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7/31/2019 Bombini Gustavo - Vidas de profesores
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CAPÍTULO 4
Vidas de profesores
“Un trabajo de mierda”
En el maravilloso libro, profuso en voces, dirigido por el sociólogo francés Pierre Bourdieu ytitulado La miseria del mundo, tenemos la posibilidad de leer distintas entrevistas realizadas por su equipo
de investigadores a diferentes personas: gente que da testimonio de sus existencias y de las dificultades para
vivir, relatos íntimos que se publican con el único fin de comprender. Una de las características de la edición
del libro y que se relaciona con un modo de leer los textos propios de la investigación etnográfica es que las
entrevistas están tituladas con frases dichas por las mismas personas entrevistadas. Una serie de frases que
funcionan como subtítulos para una entrevista realizada a una profesora de francés de liceo –es decir, a una
profesora de lengua de secundaria– me llamó la atención, inevitablemente. La profesora en cuestión se llama
Fanny, y para el caso de la entrevista a Fanny, el primero de los subtítulos dice: “Una trabajo de mierda”,
toda una provocación que podríamos llenar con múltiples sentidos, con fragmentos de nuestras historias, de
las historias de nuestros colegas, con los contenidos de aquellos relatos que día a día compartimos con otros
y sobre los que nos interrogamos a nosotros mismos. Y que seguramente tendrán el acento propio de ser
profesores en un país de este lado del mundo.
Fanny tiene cerca de 50 años y ha sobrellevado una vida comprometida con su profesión, la de ser
profesora de secundaria. Este compromiso es en principio una apuesta a la posibilidad de enseñarles a los
jóvenes de un instituto secundario de las afueras de París y también a hacerlo con la mayor seriedad:
preparar sus clases y corregir los trabajos de sus alumnos. En el medio han quedado algunas cosas: un
marido del que se ha separado, unas hijas mellizas que ya tienen veintitrés años y de las que Fanny cree no
haberse ocupado lo suficiente, una madre que le recrimina haberse dedicado a la docencia. Como la de
Fanny, la vida de los profesores y las profesoras de lengua y literatura está atravesada por muchas preguntas
que se van renovando permanentemente a la luz de cambios en la cultura, en las relaciones con los alumnos
y con la comunidad de la escuela. Así sabemos que la literatura parece no ocupar el lugar central queocupaba en la cultura hace veinte o treinta años, que la corrección por la lengua no parece ser el desvelo de
nadie, que los medios… y las demás cosas que Fanny o muchos de nosotros solemos decir.
Acaso este relato tenga que ver con otra de las crisis de sentido de las que hablábamos en el primer
capítulo y que constituye una buena pregunta a hacernos en un libro referido a la enseñanza de la lengua y la
literatura. La pregunta por la identidad de nuestra tarea, las preguntas que de ella se derivan.
Las alarmas de la profesora Sallenave
Otra profesora francesa, Danièle Sallenave, universitaria, que a la vez es novelista y dramaturga
reconocida en su país, dedica un ensayo que lleva el sugerente título de Letras muertas, para plantear una
hipótesis relativamente apocalíptica. Se trata de un libro publicado en francés en 1995 y traducido al españolen la Argentina en 1997, pero escasamente leído y citado en el ámbito hispánico. Sallenave está preocupada
por lo que parece ser un síntoma de los tiempos que corren en el ámbito universitario, donde desempeña su
labor como docente: la crisis de los estudios humanísticos en general y de las letras en particular. Sallenave
recupera una escena de enseñanza que la sorprende. Ella ha encomendado a sus alumnos universitarios la
lectura de la novela Muerte en Venecia de Thomas Mann. Ante la negativa de sus alumnos a leer, porque,
según argumentan, la novela de Mann es “muy morbosa” –“¡Ah no! ¡Ese viejo que se levanta a un
adolescente!”, dicen los alumnos–, la profesora Sallenave intenta “mostrarles que la tolerancia tiene que
