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Campesino y Proletario - :: Luis Emilio Recabarren · en absoluto el alza del ... antifascista y para luchar por el derecho de los chilenos a vivir en su Patria. Antes de darle la

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CAMPESINO Y PROLETARIO

Víctor Contreras Tapia Editorial de la Agencia de Prensa Nóvosti Moscú, 1981

Hasta el pendón que Pedro de Valdivia sostenía en su diestra, en el enorme cuadro de Fray Pedro Subercaseaux que presidía la sala de sesiones del Senado, tembló o pareció temblar. Uno de los ujieres que en ese momento entraba llevando un vaso de té a algún honorable trastabilló, y el vaso tembló sobre la bandejita plateada. Se produjo en la sala un silencio absoluto. Algunos senadores inclinaron el rostro y otros se quedaron tan estupefactos como los periodistas que presenciaban la sesión desde la tribuna de prensa. Y es que, por primera vez en la historia del Senado chileno, se había suspendido una votación cuando ya algunos senadores habían votado. ¿Qué había pasado? Que el senador comunista Víctor Contreras, caracterizado por su serenidad, su hablar calmado, su afable manera de escuchar y atender a todos, acababa de hacer lo que se llama un "escándalo" en plena sesión, interrumpiendo esa votación. Se puso de pie, gritando con voz tronante: — ¡Esto es una vergüenza! ¡Ustedes pretenden cometer el crimen de los crímenes contra chilenos que han entregado toda una vida de trabajo al país! 3 ¡Me niego a votar esta barbaridad, esta votación tiene que suspenderse, a no ser que mis colegas del Senado no sepan lo que es la vergüenza! Y, luego de unos instantes de estupefacción, el demócratacristiano Tomás Reyes, que presidía la sesión en su calidad de titular, no tuvo otra salida que suspender la votación y la sesión misma. ¿De qué se trataba? ¿Qué era lo que había provocado la indignación incontenible de ese hombre tranquilo, representante de los trabajadores en el Senado, miembro del Partido Comunista de Chile? En verdad, y tal como él mismo lo explicó posteriormente a los periodistas que corrieron hasta su oficina, "no hago sino cumplir el mandato que me entregaron los que me eligieron senador de la República: defender sus intereses". Existía entonces un beneficio conquistado por los asegurados antiguos del Servicio de Seguro Social, que consistía en que sus pensiones —bastante esmirriadas— debían aumentarse de acuerdo con el promedio del alza que experimentaran los subsidios por enfermedad. Y había otra disposición, para los asegurados más recientes, que aumentaba esas pensiones de acuerdo al índice de precios al consumidor. Como bien se sabe, tal índice no representa en absoluto el alza del costo de la vida, ya que todos los gobiernos burgueses se encargan de manipularlo de manera que los aumentos sean, en el papel, lo más bajo posible. Entonces, algunos senadores reaccionarios, por la vía de la indicación, habían introducido una "inocente" disposición que eliminaba el primer beneficio descrito, dejando sólo el segundo. Y eso significaba rebajar aún más las pensiones de los antiguos asegurados, de los más ancianos, de los más impedidos para hacer frente a la vida. Esa disposición

4 era la que se votaba, y esa votación fue la que se suspendió gracias a Víctor Contreras Tapia. Pero, ¿quién es este hombre? ¿De dónde surgió la fuerza con que intervino para desbaratar la reaccionaria maniobra antiobrera? ¿De dónde esa tremenda autoridad con que logró lo que jamás antes se había visto en el Senado? Este libro responde esas preguntas. Cuenta lo que ha sido y es la vida de Víctor Contreras Tapia. El mismo, en las largas horas del exilio, ha escrito muchas páginas. Otras surgieron de entrevistas efectuadas en las horas que tiene libres, ya que su actividad es permanente para impulsar la solidaridad antifascista y para luchar por el derecho de los chilenos a vivir en su Patria. Antes de darle la palabra, sólo agregaremos que Víctor Contreras Tapia, tal como lo escribió Pablo Neruda en su poema "A mi Partido", es un hombre "indestructible, porque no termina en sí mismo". Ligeia BALLADARES 5 Varias personas, algunas de ellas compañeros de Partido, me han preguntado por qué no escribo algo sobre mi prolongada vida como ciudadano chileno, como militante, como hombre público. Siempre me resistí a ello por varias razones, pero principalmente porque soy escasamente un autodidacta y, como decían en mi tierra, "para escribir hay un pero: saber su mano derecha". O sea, saber leer y escribir. Y en el campo chileno, cuando los viejos ven que un chiquillo está creciendo, dicen: "este cabro tiene que empezar a trabajar, para que pague la crianza". Entonces, difícilmente se puede aprender a leer y escribir correctamente. No fue ése mi caso, si bien puede decirse que fue más triste ya que no conocí a mi padre sino por fotografías. Sin embargo, me he decidido a sentarme a mi máquina de escribir y dejar estas páginas, no tanto para mis hijos que bien conocen mi vida, sino para los nietos, a quienes adoro y que tanto consuelo me dan para las penas que nos depara el exilio. Tal vez sirvan también a los jóvenes, para que conozcan lo que es la vida de un chileno común, de un Contreras que en Chile son tantos. 6 Nací en una polvorienta calle de San Esteban, departamento de Los Andes, provincia de Aconcagua. Recuerdo bien la "casa". Era una choza de altas murallas de adobe, sin cielo raso, sin piso de madera, con techo de paja, sin ventanas y una sola puerta. Posteriormente, mi madre salió de allí a vivir en un caserío cercano, llamado calle del Medio. Mi padre había muerto poco antes de nacer yo, que fui el penúltimo de seis hermanos, dos de ellos analfabetos. . . Al recordar todo esto, recién ahora, me doy cuenta de lo triste que es la vida de un niño campesino. Yo, personalmente, no recuerdo haber pasado hambre, pero anduve siempre mal vestido, lleno de remiendos, con los pies encallecidos y partidos por la falta de calzado. Un pantalón que no era ni corto ni largo, sujeto con un sólo tirante cruzándome el pecho.. . Tal vez por eso me resulte simpática esa canción que dice: "pantalón cortito, con un solo tirador. .." Cuando me mandaron a la escuela —una escuela mixta atendida por las señoritas Mercedes y Hortensia Avila—, me hicieron un par de "zapatos con rienda", que así

llamaban jocosamente a las ojotas los campesinos de esa zona. Ya entonces, mis hermanos mayores eran trabajadores agrícolas. Vendían sus fuerzas a pequeños campesinos. Mi madre se llamaba Clodomira Tapia, y mis seis hermanos, son David, Agustín, Guillermo, José Manuel, Juan, luego vengo yo y después mi hermana, que fue posteriormente asesinada en Valparaíso. Pero ella era hermana de madre solamente. Su padre se llamaba Lorenzo Cepeda. 7 Mi asistencia a la escuela fue breve e irregular, porque tenía que ir a dejarles la comida a mis hermanos, a pleno campo. Había que recorrer distancias largas, atravesando potreros. . . Poco después murió mi madre... COMO SE MUEREN LOS POBRES En esos años no había ningún servicio asistencial, y como éramos gente pobre, nuestros medios no alcanzaban para ir a Los Andes o San Felipe, donde había médicos y hospital. Cerca de Los Andes había un hombre de apellido Segura, y la gente lo llamaba "el meico Segura" que curaba "por las aguas", es decir por la orina. Entonces, donde él llegaba la gente con una botella. Yo no sé si él sabía o no algo de medicina, pero daba los medicamentos de acuerdo con la opinión que él se formara al observar "las aguas". Lo cierto es que no daba propiamente remedios sino que curaba con yerbas solamente. La cosa es que tampoco sé de qué se murió mi madre. Pudo ser una pulmonía. .., pero se murió como se mueren los pobres. . . Murió no más. Ella trabajó duramente para nosotros. Pero, apenas mis hermanos mayores pudieron hacerlo, debieron comenzar a trabajar para ayudar a la mantención de los menores. No tenían que "pagar la crianza", pero como el padre había muerto, debieron ayudar así a mi madre. De ahí que dos se quedaran analfabetos. Uno de ellos, Guillermo, aprendió después a leer, en el Partido. Pero, como tantos niños campesinos chilenos, bien puede decirse que nacieron incorporados al arado, a la pala, al azadón, en fin, explotados desde que llegaron al mundo. 8 EL ROSARIO DE LA TÍA VICTORIA Después de la muerte de mi madre, a mí me recogió una tía que no puede decirse que era rica, pero tenía algunas propiedades, una carnicería entre ellas. Cuando llegué a su hogar, dejé de ir a la escuela y pasé a ser un trabajador más en la casa. Mis obligaciones comenzaban muy de mañana: ir a los potreros a buscar las vacas para ordeñarlas y luego devolverlas a pastar; repartir carne a los señores de los fundos cercanos. Recuerdo que entre los clientes había un señor Domingo Gómez y otro de apellido Maldini. Supe lo que es andar todo el día roturando la tierra tras un arado de madera. . . Pero mis trabajos no terminaban con el día. Por la noche nunca faltaban cosas por hacer: en verano, pelar duraznos para hacer huesillos, en otoño, descascarar nueces. . ., pero todo esto lo hacía junto a los demás trabajadores, en la pieza destinada a ellos. Había un solo momento en que mi tía Victoria me consideraba pariente. Era el momento en que se rezaba el rosario, cada noche. Jamás, por ejemplo, comí en el largo comedor familiar, con una mesa construida por un mueblista traído especialmente desde

Valparaíso. Mi lugar estaba en la cocina, con las dos empleadas domésticas y los demás obreros. Creo que allí comencé a darme cuenta de las diferencias entre pobres y ricos. Yo era para ellos un asalariado más. Por quince pesos mensuales yo trabajaba todo el día y parte de la noche para poder vestirme. Claro, me daban una cama y la comida. .. y me invitaban a rezar el rosario. Y después del rosario cada noche había que sentarse un rato en la cama y rezar un Padrenuestro, un Credo, un Avemaria. Puedo decir que 9 si hay cielo y con oraciones se llega a él, yo ya me gané la entrada. Claro que cuando yo rezaba no tenía ninguna idea clara ni de Dios ni de la religión. Es que a uno lo saturan desde niño y eso es todo. Reunirse todas las noches y repetir las oraciones no era para mí otra cosa que una obligación más. Una vez, cuando se realizaban unas misiones en la Hacienda Lo Calvo, me hicieron también confesarme. No sé qué pecados pude haber tenido. Lo hice, no porque lo sintiera sino porque había que hacerlo. Tanto hablaban de cielo e infierno, y que había que salvar el alma y portarse bien en la vida, porque si no, uno se iba al purgatorio o al infierno, ya que era muy difícil llegar a la gloria. Entonces la gente, y especialmente los niños, se atemo-rizan con todo eso. UN "ENGANCHADOR" Después de la muerte de mi madre, toda la familia se disgregó. Mi hermana menor fue internada en un colegio de monjas para niñas pobres. Mis hermanos dejaron la agricultura, en la que trabajaban como medieros. Ellos ya habían conversado con mucha gente de la provincia que volvían de las salitreras porque habían quedado sin trabajo a raíz de la paralización de muchas industrias debido a la primera guerra mundial. Pero el recuerdo que tengo de esa gente que llegaba de las salitreras es que eran distintas de las personas a las que yo conocía. Recuerdo a mi padrino, David Contreras, de quien nunca supe si tenía algún parentesco con mi padre, y a los hermanos Jesús y Félix Segovia, el primero militante de la FOCH y comunista. Eran personas que habían desterrado las ojotas, que volvían mucho 10 mejor vestidos que nosotros. Hablaban de la vida en las salitreras, de las fondas, de las cantinas —así llamaban a las pensiones particulares—, de los salarios que ganaban allá. Estas conversaciones despertaron interés en mis hermanos David y Agustín, que eran los mayores, y tan pronto como fueron normalizándose las cosas en las salitreras, empezaron a conversar entre sí de cómo irse al Norte.. . Ni pensar que un campesino pudiera juntar dinero cuando ganaban un peso ochenta al día. . . Pero un día alguien les contó que en San Felipe, en el Hotel Europa, había un enganchador que contrataba gente para el Cantón Bolivia, concretamente para la Oficina Lina. Allí, muy poca gente se iba voluntariamente, porque queda a doscientos kilómetros de Antofagasta. Entonces, las empresas comisionaban a un individuo determinado para que viajara al Sur a contratar gente. Este fue el caso de ese enganchador del Hotel Europa en San Felipe. El hombre se comprometió a llevarlos al Norte. Les pagaban el pasaje pero iban en muy malas condiciones. Los llevaban a Valparaíso para embarcarlos en la cubierta del barco —ése era el pasaje de tercera— que iba llena de cajas de frutas, de sacos de cereales y ahí uno tenía que tender su cama. . . Posteriormente yo me fui en las mismas condiciones. Además, cuando uno iba "enganchado", tenía que ir a trabajar en el lugar

para el cual lo habían contratado, y generalmente los "enganchadores" eran para llevar a la gente a los lugares donde las condiciones de trabajo eran más penosas. Total, los enganchadores estaban al servicio de las empresas y no de los trabajadores. Bueno, mis hermanos fueron a hablar con el hombre del Hotel Europa y volvieron de San Felipe 11 con la cara sonriente: —Nos vamos la próxima semana... Pocas cosas que preparar tenían: remendar la ropa, embalar las camas y eso era todo. Al despedirse se comprometieron que mandarían dinero para que se fueran los demás hermanos. — A ti también te llevaremos —me dijeron— para que dejes a esa vieja explotadora de la tía. Y en verdad, cumplieron. A los pocos meses pudieron irse Guillermo, José Manuel y Juan, pero yo aún no pude partir. Empezó a pasar el tiempo, que se me hacía larguísimo. Claro que había podido comprarme ropa algo mejor, y tenía zapatos para usar los días domingo, pero vivía pensando cómo salir de este hoyo tan triste, donde la gente joven no tiene ninguna alternativa. Pero no podía estarme sin hacer nada, es decir nada más que trabajar y trabajar. Organizamos un club de fútbol lo llamamos "Deportivo calle del Medio", donde vivía mi tía. Para juntarnos con los chuteadores, las camisetas, la pelota, los jóvenes nos arreglamos de alguna manera. Y para la cancha, se arrendó un terrenito, donde "le dábamos a la redonda" como decían los muchachos. Era la única entretención que tenía-mos. .. Y yo esperaba, esperaba noticias de mis hermanos desde el Norte. Ya había visto a los que llegaban del Norte, mejor trajeados, al menos que nosotros..., porque yo, claro, me vestía, pero... ¿qué clase de vestuario? En ese tiempo había un género que se llamaba casineta, el más barato y, lógicamente, el más malo. A lo más que podía aspirar era a un pantalón de borlón, lo que hoy llaman "cotelé", que ya era mejorcito. Pero mi ambición era salir de allí, ganar un poco más. Recuerdo que la única vez que tuve en mis manos 12 un billete de diez pesos fue cuando me los regaló mi padrino. . . Y por eso pasaba esperando la carta prometida por mis hermanos. Por fin llegó: "Hoy despachamos un giro por ciento cincuenta pesos para que te compres un pasaje. No hagas tal de venirte enganchado. Es muy sacrificado.. ." Y luego me contaban su propio viaje. A LAS SALITRERAS Los "enganchadores" embarcan tal cantidad de gente que mis hermanos David y Agustín tuvieron que dormir sentados en el barco, en medio de sacos, gritos, lloviera o hubiera sol en la cubierta. Pero no me desanimé. Por el contrario, a los dos días después de recibir la carta fui a San Felipe, para retirar del correo el giro que me abría las puertas de una vida nueva. Pero ya de vuelta se me vino encima el problema de cómo decirle a mi tía que me iba, que me retiraba de su casa. Y dándole vueltas a esto se me pasaron varios días. Hasta que una noche, después del rosario —tal vez porque pensé que en ese momento mi tía tenía su corazón más cerca de Dios— le conté la firme.

— Mis hermanos me han escrito. Me mandan dinero que ya tengo en mi poder, para irme al Norte. Quiero viajar la próxima semana. . . — ¿Cómo se te ocurre tal disparate? Mi tía no se imaginaba mis propósitos antes de que yo hablara y recurrió a todos sus argumentos. — ¿No te das cuenta de que vas a ir a sufrir? Dicen que en ese desierto todo es tristeza. . ., además —agregó—, aquí no te falta nada. .. Pero ni siquiera cuando le asomaron algunos lagrimones me convenció. 13 — Me siento solo, tía. Quiero estar con mis hermanos. Quiero conocer, vestir un poco mejor, cambiar de vida, salir de aquí. Cuando se convenció de que mi decisión era firme, convinimos en que partiría dentro de una semana a Valparaíso, para embarcarme desde allí. Pero para mis adentros me roía un cierto temor a lo desconocido. Yo jamás había andado en tren. Cuando había ido a San Felipe, me pegaba una caminata de ocho kilómetros hasta Santa María. ¿Cómo manejarme ahora, que tenía que llegar hasta Valparaíso? Mi prima Rodelinda me ayudó. Era la más instruida de la familia y había viajado a Valparaíso. Bondadosamente, con mucha paciencia, me dio todas las instrucciones. — Tienes que tomar el tren en San Felipe. Pero no te olvides que en Llay-Llay tienes que cambiar de tren porque allí pasan dos: uno para Santiago y otro para Valparaíso. No vayas a equivocarte. Pregunta bien antes.. . Cuando llegó el momento de mi partida, otra vez hubo algunas lágrimas. Mi tía me había buscado una carretela y me había hecho "retobar" una cama de lana. Me dijo que rezaría para que me fuera bien y que cuando quisiera volviera a su casa. Le di las gracias y partí para llegar temprano. Lo primero que hice fue embarcar la cama y luego me fui a dar una vuelta por los alrededores de la estación. Y se me vino encima un mundo que era todo novedad para mí. Era verano y había una gran aglomeración de gente para los carros de tercera clase. Comerciantes con canastos llenos de frutas, huevos, gallinas, chuicos con chicha nueva. Y aunque miraba embobado todo lo que me rodeaba, cuando el tren llegó a Llay-Llay pude hacer el 14 transbordo sin problemas. Todo lo que llevaba a la mano era una "maleta chilena" —de ésas que usaba el camarada Juan Chacón Corona—, o sea, una bolsa harinera. Y aún resuenan en mis oídos los pregones de los comerciantes ambulantes, llenos de picardía, de gracia popular.. . — ¡¡¡A los ricos sánguches de palta, caserita!!! — ¿Quién quiere dulces de La Ligua? — Señorita, patas cocidas... — ¿A quién le paso la lengua? — Casero, cabeza de chancho... — Caballero, huevos duros... En medio del rumoroso trajín de vendedores y compradores partió el tren, y yo embebido en mis pensamientos ni me di cuenta cuando ya estábamos en Viña del Mar, y ante mis ojos esa enorme extensión verde que es el mar. Yo sólo había visto el río Aconcagua, y no me bastaban los ojos ni la admiración para abarcar esa inmensidad que veía por primera vez. Luego al llegar a la estación Barón me esperaban mi prima Rosa y sus hijos Raquel y Armando, que habían estado en nuestra rancha en el campo y me recibieron con grandes

abrazos. Pero no terminaban las sorpresas. Ahora eran los buses y los tranvías. Me pareció tan extraño tener que encaramarse a uno de ellos para recorrer una distancia tan corta, yo que estaba acostumbrado a caminar kilómetros por los potreros. Subimos por el ascensor de Cerro Polanco para llegar a la casa, ubicada a la salida, arriba. No me cansaba de mirar la enorme cantidad de modestas viviendas, pegadas unas a otras en el Cerro Molino. Pero había que conocer al dueño de casa, don Belisario Molina, maquinista de tranvía, que años después había de ser mi colega de trabajo. 15 Era un hombre apasionado por las carreras de caballos, y le gustaba el tinto, "pero sólo en mi casa", como él decía. Mientras conversábamos de mis proyectos de seguir al Norte, escuchaba otros pregones porteños: —¡Tortillas bueeeeenas! ¡¡¡¡El mote mei, pelao el medio!!!! Al día siguiente, Armando me llevó a las agencias de vapores, y de regreso me mostró parte del sector comercial. Las grandes palmeras de la Plaza Victoria, los nombres de la infinidad de cerros que tiene Valparaíso, todo era novedad. Jamás habría imaginado antes esa enorme cantidad de casas, algunas levantadas sobre las mismas quebradas de los cerros, sobre pies derechos, que me daban la impresión de palomares. Al segundo día y luego de consultar el diario, me decidí a viajar en el vapor "América", un barquito esmirriado y viejo. En la agencia me preguntaron en qué clase quería viajar y yo no tenía idea de que había tres clases. Por cierto compré el pasaje para la más barata, o sea, en la cubierta del barco. Como el "América" partía a los tres días de comprado mi pasaje, aproveché para conocer el puerto. Por esos años se construían las obras portuarias. Había numerosos vapores amarrados a las boyas y centenares de embarcaciones menores, pertenecientes a los fleteros. No me cansaba de mirar todo y ni me di cuenta cuando mis parientes estaban ya despidiéndome en la cubierta del "América", en medio de una gran cantidad de pasajeros. Los lugares principales estaban ocupados por los "pacotilleros" —vendedores ambulantes—, había numerosos cajones fruteros, sacos con verduras. Pero pudimos encontrar un pequeño espacio donde extendí mis colchones, sin otro techo que el cielo ya fuera azul, ya nublado, ya con estrellas o con lluvia o con sol. 16 El barco partió por la tarde y antes del mediodía siguiente estábamos en Coquimbo, donde subió una multitud de pequeños comerciantes que eran abastecidos por sus colegas de a bordo. Yo me había hecho amigo de un muchacho que viajaba a la misma oficina que yo, y que era peluquero. En medias, contratamos un bote para bajar a conocer la ciudad. Pero había poco que ver y regresamos pronto. En el barco, los "navegados" pronosticaban mil catástrofes: — Esta noche pasaremos lo más peligroso… — En las alturas de Coquimbo, el mar es muy bravo… — ¿Ahí no fue donde se hundió el "Itata"? A mí no dejaba de darme susto pensar en un naufragio, pero el "América" prosiguió su rumbo sin novedad, recalando en Caldera, Huasco, Chañaral y, finalmente, Taltal. Todos, con excepción de Chañaral, eran verdaderos puertos, pero los desgobiernos los dejaron morir, pese a la importancia que tienen los puertos en un país como el nuestro, que es tan largo y pura costa. EN TIERRA NORTINA

Desembarcamos en el muelle Prat, de Antofagasta, en calle Bolívar, donde trabajan los pescadores. Buscamos una pensión cerca de la estación del ferrocarril, ya que al día siguiente debía seguir viaje. Y, lógicamente, aproveché la espera para conocer la que los antofagastinos llaman "la perla del Norte". Yo miraba los cerros y comparaba todo con la vegetación de mi Aconcagua, con su cordillera nevada. Ahora, comenzaba a conocer el desierto nortino. Y en la ciudad misma todo era diferente. 17 Vi carretas tiradas por mulas o burros, y uno que otro arbolito en las plazas. . . A las ocho de la mañana del día siguiente estábamos sentados en un carro con asientos de esos que hacen salir callos en las asentaderas. Debíamos estar allí ocho horas, hasta completar los 180 kilómetros que separan Sierra Gorda —nuestro punto de destino— de Antofagasta. Y nos rodeaba una multitud de pasajeros, comerciantes procedentes del Norte Chico, con sus quesos y charqui de cabra, gallinas y pollos; comerciantes bolivianos que viajaban a su país después de proveerse de mercadería en Antofagasta, agentes viajeros que atendían toda clase de encargos de los trabajadores. Algunos de ellos vendían "El Comunista", estrictamente prohibido en los centros laborales, pero que llegaba porque los obreros se valían de mil argucias para conseguirlo. Las estaciones en el desierto son muy concurridas, pues es el paseo obligado de la gente: ir a ver llegar el tren, despedirlo luego. Pero el viaje es duro no sólo por la aglomeración y el calor de la pampa, sino por un polvillo fino que se cuela por puertas y ventanas. Por fin, a las cuatro de la tarde, llegamos a Sierra Gorda, donde cambiamos el tren por un carrito tirado por dos mulas ya que la oficina distaba unos ocho kilómetros de la estación. La llegada de cualquier pasajero es esperada no sólo por los familiares, sino por mucha gente que concurre a la novedad de los recién llegados. Allí estaban mis cinco hermanos esperándome. Y casi encima de los abrazos, las preguntas: — ¿Cómo fue el viaje? — ¿Cómo quedaron los demás? — ¿Y la tía? 18 Sin darme lugar a contestar todo, me presentaron sus amigos, sus compañeros de trabajo en la Oficina Lina. Yo ya había visto desde lejos las altas chimeneas de la industria y me preguntaba cómo y dónde me tocaría vivir y trabajar. Juan me explicó que había hablado con los jefes de la mina y que lo habían autorizado para que yo viviera con él. — Es que aquí —me dijo— los que tenemos camas, vivimos en el campamento nuevo, que es de adobes, y los otros en el de calaminas. .. — ¿Y dónde duermen? — En las "patas de oso". — ¿Y qué son las "patas de oso"? — Bueno, las llaman así porque llenan cuatro latas parafineras con ripio y le ponen una plancha de zinc encima. Después recogen en la cancha varios sacos salitreros vacíos, unos como cama y otros para taparse. . . Esa noche dormí en mi nueva "vivienda". Piso de tierra otra vez y nada de cielo raso. Por cierto, la que me daba mi tía era mucho mejor. Al día siguiente buscamos una pensión para mí. En verdad se llamaban "cantinas" y encontramos una buena, donde cobraban tres pesos diarios. Este dinero era retirado por

una libretera que lo entregaba día por medio a la dueña de la cantina. Pero, aparte de las cantinas existían las fondas donde se comía más barato. Eran como un restorán de mala muerte, muy antihigiénico. Pero en la cantina donde me aceptaron como pensionista, me advirtieron que ellos daban comida sólo a las personas que tenían la libreta de la Federación Obrera de Chile. Mi hermano explicó que estaba recién llegado y que luego sería federado, que el secretario ya estaba en antecedentes pero que había que esperar una reunión para presentarme. Sin 19 embargo, esto último no era fácil porque las reuniones eran ilegales. Luego, había que saber dónde había vacantes para empezar a trabajar y nos fuimos a hablar con el jefe de elaboración. El hombre me recibió bien y me preguntó de dónde venía. — De Aconcagua, señor. — Mire qué suerte, yo también soy de allá, de San Felipe. Somos coterráneos, así que usted se quedará trabajando conmigo en la línea de los ripios. A todo esto, yo quería saber cuánto iba a ganar. Y casi me caí de espaldas cuando me dijo que mi salario sería de diecisiete pesos cincuenta al día... Pero si mi tía me pagaba quince pesos al mes —pensé— y aquí voy a ganar tanto más. Comencé a trabajar de "carruncho" —así se nos llamaba porque andábamos con un carrito para transportar las herramientas— y a conocer el trabajo de los ripios. Un monstruo de hierro, las cañerías con el agua caliente para deshacer los costrones, y los molinos, llamados chanchos, triturando el caliche que luego pasaba a los "cachuchos". Detrás de dos altas chimeneas se encontraba el jefe de cuadrilla que tenía a su cargo las reparaciones de la línea por donde pasaban los carritos con los ripios o residuos de caliche. Para mí fue difícil al comienzo. Hacía apenas diez días que había dejado el arado, la ordeña de las vacas. . . y empecé a darme cuenta que si bien se ganaba más dinero, los patrones no toman nunca en cuenta la durísima jornada de trabajo, los sacrificios de todo orden, las terribles condiciones de vida. Yo trabajé de carrilano dos meses, pero mi hermano David, que era "pampino" o sea "particular", comenzó a insistir en que fuera a trabajar en una calichera, 20 donde ganaría más, por ser trabajo a trato. En verdad, ese "trabajo a trato" es la peor forma de explotación, ahora me doy cuenta. Pero entonces, accedí y comencé trabajando solo. Aprendí a manejar explosivos como la dinamita, los fulminantes, cargar tiros con pólvora, barrenar tiros pequeños para despedazar los bolones de caliche, trabajar con un "macho", o sea un combo de 25 libras, cosas que yo no había visto ni en películas. Es cierto que mi hermano me consiguió una calichera al lado de él, pero el cambio me fue difícil por mi inexperiencia. Además, vivía temeroso por los frecuentes accidentes que se producían, pero al fin, con perseverancia, se puede llegar lejos, pensaba. Con mi primer salario me había comprado un traje que me costó trescientos pesos. Yo había sacado más de cuatrocientos, con el tiempo extraordinario. Era un traje de medida, mi primer traje de medida. En casi todas las oficinas había sastrerías y la mayoría de estos artesanos eran bolivianos, pero la gente favorecía más al compañero Alberto Carrasco, más conocido como "el cojo Carrasco" que tenía sastrería en Pampa Unión. Era un hombre de mediana estatura y tenía una pierna de madera. Era nada menos que tesorero del Consejo de la FOCH. No sólo fue mi primer sastre. Fue mucho más que eso. Más tarde, había de ser uno de mis más preciados compañeros con el cual compartimos hambres y penurias, cuando, a pesar de estar él cesante, en lista negra por

ser comunista, me llevaba a su casa a repartir entre todos los pocos porotos que allí se podían cocinar. LA FOCH Mi hermano Juan se había comprometido con la dueña de la cantina de que pronto le llevaría 21 mi libreta de federado. Cuando ella me preguntó al respecto, luego de un tiempo, le respondí que sería muy pronto. Y un domingo por la tarde otro de mis hermanos me dijo: —Hoy tienes que asistir a una reunión. Tú sales con un diario debajo del brazo, como que vas a hacer tus necesidades. (No había servicios higiénicos y había que hacerlo a plena pampa.) Más claro: se cagaba al aire libre, así que a nadie le llamaba la atención cuando una persona se alejaba rumbo a la pampa con el diarito bajo el brazo. Me habían advertido que tomara el caminito hacia un lugar denominado "Limón Verde" y así lo hice. No había andado muchos pasos cuando me salió al encuentro un hombre: — ¿Pa dónde va, compañero? — Me invitaron los hermanos Contreras, contesté, y lo hice tranquilo, porque esa fue la primera vez que alguien me trató de compañero. — Bien, siga andando unos cien pasos y luego baje a una calichera bien honda que hay ahí. . . Lo hice y me encontré con un grupo de unas cuarenta personas, todas sentadas sobre costras de caliche, a las que se sumaron otras que llegaron después. Un compañero de apellido Velázquez, del gremio de cargadores de sacos de salitre, abrió la reunión y presentó a un ciudadano argentino, quien de inmediato dictó una conferencia. .. Para no mentir, no entendí nada porque hablaba un lenguaje demasiado elevado para mí. Se fue tan pronto terminó su charla, y luego que, entre todos, hicieron una erogación voluntaria que se le entregó. Dos compañeros salieron con él y se perdieron en la pampa. Después supe que lo habían acompañado hasta la estación de Sierra Gorda, pero nunca supe su nombre. 22 Luego, se anunció que muy pronto Recabarren visitaría la pampa salitrera, pero sin fijar fecha. Y después, el mismo compañero Velázquez preguntó que quién no estaba organizado aún. Mi hermano José Manuel me indicó con el dedo. Me preguntaron el nombre, el lugar de trabajo y me dijeron que debía cinco pesos, valor de la cotización. Cuando los pagué, me dieron una libreta de la Federación Obrera de Chile y otra del Partido Comunista, con la sola recomendación de que tenía que leer sus estatutos. Nadie me dio ninguna explicación ni yo pregunté nada. Guardé mis documentos y así fue como llegué a incorporarme al Partido. Esto era en el año 1923. LAS LISTAS NEGRAS Nuestra permanencia en Oficina Lina duró poco. Un día cualquiera vino el jefe de pampa a examinar el caliche y dijo que el que había extraído David era de baja calidad, que contenía mucha sal. En forma altanera le dijo: "Si no mejoras el material, te voy a cancelar o despedir".

— Si te gusta mi caliche, bueno, —respondió David— y si no te gusta, te podís meter tu calichera por el culo. .. Y de inmediato dejó botadas las herramientas y me dijo: —Nos mandamos cambiar a otra parte. Cuando los dirigentes del Consejo supieron la cosa, querían plantear un conflicto por el despido. Pero mi hermano quería dejar la oficina. A los tres días partimos, luego que arreglamos de nuevo nuestros monitos. Ahora ya no tenía mi "maleta chilena". Me había comprado un baúl forrado en cuero. David pidió el pase correspondiente al Con-sejo de la FOCH y así fue que nos fuimos a la Oficina Aconcagua, la más próxima a la Lina. 23 Sin embargo, aunque de inmediato nos dieron trabajo allí, apenas duramos dos meses, porque llegó la lista negra de los despidos, y nuestros nombres estaban en ella. Yo no lograba entender todavía por qué tantos despidos con tanta frecuencia. Pero la fatídica lista se aplicaba a cualquier obrero que levantase la cabeza para responder a un jefe. Había exceso de mano de obra, se avecinaba otra crisis en las salitreras. Mi otro hermano, Agustín, que también trabajaba allí, se retiró voluntariamente y bajamos al puerto de Antofagasta a buscar pega. Recorrimos todos los centros industriales para quedarnos; estábamos dispuestos a sacar basura, a hacer cualquier trabajo, pero todos nuestros trajines fueron en vano. Después de una semana y cuando ya nos quedaban pocos pesos, decidimos irnos al Sur. Pero antes visitamos el Consejo de la FOCH de Antofagasta, conocimos el Teatro Obrero y allí vi por primera vez a Salvador Ocampo, que era Secretario Provincial de la FOCH. Mis hermanos mayores habían decidido volver al campo, a calle del Medio, el caserío donde pasé mi infancia tan triste y miserable, pero yo les dije, antes de embarcarnos en el vapor "Flora", que ni amarrado me volvía allá... — No —les dije— voy a volver a ganar un peso veinte al día por catorce horas de trabajo. Mucho menos ahora, que he conocido gente que empieza a organizarse, que pelea por salarios más justos. Yo no vuelvo al campo, en algo me ganaré el pan... Yo había tomado contacto con mis parientes de Valparaíso y, después del viaje, que hicimos de nuevo sobre la cubierta del barco, pero ahora al menos protegidos por una carpa, me encontré otra vez frente al puerto, al Cerro Polanco y de nuevo 24 con mis parientes, que me acosaban a preguntas sobre mi primera aventura en las salitreras. VALPARAÍSO Pero poco les conté. No les dije que era federado y militante del Partido Comunista, porque había notado que ellos no tenían inclinaciones políticas. En la casa, cuando compraban el diario, los jóvenes se interesaban sólo por los deportes, y los viejos, por las carreras de caballos. Mi prima Rosa me dijo que si quería quedarme con ellos me ayudarían gustosos. Y verdaderamente lo hicieron. Ella me presentó a un amigo suyo que estaba de vacaciones en el puerto, don Amable Córdova, quien, cosa que yo no sabía, había sido compadre de mi padre. Era un comerciante de la ciudad de Huara, un hombre alto, bien maceteado que se alegró mucho de saber que yo era hijo de su compadre Ramón. Cuando mi prima le

explicó que yo venía llegando del Norte y que necesitaba trabajo, se ofreció para recomendarme con un señor Honorato, muy conocido suyo, que era secretario de la sec-ción tráfico de la Compañía de Electricidad. También cumplió. Al día siguiente, a primera hora fuimos a las oficinas de la empresa en calle Victoria, donde su amigo Honorato lo recibió con grandes muestras de alegría. Cuando le explicamos el motivo de la visita me dijo: — Mire, joven, lo único que le puedo ofrecer por el momento es un cargo de cobrador, pero si quiere un cargo de empleado, tendrá que esperarse. . . Acepté de inmediato, feliz no sólo porque iba a tener un trabajo sino porque los hijos de mi prima Rosa iban a ser mis colegas. Firmé un 25 contrato de trabajo por doce pesos diarios y luego me mandaron al almacén, donde me entregaron un uniforme y una gorra, además de una placa con el número 192. Este número pasó a ser mi nombre y apellido, porque desde ese momento sólo fui conocido como "el 192". Pocos sabían cómo me llamaba. Al día siguiente debí presentarme a la práctica, para conocer los reglamentos del personal de cobradores. Esta práctica no era pagada, pero una vez terminada había que presentarse a las cinco de la mañana para inscribirse en la lista de personal sobrante. Más claro, a la cola, por si alguno de los que ya tenían turno se atrasaba, o había que reemplazar a algún enfermo o gente con permiso. No me fue difícil agarrar turno y muy pocas veces me quedé dormido. A aquellos que tenían buena conducta se les trasladaba a los tranvías que hacían el recorrido entre Valparaíso y Viña del Mar y muy pronto logré dicho cambio. Junto con ese cambio, pasé a ser el número 436. Y comenzaron mis relaciones con los compañeros de trabajo. Vinieron las preguntas que de dónde venía llegando o cuál había sido mi último trabajo. Yo les conté que venía de las salitreras y les pregunté qué clase de organización tenían ellos, ya que yo era portador de una carta de traslado de la FOCH. — Aquí tenemos el Consejo de Tranviarios número seis de la FOCH —intervino Timoteo González, maquinista y tesorero de la organización—, cuando haya reunión le avisaremos. Y efectivamente, poco después me invitaron a una reunión en la que se dio cuenta de mi carta de traslado. Me aceptaron con muchas felicitaciones y de inmediato me rodeó un grupo de jóvenes ansiosos de saber y llenos de inquietudes. El hecho 26 de que yo viniera de las salitreras les hacía pensar que yo sabía mucho. Pero era poco lo que yo podía ayudarles a orientarse, dados mis escasos conocimientos, y las reuniones del Consejo, en verdad, ayudaban poco. Aquí la cosa era bien distinta que en el Norte. Los dirigentes de la pampa, los cargadores de carros de salitre eran verdaderos maestros. Recuerdo los casos de Arraño y Velázquez, a quienes la gente se quedaba embelesada escuchándolos. Yo había descubierto en la biblioteca del sindicato un folleto de Carlos Marx: "Trabajo Asalariado y Capital", y lo leí muchas veces, para salir del empacho. Había escuchado tanto hablar de la burguesía, de los terratenientes, de que todos los candidatos eran iguales, menos los comunistas, pero nadie me explicó a quienes representaban. Lo único que tenía claro era que teníamos que organizamos para defendernos de la injusticia y mejorar las condiciones de vida de los asalariados. Pero no sabía por qué los patrones se llevan siempre la parte del león.

Y en la casa donde vivía, aunque todos eran del gremio, tampoco podía esperar ayuda. El jefe del hogar sólo pensaba en las carreras de caballos. Pero aquel hallazgo del folletito me sirvió no sólo a mí sino a mis compañeros. Timoteo González era el cerebro y el alma de la organización, pero a pesar de sus esfuerzos, ésta llevaba una vida lán-guida. Se había producido el golpe militar de 1925 y la Junta puso en vigencia el Código del Trabajo, cosa que no había hecho el Presidente Alessandri debido a la oposición de los trabajadores que habían obtenido mejores conquistas que las que es-tablecía dicho Código. La Junta militar empezó a intervenir para que se organizaran los sindicatos de acuerdo a las 27 disposiciones del famoso Código, y nuestro Consejo se debilitó porque con 25 firmas organizaron un sindicato y se produjo la división entre rojos y amarillos en nuestro gremio. A los dirigentes del Consejo ya no los recibían los jefes de la empresa, y muchos, incluso siendo federados, tenían que recurrir a la organización amarrilla. La gente dejaba de cotizar, no concurría a las reuniones y los pocos que íbamos sacábamos poco provecho porque la discusión giraba naturalmente en torno a la división producida. Mi hallazgo del folleto me aclaró mucho la película, y se me hizo evidente lo absurdo de que en un mismo centro industrial existieran dos organizaciones, y que precisamente por esa dualidad, ahora los empresarios podían cometer más abusos. Seguí observando a ambos grupos y un día me encontré con Francisco Hernández, que presidía el nuevo sindicato. Trató de convencerme de que firmara sus registros, diciéndome y demostrán-dome que más de la mitad de los trabajadores ya lo habían hecho, hasta me ofreció un cargo de dirigente. Yo escuché todos sus argumentos y no acepté. Días después, mi hermano José Manuel, que también había llegado al puerto y estaba afiliado al Sindicato de Conductores de Vehículos, me dijo que en calle Almirante Barroso esquina de Victoria habría una charla política patrocinada por su organización. Por cierto que asistí y esa fue la primera vez que vi a los compañeros Elías Lafertte, Salvador Barra Wolf y Víctor Cruz. Fue la primera vez que escuché la palabra del Partido. Además —y esto fue muy importante en mi vida—, me presentaron al compañero Galo González, ese hombre tranquilo, de anchas espaldas y hombros caídos. 28 Desde el primer momento me atrajo su manera de ser. Se interesó sinceramente por mí, un muchacho a quien veía por primera vez: — ¡Ah! ¿Usted es hermano de José Manuel, ah? ¿Y cuántos años tiene? ¿Cuánto tiempo estuvo en las salitreras? ¿Qué le parece como andan las cosas en el Consejo de Tranviarios? Así que se formó el sindicato legal, conforme a la ley... ojo, compañero, los han metido en todas las triquiñuelas del Código del Trabajo. Me escuchó con paciencia, como lo hacía con todos, y antes de despedirse, nos pusimos de acuerdo para tener otra conversación, me dijo que él me buscaría, o que nos encontraríamos en ese mismo sindicato. .. — Todos los sábados, compañero, aquí tienen veladas teatrales del Conjunto Luis Emilio Recabarren y hay también algunas conferencias. Usted no tiene que esperar que lo invitemos para venir, pero, mire, mejor es que quedemos de acuerdo al tiro. Váyase el domingo a almorzar a mi casa. Nos juntamos en la Plaza Echaurren. Yo le había contado mis preocupaciones por la división en mi gremio, y mis conversaciones con el presidente del sindicato al cual yo no quería afiliarme si no se

lograba la unificación de todos los trabajadores. El opinó que podría ser un buen ca-mino, si efectivamente la mayoría de la gente estaba en el sindicato, pero que había que pensarlo bien. Cuando me separé de él, me daba vueltas en la cabeza lo de las triquiñuelas, eso de que hubiera dos organizaciones en mi gremio, con la división consiguiente, y —me preguntaba— ¿a quién le sirve la división? Los que seguimos en el Consejo nos embarcamos en discusiones estériles, cada vez con menos gente... Empecé a ver la película más 29 clara y me decidí a conversar con Hernández, el presidente del sindicato. Después de todo sólo era un hombre desorientado, en ningún caso de mala fe. El veía que la Junta militar presionaría de todos modos ya que había puesto en vigencia el Código del Trabajo. GALO GONZÁLEZ El día que convinimos con el compañero Galo, nos juntamos en Plaza Echaurren y nos fuimos caminando como él lo hacía, lentamente y conversando, mejor dicho subiendo, porque su casa estaba al borde de una quebrada. Tenía salida a la calle pero estaba sostenida por dos pies derechos y en verdad no era más que una pieza, no sólo modesta sino pobre. Una cama, otro catre de fierro donde se encontraba su único hijo, Gregorio, enfermo. Una pequeña mesa, un velador y un anafe "Primus" a manera de cocinilla. Ese era todo el amoblado del que más tarde había de ser Secretario General del Partido Comunista de Chile. Su esposa era de regular estatura, delgada, muy cariñosa y muy limpia, como todas las mujeres proletarias, que reciben a las visitas "con lo que haya" pero con el corazón abierto. Con el compañero Galo conversamos toda la tarde. .. — ¿Le gusta leer, compañero? ¿Qué está leyendo ahora? — Bueno, "Las ruinas de Palmira" y "Los Miserables" es lo que recién he leído. — Bueno, eso está muy bien, como cultura general, pero hay que leer también otras cosas. Lamentablemente no tenemos mucha literatura doctrinaria. Yo le voy a prestar ahora "El Estado y la Revolución"... pero ándese con cuidado, que no 30 lo vean, mire que hay mucho soplonaje. Puede pasar un mal rato y, además, podemos perder el libro, que es un tesoro y tiene que servirle a mucha más gente. . . Luego conversamos acerca del Partido. Yo le confesé que había ingresado en el Norte, pero sin tener noción de nada. El me dijo que el Partido se estaba organizando celularmente en vista del giro de las condiciones políticas en el país. Y, sin cansarse, o al menos sin demostrarlo, pasó a interesarse por la organización de mi gremio. Le conté todo lo que había vivido y observado. Llegamos a la conclusión de que si se comprobaba que la mayoría de la gente estaba por el sindicato, teníamos que buscar la unificación, un entendimiento, pero sin entrabar la lucha de los trabajadores. — Hay que denunciar ante todos lo que significa el Código del Trabajo, orientar a la gente para que rechace todo lo que hay en él de antiobrero, manteniendo en alto las conquistas logradas por el Consejo, actuando con flexibilidad y orgánicamente. ..

