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13 Capítulo I El empresario Hombre 1. Empezar por el principio: ¿seremos algo más que nuestra tarjeta de presentación? U n amigo y consultor de organizaciones, Enrique Fernández Longo, comenta frecuentemente una simpática anécdota del filósofo Fernando Savater. La persona que está hablando con el español le entrega su tarjeta personal; Savater lee: “José Castellano, Contador”, y piensa: “Me imagino que este señor será algo más de lo que dice esta tarjeta; esta tarjeta que tiene un gran parecido a una lápida mortuoria”. Las personas tendemos a simplificar la realidad con el fin de comprenderla más fácilmente. Este ejercicio mental es sumamente útil siempre y cuando tengamos cuidado de conservar todos los elementos fundamentales de la idea. Cuando dejamos de lado aspectos vitales, la idea cambia, ya no es la misma aunque guarde engañosamente la apa- riencia anterior. Simplificar la realidad es un mecanismo frecuente y muy valorado por las empresas, ya que constituye una poderosa herramienta de la mente para alcanzar su principal objeti- vo: transformar las ideas en acción. Pero claro, a veces nos confundimos y caemos en el error de sobresimplificar en lugar de, apenas, simplificar. Nosotros, las personas, somos seres complejos. Pode-

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Capítulo I

El empresario Hombre

1. Empezar por el principio: ¿seremos algo más que nuestra tarjeta de presentación?

Un amigo y consultor de organizaciones, Enrique Fernández Longo, comenta frecuentemente una simpática anécdota del filósofo Fernando Savater.

La persona que está hablando con el español le entrega su tarjeta personal; Savater lee: “José Castellano, Contador”, y piensa: “Me imagino que este señor será algo más de lo que dice esta tarjeta; esta tarjeta que tiene un gran parecido a una lápida mortuoria”.

Las personas tendemos a simplificar la realidad con el fin de comprenderla más fácilmente. Este ejercicio mental es sumamente útil siempre y cuando tengamos cuidado de conservar todos los elementos fundamentales de la idea. Cuando dejamos de lado aspectos vitales, la idea cambia, ya no es la misma aunque guarde engañosamente la apa-riencia anterior.

Simplificar la realidad es un mecanismo frecuente y muy valorado por las empresas, ya que constituye una poderosa herramienta de la mente para alcanzar su principal objeti-vo: transformar las ideas en acción. Pero claro, a veces nos confundimos y caemos en el error de sobresimplificar en lugar de, apenas, simplificar.

Nosotros, las personas, somos seres complejos. Pode-

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mos –y de hecho lo hacemos a diario– reducir las cosas diciendo, como en el caso de la anécdota, que José Caste-llano es un contador. Pero ¿qué significa esto de verdad? ¿Qué José es igual a “contador”? Aquí es donde aparece la confusión. José, en rigor, no es un contador, José es un ser humano que tiene una profesión, que es una de sus carac-terísticas. Una faceta entre otras. Nuestro contador resulta ser también hijo, padre, hermano, marido, argentino, inte-ligente, aficionado a la pintura, jugador de tenis, viajero, hincha de Boca, escalador… Este ser humano es, como to-das las personas, un ser complejo y, posiblemente, su pro-fesión no sea ni siquiera su característica más relevante.

Cuando la persona es considerada –pero, sobre todo, cuando ella misma se considera– fundamentalmente un contador, esta sobresimplificación trae aparejada importan-tes consecuencias. La persona queda fragmentada en distin-tas piezas independientes, entre las cuales alguna o algunas pocas pretenden definir por sí mismas el todo. La principal característica de la persona que se encuentra con Savater –trabajar como contador– eclipsa, entonces, a todas las de-más, rebajándolas a un plano secundario. El trabajar como contador se convierte en la característica excluyente de su identidad: José Castellano es contador. Dentro del contexto laboral, José será sólo un contador y perderá su complejidad original para convertirse en un ser simple. Mientras trabaje, sus cualidades de padre, ciudadano, amante de la música… permanecerán en la oscuridad. Mientras trabaje, será sólo una exageración de su rol. José es, entonces, un ser útil, prác-tico, instrumento o –lo que nos hemos acostumbrado en lla-mar– un recurso humano.

Esta manera de ver y de verse tiene graves consecuen-cias, que podrán no ser percibidas fácilmente, que podrán

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mantenerse escondidas y hasta fuera de nuestra conciencia, pero allí estarán, produciendo un malestar que seguramen-te no comprenderemos bien.

El hombre fragmentado sufre, aunque no sepa por qué. En nuestra época, hay poco tiempo para pensar. Lo

que se valoriza –y lo que se paga– es la acción, el ha-cer, la implementación de las ideas. El tiempo es un bien muy escaso y no se puede desperdiciar: la competencia apremia, los mercados están en permanente cambio, las oportunidades de hoy quizás mañana ya no existan. Hay prioridades, y éstas están del lado de la producción in-mediata.

En este contexto, no son muchas las ocasiones que tene-mos para reflexionar. En las organizaciones, la reflexión se limita, en general, a unos pocos días al año en los que los di-rectores y algunos expertos piensan las cosas importantes. De cualquier manera, esta reflexión se limita, usualmente, a las cuestiones estratégicas y operativas de esa máquina que se llama empresa. Se piensa en la máquina, muy poco en sus tripulantes.

En ese transcurrir vertiginoso y estimulante, inmersos en una vorágine de acción y adrenalina, nuestro ser profundo observa, nada le es indiferente. Algo va ocurriendo en si-lencio, algo que no se percibe en la superficie pero que se mueve, lento, por entre recónditos escondites. Poco a poco, tibiamente al principio, cierto malestar se despierta en no-sotros, aunque rápidamente lo sofoquemos a través de más acción, más diversión y más trabajo.

El silencio nos aburre a algunos, nos angustia a otros. Volvemos, entonces, de inmediato a la acción, al movimien-to, ahogando toda posibilidad de enfrentarnos con las cau-sas profundas de ese malestar.

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Pero en algún momento de nuestra vida, el tiempo se detiene abruptamente. La crisis nos sacude, nos pega sin consideración en donde más nos duele: nuestra pareja nos deja, un hijo se nos va, nos diagnostican cáncer, el corrali-to pulveriza los ahorros de una vida… Cada uno tendrá lo suyo, es cuestión de tiempo: así es la vida.

Y sin embargo y de manera paradojal, estas crisis pue-den ser nuestra salvación. Pueden ser la oportunidad que necesitamos para descubrir que somos más que esa “lápida mortuoria” de la que habla Savater.

Porque una verdadera crisis nos abre la posibilidad de percibirnos en toda nuestra dimensión: seres únicos, inteli-gentes y trascendentes pero, a su vez, limitados, frágiles y transitorios.

Desde la profundidad de nuestro ser se nos abre una nueva oportunidad de recrearnos, de trabajar en el silencio para descubrir quiénes somos de verdad. Desde allí las di-ferentes piezas comienzan de a poco a reordenarse –entre idas y venidas, con más de un paso en falso–, para que con esfuerzo un renovado ser aflore en toda su complejidad; un ser compuesto por la suma equilibrada de sus característi-cas definitorias.

¿Qué tienen que ver estas reflexiones con un libro para empresarios? ¿No son temas de la Filosofía, la Religión, la Psicología? ¿No estamos tratando temas ajenos al mundo de la organización?

En mis más de treinta años de profesional en Relaciones Humanas, vi muchas veces al Hombre revolcarse de dolor. Tuve gerentes llorando en mi oficina; viví los lamentos de familiares heridos por la ambición desmedida del exitoso; la angustia y la culpa por el suicidio de un hijo, el llanto ante el odio de una hija que recriminaba el egoísmo del pa-

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dre, la soledad de los que piensan únicamente en llegar a la cima, el desprecio de los colaboradores hacia el jefe ar-bitrario, la cobardía ante la humillación del que manda, la desconfianza y el miedo que se esconden detrás de la mira-da del autoritario, la debilidad personal que se escuda en la crítica permanente hacia los demás, la estupidez del que cree ser el mejor en hacer todas las cosas, la falta de digni-dad, el abismo que se abre ante la inminencia del despido, el vacío ante la jubilación.

¿Es entonces sensato seguir esperando la próxima crisis que irremediablemente vendrá para que nos decidamos a afrontar lo que no queremos ver? ¿No sería más efectivo empezar a trabajar en la construcción una vida más plena?

