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DE RAZÓN PRÁCTICA Directores Javier Pradera / Fernando Savater N.º 159 Enero/Febrero 2006 Precio 8Enero/Febrero 2006 159 D. TORRES FIERRO Felisberto Hernández H. BLOOM El testamento tardío J. CARABAÑA La ley de educación IGNACIO SOTELO Alemania: 60 años después 9 788411 303682 00159 J. RUBIO CARRACEDO Bioética y biotecnología SANTOS JULIÁ El franquismo: historia y memoria R. SKIDELSKY La sombra china VIOLETA RUIZ ¿Hay impuestos justos?

Claves 159

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DE RAZÓN PRÁCTICADirectoresJavier Pradera / Fernando Savater N.º 159Enero/Febrero 2006

Precio 8€

Enero/Feb

rero2006

15

9

D. TORRES FIERROFelisberto Hernández

H. BLOOMEl testamento tardío

J. CARABAÑALa ley de educación

IGNACIO SOTELOAlemania: 60 años después

9788411303682

00159

J. RUBIO CARRACEDOBioética y biotecnología

SANTOSJULIÁ

El franquismo:historia y memoria

R. SKIDELSKYLa sombra china

VIOLETA RUIZ¿Hay impuestos justos?

S UU M A R I On ú m e r o 159 e n e r o / f e b r e r o

EL FRANQUISMO: SANTOS JULIÁ 4 HISTORIA Y MEMORIA

IGNACIO SOTELO 14 ALEMANIA: 60 AÑOS DESPUÉS

HAROLD BLOOM 22 EL TESTAMENTO TARDÍO

JULIO CARABAÑA 26 UNA NUEVA LEY DE EDUCACIÓN

ROBERT SKIDELSKY 36 LA SOMBRA CHINA

J. FERNÁNDEZ SEBASTIÁN LA IDEA DE EUROPA J. FRANCISCO FUENTES 42 EN LA ESPAÑA DEL SIGLO XX

Semblanza Felisberto Hernández: Danubio Torres Fierro 52 Un precursor tranquilo

Economía Violeta Ruiz Almendral 54 ¿Hay impuestos justos?

Ética José Rubio Carracedo 60 Bioética y biotecnología

Sociología Daniel Innerarity 68 La nueva urbanidad

Ensayo Claudio Lomnitz 77 Sopa americana

Casa de citas Jorge Gimeno 81 Baudelaire ultramontano

DirecciónJAVIER PRADERAFERNANDO SAVATER

EditaPROMOTORA GENERAL DE REVISTAS, SADirector general ALEJANDRO ELORTEGUI ESCARTÍNSubdirector general JOSÉ MANUEL SOBRINO

Coordinación editorial NU RIA CLAVERDiseñoMARICHU BUITRAGOCorrecciónJUAN HERNÁNDEZ

DE RAZÓN PRÁCTICA

Para petición de suscripcionesy números atrasados dirigirse a:

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FelisbertoHernández

CaricaturasLOREDANO

Joan Carrero (Barcelona, 1969).La premisa de las imágenes que compo-nen la serie Las flores cautivas del mal es otorgar sentimientos humanos a los obje-tos; así las flores pueden sentir maldad y transformarse en otros seres que empie-zan a perder sus formas originales.Combina su labor como fotógrafo de moda con trabajos personales; actual-mente prepara un libro sobre la ciudad de Nueva York.

EL FRANQUISMO:HISTORIA Y MEMORIA

SANTOS JULIÁ

E n abril de 1975, Raymond Carr co-mentaba en el Times Literary Supple-ment que, si se paseaba por las Ram-

blas de Barcelona, “en todos los puestos de libros veremos obras de historia contemporá-nea, especialmente sobre la Segunda Repú-blica y la Guerra Civil”. Carr pensaba que el pasado reciente se había convertido en una obsesión y que un aluvión de libros venía a colmar el vacío de tantos años en los que asomarse a los siglos xix y xx estaba práctica-mente excluido entre los historiadores espa-ñoles. España –escribirá el mismo Carr a propósito de la aparición en 1977 de La cul-tura bajo el franquismo, coordinado por Josep María Castellet–, experimenta “un proceso de autoexamen, obsesivo en su intensidad, que se manifi esta en una plétora de encuestas de opinión y en una avalancha de libros”1.

Veinticinco años después de estas impre-siones, asistimos a la aparición de nuevas oleadas de libros sobre la Guerra Civil y pri-mer franquismo, que se presentan como un intento de recuperar la memoria frente al si-lencio y el olvido en que nos habríamos su-mido por el miedo y por la aversión al riesgo diseminados por la sociedad española duran-te la transición a la democracia. Se habla cada día, en cada ocasión, de pacto de amne-sia, de tiranía de silencio, de conspiración contra la memoria, de sintaxis de la desme-moria, del tabú de la guerra, de la catarsis necesaria; y no hay libro sobre cárceles, fusi-lamientos, trabajos forzados o fosas comunes que no se presente como un intento de rom-per la historia oculta o reprimida por una maquinación contra el conocimiento del pa-sado o por una historia ofi cial interesada en silenciar sus aspectos más traumáticos.

Ocurre, sin embargo, que desde que Ra-ymond Carr paseara por las Ramblas no ha habido ningún año en que no hayan apareci-

do decenas de publicaciones sobre la guerra y el franquismo. Y no deja de ser curioso que la reciente producción editorial sobre la re-presión de los vencidos haya llegado a las li-brerías inmediatamente después de aquellos libros que, también en un intento de recupe-rar la memoria, evocaron en los años noventa aspectos de la vida diaria, como la escuela, la familia, las devociones, la copla y otras nos-talgias de la infancia y juventud de sus auto-res. El fl orido pensil, de Andrés Sopeña, y Mi mamá me mima, de Luis Otero, son ejem-plos de un fi lón que tardó años en agotarse y que tuvo en Crónica sentimental de España, de Manuel Vázquez Montalbán, y en Usos amorosos de la posguerra española, de Carmen Martín Gaite, sus más conocidos anteceden-tes, acompañados también de un notable éxito editorial2. A pesar de que se recuerde como un olvido, lo cierto es que el pasado nunca ha dejado de estar entre nosotros.

Memoria no es historiaLo que pasa es que memoria e historia, como recuerdo y conocimiento, no son la misma cosa ni crecen al mismo ritmo. Don-de la historia pretende una reconstrucción “sabia y abstracta” del pasado y mantiene su pretensión “crítica y laica” sin aceptar que se le vede ningún terreno3, la memoria está so-metida a un cambio permanente, inducido por las exigencias del presente, por lo que se decide olvidar, por las políticas de la historia elaboradas desde los poderes públicos o por meras incitaciones del mercado, que se lan-za tras un aspecto del pasado si cree que ha dado con un fi lón inagotable. Mientras la historia busca conocer, comprender, inter-pretar o explicar, y actúa bajo la exigencia de totalidad y objetividad, la memoria pre-

tende legitimar, rehabilitar, condenar, y ac-túa siempre de manera selectiva y subjetiva: tal vez en esa diferencia radique la posibili-dad de una abundancia de conocimientos sobre nuestra historia reciente y la sensa-ción, muy extendida ya en los años ochenta, creciente en los noventa y abrumadora en los tiempos que corren, de que falta memo-ria de ese mismo pasado sobre el que, sin embargo, se ha ido acumulando una mon-taña de letra impresa en la que resulta cada vez más difícil moverse.

Conocer el pasado y rememorarlo son operaciones diferentes. Saber es una cuestión de estudio, de documentación, y aspira a la universalidad en un doble sentido: no dejar nada fuera de foco y ser compartido por to-dos. Recordar es una cuestión de política, de celebración, de voluntad, y tiene que ver con la relación del sujeto con su propio pasado y con lo que, al traerlo al presente, quiere ha-cer con su futuro. Es obvio que nadie puede recordar aquello que no forma parte de su experiencia personal: recuperar el pasado, en el sentido estricto de asomarse a él para co-nocerlo, no es ni puede ser función de la me-moria. Como advertía Francisco Ayala, no hay ningún hombre que posea “memoria histórica”, por la sencilla razón de que “nadie recuerda, ni puede recordar, lo sucedido fue-ra del ámbito de su propia experiencia”4. Es la historia, no la memoria, la que se esfuerza por conocer el pasado y la que requiere, por tanto, un ejercicio de aprendizaje: la historia se aprende, no se recuerda. La memoria, por su parte, aspira a mantener viva la relación afectiva con tal o cual acontecimiento que reviste un especial signifi cado para quien re-cuerda, sea un grupo o una persona, como sustrato de su identidad, como cumplimien-to de un deber hacia el grupo. Mientras el conocimiento histórico tiende a la objetivi-

4 CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA ■ Nº 159

1 Raymond Carr: El rostro cambiante de Clío, pág. 261. Madrid, 2005.

2 Marie Franco: ‘Le marché de la memoire: nostal-gie et production éditoriale’, en Hommage à Carlos Serra-no, vol. I, págs. 335-346. París, 2005.

3 Henry Rousso: Le syndrome de Vichy, 1944-1987, pág. 12. París, 1987 .

4 Francisco Ayala: ‘Prólogo en 1962’ a Razón del mundo, en Hoy ya es ayer, pág. 254. Madrid, 1972.

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dad por el uso de los instrumentos propios de la crítica, hay tantas memorias como suje-tos, por más que grupos de individuos pue-dan compartir, a base de celebraciones o de adoctrinamiento, idéntica representación –mal llamada memoria histórica– de un pasa-do. Sólo en este sentido podrá hablarse de una memoria colectiva, concepto en el que asoman algo más que resabios de una con-cepción organicista de la sociedad.

Idéntica representación podrá ser, pero no siempre la misma, pues mientras el saber del pasado es acumulativo, aunque sujeto a diferentes interpretaciones, la memoria es cambiante, no sólo en el sentido de que se puede recordar mucho o poco, sino esto o aquello, por un grupo u otro, al servicio de una política o de otra. A medida que el tiempo pasa y las experiencias cambian, siempre es posible saber más, pero siempre se recordará de otro modo: en los años se-tenta, cuando el objetivo era instaurar una democracia, la memoria de la guerra y de la dictadura fue diferente a la de los años no-venta, cuando se recordaba desde una de-mocracia consolidada; como tampoco es idéntica la memoria de un vencedor y la de un vencido, la de un general y la de un sol-dado; ni se habla de lo mismo cuando se trata de la memoria de quien ha sufrido una

experiencia que de la “memoria” de aquel a quien alguien cuenta la experiencia sufrida por otros y de la que no puede tener memo-ria personal, la única que merece ese nom-bre; la otra, la llamada histórica, no es más que el resultado de las políticas de la histo-ria, de la pedagogía de sentido que un deter-minado poder confi ere al pasado para legiti-mar una actuación en el presente.

Y todo esto es así porque, mientras la historia se ocupa de buscar la verdad de un pasado ya inmodifi cable, la memoria trata de construir o modificar un sentido para quien recuerda un aspecto, un aconteci-miento, de ese pasado con el que se siente unido por un vínculo especial. Es la frecuen-te confusión de estos dos planos lo que esta-blece, sobre todo cuando se trata de aconte-cimientos traumáticos, una relación confl ic-tiva entre historia y memoria. En función de su ofi cio –que no es el de comisario para la recuperación de la memoria histórica5–, un historiador no puede impulsar o realizar po-líticas para el presente. No ocurre lo mismo, sin embargo, con quienes de manera profe-sional se dedican al cultivo de la memoria:

en función de su relación con un aconteci-miento del pasado se sienten legitimados para plantear exigencias políticas. Es eviden-te en las asociaciones de víctimas del terro-rismo y para la recuperación de la memoria histórica, como lo es en los partidos que proponen políticas de “construcción nacio-nal”. La memoria del pasado se erige así en una perdurable guía o norma de conducta: hacer tal o cual cosa o dejar de hacerla puede ser califi cada de olvido y hasta de traición a los muertos o a la nación.

Es lógico que, para reforzar su argumen-to, el profesional de la memoria acuse a los demás de amnésicos y olvidadizos. Pero no es la salida de una era de silencio y amnesia lo que hemos presenciado en España en los 10 o 15 últimos años. Es algo de naturaleza distinta que guarda una estrecha relación con lo ocurrido en Europa y en el mundo tras la caída del muro de Berlín. Durante la década de los noventa, la internacionalización de la memoria de la Guerra Mundial, de los ho-rrores sufridos por la población civil, del co-laboracionismo con los nazis y de la repre-sión desencadenada por diversas dictaduras militares ha suscitado un movimiento de re-paración moral de las víctimas con las consi-guientes peticiones de perdón y las iniciativas de reparación fi nanciera y jurídica tras cons-

5 Figura creada por Decreto 54/2005, de 22 de fe-brero, de la Junta de Andalucía: Boletín Ofi cial de la Junta de Andalucía, 40, 25 de febrero de 2005.

EL FRANQUISMO: HISTORIA Y MEMORIA

6 CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA ■ Nº 159

tituir comisiones de investigación. En oca-siones, esas comisiones han asumido la tarea de jueces que deben sentenciar sobre respon-sabilidades, dando así lugar a un proceso de judicialización de la historia, borrando los lí-mites entre el juez y el historiador que Marc Bloch había defendido poco antes de ser fu-silado por los nazis. Las relaciones de la me-moria y de las representaciones del pasado con la historia o búsqueda de la verdad y con la justicia o promulgación de sentencias se han visto afectadas por la internacionaliza-ción de esta política de reparación, extendida a todo el mundo tras la caída de los regíme-nes comunistas y de las dictaduras militares de América Latina6.

En España no hemos sido ajenos a esta nueva dimensión de la memoria y de sus re-laciones con la justicia, aunque entre noso-tros se trata de un acontecimiento como fue la Guerra Civil, con tantas o más víctimas, de una parte y de otra, asesinadas en las cu-netas que caídas en las batallas; de una larga dictadura con fl agrantes violaciones de dere-chos humanos a sus espaldas; y, en fi n, de una transición a la democracia. Han pasado ya del comienzo de la transición treinta años y nuevas generaciones que no pudieron des-empeñar un papel activo durante ese periodo plantean otras exigencias políticas respecto al pasado, porque otra es la realidad desde la que proyectan su mirada, desde la que quie-ren recordar un acontecimiento que no vivie-ron. Si memoria y esperanza están, como es-cribía José Luis Aranguren, en proporción inversa, si “cuanto más la memoria se despo-see, más tiene de esperanza”7, se podría decir que la medida de la desposesión de la memo-ria de la guerra estuvo para una generación de españoles en relación directa con la espe-ranza de concluir con ella, de clausurarla como presente y tratarla como un hecho his-tórico. Pero esa actitud hacia el pasado, muy extendida en círculos de la disidencia y de la oposición a la dictadura desde mediados de los años cincuenta, ha dejado de tener vigen-cia con la llegada de nuevas generaciones que se han encontrado la guerra y la dictadura clausurados. Por eso, aquel periodo se ha convertido en objeto de crítica hasta el pun-to de que cuando se habla de reparación mo-ral de las víctimas de la guerra y del franquismo, lo que se discute es la memoria activa durante la transición a la democracia.

La sustancia de esa acusación consiste en

afi rmar que, atenazados por el miedo y por su aversión al riesgo, los españoles de 1975 no se habrían atrevido a mirar atrás, habrían guardado silencio y dejado las cosas más o menos como las encontraron. Gracias a este supuesto pacto de amnesia, el franquismo ha-bría podido sobrevivir a la muerte de su fun-dador y el sistema político en construcción durante aquellos años no sería más que la continuación de lo mismo por otros medios. Al cabo, lo único que se habría conseguido durante la transición sería un conjunto de li-bertades formales, dejando lo esencial como Franco lo dejó: desde los GAL al porcentaje de gasto social, desde el sistema de partidos a la generalización de las autonomías, habría un legado del franquismo que seguiría gravi-tando sobre la democracia española por ha-ber sellado la oposición con los reformistas del régimen durante la transición un pacto de olvido, culpable de una amnesia colectiva.

Semejantes denuncias se sostienen sobre una falsa idea (falsa memoria, podría decir-se, siguiendo la moda de llamar memoria y olvido a lo que en realidad es conocimiento e ignorancia) de lo investigado, publicado y debatido durante los años de transición a la democracia y después. Normalmente, estos juicios sobre la transición dan por hecho que la amnistía arrastró como consecuencia la amnesia y que, por tanto, la transición política, pero también la coetánea sociedad española, estuvo dominada por el tabú de la guerra o por el miedo a hablar o publicar nada sobre la represión franquista. Pero dar por hecho no signifi ca probar; simplemen-te, en lugar de investigar lo publicado y de-batido en aquellos años, se recuerda que el lugar de la memoria reprimida lo ocupó el silencio impuesto. No interesa, pues, de qué memoria del pasado se trataba o, más exac-tamente, cuáles fueron las memorias enfren-tadas durante la transición y a qué políticas sirvieron, sino de afi rmar taxativamente que un pacto nefando extendió sobre la socie-dad un silencio sepulcral.

Antes de confrontar con los hechos esta memoria de la transición, no será ocioso echar una mirada a las representaciones del pasado que se han sucedido en las últimas décadas. Aunque en este terreno queda toda-vía mucho por investigar, hoy sabemos muy bien que los españoles que en 1975 conta-ban entre 30 y 45 años de edad habían reci-bido durante su adolescencia y juventud un adoctrinamiento incesante, emanado desde los únicos centros posibles de producción de memoria, sobre su más reciente pasado. Era un discurso compacto, sin fi suras, que habla-ba de un gran pasado de la nación, echado a perder por sus enemigos interiores, por los liberales que habían abierto las puertas al

marxismo y a la revolución, y rescatado lue-go y regenerado a costa de la sangre derrama-da por los mártires de una cruzada. La elabo-ración de este discurso, luego convertido en memoria ofi cial de la guerra y de la victoria, procede de los días inmediatos al golpe de Estado contra la República, cuando los obis-pos llenaron de sustancia teológica y mítica las arengas nacionalistas que servían a los mi-litares insurrectos como base legitimadora de la acción subversiva contra el ordenamiento constitucional. La memoria de la guerra fue una mezcla, destinada a perdurar durante toda la dictadura, de ideología militar y teo-logía católica macerada en tres años de gue-rra civil y en una década de aislamiento in-ternacional y de autarquía mental.

Esta memoria, sostenida por unas insti-tuciones que concentraban todo el poder y monopolizaban lo sagrado, tuvo para la cul-tura política de los españoles un efecto de-vastador. Cada año, las fechas de 18 julio y 1 de abril venían a celebrar la salvación de España gracias al martirio de los mejores y a recordar la exigencia de salvaguardar la pre-ciosa conquista de la unidad frente al insi-dioso enemigo interior dispuesto siempre a renacer de sus cenizas. Hubo que esperar a la aparición pública de una nueva genera-ción, luego bautizada como “niños de la guerra”, para que surgiera la primera rebe-lión contra esa memoria de la guerra y la victoria. Fueron universitarios y escritores jóvenes que, en 1956 en Madrid y en 1957 en Barcelona y Sevilla, protagonizaron ma-nifestaciones de protesta contra el SEU y contra la misma dictadura. Latía en esa re-belión el “ansia desesperada de salir de la mentira colectiva”, la exigencia de un dere-cho a la verdad que implicaba el “derecho a desenmascarar la mentira pública”, como se decía en un Testimonio de las generaciones ajenas a la Guerra Civil, escrito por un gru-po de universitarios de Barcelona8. Ese dere-cho a la verdad como ese desenmascara-miento de la mentira se refería al pasado, a la guerra, a lo que de ella les habían contado sus maestros. Y es signifi cativo que la nueva generación, emergente a partir de las movili-zaciones universitarias de 1956 y 1957, al recusar este discurso de la guerra, borraba también la línea divisoria entre vencedores y vencidos trazada por sus padres y echaba los fundamentos de una política de oposición que debía bien poco al pasado del que ellos mismos procedían, del que eran hijos.

Dar por superada la división entre ven-cedores y vencidos fue la tarea de aquella

6 Para la confl ictiva relación entre justicia e histo-ria, Henry Rousso: ‘Juger le passé? Justice et histoire en France’, en Vichy, l’évenement, la mémoire, l’histoire, págs. 678-710. ParÍs, 2001.

7 José Luis L. Aranguren: ‘Ávila de Santa Teresa y de San Juan de la Cruz’, en Obras Completas, vol. 6, pág. 643. Madrid, 1997.

8 Publicado en El Socialista. Toulouse, 22 de agosto de 1957.

SANTOS JULIÁ

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memoria disidente, fruto del coraje moral y político de tantos niños de la guerra proce-dentes del mundo de los vencedores que no dudaron (fuera cual fuese el precio que sus padres hubieran pagado por una victoria que en realidad no fue la suya, porque en mu-chos casos ni siquiera llegaron a conocerla, asesinados o muertos en combate) en esta-blecer vínculos afectivos y políticos con otros niños de la guerra procedentes del mundo de los vencidos, decididos también a que la te-rrible suerte corrida por sus padres no deter-minara su futuro. “¿Cómo han hecho com-patibles los hijos de los vencedores sus com-promisos militantes en el seno de la izquierda con el recuerdo de la Guerra Civil, en la que sus padres, hermanos… encontraron la muerte en las tapias de los cementerios?”, se preguntaba Javier Pradera en 1977. La res-puesta no es obvia: esa compatibilidad reque-ría una especial armadura moral de tantos hijos de vencedores y de vencidos que mira-ban al futuro sin dejarse atrapar por el pasa-do. En todo caso, la conclusión era que ven-cido o vencedor debían ser, en la España de los años sesenta, según lo defi nía Enrique Tierno, “palabras sin sentido”9.

Recordar para amnistiarLa transición no hizo más que reforzar y ex-tender esa mirada y la política que de ella se derivaba: abrir un proceso hacia la demo-cracia a partir de una amnistía general que implicaba clausurar el pasado. Para entender cabalmente lo que estaba en juego en los años 1976 y 1977 y las auténticas motiva-ciones del paso de la reivindicación de am-nistía para los presos políticos a la promul-gación de una amnistía general que incluía a los acusados de terrorismo y a los funcio-narios del régimen de Franco, es menester poner entre paréntesis la imagen transmiti-da por muchos politólogos y críticos cultu-rales que prescinden de la cronología, con-vierten un proceso en un acontecimiento y le atribuyen causas generales o abstractas: miedo, aversión al riesgo, amnesia, y pre-sentan la amnistía como un pacto entre el Gobierno y la oposición por el que se puso en libertad a los que habían luchado pacífi -camente por la democracia a cambio de ex-tender la impunidad sobre los que habían cometido actos de “violencia institucional”. A poco que se acerque la mirada, se verá que la cosas estuvieron lejos de ocurrir de esa imaginaria manera; que el único pacto de amnistía no tuvo lugar hasta octubre de 1977, después, por tanto, y no antes de las

elecciones; que sólo afectó a un puñado de “presos políticos” y no, por cierto, a los que habían luchado pacífi camente; y que ni en sentido literal ni como metáfora implicó ningún pacto de silencio o de amnesia.

Para empezar por el principio, antes de la amnistía fue el indulto. El 25 de noviem-bre de 1975, con motivo de la proclamación de Juan Carlos de Borbón como rey de Es-paña, se concedió un indulto general que re-cordaba, en sus motivaciones y en su alcance, los promulgados durante la dictadura, y has-ta se concebía como un “homenaje en me-moria de la egregia fi gura del Generalísimo Franco (q. e. G. e.)”10. Por lo que se refería a presos políticos, y aunque por efecto de su aplicación cerca de setecientos fueran excar-celados, la efi cacia del indulto era nula mien-tras no se despenalizaran los delitos por los que habían sido condenados. Pues si una vez excarcelados reincidían en los mismos delitos (asociación, manifestación, huelga), los pre-sos de la dictadura se convertían en presos de la Monarquía: son incontables los casos de trabajadores vinculados a Comisiones Obre-ras, UGT y USO detenidos por la policía, encarcelados o multados por participar en reuniones no autorizadas, repartir propagan-da o realizar alguna pintada. A principios de abril de 1976, Manuel Fraga, ministro de la Gobernación, ordenó la detención de varios dirigentes de la oposición democrática acu-sándoles de montar esquemas subversivos; y todavía un año después, con Suárez en la presidencia del Gobierno, la represión poli-cial del Primero de Mayo se saldó con varios centenares de heridos y detenidos.

De modo que aquel indulto general sir-vió sólo como acicate a la reivindicación de amnistía, que dio origen a una permanente movilización durante el primer semestre de 1976: colegios de médicos y de abogados, rectores de universidad, jueces y fiscales, ayuntamientos, asociaciones de vecinos, in-cluso la Conferencia Episcopal; nadie quedó sin reivindicar en sus programas y convoca-torias la amnistía general como primer re-quisito para avanzar hacia la democracia11. No era, desde luego, de aquel momento el origen de esa reivindicación, pero ahora el clamor por la amnistía lo llenaba todo y se convertía en una demanda permanente: li-bertad, amnistía y estatuto de autonomía fueron las consignas repetidas una y mil ve-

ces en las decenas de manifestaciones convo-cadas hasta la caída de Carlos Arias. Se com-prende, pues, que entre los proyectos de su sucesor, Adolfo Suárez, la amnistía ocupara un lugar principal. El propósito del nuevo Gobierno, que para nada negoció sus térmi-nos con la oposición, consistía en “amnistiar todos los delitos ejecutados con intenciona-lidad político-social, en tanto no afectasen a bienes como la vida y la integridad corpo-ral”. A esta exclusión de los delitos que hu-bieran “puesto en peligro o lesionado la vida o la integridad de las personas” se añadió también, a propuesta del juez de delitos mo-netarios, los que hubieran puesto en peligro el patrimonio de la nación por contrabando o evasión de divisas. Finalmente, las presio-nes de la cúpula militar introdujeron en el texto una nueva salvedad: los militares a los que se aplicare la amnistía no serían reinte-grados en sus empleos ni carreras12.

“El pueblo empuja […], el Gobierno no puede soportar más la presión popular y arroja la toalla”, escribían los autores del Li-bro blanco sobre las cárceles franquistas, 1939-1976, al celebrar como un éxito esta primera amnistía, aprobada por decreto-ley de 30 de julio de 1976. No era, sin embargo, la que quería la oposición ni los abogados de la mayoría de los presos políticos: no es total, dijeron en una rueda de prensa, “y por tanto no puede ser la base de partida de un Go-bierno que se proponga ir a la democracia a través de la reconciliación”13. No lo era por-que, además de una restrictiva y muy com-plicada aplicación, había dejado fuera a un sector de lo que todo el mundo incluía tam-bién entre los “presos políticos”: los conde-nados por delitos de terrorismo. Todo el mundo era, desde luego, toda la oposición democrática, que no tardó en plantear al presidente del Gobierno sus exigencias de amnistía general con un argumento que re-vela bien el objetivo político de la memoria actuante en aquel momento.

Fue el 11 de enero de 1977, en la pri-mera reunión celebrada entre cuatro repre-sentantes de la Comisión de los Nueve –An-tón Canyellas, Felipe González, Julio Jáure-gui y Joaquín Satrústegui– con Adolfo Suá-rez. En ella se expuso, se razonó y se pidió al presidente del Gobierno “que se otorgara una amnistía de todos los hechos y delitos de intencionalidad política ocurridos entre el 18 de julio de 1936 y el 15 de diciembre de 1976”. Entendían los comisionados que

9 Javier Pradera: ‘Los hijos de los vencidos’, El País, 20 de enero de 1977. Raúl Morodo: Atando cabos, págs. 459-460. Madrid, 2000.

10 Decreto 2940/1975, de 25 de noviembre, en Mariano Baena del Alcázar y José María García Madaria: Normas políticas y administrativas de la transición, 1975-1978, pág. 312. Madrid, 1982.

11 Ángel Suárez [Luciano Rincón] y Colectivo 36 [José Martínez y Alfonso Colodrón]: Libro blanco sobre las cárceles franquistas 1939-1976, págs. 303-307. París, 1976.

12 Decreto-Ley 10/1976, de 30 de julio, en Baena del Alcázar y García Madaria: Normas políticas, págs. 317-318. Miguel Herrero de Miñón: Memoria de estío, págs. 74-78. Madrid, 1993.

13 El País, 1 de agosto de 1976.

EL FRANQUISMO: HISTORIA Y MEMORIA

8 CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA ■ Nº 159

no bastaban las medidas anteriores ni la prescripción de los delitos y de las penas por el mero transcurso de 30 años sino que “se necesitaba un gran acto solemne que perdo-nara y olvidara todos los crímenes y barbari-dades cometidas por los dos bandos de la Guerra Civil, antes de ella, en ella y después de ella, hasta nuestros días”. Este “gran per-dón y olvido”, en un acto protagonizado por el Rey en nombre de la paz y de la reconciliación,“habría sido el primer título de honor y gloria del comienzo de un reina-do”. Jáuregui, expresando un sentir general, afi rmaba que “con esta amnistía se hubiera perdonado y olvidado a los que mataron al presidente Companys y al presidente Carre-ro; a García Lorca y a Muñoz Seca; al minis-tro de la Gobernación Salazar-Alonso y al ministro de la Gobernación Zugazagoitia; a las víctimas de Paracuellos y a los muertos de Badajoz; al general Fanjul y al general Pita, a todos los que cometieron crímenes y barbaridades en ambos bandos”. Adolfo Suá-rez tal vez lo veía también de la misma ma-nera, pero desgraciadamente, escribe Jáure-gui, “no vio la grandeza del servicio que po-dría prestar al Rey y al pueblo con este real decreto de amnistía general o, viéndolo, no se atrevió a ello”.14

Fuera como fuese, por falta de visión o de atrevimiento, no hubo antes de las elec-ciones generales amnistía general ni, por tanto, pacto de amnesia ni pacto de silencio entre Gobierno y oposición; y el Real De-creto-Ley 19/1977, de 14 de marzo, sobre

medidas de gracia, por el que 74 presos vas-cos salieron a la calle, junto al Real Decreto 388/1977, también de 14 de marzo, sobre indulto general, no sirvieron más que para extender y ampliar la movilización por la amnistía general. Ésta era, como no se le es-capaba a las gestoras proamnistía, la situa-ción ideal para forzar la máquina y seguir convocando manifestaciones de las que pu-dieran derivarse, dada la contundencia re-presiva de la policía, enfrentamientos que añadirían más tensión y facilitarían nuevas convocatorias, como así ocurrió en la sema-na proamnistía que las gestoras convocaron para el 8 de mayo de 1977.

Como respuesta a los incidentes, que se saldaron con decenas de heridos y cinco muertos, el Gobierno, que veía difícil conce-der una amnistía general después de haber legalizado al Partido Comunista y exacta-mente en el momento en que ETA había se-cuestrado al industrial y fi nanciero vasco Ja-vier de Ybarra, tomó de nuevo una decisión audaz: tal vez no podía decretar la amnistía pero sí podía extrañar a los presos vascos “con condenas a muerte sobre sus espaldas”. El mismo día en que ETA secuestraba a Yba-rra, 20 de mayo de 1977, Mario Onaindía, Teo Uriarte, Francisco J. Izko de la Iglesia y Unai Dorronsoro recibían en la cárcel de Córdoba la visita del abogado Juan María Bandrés, portador de un sorprendente men-saje: no serían amnistiados pero podían acep-tar la sofi sticada fi gura del extrañamiento que el Gobierno ofrecía a los presos vascos exclui-dos de la amnistía decretada en julio de 1976 y de su ampliación en marzo de 1977. Onaindía y sus compañeros aceptaron el ges-to de Suárez y las elecciones se celebraron

también en Euskadi sin boicot de los ayunta-mientos y con una alta participación ciuda-dana. Por unos momentos se creyó que de esta forma la espiral “violencia-represión-más violencia” se había roto gracias a lo que El País califi có de “fi sura inteligente” abierta por el Gobierno en la “vieja dialéctica del principio de autoridad como sillar y guía a ultranza de toda decisión política”15.

Era una convicción generalizada en los medios de oposición que sólo la aprobación de una amnistía general podía clausurar la Guerra Civil y la dictadura, y que sólo a par-tir de ella se podía iniciar un proceso consti-tuyente. Por tanto, si el Gobierno no podía decretarla, serían las Cortes resultantes de las elecciones que habrían de celebrarse en junio de 1977 las que tendrían que asumir la tarea. Y así, cuando quedaban pocas semanas para las primeras elecciones generales, los dirigen-tes de la oposición trasladaron su expectativa de amnistía general del Gobierno a las futu-ras Cortes. Si la amnistía no se consumase antes de las elecciones, escribía Joaquín Ruiz-Giménez, todos los partidos con representa-ción en esas Cortes debían comprometerse a promover y votar, “antes que otra cosa, esas dos grandes leyes de reconciliación nacional: la de amnistía para todos y la de legalización general de cuantas asociaciones políticas y sindicales acepten la convivencia pacífi ca”16.

El líder demócrata cristiano no se quedó

14 Cuenta la reunión Julio de Jáuregui: ‘La amnistía y la violencia’, El País, 18 de mayo de 1977.

15 Mario Onaindía: El precio de la libertad. Memo-rias (1948-1977), págs. 609-614. Madrid, 2001. Edito-rial: ‘Las excarcelaciones’, El País, 22 de mayo de 1977. Javier de Ybarra e Ybarra: Nosotros, los Ybarra, págs. 15-18. Barcelona, 2002.

