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Bucker, Barbara. El papel femenino en una teologia para la mision laical

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Es un hecho que la mujer está excluida de la jerarquía eclesial. No se trata aquí de reivindicaciones, sino de constatar este hecho y plantearnos algunas cuestiones en relación con la teología.

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EL PAPEL FEMENINO EN UNA TEOLOGIA PARA LA MISION LAICAL

Bárbara Bucker mc

Es un hecho que la mujer está excluida de la jerarquía eclesial. No se trata aquí de reivindicaciones, sino de constatar este hecho y plantearnos algunas cuestiones en relación con la teología. Desde la perspectiva de Aparecida hay una importante novedad para entender a la iglesia y también a la propia teología. Al invitar a todos los bautizados a vivir profundamente la vocación al discipulado misionero se establece un principio fundamental. Esta vocación tiene la bi-polaridad del maestro y de los discípulos como una relación directa, que debe ser orientada y valorada por la institución jerárquica pero que no nace de ella sino de la obra del Espíritu Santo. Somos llamados y enviados por Jesucristo. La Iglesia tiene un papel mediador de esa llamada y envío pero no lo sustituye; no es la Iglesia la que llama ni la que envía, sino Cristo. La Iglesia jerárquica, por un carisma especial del Espíritu guía y orienta la misión. El ser llamados por Cristo como discípulos y discípulas y también el envío como misioneros y misioneras tiene consecuencias muy importantes para la teología como disciplina que nos permite la mejor comprensión de nuestra fe a la que somos llamados y de la misión a la que somos enviados. ¿Tenemos las laicas y los laicos la adecuada formación para nuestra vocación de vivir en el mundo? Porque nuestro “vivir en el mundo” no es una situación de “segunda categoría” para la vida eclesial. Tampoco es una vocación a la “pasividad”, “estar en el mundo” pero en todo mirar a la iglesia y vivir de ella. Llamadas y llamados a vivir en el mundo significa que tenemos una misión dentro del mundo. ¿Qué misión más hermosa puede existir que la de decir al mundo que Dios lo ama tanto que le ha enviado a su Hijo Jesucristo? (Jn 3.16) El movimiento de la misión desde el Padre al mundo, no se puede quedar a mitad de camino en el Hijo y los que por el bautismo nos unimos a Él. Se ha insistido que la teología actualmente existente está hecha para alimentar y hacer crecer la fe y el compromiso bautismal. A este tipo de teología la proyección misionera le toca tangencialmente. Y cuando la teologia habla de misión, se refiere a los que van al mundo para traer a las personas a la Iglesia; el mundo es la esfera “desde donde” retroalimentamos a la Iglesia. En realidad la misión del laicado en el mundo no ha de ser considerada como de proselitismo, sino de iluminar con el misterio de la luz de Cristo la vida del mundo, de todos los pueblos y naciones. ¿Qué papel tenemos las mujeres en esta misión frente al mundo? Y por tanto ¿Cuál es nuestro papel en la teología? Desde el comienzo de mis estudios teológicos esta pregunta me inquietó profundamente y por dos direcciones: el papel de la mujer como sujeto que estudia, conoce y elabora la

