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CAPITULO XXVIII Nos contraeremos a tratar en este capítulo una cuestión delicada e importante en la historia de Colombia y el Perú y la parte que en ella tomó el Libertador Simón Bolívar. Desde que llegó al Perú el General San Martín consideró ser muy importante la adquisición del puerto de Guayaquil pa- ra que sirviera de astillero a la nueva república que deseaba for- mar; y luego que aquella importante provincia proclamó su independenda, mandó dos comisionados para que trabajasen por la incorporación de aquel territorio, como hemos dicho al referir los acontecimientos de 1820 y 1821. Guayaquil perte- necía al antiguo Virreinato del Nuevo Reino de Granada y ha- cía parte del distrito de la audiencia de Quito, que era una de las dos, que en materias judiciales, estaba dividido el expresado Virreinato del Nuevo Reino de Granada, y creía el protector del Perú que estando sometidas entonces las provincias de Guaya- quil, Cuenca y Quito al Virreinato del Perú, en el ramo de Gue- rra y Marina, a consecuencia de la revolución verificada en el Virreinato del Nuevo Reino, podía legítimamente adquirir este territorio. A su vez las Provincias Unidas de la Nueva Granada consideraron que todo el distrito de la Audiencia de Quito que se extendía por el norte hasta la quebrada de Murillo, en la provincia de Popayán, debía ser parte de la nueva república conforme al principio que adoptaron los nuevos republicanos en la revolución de 1810: es decir, el territorio que componía los antiguos Virreinatos y Capitanías Generales en la América es- pañola. Ocupado por San Martín el puerto del Callao, el Maris- cal de Campo, don José de Lámar, natural de Cuenca, se tras- ladó a Guayaquil con el encargo de ejercer su influencia en aquel territorio para que se verificase su anexión al Perú. Al re- ferir los acontecimientos de aquella época ya hemos hecho men- ción de lo ocurrido para que Guayaquil hiciese parte de la Re- pública de Colombia, conforme a las declaraciones de los Con- gresos de Guayana y Cúcuta que constituyeron la expresada

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C A P I T U L O X X V I I I

Nos contraeremos a tratar en este capítulo una cuestión delicada e importante en la historia de Colombia y el Perú y la parte que en ella tomó el Libertador Simón Bolívar.

Desde que llegó al Perú el General San Martín consideró ser muy importante la adquisición del puerto de Guayaquil pa­ra que sirviera de astillero a la nueva república que deseaba for­mar; y luego que aquella importante provincia proclamó su independenda, mandó dos comisionados para que trabajasen por la incorporación de aquel territorio, como hemos dicho al referir los acontecimientos de 1820 y 1821. Guayaquil perte­necía al antiguo Virreinato del Nuevo Reino de Granada y ha­cía parte del distrito de la audiencia de Quito, que era una de las dos, que en materias judiciales, estaba dividido el expresado Virreinato del Nuevo Reino de Granada, y creía el protector del Perú que estando sometidas entonces las provincias de Guaya­quil, Cuenca y Quito al Virreinato del Perú, en el ramo de Gue­rra y Marina, a consecuencia de la revolución verificada en el Virreinato del Nuevo Reino, podía legítimamente adquirir este territorio. A su vez las Provincias Unidas de la Nueva Granada consideraron que todo el distrito de la Audiencia de Quito que se extendía por el norte hasta la quebrada de Murillo, en la provincia de Popayán, debía ser parte de la nueva república conforme al principio que adoptaron los nuevos republicanos en la revolución de 1810: es decir, el territorio que componía los antiguos Virreinatos y Capitanías Generales en la América es­pañola.

Ocupado por San Martín el puerto del Callao, el Maris­cal de Campo, don José de Lámar, natural de Cuenca, se tras­ladó a Guayaquil con el encargo de ejercer su influencia en aquel territorio para que se verificase su anexión al Perú. Al re­ferir los acontecimientos de aquella época ya hemos hecho men­ción de lo ocurrido para que Guayaquil hiciese parte de la Re­pública de Colombia, conforme a las declaraciones de los Con­gresos de Guayana y Cúcuta que constituyeron la expresada

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República de Colombia, uniendo en una sola nacionalidad el Vi­rreinato del Nuevo Reino de Granada y Capitanía General de Venezuela. Referidos quedan en los capítulos anteriores los acontecimientos que tuvieron lugar en el Perú durante toda la campaña que libertó y constituyó en una nueva república el territorio del antiguo Virreinato del Perú y la elección de la República de Bolivia en el Alto Perú, que había sido agraciado al Virreinato de Buenos Aires desde el siglo XVIII.

