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73 Capítulo 3 El rostro, la tierra y la ciudad: reflexiones sobre la etnicidad de los muyscas de Suba POR IVÁN M. NIVIAYO - GOBERNADOR MUISCA DE SUBA Mientras la ciudad avanza, sin tregua, hiriendo de muerte mi antiguo resguardo, abriendo en mi ser lacerante herida; Suba, te sigo amando, Suba, en brazos de luna triste, agonizas, tú... mi raíz, mi árbol sagrado, que anida tesoros invisibles.SABEDOR GONZALO GÓMEZ CABIATIVA Acto I. Recuerdos sabor a tierra Abuelito Cuchuco Permítame contarle algunos recuerdos que han de servirme como hilos de esta historia. Cuando era niño, y aún cursaba la primaria, salía de clases y me dirigía directo a mi casa, que se encontraba a cuadra y media de la escuela. Mi madre, al verme llegar, me pedía que fuera a la casa contigua y llamara a mi abuelo para que almorzáramos los tres; solía encontrarlo en la puerta de la casa, sentado en un tronco de árbol, que le servía de butaquita. Recuerdo verlo con su sombrero negro, su ruanita, sus ojos

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Capítulo 3 El rostro, la tierra y la ciudad: reflexiones sobre la etnicidad de los muyscas de Suba

Por Iván m. nIvIayo - Gobernador muIsca de suba

“Mientras la ciudad avanza, sin tregua, hiriendo de muerte mi

antiguo resguardo, abriendo en mi ser lacerante herida; Suba, te

sigo amando, Suba, en brazos de luna triste, agonizas, tú... mi raíz,

mi árbol sagrado, que anida tesoros invisibles.”

sabedor Gonzalo Gómez cabIatIva

Acto I. Recuerdos sabor a tierra

Abuelito Cuchuco

Permítame contarle algunos recuerdos que han de servirme como hilos de esta historia. Cuando era niño, y aún cursaba la primaria, salía de clases y me dirigía directo a mi casa, que se encontraba a cuadra y media de la escuela. Mi madre, al verme llegar, me pedía que fuera a la casa contigua y llamara a mi abuelo para que almorzáramos los tres; solía encontrarlo en la puerta de la casa, sentado en un tronco de árbol, que le servía de butaquita. Recuerdo verlo con su sombrero negro, su ruanita, sus ojos

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pequeños y su sonrisa. —Abuelito: dice mi mamá que lo necesita, le decía todos los días al llamarlo. Él sonreía, y sabía que ese “lo necesita” se traducía realmente a “el almuerzo está listo, venga a comer”.

Día tras día, y desde muy pequeño, siempre fui a llamarlo a almorzar con la misma oración: —Abuelito: dice mi mamá que lo necesita, y él, con su particular humor y forma de entender el mundo, terminó por bauti-zarme cariñosamente como “abuelito”. De esta manera, siempre me respondía — ¡Bueno, abuelito! (sonrisa) Dígale a su mamá que ya voy.

Junto a su recuerdo, se encuentra “Snoopy”, un viejo perro de pelo blanco y manchas negras, que acompañó a mi abuelito durante más de quince años. Fiel compañero, que lo escoltaba a todos lados, desde citas médicas, pasando por asambleas del cabildo e, incluso, borracheras. Y es que, donde quiera que usted viera al perro, sabía que el finado Jorge Niviayo se encontraba cerca. A este dúo hay que añadirle otro personaje: una vaca llamada Estrella, que le hacía compañía cuando se emborrachaba. Hermoso recuerdo que aún veo en mi memoria: mi abuelo sentando en medio de la vaca y el perro, narrándonos muchas historias sobre cómo era la antigua Suba. De su voz surgían tunjos, mohanes, serpientes y patos de oro; todo tipo de encantos, que inundaban mi imaginación de una Suba inexplorada y totalmente nueva, un territorio en el que se entremez-claba con urbanizaciones, que empezaban a aflorar casas antiguas, cultivos, huertas, lagunas de aguas calientes, chucuas, animales y seres de agua.

—Allí quedaba antiguamente el puente de la marrana… Esa es la casa del finado tal, ¡Alma bendita! Antiguamente, este era el camino para Bogotá… Aquí se aparecía un Mohán y allí un niño tunjo. Relatos que contaba mi abuelo al transitar su memoria en medio del encanto de la chicha y del “aleteo de un par de águilas”.

Figura 1. Fotografía de Suba Rincón en 1970.

Fuente: Archivo Familiar.

