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Argus-a ISSN 1853 9904 Artes & Humanidades Vol VII Ed. Nº27 Gustavo Geirola Marzo 2018
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Yuyachkani en Los Ángeles
Gustavo Geirola Whittier College
USA
El ya legendario grupo de teatro peruano/latinoamericano se presentó esta
semana de enero 2018 (del 18 al 20) en REDCAT/CalArts, con sede en el edificio del
Disney Concert Hall y lo hizo con esplendor y sus mejores figuras; baste nombrar a sus
grandes estrellas: Teresa Ralli y Ana Correa. Este mes de enero hay todos los días
actividades en salas, parques, plazas, de esta ciudad sostenidas por artistas
latinoamericanos y Latinos, una verdadera fiesta. Teatro, performances, instalaciones de
todo tipo. Yuyachkani nos trajo su espectáculo titulado Discurso de promoción, armado
sobre la idea de un cierre de curso en una escuela para recaudar fondos a fin de que sus
estudiantes visiten Disneylandia o, si el dinero no alcanzara para eso, al menos Machu
Picchu. La calidad artística del espectáculo está asegurada de antemano. El grupo tiene
un profesionalismo reconocido en más de 45 años de trabajo, bajo la batuta de su
director Miguel Rubio. Todos actúan con precisión, cantan, bailan, tocan diversos
instrumentos musicales, saben portar máscaras, trabajan con una disciplina notable.
Había mucha gente en la función de anoche, que era la última que ofrecían aquí. Pude
saludar a colegas que hacía tiempo que no veía, porque Yuyachkani convoca.
El espectáculo comienza sin que uno se dé cuenta: ya en el lobby, hay mesitas,
un escenario armado con lo típico de las fiestas escolares: escarapelas, imágenes de los
próceres, estudiantes uniformados caminando entre el público, madres de los alumnos
conversando con la gente (obviamente, yo pude reconocer a algunos de los actores del
grupo, pero otra gente conversaba con ellos pensando que formaban parte del público,
aunque todos los actores se mantenían en su personaje).
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Teresa Ralli con una actriz del grupo
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Miguel Rubio entre el público conversando
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Uno de los actores invitaba a un juego con la memoria: con objetos dispuestos
sobre una mesita, tapados con una manta, el muchacho la destapaba por segundos y
luego uno tenía que tratar de recordar lo que vio: me gané un títere de dedo, precioso,
que puse en mi famoso altar de miniaturas que hay en mi casa. Feliz, obviamente,
porque todavía los años no me han afectado la memoria: porque, efectivamente, se
trataba de testear la memoria del público y me pareció muy buena táctica. Y es que el
espectáculo que trajo Yuyachkani tiene que ver con ella: hacer memoria de la historia
independiente de Perú, revisando las faltas y ninguneos de la historia oficial.
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Para adelantarles los mensajes ideológicos que, a mi entender, decantan del
show y que son dichos con todas las letras, los consigno aquí: ―La democracia es un
cuento de hadas‖ y ―no se entiende el país si no se entiende el mundo‖ y viceversa.
El espectáculo comienza fuera de la sala, con música que va integrando al
público, ritmos conocidos por muchos peruanos que habían asistido, al punto que los
invitaba a cantar y bailar.
https://youtu.be/lRsdJlIbHos
https://youtu.be/R4iDRPd4okQ
https://youtu.be/Jxh0mdI7Cus
Todas las fotos anteriores son del lobby. No pude sacar fotos más tarde cuando
pasamos a sala: estaba prohibido, pero no fue eso lo que reprimió mi pulsión
transgresiva, sino otra cosa, como ya les explicaré. En el lobby asistimos a los típicos
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discursitos de autoridades de la escuela en español e inglés (aparece un traductor),
madres que cantan y hasta una estudiante que ofrece un numerito sorpresa, que hace un
contraste total con lo anterior, tradicional y folklórico: la niña se quita algunas prendas
de su uniforme y baila y canta (esta vez con música grabada) un tema conocido, nada
más ni nada menos que de Raffaella Carrá, no sin cierto estupor entre otros estudiantes
y madres del supuesto evento escolar.