La revolución de la tercera División auxiliar de Colombia en Lima, a consecuencia de lo que se verificó en Venezuela, por Páez en abril de 1826, y los pronunciamientos que tuvieron lu­gar en los Departamentos del sur de Colombia, produjeron un resfriamiento en las relaciones internacionales del Perú y Co­lombia; acontecimientos lamentables de que hemos dado cuenta. Siguióse a esto la revolución que tuvo lugar en Bolivia por el alzamiento del batallón Voltigeros, de Colombia, que fue so­focado por el Coronel Felipe Braum.

El Gobierno del Perú, ejercido por el General Lámar, nom­bró a principios de 1828 un Ministro Plenipotenciario para que fuese a Bogotá a entenderse con el Libertador, para arreglar las diferencias que se habían suscitado por las razones expues­tas por las dos Repúblicas.

El Libertador, que según se dijo, tenía objeciones, así con­tra la persona de Villa, a quien viera alistado en las filas de los realistas al lado de Baindoaga y Torre Tagle, no quiso verle privadamente y tampoco dio a Villa la audiencia pública acos­tumbrada, diciendo que no era necesario. Encargó, sí, al Secre­tario de Relaciones Exteriores, que le visitara y discutiera los puntos cuestionados. Tal negativa del Libertador, según se dijo entonces, y asevera Restrepo en su Historia, no fue aprobada por algunos de sus Ministros, ni tampoco era popular la guerra con el Perú en los Departamentos del sur de Colombia, que consideraban ser sumamente gravosa para ellos, cuando toda la República estaba conmovida a consecuencia de la disolución de la Convención, y los temores que se tenían de una nueva in­vasión española por las costas de Venezuela; porque los su­cesos del 25 de septiembre de 1828 en Bogotá, contra la vida del Libertador, habían hecho creer al gabinete de Madrid que podía emprender una nueva reconquista en sus posesiones perdidas, juzgando que la influencia del Libertador había desaparecido. Empero se engañaba porque los colombianos, todos, indignados con aquel atentado, dieron nuevas y espléndidas manifestacio­nes en favor del Héroe que les había dado patria y libertad.

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Habiendo anunciado Villa los deseos que tenía de saber los agravios de que se quejaba el Gobierno de Colombia, para sa­tisfacerlos, y estrechar las relaciones entre ambos Estados, el Ministro de Relaciones Exteriores, Revenga, los redujo a ocho capítulos y preguntó al enviado peruano si tenía autorización para satisfacerlos. Estos eran: la retención de la provincia co­lombiana de Jaén y Mainas; el envío de la tercera División sin previa noticia y a puertos no designados por el Gobierno co­lombiano; la expulsión violenta del agente público de Colom­bia, en Lima; la presión indebida y otras vejaciones irrogadas a varios colombianos; la denegación del tránsito por el territorio peruano a los cuerpos del ejército auxiliar, residentes en Bo­livia; la acumulación de tropas sobre las fronteras de Colom­bia; el no liquidar y fenecer las cuentas de todos los suplemen­tos que Colombia hizo al Perú para conseguir su independencia y no haber satisfecho deuda tan sagrada.

Contestó el Ministro Villa que tenía instrucciones para sa­tisfacer las observaciones que se le hacían, menos a la primera y última.

Durante cuatro meses la discusión tanto por escrito, como de palabra, fue muy animada hasta el punto de hacer imposi­ble el continuarla. El Ministro Villa manifestó que el tratado de Guayaquil entre el General Portocarrero y el General Paz del Castillo, Plenipotenciarios de las dos Repúblicas, del cual hemos hecho mención en estas Memorias, no era válido porque había sido declarado sin autorización del Congreso del Perú y por un ministro nombrado sin consentimiento del expresado Con­greso conforme a la Constitución. Grande fue la sorpresa del Secretario de Relaciones Exteriores al oir esto, pues tal nega­tiva era contraria al artículo 39 de la unión, liga y confederación, y al artículo 79 del adicional a tal liga y confederación cele­brados el 6 de julio de 1822 y ratificados por los referidos Congresos, lo cual había dado lugar al envío de una expedición al Perú en 1822 a órdenes del General Paz del Castillo y en que se apoyó igualmente el Presidente Riva Agüero, para demandar los auxilios que pidió con el General Portocarrero. Del mismo modo el Libertador, cumpliendo con una de las estipulaciones í e dichos tratados, mantenía en pie de guerra 4.000 hombres en el sur de la República y pudo remitir inmediatamente 3.000 a órdenes del General Valdés, como lo hemos expresado en el capítulo correspondiente.