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A mi abuelito le encantaba tomar. Recuerdo que el camión de la cerveza paraba en dos puntos de la cuadra: en la tienda de la esquina y en la casa de mi abuelo. Ese mismo gusto por la cerveza se combi-naba con la tinaja de barro, que mantenía debajo de las escaleras, en donde él mismo se fabricaba su guarapito. ¿Y la chicha? ¿Qué pasaba con la chicha? Dejó de fabricar su propia chicha desde que tuvo que vender sus parcelas de tierra heredadas por su señora madre para pagar las deudas que dejaba tanto el consumo de cerveza como las nuevas dinámicas que surgían al vivir en una “ciudad” y no en un pueblo. El municipio de Suba, que fue anexado a Bogotá en 1954, comenzó a transformarse a pasos agigantados en las décadas del 70 y 80, modificando, de manera abrupta, la vida cotidiana de las fami-lias muyscas/raizales de Suba.

Para pagar la plancha del segundo piso de la casa, mi abuelito tuvo que vender un toro llamado “naipe”; para pagar el impuesto predial, vendió un lote de su herencia e, incluso, de manera trágica, para pagar el funeral de un tío, que murió en un accidente de buseta, tuvo que vender su última parcela de tierra. Trozo a trozo, su herencia se convirtió en construcciones que reemplazaron muy rápidamente aquel pedazo de tierra de Suba Rincón, en un barrio de Bogotá.

Recuerdo, además, un día, mi abuelito, salió muy temprano y caminó todo un día por Suba saludando —o despidiéndose— de viejos amigos, recorriendo a través de su palabra los viejos rincones de su memoria. Mes y medio después, tuvo que ser internado en un hospital para someterlo a una operación de cálculos en los riñones. Estuvo en recuperación con nosotros un mes, hasta que tuvo que volver al hospital por urgencias al complicarse su situación.

Con lágrimas en los ojos, me acuerdo, estando en el hospital, tuvo la oportunidad de despedirse de cada uno de sus hijos, nietos y fami-liares que fueron a visitarlo. Pese a que todos entraron a saludarlo, por el estado en que se encontraba solo pudo reconocer a dos personas: una tía y a mí. Entré a la sala de aquel hospital, y al saludarlo, él me respondió cálidamente “Hola abuelito”, de inmediato las enfermeras le corrigieron: “Don Jorge, él no es su abuelito, es su nieto”. Sonreí y fui feliz, puesto que en donde las enfermeras creyeron ver un error, yo, por el contrario, encontré una prueba de amor. Aquel domingo

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fue la última vez que lo vi sonreír. Don Jorge Niviayo, el “Cuchuco”, como lo conocían en la comunidad Muysca de Suba, murió el 22 de mayo del 2001.

A mi abuelito lo velamos en la casa, aquel pedazo de tierra que lo vio nacer y crecer, —aguardando en su interior su placenta— y que también lo cobijó durante su muerte. Como era tradicional en la comunidad, antes de abandonar por última vez su casa rumbo al cementerio, recorrimos con el ataúd en hombros los lugares de familiares y amigos cercanos a él. Caminamos por entre las calles de una Suba rural maquillada de pavimento; sería la última cami-nata que pude realizar al lado de mi abuelo. Durante ese recorrido, muchos fueron los acompañantes, familiares, amigos y paisanos que se unieron en una marejada de personas que llenaron las calles hasta rebosarlas. El ataúd sobresalía como una embarcación que llevaba en su interior, a parte del finado, objetos que en vida habían carac-terizado a mi abuelo: cerveza, comida, el sombrero y un vestido blanco con pictogramas. Aquella familia extensa de los Niviayo-Yopasá se hizo presente y los familiares se reencontraron en torno a la muerte de mi abuelo. Paradójicamente, pese a que vivían muy cerca, las nuevas calles, cuadras y barrios los separaban. Finalmente, tal y como quiso mi abuelo —“a mí que me echen fuego po´ el culo”—, se le incineró.

Uno de los detalles sobre los que quiero hacer énfasis es que a él se le veló y cremó vestido con un traje blanco, lleno de picto-grafías, que en el cabildo de Suba comenzaba a llamar como “traje tradicional”, y que hizo parte de ese ejercicio de reconstrucción cultural, que propuso el cabildo ante el proceso legal del desconoci-miento que tuvo que afrontar al final de los 90. Durante el velorio y dentro de la iglesia, un grupo de mujeres de la comunidad, vestidas y pintadas con pictogramas muiscas en el rostro, le hacían la calle de honor, —mi madre fue una de ellas— nos acompañaron hasta el momento de la incineración. Pese a que ese traje no es el “traje tradi-cional” muysca, que retrata algunos textos históricos, fue para mi abuelo un objeto cargado de mucho valor, que significó su reafir-mación como indígena de Suba en uno de los momentos más impor-tantes de todo ser humano, la muerte.

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Figura 2. Comparsa realizada en 1997. En el centro de la foto, don Jorge Niviayo, representando un cacique como parte de las festividades

Fuente: archivo familiar.

