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A las ocho en el Bule Xabier Silveira

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A las ocho en el Bule

Xabier Silveira

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Edición:Editorial Txalaparta s.l.

Navaz y Vides 1-2Apdo. 78

31300 TafallaNAFARROA

Tfno. 948 703934Fax 948 704072

[email protected]

Primera edición de TxalapartaTafalla, noviembre de 2007Segunda edición de TxalapartaTafalla, diciembre de 2007

Copyright© Txalaparta para la presente edición

© Xabier Silveira

Realización gráficaNabarreria gestión editorial

ImpresiónGráficas Lizarra

I.S.B.N.978-84-8136-505-4

Depósito legalNA-3560-07

Foto de portada: Argazki Press

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Ésta es una historia completamente ficticia. En ella, nilugares ni personajes son reales. Debido a que nunca ocurrió,muchos de los datos y nombres utilizados para su elaboracióncarecen de coherencia tanto en el tiempo como en el espacio.

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...eta azkenik eta gehienbat/nere ustetan onenei...

Zuentzat, bihotz bihotzez

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Miró su reloj. Las ocho. Miró su porro. El segundo endiez minutos. Dejó caer al suelo la txustarra, se subió la cre-mallera de la sudadera negra y se puso la capucha y unguante de látex en la mano derecha. El Nissan Patrol de laGuardia Civil se hacía un hueco en la oscuridad de la calleque, mojada por los cincuenta litros de gasolina que acabába-mos de derramar sobre el asfalto, ejercía de espejo a las lucesdel vehículo policial. Junto a él, yo, preso del pánico. Cadauno con un cóctel molotov en la mano.

Orain! Y… se hizo la luz.

Un enorme resplandor nos cegó por un diminuto instanteque jamás olvidaré. Fue antes de girar el cuerpo cientoochenta grados y correr. Correr y correr calle abajo hasta…

Aquel libro era una macarrada. La última nove-la de moda. Era de Gotzon Aranburu, un viejo es-

Intro

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critor de Azpeitia que mercadeaba con las pala-bras para no tener que trabajar. Por aquellos tiem-pos la inmensa mayoría de novelas publicadas enEuskal Herria trataban en torno al mismo tema: lakale borroka.

Aburrido no sería la palabra exacta, pero sí quepodría valernos… desganado, sí; desganado pues.Posé el libro boca abajo en el reposabrazos delsofá y me lié un canuto. Busqué el mando a distan-cia del televisor en los entresijos –nunca mejor di-cho– del tresillo y una vez me hice con él, puse laETB. La etebe bat. Aquello parecía «Hitzetik hortze-ra». Y lo era. Bertsolaris, por lo que deduje que se-ría domingo. Un chaval gordo y rapado cantaba,mal. Su camiseta me llamó la atención. Sobre elfondo rojo una chica empuñaba un hacha amena-zante ante un policía sentado en el suelo. Su carame sonaba, la del gordo, no sé de qué. Mientras,el porro apuraba ya sus últimos segundos en estemundo. Según me hervían las pupilas, la imagendel gordo con txapela se disipaba en mi mente,que, lejos de seguir en mi cabeza, estaba enfrente.Me hallaba, pues, yo, sentado frente a mí, y la vi.¡Joder que sí la vi! Era esa oportunidad que pocasveces se tiene de huir, huir de ti. Y corrí.

Sentado en mi sofá, huyendo de mí sin pararde correr, me hice mi propio best-seller.

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Aquella noche sería especial; se respiraba–¡qué digo, respiraba!–, se palpaba en el ambien-te. Mónica me había invitado a ver el partido deMikel Goñi, con un par de entradas que le pasó sutío, intendente por aquellas fechas de una de lasempresas de pelota. Me duché y me fumé un porrode hierba de la de Unai. «De nido», que diría el fli-pao. La verdad es que estaba de la hostia. Me dejómedio tonto durante un buen rato. Eran ya las sie-te y Pelos seguía sin llamar. Dos días ¡Dos días degaupasa comiéndose lo de todos! ¡Será hijoputa!

Sonó el teléfono: «Bai?». No era Pelos. Era Mó-nica. ¡Mierda! Bueno, ¡qué hostias, mierda!, al finy al cabo me iba a invitar al frontón y Mikel Goñiera mucho Goñi. Si hacía falta, hasta follar por ver aMikel, ze kristo!