Es necesario comprender que cada uno de nosotros es una unidad durante todo el día y no sólo en nuestro tiem-po libre; que jamás debiéramos renunciar –por la razón que fuera– a ser lo que somos, además de tomar conciencia de que el Hombre tiene “como principal industria, inventarse y darse forma a sí mismo”. (1)

2. Somos lo que hacemos

Continuando con Savater: “El principio del hombre –aquello a partir de lo cual comienza a ser hombre– está en la acción, es decir en una intervención en lo real que selec-ciona, planea e innova”. Y continúa: “El ser activo no sólo obra a causa de la realidad sino que activa la realidad misma, la pone en marcha de un modo que sin él nunca hubiera llegado a ocurrir”.(2)

La acción, entendida de esta manera, requiere de un re-quisito imprescindible: la libertad. Sin libertad no podemos hablar de una verdadera acción humana. Será, en todo caso,

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una reacción mecánica, refleja, pero nunca la consecuencia de una decisión.

Si la acción de la que hablamos es lo que nos define como humanos, entonces, nuestro hacer individual configura nues-tra identidad. Una identidad única y singular; que tendrá aspectos comunes con los otros, nuestros semejantes, pero diferencias que marcarán nuestra particularidad. A través de la suma de nuestros haceres, manifestamos nuestra indi-vidualidad, mostramos –y nos mostramos– quiénes somos de verdad. En esta línea, nos dice el especialista italiano en educación, Luigi Giussani: “Se entiende que somos porque actuamos. Cuanto más se compromete uno con las propias energías vitales, más se da cuenta de lo que es”.(3) Un “ha-cer” amplio que comprende también el “no hacer”, otra ma-nera de expresar quién soy. A través de la totalidad de mis actos (y omisiones), expreso mi ser único e irrepetible. Este “hacer” es un hacer comprensivo, general, que no se reduce a las cosas físicas; el producto del pensamiento (este libro, por ejemplo) es un “hacer”; estudiar, meditar, también lo son.

Nuestras acciones expondrán visiblemente el grado de desarrollo de nuestras cualidades particulares. Su equi-librio, sus exageraciones, sus negaciones. Así, a través de nuestros actos diarios, expondremos nuestro ser padres, hermanos, hijos, ciudadanos, contadores…

Si una de nuestras características tomase el mando (ser contador, por ejemplo) opacando al resto, el propio “hacer” dará cuenta de ello aunque no lo tengamos presente. Nues-tras contradicciones y falencias quedarán expuestas muy especialmente frente a los demás y frente a nosotros mis-mos (si somos capaces de reflexionar).

No siempre lo que creemos, pensamos o decimos está en lí-nea con lo que hacemos. Cuando esto ocurre, ¿somos lo que

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sentimos, pensamos o decimos, o somos lo que hacemos? Hay una tendencia a creer que nuestra mente nos define, pero ¿se puede ser estudioso sin estudiar? ¿Trabajador sin trabajar? ¿Valiente sin afrontar el miedo?

A menudo confundimos lo que nos gustaría ser con lo que en realidad somos. Hay ciertas características humanas que cuentan con prestigio social y, entonces, queremos te-nerlas. ¿No nos gusta, acaso, definirnos y, principalmente, que nos reconozcan como personas honestas, inteligentes, tra-bajadoras, líderes, buenos oyentes, con iniciativa propia...? Claro que sí y, en la mayoría de los casos, además, creemos poseer todas estas cualidades. ¿Quién no se considera inteligente, honesto y un buen amigo? ¿Quién no se siente un buen ciu-dadano o un buen empresario? ¿Alguien acepta ser inmo-ral, deshonesto o una mala persona?

No es frecuente encontrar personas que reconozcan en sí mismas características personales socialmente inaceptables o desvaloradas. No es habitual encontrarse con aquel capaz de reconocer su falta de preparación o escasa inteligencia para ocupar determinado cargo o responsabilidad. Las causas por las cuales no podemos realizar algo casi siempre están fuera de nuestro ámbito de decisión; responden a “razones ajenas” a nosotros mismos. Razones que tratan de explicar por qué no podemos hacer lo que nos gustaría, por qué no podemos llevar a la realidad nuestras creencias, ideas y proyectos.

Estas causas ajenas a nuestra voluntad y posibilidades personales son amplias y variadas. Algunas de ellas se rela-cionan con el poder (el jefe, la empresa, el gobierno, el FMI, el marido), otras, con situaciones generales (la economía, el clima) o particulares (la falta de tiempo, el cansancio). Pero lo que tienen en común es la capacidad para impedir la rea-lización de nuestras creencias e ideas. Ellas son las verdade-

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ras responsables de lo que nos ocurre, las razones incues-tionables por las cuales no podemos llevar el tipo de vida que nos gustaría y, más aún, de ser quienes quisiéramos ser.

Pero si somos finalmente lo que hacemos –en el marco de la libertad, por supuesto– ¿qué valor tienen estas razones? ¿No serán, al fin y al cabo, meras excusas? ¿Es posible que nuestra identidad se constituya por causas ajenas a noso-tros mismos?

Se es un buen padre porque con hechos –amando, cui-dando, educando, proveyendo lo necesario– nos consti-tuimos en buenos padres. Si no realizamos estas acciones, ¿cómo podremos ser buenos padres?

Se es un buen jefe porque con hechos –ayudando, guian-do, enseñando, motivando, conteniendo– logramos el reco-nocimiento de los demás. El genuino reconocimiento sólo puede tener como causa las acciones concretas que previa-mente hemos llevado a cabo.

Se es un buen ciudadano porque con hechos –eligiendo las autoridades, pagando los impuestos, colaborando con la comunidad– lo demostramos. Si no hacemos esto, ¿por qué creemos que somos buenos ciudadanos?

Nuestros actos diarios nos definen. Nuestro hacer nos constituye como una madeja de hilos imperceptibles que va construyendo la trama. Esa trama que no es estática se rege-nera permanentemente, se recrea a cada momento.

Los demás –nuestros más objetivos observadores– nos identifican por nuestros actos. Ellos no tienen la posibilidad de navegar y perderse en nuestra mente sino sólo escuchar nuestras palabras y confrontarlas con nuestras acciones. Lo demás son historias, tal vez, desvaríos de nuestra mente.

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3. ¿Por qué hacemos lo que hacemos?

Si lo que hacemos nos define, si “actuar es en esencia elegir y elegir consiste en conjugar adecuadamente cono-cimiento, imaginación y decisión en el campo de lo posi-ble”(4) es de vital importancia, entonces, explorar las cau-sas de nuestras acciones. Detenernos un poco y mirar con aire renovado lo que hacemos; esas pequeñas acciones dia-rias que, como dijimos, nos constituyen; esos hábitos incor-porados a veces en automático a la vida diaria, a la rutina.

La trampa, creo, es distraernos con lo que pensamos y no poner nuestra atención en lo que hacemos; es creer que porque me pienso de una manera, necesariamente soy eso que pienso. No nos concentremos, pues, tanto en nuestra manera de pensar, sino en las causas de nuestras acciones.

Muchas de las preguntas que nos haremos no serán fá-ciles de responder. Algunas serán, también, incómodas; nos obligarán a meternos para adentro, a explorar tierras desco-nocidas, a revisar algunas de nuestras más sólidas creencias y pensamientos.

También deberíamos tener presente que así como para escuchar buena música necesitamos estar tranquilos en un lugar adecuado, hacernos estas preguntas requerirá que seamos capaces de crear una pausa, parar de alguna ma-nera nuestras actividades para estimular el pensamiento reflexivo.

En cualquier caso, se trata de algo para lo que, en gene-ral, no estamos entrenados. Como dice Rafael Echeverría, “el profesional, el trabajador intelectual, no ha sido equipa-do con las competencias para desarrollar capacidad reflexi-va desde su propia acción profesional. Su responsabilidad ha sido la de aplicar los conocimientos que se le entrega-

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ron durante su formación. La reflexión, por su parte, se ha concentrado principalmente en instituciones académicas que no están vinculadas a los requerimientos de la acción (...) Se requiere, nos dice Schön, de una reflexión-en-la-acción. El profesional del futuro requiere transformarse, insiste Schön, en un practicante reflexivo, que sepa integrar acción y reflexión, de manera de producir un permanente enrique-cimiento de su hacer”.(5) Nos falta la práctica diaria en el trabajo y, agrego, nos falta la práctica, también, fuera de él.