16 Joaquín Ruiz-Giménez: ‘Al día siguiente’, El País, 18 de mayo de 1977.

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solo con su propuesta: desde comunistas a nacionalistas vascos, todos afi rmaron que la primera tarea a la que debían enfrentarse las Cortes sería la de promulgar una amnistía general en los términos que Jáuregui había presentado a Suárez en nombre de la Comi-sión de los Nueve. Por eso, en las declaracio-nes políticas formuladas por los partidos de oposición el mismo día de la constitución de las Cortes, todos recordaron la necesidad de promulgar una amnistía general. Lo hizo Xavier Arzalluz, anunciando que “los parla-mentarios vascos conjuntamente presenta-rían a la Cámara una proposición de ley de amnistía general aplicable a todos los delitos de intencionalidad política, sea cual fuere su naturaleza, cometidos con anterioridad al 15 de junio de 1977”.

Arzalluz aclaraba que lo pedían para todos los inculpados por delitos políticos, no sólo para los vascos, “para que podamos comenzar una nueva época democrática [y] pueda haber un olvido de situaciones ante-riores”. Ninguno venimos con el puñal en la mano, añadió; “ni venimos para rascar en el pasado. Venimos de cara al futuro a cons-truir un nuevo país en el que valga la pena vivir y en el que todos podamos vivir”, no-bles palabras, aplaudidas el día siguiente por toda la prensa. No de otra manera se expresó en la misma sesión Santiago Carrillo cuando señaló para aquellas Cortes la tarea de cul-minar “el proceso de reconciliación de los españoles con una amnistía para todos los delitos de intencionalidad política”. La razón era idéntica a la aducida por Arzalluz: “Bien sabemos que ciertos sectores pueden estar dolidos por acontecimientos recientes; tam-bién nosotros lo estamos por atentados que están en la memoria de todos. Mas el resen-timiento no es buen consejero a la hora de iniciar la andadura democrática” 17.

De manera que el recién iniciado proce-so de transición reafi rmaba y ampliaba una convicción muy extendida desde que co-menzaron a menudear, a partir de 1956, los encuentros entre disidentes del régimen y militantes de la oposición: que un proceso constituyente exigía como punto de partida la amnistía general de todos los delitos de in-tencionalidad política, cualquiera que fuese su resultado, cometidos desde el principio de la Guerra Civil hasta el día de las primeras elecciones generales. El alto valor simbólico que se atribuía a la amnistía como clausura de Guerra Civil es lo que explica la proposi-ción de ley de amnistía presentada en el Congreso por todos los grupos parlamenta-

rios, excepto Alianza Popular, destinada ex-presamente a amnistiar los delitos de terro-rismo. La Ley 46/1977, de 15 de octubre, amnistiaba lo que el decreto de julio de 1976 no se había atrevido a tocar: los actos de in-tencionalidad política“cualquiera que fuese su resultado, tipifi cados como delitos y faltas, con anterioridad al día 15 de diciembre de 1976 [y] todos los actos de la misma natura-leza realizados entre el 15 de diciembre de 1976 y el 15 de junio de 1977”.

Es sorprendente que estos actos queda-ran amnistiados cuando en la intencionali-dad política se apreciara “además un móvil de reivindicación de las libertades públicas o de reivindicación de autonomías de los pueblos de España”.

No sólo eso: la amnistía se extendía también a todos los actos de idéntica inten-cionalidad y móvil realizados hasta el 6 de octubre de 1977, siempre que no hubieran “supuesto violencia grave contra la vida o la integridad de las personas”.

Todos estos distingos tenían una fi nali-dad: amnistiar a los presos de ETA y de re-bote, como así fue, también a los del FRAP, GRAPO o MPAIAC, es decir, a todos los grupos de extrema izquierda o nacionalistas que hubieran recurrido al terror como arma de la política. A los que no se amnistiaba, aunque algunos salieron también benefi cia-dos en el clima de confusión que presidió la aplicación de la ley, era a los terroristas de la extrema derecha causantes de la matanza de Atocha, en cuya acción resultaba imposible detectar el móvil de la reivindicación de li-bertades públicas o de autonomía de los pueblos de España18.

Es sólo en este momento cuando puede hablarse de un pacto de amnistía, realizado a la luz pública en el Congreso, entre todos los grupos parlamentarios –excepto Alianza Po-pular, que se abstuvo– y, a través de ellos, entre Gobierno y oposición. Porque a cam-bio de la amnistía de los presos condenados por actos terroristas, que eran los contem-plados en el primer artículo de la ley, el artí-culo segundo, letra e, incluía también “los delitos y faltas que pudieran haber cometido las autoridades, funcionarios y agentes del orden público con motivo u ocasión de la investigación y persecución de los actos in-cluidos en esta ley”; y, por si fuera poco, en la letra f del mismo artículo se añadían a la amnistía “los delitos cometidos por los fun-

cionarios públicos contra el ejercicio de los derechos de las personas”19.

De modo que esta ley promulgada por el Parlamento es la única a la que cabe atri-buir el carácter de un “pacto de amnistía”, puesto que amnistiaba actos contra la vida y la integridad de las personas, de una parte, y contra el ejercicio de los derechos de las per-sonas, de otra: amnistiaba, para decirlo bre-vemente, a terroristas y a policías. Un pacto, es preciso recordar, sellado después, no antes, de las elecciones.

Pero si ningún policía fue procesado y si todos los presos de ETA quedaron amnistia-dos (incluido Miguel Ángel Apalategui, pre-suntamente implicado en el secuestro de Ja-vier de Ybarra, asesinado el 22 de junio de 1977, siete días después de las primeras elec-ciones generales20), no es cierto que esta ley pusiera “a la misma altura a los funcionarios que violaron sistemáticamente los derechos de las personas” y a aquellos que habían lu-chado pacífi camente por “lo que hoy son de-rechos fundamentales”21. Ni es más exacto afi rmar que la amnistía de octubre de 1977 fue una de las “primeras medidas aprobadas por el nuevo Gobierno democrático” ni que a cambio de correr un “tupido velo sobre el pasado” y conseguir que los actos de violen-cia institucional cometidos durante la dicta-dura quedaran impunes, los reformistas pro-cedentes del régimen “aceptaron liberar a to-dos los presos políticos, legalizar al Partido Comunista y celebrar unas elecciones autén-ticamente democráticas en junio de 1977”22. Pues esta ley no fue una medida de gobierno sino resultado de una iniciativa parlamenta-ria impulsada por los partidos de oposición; los presos políticos que habían luchado por los derechos fundamentales llevaban un año en la calle; el PCE gozaba de legalidad desde hacía medio año y sus dirigentes históricos

17 Xavier Arzalluz y Santiago Carrillo: DSCD, 5, págs. 73 y 68-69, 27 de julio de 1977.

18 Fueron también amnistiados los presuntos ase-sinos del industrial barcelonés José María Bultó y dos presuntos implicados en la matanza de Atocha. Un mes después de la aprobación de la Ley, El País elevaba a 138 el número de amnistiados, entre ellos 53 objetores de conciencia.

19 ‘Proposición de Ley de Amnistía’, DSCD, págs. 954-956, 14 de octubre de 1977. Fue aprobada por 296 votos afi rmativos, 2 negativos –uno de ellos el del ex miembro de la UMD Julio Busquets–, 18 abstenciones y 1 nulo.

20 Javier de Ybarra fue asesinado después de la fecha límite de aplicación de la amnistía. Pero como, según lo establecido en la ley, “se entenderá por momento de reali-zación del acto aquel en que se inició la actividad crimi-nal” y el secuestro había tenido lugar el 20 de mayo, la Audiencia Nacional decidió poner a Apala en libertad: El País, 3 de noviembre de 1977.

21 J. I. Lacasta-Zabalza supone que fue esta ley la que amnistió a los presos políticos que habían luchado pacífi camente por las libertades: ‘La idea de responsabili-dad en la actual cultura constitucional española’, Derechos y libertades, Revista del Instituto Bartolomé de las Casas, págs. 134-135, enero-diciembre 2001.

22 Como sostiene Paloma Aguilar: ‘Justicia, política y memoria: los legados del franquismo en la transición española’, en Alexandra Barahona, Paloma Aguilar y Car-men González, eds., Las políticas hacia el pasado, págs. 144 y 157, Madrid, 2002.

EL FRANQUISMO: HISTORIA Y MEMORIA

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habían regresado del exilio, se había presen-tado con sus siglas, su nombre y sus símbo-los a unas elecciones generales, que se ha-bían celebrado ya en un ambiente de liber-tad y transparencia. Precisamente porque se habían celebrado, y no para que se celebra-ran, y porque UCD no había conseguido mayoría absoluta, la oposición reclamó con éxito en el Congreso la aprobación de la amnistía de los presos que habían quedado excluidos de las leyes y decretos anteriores como primer paso para la apertura del pro-ceso constituyente.

El Gobierno accedió a esta exigencia y a que todos los presos de ETA y de otros gru-pos terroristas que quedaban en la cárcel sa-lieran a la calle. Que quedaban quiere decir que la Ley de Amnistía afectó a una cantidad insignifi cante de presos, si se compara con los que habían sido benefi ciados por los in-dultos y las amnistías anteriores. Citando fuentes del Ministerio de Justicia, El País daba la cifra de 89 “presos políticos”, 85 pre-ventivos y 4 penados, de los que 3 eran miembros del FRAP condenados a muerte, como únicos posibles afectados por la amnis-tía. A nadie se le hubiera ocurrido proponer en el Congreso la aprobación de una ley de amnistía después de celebradas las elecciones generales, y con sólo unas decenas de presos políticos en las cárceles, si no se hubiera trata-do de miembros de ETA. Es menester rema-charlo, dado lo extendido del error: lo que la ley de Amnistía de octubre de 1977 puso a la misma altura fueron los atentados y asesina-tos de ETA, FRAP, GRAPO y MPAIAC y los delitos cometidos por los funcionarios públicos contra el ejercicio de los derechos de las personas. Y si hubo pacto, fue con el propósito de sacar a todos los presos de ETA de la cárcel, en la cándida pero muy compar-tida creencia de que así se acababa con el te-rrorismo, y extender a cambio la impunidad sobre los actos de “violencia institucional”.

Un precio muy alto, podría pensarse hoy, puesto que por sólo un puñado de pro-cesados o condenados por delitos de terroris-mo se renunciaba por ley y para siempre a someter a juicio a los funcionarios que du-rante la dictadura hubieran violado derechos fundamentales y a no convertir el pasado en arma de la lucha política del presente. No lo creyeron así los que intervinieron en el deba-te, que, como Marcelino Camacho o Xavier Arzalluz, no dejaron de traer al recuerdo de la Cámara los sufrimientos y torturas padeci-dos por militantes del PCE o de ETA duran-te la dictadura. Tampoco lo entendió así ETA, que vio en la ley de amnistía la mues-tra palmaria de una debilidad del Gobierno, no de una renuncia de la oposición, y deci-dió arreciar en su campaña de atentados,

nunca interrumpida e inmediatamente re-anudada con el asesinato de un concejal de Irún, tres días después de que “el último pre-so vasco”, Francisco Aldanondo Badiola, Ondarru, saliera a la calle y recibiera el apo-teósico recibimiento de sus paisanos de On-dárroa23. Sólo en 1978, los atentados de ETA produjeron 68 víctimas mortales, más que en toda su historia anterior; pero ese nú-mero quedaría pronto superado por las 76 víctimas de 1979 y las 91 de 1980.

Pero amnistiar no fue silenciarFue, por tanto, el de la transición el único caso conocido en que todos los detenidos de varias organizaciones terroristas salieron a la calle sin que constara la voluntad de abando-nar las armas por los benefi ciarios de la me-dida o, más bien, constando lo contrario, que no por eso las iban a abandonar. En todo caso, y fuera cual fuese la distancia en-tre las expectativas sobre el fi n de ETA y los resultados obtenidos, esta amnistía arranca-da24 al Gobierno en octubre de 1977 no ex-tendió un silencio sobre el pasado, no volvió amnésicos a los españoles. Repetir ese tópico no sólo tergiversa y falsifi ca lo ocurrido aque-llos años sino que ignora y desprecia –o des-precia porque ignora– lo mucho que durante la transición se escribió y se debatió sobre la guerra, el franquismo y la represión. Amnis-tiar el pasado y no utilizarlo, por norma ge-neral, como argumento en el debate político, no lo retiró del debate público, del trabajo de los historiadores ni de las crónicas de los pe-riodistas o de los artículos de opinión.

En realidad, tampoco lo retiró del deba-te político: la expresión “pacto de silencio”, de la que tanto se abusa, no pasa de ser una metáfora a la que no se puede asignar fecha de inicio ni de caducidad, y que no tiene más sentido que el de una lógica consecuen-cia de cualquier ley de amnistía: que sobre los amnistiados no se abriría ningún proceso judicial. Cuando se dice que el pacto de si-lencio se rompió en tal o cual fecha, se olvida que en las primeras elecciones generales, ce-lebradas el 1 de marzo de 1979, las evocacio-

nes del pasado realizadas por los dirigentes de los dos principales partidos con opción al triunfo fueron constantes en una campaña caracterizada por la agresividad de las mutuas acusaciones y cerrada con una dramática in-tervención de Adolfo Suárez ante las cámaras de televisión. Eran los primeros meses de 1979, con el pacto recién salido del horno, y no faltaron acusaciones sobre el pasado fa-langista y los servicios al Movimiento de va-rios miembros del partido del Gobierno, por un lado, ni sobre el marxismo que volvía para arramblar con “nuestro modelo de so-ciedad”, por el otro. Ocurrió luego que, a partir de 1982 y durante una década, con el centro hundido y la derecha dividida y des-orientada, sólo quedó un partido con opción al Gobierno, lo que volvía inútil diseñar campañas electorales con descalifi caciones del adversario basadas en el recuerdo del pa-sado de sus dirigentes: Fraga era en sí mismo criatura del franquismo y buena falta le hacía a Felipe González recordarlo, aunque no to-dos, y no siempre, se privaran de hacerlo.

De manera que si en los años ochenta el pasado no se hizo presente en las luchas políticas, no lo fue en virtud de un pacto de silencio sino porque el abrumador triunfo de los socialistas en las elecciones generales, ratifi cado en las autonómicas y municipales, confi rmaba que la guerra era historia y que el franquismo estaba condenado a malvivir bajo un techo electoral eternamente insufi -ciente para inquietar el triunfo de la izquier-da. De esa convicción, se derivó la idea de que la mejor política sobre el pasado era no tener ninguna: no se elaboró una política de la historia desde las instituciones centrales del Estado, y todo lo que se refería a las huellas del pasado –estatuas, callejero, nom-bres de centros sanitarios o docentes, mu-seos, coloquios, ciclos de conferencias, sub-venciones para investigación, archivos– se dejó a la competencia de ayuntamientos y gobiernos de comunidades autónomas. Por lo demás, al socaire del 50º aniversario del comienzo de tantas cosas, los años ochenta contemplaron un sustancial incremento de estudios, series coleccionables, congresos, coloquios y debates sobre República, guerra y franquismo.

Y por lo que respecta al debate público –en el sentido de social, no de político/ins-titucional–, hablar de la transición como de un tiempo en que el silencio sobre la guerra y el franquismo fue más absoluto es un des-propósito. Sin pretender que la mayoría de la sociedad se volcara en la rememoración del pasado –o quedara presa de sus redes–, lo cierto es que abundaron en diarios, revis-tas, libros, cines, exposiciones, homenajes, ciclos de conferencias, incontables ocasiones

23 El País, 19 de noviembre de 1977. Para ETA, Patxo Unzueta: ‘Euskadi: amnistía y vuelta a empezar’, en S. Juliá, J. Pradera y J. Prieto, coords., Memoria de la transición, págs. 275-283. Madrid, 1996. En ningún mo-mento del proceso ETA dejó de matar: el 4 de octubre de 1976, morían acribillados Juan María Araluce, presidente de la Diputación de Guipúzcoa, y cuatro policías; un año después, y muy pocos días antes de que el Congreso aprobara la Ley de Amnistia, ETA asesinó en Gernika a Augusto Unceta, presidente de la Diputación de Vizcaya, y a dos guardias civiles.

24 Como tituló el periodista José María Portell –intermediario de una posible negociación entre ETA y el Gobierno de Suárez– un libro que habría de ser póstu-mo: ETA Militar lo mató el 28 de junio de 1978.

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para traerlo a la memoria de un amplio sec-tor de ciudadanos menos amnésicos de lo que tantas veces se da por supuesto. Sin duda, no todo el mundo mostró un interés prioritario por sumergirse en el pasado; más aún, muchas iniciativas culturales se carac-terizaron precisamente por no querer saber nada de él, dando por supuesta su liquida-ción y experimentando con nuevas formas de cultura, mofándose de su zafi edad o to-mándolo como objeto de comedia o farsa. Pero confundir esas manifestaciones cultu-rales y esos sectores sociales con la totalidad de la cultura y de la sociedad es un error que no, por lo evidente, deja de sorprender a quien se asome sobre todo lo que se deba-tió del pasado de guerra y dictadura en aquellos años. Limitando estas breves notas al periodo que va de 1975 a 1979, resulta que la presencia de la Guerra Civil y del franquismo en el debate público fue perma-nente, como cualquiera puede comprobar con sólo darse un paseo por bibliotecas, he-merotecas, archivos, fi lmotecas.

Es curioso, por ejemplo, que en la mis-ma semana en que el Congreso de los Di-putados supuestamente sellaba un pacto de silencio, la revista Interviú publicara un re-portaje titulado “Otro Valle de los Caídos sin cruz. La Barranca, fosa común para 2.000 riojanos”. Interviú no era una revista académica ni de divulgación histórica, sino un semanario muy popular que alcanzó en 1978 una difusión de 706.745 ejemplares, la revista de información general más leída y difundida en España durante los años de transición. Y ese ar tículo no era una pieza aislada: formaba parte de una serie iniciada en agosto de 1977 y que se prolongaría has-ta febrero de 1979, con títulos como: ‘Ma-tanza de rojos en Canarias’, ‘Granada, las matanzas no se olvidan’, ‘Valladolid, 1936: madrugadas de sangre’, ‘Matanzas franquis-tas en Sevilla. Los 100.000 (sic) fusilados del 18 de julio’, ‘Navarra, 1936: Fusilados por Dios y por España’, ‘El pueblo desentierra a sus muertos. Casas de Don Pedro, 39 años después de la matanza’. Eran reportajes acompañados de fotografías, de testimonios de miembros de comisiones gestoras forma-das para vallar y adecentar las fosas, de de-claraciones de algunos familiares y vecinos de las víctimas; y pretendían. por sus gran-des titulares y el espacio que se les dedicaba, llamar la atención del público sobre las ma-tanzas perpetradas por los rebeldes a medida que conquistaban nuevos territorios y man-tener la memoria de sus víctimas.

Mientras Interviú escribía de matanzas y fosas, las revistas de divulgación histórica co-nocían el mejor momento de toda su exis-tencia: Historia 16, Historia y Vida, Tiempo

de Historia, Historia Internacional, Nueva Historia, algunas con ventas que en 1977 lle-garon a 55.000 ejemplares, la cifra más alta nunca alcanzada por la difusión histórica en España. Todas ellas volcadas en temas rela-cionados con la República, la guerra, la re-presión, la guerrilla, sobre los que mantenían frecuentes correos con sus lectores: en el nú-mero de abril de 1978 de Tiempo de Historia –por citar un ejemplo entre mil– publicó Eduardo de Guzmán ‘Después del 1º de abril. Un millón de presos y 200.000 muer-tos’, unas magnitudes de la represión luego muy repetidas. Fue, en fi n, la época en que revistas culturales y de información general, como Triunfo, Cuadernos para el diálogo, Cambio 16, La Calle, más espacio destinaron a la República, la guerra y el franquismo, abordándolos desde todos los ángulos posi-bles y dedicando especial atención a la repre-sión, la censura, la cultura25.

En el mundo editorial, nunca se asistió a tantas iniciativas para recuperar, como ya en-tonces se decía, el pasado y su memoria. La editorial del exilio que más importancia tuvo para una generación de españoles, Ruedo Ibérico, conoció entonces una “boyante si-tuación económica”26: sus libros, que pudie-ron entrar en España desde mayo de 1976, eran buscados por una legión de lectores. Y mientras nos acercábamos a las publicaciones de Ruedo, iban apareciendo ediciones facsí-miles de revistas editadas durante los años de República y guerra: Leviatán, Hora de Espa-ña, El Mono Azul, Milicia Popular, Nueva Cultura, Madrid. Cuadernos de la Casa de la Cultura, entre otras. Una de las editoriales españolas que colaboró con las alemanas en esta tarea de recuperación, Turner, publicó un buen número de libros sobre la guerra y el franquismo. Los tres volúmenes de La for-ja de un rebelde, de Arturo Barea, estuvieron disponibles desde 1977, como también esta-ban al alcance de la mano las memorias sobre El darrers dies de la Catalunya republicana, de Rovira i Virgili, o los diarios y memorias de Pere Coromines.

Memorias, por cierto, a las que dedicó una atención preferente la editorial Planeta, en la imprescindible colección Espejo de Es-paña, dirigida por Rafael Borrás, que publicó decenas de manuscritos de anarquistas, repu-blicanos, socialistas, comunistas, falangistas, monárquicos, católicos, centradas en la expe-riencia republicana, en la Guerra Civil y en

los años de dictadura. El mismo Borrás diri-gió también para Planeta la colección Textos, en la que se podía encontrar una Historia de la resistencia antifranquista (1939-1955), de Víctor Alba, y Retratos antifranquistas, de Carlos Rojas, al lado de Pérdidas de la guerra, de Ramón Salas. Y atentos como estaban en la editorial a las demandas del público, otor-garon varios de sus premios millonarios a au-tores que trataban de la Guerra Civil y del franquismo en sus novelas o que eran comu-nistas o lo habían sido: los premios Planeta de 1976, 1977, 1978 y 1979 fueron a recaer en Jesús Torbado, Jorge Semprún, Juan Mar-sé (que en 1976 editó en España Si te dicen que caí, publicada en México tres años antes) y Manuel Vázquez Montalbán.

No fue sólo Planeta la que ofreció bio-grafías y testimonios de protagonistas. En 1974, Ariel ya había editado en su valiosa colección Horas de España a Vicente Rojo y su ¡Alerta los pueblos! Dos ediciones seguidas, en abril de 1977, conoció España, de Pietro Nenni, en Plaza y Janés. También de 1977 es la primera edición en España de Guerra y vi-cisitudes de los españoles, escrito en 1940 por Julián Zugazagoitia, ministro de la Repúbli-ca, fusilado en Madrid tras su captura por la Gestapo en París. De otro capturado, y fusi-lado en Barcelona, escribió J. M. Poblet Vida i mort de Lluís Companys, aparecida en 1976. Seis volúmenes sobre el exilio, coordinados por José L. Abellán, publicó Taurus también en 1976. Y entre historiadores profesionales, además de ponerse por vez primera a dispo-sición de todo el mundo las obras de autores antes censurados (Th omas, Jackson, Gibson, Southworth, Broué, Temime), Raymond Carr y Juan Pablo Fusi publicaron España. De la dictadura a la democracia poco después de promulgarse la Constitución; Manuel Tu-ñón de Lara dirigió para Labor una Historia de España que en 1980 publicaba su volu-men X, ‘España bajo la dictadura franquista’ y, un año más tarde, su volumen IX, ‘La cri-sis de Estado: Dictadura, república, guerra’. Es significativo que los primeros estudios globales de la dictadura, como el publicado en 1980 por Shlomo Ben Ami, dedicaran al-gunas páginas a la orgía de terror desatada en-tre 1939 y 1942 y dieran por buenas las cuentas de Ciano durante su visita a España.

Por supuesto, la Guerra Civil y el franquismo eran temas recurrentes en la prensa diaria. No sólo en las fechas de obli-gada recordación, sino en artículos de opi-nión, innumerables, cada vez que un acon-tecimiento rompía esa imagen de transición pasiva, amnésica, que hoy se nos pretende imponer como memoria de la transición. Cuando Santiago Carrillo fue puesto en li-bertad tras su breve detención en los días de

25 Marie-Claude Chaput: ‘Histoire et mémoire dans Triunfo (1975-1982)’, en M.-C. Chaput y Jacques Maurice, eds., Espagne XXe siècle. Histoire et mémoire, Re-gards/4, págs. 49-73. París, 2001.

26 Albert Forment: José Martínez: la epopeya de Rue-do Ibérico, pág. 492. Barcelona, 2000.

EL FRANQUISMO: HISTORIA Y MEMORIA

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la Navidad de 1976, se abrió una polémica en la que no quedó periódico sin emitir su opinión ni dedicar páginas y páginas a su actuación durante los primeros meses de la Guerra Civil. Ni que decir tiene que cuan-do volvían del exilio destacadas fi guras de la cultura o de la política, como Salvador de Madariaga o Claudio Sánchez Albornoz, Rafael Alberti o Dolores Ibarruri, su retorno no pasaba inadvertido. Como tampoco pa-saron inadvertidas las memorias escritas por quienes habían sido relevantes fi guras del régimen y habían adoptado luego actitudes críticas y democráticas, como fueron los ca-sos de Dionisio Ridruejo y sus póstumas Casi unas memorias, o Pedro Laín y su Des-cargo de conciencia.

Hubo también un magnífi co nivel de divulgación en colecciones como la lanzada por La Gaya Ciencia bajo el título genérico Qué Fue, en la que publicó Juan Benet su ensayo sobre la Guerra Civil y Aranguren el suyo sobre los fascismos. Y en este mismo plano hay que contar la primera Historia del franquismo, publicada en 1976 por dos pe-riodistas de los que investigaban de verdad: Daniel Sueiro y Bernardo Díaz Nosty, el pri-mero de ellos autor, además, de un libro muy madrugador y documentado sobre La verdadera historia del Valle de los Caídos (1976), y el segundo autor también de La irresistible ascensión de Juan March (1977). No es necesario insistir en que estos libros concedían una especial atención a las activi-dades de la oposición antifranquista y a la re-presión que se abatió sobre ella, de la que co-menzaron a dar cuenta las memorias de al-gunas represaliadas, como en 1977 Desde la noche y la niebla: las mujeres en las cárceles franquistas, de Juana Doña, y En el infi erno. Ser mujer en las cárceles de Franco, de Lidia Falcón, que publicó además Viernes y 13 en la calle del Correo, también de 1977, y Los hijos de los vencidos en 1979, el mismo año en que aparecía Dona de pres, de Teresa Pà-mies. Pronto, pero ya en los ochenta, co-menzará a publicar Tomasa Cuevas su trilo-gía con testimonios de mujeres encarceladas.

Frente a quienes hablan de “silencio más absoluto”27, lo cierto es que no quedó en esos años terreno alguno sin explorar por de-cenas de historiadores, politólogos, sociólo-gos, periodistas, críticos literarios, ensayistas. Por supuesto, se trataba de un comienzo, pero si alguien se animara a emprender una investigación exhaustiva sobre todo lo habla-do y publicado en torno a la Guerra Civil y

el franquismo durante los primeros años de la transición quedaría impresionado por su enorme cantidad, calidad y variedad. Nadie de los que repiten que aquel fue un tiempo de silencio lo ha hecho; les basta con decir: la transición fue un tiempo de olvido y desme-moria, y dan el asunto por zanjado. Hasta que alguno se anime, en lugar de silencio y amnesia, podría afi rmarse con mejor motivo que en los años setenta se inició un trabajo de memoria, por un lado, y de investigación y divulgación, por otro, nunca desde enton-ces interrumpido, y que pocos años después podía ofrecer ya miles de entradas –libros, ar-tículos, catálogos, reseñas– sobre la guerra y la represión en los ámbitos locales, provincia-les, regionales y, sobre todos, los aspectos po-sibles de la Guerra Civil y del régimen de Franco. Libros que desmienten con su pre-sencia la supuesta “sintaxis de la desmemo-ria”, la retórica del pasado oculto, de la huida de la historia, de la memoria reprimida.

Asumir toda la historiaRecordar el papel que la transición a la de-mocracia desempeñó en la recuperación y discusión del pasado de guerra y dictadura no signifi ca que no quedara nada por hacer ni que todo lo que se hiciera entonces cons-tituya un logro absoluto e inamovible: nunca ocurre así en la historia. Por eso no es sor-prendente que a medida que cambiaba la co-yuntura política y nuevas generaciones afi r-maban su presencia en la esfera pública, la mirada sobre el pasado se transformara y nuevas preguntas surgieran a la luz, confi r-mando así esa especie de ley general de la memoria según la cual la percepción del pa-sado, especialmente del traumático, se modi-fi ca cada 20 o 25 años. En nuestro caso, lo nuevo fue que muchos nietos de los derrota-dos comenzaron a preguntarse qué había pa-sado con sus abuelos. Esta nueva mirada se afi rmó simultáneamente al retroceso del Par-tido Socialista en las preferencias de jóvenes electores y a la pérdida de mayoría absoluta en 1993 y su derrota electoral tres años des-pués. Fue la simultaneidad, cuando iban me-diados los años noventa del siglo pasado, de la aparición de estas nuevas cohortes de nie-tos de la guerra, del cambio de mayoría par-lamentaria y del giro en la política de los partidos nacionalistas a partir del pacto de Estella y de la declaración de Barcelona de 1998, los factores que han determinado un punto de infl exión en los objetivos políticos de la memoria de la guerra y de la dictadura.

Pues al cambio de mayoría y a las pre-siones nacionalistas debemos la llegada al Congreso de sucesivas propuestas no de ley presentadas por la oposición y dirigidas a condenar el golpe de Estado y la dictadura,

y que, tras múltiples avatares, culminaron en una resolución transaccional, aprobada por unanimidad por la Comisión Constitu-cional en noviembre de 2002, que reafi rma-ba “el deber de nuestra sociedad democráti-ca de proceder al reconocimiento moral de todos los hombres y mujeres que fueron víctimas de la guerra civil, así como de cuantos padecieron más tarde la represión de la dictadura franquista”28.

Las cosas, sin embargo, no quedaron ahí: tras el nuevo cambio de mayoría, la cuestión de la recuperación de la memoria histórica ha adquirido otra dimensión polí-tica, claramente explicitada por dirigentes de Esquerra Republicana cuando afi rman que si la ley de la memoria histórica, que este partido puso como condición para facilitar la investidura de Rodríguez Zapatero, “sólo pretendiera reparar algunas injusticias […] ERC no podría legitimarla”. Lo que ERC pretende con la recuperación de la memoria no es tanto reparar injusticias como poner “en cuestión un aspecto fundamental de la legitimación que la izquierda española ha hecho de la monarquía posfranquista y de la Constitución de 1978: el mantenimiento vi-talicio del jefe del Estado nombrado por el general Franco”. Más claro no podría decir-se; recuperar la memoria tiene, en manos de ERC, una valor instrumental: “Hacer evolu-cionar las mentalidades del conjunto de los pueblos ibéricos” con el propósito de desle-gitimar el régimen que socialistas y comu-nistas legitimaron “sin ninguna necesidad” en la transición29.

El reconocimiento moral de las víctimas de la guerra y de la represión franquista ha sido también la tarea emprendida por varias decenas de asociaciones para la recuperación de la memoria histórica, con la exhumación de cadáveres de asesinados durante la Guerra Civil, enterrados a la vera de los caminos a los que fueron conducidos por sus verdugos. Ahora bien, reconociendo el derecho que asiste a los familiares de dar digna sepultura a los muertos, la exhumación de cadáveres no siempre prueba que yacieran olvidados ni su traslado a un cementerio es la mejor política para conservar la memoria del crimen, como afi rman los promotores de estas iniciativas. Quienes, en los primeros años de la transi-ción, fueron a visitar, adecentar y llevar fl ores –también en zonas rurales– a las fosas de ase-sinados durante la Guerra Civil, sabían lo ocurrido a sus familiares o amigos aunque no los desenterraran y prefi rieran elevar en el lu-

27 Como escribe Franciso Espinosa: ‘Historia, me-moria, olvido. La represión franquista’, en Arcángel Bed-mar, coord, Memoria y olvido sobre la Guerra Civil y la represión franquista, pág. 106. Lucena, 2003.

28 DSCD, págs. 20510-11. Comisión Constitucio-nal, 20 de noviembre de 2002.

29 Joan Tardà i Coma: ‘ERC y la memoria histórica’, La Vanguardia, 20 de julio de 2005.

SANTOS JULIÁ

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gar un monolito a su memoria. Por supues-to, del asesinato de García Lorca se conocía y se recordaba todo, pero su familia optó por conservar el lugar de su enterramiento como lugar de memoria, sin exhumar ni trasladar a un cementerio sus restos: es la mejor elección para que perdure siempre, en el lugar de los hechos, el recuerdo de la infamia.

Por lo que respecta a su relación con la historia, esta nueva memoria ha tenido un efecto contundente: las investigaciones de-dicadas a la represión se han multiplicado hasta el punto de dominar en los últimos años a los demás temas relacionados con la República, la guerra y la dictadura. Como primer resultado, los avances realizados en esta dirección son notables: aunque listas de fusilados o represaliados por el franquismo, documentadas en fuentes de primera mano, comenzaron a aparecer hace 20 años, hoy conocemos mucho mejor que ayer los fun-damentos sobre los que se construyó la dic-tadura desde la Guerra Civil. Sobre todo, conocemos mucho mejor el peso abruma-dor que la represión tuvo en esa construc-ción: los trabajos sobre consejos de guerra, tribunales de responsabilidades políticas, comisiones de depuración, campos de con-centración, cárceles y colonias penitencia-rias, que debemos a investigadores de Barce-lona y Zaragoza, de Málaga como de Ma-drid, de Segovia o Girona, y de tantas otras capitales, han supuesto un incremento sus-tancial de nuestros conocimientos y, lo que no es menos importante, de nuestra con-ciencia del sufrimiento de los vencidos so-bre el que militares, clérigos y falangistas edifi caron el Estado nacional y católico que dominó largos años nuestras vidas.