Este suceso fue realmente importante para mí, aunque fue solo luego de unos años que tuvo un valor incalculable.

En mi adolescencia, luego de la muerte del “cuchuco mayor”, comencé a interesarme por la historia de la comunidad indígena a la cual pertenecía. Dejé de ser aquel niño que simplemente escuchaba y pasé a ser el joven que preguntaba. Para sorpresa, me encontré con una comunidad que se avergonzaba de ser indígena, que después de años de estigmatiza-ción, el fantasma del “indio incivilizado/patirrajado” había cicatrizado profundamente en su memoria colectiva, y así el apellido materno que tanto me daba orgullo —Niviayo— fue para alguno de mis tíos y fami-liares una marca que traía burlas y estigmas. Poco a poco, comencé a descubrir más historias que iban desde el orgullo hasta la pena en cada una de las familias que componían la comunidad y, sin desearlo, se fue hilando un entretejido de voces, recuerdos y sentimientos sobre mi propia etnicidad. Fue allí, en este viaje al interior de la comunidad entre secretos, chicha, lágrimas y anécdotas que vine a saber que mi díscolo abuelo había sido el único de los mayores de la comunidad, que desde la fundación del Cabildo, ha sido enterrado con su traje tradicional. Ese hecho significó para mí el más grande regalo: mi abuelito me dio raíces, me otorgó el orgullo de ser un indio, un indio muysca de Suba.

La historia de mi abuelo no es única, es la historia de muchos abuelos de la comunidad. Su voz, es la viva voz de muchos abuelitos que fueron y son la columna vertebral de las familias de nuestra comu-nidad. La construcción de nuestra etnicidad muysca no se dio, en un primer momento, como resultado de procesos de búsqueda de identidad o espirituales —como ocurre en algunos otros casos—, por el contrario, son el entretejido de experiencias familiares y territoriales que tienen

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una estrecha relación, como lo es en mi caso, con la casa en donde nació mi madre, abuelos, tatarabuelos y en la que vivo actualmente.

Espero usar esta serie de recuerdos sobre mi “Abuelito Cuchuco” como una excusa para poner sobre la mesa un tema que se esconde detrás de cada uno de ellos: la configuración y construcción de la etni-cidad y su estrecha relación con la espacialidad o territorialidad. El terri-torio ha sido uno de los elementos centrales sobre los cuales se ha venido construyendo la etnicidad muysca de Suba y, a su vez, uno de los temas que poco se ha investigado. Por ello debo resaltar que, aunque parece obvio, varios de los estudios sobre el muysca contemporáneo se han enfocado exclusivamente en inventariar una serie de prácticas, experien-cias, destrezas, sentimientos, sentidos y, sobre todo, “re-significaciones” abstractas, dejando atrás esa profunda relación cotidiana entre la cons-trucción de identidad y la espacialidad. De esta manera, y recordando a mi abuelo, existe una construcción de sentidos, memorias y lógicas estre-chamente ligadas con la espacialidad y territorialidad de una cultura, que pueden, en un momento dado, entrar en resistencia, configurar o subvertir la integración de “nuevos” modelos culturales o espaciales.

Para exponer un poco mejor esta relación territorio/identidad, a continuación, se hará una breve reseña de la historia de la comunidad muysca de Suba, que servirá de abrebocas para reflexionar la etnicidad, la otredad y la espacialidad muysca en medio de lo urbano.

Acto II. Reflexiones sobre la dislocación del deber ser y estar muysca

Muyscas y la integración a la ciudad: breve historia de la comunidad muysca de Suba

El pueblo de Suba se encontraba dentro de uno de los cuatro princi-pales territorios de la confederación del Zipa de Bakata, siendo una de las poblaciones más importantes al contar con el Consejo Supremo de Justicia, el cual era presidido por el Ubzaque Suba — (Cacique de Suba)—. La importancia geográfica del pueblo de Suba en la confederación del

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Zipa residía en el valor espiritual de la Laguna sagrada de Tibabuyes —Tierra de Labradores—, en la cual se celebraba la “Fiesta de las Flores”, donde asistían los caciques de Cota, Funza y Engativá a realizar sus ofrendas (Cabildo Muisca de Suba, 1999).