aplicarse también a las obras, a sus autores, a los personajes y a los dramas representados”. Por fin, haciendo
uso de sus atribuciones, la profesora declara obligatoria la lectura de la novela de Mann: “Voy a intentarlo
pero no le prometo nada”, es la frase final de una alumna que suscita la indignación que nos transmite la
profesora en su libro.A Sallenave se la ve alarmada, harta acaso de un mundo que no se parece demasiado a aquel que
atravesó en sus años de formación y cuando hacía sus primeras armas, allá por los años ‘60: “Fue en 1960,
leíamos Memorias de una joven formal , proyectaban Hiroshima mon amour en los cines de los Champs-
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consumidores indirectos, más pasivos que activos y sometidos a reglas implacables. Quizá de lo que se trate
es de distender estas tensiones, de flexibilizar las fronteras, entendiendo que no se trata de hacer hincapié en
los cercos culturales y disciplinarios clausurados, sino de reconocer la porosidad de la experiencia cultural
por donde transitamos los sujetos, más allá de la generación a la que pertenecemos, más allá de las
experiencias etarias, de los diversos recorridos culturales. En este sentido, la investigación ha acuñado
diversos conceptos como el de “culturas híbridas”, para dar cuenta de modos de pensar la producción y elconsumo de la cultura y el conocimiento por fuera de las fronteras tradicionales de las disciplinas tal como
se presentan en la escuela media hoy.
Sin duda, es la escuela la que todavía puede estar poniendo de relieve frente a adolescentes y
jóvenes, recuperando, volviendo visible cierta dimensión de la experiencia social, cultural y pedagógica que
es específica de su dominio, aquello que no se presenta en la experiencia cotidiana de los adolescentes y
jóvenes; en este sentido, la escuela hace diferencia, enseña lo que no es habitual, pone a disposición ciertos
bienes culturales propios de la cultura letrada, del campo del conocimiento científico, social y de la
producción artística. La huella posible de la escuela en la vida de nuestros alumnos es potente y específica,
pues como sostiene el crítico literario italiano Remo Ceserani, la escuela es “para muchos jóvenes la única
verdadera relación con la dimensión de lo literario en toda su vida” y “para muchos otros, en todo caso se
trata de una relación fundante y condicionante”1.El alcance y el dominio de la escuela son sin duda homologables a los de los medios y las nuevas
tecnologías, por su aspiración a la cobertura universal, y más allá de los discursos apocalípticos de sesgo
posmoderno, la escuela está ahí con su lógica más artesanal seguramente, pero reconocida en la legitimidad
de su misión y con fuerte consenso en la sociedad. En este sentido, la escuela como proyecto de la
modernidad no ha perdido vigencia. En cualquier caso es apresurado y en cierto sentido trivial sostener que
las transformaciones culturales ligadas a la globalización, al desarrollo de los medios y de las nuevas
tecnologías les estarían quitando valor a la tarea de la escuela y, más específicamente, a la construcción de la
sólida relación con la cultura escrita que los sujetos pueden adquirir allí. Sostener esta idea o la contraria
significa, en cada caso, optar –desde el Estado, desde nuestro lugar de profesores como funcionarios
públicos– por una posición democratizadora o por el contrario excluyente acerca de las posibilidades de
amplios sectores de la sociedad de participar en la cultura.
La experiencia de un grupo de adolescentes en un aula de una escuela pública urbano-marginal
leyendo con entusiasmo La metamorfosis de Franz Kafka en una edición ilustrada, habrá de convertirse en
algo más que una práctica excepcionalmente exitosa. Habrá de ser parte –y lo fue en clases que pudimos
observar– de una apuesta posible, en la que se cuestionarán peligrosos determinismos que tienden a
considerar que ciertos objetos culturales sofisticados no son de fácil recepción en contextos escolares
críticos o no están al alcance de chicos y jóvenes condenados al fracaso.