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teología y el papel de la mujer en la comunicación que desde Dios nos viene por la teología. La primera dirección se ha desarrollado ampliamente en los tiempos actuales de modo que se habla de la “teología feminista”. A mi, personalmente, me interesó más la segunda dirección, es decir la mujer como tema “objetivo” de la teología, como “camino” por el cual nos llega la revelación de Dios para entender mejor su Palabra. En esta segunda perspectiva he encontrado una fuente muy profunda en el pensamiento de Juan Pablo II, sobre todo en Mulieris Dignitatem. Señalo aquí tres aspectos: el primero es establecer la importancia del “primado petrino” al cual alude Lumen Gentium al hablar del ministerio jerárquico de la Iglesia. Este aspecto ha sido tradicionalmente enseñado por el magisterio. Pero Juan Pablo II señala otro principio, en ningún modo “inferior” al primero que es el “primado mariano” o primado de la santidad. María es el punto de referencia de todo crecimiento en la santidad entendida como la total identificación con la voluntad de Dios en relación con su Reino y la historia del mundo. María es el ser humano que más cerca ha estado de Dios en la Encarnación, es el ser humano como mujer que ha desempeñado con mayor dedicación que nadie el ser “madre” del Hijo enviado por Dios. En un reciente acontecimiento eclesial como la celebración de los 50 años de la CLAR, me sorprendió el casi total desconocimiento de estos dos “primados” enseñados por Juan Pablo II, aun entre las compañeras y compañeros dedicados a la tarea teológica. El segundo y tercer aspecto se refieren a la comprensión del mismo ser eclesial desde el modelo de la mujer. La Iglesia como Madre y la Iglesia como Esposa. Hay muchos modos de referirse a la Iglesia que Lumen Gentium recoge en el primer capítulo, pero entre ellos privilegia el de Pueblo de Dios. Las razones de esta opción son más válidas que nunca, la globalización por un lado nos unifica con todos los pueblos de la tierra, pero por otro nos obliga a destacarnos frente a los demás por nuestra consagración y alianza con Dios, misión que es universal y por tanto en plena sintonía con los horizontes de la globalización. La eclesiología del Pueblo de Dios ha perdido su importancia en los documentos post-conciliares siendo sustituida por otra, de “comunión y participación”, que en la práctica son interpretadas como “comunión y participación” con la jerarquía eclesiástica. He destacado el aspecto “práctico” porque es el usado en decisiones concretas de la misma jerarquía. El Pueblo de Dios, dice muy claro a quién pertenece y de quién recibe toda su vida y existencia; la comunión y participación no especifica, aunque repetidas veces se insiste que esa comunión es reflejo de la comunión trinitaria. Ciertamente si el modelo trinitario estuviera plenamente vigente en la Iglesia, evitaríamos los resabios del monarquianismo y subordinacianismo (Sólo el Padre es Dios, pero no Cristo ni el Espíritu, que no tienen la misma categoría que el Padre). Estas herejías tratan de salvar la unidad divina por un sistema jerárquico que pone a dos Personas en situación de inferioridad. La fe nos habla más bien de total igualdad de las personas sin que en ellas haya división del mandar y obedecer, porque es tan divino lo uno como lo otro.

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Cuando hablamos de “modelos de Iglesia” nos referimos a algo más concreto, visible en las relaciones humanas, como lo fue el “pueblo de Dios”. Y los modelos más pertinentes son los femeninos, la Iglesia es nuestra madre y es la Esposa de Cristo. El “clima gozoso” de Aparecida al hablar del discipulado deja transparentar un corazón enamorado. No es frecuente este modo de hablar de Cristo en la Iglesia. Y tiene su importancia, porque uno de los temas recurrentes de la Iglesia es el de la unidad, de evitar la división y desarmonía. Jesús no defendió la “armonía familiar” como valor absoluto cuando se trata de ser fieles al seguimiento por causa del Reino. La armonía que jamás puede faltar a la Iglesia es la que proviene de su dedicación al Reino de Dios, aunque por ser fieles a este Reino sintamos en el seno eclesial las violentas divisiones que sacuden a la sociedad en clases, naciones e ideologías. La ideología de la “unidad” tendría la función “encubridora” cuando en su nombre no se realiza la opción preferencial por los pobres, que en el pensamiento del Papa Benedicto XVI “está implícita en la fe cristológica en aquel Dios que se ha hecho pobre por nosotros” (Discurso inaugural, n.3) La verdad de la unidad (y no su ideología) viene de Jesucristo. Y se expresa por el amor. La ley no es el más profundo vínculo de unidad de una institución; es el amor. La Iglesia estará profundamente unida “ad intra” si todos los fieles estamos enamorados de Jesucristo, así ella será verdaderamente Esposa. Pero el modelo de “Esposa” no lo hemos de entender conforme a la antigua versión de lo femenino, como la mujer “sumisa” al marido. Nuestra cultura moderna rechaza cualquier idea de “sumisión” que rebaje la dignidad de la mujer. Pero admira en cambio a la mujer que junto con el varón trabajan juntos en un mismo proyecto, En este sentido y jugando un poco con las palabras, la su-misión, es la colaboración de ambos frente a una “misión” que les interpela en común, es misión para ambos. Y es así como Jesús comienza su llamada a los discípulos, para colaborar con Él en el anuncio de la proximidad del Reino. Esta es la razón de ser de la Iglesia, y el Reino es la realización en la historia de este mundo, de la voluntad del Padre. El discipulado tiene una “finalidad en sí” que es unirnos como comunidad de seguidores de Jesús, pero esta unión existe “para otro fin” que nos sobrepasa, y es la “misión ante todo el mundo” Y aquí está el problema que en otros trabajos se ha puesto de relieve: la rica teología para los discípulos y la pobre teología para los laicos misioneros en el mundo. Aquí vale la pena retomar la “teología feminista” como realizada por mujeres, pero en unidad con el otro polo que no quiero dejar de lado, recuperando los modelos femeninos de Iglesia. Frente a una “ley” como instrumento de unidad eclesial que llega a veces a manifestaciones cortantes e hirientes (cumplir la ley a rajatabla), un amor que nos une por dentro, que ilumina nuestros criterios y desde allí nos lleva a conductas coherentes ante el mundo. Una ley sin amor se fija solo en lo que interpreta como “hechos de transgresión”, una ley con