En 1538, llega Gonzalo Jiménez de Quesada, entabla conversaciones con el ubzaque de Suba y delega a los encomenderos, Antonio Días Cardoso y Hernán Camilo Monsilva, la “refundación” del pueblo de Suba hacia el año de 1550. Año en el cual empiezan las transformaciones socio-económicas de la comunidad, que llevaron, en un primer momento, a la implementación del modelo económico y político de la Encomienda y Mita, que duraron más de 200 años, hasta finales del siglo XVIII. El 16 de abril de 1770 se prohíbe el idioma muysccubun según cédula real del Rey Carlos III de España, haciendo que el idioma se extinguiera un siglo más tarde (Londoño, 2005). Hacia mediados del siglo XIX, los anti-guos resguardos indígenas de la Sabana de Bogotá comenzarían a disol-verse según la ley “Sobre la abolición del tributo, i repartimiento de los resguardos de indígenas”, que supuso, en el caso particular de la comu-nidad muysca de Suba, la disolución y repartición, el 16 de Noviembre de 1875, de su resguardo (Del Castillo, 2006), subdividiendo el terri-torio colectivo en propiedades particulares a nombre de cinco fami-lias. Este conjunto de familias se mantuvo viviendo dentro de las tierras del antiguo resguardo, ahora nombrado municipio, dedicándose, prin-cipalmente, a labores de pastoreo y cultivo, heredando sus parcelas a sus descendientes o negociándolas con los nuevos actores sociales que llegaban poco a poco al territorio (Gros, 2012, p. 62).

Hacia 1954, según decretó la Ley 3640, los municipios aledaños de Suba, Bosa, Engativa, entre otros, se anexaron a Bogotá formando el Distrito Especial, según ordenanza número 7. Estas tierras, que durante largo tiempo fueron consideradas de poco valor, se convir-tieron rápidamente en centros de atención para constructores, inmo-biliarias y constructores piratas. Suba, rápidamente, se transformó en polo de desarrollo para la demanda de crecimiento demográfico y emigración, que caracterizó la mitad del siglo XX (Cabildo indígena muisca de Suba, 1999). La urbanización, rápida y salvaje, del territorio se produjo en menos de tres décadas, transformando las relaciones económicas, políticas, sociales y culturales entre los descendientes de

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las cinco familias, que ahora se autoreconocían bajo el etnónimo de “raizal”, figura alegórica que permitía construir fronteras de iden-tidad de quienes habían nacido en el territorio y hacían parte de la comunidad (Londoño, 2005, p. 361). Por otro lado, las familias que no vendieron sus tierras comenzaron a perder parcelas y hasta la totalidad de ellas, debido a que abogados, tinterillos y agrimensores, cuando eran contratados para efectuar particiones, legalizar herencias o esta-blecer el plano de las posesiones, les cobraban con una porción de tierra, y así iban ampliando sus posesiones por medio de la compra de los terrenos vecinos, o el ‘robo’ mediante artimañas jurídicas. Los que vendieron o perdieron sus tierras, se vieron obligados a inser-tarse a la economía local como trabajadores o arrendatarios de las haciendas (Londoño, 2005, p. 350). La comunidad muysca pasó de oprimida a suprimida dentro de las narrativas oficiales de la Bogotá del Siglo XX, silenciando su presencia a nivel territorial, histórico y cultural en la región central del país.

En el año de 1990, familias descendientes del antiguo resguardo de Suba iniciaron una lucha legal por la recuperación de las anti-guas tierras usurpadas, este proceso de reivindicación territorial les permitió, un año más tarde, en el marco de la Constitución del 91, conseguir el aval legal por parte del Ministerio del Interior, convir-tiéndose, de esta manera, oficialmente en el primer cabildo indígena urbano. La reaparición de lo indígena en el interior de la ciudad — siendo, en primera medida, un grupo étnico que se daba por “extinto”— supuso también una serie de cuestionamientos sobre la “autenticidad” de la identidad étnica muysca (Chaves & Zambrano, 2006). En este sentido, las identidades étnicas, en el marco de las ciudades, ha supuesto toda una serie de interrogaciones sobre cómo el multiculturalismo y la interculturalidad se vive hoy al interior de las grandes urbes, articulándose y yuxtaponiéndose en medio de los procesos de “desmodernización” y construcción del sujeto (Touraine, 2000). Estos diferentes modos de ser y vivir en un espacio como la ciudad, que de por sí no es neutral, puesto que es un esce-nario que configura, espacializa y produce formas particulares de ser y habitar: barrios, medios de transporte, calles, viviendas (Le Breton, 2002, p. 107), poseen un papel importante en la forma en como estas

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identidades étnicas yuxtaponen, configuran y reconfiguran estas estructuras de significación ciudad-cultura-comunidad.

Figura 3. Don Eusebio Yopasá Niviayo y Jorge Yopasá. Abuelo y nieto.

Fuente: archivo familiar Yopasá, 2008.

El deber-estar: inscripción espacial (¿dónde debería estar el indígena?)