Vivimos más de lo que creemos en “piloto automático”, como si algo externo a nosotros nos guiara. Como cuando manejamos el auto hablando por el celular y al llegar a desti-no no sabemos cómo hemos llegado hasta allí; no chocamos, respetamos las normas de tránsito (salvo la prohibición de hablar por teléfono) y llegamos sanos y salvos a buen puer-to pero… sin saber por dónde vinimos. Muchos de nuestros actos funcionan de la misma manera: sin saber porqué los estamos realizando. Son hábitos de conducta fuertemente arraigados. Pero “la rutina instintivamente apaciguadora –aún acrisolada por éxitos parciales– nunca bastará para seguir viviendo humanamente. Ser humano consiste en buscar la fórmula de la vida humana una y otra vez”. (6)

Una vez dispuestos a emprender este viaje lleno de in-terrogantes y sabiendo de nuestra falta de entrenamiento, ¿lo haremos solos o buscaremos compañía? ¿Invitaremos a alguien a que nos escuche o compartiremos la experiencia con algunos compañeros de ruta? No hay una mejor mane-ra, cada cual encontrará la que más se adapte a sus caracte-rísticas personales. Leopoldo Kohon confiesa: “Necesito la presencia de otro u otros que también busquen pensando para erotizarme con el juego. Fueron muchos en mi vida los que estuvieron en el lugar de ese otro, con quienes me alié

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en la búsqueda, a veces acordando, a veces disintiendo, a veces simplemente buscando juntos”.(7)

Responder a nuestras preguntas es finalmente tomar con-ciencia, y la conciencia nos permite, según Enrique Fernández Longo, “dudar, salirnos de nuestras conductas automáticas, desafiar nuestros miedos y percepciones para poder ampliar la visión más global y la que tenemos de nuestro poder. Al mismo tiempo, nos ayuda a abandonar la omnipotencia, la soberbia y la agresividad al facilitarnos la aceptación de que la esencia gloriosa de “ser humanos” es este camino que se va haciendo al andar entre la chispa divina y nuestros límites desafiados, aceptados y respetados para vivir”.(8)

En este dificultoso camino tendremos que cuestionarnos los cimientos mismos de nuestras creencias, nuestros para-digmas existenciales. Deberemos diferenciar con claridad cuáles de nuestras conductas responden a mandatos exter-nos, al deber ser impuesto, de aquellas otras que se anclan en nuestras profundas creencias y pensamientos personales. Poder determinar cuáles de ellas responden a los otros y cuáles son producto de nuestros deseos más genuinos es, tal vez, la mejor manera de iniciar el viaje.

4. ¿Para qué hacemos lo que hacemos?

Las personas aspiramos a alcanzar determinadas metas en la vida. Pretendemos tener ciertas relaciones con otras personas, crear situaciones, poseer cosas y por ellas nos es-forzamos. Deseamos lograr ciertos objetivos en las distintas facetas de nuestra vida, en los planos personal y laboral. Y, sin embargo, estas metas no siempre están claras; muchas veces ni siquiera pensadas en profundidad.

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La mayoría de las personas con las que nos relacionamos aspiran a cosas parecidas: estudiar lo que les gusta, tener un buen trabajo, reconocimiento, formar una familia, comprar una vivienda, un auto, poder viajar de vez en cuando, tener amigos. Y, sin embargo, cada uno de nosotros es singular; nuestras aspiraciones no son las mismas. ¿Cómo es esto? Es que esas aspiraciones, aunque similares, se combinan de diferentes maneras produciendo distintas alternativas de vida. Habrá tantos cócteles como personas. Sus ingredien-tes serán parecidos pero las medidas, los énfasis, las priori-dades, serán distintos y su manera de combinarse marcará cada singularidad.

Las posibilidades de alcanzar lo que nos proponemos de-penderán de nosotros y de las circunstancias, de nuestras características personales y del contexto en que vivimos.

Tanto las características personales innatas (inteligencia, ini-ciativa, carácter) como las adquiridas (conocimientos y ha-bilidades) tendrán un gran peso como posibilidades o im-pedimentos de alcanzar lo que nos proponemos. Cuando decimos “de nosotros depende”, estamos diciendo “de nues-tras características personales, conocimientos y habilidades depende”. Este es nuestro campo estrictamente personal.

Pero nuestra posibilidad de alcanzar nuestras metas de-penderá también del contexto. El contexto es ajeno a nosotros, no lo podemos cambiar (aunque en algunos casos podamos influenciar sobre él) y jugará a favor o en contra de nuestros deseos. El contexto es el país, la cultura, el medio social, la situación económica, las ideas dominantes. No somos el con-texto pero formamos parte de él, estamos rodeados por él.

Nuestros objetivos personales deberían ser, en todo mo-mento, realistas. Si lo que aspiramos se encuentra fuera de nuestras posibilidades actuales o potenciales, no serían en-

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tonces metas, sino fantasías. Deseo y posibilidad están ínti-mamente ligados.

Ocurre que a veces no tenemos del todo claro cuál es el sentido de lo que hacemos. Estamos inmersos en la acción sin reflexionar lo suficiente como para comprender el para qué de nuestros actos. ¿Hacia adónde queremos ir? ¿Cómo se combinan nuestros deseos? ¿Cuáles son más importan-tes? ¿Qué estamos dispuestos a sacrificar?

Más de una vez me crucé con hombres y mujeres que buscaban cambiar de trabajo, sin tener en claro por qué ni para qué lo hacían. Estaban dispuestos a cambiar –y de hecho, varios lo hicieron– por distintas razones, como por ejemplo: “porque me llamaron de una consultora”, “porque me ofrecieron más plata”, “porque me dijeron que se traba-jaba bien”, es decir, por razones ajenas a ellos mismos. Por circunstancias –importantes, sí– pero circunstancias al fin. Ellos no habían tomado la decisión de hacerlo, ellos eran al-canzados, invitados, seducidos por otros, sin una reflexión personal previa.

Lo que invito a pensar aquí no son sólo los objetivos, como por ejemplo, estudiar una carrera, sino, además, para qué estudiamos esa carrera, ¿porque es nuestra vocación? ¿Porque nos dará dinero?

Comenzar a plantearnos y responder estas preguntas –con tiempo, con paciencia, sin apuro– es empezar a buscar el verdadero sentido de nuestra vida. Una pregunta nos llevará a otra; cada contestación se relacionará con unas anteriores. No es fácil. Se requiere de tiempo, un lugar apropiado y, tal vez, compañía. Pero sólo nosotros pode-mos encarar esta búsqueda personal en la que no servirá teorizar o hablar de generalidades. La pregunta por el sen-tido, dice Kohon, “es una pregunta vacía si no es la pre-

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gunta por el sentido de mi existencia. Si algo está en juego en ella es la manera en la que cada uno ha de transitar los días que nos toca estar sobre la tierra y en ella respirar, comer, amar, crear”.(9)

Hace muchos años, asistí a un seminario en el que se nos pidió a los participantes que imagináramos cómo nos gus-taría que nos recordaran nuestra familia, los amigos, los co-legas, la sociedad en general una vez que hubiéramos par-tido. Imaginar esa situación nos permitió conectarnos con nuestros deseos más profundos y trascendentes. Y fue muy interesante descubrir que entre nosotros había muchos de-seos compartidos, pero lo sorprendente fue que la mayoría no estábamos actuando para ser recordados de esa manera. Ser conscientes de la inconsistencia entre lo que queremos alcanzar (cómo ser recordados) y cómo estamos viviendo es el primer paso para poder cambiar el rumbo.

5. ¿Cuáles son nuestros límites?

Los cuerpos y los objetos son finitos, tienen formas, lí-mites, ocupan un espacio determinado. Observándolos, sabemos con precisión qué es una montaña, un pájaro, un martillo; sus límites, sus contornos los definen.

Nosotros, los seres humanos, estamos formados en parte por esa misma materia. Nuestro cuerpo es fácilmente detec-table: tiene una forma, un peso, un color, una textura parti-cular. Esas características nos hacen físicamente únicos.

Pero sabemos que somos algo más que ese conocido cuerpo que nos acompaña desde siempre. Somos, además, espíritu, mente. Somos también ese intangible que no se ve y que, sin embargo, es tan real como nuestro cuerpo: somos

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esa personalidad, con sus hábitos de conducta, con creen-cias, valores, libertad. Y esto es lo que nos hace “humanos”, esta es la diferencia con el resto de los seres vivientes.