https://youtu.be/LvqSAzQ2GHg
https://youtu.be/e60ef9Kw3DM
https://youtu.be/GHuX29Wkp8o
https://youtu.be/EqcdQLJv4t8
Se crea así, con este introito, un clima de fiesta, de jolgorio, que se interrumpe
de pronto con los sonidos de una marcha de tipo militar que, con bastante pompa, los
actores ejecutan mientras desfilan entre el público con bombos y platillos (literal). Y
luego, lentamente, el público va pasando a sala. En cierto modo, este prólogo ya
contiene, como síntoma, los elementos que se desplegarán en la sala: el pasaje de la
fiesta a lo siniestro de la memoria, del inconsciente y hasta la impronta del superyó en el
disciplinamiento (bastante dictatorial) del público.
https://youtu.be/x4vC1J9RbEM
https://youtu.be/qmD33c13PIA
https://youtu.be/IcIhkb-9fv0
Se entra a la sala por un pequeña puerta, que luego podría ser leída après coup,
como la del infierno: ―Lasciate ogni speranza, voi ch‘entrate‖; luego el descenso por
una escalera, como corresponde al mito del descenso a los infiernos. La sala del
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REDCAT es una enorme caja negra, con plateas tipo tribuna, que fueron canceladas
para este espectáculo. Cubriendo esas butacas, había un tablado con un enorme cuadro
de la Independencia del Perú detrás; se veía a San Martín, otros próceres, el cura
infaltable, arengando a un público poco definido, con un solo rostro negro y ningún
indígena identificable. Obviamente, en el palco oficial desde el que supuestamente se
declara la independencia, no hay ninguna mujer, ningún indígena, ningún afroperuano,
salvo esa carita desdibujada entre la muchedumbre. Las primeras escenas del show van
a enfatizar esas faltas de figuras femeninas, indígenas y afroperuanos; las profesoras y el
personal del colegio preparan el Discurso de Promoción, conforman una secuencia
metateatral, que paulatinamente se va desquiciando (actores que olvidan su texto o no
quieren hacer el personaje asignado, etc.). Esta instancia metatetral –de tipo
brechtiano—se va diluyendo y finalmente se pierde porque la narrativa va adquiriendo
paulatinamente un carácter onírico, anti-aristotélico, con escenas que se suceden sin
engarce evidente, flashes del pasado reprimido que se despliega en una puesta en escena
concebida como el texto de un sueño; se trata de un sueño/infierno del que el público no
va a salir. No hay un despertar: los actores dejan al final la escena, se pierden
ascendiendo por la escalera por la que el público descendió, dejando desechos de
utilería como ruinas de un pasado, como núcleo de goce para Lacan u ombligo del
sueño (tal como lo designaba Freud), rodeado de una cinta policial, con la palabra
peligro. Y no regresan. El público se desquita acercándose a esos restos de la memoria,
sacando fotos y realizando su propio trabajo de elaboración analítica.
La narrativa onírica, no obstante, al pasar de una cosa a la otra, de un horror a
otro de la historia, genera su propio olvido, vacíos o fisuras entre una escena y otra, y el
planteo original de la fiesta de promoción y de la metateatralidad no se recupera: como
en una banda de Moebius vamos pasando de un realismo satírico, marcado por el
tiempo, al texto del inconsciente, donde no existe la cronología. Hay otros olvidos,
desde mi perspectiva deliberados, que podrían cargarse a la cuenta de la mirada de
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Yuyachkani sobre la cultura y la historia peruana: los excesos barrocos imaginables que
definen la puesta de Discurso de promoción, al querer mostrar tanto, terminan velando o
dispersando la atención sobre la falta que supone, en el sueño o cualquier otra
formación del inconsciente, el objeto a lacaniano, el objeto perdido del deseo, objeto
real, de lo real del goce que subyace a la complicidad histórica de todos nosotros con los
horrores que padecemos. Me animo a arriesgar que en este punto yace la diferencia
entre la creación colectiva setentista a la manera de Yuyachkani, y el trabajo de los
nuevos colectivos teatrales con lo que, al menos en Argentina, se llama, a partir de Tato
Pavlovsky, teatro de la multiplicidad o intensidad o, en términos de Ricardo Bartís,
teatro de estados. El exceso de utilería, vestuario, máscaras, proyecciones, efectos
especiales, en su afán de totalidad (que signa todo el espectáculo) termina produciendo
sus propios olvidos: por ejemplo, la importancia de otras comunidades peruanas como
los chinos y japoneses que llevan más de 100 años en el país y cuyo aporte cultural y
económico al Perú ―independiente‖ resulta hoy innegable. Están ausentes en este nuevo
cuadro del Perú que pinta Yuyachkani.