La noche D

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Quedé con Mónica a las nueve, en el Zunbeltz,como siempre. Aún sobraba hora y media para po-der llegar, vía teléfono móvil, a la posición exactadel subnormal de Pelos. Pero lo primero es lo pri-mero y me lié otro petardo que así como vino mepuso la cabeza como un flan: temblorosa y de vai-nilla. Cuando reaccioné eran ya las ocho y media yacababa de sonar dos cortas y agudas veces, elmóvil, mi móvil, aquél que llegó para irse, «por elcurro, ya sabes», pero se quedó a vivir conmigo.Un mensaje SMS. ¡Eh! Era Pelos. Stoy n l znbltz. Estetío… ¡Era la hostia!

Bajé al Zunbeltz con la sonrisa de niño malo ylos ojos atrincherados en dos bolas de carne. Ro-jos. Las playeras que me regaló mi hermana Izas-kun unos pocos días antes, adelantándose a miveinticinco cumpleaños –unas Nike azules que pa-recían sacadas del futuro– y la camisa negra medelataban. «Qué, ¿a cenar con los viejos?», me es-petó Mari contestando así a mi «kaixo politta».

Mari estaba fuera, con Eneko, hermano de Unai.Se les notaba a la legua que eran hermanos, por elolor a hierba. Entré y me encontré de frente con loque esperaba. El Pelos –ojos como platos–, Gaizka–mandíbula elástica– y Jon, con un hostión quepa’qué. Venían de Goizueta, y así lo hacían saberlas pegatinas casi ilegibles de Goizuetako Gaztet-xea, aunque la txapela que traía Jon y el chaleco re-flectante que vestía Pelos tampoco dejaban lugar adudas. En las dos la misma inscripción: GoizuetakoUdala. Jon alardeaba a gritos ante todo el local de

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que él, sin doping, aguantaba a los Armstrong’saquéllos, refiriéndose, evidentemente, a sus doscompañeros de misión. ¡Vaya tres! ¡La madre quelos hizo! Llevaban un par de veranos imparables, laverdad sea dicha, pero nunca, hasta entonces, lahabían liado así. Unai y los chavales se iban a ponermuy-muy contentos en cuanto algún charlatán sub-18 les fuera con el cuento. Pedí una coca cola y em-pecé a tomármela con ellos, intentando hacerlesver que la habían cagado y gorda además, pero aoídos necios palabras sordas. De repente, me dicuenta de que estaba haciendo el gilipollas. Y nosólo por el hecho de intentar comunicarme con tresseres totalmente inertes a cualquier destello de ló-gica, no, ¡qué va!, si Mónica me encontraba allí conaquellos tres mangarranes, el partido correría graveriesgo, puesto que ni de coña se creería el cuentotípico de «que yo no, ¡que yo no!». Espabilé, dijecuatro tonterías, me llevé lo que les había sobradoa los tres mosqueteros en la bolsa y puse rumbo ala Herriko mientras enviaba un SMS a Mónica. Mjor nl hrriko, asi cnamos alli.

En la puerta de la herriko me volví a encontrarcon Eneko, que, para nosotros, no era Eneko sinoel hermano pequeño de Unai, apoyado en la entra-da hablando como a escondidas con dos de loschavales. Deduje así que ya no continuaría hablan-do con Mari en la puerta del Zunbeltz; eso era másque evidente. Saludé a todos, no de uno en uno,sino en general: «Kaaixooo». Los días en que a lanoche habíamos quedado eran siempre así. Días

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sin colegas. Nos conocíamos desde que éramosenanos, hablábamos y jugábamos a cartas apostan-do monedas o a la máquina de dardos casi todoslos días pero… pero los días de… esos días no.

Entré en la herriko, besé en los labios al cama-rero, seguí besando una por una a toda sonrisadispuesta a ser reflejo de la mía y, qué casualidad,llegó Mónica.

