más fotos, una de cada cuadro. Como en la primera se veía parte del marco, la borré y tomé varias a cada lienzo, primero a una y después a la otra repitiendo por turnos. Revisé todas las imágenes tomadas y creí que las dos primeras eran las mejores. Fui hasta el negocio de impresión, el que está en calle cinco. Me atendió un nabo. Le dije que me imprimiera dos, por las dos primeras y fui al banco. Cuando volví, había impreso dos de cada foto de la cá-mara. dieciséis láminas en blanco, ¡decime si no es un pelotudo!

–no te puedo creer..., a vos solo te pasan esas cosas –no le dije directamente quién pensaba yo que era el pelotudo.

–¿Qué hacía con toda esas hojas? no tenía ni idea qué la mina era de cuál cuadro y eso era lo importante. Para no dar vueltas, encuadré y colgué todas. Fortuna gasté. La pared quedó casi completa de cuadros blancos, tres filas de seis cuadros cada una. Cuando terminé, me preparé unos mates y miré mi ridícula pared blanca, con cuadros blancos. Por suerte los marcos son de madera oscura.

–¿notaste algo raro?–dos o tres veces por día, observaba todos los cuadros y nada, todo blanco.

Un día me llamó Arturo, nos juntamos a tomar una cervezas en el bar imperio.

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Me contó que estaban definiendo el nombre del bebé. Mei, si era mujer; Bao, si era varón. Ahí me contó que necesitaban saber si el entorno estaba de acuerdo, porque según una larga explicación, que ya ni me acuerdo, es importante que todo lo que rodea al niño tenga armonía. Le dije que me parecía bien, pero la verdad

¿¡Mei!?, ¿!Bao!? En fin mambo de ellos. Cuando volví del bar, entré a casa y noté algo llamativo en el cuadro más próximo a la puerta de entrada, justo el que estaba a la altura de mis hombros. Busqué la lupa, pero no vi nada. La llaga en el dedo estaba molestándome un poco, y, ya que estaba, recurrí a la lupa, el cayo se veía amarillento llenó de puntos negros muy diminutos. Busqué un cuchillo y con la punta me puse a escarbar, molestaba un poco. después de un rato de frotar, una pequeña parte de la piel muerta se salió y quedó una especie de superficie esponjosa, los puntos negros se veían a simple vista. Apunté a uno con el cuchillo, apenas lo rocé el dolor fue insoportable. Ahora sí debía ir al médico. Terminó de contarme la historia de su verruga plantar en el dedo y de la pomada que tenía que ponerse todos los días, quiso mostrar cómo era y rechacé la oferta inmediatamente, me retiré mientras comenzaba a desenrollar la gasa del dedo índice.

Cuando entré a la casa y observé esa pared cuadriculada, me gustó, pensé que iba a ser más feo, pero daba un toque, ¿cómo decirlo?

–Yo no creo en estas cosas –comenzó a decir mientras sacaba la pava del fuego. Ahora, reflexioné un poco y tal vez sea una especie de señal. Fue muy raro. Supuse que tendría que cambiar, hacerle caso al mensaje de Arturo. Y bueno, decidí pintar la pared de rojo púrpura, para que todo resalte. Es mínimo pero es un cambio al fin, ¿no? Por ahora no veo el punto, el dedo ya no duele y va cicatrizando. Cualquier cosa, si noto algo extraño, vuelvo a algún otro color.

uno “turdera” – Ángela PradellI

Están terminando de cenar. Como siempre, las nenas se levantan de la mesa antes. Las tres dejan restos de comida en los platos y corren a sentarse frente al televisor apenas escuchan la música de presentación de Sólo Juegos. Germán está buscando unas frutas en la heladera cuando suena el teléfono en el living. Atien-de porque piensa que puede ser para él. dejó dicho que lo llamaran enseguida

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si había alguna complicación con el de la cama tres, el que está recién operado del corazón.

Germán es el jefe de terapia intensiva del hospital de Turdera. Trabaja en la guardia de la noche desde hace diez años y su único día libre es el miércoles. Muchas veces Laura le pide que deje el hospital y ponga un consultorio o busque trabajo en una clínica que le dé un poco más de prestigio y de desahogo eco-nómico. El sueldo del hospital no alcanza para nada. Pero se conformaría con menos Laura. Se conformaría con que él cambiara de turno y trabajara en un horario normal aunque fuese en el mismo hospital.

Laura no pide mucho. Quiere dormir con su marido todas las noches como hacen todas las mujeres normales. Quiere hacerlo como lo hacen todas las pa-rejas, a la noche cuando las nenas duerman. ir a las reuniones de amigos con su marido. ir con él a las fiestas de casamiento y alguna vez ir juntos al cine y después cenar afuera.

Está harta de despertarse sola en la cama a cualquier hora de la noche. de andar ella sola con las nenas de aquí para allá como si fuera una viuda con ma-rido. de levantarse exactamente a la misma hora en que su marido se acuesta. Harta de pasarse la mañana silenciando la casa para que él duerma hasta las dos de la tarde.