El tono festivo de la introducción en el lobby se diluye al punto que el montaje
del lado siniestro de la historia (en sentido freudiano: lo horroroso pero familiar) que
vemos en la sala (y que comienza con cierto humor), termina significántizandose casi
como un engaño del yo, una vigilia divertida, entretenida, que luego se torna en una
pesadilla. Y el grupo no da al público una señal, un guiño que alerte al público sobre
este deslizamiento. El humor se extingue, la parodia acaba, la metáfora metateatral
desaparece. Tengo que decir que, como director, me gusta darle al público desde el
inicio algunas claves en mis puestas, porque siendo siempre experimentales, no me
gusta engañarlo o cambiarle las reglas del juego durante el show: siempre armo
pequeños signos o señales como única hebra de Ariadna para un público que, como el
de anoche, es invitado a entrar en un espacio ‗vacío‘ (en realidad, lleno de cosas, pero
me refiero a vacío de convenciones), sentarse en el suelo, es decir, una propuesta en la
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que muchos códigos ya archinaturalizados han desaparecido. En efecto, frente a un
escenario escolar, con un marco, no de telones sino de ropa de todos los colores (como
primera instancia de las desapariciones de los cuerpos: uno de los grandes temas del
espectáculo, las desapariciones provocadas por el conflicto armado peruano, pero
extensivas a cualquier otro país latinoamericano), se va ubicando el público, parado o
sentado en el suelo. Se anuncia que se tiene libertad de desplazamiento durante la
función: y sí, efectivamente, la gente tiene que moverse constantemente por los
imperativos del diseño de puesta, pero si al principio hay invitación por parte de los
actores a desalojar espacios y pasillos para dar paso a la utilería y artefactos de
escenografía, luego esa invitación va tornándose imperativa, como mandatos
superyoicos, y hasta en un disciplinamiento militar con banda y todo, cuando asistimos
a la procesión del diablo en el cuerpo de una actriz (comienzan los mandatos: pararse
frente a las paredes, abrir paso, mientras otros deben sentarse contra los muros).
En cuanto a la utilería, se puede decir que abruma tanto que resulta insoportable
y agota la magia de la galera: cuando salen tantos conejos, uno se aburre de los conejos.
Nuevamente el exceso neobarroco que desprecia o no soporta el vacío, la falta, con ese
afán de decirlo todo, es estrategia que finalmente fracasa, porque no hay manera de
decirlo todo para-todos (régimen masculino, fálico, del discurso del Amo, como ya lo
planteó Lacan): la verdad no puede ser dicha toda, forma parte del mediodecir, del no-
toda (posición femenina, no fálica, del discurso del analista o del histérico). ¿Será que la
democracia a la que se refiere esta pieza es la concebida en términos del ―para-todos‖?
¿Es que acaso solo basta aumentar la representación de mujeres o indígenas en
posiciones de poder o nominarlos en la historia oficial para sacarlos del olvido? ¿Y si se
tratara, en cambio, no de una representación sino, mejor, de visionar una política
orientada por el no-toda de la lógica de la sexuación? Más que ausencias, hay un
problema de estructura, políticamente crucial hoy para el mundo.
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Al comienzo, estuve (lo confieso) eufórico y muy orgulloso de un espectáculo
que, a su manera, ponía en juego lo que desde hace mucho (y, creo, fui el primero)
instalé conceptualmente como POLITICA DE LA MIRADA en la praxis teatral: frente
al monofoco que supone lo frontal de la sala tradicional a la italiana, Yuyachkani nos
propone el múltifoco (más del lado de lo que denominé, en mi lógica de la teatralidad, la
teatralidad de la fiesta). Otra vez como en una banda de Moebius vamos pasando de lo
frontal a la dispersión de la perspectiva: si no tomé videos o fotos fue precisamente
porque había acciones simultáneas en diversos lugares del espacio: no todos los
integrantes del público ven y oyen la mismas cosas (a veces se distribuyen libros con
fotos de mujeres esterilizadas en Perú, por ejemplo, a los que no todos tienen acceso): al
menos aquí, la diferencia ya marca una impugnación al afán de totalidad de la verdad,
en la medida en que cada integrante del público está expuesto a percepciones
diferenciadas (sea por lo que se representa en su cercanía, sea por lo que puede ver
desde su lugar), abriendo el camino a la lectura del espectáculo como versión (cada uno
con la suya), que ya es un gran paso en la perversión del discurso del Amo, porque
pluraliza, como lo planteaba Lacan con su famoso juego de palabras: père-versión,
perversión del padre.