Reconocer al “otro” es un ejercicio de narración y poder, que trae en su interior una doble exigencia: deber-ser y deber-estar. Ser el otro, o reconocer al otro, implica construir y/o visibilizar fronteras que deli-miten, separen e incluso que confinen la diferencia. Al respecto, Malkki, en The rooting of peoples and the territorialization of national iden-tity among scholars and refugees, afirma que la espacialización de la otredad no solo arraiga una identidad a un espacio, sino también la confina (Malkki, 1992) o, por lo menos, prefiere que ese “otro” viva en un espacio rural, ojalá sea este un resguardo, “pues se considera como su lugar tradicional” (Bocarejo, 2012). El arraigo a un lugar o la territo-rialidad en las comunidades indígenas es uno de los aspectos principales en la producción de sentidos, mas esto no indica una exclusiva depen-dencia en la configuración de la cultura. Es importante resaltar que las dimensiones históricas, económicas, míticas, organizativas y políticas, juegan un papel de igual importancia en la producción de sentidos al complementar este panorama de lo territorial. De este modo, dentro del deber-estar de quien reconoce la “otredad”, la selva o lo rural son

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los escenarios en donde lo indígena debería “exclusivamente” ubicarse, no dentro de un espacio como la ciudad, puesto que, de lo contrario, estas identidades estarían perdiendo los rasgos culturales o de “esencia”.

A modo de ejemplo, durante las últimas dos décadas, el tema indígena-ciudad ha sido abordado desde lo “multicultural e inter-cultural”, como si el aporte y presencia de lo indígena de la ciudad fuera un fenómeno de muy reciente aparición, ello nos lleva a pensar que la presencia indígena en la ciudad desaparece previamente a la Colonia y reaparece con el desplazamiento forzado reciente de varias comunidades, eliminando de su intermedio los procesos bajo los cuales pueblos, como el Muisca y otros —presentes hasta el día de hoy en las extremidades de la ciudad—, tuvieron un papel singular en la compo-sición y estructuración de la(s) cultura(s) y espacios que se han venido construyendo históricamente en la ciudad. Es importante resaltar aquí que la Colonia, como modelo cultural hegemónico, no solo contó con una descomposición, sino también con una recomposición —sincre-tismos culturales—, que permitieron la configuración y reconfigura-ción de sentidos y espacios. La presencia indígena en la configuración del espacio posterior a la Colonia ha sido un tema de muy reciente aparición dentro de los campos de investigación (Zambrano, 2004), que ha permitido observar y rastrear los procesos de resistencia, alte-ridad, composición y alineación de actores y sus sentidos. Pero esta configuración del “deber-estar” no es algo nuevo. Hace ya dos siglos un viajero francés hacía referencia a la presencia indígena dentro de la ciudad de la siguiente forma:

En cuanto a los indios, son ellos una categoría aparte. Generalmente,

viven fuera de la ciudad, en chozas circulares de techo cónico (…), en

la misma forma en que los encontraron los españoles. La única dife-

rencia que se nota entre el Muisca actual y sus antepasados es que

ha perdido su idioma autóctono. El indio vive más o menos como

vivía tres siglos atrás (…) con su familia no muy numerosa. Cultiva

su chagra y cría gallinas. Es asiduo y paciente en el trabajo. (…)

Por lo demás, el indio de Bogotá es un pillo: mentiroso, sucio y

cubierto de piojos y mugre y además beodo, como lo eran sus

padres. (Memorias de Jean Baptiste Boussingault, 1823).

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Bajo esta inscripción espacial, la etnicidad es duramente cuestio-nada cuando aparece al interior de una ciudad, puesto que dislocan sentidos sobre la espacialidad de la otredad. El indígena que está dentro de la ciudad presenta descripciones negativas en comparación con sus paisanos aún presentes en territorio. Esta no es una situación exclusiva de la etnicidad muysca, y es posible rastrearlo en varios de los discursos y narrativas que se han venido tejiendo durante la última década desde ciertas instituciones, a partir de la proliferación de cabildos indígenas al interior de la ciudad de Bogotá.

Nuestra etnicidad muysca se encuentra atrapada en una zona gris de ese “deber-estar”, puesto que estamos en un territorio dislocado que nos ubica tanto en el territorio ancestral como en la ciudad, lugar “donde no deberíamos estar”. Las familias ya no poseen territorio colec-tivo, sino individual; siguen viviendo en los lotes y parcelas heredados de sus abuelos y tatarabuelos, subdivididas en grupo de casas, que, una seguida de otra, forman barrios completos de familias al interior de Suba. Si por un momento se dejara de tomar las casas como unidades individuales y aisladas legalmente y se observara el conjunto de fami-lias extensas y clanes que viven conjuntamente —geográficamente, coti-dianamente y familiarmente— se observaría un paisaje más cercano a lo que denominamos territorio. Pero, por supuesto, como nuestros hogares y relaciones cotidianas se encuentran cristalizadas en las diná-micas y lógicas de ciudad, legalmente no somos más que vecinos que vivimos en un fantasma llamado resguardo.