Logré entender gran parte de lo que me decía y ello me sirvió mucho en los días posteriores. El Consejo iba de mal en peor. Ni siquiera había dinero para cancelar el arriendo del local y de nuevo entramos en conversaciones con Hernández para estudiar las condiciones de la unificación y éste aseguró que el sindicato se mantendría como afi-liado a la FOCH. Es decir, llegamos a un acuerdo en lo principal, pero había que elegir una nueva directiva. . . pero ¿quién lo iba a plantear al Consejo? — Usted tiene que ser —le dije a Hernández—, porque usted es el presidente del sindicato. Aceptó no de muy buenas ganas, pero yo temía que 31 todo esto causaría una verdadera tempestad entre los compañeros del Consejo, especialmente Venegas y Timoteo González. LA NECESARIA UNIDAD Yo seguí asistiendo regularmente a las reuniones del Consejo y de vez en cuando a las del sindicato, pero como simple observador y dejando constancia de que era federado. El presidente solía pedirme que opinara sobre las materias en discusión y yo aprovechaba para explicar que mi presencia se debía a mi interés por producir un en-tendimiento entre todos los trabajadores, ya que la existencia de dos organizaciones sólo favorecía los intereses de la empresa. Hubo una asamblea en que se produjo un acuerdo para designar una comisión que estudiara el problema, y yo dejé constancia de que estaba autorizado por el Consejo para representarlo. Y llegó el momento en que el asunto se planteó en nuestro Consejo. Hubo otra asamblea a la que concurrió el presidente del sindicato, Hernández, el que no fue bien recibido por Venegas y Timoteo González, los más destacados dirigentes de la FOCH. Ambos tenían bastante facilidad de palabra y muy buenos argumentos para defender nuestro Consejo. Pero la triste realidad era que constituíamos una especie de Estado Mayor sin soldados, y en una segunda asamblea del Consejo se produjo el acuerdo de unificación, para lo cual había que esperar el mes de mayo, fecha en que —según lo establecían las disposiciones vigentes— debían elegirse nuevas directivas sindicales. En esa asamblea se informó que había un acuerdo con la empresa para designar a un compañero que se dedicara seis días a la semana a 32 atender enfermos, visitarlos en sus casas, lograr para ellos asistencia médica, ayudar a la familia a cobrar subsidios, y en caso de muerte hasta vestir los muertos en la morgue. Por esos años había muchos decesos por tuberculosis. A proposición del presidente, fui designado para dicho cargo por varios meses. Hasta que se produjo la elección sindical. En ella me llevé una gran sorpresa. La gente joven, que era mayoritaria en la sección tráfico, había levantado mi candidatura con gran entusiasmo y fraternidad y la había llevado a las secciones maestranza y planta eléctrica. Y el resultado de la elección fue que aventajé ampliamente a varios antiguos dirigentes, como por ejemplo Desiderio López. Mis electores me querían como presidente. Pero la realidad aconsejaba que yo no desempeñara tal cargo. Era un campesino convertido en proletario hacía apenas dos años. Tenía poquísima experiencia y no más antecedentes que los desplegados para lograr la unificación de los trabajadores de mi gremio. Después de muchas conversaciones con los compañeros en general —yo no conocía a la gente de Partido, salvo Justo Zamora que me había dado a entender que era militante—, llegamos al acuerdo de que yo sería secretario y Desiderio López, presidente. Aunque la

gente lo aceptó con frialdad, debo reconocer que ese hombre bajo, entradito en carnes fue una gran ayuda para mí. El redactaba las cartas, las presentaciones a la empresa y yo debía pasarlas en limpio. Aprender a escribir a máquina fue todo un problema. Al principio no podía ni ubicar las letras en el teclado, pero al fin, las cartas salían, de alguna manera. Luego apareció un voluntario que le pegaba a la dactilografía, un hombre de apellido 33 Abarca, que trabajaba en la planta termoeléctrica y que fue mi salvación. Las presentaciones salían más rápidas y oportunas… pero también él era inexperto y debido a ello me "matriculó" con 31 días de cárcel, como explicaré más adelante. Bien puedo decir que en el año 1924 empecé mi vida como militante regular del Partido, la que se afianzó después de mi primera conversación con Galo González. Ahora, debía responder a ello e impulsar la lucha de mis compañeros de clase, entregarme a esa lucha que era la mía. Y comenzó mi vida sindical. Lo primero era levantar la actividad del sindicato, sin esperar a las reuniones. Había que visitar a la gente, hablarles, explicarles. Había mucha resistencia a la Ley 4054 porque imponía un descuento de un tres por ciento a los obreros. Cierto era que antes de ese descuento a nosotros nos daban atención médica y pago de subsidios por parte de la empresa, pero olvidábamos que importantes sectores como los campesinos, los artesanos, las empleadas del hogar no tenían hasta entonces ningún tipo de previsión. Sobre esto hablábamos, y muchas veces, en las casas, en los lugares de trabajo o en las mismas asambleas, lográbamos hacer claridad. De gran provecho eran para nosotros las veladas del Sindicato de Conductores de Vehículos. Allí, prácticamente como en una escuela de formación política, escuchábamos la palabra del compañero Galo; la ruda pero convincente elocuencia de Francisco Salas, ex trabajador pampino, a quien conocíamos como "el ñato Salas". Se producían hechos increíbles: por ejemplo en las asambleas, se sentaba a la misma mesa que la directiva el representante de la policía. Recuerdo a uno de apellido Gormaz, a quien llamábamos "el dedo mocho" porque le habían amputado 34 un dedo. El individuo se encargaba de tomar nota de todo lo que discutíamos allí, de manera que muchas cosas no se resolvían en la asamblea misma, para eludir su vigilancia. Por otra parte, había que atraer a más gente, a más jóvenes, y un día, conversando con algunos compañeros —entre ellos un mecánico llamado Rafael Núñez, Zamora, Ruperto Ilabaca, y un muchacho flacuchento conocido como "el microbio Molina"—, echamos las bases para fundar una Academia de Baile. LAS ACADEMIAS DE BAILE Ya existían en el puerto otras academias, como la de los Artesanos La Unión, la Hucke y otras. A ellos les pedimos orientación sobre reglamentos, estatutos, actividades y todo eso. Se trataba de enseñar a los jóvenes a bailar. Pero en esos centros no se vendían bebidas alcohólicas. Se prohibía asistir a ellas con uniforme de trabajo. Esta disposición era para impedir que los nuevos, apenas recibían el uniforme, se fueran a las casas de empeños a cambiar su ropa por platita y, cuando los despedían, no tenían qué ponerse. Y sólo cuando ya tuvimos todo preparado, lo planteamos en el sindicato, es decir, llegamos allí con hechos prácticamente consumados, para impedir oposición. Claro, no

recibieron la proposición con muy buena cara. Temían que nuestra academia se convirtiera en un burdel, pero aseguramos que habría disciplina ya que todos los que asistiríamos éramos afiliados al sindicato. No podíamos explicar claramente allí que nuestro verdadero objetivo era dar más vida al sindicato, captar más jóvenes, aprovechar la academia para hablar con la gente. Pero aceptaron la idea. 35 Rafael Núñez fue designado presidente de la Academia de Baile y todo comenzó a marchar. Tres días se dedicaban al aprendizaje y los sábados había baile social, para reunir fondos. Todavía me parece ver al "chico Herrera", que era bajito pero muy entaquillado y cuando bailaba con una mujer más grande que él, parecía gallito de la pasión. La gente comenzó a ambientarse y a identificar la academia con el sindicato. Los comprometíamos a que asistieran a las veladas del Conjunto Luis Emilio Recabarren, en el Sindicato de Conductores de Vehículos, cuyo secretario era el compañero Galo González, y que se mantuvo como organización afiliada a la FOCH, al margen del Código del Trabajo. A mis compañeros de gremio les entusiasmaron estos actos artísticos, que tenían como finalidad recoger fondos para enviar ayuda a las familias de los presos políticos y confinados en algunas islas como la Mocha, Más Afuera y Pascua, donde también estuvo el compañero Elías Lafertte. Estos encuentros con los trabajadores del rodado dieron sus frutos. Muchos empezaron a cotizar para el Socorro Rojo Internacional. Pero fuimos más allá: la experiencia de mis compañeros de gremio, que vieron cómo otros trabajadores hacían arte para ayudar a sus camaradas, los estimuló. Así fue como fundamos el Conjunto Artístico Tranviario, comenzando una etapa de gran actividad entre nosotros, en nuestro local. Por ese tiempo Rafael Núñez renunció a la presidencia de la academia y me propusieron a mí, para reemplazarlo, pero yo comenzaba, a tener obligaciones políticas que, desgraciadamente, no podía explicar, así que tuve que aceptar el cargo, apoyándome en otros compañeros, cuando tenía que asistir a reuniones políticas. A veces les decía que tenía una cita muy importante, 36 y todos quedaban con la idea de que era una cita amorosa... pero qué hacerle. Este primer año como dirigente sindical fue útil e interesante para mí. Aprendí a conocer a todos mis compañeros de trabajo, aumenté mis conocimientos como dirigente, y —lo más importante— me vinculó más al Partido, aprendiendo algunas co-sas esenciales para el trabajo ilegal. Así, cuando se produjo la nueva elección de directiva, logré la primera mayoría y luego fui designado presidente de mi gremio. Pero tengo que confesar que para mí, que era entonces joven, eran mucho más entretenidas las reuniones en la Academia de Baile, que las de Partido. Me gustaba bailar y allí llegaban muchas señoritas que pasaban, después del trabajo, a entretenerse un par de horas. En verdad, todavía no asumía a conciencia mis responsabilidades y esto le quitaba el sueño al compañero Galo. Cuando faltaba a alguna reunión política, ese compañero tranquilo, de pasos lentos, me iba a buscar. Abría un poquito la mampara y preguntaba: — ¿Pueden llamar, por favor, al compañero Víctor Contreras? Yo venía rápidamente y le daba alguna explicación cualquiera: —Estaba en la secretaría, compañero. — Sí, claro, en la secretaría, pero yo lo acabo de ver bailando... — Claro, es que tenía frío, compañero...

— Bueno, váyase ahora y nos encontramos más tarde... Y me esperaba en la calle hasta que yo salía. Muchas veces encontré una excusa: "Vaya, compañero, yo creí que usted se había ido, y ahora tengo que ir a dejar a una señorita a Cerro Barón… " — Vaya rápidamente y yo lo esperaré, me 37 respondía, con una paciencia que pocas veces he visto. Después, sin demostrar molestia, me cogía del brazo y partíamos por Avenida Pedro Montt, para volver por calle Victoria. Ahora aún no puedo explicarme cómo entonces no me mandó a la cresta. Como tampoco puedo explicarme cómo, siendo yo como era, me designaron dirigente del Partido. Tal vez, puedo decir que nuestro Partido hace milagros, pero no hay tales milagros, es la perseverancia, el convencimiento de la necesidad de que el Partido se vaya renovando. Y así, poco a poco me fueron entregando nuevas tareas y responsabilidades, y me fui dando cuenta de lo difícil que es la formación de un cuadro político, partiendo de nada, de una persona salida del montón. DIRIGENTE REGIONAL Cuando ya formaba parte de la dirección regional del Partido, recuerdo una reunión que tuvimos que hacer en el Cerro La Cárcel. Tuvimos que subir con guitarras, un violín que ni siquiera tenía cuerdas, chuicos y damajuanas, como que íbamos a una fiestoca, para despistar a la policía. Por aquellos años el ascensor nos dejaba a medio camino y debíamos caminar hasta la cumbre del cerro, donde llegamos harto cansados. La reunión comenzó a las 10 de la noche. Teníamos de visita al compañero Braulio León Peña, y el informe terminó cerca de las cuatro de la mañana, después de haber hecho un examen político de la situación en todos los continentes. No puedo negar que como información general, era bueno, pero algunos de nosotros ni sabíamos lo que pasaba en nuestro país. Después de algunas horas, la reunión parecía un velorio. Unos dormían, otros se daban de cabezazos en las rodillas, ya que estábamos sentados en una banca muy baja. Bueno, la cosa 38 se prolongó tanto que de la reunión tuvimos que partir directo a la pega. Por aquel tiempo me tocó vivir momentos de desorientación. Después del golpe militar, en el seno del Partido operaban grupos, como el que encabezaba Manuel Hidalgo, que se adueñó de la imprenta del Partido; los ex parlamentarios que quisieron dar apoyo a la Junta; los trotskistas, y después la llamada "izquierda comunista", quienes distribuían propaganda en favor de sus posiciones reformistas y contrarrevolucionarias. Aún circulaban los mismos argumentos contra Recabarren y el movimiento comunista internacional: que el Partido Comunista de Chile aún no estaba suficientemente maduro para ingresar a la Tercera Internacional… Yo recordaba que así también argumentaban contra la incorporación de la FOCH a la Internacional Sindical Roja, pero los que así hacían olvidaban que ya para la Revolución de 1905 en la Rusia zarista, la Mancomunal Obrera de Tocopilla envió un mensaje de adhesión a los trabajadores rusos. Y otro hecho: más tarde, cuando se produjo la sangrienta masacre de la Escuela Santa María de Iquique (1907), el camarada Elías Lafertte informó que entre las víctimas había trabajadores bolivianos, argentinos y peruanos que fueron conminados por sus respectivos cónsules a retirarse de la escuela donde estaban acorralados. Ellos podían salir, pero contestaron: — Con chilenos llegamos aquí, y con los chilenos moriremos.

Es decir, nuestro Partido nació internacionalista y así ha seguido durante toda su existencia. Pero no para todos esto era claro entonces. Los militantes jóvenes difícilmente podían mantenerse ajenos a influencias extrañas y negativas, y había que librar una lucha diaria y permanente. 39 Un mes después de aquella larga reunión en el Cerro La Cárcel, fuimos convocados nuevamente. Ahora, nuestro informante era un hombre de baja estatura, muy moreno, que, parándose cuando le dieron la palabra, se abrió el pantalón y de entre éste y los calzoncillos sacó una delgada libreta. Hizo una evaluación del Gobierno de Ibáñez y la difícil situación política que vivía el país. Terminó planteando la opinión del Partido sobre la necesidad de hacer una huelga política en todo el país. Recalcó la gran responsabilidad que, para lograr esto, teníamos los dirigentes sindicales, y yo salí de la reunión meditando sus palabras para cumplir lo mejor posible en mi sindicato con lo que el Partido decía. En verdad, mi propia opinión era que en mi sindicato no había condiciones para tal planteamiento, pero había cometido el error de no decirlo en la reunión de Partido. Así, resultó que a los quince días, cuando nos reunimos nuevamente para hacer un balance de la preparación de la huelga, tuve que decir que no había hecho nada, no por miedo al policía que controlaba las reuniones del sindicato, sino porque no encontraba los argumentos para justificar una huelga. .... Fue una experiencia amarga. El compañero que nos había informado en la anterior reunión —después supe que era José Vega— me respondió en pocas palabras que todos los que no habíamos cumplido el acuerdo del Partido, éramos unos traidores. Partí cerro abajo completamente desconcertado, haciéndome un examen de conciencia para ver de qué manera había traicionado a los trabajadores, y pensé que había actuado con honradez y dignidad en la medida de mis conocimientos y de mi experiencia, que eran pocos. 40 Con el correr del tiempo, he llegado a la conclusión de que los dirigentes deben medir mucho sus planteamientos cuando se trata de militantes que recién se inician en el Partido. En aquel entonces, mis escasos conocimientos, mi inexperiencia me hicieron reaccionar negativamente. Pensé que no debía militar más, después de noches y noches en vela. Creía que era lo correcto ya que no contaba con la confianza de mis compañeros de Partido. — En cambio —me decía a mí mismo— en el sindicato los compañeros me quieren, me respetan, soy útil. Además, tengo trabajo, gano lo suficiente, tengo ropa... adiós Partido. Y así pasaron varias reuniones a las que no asistí: deliberadamente. Hasta que un día, cuando yo estaba en nuestra "devoción", es decir, en la Academia de Baile, "educando" mis pies, el compañero que estaba de turno en la puerta me dijo: "Un señor lo está esperando ahí afuera". Era ese hombre de pocas palabras, que sabía escuchar antes de dar opiniones, y que, como siempre, cuando me perdía alguna reunión del Partido, salía a buscarme. Galo. Me saludó como de costumbre, como si nos hubiéramos visto el día antes. — ¿Y cómo anda la salud, compañero? — Bien, gracias, pero he estado muy ocupado. ..

— Claro, hace días que no lo vemos en las reuniones del Partido. ¿Pero, ahora tendrá unos minutos para conversar? ¿Cómo decirle que yo quería rehuir las reuniones de Partido? No podía. Le inventé cualquier excusa, pero él insistió: —Entonces, mañana. Y aunque no le contesté nada concreto, al día siguiente llegó antes de que empezara el baile y se quedó 41 esperando en la puerta. Lo cierto es que me demoré dos horas y pensé que al verme me recibiría indignado. Pero me saludó con su acostumbrada afabilidad y partimos, como siempre, caminando. — ¿Así que ha tenido mucho trabajo con el sindicato, no? Y claro, además la academia, el conjunto artístico toman su buen tiempo… y, bueno, también hay que reírse un poco con algunos bailecitos, pero. .. ¿No ha habido otros factores para su inasistencia a las reuniones? — No, nada más, compañero... — Y... ¿Qué le pareció la reunión con el compañero Vega? Yo, desgraciadamente no pude asistir a ella, y creo que usted se sintió aludido en esa reunión, ¿verdad? Pero, como yo seguía silencioso, comprendió que estaba desconcertado, sin saber qué decir y él tomó la iniciativa. — Sabe, compañero, yo creo que la idea del Partido es justa, pero faltó una explicación clara. Ante todo, quiero decirle que yo pensé que usted estaba enfermo cuando faltó a estas últimas reuniones, porque usted sabe que si tiene alguna duda, si necesita cualquier ayuda, sabe donde encontrarme para conversar. Pero insisto, la resolución del Partido es justa y las consignas son correctas, sólo que hay que explicarlas para que todos los camaradas lleguen a una comprensión política de ellas. La situación económica en el país hace cada día más duras las condiciones para los trabajadores, aumenta la cesantía, la miseria es terrible, continúan los confinamientos y las islas se hacen chicas para tanto relegado. La situación de las familias de los relegados es desesperada. No tienen ingresos, les falta ropa, alimentos, los chiquillos se van quedan-do sin escuela. Hay persecuciones y torturas. Nuestro acuerdo consiste en recoger opiniones de los 42 trabajadores de todo el país. ¿Qué piensa la gente sobre este estado de cosas? ¿Es suficiente que juntemos dinero para ayudar a los familiares de los relegados? Se trata de recoger esas opiniones y no adelantarse a dar la nuestra. Si la gente responde en forma que nos permita hacerlo, llevamos nuestro acuerdo a la asamblea. Pero las cosas tienen que surgir así, desde la masa… Fue una memorable conversación que duró casi hasta la medianoche. Y con sus palabras, con su ayuda, proseguí mi trabajo político. Quiero agregar que muchos años después, cuando el Partido me había encargado tareas de gran responsabilidad, por las noches pasaba al Partido, para ver si había algún encargo especial para mí, e invitaba al compañero Galo para llevarlo a su casa. Cierta vez le pregunté por qué me había tolerado tantas indisciplinas, cuando yo era tan mal militante comunista y el único mérito que tenía era ser dirigente sindical, y eso sin mucha experiencia. Lo cierto es que esta pregunta se la repetí en varias oportunidades, pero el compañero Galo solamente se reía de buena gana y nunca me respondió. De todo esto, yo he sacado como conclusión que el militante se gana en la medida que se le entregan responsabilidades y se le controla, dándole a la vez mucha ayuda. Si no

me hubieran pisado los talones tan de cerca, me habría perdido, como otros que hicieron del Partido un pasadizo. Y en esos casos, pienso que es bueno preguntarse: ¿Por qué se marginaron? ¿Qué les disgustó en el Partido? ¿No se sintieron realizados? ¿Tenían pro-blemas económicos o familiares? Y respecto de esto, creo que es útil recordar el caso de la que fue mi compañera hasta el día de su muerte, María Aguilera. Ella era católica. Había sido educada en colegios religiosos y egresó como 43 profesora. Pero, aunque católica, era tolerante. Se había casado conmigo cuando yo era alcalde comunista y comenzó votando primero por su novio y después por su marido, en Tocopilla. Pero ella no tenía inquietudes políticas, aparte de votar por los comunistas, cada vez que había elección. Después de sus clases, volvía a casa con algunas colegas, a tomarse una taza de té y conversar sobre los problemas de la escuela. Julieta Campusano empezó a insistir para que ella ingresara en el Partido, pero yo, que la conocía bien —ya llevábamos casados más de una decena de años— opiné que ella no lo haría. — A lo mejor eres tú —me dijo Julieta— quien se opone a que María entre al Partido. — Nunca me he opuesto —le contesté—. Lo único que sé: María es una persona cómoda. Para ella está sobre todo su escuela, por la que tiene verdadera devoción, y luego, sus hijos, su marido, su casa. Sin embargo, fue la propia María quien un día me preguntó si yo quería que fuera al Partido. — Vaya —le contesté—, será bueno, y además quiero que sepan que no me opongo a su ingreso. La invitaron a la primera reunión, cerca de nuestra casa. María fue la primera en llegar, salvo la dueña de casa que lógicamente ya estaba allí. Pero cuando llegó el resto, se encerraron en una pieza y ella quedó sola, afuera. Seguramente, esto se hizo para acordar los puntos a tratar, pero nadie se lo explicó a María. Ella, nueva e inexperta, lo interpretó de otra manera. Cuando llegó a la casa, me dijo:

— No voy más al Partido. Las viejas no tienen confianza en mí. 44 Yo le expliqué lo mejor que pude, luego de hablar con la secretaria. Las cosas eran tal como yo las había pensado. Cuando hubo una segunda reunión, María volvió a asistir. Era una reunión convocada especialmente para ver como se incrementaba la venta del diario del Partido, en las ediciones dominicales. A ella le correspondió vender diez ejemplares, pero nadie le dijo nada más. Cuando llegó a la reunión para dar cuenta de la venta, entregó el valor de los diez ejemplares. — ¿Ya quién se los vendió, compañera? — A nadie, respondió ella con sinceridad. Pero no había terminado de decirlo cuando le descargaron toda la artillería encima, sin explicarle el contenido político que tiene vender nuestra prensa, difundir nuestra literatura. Llegó a la casa sumida en un mar de lágrimas. — Ahora sí que no voy más. Las viejas me insultaron como si fuera hija de ellas. Yo no estudié para suplementera. Si me mandan a alfabetizar, iré con mucho gusto, pero no sé vender diarios, me da vergüenza ofrecerlos en la calle. . .

En ambos casos faltó explicación, paciencia. Para llegar a vender el diario hay que ser ya militante de temple, porque se producen muchas provocaciones en los barrios. María siempre siguió respetando al Partido, pero no fue posible hacerla recapacitar para que ingresara a sus filas. Sin embargo, tenía muchos colegas que eran militantes y muy buenos amigos suyos, como César Godoy, Ernesto Toro, y nuestros inolvidables compadres Juile y María. DIÁS DIFÍCILES Pasaron siete años en el primer puerto chileno. Hasta el año 1931, la policía sólo tenía presunciones 45 de mi condición de militante comunista. En los primeros días de Mayo de ese año comenzó a circular en Valparaíso un manifiesto del Partido Comunista con consignas como las siguientes: "Ibáñez en peligro", "Ibáñez tambalea". Esto enfureció a los sabuesos de la policía política y se desató una serie de allanamientos: sin orden competente, como en todas las dictaduras. Entre las personas más buscadas estaba mi hermano José Manuel. Se le acusaba de que le habrían visto en el puerto repartiendo los manifiestos, y muy luego comenzaron a "visitar" a los familiares. Una mañana me encontraba conversando con un grupo de compañeros cerca del depósito de tranvías —calle Independencia esquina de Avenida Argentina— cuando apareció un policía que se dirigió a mí: — ¿Dónde está tu hermano? — Ustedes saben donde vive. . . — Es que no está en su casa. — No vivo con él —respondí—. Y el policía se fue. Pero días más tarde, aparecieron dos polizontes, Gormaz y Valenzuela en mi casa, ubicada en la calle Simpson, a la salida del puente del ascensor Polanco. Yo estaba almorzando en casa del maquinista 16, Luis Silva, porque su esposa me tenía "arranchado" ya que éramos vecinos. Registraron toda la casa, miraron hasta debajo de los catres pero no hallaron nada y se fueron. Los miré alejarse cerro abajo hasta que se perdieron de vista y me fui a mi pieza, al lado, donde estaban ocultos José Vega y Juan Chacón Corona. Les di la voz de alarma y partieron sin que yo supiera dónde iban a buscar refugio. Comenzaron a menudear las detenciones. Entre otros, cayó un director de mi sindicato, de apellido 46 Abarca. Por esos días el compañero Paulino González Alberdi daba unos cursos de capacitación política. El era militante del Partido Comunista Argentino. Y resulta que a Abarca le encontraron la copia de una de las charlas, hecha en papel con membrete del sindicato de la compañía de electricidad, del cual yo era ese año secretario. No demoraron mucho en dejarse caer "los muchachos" de Barahona Pérez, jefe policial, con la chiva de siempre: "El jefe te necesita". Apenas llegué donde "el jefe", me cayó una lluvia de insultos e improperios y me mostró la copia de marras. — ¿Ves este papelito? — Claro que lo veo, pero no sé de qué se trata...

— ¿Así que no sabís, huevón, ah? ¿Y no ves que está escrita en papel de tu sindicato? — También lo veo, pero tampoco sé quién sacó la copia porque el papel del sindicato está en un estante abierto y cualquier persona puede sacar lo que quiera. Hasta en las asambleas he reclamado para que se le ponga vidrios al estante. . . Y Gormaz, el policía que controlaba nuestras reuniones sindicales, corroboró: "Sí señor —dijo sacando su libreta del bolsillo—, este "niño" reclamó en tal fecha por esos vidrios. — Pero —insistió "el jefe"— vos tenis que ser comunista. — Yo no sé nada de política. — Claro, no sabís nada de política, pero en tal reunión dijiste lo mismo que dicen los comunistas. — Bueno, ellos piensan con su cabeza, y yo pienso con la mía. . . — Sí, pero en otra reunión dijiste que el Código del Trabajo era malo.. . — Y sigo diciéndolo porque entraba la solución 47 de los problemas de los trabajadores. Las oficinas de los inspectores del trabajo son oficinas de tramitación y la gente nos reclama a los dirigentes que no somos capaces de solucionar sus problemas… — ¿Y qué fuiste a hacer a Santiago en Junio de 1930, en el Congreso de la Confederación de Sindicatos, junto a un tal Hidalgo? — Claro que fui, pero la Confederación de Sindicatos Legales está integrada por gente que apoya al Presidente de la República. — Pero tú no estabas al lado de la gente de gobierno, tú hablaste en favor de la ponencia que declaraba el Primero de Mayo como un día de protesta y te opusiste a la formación de la Confederación Republicana de Acción Cívica. No podís negar eso. — Mire, yo no sé si los comunistas piensan así. Pero yo considero que es justo que los trabajadores tengan su día de fiesta, tal cómo lo tienen las Fuerzas Armadas. Y me opuse a la creación de ese partido político porque pienso que los organismos sindicales no deben meterse en política —lo dije con mi cara más inocente— y para eso están los partidos. En los sindicatos están los obreros de diferentes ideas y credos... — Puede ser así como tú dices, pero estay hablando como un comunista de mierda. Dile a tu familia que te deportaremos a la Isla de Pascua…

Y yo, aunque ahora me parece increíble, estaba feliz pensando en la posibilidad de conocer una isla tan lejana del continente, de la cual sólo había oído hablar... Después de una semana, no habían podido probar nada en mi contra, y ya me consideraba listo para la foto: saldría en libertad, cuando supe que habían caído todos mis compañeros de base. 48 Me mandaron llamar y mi sorpresa fue enorme cuando veo en la oficina de Barahona —que estaba con un látigo en la mano— a José Ureta y dos más. Apenas puse un pie en su oficina me espetó: — Así que soi comunista, ¿no? — No, señor. — Concha de tu madre, nos has tenido trabajando más de una semana. Y volviéndose hacia Ureta le dice: Este tipo es comunista ¿no? — Para qué niega, compañero, si ya lo saben todo y usted se olvida que nos reunimos en Santa Elena la última vez y que juntos nos fuimos al curso...

Sin mirarlo, argumenté que no sabía de qué estaba hablando ni de qué se trataba. Pero de nada valieron mis argumentos. Ahí mismo, Barahona comenzó a darme latigazos y me mandó incomunicado al calabozo. Ahí estuve 15 días, comido de piojos, hasta que pude pedir ropa a mis parientes. Cuando la recibí, encontré escondido en el interior del pantalón una circular del Partido. Menos mal —pensé— que no se les ocurrió revisar la ropa en la guardia. Pero seguían cayendo compañeros. Descubrieron la casa donde funcionaba el curso en el Cerro El Litre, perteneciente al "rucio" Moraga, del Sindicato de Conductores de Vehículos. Detuvieron a Paulino González, a Galo, José Manuel Contreras, Justo Zamora, Abarca, Poveda, Antequera, Juan Vargas González, Pablo Vargas González, Juan Encina y José Vega. Este último tenía una pequeña imprenta que había logrado al menos desarmar antes que llegara la policía. Después, en Investigaciones le ordenaron armarla y, lógicamente, le sobró una pieza que metió debajo de la máquina. Después nos reíamos y le hacíamos bromas en la cárcel.También habían caído algunos profesores: 49 Sazo, Barrera, Leoncio Morales. Eramos en total dieciséis candidatos a la Isla de Pascua. Pero los ánimos estaban caldeados y en Santiago la situación era muy tensa. Nos sacaron de Investigaciones y nos trasladaron a la cárcel pública para ser sometidos a proceso en vez de ser confinados. LÁ SOLIDARIDAD En la cárcel nos metieron a todos en una celda de tres por tres. Y allí sí que la crianza de piojos era buena. En Investigaciones puede decirse que no había, en comparación con los miles que nos asaltaron apenas entramos. Lo primero que hicimos fue organizar la batida contra los piojos. Como la celda tenía piso de madera, se amontonaban en las junturas de las tablas y nos dedicamos, por turno, a sacarlos de sus escondrijos mientras otros los pisaban. Sonaban como "cuetes". La celda que nos habían dado no era de las comunes. A cargo de la cárcel estaba el capitán Voltaire Villanueva, con el cual más tarde habría de encontrarme con frecuencia en Antofagasta donde él fue prefecto. Al día siguiente, nuestros amigos nos hicieron llegar los diarios, pero en la guardia les recortaban todas las informaciones políticas y nos dejaban solamente los avisos económicos, los cines, las carreras. Sin embargo supimos de alguna manera que en la ciudad había numerosas manifestaciones de protesta por las detenciones y por la situación en general. Una mañana, el capitán Villanueva me llamó para decirme que nos permitirían salir al patio, pero que estaban fortificando la cárcel porque miles de trabajadores se aprestaban a asaltarla y ahí había también muchos delincuentes y reos comunes. 50 Lo que pasaba era que el general Ibáñez tenía sus días contados. Se nos llamó a declarar ante un Ministro en Visita designado por la Corte de Apelaciones, y allí mismo se nos notificó nuestra libertad. Nos advirtieron que quedábamos libres no por la caída del general Ibáñez sino porque el Ministro en Visita estimó que no había mérito para nuestra detención. Al salir de la prisión nos encontramos con la novedad de que en las calles no había carabineros. Los bomberos cuidaban el orden público. No alcanzamos a llegar a

nuestras respectivas viviendas. En Avenida Bellavista nos esperaba un mar humano. Nos agarraron en andas y se improvisó un desfile con todos los presos liberados, en dirección a la Plaza O'Híggins. Allí no había lugar donde poner un alfiler. Se habían levantado cuatro "tribunas" sobre sendos maceteros de cemento. Un orador anunció la llegada de los presos políticos. Yo estaba tranquilito y feliz entre mis compañeros de trabajo, cuando otro compañero se encarama en una de las tribunas y dice que ese acto es para rendir homenaje a los que habían salido en libertad. Y, casi sin darme cuenta, me levantaron entre varios y me encontré parado en una de las tribunas que daba a la Avenida Uruguay... Creo que fue uno de los momentos más difíciles que he vivido. Yo había intervenido en el sindicato, en las asambleas, en las reuniones de Partido, pero ahora tenía que hablar frente a una multitud, y ni siquiera había pensado lo que había que decir. Recuerdo que me acordé del chiste del loro en el túnel, cuando dijo: habrá que ponerle el hombro, y enfrentó el tren. Lo cierto es que no se me aconcharon los meados y empecé a hablar. Si hoy me preguntan qué es lo que dije, no sabría decirlo. Pero había una euforia sin precedentes 51 en la historia de Valparaíso. Durante todos los años que permanecí en el puerto, no recuerdo otro acto semejante. Y sentimos la enorme solidaridad desplegada por los trabajadores, por la clase obrera para defender a sus dirigentes presos. Varios compañeros habíamos estado en prisión durante más de treinta días. No sabíamos qué pasaría con nuestro trabajo, si estábamos despedidos o no, por tan larga ausencia. Pero tampoco sabíamos que ya el resto de la directiva se había adelantado a plantear que se mantuvieran nuestros contratos, o de lo contrario se iniciaría una huelga. La gente se mostraba muy decidida y los empresarios no tomaron represalias. Nos pagaron nuestros salarios como si hubiéramos estado en servicio activo. Aquella movilización de masas fue la expresión incontenible después de más de seis años en que las organizaciones no podían manifestarse. MÁS REPRESIONES Después de la caída de Ibáñez se sucedieron varios gobiernos. El más duro fue el de Carlos Dávila, en que de nuevo arreció la represión. Nuevamente hubo varios compañeros detenidos, otros confinados a las islas Más Afuera, Mocha, Pascua y en localidades lejanas como Melinka. Los hermanos Contreras volvieron a ser buscados por la policía. Envié un mensaje a Desiderio López para que me solicitara permiso, mientras Rafael Núñez y el chico Herrera me buscaban diferentes refugios. Recuerdo que uno de ellos fue la casa de "Gráfico", que trabajaba en el diario "El Mercurio" durante la noche y en el día en la maestranza de la compañía de electricidad y que más tarde fue mi compadre. Era un camarada de una vitalidad asombrosa e incansable en el trabajo. 52 Por ese tiempo, fue asesinada cobardemente por la espalda, mi hermana Olivia, la única mujer de todos los hermanos. Ella venía de vuelta de su trabajo en Betunes Nugget, subiendo por el Cerro Polanco, cuando le dispararon dos veces por la espalda. Yo estaba escondido cerca, en casa de un compañero de la maestranza, y escuché los disparos. Al poco rato llegó Rafael Núñez, que si bien no era militante, era de una fidelidad ejemplar a nuestro Partido. Me saludó y conversamos unos minutos, hasta que al fin me dijo:

— Te traigo una mala noticia, pero prométeme que no te moverás de aquí. — Bueno, si tú me dices que no hay que moverse de aquí no lo haré. Lárgala. Yo estaba un poco más fogueado en la pelea, pero al oír cómo habían matado a mi hermana, sentí cómo si me clavaran el corazón. Ni siquiera pudimos despedirla, ni asistir a sus funerales. Estos fueron muy concurridos, especialmente por la gente de mi sindicato, pero también había allí varios policías esperando que alguno de los hermanos Contreras apareciera. Ella no fue, ni con mucho, la única víctima. Famoso fue el doloroso caso del profesor primario Manuel Anabalón Aedo, quien fue detenido en Antofagasta y trasladado a Valparaíso el 28 de junio de 1933. Fue torturado hasta la muerte en Investigaciones, y la policía, para no dejar rastros, fondeó su cuerpo martirizado en el muelle Prat, como se descubrió después. El movimiento sindical volvió a reagruparse en torno a la FOCH y le correspondió un gran papel en el esclarecimiento del paradero del profesor Anabalón. En nuestro sindicato se constituyó un comité especial con participación amplia de obreros y empleados. Los profesores se organizaron 53 también para exigir que se esclareciera el caso. A iniciativa de este comité se exigió públicamente que las investigaciones del caso no las hiciera Alberto Rencoret, que era el jefe de Investigaciones. La diligencia estuvo a cargo de un capitán de carabineros de apellido Ibáñez. Pero fue la presión de la gente la que logró el macabro descubrimiento. Los restos del profesor Anabalón fueron velados en nuestro sindicato. Por allí pasaron miles de personas. Luego fueron trasladados a Santiago, a petición de la Organización Nacional de los Profesores, y sepultados. Posteriormente, cuando fui parlamentario en representación de nuestro Partido, me correspondió presentar la iniciativa para llamar "profesor Anabalón" a la calle de Antofagasta donde estaba la escuela en que él trabajó, y que fue aprobada. En nuestro sindicato como en general en el movimiento sindical, la gente adquiría más y más conciencia y así lográbamos algunas conquistas. Pero el enemigo no descansa jamás y opera con todos los medios a su alcance. Lo hicieron a través de un individuo de apellido Leiva, a quien llamábamos "el gato" porque tenía ojos verdes. Afirmándose en la connivencia de algunos jefes de la empresa, formó otro conjunto artístico, lo que le significó a él duras críticas pero que provocó una cierta división. Aprovechándose de esto, la empresa trató de arrebatarnos algunas conquistas ya logradas, entre otras, que a los tranvías con freno de mano se le pusieran mecánicos, para aliviar el duro trabajo de los maquinistas. La empresa quiso retrotraer las cosas y volver a los antiguos y pesados frenos de mano. Los maquinistas, lógicamente, plantearon la huelga, luego que ninguna gestión conciliatoria dio resultado. Sin embargo, teníamos preocupación porque en huelgas anteriores 54 no habían faltado los krumiros *. Pero se llegó al acuerdo de paro, y como éstos no eran legales, yo no dejé constancia del acuerdo, dejando clara mi opinión de que primero debíamos convocar a otras secciones de la empresa. Al día siguiente, cuando debía iniciarse el paro, varios salieron a trabajar, lo que evidenció que el gremio estaba dividido. En una asamblea que hicimos por la noche, planteamos la necesidad de volver al trabajo ya que la empresa amenazaba con cancelar los contratos de los huelguistas.