A Germán no le gusta el cine. Mucho menos ir a las reuniones, casamientos y cumpleaños en casa de la familia de Laura. detesta el trabajo en consultorios controlando resfríos, ataques de hígado o contracturas. Lo que le gusta a Germán es el riesgo de la enfermedad. La pelea con la muerte. Atender a los pacientes que están entre irse o quedarse, seguir por un tiempo o desaparecer para siempre. Él se pone del lado del paciente y tiran juntos. Tiran los dos como si tuvieran una soga que podría escurrírseles entre los dedos si dejaran de hacerlo.

Cuando discute con Laura, Germán siempre termina aclarando que por nada del mundo va a dejar ese trabajo ni ese turno.

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desde hace un tiempo, dos años por lo menos, el de ellos es un matrimonio siempre al borde de la separación. En los últimos meses habían hablado con fre-cuencia del divorcio y los dos saben que a esta altura sus hijas son lo único que los mantiene juntos, aunque a veces sospechen que no va a ser por demasiado tiempo más.

durante el último año habían estado peleando más que nunca. En el invier-no pasaron días y días sin hablarse y en septiembre, después de una discusión fuerte, Laura hizo una valija, puso unos juguetes de las nenas en un bolso y se fue una semana a vivir a casa de sus padres.

Laura piensa que todos sus problemas matrimoniales se solucionarían si él dejara esa guardia de la terapia en el hospital. Germán, en cambio, cree que su trabajo no tiene nada que ver con lo que les pasa. Le parece que su pareja con Laura no tiene arreglo y que lo mejor sería separarse.

Germán atiende el teléfono preocupado porque piensa que puede ser del hospital. Pero el llamado es para Laura. Un ex compañero del secundario que está intentando comunicarse con todos como habían quedado en la última reu-nión cuando se juntaron para festejar los veinte años de egresados. Están orga-nizando un viaje de tres días a Colonia para fines de enero. El ex compañero da algunos datos antes de cortar. Que hay tiempo hasta la semana que viene para contestar. Que consiguieron un buen precio porque uno de los egresados tiene un hermano que trabaja en una agencia de viajes. Que más de la mitad de la lista ya contestó que sí, que iba, y que sólo faltaba fijar qué día de la última semana de enero viajarían.

Cuando Laura corta las nenas vuelven a subir el volumen de la tele que ella les había bajado antes de hablar por teléfono. Es lunes y todos los lunes pasan un concurso de bloopers que los divierte mucho.

A Germán le parece una estupidez estar tres días en un lugar que se recorre en unas pocas horas y encima con gente con la que no se comparte nada desde hace veinte años. Algunos tal vez ni siquiera se reconozcan cuando se vean des-pués de tanto tiempo. En las tandas publicitarias las nenas hablan de las cartas que les escribieron a los reyes y de los regalos que les pidieron.

Laura parece feliz con la idea del reencuentro y del viaje a Colonia.–Con quién van a quedarse las nenas si te vas a Colonia –pregunta él. Laura

está preparando café. A los dos les gusta tomar un café fuerte de filtro después

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de las comidas. Laura pone las tazas sobre la mesa y prende zn cigarrillo mientras espera que el agua se caliente.

–Con vos.–no tengo vacaciones hasta fines de febrero –dice él–. no voy a faltar dos

días al hospital para que te vayas a Colonia.Laura inclina la cabeza para atrás al mismo tiempo que larga lentamente el

humo dibujando unos círculos en el aire que desaparecen rápido. El pelo largo y abundante de Laura le cae pesado sobre la espalda cuando echa la cabeza para atrás.

–Ah, no –pregunta ella.–Ah, sí –pregunta él–. Qué querés que les diga a los enfermos. ni se les

ocurra hacer un infarto por ahora –Germán cambia el tono, pronuncia como si fuera un mal actor y estuviera actuando en la cocina de su casa–. ni un edema pulmonar. Hablemos en otro momento de tu derrame cerebral, OK. Vamos, muchachos, no se pongan pesados, aguántenme que mi mujer vuelve en tres días de Colonia y después retomamos con todo como siempre, eh.

El silencio que hacen dura apenas unos segundos en los que, sin embargo, ninguno de los dos oye el ruido del arranque del motor de la heladera ni las risas de las nenas que llegan desde el living ni la voz del locutor en la televisión que pide más aplausos para los participantes del próximo juego.

Laura da una pitada larga antes de seguir.–Esta vez el hospital va a tener que esperar porque si no voy a ese viaje, a la

que van a tener que internar en terapia intensiva va a ser a mí.Las nenas deciden seguir mirando Sólo Juegos en el cuarto de Laura y ape-

nas entran cierran la puerta.Germán se tira en el sillón del living mientras espera el café que Laura está

terminando de servir en la cocina. Mira sólo por un instante el programa de las nenas y enseguida empieza a cambiar los canales con el control remoto.

–Que sea en otro hospital –dice sin sacar la vista de la pantalla–. Por favor –agrega como si estuviera hablándole al televisor.