Esta situación, nos ha llevado igualmente a afirmar que estamos en medio de una red de significaciones particulares de los grupos domi-nantes, desde donde las estrategias de reconfiguración, como comunidad, nos han permitido —como también exigido— construir discursos y narrativas de “tejido”, que articulan las características contempo-ráneas de nuestro lugar dentro de la ciudad y los cambios actuales de nuestra etnicidad, lo cual se expresa en la máxima “Nosotros no llegamos a la ciudad, la ciudad llegó a nosotros”:

Pese a que en la comunidad indígena de Suba perdimos gran parte

de nuestro Territorio, producto del gran crecimiento de la ciudad y

sus agresivas estrategias de urbanización, sumado a un fuerte proceso

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de aculturación y mestizaje a nuestra población, hoy reivindicamos

nuestra cultura y nos denominamos, no como descendientes de los

Muisca, sino como los Muisca contemporáneos, que hemos tenido que

usar diversas estratagemas en la evolución de nuestra cultura. Al igual

que todos los pueblos, hemos cambiado y, de cierta forma, “adap-

tado” a la sociedad mayoritaria (Cabildo Muisca de Suba, 1999).

En resumidas cuentas, al abordar la etnicidad muysca, tanto de Bosa como de Suba, se debe entender la estrecha relación entre el espacio y la identidad. Nuestra etnicidad contemporánea debe ser leída desde los procesos de conurbanización de la ciudad de Bogotá a mediados del siglo XX, y aún más articularla desde la transforma-ción de la propiedad colectiva en propiedad individual. A partir de lo anterior, los fenómenos de espacialización propios de la urbanización, la presencia de nuevas territorializaciones de otros grupos sociales y la reivindicación de sentidos de propiedad territoriales/familiares de origen “ancestral” (Cabildo Muisca de Suba, 1999).

Figura 4. Artículo que hace mención “parcial” a la comunidad muysca de Suba y “aunque puede sonar extraño” su presencia dentro de la ciudad.

Fuente: Semana, Octubre 19 de 1993, p.56.

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El deber-ser: inscripción corporal (¿cómo debería lucir el indígena?)

El profesor François Correa afirma que las identidades étnicas presentan relaciones transversales en su configuración social, que permiten y garan-tizan su pervivencia, como el acceso a los medios materiales para repro-ducirla —el territorio—, la comunicación y transmisión del conocimiento —la lengua—, la organización de las relaciones entre sus miembros —la organización social y política—, o el corpus de conocimientos sobre la producción y reproducción social —la cultura—, que no se hallan sepa-rados sino estrechamente relacionados, dando sentido a su proyecto de vida, eventualmente alternativo al de la sociedad occidental (Correa, 2005). Por ello, al encontrarse dentro de un espacio como la ciudad varios de los medios materiales, formas de organización colectiva o la trasmisión de conocimientos, se reconfiguran al punto de compartir varias características con el resto de comunidades que también habitan la ciudad. De esta manera proyectos con características urbanas como la educación formal, el acceso a servicios, la vivienda unifamiliar y la economía comienzan a articularse dentro de los discursos y demandas de las comunidades indígenas residentes dentro de la ciudad1.

Figura 5. Fotografía Antonio Briceño. Exposición Itinerante “Míranos, aquí estamos”, que busca visibilizar a las comunidades indígenas a través de un tríptico: “Familia”, “Gobernador” y “Médico Tradicional”

Fuente: Briceño, A. (2010). Recuperado de: http://www.antoniobriceno.com/spanish/miranos.html

1 Véase, por ejemplo, la política pública indígena distrital Decreto 543 de 2011 http://www.alcaldiabogota.gov.co/sisjur/normas/Norma1.jsp?i=44832

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Estas transformaciones de las estructuras de significación permiten que estas características particulares de la ciudad —como uso de ropa, lengua, distribución espacial, oficios u ocio— comiencen a hacer parte de las subjetividades, la experiencia cotidiana y las corporalidades de las comunidades indígenas. Ahora, como se mencionó previamente, la deli-mitación de la “otredad” no solo confina/exige la diferencia al espacio, sino también a su corporalidad. El cuerpo, como soporte de valores (Le Breton, 2002), se vuelve un escenario de inscripción y lectura de narra-tivas, que en el caso de las etnicidades indígenas urbanas puede llegar a confrontar y dislocar la red de significaciones particulares de los grupos dominantes al carecer de “señas” de otredad como la vesti-menta, el habla o la apariencia. De esta manera, el mismo mecanismo que permite leer de una manera particular los cuerpos bajo inscripciones culturales e ideológicas, como es el caso del racismo, entra en función en una suerte de “racismo inverso” al negar la identidad de quien corpo-ralmente no posee esas “señas” de distinción: no hablar una lengua, no utilizar la vestimenta tradicional o poseer otros rasgos fenotípicos.