Pero el compañero Desiderio López se opuso: "No, compañero, o entramos todos a trabajar o nos despiden a todos". Yo expliqué mis puntos de vista: había casi un cuarenta por ciento de gente que no había acatado el paro. No había unidad para enfrentar a la empresa. El caso es que no los despidieron a todos, pero sí nos echaron a 192, entre maquinistas y cobradores. A todo esto yo ya era maquinista, con el número 13. Recurrimos a los tribunales del trabajo. Tomó nuestra defensa el abogado Julio Salcedo y ganamos el juicio. A mí, como dirigente, me repusieron en el trabajo y a los demás les pagaron seis meses de desahucio. Pero para mí, esa vuelta al trabajo fue como un "veranito de San Juan": antes de dos meses me despidieron por no haber hecho el servicio militar. Y empezaron los aprietos. Yo no tenía más medios que las colectas solidarias que hacían los compañeros. Y la solidaridad es siempre grande en nuestro pueblo. Una señora de apellido Mendoza, a quien nuestro sindicato le subarrendaba un local donde ella atendía una cafetería y vendía unos ricos tallarines, me invitaba —ella y sus tres hijas— con * Véase el glosario (N. de la R.). 55 un platito de comida. No me amilané y volví a recurrir a los tribunales del trabajo, con el patrocinio del abogado Manuel Ponce. Y otra vez ganamos el juicio. El tribunal ordenó reincorporarme al trabajo, pero la gerencia me notificó que no pisaría las oficinas ni aceptarían ningún tipo de reclamo de mi parte, que los llevara a la Inspección del Trabajo. Es decir, me impedían cumplir mis deberes de dirigente sindical y, a la vez, no me permitían trabajar. Me fui a la Oficina de Tiempo y me presenté al encargado, de apellido Olmedo, un hombre comprensivo. Le expliqué que por orden de la gerencia no podía trabajar, le mostré el fallo del tribunal y le pedí que certificara que el maquinista número 13 se había presentado a trabajar a la hora correcta. Me dio la firma y así lo empecé a hacer todas las mañanas, y luego partía al sindicato. Me presentaba todos los días 3 y 15 de cada mes a cobrar. Pero esta situación me angustiaba mucho porque era un peso, no para la empresa, sino para mis compañeros, a quienes había servido durante siete años como dirigente y ahora sólo tenía derecho a dar opiniones en las asambleas. Así pasé siete meses que fueron muy penosos. Casi todo lo que habíamos alcanzado se nos vino abajo. Se acabó la aca-demia, el conjunto artístico. Casi los únicos que concurríamos al sindicato éramos los cesantes, y no había fallo del tribunal del trabajo. A todo esto, se produce el cambio de directiva. Los compañeros levantaron otra vez mi candidatura por haber mantenido una posición justa en el conflicto con la empresa. Otra vez saqué la primera mayoría, y, en cambio, el antiguo presidente no fue elegido. Me pidieron quedar como presidente, pero no era correcto ya que no podía ni entrar a las oficinas a plantear nuestros problemas. Acepté quedar como 56 director y así pasé un año bajando del cerro todas las mañanas y volviendo por la tarde sin hacer nada sino una que otra tarea partidaria. OTRA VEZ AL NORTE Otra cosa que he comprendido es que el Partido no deja botada a su gente. Un día me dijeron que tal vez yo pudiera servir más en otra parte. Yo, en verdad, me sentía

podrido. Cierto que todavía podía concurrir a las asambleas sindicales, dar mi opinión y ayudar un poco al nuevo presidente Wenceslao Rozas que tenía menos experiencia que yo, pero nada más. Pero la proposición del Partido era muy secreta, de manera que me acerqué al presidente del sindicato y le dije que quería irme por un tiempo al campo, y que sondeara con la gerencia si estaba dispuesta a darme el desahucio por los meses que me quedaban de mi mandato sindical. A los tres días me trajo la respuesta afirmativa —la empresa debe haber estado feliz de librarse de mí— y me cancelé. De inmediato me fui donde el compañero Galo: — Estoy listo, compañero. — Ya, pero tiene que esperar que llegue un amigo. .. — ¿Y puede decirme de qué se trata? — Despuesito lo sabrá. Quedé, como se dice, igual Pascual. Y a las dos semanas él mismo me fue a buscar a mi casa y me dijo: — A las dos de la tarde, debe irse al muelle Prat. Allí está el vapor "Santa Bárbara". Suba sin preguntar nada a nadie. Si alguien lo para, conteste que busca al señor Ulloa a quien usted conoce 57 No lleve nada. Deje su ropa en mi sindicato y se la llevamos después. .. Subí a bordo sin problemas. El encargado me llevó a un camarote de tercera y me dijo que después me presentaría a una persona. Yo, entretanto, esperaba mi ropita: había dejado en un paquete el terno de parada, un par de zapatos y dos camisas. Cuando llegó, me llevé una amarga sorpresa: en vez de mi terno, que alguien se encariñó con él, me dejaron un uniforme de milico, así que tenía que partir con lo puesto. Por la noche, tal como me habían anunciado, me llevaron a un camarote de primera para presentarme a una persona. Era nada menos que el compañero Elías Lafertte, que iba como candidato a la presidencia de la República, y como tal, lógicamente debía viajar en primera. Pero sólo cuatro personas sabíamos que tanto él como yo, viajába-mos de "pavos". El, el contador del barco y el sereno de a bordo que eran también militantes, y yo. Así fue como conocí al que más tarde fue presidente de nuestro Partido y senador de la República.Para mí el viaje tuvo algunas dificultades, ya que tenía que pasarme un par de horas sentado en los servicios higiénicos, cada vez que revisaban los pasajes, pero arribamos a Antofagasta sin novedad. Para el desembarco estaba todo organizado. Los estibadores de Antofagasta se encargaron del compañero Elías, incorporándolo a su grupo, haciendo como que bajaban todos a almorzar. Antes le hicieron llegar un ajado pantalón y un saco harinero donde puso algunas prendas de vestir, y bajó sin ningún problema. Yo llegaba por segunda vez a Antofagasta. La primera vez, como pasajero de tercera, en la cubierta de un barco viejo. Ahora, nada menos que en el "Santa Bárbara" de la Grace Line. . . pero de "pavo." Tuve que esperar que bajaran 58 todos los pasajeros que eran controlados en el puerto por la policía marítima. Me quedé en el camarote del compañero Ulloa, hasta que él me indicó que era oportuno salir y me fue a dejar a la escala, como si yo fuera un residente de Antofagasta que había subido a hablar con él. Pero no olvidaré nunca el espectáculo de nuestro candidato a la presi-dencia, que había viajado como un señor, en primera clase, bajando del barco como un estibador, con alpargatas usadas y su raído pantalón.

Una vez que llegué al local del Partido en la calle Covadonga, me informé antes que nada cómo estaba mi compañero de viaje y me dijeron que todo había salido bien. Luego me buscaron un alojamiento y por la tarde me junté con el compañero Elías, con quien estuvimos comentando largamente las peripecias del viaje. DON ELIAS Nuestro candidato viajaba en forma ilegal porque estaba procesado en Santiago y llamado por edicto. Pero cuando le dijeron que tenía que intervenir en un acto público, aceptó con tranquilidad. Su confianza en los trabajadores era enorme. El acto se llevó a efecto en calle Latorre con Covadonga Vieja, en un sitio eriazo bastante grande. Fue una verdadera conmoción política. Ningún Partido estaba en condiciones de realizar actos de esa naturaleza. Hubo una enorme concurrencia que estaba deseosa de escuchar la palabra del Partido. Elías fue recibido con grandes aplausos y habló más de una hora. Claro que allí estaba también la policía, esperando a la salida que terminara el acto, para agarrar al orador, que estaba encargado a todas las unidades policiales. Pero se quedaron con las ganas. 59 Cuando Elías bajó de la tribuna, lo rodeó una brigada de compañeros, mientras la gente, para despistar a los polizontes, gritaba: —¡Allá va, allá va!, mostrando hacia la salida de calle Latorre y agrupándose hacia ese lugar. Mientras tanto, la brigada que respondía por Elías lo condujo hacia la parte de atrás, donde habían levantado unas planchas de zinc que daban a la calle Iquique, y por ese hueco salió sin dificultad hasta un auto en marcha que lo esperaba y lo trasladó rápidamente hacia su alojamiento, que muy pocos conocían. Comenzó un período de gran actividad en Antofagasta y en la zona. Yo me despegué de él y sólo teníamos contacto en contadas ocasiones, porque la policía también estaba muy activa. A mí me prepararon un programa de visitas a algunas localidades. Una de ellas fue Mejillones, cuna de la organización de la FOCH que en sus tiempos había contado con un gran teatro muy bien dotado con decenas de sillas de junco, un piano, y la maquinaria de la cooperativa para elaborar pan, iniciativa de Recabarren. Pero todo ese esfuerzo de los trabajadores estaba arrumbado y oxidado, ya que el local fue intervenido durante la dictadura de Ibáñez, y luego un ciudadano árabe se apropió indebidamente de todo eso. Mientras nuestro candidato sostenía reuniones internas con el Partido, yo, que no era conocido, concurría todos los días el Teatro Obrero, visitaba la imprenta, asistía a las funciones del Conjunto Germinal, que siempre terminaban con un pequeño baile entre las familias de los trabajadores. Después los compañeros me encaramaron en un camión que transportaba tambores de bencina a la Oficina Salitrera María Elena. Allí el Partido era semilegal. No había medios para la propaganda, pero a pesar de la vigilancia de los serenos y carabineros, 60 ésta aparecía todos los días en las murallas, en rayados. Así, luego que informé de la visita al Norte de Elías, se popularizó su candidatura. En esa oficina conocí al compañero Luis Cortés Farías, más conocido como "el chascón" Cortés, por su abundante pelo negro y su escasa afición a la peineta. Era un hombre que se incorporó al Partido muy joven, apenas se creó el Partido Obrero Socialista, y que le entregó toda su vida, hasta el momento mismo de su muerte.

Tuvimos una reunión en la que entregué los saludos y el mensaje de Elías, hicimos un balance de los trabajos y convinimos en que era bueno que yo viajara a Chuquicamata. No era fácil entrar a ese centro minero, por la feroz vigilancia ejercida por serenos, carabineros y guardia especial de la empresa, pero yo tenía un primo que trabajaba allí, y eso me sirvió. Estaba allí cuando llegó el día de la elección presidencial y yo fui el apoderado general. En verdad, hasta entonces yo no había tomado contacto con el Partido y fue una sorpresa que me presentara a una mesa de votación con un poder del candidato comunista. Cuando dejé la mesa, se me acercó un trabajador y me dijo: — ¿Tiene poderes en blanco? — Sí, pero ¿para qué los quiere? — Para qué va a ser, pues. Para trabajar por el compañero Elías. — ¿Y por qué quiere votar por él? — Bueno, porque soy un trabajador y tengo un deber de clase que cumplir con él y mis compañeros de trabajo. — ¡Y no cree que lo fichará la guardia especial y perderá su trabajo! — ¿Y a dónde va el buey que no are? 61 Sus respuestas me dieron fe, confianza en que la semilla sembrada por Recabarren —a quien nunca conocí personalmente— estaba germinando en la conciencia de los trabajadores y que nuestra lucha avanzaba. Ese trabajador, a quien después no volví a ver más, me acompañó en todo el acto eleccionario, y juntos hicimos el recuento de los votos que dio por resultado ciento cincuenta y cuatro para nuestro candidato, allí, donde no había Partido organizado todavía. Volvimos a Antofagasta contentos por el resultado, ya que el Partido estaba perseguido, sumido en la ilegalidad, con dirigentes presos, y nuestro propio candidato procesado. Debíamos pensar en el regreso a Santiago, que ahora no podíamos hacer por barco, sino en el lento y tedioso tren longitudinal. Tampoco era conveniente viajar juntos, y de repente se presentó otro problema: Elías recordó que le quedaba poco líquido para teñirse los bigotes que se había dejado, y me fui a una farmacia de calle Serrano con Latorre. — ¿Tiene tintura para el pelo? — ¿De qué color? — Negro. — No será para usted, —me dijo el boticario mirando mi pelo negro. — No, pero mi abuelito es muy presumido y le gusta teñirse las canas. — Entonces, llévele Francois de París. Llegó el momento de la partida. Yo tomé el tren en Antofagasta en carro de tercera. A Elías lo llevaron en camión hasta la abandonada estación de Aguas Blancas y allí se subió en un carro de primera. En Pueblo Hundido, el tren se detuvo como una hora y aproveché para pasarle por la ventana un plato de cazuela de gallina. Después, en cada 62 estación me bajaba a ver a mi compañero de viaje, por si tenía alguna novedad. Pasado Vallenar, Elías notó que durante la parada del tren en las estaciones un individuo se paraba frente a su ventanilla. — En la próxima parada, compañero Elías, váyase al servicio higiénico (que tenía harto poco de higiénico) y veremos qué hace el tipo.

Así lo hicimos, y el hombre fue de nuevo a pararse frente a la ventanilla de Elías, sin preocuparse de que él no estuviera en su asiento. Lo que pasaba era que frente a Elías iba sentada una muchacha bastante hermosa y tras ella andaba el hombre. — Vaya a sentarse no más, compañero, no es a usted a quien le están haciendo la rueda. Y seguimos viajando más tranquilos. Llegamos a Calera de noche, porque como siempre el "longino" andaba atrasado. Esperamos la combinación de Valparaíso y minutos antes de la medianoche estábamos en la estación Mapocho. Elías venía preocupado porque no sabía dónde vivía su esposa Laura Díaz, a quien todos llamábamos cariñosamente Laurita. Pero en la estación nos esperaba Pablo Cuello, Pablo "Cogote" para nosotros, y él nos llevó a calle San Francisco, al fondo de un conventillo donde esperaba la esposa de Elías. Después de los alegres abrazos por el retorno sin novedad —cosa rara dada la persecución que había— ella me miró y preguntó: "¿Y este niño cómo se llama?" Y como nadie le contestó, ella misma dijo: "Le llamaremos Crespito". Desde ese momento, no sólo en ese hogar modestísimo pero respetable y cordial sino también en el Partido, pasé a ser el "Crespito". Rápidamente nos conectaron con los demás compañeros de Partido, y yo seguí siendo el acompañante 63 de Elías. Asistía a las reuniones de la dirección y de la FOCH. Todo eso me gustaba y seguía aprendiendo, pero yo echaba de menos el puerto de mis amores y de mis correrías, hasta que un día pregunté: "Bueno, compañeros ¿y cuándo me vuelvo al puerto?". — Usted no volverá al puerto, compañero —me dijeron—. Se quedará con nosotros trabajando como dirigente de la FOCH. Era una muestra más de confianza que recibía del Partido, y así lo entendí, pero no podía negarme a mí mismo que en el puerto la cosa era más entretenida. Vivimos unos seis meses en calle San Francisco. Nuestras actividades empezaban muy de mañana. Laurita salía a comprar la leche y unos cuantos chocosos bien tostaditos, como le gustaban a Elías. Nunca había mantequilla. Y luego comenzaban las reuniones, casi siempre programadas para todo el día. Yo tenía varias obligaciones: comprometer casas para las reuniones, citar a la gente en lugares determinados que sólo yo conocía y luego, de allí, llevarlos al sitio de la reunión. El que se atrasaba, se quedaba no más. Además, había que buscar una casa donde estuvieran en condiciones de convidarnos el clásico platito de porotos. Uno de los lugares en que nos reunimos cierta vez fue el local del Sindicato de Enceradores. Salimos tarde por calle Tarapacá y doblamos hacia Eyzaguirre, justo en los momentos en que se asomaban a las ventanas las "niñas que llaman", y comenzaron a amostazar a Elías: "Suegro, traiga al cabrito para acá, pues". Y él, indignado, me dice: — ¿Escuchaste a esas grandísimas reputas? — Claro que las escuché, pero no tengo un peso... 64 — ¡Ah! ¿Con que le gusta también, no? Luego nos fuimos a vivir a la población El Salto, en otra pocilga. El terminal de la línea Recoleta llegaba sólo hasta Avenida Chile —hoy Avenida México—, y desde allí teníamos que caminar ocho cuadras a pie hasta eso que llamábamos casa: dos pequeñas piezas. Una ocupaba el matrimonio y en la otra dormíamos Pablo Cuello y yo. El pobre Pablo parece que tenía

la sangre dulce, porque siempre agarraba piojos por ahí, y por las noches los compartíamos, durmiendo en el suelo. Allí pasamos las peores pellejerías que recuerde. Lo más del tiempo, té en la mañana, té en la noche y nada más. Algunos días, tenía que salir donde algunos amigos como Manuel Solimano o Enrique Bello que atendía una venta de licores. Llegaba yo allí y le cantaba la canción de siempre. . . — Espérate un rato, Crespito, todavía no he vendido nada. Esperaba el rato hasta que caía el primer cliente y partía con cinco pesos en el bolsillo. También visitaba a un industrial de la calle Bellavista, a algunos profesionales, y otros amigos, pero el paño de lágrimas era el compañero Amador Pairoa. Cuando me entregaba el dinero pedía un recibo, pero cuando yo le firmaba el papelito me decía: —¿Y para qué me vas a dejar esto cuando nunca van a pagar? Pero él era el secretario de finanzas y tenía que responder de los dineros que pasaban por sus manos. Así vivimos años. Y me parece justo destacar el temple de la esposa de Elías. Una mujer que se conformaba con los medios que hubiera, que jamás reclamó por nada, viviendo siempre encerrada, sin poder tener amigas, haciendo milagros para parar la olla, lavar y almidonar las camisas de Elías, lavar nuestras propias ropas, zurcir, planchar los lustrosos 65 ternos negros de su compañero y esperarlo siempre despierta hasta que él llegaba por la noche, a la hora que fuera. El siempre llegaba solo. Yo tenía que pasar a distintas partes a citar compañeros para las próximas reuniones. Casi siempre había gente de provincias que venían por problemas sindicales. No sólo los integrantes de los grupos de la FOCH que operaban en los sindicatos. Había importantes organizaciones que siempre permanecieron afiliadas a la Federación, como el Sindicato de Campos y Frigoríficos de Puerto Natales, los pirquineros de Andacollo, los conductores de vehículos de Valparaíso, el Sindicato Campesino de Lonquimay, dirigido por el profesor Leiva Tapia, asesinado después durante el levantamiento campesino de Ranquil. No era difícil encontrar a los compañeros que casi siempre llegaban a la Federación de Maestros, o al Sindicato de Enceradores. Elías tenía fama de mal genio, pero era un hombre bondadoso y tenía siempre la capacidad de reconocer cuando se había equivocado. Una tarde nos separamos. Yo cumplí todas mis citaciones rápidamente y llegué a la casa antes que él. No había nada de comer y me acosté. Al poco rato llegó él y apenas puso el pie en la puerta preguntó: — ¿Llegó el "Crespo"? — Sí, está acostado. Elías empezó a pasearse del dormitorio a la cocina, y de la cocina al dormitorio, regañando: —A éstos, hay que cortarles las huevas por flojos. .. Y volvía a pasar y volvía a repetir lo mismo. Entonces, no me aguanté y levantando la cabeza dije: —Y a otros habría que cortarles las huevas por idiotas… — Entonces, ¿citó a la gente? — Claro que la cité. 66 — Disculpe, entonces, compañero —me dijo, y se fue muy tranquilo a acostarse. Pero al día siguiente, yo amanecí mudo. Me hablaba, y yo. . . "no se oye, Padre". Salimos caminando en dirección al bus, y él me hablaba mientras avanzábamos, pero yo

seguía taimado. Hasta que mi actitud —que ahora veo que era propia de un joven, y sin respeto— lo molestó tanto que se adelantó, se paró frente a mí y me dijo: — ¿Así que estamos en huelga de silencio? ¿Acaso no le di mis disculpas anoche? ¿O quiere que le pida perdón de rodillas? Nos miramos y ambos nos largamos a reír. Había sido un caso aislado, pero él fue siempre conmigo extremadamente cordial. No sólo eso sino, además, generoso y siempre enseñándome. Cuando viajábamos juntos y alguien le pedía una opinión, él decía: — Consulten la opinión del compañero Víctor. Y esto, a pesar de la diferencia de edad y de experiencia que había entre ambos. De la población El Salto nos fuimos a vivir al barrio Estación Central. No podíamos quedarnos mucho tiempo en un lugar para no hacernos conocidos. Pero el cambio de "residencia" no costaba nada. En un cajón azucarero cabía la "vajilla" de cocina, y las dos camas, el catre, la mesita y las cuatro sillas cabían en una carretela que yo contraté. Laurita y Pablo se fueron en autobús y yo acompañé al carretelero. Por el camino, el hombre empezó a preguntar en qué trabajábamos, qué hacía el padre. .. — Es vendedor viajero y pasa poco en Santiago. - ¿Y vivían en esa población tan pobre? - Sí, pero usted sabe que cuesta encontrar habitaciones; ahora nos vamos a otra mejor. 67 — Y el otro joven ¿en qué trabaja? — Es trabajador de imprenta, — ¿Y usted? — Yo no trabajo porque mi madrastra va a tener familia por estos días y tengo que acompañarla. Lo cierto es que Elías se encontraba en Montevideo, en una reunión del Comité Contra la Guerra, y a los pocos días que llegamos a nuestra nueva "residencia", nació su hija mayor. Laurita fue atendida por una matrona amiga. Después de una semana a la madre se le ocurrió que había que inscribir a la niña en el Civil. — Claro que lo haremos —le dije—, iremos con Pablo y dos testigos y dejaremos constancia de que usted es madre soltera. . . — Pero ¿cómo, no va a llevar el apellido de mi viejo? — Por el momento no. Usted sabe que los Lafertte son harto pocos. En el Civil se darán cuenta y luego investigarán dónde está el padre, que es tan buscado por la policía desde hace tiempo. Ya mejorarán las cosas y su hija tendrá el nombre y el apellido que le corresponde. De acuerdo a los deseos de Elías, la niña se llamó Juana en recuerdo de Juana Gavillo, su abuela paterna. Pero después hubo otros problemas: Laurita era creyente y un día me preguntó: — Oiga, Crespito ¿se enojará el viejo si bautizamos a la niña? — ¿Y usted quiere hacerlo? — Claro que quiero que le pongan el óleo. — Bueno, si usted lo desea, lo haremos y ya nos arreglaremos con el padre cuando regrese. Así, llevamos a la criatura a una iglesia de la calle Blanco. Yo pensé que como Elías había sido monaguillo cuando niño, respetaría los deseos de su compañera. Y yo mismo fui el padrino. La verdad

68 es que cuando Elías regresó y lo supo, no hizo ningún comentario y jamás me preguntó por qué bautizamos su hija. TOCOPILLA A mediados de ese año la FOCH celebró su Congreso en el local de la Sociedad de Comerciantes de la Vega, una casa de Avenida La Paz. Pero más de 130 delegados fuimos detenidos y conducidos a la penitenciaría, acusados de estar instigando la insurrección. Poco antes, habíamos tenido visitas de los partidos hermanos de Uruguay, Argentina y Perú. Los primeros nos ayudaron bastante en hacer claridad sobre la necesidad de impulsar la unidad para la organización del Frente Popular. A la semana quedamos todos en libertad. Pero había problemas políticos y económicos debido a la tremenda crisis. Además, en Antofagasta los había de carácter orgánico. Los compañeros de la dirección resolvieron que algunos de los más jóvenes nos fuéramos a provincias para ayudar a resolverlos. Yo ya tenía más conocimientos desde el punto de vista político y en el primer momento me propusieron irme a Concepción. Pero días después me comunicaron que a la capital penquista viajaría Justo Zamora y que yo, en cambio, debería irme a Antofagasta. La verdad es que me dio un poco de susto. La designación me honraba, pero, siendo yo tan joven, dudaba si podría cumplir bien y responder a la responsabilidad de llegar allá como representante de la dirección del Partido. En verdad, al comienzo encontré problemas. Un compañero de alta responsabilidad en la dirección regional era demasiado aficionado a hacer guagüitas. Lo peor era que llegaba con la chiva de que 69 "yo estoy solo aquí, y ustedes tienen el deber de resolver mi problema sexual". Así, el perla tenía a dos mujeres embarazadas y otras que se libraron por milagro. El Partido, educado en la moral proletaria, no podía aceptar que los varones anduvieran como el picaflor con las compañeras. O pasaban por el Civil o se juntaban simplemente a vivir. Pero la actitud de aquel camarada produjo una reacción negativa de nuestra gente hacia la dirección. La mayoría de nuestra gente no quería saber nada de sus re-presentantes, y mucho menos de los enviados desde Santiago. Yo lo comprobé duramente a mi llegada. Cuando entré al local del Partido en calle Covadonga Nueva, me reconocieron pero nadie me dio pelota. Pregunté por los dirigentes y ni siquiera me contestaron. Entonces salí a buscar alojamiento. Llegué donde el "rucio" Godoy, cuyo nombre me había dado precisamente el causante de los embarazos. Lógicamente, ni siquiera me ofreció asiento y cuando le planteé el problema me contestó que en su casa no había alojamiento y que su comida no era para los enviados del Comité Central. Le pedí disculpas y me fui donde Juan Guerra. Pero éste me dijo que tenía muchos hijos y que le era imposible hospedarme, aunque, si quería, podía ir a almorzar algunos días en su casa. El problema era que yo había salido de Santiago con seiscientos pesos como todo capital para gastos de pasajes y no me quedaba ya dinero para pagar alojamiento y comida. Después de pensar unos minutos, luego de este segundo fracaso, me fui a la casa de Luis Cataldo a quien yo conocía. Era un obrero estibador, casado con Carmen Monroy, padre de tres hijos.

Cuando toqué la puerta, apareció él mismo, con sus largos bigotes, descalzo como si estuviera en la 70 cubierta de un barco. Me recibió en forma cordial y de buen humor: — ¡Ah! Así que tú vienes a reemplazar al cachero de... Puchas, aquí faltaba poco para que hasta los hombres tuviéramos que andar de espaldas a la pared. . . Pero su compañera, que se había asomado, cuando me vio medio desconcertado con este recibimiento me dijo: —No le haga caso a este viejo zafado, compañero. Pase y siéntese a comer un platito de porotos. Durante el almuerzo les conté el motivo de mi visita y los problemas que había encontrado, pero no había terminado de hablar cuando Cataldo me dijo: — Vente para acá no más, huevón. Aquí la comida es poca porque hay poco trabajo. Cuando hay, comemos, y bueno, si tenemos que comer mierda, mierda comeremos. . . Su fraternidad ruda, su cordialidad para recibir a un extraño no la olvidaré nunca. Algunos meses él podía trabajar sólo tres o cuatro días. Algunas veces recibían unos kilos de papas del auxilio de cesantía, pero muchas veces no había con qué parar la olla. En esas ocasiones, Cataldo me decía: - Oye, flaco, resulta que no hay comida. Vamos a la playa y tú, Adilio —su único hijo varón-busca los chepos para salir a mariscar. Así, recorríamos la playa en dirección a Mejillones, caminando varios kilómetros, para volver al mediodía con una buena cantidad de mariscos que nos alcanzaban para dos o tres días. En esos años el secretario del Partido era Humberto Vera, más conocido como "el guatón" Vera. Ex obrero ferroviario, había sido expulsado del ferrocarril de Antofagasta a Bolivia por su permanente posición de clase. Con él iniciamos algunas 71 conversaciones para luego organizar el Secretariado junto con Vera, Alberto Carrasco —viejo fochista del Consejo de Pampa Unión—, y Francisco Prado, también ex empleado del ferrocarril, despedido durante Ibáñez. Todos ellos fueron firmes puntales para comenzar a hacer funcionar el Partido. A los seis meses, bien podíamos decir que éste actuaba ya con pasos lentos pero firmes. Al poco tiempo llegó allí Higinio Godoy, enviado para otras tareas, pero vimos que no había condiciones para que las llevara a cabo. Se trataba de pasar a un país vecino. Entonces Higinio se quedó con nosotros y comenzó a trabajar firme, lo que me dio tiempo para atender algunos comités locales. Ambos vivimos juntos en la casa de Cataldo, cuya generosa fraternidad y alegría podía multiplicarse, a pesar de su pobreza. La casa estaba construida sobre unos roqueríos —él mismo la había hecho, sudando la gota gorda sobre la roca viva que pertenecían a Bienes Nacionales. Y él, que era trabajador, militante activo, de repente, sin embargo, era medio reacio para asistir a las reuniones de su sindicato. Entonces "la Carmela" —como él llamaba a su compañera— agarraba una escoba y, entre risueña y seria lo conminaba: "Ya, viejo flojo, te fuiste a la reunión del sindicato". El lo tomaba con su buen humor de siempre, y me comentaba: Mira lo que son las cosas, flaco. Mi propia vieja me echa de la propia casa. . . Pero partía a la reunión del sindicato. Yo pasaba viajando por la provincia. Además de Tocopilla, Chuquicamata, María Elena, Pedro de Valdivia. En Tocopilla se encontraba al frente de la dirección del Partido el compañero Alejandro Fuentes, llegado de la zona del carbón, que se ganaba la

vida trabajando con una carretita tirada por un burro que él llamaba Fernando "en homenaje" a 72 un alto personaje político del país. Era un burro bastante original ya que usaba pantalones, y como las piernas son lo único que suele quedar usable de esta prenda de vestir, Fernando siempre andaba con pantalones de fantasía. Sin embargo, esto no era un capricho de su dueño, sino que lo hacía por proteger al animalito de las moscas y además para evitar que se pelara las rodillas cuando resbalaba en las empinadas calles de Tocopilla. Comencé mi trabajo luego de una conversación con el comité local, en la cual expliqué mi misión. Tomé contactos con algunos militantes de los gremios de lancheros y movilizadores, entre ellos Isidoro Vilches y su tío Cruz Vilches, Manuel Delgado y otros. Cuando pregunté si había algunos militantes de la FOCH, aparecieron varios que habían trabajado en los abandonados puertos de Coloso y Mejillones. Hubo una primera reunión con alrededor de veinte compañeros, casi todos afiliados al Partido Demócrata. Pero nuestras conversaciones fueron útiles y quedamos de acuerdo en que había que organizar los "grupos FOCH". Estos grupos, llamados de oposición sindical, cumplían el papel de denunciar y luchar contra el legalismo que trataba de imponer el Código del Trabajo, y a la vez, impulsar las medidas que realmente beneficiaban a los trabajadores. En una segunda reunión ya nos dimos tareas concretas para exigir a las empresas el cumplimiento de algunas disposiciones legales que favorecían a los trabajadores y que no se respetaban. Pero yo no conocía todavía al que más tarde había de ser mi gremio: después de la reunión, me invitaron a comer un "chupín de congrio", plato barato y muy popular. Mientras comíamos, me preguntaron cuál era mi oficio. - No tengo oficio, compañero. Trabajo para el 73 Partido y vivo gracias a la ayuda de compañeros que me dan alojamiento y comida. — ¿Y platita para el bolsillo? — Bueno, de eso ya me he olvidado, compañeros. Se miraron entre ellos y uno dejó caer la pregunta: — ¿Y usted no quiere trabajar? — Quiero, pero estoy en las listas negras, no sólo aquí en el Norte sino también en Valparaíso. — Y si nosotros le encontramos pega, ¿se quedaría? — Pero al tiro, pues compañero, encantado. Y cuando respondí esto pensé en las hilachas que me quedaban de ropa. Los pantalones remendados en el trasero de tanto estar sentado, porque, como una vez dijo Neruda, "los comunistas tenemos el poto cuadrado de tanto estar en reuniones". Quedamos de acuerdo en que volvería a Tocopilla dentro de quince días. Yo regresé a Antofagasta, donde di cuenta al comité regional de mis planes. En mi trabajo quedó allí Higinio Godoy, que había mandado a buscar a su mujer y su hija. El comité regional estuvo de acuerdo. . . pero ahora había que comunicárselo a Monroy, mi protector, en cuya casa había vivido y compartido alegrías y penas. Cuando se lo dijimos, miró a Higinio con una cara llena de risa —tal vez para disimular su emoción— y le dijo:

— Mira, guatón que es huevón este flaco. Se va de Antofagasta cuando nosotros con la Carmela ya estábamos pensando pasarlo por el Civil como hijo nuestro, en la libreta de familia. — Pero me voy cerca, papi —le contesté siguiéndole la broma—, y cada vez que pueda vendré a verlo. En verdad, así lo hice siempre y, después, 74 me tocó llegar a su casa ya no como un desconocido, sino como Alcalde de Tocopilla, nada menos que con auto a la puerta. He querido destacar a este modesto matrimonio proletario tan solidario y cordial con quienes llegaban a su hogar, levantado —como ya he dicho— a punta de dinamita y barrenando tiros, en la roca viva... El viejo "Chuqui", como le llamaban sus compañeros, asumía cualquier responsabilidad que le dieran. En especial, se destacaba, junto con el "zunco Díaz", en la lucha contra el cohecho. Donde ponían sus manos, daban bote los "carneros" y era un gusto oírlos, después de las elecciones hacer el recuento de los que habían recibido esa particularísima "concientización". Lo que pasaba entonces era que los candidatos de derecha se buscaban una persona a la que le pagaban para que les juntara un determinado número de votos. Esto se hacía mediante las "encerronas". Y les pagaban después de las elecciones, según el número de votos que habían sacado. Así ganaban muchos "representantes del pueblo", que no eran sino unos reaccionarios. Llegué a Tocopilla en un camión cervecero, para alojarme en casa del compañero Rosario Leiva, obrero de la Anglo Lautaro, que tenía una modesta casa al lado del ferrocarril de Tocopilla al Toco. Me arregló una cama hasta con velador. Claro que comida no había todos los días, pero yo me iba donde otro compañero, de apellido Torres, que vivía en "La Manchuria". Me parece interesante explicar el nombre de esta población. En todos los puertos industriales había muchos terrenos fiscales. Producido el cierre de las salitreras, muchos trabajadores de origen campesino no quisieron volver al arado y la pala y comenzaron a levantar sus viviendas en esos terrenos. 75 Como carecían de ayuda de las autoridades, utilizaban como materiales, en algunos casos adobes, latas viejas y gangochos para el techo. Las puertas eran más elegantes: hacían un marco de madera y colgaban allí un saco perro. En los embarques de salitre, éste se envasaba en unos sacos que tenían la figura de un perro, y de ahí salió el nombre. Algún gracioso, cuando vio la miseria, la pobreza y suciedad de esas viviendas, dio a la población el nombre de "La Manchuria" y así quedó. Al día siguiente de mi llegada, me entrevisté con la directiva del Sindicato de Lancheros y Ramos Similares, integrado por Armando Galleguillos, José García —compañero que en el golpe fascista del 11 de setiembre de 1973 fue fusilado por orden de Arellano Stark—, Isidoro Vilches, Emilio Vázquez. Todos se pusieron en campaña para encon-trarme pega. Hablaron con un señor Terrel, jefe de muelles, quien aceptó tomarme como "costura de sacos", pero era necesario aun la autorización de la capitanía de puerto, servida por un marino jubilado, Genaro Castro, quien no tuvo inconveniente en darme un permiso. Con ese permiso me inscribieron en la lista de preferencia, o sea, que trabajaría después de los de planta. Mi primer día de trabajo fue como retirador del salitre que caía por las escotillas de los barcos. Fue duro. El calor y el polvillo del salitre producían una transpiración pegajosa y abundante. Se me ampollaron las manos y me reventaron en sangre. Pero hice de tripas

corazón y seguí hasta que uno de mis compañeros, Juan Alfaro, subió con un "choquero" lleno de té caliente: —Siéntese un ratito, compañero, échese una descansadita y tome un poco de té. Aquí no nos controla nadie. . . La verdad es que el ratito de descanso me vino de perillas. Pero lo más importante es que no he 76 olvidado jamás la fraternal actitud de ese compañero hacia el "nuevo". Además, sacamos una experiencia de ese primer día de trabajo: hasta entonces, a nadie se le había ocurrido pedir que al menos limaran los filos de hierro de las palas, y esa fue, tal vez, la primera reivindicación que les propuse a mis compañeros. Se llevó a la empresa y se logró la pedida. Y, por otra parte, ese primer día trabajado arrojó en mi favor noventa pesos. Apenas podía creer que andaba con 90 pesos en el bolsillo y partí de inmediato donde un sastre de apellido Soto Téllez para entregárselos a cuenta de un "ternero", es decir, un traje nuevo, que tendría después de casi tres años en que, como funcionario del Partido, pasaba las apreturas que pasábamos todos los comunistas, ya que entonces no había plata ni para darnos la comida. Y esta misma suerte la corríamos todos de capitán a paje. El trabajo a trato significaba más paga, pero era durísimo. Cuando trabajaba a jornal, ganaba catorce pesos cincuenta al día. No era poco, pero si hubiera tenido que pagar mi comida me habría visto en serios aprietos, porque a veces sólo se podía trabajar uno o dos días al mes, ya que solían pasar hasta quince días sin que viéramos un barco en la barra. Pero no perdía el tiempo. Me enteré que el local del Sindicato de Lancheros y Ramos Similares estaba cerrado. Le pedí la llave al presidente y me fui para allá. Tuve que empezar por un aseo general. Volaron las polillas y las telarañas, después, comencé a abrirlo todas las tardes, después del trabajo. Comenzó a llegar gente de a poco. Primero eran compañeros que no sabían escribir ni leer y querían que les leyera las cartas que les llegaban de sus familiares. Lo hacía, y después les ayudaba a contestar la correspondencia. Otro, 77 que venía a reconocer un hijo en el Civil y no sabía cómo hacerlo porque no estaba casado con su compañera; algunos querían mandar un giro a su familia que estaba en el Sur. Hacíamos los trámites y aprovechábamos para conversar sobre las condiciones de trabajo. Aquí quiero referirme a una situación terrible que se producía en muchas familias proletarias. Muchos no podían legalizar su situación familiar porque. . . "bueno, resulta que no puedo casarme con ella, porque está casada, pero el marido se fue hace años porque aquí no tenía trabajo". El flagelo de la cesantía, las infames listas negras disgregaron muchas familias. Decenas de trabajadores se vieron forzados a abandonar a su mujer e hijos pequeños y nunca más los volvieron a ver. Y ellas, para impedir que los hijos murieran de hambre, y ante la falta de industrias en que pudieran trabajar, se juntaban muchas veces con un hombre con el cual ni siquiera podían casarse. Nuestro sindicato comenzaba a cobrar vida. Logré que compráramos una radio para el local y evitar así que la cantina fuera el único centro de diversión. Pero la gente aún no tenía conciencia de que también nuestro local era el lugar para discutir nuestros problemas y para plantear soluciones. Esto se hacía en los lugares de trabajo, durante las pausas de descanso. Y se hablaba allí de todos los temas.

Entre los vaciadores de salitre estaba Hipólito Alegría, tal vez, el más instruido de todos sus compañeros. Solía sentarse en la cubierta del muelle con las piernas cruzadas como un hindú y comenzaba a despotricar "como un buen demócrata", y sus iras siempre iban a dar contra el compañero Recabarren. Yo tuve que aguantar en silencio al comienzo. Pero llevé la discusión al grupo FOCH, 78 donde logramos hacer claridad en muchas cosas. Muchos dejaron de ser demócratas y pidieron su ingreso a nuestro Partido. Pero las cosas en nuestro sindicato no mejoraban como queríamos. Allí había gente que trabajaba a trato y otra a jornal. Las condiciones de estos últimos eran pésimas y había mucho descontento, pero nadie lo planteaba en el sindicato. Una mañana nos encontrábamos en la cubierta de un barco todos los "costuras" —así nos llamaban a los que trabajábamos en coser los sacos rotos, barrer las lanchas, y que éramos obreros a jornal— cuando se originó una disensión con gruesas expresiones contra los dirigentes sindicales. Les sacaban la madre y les dejaban el padre colgando. . Yo escuché hasta el final y después les pedí que me dejaran dar mi opinión aunque era nuevo. — Claro que hay problemas, pero no creo que sea bueno discutirlos aquí, en la cubierta de un barco. Ustedes saben que aquí hay gente que habla nuestro idioma. Pensarán que somos unos ignorantes y que no tenemos el criterio suficiente para llevar nuestros problemas donde corresponde, cuando todos somos organizados. Todos nosotros somos parte del sindicato y cuando hablamos mal de nuestra organización, estamos desprestigiándonos nosotros mismos. Yo los invito a que pidamos una reunión y si ustedes quieren, yo hablaré por todos nosotros, siempre que asistamos todos. — No sacaremos nada —saltaron varios a la vez—. Ya sabemos que los dirigentes sólo le arreglan los bigotes a los lancheros. — Bueno, pero hagamos la prueba, les respondí, y al final llegamos a un acuerdo. En la oficina del abogado Gallo Mena trabajaba un compañero de apellido Zepeda. Le pedí que nos juntáramos una tarde para echar una mirada a 79 las disposiciones del Código del Trabajo y elaborar un pliego de peticiones. Era evidente que los que reclamaban tenían toda la razón. Teníamos contrato de trabajo como jornaleros, y, de acuerdo al Código del Trabajo, nos correspondían 48 horas de trabajo a la semana y nosotros sólo trabajábamos cuando entraba o salía un barco del puerto. En resumen, exigimos que se nos diera la semana completa de trabajo, y que los días domingo se pagara no las horas trabajadas, como lo hacía la empresa, sino la jornada completa, además de que las horas extraordinarias se pagaran con los mismos recargos que se les daba a los contratistas. Entretanto, yo personalmente, me las arreglaba bastante aceptablemente para vivir. Ya tenía muchos amigos en el gremio y algunos hasta me solían invitar a "ponerle entre pera y bigote". En una ocasión me invitaron a un restaurant, a un almuerzo bien regado. La cosa es que yo nunca he sido bueno para el trago, y llegó el momento en que sentía que la carga de vino "me estaba llegando a la línea de flotación". . . Me paré y empecé a excusarme, pero... — Qué se va a ir, compañero, si la manifestación es para usted. No puede irse sin ofendernos. . .