Sólo un pensamiento empobrecedoramente pragmatista habrá de sostener que no tiene sentido
enseñar literatura en las escuelas más desatendidas, a esa mayoría que son los adolescentes que provienen de
los sectores más desfavorecidos de la sociedad, pues lo que cabe allí –se suele sostener– es preparar a los
jóvenes para el mundo del trabajo. Por esta razón, no sería significativo desde el punto de vista curricular “perder el tiempo” –se atreven a decir algunos– en leer textos literarios, pues, sin duda, no formarán parte de
la experiencia cultural futura de estos alumnos. La inevitable crisis del viejo modelo humanista que no ponía
en duda la importancia de la formación literaria de los jóvenes, esgrimiendo argumentos “espirituales”,
morales y en algunos casos también nacionalistas, dejó paso a un vacío del sentido pedagógico y cultural de
la formación, donde nos olvidamos de la calidad y diversidad de experiencias posibles a ser atravesadas por
los sujetos como uno de los modos de pensar cierto sentido de democratización en la escuela pública.
Nancy, los cartoneros y la literatura
Frente a las preocupaciones de Danièle Sallenave y de la profesora Fanny, de este lado del mundoquedan otras relatos por contar, otras vidas como las de los profesores que trabajan en escuelas populares y
1 Ceserani, R., “Cómo enseñar literatura”, en Bombini, G. (selección y prólogo), Literatura y educación, Buenos Aires, Centro
Editor de América Latina, 1992.
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asociadas al movimiento de fábricas recuperadas, como las de muchos profesores comprometidos con su
tarea con los que vengo dialogando en distintas situaciones de trabajo, como algunos de los que aparecen
mencionados en el comienzo del tercer capítulo de este libro. Por sumar y por seguir narrando, acaso
buscando comprender, como lo planteaba el equipo de investigadores dirigidos por Bourdieu, acaso
buscando compartir relatos de vida profesional que nos dan pistas sobre la manera en que se van tramando
trayectorias posibles de profesores y profesoras que muestren en la intensidad de sus relatos, en el zigzagueode sus decisiones, en los avatares de sus recorridos de trabajo, la riqueza y la diversidad de sus trayectorias;
vidas posibles puestas en relato que enriquecen nuestras perspectivas sobre la identidad del profesor de
lengua y literatura.
Hace algunos años conocí a la profesora Nancy Yulán cuando era alumna del Postítulo de Literatura
Infantil y Juvenil de la Escuela de Capacitación Docente (CePA) de la Ciudad de Buenos Aires. Como
coordinador general de esa carrera tengo menos contacto directo con los alumnos que las profesoras tutoras:
Nancy se me hizo visible al final de la carrera cuando, junto con otras dos colegas, Delia Marcheggiano y
Amalia Nociglia, y con la coordinación de la profesora Cecilia Bajour, emprendió el proyecto de lectura a
desarrollar para obtener su título, en un particular espacio de la estación de tren del barrio de Flores.
Nancy, profesora de lengua y literatura, recibida en un profesorado terciario confesional de Haedo,
venía de un recorrido docente por la provincia de Buenos Aires, atravesado por la primarización del octavo ydel noveno grado, por las reconversiones con contenidos lingüísticos que habían incorporado a su léxico de
profesora algunas “palabras mágicas” de la reforma de los ‘90 como “cohesión y coherencia” y por cierta
resistencia de parte de las autoridades de la Escuela Técnica de Villa Tesei, en el oeste del conurbano
bonaerense, a que los chicos, los “técnicos”, leyeran poesía, conocieran la obra de Cortázar o perdieran el
tiempo esforzándose en leer a Borges, un autor tan difícil. De esa época son las luchas para demostrarles a
sus propios alumnos que ellos saben y pueden leer literatura, para convencer de eso a sus alumnos, acaso
arrastrados por las propias ideas negativas que sobre ellos tienen los adultos.