Pero al buscar, con toda razón, los fun-damentos de la dictadura en el periodo de la guerra y al fundir, no siempre razonablemen-te, “Guerra Civil y franquismo”, se pasa a ve-ces por alto que en la guerra actuaron dos Estados y en el franquismo sólo uno, lo que ha llevado en no pocas ocasiones a la com-pleta absorción de la primera en la proble-mática del segundo, relegando a un plano se-cundario lo que la Guerra Civil tiene de es-pecífi co en relación con la dictadura. Dicho de otro modo, como la reparación de los vencidos y el reconocimiento a los persegui-dos se ha convertido en objetivo político de esta nueva memoria, están cayendo en pro-gresivo olvido, o se está dejando su recuerdo al cuidado exclusivo de los epígonos del franquismo, las víctimas de la represión en la zona republicana, bien porque se presentan acríticamente como si se tratara de muertos por casualidad o por una especie de ira in-controlada, bien porque se minimiza la mag-nitud de su persecución o se falsean sus cir-

cunstancias, bien porque nadie se ocupa de ellas30. Se dice que de esos muertos ya se ha hablado bastante y que ya obtuvieron su re-paración. Pero eso, para el trabajo del histo-riador, no puede ser una excusa: cuando se habla de “Guerra Civil”, no podemos pasar de la exclusiva visibilidad de los muertos en zona roja, propia de los años de la dictadura, a la exclusiva visibilidad de los muertos en zona nacional, como si una supuesta memo-ria democrática consistiera en volver del revés la memoria impuesta durante la dictadura; la democracia acepta mal el singular porque es incompatible con la existencia de un centro creador y difusor de memoria.

Esta invisibilidad guarda una estrecha relación con otro resultado de la absorción de la problemática propia de la “Guerra Ci-vil” en la de “franquismo”. Como durante la dictadura los militantes en partidos o sindi-catos de oposición siempre luchaban por la democracia, se ha atribuido también ese mismo carácter a todos los que respondieron con las armas a los militares rebeldes y se han reducido las complejas luchas y los cru-ces de confl ictos que caracterizaron a la Re-pública a una defensa de la democracia con-tra un ataque del fascismo. Se está abriendo así un foso entre una memoria de la Repú-blica en guerra que exalta su ideal republica-no y antifascista, pero elimina la compleji-dad y los confl ictos entre sus defensores, y una historiografía que ha identifi cado cada vez con más rigor los enfrentamientos no ya entre las distintas fuerzas que combatieron en su defensa, sino dentro de cada partido o sindicato. En el lado de la República lucha-ron anarquistas, sindicalistas, comunistas, socialistas, republicanos, nacionalistas catala-nes y vascos, militares y hasta guardias civi-les. Los confl ictos entre estas organizaciones fueron abundantes y dieron lugar a guerras dentro de la guerra en las que lo que se dilu-cidaba estaba lejos de ser una defensa de la República. Pretender la construcción de una “memoria democrática” –expresión contra-dictoria, pues la democracia habrá de dar curso inevitablemente a múltiples memo-rias– como si todo lo que en el lado de la República se oponía a los rebeldes fuera una lucha por la democracia es un anacronismo sin relación con la historia, aunque pueda

tenerla con una memoria que proyecta sobre la guerra lo específi co de la dictadura.

Desde el golpe de Estado militar contra la República y desde la revolución obrera y campesina, que fue su inmediata secuela, de-cenas de miles de españoles fueron “víctimas de la Guerra Civil”, aunque su compromiso estuviera lejos de ser por la democracia e in-cluso aunque no tuvieran compromiso algu-no: miles de pacífi cos ciudadanos fueron li-quidados en aquellos macabros paseos, en zona rebelde como en zona republicana, sin procesamiento, sin juicio alguno, por la más nimia sospecha de simpatía hacia el otro bando, por cubrirse con sombrero o por cal-zar alpargatas, por unas políticas implacables de limpieza o de depuración, de venganza y exterminio, como las llamó el presidente de la República, de las que ninguna de las dos zonas en guerra se vio libre, aunque fueran distintas su naturaleza, amplitud y duración. Más tarde, una vez la guerra terminada, de-cenas de miles de españoles fueron depura-dos, encarcelados, torturados y ejecutados, condenados por consejos de guerra bajo la acusación de rebelión o adhesión a la rebe-lión militar, o pasaron largos años de prisión en aplicación de leyes inicuas que tipifi caban como delito el ejercicio de derechos funda-mentales: fue un aparato burocrático de Es-tado puesto al servicio de una política que ya no podía buscar el triunfo sobre el adversario sino simplemente su erradicación. Un Esta-do y una sociedad democráticos tienen que asumir, si emprenden una política de la his-toria, la carga de todo ese pasado de guerra y dictadura y no pueden hacer con ellos distin-ciones, por más que las hiciera la misma dic-tadura, que sólo honró la memoria de sus muertos. Ésta es la única vía posible para que la memoria de los nietos, complementando más que negando la de los hijos, sirva para rehabilitar a los muertos y honrar a todas las víctimas a la par que colabora a la nunca aca-bada búsqueda de la verdad histórica sobre nuestro pasado. ■

[Este artículo es adaptación y síntesis de las contribu-ciones de su autor al libro Memoria de la guerra y del franquismo, de próxima publicación por la Editorial Pablo Iglesias].

Santos Juliá es catedrático de Historia del Pensa-miento y de los Movimientos Sociales y Políticos en la UNED. Autor de El socialismo en la política espa-ñola, 1879-1982 y de Historias de las dos Españas

30 Montse Armengou y Ricard Belis escriben en Las fosas del silencio. ¿Hay un holocausto español?, pág. 92, Barcelona, 2004, que las autoridades republicanas decidieron trasladar desde la cárcel Modelo a “un nume-roso grupo, [que] podría llegar a superar el millar”, de “destacados presos de derechas que podrían colaborar con los golpistas”. Y añaden: “Nunca llegaron a su destino”, como si su destino no hubiera sido desde el principio ser fusilados en el lugar adonde les conducían los autobuses y como si todavía cupiera alguna duda de que los fusilados superaron con creces “el millar”.

ALEMANIA: 60 AÑOS DESPUÉSLa losa del pasado

IGNACIO SOTELO

Sesenta años después de terminada la II Guerra Mundial, y tras 10 de agrias polémicas, el 10 de mayo de 2005 se

inauguró a pocos metros de la puerta de Brandeburgo, en el mismo corazón de Ber-lín, un monumento que ha de mantener la memoria del Holocausto. Alemania sigue confrontada con un pasado que permanece siempre presente. ¿Cómo se explica, 60 años después, la actualidad del pasado nazi? ¿Aca-so la llamada “superación del pasado” (Ver-gangenheitsbewältigung) ha supuesto un in-menso fracaso? Lo primero en que cabría pensar es que no se han hecho bien las cosas, pero pronto se cae en la cuenta de que pro-bablemente no cupiese otro resultado; no sólo porque en principio ningún pasado puede ser superado (pesa siempre sobre el presente, modelando de alguna manera el futuro), sino porque habría acontencimien-tos, como los crímenes nazis contra la hu-manidad, que por su propia índole nunca podrán superarse. “Superar el pasado”, una expresión ya decaída pese a que haya preva-lecido durante decenios en Alemania, sería ciertamente una pretensión inalcanzable.

Las dos explicaciones (que no se hayan hecho bien las cosas o que el objetivo sea inaccesible) puede que tengan parte de ver-dad. No cabe decir que la “superación del pasado” en los últimos 60 años haya sido un rosario de aciertos, ni, aunque a primera vis-ta parezca imponerse la idea de que existen pasados por sí mismos insuperables, y de es-ta categoría sería el Holocausto, no son po-cos los que cuestionan que los crímenes na-zis contra la humanidad se defi nan como únicos, es decir, sin precedentes constatables ni la posibilidad de que vuelvan a ocurrir. Una mirada retrospectiva ratifi ca, en efecto, que en la historia nada se repite. El histori-cismo decimonónico ya subrayó la singulari-dad (Einmaligkeit) de lo histórico, pero sa-cando la conclusión harto discutible de que el método comparativo no podría aplicarse a la historia, tal como luego sí se ha hecho en

el siglo xx al ir descubriendo estructuras se-mejantes en situaciones distintas. Fijar un determinado evento como único e irrepeti-ble supone sacarlo del fl uir de la historia, que es siempre continuidad y cambio, para, de alguna forma, sacralizarlo. No cabe la menor duda de que para manejar el presente se puede aprender, y mucho, de la historia: historia magistra vitae.

La primera hipótesis reza que habrían sido un fracaso estos 60 años de pretendida “superación del pasado” en último término por no haber sabido enfrentarse a lo ocurri-do con coraje y verdad. Tratando de salvar a las profesiones y sectores sociales más impli-cados, se habría exagerado mucho en algu-nos puntos y ocultado otros esenciales. La historia de la “superación del pasado” sería así la de las distintas manipulaciones llevadas a cabo según la coyuntura. En apretada sín-tesis intentaré resumir la actitud de los que vivieron el nazismo y la guerra: la de los hi-jos que en 1967-1968 se rebelaron contra el silencio hipócrita de la generación anterior y la de los nietos que en 1989-1990 asistieron a la reunifi cación de los dos Estados alema-nes, y con ello a la desaparición del vestigio más visible y doloroso del pasado nazi.

La generación que perdió la guerraEl 8 de mayo de 1945, tras capitular sin condiciones, la población alemana se movía entre los escombros de las ciudades sin po-der hacerse a la idea de que yacieran sepul-tados todos los ideales en los que habían creído fi rmemente sobre la gran Alemania y muertos o desaparecidos los héroes del régi-men. Hitler, que tantas veces había procla-mado que no se repetiría el armisticio bo-chornoso de noviembre de 1918, había conseguido su empeño: esta vez nada de una negociación a tiempo que salvase al país de su total destrucción, sino una rendi-ción incondicional en una Alemania des-truida por completo. Los alemanes tuvieron la impresión de vivir un enorme terremoto

que en pocos minutos arrumbara con todo. En vez de hablar de “derrota” (Niederlage), se recurría a expresiones como “catástrofe”1, “desplome” (Zusammenbruch), “hundi-miento” (Untergang)2. O bien se habla de “la hora cero” (die Stunde Null), como si en la historia pudiese comenzarse alguna vez de la nada. Obsérvese que son expresiones que más bien parecen apropiadas para des-cribir un desastre natural. En efecto, los términos que se emplearon durante mucho tiempo aluden a un cataclismo de incalcu-lables dimensiones y no a un acontecimien-to histórico-social como es una guerra per-dida. Así como nadie busca a los responsa-bles de un terremoto, sino que todos se compadecen mutuamente, los alemanes se sintieron, no los responsables, sino las vícti-mas de lo ocurrido.

De la noche a la mañana, un pueblo fa-natizado, que en palabras y obras no había ocultado su entusiasmo por el nacionalsocia-lismo, se levanta neutral y distante: nadie habría tenido nada que ver con el régimen caído, a fi n de cuentas obra exclusiva de un demonio. Hitler sería el único culpable de la destrucción de Alemania en una guerra im-puesta por una gran coalición que trató de impedir que Alemania encontrase el lugar que le corresponde en el mundo. La biblio-grafía alemana sobre Hitler aparecida inme-diatamente después de la guerra le convierte en un monstruo o un loco que los alemanes habrían sufrido sin poder hacer nada en contra; o sea, también un fenómeno ex-trahistórico caído del cielo o, en este caso, más bien salido del infi erno.

Importa recalcar dos datos: el primero, que hasta la mitad de los cincuenta los ale-manes que pasaron del yugo de la dictadura

14 CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA ■ Nº 159

1 Friedrich Meinecke refl exiona sobre la historia más reciente en un libro que titula ‘La catástrofe ale-mana’, Die deutsche Katastrophe. Wiesbaden, 1946.

2 Todavía una película alemana reciente sobre las últimas semanas del führer lleva este título.

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nazi al arbitrio de los vencedores no se con-sideraron responsables de nada, teniéndose, en cambio, por las mayores víctimas del na-zismo. Todos los informes de los ocupantes muestran su extrañeza al comprobar que nadie habría tenido nada que ver con el ré-gimen caído. El poeta británico Stephen Spender, que viajó por la Alemania destrui-da entre mayo y octubre de 1945, se asom-bra de la repentina desaparición de los na-zis, aunque, claro, tampoco se pondrían fá-cilmente en contacto con un ofi cial inglés3. Se transmitía la impresión de que Hitler hubiera gobernado con la oposición pasiva de todo un pueblo.

Más llamativo aún es que, después de caída una tan brutal dictadura, en los pue-blos y pequeñas ciudades no se produjese ninguna agresión contra los jerarcas nazis pese al comprensible temor que éstos tenían de que el pueblo se vengase. En Francia se persiguió a los colaboracionistas y varios mi-les fueron asesinados; y en menor medida en Italia, donde la resistencia garantizaba una alternativa al régimen fascista. En Alemania

funcionó la solidaridad nacional –a la hora de la derrota, todos alemanes– y nadie pen-só, no ya en perseguir o denunciar a los na-zis más implicados: es que ni siquiera fueron discriminados socialmente.

No era fácil sobrevivir en una Alemania destruida por completo; vencer los muchos obstáculos que impedían rehacer la vida se convirtió en la única tarea. Situación tan agobiante ofrecía la ventaja de que no deja-ba hueco para preguntarse por la culpabili-dad personal o colectiva. En un ambiente de ansiedad y penuria sumas no lograba pe-netrar en la conciencia de la gente la cues-tión más terrible: la exterminación de mi-llones de personas. La mayoría prefi rió re-fugiarse en la fantasía de que el alemán es un pueblo decente que no podía haber co-metido tamaños crímenes. Acusación tan tremebunda tenía que ser producto de la propaganda de los vencedores para destruir hasta la última pizca de dignidad que pu-dieran conservar los vencidos. El Holocaus-to –aún no había aparecido la palabra– va a tardar tiempo en ser admitido. La genera-ción que hizo la guerra nunca lo asumió, escudándose en su ignoracia. Ni siquiera los mandatarios en la cúspide del régimen ad-mitieron haber sabido algo del destino de

los millones de deportados4. Cierto que la detención, masiva a partir de 1942, de la población judía se hizo ocultando a deteni-dos y vecinos el fi n que les esperaba. No ca-be la menor duda de que las informaciones habían sido escasas, pero asombra que na-die hubiera podido imaginar qué ocurría con los judíos deportados.

Terminada la guerra, cuando excepcio-nalmente una persona se veía obligada a romper el silencio únicamente hablaba de los padecimientos sufridos, sobre todo en los últimos meses y después de la capitulación: los bombardeos de las ciudades, la expulsión violenta de sus territorios, los avatares de la búsqueda de los familiares. A la generación que vivió el nazismo e hizo la guerra la po-dríamos llamar la del silencio5; cuando no

3 Stephen Spender: European Witness. Hamish Hamilton, Londres, 1946.

4 Desde Albert Speer, ministro de armamento, según confesión propia, hasta el secretario de Estado en el Ministerio de asuntos Exteriores, Ernest von Weizsäcker, segun testimonio de su hijo, ambos con-denados a penas de prisión por el Tribunal de Núren-berg, nada habrían sabido del exterminio de millones de personas.

5 Sobre el silencio de la generación de la guerra, desde la perspectiva de los hijos, son del mayor interés los testimonios que recoge Gabriele von Armin, Das große Schweigen. Von der Schwierigkeit mit den Schatten der Vergangenheit zu leben, Kindler, Múnich, 1989,

ALEMANIA: 60 AÑOS DESPUÉS

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podían evitar el decir algo era tan sólo para dejar constancia de que nada supieron de los crímenes horrendos contra la humanidad y de que si, obligados por las circunstancias, colaboraron con el régimen habría sido siempre desde una oposición interna. La empresa Topf & Söhne de Erfurt no sólo construyó los hornos de los crematorios para Auschwitz, sino que los instaló y se ocupó de su mantenimiento, sin que al parecer ninguno de los ingenieros ni de los obreros que participaron en el montaje se preguntase cuál sería su uso. Poco se sabía, pero sobre todo nada se quería saber. En mayo de 1945, el dueño de la fábrica, Ludwig Topf, de 41 años, en la carta que deja antes de suicidar-se6, no se siente culpable ni asume responsa-bilidad alguna por haber proporcionado los hornos crematorios a Auschwitz. Decide quitarse la vida únicamente para no ser víc-tima de las injusticias que sufrirán los alema-nes tras la derrota.

En la posguerra, los alemanes permane-cieron unidos en la obra titánica de recons-truir el país; eso sí, sin preguntar a nadie por su pasado político. Nadie señaló con el dedo a maestros, profesores de secundaria y de universidad, jueces y empresarios con un pa-sado nazi. Ni un solo juez fue acusado de haber participado en alguno de los tribuna-les que dictaron 32.000 penas de muerte. Según la legislación entonces vigente, ha-brían obrado correctamente ¿Adónde iría-mos a parar si los jueces fuesen también res-ponsables de las leyes que aplican? La tarea que urgía era levantar el aparato del Estado, o, mejor dicho, de los dos Estados, cada uno en un bando de la guerra fría. Éste es el fac-tor principal que explica que las potencias vencedoras llevaran a cabo una desnazifi ca-ción que pronto quedó en agua de borrajas. Cierto que en la zona soviética se hizo más a fondo, conectada con la estatalización de los medios de producción; pero las potencias vencedoras en las cuatro zonas no tuvieron más remedio que, sin hacer demasiadas ave-riguaciones sobre el pasado, emplear a la gente disponible. Los que habían servido a la vieja Alemania se pusieron a disposición de los nuevos regímenes con el mismo afán y la misma lealtad. La guerra fría, que empe-zó a cuajar en la inmediata posguerra, prote-gió el silencio que mantuvo la generación que hizo la guerra.

En los años cincuenta, la restauración de la Alemania que condujo al nazismo en la República Federal consolidó a los anti-guos nazis en la empresa, la política, la jus-

ticia y la universidad. Hoy muchos piensan que se acertó con esta política de borrón y cuenta nueva; no se podía perseguir ni si-quiera discriminar a esa inmensa mayoría nazi o que colaboró con un régimen que se confundió con el Estado. Ningún pueblo, por razones ideológicas o morales, puede deshacerse de sus cuadros intelectuales, científi cos o técnicos. Tampoco Lenin ac-tuó de otra forma al incorporar la ofi ciali-dad y la burocracia zaristas al Estado de los sóviets. En todo caso, aunque en el corto plazo el balance de esta política fuera positi-vo, se pagó un altísimo precio al tener que poner sordina a la discusión pública sobre los crímenes nazis, diluir la responsabilidad del pueblo alemán, así como ocultar los an-tecedentes pero también las posibles conse-cuencias de tan trágica experiencia.

La reacción del mundo universitarioUn caso paradigmático del comportamien-to de los alemanes en la inmediata posgue-rra es la reacción del mundo universitario. Dos rasgos lo resumen: se mantiene en sus puestos a todo el personal comprometido por su pasado nazi, a la vez que se impone un silencio absoluto sobre lo ocurrido en el ámbito en que cada uno se mueve. Se re-construyeron los edifi cios a gran velocidad y se reanudaron las clases en el semestre del invierno 1945-1946; eso sí, con los mismos profesores, como si nada hubiera ocurrido. A comienzos de los sesenta, en la Universi-dad de Colonia, oí decir que el sociólogo René König, que había emigrado durante la dictadura y que no tenía pelos en la len-gua al denunciar el pasado nazi de algunos de sus colegas, era judío, única forma de explicar primero el exilio y luego tan extra-vagante comportamiento7.

El que la desnazifi cación no pasara por las aulas es tanto más de lamentar, porque en 1933 las universidades se distinguieron por la profusión de nazis, tanto entre profe-sores como estudiantes. Conviene recordar que las quemas de libros, presididas por el rector, en compañía del claustro casi al completo, que se celebraron el 10 de mayo de 1933 ante las puertas de las principales universidades, fue una idea surgida en los medios académicos ante las que Goebbels en un principio se había mostrado muy re-celoso. Cumpliendo con su condición de vate, Heinrich Heine lo había anunciado:

se empieza quemando libros y se acaba quemando personas. En las universidades, donde el antisemitismo había calado muy hondo, a partir de 1933, la depuración de judíos se llevó a cabo con la máxima dili-gencia. Fueron expulsados cientos de profe-sores, una buena parte de ellos entre los más relevantes. La consecuencia fue perder –sin que se haya vuelto a recuperar– la pri-macía alcanzada a fi nales del xix y primeros decenios del xx en los saberes y en las cien-cias. Es uno de los mayores costos del nazis-mo y del que menos se habla.

Con la llegada de Hitler al poder se inicia un rápido declive, en primer lugar intelectual y moral, que ha dejado su hue-lla hasta hoy en todos los ámbitos sociales. La Alemania que emerge en 1945 de las ruinas nada tiene ya que ver con aquella de “pensadores y poetas” que se había ido formando a partir de la segunda mitad del siglo xviii. Pudo restaurarse la estructura social y empresarial, se reconstruyeron las fábricas y los edifi cios, pero Alemania ha-bía perdido defi nitivamente su superiori-dad en las ciencias y en los saberes fi losófi -cos y humanísticos, abocada a una crisis moral y de valores que con el paso del tiempo no ha hecho más que aumentar. Que la Alemania de después de la guerra fuese sin solución de continuidad la ante-rior a la catástrofe únicamente se sustenta-ba en la aspiración de la República Federal a presentarse como la heredera del Reich con todos los derechos y obligaciones. Pre-tensión que se derrumba en 1990 al recu-perar Alemania la soberanía plena sin un tratado de paz que corroborase esta conti-nuidad. Ello permite reconsiderar la rup-tura total que signifi caron los 12 años de nazismo en todos sus múltiples aspectos, no sólo los jurídicos y políticos.

El primer escrito de Habermas que atrajo la atención del mundo académico es de 1953 –tenía 24 años– y se publicó en el Frankfurter Allgemeine Zeitung, uno de los periódicos de mayor infl uencia en Ale-mania8. El artículo consiste en un comen-tario al libro de Martin Heidegger Intro-ducción a la metafísica, con la intención política de censurar que el ilustre fi lósofo no hubiera modifi cado en 1953 el texto de 1935, ni siquiera añadiendo una breve explicación al hecho tan llamativo de que, pese a la experiencia histórica vivida, se hubiera atrevido a mantener un elogio del

6 Documento de la exposición especial que sobre la empresa Topf montó el Museo Judío de Berlín en el verano de 2005.

7 ¿Como podía haberse exiliado si no pertenecía a un partido de izquierda o no era judío? Al ser evi-dente que la primera hipótesis no encajaba, no queda-ba más que la segunda. René König: Leben im Widers-pruch. Versuch einer intellektuelle Autobiographie, pág. 122. Ullstein, Berlín, 1984.

8 Mit Heidegger gegen Heidegger denken. Zur Veröffentlichung von Vorlesung aus dem Jahre 1935. FAZ, de 25 de julio de 1953. Vuelto a publicar en Philosopische-politische Profi le, págs. 67-75. Francfort/M 1971.

IGNACIO SOTELO

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nacionalsocialismo. Heidegger, al criticar la noción de valor, y con ella la fi losofía de los valores, escribe:

“Lo que hoy se ofrece como fi losofía cabal del nacionalsocialismo nada tiene que ver con la verdad y grandeza de este movimiento; a saber, el encuentro de una técnica, abocada a ser planetaria, con el hombre moderno“9.

El joven Habermas se muestra en extre-mo respetuoso con el fi lósofo –considera Ser y tiempo el libro más importante de la fi loso-fía alemana desde la Fenomenología del espí-ritu–, pero recaba también el derecho a la crítica de posiciones teóricas con graves con-secuencias políticas; máxime cuando estima que la alusión elogiosa al nacionalsocialismo no es algo accidental que podría haber su-primido, sino un elemento esencial de un libro en el que Heidegger relaciona la cues-tión del ser con la situación histórica de su tiempo. No es sólo que el pensador Heide-gger haya sentido simpatía por el nazismo; mucho más grave es que su fi losofía está es-trechamente ligada con semejante barbarie10 ¿Cómo hacerse cargo de la estrecha conexión existente entre la sutileza supercivilizada de la fi losofía heideggeriana con el terror que implica el nazismo?

El nazismo se halla presente en los nive-les más profundos del pensamiento de Hei-degger, que, no lo olvidemos, el joven Ha-bermas considera el fi lósofo alemán más im-portante desde Hegel. Tiene que dar que pensar que una cabeza fi losófi ca de tal cali-bre pueda caer en el primitivismo de mos-trar su admiración por el nacionalsocialis-mo, tanto más cuando, en rigor, no hubo en

Alemania una intelectualidad nazi digna de mención, salvo algunas excepciones, como su amigo Karl Schmitt. Y ello debido en gran parte a la mediocridad de los mandos, que repelió a todos los intelectuales de ma-yor cacumen, empezando por Heidegger, Jünger o Benn, que de muy buen grado hu-bieran querido aportar su grano de arena.. Esta estrecha conexión entre las tradiciones intelectuales alemanas y el nazismo –en la universidad se crea el caldo de cultivo que nutre el virus nazi– sólo se explica si se tiene en cuenta que la ideología nazi, lejos de ser un fenómeno extraño o marginal, hunde sus raíces en lo más específi co de la cultura ale-mana. En realidad, el fascismo alemán –es-cribe Habermas en la línea del Fausto de Tomas Mann y luego del Lukács de La des-trucción de la razón– brota de una tradición cultural muy alemana, que no fue menos re-levante porque los dirigentes nazis no la su-pieran aprovechar. El joven Habermas pone el dedo en la llaga al señalar el aspecto polí-tico más escabroso: la Alemania de la pos-guerra ha rehuido sistemáticamente hacer explícita la tradición intelectual que desem-boca en el nazismo, así como ha evitado, con muy pocas excepciones, una confronta-ción directa con los orígenes e infl uencia posterior de la ideología nazi.

Al cerciorarse de los crímemes del nazis-mo, el Habermas recién salido de la adoles-cencia había esperado del pueblo alemán una reacción colectiva altamente moral, pero se topa con el silencio que la restauración ampara en todos los ámbitos sociales. El choque de sus expectativas con el mundo social en el que ha crecido le lleva a distan-ciarse de una sociedad que nada quiere saber del pasado y que, por ello, de algún modo niega el futuro; empeñada tan sólo en saciar el hambre, una vez que lo consigue en un plazo sorprendentemente corto, el llamado “milagro alemán”, queda amarrada al afán de satisfacer nuevas necesidades materiales. Escepticismo y consumismo marcan así las coordenadas dentro de las cuales se mueve una generación que se distingue por haberse enriquecido a gran velocidad11.

Si el Heidegger del silencio solidario con el pasado nazi –el alemán no dobla la cerviz ante el vencedor– coincide con una buena parte del pueblo alemán, la excepción es su antiguo amigo, el también fi lósofo Karl Jaspers. Ya lo había sido durante la dictadu-ra, al perder la cátedra de Heidelberg por no divorciarse de su mujer judía. A su vuelta a la universidad en 1945 y exigir, por un lado,

una renovación profunda de la institución acorde con la tragedia vivida y, por otro, preguntarse por la culpa que pudiera recaer sobre cada alemán en particular o sobre el pueblo alemán en general, se sale otra vez de las pautas de la universidad restaurada. La cuestión de la culpa (Die Schuldfrage, 1946) en el tema que nos ocupa es el libro más im-portante de la posguerra. Distingue la culpa penal, que recae en aquellos que hayan co-metido crímenes que quepa probar con he-chos fehacientes y que sólo pueden dirimir los tribunales; la culpa política que atañe a los gobernantes, pero también en buena parte al pueblo que los ha tolerado, que han de apreciar las potencias vencedoras; la culpa moral que pudiera derivarse de las acciones u omisiones en el Tercer Reich y que cada uno tiene que despejar ante su propia conciencia; y, en fi n, la culpa metafísica, fundamento de las tres anteriores, que se basa en la solidari-dad que el hombre ha de tener con el hom-bre y que nos hace corresponsables de todo lo que ocurra de injusto sobre la Tierra, de la que Dios es el único juez supremo. La culpa, sea penal, política o moral, concierne tan só-lo a individuos, nunca a un pueblo en su conjunto. No existe una culpa colectiva que, como el pecado original, se traslade de una generación a otra, pero sí una responsabilidad de todos que se asienta en la conciencia de cada uno de los ciudadanos. Con la nega-ción de una culpa colectiva y la distinción entre culpa y responsabilidad, Jaspers deja sentados los conceptos básicos con los que desde entonces ha operado Alemania.

No habrá que insistir en que el discurso de Jaspers, máxime cuando pretende iniciar una nueva fase en la universidad y en la vida espiritual de Alemania, no encaja en absolu-to en el ambiente de aquellos años. Asquea-do, acepta en 1946 un llamamiento de la Universidad de Basilea. Cuando 20 años más tarde ocurre lo que al terminar la guerra hubiera sido impensable y un viejo nazi, Kurt Georg Kiesinger, es elegido canciller de la República Federal, Jaspers y su esposa re-nuncian a la nacionalidad alemana12. Dada una divergencia creciente, a nadie extrañará que la crítica que Jaspers hace en estos años a la evolución política de la República Fede-ral apenas haya calado en Alemania.

Quedamos en que existe no una culpa colectiva, sino tan sólo una responsabilidad del pueblo alemán. Sobre esta base, en los

11 Jürgen Habermas: Notizen zum Mißverhältnis von Kultur und Konsum, págs. 212-228. En Merkur, 1956.

9 Martin Heidegger: Einführung in die Metaphysik, pág. 152. Tubinga, 1953. La cursiva es mía. François Fédier ha puesto énfasis en que Heidegger diferencia el nacionalsocialismo que conciben sus ideólogos, del que realmente es: “el encuentro de una técnica, abocada a ser planetaria, con el hombre moderno”. La técnica, el fenómeno universal para la que la verdad es el éxito, se encuentra con el hombre moderno, el sujeto libre, autó-nomo, no vinculado a nada ni a nadie. El resultado es el nihilismo que lleva en su entraña una enorme capacidad de destrucción. Para Heidegger, la agricultura convertida en industria alimentaria motorizada, la fábrica de cadá-veres de los campos de concentración o la bomba ató-mica son aspectos de un mismo encuentro de la técnica con el hombre moderno. François Fédier, Misstrauen und Kritik. En Th omas Nipperdey, Anselm Doering–Manteuff el y Hans-Ulrich Th amer (Eds.):Weltbügerkrieg der Ideologien, pág. 298. Propyläen, Berlín, 1993.

10 Un reciente libro de Emmanuel Faye, Heideg-ger. L’ Introduction du nazisme dans la philosophie, Al-bin Michel, París, 2005, apoyándose en un estudio exhaustivo de textos inéditos o hace poco publicados de los seminarios de Heidegger entre 1935 y 1949, muestra que la relación del ser (Sein) con lo que con-cretamente es (Seiende) la del führer con su pueblo, que entiende como la unidad de raza y sangre. Heide-gger habría elaborado fi losófi camente la cosmovisión del nazismo ya desde Ser y tiempo.

12 Entre los indignados porque un nazi sea elegi-do canciller se encuentra Günter Grass, representante cabal de la generación de los hijos. Véase la carta abierta que el 30 de noviembre de 1966 dirige a Kurt Georg Kiesinger. Günter Gras: Artículos y opiniones (1955-1971), pág, 202-203. Galaxia Gutenberg, Bar-celona, 2004.

ALEMANIA: 60 AÑOS DESPUÉS

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años cincuenta, la República Federal de Alemania paga las indemnizaciones (Wie-dergutmachung se dice en alemán, algo así como “devolver el bien arrebatado”, una expresión que alude a algo tan inalcanzable como “la superación del pasado”), en pri-mer lugar y sobre todo, al pueblo judío y al Estado de Israel. La guerra fría impide que estas reparaciones lleguen a otros pueblos, como el ruso y el polaco, que, asimismo, sufrieron una política de exterminio. Los gitanos, pese a que fuesen aniquilados casi en la misma proporción que los judíos, tu-vieron más difícil conseguir las indemniza-ciones. Al fi nal, el responsable legal de tan-tos genocidios ha sido el Estado alemán, re-presentado por la República Federal de Ale-mania, que, como he dicho, se considera la continuadora, con todos los derechos y obligaciones, del Reich desaparecido.