Es fácil identificar los límites del cuerpo, ¿es igual-mente sencillo identificar los límites del espíritu? ¿Hasta dónde llega esa parte? ¿Cuándo dejamos de ser nosotros mismos? ¿Cuál es nuestro límite?

El límite del espíritu está enmarcado en el respeto hacia nosotros mismos. En ser fieles a nuestra identidad, a nuestra manera de ver y entender el mundo, a nuestros afectos y creencias, a nuestros deseos más profundos, a lo que nos constituye como seres únicos, individuales.

Cuando nos alejamos de nuestra esencia –aquello que nos distingue–, cuando cruzamos los límites de nues-tra identidad, nos traicionamos, y esto tiene consecuencias. Consecuencias que podrán estar encubiertas por mucho tiempo, tal vez por años, pero allí estarán, cocinándose a fuego más o menos lento, pero siempre presentes, siempre reales.

La vida en las organizaciones nos pone constante-mente a prueba. ¿Cuántas veces aceptamos situaciones y decisiones que no compartimos? ¿Cuántas veces callamos aun sabiendo que estamos en lo cierto? ¿Cuántas veces obe-decemos porque otro es el que manda? Me animaría a decir que muchas. ¿Y está mal que así sea? ¿Es eso traicionarnos como personas?

Las empresas –independientemente de su tamaño y a excepción de casos muy particulares como algunas cooperativas– no son organizaciones democráticas. Las empresas tienen dueños y estructuras de dirección que responden por las decisiones. Unos asumen el riesgo del capital y otros (en algunos casos son los mismos) toman

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las decisiones que afectarán la evolución de ese capital y de toda la gente involucrada en su administración. Si la dirección es lo suficientemente inteligente y profesional, sabrá sumar los atributos y los talentos de todos sus cola-boradores para beneficio del capital, de la misma dirección y de ellos mismos.

En general obedecemos porque otro tiene el poder o la autoridad para que cumplamos lo que pide. Obedecemos porque no tenemos más remedio ante la amenaza implícita del que ejerce el poder, u obedecemos por reconocer la au-toridad y las razones del que manda. De cualquier manera, obedecemos.

El problema aparece cuando se nos pide algo contra-rio a nuestras creencias, emociones o deseos profundos. Cuando la orden –generalmente camuflada bajo la forma de una sugerencia o de una pregunta– intenta quebrar lo que nosotros consideramos nuestro límite. Se pone a prue-ba nuestra identidad y la decisión de ser congruentes con lo que pensamos y sentimos. La orden que se nos da no es justa, la orden es ilegal, es inmoral, no es ética, va contra la sociedad, atenta contra el sistema democrático… Órdenes o prácticas como evadir los impuestos, despedir a alguien sabiendo que no es justo, no pagar lo que se debe, mentir a favor de la empresa, participar de juegos internos de poder carentes de toda ética… son muchas las posibilidades que se nos presentan a diario. ¿Qué hacer entonces?

De la misma manera al emprendedor o empresario le pue-de ocurrir lo mismo cuando para ganar un negocio o defen-der a su organización debe optar entre sostener sus convic-ciones u obedecer lo que un funcionario o el sistema le exige. Son muchas las variantes ante las cuales claudicar; son mu-chos los argumentos por los cuales deberíamos ceder.

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Así como traicionarnos tiene sus consecuencias negati-vas aunque no las veamos inmediatamente, elegir la defen-sa de nuestra integridad también tiene su precio, un precio que se pagará seguramente mucho antes. Es que nada es gratis. Cada elección que tomemos tendrá su costo y de-beremos elegir, entonces, entre aceptar lo que nos violenta como personas o pagar el costo de mantenernos fieles a no-sotros mismos.

De cualquier manera, se trata de un acto de libertad. ¿Siempre? ¿Cuándo no somos realmente libres de elegir? ¿Cuándo no tenemos alternativa? En nuestra sociedad, me animaría a decir que son muy pocas las veces en que realmen-te no somos libres de optar. En general, cuando decimos no tener otra alternativa, lo que estamos significando es que no estamos dispuestos a sufrir las consecuencias negativas de nuestro acto libre. Si las consecuencias de no obedecer una orden con la que estamos totalmente en desacuerdo fuesen, por ejemplo, recibir una fuerte crítica, algún tipo de sanción o hasta el despido, perder un negocio o pagar una multa, nues-tras opciones todavía seguirían estando intactas, seguimos siendo libres. Lo que ocurre es que debemos decidir entre pa-gar el precio de la desobediencia (quedando conformes con nosotros mismos) o evitar pagarlo (y traicionar nuestras con-vicciones). En los dos casos estamos eligiendo libremente. En un caso, con dificultades inmediatas, con consecuencias muy negativas, con un alto precio; en el otro, resignando nuestras convicciones, acomodándonos a lo que se nos pide.

El no elegir es también una elección. El no te metas, el ha-cerse el distraído, el no querer hablar de ciertos temas son formas de elegir por la negativa. A través de la negativa evitamos situaciones o conversaciones que nos enfrentan con el he-cho de tener que elegir, de tomar una posición. Creemos,

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entonces, equivocadamente, que esa forma de no participa-ción nos coloca fuera de toda disyuntiva, pero ¿es realmen-te así? ¿No es acaso una manera de elegir el no elegir? ¿No es una opción el no participar?

Lo que no podemos evitar es elegir. Siempre estamos forzados (pareciera que para esto no somos libres) a tomar partido ante las alternativas que se nos presentan. Vivimos optando entre posibilidades, y de esto se trata finalmen-te la libertad humana. No de una libertad absoluta sino de aquella enmarcada en las posibilidades que brinda el contexto. Y dentro de estas posibilidades elegimos las al-ternativas que se ajustan a nuestra manera de pensar o a aquellas que están en conflicto con nosotros mismos. Op-tamos por reafirmarnos u optamos por claudicar a nuestra identidad.

Pero es importante destacar que la acción específica de elegir y, con ello, de ejercer nuestra libertad, será el resul-tado de quiénes somos en un momento dado de nuestra vida. Porque la vida es movimiento y proceso constante de cambio. Y dentro de ese fluir permanente (Heráclito de-cía que nadie se baña dos veces en el mismo río) también nosotros vamos cambiando. Y cambiar significa expandir nuestros propios límites a través del aprendizaje, porque somos primordialmente seres aprendientes en constante de-sarrollo de nuestras características y talentos. La alterna-tiva a esta expansión de nuestro ser es la vejez, indepen-dientemente de nuestra edad cronológica; es ese estado que nos abraza con su ausencia de cambio, con la repe-tición, la inflexibilidad, la permanente mirada en el ayer. Se trata de la antesala de la muerte o, simplemente, de la muerte en vida.

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6. El miedo

¿Por qué tantas veces elegimos las alternativas que trai-cionan nuestras convicciones, nuestra salud, lo que real-mente nos haría felices? ¿Por qué preferimos evitar las con-secuencias negativas inmediatas y sufrir las de más largo plazo aun sabiendo que serán más dolorosas? ¿Por qué aceptamos vivir de una manera que no nos satisface?

Seguramente hay muchas causas para actuar de esta ma-nera. Existe una que pareciera hoy común a mucha gente: la ambición por el éxito, corporizada principalmente por la posesión de dinero. Por él muchos están dispuestos a dejar de lado sus creencias, sus pensamientos y hasta sus emo-ciones. Al dinero se lo puede ver fácilmente a través de sus símbolos (viviendas, autos, relojes, etc.) y se lo escucha con frecuencia en las conversaciones (lo que compramos, a dón-de viajamos, etc.). Y todo esto que se ve y se escucha está avalado por el hecho de considerar al consumo como un valor social en sí mismo. Por ello aplaudimos al ambicioso, al que “quiere progresar”, al que llega a tener mucho dinero sin que importe tanto cómo hizo ese dinero; lo importante es que lo haya acumulado. El exitoso (económico) es para muchos el modelo social al que aspirar.

Pero, sin embargo, tengo una fuerte sospecha de que para la mayoría de las personas la principal causa de clau-dicación personal no es la ambición sino el miedo. Tal vez, el verdadero motor del ambicioso sea el miedo a no ser exi-toso. Tal vez.