Cuando llega el momento de concebir el proyecto de práctica para el Postítulo, Nancy y sus
compañeras exploran distintas posibilidades, como trabajar en el área de Adultos. Como toda iniciativa
encarada por profesores en actividad, se presentan limitaciones de horarios con las que deben negociar. Por
fin, la elección se va perfilando. Desde la ventana del dormitorio de sus hijas, Nancy observaba la rutina
desarrollada cada día de la semana por familias dedicadas a la recolección de residuos de cartón arrojados a
la vía pública, conocidas mediáticamente y naturalizadas como “cartoneros”, palabra que como “piquetero”
o “cacerolazo” son neologismos acuñados al calor y en el dolor de la coyuntura que tiene como hito
diciembre del 2001 y que es el punto más dramático de la aplicación de las políticas económicas
neoliberales iniciadas en la dictadura de los años ‘70. La escena era una escena familiar, donde los chicos
ayudaban a los padres en la tarea de acomodar los cartones recogidos y acondicionarlos para ser
transportados en el llamado “tren blanco”. La irrupción de la “cartoteka” –ese es el nombre de la caja de
libros de literatura en torno a la cual sucedían las cosas– provoca una transformación en las rutinas. La
literatura irrumpe.
Imágenes en video. La primera parte –ignoro el motivo– está grabada sin sonido. Las tonalidadestienden al gris, aunque la filmación sea en color. Quizá se le podría agregar música –la de Shostackovich en
el Acorazado Potemkim le sumaría un dramatismo que prefiero evitar–. El ejercicio es el de ver y oír una
filmación casera, sin editar. Un muro grafiteado pero también con una inmensa pintada política en letras
celestes contorneadas, que reza “M A C R I”. Filas de carros –hay un extenso poema de Samoilovich sobre el
Carro de Eneas referido a los cartoneros–, con cartones. Cartones, papel, cartoné, de tapa dura, libros. Una
caja de cartón que contiene libros y tiene un cartel que dice “La cartoteka de Flores”. Libros, de tapa dura y
de tapa blanda. La calle, el callejón peatonal sirve de acceso a la estación de Flores. Y entre la pared
grafiteada, las rejas que protegen la estación y la fila de carros, se instala la cartoteka. De ella, los chicos
sacan libros, eligen, curiosean, miran. Sonríen, entre la avidez y la perplejidad. La escena es inusual. ¿Por
qué tendría que estar ocurriendo eso ahí? Leer es leer de pie o en cuclillas o contra la reja. El piso debe estar
frío. Todos llevan bufandas o capuchas o gorros o guantes o varias de estas cosas. Leer de pie, con frío.Algunos jóvenes y algunos adultos leen aislados. Total, es un tiempo para esperar, los carros están
ordenados, desbordantes de cartones ordenados. Nancy, Delia y Amalia son tres profesoras de lengua y
literatura de la escuela media, pero en estos días trabajan con la literatura aquí. Se las ve animadas,
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entusiasmadas, animando a los otros. Al fondo (visual), dos o tres pibes jóvenes comen algo caliente que
está servido en un vaso de plástico y lo acompañan con pan. La cámara se desplaza. Varios comen; algunos
niños también. De fondo (sonoro), casi constante, una campanilla estridente y aguda que acompaña a la
barrera baja y anuncia el paso del tren. A esta hora, es la tardecita, pasan muchos trenes, y por eso la
campanilla es casi constante. Y luego la sirena del tren, más grave, quizá con más volumen, pero menos
molesta. Los grupos que leen son varios; en algunos, leen en voz alta las profesoras; en otros, lo hacen loschicos. La cámara sigue a un pibe joven –la cámara me obliga a verlo–: tiene un libro en la mano, lo lee
mientras camina y sonríe. En el cuadro siguiente, una mujer lee deletreando La flor más grande del mundo
de José Saramago; es como una letanía que interrumpe su ritmo cansino cada vez que la mujer logra dar
sentido y unidad a una palabra completa; cabecea y sonríe mientras afirma: “sé leer”. Una bibliotecaria
invitada también arma un grupo y dice: “vamos a buscar uno cortito para aprendérselo de memoria”. Acaso
una forma de atesorar los textos más allá de los papeles y las tapas duras. La cámara sigue su recorrido, que
es el único que puedo seguir yo. Un grupo de chicos lee entusiasmado El túnel de Anthony Browne; leen a
coro, ríen, ríen mucho. Es muy lindo ver lo que provoca un libro. ¿Irán estos chicos a la escuela? ¿Se reirán
tanto allí? De pronto, en otro ángulo, una notera, ¿una periodista barrial?, alguien de afuera con un grabador
que espeta ansiosa –sí, lo dice como soltándolo–: “¿Qué sentís al leer un libro?”. La pregunta me llama la
atención, retrocedo. “¿Qué sentís al leer un libro?”, retrocedo. “¿Qué sentís al leer un libro?”, retrocedo.“¿Qué sentís al leer un libro?”, retrocedo. “¿Qué sentís al leer un libro?” Está convencida de que está
haciendo la pregunta más importante. La niña que recibe la pregunta, a quemarropa, se sonroja y piensa.