La generación de los hijosA mitad de los sesenta, la generación nacida en la guerra, o poco después, rechaza la hi-pocresía de los padres que han evitado enca-rarse con el nazismo, a la vez que desenmas-

cara a la potencia que los ha amparado, y ahora, en nombre de la libertad y la demo-cracia, ataca a un pueblo indefenso que lucha por su independencia (Vietnam) o protege a un dictador como el Sha de Persia. Dos decenios después de terminada la guerra, con la revuelta estudiantil de 1967-1968, se produce la ruptura genera-cional con el pasado nazi. El alejarse crítica-mente de los padres y de Estados Unidos les lleva a plantear de nuevo el tema tan pelia-gudo de las causas del nazismo. Para dome-ñar el pasado, la cuestión clave es identifi car a las fuerzas sociales que le alzaron al poder. La respuesta del movimiento estudiantil re-coge la que había ya propuesto la izquierda marxista en los años treinta, y repite Hor-kheimer a su regreso del exilio: “El que no quiera mencionar al capitalismo, que calle sobre el fascismo”. Ante el avance del movi-miento obrero y la cercanía de una revolu-ción proletaria, el fascismo habría sido la forma que adopta un capitalismo a la defen-siva. El objetivo principal es acabar con la amenaza obrera, a la vez que un rearme ace-lerado favorece el rápido enriquecimiento de

los “capitalistas monopolistas”. Los hijos de los que colaboraron con el nazismo han en-contrado por fi n en el capitalismo la causa última del nazismo13. Superar el fascismo signifi caría ni más ni menos que superar el capitalismo, pero también las formas dege-neradas del “colectivismo burocrático” del bloque soviético. En una Alemania dividida no se podía ignorar lo que ocurría al otro la-do del muro.

Tomando como base esta misma argu-mentación –el capitalismo en determinadas condiciones origina el fascismo–, la Alema-nia Oriental, que había suprimido el capita-lismo, se consideraba a sí misma el baluarte seguro del antifascismo, mientras que la Ale-mania Occidental, en manos del “capitalis-mo monopolista”, continuaría siendo fascis-ta. La paradoja que tenía que digerir el mo-vimiento estudiantil anticapitalista era que la Alemania que se enorgullecía de su anti-fascismo mostraba lamentablemente no po-cos puntos de contacto con el fascismo, al-gunos tan estridentes como la dictadura del partido único, la existencia de una ideología ofi cial indiscutible o de aparatos policiales represivos. El movimiento estudiantil enar-bolaba la bandera del anticapitalismo, pero a la vez tenía que marcar, sin conseguirlo siempre, una línea divisoria con el “socialis-mo real”. Y las cosas se complican porque la autodefi nición anticapitalista, que algunos líderes estudiantiles vinculan a la apelación a la violencia, les acerca al modelo soviético. Expulsar de clase a los profesores que se oponen a los argumentos revolucionarios, quemar periódicos que mienten sistemática-mente, promocionar tan sólo a los que pen-saran de la misma forma: todo ello lleva al líder teórico de la izquierda intelectual, Jür-gen Habermas, a condenar los métodos de estos jóvenes revolucionarios que recordaban demasiado a los del fascismo. Los bandos en liza se acusaron mutuamente de fascistas, hasta el punto de que el concepto pierde contenido y se convierte en un insulto que se lanzan los unos a los otros.

13 No cabe una explicación simplista de la re-lación capitalismo-fascismo, como si el fascismo hu-biese sido únicamente la reacción capitalista contra la amenaza obrera. Fue eso y más, como muestra el que otros países, como el Reino Unido y Francia, con movimientos fascistas de peso, salvaran la crisis sin destruir las instituciones democráticas. Henry Ashby Turner, jr., en su libro Faschismus und Kapitalismus in Deutschland, Gotinga, 1972, trata de mostrar que si bien las grandes empresas se apartaron de la república de Weimar, lo que contribuyó decisivamente a su caída, en la crisis de los treinta apuestan más bien por Brüning y von Papen, y sólo a partir de 1932, dado el apoyo popular con el que cuenta, por Hitler.

IGNACIO SOTELO

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La generación de los nietosDespués de que el movimiento estudiantil se hubiese disuelto en mil pequeñas sectas para que al fi nal una pequeñísima parte se descarriara en el terrorismo, en los años ochenta surge un nueva generación, la de los nietos, obsesionada por ganar dinero y disfrutar de la vida: si se quiere, un replie-gue a un conservadurismo que trajo consi-go un mayor distanciamiento de un pasado nazi que quedaba ya muy lejos. El que hu-biera desaparecido la agresividad que los hi-jos mostraron contra la generación de la guerra facilitó hasta cierto punto un trata-miento más objetivo del pasado. En este ambiente se va abriendo paso una nueva interpretación de la derrota, que deja de apodarse catástrofe, desplome, hundimien-to, para llamarla por fi n liberación.

Desde sus orígenes, la República Demo-crática Alemana celebraba el 8 de mayo co-mo el día en que la Unión Soviética había li-berado al pueblo alemán del fascismo; en cambio, en la República Federal transcurría un silencio embarazoso. El 8 de mayo de 1985, 40 años después de la derrota, tal vez marque el hito de una nueva relación de la Alemania Federal con el pasado. En un dis-curso ante el Parlamento, el presidente Ri-chard von Weizsäcker manifi esta que en esta fecha se conmemora la liberación del pueblo alemán, algo que hasta entonces nadie desde el Gobierno se había atrevido a decir en la Alemania Federal. Cierto que Theodor Heuss, antes de ser elegido primer presiden-te de la nueva república, en un discurso ante el Consejo Parlamentario, la institución que había redactado la Ley Fundamental, ya ha-bía afi rmado que el 8 de mayo de 1945 re-presenta la paradoja más trágica, a la vez que más digna de refl exión, de la historia de Ale-mania, por cuanto “hemos sido salvados (erlöst) a la vez que destruidos (vernichtet)”. Pues bien, a partir de 1990, una Alemania unida celebra el 8 de mayo como el día de la liberación, quizá el único símbolo prove-niente de la Alemania del Este que haya so-brevivido. Los ultranacionalistas, que siguen considerando este día el más negro de la his-toria alemana, se han quedado en una mi-noría insignifi cante. La mayor parte de los alemanes, a la vez que asume la responsabili-dad por lo ocurrido, agradece a los aliados el que los hubiera liberado del fascismo.

En una Alemania libre y unifi cada que ha recuperado la soberanía plena tenía que surgir una nueva refl exión sobre el pasado nazi menos emocional y más objetiva. Pero, al intentar hacerse cargo de la historia, resul-ta ya muy difícil mantener los tabúes que han dominado el último medio siglo. En las condiciones de la guerra fría, instalado cada

Estado alemán en un bando, resultaba im-posible mencionar los crímenes de las po-tencias victoriosas. En Alemania Occidental no se podía recordar la destrucción de Dres-den y de otras grandes ciudades por los bombardeos angloamericanos ni en la Oriental las violaciones masivas de los rusos al tomar Berlín14; y en ninguna de las dos cabía criticar la expulsión de varios millones de alemanes de los territorios que Polonia y Rusia se anexionaron. La limpieza étnica que aplicaron serbios y croatas en la guerra civil de Yugoslavia, los aliados la habían practica-do a gran escala en los territorios arrancados a Alemania. Su reivindicación se había man-tenido un tanto artifi cialmente en las asocia-ciones de expulsados (Vertriebene) de la Ale-mania Occidental, a la espera de un tratado de paz que nunca habría de llegar. Si se ha logrado la unifi cación de Alemania ha sido por haber garantizado, especialmente a Po-lonia, las fronteras establecidas después de la II Guerra Mundial. La superación del pasado ha exigido reconocer, por un lado, la respon-sabilidad alemana por los crímenes nazis, aceptando plenamente; por otro, las conse-cuencias de la II Guerra Mundial para el mapa político de Europa.

¿Responsabilidad exclusiva de los alemanes o de todos los europeos?La historia, en gran parte fallida, de la supe-ración del pasado hay que conectarla con el hecho fundamental y ampliamente conoci-do, que, sin embargo, pocas veces se men-ciona, de que la mayor parte de los alemanes se entusiasmaron con Hitler, y no sólo a partir de 1938, cuando se había evaporado un paro que en 1932 había alcanzado el 30% de la población activa y se había conse-guido el vaciamiento del Tratado de Versalles con la militarización de Renania en 1936, la vuelta del servicio militar obligatorio y una carrera armamentística desenfrenada. Entre los logros de aquellos años está, además, el haber reunido los territorios alemanes dis-persos, integrando en el Reich a Austria y, gracias al Acuerdo de Múnich, la parte de Checoslovaquia predominantemente alema-na. El biógrafo de Hitler Joachim Fest ha llegado a escribir: “Si Hitler a finales de 1938 hubiera sido víctima de un atentado, pocos se resistirían a llamarle uno de los más grandes estadistas de Alemania, tal vez el realizador pleno de su historia”15.

Larga es la lista de factores que cabe sa-car a colación para explicar la crisis de la re-pública de Weimar y el ascenso de Hitler, ambos fenómenos interdependientes. No faltan autores que se preguntan a qué situa-ción límite habría llegado Alemania para que la mayoría votase el nacionalsocialismo, pues, sin la crisis continuada de la democra-cia de Weimar, nunca hubiera alcanzado el poder una fi gura tan marginal como Hitler. Se han enumerado como factores decisivos la caída del káiser; la leyenda de la “puñalada en la espalda” como explicación de haber perdido la guerra; el fracaso de la ulterior re-volución socialista; el modelo o el terror que representaba el bolchevismo, el “dictado de Versalles”; una superinfl ación que proletariza a amplios sectores de las clases medias; en suma, el que se estableciese una república sin republicanos, con una oposición crecien-te de extrema derecha y de extrema izquier-da. Pese a tantos elementos negativos, la de-mocracia hubiera tal vez sobrevivido –en 1925 el futuro parecía mucho más despeja-do– si la gran depresión de 1929-1930 no la hubiera llevado al límite; y aún así fueron motivos muy contingentes, como siempre ocurre en la historia, los que al fi nal resulta-ron decisivos. En todo caso, si se comparan las experiencias vividas en los 15 años de de-mocracia con los éxitos indiscutibles de Hit-ler hasta fi nales de 1938 se comprende muy bien que más del 90% de la población apo-yase al nuevo régimen.

No obstante, esta compresión merma mucho si en la balanza ponemos la otra ca-ra de aquellos años triunfales: se habían abolido los partidos políticos, a la gente de izquierda la habían internado en campos de concentración, se habían suprimido los sin-dicatos libres, derruidas las instituciones democráticas, implantado la dictadura del partido único y, last but not least, se había dado rienda suelta a una discriminación persecutoria de los judíos, expulsándolos de las universidades, de las profesiones libera-les, del aparato del Estado. El alemán me-dio, contento con un mejor nivel de vida y satisfechas sus ambiciones nacionales, se re-fugia en la privacidad de la familia, profe-sión y amigos, admirando al gran genio que en pocas años ha transformado el país por completo, pero cerrando los ojos ante la brutalidad del nuevo régimen. La cuestión desgarradora, que incluso hoy raras veces se

14 Anónimo: Una mujer en Berlín. Anagrama, Barcelona, 2005.

15 Joachim C. Fest: Hitler, pág. 25. Ullstein, Ber-lin, 1973. Sebastian Haff ner recalca que a Hitler se le puede llamar de todo –un gran táctico político, un enorme demagogo o el mayor asesino de masas que haya conocido la historia–, pero en ningún caso un

estadista. Empezó desmontando el Estado alemán para gobernar según su omnímoda voluntad sin restricción alguna, y desencadenó y llevó adelante una guerra contra los intereses más elementales de Alemania, con el único afán de satisfacer sus visiones y designios per-sonales. Sebastian Haff ner, Anmerkungen zu Hitler, Kindler, Munich, 1978, págs. 55-56.

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formula, es qué ha fallado para que un pue-blo que estaba a la cabeza de nuestra civili-zación aceptara sin más la otra cara tan te-nebrosa del nazismo.

Ya en marzo de 1933 se establecieron los primeros campos de concentración para encerrar a los más de 25.000 comunistas, socialdemócratas y sindicalistas detenidos a raíz del incendio de Reichstag. Desde en-tonces, el número de campos, sobre todo una vez empezada la guerra, aumentó a gran velocidad hasta llegar a contarse más de 10.000, la mitad de ellos en Polonia. Si tenemos en cuenta la cifra enorme de per-sonal que se necesita para vigilarlos y admi-nistrarlos, y se calcula la distancia máxima que habría entre algún campo y la ciudad más próxima, es imposible suponer que la población no tuviere noticia de la existencia de esta otra sociedad esclavizada. Por duro que hoy resulte, no cabe otro remedio que admitir que los alemanes pensaron que or-den y bienestar tendrían sus exigencias y de alguna forma aprobaron este descomunal sistema carcelario.

El 1 de septiembre de 1939, pese al riesgo de que, en virtud de los acuerdos fi r-mados poco antes, Francia y el Reino Uni-do declarasen la guerra, la Alemania nazi invade Polonia. Una guerra que nadie que-ría en Europa, tampoco el pueblo alemán, pero que Hitler había buscado con avidez. Esta vez nada hay del entusiasmo bélico que compartieron todos los países belige-rantes en aquel fatídico agosto de 1914, fe-cha que marca el comienzo, no sólo de la tragedia alemana, sino de la europea. Los éxitos militares hasta 1941, que pusieron a Europa a los pies de Alemania, despejaron dudas y ansiedades, ratifi cando el mensaje ofi cial sobre la genialidad providencial del führer. Los alemanes marcharon a la guerra seguros de la victoria y, a pesar de que en los últimos nueve meses la destrucción de las ciudades y el número de víctimas civiles fueron mayores que en los cinco años ante-riores, hasta el último momento el amor a la patria se confundió con la adhesión al ré-gimen, salvo raras excepciones. “Hitler es Alemania y Alemania es Hitler”. Fueron los alemanes los que identifi caron nazismo y Alemania, el führer y la patria, asociación que luego ha costado tanto desarticular, cierto que mucho menos en Alemania que entre los pueblos que sufrieron sus atroci-dades. Pese a que desde 1942 la derrota era previsible, y desde 1943 segura, la mayor parte del pueblo alemán creyó en la propa-ganda, ya fuese en la bomba maravillosa que traería la victoria en el último minuto, ya en las crueldades que sufrirían si los ru-sos lograban entrar en Berlín; esto último

mucho más verosímil, teniendo en cuenta las barbaridades que los alemanes cometie-ron en Rusia.

Empeñado a toda costa en realizar sus planes de conquista y dominación mundial en una edad en que todavía fuese capaz de desplegar las que él creía sus dotes excepcio-nales, Hitler prosiguió su política de expan-sión agresiva hasta que estalló la guerra, única vía que consideraba la adecuada para alcanzar sus objetivos. La idea que Hitler tenía de sí mismo incluso sobrepasaba a la que ofrecía la propaganda ofi cial. Caso úni-co de soberbia que queda de manifi esto en el afán de que el tempo de la historia se do-blegase al de su biografía. Aunque en últi-mo término los alemanes fueran los respon-sables de que Hitler llegara al poder (pese a que es difícil calibrar la responsabilidad his-tórica de un pueblo), no me cabe la menor duda de que según avance el proceso de in-tegración europea y se logre una perspectiva histórica común que rebase las visiones de los Estados nacionales quedará patente la parte de responsabilidad que en el ascenso del nazismo tuvieron los vencedores de la I Guerra Mundial.

Sobre el tratado impuesto de Versalles y sus consecuencias, ya dijo Keynes en 1919 lo pertinente16. Son más abundantes los malentendidos que se han acumulado sobre la política de apaciguamiento. El Reino Uni-do pensó con muy buenas razones que le convenía mantener la paz a todo trance, lle-gando a practicar una clara política de co-operación con Hitler, como, por ejemplo, en la Guerra Civil de España, en que si no apoyó abiertamente a Franco como lo hizo Alemania, sí subrepticiamente con la políti-ca de no injerencia que perjudicaba, sobre todo, a la España republicana. Aunque en nuestros días prevalece una opinión adversa a la política británica de pacifi cación, llegan-do incluso a servir de contramodelo para de-fender las guerras preventivas, los británicos actuaron de manera coherente con sus inte-reses al apostar por la paz en un momento en que no estaban preparados para la gue-rra17, como bien quedó de manifi esto al co-mienzo de las hostilidades en 1939. El senti-do común británico dictaba qué concesiones territoriales amansarían a un Hitler que, por

lo demás, sólo tenía la palabra paz en la bo-ca. El único enfrentamiento bélico que se divisaba en el horizonte era entre Alemania y la Unión Soviética, dos sistemas totalita-rios que se mostraban enemigos irreconcilia-bles. Ante esta eventualidad, la política bri-tánica tenía que ser de entendimiento con Alemania. Sólo cuando no respeta lo acor-dado en Múnich y se anexiona toda la repú-blica checoslovaca, a la que convierte en un protectorado, Hitler se revela en toda su pe-ligrosidad, máxime cuando en agosto de 1939 fi rma un acuerdo con la Unión Sovié-tica, el pacto Ribbentrop-Mólotov, por el que ambas partes se comprometen a no ata-carse, repartiéndose las zonas de infl uencia: Rusia se quedaría con los Estados bálticos y Alemania con gran parte de Polonia.

En 1945 tenía yo nueve años, y recuer-do la admiración que algunos tíos, no mi padre, que era aliadófi lo, sentían por Hitler y los alemanes. Después he sabido que algu-nas de las personas que en mi juventud fue-ron mis tutores intelectuales, y que siempre he respetado, en aquellos años eran germa-nófi los fervientes. Dar cuenta de aquella ad-miración por el régimen nazi no es una cuestión que concierna tan sólo a los alema-nes, sino a los europeos en su conjunto. Fueron muchos, también en Francia y en el Reino Unido18, los que no ocultaron su ad-miración por Hitler o, cuando menos, su compresión por la Alemania nazi. Nos acer-caremos a una mayor objetivización del pa-sado, cuando éste deje de ser una cuestión exclusivamente alemana y la formulemos como realmente fue: una cuestión europea. El antisemitismo, el racismo y el fascismo son productos de nuestra común cultura cristiana y civilización capitalista científi co-técnica, en ningún caso una particularidad exclusiva de Alemania, aunque por una serie de circunstancias en este país ascendiese al poder el antisemitismo más fanático. En consecuencia, superar el pasado es una tarea de todos los europeos que sólo se habrá cumplido cuando no descarguemos todas las responsabilidades sobre Alemania, sino que los demás asumamos también las que nos corresponden.

La “controversia de los historiadores”Estas consideraciones nos llevan a la segunda interpretación que para dar cuenta del fraca-so de la superación del pasado mencioné al principio. ¿Hasta qué punto un pasado que incluye el asesinato de millones de personas

16 John Maynard Keynes: Economic Consequences of the Peace, 1919.

17 La situación económica del Reino Unido en 1933, con un 12,9% de desempleo, no permitía dedi-car más dinero al rearme. El Imperio en el Mediterrá-neo y en la India se tambaleaba, a la vez que los Domi-nios no mostraban la menor disposición a intervenir en una guerra en Europa, cuando, además, la política anti-comunista que Alemania practicaba en el interior pare-cía alejar la amenaza de una Europa marxista.

18 Ian Kershaw: Hitlers Freunde in England, DVA, 2005. Sobre el fascismo inglés, el capítulo 11 de Manuel Sarkisyanz: Hitlers englische Vorbilder, Kets-ch am Rhein, 1997.

IGNACIO SOTELO

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en los campos de exterminio no constituye algo único, sin precedentes ni posibles imi-tadores en el futuro, una singularidad irrepe-tible que lo convierte, por esto mismo, en insuperable? Alemania arrastrará para siem-pre la responsabilidad histórica de los geno-cidios cometidos. La construcción en el cen-tro de Berlín de un monumento a las vícti-mas del Holocausto quiere dejar memoria material sempiterna de esta responsabilidad asumida.

Justamente, la tesis de la excepcionali-dad absoluta del Holocausto desencadena en los años ochenta la llamada “controversia de los historiadores” (Historiker–Streit)19, en la que Habermas intervino con especial ímpe-tu. Lo más sorprendente de esta reacción es la continuidad que, 30 años más tarde, muestra en su estructura argumental con su primer escrito sobre Heidegger: el nacional-socialismo habría que instalarlo en una tra-dición específi camente alemana, que si por una parte resulta irrenunciable al confi gurar la identidad de cada alemán, por otra no ca-be asimilarla con dignidad si previamente no se ha expresado la solidaridad con las víc-timas y se ha aceptado la responsabilidad por los crímenes que esta tradición ha facili-tado. “Con aquellas relaciones vitales que hicieron a Auschwitz posible, está nuestra propia vida conectada, no por circunstancias contingentes, sino innerlich”20. “¿Cabe con-tinuar las tradiciones de la cultura alemana sin asumir la responsabilidad histórica sobre aquellas que hicieron posible Auschwitz?”21. La identidad de cada alemán depende de que mantenga vivo el sentido de responsabi-lidad por el pasado nazi, lo que a su vez exi-ge conservar la conciencia de su singulari-dad. Pese a los grandes cambios que ha ex-perimentado en su comprensión de la fi loso-fía y de la política, en el enjuiciamiento del

nazismo Habermas se mantiene fiel a las premisas de su juventud. Como si constitu-yera una marca generacional, sigue distan-ciándose de una sociedad no dispuesta a asumir la responsabilidad que le correspon-de por los crímenes del nazismo. Medio si-glo más tarde, la confrontación crítica con el nazismo –en la antigua RFA falló de una forma, en la antigua RDA, de otra– conti-núa siendo una tarea pendiente de cuyos costos, por no haberla llevado hasta el fi nal, empiezan a ser conscientes los alemanes más sensibles. Habermas inaugura su pensamien-to político con una denuncia de las raíces culturales del nazismo, y en este combate es-tá todavía empeñado.

La política racista del nacionalsocialis-mo, que culminó en un genocidio de incon-mensurables dimensiones, habría sido un fe-nómeno único, sin parangón posible en la historia. Ernest Nolte es, sin duda, el histo-riador que mejor ha criticado esta tesis, al centrar la cuestión, no en el antisemitismo y en el Holocausto, sino en la guerra civil que habría enfrentado a los dos grandes totalita-rismos del siglo xx, el bolchevismo y el na-zismo22, poniendo en marcha lo que se ha dado en llamar el revisionismo histórico. De-clarar el pasado insuperable, es decir, fi jarlo de manera definitiva, supone eliminar la complejidad que tiene todo pasado y conge-larlo ya para siempre en un negro-blanco que rechaza todos los grises. Nolte ha insisti-do en que el Holocausto del pueblo judío en los cuarenta tendría su precedente inmedia-to en la eliminación de los kulaks que lleva a cabo Stalin antes de que Hitler llegara al po-der en 1933, aunque cabría citar otros ante-cedentes, como el genocidio de los armenios que los turcos llevaron a cabo en 1920. “¿Acaso el Archipiélago Gulag no fue ante-rior a Auschwitz? ¿No fueron los asesinatos de clase de los bolcheviques el antecedente lógico y fáctico de los asesinatos racistas de los nazis?”23. El nazismo sustituye la lucha de clases por la de razas, pero interpreta esta lucha, a la manera de los bolcheviques, co-mo la liquidación física de la clase contrarre-volucionaria. Entre 1917 y 1933 el bolche-vismo había producido más de diez millones de víctimas. Nolte defi ne el fascismo como una reacción al bolchevismo, del que habría aprendido las técnicas totalitarias de control y de represión social. Lo más macabro es que los nazis vinculan el antibolchevismo al

antisemitismo, con la tesis de que por medio de la revolución bolchevique los judíos pre-tenderían dominar el mundo. Fantasía sin el menor fundamento que costó seis millones de asesinatos.

La barbarie del siglo xx, con el grado de inhumanidad y violencia alcanzado, ten-dría una larga prehistoria en la Europa cris-tiana y sus precursores en la Europa revolu-cionaria y contrarrevolucionaria, de modo que ya sería hora de entender el nacionalso-cialismo en su contexto histórico, y no co-mo un fenómeno aislado y particular. Des-mitifi car el nazismo, sacándolo de la fi cción para reintegrarlo en la historia, no debe im-plicar en modo alguno librarlo de culpas, sino simplemente depurarlo de la leyenda (positiva, para una minoría exigua, pero en aumento; negativa, para la conciencia ofi -cial de la Europa de la posguerra) para ins-talarlo donde le corresponda, siempre que sea en la historia.

Reintroducir los años terribles del nazis-mo, no sólo en la historia de Alemania, sino también en la europea, es una operación tan urgente como inabordable. La dimensión inconmensurable del genocidio del pueblo judío rompe todos los esquemas interpreta-tivos, sin que quepa explicación posible. Por larga que sea la lista de factores económicos, sociales, culturales, históricos, políticos a los que se acuda, no cabe dar razón de un deli-rio colectivo tan criminal que alcanza casi a la totalidad de un pueblo que, en el mejor de los casos, asistió pasivo al exterminio de millones de personas. Lo más difícil de en-tender es el silencio ofi cial de las dos iglesias, la protestante y la católica, que compartie-ron, o por lo menos toleraron, el antisemi-tismo exterminador con pocas excepciones, cierto que en ambas algunos se opusieron hasta sacrifi car la propia vida. Pero por mu-cho que sean inconcebibles, tamaños críme-nes han ocurrido en la historia y pertenecen a lo humano. No sólo nada humano puede sernos ajeno, sino que lo que una vez han hecho los hombres pueden repetirlo. Ahí es-tá el genocidio de Ruanda. Si el nazismo fuese un fenómeno único, entonces sería inexplicable. Lo peor de convertir al nazis-mo en algo singular, sin antecedentes ni consecuentes, sacándolo de la historia, es que descarta el riesgo de una reincidencia. ■

Ignacio Sotelo es catedrático de Sociología.

19 La famosa “controversia de los historiadores” surge a partir de un artículo de Ernest Nolte, publica-do en el Frankfurter Allgemeine Zeitung el 6 de junio de 1986, titulado ‘El pasado que no pasa’, en el que se defi ende la tesis de que hay que tratar el nazismo con la misma objetividad que los demás acontecimientos históricos. El nazismo no es un fenómeno singular, sin antecedentes ni consecuentes, sino uno histórico que hay que interpretar dentro de la historia de Europa. Jürgen Habermas combatió esta tesis como un intento de legitimar el nazismo. En esta controversia partici-paron los historiadores y publicistas más conocidos de Alemania, como Rudolf Augstein, K. D. Bracher, Joachim Fest, Andreas Hillgruber, E. Jäckel, J. Kocka, Hans Mommsen, Th omas Nipperdey, H .A. Winkler.

20 He preferido dejar la palabra en alemán, por-que cualquier traducción, “en el interior”, “en lo más sagrado de la intimidad”, “en lo más propio de uno”, me parece demasiado patética o insustancial.

21 Jürgen Habermas: Vom öff entlichen Gebrauch der Historie. En: Historiker-Streit. Die Dokumentation der Kontroverse um die Einzigartigkeit der nationalso-zialistischen Judenvernichtung, págs. 247 y 251. Piper, Múnich, 1987.

22 Ernst Nolte: Der europäische Bürgerkrieg 1917-1945, Nationalsozialismus und Bolschewismus. Pro-pyläen, Francfort y Berlín, 1987.

23 Ernest Nolte: Vergangenheit, die nicht vergehen will. En: Historiker-Streit. Die Dokumentation der Kon-troverse um die Einzigartigkeit der nationalsozialistischen Judenvernichtung, pág. 45. Piper, Múnich, 1987.

EL TESTAMENTO TARDÍO

HAROLD BLOOM

L eer completo el Nuevo Testamento, si-guiendo su orden canónico, es para mí una experiencia única, tanto literaria

co mo espiritual. Las Escrituras Cristianas poseen una relación con la Biblia hebrea muy distinta a la de Virgilio con Homero, o a la de Shakespeare con Chaucer y con la Biblia inglesa. Virgilio conocía a Lucrecio y otras obras romanas, así como una amplia variedad de literatura griega, incluyendo a los “modernistas” helenísticos, mientras que Shakespeare era ecléctico, una urraca que coleccionaba joyas, desde Ovidio a Christo-pher Marlowe. Pero lo que preocupaba a Jeshúa de Nazaret eran las Enseñanzas y los Profetas, los textos principales de su pueblo. Sus seguidores, ya fueran judíos o cristianos gentiles, no estaban en situación de des-echar los textos que habían alimentado a su Señor Jesucristo. No obstante, su actitud hacia las Escrituras Hebreas fue de creciente y aguda ambivalencia.

Esa inestable relación de amor y odio “hacia los judíos” en los Evangelios ha ins-pirado una larga historia de violencia. Pa-blo, que había sido criado como un fariseo, carece casi por completo de la virulenta in-tensidad de Juan; no obstante, inau guró las incesantes lecturas erróneas de la Biblia Ju-día que culminaron en Juan. Para Pablo, la Resurrección o acon tecimiento de Cristo, proclamaba la muerte de la Torá: pues to que el fi n de toda existencia estaba muy cerca, la ley moral se volvía irrelevante. Dos mil años después de Pablo, resulta un poco difícil aceptar lo que no se puede seguir denomi nan do una simple demora de lo de-fi nitivo. Desde la perspec tiva del siglo xxi de la era común, la Resurrección y la Pa-rousia (Segundo Advenimiento) parecen pertenecer a mundos muy diferentes.

Donald Akenson pone énfasis en la pa-radoja de que el cris tianismo fuera inventa-do en el siglo i e.c., antes de que el judaís-mo rabínico se desarrollara en el ii: Pablo precede a Akiba. Los sabios normativos del

siglo ii no eran una continuación directa de los fariseos, o al menos no tenemos ningu-na prueba que los vincule. No obstante, la Mishnah, la codifi cación rabínica de la Ley Oral, es cualquier cosa menos tardía, y no muestra ninguna ambivalencia respecto a la Torá o Ley Escrita, a la cual completa am-pliamente. Akiba cometió el tremendo error de proclamar Mesías al heroico gue-rrero Bar Kochba, y la rebelión que lidera-ron juntos contra Roma en tre los años 132-135 e.c. aniquiló a más judíos de los que habían muerto sesenta años antes, cuando el Templo fue arrasa do, aunque por lo menos muchos de ellos murieron lu-chando. El emperador Adriano, horroriza-do ante las enormes bajas que el combate había causado entre sus legiones, anun ció su victoria en un mensaje al Senado roma-no en el que se omitía la fórmula habitual: “El emperador y el ejército se encuentran bien”. ¿Akiba o Jesucristo? El judaísmo, allá por el siglo iv e.c., cambió a los enemigos romanos paganos por los opresores roma-nos cristianos.

Como crítico, he aprendido a tener en cuenta la admonición que abre el primer volumen de Ensayos de Emerson: la his-toria no existe, sólo la biografía; así como su idea vinculada de que nuestras oracio-nes son enfermedades de la voluntad, y nuestros credos enfermedades del intelec-to. El Nuevo Testamento es mito y creen-cia, no una crónica de hechos, y los textos de Josefo –ya de por sí alguien indigno de confi anza– han sido falsifi cados por los re-dactores cristianos. Jesús carece de historia y de biografía, y no se puede saber cuáles de sus dichos y enseñanzas son auténticos. Si se acepta la Encarnación, nada de eso importa. Después de todo, el judaísmo tampoco es muy de fi ar: ¿ocurrió de ver-dad el Éxodo? Los milagros de Cristo, al igual que los de Yahvé, convencen sólo a los ya convencidos.

Entre mis contemporáneos, tan sólo un

puñado o menos de autores posee para mí la sufi ciente libertad interior como para es-cribir acerca de los antiguos textos religiosos sin manifestar sus propias creencias perso-nales: Donald Harman Akenson, Robin Lane Fox y F. E. Peters, entre ellos. (Como ya he mencionado), las autoridades más fi a-bles a la hora de hablar de Jesús me parecen John P. Meier y E. P. Sanders, católico y protestante respectivamente, aunque como creyentes comparten necesariamente cierta ceguera, sobre todo en la esperanza de que, de algún modo, el Nuevo Testamento pue-da revelar al Jesús real o histórico.

Ningún historiador ha aclarado tanto ese viejo y cansado caballo de batalla de “la Búsqueda del Jesús Histórico” co mo Akenson, quien señala, con total seguri-dad, que sin duda hu bo un Jeshúa de Na-zaret al que sus creyentes acabaron trans-formando en Jesús el Cristo. Por desgracia, casi todo lo que nos han contado de él está en el Nuevo Testamento canónico, o en los textos cristianos extracanónicos. Lo único que sa be mos por el historiador ju-dío Josefo es que Jeshúa fue crucifi cado por orden de Poncio Pilatos, que su her-mano Santiago el Justo fue lapidado hasta morir por orden del sanedrín judío y que Juan el Bautista, el predecesor de Jeshúa, fue ejecutado por los herodianos.

Akenson manifi esta una aprecio estético por la unidad del Nuevo Testamento que yo soy incapaz de compartir. Pa ra él, se tra-ta de una sola fuente, y a partir de ella po-demos entrever algún que otro atisbo de Jeshúa de Nazaret. Tras muchas lecturas del Nuevo Testamento y de sus mejores estu-diosos, confi eso que, por desgracia, no he sacado en claro ni un atisbo. Siguiendo a Akenson, supongo que Jeshúa era fariseo, lo que explica, de manera irónica, la furia antifarisea del Nue vo Testamento, pues precisa distinguir a ese fariseo concreto de los demás. A excepción de eso, no puedo conjeturar nada más.