Total, después siguieron los tragos, "vaquita echada" y la verdad es que sólo recuerdo que ellos siguieron en el negocio y a mí me llamaron un taxi y me mandaron dejar a mi casa. Es la única borrachera que me he pegado en mi vida. Cuando llevamos el pliego que habíamos elaborado con Zepeda a la asamblea, se aceptaron todos los planteamientos contenidos en él y la gente comentaba que estas peticiones se defenderían incluso con la huelga. Pero también vieron el peligro de que yo fuera despedido de la empresa y para 80 impedir cualquier medida represiva, pidieron a Isidoro Vilches que renunciara y me eligieron a mí en su reemplazo, llegando así a ser el secretario del sindicato, hecho que causó buena impresión entre los compañeros jornaleros, ya que yo era uno de ellos. Comenzó la discusión del pliego con la Anglo Lautaro. Lo cierto es que nos aceptaron todo, con excepción de seis días de trabajo en la semana. Nos dieron cinco. Pero junto con esto, comenzaron las maniobras de la empresa, que quisieron cobrar revancha, y llevaron la cosa ante la capitanía de puerto, acusándoseme de ser un agitador. Pronto fui llamado por el Capitán de Puerto, que era un hombre de edad avanzada y de trato cordial: —Mire, hijo —me dijo—, tengo aquí una acusación contra usted. Dicen que es un agitador enviado desde Valparaíso y que ha presentado un conflicto a la empresa. — Efectivamente, me vine de Valparaíso, como cualquier obrero en busca de trabajo, y yo creo que a eso tenemos derecho todos los hombres de este país. Pero, ¿la empresa le dice en su acusación contra mí qué tipo de conflicto les he presentado? — Lamentablemente no lo dicen en su oficio. . . — Pues yo se lo diré, señor. La empresa burla varias disposiciones del Código del Trabajo: no da trabajo los días establecidos, los días domingo y festivos, en lugar de pagar la jornada completa, como también lo establece dicho Código, paga sólo las horas trabajadas, y así, le podría citar otras disposiciones que la empresa no cumple. Ahora se me acusa de ser un agitador comunista y yo lo que he hecho es exigir que se cumpla la ley, en defensa de mis compañeros. Pero yo no dicté ese Código, en ese caso, son los legisladores los comunistas y no yo. 81 — ¿Y eso es todo lo que ha hecho, joven? — Eso es todo. — En ese caso, váyase tranquilo. Mientras yo esté en la Capitanía de Puerto, tendrá usted un amigo aquí... En verdad, siempre mantuvimos cordiales relaciones, y posteriormente, cuando llegué a ser Alcalde de Tocopilla, éstas siguieron siendo buenas. Pero había nubarrones de tempestad. El intendente de la provincia era un general retirado de apellido Cabrera Negrete, quien, basándose en sabe Dios qué disposición, dictó un decreto en que nos quitaba el fuero sindical al presidente y a mí. Más claro, nos inhabilitaba como dirigentes sindicales. Y el inspector del trabajo, don Manuel Castro, que no era un hombre reaccionario, nos llamó para notificarnos que teníamos que cambiar la directiva en fecha próxima. Estudiamos el asunto internamente, como grupo sindical, y llegamos al acuerdo de que una persona debía ir a la Inspección del Trabajo y preguntar: — ¿Quién elige a los dirigentes sindicales? — Ustedes, tendría que contestar el inspector.

— Bueno, resulta que nosotros estamos contentos con los dirigentes que tenemos, debería replicar nuestro enviado. . . Después, vino la designación del que debía ir a hacer las preguntitas. Yo propuse al compañero Manuel Delgado, pero él respondió: —No, pues don Vito, ya está con sus bromas usted. Pero todos estuvimos de acuerdo en que no era broma. Manuel Delgado era muy conocido y querido por todos. Le llamaban el "Huaso Coya" porque era de origen campesino y porque trabajó en la Oficina Salitrera Coya Norte. Nos hacía reír a todos con su manera de hablar, que él exageraba 82 a propósito. A veces decía, "ando con un dolor a la islilla", y se tocaba un homóplato. Otras veces se quejaba: "puchas que me duele la "hortia" y se sobaba las asentaderas. Apenas sabía firmar para entregar siempre su voto al Partido. Por esto y por haber sido afiliado a la FOCH había pasado muchas penurias, junto a su mujer y sus hijos. Cuando propuse la idea y a él como nuestro vocero, hasta les pareció cómico a los compañeros, pero al final se resolvió positivamente mi proposición. Llegó el día de la asamblea con el inspector del trabajo, en la cual había que elegir la nueva directiva. Se abrió la sesión y de inmediato pidió la palabra Manuel Delgado, nuestro "Huaso Coya" que con su cara más inocente preguntó: — Señor Inspector, ¿quién elige a nuestros dirigentes? — Me llama la atención su pregunta, señor. Ustedes los eligen, pues. — Entonces nos vamos, porque todos estamos de acuerdo con los dirigentes que tenemos actualmente. Y dicho y hecho, se pararon todos y abandonaron el local. Quedamos, el presidente, el inspector del trabajo y yo. El inspector nos dijo que tendría que informar a la Inspección Provincial, y cuando así lo hizo, el intendente Cabrera Negrete pidió a la Anglo Lautaro que recurriera a los tribunales del trabajo, pero la pista se le había puesto pesada a la empresa y no lo hizo. EL FRENTE POPULAR Hacía más de seis meses que me desempeñaba como secretario de nuestro Sindicato Profesional de Lancheros y Ramos Similares. En 1936, me correspondió representarlo en el Congreso de la 83 CTCH efectuado en Santiago. Dicho Congreso se inició bajo el signo de la unidad de la clase obrera… hasta el momento de elegir al Secretario General. Por escasos votos obtuvo la mayoría Salvador Ocampo, pero el grupo que encabezaba Bernardo Ibáñez desconoció esa mayoría. Finalmente se acordó crear el cargo de Subsecretario General y, para mantener la unidad, Ocampo pasó a ocupar ese cargo. De regreso en Tocopilla, organizamos el Consejo Departamental de la CTCH y fue designado secretario Segundo Díaz, obrero panificador. A ese novel Consejo le correspondió afrontar la huelga de la mina La Despreciada. Allí había dos sindicatos, el de Planta y el de Mina, ambos bastante apatronados. Nos correspondió hacer giras por la provincia de Tarapacá impulsando la solidaridad con la huelga. Fue entonces que conocí, en la Oficina Mapocho, a José González, quien posteriormente había de ser Subsecretario General de nuestro Partido.

Y también fue en una de esas giras, que por primera vez me hablaron de Pisagua...pero para bien. Ahora, al recordarlo me parece gracioso. En el bus en que viajábamos iba también una joven mujer muy conversadora, que nos preguntó: — Y ustedes, jóvenes, ¿dónde van? — A las Oficinas Aguada y Camina. — ¿Y no van a pasar por Pisagua? — Por el momento, no. — Ay, qué lástima, cuando Pisagua es tan lindo. Nadie se muere de hambre allí. Fíjense que las casas están a la orillita del mar y por las noches, cuando la mar está de llena, o sea marea alta, las olas baldean las casas, llegan hasta debajo de las camas y por la mañana cuando uno despierta 84 mira debajo del catre y se encuentra con los locos y las lapas pegadas a las patas del catre. .. Ella lo decía en forma tan seria y convencida que cuando bajamos del bus me quedé pensando si sería verdad tanta lindura. Pero, con los años conocí esa "hermosura" y me di cuenta de que la mentira era del porte de un buque. La huelga de La Despreciada fue de más de treinta días. Nosotros trajimos generosos aportes de los pampinos de Tarapacá. Cuando se solucionó el conflicto, hubo cambio de directiva y fue elegido secretario nuestro querido compañero Roberto Lara, pasando ese sindicato a ser un pilar muy importante de la CTCH. Si bien es cierto que habíamos mejorado en el trabajo sindical, había mucho que hacer en el seno del Partido. Hacer claridad sobre muchas cosas, sobre las necesidades políticas del momento que el país vivía. No era fácil hacer comprender al Partido la política de Frente Popular. Los compañeros veían que los mismos que antes habían aplicado las fatídicas listas negras, aparecían en algunos partidos del Frente Popular en formación. Teníamos que insistir que ésta era una alianza por objetivos coincidentes y la idea se fue abriendo paso poco a poco. Pero a nuestro Partido se había incorporado una cantidad importante de militantes que no tenían nociones de la organización interna. Se consideraban militantes por el solo hecho de haber recibido su carnet, pero durante los años de la dictadura no habían participado orgánicamente, y nuestro secretario quería mantener la misma disciplina que nos dimos durante el período de ilegalidad. En cierta ocasión el comité local estaba citado para una reunión en un viejo lazareto del cementerio. Pero sólo dos personas llegamos a la hora —el 85 secretario y yo—, y eran 16 los citados. Antes de abrir la reunión, el secretario pasó lista. Fulano de Tal, media hora atrasado, así que queda expulsado del Partido por faltar a la disciplina. Y así continuaron las expulsiones. Cuando llevaba diez le pedí una interrupción: — Oiga, compañero, yo creo que no tiene objeto continuar porque no podemos reunimos con 14 expulsados que no tienen nada que ver con el Partido desde este momento. . . — Bah, de veras pues, no me había dado cuenta. . . De todas maneras, hubo una rica discusión en la que se hizo claridad sobre la necesidad de mantener una estricta disciplina ya que estábamos en un período semilegal. El año 1937 organizamos la Alianza Libertadora de la Juventud, que tuvo gran éxito y jugó un papel muy importante durante las actividades de la campaña presidencial.

Luego se dio forma al Frente Popular, cuya primera batalla fueron las elecciones municipales. En el período anterior habíamos elegido regidor a Pedro Pastenes, obrero pampino. Luego, la dirección de nuestro Partido dio a conocer sus proposiciones para las listas de candidatos en todas las comunas de la provincia. En ellas, por Tocopilla, venía mi nombre, además de Pedro Pastenes y de Alejandro Fuentes, más conocido por el "chato Fuentes". El Partido Socialista había designado como candidato al profesor primario Ernesto Toro Ortiz, a quien yo había conocido en Santiago, antes de mi partida al Norte. Personalmente, yo no estaba muy contento con mi candidatura, ya que hacía tan poco tiempo que había llegado al puerto. Pero la disciplina es la disciplina, y acepté. Mis compañeros de gremio 86 organizaron un gran Comité en que participaba gente de Partido y también sin partido, presidido por dos compañeros muy prestigiados: Oscar Castillo y Alfredo Rojas. El enemigo no esperó para atacar. Lanzaron un volante en que preguntaban qué méritos tenía yo para ser candidato, que de dónde venía, que quién era, etc. Pero fue para mejor: acabábamos de ganar un pliego y esa proclama en mi contra sirvió para unir a los trabajadores del puerto en torno a mi nombre. EL ALCALDE DE TOCOPILLA Llegó el 4 de marzo y se hicieron las elecciones. El Partido eligió tres regidores, los socialistas sacaron uno, los radicales dos, los demócratas uno y los conservadores uno. Desde Santiago comunicaron que, de acuerdo con los partidos del Frente Popular, el Partido que eligiera más regidores, designaba el Alcalde y sugerían mi nombre para tal cargo. La verdad es que el asunto me puso harto nervioso. Yo había pasado por la vereda de la Municipalidad, y nada más. No tenía idea de cómo conducir eficaz y correctamente una comuna. Por esos días se efectuó una reunión del Comité Central y yo aproveché la oportunidad para plantear mi disconformidad a los compañeros con los que tenía más confianza, por nuestras relaciones personales. El primero que escuchó mi pensamiento fue Elías, cuando le dije que mi capacidad no daba para desempeñar el cargo de Alcalde. Me escuchó sonriendo y no dio ninguna opinión, diciéndome solamente: —Hable con el compañero Galo. Me fui donde el camarada Galo. El hombre quería estar informado de todo: 87 — Bueno, pues ¿y cómo fue esa campaña? ¿Y cómo lo trata la gente? Y el Partido, ¿cómo anda? Yo le relaté las cosas, y le di mis opiniones sobre todas las cuestiones que me había planteado, y entonces me preguntó: — ¿Y cómo se siente como futuro Alcalde? — Acabo de plantearle mi caso al compañero Elías, y él me dijo que usted podría considerar que se designe mejor a otro compañero. Pastenes lleva tres años en la Municipalidad y más de algún conocimiento tendrá. . . Además, hay una campaña en mi contra, que soy un recién aparecido en Tocopilla. . . — ¿Y eso le molesta a usted? Usted es un ciudadano chileno, trabajador y honrado a carta cabal. Sabrá demostrar que será un buen Alcalde; porque es un buen comunista le

entregamos esta responsabilidad y no lo hemos llamado para que nos proponga nuevos nombres. Lo hemos llamado para ratificar la resolución de la dirección del Partido. Volví a Tocopilla matriculado y dispuesto a ponerle el hombro. En la primera quincena de mayo se constituyó la Municipalidad. Fui elegido Alcalde por seis votos y una abstención, la del conservador Juan Rebolledo, quien después llegó a ser un colaborador consciente en la Municipalidad. ¿Cómo comenzar a dar los primeros pasos? Después de todo no era fácil. Comencé encerrándome con el secretario municipal, no para pedirle consejo sino para preguntarle cómo era la organización municipal, luego con los jefes de oficinas para que me expusieran los problemas que tenían y cómo pensaban ellos que podían resolverse. Desde luego que no para hacer lo que me decían sino para formarme mi propio criterio. 88 Luego, reuniones con los empleados, con los obreros, con el tesorero municipal, para conocer el estado de las finanzas: un déficit de 400.000 en un presupuesto de 2.000.000 de pesos. Después de escuchar a todos, informé al Partido. Estaba convencido de que mi responsabilidad era aprender mucho, sobre la marcha, en la actividad misma, para entregar mis conocimientos al Partido, que era, como ya he dicho, ciento por ciento proletario en mi zona. No era posible consultarlo todo, como suelen hacerlo todavía algunos dirigentes que no se atreven a tomar ninguna resolución para no cometer errores. Yo me encontraba a más de 1.700 kilómetros de la dirección y no tenía otra que. . . mojarme el potito, como decimos los chilenos. Algunos compañeros comenzaron a hacer planes: había que seguir la política de las anteriores administraciones en cuanto a renovar el personal, aprovechando ahora para limpiar la Municipalidad de los tramitadores y buenos para el tinto; había que dejar vacantes para los nuestros ya que teníamos muchos cesantes; había que despedir a los viejos que ya no servían para nada en la Municipalidad. La verdad es que me sentí en un berenjenal y tuve que dar largas batallas, abrir camino, discutir, hacer claridad sobre algunas cosas: — Compañeros, ésta es una Municipalidad de Frente Popular, no del Partido Comunista. Tenemos que ganarnos a mucha más gente. Dentro de pocos meses, en octubre, será la elección presidencial, y tenemos que ganarla. Con un Gobierno nuestro la cosa será distinta, se crearán nuevas industrias, se dará un nuevo impulso al país, se pondrán en actividad algunas Oficinas Salitreras paralizadas. Esta administración municipal tiene 89 que ser distinta, más honesta, más humana, más sensible a las necesidades de los trabajadores que siempre han sido postergados en la solución de sus problemas. Es cierto que hay malos funcionarios, pero tendremos que tolerarlos para aprender de los mejores el manejo de la comuna. Yo no estoy preparado para deshacernos de todos y comenzar sólo con pura gente nueva, tan inexperta como yo. Estoy conversando con toda la gente de la Municipalidad, pidiendo opiniones y las he recibido buenas y malas, tanto de los empleados como de los obreros municipales. Luego, entre nosotros, como Partido sacaremos las conclusiones, pero no podemos llegar, como decimos en el campo, cortando escobas de un viaje. Los compañeros habían propuesto que despidiera de inmediato al administrador del Matadero Municipal, porque era cargado al tinto. Pero me proponían en cambio una persona que apenas sabía firmar.

— Compañeros, —les dije— en el Matadero hay que recibir dinero y llevar las cuentas, hacer planillas de ingreso en la Tesorería; el funcionario que ustedes me proponen no es capaz de hacerlo, y en tal caso, me quedo, por ahora, con el "curaíto" y dediquémosnos a buscar la persona idónea. En igual forma hubo que esclarecer que nosotros, comunistas, no podíamos largar a la calle a los viejos que habían trabajado años en la Municipalidad, sólo por estar viejos. Así despedían las empresas imperialistas, y nosotros no podíamos hacer lo mismo. No tengo cuenta de las discusiones y reuniones para que se llegara a una clara comprensión de nuestra política de alianzas, de que nosotros, comunistas, teníamos nuevas y más grandes responsabilidades, 90 dirigiendo una comuna. Había que hacerlo con diligencia, eficiencia y dignidad. Y comenzaron nuestras tareas. Las primeras medidas fueron para controlar los gastos municipales: combustibles como bencina, aceite, luz eléctrica, teléfonos, hora de funcionamiento de los vehículos —incluido, desde luego, el del Alcalde—, nadie podría ocuparlos en adelante ni los sábados ni los domingos. Era también indispensable un aseo general de la ciudad. Pero como la Municipalidad estaba con un déficit presupuestario, propusimos hacerla en horas extraordinarias, pero en forma voluntaria, sobre la base de que si a fin de año la Municipalidad equilibraba su presupuesto, habría una asignación especial. La verdad es que todos aceptaron con entusiasmo, especialmente los sectores obreros, ya que sus propias casas estaban en ca-lles virtualmente intransitables por la cantidad de piedras y basuras. Nos incorporamos a la tarea desde el Alcalde y los regidores hasta el último obrero. Otra batalla que hubo que dar fue para que los funcionarios municipales respetaran sus horas de trabajo. Se puso un libro a su disposición, donde debían firmar las horas de llegada y salida, luego de una reunión en que se les explicó que había malestar entre los obreros por la irresponsabilidad de algunos funcionarios, y que el público reclamaba por las tramitaciones. Recuerdo que hice mucho hincapié en que nuestra Municipalidad debía ser ejemplar, ya que mucho dependía de la "marca" que nos anotáramos, para el éxito de nuestra campaña presidencial como Frente Popular. Luego cada uno dio su opinión, y la verdad es que todos se manifestaron dispuestos a cooperar. Y los hechos lo demostraron: en el primer 91 año sólo hubo dos funcionarios sancionados por su irresponsabilidad en el cumplimiento de los horarios de trabajo. Así la tarea municipal comenzó a desarrollarse con tranquilidad. Había una sólida mayoría socialista-comunista, pero siempre trabajamos en armonía con los demás, especialmente con el ex alcalde, Juan Daniel Ruiz, militante radical, que había desempeñado el cargo durante 18 años, tenía mucha experiencia y era una persona honesta, a quien yo, además, respetaba por su avanzada edad, siendo yo, en cambio, el regidor más joven. Tomamos la costumbre de realizar, antes de la sesión municipal, una reunión de Comité de regidores donde se conocía la tabla de la próxima sesión, y se discutía, de manera que al producirse la sesión sólo legalizábamos los acuerdos ya tomados. Pocas veces hubo grandes diferencias de opinión, y si bien esto —que era menos circo y más trabajo—- no les gustaba a algunas personas, la comuna fue avanzando de acuerdo a los medios de que disponíamos.

De ese tiempo hay algunos hechos que siempre recuerdo. Uno de ellos fueron mis buenas relaciones con el cura párroco de la ciudad, don Mateo Pérez. Hubo algunos compañeros que no entendieron esto, incluso recibí algunas llamadas de atención porque concurrí, como Alcalde a un Te Deum con motivo del aniversario de nuestra In-dependencia. Pero don Mateo era un sacerdote que jamás ocupó el pulpito para pronunciarse políticamente contra el pueblo, y siempre concurría a los actos convocados por la Municipalidad. Por otra parte, cuando asumí el cargo, sólo dos autoridades me presentaron sus saludos: el cura párroco y el capitán de puerto, don Genaro Castro. El gobernador 92 tenía orden del Presidente Arturo Alessandri de no reconocer la autoridad comunal. El otro hecho que no dejó de causarme problemas fue que decidí seguir en mi trabajo portuario, ya que el sueldo de Alcalde era bajísimo: treinta pesos menos que el portero de la Municipalidad. Naturalmente no dejé de atender mis tareas de Alcalde, dedicando a ellas mis horas de almuerzo y descanso, pero seguí como lanchero. Algunos regidores se quisieron oponer, como Hipólito Barrientos, demócrata, que me dijo: —Si vas a trabajar como antes, siendo Alcalde, esos rotos de mierda te van a basurear... — Yo he respetado siempre a todos —le contesté— y al que me falte sabré responderle, pero no creo que pase nada de eso. Efectivamente, mis compañeros, si ya antes me tenían afecto y respeto, esto se acrecentó cuando vieron que, siendo la autoridad máxima de la comuna, seguía trabajando junto a ellos y compartiendo sus condiciones de vida. Fue en esa época que comenzaron a decirme "don Víctor", trato que no es usual en nuestro Partido pero que muchos camaradas me dan hasta hoy día. No todo era color de rosa. Otro problema que tuve fue por haber facilitado la banda de músicos de la Municipalidad, para una procesión de la Virgen del Carmen. Ahí tuve que estar otra vez explicando ante los compañeros las razones del caso. Me había llamado don Mateo, el párroco, y me dijo: —Mira, niño, mañana es el día de la Virgen del Carmen. . . — Sí, pero yo no puedo ir, don Mateo. — No te llamo para invitarte porque sé que no vas a venir, de lo que se trata es de que me facilites la banda de músicos para la procesión. . . 93 — Pero usted sabe que la banda es subvencionada y no podemos disponer de ella para trabajos extraordinarios. — Sí, pero tú lo puedes conseguir ... — Bueno, pagúeles usted algo para que vayan voluntariamente. — Pero tú sabes que la Iglesia es pobre. — Pero los músicos son más pobres. — Bueno ya, les daré unos cientocincuenta pesos. .. Lo cierto es que yo pensaba no sólo en los músicos, sino también en las modestas familias creyentes de nuestra comuna, pero la cosa me costó varias horas de discusión con los compañeros. Y tuve que batirme duro. — Ya expliqué las razones que tuve. Nuestras relaciones con la Iglesia han sido siempre cordiales, y, además, se les pagó a los músicos para que acompañaran a esa poca gente que desfiló en la procesión. Ustedes desfilan cuantas veces quieren con la banda, sin pagar un centavo. Si estiman que no hay que facilitarla, no lo

haremos, pero no habrá banda para nadie. . . ¿O es que ustedes creen que la Municipalidad es de propiedad nuestra? Entonces me sentí cansado. Pensé que lo mejor que podía hacer era dejar el cargo y planteé mi opinión en tal sentido, agregando que lo comunicaría al Comité Central. En verdad, de repente me abrumó un poco el cansancio de mis largas jornadas nocturnas (las hacía para dedicar el día a la Municipalidad), de las veces que me tocó dormir sobre las tablas mojadas al lado de los barcos, en espera de mi trabajo de descarga. Todo esto, además de las largas reuniones de Partido que habitualmente terminaban cerca de la medianoche. Bueno, les comuniqué mi decisión de dejar el cargo, 94 pero más que nada en razón de los desacuerdos que se venían produciendo. A raíz de mi petición, poco tiempo después llegó a Tocopilla el compañero Leoncio Medel, enviado por la dirección, quien traía no la aceptación de mi petición sino por el contrario, la indicación de que debía seguir en mi puesto. — No debes sentirte, Crespito –me dijo—, tienes que tomar en cuenta la capacidad política de la gente. Hay que tener paciencia. Tú eres miembro del Comité Central y cuentas con su confianza. Allá se analizó tu problema y en razón de ello es que te traigo este mensaje. Debes seguir en tu cargo. Y seguí. Mis relaciones con toda la gente eran buenas, especialmente con los obreros, y mis compañeros de trabajo que eran tan generosos conmigo. En verdad, no podía defraudarlos. No era la empresa la que me daba las facilidades para seguir siendo trabajador y Alcalde a la vez. Eran ellos, mis compañeros los que me ayudaban. Muchas veces me quitaron la pala de las manos para hacer mi trabajo mientras me pedían que mejor les conversara. Y comenzaban las preguntas sobre todos los temas. Especialmente les interesaba saber sobre la guerra que se había desencadenado en Europa, pero también querían conocer la situación política nacional, los problemas de la comuna y los que ellos mismos vivían, tratando de encontrarles solución. Muchas veces me llamaban para que fuera a tomarme un trago con ellos. Jamás les dije que no, no porque me guste el alcohol, sino por la fraternidad con que me invitaban. Y los acompañaba con una condición: — Bueno, pero uno sólo, o un refresco. . . 95 — Pero compañero ¿qué le va a hacer un traguito más? — ¿A ustedes les gustaría que su Alcalde y compañero de trabajo anduviera borracho? — Claro que no, compañero. Nosotros tomaremos por usted. — De acuerdo, pero no más de la cuenta, para no tener que ir después a sacarlos de la comisaría. Aprendí de ellos que hay que ser muy honesto. Muchas veces no podía responder a sus preguntas porque yo mismo no estaba informado y así había que reconocerlo. Esto me obligaba al mismo tiempo a aprender más, a saber más. Otra cosa que aprendí como Alcalde es que a la gente hay que atenderla donde sea necesario. No estoy de acuerdo con algunos que dicen "los problemas los atiendo sólo en mi oficina". ¿Es que la mujer que nos aborda en su barrio para plantear la necesidad de luz eléctrica, o la prolongación de una cañería de agua potable tiene que ir a la oficina para decirlo, cuando uno anda con una libretita en el bolsillo? El segundo año fue más fructífero. Contamos con algunos dineros para pavimentar aceras. Al ser presentado el plan, que consistía en comenzar por dar veredas a los que

jamás habían pisado sobre pavimento en sus calles, algunos regidores lo objetaron, diciendo que primero debía renovarse el pavimento de la calle principal. Lo mismo se refería al plan de calzadas. Pero finalmente se aceptó nuestro plan. Ya he contado sobre lo que era la población "La Manchuria", pero apenas llegó allí el pavimento, el progreso, agua, etc., cada cual comenzó a mejorar sus propias viviendas. Muchos pobladores 96 llegaban a pedir una camionada de ripio o de arena, pero yo no podía —desgraciadamente— regalárselos porque la Municipalidad debía a su vez comprarlo. Entonces les decía: — Vaya donde los areneros y cómprelo. Nosotros se lo trasladaremos gratuitamente hasta su casa en los camiones municipales. De esta manera ellos obtenían un cincuenta por ciento de economía. Un hecho importante fue la visita del candidato presidencial, don Pedro Aguirre Cerda, quien llegó acompañado de Elías Lafertte y otras personalidades políticas. La Municipalidad lo declaró Huésped Ilustre, se le ofreció una cordialísima recepción por las autoridades edilicias y más tarde hubo una gran manifestación en el estadio de la ciudad. El Partido avanzaba, pero también tenía problemas. En Iquique, por ejemplo, logramos la Municipalidad, siendo elegido Alcalde Luis Valenzuela, un obrero que había sido muy perseguido, que había estado preso y comido de piojos, pero que apenas llegó más arriba se olvidó de todo su pasado y de su origen, de su clase, obligando al Partido a tomar la resolución de expulsarlo de sus filas. Elegimos alcaldes nuestros en Calama, con uno de los compañeros más diligentes que teníamos: Ernesto Meza. En Taltal, también el Alcalde era nuestro, el compañero Hernández a quien llamábamos "el cabezón Hernández" que era todo un personaje. Tomó inventario hasta de las ampolletas de las calles; visitaba los pueblos más aban-donados, entre ellos el de Catalina, y allí comprobó que había un obrero municipal para la extracción de basuras, pero los habitantes se habían marchado. Además, había un macho con una carreta 97 para tal tarea, y Hernández con mucha gracia me contaba después : — Fíjese, compañero Víctor, que comprobé que el macho se comía nada menos que ochenta fardos de pasto al mes... — ¿Y qué pasaba con el pasto? — Pues que el señor carretero lo vendía, embarcándolo para Antofagasta. Ahora le está contando a la justicia con quién hacía el negocito. . . A mí me parecía que todo era importante y útil. Me interesaba por conocer cada vez mejor a nuestro pueblo, por saber cómo vive y trabaja, cuál es su relación con la mujer y los hijos. Me di cuenta de que muchos, a pesar de los enormes sacrificios con que ganaban su salario, le tenían un desprecio grande al dinero. A veces solían llegar los días lunes al muelle, con una terrible necesidad de "componer la caña" y me decían: — Compañero Víctor, présteme cincuenta pesos... — ¿Y cuánto ganó? — Dos mil pesos. — ¿Y por qué no tiene dinero? — Porque me lo tomé. — ¿Y cuánto le dio a su mujer?

— Trescientos pesos. — Bueno, no es poco, compañero, pero usted se tomó mil setecientos pesos. .. Y venía entonces la prédica, que nunca me cansé de hacer, hablándoles de la vejez, de la necesidad de educar a sus hijos, para que no tengan una vida tan dura como la que nosotros teníamos, que hay que arreglar la casa, hacerla digna y confortable, en fin. Algunos me contestaban: — Qué, compañero. Si hoy trabajo y tengo plata de nuevo. Pase los cincuenta no más, porque yo soy como soy y usted es como es. 98 La verdad es que algo quedaba de mis prédicas. El comunista que llega por decisión del Partido a desempeñar cargos de elección popular, o responsabilidades de Gobierno, tiene que tener presente que su propia vida debe ser un ejemplo para todos. Muchas veces esos cargos pueden abrir tentaciones que no nos podemos permitir. Hay que cumplir compromisos con otros sectores, muchas veces hay que concurrir a lugares donde abunda el lujo, el trago, hermosas damas que atienden con esmero. Pero yo tenía siempre presente el sabio consejo de Elías: "Si te curas con un litro, tómate medio". Y esto, no sólo respecto del alcohol, sino de la modestia y dignidad que debe ser siempre la característica de un comunista, por muy alto que sea su cargo. A propósito de esto, quiero recordar un hecho: cuando fui designado ministro de Tierras y Colonización, durante el Gobierno de González Videla, que después traicionó al pueblo chileno, yo asumí el cargo viviendo en Santiago en la Pila del Ganso. Un día cierta señora llamada doña Chepina de Concha se encontró con mi compañera y le dijo: — María, cómo es posible que sigas viviendo en ese barrio, siendo esposa de un ministro. Tienes que irte al barrio alto. Mi compañera me transmitió el recado que yo escuché con mucha atención, pero después le dije: — Mi cargo puede durar meses o días. Yo sigo siendo el mismo obrero con quien usted se casó en Tocopilla, nosotros podemos ahora cambiarnos de casa, y después que deje de ser ministro no tendremos con qué pagar el arriendo y tendremos que volver a la Pila del Ganso. Ella nunca más mencionó el asunto. 99 LA COMPAÑERA Siempre pensé que un comunista debe ser el mismo dentro de su casa y fuera de ella. Por aquel tiempo también comenzó a darme vueltas la idea de que yo debía ordenar mi vida, aunque al mismo tiempo era de los que pensaba que un revolucionario debía ser una persona sin compromisos de hogar, debido a todas las experiencias que había conocido y que había vivido yo mismo: cesantía, persecuciones, cárceles, con el consiguiente abandono de la familia. Y siempre recordaba lo que decía un médico que conocí en el pueblo de Vicuña. Un periodista un día le preguntó si no era casado y si no tenía hijos. — No soy casado ni tengo hijos, mi amigo, lo mejor en esta vida es comer a la carta ... Yo era joven, con un trabajo que me producía una buena entrada y podía haber seguido el mismo camino, como en cierta ocasión se lo dijo una "dama" a mi propia compañera: —Que fue tonto don Víctor. . . ¿para qué se fue a casar? Pero uno no sólo debe aparentar ser honesto, sino serlo de verdad. Por relaciones amistosas con varios profesores que había encontrado en Santiago, pude conocer a la que fue mi compañera y madre de mis dos hijos: María Aguilera Olmedo, hija de un

modesto artesano que desgraciadamente estaba amarrado a las pretinas del Partido Conservador. Cuando supo que su hija se quería casar con un obrero portuario y, además, comunista, no sólo se inquietó él sino toda la familia. Llegaron a decir que "por la puerta donde entre un comunista, yo no entraré nunca". Pero no fue así, una vez que nos conocimos nos respetamos mutuamente. El puente que ayudó 100 a nuestro conocimiento fue don Mateo Pérez, el cura párroco, que era curicano, como mis futuros suegros. María era mayor de edad pero muy respetuosa de sus padres y no quería casarse sin el consentimiento de ellos. Estos fueron entonces a pedirle antecedentes míos a don Mateo, y su respuesta no pudo ser más favorable para el candi-dato a yerno. Nos casamos privadamente en casa de Pedro Oyarzún, secretario de la Gobernación y militante radical. No hubo fiesta ni regalos. Nos fuimos por dos días a Calama, donde fuimos recibidos y atendidos por mi inseparable camarada y amigo Ernesto Meza Jeria, quien fue el Alcalde más realizador de esa comuna. Pero no fueron tranquilos los primeros años de mi matrimonio. Mi compañera era celosa. Tocopilla es relativamente pequeña y todo el mundo me conocía. A cada paso la gente me paraba en la calle o se ponía a caminar a mi lado conversándome de uno u otro asunto. Muchas veces, al salir de la Municipalidad, en el auto, algunos funcionarios me preguntaban hacia dónde me dirigía, y me pedían que los llevara; en algunas oportunidades, eran señoritas. Y no faltaba alguna de sus alumnas que le contaba después que "don Víctor iba con la fulanita en el auto". Esto bastaba para que cuando llegaba a mi casa me encontrara con un boche fenomenal. En verdad, yo no tenía ninguna necesidad de lucirme por la ciudad con mis amigas. Si lo hubiera deseado hubiera podido buscar cualquier subterfugio. Pero ni lo deseaba ni lo necesitaba. Este estado de cosas duró hasta que María quedó embarazada por primera vez. Era una niñita que, desgraciadamente, murió antes de nacer. El hecho, muy doloroso para 101 ambos, nos unió y fuimos una buena pareja durante toda la vida. Al poco tiempo, cuando fui a Santiago para conocer a la familia, me recibieron muy bien. Aquel cuñado que había jurado "no pasar por la misma puerta que un comunista" llego a ser, con los años, el más querido hasta estos días. Cuando debimos establecernos en Santiago, acordamos que viviríamos con los suegros. Nos construimos, eso sí, una pieza para nosotros. Vivimos juntos cinco años. Ellos, naturalmente seguían manteniendo su posición política y yo la mía. Pero no discutíamos. Si en la mesa o en el ámbito hogareño se iniciaba una discusión, de inmediato mi suegra, doña María Olmedo, la paraba: —Aquí no se habla de política. Ni ustedes van a convencer a Víctor ni él los convencerá a ustedes. Y terminaba la discusión porque realmente era ella la que mandaba en la casa. Esto daba ocasión a situaciones curiosas porque allí se juntaban, como quien dice, el aceite con el vinagre: diariamente pasaba el suplementero y dejaba en la puerta "El Siglo" y "El Diario Ilustrado".

Cuando María y yo nos fuimos, ya que mi compañera había logrado adquirir, como profesora, una casa CORVI, nos vieron partir con pena. Y los dos viejos hasta dejaron caer unos lagrimones. MI COMUNA Yo me dedicaba por entero a conocer toda mi comuna, a alternar con toda la gente, a ganar a todos los sectores. Había, por ejemplo, un juez en Tocopilla, don Ramón Vargas Lafrend, al cual recuerdo con estimación por su caballerosidad y su conducta funcionaría. Era presidente del Club de la Unión local, y cierta vez, en una manifestación 102 a la que concurrí invitado por él, me dijo: —Señor Contreras, usted nunca viene al Club. No es necesario, si no lo desea, que sea socio, pero aquí tiene su casa, venga cuando quiera. Y de inmediato llamó al concesionario para advertirle que si yo llegaba al Club, debía ser atendido igual que un socio. — Agradezco su invitación —le contesté— y en verdad tengo gran interés en compartir con todos los habitantes de la comuna, pero mi tiempo es muy escaso. Usted sabe que trabajo en el puerto, y debo atender la Alcaldía en mis horas de almuerzo y descanso; por otra parte, soy presidente de la Asociación de Fútbol, y tengo obligaciones políticas, pero confío en que encontraré unos minutos para conversar con usted aquí. La verdad es que yo pensaba que apenas dejara de ser Alcalde se acabarían esas gentilezas y si me vieran pasar frente al Club de la Unión, él mismo diría: —Miren, ahí va el roto que en otro tiempo fue Alcalde. Pero me equivocaba. El no me invitaba con fines turbios. Después conocí su honestidad, cuando me tocaba ir a sacar personas que habían sido detenidas. Gracias a él saqué más presos que los abogados establecidos de la ciudad. Mi comuna marchaba. Pero había que afrontar la solución de muchos problemas. Uno de los asuntos fue el del servicio eléctrico, que era atendido por una planta de propiedad de un yugoslavo, don Juan Mandakovic. Planta y propietario bastante cargados a los años. La población crecía hacia las afueras, tuvimos que ampliar el barrio urbano y había que extender los servicios. Un día don Juan me habló de que quería vender la planta a la Municipalidad. Yo le aconsejé que presentara una solicitud, lo que él hizo. Desechamos la 103 proposición —aún cuando algunos regidores se opusieron— porque la planta era demasiado vieja y no tenía capacidad para atender las crecientes necesidades de la ciudad. En los obligados contactos sociales de un Alcalde, yo había trabado una relación de mutuo respeto con el gerente de la Chilex, que junto a la Anglo Lautaro eran las dos grandes empresas que había en Tocopilla. La Chilex suministraba energía eléctrica al mineral de Chuquicamata. Y los gerentes respectivos eran bien distintos entre sí. El de la Anglo Lautaro era un inglés —la gente suele decir que los ingleses son muy caballeros— pero éste era harto poco. Cuando era invitado, como se acostumbraba para los aniversarios nacionales o locales, las autoridades que ofrecían la manifestación esperaban como es natural a sus invitados en la puerta. El señor Tucker llegaba con un buenos días que no parecía saludo, sin tender la mano a nadie y seguía derecho para adentro. Allá corrían algunos chupamedias a atenderlo. Yo tuve muchas discusiones con

algunos, por este servilismo hacia el inglés que, además, era gerente de una compañía que harto nos explotaba. Sin embargo, Arturo Boynton, el gerente de la Chilex, era distinto. La gente lo llamaba el "huaso" Boynton por su trato sencillo. En las conversaciones que solíamos tener en actos sociales, nunca tocaba los asuntos políticos, pero yo lo llevaba siempre a los problemas que tenía la comuna. Así, le dije que estaba preocupado por la falta de luz en los barrios obreros, donde la gente tenía que alumbrarse como en tiempos de la colonia, con un chonchón a parafina o con velas. Me respondió que para solucionar eso era necesario instalar una nueva planta eléctrica. 104 — Sí, pero una planta nueva cuesta mucho dinero y la Municipalidad no dispone de ello. La solución —agregué— no es ésa, sino que su empresa proporcione energía eléctrica a la ciudad. Es vergonzoso que, teniendo aquí la planta termoeléctrica más grande del continente, tengamos el alumbrado más malo… Se quedó pensando un rato, luego me invitó a un trago y me dijo: —Nosotros podemos vender energía eléctrica a la Municipalidad… lo malo es que éstas cambian. Yo tengo confianza en la actual administración comunal y no queremos dar problemas. La empresa instaló la planta para dar corriente a su industria y no para hacer negocio, pero podemos estudiar una fórmula. Dígale a su abogado que estudie alguna que nos permita asociarnos con alguna empresa estatal y yo la patrocino ante la gerencia. Otro asunto que nos preocupaba, y también a los profesores —a muchos de los cuales había conocido en Santiago en la Federación de Maestros—, era el problema cultural. Junto con ellos y Ernesto Toro hablamos de la posibilidad de crear una biblioteca. Resolvimos que la Municipalidad acordaría una subvención anual para compra de libros, dispondría de oficinas en el edificio municipal para su funcionamiento, y ellos, los profesores, la atenderían gratuitamente. Así quedó fundada la biblioteca municipal que prestó grandes servicios a los estudiantes. Pero los problemas no acababan. En el puerto no había liceo. Los egresados de las escuelas primarias debían viajar a proseguir estudios en Antofagasta y eran pocos los obreros que contaban con medios económicos para ello. Otros mandaban sus chiquillos a la escuela de minas de Copiapó o Serena, o a las escuelas normales de las ciudades 105 citadas. La Municipalidad contribuía con una pequeña parte de los gastos, en tales casos. Después, la vida me hizo encontrarme, en diversas partes del país, con jóvenes profesionales que recordaban con gratitud ese aporte que les permitió formarse como tales. Pero había que solucionar el problema de fondo. Junto con la Unión de Profesores elaboramos un plan para crear el liceo municipal, a cargo del mismo profesorado primario, hasta el tercer año de humanidades. Impulsor principal de esta iniciativa fue el inspector escolar de la época, don Domingo Argandoña, gran amigo mío, que colaboró siempre en todas las iniciativas municipales. Además, solíamos "descansar" juntos. Algunas tardes, cuando no había trabajo en el puerto me llamaba y me decía: "Oiga, compadre ¿no quiere descansar un rato? ¿Qué le parece que nos vamos a pescar? Tengo todos los aperos y materiales". Y salíamos a dar una vuelta por la orilla del mar. Nunca pescamos nada, pero siempre llegábamos a la casa con un congrio que comprábamos por el camino de vuelta. Creamos el Liceo Municipal, pero al comienzo ni siquiera teníamos local. Sin embargo, en la esquina de la plaza principal había una casa municipal que ocupaba para su uso el

gobernador Arturo Galdámez. Conversamos con él, ya que la Municipalidad no recibía un centavo por concepto de arriendo de la casa. Al mismo tiempo, anunciamos profusa-mente por la prensa que el liceo comenzaría a funcionar apenas se desocupara la casa de calle Sucre, en la plaza, que estaba en manos del señor Galdámez. Naturalmente, éste se vio obligado a irse. El municipio acordó una subvención para el pago de algunas horas a los profesores y el plantel funcionó 106 dos años. Luego notificamos al Gobierno que el Ministerio de Educación se hiciera cargo de él y se le dio el nombre de Liceo Fiscal, con clases completas. Hasta en las tradicionales fiestas de la primavera que se hacían todos los años, tuvimos que meter nuestra cuchara. Se hacían para reunir fondos para el hospital de Beneficencia, se elegía una reina, pero la verdad es que muchos se divertían harto y la plata se veía poco. Un año quedó un déficit de mil pesos. El año 1938 pusimos en práctica la idea de doña Juanita de Aguirre Cerda, de juntar dinero para la compra de juguetes para los niños pobres. Nosotros tomamos la iniciativa y se convocó a una reunión con representantes de las organizaciones sociales, sindicales, partidos políticos, autoridades y personalidades de la ciudad. Se formó un Comité que quedó presidido por el Alcalde y cuyo tesorero fue el contador de la Tesorería Departamental. Hubo que ponerse firmes desde el primer momento. Antes que nada, el control de gastos. Nadie podía disponerlos sin autorización del presidente y del tesorero. Se estableció que los trajes de la reina y sus damas debían ser hermosos pero modestos y no de extremo lujo. Se acordó que las entradas a los actos oficiales de las fiestas deberían ser pagadas por cada uno, incluidas las autoridades y los miembros del Comité. Cuando se le ofrecieron entradas al secretario de la Gobernación para una función en el teatro, éste respondió que no las compraba porque él tenía entradas de obligación. Se acordó entonces pagar el valor de esas entradas con un aporte de todos los integrantes del Comité. Parece que esto lo hizo reflexionar porque después reembolsó el dinero. 107 SALVADOR ALLENDE El año 1940 —a pesar de que ya teníamos el Gobierno Popular de don Pedro Aguirre Cerda-fue un mal año para Tocopilla. Allí existe el cerro llamado "Don Pancho" y cuando las nubes tapan su cumbre, la gente suele decir: —Don Pancho se puso el gorro, va a llover... Efectivamente, el mismo día en que murió nuestra primera hijita, tuve que dejar sola a mi compañera, porque se desencadenó una lluvia torrencial que duró ocho horas. Las viviendas de la gente no estaban en condiciones de soportar este chaparrón. Pero, como si fuera poco, el agua remojó la tierra suelta en los cerros y se produjo un aluvión. Bajaban torrentes de barro que arrasaban con todo cuanto encontraban a su paso. Había que movilizarse de inmediato. Comenzamos a evacuar gente en los camiones municipales. Muchas familias quedaron sin hogar, especialmente en la mina La Despreciada donde el agua hizo prácticamente desaparecer el campamento, inundó los terraplenes del ferrocarril y los destruyó. Allí murieron más de cincuenta personas. Habilitamos las escuelas, el cuartel de Bomberos y al mediodía teníamos ya funcionando la olla común. Por otra parte, la ayuda del Gobierno Popular no se hizo esperar. Llegó a nuestro puerto nada menos que el Ministro de Salud, Salvador Allende.