Pero mi euforia no tenía tanto que ver con mi propio narcisismo ligado a un
concepto, en la medida en que, desde hace muchos años, suelo realizar mis espectáculos
sin butacas, sin escenario, abriendo la escena al multifoco; ni tampoco porque se me
hicieran familiares muchas imágenes en Discurso de Promoción, por asociación con las
de un espectáculo llamado Las mujeres de Juárez del mundo que monté en el 2006: por
ejemplo, la cruz sin cuerpo con ropas femeninas, el uso de maniquíes fragmentados, la
proyección de videos, la acumulación de desechos, las máscaras, la música, la mirada
del actor directa a los ojos del público. La diferencia entre ambos se daba en que yo
trabajé desde el no-saber para el no-saber de cada uno de los integrantes del público, no
trabajamos para el ―para-todos‖ universal ni teníamos axiomas que demostrar o ideas
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para que el público tomara conciencia. ¿Quién desconocía los feminicidios de Juárez?
¿Acaso podíamos proponer una explicación desde cierto saber, cuando todavía no se
han aclarado esos crímenes? De todos modos, me sentía eufórico y hasta orgulloso de
tener a Yuyachkani en Los Ángeles, porque muchos integrantes del público de este país
no están nunca expuestos a un teatro tan visceral, tan multifacético, tan exuberante
(salvo en el Cirque du Soleil), y esto al menos desde la década del 60 con grupos como
el Living Theater. Muchas escuelas de teatro de Estados Unidos deberían ser invitadas a
ver este tipo de trabajos, no tanto para emularlos, sino para dejarles la semilla de otras
posibilidades de la escena, tanto en el teatro no comercial como en el tipo Broadway o
mainstream, que abusa de la tecnología y los efectos de teatro, o que se queda en el
sofá, el teléfono y la familia disfuncional.
Todo archivo de la historia, conformado desde el discurso del Amo, que incluye
lo que le conviene y excluye lo que lo amenaza, siempre termina, no obstante,
denunciando su finta: tarde o temprano la historia hace justicia: ¡alguien finalmente lee
la falta, las ausencias, alguien puede leer/escuchar el mediodecir de la verdad!, es decir,
la verdad dicha entre líneas, aunque más no sea por sus silencios, por sus agujeros. Y
ésta es la tarea que emprende Yuyachkani en este espectáculo: abordar lo no dicho en la
historia oficial del Perú, nominar a los excluidos, darles presencia, aun en sus
desapariciones.
Su propuesta es también abarcar la historia del mundo (al menos en los últimos
200 años), y allí, a mi ver, reside la debilidad del espectáculo, porque no hay manera de
decir ―toda‖ la verdad, no hay manera de escribir ―toda‖ la historia: en un espectáculo
que saludablemente rompe con el monofoco y nos brinda la posibilidad de múltiples
versiones de lo visto y oído, se pierde finalmente foco en cuanto a aquello que quería
dar evidencias al axioma básico: la historia de un país no se comprende sin entender la
historia de mundo y viceversa. Demasiado acopio, no hay síntesis, el afán de totalidad
obliga a seleccionar eventos de la historia de horror del mundo, sobre todo de América
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Latina y del Perú, se procede por acumulación fatigosa y, como dar cuenta de todo es
imposible, el espectáculo se dispersa demasiado por la acumulación de sus escenas-
viñetas, los documentos, las imágenes, alargándose hasta abrumar al público. Cada vez
que parecía que nos acercábamos al final, el espectáculo seguía, como si no pudiera o
no supiera dónde instalar el corte. Los integrantes de Yuyachkani son tan talentosos que
caen en la trampa de su propia imaginación y creatividad: ¿qué habría que sacrificar?
¿Qué de lo improvisado, por más bello, habría que dejar de lado en la puesta en escena?
En el fondo, ni el grupo ni finalmente el público logra despertar, y si lo hace, como
decía Lacan, es para seguir soñando: afuera del teatro está el horror tanto como en la
sala. ¿Qué es lo que despierta, se preguntaba Lacan? No los ruidos de la realidad, sino
lo real que viene del interior del sujeto: es justamente ese real el que no se percibe en
Discurso de promoción y que, a veces, aparece en el teatro de estados, usualmente como
un enigma, para que el público haga su análisis afuera, como quien dice, fuera de la
sesión.