22 CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA ■ Nº 159

23Nº 159 ■ CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA

El procedimiento central del Nuevo Testamento es la con versión de la Biblia he-brea en el Antiguo Testamento, a fi n de abrogar cualquier estigma de “tardía” que se le pudiera asig nar a la Nueva Alianza en contraste con la “Antigua”. Resulta instruc-tiva una comparación con el Corán. Maho-ma se refi ere constantemente a personajes y relatos bíblicos que, evidentemente, les re-sultaban familiares a quienes escuchaban su recitado. A menudo, estas referencias nos parecen un tanto sesgadas, pues quizá se basan en fuentes judeocristianas que ya no poseemos. Todas estas evocaciones de anti-guos relatos tienen un estilo libre y no son especialmente programáticas. Aunque los judíos y los cristianos eran “el pueblo del Libro”, ese libro no era el Tanakh ni el Nue-vo Testamento. Fue ra lo que fuera, no le provocó ninguna angustia a Mahoma, que no se basa en esas creencias anteriores para perfi lar el discurso de Alá. El Sello de los Profetas corrige visiones anteriores al tiem-po que las omite, pero son un material que le sirve de fuente, y no una guía.

Los autores del Nuevo Testamento ca-nónico poseen una relación completamente

distinta con la Torá y los Profetas, puesto que para ellos su Mesías da cumplimiento a la narración que va desde el Génesis hasta los Reyes compilada en Babilonia, y tam-bién a todos los mensajeros, desde Moisés a Malaquías pasando por Elías. Reordenar el Tanakh a fi n de que fi nalice con Malaquías y no con el Libro Segundo de las Crónicas constituye tan sólo la primera revisión de las Escrituras de estos autores. El Nuevo Testamento se concibe co mo un prisma a través del cual debe ser leído, revisado e in-terpretado su texto precursor. Pablo es espe-cialmente afi cionado a esta reelaboración, pero todos los que vienen después de él, hasta los autores de la Epístola a los He-breos y el Apocalipsis, están soberbiamente dotados para el arte de la usurpación, la manipulación y la apropiación. Con inde-pendencia de que juzguemos el Nuevo Tes-tamento como literatura o como libro de espiritualidad, históricamente constituye la reelaboración de más éxito que se ha hecho nunca. Puesto que en el mundo hoy en día los cristianos superan a los ju díos en más de mil a uno, se puede afi rmar (si se desea) que el Nue vo Testamento ha salvado la Bi-

blia hebrea, pero sería una equivocación. Lo que han hecho los cristianos ha sido sal-var su Antiguo Testamento –el subrayado lo tomo prestado de Jaroslav Pelikan.

La secuencia que va del Génesis a los Reyes es una relato fi cticio que enmascara una historia. Tras los desastres de las Gue-rras Judías y de la Rebelión de Bar Kochba, los judíos abandonaron la narrativa y la his-toria, tal como Yosef Yerushalmi demostró de manera elocuente en Zakhor, su excurso referente a la memoria judaica. La literatura rabínica, aunque impresionante, sobre todo en el Talmud babilonio, no se parece al Ta-nakh. Lo que ahora se denomina judaísmo tiene mucho más que ver con los textos postbíblicos. La usurpación de la Biblia he-brea que hizo el Nuevo Testamento consti-tuyó una especie de trauma que persiste en-tre la comunidad ju día. El comentario se impuso sobre la narrativa. En el siglo xx, yo habría elegido a Kafka, Freud y Gershom Scholem como fi guras principales de la cul-tura literaria judía, aunque incluso Kafka era más un autor de parábolas que un narra-dor. Ahora, en la fracción de este nuevo si-glo que me quede por ver, no está claro si Philip Roth, nuestro Kafka, es principal-mente un narrador o un exégeta.

A los setenta y cuatro años, prosigo mi propia búsqueda para resolver algunos de los enigmas del proceso de infl uencia, ya sea en la literatura imaginativa o en los textos religiosos.A mis treinta y siete años, cuando desperté de una pesadilla me puse a escribir el ensayo titulado “El que rubín protector o la infl uencia poética”. Se pu-blicó seis años después, muy revisado, como primer capítulo de un breve libro ti-tulado La ansiedad de la infl uencia (1973). Aunque no lo incluí en el libro defi nitivo, recuerdo que escribí un epígrafe que trata-ba sobre la ansiedad del Nuevo Testamen-to en relación con la infl uencia de la Biblia hebrea, que es el tema de este capítulo, “El testamento Tardío”.

EL TESTAMENTO TARDÍO

24 CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA ■ Nº 159

Me he dado cuenta de que mi idea de la ansiedad de la infl uencia es muy fácilmente malinterpretada, cosa natural, pues me baso en la idea del proceso de “lectura errónea”, al go que no entiendo como dislexia. Las obras posteriores leen erróneamente a sus predecesoras; cuando dicha lectura erró nea es lo bastante poderosa como para resultar elocuente, co herente y convincente para muchas personas, entonces per dura, y a ve-ces se impone. El Nuevo Testamento es fre-cuentemente una poderosa lectura errónea de la Biblia hebrea, y desde luego ha con-vencido a multitud de personas. En su pro-vocador libro Dios: una biografía, Jack Mi-les nos ofrece una fórmula útil para com-prender cómo el Nuevo Tes tamento trans-forma el Tanakh en su Antiguo Testamento, ca lifi cándolo de “la lectura más poderosa de cualquier clásico en la historia de la litera-tura”. No estoy de acuerdo con el exu-berante Akenson cuando afirma que el Nueva Testamento se aproxima en excelen-cia estética al Tanakh, pero sigo recono-ciendo esplendores extraordinarios, aunque intermitentes, en Pablo y Marco, y, ay, en todo el Evangelio de Juan. Muchos de esos esplendores, sin embargo, son creación de William Tyndale, el único rival auténtico de Shakespeare, Chaucer y Walt Whitman al trono de autor más intenso de la lengua inglesa. El Nuevo Testamento de Tyndale es el fundamento de la Versión Autorizada, o Biblia del rey Jacobo, y permanece (aunque un tanto menoscabado) en la Revised Stan-dard Ver sion. Sólo la prosa de Shakespeare es capaz de resistir la com paración con la de Tyndale, y parte de mi pasión por el mag-nífi co sir John Falstaff procede de las escan-dalosas parodias del estilo de Tyndale que hace el Grueso Caballero.

La infl uencia es una especie de “enfer-medad” [infl uenza], un contagio que anta-ño se pensó que se derramaba sobre no -sotros desde las estrellas. La enfermedad de Marcos se la con tagió el Escritor J, o Yahvista; los casos de Pablo y Juan proce-den de la Ley y los Profetas por igual. El gran crítico Northrop Frye (que me había contagiado a mí) me comentó que el que un lector posterior experimentase este efec-to se debía por en tero a una cuestión de temperamento y circunstancias. Con afable deslealtad le contesté que la ansiedad de la infl uencia no era primordialmente un efec-to sobre un individuo, sino más bien la re-lación de una obra literaria con otra. Por tan to, la ansiedad de la infl uencia es el re-sultado, y no la causa, de una poderosa lec-tura errónea. Con eso nos separamos (in-telectualmente) para siempre, aunque en la vejez aprecio la ironía de que mi obra críti-

ca sea con respecto a la suya lo que el Nuevo Testamento es al Tanakh, lo que, espiritual-mente, constituye el paradójico reverso de nuestras preferencias espirituales.

El Nuevo Testamento lleva a cabo su apropiación por me dio de una drástica reor-denación del Tanakh. He aquí la secuencia original del Tanakh y su comparación con la del An tiguo Testamento cristiano:

La Biblia del rey Jacobo, que es con la que los lectores de este libro probablemente están más familiarizados, se aparta del orden del Tanakh insertando el libro de Rut entre Jueces y I Samuel, quizá porque, al ser Rut antepasado de David, es también antepasado lejano de Jesús. A continuación, en un cam-bio más importante, después de los Reyes coloca las Crónicas, Esdras, Nehemías, Ester, Job, Salmos, Proverbios, Eclesiastés y el Can-tar de los Cantares de Salomón, antes de lle-gar a los profetas mayores Isaías y Jeremías, cuyas Lamentaciones quedan insertadas an-tes de Ezquiel. Luego viene Daniel, al que se otorga la condición de profeta mayor, y se concluye agrupando a los Doce Profetas Me-nores, desde Oseas hasta Malaquías.

Aparte de la inclusión de obras apócrifas, las principales revisiones cristianas consisten

en ascender a Daniel y acabar de manera di-ferente, pues si el Antiguo Testamento con-cluye con Malaquías, el último de los Doce Profetas Menores, el Tanakh fi naliza con el II Crónicas:

En el año primero de Ciro, rey de Persia, en cum-plimiento de la palabra de Yahvé, por boca de Jere-mías, movió Yahvé el es píritu de Ciro, rey de Persia, que mandó publicar de palabra y por escrito en todo su reino: “Así habla Ciro, rey de Persia: Yahvé, el Dios de los cielos, me ha dado todos los reinos de la tierra. Él me ha encargado que le edifi que una Casa en Jeru-salén, en Judá. Quien de entre vosotros pertenezca a su pueblo, ¡sea Dios con él y suba!”

II Crónicas 36:22-23

La conclusión del Tanakh es una exhor-tación de aliento a “subir” a Jerusalén para reconstruir el Templo de Yahvé. (Na-turalmente, hoy en día un templo restaura-do sería una catástrofe universal, pues la mezquita de Al-Aqsa ocupa el emplaza-miento sagrado, y no debemos eliminarla). A fi n de que sirva de introducción a los tres capítulos iniciales del Evangelio de Mateo, el Antiguo Testamento cristiano conclu ye con Malaquías, “el Mensajero”, que proclama el regreso de Elías (bajo la forma de Juan el Bautista):

He aquí que yo os envío al profeta Elías antes de que llegue el Día de Yahvé, grande y terrible. El hará volver el corazón de los padres a los hijos, y el corazón de los hijos a los padres; no sea que venga yo a herir la tierra de anatema.

Malaquías 4:5-6

Testamento realmente tardío como es, la Nueva Alianza es más intensa en el tar-dío Evangelio de Juan, en mi opinión tan estéticamente potente como espiritual-mente atroz, incluso dejando de lado su vehemente odio antijudío, o antisemi-tismo cristiano. Si el Nuevo Testamento triunfó al estilo romano, y lo hizo bajo el imperio de Constantino, entonces el cau-tivo al que llevaron en procesión fue el Tanakh, reducido a la esclavitud en forma de Antiguo Testamento. Toda la pos terior historia judía, hasta la fundación, hace más de medio siglo, del estado de Israel, es una prueba de las consecuencias huma-nas de esa esclavitud textual. ■

[Capítulo 4 del libro Jesús y Yahvé. Los nombres divinos, Taurus, Madrid, 2006].

Harold Bloom es profesor de Humanidades en la Universidad de Yale y de Filología en la Universidad de Nueva York. Autor de El canon occidental, La inven-ción de lo humano y ¿Dónde se encuentra la sabiduría?

ANTIGUO TESTAMENTO TANAKH

Génesis Génesis Éxodo Éxodo Levítico Levítico Números Números Deuteronomio Deuteronomio Josué Josué Jueces Jueces Rut I Samuel I Samuel II Samuel II Samuel Reyes Reyes Isaías Jeremías Ezequiel Los Doce Profetas Menores I Crónicas Salmos II Crónicas Proverbios Esdras Job Nehemías Tobías Judit Ester Cantar de los Cantares Macabeos Rut Job Lamentaciones Salmos Eclesiastés Proverbios Ester Eclesiastés Daniel Cantar de los Cantares Esdras Sabiduría Nehemías Eclesiástico (Sirácida) I Crónicas Isaías II Crónicas Jeremías Lamentaciones Baruc Ezequiel Daniel Los Doce Profetas Menores

UNA NUEVA LEY DE EDUCACIÓN

De males inexistentes y remedios ineficaces

JULIO CARABAÑA

Leyes innecesarias y farragosasSi no acontece ninguna catástrofe, tendre-mos dentro de poco una nueva Ley Orgáni-ca de Educación (que será conocida por las escuetas siglas LOE), cuyo texto ha sido aprobado por el pleno del Congreso y remi-tido al Senado en diciembre de 2005. For-malmente, vendrá a sustituir a la Ley Orgá-nica de Calidad de la Educación (LOCE), promulgada en 2002. Pero como esta ley nunca entró en vigor, a la que realmente va a reemplazar es a la Ley Orgánica de Orde-nación General del Sistema Educativo (LOGSE), que data de 1990.

Lo primero que quizá haya que decir de la LOE es que resulta tan innecesaria jurídi-camente como su antecesora. La primera ministra de Educación del PP, Esperanza Aguirre, pudo sin difi cultad, o bien haber parado la aplicación de la ley antes de que se aplicara a las enseñanzas medias o bien ha-ber articulado mediante decretos una inter-pretación distinta de la ensayada por los so-cialistas. No hizo ninguna de las dos cosas, dizque por falta de acuerdo con sus socios de Gobierno nacionalistas. Su sucesora, Pilar del Castillo, ya con mayoría absoluta en las Cortes, anunció de inmediato que lo cam-biaría todo a golpe de leyes, y a ello se apli-có. ¿Por qué mediante leyes y no mediante decretos? ¿Por qué por el largo, pesado y arriesgado camino de la Ley Orgánica? Qui-zá parezca preferible una mastodóntica ley a un leve decreto porque resulte a la larga po-líticamente más rentable. Si bien la ley per-mite gritar mucho a la oposición, también permite gritar mucho al Gobierno. Con una ley se tiene más presencia en los medios, se compromete más a todo el Gobierno, al grupo parlamentario y al partido. Además, una ley suele tener un calendario de aplica-ción tan dilatado que deja para los sucesores la enojosa tarea de ejecutarla. La función de este tipo de leyes es más expresiva que ins-trumental. Sirven para afi rmar la identidad de los partidos en estos blandos tiempos que

han difuminado las diferencias entre izquier-da y derecha hasta el punto de que sólo los nacionalistas llaman la atención. El enorme tinglado de una reforma legal sirve para per-fi larse frente a la oposición cuando los pro-gramas no bastan. Pasó el tiempo en que los partidos de izquierdas proponían alternati-vas económicas y políticas revolucionarias, tales como la socialización de los medios de producción, y los partidos de derechas no se vestían de liberales para atraer al centro del electorado. Hoy, derechas e izquierdas han aceptado, e incluso absorbido ávidamente, partes sustanciales del programa de los con-trarios, de modo que ambas ofrecen las mis-mas propuestas sobre el mercado y el Estado de bienestar. Queda a los partidos presentar contenidos semejantes en envoltorios muy distintos, recurriendo a las técnicas de la pu-blicidad. Entre ellas está la de llenar la pren-sa con anuncios de reformas, cambios y leyes que, mirados de cerca, resultan ser variacio-nes menores.

En el caso que nos ocupa, la tramita-ción de una ley tiene ventajas simbólicas extra para el PSOE. Una es cumplir la pro-mesa que hizo su secretario general de dero-gar la LOCE en cuanto ganara las eleccio-nes. Otra es evitarse el rubor de rectifi car. En el mismo acto que derogue formalmen-te la ley non nata del PP, la LOE derogará materialmente una parte importante de la anterior ley del PSOE. En su nueva ley, los socialistas copian tanto de la LOCE como desechan de su propia LOGSE. Para emba-razo del PP, que, puesto en la alternativa de pactar parte de su propia reforma o aprove-char la coyuntura para calentar a su electo-rado, ha preferido exacerbar distancias a re-conocer coincidencias.

Una consecuencia realmente fastidiosa de estas batallas expresivas es que hinchan hasta lo grotesco los artículos simbólicos de las leyes. El texto de la LOE tiene ahora mis-mo unas sesenta páginas en el boletín de las Cortes. Es cierto que el 90% es copia literal

de su antecesora la LOCE, pero aún así le suma más texto que le resta. El preámbulo, desde luego nuevo, es particularmente farra-goso. Las partes referidas a principios y fi nes se repiten y multiplican en cada nivel de en-señanza hasta agotar el aliento. La LOGSE añadió a los fi nes de la LODE (Ley Orgáni-ca del Derecho a la Educación, 1985) 11 principios. La LOCE no mencionó fi nes pe-ro añadió un principio y un capítulo entero de derechos y deberes de padres y alumnos. La LOE deja fuera los derechos y deberes pero añade cuatro fi nes a los de la LOGSE y cinco principios a los de la LOCE. En total, los padres de la patria ordenan a los profeso-res perseguir 11 fines rigiéndose por 17 principios, todos ellos generales. Uno de los fi nes nuevos es el respeto a los seres vivos y al medio ambiente, especialmente a los espa-cios forestales. En la educación primaria se precisa como “conocer y valorar los animales más próximos al ser humano y adoptar mo-dos de comportamiento que favorezcan su cuidado”, (artículo 17, l), cláusula que pre-juzga, con ligereza no exenta de temeridad, una valoración positiva de todo bicho que se arrime al cuerpo. Venga a cuento más o me-nos, se ha metido por todas partes la tole-rancia, la resolución pacífi ca de los confl ic-tos, la igualdad de hombres y mujeres y la Ley Integral de Violencia de Género. En contraste con esta sobreabundancia declara-tiva, las partes normativas pueden ser a veces sorprendentemente parcas. Hay, por ejem-plo, 14 objetivos del bachillerato, entre ellos la educación vial (por cierto, que en exclusi-va: como si los bachilleres fueran especial-mente peligrosos en la vía pública), pero las materias de sus tres modalidades se dejan to-das al criterio de las administraciones educa-tivas. La exuberancia retórica no es vacuidad pura. Refl eja también derivas reales. La más importante es la que se ha producido desde la enseñanza a la educación. Las leyes son ca-da vez más de educación, en el sentido literal de injerencia en la moral y las emociones de

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los individuos, y menos de enseñanza. Tan-to que a veces parece que la enseñanza se ol-vida. Entre la polvareda de los 11 objetivos atribuidos a la ESO (como valorar y respe-tar las diferencias de sexos, desarrollar el es-píritu emprendedor o conocer y valorar el funcionamiento del propio cuerpo y el de los otros) está el de “concebir el conoci-miento científi co como un saber integrado”, al lado de otro (introducido en el dictamen) que consiste en “conocer y respetar los as-pectos básicos de la cultura y la historia pro-pia y de los demás” (artículo 23, j). No fal-tarán idiotas antimemoria que interpreten que, según esto, no se necesitan conoci-mientos científi cos para concebir la ciencia como un saber integrado. Hay que llegar al fi n número 10 del bachillerato para que se hable escuetamente de “acceder a los cono-cimientos científi cos y tecnológicos funda-mentales de la modalidad elegida”. Menos mal. Y menos mal también que en esa selva de principios y objetivos se acaba abriendo un claro en el cual aparecen enumeradas las materias de siempre, como se ve en el cua-dro anejo. Más fastidiosos si cabe, amén de atentatorios a la autonomía profesional de los docentes, resultan los principios pedagó-gicos. A destacar la novedad de prescribir en todos los niveles y asignaturas que los alum-nos dediquen algún tiempo a la lectura. Un mandato algo desconcertante, porque ¿sig-nifi ca que ahora los alumnos nunca leen?

No todo, sin embargo, es en esta ley, toda-vía in fíeri, innecesario o farragoso. Tiene partes sustantivas con notables aciertos, al-guno debido a la sobriedad. Y con algún error. Ni los aciertos ni los errores van a afectar de modo notable a la educación de nuestros jóvenes, pero aún así tienen interés. He elegido comentar algunos referidos al aprendizaje, que pertenecen propiamente al campo de la sociología. Tengo mi opinión sobre otros también muy debatidos, como la enseñanza de la religión o las competen-cias de las CC AA, pero los dejaré para otra ocasión para no confundir géneros, pues pertenecen al terreno de la política.

Un buen comienzo: ni catastrofismos ni triunfalismos. Las encuestas dicen que la mayor parte de los españoles están razonablemente satisfe-chos con la escolarización de sus hijos. No andan muy errados, pues todos los indica-dores fi ables apuntan a que el sistema edu-cativo español está en el grupo de los mejo-res del mundo, tanto por los procesos como por los resultados. Por lo que respecta a los procesos, la enseñanza básica española es, muy probablemente, única en el mundo en términos de libertad de elección de centro de los padres y de participación escolar de la comunidad educativa, tal y como fueron establecidas por la LOECE (1981) y la LO-DE (1985), han quedado esencialmente

confi rmadas en la LOCE (2002) y por la nueva LOE, ahora en trámite parlamenta-rio. Por lo que hace a resultados, hoy sabe-mos, gracias a los informes PISA (Programa Internacional de Evaluación de Estudian-tes), que es aceptablemente efi caz y suma-mente efi ciente.

Sabemos que es aceptable en efi cacia porque los alumnos españoles desarrollan su capacidad cognitiva aproximadamente igual que los alumnos de los otros países de la OCDE. No había sido posible saber esto hasta la publicación en 2002 del primer informe PISA, que permite comparar los resultados en pruebas de lectura, matemá-ticas y ciencias naturales de los alumnos de 15 años en más de treinta sistemas nacio-nales de enseñanza. (OCDE, 2002). Según este informe, los alumnos españoles alcan-zan en lectura una nota (en una escala con media 500 y desviación típica de 100) de 493, en matemáticas de 476 y en ciencias de 491. En el año 2003, cuando se hizo el segundo estudio, centrado en las matemá-ticas, los alumnos españoles han mejorado su puntuación en matemáticas hasta 485 (OCDE, 2004).

La proximidad de nuestros resultados a la media no obsta, desde luego, para que, tal y como se aireó en la prensa, España ocupa-ra, entre los 31 países, el puesto número 18 en lectura, el 23 en matemáticas y el 19 en ciencias. Sólo que la proximidad entre los

UNA NUEVA LEY DE EDUCACIÓN

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OPTATIVIDAD E ITINERARIOS/COMPARACIÓN ENTRE LAS TRES LEYES

LA OPTATIVIDAD EN LA LOGSEEnseñanzas mínimas: LOGSE, art. 4.2. “El gobierno fi jará...los aspectos básicos de éste (del curriculum) que constituirán las enseñanzas mínimas, con el fi n de garantizar una formación común de todos los alumnos y la validez de los títulos correspondientes. Los contenidos básicos de las enseñanzas mínimas en ningún caso requerirán más del 55% de los horarios escolares paralas CCAA que tengan lengua ofi cial distinta del castellano, y del 65% para aquellas que no la tengan”. Previsiones de diversifi cación:

LOGSE, art. 6.1. A lo largo de la enseñanza básica se garantizará una educación común para los alumnos. No obstante se establecerá una adecuada diversifi ca-ción de los contenidos en sus últimos años.

LOGSE, art. 20.3. En la fi jación de las enseñanzas mínimas del segundo ciclo, especialmente en el último curso, podrá establecerse la optatividad de alguna de estas áreas, así como su organización en materias.(Vide áreas).

LOGSE, art. 21.2. Además de las áreas mencionadas en el artículo anterior, el curriculo comprenderá materias optativas que tendrán un peso creciente a lo largo de esta etapa. En todo caso, entre dichas materias optativas se incluirán la cultura clásica y una segunda lengua extranjera.

LOGSE, art.30.3. En la educación secundaria obligatoria y en el bachillerato todos los alumnos recibirán una formación básica de carácter profesional.

LOGSE,. Art. 23.

1. En la defi nición de las enseñanzas mínimas se fi jarán las condiciones en que, para determinados alumnos mayores de 16 años, previa su oportuna evaluación, puedan establecerse diversifi caciones del curriculo en los centros ordinarios. En este supuesto, los objetivos de esta etapa se alcanzarán con una metodología es-pecífi ca, a través de contenidos e incluso de áreas diferentes a las establecidas con carácter general.

2. Para los alumnos que no alcancen los objetivos de la ESO se organizarán programas específi cos de garantía social, con el fi n de proporcionarles una formación básica y profesional....

LOGSE, art. 21.1. Con el fi n de alcanzar los objetivos de esta etapa, la organización de la docencia atenderá a la pluralidad de necesidades, aptitudes e intereses del alumnado

LOGSE, art. 20.4. La metodología didáctica en la ESO se adaptará a las características de cada alumno, favorecerá su capacidad para aprender por sí mismo y para trabajar en equipo .Notas:

1. Nada en estos mandatos impide diversifi car el currículo en ‘itinerarios’ diversos. Más bien al contrario, es inevitable formarlos. Lo común, mínimo o básico, no puede superar el 65%. En ese 65% o menos, no tienen que estar todas las áreas básicas (véase cuadro), sino que algunas pueden ser optativas en la segunda etapa. A partir de los 16 años los objetivos pueden alcanzarse con otras, es decir, puede no quedar ninguna. Por un lado, las Administraciones no habrían forzado la letra de la LOGSE ni siquiera manteniendo bajo el nombre de ESO currículos tan diversos como los del BUP y la FP1 que la LOGSE suprimió, pues en FP1 se cursaban la mayor parte de las materias de BUP, sólo reducidas a más o menos un 60% para ocupar el tiempo restante en tecnología y enseñanzas profesionales. Por otro lado, quitando alguna obligatoria y añadiendo optativas indefi nidas, podían resultar ‘iti-nerarios’ mucho más distantes que la rancia división en Ciencias y Letras que recuperó la LOCE. Así, aprovechando que se puede obtener el título de Graduado en ESO con dos asignaturas suspensas, hay alumnos que optan directamente por no cursarlas, creando así sus propios itinerarios personales por defecto.

2. Con el nombre de ‘garantía social’ se crea una especia de Formación Profesional fuera del sistema para los alumnos que no logren graduarse en ESO.

3. En cuanto a la organización y la metodología, quedan completamente abiertas: el único criterio prescrito es atender a la diversidad del alumnado. Nada sugiere la prohibición de los agrupamientos homogéneos

LOGSE, ÁREASObligatorias1. Ciencias de la naturaleza, 2. Ciencias sociales, geografía e historia, 3. Educacion Física, 4. Educación plástica y visual. 5. Lengua castellana, lengua oficial propia de la correspon- diente CA y Literaratura.6. Lenguas extranjeras. 7.Matemáticas,8. Música,9. Tecnología. Optativas: al menos10. Latín11. Segunda lengua extranjera.20. ReligiónEl resto de optativas las establecen las administraciones educativas, fa-voreciendo la autonomía de los centros (artículo 21.3).

LOCE, ASIGNATURAS Obligatorias 1.Ciencias de la naturaleza, 2. Geografía e historia, 3. Educacion Física, 4. Educación plástica. 5a. Lengua castellana y Literatura, 5b. Lengua oficial propia de la correspondiente CA y Lite- ratura.6. Lenguas extranjeras. 7. Matemáticas,8. Música,9. Tecnología. 10. Latín12. Biología y Geología. 13. Física y Química.14. Cultura clásica15. Ética.20. Sociedad, cultura, religión.Optativas: al menos 11. Segunda lengua extranjeraOtras optativas las establecen las Administraciones Educativas.Agrupando estas materias, el Gobi-erno establece ‘itinerarios’.

LOE, MATERIASTres primeros cursos, obligatoriasEn todos los cursos 1. Ciencias de la naturaleza, 2. Ciencias sociales, geografía e historia, 3. Educacion Física, 5. Lengua castellana y literatura, y si la hubiere, lengua coofi cial y Literaratura.6. Lengua extranjera. 7.Matemáticas,En alguno de los cursos: 8. Música,9. Tecnología. 4. Educación plástica y visual. 15. Educación para la ciudadanía y los derechos humanos.En el tercer curso la materia de Ciencias de la Naturaleza podrá desdoblarse en biología y geología (12), por un lado, y en física y química (13), por otro. Optativas: al menos:11. Segunda Lengua Extranjera14. Cultura clásica.Otras optativas las establecen las Administraciones Educativas.Cuarto curso: Comunes: 2. Ciencias sociales, geografía e historia, 3. Educacion Física,

5. Lengua castellana y literatura, y si la hubiere, lengua coofi cial y Literaratura.6. Primera lengua extranjera. 7. Matemáticas,15. Educación ético-cívica. Optativas: tres de las siguientes, de oferta obligatoria: 4. Educación plástica y visual. 8. Música,9. Tecnología. 10. Latín11. Segunda lengua extranjera12. Biología y geología.13. Física y química16. Informática. Otras optativas las establecen las Administraciones Educativas.Agrupando estas materias, las Adminis-traciones Educativas pueden ofrecer ‘opciones’.Nota: Se ha mantenido la numeración para que se vea fácilmente que la LOCE añadió Latín, Cultura Clásica y Ética como obligatorias a las de la LOGSE. Es obvio situar el Latín en el núcleo del itinerario humanidades, la Física y Química en el del itinerario de Ciencias y la Tecnología en el del mismo nombre. La LOE mantiene las mismas materias, cambiando Cultura Clásica por Informática y permite ‘opciones’ equivalentes a los itinerarios. También reglamenta con más detalle la distribución por cursos.

CUADRO DE ÁREAS, ASIGNATURAS O MATERIAS

JULIO CARABAÑA

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países es tan grande que el orden carece de importancia: se parece mucho a la llegada en pelotón en una carrera ciclista. Por ejemplo, el país número 10 en lectura, Austria, está a sólo 10 puntos de España, el 18; es una dife-rencia equivalente a la mejora que España ha tenido entre los dos informes, y apenas si es signifi cativa. Los primeros comentaristas de los resultados no supieron percibir este matiz e insistieron excesivamente en el or-den, en lugar de reparar en la proximidad. Se necesita por lo menos estar en el nivel 4 de los seis que PISA distingue para apreciar que los dos informes realizados hasta ahora muestran que los alumnos de todos los paí-ses desarrollados tienen a los 15 años capaci-

dades cognitivas muy semejantes, en con-traste con la evidente diversidad de los siste-mas educativos y la presunta variedad de métodos de enseñanza. De los países desa-rrollados se separan nítidamente todos los países en vías de desarrollo, incluidos Méxi-co y Turquía, que son miembros de la OC-DE. Junto con Argentina, Brasil, Chile, Tú-nez, Tailandia, etcétera, constituyen un gru-po a unos cien puntos de los países de cabe-za. Ésas sí son diferencias.

Combinando la razonable eficacia de nuestro sistema con lo poco que nos cuesta, resulta que somos líderes en efi ciencia, supe-rados sólo por algunos países orientales (Chequia, Hungría, Polonia), que gastan

menos para obtener resultados semejantes, y por Corea e Irlanda, que obtienen mejores resultados con parecido gasto. España dobló durante los primeros noventa el gasto por alumno en la enseñanza no universitaria, en parte por las políticas de los gobiernos socia-listas y sobre todo por la disminución de alumnos, pero todavía está entre los países de Europa occidental que menos gastan. Conviene advertir en este punto que ningu-no de los dos informes PISA, y mal que les pesa, ha encontrado relación causal entre gasto y resultados.

Ambos informes PISA muestran tam-bién que España es uno de los países del mundo con menos desigualdades, tanto en-

OPTATIVIDAD E ITINERARIOS DE LA LOE

Enseñanzas comunes:

LOE, art. 6.2. “Con el fi n de asegurar una formación común y garantizar la validez de los títulos correspondientes, el gobierno fi jará...los aspectos básicos del curriculo que constituyen las enseñanzas mínimas... Los contenidos básicos de las enseñanzas mínimas requerirán el 55% de los horarios escolares para las CCAA que tengan lengua coofi cial y el 65% para aquellas que no la tengan.”.

Previsiones de diversifi cación.

Art. 25.6. “Este cuarto curso tendrá carácter orientador...A fi n de orientar la elección de los alumnos, se podrán establecer agrupaciones de estas materias en diferentes opciones’

Art. 27. Programas de diversifi cación curricular.

1. En la defi nición de las enseñanzas mínimas de la etapa se incluirán las condiciones básicas para establecer las diversifi caciones del mismo desde tercer curso de ESO para el alumnado que lo requiera tras la oportuna evaluación. En este supuesto, los objetivos de la etapa se alcanzarán con una metodología específi ca a través de contenidos y actividades prácticas y en su caso de materias diferentes a las establecidas con carácter general.

2. Los alumnos que una vez cursado segundo no estén en condiciones de promocionar a tercero y hayan repetido ya una vez en secundaria podrán incorporarse a un programa de diversifi cación curricular.

Art. 30. Programas de Cualifi cación Profesional Inicial.

1. Corresponde a las Administraciones Educativas organizar programas de CPI destinados a los alumnos de 16 años que no hayan obtenido el titulo de Graduado en ESO. Excepcionalmente dicha edad podrá reducirse a quince años....Notas:1. En lugar de tres itinerarios se pueden formar tantas opciones como permitan las optativas agrupadas de tres en tres. Por ejemplo, una opción de Ciencias (Biología y Geología, Física y Química, Música), una de tecnología (Tecnología, Informática, Música), una de Humanidades ( Latín, Segunda lengua extranjera, Música), etc Están además las diversifi ca-ciones curriculares, que se adelantan a los quince años (suspender segundo tras una repetición). 2. La Iniciación Profesional pasa a llamarse Cualifi cación Profesional inicial, y se retrasa su comienzo de los 15 a los 16 años, pero se mantiene en 15 en casos especiales,

LOS ITINERARIOS DE LA LOCEEnseñanzas comunes:

LOCE, asrt. 8, 2. “El gobierno fi jará las enseñanzas comunes que constituyen los elementos básicos del curriculo, con el fi n de garantizar una formación común a todos los alumnos y la validez de los títulos correspondientes. A los contenidos de las enseñanzas comunes les corresponde en todo caso el 55% de los horarios escolares en las CCAA que tengan, junto con la castellana, otra lengua a coofi cial, y el 65% en el caso de aquellas que no la tengan..”.