Mónica no era, que se diga, muy afectuosa ensu trato diario con la gente del barrio; no concebíacomo tales los saludos con derecho a roce. Y noera sólo eso, aunque también, pero digamos queno le molaba mucho ese ambiente de «besitos desaldo y abrazos en papel de regalo», que diríaella. Es por eso que me pareció puuuuta casuali-dad el hecho de que Mónica se hubiera presenta-do en ese puuuuto momento en el bar, justocuando estaba saludando yo de beso a Goizane,que había sido mi novia durante mogollón detiempo y que a Mónica se le atragantó desde elprimer día que la vio. Fuimos pareja desde que te-níamos dieciséis –ella es de mi edad y fuimos jun-tos a la ikastola– hasta hacía un par de años.Mónica decía que, después de tantos años follan-do y aguantando mecha juntos, algo siempre que-daba. Sea por lo que fuere, a Mónica se le poníanlos pelos de punta al verla. Por eso no la quería niver, la despeinaba.

Nos sentamos en una mesa al fondo en un prin-cipio, pero opté por cambiar de mesa mientras

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ella fue un momento al baño. Era conveniente queme viera con Mónica cuanta más gente mejor.

Mónica pidió un bocata vegetal y agua del tiem-po, cosas de mantener la línea. La había estado ob-servando mientras ojeaba la carta de Bokatak etaPlater konbinatuak. Era guapa. Muy guapa. Cada vezque la miraba me parecía más guapa. Ojos verdes,azules quizás; a veces verdes y a veces azules. Ros-tro perfecto de escultural belleza, que diría el poe-ta. Un verdadero poema. Era la persona más bellaque en el planeta existiera, por mucho. Sabía quetarde o temprano se me pasaría, pero en aquellosmomentos de enamoramiento y rimas de Bécquer,así me parecía.

En cierto momento me di cuenta de que ellatambién me miraba a mí. Me miraba y movía los la-bios y la boca sin parar, señal inequívoca de queme estaba hablando. Hice fuerza por dentro e in-tenté escuchar con la mayor atención posible loque aquellos perfectos labios pronunciaban al sonde una angelical voz. «¡Los bocaaaataaaas!». Laama de Goizane me sacó de mi embriaguez visualcon un chillido haciendo honor a su sangre ber-miotxarra. Trabajaba en la cocina de la herriko des-de que se abrió como bar y dejó de ser sólosociedad, allá por el año noventa. «Ya voy yo», dije.Me levanté de la silla y al levantarme pegué con laparte exterior del muslo izquierdo el borde de lamesa haciendo que ésta se tambaleara brusca-mente; y fue fruto de aquel brusco tambalear que,la mesa, la puuuuta mesa, se desprendió de todo

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objeto colocado sobre ella y, como por arte de ma-gia, el botellín de agua y la caña con limón, que seencontraban pánfilamente descansando en susrespectivos vasos, fueron a parar a la minifalda queesa noche tan especial se había puesto Mónica. Elservilletero, de propaganda de cervezas El León,del que, por cierto, se decía que era del año seten-ta y que incluso el mismísimo Urtain había estam-pado en él su firma una noche de invierno y putasde gratis, ese servilletero, salió en direcciónopuesta y se hizo añicos al estamparse contra elsuelo de azulejos, que, tal y como su propio nom-bre indica, era azul de lejos pero negro al acercar elhocico. Los palillos, amontonados sobre la ban-queta que acababa yo de desocupar, fueron testi-gos privilegiados del lento rodar y posterior caídaal vacío del vaso en el que hasta ese maldito ins-tante yacían. Nada pudieron hacer por él. Se formóun sonoro alboroto y mi bocata de lomo con quesoy pimientos tuvo que esperar. Y esperé. Esperéhasta que pude convencer a Mónica de que luego,en mi casa, ya encontraríamos algo que ponersecomo para ir al frontón. Estaba rebotada, pero se-guía siendo igual de guapa que la primera vez quela vi. ¡Qué bueno estaba el bocata!

Deslicé la mano derecha sobre mi pantalón, endirección al calcetín para cerciorarme de que…

—¡Mecagüen…!

—¿Qué te pasa? –pregunto Mónica.

—Nada –le dije–. Se me ha perdido la perica.