Pero Laura lo oye desde la cocina y aplasta el cigarrillo que recién había encendido.

–no soportaría tenerte también en mi terapia –dice Germán.–Qué –pregunta ella.

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Él termina de pasar por los ochenta y dos canales en un santiamén. Par-tidos de fútbol, programas de cocina, películas y series, programas de tangos, noticieros internacionales y videoclips. Enseguida empieza otra vez la escala ascendente. desde el tres hasta el siete hay dibujos animados y programas para chicos. Se detiene por unos segundos en el ocho donde dos vedettes pelean. Las dos dicen ser la número uno en el escenario. Son mujeres con peluca y maquillaje brillante en la cara. Mujeres viejas a las que sin embargo es difícil calcularles la edad. Cuánto tienen. Sesenta y ocho, setenta y uno, ochenta y tres, noventa y siete, ciento cinco, ciento treinta y seis, doscientos, cuántos años. Mujeres a las que nadie iría a ver a ningún teatro, peleándose por el primer puesto de nada. Es un espectáculo patético que sin embargo Germán no registra.

En el canal nueve un cocinero español con un delantal blanco y un gorro altísimo cocina una receta con pescado en una escenografía de living montada al aire libre. El cocinero está en el centro de un parque inmenso y condimenta el pescado sobre una mesa de madera. En un costado de la pantalla hay también tres sillones rojos que rodean una mesa baja sobre la que apoyaron jarrones con flores. Además del pescado prepara unas berenjenas fritas y canta una melodía sin letra mientras cocina. Lalalalalala, tararea el cocinero impostando la voz como si cantara una ópera. En el discovery Channel presentan historias de per-sonas de más de setenta años a los que tener una mascota les cambió una vida de soledad y tristeza y ahora están felices de tener alguien de quien ocuparse. Un hombre delgado y canoso cuenta cómo salió de la depresión desde que sus nietos le regalaron una perra. La perra se llama Annita y es una pequinesa con cara de mala y los dientes de la mandíbula inferior sobresalidos. El hombre es de California pero la entrevista está doblada y tiene ese estilo raro del doblaje.

–Oh, sí –dice el hombre delgado–, desde que cuido de ella, por dios que soy un hombre feliz.

Las imágenes muestran al hombre en un jardín jugando con su perra. La pequinesa tiene el maxilar deformado y un moño rojo en cada oreja.

Laura va hacia el living. Camina con los brazos cruzados, como pidiendo explicaciones.

En el canal del tiempo una mujer parada del lado de un mapa gigante anun-cia el pronóstico para los próximos días. El mapa ocupa toda la pantalla y la pronosticadora es apenas un punto en el extremo derecho. Está enfundada en un trajecito rosa que resalta sobre el fondo verde del mapa. dice que hay un noventa

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por ciento de probabilidades de lluvias para Capital Federal y Gran Buenos Ai-res. La mujer señala con un puntero las zonas que va mencionando. Tormentas eléctricas y fuertes vientos del este rotando luego hacia el sudeste.

–no soportarías qué –lo interroga Laura.Germán ignora las vedettes viejas, el cocinero español y las mascotas salva-

doras. ignora también el cuerpo rígido de Laura acercándose y no le contesta, ni siquiera la mira cuando la tiene cerca.

–Qué querés decir –insiste Laura.Ella empieza con ese tic que tiene en la ceja cuando se pone nerviosa.En el treinta y nueve dan una telenovela brasileña. La protagonista está en

una fiesta. Es una mujer de cuarenta años que usa un vestido largo y amarillo y tiene un cuerpo ancho con unos pechos enormes. Lleva el pelo suelto y unos aros que parecen pesados.

–Qué harías si me internaran en tu terapia –pregunta Laura arqueando la ceja en dos movimientos rápidos que le agrandan el ojo izquierdo.

–Yo –pregunta él mirando la pantalla–. nada, no haría nada de nada– dice levantando los hombros–. Ah, sí –agrega–, seguiría atendiendo a los otros pa-cientes.

Laura arquea la ceja izquierda dos o tres veces y se mete en el cuarto en donde las nenas siguen mirando Sólo Juegos.

Germán permanece tirado en el sillón. Vuelve a hacer el recorrido por los ochenta y dos canales. Pasa tan rápido que casi no identifica ninguna voz y no dis-tingue ninguna imagen de todas las que se superponen con velocidad aplastándose unas con otras. La actriz de la novela brasileña tiene una seguidilla de suspiros y se desmaya en plena fiesta, adelante de todos sus invitados. Es el final del capítulo y en la pantalla se congela la imagen de la protagonista desmayada que abarca casi todo el plano mientras empieza la música. A Laura le encanta ese cantante italiano y sube el volumen de la radio cada vez que lo escucha. A Germán, en cambio, el italiano le parece una vaca afónica rumiando canciones de amor. Los títulos se deslizan, corren de arriba abajo y atraviesan el cuerpo de la actriz.

La fiesta en Brasil ya terminó. Germán apaga el televisor, se pone el guar-dapolvo, besa a las nenas y sale para el hospital.