Viví este dilema –afirmarse o claudicar– muchas veces en tantos años de trabajo en organizaciones. Vi gente perder su honor ante el poder que los sometía y a algunos otros defen-der dignamente su integridad personal. ¿Por qué las perso-

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nas reaccionamos de manera tan distinta? ¿Qué nos lleva al sometimiento? Mario Kamenetzky dice: “El sometimiento y la dependencia son creados por deseos programados en el disco rígido de nuestro subconsciente durante nuestra en-culturación (…) El deseo de ser protegido de las amenazas que hemos aprendido a temer promueve el sometimiento”.(10) Es decir, se nos educa para temer. Y si agregamos a este hecho nuestra historia política, tenemos como resulta-do una sociedad especialmente temerosa del poder. Poder que se ejerce de una manera autoritaria y excluyente. Poder que no reconoce su fundamento en el que lo otorga sino en la habilidad para alcanzarlo y mantenerlo.

La cultura empresaria no es ajena al contexto en que actúa. En general, el poder se ejerce también de forma autocrática aunque cuidando un poco más las formas. Pero la sustancia no es muy diferente. Como afirma Echeverría: “El miedo podrá ser más o menos visible en las relaciones de trabajo, pero estará siempre presente. El miedo es un elemento in-herente del trasfondo que sustenta las relaciones de trabajo en la empresa tradicional y representa el fundamento de su ethos organizacional, del tipo de convivencia que se establece en ella”.(11) ¿Y qué produce esta emoción cuando la sufri-mos? Continúa diciendo Echeverría: “El miedo es una emo-ción fuerte, que muchas veces nos lleva a someternos a las condiciones que se nos imponen y a la voluntad de otros. El miedo nos dobla, nos frena, nos inhibe, nos cierra. El miedo nos lleva a evitar el peligro y a eludir el riesgo”. (12)

¿En qué consiste ese miedo dentro de las organizaciones? ¿A qué tememos específicamente? ¿A no ser considerados, a la crítica de los demás, al fracaso, al jefe, a la sanción, al despido, a la pérdida de un negocio? El miedo se encubre de diversas formas ante la implícita y permanente amenaza

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del que imparte las órdenes, sea éste el accionista, el direc-torio, el jefe o el gobierno. Tememos a todas estas causas pero, finalmente, a lo que tememos es al poder. Así parecie-ra funcionar el sistema.

Sobre la base de mi experiencia, puedo afirmar que el miedo atraviesa a la mayoría de las personas que trabajan en organizaciones, independientemente del puesto que ocu-pen y del tamaño de la empresa. En realidad, a mayor nivel jerárquico dentro de la organización, más miedo; cuanto más alto hemos llegado, más tenemos que perder.

Me animaría a decir que la principal razón por la cual no construimos el futuro que imaginamos y deseamos es el mie-do. Lo que en general nos impide dirigirnos hacia esa meta soñada son nuestros miedos: miedo a no poder mantener a nuestra familia, a quedarnos sin trabajo, al fracaso… Y si como dice Juan Magliano, “es imposible imaginar algo re-levante desde la penumbra del hábito del miedo” (13), tra-bajar sobre esta emoción es uno de los primeros pasos a dar.

Debemos, entonces, comenzar con un primer acto de respeto y amor hacia nosotros mismos: enfrentar ese miedo aprendido. ¿Es posible desaprender lo que se nos ha enseña-do desde tan temprano? Daniel Goleman, autor de La Inteli-gencia Emocional, nos dice que “resulta bastante improbable desaprender las respuestas que son el producto de la evolu-ción. Aunque también debo añadir que son muy pocas las respuestas que cumplen con este requisito y que, en su ma-yoría, las cosas que nos asustan o nos enfadan son el fruto del aprendizaje y que, en consecuencia, podemos desapren-derlas”.(14) Para desaprender, deberemos reflexionar y ac-tuar sobre nuestros miedos concretos y, también, sobre los esquemas mentales que los sostienen, ya que ellos “guían nuestra percepción de los acontecimientos, convirtiéndose

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en parte de nuestra lente sobre la realidad, tienen el poder de elegir aquello a que prestamos atención y lo que igno-ramos, sin que seamos conscientes del papel que cumplen. La manera en que nos presentan la realidad aparenta ser realmente lo que es”.(15)

Enfrentar esta emoción parece ser un camino obligatorio para todos aquellos que aspiramos a mejorar como perso-nas. Es un camino lleno de vértigo y riesgos, pero imprescin-dible. Debemos enfrentar y reflexionar sobre nuestro miedo a ser maltratados, dejados de lado y, en última instancia, a ser despedidos o a fracasar en un negocio. Debemos apren-der a actuar a pesar del miedo, enfrentándolo, venciéndolo a veces. ¿Qué es lo peor que nos podría pasar? El despido o la quiebra. El temor al despido –equivalente al divorcio en el matrimonio– es la carta ganadora de muchos de los que ejercen simplemente el poder y no la autoridad dentro de las empresas. La posibilidad de fundirse congela la sangre de muchos emprendedores y empresarios que ven en ello principalmente la eventual pérdida del reconocimiento so-cial. La posibilidad de perder el ingreso económico, la po-breza subsiguiente y la pérdida del estatus social paralizan a mucha gente. La crisis del 2001 agravó esta sensación de vulnerabilidad.

En mi experiencia personal, he podido comprobar que los que se animan son los que consiguen, finalmente, más éxitos que fracasos; son los que, al fin y al cabo, consiguen lo que se proponen sin renunciar a sus convicciones. Es claro que entre algunas batallas perdidas habrá, tal vez, un ascenso que se nos escapa, algún despido que sufrir y has-ta el rotundo fracaso de un negocio, pero en el largo plazo trabajaremos mejor y mantendremos nuestra integridad, el negocio existencial es indudable. No pagaremos el precio

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de la amarga experiencia de renunciar a nosotros mismos, de perdernos el respeto por mantenernos en nuestro pues-to de trabajo o continuar con nuestro negocio a cualquier precio.

7. ¿Qué es la felicidad?

Seguramente, el deseo más común del Hombre sea ser feliz. Sí, todos aspiramos y buscamos la “felicidad” pero ¿qué es ser feliz? Tal vez sea ésta la aspiración más fácil de enunciar y la más compleja de comprender. Filósofos, poe-tas, pensadores han abordado el tema de la “felicidad” pero no hay acuerdo sobre su significado. Pareciera que ella sig-nifica distintas cosas para diferentes personas. ¿Se trata de un estado emocional? ¿De lograr placer? ¿De la ausencia de dolor? ¿De sentirnos seguros? ¿Alegres? ¿Podemos ser felices si los que nos rodean no lo son? Muchas preguntas y pocas respuestas.

¿Hemos pensado sobre lo que significa la felicidad para nosotros? En general, pensamos poco en estos temas ya que las actividades diarias nos impiden parar, ¡hay tanto por ha-cer! A falta de pensamiento propio, vamos incorporando los mensajes del contexto. De forma explícita o sutil, nuestra mente va absorbiendo diariamente miles de mensajes que nos “venden” felicidad: autos que atraen a lindas mujeres, cervezas que provocan el encuentro, créditos que cumplen todos nuestros sueños, comida que no engorda, celulares que nos mantienen permanentemente comunicados, ciga-rrillos que nos despiertan el sabor de la aventura y ¡nos in-vitan a la vida sana! Y todo al alcance de la mano.

Sin embargo, sospechamos que esto no es del todo cierto y, entonces, buscamos más alternativas: tener una pareja, fa-

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milia y amigos que nos brinden amor; ser profesionalmente exitosos y ganar mucho dinero; pasarla bien y estar diverti-dos la mayor parte del tiempo; estar sanos.

Para Erich Fromm, “la felicidad del hombre moderno consiste en divertirse. Divertirse significa la satisfacción de consumir y asimilar artículos, espectáculos, comida, bebi-das, cigarrillos, gente, conferencias, libros, películas –todo se consume, se traga. El mundo es un enorme objeto de nues-tro apetito, una gran manzana, una gran botella, un enorme pecho; todos succionamos, los eternamente expectantes, los esperanzados– y los eternamente desilusionados”.(16)

Esta desilusión de la que habla Fromm es, tal vez, la prin-cipal causa de ese malestar que persiste en nosotros a pesar de los “logros” alcanzados. Si estos logros, si esto que tene-mos, que consumimos, no calma ese malestar profundo que de vez en cuando aparece en la superficie, la vieja pregunta vuelve una y otra vez: ¿qué es la felicidad? ¿Qué es para nosotros la felicidad?