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—Mira, Arrats, más te vale que sea bola, por-que…

Ahora sí que estaba rebotada. Sacó las entra-das del bolso y las dejó caer sobre la mesa ya re-cogida por el camarero. Estuvo a punto de deciralguna barbaridad pues amagó la frase e hizo ade-mán de estrangularme amistosamente mientrasingería una enorme bocanada de aire. Aire y humoque desprendía el porro que, en un di-da, yo mehabía liado. Soltó todo el cúmulo de oxigeno y ni-cotina con THC convertido en dióxido de carbono y,haciendo como si nada hubiese ocurrido diez se-gundos antes, se tomó el cortado descafeinadocon leche fría que Haritz, el camarero, acababa dedepositar sobre la mesa, al lado de las entradaspara ver a Goñi II. Veintiuno cincuenta y nueve,eran casi veintidós. Sólo teníamos sesenta minu-tos para subir a la que todavía era mi casa, la demis viejos, hurgar en el armario de mi hermanaIzaskun y volar al Atano III en taxi. Y así lo hicimos.A las veintidós y cincuenta y uno estábamos, yocon mi camisa negra y Mónica con un vestido mo-rado super guapo de alguna boda a la que Izaskunhabría sido invitada, en la puerta del Atano apeán-donos de uno de los taxis más caros del Estado.Así es Donostia.

Ganó Goñi y yo feliz, pues la peri no la habíaperdido, sino que, idiota de mí, la había metido enel paquete de tabaco. Yo no tomé. Las noches detimba no me gustaba andar puesto y, aparte deque a Unai no le molaba ni lo más mínimo que to-

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máramos drogas, menos aún para andar de movi-das, yo prefería no meterme nada para salir de no-che, me ponía paranoico. Mónica subió dos vecesal váter durante el partido. Ya no estaba rebotada.Salimos a por un taxi –estas cosas las pagaba ella–,y nos lo montamos en los sillones traseros duranteel trayecto, con los semáforos al rojo vivo y sin im-portarnos un rábano que el taxista lo viera todo; yen el Boulevard descendimos del mercedes blan-co entre risas y besos, jajas y muerdos, pequeñosrestos de satisfacción post sexo rápido, insignifi-cantes si los comparamos con los restos que se lle-vó el taxista en los cueros de los asientos. Eran lasdos y veintidós minutos exactamente en el reloj demi móvil y estaban las calles repletas de gente, tu-ristas en su mayoría: italianos, australianos, espa-ñoles, estadounidenses… La Aste Nagusia estabaen su cénit y Donostia, la de fuegos artificiales y he-lado, daba asco.

Mónica había quedado con dos amigas en el Er-niope y la acompañé hasta la puerta. La verdad esque me venía de paso. El Erniope, ubicado junto alcentro comercial de La Brecha, era un bar ya míticoen la parte vieja. Pies negros esparcidos en las es-caleras de piedra frente al bar eran lo único oscuroen la noche. El flautista con cresta rosa pedía dine-ro borracho perdido y tres pijos que se les notabaautóctonos, de Sanse, hacían risitas comentandolas hostias que si le pillara nosequién le iba a daren su cresta de gallo afónico. Nos dimos ciento cin-cuenta mil besos antes de mentirnos «asko asko

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matte zattut» otras tantas mil veces y abandoné ellugar no sin antes admirar una vez más la impresio-nante mirada azul de Mónica. Ni me imaginabaque sería la última vez por un tiempo, aunque, laverdad, ya no era una de mis prioridades.

Las tres y media llegaron pi-pa. Estaban todos.Los de Amara, Altza, los cabestros de Igeldo, las deIntxaurrondo y las de Egia, los surfistas de Gros, losde lo viejo, Antiguo, los del barrio… alguno queotro de Hernani también. Bastante peña. Sudade-ras con capucha, al hombro o atadas a la cintura es-peraban impacientes en el frontón al aire libre de laplaza de la Trinidad a quien ya estaba tardando. AUnai. Eneko, su hermano, me lanzó una extraña mi-rada entre asustado y en guardia. Me puse de losnervios o me asusté, no sé, y me temí lo peor. Unaidebía haber llegado ya de bajar las bolsas con losponchos y los cohetes. Nunca antes había llegadotarde, al contrario, quienes dejaban las bolsas nor-malmente eran los primeros. Quince minutos detardanza eran más que suficientes para que el ner-viosismo aflorara y así fue. Se mascaba la tragedia.«Ze ostia?», preguntaban algunas voces que proce-

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dían de caras ya tapadas o a medio esconder bajolas telas perforadas en tres lugares.