Rojo es el tapadito que lleva. Hace frío. La chica levanta los hombros debajo del tapadito. De fondo, la voz
de Amalia que lee, con voz grave, de puro profesora que es. La cámara sigue a un pibe alto, adolescente, con
un tatuaje en un brazo y una pulsera ancha de tela en la muñeca del otro. Sonríe concentrado, mientras
camina y lee. Hojea, ojea. Busca lo que le gusta. Lo encuentra. Ojea y, mirando a la cámara, dice: “Mirá, no
lo puedo creer, era el último. Ahora sí filmame, salimos en la televisión, salimos en la radio…”. Suspira
exageradamente antes de empezar a leer. “Puedo escribir los versos más tristes esta noche.” La voz se aleja
con la imagen. Ahora se ve a un chico, parece estar borracho; conversa con Delia –creo que es Delia–. “Ya
no la quiero, es cierto, pero cuánto la quise.” La lectura recomienza. “Ella también me quiso.” El poema se
presta. Por detrás, la procesión de gente que va hacia el andén; por detrás, la campanilla incesante. Una nena
muestra a la cámara un libro. Mi primer libro de poemas, se llama. Tiene una tapa linda, con una linda
ilustración. El libro ha quedado en primer plano. Ahora se ven rayas negras.
Actualmente Nancy trabaja en una escuela media que queda justo en el límite entre La Boca y
Barracas. La escuela funciona en una fábrica recuperada, que más precisamente es una imprenta; allí,
además de ser profesora de lengua, Nancy lleva adelante el proyecto de creación de la biblioteca escolar.
Re-inventar-me…
Recuerdo que en el año 1990 me puse a imaginar una manera original de presentar en la Feria delLibro de Buenos Aires una nueva colección de libros destinados a público de la escuela secundaria, que
había pergeñado con la complicidad y el apoyo de Graciela Montes, directora en ese entonces de la editorial
Libros del Quirquincho. La colección se llamaba “Libros para nada”; yo debutaba como director de
colección, y desde el principio tuvo mucha aceptación de parte de docentes, adolescentes y jóvenes incluso
más allá de la escuela. La apuesta a una mezcla de géneros (poesía, cuento, teatro, cartas), a la búsqueda de
producciones literarias poco frecuentes en la escuela (poesía de la década del ‘60 en adelante, surrealismo,
humor, teatro argentino contemporáneo) y de diversos objetos culturales (canciones de rock, graffitis,
historieta) y la presencia de ilustraciones hayan sido quizá el motivo de esa aceptación. Varios colegas y
amigos como Claudia López, Ana Porrúa, Ezequiel Adamovsky, Yaki Setton, Liliana Viola, Jorge Dubatti,
Claudia Kozak, Istvan participaron de esa experiencia; muchos dejábamos de ser inéditos en esa época.