No fueron más cordiales las relaciones con el Secretario de Relaciones Exteriores, Estanislao Vergara, que lo que habían

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sido con el señor Revenga. Se le pidieron a Villa sus credencia­les y pleno poder en que debía constar que su nombramiento había sido hecho con arreglo a la Constitución nuevamente pro­clamada, que era en lo que se fundaba Villa para desconocer el carácter diplomático de Portocarrero y el convenio celebrado con él. No pudo prestar tal documento, porque ni las credencia­les ni el pleno poder hacían mención de ello. El señor Vergara le manifestó que no era exacta su observación por las razones que dejamos expresadas; y que siendo su misión no solamen­te distinta de la del General Portocarrero que tuvo lugar con­forme al derecho convencional entre las dos Repúblicas, no po­día el Gobierno de Colombia seguir tratando con él, porque tal misión sí debió ser nombrada conforme a las disposiciones con.s-titucionales del Perú, y se le dio el pasaporte de estilo para que regresara a dar cuenta de su misión.

El señor Villa tuvo la poca circunspección de contraer re­laciones de amistad con los miembros de la oposición sistemáti­ca y apasionada que existía en Bogotá en aquel tiempo, y cuan­do se preparaba la revolución proyectada en Ocaña y la cons­piración del 25 de septiembre.

Mientras se verificaban en Bogotá estas conferencias y se mantenía en las fronteras de Colombia una división de ob­servación del ejército peruano, mantenía otro ejército en Puno, que traía al Gobierno boliviano en desasosiego. El Gran Ma­riscal de Ayacucho, que conocía muy bien la gravedad de la época que atravesaba Bolivia, se trasladó a La Paz e invitó al General Gamarra a tener una conferencia en el Desaguadero en la cual, verificada, le enseñó el decreto en que convocaba el Congreso boliviano para el mes de agosto de 1828 en que entre­garía el mando al Congreso boliviano para retirarse a Colom­bia, como lo había ofrecido, cuando se hizo cargo de la Pre­sidencia de aquella República. Además, le manifestó su corres­pondencia privada con el Libertador y otros hombres públicos de Colombia que debían inspirar confianza al General peruano y a su Gobierno, para no temer nada de su parte, habiendo dis­puesto que comenzasen a regresar los batallones auxiliares de Colombia sin llevar reemplazos ningunos de los peruanos y bo­livianos que hubiesen sido dados a virtud del convenio de marzo de 1823 entre Colombia y el Perú. Parecióle a Sucre que su antiguo Jefe de Estado Mayor en Ayacucho, quedaba satisfe­cho, y se retiró a La Paz y de allí a Chuquisaca (hoy ciudad Sucre), capital de aquella República. Sin embargo, el Gran Ma­riscal, don José de Lámar, había dado instrucciones al general

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Gamarra de apoyar cualquiera revolución que se efectuara en Bolivia para separar a Sucre del mando de ella y agregar las antiguas provincias del Alto Perú a la República peruana.

La mayoría de los habitantes del Perú, con la de los co­lombianos, lejos de querer una guerra fratricida entre dos pue­blos hermanos, no deseaban otra cosa que paz, unión y estabi­lidad, pero ambiciones vulgares y enemistades personales pre­paraban días de luto a las Repúblicas que, en Pichincha, Junin y Ayacucho habían hecho tremolar los pabellones republicanos y destruido el poder de Castilla en todo un Continente!...