Unai no aparecía. Ni ninguno de los que esta-ban con él, que, a falta de Pelos y Gaizka, seríandos o tres de los chavales que no veía a mí alrede-dor. ¡Joder! Sin saber dónde estaban las puuuutasbolsas de basura llenas de cocos era de idiotas sa-lir ochenta encapuchados mirando en los contene-dores de basuras a ver en cuáles estaban. Aunquela posibilidad más real era la de que los hubieranligado; cualquier cosa era posible. Tres o cuatrochicos con camisetas de la movida depositandobolsas de basura a diestro y siniestro por las callesde la parte vieja donostiarra eran más que sospe-chosos. Igual que sospechoso había sido que nosplantáramos Unai y yo en aquella gasolinera, denoche, dos días antes, y pedir que nos llenaran tresbidones de veinticinco litros con gasolina, «sin plo-mo 95, por favor». Y es que, aquella noche, aquellanoche iba a ser la gorda, «entre cien y ciento veintenos vamos a juntar», había dicho Unai en la bajerade su padre con los guantes de látex en las manospara protegerse del ácido. Incluso sentí un retorci-jón en el estomago cuando recordé la escenita, enuna farmacia de Igara, unas horas antes de ir a la ga-solinera en la Renault Express que tenía Unai –cor-tinas moradas y pegatas varias– y que aparcamosdebajo de la cruz verde intermitente. «Cinco caji-tas de clorato potásico –se hacía Unai el afónico–,de las mentoladas, que las otras son malísimas». Elcareto de asco que puso la farmacéutica se pasea-

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ba ahora ante mis ojos a la vez que intentaba des-cubrir dónde la habíamos cagado.

Aquella noche iba a ser una de las que no se ol-vidan, doscientos ponchos y cinco docenas de co-hetes que saqué yo de mi polvorín secreto,reforzados a base de clavos. «¡Se van a cagar porlas patas p’abajo!», había dicho Unai. ¡El que falta-ba! Pude ver a Jon acercarse casi corriendo hacianosotros. Él sabía que habíamos quedado allí,pero con la hostia que llevaba a la tarde ni meimaginaba que fuera a aparecer. Venía por otro mo-tivo, seguro. Me fui a quitar el pasamontañas cuan-do me di cuenta de que era lo peor que podíahacer en aquella situación. Salí del grupo que for-maba casi un corro –de chiste, era de chiste– y Jonme reconoció al momento. Vino hacia mí dicien-do:«Zerbait gertatu da. ¡Hay hasta picolos por ahí!,¡y dicen que un detenido!».

Me quemé por dentro. Todos escucharon suspalabras y una estampida dejó desierta la plaza dela Trinidad, la Trini, la pobre, abandonada otra veza su suerte, dudando entre si es plaza o es frontón.Jon, Eneko –el hermano de Unai– y yo, pateamos latrasera y pillamos txoko en el Arraun, un bar quesiempre está ahí cuando tú te quieres ir a casa. Unpote en silencio clandestino dio pie a decidir elrumbo correcto para aquella noche tan especial.Efectivamente, a casa. Caminábamos pegados a labarandilla de la Concha por Alderdi Eder cuandosonó mi teléfono. Era Pelos. Que pasáramos por sucasa cuanto antes, y que al loro, que el barrio esta-

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ba bonito. Entonces no teníamos ni idea de lo queun teléfono móvil podía dar de sí, o mejor dicho,podía dar de ti, de uno mismo.

Pelos estaba duchado y en su cara apenas que-daba rastro de los dos días en Goizueta. Mala se-ñal, muy mala señal. Nos sentamos en los sillones,guarros de años poniéndoles playeras encima. Latelevisión estaba encendida en el canal de Antena3, pero en teletexto. El Pelos no decía ni mu. Ense-guida me di cuenta de que aquel silencio se debíaa algún receptor potencial de sus palabras, o seaque Jon, Eneko o yo íbamos a flipar en colorinesen cuanto Pelos dijera lo que ocultaba el teletexto.O los tres. A Unai le había pasado algo, fijo. Lo pre-sentía en la Trini y, media hora después, saborea-ba en casa de Pelos un agrio dulzor, típico regustode un fatal augurio. Jon se dispuso a adentrarse enel colorido mundo del teletexto en el momento enque Pelos lo dijo.