Diversifi caciones

Art. 26. Itinerarios.

1. En los cursos tercero y cuarto, las enseñanzas se organizarán en asignaturas comunes y en asignaturas específi cas, que constituirán itinerarios formativos, de identico valor académico.

2. En tercer curso los itinerarios serán dos: tecnológico y científi co-humanístico. En cuarto curso serán tres: tecnológico, científi co y humanístico.

El cuarto curso se denominará Curso para la Orientación Académica y Profesional Postobligatoria. ...En la determinación de las enseñanzas comunes se establ-ecerán las asignaturas comunes y específi cas de los itinerarios.

Art. 27. Programas de Iniciación Profesional.

1. Los programas de iniciación profesional estarán integrados por los contenidos curriculares esenciales de la formación básica y por módulos profesionales aso-ciados, al menos, a una cualifi cación ...Dicha formación se impartirá durante dos cursos académicos.

3. Aquellos alumnos que, cumplidos los quince años y tras la adecuada orientación educativa y profesional opten voluntariamente por no cursar ninguno de los itinerarios ofrecidos, permanecerán escolarizados en un programa de orientación profesional.Notas:1. La novedad está en ofrecer tres opciones defi nidas en lugar de tantas como permita el número de optativas y posteriormente la diversifi cación curricular. . 2. La ‘garantía social’ cambia de nombre, se integra en el sistema y se adelanta de los 16 a los 15 años.

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tre individuos como entre categorías socia-les. Entre categorías sociales, España está en-tre los países con menores diferencias. Los estudios y el prestigio profesional de los pa-dres explican aquí, aproximadamente, el 10% de la desigualdad total; una proporción moderada, pues aunque hay países como Corea en los que esta desigualdad apenas existe, llega al 19% en otros como Hungría o Alemania. Por sexo, en España no hay di-ferencias entre hombres y mujeres en cien-cias, la superioridad femenina en lectura es de las menores (24 puntos) y la superioridad masculina en matemáticas no está entre las más altas (18 puntos en 2000). Los datos apenas alcanzan para apreciar la situación de los hijos de inmigrantes. Hay países donde las diferencias son casi nulas, como Canadá, Estados Unidos o Australia, y otros, como Bélgica y Alemania, en que son enormes, de casi cien puntos. En España parecen más bien intermedias. Entre territorios, por últi-mo, las muestras especiales de Cataluña, País Vasco y Castilla y León dan en 2003 resulta-dos en torno a quinientos, es decir, como la media de la OCDE y 15 puntos por encima de la española. Entre los territorios con me-dias menores de 485 parece que se encuen-tra Andalucía, con una puntuación de 470. Estas diferencias de 30 puntos pueden com-pararse con las de 100 entre valones y fl a-mencos en Bélgica o entre regiones del norte y el sur de Italia. En Alemania, según análi-sis ulteriores de los datos, la ciudad de Bre-

men tiene una puntuación de 448 y el Esta-do de Baviera de 510.

La medida más sintética de la desigual-dad entre individuos es la desviación típica. En PISA 2000 resulta que después de Corea (67) y Japón (81), España da la menor des-viación típica (81,5) en lectura, a buena dis-tancia de Australia, Bélgica, Alemania, Nue-va Zelanda, Noruega, Estados Unidos, Rei-no Unido y Suiza, cuyas desviaciones típicas rondan o superan los cien puntos, y neta-mente separada de Dinamarca, Suecia o Francia, que rondan los noventa puntos.

La mucha igualdad entre individuos es-conde un problema poco conocido. Mucha gente ha celebrado esta igualdad como prue-ba de la equidad de nuestro sistema. Ha co-metido el error de ver el conocimiento como algo fi nito que se reparte entre las personas, cuando en realidad es más bien algo que to-dos podemos adquirir sin disminuirlo. Han dado pie a esta confusión los propios autores del informe PISA, que a veces hablan indis-tintamente de equidad y de igualdad, como cuando alaban a Finlandia, porque, tenien-do medias altas y desviaciones típicas bajas, muestra que es posible combinar la excelen-cia y la equidad (¿quién, por lo demás, ha dudado de ello?). En educación, como en todo, la igualdad es positiva desde ciertos puntos de vista pero negativa desde otros. Es positivo tener pocos alumnos con resultados bajos, como en efecto tenemos. El umbral de PISA es desde luego arbitrario, pero es

objetivo y único para todos los países. En el año 2000, bajo el nivel 1, situado en 335 puntos en la escala de lectura, está el 5,7% de los alumnos de la OCDE. España está mejor que la media, con sólo el 3,5% de nuestros alumnos de 15 años bajo el nivel 1, más o menos como Bélgica, Dinamarca, Finlandia, Francia, Islandia, Irlanda, Italia, Holanda, Suecia y el Reino Unido. Están, en cambio, peor que la media, además de Brasil, México o Rusia, países como Norue-ga, Polonia, Portugal, Grecia, Alemania y Estados Unidos. Es, en cambio, negativo te-ner pocos alumnos con resultados altos. Si nos atenemos a los datos PISA, nuestra en-señanza está entre las que menos alumnos destacados produce. La agrupación de los países según su proporción de alumnos de nivel 5 (626 puntos) sugerirá a cada cual co-rrelaciones diversas:

Menos de 1% de alumnos de nivel 5: Brasil y México.

En torno al 3% de alumnos de nivel 5: Espa-ña, Portugal, Italia, Grecia, Rusia, Polonia, Letonia, Hungría, Corea.

En torno al 10%: Suecia, Noruega, Dinamar-ca, República Checa, Austria, Alemania, Suiza, Francia, Japón, Estados Unidos.

En torno al 15%: Finlandia, Holanda, Bélgi-ca, Reino Unido, Irlanda, Australia, Nueva Zelan-da, Canadá.

Los alumnos se sitúan a nivel 5 y 6 cuando son capaces de realizar las tareas de lectura más sofi sticadas, como relacionar

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información compleja en textos largos o poco familiares, mostrar una comprensión profunda y matizada del texto, distanciarse de él, evaluar de modo crítico su forma y su contenido o incluso adoptar un punto de vista contraintuitivo. Son las capacidades de que depende el desarrollo de la ciencia, la técnica, el arte, la industria, el crecimien-to económico y el bienestar general. En fi n, contra lo que se suele creer, no es un fracaso escolar alto lo que distingue a España de los países más ricos y avanzados, sino una pro-porción muy baja de alumnos de nivel alto.

Esto no signifi ca cambiar la prioridad política de combatir el fracaso escolar a fo-mentar la formación de élites. Estamos, en todo caso, ante dos problemas de la misma importancia. Y como no sería lógico ni equi-tativo intentar subir el nivel de los de abajo y de los de arriba dejando igual a los de en medio, parece que estamos igualmente obli-gados a mejorar el aprendizaje de todos los alumnos: altos, medios y bajos. Pues bien, éste es precisamente el enfoque que adopta la LOE. Resistiendo la tentación del catastro-fi smo, se abandona la fi jación en el fracaso escolar en que todavía sigue enfangada la oposición y se propone desde el preámbulo, como principal objetivo, mejorar el nivel de todos los alumnos:

“En los comienzos del siglo xxi, la sociedad espa-ñola tiene la convicción de que es necesario mejorar la calidad de la educación, pero también de que ese be-nefi cio debe llegar a todos los jóvenes, sin exclusiones. Como se ha subrayado muchas veces, hoy día se con-sidera que la calidad y la equidad son dos principios indisociables. Algunas evaluaciones internacionales re-cientes han puesto claramente de manifi esto que es posible combinar calidad y equidad y que no deben considerarse objetivos contrapuestos. Ningún país puede desperdiciar la reserva de talento que poseen to-dos y cada uno de sus ciudadanos, sobre todo en una sociedad que se caracteriza por el valor reciente que adquieren la información y el conocimiento para el desarrollo económico y social. Y del reconocimiento de ese desafío deriva la necesidad de proponerse la me-ta de conseguir el éxito escolar de todos los jóvenes”.

Una tarea difícilColocar en el primer lugar de la agenda po-lítica la mejora de todos los alumnos es sin duda un progreso sobre anteriores plantea-mientos obcecados con la igualdad y el mal llamado fracaso escolar, una etiqueta estigma-tizadora con la que durante demasiados años se ha medido inadecuadamente la calidad de la enseñanza. Sólo falta conseguirla

Si nuestra enseñanza está tan bien como acabo de explicar, eso signifi ca que su estado general es difícilmente mejorable. Lo cual, desde luego, no quiere decir que sea perfecto, pero sí que cualquier cambio tiene muchas

probabilidades de resultar, con buena suerte, sólo un poco mejor de lo que hay, y, con algo de desgracia, un poco peor. Los cambios pue-den afectar a los recursos o a la organización. En cuanto a los recursos, se sabe desde hace mucho tiempo que no mejoran el aprendiza-je una vez superado un umbral que dejamos atrás hace tiempo. En cuanto a la organiza-ción, recordemos que PISA ha mostrado, por un lado, gran semejanza de resultados en to-dos los países, pese a la diversidad de sus sis-temas de enseñanza, y, por otro lado, gran di-versidad de resultados entre las regiones de España, Bélgica e Italia, que comparten el mismo sistema. De algo ha de depender la diferencia, pero no parece fácil saber de qué. En las últimas jornadas de la Fundación San-tillana (Schleicher, 2005) se atribuyó el buen nivel de Inglaterra a sus recientes políticas de centralización; y el éxito de Suecia a las suyas de descentralización y autonomía de los cen-tros. Los fi neses, por su parte, recomiendan atraer a los mejores jóvenes a la profesión do-cente y mantenerlos motivados y contentos, cosa que, por cierto, ellos logran con salarios más bien bajos.

Aun cuando se averiguaran las razones de las diferencias, lo más probable es que fueran difíciles de copiar. Como han señala-do Jencks y Phillips, las políticas que son a la vez fáciles de poner en práctica y efi caces es-tán ya todas descubiertas. Lo que queda son políticas engorrosas de poner en práctica y de efi cacia dudosa, como formar a los profe-sores o renovar el currículo. Son políticas que usualmente requieren cambios comple-jos y relativamente sutiles en la práctica del aula, que ni las autoridades pueden imponer por decreto ni los profesores adoptar por un simple acto de voluntad; que a veces funcio-nan bien inicialmente cuando los lleva a ca-bo directamente un innovador dedicado pe-ro que dejan de funcionar en manos de los profesores comunes y corrientes (Jencks y Phillips, 1998) A este tipo pertenecen, desde luego, las reformas organizativas y didácticas actualmente más discutidas, como integrar la escuela con la comunidad, gobernarla de-mocráticamente, hacer el aprendizaje signifi -cativo, practicar el aprendizaje por descubri-miento, promover la innovación, insistir en los agrupamientos heterogéneos, reeducar a los padres, volver a la cultura del esfuerzo, etcétera, de las cuales tratan nuestras leyes desde, al menos, la LOGSE. La nueva LOE da mucha importancia a dos de estas refor-mas de aplicación borrosa y efi cacia dudosa. Una es la adaptación de un currículo común a la diversidad de los alumnos, la vieja cues-tión de la comprensividad y los itinerarios. La otra es una cuestión más nueva: la del re-parto de los alumnos entre los centros.

Comprensividad, itinerarios, diversidadRepasemos con brevedad los antecedentes. La disputa versa sobre los cursos noveno y décimo, correspondientes a los 14 y 15 años de edad. A los alumnos que tras los ocho años de enseñanza general básica (EGB) no cursaran bachillerato, la LGE les obligaba a estudiar formación profesional, cuya duración de dos años, fi jada por de-creto, pretendía escolarizar a todos los alumnos por lo menos hasta la edad legal de trabajar, 16 años. Gratuita por obligato-ria, la FP1 creció rápidamente. Sin embar-go, fue desde muy pronto opinión general que la opción a los 14 años era prematura y clasista; y tanto la UCD como el PSOE propusieron aplazarla dos años, hasta los 16. No resultó cosa fácil. La UCD no tuvo tiempo, y el PSOE, que empezó a experi-mentar la reforma en 1984, no promulgó hasta 1990 la LOGSE que la hacía obliga-toria y seguía experimentando cuando perdió las elecciones en 1996. Aunque cautelosa y gradual, la supresión de la FP1 y la agrupación de alumnos por edades producía mucho malestar entre los profe-sores, particularmente los de bachillerato (Tejedor y otros, 1990). Le tocó al PP ge-neralizar desde el Gobierno la poco popu-lar reforma que tanto había denostado des-de la oposición.

Tras su mayoría absoluta en 2000, el PP anunció que cumpliría una parte de sus promesas electorales estableciendo por ley en los cursos noveno y décimo (tercero y cuarto de la enseñanza secundaria obliga-toria, ESO) tres itinerarios (tecnológico, científi co y humanístico), así como adelan-tando a los 15 años de edad la llamada por la LOGSE “garantía social’ con el nombre de iniciación profesional (las disposiciones literales pueden leerse en el cuadro adjun-to). La izquierda destapó entonces la caja de los truenos y se encerró en una defensa numantina de la comprensividad. Su argu-mento principal volvía a ser el clasismo. Se dijeron entonces muchas cosas: que el iti-nerario profesional era para los hijos de obreros e inmigrantes; que los itinerarios eran la medida más reaccionaria imagina-ble; que se intentaba que los hijos de los mecánicos siguieran siendo mecánicos, por muy dotados que estuvieran para la bioquímica, o que se trataba de convertir España en un desierto cultural1. Con-

1 Puesto en letra de rap: “Cuanto antes los po-bres dejen de estudiar, menos pasta Espe se tiene que gastar. Si has nacido en un barrio obrero, a Espe no le hagas gastar dinero. Si no eres de clase alta, a tí estu-diar no te hace falta”. Dentro de unos años quizá no se sepa que “Espe” es Esperanza Aguirre, la primera ministra de Educación del Gobierno Aznar.

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sonante con estas alarmas, el entonces líder del PSOE anunció que derogaría la LOCE y acabaría con los itinerarios en cuanto ga-nara las elecciones. Y así lo ha propuesto a las Cortes el ahora presidente del Gobierno, pero sin volver a la uniformidad de la LOG-SE. La solución de compromiso que se ha pactado en la Comisión de Educación del Congreso se inclina más por la diversifi ca-ción que por la uniformidad, pues, como ya he dicho, esta LOE viene muy bien para co-rregir sin ruido los excesos del propio pasado mientras se le da fuerte a la oposición. El compromiso consiste en adelantar la inicia-ción profesional y en admitir que las asigna-turas optativas se puedan ofrecer en bloques (véase el texto literal en el cuadro). A mi en-tender, es bastante acertado tanto desde el punto de vista de la ideología como desde el punto de vista de la praxis.

Las ideologías comprensivasAl hablar de ideología me refi ero a la de la izquierda. Conviene cuestionar, ante todo, el compartido supuesto de que la compren-sividad es lo propio de la izquierda y la se-paración o segregación lo propio de la dere-cha. Es cierto que fueron Gobiernos social-demócratas los que acabaron con las opcio-nes tempranas en Reino Unido y Suecia; pero en Francia fueron los gaullistas; en Alemania o Austria no lo hicieron ni los cristianos ni los socialistas; y en España em-pezaron los franquistas.

Mucha gente cree que la comprensivi-dad es de izquierdas porque favorece la igualdad. No es así. La creencia carece de apoyos empíricos y confunde uniformidad con igualdad. Para disminuir las diferencias entre los hijos de obreros y los de intelec-tuales no basta con que estudien los mis-mos programas. Hace falta, además, que aprendan más con el programa común que con el diferenciado. La evaluación de la re-forma experimental llevada a cabo por el Ministerio de Educación y Ciencia (MEC) desde 1985 (Álvaro, 1988) no logró esta-blecer que los alumnos aprendieran más con el nuevo sistema; la evaluación de la ESO realizada por el mismo MEC en 1998 no logró establecer que aprendieran menos (INCE, 1998). En ninguno de los dos es-tudios PISA han obtenido resultados mejo-res ni más iguales los países con sistemas comprensivos que los países con sistemas diferenciados. Y dentro de Alemania, don-de hay una gran variedad al respecto, la ciu-dad de Bremen, con el sistema más com-prensivo, tiene los peores resultados; y el Estado de Baviera, con el sistema más dife-renciado, tiene los mejores.

En realidad, hay muchos tipos de com-

prensividad posibles, todos compatibles con el pensamiento de izquierdas, que logran di-versos compromisos entre la igualdad, la di-versidad y la efi ciencia. Uno de ellos es el que dominó durante los Gobiernos socialis-tas hasta 1996. Se caracteriza por la acepta-ción de la diversidad, el rechazo de la des-igualdad y el desdén hacia la efi ciencia. La diversidad se toma como un hecho real y positivo; la desigualdad, como una construc-ción social arbitraria. Respecto a ella se adopta una actitud de idealismo subjetivo a lo obispo Berkeley: se la produce cuando se la nombra, así que dejará de existir si hace-mos como si no existiera. Esta escuela iguali-taria se supone el germen de una sociedad igualitaria. Como señaló Dennis Marsden hace tiempo en el contexto inglés (Marsden, 1969), es una escuela ante todo educadora que minimiza las desigualdades entre los alumnos, especialmente las basadas en teo-rías tradicionales de la inteligencia; trata de desarrollar las cualidades de la ciudadanía. Es cooperativa, permisiva, pluralista, sin buscar el liderazgo de ninguna clase o grupo; va contra las demandas de la estructura ocu-pacional; es cooperativa, progresiva en los métodos con enseñanza fl exible, a ser posi-ble en equipo; favorece la discriminación positiva hacia los menos dotados; tiene un plan de estudios común, aunque puede ha-ber algo de trabajo individualizado; está abierta a la comunidad y pretende ser un centro comunitario, y aplaza la especializa-ción todo lo posible (Cf. Weeks, 1986: 124). El corolario didáctico de este planteamiento –todos iguales, todos diferentes– es que debe desterrarse cualquier tipo de valoración dife-rencial de los alumnos porque esa valoración produce desigualdades. La consecuencia or-ganizativa es la agrupación de todos los alumnos en la misma clase y el aplazamiento de las opciones, para evitar el etiquetamien-to y la desigualdad.

Hay por lo menos otro compromiso, que fue durante mucho tiempo el propio de la izquierda. La escuela es única en la sociali-zación de todos los alumnos, pero admite que la diversidad produce desigualdades y no desdeña los resultados ni la efi ciencia. No trata de conseguir la igualdad por la igual-dad, sino que favorece la diversidad aceptan-do las desigualdades de aprendizaje que pro-duzca. Las reglas de admisión son universa-les, favoreciendo en caso de duda a los me-nos favorecidos en términos económicos; las reglas de evaluación, promoción y certifi ca-ción son explícitas y tienen en cuenta ante todo los niveles de conocimiento alcanzados en las áreas cognitivas, como ciencias, idio-mas, matemáticas. Este compromiso es el llamado por Marsden escuela comprensiva

meritocrática (Marsden, 1969; cf. Weeks, 1986). Es una escuela que quiere igualar las oportunidades educativas maximizando el aprendizaje de los alumnos, que cree en el mérito, en la competencia y en el trabajo y que no desdeña la producción de mano de obra formada para la economía. Es, repito, la concepción de la escuela clásica del socia-lismo; y no debería la izquierda renegar de ella por más que en la competencia queden los hijos de los obreros detrás de los hijos de profesionales. Organizativamente, este mo-delo no veta ni excluye la variedad en los planes de estudios ni en los métodos de en-señanza ni en la agrupación de los alumnos. Dentro de los mismos centros pueden prac-ticarse todas las divisiones y adaptaciones que convengan al progreso de los alumnos. Así que deja un margen amplio a la diferen-ciación de plan de estudios y, desde luego, admite la enseñanza a grupos diferenciados por nivel y capacidad.

Las dos concepciones de la escuela son propias de la izquierda. La primera es la más adecuada para la educación de los niños; la segunda, la que corresponde a la educación de los jóvenes. Nadie pretende educar en la competitividad en el jardín de infancia ni disimular las diferencias en el bachillerato y en la universidad. En la pubertad se trata de organizar la transición de una a otra. El pri-mer motivo por el que me parece acertado el texto actual de la LOE es porque, al distan-ciarse del dogmatismo igualitarista de la LOGSE y acercarse a la concepción merito-crática de la escuela propia del socialismo clásico, permitirá a las escuelas organizar de modo prudente y fl exible esta delicada tran-sición de la educación centrada en las actitu-des a la centrada en los resultados.

La convergencia en la realidadEl segundo motivo por el que encuentro acertada la optatividad por bloques pactada en la LOE es que se adapta más a la realidad de la escuela y no obliga a profesores y auto-ridades educativas a interpretaciones forza-das de la letra de la ley. Acabo de mencionar la afi nidad entre el modelo igualitarista y la comprensividad de aula, por un lado, y en-tre el modelo meritocrático y la comprensi-vidad de centro, por el otro. Todos los alum-nos van a los mismos centros pero pueden ir a distintas aulas. Pueden ir juntos, por ejem-plo, a gimnasia, historia o educación cívica; separados, según su nivel, a inglés o mate-máticas, y separados –según la materia que hayan elegido–, a mecánica o a fotografía. En la comprensividad de aula todos los alumnos de la misma edad van siempre jun-tos a todas las asignaturas, sin distinción de niveles ni posibilidad de optar. Además, en

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casi todo el mundo la comprensividad a las edades de 15-16 años es comprensividad de centro. La comprensividad de aula es un ex-perimento escolar que se ha llevado a cabo en pocos sitios.

Entre estos pocos sitios se cuenta Fran-cia en 1975, tras la Reforma Haby. El resul-tado fue, según Derouet (1991: 121), un fuerte desconcierto, en el que o no se aplica-ba la reforma o se seguía con las prácticas de siempre. Se cuenta también España en los años noventa, los de implantación de la LOGSE. El resultado del radical experimen-to, aparte de llenar de zozobra a un montón de profesores, ha sido una fuerte tendencia a separar a los alumnos siempre que la ocasión lo requería, sólo que de modo vergonzante e hipócrita. Ante las difi cultades de enseñar lo mismo en las mismas aulas a alumnos con muy distintos niveles y capacidades, se los ha separado de hecho, unas veces en grupos homogéneos, otras creando grupos de com-pensatoria, otras anticipando a los 15 y a los 14 la diversificación curricular, otras me-diante repeticiones de curso. Y así se crearon de hecho criptoitinerarios en el seno de la propia reforma, itinerarios vergonzantes, no reconocidos, heterogéneos y dispares, pero itinerarios al fi n y al cabo. Considérese el si-guiente ejemplo: amparándose en una nor-ma que permite obtener el título de ESO con dos asignaturas suspensas, los alumnos se las dejan desde el primer día del curso. ¿Puede nadie diseñar un itinerario peor?

Los itinerarios u opciones no son más que artifi cios para organizar la diversidad, para ordenar las diferencias en ritmos de aprendizaje. Concilian dos exigencias con-trarias: la de adaptación al alumno y la de efi ciencia de la organización. La solución que han puesto en práctica las escuelas desde que existen es formar grupos homogéneos de alumnos con necesidades didácticas pre-visibles. ¿Cuán homogéneos? Eso depende del número de alumnos y de su diversidad, que a su vez aumenta con la edad. La norma ahora es formar un grado por edad, pero en escuelas pequeñas se aceptan en una misma clase alumnos de dos o tres generaciones. Si los alumnos son sufi cientes, ¿por qué no for-mar varios grupos con los de una misma edad? Si el inglés de la ESO puede dividirse en cuatro niveles, tantos como cursos, ¿por qué no va a poder subdividirse en ocho? Y si unos alumnos pueden elegir álgebra avanza-da y los otros cocina, ¿por qué no va a for-marse un grupo con los matemáticos y otro con los cocineros, máxime si en muchos centros son las únicas opciones que hay?

Resumiendo: la agrupación de alumnos en la enseñanza depende de múltiples facto-res: unos endógenos (como la materia de

que se trate, el número de alumnos y su ni-vel) y otros exógenos (como las diferencias de edad, el sexo, la etnia, etcétera). Puede ser oportuno prohibir por motivos políticos las agrupaciones por sexo, etnia y clase. Pero es exagerado seguir prohibiendo a los 15 y 16 años las agrupaciones por nivel de conoci-mientos, por mucho que sigan líneas de cla-se, etnia o sexo. Es más prudente dejar la de-cisión a los profesores y a los centros, como parece que hace por el momento y a diferen-cia de sus dos predecesoras, la nueva ley.

La equidad en el esfuerzoEn lugar de la vieja cuestión de la compren-sividad y los itinerarios, la LOE ha colocado en primer plano una cuestión todavía más vieja: el clasismo de la enseñanza privada. Pero no respecto a los pobres y a los obreros sino respecto a los inmigrantes. Tras el de compatibilidad entre calidad y equidad, el “principio del esfuerzo compartido” es el se-gundo de los tres grandes principios que la ley proclama en su preámbulo (el tercero es mera retórica sobre la convergencia con Eu-ropa). El objetivo real del tal principio se re-vela apenas formulado. Es un grandiloquio un tanto zumbón (recuérdese la insistencia del PP en ‘la cultura del esfuerzo’) para anunciar a los colegios concertados que aho-ra van a tener que esforzarse ellos y admitir los inmigrantes que les correspondan.

“Una de las consecuencias más relevantes del principio del esfuerzo compartido consiste en la necesidad de llevar a cabo una escolarización equi-tativa del alumnado. La Constitución española re-conoció la existencia de una doble red de centros escolares, públicos y privados, y la Ley Orgánica del Derecho a la Educación dispuso un sistema de conciertos para conseguir una prestación efectiva del servicio público y social de la educación, de manera gratuita, en condiciones de igualdad y en el marco de la programación general de la enseñanza. Ese modelo, que respeta el derecho a la educación y a la libertad de enseñanza, ha venido funcionan-do satisfactoriamente, en líneas generales, aunque con el paso del tiempo se han manifestado nuevas necesidades. Una de las principales se refi ere a la distribución equitativa del alumnado entre los dis-tintos centros docentes. Con la ampliación de la edad de escolarización obligatoria y el acceso a la educación de nuevos grupos estudiantiles, las con-diciones en que los centros desarrollan su tarea se han hecho más complejas. Resulta, pues, necesario atender a la diversidad del alumnado y contribuir de manera equitativa a los nuevos retos y las difi -cultades que esa diversidad genera. Se trata, en últi-ma instancia, de que todos los centros, tanto los de titularidad pública como los privados concertados, asuman su compromiso social con la educación y realicen una escolarización sin exclusiones, acen-tuando así el carácter complementario de ambas redes escolares, aunque sin perder su singularidad. A cambio, todos los centros sostenidos con fondos públicos deberán recibir los recursos materiales y humanos necesarios para cumplir sus tareas. Para

prestar el servicio público de la educación, la socie-dad debe dotarlos adecuadamente”.

El texto es inexacto en un punto crucial. La Constitución española no reconoce una doble red de centros escolares, públicos y privados, sino la posibilidad de subvencionar a estos últimos. Y lo que la LODE quiso es-tablecer con los conciertos fue una única red de centros sostenidos con fondos públicos con los mismos criterios de admisión de alumnos. Esos criterios de admisión están fi -jados por reglamentos con rango de decreto de las Comunidades Autónomas (CC AA). Dos cuestiones pueden plantearse. ¿Fallan de verdad tanto los reglamentos que permi-ten a los centros concertados burlar los crite-rios de admisión? ¿Se corregirán estos defec-tos determinando por ley no sólo los proce-sos de admisión sino también, al menos en parte, sus resultados?. Expondré primero las propuestas de la LOE, intentaré luego expli-car su génesis y anticipar sus consecuencias en la práctica, y terminaré con algunas con-sideraciones ideológicas.

a) No hijos de inmigrantes sino recién llegadosComo antes en lo referente a la igualdad y el fracaso escolar, la LOE hace un logrado es-fuerzo por plantear la cuestión de los alum-nos inmigrantes en términos pedagógicos, evitando la desafortunada referencia explíci-ta que su virtual antecesora, la LOCE, hacía del “alumnado extranjero” en el título dedi-cado a las necesidades educativas especiales. Ahora este título se clarifi ca y ordena me-diante el concepto general de alumnos con necesidad específica de apoyo educativo (NEAE, en anticipadas siglas). Este concep-to permite reservar la tradicional denomina-ción de “educación especial” para los alum-nos cuyas necesidades de apoyo derivan de discapacidad o trastornos graves de conduc-ta (alumnos con necesidades educativas es-peciales o NEEs), de los que se separan co-mo segundo grupo con NEAE los alumnos con altas capacidades intelectuales, y, en ter-cer lugar, los alumnos de integración tardía en el sistema educativo español. Esta inte-gración tardía puede deberse a que los alum-nos procedan del extranjero o a cualquier otra causa, siendo el hecho, no la causa, lo educativamente relevante. Hay que alabar, además, en este punto el ejemplar respeto de la la LOE a las actuaciones profesionales, pues se abstiene de prohibir, prescribir e in-cluso de recomendar, limitándose a ordenar a las administraciones educativas que escola-ricen a los recién llegados “atendiendo a sus circunstancias, conocimientos, edad e histo-rial académico, de modo que se puedan in-

UNA NUEVA LEY DE EDUCACIÓN

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corporar al curso más adecuado a sus carac-terísticas y conocimientos previos, con los apoyos oportunos” (artículo 78.2). Es, en particular, de admirar esta sobriedad por lo que signifi ca de resistencia a las omnipresen-tes infl uencias multiculturalistas, que que-dan despachadas con una amable referencia a la “interculturalidad” en la declaración de principios.

El acierto, por desgracia, no continúa cuando se concreta el principio general del “esfuerzo compartido”, prescribiendo que

“con el fi n de asegurar la calidad educativa para todos, la cohesión social y la igualdad de oportunida-des, las administraciones garantizarán una adecuada y equilibrada escolarización del alumnado con necesidad específi ca de apoyo educativo. Para ello establecerán la proporción de alumnos de estas características que de-ban ser escolarizados en cada uno de los centros públi-cos y privados concertados y garantizarán los recursos personales y económicos necesarios a los centros para ofrecer dicho apoyo” (artículo 87.1).

La disposición, fruto del dictamen de la Comisión del Congreso, empeora la va-guedad de su primera parte (¿qué signifi ca “equilibrada”?) con la falsa concreción de la segunda. Parece que el procedimiento fuera a ser el siguiente: a) las administraciones educativas hacen un censo de alumnos con necesidades educativas especiales, de alum-nos superdotados y de alumnos de incorpo-ración tardía; b) fi jan “equilibradamente” el porcentaje de estos alumnos que correspon-de a cada centro, público o concertado, ba-jo su jurisdicción, y c) distribuyen los alum-nos censados según ese porcentaje. Pero las cosas no ocurren así en la realidad. No pue-de hacerse censo de alumnos con NEEs ni superdotados, pues la mayor parte son de-tectados una vez que han ingresado en el centro. Y no se puede, por defi nición, hacer censo de los alumnos que llegan a mitad de curso. Lo que queda es que estos alumnos se van a ir repartiendo según vayan llegan-do por todos los centros, tengan o no cu-biertas sus plazas. Así lo indica el apartado siguiente del artículo 87, fruto de una ar-dua negociación en comisión, que autoriza tanto a reservarles una parte (indefi nida) de plazas como a aumentar para ellos en un 10% (o sea, en dos o en tres) el número de alumnos por aula una vez comenzado el curso (artículo 87.2).

¿Por qué no me parece un acierto este invento del reparto equitativo de los alumnos de incorporación tardía? Pues sencillamente porque pienso que quiebra el principio fundamental de elección de centro para resolver un contencioso con poca base real y aún menos legitimidad moral. Voy por partes.

b) Un contencioso con bases dudosasEl contencioso lo vienen planteando de un tiempo a esta parte los defensores de la es-cuela pública, que reclaman a la privada concertada repartir equitativamente las car-gas. Cargas entre las cuales se cuentan los alumnos llamados de integración y los in-migrantes.2

Puede conjeturarse el origen del conten-cioso. Muchos profesores perciben que el ambiente de los centros públicos de ense-ñanza ha empeorado en los últimos tiempos, pese al notable aumento del gasto por alum-no derivado tanto del incremento de los presupuestos como de la reducción de los alumnos. Reina la impresión, aunque sea falsa, de que los alumnos aprenden menos que hace 30 años, cuando no todos los ado-lescentes estaban escolarizados. Hay profeso-res y sindicatos, con sus técnicos y pedago-gos, que culpan a la LOGSE y a las reformas socialistas. Hay profesores y sindicatos, tam-bién apoyados por técnicos y pedagogos, que siguen defendiendo las reformas que se han mostrado inefi caces durante estos años, como la comprensividad de aula, el aumen-to del gasto por alumno o la reducción de la ratio alumnos/profesor. Además, la disminu-ción de los nacimientos desde 1980 ha ge-nerado competencia por los alumnos entre los centros, y los profesores de la pública ven con celos que los padres prefi eren los centros privados. Así las cosas, los defensores de la escuela pública han encontrado el terreno abonado para ahondar en la brecha ideológi-ca. A las añejas acusaciones de clericalismo y clasismo, han añadido la de insolidaridad hacia los inmigrantes y las escuelas públicas. La escuela pública estaría perdiendo terreno frente a la privada por concentrarse en ella los hijos de inmigrantes.