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amor ayuda a superar las transgresiones por la motivación interior, por el diálogo fraterno, por la búsqueda común de la Verdad y del Bien que se encuentran en la persona de Jesucristo. El único mandamiento que Jesús nos deja es amarnos unos a otros como Él nos amó. ¿De qué sirve la obediencia a las leyes eclesiásticas si está ausente la obediencia al mismo Jesús? Cada bautizada y bautizado por su incorporación a la Iglesia, vive su fe en una comunidad que representa también el papel de “Madre”: por esta maternidad una comunidad histórica transmite a otras comunidades a través del tiempo, la fe en el Salvador. Sean cuales sean los pecados y faltas de esa “madre” sigue siendo ella para cada uno de nosotros, “nuestra madre”, no podemos dejar de amarla sin perder una identidad filial que el Padre quiere que exista no sólo con relación a Él mismo, sino también con la mediación histórica humana. La filiación la tenemos que alimentar cada día en nuestros corazones, porque sin ella, se priva de sentido a la fraternidad que tiene que ser también alimentada siempre. Pero cada una y cada uno de los discípulos de Jesús, en cuanto colabora con Él, vive su incorporación en la Iglesia Esposa. Y nuevamente, el discípulo sufre cuando percibe la infidelidad de la Esposa al Esposo por el alejamiento de los valores que dieron sentido a la vida histórica de Jesús. Lo revelado en los Evangelios no es sólo el hecho de una persona divina con dos naturalezas, sino el modo de actuar de la naturaleza humana unida a la divina, en situaciones concretas de la historia. No podemos ser discípulos de Jesús sin vivir de sus valores que son siempre el “paso” de un presente hacia un futuro. ¿Con qué derechos tratamos con desprecio y crueldad a los niños, dejando marcas que van a afectar sus futuros? ¿Con qué derecho tratamos incluso a las mujeres pecadoras, que tienen la posibilidad y el llamado de Dios a transformar radicalmente su vida como lo hizo María Magdalena? ¿Con qué derecho condenamos y despreciamos a los colectores de impuestos, cuando en ellos puede crecer la semilla de la justicia y de la caridad como en Zaqueo? Todo trato de Jesús con las personas es desde un presente, que a veces comprende y perdona el pasado, pero en función de una vida futura nueva y distinta, muy cerca de Dios. Esta es la verdadera manera cristiana de tratar a los demás, como nos gustaría ser amados, es decir, apoyados para hacer crecer lo mejor de nosotros mismos. La misión del laico es precisamente ésta: ver la realidad con comprensión y tratar a las personas abriéndolas a lo mejor de sí mismas para que construyan sus futuros personales en sociedad y comunión con el Padre. Y esta tarea puede y debe realizarse en el contexto secular, porque cada ser humano tiene la vocación de ser él mismo o ella misma. La religión no es el único espacio de realización y será verdadero espacio sólo si no anula o excluye la realización como tarea de simple humanidad. La distinción de la misión del laicado frente a las otras vocaciones eclesiales, es que para el laicado, la vida es el entramado de situaciones “no-religiosas”, en tanto que las otras vocaciones trabajan con los aspectos “religiosos” de la Iglesia.

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La buena noticia que laica y laico llevan al mundo es que dentro del mismo hay caminos que nos llevan a Dios, caminos abiertos por el Padre desde el momento mismo de la creación. Esos caminos son de dominio de las cosas y del trato respetuoso entre personas. Los dos caminos son esenciales para todo ser humano, incluso el religioso, y la autenticidad de este camino aparecerá tanto más clara cuando mejor aparezca la realización de la humanidad misma.