La falta de síntesis se hace sentir, además, a nivel de la estética. Demasiado
hibridismo de folklorismo, tradiciones indígenas, técnicas marciales de procedencia
asiática, cultura chicha, internacionalismo, religiosidad católica, rap, neobarroquismo,
etc. Es un hibridismo asumido por el grupo justificado, según ellos, en borrar las
fronteras estéticas entre las artes y los géneros. El hibridismo también se conecta a ese
exceso de memorización que atenta contra aquello que el público debería elaborar por sí
mismo más que ser asistido en su rememoración. Apuntar al no-saber es un
procedimiento de creación teatral bastante nuevo y no fue (ni es) propósito de los
grupos setentistas, como Yuyachkani, involucrados en el teatro político à la Piscator o à
la Brecht (desdoblamiento actor/personaje, distanciamientos realizados por el manejo de
la utilería y el vestuario a vistas del público, la presencia en vivo de la orquesta). El
teatro hoy pasa por el teatro de la multiplicidad o de la intensidad: no pretende ofrecer
un saber ni hacer que el público recuerde; muy por el contrario, dejando de lado las
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evidencias y los documentos, que dan cuenta de la realidad, se juega más a lo real, al no
saber, al goce –ese sufrimiento provocado por la cultura—compartido por artistas y
público, en los que anida el núcleo de la complicidad civil. Es ese real de complicidad,
donde nadie puede tirar la primera piedra, que debería visibilizarse, aunque sea
enigmáticamente. Una sola escena pude rescatar en Discurso de Promoción que hubiera
sido suficiente para disparar el no-saber del público y darle oportunidad de
significantizarla desde su propio goce: un actor es atado a fragmentos de cuerpos
humanos con papel transparente; intenta luego, trabajosamente –à la Grotowski—
incorporarse, porque el peso de los cuerpos que arrastra pegados a su cuerpo es
contundente. Es una escena casi despojada –económica, en el sentido de que apela a
mínimo soporte de utilería y el trabajo del actor; escena ofrecida casi en silencio total
bajo la mirada de todos, incluso del elenco: cada cual, creo, se iba haciendo cargo no
solo de los muertos y cuerpos destrozados que obstaculizan pero sostienen nuestra
magra existencia, sino de aquellas partes muertas de nosotros mismos, anestesiadas o
mortificadas por la violencia de la cultura, de la guerra y de la economía. Finalmente, el
actor logra desprenderse de esos cuerpos, se emancipa de esas insignias impuestas por el
opresor por medio del desgarramiento de los velos transparentes (invisibilizados por el
poder).
La estética de esta puesta del grupo tiene un modelo evidente: Tadeusz Kantor y
su teatro de la muerte, claro está que pasado por el filtro del neobarroco latinoamericano
(estética un poco fuera de moda); frente a la textura casi monocroma de las obras de
Kantor, la puesta de Yuyachkani desborda de brillo y color, acercándose a algunas
puestas de Peter Brook. También percibí cierta apelación a Francis Bacon, con cuerpos
pintados, a veces semidesnudos, como desgarrados; con máscaras que simulan un
rostro, muchas veces deformado; incluso hay un desnudo completo en una caja de
cristal. El final del espectáculo, donde los actores recolectan toda la utilería, las
máquinas, las siluetas, los fragmentos de cuerpo, parece una mezcla de Kantor y Bacon,
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y semeja casi el estudio de Bacon como una acumulación de desechos, pero ahora
rodeados por la cinta amarilla que dice PELIGRO.