Es una buena explicación pero las hay aún mejores. En realidad, toda la evolución social empuja a favor de la enseñanza priva-da. El poder adquisitivo de las familias se ha más que doblado en los último 30 años; son muchas más las que pueden ahora pagar por la enseñanza de sus hijos. Han crecido las clases medias de profesionales y administra-tivos, que suelen preferir las escuelas priva-das, y menguado las clases de obreros y campesinos, que suelen llevar a sus hijos a escuelas públicas. Ha disminuido la natali-dad y el tamaño de las familias, lo que au-menta la demanda de calidad para cada hijo. El divorcio produce en los padres una incli-

nación a comprar a sus hijos lo más caro. Y así sucesivamente.

Es una pena que, pudiendo tener expli-caciones tantas y tan buenas, el hecho no se haya producido todavía. En realidad, en el reparto de alumnos han salido cada vez más perjudicados los centros privados. La ense-ñanza privada ganó terreno en primaria en la década de los sesenta y sobre todo en los primeros años de los setenta, cuando la Ley General de Educación estableció las sub-venciones. Pasó entonces de tener el 20% de los alumnos al 40%. Desde entonces acá ha ido descendiendo poco a poco, hasta quedar su cuota en el año 2002-2003 en un 33% en primaria y en un 34% en ESO. Más todavía que los alumnos han descendi-do las unidades (aulas) privadas, del 38% tras la LGE al 29% en la actualidad, y tam-bién los profesores. Pues la enseñanza pú-blica tiene ratios más bajas que la privada: 20 alumnos por unidad en 2002-2003, frente a 24 en la privada.

Conociendo este hecho, aún se aduce que la decadencia de la escuela pública en relación a la privada no es cuantitativa sino cualitativa. No tiene menos alumnos pero los tiene peores. Acoge a la mayor parte de los alumnos inmigrantes, más o menos cua-tro de cada cinco. Perdiendo por arriba lo que gana por abajo, se va convirtiendo en la escuela de los pobres, nativos o inmigrantes. A algún inocente no le parecerá este argu-mento muy de izquierdas. ¿Acaso no ha te-nido siempre la escuela pública la vocación de ser la escuela de los pobres?. ¿Qué tiene, además, de malo la escuela de los pobres? El inocente no sabe sociología. Un hallazgo so-ciológico sumamente apreciado por la iz-quierda educativa es la correlación entre cla-se social y aptitud escolar. Esta correlación ha servido para atribuir a las familias el fra-caso escolar de los niños. Ahora sirve para apoyar la pretensión de que los centros se-leccionen a los alumnos. Los alumnos inmi-grantes y los alumnos pobres tienen menor nivel académico y peor comportamiento. Son una carga a distribuir equilibradamente, un esfuerzo a compartir equitativamente.

c) Un remedio ineficazLa “distribución equitativa” no es una im-provisación. Aparecía entre las medidas es-trella del PSOE para combatir el fracaso es-colar ya en la enmienda a la totalidad de la LOCE con texto alternativo presentada a fi -nes de 2002, donde se encomienda esta ta-rea a las comisiones de escolarización. El Gobierno salido de las urnas el 14-3-2004 anunció entre sus primeras medidas abrir un debate sobre el acceso a la universidad, el es-tudio de la religión en la escuela y la admi-

2 Quizá no carezca de interés recordar la primera vez que oí utilizar a los inmigrantes como argumento. Fue hace ya más de 10 años, casi antes incluso de que los inmigrantes existieran, al Secretario de Enseñanza de CC OO.

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sión de inmigrantes en los centros públicos y concertados (El País, 30-4-2004).

Las consecuencias prácticas puede que no sean tantas como esperan los que creen que este reparto asestará un duro golpe al clasismo de la enseñanza concertada católi-ca. Si bien las prácticas fraudulentas para la selección de alumnos están bien documen-tadas en algunos centros privados, ello dista de demostrar que la enseñanza privada en su conjunto cargue a la pública con los alum-nos malos. En primer lugar, ni todos los centros públicos acogen su cuota de inmi-grantes ni todos los privados la rechazan. Si hacemos caso a los datos estadísticos de la FERE (Consejo, 2004) los centros católicos concertados acogen el 17% de los alumnos totales y un 16% de alumnos extranjeros. Resultaría, entonces, que el défi cit estaría en la otra mitad de la enseñanza concertada, la no confesional, que acogería únicamente al 3% de inmigrantes. En segundo lugar, la distribución equilibrada de los alumnos de incorporación tardía se compadece mal con la distribución geográfi ca de los inmigrantes, como han señalado acertadamente tanto Fernández Enguita (2004: 247) como Pérez Díaz y Rodríguez (2003: 339); según estos últimos autores, bastaría, para producir una distribución de los inmigrantes como la ac-tual de 4/1 entre centros públicos y priva-dos, la segregación residencial de los inmi-grantes, la evitación de los centros cristianos por los fi eles de otras religiones y el hecho de que quienes llegan a mediados de curso no encuentran vacantes en los centros privados. Al cabo, también van a la enseñanza estatal el 80% de los hijos de trabajadores españoles no cualifi cados.

En su redacción actual, la LOE incide sobre las vacantes en los centros privados, pero no sobre la segregación residencial, pues la “distribución equilibrada” queda re-ferida a localidades o zonas. Permitirá, por tanto, como mucho, evitar los contrastes más chirriantes y los agravios más sentidos (los que se dan entre colegios vecinos) pero incidirá poco entre la distribución global del alumnado a menos que se recurra al trans-porte sistemático de alumnos.

Hay, además, otros dos hechos que re-ducirán a la nada los benefi cios de “compar-tir el esfuerzo” para los centros públicos. Uno es que si los dispositivos de apoyo a las incorporaciones intempestivas funcionan, los alumnos inmigrantes no bajan el nivel académico ni empeoran la disciplina de los centros, por mucho que ellos mismos, a ve-ces, puedan tener resultados inferiores (Ca-rabaña: 2003). Si se solucionan mediante una organización adecuada los trastornos que originan los ingresos a destiempo, es

simplemente falso que los alumnos inmi-grantes sean, en general, peores que los nati-vos. El otro hecho es un fenómeno social más conocido aún que la correlación entre clase social y aprendizaje escolar. Es el fenó-meno de las consecuencias no queridas, o los efectos perversos, de las políticas sociales. La defi nición legal de los inmigrantes como una carga coadyuvará con las quejas de los sindicatos para reforzar los prejuicios de los padres contra las escuelas a que asisten inmi-grantes, los afi rmará en lo prudente de elegir centros privados y reforzará la dinámica que acaba en la formación de guetos. No estaría-mos entonces ante una solución inefi caz pa-ra un problema exagerado, sino ante uno de los muchos casos en que el remedio agrava la enfermedad.

¿Unos eligen y otros no? A más de un dudoso resultado práctico, la “distribución equitativa” del alumnado con NEAE tiene perturbadoras consecuencias para dos principios básicos: la elección de centro y la equidad. Con el difuso criterio de su necesidad de apoyo, los alumnos que-dan divididos en dos clases: los normales y los que son una carga para los centros. Los primeros pueden elegir, tienen derechos, son sujetos; los segundos no pueden elegir, son distribuidos, son tratados como objetos. Se legitiman de este modo en el sistema dos principios contrapuestos: uno, que los alum-nos eligen centro; otro, que la Administra-ción elige por ellos.

No se trata sólo de elegir, se trata tam-bién de equidad. Después de tanto discurso sobre servicio público, igualdad, equidad, integración y multiculturalidad, resulta que el principio que la LOE realmente legitima es el de deshacerse de los alumnos que plan-tean exigencias singulares y el de pujar por los alumnos más fáciles. Aceptado el reparto de los alumnos necesitados de apoyo, ¿cuán-to tardará en extenderse a todos los alum-nos? ¿Cuánto tardarán los centros en pedir que, si además se les va a evaluar por los re-sultados, los alumnos se distribuyan aleato-riamente entre ellos? ¿O, mejor aún, que se les permita emplear directamente la aptitud escolar de los alumnos como criterio de se-lección? Poco, probablemente. De hecho, la LOE sienta ya otro precedente. Permite a los centros de bachillerato seleccionar a sus alumnos por el expediente académico.

Por complejo y engorroso que sea esco-larizar a mitad de curso a púberes cuasi analfabetos que no saben palabra de espa-ñol, no se debería abdicar para hacerlo del principio de atender las necesidades de los alumnos en los centros que ellos o sus pa-dres elijan. Si ciertos centros, públicos o

privados, incumplen los reglamentos de ad-misión, no es cuestión de hacer una nueva ley, sino de que se cumplan las vigentes. Si del cumplimiento de los reglamentos resul-tan diferencias excesivas entre unos centros y otros, se debe intentar corregir los efectos indeseados mediante normas que sean igua-les para todos. Sólo en casos muy claros de-berían los alumnos ser tratados como car-gas. Sería realmente perverso que, para im-pedir a ciertos colegios seleccionar a sus alumnos, se acabara impidiendo a los alum-nos seleccionar el colegio. ■

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Julio Carabaña es catedrático de Sociología de la Facultad de Educación, UCM.

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1.Tres soberbios libros recientes, de John Friedmannn, Pun Ngai y Elizabeth C. Eco-nomy, exploran el efecto del ascenso econó-mico de China no en Estados Unidos sino en la propia China1. El libro de John Fried-mann China’s Urban Transition lo examina desde la perspectiva de la urbanización. Mao Zedong era anticiudad, en parte por razones militares: había que dispersar las in-dustrias instalándolas en las montañas y cuevas del Oeste; las provincias tenían que ser autosufi cientes. La población se dividía en una privilegiada minoría urbana (el 17%) y una explotada mayoría rural (83%). La ciudad maoísta se veía como una unidad de producción, no de consumo, con los obreros arredilados en barracones de fábri-ca. El fl ujo de mano de obra rural a las ciu-

dades estaba fuertemente controlado: de hecho, en el decenio de la Revolución Cul-tural millones de urbanitas decadentes fue-ron enviados al campo por la fuerza. La po-lítica de un solo hijo por familia, introduci-da originalmente en las ciudades, mantenía la población urbana bajo control.

Deng Xiaoping sustituyó las ideas de Mao por la doctrina del “Peldaño de la es-calera”. El país fue dividido en tres grandes regiones –la costa, el centro y el Oeste– a cada una de las cuales se iba a asignar una tarea específi ca dentro del desarrollo gene-ral. Se concedió prioridad a la región de la costa. La prosperidad llegaría a todos pero no mediante un goteo continuo desde arri-ba sino mediante un fl ujo hacia el Oeste. Se designaron 424 puntos focales de creci-miento, localizados principalmente en dos zonas de delta, las de los ríos Perla y Yangt-sé. Este planteamiento implicaba abrir las ciudades a la mano de obra rural y abrir las puertas a las inversiones de capital extranje-ro. Los empresarios de Hong Kong trasla-daron la mayor parte de su industria ligera –juguetes, confección, pequeños aparatos electrónicos– al delta del río Perla. Las au-toridades locales les otorgaron terrenos gra-tuitos, fábricas gratuitas y manos libres. El incremento resultante en desigualdad rural-urbana (la proporción de desigualdad al-canzó el mismo nivel que en Estados Uni-dos) ha dirigido la atención otra vez hacia las zonas central y occidental de China en vías de desarrollo, actualmente en proceso de unión con la región de la costa mediante gigantescos proyectos de transporte y co-municaciones.

El rasgo más singular del desarrollo chino durante el periodo Deng fue el asom-broso aumento de las industrias rurales, que produjo la formación de inmensas ex-pansiones urbanas en forma radial en torno a las ciudades. Fueron estas “pequeñas em-presas de municipios periféricos”, que hoy dan empleo a una cuarta parte de la fuerza

de trabajo china, las que sacaron de la po-breza a 200 millones de personas en un de-cenio. Era ésta una forma de crecimiento menos dependiente del capital extranjero. ¿Por qué surgió espontáneamente en China esta modalidad de manufactura rural, que las agencias fi lantrópicas han promovido de forma tan asidua y fallida en todo el mun-do no desarrollado?

Friedmann combina varias respuestas: una gran densidad de población rural (com-parable a densidades metropolitanas en el resto del mundo), gran cantidad de trabaja-dores subempleados que podían abandonar el trabajo agrícola sin que afectara al nivel de producción, antecedentes históricos de pro-ducción industrial de artesanías, hábil lide-razgo local, talento empresarial y un alto ni-vel de ahorro doméstico. Estas pequeñas empresas eran producto de la sorprendente convergencia entre partido, gobierno local y empresa privada, convirtiéndose muchas ve-ces el jefe local del partido en principal em-presario, mientras las pequeñas poblaciones se reorganizaban en compañías o conglome-rados con cuyos benefi cios podían fi nanciar-se servicios colectivos como escuelas y hospi-tales. Éste es un sistema de propiedad desco-nocido en Occidente.

Pero el carácter dual del gobierno muni-cipal –en parte burocracia de Estado y en parte capitalismo pirata– tuvo efectos menos benéfi cos en las ciudades, que Friedmann describe de esta forma:

La caótica mezcla de mercados fragmentados, afán de lucro, traspasos administrativos de tierras, es-peculación, corrupción endémica, intentos cada vez más desesperados para sostener el sistema piramidal de control central sobre los asuntos locales, capitalismo agresivo, pobreza ancestral y ostentosa riqueza nueva dan al conjunto un aspecto que recuerda menos al majestuoso Pekín de los años veinte… que a un edifi -cio en frenética construcción.

Friedmann se pregunta si disponer de libertad comercial producirá inevitablemen-

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1 Véase mi crítica de Clyde Prestowitz y Ted. C. Fishman sobre los libros mencionados en Th e New York Review, 17 noviembre, 2005.

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te una demanda de libertad política. ¿Está formándose una sociedad civil debido a la aparición de enormes grupos de personas dedicadas a actividades no organizadas por el partido, que obtienen con ello ingresos disponibles y una vivienda propia? Buena parte del ocio generado se dedica a mirar la televisión. Han surgido nuevas asociaciones de tiempo libre. El número de nuevas pu-blicaciones se ha disparado. Abundan las lí-neas calientes que suministran asesoramiento. Es más, el Estado anima a la gente a conver-tirse en consumidores activos. “Estado pe-queño, mercado grande” es un lema que Pe-kín ve con buenos ojos. Liao Xun, de la Academia China de Ciencias Sociales, pre-fiere decir “Gobierno pequeño, sociedad grande”. El Estado ha de ser purgado de su enfermedad burocrática. Los ciudadanos de-ben ser libres no sólo para elegir bienes de consumo sino también para elegir educa-ción, ocupación y lealtades políticas. Tendrá que haber elecciones competitivas para los gobiernos provinciales.

Friedmann es escéptico en cuanto al al-cance que pueda tener el movimiento proe-mancipación política. La esfera pública en el sentido occidental no se ha desarrollado en China. Las obligaciones con el Estado, la fa-milia y la comunidad siguen siendo de im-portancia máxima: falta del todo ese terreno intermedio de la sociedad civil en que existe una esfera de vida pública totalmente al margen del control burocrático. Todas las ONG son cooptadas por el Estado. Pero “siempre que no se critique al Estado de par-

tido único en sí, se puede hablar pública-mente de una variedad cada vez más amplia de opiniones e intereses”.

Desde mediados de los años ochenta, decenas de millones de trabajadores agrícolas afl uyeron en masa a las ciudades costeras, a sus zonas suburbiales y a su hinterland rural y semirrural para trabajar en fábricas que producían para la exportación. El libro de Pun Ngai Made in China no trata sobre los artículos que se fabrican sino sobre la nueva clase de personas que los fabrica: las dagong-mei, las jóvenes trabajadoras eventuales veni-das de las aldeas, que reciben un sueldo de 40 centavos la hora para manufacturar artí-culos baratos para los clientes de Wal-Mart. Esta autora comienza su libro con la historia de Xiaoming, una trabajadora emigrante de 21 años, única superviviente del incendio de una fábrica de juguetes de Shenzhen en 1993 donde murieron más de ochenta obre-ros y ella quedó horriblemente desfi gurada. “Yo me sentía satisfecha con mi trabajo”, le dijo Xiaoming a Pun Ngai. “Era un trabajo tremendamente duro pero también lo pasá-bamos bien. Teníamos un plan. Antes de volver a nuestras casas para casarnos, íbamos a ahorrar dinero para irnos a Pekín. Era un sueño muy grande”.

Pun Ngai, socióloga en la Universidad de Hong Kong, también tenía un sueño: ha-cer trabajo de campo en una de las fábricas de Shenzhen. Como ella lo expresa con una franqueza que desarma: “La búsqueda de identifi cación con las obreras me ayuda a

sostener mi… fantasía intelectual de enfren-tarme al irresistible advenimiento del capita-lismo global”. En 1995 obtuvo permiso, a través de contactos familiares, del propieta-rio hongkonés de la Meteor Electronic Company (no es su auténtico nombre), para hacer allí su trabajo de campo. Durante ocho meses trabajó junto a las obreras en la fábrica, durmió en sus dormitorios, compar-tió su comida y su ocio, sus sueños y sus pe-sadillas, y todas las noches apuntó las notas en que se basa este libro. Angustioso unas veces, otras cargado con un exceso absurdo de teoría, su libro es un ejemplo de las virtu-des, la fl exibilidad y también las limitaciones de la sociología neomarxista.

Las dagongmei son producto del sistema de hukous, permisos de residencia que denie-gan a los obreros con hukous rurales derecho a residir en las ciudades, es decir, a crear allí una familia y recibir asistencia médica y prestaciones sociales. Los resultados son el uso generalizado de mano de obra que se aloja en dormitorios colectivos en las zonas industriales y en desarrollo. Las trabajadoras, siendo migrantes, son explotadas a voluntad. La mayoría regresa a sus pueblos para casarse o crear pequeños negocios con sus ahorros y son sustituidas por otras como ellas salidas de un fondo humano aparentemente inago-table. Otras se dedican a la prostitución de una forma u otra. (“Sin sexo, no hay dine-ro”, le dijo una chicha a la autora). El enri-quecimiento de China se sustenta sobre los obreros migrantes del campo. Dado que el Estado es el impulsor del esfuerzo para con-

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vertir a China en taller del mundo, no per-mite los sindicatos independientes ni exige el cumplimiento de sus propias leyes de sala-rio mínimo, medidas de seguridad y horario de trabajo. (La jornada de trabajo legal es de ocho horas pero la mayoría de las mujeres trabajan en turnos de 12 horas, ampliadas a 18 cuando hay urgencia para terminar algo). Esto deja a las empresas las manos libres pa-ra maximizar benefi cios sin tener que pre-ocuparse por reponer la oferta de mano de obra a largo plazo.

Según la describe Pun Ngai, la explota-ción de las dagongmei reproduce los horrores de la revolución industrial británica. ¿Es el trabajo industrial algo libremente elegido o producto en alguna medida de la coerción? La mano de obra dagongmei, dice insistente-mente Pun Ngai, no es forzada. No hay vio-lencia ni engaño alguno en la entrada de las trabajadoras en el mundo industrial. Las jó-venes de las aldeas chinas están bien infor-madas sobre las privaciones de la vida en la fábrica. Pun Ngai sostiene que estas chicas huyen de una opresiva cultura patriarcal, que el comunismo de Mao ha dejado intac-ta, lo cual contradice otros testimonios se-gún los cuales una razón primordial para marcharse de sus casas es mantener a sus fa-milias. Además, su afi rmación de que esta migración es voluntaria queda muy debilita-da por su opinión de que los “deseos” de las chicas son manipulados por la seducción del capitalismo chino, para ser arrastradas a la cueva del ogro del trabajo embrutecedor, la prostitución y un consumismo descerebra-do. Siendo marxista, Pun Ngai necesita una falsa conciencia para explicar una conducta voluntariamente elegida que contradice los intereses “objetivos” de clase.

Los propietarios de las fábricas prefi e-ren las mujeres a los hombres porque se considera más fácil someterlas a las normas y controlarlas; sin embargo, según Pun Ngai, las dagongmei no son “dóciles” sino cuerpos “tácticos”, una mezcla específi ca-mente china de colaboración, transgresión y rebeldía. El principal ejemplo es el uso de la enfermedad, y en especial del dolor men-strual, para sabotear horas en la cadena de ensamblaje. “El cuerpo dolorido… no es un cuerpo derrotado, sino más bien un cuerpo resistente.”

Según Pun Ngai, hay un confl icto in-evitable entre el tiempo corporal femenino y el tiempo industrial. De este confl icto surge la posibilidad de liberación; el grito noctur-no de Yan, una de las trabajadoras, se con-vierte en una metáfora de resistencia: Sue-ños, gritos, desfallecimiento, dolor mens-trual, ruptura interior del yo, rebeldía en el trabajo, lentitud, lucha, huida, y hasta de-

mandas y huelgas son todos ellos puntos y líneas de oposición de una cartografía de re-sistencia que inevitablemente plantea un re-to al poder y al control. Es un soporte bas-tante inseguro en el que apoyar la fantasía de la revolución.

Puede que Mao Zedong fuera anti-ciu-dad pero no le gustaba el campo. La natura-leza debía ser conquistada, no venerada. Uno de sus proyectos más lunáticos fue or-denar a los habitantes del campo que elimi-naran a los gorriones y a los insectos. La po-blación china de gorriones estuvo a punto de desaparecer, y con ella la primera línea de defensa contra la langosta y otras plagas. Pe-ro el capitalismo chino no tiene mejor histo-rial. El libro de Elizabeth Economy Th e Ri-ver Runs Black describe los devastadores cos-tes medioambientales de dos décadas de “desarrollo económico desenfrenado”. Co-mo Pun Ngai, comienza con un desastre. En 2001, las fuertes lluvias llevaron 38.000 mi-llones de galones de aguas muy contamina-das desde sus afl uentes al río Huai, que cru-za una de las regiones más fértiles de China oriental. “Río abajo, en la provincia de An-hui, las aguas fl uían espesas con basura, es-puma amarilla y peces muertos.”

La cuenca del Huai, conocida por su riqueza en granos, algodón, aceite y pesca-do, se ha convertido a lo largo de las dos úl-timas décadas en sede de decenas de miles de pequeñas fábricas –papeleras, plantas químicas y plantas de tintes y curtidos– que vierten sus residuos en el río. Y el programa de Mao de construcción de presas no ayu-dó precisamente. Además de matar a cien-tos de miles de personas cuando las presas se vinieron abajo, la apertura de las com-puertas ordenada por autoridades locales ha liberado repetidamente aguas contaminadas que envenenan los cultivos y los peces río abajo. Los pantanos construidos limitan aún más la capacidad del río para disolver los contaminantes.

La respuesta de Pekín ha sido errática. No sólo no existe un “ethos persuasivo de conservación” sino que, además, dice Eliza-beth Economy, “el imperativo del desarrollo económico ha continuado silenciando las preocupaciones medioambientales”. Las fá-bricas no cumplen las normativas de elimi-nación de residuos; los funcionarios locales, que son con frecuencia dueños de las fábri-cas, no aplican los edictos de las agencias de protección del medio ambiente.

Lo ocurrido en la cuenca del río Huai es típico de la China actual. En 1998, el río Yangtsé se desbordó matando a más de 3.000 personas, destruyendo cinco millones de hogares e inundando 52 millones de

acres de tierra. Responsables de este desastre eran las dos décadas descontroladas de defo-restación y destrucción de humedales. Los terrenos desérticos cubren una cuarta parte del país y el ritmo de desertización se ha du-plicado desde la década de los setenta. La creciente escasez de agua, debida en parte a la contaminación, ha limitado el acceso al agua a más de sesenta millones de personas, mientras que más de seiscientos millones be-ben agua contaminada a diario. Los recursos forestales de China, que son de los más esca-sos del mundo, están siendo talados a ritmo insostenible, resultando en “pérdida de bio-diversidad, cambio climático, desertización y erosión del suelo.” China tiene seis de las diez ciudades más contaminadas del mun-do; la lluvia ácida afecta a un tercio del país. Las enfermedades relacionadas con la conta-minación se están disparando. Los costes económicos de la degradación medioam-biental se calculan entre un 8% y un 10% del PNB. Y para remate, la inmensa pobla-ción de China no ha sido aún estabilizada, pese a la política de un hijo por familia.

Se está produciendo el consabido debate entre pesimistas y optimistas: los verdes di-cen que el desarrollo económico impulsado por el mercado produce niveles devastadores de destrucción en el medio natural porque el mercado no responde debidamente a los daños externos. (Y no sólo el mercado: las economías planifi cadas han sido las máxi-mas contaminadoras). Los optimistas res-ponden a esto que el desarrollo económico produce cambio tecnológico, aumenta la ca-pacidad del Estado para controlar los efectos perjudiciales e induce una transformación de valores que aumenta la protección del en-torno. Los pesimistas afi rman que la globali-zación incrementa el ritmo de degradación ecológica porque es causa de que los países en vías de desarrollo se especialicen en in-dustrias intensivas en contaminación. Los optimistas contestan que el mercado libre, aliviar la pobreza, permitirá a los Gobiernos gastar más en protección del medio ambien-te y les dará mayor acceso a tecnologías fa-vorables a la ecología y a industrias menos contaminantes. Los pesimistas neomalthu-sianos creen que mayor número de personas signifi ca mayor deterioro del entorno; los optimistas sostienen que el crecimiento de-mográfi co puede impulsar el tipo de progre-so tecnológico que resultará en mejoras a largo plazo. Elizabeth Economy concluye con razón que “estos debates…se resisten a plantear el papel de las instituciones políticas y de la política en sí en el trazado de la senda medioambiental y desarrollista del país.”

Esto nos retrotrae a la política de Esta-do y la sociedad civil. Las autoridades chi-

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nas, según la señora Economy, han iniciado “el largo y lento proceso de crear un aparato ofi cial de protección del medio ambiente”, pero esto tiene en ocasiones escaso efecto frente a la mentalidad comercial de los jefes locales. Para contrarrestarlos, y como válvu-la de escape, Pekín ha favorecido la forma-ción de ONG ecologistas, ha alentado un tratamiento agresivo por parte de la prensa en cuestiones del medio ambiente y ha per-mitido investigaciones y demandas legales de carácter independiente. China ha empe-zado, además, a mirar hacia el exterior en busca de inspiración y ayuda. Pero este tipo de aperturas conllevan riesgos para el régi-men: las ONG pueden utilizar las cuestio-nes ecológicas como tapadera de agravios más profundos; los organismos internacio-nales pueden plantear asuntos de derechos humanos que las autoridades quieren evitar. El éxito de la apuesta de Den Xiaoping, di-ce Elizabeth Economy, depende no sólo de que se cumplan las promesas de enriqueci-miento sino también de la protección del medio natural de China.

2.El explosivo aterrizaje de China en el esce-nario mundial y la visión que de ello tienen los chinos ponen en cuestión muchas ideas occidentales preconcebidas. Para Occidente, China representa un reto, incluso una ame-naza. En China, es Occidente, por regla ge-neral, lo que se percibe como una amenaza a los valores chinos: una percepción que se re-monta al colonialismo occidental y a los in-justos tratados del siglo xix. Esto explica parcialmente la resistencia china a hacer un examen de conciencia honrado sobre los de-sastres de la era de Mao: hacerlo equivaldría, en todo caso, a capitular ante la interpreta-ción occidental de la historia y las perspecti-vas futuras de China.

Parte del problema radica en el uso de la palabra “ascenso”, que sugiere algo con fi -nal abierto. Aunque algunas autoridades chinas hablan del “ascenso” de China (y dis-cuten sobre si será pacífi co o no), otros pre-fi eren hablar de “restauración”, que resulta menos amenazador, pues sugiere la reinstau-ración de un orden natural de Estados en lugar de un designio hegemónico. China re-nuncia a sus ambiciones hegemónicas. Los chinos repiten que China es una potencia de orden: que es Estados Unidos el revolu-cionario. Es por ello por lo que China basa su política exterior en las Naciones Unidas, donde considera su derecho de veto en el Consejo de Seguridad como primera línea de defensa frente a la agresividad estadouni-dense. Cuando Donald Rumsfeld, en re-ciente visita a Pekín, se preguntaba por qué

necesitaba China unas fuerzas armadas tan numerosas, estaba olvidando que China tie-ne fronteras con India y Rusia, y su pregun-ta implicaba, además, una percepción total-mente errónea de cómo ven otros países a Estados Unidos. Mientras que los norte-americanos se consideran plenos de buenas intenciones, otros ven en ellos el rabo y los cuernos del imperialismo.

Las causas del ascenso o recuperación de China también tienden a ser motivo de di-ferencias entre China y Occidente. Tanto Clyde Prestowitz como Ted Fishman resal-tan la importancia del capital extranjero en la incorporación de China a la economía mundial. Los portavoces de la posición chi-na hacen hincapié en el papel del ahorro chino, así como en su propio e innato espí-ritu empresarial. La mayoría de las inversio-nes extranjeras, dicen, no provenían de mul-tinacionales occidentales sino de empresas familiares chinas establecidas en el exterior. Ha sido el empuje chino y el patriotismo chino los que han puesto en marcha el cre-cimiento de China, y no la movilidad glo-bal del capital. Los valores y prácticas chi-nos están inscritos en ese desarrollo, como lo estaban también en el anterior milagro económico “del este asiático” de la década de los ochenta.

Los economistas occidentales tienen di-fi cultad para entender el carácter híbrido de los derechos de propiedad chinos, no diga-mos ya para explicar por qué no parecen ha-ber impedido el crecimiento económico. No hay dogma defendido con más fervor por la mayoría de los economistas que aquel que asegura que el desarrollo económico depen-de de unos derechos de propiedad privada bien defi nidos y bien protegidos. En fecha reciente, el economista peruano Hernando de Soto ha recibido críticas muy favorables por un trabajo donde demuestra que la falta de títulos de propiedad impide a los pobres de las favelas latinoamericanas utilizar como garantía los bienes que han adquirido en ca-lidad de ocupas, lo cual podría mejorar su suerte2. Toda esta perspectiva sobre derechos de propiedad y crecimiento queda en entre-dicho ante la tasa china de hipercrecimiento sostenida durante 25 años, que se basa en unos derechos de propiedad notoriamente indefi nidos. La teoría estándar sobre propie-dad privada pronosticaría el desastre para el modelo chino; pero dicha predicción no se ha cumplido hasta el momento, y acaso se esté olvidando una virtud decisiva de este sistema: su capacidad para resolver confl ictos

extra-ofi cialmente. El debate se plantea entre los que consideran las formas híbridas de propiedad como una vía de transición, que avanza hacia una plena privatización, y los que las consideran parte integral de un supe-rior sistema chino.

Lo que parece innegable es que unos derechos de propiedad híbridos –así como una distribución poco clara de responsabili-dades entre el Estado y las provincias– repre-sentan un obstáculo para una respuesta co-herente a muchos de los problemas que plantea un crecimiento sin restricciones: la incontrolable explosión urbana examinada por Friedmann, la espantosa situación del delta del río Perla y los talleres de trabajo se-miesclavo que describe Pun Ngai, el deterio-ro ecológico analizado por Elizabeth Eco-nomy, así como la gigantesca migración in-terior y el rápido aumento de la desigualdad. El concepto occidental de separación entre poder político y propiedad no contribuye tampoco a defi nir la debida función del Es-tado como protector del interés público.

Los observadores occidentales tienen di-fi cultad para entender cómo pueden los chi-nos defender simultáneamente el comunis-mo y el capitalismo sin percibir en ello con-tradicción. Hay varias explicaciones parcia-les. En primer lugar, la formación de la Re-pública Popular en 1949 se ve mucho más como liberación del colonialismo occidental que como inauguración de un fallido siste-ma económico. El Partido Comunista Chi-no conserva su aura de agente de liberación.

En segundo lugar, es decisiva la actitud china hacia la economía: lo que importa es que funcione. A diferencia de Occidente, la naturaleza del sistema económico no se considera fundamental para la naturaleza del Estado. Ésta es la razón de que los chi-nos puedan criticar a Mao por sus errores económicos sin poner por ello en cuestión la legitimidad de su mando, igual que pueden acceder a la economía mundial con el lema “globalización económica sí, globalización política no”. Muchos chinos, quizá la ma-yoría, rechazan, por tanto, la hipótesis de que la integración económica con los países occidentales producirá inevitablemente la creación de normas políticas de democracia occidental.

Se realizan curiosas piruetas intelectuales para justifi car el gobierno incontestado del Partido Comunista. Ofi cialmente, se dice que China es una “economía socialista de mercado”. Cuando yo apunté, durante una visita reciente, que no veía indicios de dicho socialismo, un funcionario chino me res-pondió de inmediato:

2 Hernando de Soto, Th e Mystery of Capital: Why Capitalism Triumphs in the West and Fails Everywhere Else (Basic Books, 2000).

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“El capitalismo, ahora; el socialismo, después. El desarrollo capitalista signifi ca más desigualdad. Será necesario el socialismo para corregirla. Mucho mejor que el Partido Comunista esté en el poder durante ambas etapas que tener otra revolución”.