Entonces no sólo tuve la suerte de conocerlo, sino que juntos planificamos la ayuda que el pueblo necesitaba. Antes de que se cumpliera una semana, el compañero Allende hizo realidad todo lo planificado: llegó al puerto el vapor "Araucano" colmado de materiales de construcción, frazadas, víveres, ropa. Los obreros del puerto trabajaron en forma voluntaria 108 para descargarlo, los sindicatos de la provincia acordaron entregar un día de salario para los damnificados. Se constituyó un Comité presidido por el gobernador, de apellido Poblete, un representante de la Municipalidad y otro de Carabineros, el teniente Ernesto Correa, que era un hombre bueno, y con quien tuve muy buenas relaciones. Comenzamos por hacer la lista de los damnificados y, de acuerdo a las encuestas, empezamos a distribuir la ayuda. Los fondos los administraba un Comité integrado por el gobernador, el Alcalde, representantes de las dos Cámaras de Comercio, la Cruz Roja, la CTCH —en la persona de su Secretario Departamental, Roberto Lara, valiosísimo compañero—. Cuando se citó a la gente para constituir este Comité, él fue el primero en llegar, sin afeitar, la camisa arremangada, los pantalones de trabajo lustrosos, ajados y remendados. La verdad es que me dio mala impresión que un dirigente obrero se presentara así, por mucho que fuera el apuro en llegar. Yo acostumbraba trabajar con la puerta de mi oficina abierta, no había que hacerse anunciar para hablar con el Alcalde. Cuando él entró, lo saludé y le pregunté qué necesitaba. — Bueno, ¿y usted no me citó a una reunión pues? — Claro, ahora recuerdo que cité al secretario departamental de la CTCH. — ¿Y qué no sabe que yo soy el secretario? — También lo recuerdo pero me parece que el representante de los trabajadores no debe presentarse a una reunión como ésta, descamisado, patilludo ... ¿Acaso no tiene ropa que ponerse? O es que se olvida que ahora no se reunirá con 109 compañeros del Partido sino que estarán aquí representantes de todos los sectores de la ciudad. . . Mi recordado y querido compañero, con quien siempre nos tuvimos el más profundo respeto y cariño, dio media vuelta y salió. Antes de media hora estaba de regreso, con su traje dominguero y una camisa alba como la nieve... Años después, en uno de nuestros tantos encuentros, recordamos la anécdota y le pregunté: — ¿Y qué pensó usted cuando lo mandé cambiar de mi oficina? — Bueno, compañero, el primer momento me dieron ganas de echarle unas chuchadas, de esas gordas; pero luego recapacité y pensé que usted que era el Alcalde del Partido, era un trabajador como yo y andaba bien presentado en sus funciones como autoridad y. . . bueno, había que seguir el ejemplo, ¿no? El aluvión había hecho estragos. El camino entre Tocopilla y Antofagasta quedó cortado, o sea, estábamos aislados por tierra. En la mina Toldo de Gatico, tuvimos otros cuatro muertos: un matrimonio y sus dos hijos mayores. A los dos menores los había alcanzado a rescatar un compañero que andaba evacuando a la gente de sus viviendas, cuando llegó el golpe de agua. De uno de los pequeños salvados me hice cargo yo. Se llamaba Raúl Tapia Hernández.

Durante las tareas de ayuda y entrega de socorros, recibí una tarde la visita de Roberto Lara, que además era presidente del Sindicato de La Despreciada, para presentarme un joven que necesitaba ayuda. Ya nos iban quedando pocas cosas, de manera que le pregunté: — ¿Usted qué perdió? — Todo, compañero. — ¿Por qué no vino antes? 110 — Porque había gente con chiquillos chicos, que estaban más angustiados que yo y necesitaban más ayuda. — ¿Cómo se llama usted? — Víctor Díaz López, compañero. Fue así como conocí al que más tarde había de ser nuestro Subsecretario General, luego de tener responsabilidades como secretario local en Tocopilla, secretario regional de la provincia, activo dirigente sindical, y hoy desaparecido después de haber sido secuestrado por la policía del régimen fascista de Pinochet. Recibió con alegría y modestia un colchón, una frazada y un mameluco. No nos quedaba más, porque hasta en el comercio se había agotado la ropa. Nos quedaba un uniforme de militar, de esos que dan de baja y se lo ofrecí. Lo aceptó con la misma modestia. Con el tiempo, él se casó con su dignísima compañera, Selenisa Caro, que tantos magníficos ejemplos de valor ha dado ahora, en la búsqueda incansable de su esposo y de todos los detenidos desaparecidos a raíz del golpe fascista de 1973. Siempre fuimos amigos con él y su esposa, y al nacer su segunda hijita, Viviana, la madre, que era católica, me pidió que fuera el padrino. Más de algunos compañeros me hacían bromas, porque yo no era católico. Y el propio Víctor siempre se acordaba de la ayuda que recibió a raíz del aluvión y me decía: — ¿Se acuerda, compadre, cuando quería uniformarme y me dio un terno de milico? Nuestro pueblo tiene una capacidad a veces increíble para enfrentar las penurias. Poco a poco se fue olvidando la tragedia y había que iniciar otras obras, pero teníamos poco dinero municipal. Al Sur de la ciudad había un roquerío apropiado para construir una piscina, que tanta falta 111 hacía. Con Augusto Bravo, ayudante del director de obras, nos trasladamos hacia el lugar indicado donde planteé mis proposiciones. Estuvo de acuerdo con mis ideas y de inmediato en el Departamento de Obras se dedicaron a hacer los planos, pero ... ¿ y la plata? Lo haremos por administración, pensé. Y la solución será míster Boynton. Me dio de inmediato la entrevista que le solicité y le invité a que me acompañara al lugar donde pensábamos realizar la obra, que quedaba frente al campamento de los obreros de la Chile *. Le expliqué el proyecto y le pedí su opinión. — Usted sabe que ya tenemos una piscina. — Pero está al lado de donde botan las aguas servidas de la compañía minera y la gente no puede bañarse en ese lugar. — Conforme. .. — Pero no tenemos máquina de aire ni perforadoras. — Bueno, mándelas a buscar.

Comenzamos la obra. El desrocamiento nos demoró mucho. Luego hicimos el muro de contención de las aguas, instalamos válvulas para secarla, ya que la piscina se llenaba con la marea alta. Una vez terminada la obra, fui a plantearle que me autorizara para sacar un arranque de agua potable desde su campamento. — ¿Y por qué no la trae del pueblo? — Porque queda muy lejos y no tenemos dinero. . . — ¿Y cómo van a pagar el consumo? — Instalaremos un medidor. — De acuerdo.

Sí, pero también necesitamos poner luz allí. La vivienda del cuidador está a oscuras — ¿Y cuánto va a pagar por el consumo? 112 — Qué le vamos a pagar por veinte ampolletas cuando ustedes botan la corriente en Chuqui... — Bueno, saque el arranque eléctrico, pero que lo haga una persona que sepa. — Mire, para mayor seguridad, yo le propongo que lo haga su mismo personal. — Ya, ya, de acuerdo, pero por favor, no me pida la empresa, —terminó riéndose—. — No, —le contesté en el mismo tono— no podría administrarla. Lo cierto es que yo no olvidaba por un momento quién era míster Boynton, gerente de la Chilex, pero le saqué lo que pude para mi comuna. Cuando llegó el centenario de Tocopilla, pedimos se aprobara un proyecto de ley que consultaba varias obras públicas. Y a raíz del mismo centenario, un comerciante de nacionalidad china, Arturo Chau Li, donó a la Municipalidad cien mil pesos que destinamos a una plaza de juegos infantiles. Pero los talleres de la Municipalidad no disponían de medios para construir los juegos. De nuevo fui a mi "paño de lágrimas", míster Boynton, a quien le conté la película: primero, que me regalara cañería de cobre para ampliar la red de agua potable a las poblaciones obreras. — ¿Y cómo sabe usted que yo tengo cañería dada de baja? — No se preocupe por quien me lo dijo —le contesté—. En verdad, yo había recibido la información de nuestros dirigentes sindicales. Después, de una pausa, me preguntó: — ¿Y cuánto necesita? — Toda la que pueda darme. — Bueno, mande un camión a buscarla, me dijo con resignación. Y el camión nos llevó todo lo que había de cañería. 113 Después, los juegos infantiles. Le mostré los planos y le expliqué que tenían que ser de fierro. — ¿Y de dónde van a sacar los fierros? — Usted tiene, pues. — ¿Y cuánto van a pagar? — Le pago la mano de obra, pero no los fierros viejos... Y entonces, aquel hombre que medía más de un metro ochenta se levantó de su silla, se sentó en el escritorio y me dijo: — Mire, usted anda toda la vida pidiendo y pidiendo. — Sí, señor, tengo ese defecto: pedir a los que pueden dar, a quienes han vivido en esta comuna más de treinta años, que han formado aquí familia. .. Pero ¿qué ha dado la compañía a la comuna? Por mi parte, estoy muy agradecido de su ayuda y lo reconozco

donde sea. Pero debo dejar en claro que yo, personalmente, no le debo nada, ni siquiera un vaso de agua, que no he pedido para mí ni a usted, ni a nadie. Se paró de un salto y se puso frente a mí, que estaba también de pie. — Así que usted viene a hacerme discursos en mi oficina. — Para qué le voy a hacer un discurso a usted, que es persona mayor, que tiene educación, ¿qué consejos le puedo dar yo que soy un obrero? — Sí, pero todo lo que me ha dicho, lo dijo enojado. — No, yo no estaba enojado. . . — Yo tampoco, Víctor, hagamos borrón y cuenta nueva. La verdad es que seguí "pidiéndole" hasta el momento en que él, por razones de salud, tuvo que retirarse de la empresa. He querido detenerme un poco sobre este personaje que, a pesar de ser el 114 gerente de la compañía cuprífera, entregó un aporte estimable para mejorar las condiciones de vida de los habitantes de la comuna. Era extranjero, pero aprendió a querer a nuestra tierra y cuando jubiló, pudiendo irse a su patria, prefirió permanecer en Chile. Murió en ese angosto pedazo de tierra que se extiende entre los altos cerros y el mar y muchas veces, en conversaciones privadas solía decir: —Yo no soy político, pero desde que los comunistas dejaron la Municipalidad, se acabó el progreso en la comuna. J. Á. RÍOS Luego, el país vivió muchos acontecimientos que lógicamente repercutían en nuestra zona. Después de la muerte de don Pedro Aguirre Cerda, y a raíz del "ariostazo" me tocó compartir la tribuna en Tocopilla con el traidor González Videla, durante la campaña presidencial de Juan Antonio Ríos, cuya candidatura el Partido había resuelto apoyar. Cuando llegó el candidato presidencial, a iniciativa mía, la Municipalidad lo declaró huésped de honor y hubo un almuerzo en su homenaje, a pesar de que él decía donde querían oírlo que no quería el apoyo de los comunistas. Durante el almuerzo me planteó que necesitaba iniciar la gira por la pampa y me preguntó de qué medios de movilización disponía. — Yo lo puedo llevar —le contesté—. La Municipalidad dispone de un auto nuevo. Yo mismo serví de chofer. Al llegar a la Oficina Pedro de Valdivia, me advirtió: —Aquí no hablarán los comunistas. — Sí, pero el Alcalde de Tocopilla puede hablar, —le dije—. Y como tal lo hice. Claro que todo el mundo sabía que yo era comunista. 115 En la Oficina María Elena se produjo la misma situación. Y en Chuquicamata, donde no podía entrar nadie, ni aunque fuera candidato a la presidencia de la República sin autorización de la empresa. Mientras lo esperábamos, a la entrada del mineral, Marmaduque Grove, de acuerdo con Juan Pradenas Muñoz, le dijo al candidato: —Presidente (ya lo daban por elegido), aquí sí que no deben hablar los comunistas por ningún motivo. Se olvidaban que quien iba al volante en el automóvil era un comunista. Yo no hice comentarios, pero tan pronto llegamos al teatro donde se efectuaría la proclamación informé a mis camaradas. Era bien poco afortunada la petición. Se olvidaban que todos los sindicatos obreros allí estaban dirigidos por nosotros. La comitiva estaba también integrada por el senador Pedro Opitz y el diputado Fernando

Cisternas. Los llamé a un lado y les planteé lo inoportuno del predicamento de los otros integrantes de la delegación, ya que debían considerar que en ese mineral los comunistas eran mayoría. Y que mis camaradas de Partido habían planteado dos alternativas: o hablaban los comunistas o no hablaba nadie. Y el acto se iba al diablo. Se rompió la resistencia porque allí mandaban las masas y nuestro Partido nunca será aislado cuando cuenta con las masas. Habló, a nombre del Partido, José Díaz Iturrieta. Cuando nos despedimos en Antofagasta, Juan Antonio Ríos fue muy cordial e incluso me ofreció cualquier ayuda para nuestra comuna. Yo también me despedí muy amablemente, y regresé llevando como pasajero a Higinio Godoy, que era encargado del Partido. Pero yo iba cansado como perro y tenía un sueño que se me cerraban los ojos. Era peligroso manejar en esas condiciones. Entonces 116 detuve el automóvil, lo puse fuera de la carretera y me pasé al asiento trasero para dormir un rato. Esto indignó a mi compañero de viaje, quien alegó que tenía que estar a una hora determinada en Tocopilla. — Así será, compañero, pero de lo que se trata es de que lleguemos bien, y para eso, necesito descansar. Si no tienes sueño, ándate a mariscar por la playa. —Bueno, el jodido hace la cuenta, y él no tuvo más remedio que conformarse con que yo sacara mi sueño. Continuamos, en la Municipalidad, nuestros estudios para dar solución integral al problema eléctrico. Juan Antonio Ríos ya había asumido como Presidente de la República, cuando designamos una comisión para viajar a la capital y presentar nuestro plan a la CORFO. Al llegar a Santiago nos fuimos derechito a la Presidencia, a pedir audiencia. Uno de los edecanes nos respondió que tendríamos que esperar una semana. Le pedí entonces que hiciera saber al Presidente que una delegación encabezada por el Alcalde de Tocopilla solicitaba la entrevista. El resultado fue que la obtuvimos para el día siguiente. Ríos nos escuchó atentamente, tomó el citófono y habló con Pedro Enrique Alfonso: —Tengo en mi oficina al Alcalde de Tocopilla, se lo mando para allá pero no para "que le estudie el problema", que ellos ya lo tienen bien estudiado, sino para que lo resuelva en cuarenta y ocho horas. En el curso de la semana creamos una sociedad con la Corporación de Fomento y nos volvimos a Tocopilla con la escritura en el bolsillo. El ejemplo fue seguido rápidamente por las Municipalidades de Copiapó y Ovalle. Fue entonces, que se creó la ENDESA. Así, un pueblo pequeño como Tocopilla contribuyó a dar vida a una empresa nacional. 117 No sólo habíamos encontrado solución para un problema tan sentido como el alumbrado. Al constituirse la empresa eléctrica CORFO-Municipalidad, pudimos impulsar otras obras. Se construyó la Plaza Lídice, se estructuró un plan integral de pavimentación, de construcción de una biblioteca, un liceo y dos escuelas primarias. El Gobierno, por su parte, construyó un nuevo hospital y un colectivo. El progreso de la comuna era evidente y el tiempo que seguí a la cabeza de la Municipalidad fue menos duro. CANDIDATO A DIPUTADO

En 1941, el Partido me nominó como candidato a diputado. Incluso apareció mi nombre en los diarios. Yo viajé a Santiago para pedir a la dirección de nuestro Partido que eliminaran mi nombre. Y di mis razones, de las cuales las dos principales eran que, primero, yo hacía tres años que estaba al frente de la comuna de Tocopilla, algo había aprendido, y me parecía inconveniente que llegara otro compañero a empezar, de nuevo, a pagar el mismo noviciado; y que, segundo, —eso no se lo conté al Partido— los parlamentarios ganaban muy poco. Yo, en Tocopilla, tenía un salario superior a la dieta parlamentaria. Recuerdo que conversamos con Carlos Contreras y, además, con los compañeros Elías y Galo. Al final, Carlos me dijo: —Así que no quieres ser diputado. — Por este período, no, —le contesté—. Cada vez que yo viajaba a Santiago, acostumbraba pasar a saludar o despedirme de mis compañeros, especialmente aquellos con los cuales habíamos compartido tantas penurias y vicisitudes. Antes de regresar —esa vez— a mi puerto, pasé donde el 118 compañero Elías. Estaba de mal humor, a pesar de que mi problema había sido discutido en Secretariado. No me recibió con la cordialidad de siempre y fue muy parco en sus palabras. Le dije entonces que sólo iba a despedirme y me contestó, tendiéndome la mano de malas ganas: '' — Bueno, que le vaya bien, y espero que alguna vez se decida a aparecer en el terreno nacional y deje su villorrio que tanto distingue. — Confío en que usted tendrá la amabilidad de transmitir mis saludos a Laurita, le dije, y me fui. A los pocos días él llegó al Norte a hacer la campaña parlamentaria. Lo fui a esperar al puerto aéreo y cuando bajó del avión le dije: —Bienvenido, camarada, al villorrio de Tocopilla que le entregará una alta votación a nuestros candidatos, como lo ha hecho siempre, no sólo en los registros de varones sino también en los de mujeres. — Muy bien, camarada Víctor, así lo espero, me respondió escuetamente. Y ésta fue la segunda oportunidad en que tuvimos un entredicho. Ya he recordado que él tenía fama de mal genio, pero era cuestión de saber tratar con él. Cuando estaba de mal humor porque las resoluciones no salían con la prontitud necesaria o cuando los compañeros se atrasaban a las reuniones, anotaba uno por uno a los atrasados y comenzaba a preguntar, fulano tal, ¿por qué llegaste atrasado? Siempre había una excusa a mano: —Compañero, usted sabe que la movilización es tan mala... — Si sabes que la movilización es mala, debías levantarte más temprano, —replicaba secamente—. Había que comprenderlo. Los viejos somos mañosos a veces. No había que salirle al paso para contradecirlo. Yo siempre lo escuchaba hasta que terminaba de hablar y después le respondía con tranquilidad. 119 Transcurrió el período parlamentario 1941-1945. Yo había cumplido ya siete años al frente de la Municipalidad. De nuevo el Partido me designó candidato a diputado y hube de acatar la resolución. Mi nombre iba junto a los de los compañeros José Díaz y Bernardo Araya, hoy también desaparecido en Chile junto a su esposa, luego de haber sido secuestrados por la policía de Pinochet. Candidatos a senadores eran el compañero Elías y Pablo Neruda. Pablo fue recibido en el Norte por duros ataques de los diarios "El Mercurio" de Antofagasta y "El Tarapacá", ataques impulsados por los respectivos directores, Hugo Silva y un tal Sepúlveda cuyo nombre no recuerdo. Ambos diarios

eran de propiedad de las empresas salitreras. Pablo escribió unos versos en que los ponía de oro y azul y que se corrían entre la gente. Pero el poeta no tenía la práctica necesaria para hablar como candidato a senador. Siempre leía el mismo discurso, escrito, que Bernardo Araya y yo, al final, nos sabíamos de memoria. Era un discurso destinado a denunciar las persecuciones de que eran víctima los trabajadores de Latinoamérica, especialmente de Guatemala. Un día, en plena campaña, estando a la hora de almuerzo en la Oficina María Elena, el compañero Elías, dirigiéndose a Neruda, le dice: —Oye, Pablo, tu discurso tiene que entusiasmar más a la gente. Yo creo que hay que decirles cosas que les interesen más directamente. Además, me parece que es demasiado teórico... ¿Por qué no les hablas en versos a los trabajadores? Pablo aceptó gustoso la sugerencia y desde ese momento, comenzó a conversar con la gente, en vez de leer el discurso. Le preguntaban cosas y él contestaba y después la gente no quería que se bajara de la tribuna. El resto de la campaña fue grito y 120 plata en todas partes. Culminó con el éxito que todos recordamos: un diputado por Tarapacá —Ricardo Fonseca—, tres diputados por Antofagasta y dos senadores por ambas provincias. Dos meses después, con gran pesar mío, debía entregar la Alcaldía y partir. Al frente de la comuna quedó el compañero José García, también obrero portuario. Y nosotros con María vendimos los pocos muebles que teníamos. Ella debió partir antes a Santiago, pero en el tren, entre Calera y Valparaíso, le robaron todo el dinero. Entretanto, a mí me acosaba la pena de tener que dejar un pueblo que había sido tan cordial, tan generoso, de despedirme no sólo de mis queridos compañeros de trabajo, de mis camaradas más cercanos, sino de todos los sectores de la ciudad, que habían aprendido a respetar a un Alcalde comunista: los comerciantes, los deportistas, para quienes habíamos construido un gimnasio cerrado, ampliaciones de galerías en el estadio de fútbol, con quienes habíamos compartido los entreveros de un campeonato zonal de atletismo, costeado por la Municipalidad y a puerta abierta para todos los habitantes de la comuna. Ellos, los deportistas, organizaron una despedida en el estadio y allí pude ver lágrimas en muchos ojos cuando me despedí y agradecí al pueblo su cooperación. Recuerdo muy bien que destaqué la forma en que había llegado a la Alcaldía, a cumplir un cargo entregado por los trabajadores, y que ahora debía partir a cumplir, igualmente, el otro cargo de mayores responsabilidades. — Yo creo —les dije— que después de un período de siete años se han desvanecido los vaticinios de algunos pájaros agoreros que decían que "el recién aparecido tiraría los dineros municipales por la ventana", cuando yo no tenía más que dos 121 antecedentes que mostrar: uno el haber sido dirigente sindical y haber cumplido mis tareas con honradez y dignidad, y el otro ser militante del Partido Comunista de Chile, hoy dejo la Municipalidad con un presupuesto financiado y sin deudas. Nos estaremos viendo y desde mi nuevo cargo seguiré más que antes sintiéndome representante de ustedes, me sentiré cerca de ustedes y con ustedes trabajaré. Comenzó así una nueva etapa de mi vida, siempre acatando las resoluciones de nuestro Partido. En Santiago, después de la inauguración del período ordinario de sesiones del Congreso Nacional, en la cual asumimos como parlamentarios, fuimos invitados a un

coctel en La Moneda. Allí me vio Juan Antonio Ríos y se acercó con su esposa: ¿Cómo está, Alcalde —me dijo—, para qué se vino a Santiago? Aquí hasta podrá corromperse con esta tropa de sinvergüenzas de mierda... — Pero, Juan Antonio —le dijo ella— cómo dice esas cosas, aquí hay tanta gente. .. — Las cosas hay que llamarlas por su nombre, mijita, —replicó el Presidente de la República—. Luego, había que ir a dar nuestra batalla en esa olla de grillos que era el Congreso. La Cámara de Diputados era diferente del Senado. En la primera, los parlamentarios burgueses armaban mucha gritería, muchas peleas, porque éstas eran espectaculares y les daban dividendos. A muy pocos les importaba realmente sacar proyectos de ley adelante. Lo importante para ellos era salir en los diarios. Y muchas veces, a nosotros, inexpertos, nos embarcaban en algunas paradas a las que no debíamos dejarnos arrastrar. Había un diputado derechista, el rucio Irarrázabal, que era especialista en estos trucos. Nos comenzaba a gritar: — ¡Ustedes, comunistas, que viven en las casas de los obreros, que privan 122 a éstos de una vivienda! Y algunos de nuestros compañeros le seguían la onda, y comenzaban a argumentar, olvidando que si vivíamos en casas de obreros, era simplemente porque éramos obreros, muchos que habían dejado la pala hacía unas cuantas semanas. Teníamos derecho a una vivienda como cualquier trabajador, máxime cuando nuestros parlamentarios recibían siempre el salario de un obrero calificado, y lo demás pasaba a servir los intereses de nuestro Partido, de nuestro pueblo. Por otra parte, cuando se nos ofrecía la posibilidad de algún terreno, la rechazábamos. Recuerdo una anécdota: en cierta ocasión llegó un compañero abogado y nos dice: —Compañeros, estoy loteando unos terrenos en Renca por valor de dos mil pesos, en cuotas de doscientos al mes... Pero no había terminado de hacer la oferta, cuando el compañero Juan Chacón le dice: —Y para qué quiere casa, gancho, cuando ya viene la revolución y tendremos casa todos. Eramos dieciséis, pero sólo un compañero se inscribió. Los demás —algunos de los cuales vivíamos de allegados— nos quedamos esperando que llegara la revolución. EL TIEMPO DE LA ESPERANZA El período de legalidad del Partido se acortó considerablemente con el fallecimiento del Presidente Ríos. Su reemplazante como vicepresidente durante su enfermedad, fue el terrateniente radical, Alfredo Duhalde, durante cuya gestión se produjo la masacre de la Plaza Bulnes en Santiago, donde cayeron la joven comunista Ramona Parra y otros compañeros. Posteriormente fue proclamado candidato a la presidencia de la República Gabriel González Videla, 123 radical, con el apoyo de nuestro Partido, Nuestra gente se entregó por entero a esta nueva esperanza. Surgieron consignas como éstas: "El pueblo lo llama Gabriel", tomada del poema de Neruda o la de los ferroviarios, que decía: "Unidos como el riel, ferroviarios con Gabriel". Este fue elegido Presidente de la República. El Partido efectuó una reunión plenaria de su Comité Central para discutir si participaríamos como gobierno o simplemente lo apoyaríamos. Alguien debe haber informado a aquel mentiroso de siete suelas de esta

reunión, porque apareció de repente, con el pretexto de "saludar y agradecer el valioso aporte de los comunistas", y entre otras cosas dijo: —Yo sé que ustedes discuten si participarán o no en mi gobierno. Y yo les digo que si el Partido Comunista de Chile no forma parte de mi gobierno, yo, Gabriel González Videla, declaro que renuncio a la presidencia de la República. Cuando se fue, estábamos todos de pie, y el gallo se alejó, mostrando las paletas, inflado, seguramente feliz de habernos pasado gato por liebre. Pero hubo muchos que nunca se dejaron engañar por Gabriel González Videla. Uno de ellos fue Elías. Cuando salimos de la reunión, lo acompañé hasta el bus, y entre otras cosas me dijo: —Esta conversación es sólo para nosotros, compañero. Yo acepto la resolución del Pleno, no puedo estar contra una resolución de mayoría. Pero este pinganilla —refiriéndose al que más tarde habría de ser un traidor a su pueblo— no va a ser leal con el Partido. Sus proféticas palabras se cumplieron al pie de la letra. Una tarde, a fines de octubre, fui al Partido y me encuentro con el compañero Galo que me dice- — ¿A usted lo notificaron que va a ser Ministro de Tierras? 124 Para mí la sorpresa fue grande. No sabía nada. Recordé la misma sorpresa que tuve cuando me designaron candidato a regidor por Tocopilla. El camarada Galo se enojó y llamó a Humberto Abarca, que posteriormente fue expulsado del Partido, para reprocharle cómo no me habían informado que debería ser Ministro de Tierras. Me quedé un rato en la oficina del camarada Galo para decirle en verdad, lo de siempre: que por qué tengo que ser yo, compañero. La única cualidad que tengo es ser hijo de campesinos, cuando hay tanta gente capacitada y empecé por nombrar a Chacón Corona y otros compañeros. Pero él me dijo que era cosa resuelta, ya que el Partido quería una persona que tuviera conocimientos administrativos, que yo había adquirido en mi ejercicio como Alcalde, y que en Tocopilla había demostrado saber batírmelas bien con todos los sectores. — ¿Tiene un traje negro, compañero? — No. — El acuerdo es que los ministros comunistas asumirán con un traje negro, pero en ningún caso frac. Vaya donde el compañero Cepeda, que tiene una sastrería en calle Bandera, pasado San Pablo y dígale que va de mi parte y que tiene que hacerle un traje negro en veinticuatro horas. Pero cuando llegué donde el compañero sastre, éste puso el grito en el cielo, que no podría sacar un traje tan rápido, que el personal trabajaba en sus casas y ya no podrían siquiera hacerme una prueba hasta el día siguiente. . . y por la tarde. ¡Cómo puede venir tan apurado! Por fin me decidí a explicarle al compañero que al día siguiente tenía que asumir como Ministro. — ¡Ah! Si se trata de atender a un compañero Ministro nos amaneceremos trabajando. Mire, éste 125 es el único género negro que tengo…no es muy bueno, al menos no como para un Ministro, pero... No hice cuestión de la calidad del género y al día siguiente al atardecer, tenía el traje en mi poder. Pero seguía perplejo y así llegué, con el traje, hasta mi casa, donde todos lo tomaron como una broma. Pero al día siguiente se dio la lista con los nombres de los ministros. El gabinete estaba integrado por radicales, liberales y tres comunistas: Carlos Contreras en Obras Públicas, Miguel Concha en Agricultura y yo en

Tierras y Colonización. Concha, después de que abandonamos el gobierno, fue expulsado del Partido. El Gobierno tenía un Programa de acción, que el traidor había firmado ante ochenta mil personas en el Estadio Nacional. Y para nosotros, ministros comunistas, lo importante era cumplir ese Programa por el cual el pueblo había votado y en el cual cifraba su esperanza. Pero, entre todos los ministros, el más empelotado políticamente era yo, pues era obrero y sólo tenía mi experiencia de siete años como Alcalde y una muy breve temporada como diputado. Pero, como dijo la mosca, vamos arando, parada en el cacho del buey. Comencé, pues, mis actividades buscando funcionarios que conocieran el rodaje y estuvieran más cerca de nosotros. Había un agrimensor, de apellido Lobos, buen funcionario, pero más cerrado que una almeja, sobre todo al comienzo. El subsecretario era Luis Brucher Encina, pero había un secretario llamado Homero Mella, inteligente y responsable, que era en verdad un funcionario de lujo. Pasaba gran parte del día conmigo y juntos examinábamos los decretos para evitar que nos pasaran goles. Como secretario privado, el Partido me designó al compañero Bernardino Jara, profesor primario, pero bastante entendido en el problema 126 de bienes nacionales, porque como dirigente de su gremio en Temuco había conocido y estudiado muchos de los problemas de tierras que afectan a esa zona indígena. Una de mis primeras preocupaciones fue dar títulos de dominio a los pequeños propietarios a quienes no se les había legalizado su situación, en especial a los del Norte Grande y Chico. Planificamos y entregamos terrenos en Copiapó, en Antofagasta, donde creamos la población Lautaro. En Arica surgió la población Esmeralda, y en Tocopilla entregamos títulos de dominio. Existía una llamada "Ley Económica" dictada durante el gobierno de Juan Antonio Ríos, que permitía expropiar los suelos en arriendo por más de diez años y los incultivados. Basándonos en esas disposiciones, expropiamos unos terrenos ubicados entre Coquimbo y La Serena, conocidos, precisamente, como "Las Vegas de La Serena". Estos terrenos debían ser entregados a los campesinos pobres o sin tierras de la zona, pero apenas salimos del gobierno, se trajeron colonos italianos y fueron ellos quienes los recibieron. Además, les edificaron casas y les otorgaron créditos, burlando a los trabajadores del campo de esa provincia. GIRAS MINISTERIALES Luego, había que conocer en el terreno mismo la realidad con la cual yo debía trabajar. Desde la provincia de Malleco se pedía la expropiación de una gran reserva forestal no apta para la agricultura. Pero los peticionarios pretendían elaborar las maderas en el nacimiento del río Cautín, lo que habría significado secar el río, y la petición fue de-sechada. Sin embargo, fuimos al terreno a estudiar la petición. Yo quería recorrer la reserva. 127 Llegamos a una casa magnífica donde vivía el administrador, casa que a la vez servía de lugar de veraneo a los señores ministros y otros altos funcionarios. Después de un breve descanso allí, notifiqué a la comitiva que había que salir al terreno. Casi todos ellos insistieron en que debíamos alojar allí y seguir trabajando al día siguiente, porque

consideraban que "el señor Ministro debe estar muy cansado", argumentos que, desde luego no acepté. Me dijeron entonces que la reserva era muy grande y que podíamos perdernos en la montaña, pero les repliqué que bastaría con buscar uno o dos baqueanos de la zona para que nos guiaran. No les quedó más remedio que aceptar. A las once de la noche recién nos encontramos con una casa donde brillaban unas cuantas ampolletas. Y pregunté quién vivía en esa casa. — Son las casas del fundo "Porvenir", ahí podríamos pedir alojamiento. — Sí, pero al otro lado se ve una fogata. ¿Quién está ahí? — Es la casa del guardabosques. — ¿Propiedad fiscal? — Sí. — Vamos allá. Nos recibió el dueño de casa, alarmado de que llegara gente a su casa, y tan tarde. Nos presentamos y luego le pregunté si alguna vez lo había visitado un Ministro. Me contestó que jamás había visto uno. A todo esto, había que pensar en algo que comer. Algunos funcionarios se habían acordado sólo del vino y llevaban algunas botellas. Y en la casa no había comida. — ¿No tiene animalitos que nos pueda preparar uno? - Sólo corderos, señor. 128 — Bueno, si usted está de acuerdo, le compraremos uno para matarlo y asarlo, porque necesitamos comer. Lo que había en abundancia era leña. En poco rato teníamos el cordero sobre las brasas. Y comencé a conversar con ese campesino que era guardabosques, funcionario del Ministerio de Tierras, tal como lo era el administrador en cuya lujosa casa habíamos estado anteriormente. — ¿Nos puede prestar algo de servicio para comer la carne? — Sólo tengo un cuchillo y cucharas, señor. — ¿Cuánto gana usted? — Ciento cincuenta pesos al mes. — ¿Y cuántos hijos tiene? — Tres, señor. — ¿Y. . . cómo se las arregla para vivir? — Bueno, ya ve, crío unos corderitos, porque tengo dos ovejas, y mi mujer cría gallinitas. — ¿Y qué hacen los hijos? — El más grande todavía es chico y no puede trabajar. — ¿Pero, va a la escuela? — No, señor. La escuela está al otro lado del río, y no hay puente. — Pero, aquí hay un aserradero y entiendo que hay más gente con niños aquí. — Sí, señor, son como veinte chiquillos. Entre nosotros estaba el administrador, que escuchaba en silencio esta conversación y que por cierto no era un analfabeto, era un ingeniero agrónomo. Pero a él no le importaban los bajísimos salarios de la gente que trabajaba bajo sus órdenes, ni mucho menos que los niños no pudieran ir a la escuela. . . Después hablé con él y empecé con mis preguntitas: 129

— ¿Por qué no ha ordenado construir un pequeño puente para que los niños puedan ir a la escuela? — No tengo orden para eso, señor. — ¿A quién informó de esta situación? Silencio. — Aquí tiene usted un aserradero fiscal. Si no podía construir un puente ¿por qué no construyó una barraca para que los niños al menos aprendan a leer? Madera tiene harta, sólo le faltan los clavos. Yo creo que este viaje ha sido provechoso, para que los jefes del ministerio se den cuenta de cuánto falta por realizar no sólo en el país, sino siquiera entre el propio personal obrero del ministerio. Hubo aspectos hasta graciosos de esa gira. Cuando llegó el momento de comer, nadie se atrevía —de la comitiva— porque no había cubiertos. Yo tomé el único cuchillo que había, corté un buen pedazo y empezé a comer con la mano, mientras los señores me miraban. Luego, cuando me repetí mi dosis, se decidieron a hacer lo mismo. Y nos quedamos conversando largo, alrededor de la fogata, sobre las características y sobre el Programa del nuevo Gobierno. Pregunté después al dueño de casa si habría un lugar donde dormir. Sólo tenían dos camas: una para el matrimonio y la otra para los tres hijos, hombres y mujeres. La esposa del guardabosques puso unas sábanas albas en una de ella y nos la ofreció para que durmiéramos por turno. Me la ofrecieron primero a mí, como Ministro, pero a mí me interesaba más conversar con la familia campesina y les dije que yo dormiría después. El primer turno fue para el subsecretario, que volvió antes de una hora... — ¿Qué le pasó, don Luis, que durmió tan poco? 130 — Las pulgas, señor Ministro, no me dejaron dormir una pestañada. . . Después se fue turnando el resto y al amanecer me tocó a mí. Las pulguitas ya habían saciado sus apetitos y dormí mis dos horas tranquilamente. Por la mañana, otro gran problema. No había lavatorio sino un poco de agua que nos trajeron en una lata parafinera. Yo saqué la toalla del maletín que me habían regalado los deportistas de Tocopilla, me fui a las orillas del río —el Niblinto— me desnudé hasta la cintura y me lavé con toda calma. Los caballeros de mi comitiva me miraban entre asombrados y dudosos, pero al fin no les quedó otra que seguir mi ejemplo. Tomamos algunas decisiones en el terreno mismo: se construiría un puente para peatones y se levantaría una escuelita, para lo cual yo personalmente me comprometí a hacer el trámite necesario con el ministro de Educación, cargo que servía Alejandro Ríos Valdivia. La segunda etapa de nuestra gira era en las Termas de Tolhuaca, en cuyo hotel nos esperaban las autoridades de Curacautín, con un almuerzo. Aceptamos un refresco y proseguimos hasta la ciudad, donde almorzamos rápidamente para dar más tiempo a las audiencias que se prolongaron hasta las nueve de la noche. Luego de una rápida cena, nos fuimos a dormir para continuar al día siguiente hasta la cordillera de Nahuelbuta. Allí nos encontramos con dos colonias de pequeños propietarios agrícolas, más arruinadas que plaza de barrio. Tomamos nota de lo fundamental: la cantidad de familias, de personas, cuántos hombres, cuántas mujeres, cuántos niños. Había 170 en total y noventa y dos niños. 131 — ¿Cuántos concurren a la escuela? — No hay escuela, señor, respondió el administrador. Se quemó hace dos años.