Después de haber mandado para Colombia los batallones Pichincha y Bogotá, compuestos de los colombianos que habian podido sobrevivir a la campaña, tuvo lugar una revolución el 18 de abril en la capital de Bolivia por cincuenta granaderos, acaudillados por dos sargentos peruanos y uno de Tucumán; se apoderan de sus oficiales y proclaman la revolución a los que se juntan el Coronel Asebey y algunos paisanos. Sabiendo Sucre el movimiento, sigue sin tardanza al cuartel; acampanado de sólo 6 personas acomete a los amotinados, que le hacen fuego, y una bala le rompe el brazo derecho. Esta herida le obliga a retirarse, apoderándose luego los sediciosos de su persona y de las de sus ministros y amigos; pero el Secretario del Interior, doctor Facundo Infante, sin acobardarse, tuvo la firmeza o pre­visión de expedir órdenes y mandar venir a la capital algunas tropas de las que estaban inmediatas.

El Coronel López, Prefecto del Potosí, luego que las reci­be, vuela con 100 hombres a las cercanías de la capital; atacado por los facciosos, los bate y huyen a la provincia de Laguna después de haber sufrido alguna pérdida. Los mismos pueblos los persiguen y aprehenden, y el ilustre Mariscal de Ayacucho, a quien tanto hicieron sufrir aquellos malvados, recibió en su desgracia testimonios sinceros del respeto y consideración que los bolivianos profesaban a su persona.

No pudiendo gobernar Sucre por su herida, formó un Con­sejo de Gobierno presidido por el Ministro de Guerra, General José María Pérez de Urdininea. El Consejo se componía de éste, de don Miguel Aguirre, Ministro de Hacienda, y de don Facun­do Infante, del Interior. En seguida entregó el mando del ejér­cito al Presidente, dándole facultades extraordinarias a fin de que pudiera dictar cuantas medidas juzgara conducentes para defender la República.

Atribuyóse en aquella época la revolución de Granaderos en la capital de Bolivia, al Gobierno peruano; y algunos culparon

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al General Gamarra de haber puesto en planta los planes de su Gobierno. En 1830, cuando se supo en Lima el asesinato del Gran Mariscal, nos mandó Gamarra a su ayudante de campo Teniente Coronel Escudero, a pedirnos informes de los porme­nores que tuviésemos sobre aquel fatal suceso, y pasamos al Palacio de Gobierno a darle las explicaciones de lo que sabíamos y creíamos sobre este horrible asesinato. La conversación rodó, como era natural, sobre la vida y servicios de tan esclarecido General. Tuvimos, pues, ocasión de hablar sobre la invasión de Bolivia por el General Gamarra, y nos protestó que no había tenido parte en la revolución de los Granaderos; y que había dado aviso a su Gobierno del acontecimiento, y que iba a salvar la vida del Gran Mariscal, con cuyo motivo había seguido hasta La Paz, en donde encontró a los habitantes de aquella ciudad decididos a sostener al General Sucre, que había sido salvado del poder de los facciosos y que había establecido un Consejo de Gobierno para que se encargase del mando de Bolivia; pero que pocos días después recibió órdenes del Presidente Lámar de sostener en Bolivia el establecimiento de un Gobierno propio en las antiguas provincias del Alto Perú, para que se constitu­yeran según la libre voluntad de aquel pueblo; y que en cum­plimiento de su deber había ocupado a Oruro, Cochabamba y Chuquisaca, y dirigídose al Presidente del Consejo de Gobier­no, General Pérez de Urdininea, con quien entró en relaciones para llevar a efecto las órdenes del Gobierno del Perú; pero que Urdininea rechazó las proposiciones que le hizo en Sorasora. Que entre tanto el Coronel Blanco se había sublevado y apode­rándose de la persona del Gran Mariscal y Urdininea, retirándose a Potosí, con quien celebró posteriormente un tratado en Pequin-sa para que se convocara un congreso constituyente que resolvie­se sobre la suerte de Bolivia. Así explicaba Gamarra su con­ducta y me ponía por testigo al General Cerdeña, amigo y par­tidario del Libertador, que le había acompañado en aquella campaña.

El Congreso Constituyente de Bolivia no pudo reunirse el día señalado por falta de quorum, y esta medida extraordinaria no era ciertamente arreglada a los principios constitucionales de Bolivia; porque existía un congreso constitucional que esta­ba en receso y era el que había debido convocar el Presidente del Consejo, Urdininea. Este General no mostró en aquellas cir­cunstancias ni las cualidades de hombre de Estado ni los cono­cimientos militares como General; pero Sucre, que conservaba no obstante la difícil posición en que se encontraba por su poca

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salud, la complicación de estar ocupada una gran parte de la República boliviana por el ejército peruano, fuerte de 5.000 hombres, cuando Bolivia no tenía sino poco más de 3.500, tuvo la entereza y firmeza de dar un paso que debía honrarle al se­pararse de Bolivia, como lo había ofrecido desde que se hizo cargo del mando de aquella República.