Como una primera aproximación, pareciera que para ser felices no debiéramos pasar por determinadas circunstan-cias. ¿Podríamos ser felices si no tuviésemos para comer? ¿Si una enfermedad o accidente nos postrara en una cama? ¿Si no pudiésemos brindar a nuestra familia alimento, ropa, salud, educación? ¿Si nuestro hijo muriera? Hay circunstan-cias muy difíciles de soportar y que para la mayoría de las personas significan causas reales de infelicidad. ¿Pero bas-ta con que esas circunstancias no ocurran para que seamos felices? Si tenemos lo suficiente para comer, ¿somos felices por ello? Si estamos sanos, podemos aportar a nuestro ho-gar todo lo que nuestra familia necesita y nuestro hijo está a nuestro lado, ¿son circunstancias suficientes para ser feli-ces? Pienso que no. Creo que son hechos que no nos brindan

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por sí solos felicidad. Se trataría de condiciones necesarias pero no suficientes.

De la misma manera, si tenemos dinero, familia, éxito profesional, ¿garantiza ello la felicidad? ¿Cuánto más dine-ro tenemos, más felices somos? El hecho de tener una buena vida familiar, ¿es elemento indispensable para la felicidad? Ser profesionalmente exitosos y reconocidos, ¿es sinónimo de felicidad? Estas circunstancias, me animaría a decir, no son siquiera necesarias. Seguramente muchos de nosotros hemos conocido personas sin dinero y con trabajos sencillos que expresan una felicidad envidiable. O personas que no tienen familia y que, sin embargo, traslucen felicidad.

Pero seguimos aún sin tener una idea clara sobre qué nos hace felices. ¿Qué es, entonces, la felicidad? La mejor respuesta que he encontrado para mí es que la felicidad es tener la posibilidad de transitar una vida plena de sentido. Es tener una existencia que aunque no comprenda ni pueda explicarse acabadamente todo –y menos aún su destino– experimenta una sensación de valor por la vida que está llevando. Vida que es percibida, entonces, con un significa-do que no siempre se puede poner en palabras pero que se intuye –más allá de las circunstancias– como nuestro cami-no. Ese camino es lo que le da sentido a nuestra vida, es lo que la transforma en algo digno de vivirse, porque se vive de la manera que se está viviendo. Se vive de acuerdo con nuestra propia concepción del mundo –limitada, subjetiva y hasta equivocada– pero nuestra al fin.

Este vivir con sentido va acompañado siempre por las emociones que producen las distintas circunstancias de la vida. Vida que engloba todo lo que ocurre entre el naci-miento y la muerte. Vida que produce –aun dentro de un marco de sentido– todas las emociones posibles, porque la

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vida es alegría pero también dolor, es paz y es ira, es amor y también odio. Vivir es transitar necesariamente todo esto y el ser feliz no puede –aunque quisiera– excluir las emocio-nes ligadas a las circunstancias que debemos vivir. Ser feliz en la vida es vivir intensamente todo lo que se nos presen-ta –las alegrías y las tristezas– pero dentro de un marco de sentido, pudiendo comprender de alguna manera –inclu-so sin palabras– el para qué de nuestra existencia. Nuestra felicidad se relaciona, entonces, no con las circunstancias in-evitables del vivir, sino con una respuesta existencial por el sentido. Para mí, “pleno sentido” es “felicidad”. Saber que mi vida responde a un para qué (aunque más no sea para mí mismo).

Finalmente, la felicidad requiere de trabajo; no es algo que aparece milagrosamente de un día para el otro. En re-lación con esto, nos dice el escritor y premio Nobel de Lite-ratura Bertrand Russell: “…la felicidad para la mayor parte de hombres y mujeres debe ser una conquista más bien que un regalo de los dioses, y en esta conquista debe desempe-ñar un papel muy importante el esfuerzo exterior e inte-rior”. (17)

8. El cambio de nuestros hábitos de conducta

Luego de reflexionar y hacernos más conscientes de lo que nos ocurre (después de la última crisis, seguramente), vemos la conveniencia de cambiar algunos hábitos de nuestra con-ducta, si pretendemos realmente una vida con más sentido. En realidad, lo veníamos sospechando desde hacía bastante tiempo; algunos de nuestros hábitos no nos cierran, nos pro-ducen dolor, nos alejan de las personas que queremos, nos

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producen intranquilidad, estrés, angustia. Nos proponemos, entonces, ocuparnos de este problema en algún momento: mañana, la semana que viene, el próximo mes…, en estos momentos –lamentablemente– estamos muy ocupados con cosas impostergables, tenemos que ganar más dinero, com-prar el departamento, cambiar el auto. Además, necesitamos tranquilidad para ocuparnos de nosotros y hoy no la tenemos, hoy no podemos parar, cada día trabajamos más horas, ape-nas nos alcanza el día y llegamos muertos a la noche. Sabe-mos que es importante, pero no urgente… Ya veremos.

Cambiar hábitos de conducta, como se ve, no es nada sencillo. Se trata de un proceso que comienza con la toma de conciencia, sigue con la decisión de cambiar, el cambio en sí mismo y, finalmente, el sostener el nuevo hábito en el tiem-po. La gran dificultad radica, como nos dice Tara Bennet Goleman, en que “nuestros hábitos emocionales se solidifi-can por la repetición de una secuencia dada: de la sensación al sentimiento, de éste al deseo y de ahí a la acción (…). La fuerza de tales hábitos crea una especie de inercia mental; los términos clásicos son letargo y pereza. Cuanto más fuerte se vuelve el hábito, menos podemos salir de esas conductas. El cerebro toma el camino más corto, siguiendo la misma secuencia de sensación a sentimiento y de ésta a acción, una y otra vez, dejándonos prisioneros de nuestra propia mente e incapaces de liberarnos”.(18) Y continúa: “dado que el ce-rebro tiene que vencer la necesidad de seguir los poderosos caminos familiares del viejo hábito, necesitamos trabajar dura y largamente para cambiar los hábitos emocionales. Cuanto más fuerte es el hábito aprendido originalmente, tanto más esfuerzo requiere cambiarlo”.(19)

Y si bien la dificultad es grande, la buena noticia es que es posible “como lo confirmó la neurociencia: la existencia

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de la plasticidad neuronal, que el cerebro es plástico y se mo-difica continuamente en respuestas a las experiencias que le dan forma”.(20)

Una manera de empezar a entrenarnos en este arduo ca-mino de modificar nuestros hábitos de conducta es cambiar algunas de nuestras conductas diarias, porque “cuando tra-tamos de hacer algo muy familiar de una manera nueva, liberamos una conciencia fresca. Las rutinas oscuras y auto-máticas se convierten en una oportunidad para un pequeño despertar. En ese sentido, romper con los condicionamien-tos habituales, sin importar lo triviales que pudieran pare-cer, puede traer aparejado un cambio en nuestra conciencia, inspirando una actitud más fresca como la de la mente del que recién se inicia, del que mira las cosas por primera vez. Y esa mirada fresca nos da la oportunidad de hacer las co-sas de manera distinta”.(21) Se trata, entonces, de comen-zar a salir conscientemente del piloto automático de nuestras rutinas diarias: el camino a la oficina, los programas de los fines de semana, las conversaciones más comunes, etc.

Como vamos viendo, el cambio no se sustenta en el sim-ple conocimiento sino que requiere de práctica permanente. Práctica que se deberá llevar a cabo diariamente no sólo fuera sino dentro del lugar de trabajo. Por ello Goleman sostiene que “estas no son cosas que puedan aprenderse en un seminario o en un cursillo de fin de semana, porque las personas necesitan mucho tiempo para cambiar sus hábitos básicos, lo cual nos obliga a servirnos del entorno laboral para que, de ese modo, el ejercicio pueda ser continuo. Así pues, el jefe de mal carácter que pretenda mejorar deberá aprovechar de cualquier situación que le presente el entor-no laboral para practicar a diario y durante muchos meses. Sólo de ese modo es posible el cambio”.(22)

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No es fácil, se necesita tiempo, pero es definitivamente posible vivir mejor.

9. Puntos ciegos

En general, las culturas de las organizaciones empresa-rias, públicas y muchas de las denominadas de la socie-dad civil centran sus ocupaciones y preocupaciones en todos aquellos temas que se relacionan principalmente con los re-sultados esperados y los medios para alcanzarlos. La estra-tegia, los objetivos, los planes y los recursos (incluidos los considerados humanos) son los temas que absorben prácti-camente la totalidad de la energía organizacional.