— ¿Y usted a quién informó? — A Bienes Nacionales, señor. . . — ¿Y qué dice don Luis Muñoz, de Bienes Nacionales? — Yo informé al Ministro de entonces, señor. Todo se había informado, pero los chiquillos estaban sin escuela hacía más de dos años. .. En ese momento vi pasar unos camiones enormes cargados con madera y pregunté de quién eran. — De unos señores González. . . — ¿Y con qué autorización utilizan como paso este predio que es fiscal? — Hay una orden escrita desde Santiago, para que se les den facilidades, señor Ministro. — Bueno, busque al jefe de la firma maderera González y solicite que les entregue madera suficiente para construir aquí una escuela. Si se niegan, queda estrictamente prohibido el paso de camiones particulares por esta propiedad fiscal. Antes de una hora llegó personalmente el jefe de la firma diciendo que ésta estaba en condiciones de entregar madera "para las escuelas que quiera construir en la provincia". — Yo creo que la escuela la pueden construir los mismos colonos, dijo el administrador que era radical. — Bien, pero usted, señor administrador, me ha dicho que tiene cuatro hijos. ¿Dónde van ellos a la escuela? — Van a Angol, señor, en camioneta. — Buen funcionario público es usted. Se acordó de mandar a sus hijos a la escuela, pero que los demás chiquillos sigan en la ignorancia. ¿No 132 recuerda lo que dijo su presidente don Pedro Aguirre Cerda, que "gobernar es educar?" Silencio general. Por la tarde nos trasladamos a otra reserva o colonia agrícola. El administrador nos recibió de mantel largo, porque era rarísimo ver llegar a un Ministro por esas tierras. Me informó rápidamente de las cosas mínimas, pero luego comenzaron más preguntas de rigor. De las respuestas surgieron los siguientes hechos: la escuela no funcionaba porque el piso se le había hundido ya que estaba construida en un barranco. La casa-habitación del señor administrador tenía doce piezas, algunas de ellas ocupadas con cereales de su propiedad que él vendía al Ministerio de Agricultura pero que éste demoraba en retirar. . . — Bueno, dentro de veinticuatro horas usted entregará dos piezas de esta casa: una para sala de clases y otra para el maestro. — Pero eso es imposible, señor, nosotros somos una familia numerosa. — Yo no estoy preguntándole si es posible o no. Estoy dando una orden ministerial y usted informará a la Oficina de Traiguén del cumplimiento de esa orden. . . Aprendí mucho en esa gira. Muchas veces se habla demasiado sobre la burocracia, pero desgraciadamente se conoce muy poco de cómo afecta a la gente, especialmente en nuestras provincias, tan lejanas de la capital. Nosotros tenemos que educar gente desde el punto de vista administrativo. De formar gente que sea sencilla, sensible al dolor de los trabajadores, y que tenga al mismo tiempo conocimientos políticos. Tenemos que aprender algunas cosas de la gente que ha tenido el poder en sus manos durante siglos. Sacarnos de la cabeza que sabemos todo, aprender a escuchar, 133

recoger ideas. En el aparato del Estado burgués hay personas y podemos ganar a estas personas, aprender a gobernar, asumir responsabilidades de carácter personal y colectivo. Como dice Lucho Corvalán, "quien no pasa el río no se moja el culo", pero él es más cumplido, como decimos los campesinos, él dice "el tambembe". Y yo pienso que ahora, en el exilio, tenemos también que estar alertas contra debilidades como la burocracia. Los compañeros tienen que escuchar siempre a los militantes. Y si no está el compañero responsable, no hay que dejar a la gente sin una respuesta, nadie puede transformarse en un simple buzón para recibir encargos que después se alargan. Los que en Chile tuvimos responsabilidades, no teníamos que correr al Comité Central cada vez que había que resolver algo. Había que apechugar. Si lo hacíamos mal, para eso está la crítica constructiva, la autocrítica responsable y el en-mendar rumbos. Pero en ningún caso no resolver nada, elegir el camino más fácil para no equivocarse. De estas giras —Malleco, Cautín, Aysén— siempre entregué todas las experiencias recogidas, no sólo a los organismos correspondientes de gobierno, sino a nuestro Partido. En Cautín, departamento de Victoria, conocí lo que eran los "juzgados de indios" que habían sido creados para solucionar los litigios de los mapuches. Puede ser que el propósito haya sido bien intencionado, pero lo cierto es que los araucanos eran despojados de sus tierras mediante todo tipo de triquiñuelas y los juicios se alargaban por generaciones en los famosos juzgados. Tanto en Victoria como en Temuco recibimos centenares de quejas sobre este despojo brutal de que eran —y siguen siendo— víctimas los mapuches. En todas partes había también la 134 excusa correspondiente: la falta de personal para agilizar las cosas. Pero la razón es que esos juzgados, como tantas otras leyes, habían sido originados, en una mayoría reaccionaria en el Congreso, para servir intereses de clase. Así, eran pocos los proble-mas que se podían solucionar administrativamente. Conocí otros problemas como el de los latifundistas que pretendían que el Estado les "expropiara" terrenos inservibles pagándoselos poco menos que a precio de oro. Ese fue, por ejemplo, el caso que encontré en la cordillera de Saraos, en la provincia de Llanquihue donde los latifundistas habían ya explotado toda la madera, y como los te-rrenos no eran para la agricultura, se valían de los propios míseros campesinos, aleccionándolos para que "se tomaran un terrenito para ellos". De esta manera después reclamaban al Ministerio de Tierras diciendo que sus predios habían sido tomados y que por tanto pedían su expropiación. Hubo que aclararles las cosas afirmándose en las opiniones de expertos que conocían el verdadero valor de terrenos pantanosos, y en la opinión de los propios campesinos a quienes preguntábamos directamente si querían sacrificarse en terrenos pedregosos o pantanosos, pero dejando claramente deslindadas las responsabilidades. Naturalmente, el campesino chileno no es tonto. Recuerdo la respuesta de uno de ellos: —Aquí, ¿qué podemos sembrar? Lo único que podemos hacer es dedicarnos a una crianza de ranas y sapos. Eran viajes cansadores, porque había realmente que trabajar para cumplir nuestro mandato. Recuerdo que la única vez en mi vida que no pude concurrir a un acto organizado por los trabajadores, fue en Fresia, precisamente durante una de estas giras. Pero la verdad es que yo ya no me tenía en pie de fatiga, y me excusé de asistir. Hasta 135 hoy me duele haber defraudado a los compañeros.

Recuerdo también que en esa misma gira debimos atender algunos problemas en Puerto Montt en vísperas de Pascua y nos embarcamos por la noche en el tren de regreso. Teníamos que pasar la Nochebuena en el viaje y a mí la cosa me entristecía porque esa es una fecha de reunión familiar y, además, para compartirla con los compañeros. Me fui al coche-dormitorio y allí estaba leyendo, cuando apareció el jefe de comedores —ya en ese tiempo mucha gente había aprendido a tratar a los ministros obreros como corresponde, es decir, de compañero— y me mostró una tarjeta firmada por todo el personal que me invitaban a festejar la Nochebuena con ellos. Me sentían hermano del mismo dolor: todos lejos de la familia y, lógicamente, acepté su generosa invitación. En el corto tiempo que permanecimos en el gobierno, los ministros comunistas tomamos iniciativas de gran envergadura, que consideraban el interés de los trabajadores y, por consiguiente, el interés de todos los chilenos. Por mi parte, puedo mencionar los planes de forestación en las provincias Coquimbo, en Malleco y Cautín, donde se ha cometido el peor de los crímenes contra nuestra riqueza forestal, al incendiar bosques autóctonos o explotarlos irracionalmente, sin reforestar en absoluto, ya que a los latifundistas sólo les interesa su propio bienestar y a los gobiernos burgueses bien poco les interesa conservar nuestras riquezas. EL TIEMPO DE LA TRAICIÓN En el mes de marzo de 1947 hubo elecciones municipales en el país, y el avance del Partido Comunista fue muy grande. Pasó a ser el segundo 136 Partido, luego del Partido Radical. Esto alarmó a los terratenientes y reaccionarios de dentro y fuera del gobierno y empezó la presión para que el traidor nos hiciera exigencias inaceptables. El imperialismo presionó por otro lado porque era claro el desarrollo de las fuerzas revolucionarias, y temían que la presencia del Partido Comunista en el gobierno impulsaría el cumplimiento del Programa firmado en el Estadio Nacional, que consideraba una amplia reforma agraria y el rescate de nuestras riquezas básicas. El traidor esgrimió el argumento de que las condiciones políticas en el plano internacional eran cada vez más delicadas, y llegó a anunciar —tal como Pinochet lo ha hecho hace poco— una tercera guerra mundial. Planteó que era necesario que "los comunistas aparezcan lo menos posible en el terreno nacional —más claro: submarinear—" y agregó que era posible que nos quedáramos en el gobierno siempre que el Partido fuera incondicional. Días antes de producirse los hechos antes relatados, hubo una reunión de gabinete para discutir el alza de la movilización colectiva. Meses antes habían aparecido los buses, cuya tarifa era superior en cuarenta centavos a las de las llamadas "góndolas", con la condición de que no llevaran pasajeros de pie. Ahora venía la exigencia de que los buses podrían llevar hasta seis pasajeros de pie. Fue una reunión borrascosa. Los ministros comunistas sostuvimos que se comenzaría por seis pasajeros, para luego llevar pasajeros hasta en el techo de los buses. Al salir de La Moneda, por Morandé, sufrí un pequeño síncope y me enviaron de inmediato a mi casa. Me vieron dos médicos que diagnosticaron que no era grave, sino una consecuencia del agotamiento 137

físico . En verdad, tenían razón. A mí se me habían pasado diez años sin tomar vacaciones. En Tocopilla no sólo tenía mi trabajo como portuario, mis preocupaciones municipales y la irregularidad de mis horas de comida y descanso, sino también obligaciones políticas y sociales. Era mi responsabilidad como militante velar por mi salud, y no lo había hecho. Muchas veces, en mis viajes a la capital pude quedarme unos días, pero no lo hacía pensando en cómo se estarían desenvolviendo las cosas en Tocopilla. Cometí el grave error de creerme indispensable. El caso es que ahora, después de diez años veía todo eso, y los médicos me prescribieron reposo absoluto. Pablo Neruda puso su casa a mi disposición y pasé varios días en Isla Negra, porque, además, la situación política se ponía cada vez más tensa. Esos días fueron inolvidables. No sólo conocí la generosa hospitalidad de nuestro poeta. El me presentó también a Gonzalito, un pescador que cuidaba la casa, pero que Neruda consideraba como parte del inventario de ella. Durante las noches nos sentábamos alrededor de la estufa y Pablo servía un trago de vino —eran unas botellas que él tenía enterradas, pero yo se las descubrí— y Gonzalito nos contaba que él también había sido poeta en su juventud, "y todavía puedo escribir versos, pero es medio feo que me ponga a competir con don Pablo que es más letrado que yo. . . " — Pero, Gonzalito, —le alegaba yo— por qué se va a enojar Pablo, si usted lo conoce que no es egoísta. — Tiene razón, don Víctor, yo lo quiero y lo respeto mucho y si quiere le puedo decir unos versitos míos. Mi compañera, que estaba conmigo durante mi enfermedad, con permiso del Ministro de Educación, 138 me decía: —Ya te vas a poner a escuchar a este viejo cochino, con sus "versitos" que son puras picardías. Yo no le hacía caso y recuerdo muy bien, al menos uno de los versos de Gonzalito: "Una niña se enojó porque yo se lo pedí. ¿Cuál es que me enojo yo si ella me lo pide a mí?" Me encontraba en Isla Negra cuando se produjo la crisis de gabinete, en abril de 1947. Nos llegaron informaciones del compañero Ricardo, que decían que habían concurrido a La Moneda Galo, Bernardo Araya y otros compañeros. En esa ocasión el "hocico de piano" —así le decían algunos al traidor— les reiteró la necesidad de que el Partido fuera incondicional de su gobierno, y nuestro secretario le respondió: "El Partido no es incondicional ni siquiera de su Secretario General". — Entonces se van del gobierno —replicó el traidor—. — Muy bien, nos vamos, —respondieron los compañeros—. Y fue entonces, en ese mismo momento que el traidor le dijo a Bernardo Araya en su cara, que lo sentía mucho pero que iba a perseguir al movimiento sindical y, por consiguiente, a él mismo. Por esos días, Pablo intervino en el Senado con su célebre YO ACUSO, que fue muy difundido. A pesar de que se trataba de una intervención en el Senado, a pesar del fuero parlamentario, la justicia de entonces —-tan dócil como la de ahora— lo procesó, y la reacción logró su desafuero, de tal suerte que Neruda se vio en la necesidad de pasar a la clandestinidad. Era, abiertamente, una nueva etapa de represión y, por consiguiente, de nuevas luchas. A mí 139

me correspondió partir en el longitudinal hacia Antofagasta, llevando cinco paquetes con reproducciones del discurso de Pablo. No me fue difícil cumplir mi tarea ya que en ferrocarriles teníamos muchos amigos, y a mí llegada a Antofagasta me esperaba un grupo de compañeros en la estación, los que se encargaron de hacer "desaparecer" rápi-damente los cinco paquetes. Me encontraba en Tocopilla en el momento el que la radio anunció que el traidor "le declaraba la guerra a los comunistas". De inmediato comenzaron a cazar compañeros. En las Oficinas Salitreras del Toco fueron detenidos centenares de camaradas y llevados a Pisagua, consumando uno de los crímenes más monstruosos de González Videla. Allí mismo, el traidor había sacado una mayoría abrumadora para ser elegido Presidente, allí mismo los trabajadores habían entregado un día de su salario ganado con tanto sacrificio, para contribuir a financiar la campaña de propaganda, y allí mismo, ahora, quedaban centenares de mujeres y niños abandonados a su suerte por la infame traición. En el puerto fueron apresados también decenas de compañeros, incluido nuestro Alcalde, José García, de quien ya he hablado, y que fue fusilado en 1973, por orden de Arellano Stark. Pero en verdad, José García fue detenido durante González Videla, por su buena fe, por su convencimiento de que como nada malo había hecho, nada malo le iba a pasar. Esto, porque en Tocopilla, el encargado de detenerlo fue el jefe de Investigaciones, un señor González a quien yo conocía y que me tenía estimación. González llamó a José García por teléfono y le dijo: "Tengo orden de detenerlo pero como usted es una autoridad, le ruego se presente en Investigaciones dentro de dos horas. . . " Y nosotros, empapados de ilusiones legalistas 140 caímos. El compañero se presentó y de allí fue a parar, relegado, a Parinacota, a 4.800 metros de altura, al interior de Arica. No se dio cuenta de que el jefe de Investigaciones le estaba dando tiempo suficiente para que se echara el pollo. Tenía a su disposición un automóvil y podía haber llegado con calma a la vecina ciudad de Antofagasta para esfumarse. A mi regreso a Santiago, el Partido resolvió que el compañero Elías Lafertte y yo partiéramos a Iquique por ferrocarril, con el propósito de llegar a Pisagua. Pero en Iquique todas nuestras gestiones fueron inútiles. En vano nos afirmábamos en nuestra condición de parlamentarios. La reacción no respeta ningún fuero cuando se trata de defender sus intereses. Dejé al compañero Elías en el Hotel Prat, donde debimos alojarnos para no comprometer a ningún compañero, y me fui a dar una vuelta por el local del Partido, haciéndome el leso. Iba hacia allá, cuando veo que por la calle viene caminando tranquilamente José González, a quien conocía mucho, porque, junto con Víctor Díaz, se alojaban en mi casa en Santiago, cuando había reuniones del Comité Central. Cuando lo vi , ya desde algunos pasos de distancia, lo increpé: — ¿Para dónde vas, saco de h. . ., qué andas haciendo por la calle? . 0 acaso no sabes lo que está ocurriendo en el país, que te andas mostrando. Anda a fondearte rápidamente y busca contacto con los que aún no han caído en Pisagua. José era nada menos que el secretario del Comité Regional y, además, regidor. A mi regreso informé al compañero Elías y nos fuimos de nuevo a la Intendencia. Nos recibieron, pero la negativa fue rotunda: "Nadie entra a Pisagua, sin autorización del Ministro del Interior". Nos empleamos a 141

fondo en los argumentos pero fue inútil. No tuvimos otro camino que regresar a Santiago. Allí nos esperaba otra resolución del Partido: había que partir a Concepción, provincia donde la represión era brutal. Partimos ese mismo día, en el nocturno. Dejamos nuestro magro equipaje en custodia en la estación y nos dimos una vuelta hasta la calle Lincoyán donde se encontraba el local del Partido. Desde luego no esperábamos encontrar a nadie allí, ni nosotros pensábamos llegar hasta el local mismo, pero hicimos bien en rondar los alrededores porque nos encontramos con varios camaradas y uno de ellos reconoció de inmediato a Elías. Nos informó que la entrada a los minerales de carbón de Schwager, Lota y Curanilahue estaba prohibida. Que sólo se podía entrar con un salvoconducto autorizado por la jefatura naval. Los mismos compañeros nos informaron que en las playas de Lirquén y Tomé habían aparecido varios cadáveres atados con alambres, según se decía. Esto nos decidió a tomar el más próximo tren local a Tomé y una vez allí nos trasladamos de inmediato a recorrer la playa durante cinco horas. No encontramos nada que indicara rastros de la denuncia que habíamos recibido. Nos acercamos entonces a unas casas de pescadores, con el pretexto de pedir que nos convidaran un vaso de agua. Nos ofrecieron asiento, y el dueño de casa nos preguntó en qué andábamos. Nos identificamos y el hombre resultó ser un simpatizante de nuestro Partido. "No —nos dijo—, estas aguas son muy mansas para que tiren así no más los cadáveres a la playa. A la gente la fondean para que no salga a la superficie. Yo salí anoche a pescar y no vi nada". Nos volvimos a Concepción y partimos a Talcahuano para solicitar el salvoconducto necesario para 142 ir a la zona minera. Nos recibió un marino que nos trató bastante mal. Nos acusó —como siempre— de que nosotros incitábamos a la gente al desorden y después clamábamos justicia. La entrevista fue cambiando de tono y haciéndose cada vez más dura. Finalmente intervine yo y le manifesté que sus palabras carecían de toda justificación, que eran injustas porque no reconocían las iniciativas ni las atenciones de las autoridades comunistas en todo el país. Le recordé que en Tocopilla había un grupo de defensa de costa que había recibido muchas atenciones y facilidades de la autoridad comunal, y que el municipio hasta les había regalado un estandarte. Lo cierto es que nos retiramos de allí sin despedirnos, pero sin el salvoconducto. PRIMER EXILIO El Congreso entretanto había comenzado la discusión de la llamada "Ley de defensa de la democracia", la maldita, que, apenas fue aprobada, ilegalizó a nuestro Partido. Fueron borradas de los registros electorales más de cuarenta mil personas, y a los únicos representantes de elección popular que se les permitió terminar sus mandatos fue a los parlamentarios, con la excepción de Pablo Neruda, que ya estaba en la clandestinidad, período en que dio término a su gran obra "El Canto General" que posteriormente fue editado clandestinamente en nuestro país. Luego, el poeta, acosado por la represión, debió salir de Chile, también en forma clandestina. A todo esto, mi salud se había seguido resintiendo. Un día me llamaron para conversar con el Secretariado y me dijeron que su opinión era que yo abandonara el país para reponerme del todo. Yo me sentía un poco mejor, pero, disciplinadamente, 143

acepté. Había sin embargo algo que me preocupaba profundamente: mi compañera estaba embarazada por segunda vez después de ocho años de la muerte de nuestra primera hijita, que nació asfixiada. Yo temía que el segundo parto fuera tan difícil y peligroso como el primero. Los compañeros me aseguraron que ella tendría atención del Partido y así fue que un día cualquiera partí en el tren transandino, con destino a Buenos Aires. Allí conocí directamente la fraternidad internacionalista. Fui recibido con gran cordialidad por el Partido hermano de Argentina. Yo conocía a varios de sus dirigentes que habían estado en Chile, especialmente al compañero Victorio Codovilla, quien había permanecido un tiempo en Villa Alemana, donde yo viajaba todas las semanas para atenderlo y llevarle las informaciones de prensa, por resolución de nuestra dirección. Yo le conté que se corrían rumores de un levantamiento del Ejército. Lo cierto es que hubo algunos militares retirados que hicieron correr ese rumor y lograron así sacar plata donde podían. Pero el compañero Codovilla me dijo: "A los militares hay que creerles el veinte por ciento de lo que dicen. A la gran mayoría les bastan los buenos sueldos y mucho armamento". Y tenía razón. El bellaco de González Videla cumplió su período con toda tranquilidad. Codovilla se interesaba también por nuestra organización. Me preguntó quienes eran los más responsables en esa etapa tan difícil. Yo le nombré, entre otros compañeros, a Reinoso, que estaba en organización. Codovílla comentó: -- mientras Reinoso esté en organización, nunca formará cuadros el Partido chileno. Yo informé de esta conversación, y al poco tiempo se descubrió el grupo antipartido que encabezaba Reinoso. 144 Mi exilio en Buenos Aires se prolongó durante un mes. Muchas veces vagaba por las calles, porque —por razones de seguridad— no podía ir siempre al local del Partido. Estuve hospedado en casa de un industrial, atendido a cuerpo de rey, pero cuando uno está en el exilio, vive pensando en la patria. Hacía poco que había dejado de fumar ya que durante mi enfermedad, el médico, compañero Raúl Friedman, había constatado una afección a los bronquios por exceso de tabaco. — Tú fumas mucho —me dijo—. — Claro que sí, pero si me hace mal lo dejaré. — Yo estoy harto de aconsejar huevones. Todos saben que el cigarrillo hace mal, pero es como tirar piedras al río, —me contestó—. Pero yo había decidido dejarlo y lo hice. Muchas veces, cuando estaba en Isla Negra soñaba que salía de casa de Pablo, subía al camino, me compraba mi paquetito de cigarrillos y me ponía a contemplar el humito. Pero en Buenos Aires, aburrido, preocupado, pensé en todas esas cosas que dicen los fumadores: que el cigarrillo es bueno para la alegría y para la pena, que quita el frío y el calor, que hasta quita el hambre. Y me decidí a comenzar de nuevo con el tabaco. Me metí en una cigarrería, pero la vendedora demoró unos instantes en atenderme y cuando me preguntó que que-ría, tuve una reacción y compré una caja de chicles. Entonces me di cuenta de que cualquier vicio se puede vencer. Yo comprendo y compadezco a los viciosos que a veces sienten verdadera desesperación. Jamás le negué un trago a un borrachito, y al respecto recuerdo una anécdota en Iquique. Una 145

vez me encontré con un compañero que me pidió dinero prestado. — ¿Cuánto le falta para el litro? —le pregunté—. — Ay, compañero, para qué lo voy a engañar que es para comprar pan. Yo, sin un poquito de vino en la mañana soy hombre muerto. Y no se fue sin que yo le pasara algo. Pero insisto en que todos los vicios se pueden superar. No entiendo algunas reuniones en que nos ahogamos en humo y los compañeros no pueden dejar de chupar durante una o dos horas. Cuando yo trabajaba con salitre, que es explosivo, en el puerto de Tocopilla, era un fumador terrible —a veces más de dos paquetes diarios— pero jamás fumé en las horas de trabajo, cuando cualquier chispa era peligrosa. Desde que decidí parar de fumar, no he vuelto a tomar un cigarrillo y pienso que ésa es la única receta. A EUROPA Por fin pude partir con destino a Marsella en un barco francés, con cuyos tripulantes hice muy buenas relaciones durante el viaje. Ellos me ayudaron en Marsella a conectarme con los compañeros franceses y de allí seguí rápidamente a París, donde también tomé contacto con el Partido francés. Pero la verdad es que no lo pasé muy bien. Me ubicaron en un hotel que, aunque era del Partido, me cobraba trescientos francos por dormir. El derecho a baño me costaba sesenta francos, así que no tuve más remedio que bañarme una vez por semana. El dinero que me habían entregado en Chile los compañeros era poco, y decidí comer una vez por día, ya que debía esperar allí una visa para viajar a Checoslovaquia, que era el punto de mi destino, y no sabía cuánto iba a demorar esa visa. 146 En verdad, en Francia vivimos duras experiencias con otros chilenos que estaban allí. Pero también algunas anécdotas. Me encontré en París, por ejemplo, con el pintor boliviano Luis Lucksic y su compañera Gladys. Ambos habían estudiado en Chile y eran excelentes camaradas, pero tenían que salir a corretear sus acuarelas para poder comer. Vivían en una pieza que servía de taller, dormitorio, comedor, salita, en fin de todo, porque en una de sus paredes tenía adosado un W.C. Los muebles consistían en una cama, una mesa, dos sillas y un cajón que servía lo mismo de velador que de asiento. Un día nos invitaron a almorzar a mí y otro chileno. Y como faltaba un asiento, tuvimos que correr la mesa hacia la pared para que yo me sentara en el water, a modo de silla, mientras almorzábamos. Para qué decir la de bromas en que transcurrió todo el almuerzo. CHECOSLOVAQUIA Por fin llegó la tan esperada visa y con ella, mi tranquilidad. Pude partir de inmediato y desde mi misma llegada fui atendido como un hermano, por el Departamento de Relaciones Internacionales de nuestros camaradas checos. El grave problema del idioma no fue tal. Mi paño de lágrimas era Vlacheslav Kutválek, profesor de español en la Universidad de Praga, que había estudiado el idioma en España. Era, además, un enamorado de nuestro lenguaje y la verdad es que al comienzo me tenía bien choreado porque cada vez que yo hablaba, sacaba una libretita y un lápiz y anotaba algunas cosas. Hasta que un día no aguanté más y le dije: — Mire, compañero, yo sé que nosotros hablamos en general muy mal el español, y yo no puedo presumir de letrado, pero. ..

147 ¿qué es lo que le ha llamado la atención en mi manera de hablar? — Mire -—me respondió—, en una ocasión hablábamos de los niños y usted dijo "cabritos", entonces yo quiero saber ¿qué relación hay entre el niño y el animal? — Nosotros —le expliqué— les llamamos cabritos a los niños pequeños porque son muy inquietos y nunca se están tranquilos. Tienen mucha similitud con el animalito, cuando están chicos. — Pero, en otra oportunidad, en Karlovy Vary, le pregunté si los trajes de baño de aquí son tan bonitos como en Chile y usted me respondió que en su país algunos niños se bañan "calatos". Yo le contesté que "calato" es un término que se usa en el Norte de Chile para referirse a una persona desnuda. Creo que es una palabra que proviene del quechua. El aceptaba mis explicaciones y agregaba que "estábamos enriqueciendo nuestro idioma"... sin dejar de protestar porque de repente le metemos al español palabras inglesas o francesas. Este camarada no se cansaba de conversar conmigo. Su cordialidad lo llevaba incluso hasta ocupar sus ratos de descanso o libres para llegar hasta mi hotel a invitarme a algún sitio. Incluso una vez que él no pudo venir, envió a una de sus alumnas para que me acompañara a pasear. Claro que la jovencita no sabía español y cuando llegamos a un restaurant a almorzar, debió dibujarme una res y un pescado para que yo designara con el dedo lo que quería comer. Pero el sistema fue expedito y no hizo ni falta el idioma. Además, en el mismo hotel conocí a varios compañeros españoles, entre ellos, el famoso general Juan Modesto. Era un andaluz de extraordinaria sencillez, parco en palabras. Un hombre surgido, 148 como muchos de nosotros, del montón. Cuando me contó que había empezado a trabajar a los doce años, recordé mi infancia de niño campesino y no pude dejar de ver la similitud. Solía decirme: —Oye, Contreras, apenas caiga Franco, te invitaré a España. Pero sus deseos no se cumplieron, porque murió mucho antes que Franco, siendo un hombre relativamente joven. Conocí también a otros oficiales del Ejército Republicano Español, como el general Gordon, Lister, Sevil. Cierta vez, uno de ellos preguntó a mi amigo Vlacheslav, que también era mi intérprete: — ¿Y en qué parte de España estudiaste tú? — En Madrid. — ¿Y en qué ciudad de España naciste? — Yo estudié en España pero soy checo, —explicó mi amigo—. Y en verdad, hablaba tan bien el español que era como para equivocarse. Además, se había esmerado por encontrarme alguna literatura en español en Praga, pero sólo encontró "La Araucana". Para los españoles era más fácil darse a entender en ruso, ya que casi todos los que allí estaban habían participado en la Gran Guerra Patria. En verdad, mi permanencia en Checoslovaquia fue una experiencia valiosísima para mí. Por primera vez conocía la fraternidad internacionalista de un país socialista, y además, tenía no sólo la oportunidad de descansar, de completar mi tratamiento para recuperar mi salud, sino de conocer lo que es capaz de hacer un pueblo en las condiciones de la sociedad socialista. Conocí industrias como Bata, ese monstruo donde se fabrican millones y millones de pares de zapatos. En esos años ellos debían adquirir el cuero en otros países, porque su propia producción les

149 alcanzaba para tres días al mes, de trabajo en la industria. Me interesó mucho el problema de la Reforma Agraria, que ellos ya habían puesto en práctica en 1918 por primera vez. En cierta oportunidad visitamos una estación de maquinaria que estaba dirigida por una mujer, que me llamó mucho la atención. Era muy hermosa y joven, pero además le habían entregado una gran responsabilidad. Cuando hablé con ella lo primero que le pregunté fue que por qué había sido directora de una estación de maquinaria agrícola. Ella me explicó que al producirse el cambio de régimen, ella era funcionaría en el Ministerio de Agricultura y que, además, era de origen campesino. . . "Y los campesinos —agregó— somos los que más queremos la tierra, a pesar de lo dura que era la vida en el campo. Ahora, naturalmente, se ha simplificado mucho. Todo es más fácil". Respondiendo mis inacabables preguntas me contó que las principales dificultades en el campo habían derivado precisamente de la incorporación de la maquinaria. Los campesinos la resistían al comienzo porque estaban habituados a roturar la tierra con arados de mano tirados por caballos. Por otra parte, el caballo les servía para tirar un coche cuando viajaban a la ciudad. Por carteles se informaba sobre las ventajas de la maquinaria, pero no se convencían. Le pregunté entonces, cuál había sido el camino que buscaron para convencerlos y me respondió: — Con el mismo personal que vino de las ciudades a manejar la maquinaria, interesamos a los jóvenes, y ellos se encargaron de convencer a los padres. Para mí, todo era novedad. Yo que había nacido y crecido en el campo, no había alcanzado a 150 conocer los tractores, y mucho menos la explotación de la tierra por medios mecánicos. Todo lo nuevo lo recogía y enviaba largas cartas al Partido en Chile, a través de partidos hermanos de Latinoamérica. Al recordar ese primer exilio, no puedo dejar de afirmar que estar exiliado en un país socialista es un privilegio. Yo no me canso de decirlo, de escribirlo en cartas a mis amigos personales de Chile, incluso de otras posiciones políticas. Les hablo de cómo vivimos en la República Democrática Alemana, en este segundo exilio, rodeados de la atención, del cariño no sólo de las autoridades sino del pueblo alemán. Tenemos buenas viviendas, nuevas, bien amuebladas. Aquí, el que no aprende una profesión es porque no quiere o porque su inteligencia no lo acompaña. Hay facilidades para estudiar y para vivir. Una de mis nueras ha tenido dos hijos en Berlín y ha sido atendida desde el comienzo del embarazo, igual que todas las mujeres de aquí. Luego, los partos en un excelente hospital y el permiso maternal, además de los mil marcos que el Estado regala a toda mujer que tiene un hijo. A cincuenta pasos de la casa está el jardín infantil, donde los niños van por la mañana y se les retira por la tarde, por un pago de apenas veinte marcos. Un poco más allá tenemos el policlínico con atención absolutamente gratuita. Todo esto no es sino la solidaridad concreta que nos ofrecen el pueblo y el gobierno de la RDA. Es muy bueno, pero nosotros, exiliados chilenos, debemos tener siempre muy presente quienes somos, sin olvidar jamás nuestra condición de clase y sin dejar de luchar un momento por todos los derechos que como chilenos tenemos y que Pinochet ha pisoteado en nuestra Patria. Creo que la 151

victoria sobre el régimen fascista y nuestro aporte a esa victoria será la mejor manera de expresar que hemos comprendido esa solidaridad y que sabemos corresponder a ella, EL PRIMER HIJO Estaba en Praga cuando recibí un cable firmado por Guillermo y Rodolfo —ambos compañeros profesores— anunciándome el nacimiento de mi hijo mayor, Víctor. Posteriormente recibí noticias más amplias al respecto. María, mi compañera, había sido operada —el parto fue con cesárea— por nuestro querido compañero el doctor Hernán Sanhueza —con quien vivimos juntos una parte de este segundo exilio en Alemania Federal, hasta el momento de su deceso—. Mi compañera, a pesar de la difícil situación política que vivía Chile al nacer nuestro hijo, había sido esmeradamente atendida, por una preocupación especial de nuestro Secretario General de entonces, Ricardo Fonseca. El Partido resolvió que María debía internarse en la clínica Santa María y contar con todas las atenciones necesarias, ya que cualquier contratiempo sería terrible para mí. Víctor nació entonces, como "cualquier hijito de rico", en esa clínica. Era un niño muy grande al nacer y las enfermeras se lo mostraban a todas las ricas. Pero mi compañera se acomplejaba porque era moreno y tenía poca frente. En buenas palabras, era muy peludo. Pero había especialmente una enfermera que le decía a María: — Qué se preocupa, señora. Viera las "piltrajitas" de niños que tienen las ricas. Luego me contaban que apenas estuvo de regreso en casa, llegó el compañero Ricardo a visitarla y tomando al niño en brazos, le dijo: —Bueno, 152 pues cabro, espero que cuando grande llegues a ser Comisario del Pueblo. Y mi suegra que era muy católica saltó protestando que no, que el niño sería un "obispito". Después fue a verla su amigo y colega, nuestro camarada César Godoy, y entonces María le mostró su hijo, diciendo: "Mire, César, que feíto es mi chiquillo..." — No se preocupe, María, yo también cuando nací, dicen que era refeo, y ya me ve usted como soy ahora. .. — Ay, César —replicó riéndose mi compañera— pero si usted es tan feo. Entretanto, yo permanecía en Praga, al amparo de la solidaridad de los compañeros checos. Luego se anunció la celebración en París del Primer Congreso de Partidarios de la Paz y se me comunicó que participara como delegado, con otros dos compañeros que vendrían del interior. Yo sabía que uno de ellos era un miembro del Secretariado, pero del otro no sabía nada y llegué a París con una gran curiosidad. Allí nos dijeron que en el Hotel Jorge V nos esperaba una persona. Que era un chileno evadido del régimen de González Videla. Es de imaginar la sorpresa que tuvimos cuando allí apareció Pablo Neruda, con una larga barba y con su antigua compañera Delia del Carril. La alegría y los abrazos no se terminaban nunca. Nos contó como había sido su paso por la cordillera, en forma clandestina. Recordó con gratitud la ayuda de un funcionario del Ministerio de Tierras, Víctor Bianchi, y de un compañero nuestro Jorge Bellet, que, habiendo sido expulsado de su trabajo en LAN-CHILE, estaba como administrador de un aserradero en la zona precordillerana. Al otro lado lo esperaba la fraternal ayuda internacionalista. 153 Pablo era ya muy conocido en Francia y América Latina. Durante el Congreso llegó mucha gente de nuestro continente, y casi todo el mundo quería tener su autógrafo y el

del "otro Pablo". Este era nada menos que Pablo Picasso que también participaba en el Congreso de la Paz. Tuve entonces ocasión de conocer el buen humor de ambos. En los ratos libres se encerraban en una pieza, y un secretario les llevaba las libretas o cuadernos para los autógrafos. Picasso firmaba por Neruda y Neruda por Picasso y la gente se iba encantada con los autógrafos de los dos Pablos, mientras éstos, con toda picardía, se morían de la risa. Entre las resoluciones de ese Primer Congreso que presidió el gran físico e investigador Juliot Curie, se acordó realizar otro, latinoamericano, en México, en el mes de agosto de 1949. Cuando regresé de París a Praga se me pidió que me fuera a la capital azteca a preparar, junto a otros compañeros, el Segundo Congreso. Lo hice con gusto porque sentí que me iba acercando a mi tierra natal. EL REGRESO En México me encontré con varios compañeros chilenos, entre ellos César Godoy, Luis Enrique Délano, Salvador Ocampo, y luego llegó Pablo Neruda. Durante nuestros trabajos de preparación del Congreso nos sorprendió el aniversario de la independencia mexicana y también de la nuestra, ya que hay sólo dos días de diferencia. La embajada chilena buscó pretexto para no celebrar la fecha, aduciendo que el edificio de la sede diplomática estaba en reparaciones. Pero nuestros compañeros, encabezados por Pablo, se pusieron en campaña. Reunieron dinero y lograron que se nos 154 facilitara una amplia sala, donde no sólo celebramos nuestra independencia, sino también saludamos a los libertadores mexicanos, y fuimos a depositar ofrendas de flores ante sus monumentos. Pero la vida en un país capitalista era difícil. El Partido hermano pasaba por crisis y divisiones internas, en esos años en que era Secretario General Dionisio Encinas, y sus propios problemas le impedían desarrollar más solidaridad. Yo pagaba tres pesos diarios por dormir en casa de un compañero, y para almorzar tenía que sacarme la suerte con los amigos y camaradas chilenos. Un día era Salvador Ocampo el de turno, otro Enrique de los Ríos, o la profesora —también chilena— Andrea Olguín. También me invitaban mucho el compañero David Alfaro Siqueiros y Angélica, su esposa, hermana de la de Salvador Ocampo, Bertita, quien me los había presentado. Allí me recibían con muchísimo cariño y sólo mi pudor me impedía llegar todos los días. Por fin llegó la conferencia pacifista y con ella un delegado desde Chile, Manuel Eduardo Hübner, quien además me traía la más grata noticia: la dirección del Partido estimaba que yo podía regresar al país y que debería hacerlo junto con Hübner. Lo cierto es que algunos compañeros habían creído una vez más las palabras del traidor, cuando éste anunció públicamente que no perseguiría a sus ex ministros. Pero la cosa fue bien distinta. Así fue que luego de un viaje en que permanecimos dos días en Guatemala y diez en Panamá, llegué a Santiago a conocer a mi hijo Víctor, justo el día en que éste cumplía seis meses. La alegría del reencuentro es inolvidable. Pasamos toda la tarde en casa, conversando, disfrutando de unas horas de tranquilidad. 155

Sí, apenas fueron horas, porque al día siguiente todo cambió. Habían venido a visitarnos el profesor Rodolfo Donoso y el médico Hernán Sanhueza. Nos hallábamos conversando con ellos al mediodía cuando se dejó caer la policía. Los "chicos de Sagüés" (Investigaciones estaba dirigida por Osvaldo Sagüés) venían a buscarme. Cuando vi que era posible que también arrearan con mis dos camaradas, rápidamente intenté una coartada, al menos para ellos. — ¿Qué opinión tiene de la enfermedad del niño? —pregunté dirigiéndome a Hernán Sanhueza—. El me siguió la corriente y respondió: — No tiene nada grave, señor. En todo caso, si usted tiene que salir con estos señores, váyase tranquilo, yo me preocuparé de visitarlo. — Gracias, doctor, ¿cuánto le debo? — No, pues. Cómo se le ocurre si usted viene llegando. No le cobraré y por el contrario, si algo se le ofrece a su señora, que me llame con toda confianza. Yo empecé a vestirme tratando de ganar tiempo. Rodolfo Donoso pretendió irse pero los policías se lo impidieron: —Usted también nos acompaña. Les dijimos que era un compañero de trabajo de María, mi esposa, pero de nada valió: —Allá en la oficina dará las explicaciones —nos respondieron— y es posible que quede libre. En el cuartel de Investigaciones en General Mackenna, sin preguntarme una palabra me metieron en una pieza hasta las siete de la tarde, entonces me sacaron para meterme a un furgón con destino a la estación Central. Las relegaciones estaban a la orden del día, pero en mi casa no sabían nada de cuál sería mi destino. Yo mismo tampoco lo sabía, así como desconocía la suerte de Donoso. Pensé que, tal vez, lo habrían dejado en 156 libertad. Pero cuando me metieron en el vagón me encontré con que éste ya estaba allí. Y a los pocos momentos apareció mi compañera, trayéndome una maleta, con ropa. A fin de que ella supiera cuál era nuestro destino, se lo preguntamos al policía que nos custodiaba. Nos respondió que lo único que sabía era que él debía entregarnos a las "autoridades" en Puerto Montt, junto con un sobre cerrado. Y al menos con esa información, nos despedimos de María segundos antes de que partiera el tren. LA RELEGACIÓN Pero ni siquiera en esas horas tan difíciles, los compañeros dejaron de cumplir sus deberes solidarios. Durante todo el trayecto, había camaradas que estaban en las estaciones para informarse de quiénes eran conducidos al Sur y en qué condiciones iban. En Osorno, varios de ellos subieron incluso a nuestro vagón, entre ellos Víctor Víllalón, llevándome un poncho que después habría de serme muy útil contra el frío, la lluvia y el viento, ya que en esa zona los temporales impiden usar paraguas. En Puerto Montt, desde la estación nos llevaron derechito a Investigaciones. Allí el "jefe" correspondiente abrió el sobre que traía nuestro guardián y nos dijo que nuestro destino de relegación era Melinka. El mandamás de la policía, de apellido González, nos informó, además, que debíamos permanecer tres días en ese cuartel en espera del barco que hacía el recorrido hasta Puerto Aysén. Y nos mandó a un calabozo inmundo, donde encerraban a los delincuentes comunes, en el cual ni siquiera había unas tablas para dormir. De inmediato reclamé que nos sacaran de allí. Pero el tipo me respondió que no tenía otro lugar. 157

Yo le insistí, diciendo que éramos detenidos políticos y no delincuentes, que pensara que algún día las cosas iban a cambiar y que pesara sus actitudes. Le recordé los cargos públicos que yo había desempeñado y el hombre se confundió: —Usted sabe, señor —me dijo— que yo tengo que cumplir órdenes. Esa es mi obligación. — De acuerdo, cumpla sus obligaciones. Pero si usted se hace un examen de conciencia tiene que comprender que no podemos dormir tirados sobre la inmundicia. Tiene que permitirnos dormir en un hotel… — Es que no tengo dinero para pagar el alojamiento del policía que debe cuidarlos. — Eso es cosa suya. Nosotros pagaremos nuestras habitaciones. Por fin, después de una larga discusión, accedió a permitirnos que durmiéramos en el hotel. Durante el día salíamos con nuestro cancerbero, pero una tarde, el hombre empinó demasiado el codo y fue cambiado de inmediato por otro. Al tercer día nos llevaron a un pequeño barco de la Empresa Ferronave que zarpó de inmediato. Había pasado muy poco rato cuando se acercó hasta mí uno de los tripulantes y me dijo que "el señor Simón Bolívar quiere hablar con usted y le está esperando en la cubierta al lado de popa". Subí con los pasajeros de tercera a cubierta, pero por mucho que miraba no veía a nadie conocido, hasta que, desde un rincón oí que alguien me decía: aquí estoy. Y veo a una persona sentada, con poncho y un sombrero metido hasta las orejas. Era Miguelito Vargas, antiguo militante y dirigente panificador, que era muy conocido en el Partido por su facilidad para escribir. Muchos años después lo encontraron muerto en la localidad de San Juan de la Costa. 158 Se paró y se me acercó entre la gente. Era difícil conversar. La cubierta estaba repleta do trabajadores que viajaban al Sur de Argentina, para trabajar en la temporada de esquila. Pero él se las arregló para decirme: — En la próxima parada del barco, nos bajamos. . . — Pero a nosotros nos conoce toda la tripulación, sabe quiénes somos y con qué destino vamos… ¿Usted tiene algo preparado, alguna lancha? — No. Nos bajamos y nos internamos en la selva. .. — Yo creo que eso es una aventura. Nos echarán de menos y darán orden de buscarnos. Además, no podemos bajarnos con lo puesto, yo, al menos, no tengo nada de chilote. — Pero, es una resolución del, Partido. — La resolución será que se baje usted. Yo consultaré con mi compañero de relegación. Me fui a consultar la opinión de Rodolfo, quien me dijo que, realmente, huir sin ninguna preparación previa era muy aventurado, corríamos el riesgo de que incluso no hubiera Partido en la próxima isla. No conocíamos a nadie, además, por muy respetable que fuera esa resolución, no sabíamos concretamente de dónde venía y lo más probable es que a las dos horas estuviéramos de nuevo, en peores condiciones, en manos de la policía. Resolvimos seguir el viaje que nos estaba destinado. En Castro, Miguelito desembarcó muy disgustado con nosotros. RELEGADOS MEMORABLES Después de zarpar de Quellón entramos a mar abierto en el Golfo Corcovado, de difícil navegación