A pesar de la proximidad de Gamarra a la capital, Sucre en su mensaje al Congreso habló con la mayor firmeza de la pérfida e injusta agresión de los peruanos, dirigida contra la in­dependencia de Bolivia; invasión que llamó de tártaros y co­sacos. Protestó contra los humilUantes tratados impuestos a Bo­livia en una campaña. En seguida se despidió para siempre de los representantes del pueblo de Bolivia, pidiéndoles como pre­mio de sus servicios que le mandaran juzgar si había alguna in­fracción de ley durante su administración, pues renunciaba so­lemnemente a su inviolabilidad constitucional, encargándoles que a todo trance comenzaran la independencia de Bolivia, obra de sus esfuerzos comunes y de los generosos socrificios de los pueblos.

El mensaje de que vamos hablando, con dos pliegos más que contenían la organización de un gobierno provisorio y las propuestas para Vicepresidente de la República, los entregó al Presidente Urdininea en presencia de 6 diputados; hecho esto emprendió su viaje por el desierto para irse a embarcar en el puerto de Cobija o de Lámar, y no quiso verificarlo por el te­rritorio peruano aunque le prestaba más comodidad; porque creyó que el Presidente de Bolivia, al separarse para siempre de aquella República, no debía exponerse a sufrir algún desaire o detención, creyendo acaso el General Lámar que su persona en el sur de Colombia fuese un obstáculo para la invasión que premeditaba; y así lo informó al Libertador cuando le dio cuen­ta del modo como había terminado su misión en Bolivia.

Para terminar su mensaje, añadió Sucre con la noble sen­cillez y verdad que caracterizaban sus discursos: "De resto, se­ñores, es suficiente remuneración de mis servicios regresar a la tierra patria, después de seis años de ausencia, sirviendo con gloria a los amigos de Colombia; y aunque por resultado de ins­tigaciones extrañas llevo roto este brazo, que en Ayacucho ter­minó la guerra de la Independencia Americana, que destrozó las cadenas del Perú y dio ser a Bolivia, me conformo cuando en medio de difíciles circunstancias tengo mi conciencia libre de todo crimen. Al pasar el Desaguadero encontré una porción de hombres divididos entre asesinos y víctimas, entre esclavos

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y tiranos, devorados por los enconos y sedientos de venganza. Concillé los ánimos, he formado un pueblo que tiene leyes pro­pias, que va cambiando su educación y sus hábitos coloniales, que está reconocido de sus vecinos, que está exento de deudas exteriores, que sólo tiene una interior pequeña y en su propio provecho, y que, dirigido por un gobierno prudente, seria feliz. Al ser llamado por la asamblea general para encargarme de Bo­livia, se me declaró que la independencia y organización del Es­tado se apoyaban sobre mis trabajos. Para alcanzar aquellos bienes en medio de los partidos que se agitaron 15 años y de la desolación del país, no he hecho gemir a ningún boliviano, ninguna viuda, ningún huérfano solloza por mi causa; he le­vantado del suplicio porción de infelices condenados por la ley, y he señalado mi Gobierno por la clemencia, la tolerancia y la bondad. Se me culpará acaso de que esta lenidad es el origen de mis heridas; pero estoy contento si mis sucesores con igual lenidad acostumbran al pueblo boliviano a conducirse por las leyes, sin que sea necesario que el estrépito de las bayonetas esté permanentemente amenazando la vida del hombre y ase­chando la libertad. En el retiro de mi vida veré mis cicatrices y nunca me arrepentiré de llevarlas; cuando me recuerden que para formar a Bolivia preferí el imperio de las leyes a ser el ti­rano o el verdugo que llevara siempre una espada pendiente so­bre la cabeza de los ciudadanos".

"¡Representantes del pueblo! Desde mi patria, desde el se­no de mi familia, mis votos constantes serán por la prosperidad de Bolivia".