Ahora mi rostro les muestra que no soy blanca. Soy una india

muisca de color rojo. Porque, para que me vieran, he tenido

que pintar y ocultar mi verdadero rostro. Para que me nombraran,

he cambiado mi nombre ancestral. Hoy soy Alba y no Sajipa, suce-

sora de Tisquesusa. Ojalá que para vivir no tengamos que morir.

Gobernadora Alba Mususú Rico (Cabildo Muisca de Suba, 1999: 15).

Finalmente, estas narrativas coloniales y neo-coloniales no solo inscriben y “solidifican” los rasgos espaciales y corporales del indígena Muysca contemporáneo, sino también confinan el lugar de enunciación de la etnicidad. Varios de los rasgos propios de la identidad indígena han sido integrados dentro del discurso de la “identidad nacional” (Surasiática & Guha, 1996), lo cual no solo despoja de otredad al cuerpo y al territorio, sino también a la memoria. Es así que lo Muysca desaparece de la historia colonial republicana y contemporánea, para incorporarse dentro del imagi-nario de nación (Wade, 2003). A modo de ejemplo, podemos encontrar lo Muysca dentro de museos, nombres de calles, literatura, platos típicos, música, obras e historias que “pertenecen” a la historia Nacional.

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A pesar de que la mayoría de colombianos —no así investiga-

dores de diversas disciplinas: antropólogos, sociólogos, historiadores

y demás— creen que el pueblo Muisca sucumbió ante el embate del

imperio español, que en esta parte del continente tuvo un gran poder

y envistió con gran fuerza a poblaciones indígenas, hoy diversas

comunidades del pueblo Muisca que empezamos a salir del anoni-

mato e invisibilidad a la que fuimos sometidos como consecuencia

de un sistema educativo y de poder que consideraron al vencido

como muerto y extinto (Cabildo Indígena Muisca de Suba, 1999).

En ambos casos, el “deber-ser/deber-estar” ubica lo indígena muysca como una unidad ontológica estática, que se encuentra temporal-mente lejos del presente, desconectado de los procesos contextuales de construcción de la etnicidad como de la ciudad. La etnicidad no ha sido correctamente entrelazada con las transformaciones territo-riales, materiales, espaciales y cotidianas que ha sufrido la comunidad en su diario vivir. Nuestras viviendas, como fantasmas de tierra de ese antiguo resguardo, han sido, para nosotros, durante el último siglo, el punto de sutura que intenta cerrar la herida de un territorio arre-batado con la de una etnicidad invisibilizada. Solo resta cerrar estas breves reflexiones sobre nuestra condición, señalando que el muysca, que ha sido despojado de sus tierras colectivas, lengua e historia, debe seguir luchando actualmente por no ser despojado de su propio hogar.

Acto III. El rostro y la tierra

Conclusión: el rostro, la tierra y la ciudad

Si tuviera la oportunidad, me gustaría poder proyectar ante sus ojos varios de los rostros de los abuelos de nuestra comunidad. En cada arruga, borde y pliegue de su fisonomía podrían admirar los rasgos ancestrales de un pueblo, pero, más allá, podrían leer los ríos, lagunas, chucuas, huertas y casas del antiguo rostro de Suba; luego, me gustaría yuxtaponer los rostros de cada uno de los hijos y nietos

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de esos abuelos para que coteje la forma de los ojos, la boca o la nariz, observen detalladamente cómo en algunos casos cambia drásticamente el color de los ojos o de piel, pero, en últimas, para que puedan leer en los rostros jóvenes las construcciones, vías, viviendas y urbanizaciones que componen el rostro actual de Suba. ¡Debajo de la cicatriz de cemento y hierro, detrás de la ropa y la piel, palpita la herencia muysca!

El rostro y la tierra han cambiado con la intrusión de la ciudad, y aun así, no dejamos de llamar a Suba como nuestro hogar, no dejamos de llamarnos muyscas. Seguimos viviendo en los terrenos heredados de nues-tros abuelos y tatarabuelos, continuamos relacionándonos cotidianamente con nuestras familias, huertas y hogares. No somos objetos de investiga-ción que se mantienen intactos detrás de los textos de la conquista o en los muros de cristal de museos, somos una comunidad que ha debido sobre-vivir en silencio y desde la sombra eso que ha sido llamado la memoria oficial. Es curioso, y lo resalto nuevamente, el territorio ha sido uno de los marcadores diacríticos, tanto en la teoría antropológica como en la legislación indígena colombiana, pero, en el caso de nuestra etnicidad, ha sido relegado por varios de los investigadores e instituciones.