159 por su oleaje corto. Para mí fueron sesenta millas de zangoloteo como si estuviera dentro de una coctelera. Por fin apareció el caserío de Melinka, cuando el barco dio una vuelta, por detrás del faro. Eran unos doscientos metros de casas de madera por ambos lados, casi incomunicados del resto del mundo. Cuando llegaba un barco, la gente se juntaba para ver quiénes venían. Pero al llegar nosotros, ni los carabineros, a quienes nos entregó nuestro guardián de viaje, sabían que tendrían visitas porque carecían de estación de radio. Nos recibió el cabo primero Montiel, jefe del retén, quien nos notificó que, de acuerdo a las instrucciones del Ministro del Interior —Luis Alberto Cuevas, a quien llamaban "Palcos" Cuevas- deberíamos presentarnos todos los días a firmar. Luego le preguntamos qué familia podría darnos alojamiento, o si lo harían carabineros. — Nosotros —contestó— tenemos dos piezas: una sirve de oficina y la otra de calabozo. — ¿Y qué ayuda nos dará el gobierno que nos mandó a este lugar? — No tengo ninguna instrucción, señor. El único que podría darles alojamiento es don Pedro González. Aquí nadie tiene condiciones para recibir alojados, salvo que sean familiares, pero en la casa de don Pedro está alojado Rosendo Pizarro, obrero ferroviario, que llegó relegado de Talca. . . Fue así como fuimos a dar a la casa de don Pedro… ¿Quién era este personaje? En su juventud, había sido marinero en la Marina de Guerra. Luego fue designado guardafaros, pero fue eliminado del servicio nadie sabe por qué razones y se quedó a vivir en Melinka. Tenía tres hijos, dos varones y una mujer que se dedicaban a la pesca. 160 En verano se iban a mariscar y luego secaban esas cholgas que eran famosas en todo Chile. Don Pedro, para espantar la tristeza, se dedicó a sacristán, ya que no había cura párroco. Se levantaba muy temprano y barría el templo todos los días, sin olvidar poner flores a los pocos santos, únicos habitantes del templo, ya que nadie lo visitaba. Empezamos a conocer a la gente de Melinka. El subdelegado de gobierno era un radical, don Augusto Alvarez, que no se daba cuenta por qué había habido un vuelco en el gobierno. Era dueño del único negocio existente en el caserío, y poseía además un terrenito en Repollar, donde tenía unos cuantos animales que se podían contar con los dedos. Desde el primer momento fue muy deferente, especialmente conmigo, y comenzó a invitarme todas las semanas a su casa. Estas invitaciones empezaron a surgir también por parte de los carabineros, entre los cuales, el cabo Montiel tenía ciertas inquietudes. Querían saber de todo un poco y nos preguntaban especialmente por la Unión Soviética, de manera que pudimos desvirtuar las mentiras difundidas por las clases dominantes. Bien podía decirse que en la isla había tres autoridades: el subdelegado, el jefe de carabineros y el profesor, pero el único que quería ver progresar la isla era en verdad el cabo Montiel. El profesor estaba entregado al negocio de compra y venta de pieles, y don Augusto vivía tranquilamente su vida. El cabo Montiel aprovechó que se cumplía un mes de nuestra llegada a la isla —llegamos un 3 de Noviembre, fecha en la que habíamos asumido como ministros de Estado— y encontró un motivo para invitarme a almorzar. Aunque 161

en la isla había zona seca, en la mesa de carabineros siempre había sus litritos de tinto y del otro. Pero el cabo Montiel quería darme a conocer las necesidades de la isla, que dependía de la Municipalidad de Quellón. No tenían recursos, se acercaba la Pascua, y los niños de Melinka nunca habían recibido un juguete… La verdad es que no había terminado de hablar cuando ya estábamos manos a la obra: — Hagamos de inmediato un censo para saber exactamente cuántos niños son y elevamos una petición al gobierno, por intermedio del subdelegado. Don Augusto accedió gustoso y de inmediato despachó el oficio, adjuntando una lista de los menores. Claro, la iniciativa había sido tomada con atraso, pero los juguetes llegaron. Poco tiempo después de esto, el cabo Montiel me contó que muchas veces había planteado la necesidad de construir una pequeña plaza para el pueblo, que ni eso tenía. Le propuse juntarnos al día siguiente para ir a ver el terreno donde podría hacerse, y cuando nos reunimos allí, le propuse cosas concretas: primero, tenemos que plantar veinte arbolitos. Ustedes, los carabineros son seis, nosotros, los relegados somos tres. Notifique a otras once personas para que a las ocho de la mañana nos vamos a la montaña, traemos un arbolito cada uno y los plantamos rápidamente para que no se resientan las raíces. Segundo: como el terreno es húmedo, debemos ir a buscar conchuela para la plaza. El me informó que en Repollar había conchuela y comenzamos los trabajos. Para ir a buscar la conchuela se formó una caravana de botes, pero como el lugar distaba unas seis millas, llegamos al atardecer dejando la descarga para el día siguiente a primera hora. Diseñamos luego los caminitos, los cubrimos de conchuela y plantamos hasta 162 flores en la plaza. Dividimos el terreno en tres partes: uno para los carabineros, otro para los relegados y el tercero para los vecinos de Melinka. Cada parte cumplió su trabajo y ahí quedó la placita. Pero los apetitos se abrieron: —La cancha de fútbol, señor, resulta que está llena de hoyos y casi no se puede jugar. . . — Bueno, tapemos los hoyos, pues. — Es que nadie tiene carretilla, señor. — Llevemos la tierra en sacos entonces. Y en medio día, teníamos el problema solucionado. . . aunque ya surgían otros, de la inquietud del cabo Montiel. Ahora me preguntó si no sería posible crear una pequeña biblioteca. — Le haremos empeño, pues. ¿Quién tendrá una pieza disponible? — Uno de los cabos tiene una, señor. Así, en una semana reunimos una mesa y madera para construir bancas y un armario. La biblioteca fue inaugurada con los libros que habíamos llevado los propios relegados, ya que no nos habían revisado las maletas. Y nuestros libros no eran precisamente revistas infantiles como "El Peneca" o "Don Fausto". Además, en el muelle estaba el vapor "Antofagasta", cargando postes de ciprés, y el contador del barco era hijo del camarada Salvador Barra. Me fui al "Antofagasta", me di una buena ducha, comí como un burgués, dormí a bordo, y al día siguiente por la mañana bajé con mi mochila cargada de libros para nuestra biblioteca. Lo cierto es que dejamos recuerdos en Melinka. Muchos años más tarde, ya en otras condiciones seguía manteniendo correspondencia con el "sacristán" don Pedro González y el cabo Montiel. Don Pedro creó después una escuelita y me fue posible enviarle textos de estudio para ella.

163 El cabo Montiel, ya jubilado, llegó a ser regidor por la Falange en Quellón, hasta donde le hice llegar artículos deportivos para el club local, lo que me valió el título de miembro honorario. Entretanto, había llegado una orden de trasladar a Rodolfo Donoso a Ancud. Por otra parte, mi compañera hacía gestiones para mi traslado al mismo lugar, por razones de salud. Correspondió informar la solicitud al doctor Wenceslao Vivanco, general de carabineros a quien yo había conocido en Tocopilla, quien aseguró a María que su infor-me sería favorable. Efectivamente, a comienzos de febrero llegó la orden de traslado. Recuerdo aún con afecto, el gesto de la mayoría de los vecinos que me fueron a dejar a la playa y que al subir al bote, me decían: "— ¡Hasta la vista, señor! ¡Que vuelva pronto!" Yo a todos les agradecí su generosa acogida pero les expliqué que me gustaría volver pero no en condiciones de relegado, obligado a controlarse todos los días en el retén de carabineros. ANCUD Durante el viaje hasta Ancud, pensé en la generosa cordialidad de nuestro pueblo. Mi relegación en Melinka habría sido mucho más dura sin ella. Me fui de allí deseando que nuestro compañero Rosendo Pizarro —el único relegado que quedaba— mejorara sus relaciones con don Pedro, su anfitrión. Había entre ellos profundas diferencias que a veces habían estallado en duras discusiones sobre la religión. Era lógico, uno era creyente y el otro ateo. Pero compartían la misma casa y las mismas papas cocidas junto a los pescados y mariscos también hervidos en agua con sal, todos los días. El barco hizo sus escalas en Quellón y Castro 164 y al día siguiente al mediodía, yo era "huésped" de Investigaciones de Ancud. Me encontré allí con otros ocho compañeros que también estaban "veraneando". Recuerdo a Pascual Barraza, Chela Alvarez, Rodolfo Donoso, Cipriano Pontigo, Teófilo Morales. Mi traslado, además, coincidió con la llegada de María, mi compañera, que venía haciendo uso de sus vacaciones con nuestro hijo Víctor, que precisamente en Ancud cumplió su primer año de vida. Cuando llegaron, la gente estaba muy impresionada porque creían que ambos eran también relegados. Y otra vez, en Ancud, tuvimos oportunidad de comprobar la natural generosidad del pueblo chileno. Solíamos hacer excursiones por la playa en la que nos acompañaba también el cura párroco de apellido Barrientos, que se acercó fraternalmente a los relegados, para ayudarles a sobrellevar las condiciones de la relegación. En esos paseos, Teófilo Morales, que era un hombre vigoroso —en su juventud había sido boxeador en Potrerillos—, cogía a nuestro hijo Víctor sobre los hombros. La gente del lugar nos saludaba y felicitaba a Teófilo por "su hijito, tan bonito". El les seguía la corriente y les agradecía muy serio para después pedirle a María: —No se enoje, compañera, si son bromas no más. Entre las noticias que traía mi compañera, me contó que a mi regreso a Santiago, tendríamos una casita donde vivir, ya que ella se había integrado a un Comité de Profesores. La verdad es que yo nunca había pensado en eso e incluso le dije a ella, que era imposible que le asignaran una casa, estando su marido relegado. En este aspecto,

creo que siempre fui un poco inútil, tal vez un poco cobarde para contraer deudas. Siempre viví al día y jamás firmé letras a plazo. 165 En Ancud estuve viviendo primero en casa de un ferroviario de apellido Zanzana, pero debí salir de allí porque él vivía amedrentado por la policía que le enrostraba el hecho de hospedar al ex Ministro comunista. Así fue que, junto con mi compañera llegamos a vivir en el hogar de don José Pérez, un evangélico de bastante edad, sin inquietudes políticas, que vivía con su mujer y sus cuatro hijos. Tenía una lancha y era propietario de una islita llamada "La Sebastiana", en la que él mismo trabajaba la tierra, junto a sus dos hijos varones. Nos dio una pieza amplia y siempre hubo entre los dueños de casa y nosotros mutuo respeto. En Ancud vivía un compañero que tenía carnicería y que todos los días nos mandaba medio kilo de posta para la sopa del niño, con un papelito que decía: 'Aquí va la carne para el gato". Con la familia Pérez tuvimos oportunidad de conversar lar-gamente y también de política. Yo creo que no fue casual que luego, tres de los hijos llegaran a ser militantes nuestros. Había más gente que se acercó con fraternidad a los relegados. La misma alcaldesa de la comuna, que había sido condiscípula de María en el Liceo. Él dueño de una pastelería, de apellido Solís, que todos los días sábado nos enviaba una torta como regalo. El doctor González —que años más tarde falleció trágicamente en un accidente de aviación— y que invitaba los días domingo a los relegados a la desembocadura del río Pudeto, donde se preparaban los tradicionales curantos de manera tal que habían ganado fama. Y todos comíamos y bebíamos allí, gracias a la generosidad del doctor González. En Ancud, el Partido seguía funcionando clandestinamente y acordó que yo diera a los compañeros 166 de la localidad una charla sobre Checoslovaquia. Desgraciadamente, no se tomaron todas las medidas necesarias y hubo, además de los militantes, algunos invitados que fueron a escuchar para informar rápidamente a la policía. Al día siguiente, a primera hora me mandó citar el intendente para decirme que no me olvidara que estaba relegado y que mi Partido estaba fuera de la ley. Agregó amenazantemente que por esa vez no informaría al Ministerio del Interior, pero que si la cosa se repetía, pediría que me mandaran a otro lugar donde estuviera solo. Yo no desmentí que había dado la charla, pero agregué que a cualquier parte que me mandaran encontraría algún ser viviente. Llegaban a su término las vacaciones y María arregló sus maletas para partir con su chiquillo a cuestas. Me permitieron que la fuera a dejar a Chacao, desde donde debía seguir ella para llegar al continente desde la Isla Grande de Chiloé. Nuestra despedida fue llena de confianza en que pronto podríamos reunimos y fue como un buen augurio. Por esos mismos días se discutía en el Congreso el proyecto para prorrogar las facultades extraordinarias que habían permitido al traidor disponer las relegaciones y desatar la represión. Pero ya su Gobierno estaba tan deteriorado, tan desprestigiado que el Congreso rechazó el proyecto, y, de hecho, los relegados podíamos regresar a nuestros hogares. Apenas se confirmó la noticia, me presenté a la intendencia exigiendo mi regreso a Santiago al titular de la misma. Este extendió una orden para que se me entregara un pasaje de tercera clase, lo que rechacé argumentando que el viaje sería muy duro y yo no estaba acostumbrado a viajar en esas condiciones.

167 — Lo siento mucho, pero no estoy facultado sino para ordenar pasajes de tercera, que son los que se dan a los indigentes… — Así será, pero yo no soy un indigente. Yo soy un perseguido político y usted tiene que comprender que hay cierta diferencia entre un indigente y un ex Ministro de Estado. — Bien, entonces le voy a otorgar un pasaje de primera clase, pero si la Contraloría objeta el gasto, usted deberá reintegrar el valor. Claro —pensé para mis adentros—, cualquier día lo voy a hacer. Y fue así como dejé la lluviosa provincia de Chiloé. No la olvidé jamás, por toda la gente que, a pesar de nuestra condición de relegados y de su propia pobreza, nos ofreció hospitalidad, fraternidad y compañía. Años después, siendo ya Senador de la República, volví a Ancud y visité a don José Pérez quien de inmediato me ofreció la habitación en que había dormido —o me había desvelado— tantos años atrás. Se lo agradecí, pero pude decirle con orgullo que ahora nuestro Partido tenía pantalones largos y mis camaradas me habían preparado alo-jamiento. Cuando me despedí de él, me repetía emocionado que nunca se imaginaba que "un caballero como usted, iba a volver a visitarme". Lo cierto es que hasta ahora guardo los mejores recuerdos de toda esa gente que nos ha tendido la mano en horas difíciles y que reconocían en nosotros a militantes de un Partido que ha sido perseguido precisamente por luchar siempre al lado de los trabajadores, de los humildes, de los explotados, y veían en nosotros a comunistas educados en los ejemplos de Recabarren, Ricardo, Elías, Galo. Yo me sentía mucho más a gusto en las viviendas modestas, no porque desprecie las comodidades a que tiene derecho toda persona, sino porque 168 en esos hogares proletarios es donde está la gente que es capaz de darlo todo por el Partido, y no exige nada desde el punto de vista personal. Todos somos militantes comunistas, no se trata de hacer separaciones. Pero yo creo que de esos contactos directos con la gente es de donde uno aprende más. El comunista debe formarse haciendo todo el recorrido. Y allá, en el seno del pueblo, está una etapa importante de esta formación. La gente comparte su pan, la sal y el agua con cualquier compañero y a cualquier hora que uno llegue a su casa. Son más abiertos, más acogedores. Sus puertas jamás están cerradas para los compañeros. Yo recuerdo siempre a Galo… ¿Cómo era Galo? Llegaba al sindicato y me decía: — ¿Bueno, y cómo andamos? ¿Cómo van las cosas? Y luego escuchaba a todos, con atención, sin empezar de golpe y porrazo con críticas. El mismo vivía en una casa humildísima en el Cerro Cordillera de Valparaíso. Una casa proletaria. Cuando hablo de una casa proletaria no puedo dejar de recordar un hecho que me sucedió cuando trabajaba en la Empresa Horizonte. Yo debía viajar a muchas partes a recoger el dinero de la venta de nuestro diario. Cierta vez, llegué a la casa del compañero encargado de esa venta, en los alrededores de Limache. Cuando la dueña de casa me vio llegar lo primero que me preguntó fue si yo había almorzado. Yo me había dado cuenta que en la casa no había fuego lo que significaba que no había almuerzo. Le contesté que andaba apurado porque tenía que tomar el tren de regreso así que no se preocupara. Pero ella insistió haciéndome notar que tenía algo que ofrecerme, ya que me mostró un huevo que tenía en las manos. En ese momento llegó su 169

hijita, una chica de unos diez años, y se quedó al lado de la madre. Esta no insistió más y me dijo: —Bueno, si viene por la plata del diario, compañero, mi marido no está, pero ahí dejó el sobre. Recibí el dinero y me fui. Pero detrás de mí salió la niña que me alcanzó y se puso a caminar a mi lado. — ¿A dónde vas? —le pregunté. — Vuelvo a la escuela, compañero. — ¿Y no almorzaste? — No, —me contestó— pero mi mamá me dio un pedazo de pan y aquí me lo llevo. Entonces me di cuenta que aquella mujer me iba a dar a mí el único huevo que había como alimento en la casa, mientras su hijita se iba sin almorzar a la escuela. Galo siempre decía que el que no ha vivido la miseria, no la siente igual. Comprendí hasta dónde llegaba la generosidad de esa mujer. Sin tener qué comer en su casa, no sólo respetaba el dinero de nuestro diario, sino que ofrecía lo único que había al compañero que había llegado a su casa. Me fui con la niña hasta Limache, donde la invité a comer unos pasteles y un helado que compramos en un negocio. La pequeña se comió sus golosinas, feliz, mientras descansábamos en un banco de la plaza y luego nos despedimos. Jamás olvidaré ese hecho. LÁ CESANTÍA Al llegar a Santiago desde Ancud, pasé a ser una víctima más de la cesantía. El flagelo azotaba al país en forma casi igual al período de los años 1933 a 1935, en que muchas veces no teníamos donde comer al menos un plato al día. Ahora, para mí la situación era peor porque tenía mujer y un hijo. 170 Es cierto que mi compañera trabajaba, pero me atormentaba el hecho de estar viviendo a expensas de su sueldo, que, además, no bastaba para nuestras necesidades. Lo cierto es que viví en carne propia la terrible situación del cesante, del hombre que está imposibilitado de ejercer su capacidad de trabajo, esa situación que humilla, que denigra tanto y que ahora Pinochet impone a miles de chilenos. Mi salud se deterioró a ojos vistas. Empecé a decaer día a día hasta que una tarde me visitó el compañero Galo. María que andaba preocupada por mi estado y había notado algo raro en mí, me preguntó, cuando Galo se fue, de qué habíamos hablado. Le contesté con una broma diciéndole que eran secretos, pero lo cierto es que Galo había venido con un médico que me examinó y conversó largamente conmigo, opinando luego que había que internarme en una clínica particular. Allí fui a dar, y los médicos diagnosticaron un serio deterioro do la memoria, una amnesia, producto de mi decaimiento y mi tensión nerviosa. Conocí lo que es el tratamiento de electroshock que duró quince días. Al término de ese tratamiento había recuperado la memoria, pero mis preocupaciones seguían igual. Pesaba sobre mí la responsabilidad de mantener económicamente un hogar, una familia. Seguíamos en casa de mis suegros, pero a un hombre le cuesta aceptar todo, sin aportar. No me quedaba otra solución que mirar al ropero y luego desfilar donde la "tía rica", hasta que las prendas de vestir se agotaron. Al mes de salir de la clínica, recibí la visita del compañero Galo nuevamente. Me preguntó cuáles eran mis pretensiones o si tenía algún proyecto. 171

— Lo único que quiero, compañero, es trabajar. — Bueno, a eso venía yo, compañero. Tendrá un trabajo, pero los médicos han aconsejado que debe ser manual; durante un tiempo y mientras no se reponga bien, no podrá desempeñar ningún trabajo intelectual. En la Empresa Horizonte hay un trabajo para usted y puede pasar por allá esta misma semana. Al día siguiente fui a conversar con el compañero Aranda, entonces gerente de la Empresa Horizonte, quien me dijo que comenzaría a trabajar como ayudante de mecánico de linotipias, bajo las órdenes de don Juan Torrejón, un hombre muy conocido en el gremio de los gráficos. Cuando nos presentaron, demostró su alegría de trabajar conmigo y comenzamos de inmediato. Pero lo cierto es que apenas me dejaba hacer nada en el trabajo y para mí era muy triste pensar que iba a recibir un salario por no hacer nada. Aún no tenía suficiente confianza con don Juan para plantearle directamente las cosas, así que fui a hablar con el gerente. Este lo llamó y en mi presencia le preguntó si tenía algunas dificultades con su nuevo ayudante. — Ninguna, compañero, pero para mí es muy duro ver a un camarada que ha sido Ministro, diputado, Alcalde y que anda ahora con las manos llenas de aceite. Hubo que explicarle que necesitaba trabajar manualmente, y que, por otra parte, sin importar el cargo que yo hubiera tenido, era un trabajador. Después de esto, seguimos trabajando normalmente, sin ningún tipo de problemas. Por entonces ya funcionaba en Chile el Comité de Partidarios de la Paz, y el Partido me envió, a los dos meses, a colaborar con Olguita Poblete. 172 Allí había un buen equipo de gente, entre ellos Waldo Atías, Santiago Aguirre y otros, con los que nos juntábamos todas las tardes, después de mi jornada de trabajo en Horizonte. Pero sólo un tiempo estuve bajo las órdenes de don Juan, porque luego mi recuperación permitió que los compañeros me trasladaran a la sección de distribución de nuestra revista "Vistazo". Mis obligaciones consistían en ingresar la correspondencia de las agencias, anotar los nuevos pedidos, buscar nuevos agentes de distribución. Hicimos un buen trabajo con los encargados de las postas de correo, quienes en su mayoría respondieron favorablemente. Luego, junto con el compañero José Campusano, antiguo militante del Partido, ha-cíamos los despachos cada semana. Debía, además, participar en las reuniones de la dirección de la revista para informar cómo iba la distribución, y nuestros camaradas recibían también nuestras opiniones basadas en las sugerencias de los agentes de provincia y los suplementeros. El director de "Vistazo" era entonces Luis Enrique Délano. Por aquel tiempo entró a trabajar en la revista el compañero Alfonso Carreño en lugar de Campusano, ya que se necesitaba una persona que fuera a la vez chófer. Así volví a encontrar a ese camarada a quien había conocido en la Oficina Pedro de Valdivia y que, bajo la actual dictadura de Pinochet, murió asesinado en la tortura porque prefirió callar antes que delatar a sus compañeros. HORIZONTE Durante ocho años trabajé en la Empresa Horizonte. Conocí muchos compañeros, incluso algunos que no puedo nombrar porque siguen luchando en Chile. Con el tiempo llegué a ser encargado 173

de agencias de la revista "Vistazo", así que debía viajar todo el año. Mis ausencias de casa duraban diez o quince días y debía volver a salir. En los viajes también conocí muchísimos camaradas. Nuestra tarea era múltiple y cada funcionario debía cumplir varios papeles a la vez. Yo no sólo llegaba como encargado de la revista sino que siempre llevaba o traía encargos del Partido. Generalmente, los compañeros mismos debían proporcionarme alojamiento. Guando comencé a hacer estos viajes, hablé con el compañero Américo Zorrilla, de quien guardo siempre un recuerdo excelente por lo modesto y caballeroso que ha sido en su trato con todos, incluidos, desde luego, los que trabajan con él. Le pregunté cuánto podía gastar al día en esos viajes, y me respondió: — Aparte del pasaje, lo que usted estime conveniente. A mí me parece que ésa es también una manera de formar a la gente, de que tomen conciencia de sus propias responsabilidades. Yo sentí —como lo he pensado siempre— que lo mío puedo incluso malgastarlo, pero el dinero de nuestro Partido es sagrado. Así que, para ahorrar, me alojaba en casa de camaradas, que, por lo demás, siempre tenían un rinconcito donde recibirme. En Arica me alojé muchas veces en casa del doctor Guillermo Cáceres, un camarada que había vivido muchos años en Perú, y cuya casa era un verdadero ejemplo de hospitalidad. Siempre había algún compañero, no sólo chilenos sino peruanos y bolivianos, porque el dueño de casa era internacionalista. Como profesional médico, no sólo atendía gratuitamente a todos los camaradas que llegaban donde él, y no sólo ayudaba a los más necesitados en eso, sino en alimentos y con recursos 174 económicos para los medicamentos. Yo llegaba a su casa sin preguntar siquiera si podía recibirme, porque él había hecho saber a los compañeros que cada vez que yo llegara a Arica me fuera a su casa, como un amigo de la familia. La noticia de su muerte fue para mí una impresión que no olvido y que me afectó mucho. Había llegado en avión a Arica y un amigo que me fue a esperar me preguntó: — ¿Así que tú vienes a los funerales? — ¡Cómo! ¿Funerales de quién? — ¿Es que no sabes que anoche falleció el doctor Cáceres de un ataque al corazón? De inmediato pasaron por mi mente tantos recuerdos de ese médico que pudo convertirse en un hombre rico, pero que por abrazar la causa del comunismo era feliz compartiendo no sólo lo que tenía, sino entregando sus servicios profesionales gratuitamente a los menesterosos, al pueblo que tanto amó. Es otro de los compañeros que nunca olvidaré. Estos viajes por el país eran duros pero riquísimos en experiencias y en conocimiento. Muchas veces tenía que esperar, en lejanas regiones, horas y horas hasta que pasaba un camión o algún vehículo por las bombas bencineras para que me llevara. Había que ver siempre la posibilidad de crear nuevas agencias, luchando contra los reducidos recursos del Partido y de la Empresa Horizonte. Recogía las inquietudes de los compañeros por el atraso con que llegaba nuestro diario o nuestra revista a la zona. A veces me tocó dormir sobre un cuero de oveja, que era lo más "lujoso" que me podían ofrecer los dueños de casa. Y muchas otras no pude dormir en toda la noche por las pulgas, sobre todo en la zona norte. 175

En algunas ocasiones viajaba con un redactor de la revista, pero mi primer viaje fue con el director, Luis Enrique Délano, a las provincias de Concepción y Arauco. Nuestro Partido estaba siempre preocupado de cómo llegar más a la gente, como recoger sus problemas más acuciantes y reflejarlos, denunciarlos en nuestras publicaciones. Las giras como esa primera habían dado un buen resultado, ya que la gente veía en la revista no sólo la información política, no sólo lo que pasaba en Santiago, en el Parlamento o en el gobierno, sino también sus propios asuntos regionales o locales. Una vez viajé con un camarada que además de periodista es poeta y que está actualmente en Chile. Fuimos a Illapel y de allí a Salamanca, porque él quería conocer la casa donde nació Elías, pero yo tuve que decirle que la casa ya no existía, porque se había caído. Sin embargo insistió en que por lo menos visitáramos el lugar donde había estado, así que fui con él hasta las afueras del pueblo. Posteriormente nos dirigimos a los fundos que habían ya sido expropiados y entregados a los campesinos de la zona. Eran predios de la ex Beneficencia. Llegamos hasta un lugar llamado Tranquilla, muy cerca del límite con Argentina, donde vivía el compañero Juan Bruna, poeta al igual que mi acompañante y que había sido presidente del Sindicato Industrial de María Elena. Yo lo conocía y lo quería muchísimo. Es otro de los compañeros que cayó ahora, después del golpe fascista. Era un hombre muy popular por sus versos, relojero, armero y fue acusado, como tantos otros, de tener armas escondidas, conducido a la cárcel de La Serena, donde fue asesinado. En ese viaje, visitamos a varios campesinos para hacer entrevistas. Recuerdo una que causó mucha 176 impresión a mi acompañante. Le preguntó a un campesino: — ¿Desde cuándo vive aquí? — Desde siempre, señor. — ¿Cómo, desde siempre? — Claro, pues. Aquí nací. — ¿Es usted casado? — Sí —respondió el hombre que tendría unos cincuenta años—. — ¿Y, cuántos hijos tiene? — Nueve, señor. El periodista se lo quedó mirando asombrado y repitió: — ¿Nueve hijos? — Bueno ¿qué no me haya capaz? — No es eso, compañero… pero, bueno, nueve hijos. .. — Es que aquí en el campo se oscurece temprano, las noches son largas. . . y las velas son caras. De regreso a Illapel, el periodista volvió a Santiago y yo seguí con mis cobranzas y mis visitas. Fui a ver a Justa Valera, una antigua militante a la que respetábamos mucho por su vida sacrificada y su entrega y fidelidad al Partido. Luego me fui a visitar a otro gran compañero que había conocido en el Norte Grande: Germinal Hernández, que había sido gran artista de nuestros conjuntos obreros en María Elena, después encargado del diario "El Siglo" en Illapel y posteriormente en Rancagua, donde fue regidor. Se había casado muy joven y tenía cuatro hijos que crecían pálidos y debiluchos. — ¿Y cómo estamos, negrito? —lo saludé—: — Bien, compañero Víctor. Lo único que a los cabritos los tengo medio enfermones... — Compañero ¿y no crees que los niños están débiles por falta de alimentación? 177

— No, compañero, si todos los días les damos caldito con papas o fideítos. Su buen caldito de aserrín de huesos. — ¿Y posibilidades de trabajo? — Ninguna, compañero. Lo único que tengo es esta casita que construí con los pesitos que traje de la pampa. Cada viaje era para mí un martirio al ver tanta pobreza, pero al mismo tiempo era una alegría comprobar que en medio de sus penurias, cesantes, alejados del progreso, muchas veces sin tener comida, o escuchando los chiquillos llorar de frío, con escasa o ninguna educación, todos entendían nuestra lucha, y la gran mayoría la apoyaba. También me tocó vivir algunos sobresaltos en estos viajes, como cierta vez que me tocó pasar la noche en Copiapó, llevando más de dos millones de escudos en el bolsillo, dinero que no era mío, por supuesto. Me fui a buscar alojamiento en la "Residencial Copiapó" y me dijeron que tenían una cama pero en una pieza donde ya había otros cuatro gallos. Tuve que aceptar porque igual me podían robar la plata si pasaba la noche durmiendo sentado en la plaza. Al entrar a la pieza cuatro individuos patilludos me quedaron mirando fijamente, lo cual aumentó mi preocupación. A mí no podían robarme porque qué cuenta iba yo a rendir después. Agarré mi portadocumentos y me fui al baño. Allí me metí los billetes —eran billetes de cinco y diez escudos de manera que eran numerosos— en los bolsillos y en las piernas del pantalón, las que luego me amarré en los tobillos y volví a acostarme. De todas maneras dormí poco, porque estaba muy intranquilo y el menor roce me despertaba. Me levanté muy temprano, puse los billetes en su lugar 178 y me fui de la pensión, para seguir mi viaje. De la provincia de Atacama tenía que seguir a Coquimbo, donde terminaría mi recorrido. Pero en esta provincia tenía un alojamiento seguro en la localidad de Vicuña, donde el compañero Arce que siempre me recibía. El tenía allí un pequeño negocito "de preguntas y respuestas" —en Chile se suele llamar así a los boliches chicos, donde se vende a la chaucha y donde casi siempre no hay lo que uno va a comprar— y yo llegaba a su casa. Muy rara vez me alojaba en pensiones o residenciales, y eso cuando llegaba muy tarde en la noche. Sólo en Iquique, donde el camarada Marcos Pinto tenía un hotel, el "América", donde de cada cinco compañeros que alojaban, sólo pagaba uno. En Vicuña había una reunión que debíamos hacer en casa de Arce. Hacía una semana que se había realizado una elección complementaria y nuestro candidato había sido Roberto Flores, ex intendente de la provincia y militante del Partido Socialista, y los compañeros querían una información sobre los resultados. Empezamos a conversar de todo esto en el negocito, y de pronto yo vi un campesino que entró, saludó a todos y se quedó escuchando nuestra conversación atentamente. Pasaron unos minutos y el dueño de casa dijo que ya era hora de pasar a la reunión. — Pasemos, no más, compañeros —dijo el campesino—. — Pero, compañero Pérez, yo le dije a usted, que ésta era una reunión de militantes comunistas y yo lo he visto a usted en reuniones del Partido Socialista. — Claro que sí, porque yo quería saber qué decían los socialistas. Pero yo soy del FRAP y ahora quiero saber qué dicen los comunistas. Además, cuando hay que salir a propaganda, yo siempre salgo 179

con usted, compañero Arce, y en las reuniones del FRAP me siento siempre a su lado ¿no es así? Fue tan claro lo que dijo y tan sincera su insistencia que propuse que participara, ya que no trataríamos nada secreto en la reunión. Al iniciarse ésta, hice una pequeña exposición sobre los requisitos necesarios para ingresar en nuestro Partido y de mi cosecha agregué el de saber leer y escribir, pero no había terminado de hablar cuando el compañero campesino dijo con alegría: — ¿Y quién les ha dicho que yo no puedo cumplir con todos esos requisitos? Tiempo después volví a Vicuña y pregunté por el nuevo militante. La respuesta no dejó de sorprenderme: — ¿Sabe, compañero? es el encargado de organización del comité local. Había entonces que reunirse con él. Como era mediero y vivía en el campo, lo mandaron buscar. Llegó rápidamente con un saco de choclos. — Se los traigo al compañero Arce, que siempre tiene tan poca mercadería. — Gracias, —dijo Arce, e intentó pagarle. — No se preocupe, compañero, a mí el rico me paga una vez al año, y usted es más pobre que yo. Cuando los venda, si puede me los paga. Y comenzó nuestra conversación. Le pregunté cómo se sentía en el Partido y me respondió contento: — Puchas, re bien, compañero. He aprendido harto y estoy en organización. Ya puedo leer el diario, pero tengo algunas dificultades con el profesor. Tengo que hacerle la guardia para que me haga clases, porque muchas veces quedamos de juntarnos y me deja esperando. Entonces lo empiezo a buscar por el Club Radical, por el Club Conservador hasta que lo encuentro. Pero siempre 180 tengo que esperar a que se tome la botellita antes de que me haga la clase... Tiempo después el compañero Pérez, campesino y ex analfabeto, estaba capacitado para cumplir otras tareas. Así fue como viajó a Tres Cruces, donde llegó a ser secretario del Sindicato Minero. Casos como éste hay centenares en nuestro Partido, siempre preocupado de desarrollar a su gente y de que ésta encuentre en él manera de satisfacer sus inquietudes y aspiraciones. Otra cosa que aprendí fue cómo nuestro pueblo saca experiencia de todo, de lo bueno y de lo malo. En Osorno, por ejemplo, había una mujer que era celosísima en cuanto a cuidar los intereses del Partido. Era la esposa del compañero Vera, que vivía en la población Rahue de esa localidad. Su casa era el punto de encuentro de la mayoría de los compañeros que llegaban a Osorno. Elisa, que así se llamaba, los atendía a todos fraternalmente. Era de una extraordinaria simpatía y sin pelos en la lengua. Como decimos en Chile, llamaba a las cosas por su nombre. Era un hogar muy modesto. Había una cocina amplia que era comedor y sala de conversación a la vez. Siempre había, sin embargo, una gran olla de comida. Yo acostumbraba llegar con algún "engañito" porque conocía su modesta situación. Cierta vez, llegué con un paquete de mariscos y después de los saludos ella me preguntó: — ¿Comió, compañero? — No, compañera. — ¿Quiere un poquito de vino con la comida? — Bueno, compañera.

— Así me gusta, compañero. Pero aquí suelen llegar algunos mojigatos que cuando una les ofrece

181 algo, dicen: "no, gracias, compañera", aunque se mueran de hambre. Y en cambio llegan otros que una no conoce… ayer mismo vino un tal Argandoña que dijo que trabaja en el diario, en Santiago, a que le diera alojamiento. Le corría el agua por el espinazo, pero yo no lo conocía y me negué rotundamente. Yo me había encontrado con el compañero Argandoña, que realmente trabajaba en el diario "El Siglo", el día anterior en Antilhue. El venía de regreso y yo venía llegando con destino a Osorno. Había llegado solo a la casa de Vera y le salió a abrir la puerta la compañera Elisa. — Vengo de Santiago, compañera, trabajo en "El Siglo", en el diario del Partido. — Yo no conozco ese diario, señor. — Pero cómo no lo va a conocer, compañera, si su marido lo vende aquí en Osorno. — Mire, señor, yo veo salir al viejo con unos papeles, pero yo no me meto en sus cosas y ni sé de qué papeles se trata. .. — Compañera, aquí está mi carnet del diario. .. — Qué carnet, no me muestre ninguna cosa, porque la policía fabrica muchos de esos carnets. — Bueno, compañera, está lloviendo a cántaros, guárdeme siquiera la maleta .. . — ¿Y qué sé yo lo que anda trayendo en la maleta? La policía también usa mucho esas trampitas, señor. Y la cosa fue que Argandoña tuvo que irse, con maleta, con hambre y con frío, porque ella se negó a dejarlo entrar. Me explicó que lo había hecho porque en verdad no lo conocía, y agregó: —Además, porque no me gustan los flojos. Primero, ya que aquí no lo conocíamos, debía haber ido al Partido, para que 182 alguien lo viniera a dejar. Porque así como aquí llega gente del Partido, de repente puede llegar la policía. .. y a mí no me van a pillar así no más, pues. Apenas volví a Santiago me encontré en Horizonte con Argandoña y le dije riéndome: —Saludos le mandó la compañera Elisa Vera... — Puchas, ni me hable de esa vieja, compañero. Me dejó en la calle, con una lluvia torrencial que me mojé hasta las h… — Sí, lo sé, ella misma me contó la película en colores. — ¿Pero usted puede entenderse con esa vieja cerrada? — Claro que sí, a las mil maravillas, compañero. Podría relatar mil anécdotas más de esos años en que viví recorriendo el país y conociendo más y más a nuestro pueblo, y la verdad es que yo no tengo la capacidad como para relatar bien toda esa riquísima experiencia. En 1957, acordamos que varios compañeros, que éramos ex parlamentarios, presentáramos nuestros expedientes de jubilación en la Caja de Empleados Públicos y Periodistas. Pero comenzó a pasar el tiempo sin que éstas salieran. Yo recordaba una carta que había recibido cuando era diputado, de un amigo de Valparaíso en que me contaba su drama de la jubilación. Hacía cuatro años que "estaba en trámites" en diversas secciones de la Caja de Empleados Particulares. El estaba enfermo y más encima se le había muerto su esposa, quedando totalmente solo. Con su carta yo había ido personalmente a la Caja donde una funcionaría escuchó el drama, pero respondió fríamente: — ¿Y qué se admira de que lleve cuatro años esperando? Mire, en este montón de expedientes que tengo

183 aquí, hay gente que lleva diez años esperando la jubilación. Yo recordaba todo eso ahora, que a mí me había tocado también "esperar la jubilación". Algunos compañeros decidieron pagar un abogado. Pero lo cierto es que en muchos casos se trataba de profesionales inescrupulosos que explotaban su angustia por apurar los trámites. Les pedían un veinte por ciento de los primeros meses de jubilación y no movían ellos mismos un dedo, sino que tenían ciertos funcionarios conocidos, una verdadera red, que les movían los papeles de una sección a otra. Yo no pagué un centavo y me dediqué a corretear mi jubilación yo mismo. Tuve que seguirle la pista a los papeles de una parte a otra, pero logré mi jubilación incluso antes de algunos compañeros que habían pagado el famoso abogado. Pero, recibir una pensión para un comunista no significa dejar de trabajar en nuestras tareas de Partido. Continué trabajando en el Comité de la Paz y empecé también a participar en el Comité de Amigos de Polonia, país que había conocido en 1948, muy brevemente, pero que me había impactado mucho, porque allí vi las huellas recientes de los crímenes del fascismo hitleriano. Recordaba vivamente mi visita a lo que había sido el ghetto de Varsovia: me dio la sensación de un montón de ripios de las salitreras. En varias cuadras a la redonda sólo vi en pie el marco de fierro de una puerta. Una destrucción total que me impresionó tanto como la decisión enorme del pueblo polaco para reconstruir rápidamente. Creo que eso fue uno de los hechos que me impulsó a participar en el Comité de Amigos de Polonia, y luego estuve también trabajando, como simple ayudista, en el Comité de Amigos de Checoslovaquia. 184 CANDIDATO A SENADOR En 1960, me llamaron al Comité Central para conversar con nuestro Secretario General, Luis Corvalán. Con los primeros que me encontré fue con Oscar Astudillo y Elías. Ambos tenían la costumbre de trabajar con la puerta abierta. Entré en la oficina de Oscar y le pregunté para qué me querían. — Tienes que hablar con Lucho. — ¿Y tú no me lo puedes decir? — No. Tienes que esperarlo a él unos minutos porque ahora está con una persona muy importante. — ¿Y yo no soy importante? — Sí, pero eres de la casa. Me fui entonces a la oficina de Elías que me recibió como siempre en forma muy cordial, pero que mantuvo la misma negativa que Oscar: —El compañero secretario se lo comunicará. Al fin, después de una espera de pocos minutos me recibió el compañero Lucho y me dijo: —Mira, Víctor, te hemos llamado por una resolución del Secretariado. Tú sabes que en marzo próximo tenemos elecciones generales. Por el Norte, el Partido presentará dos candidatos, el primero será Elías y un segundo serás tú. Elías será el candidato de preferencia figurando en primer lugar de la lista, ¿qué te parece la idea? Desde luego, yo ya sabía lo que significaba para nosotros ser parlamentario: una tarea más del Partido, con mayores responsabilidades. La dieta pertenece al Partido y siempre me pareció ésa una medida sana. Yo ya era jubilado y tenía mi pensión que, en todo caso, era superior al salario de un obrero calificado, que es lo que recibíamos los par-lamentarios comunistas. Se trataba, sin embargo, 185

de ir en una misma lista con Elías, a quien yo quería como a un padre. No dudé un sólo momento para responder afirmativamente. Salí de la oficina de Lucho y pasé nuevamente por la de Oscar para decirle: —Tremendo secreto que me tenía el Chico. — No era secreto, pero el encargado de comunicártelo era él. Pero, ¿aceptaste? — Claro que sí, yo no voy a dejar solo a Elías. Después pasé a despedirme de mi compañero de lista, el cual se alegró de que yo estuviera de acuerdo en que ambos fuéramos candidatos. Iríamos nuevamente al Norte, donde ya habíamos estado juntos, agitando dos campañas de Salvador Allende. Recordamos lo difíciles que habían sido para nosotros, especialmente la campaña del año 1952, durante la cual muchas veces le hablábamos a las estrellas de la pampa, porque la gente estaba influenciada por la famosa "escoba" propagandística de Ibáñez. El soplonaje en las empresas andaba a la orden del día. Nuestro Partido no había recobrado su legalidad, y los pocos que nos es-cuchaban lo hacían disimulando, sentados en los bancos en actitud indiferente, o a la sombra de los pimientos. Fue duro para los comunistas, habituados a que nos escucharan cientos de trabajadores, en especial cuando hablaba Elías. En esa campaña, durante un mitin en la plaza del campamento Coya Sur, en el que también participó Salvador, nuestro candidato, habló antes Elías, denunciando en su intervención lo que había significado contra los trabajadores la primera administración de Ibáñez. Pero apenas terminó un párrafo, un tipo joven, desde abajo, le gritó: ¡Falso! El orador continuó su intervención, pero el individuo volvió a interrumpirle. Entonces me acerqué al sujeto y le dije que si iba a continuar interrumpiendo, 186 mas valía que se fuera. Y me quedé cerca de él. El gallo volvió a interrumpir y de nuevo me acerqué, pero, sin decirle una palabra, lo agarré de las solapas, lo levanté en vilo, lo llevé hasta la calzada que tenía un desnivel de más de un metro y lo lancé lejos. El gallo se levantó, se sacudió los pantalones refunfuñando: —Puchas, el concha de su madre, casi me quebró el culo. . . Y se fue tranquilamente. Felizmente nadie reaccionó en su favor, porque me hubieran dado una buena pateadura. La verdad es que yo no pensé en ese riesgo, y mucha gente había visto que el tipo estaba en la concentración sólo para interrumpir y que yo le había pedido en forma cortés que no lo hiciera. En esa misma campaña, en algunas localidades se acercaban a nosotros muchos simpatizantes que siempre habían votado por el Partido, pero que ahora nos decían: —Para qué andan perdiendo el tiempo con su candidato. No tiene ninguna posibilidad. En esta ocasión ni nosotros ni mucha otra gente acompañará al Partido. Pese a todo esto, que en el fondo todos sabíamos, sabíamos también que no "andábamos perdiendo el tiempo". Tanto Salvador como Elías decían claramente que no importaba perder la elección, que había que hacer conciencia entre la gente para que una vez más no se dejara engañar, que las promesas ibañistas no se cumplirían y que el pueblo perdería sus votos. Pero la marea ibañista fue enorme. Cuántos sacrificios, viajes, cuántos discursos, actos públicos, consignas, rayados murales para alcanzar entonces 52.000 votos. Pero Elías siempre tuvo una gran confianza en Salvador Allende, y tenía razón. En conversaciones privadas me decía: 187 — Si Salvador fuera Presidente de la República, otro gallo nos cantaría.