Casi a un mismo tiempo dejaron las playas del Perú Sucre y los últimos restos de los colombianos que habían dado inde­pendencia y libertad al antiguo imperio de los Incas. Condujo aquéllos el intrépido Coronel Braum, que tanto se había distin­guido en el Perú y en Bolivia. El Gran Mariscal de Ayacucho tocó en el Callao, de donde ofreció "sus buenos servicios en cuan­to tendieran a transigir las diferencias del Gobierno peruano con el de Colombia". Añadía que daba este paso porque se le había acusado de que él era una de las causas o el agente de un rompimiento, por lo cual su honor mismo estaba comprometi­do en rebatir esta calumnia. Por ausencia de Lámar, el Vicepre­sidente del Perú aceptó cortésmente la oferta, añadiendo que no esperaba de este paso el menor resultado favorable, y que eran bien conocidos los aprestos y planes que por el Sur y por el Norte habían formado contra el Perú.

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Sucre, para su más completa justificación de que el Jefe de Bolivia no había meditado planes de consuno con el de Co­lombia, tuvo la satisfacción de mostrar seis notas oficiales de este Gobierno al de Bolivia, escritas en 29 de junio último, las que acababa de recibir a bordo en el Callao; en ninguna de ellas se trataba de hostilizar al Perú, y por el contrario, decía el Li­bertador: "cuánto se complacía en que la voz de la justicia y de la razón se hiciesen oír para que todos los americanos se entendiensen de un modo amistoso y pacífico". Después de dar este paso muy honroso al carácter de Sucre, continuó su viaje a Guayaquil, a donde arribaron el 19 de septiembre corriendo después a unirse con su familia, en Quito.

Después de haber dado cuenta del modo como terminó la Legación peruana a cargo del señor Villa, en Bogotá, hemos pre­sentado el anterior extracto de los acontecimientos de Bolivia, hasta la separación del Gran Mariscal de Ayacucho, cuyos su­cesos tuvieron grande influencia en la complicación de las re­laciones internacionales entre Colombia y el Perú. El General Flores, preocupado con lo que había pasado en Guayaquil, des­de la revolución del 16 de abril de 1827, en que tomó tanta par­te el General Lámar y de la invasión del territorio colombiano por la tercera división, y del retiro del señor Villa, de Bogotá, como por la aproximación a la frontera de una división perua­na a órdenes del General Plaza; publicó el 18 de abril de 1828 una alocución de un carácter bélico y alarmante sin tener ins­trucciones del Gobiemo para dar un paso tan atrevido y que debía producir, como produjo, perjudiciales influencias en la República del Perú. El General Plaza dirigió a Flores, con fecha 22 de mayo, una comunicación pidiéndole explicaciones sobre la autorización que tuvieron para haber dado tal alocución. El General Bolívar, después de los informes que recibió de Flores y las noticias de Bolivia, dio su proclama de 3 de julio, dando por iniciada la guerra fratricida, en donde se combatió por los mismos guerreros que unidos habían proclamado la victoria so­bre el León de Castilla y arrojádole al otro lado del Atlántico.

Al mismo tiempo que se iniciaba la guerra con el Perú, recibió el Libertador informes de los aprestos que se hacían en España para invadir de nuevo a Colombia, y expidió la procla­ma de 28 de julio de 1828.

Los Departamentos del Sur veían con disgusto la guerra con el Perú, porque los sacrificios que se les exigían eran su­periores a la renta de los ciudadanos; y las contribuciones ordi­narias rendían un producto escaso para mantener el ejército

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que se aumentaba diariamente. Los individuos de la oposición al Libertador que premeditaban una revolución, como hemos dicho atrás, proyectada en Ocaña, declamaban contra el au­mento del ejército y algunos simpatizaban con la invasión pe­ruana tanto en la frontera de la República, en la provincia de Loja, como en otros pueblos del Sur, como lo manifestó la con­ducta de Obando y López.

En tales circunstancias, y como encargados del poder po­lítico y militar, nuestro deber era informarlo así al Libertador, como lo hicimos en 6 de septiembre de 1828. El Libertador nos respondió una interesante carta.

Cuando el Libertador hablaba a sus tenientes de un modo confidencial, pero ciertamente con el carácter oficial, expresaba sus pensamientos y principios con rectitud y de acuerdo con sus sentimientos republicanos. El 19 de septiembre, cuando Bo­lívar nos decía: mi insignia es obediencia al pueblo, una juven­tud fascinada y hombres que tenían el corazón pervertido, tra­taban de asesinarle!...