Tal vez, como traté de explicarlo previamente, esto se debe a que nos encontramos en un punto gris dentro de ese “deber-estar” —noso-tros no llegamos a la ciudad; la ciudad llegó a nosotros—, que ha optado por creer que la disolución legal de la propiedad colectiva decreta la disolución de las relaciones y sentidos cotidianos con el espacio, en especial si viven en la ciudad.

Varios han sido los investigadores que se han acercado a noso-tros buscando lo foráneo en nuestra forma de vivir. Esto se ha vuelto un problema, puesto que se le ha prestado tanta atención a los rasgos exóticos de la otredad, que se ha terminado por invisibilizar lo real-mente vital del muysca: la problemática identidad/territorio. Sin querer extenderme en este punto, he visto que este fenómeno no solo ocurre con los pueblos en “reindigenización”, como llaman algunos académicos, sino también en el resto de pueblos indígenas que han debido hacer de su etnicidad una “puesta en escena”, que sirva de “apuesta política”, puesto que la otredad no solo reconoce la diversidad, sino también la exige. O tal vez, si se me permite decirlo, porque algunos personajes con ínfulas mesiánicas, que no provienen de ninguna comunidad ni

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territorio y que descubrieron su etnicidad en medio de una crisis espi-ritual de la mediana edad, han logrado sacar con espejos al académico de su cueva, atraídos por el brillo seductor de lo exótico.

Deseo terminar todo este relato retomando los hilos con los que empecé: el hombre que me entrego raíces, no ostentaba un linaje de cacique o zipa, no tenía un nombre ancestral como “Jaguar o Pantera de luz”, lo más cercano en muysccubun era su apodo “cuchuco”; no fue un hombre letrado, ni mucho menos un guía espiritual enviado por Bochica; fue simplemente un hombre entregado a su tierra, a los animales y a su familia. Un abuelito alegre y terrenal, jodido pero hermoso, sabio pero analfabeta. Al igual que mi abuelito, detrás de la palabra de cada uno de los abuelos que permanece en nuestra comunidad, se esconde toda la memoria de un pueblo que ha pervivido en su territorio ancestral; detrás de cada ruana y arruga, palabras dulces y sabias, esperan pláci-damente a ser despertadas de su lugar para volver a repoblar los anti-guos lugares, para inundar de recuerdos los antiguos caminos del agua que protegieron a nuestros “Antiguos”, para enseñar la posibilidad de construir un territorio/ciudad en común-unidad con el ambiente.

Y mientras eso ocurre, debemos seguir luchando contra esa ciudad que no para de avanzar sin tregua, hiriendo de muerte nuestro territorio, de luchar contra los proyectos urbanísticos, como el proyecto vial de la avenida el Rincón y Tabor que, desde 2015-2016, sigue transformando el espacio en el que vivimos, desmembrando cuadras enteras donde habitan familias de la comunidad, rompiendo el tejido social que aún se mantiene oculto detrás de la vivienda heredada, aniquilando huertas y aljibes que aún sobreviven, sepultando bajo cemento la placenta y los cordones umbilicales de nuestros padres y familiares. ¡Sí, seguir luchando! Porque la ciudad no para de devorar y quienes sujetan sus riendas, hoy están mirando con apetito urbanizador los humedales, cerros, bosques y reservas ambientales, como la Thomas van der Hammen.

Por eso, finalizo señalando que este texto ha sido todo el tiempo una invitación a investigar las relaciones cotidianas que los muyscas soste-nemos y hemos sostenido con el espacio en el que vivimos, pero, sobre todo, ha sido una invitación a hacer visible todas aquellas historias y voces que, hasta el día de hoy, siguen en la sombra en medio del escombro, muy cerca del olvido.

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¡Abuelito!, dice mi mamá que lo necesita…

Figura 6. Demolición de las viviendas Piracún-Cabiativa, hacen parte del proyecto vial de la Avenida el Rincón y Tabor

Fuente: archivo familiar. Enero 2015.

Mientras la ciudad avanza, sin tregua,

hiriendo de muerte mi antiguo resguardo,

abriendo en mi ser lacerante herida.

Suba, te sigo amando, Suba, en

brazos de luna triste, agonizas,

tú... Mi raíz, mi árbol sagrado,

que anida tesoros invisibles.

Por qué aquel fuego de ritual nocturno

se marcha en noches frías de recuerdos.

¿Quién te enseñó a irte sin despedirte?

¿Acaso la nueva civilización que nos asfixia?2

2 Poema de Gonzalo Gómez Cabiativa, perteneciente al libro “Aquí… Allá: ima-ginario indígena urbano” Fundación Terra Nova, Gente Nueva Editorial, 2005.

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