Estudio de Bacon en Dublin
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Discurso de promoción, una vez instalado el público en la sala, parado o sentado
en el suelo, comienza con la aparición de un conglomerado de bancos escolares con
rueditas en las patas, amarrados por la cita amarilla que dice PELIGRO que instala
cierta ley como frontera a lo pulsional (permitido/prohibido) y que, como sabemos, es
usada por la policía. La asociación con la Clase muerta de Kantor no puede evitarse;
estos asientos son desamarrados y distribuidos por el espacio; se invita a algunos
integrantes del público (embarazadas, personas mayores o con alguna discapacidad) a
sentarse en ellos. Gracias a la amabilidad de una colega, pude acceder a uno de ellos, de
lo contrario no sé cómo hubiera soportado las dos horas ‗largas‘, a veces
innecesariamente alargadas, que dura Discurso de promoción. La propuesta kantoriana
(con matices grotowskianos) se completa con el recurso a los maniquíes destrozados, a
ciertas maquinitas como un caballito de juego infantil, a las máscaras, a siluetas de
cuerpos humanos desaparecidos, forradas de papel y, sin duda, a la presencia de Miguel
Rubio, tal como hacía el director polaco, paseándose por el espacio escénico
acomodando cosas o ayudando a sus actores con la utilería. Otro rasgo agrega cierto
sabor kitsch, cuando una especie de virgen semidesnuda sobre un pedestal y un aura
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roja sobre su cabeza, todo adornado con lucecitas navideñas, es arrastrada y exhibida
por el espacio. La hibridez estética, comandada por lo kantoriano, recurre además a
rituales indígenas, panfletos, volantes con las caras de los dictadores, banderas de los
países latinoamericanos que cubren un cuerpo, realismo satírico de eventos escolares,
canciones populares (hasta con una proyección tipo karaoke que invita a cantar, sin
mucho éxito, a un público ya casi exhausto), proyecciones de masacres internacionales,
crímenes de guerra, particularmente indígenas, expropiación de tierras y muros
fronterizos, desfile de una especie de diablada andina, y mucho más.
Mi experiencia y, por ende, mi aproximación crítica no puede soslayar el
profesionalismo y la creatividad de uno de los grupos más emblemáticos de
Latinoamérica; sin embargo, me pareció que se había cedido a la exuberancia cuando no
al exotismo (ambos míticos de la imagen de la cultura latinoamericana, al menos desde
la perspectiva estadounidense), sin síntesis, con apelación a estereotipos de las
tradiciones o algunas figuras icónicas y hasta estereotipadas del mundo andino. La
interiorización hacia el ―ser peruano diverso‖ se disgrega demasiado y no logra un signo
contundente que anude, como el sinthôme lacaniano, los desajustes entre lo imaginario,
lo simbólico y lo real. Se va gradualmente instalando una postura doctrinaria basada en
el saber la verdad, como si el público la desconociera, sin abrir la posibilidad de
imaginar otras causas del mundo crepuscular que nos toca vivir. También va
emergiendo paulatinamente, a pesar del axioma más internacionalizado que fundaba el
espectáculo, un cierto dejo nacionalista que no parecía coagular con la propuesta
indicada en dicho axioma y que resulta incoherente cuando el propósito, se nos dice en
programa de mano, es derribar fronteras.
El otro axioma mencionado, el menta ―la democracia es un cuento de hadas‖,
hubiera dado para mucho más, pero se quedó solo en la enunciación, un real, tal vez el
más acuciante hoy en la política mundial, velado por los testimonios de las violencias
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que padecimos y seguimos padeciendo. En efecto, ése es el tipo de sintagma que
hubiera trabajo un teatro de estados, porque apunta a un real (en sentido lacaniano, no a
una realidad), porque es el que abre las puertas a un no-saber que nos involucra a todos,
artistas y público: si la democracia es un cuento de hadas, ¿entonces qué hacemos?
¿Qué hacemos con la democracia? ¿Qué hacemos con los cuentos? Y las hadas,
¿quiénes son, dónde están, qué hacemos si las encontramos? Abogo por un teatro que
parte de esto y lo lleva al extremo, incluso, de lo políticamente incorrecto (algo que las
izquierdas tradicionales habitualmente no se permiten); un teatro que parte del no saber,
no de ideales que supuestamente el público desconocería. No dudo que Yuyachkani ha
impactado a muchos en el público, aunque el hecho de que al final los actores se fueron,
desaparecieron y no regresaron para el aplauso, hizo que éste fuera débil, breve, un
tanto agobiado. Si hubo un discurso de promoción, que hay que agradecerle a
Yuyachkani y sus patrocinadores, es el de promover el teatro de nuestra región
latinoamericana con alta calidad y profesionalismo en un espacio como
REDCAT/CalArts que, en los últimos años, viene invitando grupos de gran categoría y
calidad artísticas, provenientes de varias regiones del planeta y sacudiendo de ese modo
un poco el polvo a la dramaturgia de los últimos 30 años de este país. Y como si esto
fuera poco, Yuyachkani iluminó los corazones de aquellos peruanos que estaban en el
público, que bailaban y cantaban, celebrando su país de origen y, sin duda, acariciando
su nostalgia de la tierra lejana.
© Gustavo Geirola