—Al Unai lo tienen detenido en el hospital. Lospicolos.

Eneko rompió a llorar de golpe, agachando lacabeza y escondiendo entre sus manos lagrimo-nes que sobrepasaban de dos en dos la barrera dededos. Jon, no sé, le salió así, digo yo, lanzó elmando contra la tele y pegó de lleno en la panta-lla. Al menos no se rompió, y menos mal, ya quePelos disparó contra Jon dos veces su mirada te-lescópica del treinta y cinco. Y eso que seguía latele intacta, que si no, le vacía el cargador a que-

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marropa; aunque parece ser que falló en el tiro,pues el muy carajas de Jon ni se inmutó.

Había sido en la calle Aldamar. Se les cayó unabolsa al suelo y los cócteles molotov que ibandentro explotaron a los pies de Unai. Haritz, el ca-marero de la herriko, y Mari, faltaban. Ellos eranquienes acompañaban a Unai en la tarea de dejarlas bolsas. Dos guardias civiles de paisano que seencontraron de morros con el tema sacaron suspistolas y dispararon, según el teletexto de Ante-na 3 televisión, al aire. Haritz y Mari salieron co-rriendo y Unai, al que le había ardido la ropa hastael pelo, quedó tendido en el suelo y unos guirisapagaron su cuerpo en llamas con la ayuda de va-rios vecinos. La Guardia Civil, en un coche Z, lo lle-vó al hospital mientras la policía autonómica, quedirigía por aquel entonces Atutxa, el mismísimoseñor Atutxa, acordonaba la zona en busca depruebas y, de paso, ya que estamos, un poco debronca. No parecía probable que, estando la partevieja como estaba a rebosar de gente, los beltzas sepatearan las calles de contenedor en contenedorintentando hacerse con el material que, con unpoco de suerte, las brigadas de limpieza llevaríantodo al vertedero. En los cocos que no prendensiempre quedan huellas, aunque no siempre co-rrespondan a quien preparó los cócteles en bote-llas provenientes en su mayoría, de bares.

Nuestro dilema era doble: por un lado teníamosa Eneko, 23 años y segundo y último de los herma-nos. En esa casa iban a faltar dos durante algún

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tiempo. No paraba de llorar. «Que puto patán, putoUnai», repetía casi ininteligiblemente una y otravez. Lo cierto era que no sabíamos el grado de susquemaduras, pero la benemérita no te lleva al hos-pital así como así. Y, por otro lado, éramos cuatro, aver a quién le comes el tarro para que te deje que-darte en su casa «unos días», a ti y a otros tres; y esque en casa de Pelos estábamos de más; sobrába-mos en nuestras propias vidas desde hacía un buenrato. No sabíamos si Unai estaría ya como para inte-rrogatorios, pero en cuanto se pusiera lo suficiente-mente bien como para poder pillar lo iba a pasarmuy mal. Y nosotros también, o tanmal, para sermás precisos, si no salíamos de aquel agujero llenode fotos de militantes de ETA muertos y pañuelosde fiestas. Pelos metió en una mochila camisetas amansalva y toda la hierba que quedaba. La excur-sión era para días y los otros tres ya andábamos tar-de para ir a nuestras casas. Sabía perfectamentequién no lo debería saber, quiénes éramos los ami-gos de Unai, dónde vivíamos y dónde nos movía-mos. Había que coger un taxi –esta vez pagado pornosotros– y salir zingando.

Como mínimo había que salir de la ciudad y, aser posible, de la provincia. Marronazo, pero antesde pasar tres días en comisaría, todo es bueno.

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Fuimos a Bizkaia, a fiestas de un pueblo cos-tero de cuyo nombre no conseguí acordarme ni encomisaría, aunque eso fue algún tiempo después.Nos salió un pelín caro el viaje, tres taxis, para queno fuera tan descarada la jugada y para no hacerleal taxista la putada de ponerle en bandeja el dela-tarnos. La idea de ir a aquel pueblo en fiestas latuvo Jon y en realidad era una buena opción pues-to que durante los dos primeros días nadie sabríaque nos buscaban, si es que les diera por empezara buscar ya, y al menos así tendríamos tiempo su-ficiente para, a una mala, buscarnos la vida mejor ymás lejos.