Bien podríamos agregar a estas Memorias las proclamas, decretos y manifiestos de Bolívar y Lámar y de los Gobiernos de ambas Repúblicas, como las alocuciones de los mandatarios de ellas; y especialmente de algunos de sus Generales; pero a los 41 años que han pasado y después de la reconciliación de los hombres de una y otra nación; y haber desaparecido de la es­cena todos los que en primera línea obraron hostilmente, es mejor dejar que reposen aquellos documentos en las colecciones oficiales en que se encuentran.

El General Sucre llegó a Guayaquil en el mes de septiem­bre de 1828, y en octubre del mismo año el Coronel Felipe Braum, con el resto de las tropas auxiliares que salieron de Bo­livia por el puerto de Arica y llegaron al de Manta o Guaya­quil eludiendo el bloqueo que las fuerzas del Perú habían pues­to a nuestras costas de los Departamentos meridionales, y cuan­do ya se había batido la corbeta Libertad, del Perú, con la go­leta Guayaquileña, de Colombia, sin ningún resultado no obs­tante la superioridad de fuerza de la Libertad que fue compen­sada con la habilidad en la maniobra y arrojo del Coronel Wright.

Hemos querido presentar en este capítulo el resumen de los acontecimientos que produjeron la infausta guerra entre Colombia y el Perú y que no habría tenido lugar si Páez no desconcierta la marcha normal de Colombia y si los militares de la tercera división no hubieran, con su desmoralización, incen-

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diado al Perú contagiando a los cueriws colombianos que esta­ban en Bolivia, y si Pando y Heres no hubieran sugerido al Li­bertador la idea de la Constitución boliviana para sustituir al proyecto que desde Guayana había formado el Libertador, ha­ciéndoles creer que era el modo de deshacer los proyectos mo­nárquicos, que tanto en el Perú por San Martín, como en Co­lombia, habían querido variar el sentimiento republicano.

Más adelante tendremos ocasión de contraernos a esta materia.

En el mes de noviembre de 1828 resolvió el Perú invadir a Colombia apoderándose de Guayaquil. Para evitar este escán­dalo entre naciones amigas, había nombrado el Libertador des­de el 31 de julio de Ministro Pleniíwtenciario cerca del Gobiemo del Perú a su ayudante de campo Coronel Daniel F. O'Leary, para que promoviese la suspensión de hostilidades celebrando un armisticio e iniciar la negociación de la paz. Desde Guaya­quil dirigió al Gobierno del Perú copia de sus credenciales, pi­diendo pasaporte para trasladarse al Perú, escribiendo al mismo tiempo confidencialmente al General Lámar, quien se excusó a admitir la misión, negando en su comunicación el tratamiento debido al Libertador, Presidente de Colombia y proclamado por los pueblos Jefe supremo de la Nación. Conducta poco digna de parte de Lámar y negando el reconocimiento que aun en guerras civiles es debido a los Gobiernos de hecho y separándose de la práctica de las naciones en sus relaciones internacionales. El Coronel O'Leary, obrando con el decoro que correspondía a su carácter público, no quiso recibir la carta que le dirigió Lámar titulándolo comisionado del General Bolívar.

Enorgullecido el Vicealmirante Guice, que mandaba la es­cuadra peruana, el que había sido y era uno de los más acérri­mos enemigos del Libertador y constante promovedor de esta guerra, por la superioridad marítima que tenía, aspiró a em­presas mayores. Determinó, pues, atacar a la ciudad de Guaya­quil; el 22 de noviembre a las cuatro y media de la tarde se presentó con una fragata, una corbeta, una goleta y tres lan­chas, sorprendiendo a los defensores de la ciudad. La batería de Cruces, defendida sólo por 16 artilleros, tenía que ceder a fuerzas mucho mayores (noviembre 22); el enemigo pasa bi cadena, incendia la batería y rompe un fuego de metralla con­tra las casas y la población. El Coronel Wright se había reti­rado batiéndose en la Guayaquileña, junto con algunas lanchas. Los enemigos anclaron a las siete y media de la noche.