En 1958, de nuevo habíamos recorrido juntos las provincias del Norte. Pero ya había una nueva correlación de fuerzas, se producía un nuevo impulso en la conciencia de los trabajadores, y recuerdo que hasta por parte de los jefes de las empresas recibimos un mejor trato. So habían unido otras fuerzas en torno a nuestro candidato vitalicio, como lo llamaron algunos insidiosos. El avance del movimiento popular fue más evidente después, en 1958, cuando anduvimos bordeando el triunfo. Recuerdo que ese año, cuando llegamos con nuestro candidato a las Oficinas Salitreras, hasta nos ofrecían la "casa de huéspedes" para dormir. Y no puedo dejar de recordar una anécdota de esa campaña que retrata muy bien el carácter de Elías. Una noche, Salvador le ofreció un traguito de whisky antes de comer y él aceptó. Tomó un vaso con agua fría y le echó una cucharadita de whisky. Al día siguiente fue lo mismo, pero le puso dos cucharaditas de licor. Yo, que sabía que Elías no bebía y al que en verdad jamás había visto beber, le dije en broma: —Usted compañero, por el camino que va, marcha al despeñadero. Ayer fue una cucharadita, hoy son dos… — ¿Sabe compañero que tiene razón? —me contestó Elías muy serio—. No tomo ni un trago más. Y haciendo caso de mi broma, efectivamente no bebió una gota más. Pero, me estoy adelantando en los recuerdos. Ya resueltas las candidaturas del Partido, los candidatos nos reunimos con el Secretariado para acordar cómo iniciar la campaña. Cuando le conté a mi compañera, no le agradó mucho la cosa, porque de nuevo me alejaría de ella, pero se conformó rápidamente cuando le dije que iría junto con 188 Elías. Ella lo quería mucho desde los tiempos en que vivíamos en Tocopilla, en que siempre me pedía que invitáramos al compañero Elías a nuestra casa. Y aquí recuerdo otra anécdota que retrata a ese gran dirigente que fue Lafertte. En nuestra casa comían varias profesoras, en una especie de cooperativa que habían organizado con María, y a fines de mes, prorrateaban los gastos. En cierta ocasión, una joven de Coquimbo que dijo tener parentesco con Elías le preguntó: — ¿Y no sabe usted, don Elías, de nuestra raíz familiar? ¿Quiénes serían los primeros Lafertte en Chile? — Mire, mijita, yo pienso que ningún aristócrata ha quedado en Coquimbo. Lo más probable es que seamos descendientes de algún pirata que se quedó por esos lados. En 1960, antes de iniciar la campaña senatorial, María me sugirió que ésta sería muy dura y que invitáramos a Elías a descansar unos días en la playa. El aceptó encantado, pero sólo se permitió una semana de descanso antes de partir al Norte. El había propuesto que partiéramos por tierra, en un automóvil hasta Antofagasta, con escala en La Serena. Su idea era que pernoctáramos allí, realizando un acto público, para recorrer en seguida Vallenar y Copiapó, con sendos actos o al menos, si éstos no eran posible de realizar, con entrevistas con el Partido. El caso es que tenía un itinerario ya bien planeado cuando dejamos a María en la playa y nos fuimos a Santiago para iniciar desde allí la gira. Pero en Santiago nos echaron por tierra nuestros proyectos. Me llamó Osear Astudillo para decirme que el Secretariado había visto y resuelto que Elías no podía viajar por tierra, en razón de su salud y que deberíamos irnos en avión. Me dijo: —Me 189 notificaron que yo le comunicara a Elías y casi nos agarramos de las mechas. Así que te tocará a ti esta pelea que yo no deseo.

— Bueno, si se hubieran agarrado de las mechas —le dije yo en broma— les habría costado harto encontrárselas. — No, huevón, si te estoy hablando en serio. — Bueno, pero te estás ahogando en un vaso de agua... — Ya, bueno, pero ¿quién va a ir a comprar los pasajes? — Yo, dame el dinero. Lo recibí, salí a la calle, me fui hasta las oficinas de LAN, compré los pasajes y volví de inmediato. Entré en la oficina de Elías y le dije: — Se cambió todo el programa. No podremos viajar en auto, porque el Secretariado acordó que tenemos que irnos en avión y aquí están los pasajes. .. — Así que usted es el que manda ahora. — Bueno, por esta vez. Además, estoy cumpliendo una resolución. — Esto sí que está lindo —regañó Elías—, pero tomó su pasaje y lo guardó en el bolsillo. Me fui a la oficina de Oscar Astudillo y le informé que todo estaba solucionado. Cuando le conté que Elías no había protestado, no me podía creer que todo hubiera terminado en calma. Nuestra gira comenzó con éxito en la provincia de Antofagasta, particularmente en los centros mineros. Junto a nosotros estaban los candidatos a diputados Hugo Robles y Víctor Galleguillos, por nombrar sólo a los que fueron elegidos posteriormente. Además, para mí personalmente había una compañía muy grata: la de mi compañera María, que llegó con nuestros hijos Víctor y Lautaro, 190 aprovechando las vacaciones escolares, y nos acompañó también una parte de la campaña. El recorrido de los pueblos del interior fue también auspicioso. Elías conocía cada montón de ripios y se lo llevaba haciendo recuerdos: aquí estaba la oficina tal; acá, en tal año debutó una compañía de teatro italiano. . . y hasta entonaba ciertos trozos de ópera. Otras veces, luego de los actos públicos aparecían viejos pampinos que se acercaban a Elías: — ¿Te acuerdas de mí? — Claro que sí, te llamas Fulano de Tal y nos conocimos en tal oficina y desempeñabas tal trabajo. Tenía una memoria envidiable. Muchas veces se encontraba con gente que no había visto hacía cuarenta años y recordaba los más mínimos detalles. Del interior tuvimos que volver en auto a Antofagasta, pero al entrar al pueblo de Pica, las ruedas se atascaron en la chusca y mientras nosotros trabajábamos por sacar el vehículo, Elías siguió caminando hasta el pueblo de Matilla. HASTA EL ULTIMO MINUTO Lo cierto es que yo no imaginaba que aquélla había de ser la última gira que hiciera con mi camarada y amigo inolvidable Elías Lafertte. El trabajaba como siempre y nunca hacía ver que estaba cansado o que su salud se resentía. Recuerdo que en la Oficina Vergara tuvo sí un duro cambio de palabras con un antiguo camarada, hecho que lo afectó mucho. Luego recorrimos Pedro de Valdivia y María Elena para llegar después a Chuquicamata. Allí, en el acto en la plaza, Elías hizo una amplia exposición, refiriéndose principalmente a un proyecto de nacionalización del cobre que habían 191

presentado él y Salvador Ocampo. Pero el resto del tiempo, en verdad, lo dedicó a hacerme propaganda a mí y a mi candidatura. Cuando bajó de la tribuna le dije: —Compañero, usted se olvida que es el candidato de preferencia y se dedica a hacerme propaganda a mí, con lo que está faltando a la disciplina. No me respondió nada, sino que se rió largamente. Pero, en Tocopilla, le conté esta conversación al camarada donde él alojaba, quien me respondió que él le había preguntado a Elías cómo andaba la campaña. Elías le había respondido que muy bien, pero que él quería que el elegido fuera yo, que él me consideraba como a un hijo y que era más joven. La verdad es que ya se sentía mal, como lo comprobé cuando regresamos a Antofagasta y debimos quedarnos solos en el Hotel Español. Esa noche se le produjo una infección intestinal, una diarrea que lo tuvo toda la noche en viajes al servicio higiénico. Creo que fue la única vez que lo oí quejarse. En una de sus levantadas me dijo: —Compañero, no hay cosa más triste que llegar a viejo... con dos hoyos y dos portillos. Lo que pasaba es que él tenía dos hernias estranguladas y estaba ya muy enfermo. Sin embargo, al día siguiente insistió en participar en el acto público en la plaza del Mercado de Antofagasta. A él le gustaba hablar siempre directamente, pero esta vez utilizó el micrófono y habló sentado, pidiendo disculpas por no hacerlo de pie. Igual-mente insistió luego en seguir a Taltal, donde debió atenderlo un médico joven, el que, lo recuerdo muy bien, no quiso cobrar por la consulta. Tuvo un alivio pasajero, pero debimos regresar a Antofagasta, desde donde él fue trasladado a Santiago e internado de inmediato en la Clínica Alemana. 192 Proseguimos la campaña sin él, pero yo aproveché dos pausas en ella, para visitarlo. Lo primero que hizo fue pedirme datos e informaciones de cómo marchaba la campaña. Conversamos largo sobre todos los aspectos de ella. Tres días después de esta conversación volví a verlo para informarle que debía regresar al Norte porque se acercaba ya la fecha de la elección. Me contó que se sentía mejor, y recordó a cada dirigente de la zona, pidiéndome que a todos les llevara sus saludos y les dijera que pronto se reincorporaría a los trabajos electorales. El último recorrido por ambas provincias lo hicimos con los candidatos a diputados, y con la participación en los actos finales del Subsecretario General, Oscar Astudillo, ya que el compañero Elías continuaba enfermo. En los últimos días de febrero, cuando teníamos ya todo preparado para el acto final y estábamos por iniciarlo, recibimos en el Norte la terrible noticia de su muerte. Terrible e inesperada, porque él incluso había salido brevemente de la clínica y porque hacía tan poco que había andado con nosotros recorriendo el desierto que él había conocido a los trece años. Su muerte fue un rudo golpe para todos nosotros, y para los trabajadores chilenos, especialmente para los del Norte, donde él había compartido su miseria y dolores. Había sido en las salitreras, herramentero, fogonero, apiri en Huantajalla, y había cumplido tareas desde secretario de la Municipalidad de Pisagua, había sido fundador del Partido Obrero Socialista, senador del Partido y finalmente —el más alto honor— presidente de nuestra organización política. Bien puedo decir que hasta después de su muerte siguió junto a nosotros. El 6 de marzo de 193

1961 se efectuaron las elecciones y aunque él ya no estaba, en el recuento de votos obtuvo una cantidad considerable de sufragios. De esta manera, yo, que no pensaba ser senador, fui elegido con primera mayoría. EL SENADO Mi llegada al Senado no me tomaba tan "en pampa" como cuando fui elegido Alcalde. Mi participación en la Cámara de Diputados ya me había servido para conocer en parte lo que es un Parlamento burgués, donde nunca tuvo mayoría el pueblo o los partidos que lo representaban. Pero yo había sido diputado por corto tiempo, ya que después fui durante seis meses Ministro de Estado, y luego se produjo la enfermedad que me obligó a salir del país antes de terminar mi período. De todas maneras, alguna experiencia había logrado aquilatar. Sabía que me enfrentaría a políticos de vasta experiencia, instruidos y educados, que contaban, además, con excelentes asesores y buenos secretarios. Y, aparte de la tarea legislativa propiamente, había que organizar nuestro trabajo en las Comisiones, donde se da forma al esqueleto de las leyes. Para ello también había que desarrollar una labor de contactos personales, de amistad o de buena relación con los secretarios de las Comisiones. El Partido me entregó la responsabilidad de ser Comité Comunista: cada Partido designaba a sus representantes ante la presidencia. Y en las reuniones de Comité discutíamos los asuntos antes de que fueran a la sala de sesiones, porque en ésta muchas veces había que tomar decisiones como Partido, asumir posiciones sin poder consultar antes con la dirección o con los compañeros senadores. 194 No era posible correr a Teatinos 416 o reunir de un momento a otro a todos nuestros senadores. Siempre pensé que en el Partido hay responsabilidades personales y responsabilidades colectivas, y hasta el día de hoy no puedo conformarme cuando todavía encuentro ciertos compañeros que integran alguna dirección, pero que en ausencia del responsable no resuelven nada por sí mismos, aunque se trate de problemas simples. Durante el desempeño de mi cargo, mi oficina estuvo siempre abierta a quien necesitara ir a plantear un problema o necesitara una opinión. Jamás nadie me escuchó decir "vuelva mañana" e igual indicación tenían los compañeros que trabajaban conmigo como secretarios: de nuestra oficina debe salir la gente o con una solución a su problema o con una orientación que le abra camino para resolverlo. Para nosotros, siempre minoría, fue difícil lograr el despacho de proyectos de leyes de nuestra iniciativa. Había que redactarlo, presentarlo, ver en qué Comisión correspondía que se iniciara su trámite, tratar de agilizar su despacho. Y muchas veces los parlamentarios de izquierda estaban ausentes, porque su trabajo se desarrollaba también fuera del Parlamento. Me parece bueno detenerse un poco en esto. En verdad, para un parlamentario comunista, trabajar en un Parlamento burgués tiene muchas dificultades. Muchos nos hacíamos ilusiones y nuestra propia gente esperaba que prácticamente todos sus problemas encontrarían solución en los proyectos que presentáramos. Pero no se puede olvidar que ese Parlamento es obra de la burguesía. Su propio reglamento se vuelve en la práctica un instrumento de obstrucción de las iniciativas de origen parlamentario que verdaderamente benefician 195

a las masas de trabajadores. Mi caso fue el de muchos representantes obreros que llegábamos al Senado o a la Cámara llenos de ideas, con una experiencia vivida y con la clara opinión de los compañeros de clase. Pero sin conocer nada de las triquiñuelas reglamentarias. Además, los parlamentarios populares se desenvolvieron siempre como una minoría, frente a la mayoría reaccionaria. Y por otra parte, si los proyectos no cuentan con el apoyo del Poder Ejecutivo es muy posible que luego de ser presentados pasen a dormir el sueño de los justos en los archivos, ya que la urgencia para su despacho es calificada o por esa mayoría ya citada o solicitada por el ejecutivo. Y, durante nuestra gestión par-lamentaria, sólo recuerdo tres gobiernos que apoyaron las iniciativas de origen parlamentario que beneficiaban al pueblo: el de Pedro Aguirre Cerda, el de Juan Antonio Ríos, y, desde luego, el Gobierno Popular de Salvador Allende. Había entonces que aprender las artimañas reglamentarias impuestas. Así, vimos que por la vía de la indicación a proyectos presentados por otros partidos, podíamos lograr ciertas conquistas planteadas por los trabajadores. Claro que esto me valió que un día algunos senadores me dijeran que yo era el senador más caro, porque en cada proyecto de ley metía una cuña. Pero había que hacerlo así. Por este camino, en proyectos que eran muy sentidos, como la nacionalización del cobre o la Reforma Agraria, logramos muchas cosas por vía de la indicación. Recuerdo estos dos proyectos especialmente por la gran participación que tuvieron en su despacho Luis Corvalán y el fallecido senador socialista Salomón Corbalán. Pero, a pesar de todas las dificultades, logramos también despachar una serie de iniciativas en interés 196 de los trabajadores y del pueblo a quienes representábamos. Recuerdo por ejemplo una ley especial para los familiares de las víctimas de una gran explosión que hubo en el mineral de Chuquicamata. Una iniciativa mía al respecto fue aprobada en tiempo record. Pero hay que preguntarse por qué. Porque contó con el respaldo masivo y expreso de los sectores laborales, en los que había una gran efervescencia, ya que el accidente había conmovido al país. Destaco esto, porque aún pienso que una de nuestras debilidades era que no ambientábamos suficientemente nuestras iniciativas frente a las masas. Nuestra propia prensa se dejaba llevar un poco por los usos de la prensa burguesa, que estaba pendiente de los garabatos en la Cámara, de quién pegó primero el coscacho, pero olvidábamos movilizar a la gente en torno a nuestras iniciativas, entrevistar a los interesados, explicar los beneficios que se lograrían, para que ellos mismos presionaran a los demás sectores del Congreso, y sacar adelante los proyectos. Muchas veces hubo que ser intransigentes para lograr que nuestras iniciativas se concretaran, como en el caso de la indemnización para los mineros del cobre, y en la venta de las propiedades que ocupaban los suboficiales de la FACH, a sus ocupantes, pero perdimos otra iniciativa similar que beneficiaba al personal del Regimiento Cora-ceros de Viña del Mar. Esta intransigencia nos sirvió, por ejemplo, para lograr muchas conquistas para el personal civil de FAMAE, la Fábrica de Material de Guerra del Ejército. Dicho personal era muy explotado, y sus sueldos eran apenas un poco más de lo que ganaban, trabajando en sus talleres, los reos comunes de la Penitenciaría de Santiago. 197 En la Comisión de Defensa se discutía un proyecto que aumentaba el sueldo al personal uniformado de FAMAE. Yo presenté indicaciones para que fuera también considerado

el personal civil. Pero en las Comisiones no se podían aumentar los gastos públicos sin el patrocinio del Presidente de la República, cosa que me hicieron ver los demás senadores. Como estaba presente el subsecretario de Defensa, yo comencé a preguntarle a cuánto ascendía el sueldo de un general y lo comparaba con el de los empleados y obreros; cuánto era la asignación familiar que recibían para hacer la misma comparación, y así, hasta demostrar que los oficiales tenían una asignación de rancho, que nadie más, ni obreros ni empleados recibían. — El personal civil de FAMAE —concluí— gana apenas dos pesos más que una persona que trabaja en los talleres de la Penitenciaría cumpliendo una condena por delitos, y que, malo y todo, tiene al menos un techo y un plato de comida. Yo les propongo que abran una puerta y manden al personal civil de FAMAE a trabajar en la Penitenciaría. .. Entonces, utilicé el reglamento para pedir una segunda discusión del proyecto, lo que equivalía a dejarlo para el día siguiente. Llegado éste —valiéndome también del reglamento—, negué acuerdo para todo y logré paralizar la Comisión un día entero. En ella participaba también el senador Eduardo Alessandri, hermano del "paleta", quien al ver que la Comisión no avanzaba, pidió que se suspendiera la sesión mientras él hacía una consulta con el Presidente de la República. Por la tarde volvió anunciando que vendría un oficio del Presidente aumentando los salarios del personal civil en un 40 por ciento. 198 Los trabajadores de FAMAE recibieron con júbilo el éxito logrado por los senadores comunistas. Llegaron a proponer que nos regalarían un vehículo, lo que, naturalmente agradecimos pero declinamos. Entonces organizaron una manifestación de reconocimiento y me entregaron un juego de lapiceros, con mi nombre, recuerdo que aún guardo con orgullo. Durante ocho años fui presidente de la Comisión de Trabajo y Provisión Social, en la que sólo teníamos dos senadores de izquierda, pero contábamos casi siempre con el voto del senador de derecha Armando Jaramillo, que mantenía una actitud favorable a los intereses de los trabajadores, dentro de las condiciones de su militancia, de su profesión de abogado y agricultor. A veces causaba sorpresa que el senador Jaramillo, cuando debía retirarse de la sesión antes de la votación, dejara su voto al presidente de la Comisión que era un comunista. Pero ese voto era administrado con responsabilidad y respeto: cuando se trataba de un asunto que pudiera comprometer su posición política, yo me abstenía con su voto, y él podía después modificarlo en la votación de la sala. Cultivamos muy buenas relaciones hasta ahora, que en el exilio, he recibido sus cartas en respuesta a las mías. Es un hombre que ha comprendido e1 derecho de los chilenos a vivir en su Patria, y se ha puesto decididamente a mi lado, en mi pelea por retornar. Esto, sin que jamás ni uno ni otro, hayamos dejado de respetarnos recíprocamente en nuestras ideas. En esa Comisión, muchas veces logramos mayoría para los proyectos que interesaban a los trabajadores, cualquiera fuera su origen. Para ello había que enfrentarse también con el sectarismo ya que había parlamentarios que se oponían por el 199 solo hecho de que la iniciativa no era de su propia tienda política. Recuerdo, por ejemplo, un proyecto que a los parlamentarios de izquierda nos interesaba mucho sacar adelante. Pero había dos senadores que usaban el reglamento

para poner todo tipo de trabas. En plena discusión, pidieron primero citar a un funcionario de Gobierno para que informara, lo que significó paralizar el proyecto hasta otra sesión. En ésta, pidieron postergación de la votación y de nuevo quedó el proyecto esperando una tercera sesión. Pero en ésta, pidieron segunda discusión. Todo muy reglamentario, pero sólo servía al propósito de postergar indefinidamente la iniciativa. Otra vez hubo que enfrentar las cosas utilizando las mismas artimañas que ellos. El reglamento establecía el inicio de las sesiones para las tres de la tarde con una espera máxima de quince minutos. Nos pusimos de acuerdo con Salomón Corbalán y Armando Jaramillo para llegar a las tres en punto. Así lo hicimos y como había quorum, abrí la sesión en ausencia de los dos impugnadores, se puso el proyecto en discusión general, se aprobó. Luego en particular se aprobó igualmente. Y finalmente como no había otro punto que tratar, levanté la sesión. Cuando llegaron los dos impugnadores, a las tres y quince minutos, preguntaron al secretario de la Comisión si no había quorum para sesionar. — No, señor, —respondió éste— el proyecto en tabla fue aprobado en general y particular y se levantó la sesión. — ¡Pero cómo, si recién son las tres y quince! — Sí, señor, pero el reglamento establece que la sesión se inicia a las tres de la tarde si hay quorum. Como lo había, comenzó a la hora exacta, se aprobó el proyecto y se levantó la sesión. 200 Recuerdo esto como una anécdota, pero pienso que un Parlamento debe realmente expresar la voluntad de las mayorías y representar las aspiraciones y necesidades de ellas, para que esté en verdad al servicio de las grandes masas trabajadoras. Pero se puede establecer en él relaciones con personas de distintos partidos, de distintas ideologías, con un gran respeto mutuo y así tratábamos de hacerlo. Yo respeté para que me respetaran y creo que lo logré; salvo ciertos casos como Julio Duran y otro senador que en cierta ocasión me dijo que me respetaba por mi edad y yo le contesté: —A mí hay que respetarme por mi condición de hombre y de comunista. La sangre no llegó al río, pero yo muchas veces había mirado los sillones que volarían por el aire si era necesario para defender el mandato que el pueblo nos había dado. No muchas veces se producían incidentes de proporciones en el Senado. Yo era partidario de escuchar y exigía que me escucharan en mis intervenciones. Pero había que estar alerta ante las triquiñuelas antiobreras de la reacción. Muchas veces introducían disposiciones aparentemente inocentes en los proyectos, pero que encerraban verdaderos zarpazos contra los intereses de los trabajadores. Así pasó con los antiguos asegurados del Servicio de Seguro Social. Ellos tenían un beneficio que consistía en que sus pensiones debían ser aumentadas de acuerdo con el promedio de alza que experimentaran los subsidios por enfermedad, y otros, los más nuevos, de acuerdo con el índice de precios al consumidor. Como bien se sabe, este famoso índice nunca refleja la realidad del costo de la vida, porque es manipulado mañosamente por los Gobiernos reaccionarios. Los senadores de derecha habían introducido 201 una indicación en cierto proyecto, para eliminar el beneficio de los más antiguos pensionados. Cuando se votaba precisamente esta indicación, me puse de pie y armé un escándalo de proporciones, creo que el único que produje en el Senado. Les enrostré el

crimen que cometían y fue tal el alboroto que el presidente del Senado —el demócrata cristiano Tomás Reyes— se vio en la necesidad de suspender el despacho del proyecto, e incluso la sesión, por algunos minutos. Me parece que nunca en la historia del Senado se había suspendido una votación cuando ya se había iniciado. En sesiones posteriores se incorporó el proyecto a la tabla nuevamente, pero mi escándalo no había sido en vano, y logramos desbaratar la maniobra, hecho que valió un gran prestigio para los senadores comunistas entre los pensionados del Servicio de Seguro Social. De esos doce años como senador del Partido, tengo un balance personal: creo que logramos éxitos importantes para nuestros representados, pero creo que habríamos logrado más si hubiéramos conseguido mejorar nuestro trabajo interno. Por ejemplo, creo que todos los parlamentarios pudimos rodearnos de excelentes secretarios y asesores. No bastaba que los compañeros fueran buenos militantes desde el punto de vista político, abnegados y disciplinados. Es indispensable también su preparación profesional, su conocimiento de las materias con que trabajábamos. Un secretario no sólo debe recibir y contestar las cartas que recibe un parlamentario comunista, debe también ayudar a redactar, estudiar algunos proyectos. En mi caso, yo tuve la suerte de contar con dos secretarios muy eficientes a los que recuerdo con enorme cariño. Ellos tuvieron la paciencia de soportarme tantos años. Y digo soportarme, porque en mi trabajo soy 202 realmente intransigente para cumplir mis obligaciones hacia el Partido y hacia el pueblo de Chile. Los problemas sociales, políticos y económicos los sentí siempre como mis problemas, porque los viví desde mi niñez. Yo no podía darme el lujo de aceptar cualquier persona como secretario, por dos razones: primero, tenía la responsabilidad de ser Comité Comunista en el Senado, y luego por mi condición de senador obrero, más claro, por mi escasa educación. De muchacho campesino me había convertido de la noche a la mañana en obrero pampino y después en hombre de la ciudad y dirigente sindical, pero siempre un proletario durante toda mi vida. Me ha ayudado mucho mi espíritu de observación y mi condición de clase. Jamás me sentí acomplejado ante los poderosos y, por el contrario, los traté siempre de igual a igual, y cuando entré al baile entre tantos expertos en el arte de la política, siempre sentí el orgullo y el respaldo que significa representar a nuestro pueblo, ser elegido por el Partido Comunista. Mantuve buenas relaciones con la mayoría, con la excepción lógica de elementos como los Jarpa, los Diez, entonces fascistas encaretados, pero que después del 11 de setiembre de 1973 se han puesto desembozadamente al lado de Pinochet en estos días trágicos que vive nuestra Patria y que estoy seguro serán transitorios. Ellos, los del régimen que capitanea Pinochet, podrán ahora inventar todo tipo de infamias contra nosotros, pero como decía Elías, "Nadie nos quita lo bailado": nuestra fidelidad hacia los trabajadores y hacia el pueblo, nuestro trabajo tesonero para cumplir su mandato, nuestra entrega e identificación a la causa de Chile. 203 Yo estoy luchando por mi retorno y esa lucha es por el derecho de todos los chilenos a vivir en la patria. Nuestro Partido ha levantado esa bandera porque es justa, porque representa la aspiración de miles que estamos fuera y de millones que nos esperan en Chile.

Tengo actualmente setenta y cinco años. Mis dos hijos, dos nueras y dos nietos están también en el exilio. Pero no es el momento de ponerse a llorar sobre las penas. Aún es tiempo de trabajar y eso hago. Porque para mí estar en el exilio es estar en otro lugar de combate. Para luchar contra los fascistas me sostiene la misma convicción de clase que en 1925 tuve para luchar contra la maraña legalista del Código del Trabajo. Jamás arriamos entonces las banderas de la FOCH ni los postulados de Recabarren para hacer claridad, para abrir paso a la conciencia política de las masas. Con el mismo calor que en el Parlamento defendíamos las conquistas de los trabajadores, hoy repudiamos la vil entrega de nuestras riquezas básicas al capital extranjero y la virtual destrucción del sistema previsional de los chilenos que está perpetrando Pinochet al entregar sus fondos a capitales privados. Denunciamos este crimen que privará a miles de nuestros compatriotas de su derecho a una vejez digna, a la atención de su salud, a un subsidio por accidente. Y cuando escribo esto, tengo muy presente el recuerdo de Salvador Allende que, como ministro de Salud de Pedro Aguirre Cerda, como médico, como parlamentario, como Presidente de la República fue un ardiente defensor y un lúcido creador del sistema previsional chileno. Mi incesante lucha por el derecho de todos los chilenos a vivir en su patria no es sólo el fruto 204 de la natural nostalgia. Ese es un derecho que nos ha sido arrebatado por un régimen ilegítimo y brutal. Nadie eligió a Pinochet, sino que él se impuso por la traición y el crimen. Nosotros somos ciudadanos chilenos, allá nacimos y no sólo tenemos el derecho sino el deber de estar allá. Para impedir nuestro regreso el régimen fascista nos acusa de antipatriotas. Primero hay que pensar qué significa ser patriota. Y el diccionario lo dice bien claro: es una persona que ama a su patria y procura su bien. Yo me pregunto qué cosas he hecho yo que no signifiquen el bien para Chile y su gente. Nosotros no hemos entregado la riqueza chilena a los grandes negocios extranjeros. No hemos hecho desaparecer esas quinientas industrias que eran del área social, en la cual el pueblo y los trabajadores habían empezado a producir para todos. Nosotros no somos responsables de que haya luto, hambre y ausencias en Chile, de que uno de cada cinco chilenos no tenga trabajo. Nuestra acción en el exilio está orientada fundamentalmente a denunciar todo esto, estos crímenes que cometen precisamente los que nos acusan de antipatriotas. Defendemos el derecho de todos los chilenos al trabajo, a la educación, a la seguridad y tranquilidad, a la vida misma. Y por eso nos niegan el derecho a vivir en Chile. A mí, personalmente, me han rechazado tres veces mi solicitud de ingreso al país. Me he visto obligado a recurrir a los organismos internacionales, la Comisión de Derechos Humanos de Naciones Unidas, su relator especial Abdoulaye Dieye, la Unión Interparlamentaria, la Unión Internacional de Juristas Democráticos, la OEA, el Consejo Mundial de Iglesias. 205 Finalmente, han rechazado el recurso de amparo que interpuse ante los tribunales de justicia, ante la Corte de Apelaciones de Santiago. En verdad, es lo que podía esperarse de jueces que han renunciado a su dignidad, que se llaman a sí mismos administradores de justicia pero que han olvidado lo que aprendieron cuando estudiaron derecho y se

han convertido en dóciles instrumentos del régimen fascista para administrar todo tipo de crueldades e injusticias. Tengo un pasaporte con una "L" grande que significa que estoy listado y no puedo ingresar al territorio nacional. Pero mientras las fuerzas me acompañen seguiré trabajando en los países a donde pueda llegar para agradecer a los gobiernos el apoyo que nos han dado en organismos internacionales. Y también para hacerles ver que ese apoyo puede y debe convertirse en acciones más enérgicas contra Pinochet. No puede ser que éste siga recibiendo créditos que ya han sobrepasado los siete mil millones de pesos, para comprar armas, para reforzar sus aparatos represivos que tanto crimen han cometido y cometen hasta este mismo momento. Seguiré trabajando también a nivel de parlamentos, para obtener que ellos exijan de sus gobiernos una actitud firme en defensa de los derechos políticos y humanos en Chile. Y también a nivel de organismos sindicales internacionales, impulsando el internacionalismo, la solidaridad de clase en favor de los derechos sindicales tan bru-talmente aplastados en Chile. Por todo esto me niegan arbitrariamente mi derecho a regresar a mi patria, a vivir en ella. Para ello, se afirman en tres pretextos: que soy comunista, que fui senador y, aunque parezca una broma 206 siniestra, que en el exilio me he convertido en un experto en guerrillas. ¿Por qué soy comunista? Ya lo he dicho. Soy de origen campesino, nací en medio de la pobreza y fui explotado desde la infancia. Conocí los rigores del trabajo en el campo, en las oficinas salitreras y comprendí la injusticia no sólo conmigo sino con todos mis compañeros de clase. Asumí, como tantos otros, la responsabilidad de defender nuestro derecho a vivir como seres humanos. ¿Por qué fui senador de la República? En primer lugar, porque mi Partido me entregó esa tarea, al designarme candidato. Por otra parte, y en luchas que se prolongaron durante generaciones, las fuerzas progresistas y democráticas chilenas habían construido un sistema que posibilitaba a los trabajadores para elegir en cargos públicos a quienes representaban sus intereses y aspiraciones. Es decir, hasta el 11 de setiembre de 1973, en Chile había elecciones democráticas. Los comunistas participábamos en ellas con un bien ganado prestigio, ya que nuestra organización política nació para servir a la causa del pueblo y así ha sido durante toda su existencia. De ahí que contáramos siempre con el respaldo de la clase trabajadora. Además, mucha gente me conocía. Sabía que yo era un hombre formado en las filas del Partido, a todo lo largo de mi vida. Había sido dirigente sindical primero, luego Alcalde de Tocopilla durante siete años, diputado durante cuatro años, ministro de Estado durante seis meses y senador durante diecisiete años, ya que mi mandato constitucional como tal expiró el año 1977. Pero todo esto: ¿es un delito? Yo no he perseguido ni asesinado a nadie. En ningún tribunal 207 he sido juzgado jamás y nadie puede acusarme seriamente de ninguna falta de honestidad. Y en cuanto a que soy experto en guerrillas, llega a ser ridícula tal acusación. Estoy en la República Democrática Alemana no para aprender la táctica de guerrillas. Vine a este país porque en una visita muy anterior conocí los destrozos de la guerra que significó cuarenta millones de muertos y más de ochenta millones de heridos y

mutilados. Como soy enemigo de toda guerra imperialista o de conquista, me incorporé entonces en Chile a la Sociedad de Amigos de la RDA, de la cual fui vicepresidente durante diez años. Por eso estoy en este generoso país que me ha prodigado toda clase de atenciones. Perfectamente podría esperar tranquilo aquí mis últimos días. Pero tengo conciencia de mis derechos y deberes de chileno. Mis deberes están en Chile y tengo una meta única: volver allá. Volver para que mis huesos descansen en la tierra que amo y que me vio nacer. En este empeño pondré hasta mi último esfuerzo. Y si la muerte me encuentra en esta lucha, por lo menos tendré el consuelo de haber luchado hasta el final por abrir un rayo de esperanza no sólo para mí, sino, y esto es lo principal, para miles de mis compatriotas. 208 GLOSARIO Aconcharse los meados: asustarse, acobardarse Agarrarse de las mechas: pelearse Almuerzo bien regado: almuerzo con bastantes bebidas alcohólicas Al tiro: de inmediato Apechugar: afrontar Ariostazo: intento de golpe de Estado del general Ariosto Herrera, durante el Gobierno del Frente Popular, en 1939 Arranchado: alojado; con residencia provisoria Arreglar los bigotes: acomodarse Buscar pega: buscar trabajo Cabrito: muchachito, jovencito Cabro: muchacho, chiquillo Cachero: dícese de la persona que practica asiduamente la actividad sexual Capital penquista: se refiere a la ciudad de Concepción Carnero: cohechado Carrilano: operario de vías férreas Caserita: de "casero", asiduo de una tienda o de un vendedor Componer la caña: recuperarse luego de una borrachera Contar la firme: decir la verdad 209 Cortando escobas: actuar en forma indiscriminada Cortar las huevas: castrar Costrones: mineral Cotelé: pana Cuetes: de la palabra "cohetes"; petardo Curaíto: beodo, borracho Curanto: comida típica de la Isla de Chiloé, preparada a base de mariscos, papas, aves, etc., en forma primitiva, en la tierra, utilizando piedras caldeadas tapadas con hojas Charqui: carne salada y secada al sol Chascón: despeinado, enmarañado Chaucha: moneda de cobre de 20 centavos Chepos: aperos para atrapar mariscos

Chicha: bebida alcohólica que se obtiene de la fermentación del zumo de uva o de manzana Chiva: cuento, chisme, explicación no veraz Chocoso: pan Chonchón: lámpara rústica que funciona en base a parafina Choquero: recipiente de lata para tomar té o café Chuico: recipiente de vidrio con 2 manillas, forrado en mimbre, usado para guardar o transportar vino o aceite Chupamedias: adulador Chupín de congrio: guiso de pescado Chusca: polvo de la pampa Chuteador: jugador de fútbol Dar pelota: prestar atención Echarse el pollo: irse Echar unas chuchadas: lanzar insultos Empelotado: desprovisto Encaretados: con caretas Encerrona: juntar a los cohechados antes de la elección En pampa: desnudo, sin preparación Entaquillado: erguido 210 Estay: estás Fiestoca: fiesta Gallo: persona Gancho: expresión popular utilizada para dirigirse a un amigo Góndolas: autobuses Grito y plata: de rápido éxito Guagüita: bebé Guatón: barrigón Huesillo: durazno seco Krumiro: esquirol, rompehuelgas Listo para la foto: con la situación definida, lista Loco: marisco comestible del Pacífico Longino: tren longitudinal Maceteado: macizo Mandar a la cresta: mandar al diablo Mandarse cambiar: irse Matricular: otorgar, conseguir Meico: médico Mijita: expresión cariñosa y familiar Milico: militar Mojarse el potito: arriesgarse, comprometerse Monitos: enseres, cosas Mote mei: maíz cocido en lejía y deshollejado Ñato: dícese de la persona o animal de nariz corta y aplastada, chato

Olla común: comida que se prepara para un grupo de personas que no tiene medios para hacerlo Pa dónde va: para dónde va Paleta: seudónimo del ex presidente de Chile, Jorge Alessandri (1958-1964) Parar la olla: preparar comida con pocos recursos Pega: trabajo Pegarle a la dactilografía: saber dactilografía Pegarse una caminata: caminar largo trecho Pelao: pelado Penquista: de la ciudad de Concepción 211 Piltrajitas: piltrafas Pirquinero: minero que trabaja individualmente y con herramientas primitivas, artesanales Podís: puedes Ponerle el hombro: afrontar la situación Poner el óleo: bautizar Ponerle entre pera y bigote: beber algo alcohólico Rancha: rancho, choza o casucha hecha de material ligero Roto: dícese de la persona de estrato social bajo Rucio: persona rubia Sabís: sabes Sacar la madre y dejar al padre colgando: insultar Salir del empacho: salir de la duda Sánguches: de la palabra inglesa "sandwich", emparedado Soi: eres Submarinear: ocultarse, sumergirse Tambembe: culo, trasero Tener choreado: tener aburrido, cansado Vaquita echada: beber hasta vaciar la copa de vino o de licor, colocando el vaso de costado Veranito de San Juan: breve período de buen tiempo Viajar de pavos: viajar sin pagar pasaje Vos tenis: tú tienes Water: escusado Zunco: dícese de la persona a quien le falta una mano o está con un miembro superior inutilizado 212 ÍNDICE COMO SE MUEREN LOS POBRES

8

EL ROSARIO DE LA TÍA VICTORIA

9

UN "ENGANCHADOR" 10 A LAS SALITRERAS 13 EN TIERRA NORTINA 17 LA FOCH 21

LAS LISTAS NEGRAS 23 VALPARAÍSO 25 GALO GONZÁLEZ 30 LA NECESARIA UNIDAD 32 LAS ACADEMIAS DE BAILE 35 DIRIGENTE REGIONAL 38 DÍAS DIFÍCILES 45 LA SOLIDARIDAD 50 MAS REPRESIONES 52 OTRA VEZ AL NORTE 57 DON ELIAS 59 TOCOPILLA 69 EL FRENTE POPULAR 83 EL ALCALDE DE TOCOPILLA 87 LA COMPAÑERA 100 MI COMUNA 102 SALVADOR ALLENDE 108 J. A. RÍOS 115 CANDIDATO A DIPUTADO 118 213 213 EL TIEMPO DE LA ESPERANZA

123

GIRAS MINISTERIALES 127 EL TIEMPO DE LA TRAICIÓN 136 PRIMER EXILIO 143 A EUROPA 146 CHECOSLOVAQUIA 147 EL PRIMER HIJO 152 EL REGRESO 154 LA RELEGACIÓN 157 RELEGADOS MEMORABLES 159 ANCUD 164 LA CESANTÍA 170 HORIZONTE 173 CANDIDATO A SENADOR 185 HASTA EL ULTIMO MINUTO 191 EL SENADO 194 GLOSARIO 209 214