Más allá de estos temas, entraríamos en nuestra esfera privada. Lo que nos convoca –la producción– excluye en-tonces de nuestras conversaciones los temas que van más allá de nuestro interés puramente organizacional. Se habla de ciertas cosas y no de otras. Rafael Echeverría nos dice que “el lenguaje no es inocente. Las palabras que utilizamos no dan lo mismo. Ellas tienen consecuencias. Abren y cie-rran posibilidades”.(23) Si el lenguaje no es inocente es, en-tonces, determinante en la creación o negación de aspectos de una cultura. El contenido de lo que hablamos y su forma de expresarse influyen en nuestra manera de pensar, sentir y actuar. De la misma manera, la ausencia de determinados temas construye, desde su negación, cierta realidad. Lo que no se habla no forma parte del contexto organizacional; esa “ausencia” marca la frontera entre lo que es y lo que no es.

¿Qué implicancias tiene esto en nuestro trabajo diario?Muchas y muy importantes. Por lo pronto afecta –cons-

truye– la identidad de las personas que trabajamos en la

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organización. Si del hombre consideramos sólo algunos as-pectos y negamos otros, estaremos definiendo un hombre-organización distinto del hombre-no organización. Tendría-mos, por así decirlo, distintos hombres: el hombre dentro de la empresa y el hombre fuera de ella. O, en otras palabras, el hombre-instrumento (de la producción) y el hombre-in-tegral, en su ser mismo.

¿Qué aspectos del hombre integral, en general, no son contemplados en la organización? ¿Qué temas nos incomo-dan, nos avergüenzan, nos parecen totalmente ajenos en es-tos contextos? ¿Qué temas responden al mandato cultural “de eso no se habla”?

El AmorDice el sociólogo polaco Zygmunt Bauman, que “la acep-

tación del precepto de amar al prójimo es el acta de naci-miento de la humanidad”.(24) Si esto es así, si amar es uno de los aspectos constitutivos del “ser humano”, ¿puede ser ajeno a la vida diaria de la organización?

Erich Fromm nos aclara que “el amor no es esencialmen-te una relación con una persona específica; es una actitud, una orientación del carácter que determina el tipo de relación de una persona con el mundo como totalidad, no con un “objeto” amoroso”.(25) Esta relación humana constituida a partir de nuestra actitud hacia el mundo tiene, entonces, indudablemente consecuencias fuera y dentro de la organi-zación.

Pero ¿qué es amar? ¿Qué es esta actitud u orientación de nuestro ser? ¿Qué significa esta palabra? ¿Cómo se relacio-na el amor con el acto de dar? “Amor es dar, no recibir. En el acto mismo de dar, experimento mi fuerza, mi riqueza, mi poder. Tal experiencia de vitalidad y potencia exaltadas me

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llena de dicha. Me experimento a mí mismo como desbor-dante, pródigo, vivo y, por lo tanto, dichoso. Dar produce más felicidad que recibir, no porque sea una privación, sino porque en el acto de dar está la expresión de mi vitalidad”.(26) Vitalidad, iniciativa, potencialidad que expresamos en nuestras acciones diarias, en nuestro vivir que no puede dividirse en el afuera y en el adentro de la organización. “Sin embargo, la esfera más importante del dar no es la de las cosas materiales, sino el dominio de lo específicamente humano. ¿Qué le da una persona a otra? Da de sí misma, de lo más precioso que tiene, de su propia vida (…) da de su alegría, de su interés, de su comprensión, de su cono-cimiento, de su humor, de su tristeza (…) no da con el fin de recibir; dar es de por sí una dicha exquisita (…) cuando da verdaderamente, no puede dejar de recibir lo que se le da en cambio”.(27) ¿No es esto, acaso, lo que recibimos de un buen jefe, de buenos compañeros y colaboradores? ¿No es cierto que, en algún momento, y sin que nos lo propon-gamos, terminamos recibiendo más de lo que damos? ¿No está esta actitud (el amor) relacionada directamente con la motivación?

El amor, el acto de dar, entonces, va mucho más allá de un sentimiento blando –y por ello desacreditado en el duro mundo de las organizaciones–, se trata de una manera de expresarnos, de darnos a conocer, de transformar la poten-cia en acto. Es de vital importancia que los directivos y res-ponsables de las relaciones humanas comencemos a tener en cuenta la capacidad de amar del personal –y, sobre todo, de los que dirigen las organizaciones– para dar respuestas más humanas e inteligentes. ¿Nos satisfacen las recetas que encontramos en los tradicionales programas para mejorar nuestra motivación? ¿No terminamos chocando el día des-

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pués del seminario con las históricas fuerzas de la descon-fianza y el escepticismo? Debiéramos ser más conscientes de que “la capacidad de amar como acto de dar depende del desarrollo caracterológico de la persona. Presupone el logro de una orientación predominantemente productiva, en la que la persona ha superado la dependencia, la omni-potencia narcisista, el deseo de explotar a los demás o de acumular, y ha adquirido fe en sus propios poderes huma-nos, y coraje para confiar en su capacidad para alcanzar el logro de sus fines. En la misma medida en que carece de tales cualidades, tiene miedo de darse y, por lo tanto, de amar”.(28)

Considero que este tema del cual no se habla dentro de la organización tiene un gran impacto en su vida diaria. ¿No será tiempo ya de que el tema del amor que hace la diferen-cia entre un buen vivir y un ambiente tóxico y, por lo tanto, dañino para las personas, sean encarado profesionalmente? ¿Qué ocurriría si empezáramos a considerar la capacidad de amar de los candidatos a ser incorporados en la organi-zación o a ser promovidos a puestos de mayor responsabi-lidad?

El EspírituAlgo similar ocurre con nuestra vida espiritual. Sabemos

que somos materia y espíritu y, sin embargo, dentro de las fronteras de la organización sólo cuenta lo primero. Hablar del espíritu, de lo trascendente, de Dios –en cualquiera de sus posibilidades– pareciera ser algo absolutamente fuera de la realidad del mundo de muchas organizaciones y, par-ticularmente, de la vida de los negocios.

Parecería que el hombre-empresa no tiene espíritu. Se trata de un ser racional, ambicioso y práctico que encuen-

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tra su trascendencia dentro de los confines de la misión de la empresa. Y el dios corporativo se llama dinero. Un dios brillante, reluciente, que todo lo compra, que ante él mu-chos se arrodillan. Por él todo tiene sentido: la competencia, la especulación, el recurso humano. Esta es la liturgia. Los dogmas son el resultado, el crecimiento, la productividad. Los símbolos que demuestran su existencia son los autos, las oficinas, los bonus.

Pero el empresario-hombre sabe que esto no es el fin. Sospecha todo el tiempo de la ficción. No lo encandilan fá-cilmente. Él sabe que hay algo más y que está dentro de él, aunque el entorno lo niegue. Sabe que su poder se basa en sus convicciones. Se sabe libre. El empresario-hombre in-tuye que es mucho más que este trabajo, por más impor-tante que sea. Su espíritu lo guía en los momentos difíciles, cuando las opiniones lo confunden, cuando la tentación de hacerse el distraído es grande. Algo le dice que su misión es otra y no la puede traicionar aunque tenga que pagar un precio por ello. Respeta al otro porque ese otro es, al fin y al cabo, él mismo, fin y sentido de toda construcción humana.

Su fe no se basa necesariamente en una religión parti-cular. Respeta las creencias de los demás aunque no crea en ellas. Pero tiene la profunda convicción de que la espi-ritualidad es intrínseca al hombre, de que es una de sus características vitales (aunque muchas veces se encuentre escondida). Comparte con el Dalai Lama que “la espirituali-dad parece algo relacionado con las cualidades del espíritu humano, como son el amor y la compasión, la paciencia, la tolerancia, el perdón, la contención, el sentido de la respon-sabilidad, el sentido de la armonía, etcétera, que aportan la felicidad tanto a uno mismo como a los demás”.(29) La espiritualidad del hombre no descansa necesariamente en

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la religión; no se necesita ser religioso para ser espiritual. Se es espiritual porque se es hombre.

Mientras tanto nuestro empresario-hombre percibe el miedo que domina al hombre-empresa, el vacío que lo envuelve, la agresividad que lo caracteriza. Confiando en su espíritu seguirá entonces su destino, seguro de que sus actos, junto a los de muchos más, servirán a la larga para construir una sociedad mejor.

10.Sobreelsignificadopersonaldeltrabajo

¿Qué es trabajar? ¿Para qué trabajamos? ¿Cuál es el sen-tido del trabajo para nosotros?