En una chozna de las tres que formaban un se-micirco junto a la plaza del pueblo, presidida ellapor el ayuntamiento –reloj iluminado, diez menos

Bizkaia maite

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cuarto de la noche– nos encontramos con Kini. Erael amigo de la universidad del que Jon nos habló,un chaval fuerte de engañosa gordura, cerca decien kilos de peso, y peinado inexistente. Toma-mos unos cachis con él y tres chicas con las que ha-blaba cuando llegamos nosotros; les dijimos queéramos de Lezo y que estábamos en Bilbo cuandoescuchamos en Euskadi gaztea un mensaje ani-mando a ir al pueblo a fiestas y bla, bla… Típicabola improvisada, suficiente para gente borracha.Jon y Kini simularon ir a meterse una raya y en unviaje a un callejón cercano Jon le explico la situa-ción a Kini, y tuvimos suerte. A la primera de cam-bio Kini dijo que nos íbamos y Jon, Pelos, Eneko yyo caminamos tras él durante cinco minutos entrecalles empinadas y casas enormes de más de cienkilos, típicas de la zona. Cuando ya la oscuridad dela noche empezaba a imponerse a la luz de las fa-rolas, cerca de una pista que no parecía ser muyimportante en la red nacional de carreteras –eramás bien un camino asfaltado– Kini se detuvoante una de las casas, sacó del bolsillo derecho desu pantalón un llavero con varias llaves y comenzóa abrir un portón enorme. Me pareció escuchar elruido de un motor acercarse no a demasiada velo-cidad, y, según se acercaba el sonido a nosotros,descendía en intensidad, como si redujese la ve-locidad. Kini abrió la puerta tras darle tres vueltasa cada uno de los tres cerrojos y entró en la casa;tras él comenzaron a entrar los otros tres, quedan-do yo el último de la cola. Miré en dirección al so-nido y vi que un vehículo sin luces asomaba muy

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lentamente el morro tras la última casa que estabaantes del camino, y tras el morro, el grueso de unNissan Patrol que me obligó a frotarme los ojospues éstos no daban crédito a lo que veían. Era unPatrol de la Guardia Civil. Se detuvo. Yo entré encasa y cerré la puerta en un movimiento impulso.

—¡Están los picolos fuera! –dije chillando envoz baja.

—No jodas, Arrats, que no estamos pa’ bromas.

—Que sí, tío; que están ahí Jon, en ese puto ca-mino que hay ahí delante.

—¿En serio? –Kini parecía dar más credibili-dad a mis palabras que mis propios amigos. Sonlas ventajas que se tienen con la gente que no teconoce.

—¡Pues claro que sí! Vosotros, idiotas, os digoen serio que están fuera –sus rostros comenzabana transmitir más credulidad ahora.

—Subid al piso de arriba, por ahí –dijo Kini–, yya miro yo a ver.

Subimos por unas escaleras y dimos con unaentrada sin puerta que, al encender la luz, mostróun gran salón. Pensé por un instante que fue unerror encender la luz, en cambio, nada más hacer-lo, escuchamos cómo algo aceleraba bruscamentey emprendía la marcha al tiempo que, a través deuna de las ventanas, veíamos dos luces blancasprimero girar en la noche y tras ellas dos rojas que

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se alejaban en línea recta hasta fundirse con lo ne-gro de la oscuridad.

—¿Estaban o no estaban, gi-li-po-llas?

—Hostia, tú, ¿qué onda? –la cara de Pelos, pá-lida, daba pena.

—Lasai –le dije– han visto que vivimos aquí yse han ido. Yastá.

—¿Seguro? –Eneko tampoco parecía muy tran-quilo.

—Lasai, lasai. Ha sido puuuuta casualidad quehayan aparecido, tíos. Joder, no os emparanoiéisahora, porque así la cagamos fijo. Se han ido, ¿no?Pues hala, a sobarla.

Kini dijo que volvería al día siguiente con comi-da y periódicos y se fue. Nosotros, aunque noscostó, dormimos algo.

Desayunamos negro sobre blanco: café con le-che, El correo español, Deia, Egin… Unai acaparabaportadas; titulares de Madrid en los que lo despe-llejaban vivo y, en las fotos, en la mayoría de las

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