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Al siguiente día muy temprano, la batería de la Planchada y las cañoneras hicieron algún fuego a la escuadra peruana, mas con poco efecto, y aprovechándose ésta de la brísa y de la marea, sube a las cuatro y media de la tarde al centro de la ciudad, y a medio tiro de pistola de la ribera, hace un fuego ho­rroroso de metralla y palanquetas sobre las principales casas a las que causa muchos daños; fuego que duró sin interrupción por cuatro horas, hasta las once de la noche. El batallón Cara­cas, que guarnecía la ciudad, y su bizarro Comandante Gabriel Guevara, ocurrieron a todos los puntos y defendieron las boca­calles que daban sobre el río, con una firmeza y valor extraor­dinarios. El Coronel O'Leary, poniéndose a la cabeza de la ar­tillería, colocó tan diestramente cuatro violentos disparos que hizo muchos daños a la escuadra peruana.

Viendo el Vicealmirante Guice que le era imposible realizar un desembarco y que el pueblo entero de Guayaquil estaba de­cidido a defenderse, suceso contrario a lo que había esperado, determinó retirarse en el curso de la noche; pero la fragata Presidente, que él montaba, se varó al frente de la Aguardien-teria (noviembre 24). Al amanecer, los valientes soldados del Caracas formaron un terraplén al frente y montaron un cañón de a 24; esta batería, dirigida por el Coronel Pareja, causó muchos daños a la Presidente, que recibió también algunos tiros en la Planchada; y nuestras lanchas cañoneras, dirigidas por el Te­niente de fragata Francisco Calderón, la molestaron igualmen­te en su retirada. Tuvieron que conducirla a remolque de los otros buques de la escuadra luego que pudo flotar auxiliada por el flujo o marea; tantos fueron los daños que se le hicieran. El mayor, sin duda, fue la muerte del Vicealmirante Guice, de una herida mortal que recibió en el combate de aquella mañana por una bala de cañón. Bravo oficial inglés de marina que había he­cho distinguidos servicios a la causa de la Independencia de la América del Sur, aunque fuera difícil manejarle por su altivo e intratable genio.

La escuadra enemiga se retiró bien escarmentada a su cru­cero, cerca de la isla del Muerto. Fue brillante en aquellos días de peligro el comportamiento del Prefecto Illingworth, de los Coroneles: Guerra, O'Leary, Pareja, Luque, Wright, Letamen­di, Villamil y Luzarraga; así como los otros oficiales subalter­nos, que sería largo mencionar.

Se lisonjeaban los peruanos de encontrar partido y traido­res en Guayaquil, y el desengaño les fue harto costoso.

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MEMORU SOBRE LA VIDA DEL GENERAL SIMÓN BOLÍVAR 5 9 5

Antes de dejar la capital de la República, el Libertador dic­tó varios decretos, como Jefe Supremo, con fuerza de ley, pa­ra arreglar la Hacienda Pública y el régimen administrativo; tuvieron un buen resultado en la práctica porque mejoraron la Hacienda Pública, pero no así el que suprimió las municipali­dades, porque los republicanos de corazón, tanto de la oposición como amigos del Libertador, censuraron este acto que destruyó el ejercicio del poder municipal, elemento principal del Gobier­no propio. No obstante esto, como el Libertador no pensaba re­tener la autoridad suprema, dio el decreto de 24 de diciembre de 1828 convocando al Congreso Constituyente para el 2 de enero de 1830; y con la misma fecha expidió el decreto regla­mentario sobre elecciones, y el 28 de diciembre emprendió su marcha para el Sur a ponerse al frente del ejército para repeler la invasión exterior del Perú, deshaciendo las fracciones que acaudillaban Obando y López.

No olvidó el Libertador dictar un decreto revocatorio del de 1823, que prohibía la importación en Colombia de los frutos y manufacturas españoles, aun cuando fuesen de propiedad es­pañola, correspondiendo así con más generosidad al decreto del Gobierno español, siendo Ministro el señor Ballesteros, que per­mitió la introducción en la Península de los productos de la América española. Con estos actos de carácter legislativo con­cluyó el Libertador su interesante labor en el año de 1828, que conmovió por sus fundamentos la estabilidad de la República y laceró el corazón con la ingratitud de los colombianos que aten­taron contra su vida, y de los peruanos que rompieron el lazo que unía a las dos naciones.

No obstante el General Bolívar, conociendo como conocía que la mayoría en Colombia como en el Perú no participaba de los sentimientos innobles de sus enemigos, resolvióse a hacer un esfuerzo supremo como varón fuerte, para restituir a Co­lombia y restablecer las buenas relaciones con el pueblo perua­no, como luego se verá en los capítulos siguientes.