En general, la primera reacción a este tipo de preguntas es pensar que el trabajo es el medio que tenemos para ganar-nos la vida. Es indudable: trabajamos porque necesitamos dinero y el dinero es el instrumento necesario para comprar lo que necesitamos.

Pero ¿es lo mismo trabajar de cualquier cosa? ¿Qué ocu-rre con nuestros gustos personales? ¿Nuestras habilidades innatas? Por otro lado, si el dinero fuese la única causa por la cual trabajáramos, ¿por qué tanta gente lo sigue haciendo aun cuando ya tiene cubiertas sus necesidades económicas? ¿Hay algo más?

El hombre trabaja desde siempre. Su actividad inicial fue asegurar su supervivencia y la de los suyos a través de la caza, la creación de herramientas y armas, la construcción de albergues y, más tarde, la siembra y la recolección de ali-mentos. A medida que la vida social se fue haciendo más compleja, debió invertir parte de su tiempo, además, en ac-tividades artísticas, culturales, organizativas y de gobierno. Todo esto era trabajo. Vivir era trabajar.

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El trabajo es la actividad básica del ser humano. Una acti-vidad compleja y diversa, que va mucho más allá de ganar-se el sustento (aunque para ganarse el sustento tengamos que trabajar). Como dice Tarthang Turku, el trabajo “es la respuesta humana natural a la vida, nuestro modo de par-ticipar en el universo. El trabajo nos permite utilizar ple-namente nuestro potencial, abrirnos a la infinita gama de experiencias que hasta la más mundana de las actividades encierra (...) En el trabajo se expresa la habilidad de nues-tro ser total, es el medio que tenemos para crear armonía y equilibrio en nosotros mismos y en el mundo. Trabajan-do aportamos nuestra energía a la vida; invertimos nuestro cuerpo, nuestra respiración y nuestra mente en una activi-dad creativa”.(30) Esta es la esencia, el sentido verdadero del trabajo para nosotros, los seres humanos. Y aunque po-damos tener ideas diferentes de su valor en nuestras vidas, el trabajo es una parte inherente de nuestra existencia. Po-dríamos afirmar que trabajamos porque existimos.

Pero también somos conscientes de los problemas de nues-tro tiempo, como del hecho de que para mucha gente “traba-jar sólo lo suficiente para pasarla bien se ha transformado en la norma. Ya que, generalmente, el trabajo se considera un medio para otro fin, la mayoría de las personas no espera que su trabajo le resulte agradable y, mucho menos, siente la in-clinación de hacerlo bien. Cualquiera sea nuestra ocupación, hemos llegado a concebir el trabajo como una tarea que no podemos evitar y que nos consume la vida”.(31) Esto que ocurre pareciera tener una relación directa con la pérdida de sentido del trabajo. Muchas de las actividades que hoy se de-sarrollan en las organizaciones no permiten que las personas puedan expresar su humanidad a través de la posibilidad de un trabajo creativo y responsable. En muchos casos, nos

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encontramos con la única posibilidad de realizar un trabajo mecánico, en las que las personas somos fungibles, intercam-biables, meros recursos de la producción.

Esta situación viene produciendo, desde hace años, se-rios inconvenientes para las organizaciones y mucha insa-tisfacción para los que trabajan en ellas. Sin embargo, no son pocas las personas que, a medida que las condiciones económicas permiten algo más que sobrevivir, buscan otras alternativas. Esto ocurre en nuestro país y en muchos otros lugares donde el trabajo ya no contempla al individuo como totalidad. Como dice Claude Whitmyer, fundador y director del Centro para el Buen Trabajo –organización nor-teamericana que ofrece orientación a individuos que bus-can trabajos satisfactorios y a empresarios y asociaciones–, “actualmente, muchas personas buscan ansiosamente vidas más ricas y plenas y, al mismo tiempo, más simples y llenas de significado. Ansiamos realizar trabajos que contribuyan tanto a nuestro propio bienestar como al bienestar de los que amamos y de la comunidad en general. Anhelamos en-contrar una orientación clara en la búsqueda de un trabajo que satisfaga nuestro corazón y, también, cubra nuestras necesidades monetarias”.(32) Estas experiencias del Centro se ven confirmadas por investigaciones de la opinión públi-ca que reflejan que “la mayoría de las personas quieren te-ner trabajos que contribuyan al bienestar de la sociedad y la comunidad. El trabajo no es menos necesario para nuestra salud emocional y física que el alimento y el albergue”. (33)

¿Cuál es nuestra situación particular? ¿Qué grado de satisfacción nos brinda nuestro trabajo actual? ¿Es posible mejorarlo? Y si no podemos hacerlo, ¿qué haremos? ¿Nos resignaremos o buscaremos otras oportunidades? ¿Tene-mos las agallas para ello?

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Pareciera que trabajar sólo por el dinero, cuando es posi-ble otras alternativas (aunque fuesen éstas difíciles e impli-quen algún grado de riesgo) es una respuesta pobre desde el punto de vista existencial. Ganar dinero a costa de nues-tros más profundos deseos, ¿para qué? Sacrificar nuestro presente en pos de un futuro incierto en el que podremos disfrutar lo acumulado, ¿es realista? Postergar “vivir” para comprar la seguridad del mañana, ¿no es una ilusión? Lo-grar un mayor confort a costa de resignarse a una vida sin alegría, ¿no es una locura?

Tenemos que reflexionar. Es nuestra vida, nuestra calidad de vida la que está en juego. Salgamos de la huella, detengá-monos y pensemos, por último, en lo que dice Schumacher al referirse a qué deberíamos alentar en los jóvenes de hoy: “a rechazar los trabajos carentes de significado, aburridos, estupidizantes o enervantes en los que el individuo es sier-vo de una máquina o de un sistema. Se les debería enseñar que el trabajo es la alegría de la vida, que es necesario para el propio desarrollo y que un trabajo carente de sentido es una abominación”.(34)

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ReferenciasBibliográficas

Capítulo I

1. Fernando Savater, El valor de elegir, Ariel, Buenos Aires, 2002.2. Fernando Savater. Obra citada.3. Luigi Giussani, El riesgo educativo, Ciudad Nueva, Buenos Aires,

2004. 4. Fernando Savater. Obra citada. 5. Rafael Echeverría, La empresa emergente, la confianza y los desafíos de

la transformación, Granica, Buenos Aires, 2001.6. Fernando Savater. Obra citada.7. Leopoldo Kohon, Juego Propio, Planeta, Nueva Conciencia, Buenos

Aires, 1993. 8. Enrique Fernández Longo, La Negociación Inevitable, GAC, Beccar,

Buenos Aires, 2004.9. Leopoldo Kohon. Obra citada.10. Juan Magliano, La empresa sin miedo, Kier, Buenos Aires, 2005. 11. Mario Kamenetzky, Conciencia. La Jugadora Invisible, Kier, 12. Rafael Echeverría. Obra citada.13. Rafael Echeverría. Obra citada.14. Daniel Goleman, Emociones Destructivas, Grupo Z, Buenos Aires,

2003. 15. Tara Bennett-Goleman, Alquimia Emocional, Vergara, Buenos Aires,

2001. 16. Erich Fromm, El arte de amar, Paidós, Buenos Aires, 1966.17. Bertrand Russell, La conquista de la felicidad, Espasa-Calpe, Madrid,

1997.18. Tara Bennett-Goleman. Obra citada.19. Tara Bennett-Goleman. Obra citada.20. Tara Bennett-Goleman. Obra citada.21. Tara Bennett-Goleman. Obra citada.22. Daniel Goleman. Obra citada. 23. Rafael Echeverría. Obra citada.

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24. Zygmunt Bauman, Amor líquido. Acerca de la fragilidad de los vínculos humanos, Fondo de Cultura Económica, 2005.

25. Erich Fromm. Obra citada. 26. Erich Fromm. Obra citada. 27. Erich Fromm. Obra citada. 28. Erich Fromm. Obra citada. 29. Dalai Lama, El arte de vivir el nuevo milenio, Grijalbo, Barcelona, 1999. 30. Tarthang Turku, La atención y la vida laboral, Estaciones, Buenos Ai-

res, 1998.31. Tarthang Turku. Obra citada. 32. Claude Whitmyer, La atención y la vida laboral, Estaciones.33. Claude Whitmyer. Obra citada. 34. E. F. Schumacher, La atención y la vida laboral, Estaciones.