Presentar esa colección en la Feria del Libro constituía un desafío interesante, y para ello nos imaginamoslectores de textos en escena, narrando y actuando los textos, mezclados con músicos, leyendo e
interpretando parte de la diversidad de textos que contenía la colección. Para que fuera algo más que una
puesta en escena de textos y letras de canciones y para poner en juego algún contenido con las intenciones
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pedagógicas de la colección, junto con un amigo, el actor y director Ciro Zorzoli, trabajamos en el armado
del personaje estereotípico de la profesora de lengua con trajecito sastre, amante de la literatura española del
Siglo de Oro y acaso de las generaciones del ‘98 y del ’27, algo interesada en Borges y nada en Arlt,
Cortázar y esos escritores que usan la lengua coloquial. Toda una matriz de lectura literaria y de enseñanza
contra la que queríamos plantear una polémica. Queríamos dejar claro que la colección estaba dirigida a
otros profesores. Frente a textos como el Poema 11 de Espantapájaros de Oliverio Girondo o “Lainmiscusión terrupta” de Julio Cortázar, el personaje de la profesora –interpretado por Elena Ibáñez, una
compañera de la facultad que tomaba clases de teatro– intervenía a viva voz desde su butaca reclamando,
entre enfurecida y contrariada, un poco de decoro a la hora de elegir poesía, a la vez que cuestionaba ese
vocabulario desconocido del “gíglico” que los alumnos no iban a poder encontrar en el diccionario.
Desafiaba a jóvenes y adultos que la acompañaban en la platea a reconocer el sujeto y el predicado. Hoy
sabemos que “la de lengua” ya no es ésa y que se juegan otras cuestiones diferentes a las que se intentaban
sintetizar en ese guión. La mirada irónica sobre el estereotipo de la profesora debería ser reformulada hoy, y
acaso sería un poco más difícil establecer cuál sería el nuevo blanco.
Es que esos profesores y profesoras posibles que éramos y somos parecemos atravesar permanentes
mutaciones de nuestras identidades, asistimos a las constantes transformaciones de los contextos y de las
instituciones por donde transitamos. Generamos cambios en nuestros modos de hacer, dejamos algunascosas atrás en el tiempo y salimos en busca de lo nuevo, de lo diferente, o acaso de lo antiguo, pero que hoy
vuelve a interesarnos. O que por lo menos nos reafirma. Volver a educar parece ser el imperativo, ya no de
una arenga política ni de un previsible formato curricular –“Más de lo mismo”, solemos decir–, sino del
reconocimiento de un oficio del que nunca hemos abjurado, al que nunca hemos renunciado, pese a que las
condiciones no vienen siendo las mejores.
Entre el “trabajo de mierda” de la profesora entrevistada por Bourdieu, la mirada apocalíptica de
Sallenave, el impulso creativo de Nancy, los profesores que trabajan en escuelas en fábricas recuperadas, se
registran todos los matices, se producen todas las decisiones que implican un cambio de perfil; un otro
resurge de nosotros, que ya no es “la-de-lengua”, “la-de-literatura”, identidad fuertemente estigmatizada,
cargada de significados negativos, asociados a una enseñanza gramatical inútil, a la memorización del
paradigma verbal que incluía un “vosotros” inexplicable, a un camino sin retorno hacia el aburrimiento en la
clase de literatura, a la ingesta de resúmenes de argumentos y datos del autor que caían en el vacío.
Muchas cosas han cambiado desde que la carpeta de lengua se dividía en “Gramática”, “Normativa”
y “Textos”, desde que el libro de texto era seguido a pies juntillas, sin saltearse un solo tema ni una sola
actividad; muchas cosas han cambiado también desde que nuestros alumnos han dejado de ser receptores
pasivos de conocimientos descriptivos, desde que diversidad de textos entran en la clase de lengua, desde
que allí es posible leer y también escribir. El camino recorrido es significativo, pero las preguntas se
renuevan cada día, la cotidianidad se vuelve acuciante, y sentimos que las armas que tenemos a disposición
son insuficientes. Y vamos por más.
Reinventar la enseñanza de la lengua y la literatura supone apostar nuevamente a un modo de pensar
el lenguaje rico en significados y en experiencias, más allá de los meros afanes comunicativos; supone poner a disposición de muchos una lengua y unos productos culturales complejos –los de la escuela de siempre, la
literatura–, no para seguir discutiendo sobre si vale o no vale la pena, si es un discurso social más u otra
cosa, si los chicos se van a aburrir o no, sino para alimentar la certeza previa de que los adolescentes y los
jóvenes están ahí, alertas y curiosos, dispuestos y críticos, para decirnos su parecer sobre aquello que sólo a
través de nuestras clases podrán conocer.