No es ésta la forma universal de ver la cuestión. Hay un número considerable de chinos que se toman en serio la ideología y se sienten avergonzados por el espec táculo del capitalismo que explota a los obreros a instancias del Partido Comunista. Desde luego, así es exactamente como lo percibe Pun Ngai, que sueña con una revolución di-rigida simultáneamente contra el comunis-mo y el capitalismo global. Después de los sucesos de la plaza de Tiananmen hubo una fuerte represión contra los disidentes pero las cosas han ido suavizándose gradualmen-te. Hoy día, en China abundan los institutos de politología, los organismos y expertos en política. Se puede hablar públicamente de todo, especialmente en círculos interiores, siempre que no se critique directamente la doctrina ofi cial de cambio político incre-mental. Pero el Gobierno sigue aplicando medidas enérgicas contra los disidentes, ya sean intelectuales, periodistas, abogados o activistas religiosos, y envía a miles de perso-nas a las cárceles, a campos de reeducación y a centros de detención. En la práctica, han surgido dos líneas de desviación permitida: la de quienes insisten en una ruta específi ca-mente china hacia la sociedad moderna (ru-ta compuesta de confucionismo, taoísmo y rastros de maoísmo) y la de los liberales de mentalidad occidental, que desean una ple-na economía de mercado o una sociedad ci-vil de tipo occidental, o alguna mezcla de ambas cosas.

Sigue habiendo tendencia a minimizar los crímenes de Mao. Incluso los chinos li-berales quieren a toda costa diferenciarlo de Hitler y de Stalin. Lo que me decían era: “Quería hacer mejores personas, no cortar la hierba”. Hay mucha admiración por sus do-tes de calígrafo y poeta.

La ideología ofi cial está protegida por dos características del pensamiento chino. En primer lugar, el confucionismo está diri-gido a fomentar la virtud en el gobernante más que a limitar su poder. A este respecto recuerda al ideal platónico del rey fi lósofo, no al constitucionalismo occidental. En se-gundo lugar, la doctrina taoísta del yin y el yang resalta el carácter dual de la naturaleza (oscura y luminosa); es necesaria la interac-ción de ambos para mantener la armonía. Ambos principios se representan en la ico-nografía china mediante dos formas curvas encajadas entre sí dentro de un círculo, la una blanca y la otra negra, con un punto del

color contrario en la cabeza de cada una de ellas. La disciplina taoísta es para el indivi-duo. Gira en torno a cómo experimentar el sentimiento de armonía. Pero también es cierto que cualquier doctrina ética en que se entrelacen el bien y el mal, no como hecho contingente sino como principio de orden, ofrece una base débil para condenar el asesi-nato en masa y otros crímenes horribles co-metidos por los dictadores.

¿Qué incidencia va a tener el experi-mento chino en el impacto de China sobre el resto del mundo? En la actualidad, la ma-yoría de los comentaristas están fascinados por el pasmoso ritmo de crecimiento chino y calculan sus efectos en la economía y la política mundiales simplemente extrapolan-do hacia el futuro. Esto es lo que alarma so-bremanera a Prestowitz y Fishman.

Estos dos autores pertenecen a una lar-ga tradición de profetas que han sido des-mentidos por los acontecimientos. Un tra-tado alarmista británico, que fue un best se-ller a fi nales del siglo xix, se titulaba Made in Germany. Pronto siguieron las alarmas del peligro amarillo cuando se hizo evidente el despertar de Japón. En 1959, la revista Newsweek advertía que la Unión Soviética “iba camino de hacerse con el dominio eco-nómico del mundo”. De las tasas de creci-miento japonesas entre 1963 y 1973 se de-ducía que la producción japonesa superaría la estadounidense para 1998. Poco después de hacerse estas profecías, ambas economías –la rusa y la japonesa– entraron en un pe-riodo de ritmo más lento, y la rusa terminó por ir marcha atrás. Paul Krugman ha sos-tenido, con razón, que el crecimiento de ambos países se basaba en la movilización de mano de obra a gran escala y en inmen-sas tasas de inversión, y no en el desarrollo de la productividad, y que ambos estaban, por consiguiente, expuestos a rendimientos decrecientes3. Todo esto será en gran parte aplicable a China.

China sigue siendo una gigantesca fábri-ca de procesamiento. La fuerza impulsora de su ascenso ha sido la búsqueda de benefi cios rápidos mediante la explotación de una ma-no de obra barata. No se ha prestado la me-nor atención a la innovación tecnológica, prefi riendo los chinos copiar a innovar. Pres-towitz y Fishman dicen que esto está a pun-to de cambiar. La ciencia y la industria, a su juicio, van unidas. El cerebro seguirá inevi-tablemente a la fuerza con el fi n de cosechar los frutos de la sinergia. Las empresas que

funden I+D con manufactura han ido tras-ladándose progresivamente hacia el Este. Los chinos utilizan socios occidentales para ob-tener acceso a la tecnología occidental, insis-tiendo en que toda propiedad intelectual de-be ser compartida por los socios comerciales, quedando ellos libres de los costes de elabo-ración tecnológica. En 2003, General Mo-tors comprobó con horror que un pequeño coche familiar de 9.000 dólares que acababa de lanzar al mercado tenía un doble exacto en China por el precio de 6.000 dólares. La defl ación de los precios de los coches tiene potencial para defl acionar economías ente-ras, dejando a millones de personas sin tra-bajo. La contrapartida de esto es el vacia-miento de la capacidad de manufactura esta-dounidense. Al parecer, Estados Unidos tuvo que recurrir a la compañía holandesa De Boer para que suministrara material funera-rio para los cadáveres del huracán Katrina.

¿Existe alguna tecnología inmune al de-safío chino? Prestowitz y Fishman creen que no. China ha construido su primera fundi-ción de semiconductores en Pudong. Leno-vo, una compañía china, ha comprado re-cientemente la división de hardware para or-denadores personales de IBM. La biotecno-logía va a seguir allí adelante en campos co-mo la investigación en células madre em-brionarias, que algunos países occidentales consideran “éticamente espinosa”. El Institu-to Genómico de Pekín ha inventado una prueba más fi able y más rápida para detectar sustancias prohibidas en los atletas. China tiene programado el lanzamiento de su pri-mer cohete espacial para 2007 y espera fa-bricar su primer gran avión comercial para 2018. En este momento ya se gradúan allí cuatro veces más ingenieros que en Estados Unidos. Es extremadamente difícil impedir la difusión de tecnologías. Se pueden prote-ger las patentes, pero ¿cómo impedir la transferencia de servicios de I+D?

Desde que comenzó la competencia en artículos manufacturados, hacia fi nales del siglo xix, la gente se ha preguntado qué tie-ne que hacer un país puntero que está per-diendo su inicial ventaja tecnológica. El bri-tánico Joseph Chamberlain lo expresó de es-te modo cuando hacía campaña a favor del proteccionismo en 1903. La antaño gran in-dustria de refi nado de azúcar ha desapareci-do; muy bien, empecemos con las mermela-das. La industria del hierro está desapare-ciendo; no importa, fabriquemos ratoneras. El comercio del algodón está en peligro; ¿y a nosotros qué más nos da? Supongamos que comenzamos a fabricar ojos para muñecas. Pero ¿cuánto tiempo vamos a continuar así? ¿Por qué regla de tres podemos suponer que el mismo proceso que arruinó el refi nado de

3 Paul Krugman, “Th e Myth of Asia’s Miracle”, Foreign Aff airs, nov./dic. 1994, págs. 62-78.

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azúcar no afectará a la mermelada con el pa-so del tiempo? ¿Y cuando también desapa-rezca la mermelada? Entonces habrá que en-contrar otra cosa. Y, créanme, aunque las in-dustrias de este país son muy variadas, no se puede seguir así eternamente. No se puede seguir mirando con indiferencia la desapari-ción de nuestras principales industrias.

Es evidente que Chamberlain era poco versado en la teoría de las ventajas compara-tivas, según la cual los países deben concen-trarse en la exportación de aquellos bienes y servicios que pueden producir con menores costes relativos que otros países. Incluso en época de Chamberlain se sugirió que el Rei-no Unido pasara de la producción de manu-facturas a la producción de servicios. Pero Chamberlain preguntó: “Si importamos al-go equivalente a una libra de salario, ¿expor-tamos el equivalente a una libra de salario?”. La pregunta, aunque formulada de manera poco precisa, era fundamental. Los puestos de trabajo destruidos siempre podían ser sustituidos. Pero ¿serían los nuevos puestos de igual calidad?4.

Hace poco, el premio Nobel Paul Samuelson ha contestado: no necesariamen-te. Si China experimenta un aumento de productividad con un artículo que importa de Estados Unidos, sus costes descenderán y Estados Unidos puede perder su ventaja comparativa en la fabricación de dicho artí-culo. Y esto puede ocurrir con un artículo tras otro. “No es que se pierdan puestos de trabajo en Estados Unidos a largo plazo; es que ha descendido el nuevo salario real de equilibrio de mercado [en que todo el mun-do que buscara trabajo tendría empleo]…”. Los países pueden ascender y descender en la escala de ventajas comparativas. A esto se refería Chamberlain. Como dijo Samuelson en una entrevista: “Poder adquirir alimentos un 20% más baratos en Wal-Mart no nece-sariamente compensa las pérdidas salariales” sufridas a consecuencia de la competencia exterior. Incluso cuando el comercio produ-ce un excedente de ganadores por encima de los perdedores, de tal forma que los ganado-res pueden, en teoría, compensar a los per-dedores, no hay garantía alguna de que va-yan a hacerlo5.

Una respuesta de Estados Unidos a la feroz competencia del precio chino no sería

seguir, ni la senda de la política laissez faire que Prestowitz condena, ni la senda social-demócrata que defi ende, sino rehabilitar el “complejo militar-industrial” contra el que advirtió Eisenhower. Estados Unidos inten-taría conservar su ventaja industrial resuci-tando el “keynesianismo militar” que les dio el liderazgo tecnológico durante la guerra fría. Vista desde esta perspectiva, la “nueva doctrina estratégica” de Bush, que aspira a la absoluta superioridad militar estadouniden-se, buscaría adaptar la política de Estados Unidos no a la amenaza terrorista sino a la amenaza china a su industria: sería la vuelta al proteccionismo en nombre de la seguri-dad. Pero esta índole de estrategia implica un enemigo mucho más fuerte que Osama bin Laden y sus escuadrones suicidas. Ade-más, cualquier intento serio de revivir el “complejo militar-industrial” supone una carrera armamentística con China y posible-mente también con Rusia. Sería una culmi-nación terrible, pero en modo alguno impo-sible, de la era de la globalización.

También China se enfrenta a enormes decisiones. Nunca nos cansamos de repetir a los chinos que ahorran demasiado y consu-men demasiado poco (como si hubiera algu-na proporción correcta para estas cosas). China invierte una gran parte de sus ahorros en Bonos del Tesoro estadounidense –cuyo valor no puede sino decaer a medida que se deprecia el dólar– con objeto de forzar la en-trada de sus exportaciones en el resto del mundo. Un mayor crecimiento impulsado por la exportación es la única vía que conoce para abordar los problemas sociales creados por… ¡el crecimiento impulsado por la ex-portación! Esta estrategia, junto a la inconti-nencia fi scal del Gobierno de Estados Uni-dos que la hace viable, es la principal razón de los inmensos desequilibrios de la econo-mía global y una potente fuente de confl icto comercial y monetario.

Frente al dilema del “exceso de ahorro” cabría postular, o bien el mercado libre, bien la solución keynesiana. Un economista chi-no formado en Harvard me explicó que en China se ahorra demasiado porque todavía hay demasiada población viviendo en el campo, que carece de grandes mercados in-teriores y de protección social sufi ciente. El remedio que él proponía era la abolición del hukou, o sistema de pases y demás obstácu-los a la migración rural a las ciudades. Éstas se ampliarían en enormes extensiones subur-banas de 50 millones de habitantes o más. (El economista citó el ejemplo del gran Lon-dres). Por más lógico que esto parezca, pasa por alta los horrendos problemas de conges-tión que implica la creación de semejantes conurbaciones. Una alternativa preferible se-

ría reducir los incentivos para migrar a las ciudades movilizando el ahorro nacional a fin de crear infraestructuras sociales y de transporte fuera de las provincias costeras. Pero la desconfi anza hacia el Estado central probablemente sea demasiado fuerte para refrendar un programa tan ambicioso de reequilibrio del descompensado crecimiento económico de China.

Así pues, para volver a la pregunta fi nal: la entrada de China en la economía global, ¿hará más chino al mundo o a China más occidental? Más probable parece lo segundo, no sólo porque China no tiene ambiciones hegemónicas, sino también porque tiene poco que contribuir al gobierno mundial de carácter original. Adoptando la distinción que hacía Th omas Mann entre Alemania y Francia, China es una “cultura”, no una “ci-vilización”. Los valores y normas que rigen el mundo son abrumadoramente occidenta-les, sea cual sea el país que emerge como su principal portador. El primer Foro de China para la Globalización de la Medicina China Tradicional se celebró en Pekín el 4 de no-viembre de 2004. Pero la verdad es que las ciencias, la medicina, las matemáticas, la economía, el derecho y la teoría política que aprenden los chinos, y que sus gobernantes no tienen otro remedio que utilizar, son to-dos ellos de origen occidental (si bien par-cialmente árabe). Con el tiempo, los chinos empezarán a exigir mayor protección frente a los malos gobernantes de la que ofrece el confucionismo. Hay una economía confu-ciana pero dudo de que vaya a enseñarse en las universidades en el siglo xxi, al menos en los departamentos de Económicas y en las escuelas de gestión fi nanciera. Los chinos, sin duda, tienen razón en querer que su de-sarrollo económico y político tenga plena-mente presentes las “características chinas”, porque la cultura es más importante que la civilización en la vida de los pueblos. Pero, al fi nal, ¿signifi carán estas características chi-nas algo más que los extraños y hermosos adornos que decoran algunos de los cientos de rascacielos que se alzan en Pudong como homenaje a la arquitectura occidental? ■

Traducción de Eva Rodríguez Halff ter.© The New York Review of Books, diciembre, 2005.

Robert Skidelsky es portavoz de Hacienda del parti-do conservador. Autor de Keynes.

4 Citado en mi artículo, “Where Import Controls Came In”, New Statesman, 22 octubre, 1976.

5 Paul Samuelson, “Where Ricardo and Mill Rebut and Confi rm Arguments of Mainstream Economists Su-pporting Globalization”, Journal of Economic Perspectives, vol. 18, Nº 3 (Verano 2004), págs. 135-146; véase su entrevista con Steve Lohr, “An Elder Challenges Outsourcing’s Orthodoxy”, Th e New York Times, 9 sep-tiembre, 2004.

LA IDEA DE EUROPAEN LA ESPAÑA DEL SIGLO XX

JAVIER FERNÁNDEZ SEBASTIÁN / JUAN FRANCISCO FUENTES

L os Estados Unidos de Europa, que son el ideal de nuestro siglo, pueden y de-ben comenzar en España” (cit. Álvarez

Junco, 2001, págs. 524-525). Por mucho que 136 años después fuese precisamente Es-paña el primer país en el que se aprobó en referéndum el proyecto de Constitución eu-ropea, no se puede decir que estas palabras, incluidas en un manifi esto del federalismo español de 1869, fueran premonitorias. El sueño de una España incorporada a Europa, refundada como una federación de pueblos, tardó casi un siglo y cuarto en hacerse reali-dad, y aún entonces la plasmación de aquel viejo ideal europeísta distaba mucho de cum-plirse plenamente: ni la Comunidad Econó-mica Europea nacida con el Tratado de Ro-ma respondía al propósito federalista de sus principales precursores ni el federalismo es-pañol había conseguido hacer de la unión ibérica entre España y Portugal la avanzadilla de unos Estados Unidos europeos.

Desde los ilustrados del siglo xviii hasta los federalistas de las últimas décadas del xix, pasando por algunos textos aislados pero re-veladores, como el proyecto de Constitución europea, de J. F. Siñériz (1839), abundan las evidencias de que un importante sector de las élites ibéricas tenía a Europa como refe-rente insoslayable de sus refl exiones políticas, de tal forma que el europeísmo llegó a ser la respuesta global a un sinfín de preguntas e incertidumbres que giraban en torno a la idea de España y a su encaje en el mundo contemporáneo. El propio texto que citába-mos al principio anuncia con notable antela-ción la importancia que Europa tendrá a lo largo del siglo xx en el discurso de varias ge-neraciones de intelectuales y políticos espa-ñoles de tradición liberal y progresista. Fren-te a la España de las guerras civiles, de los pronunciamientos y del desastre colonial, “Europa”, entendida como una sinécdoque alusiva a las principales potencias vecinas, llegará a representar un sugestivo horizonte de progreso, de cultura y de libertad, toman-

do así el testigo de lo que Francia había sim-bolizado desde el siglo xviii a los ojos de los sectores más liberales y cosmopolitas de la sociedad española. Europa será, pues, como Francia para los afrancesados, tierra de asilo, espacio de cultura y fuente de inspiración de una utopía política creada a partir de la vi-sión, a menudo idealizada, de una patria de adopción. Una dimensión utópica que con-trasta con el sombrío aislacionismo –“recogi-miento”, según la conocida expresión de An-tonio Cánovas– que durante mucho tiempo marcó, voluntariamente o a la fuerza, la polí-tica española hacia Europa.

En el desarrollo de una conciencia euro-peísta entre los intelectuales de principios de siglo infl uyeron, de un lado, la crisis de iden-tidad y confi anza desencadenada por el de-sastre del 98 y, de otro, la experiencia vivida por algunos jóvenes intelectuales, sobre todo de la futura generación del 14, que por razo-nes personales, como en los casos de Ramiro de Maeztu y Luis Araquistáin, o académicas, como Ortega y Gasset, Manuel Azaña, Fer-nando de los Ríos, Salvador de Madariaga, Américo Castro o Juan Negrín, vivieron en Francia, Reino Unido o Alemania un perio-do crucial de su formación. En esa apertura a Europa y en el contacto de estos jóvenes in-telectuales con las mejores universidades del continente tuvo un papel fundamental la política de becas de la Junta de Ampliación de Estudios creada en 1907. Fue así, por un proceso de iniciación que dejó en muchos pensionados de la Junta una profunda huella cultural y humana –algunos, como Negrín, Madariaga o Araquistáin, regresaron a Espa-ña casados con extranjeras–, como se forjó la primera generación intelectual que se puede califi car de europeísta. A ellos se refería sin duda don Miguel de Unamuno al atribuir un “regeneracionismo europeizante” a aque-llos “jóvenes que trabajáis a la europea, con método y crítica”.

Cierto que algunos escritores de las ge-neraciones anteriores, como Joaquín Costa

(Reconstitución y europeización de España, 1900) o el propio Unamuno, habían señala-do ya ese camino como forma de salir del atraso y la ignorancia, pero su vocación euro-peísta resultó mucho menos consistente y duradera, tal vez por la falta de esa experien-cia personal que impregnó a los jóvenes de la generación del 14. Costa matizaba que la europeización debería hacerse en todo caso “sin desespañolizar” (Mateos y de Cabo, 1998), y Unamuno no tardó en rechazar el modelo cultural europeo, que identifi caba con un pensamiento racional y científico contrario a la tradición nacional, y en defen-der alternativamente “la españolización de Europa” o incluso la “africanización” y la “ti-betanización” de España. En Del sentimiento trágico de la vida (1913) llegará a reprochar a “nuestros europeizantes” haber convertido a Europa, de noción geográfi ca, “en una cate-goría casi metafísica” (OC, VII, pág. 287); y cuando en 1923, en pleno debate en torno a una posible unión europea, fue requerido por una revista suiza para manifestar su opi-nión sobre el futuro de Europa, a falta de un concepto claro sobre la cuestión, se limitó a hilvanar algunas consideraciones de historia y literatura comparadas, a consignar la “his-teria colectiva” que se había apoderado de los pueblos europeos y a emplazar a estos últi-mos a sustituir su odio mutuo por el amor fraternal (Unamuno, 1996, págs. 3-9).

Por el contrario, desde principios de si-glo, los intelectuales más jóvenes, nacidos hacia 1880-1885, venían dando testimonio de su fe en la moderna civilización europea, que asociaban al progreso económico y cien-tífi co, a la secularización de la sociedad y al auténtico parlamentarismo, es decir, a todo aquello de lo que España estaba más necesi-tada. Ya en un artículo publicado en El Im-parcial (27-7-1908) a su vuelta de Marbur-go, responderá Ortega a la pregunta “¿qué es Europa?” con la fórmula “Europa = ciencia” (OC, I, pág. 102; en un sentido muy similar, véase Maeztu, 1911, págs. 67 y sigs.). Apenas

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dos años después subrayará ante el público de la bilbaína Sociedad El Sitio que “regene-ración es inseparable de europeización”. Las últimas palabras de esta conferencia, versión muy personal de una idea lanzada y pronto abandonada por Costa, habrían de hacerse famosas desde entonces: “Regeneración es el deseo; europeización es el medio de satisfa-cerlo. Verdaderamente, se vio claro desde el principio que España era el problema y Eu-ropa la solución” (OC, I, pág. 521). Poco an-tes, en una conferencia en la Casa del Pueblo de Madrid, había afi rmado que el partido socialista tenía que convertirse en “el partido europeizador de España”, pues, ante la inca-pacidad de las fuerzas burguesas para aco-meter semejante tarea, sólo el socialismo re-unía las condiciones necesarias para llevar a cabo un proyecto en el que se aunaban “la seriedad científi ca” y “la justicia social” (OC, X, pág. 125). La sola palabra Europa equi-

valía “a la negación de cuanto compone la España actual”, llegará a decir al saludar la aparición del semanario Europa. Revista de Cultura Popular, fundado por el escritor Luis Bello en 1910 y en cuyo segundo número se rindió homenaje a Ramiro de Maeztu y al propio Ortega, en un editorial titulado ‘La conquista de Europa’, como precursores de todo un “ideal de cultura” que se identifi ca-ba con la europeización. En esta efímera pu-blicación se advierte ya, por lo demás, la convergencia, menos sorprendente de lo que pudiera parecer a simple vista, entre nacio-nalismo cultural y europeísmo, característica de la generación de 1914 y sintetizada en la fórmula unamuniana, citada más arriba, del “regeneracionismo europeizante”.

De una guerra a otraEsa misma combinación de nacionalismo li-beral, cosmopolitismo y compromiso con

Europa habría de marcar la trayectoria del semanario España (1915-1924) como plata-forma periodística de aquel grupo generacio-nal. Dirigida sucesivamente por Ortega y Gasset –su fundador–, Luis Araquistáin y Manuel Azaña, la revista España hizo de su apoyo a la causa aliada durante la Gran Gue-rra una de sus principales señas de identidad. En realidad, toda la prensa española partici-pó en la gran batalla de opinión que durante aquellos años libraron aliadófi los y germanó-fi los, y fueron mayoría las publicaciones que, como la revista España, subvencionada por los aliados, se benefi ciaron de la ayuda eco-nómica procedente de los países en guerra. Al margen de la contribución de estos últi-mos a avivar la polémica, el confl icto euro-peo apasionaba por sí mismo a una opinión pública convencida de que el resultado de la guerra sancionaría con el triunfo de la auto-cracia o de la democracia el futuro de la civi-

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lización occidental. Europa se convertía así en el gran referente exterior de la vida políti-ca española, escindida entre la neutralidad ofi cial y la beligerancia de amplios sectores de opinión a favor de uno u otro bando. Co-mo diría años después el socialista Antonio Ramos Oliveira, “si España no entró en gue-rra, la guerra entró en España”. Y, con ella, cierta conciencia trágica de que, por mucho que algunos abogasen por “la unidad moral de Europa” y considerasen que la confl agra-ción constituía en realidad “una Guerra civil” (Manifi esto de los Amigos de la Unidad Moral de Europa, B., 27-11-1914), Europa repre-sentaba una realidad abigarrada de valores contradictorios y a menudo antitéticos. Para unos, dirá el socialista Luis Araquistáin, “es el imperialismo y el militarismo; para otros, el pacifi smo. Para unos, el capitalismo; para otros, el socialismo”. De manera que, si Eu-ropa es en el fondo una “lucha encarnizada de valores antagónicos”, “europeizar a Espa-ña puede signifi car (…) encender en ella una lucha de valores opuestos e irreductibles” (cit. en Aubert, 1992, págs. 100 y 114).

En los años siguientes se extendió la conciencia de que, con la Gran Guerra y la revolución rusa, Occidente había entrado defi nitivamente en decadencia –“Europa ha caído”, afi rma en 1921 Ramiro de Maeztu–. Los intentos de ciertas élites continentales de impulsar una federación de pueblos europeos apenas consiguieron atraer la atención de la opinión pública española, absorbida por la evolución de la política interna y ajena, por lo general, al futuro colectivo de Europa, fuera del indudable interés que en los años veinte despertaba la situación de países como Rusia, Italia y Alemania. No obstante, acon-tecimientos como el Congreso Paneuropeo de Viena (1926) o la Conferencia de la Liga de Naciones celebrada en Madrid (1929), donde se dio a conocer el famoso memorán-dum Briand proponiendo una Unión Fede-ral Europea, indicaban la determinación con que un esclarecido grupo de políticos e inte-lectuales –el conde Kalergi, Stresemann, Ke-ynes, el propio Briand…– pugnaba por abrir un hueco al tema europeo en un momento en que las circunstancias inmediatas de la política nacional solían prevalecer sobre cues-tiones que parecían menos acuciantes.

En España, las posiciones al respecto eran muy diversas. Siempre fervoroso euro-peísta, el escritor y periodista Luis Araquis-táin se mostraba favorable a la idea, que re-conocía ciertamente utópica, de “los Estados Unidos de Europa”. También desde la iz-quierda, Marcelino Domingo apelaba a un nuevo “patriotismo europeo” capaz de verte-brar la “unidad moral del continente”, que, a su juicio, tenía una clara traslación política

en eso que el futuro ministro de la Segunda República denominó la “Constitución con-suetudinaria europea”, a la que debían some-terse “las constituciones legales de los Esta-dos particulares” (Autocracia y democracia, 1925, pág. 110). No era ésa, desde luego, la postura ante Europa de los más conservado-res. José María Salaverría criticaba a los inte-lectuales del 98 que, como los afrancesados y liberales de principios del xix, se sentían sub-yugados por “la superstición de Europa” (cit. Aubert, 1992, pág. 148); y el periódico cató-lico El Debate, que durante la guerra mun-dial tomó claramente partido por las poten-cias centrales –o más bien contra los aliados: “El que ama a Inglaterra y Francia rompe su solidaridad con lo que España ‘es’ (sic)” (31-I-1917)–, se manifestó en alguna ocasión contra el proyecto de unión europea, que en 1929 tachaba de “utopía peligrosa”, sobre to-do para los intereses económicos españoles, aunque un año después lo contemplara co-mo un hecho inexorable: “Estamos conven-cidos de que la Unión Europea ha de venir. (…) No podemos estar ausentes de ella” (14-3-1929 y 3-7-1930).

La crisis política y económica de los años treinta impuso, sin embargo, una dinámica proteccionista, nacionalista y belicista que iba justamente en la dirección contraria a cualquier clase de integración a escala conti-nental. También a los ojos de la izquierda ra-dical Europa aparecía entonces como un “avispero imperialista” en franca decadencia. “¿Qué es Europa a estas alturas del año 1930?”, se preguntaba el escritor José Díaz Fernández, para, a renglón seguido, aventu-rar una defi nición demoledora: “Un contu-bernio de grandes intereses para explotar al hombre que trabaja, al productor intelectual y obrero” (El nuevo romanticismo, 1930, pág. 45). Y es que las dos “Europas” que habían asomado trágicamente en 1914 a comienzos de los años treinta se habían convertido en tres: Europa era, al decir de Eugenio d’Ors, “una y trina”, disgregada entre “la Europa occidental y liberal (…), la Europa oriental comunista (…) y la Europa meridional fas-cista” (‘Las tres Europas’, Criterio, 25-12-1931, D’Ors, 1999, págs. 143-148). De en-tre los intelectuales españoles, Ortega fue sin duda el más tenaz en su apoyo a un proceso de unifi cación que, en su opinión, respondía a razones profundas derivadas de la evolu-ción del Viejo Continente, desde su propio declive histórico –“la evidente decadencia de las naciones europeas, ¿no era a priori nece-saria si algún día habían de ser posibles los Estados Unidos de Europa?”– hasta las nece-sidades materiales del desarrollo económico e intelectual –“esas fronteras fatales de la eco-nomía actual alemana, inglesa, francesa, son

las fronteras políticas de los Estados respecti-vos. (…) Todo buen intelectual de Alemania, Inglaterra o Francia se siente hoy ahogado en los límites de su nación” (La rebelión de las masas, 1930; OC, IV, págs. 241-242 y 246)–. El socialista Araquistáin, por su parte, a la sa-zón embajador de la República en Berlín, re-novaba su fe europeísta en una conferencia pronunciada en la capital alemana poco an-tes del advenimiento del nazismo: “Para mu-chos de nosotros, los escritores europeos, Eu-ropa es la nueva ciudad, un nuevo proceso de integración histórica, y nuestras naciones respectivas son sus provincias” (cit. Aubert, 1992, pág. 264). Pero la trepidante actuali-dad nacional en vísperas de la Guerra Civil dejaba poco espacio para un debate que, pese a todo, seguía su curso: “¿Es posible la unión europea?”, se preguntaba el senador y ex mi-nistro francés Yves le Trocquer en un artículo publicado en España, con ese mismo título, por la revista Blanco y Negro (23-VI-1935).

Durante la Guerra Civil y la Segunda Guerra Mundial, el fascismo y el antifascis-mo polarizaron la idea de Europa, desdobla-da así en dos bandos y dos conceptos incon-ciliables, con una especie de tercera vía, que unos y otros repudiaron por inoperante y obsoleta, representada durante la guerra es-pañola por las democracias occidentales y su política de no intervención. Ya con anterio-ridad al estallido bélico, “europeización” era, para Albiñana y para Onésimo Redondo, una “palabra afrentosa”, “sinónimo de des-nacionalización” (1932, cit. García Santos, 1980, pág. 332). Iniciada la guerra, muy pronto se hizo evidente el deslinde del con-cepto entre los dos bandos contendientes: mientras Largo Caballero proclamaba ante las Cortes que la España republicana “lucha[ba] también por la libertad de Euro-pa” y Manuel Azaña, en su último discurso, subrayaba que “el porvenir de Europa está pendiente de la suerte de las armas en la Pe-nínsula”, El Norte de Castilla repudiaba la palabra “europeización” como la “más deso-ladora que hemos tenido” (15-8-1936) y el general Franco enfatizaba desde sus prime-ros discursos que el alzamiento era “en de-fensa de Europa” y su civilización y por “la salvación de Europa”.

Ortega seguía, mientras tanto, predi-cando en el desierto el “paso a una forma más avanzada de convivencia europea”, a una “ultranación” dotada de formas políticas y jurídicas unitarias (cit. Aubert, 1992, págs. 282-285). Consecuente con sus anteceden-tes políticos y culturales, el primer franquismo construyó su idea de Europa a partir del orden nuevo instaurado por el fas-cismo bajo el dominio del Eje. El totalitaris-mo, en palabras de J. A. Maravall, se había

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convertido en “la razón de Europa” (‘De nuevo Europa’, Arriba, 17-9-1940), y esta última en escenario de un vasto imperio en el que parecía proyectarse a escala continen-tal el ideal falangista de España como “uni-dad de destino en lo universal”. La División Azul enviada al frente ruso vino a ser como la sublimación de ese europeísmo sui generis, proclamado ya por Serrano Súñer antes de la expedición a Rusia en una visita a Berlín en septiembre de 1940: “Estamos, para siempre, presentes en los caminos de Euro-pa” (cit. Saz, 2003, págs. 285-289).

La hora de EuropaNo es de extrañar que la derrota del fascismo impusiera un prolongado periodo de aisla-miento al régimen de Franco en un momen-to en que, defi nitivamente, se iniciaba un proceso imparable, aunque más lento de lo esperado, hacia la unidad europea. Un pro-ceso que contó desde el principio, en parte por razones de política interior, con el apoyo del exilio republicano y socialista e incluso con el protagonismo de algunos exiliados eminentes como Salvador de Madariaga, miembro destacado del Movimiento Euro-peo, quien en 1952 publicó en Londres su ensayo Europe, a Unit of Human Culture. En marzo de 1948, Indalecio Prieto se declaraba abiertamente partidario “de la unidad econó-mica, política e incluso militar del oeste de Europa, como base que sirva de cimientos a la Federación Europea”. El PSOE, añadía Prieto, “realizará cuantos esfuerzos estén a su alcance para incorporar España a la Unión Europea Occidental que ahora se esboza” (cit. Gibaja, en Puerta et alii, 2003, págs. 81-82). Los socialistas españoles asumían con todas sus consecuencias el papel que las gran-des potencias occidentales atribuían a una futura unión europea en la contención del comunismo. Al mismo tiempo, confi aban en que un nuevo orden europeo, basado en una federación de Estados democráticos, precipi-taría la caída de la dictadura española. Tal era el doble frente –anticomunismo y antifran-quismo- que para amplios sectores de la opo-sición cubría la opción europeísta, precursora de una España democrática que, insertada en el marco europeo, vería conjurados algunos de sus males históricos.

Algo menos entusiasta fue la visión de otro socialista español del exilio, Luis Ara-quistáin, cuyo europeísmo de primera hora, como miembro que era de la generación del 14, se vio atemperado por ciertos errores que creyó percibir en el modelo puesto en mar-cha en los años cincuenta. En su artículo El fi n de la comunidad europea (¿1954?) –una de sus habituales colaboraciones en la prensa hispanoamericana– ya dejó apuntadas las di-

fi cultades que jalonaban el camino hacia la unidad, en parte por la injerencia soviética y en parte por la reaparición de los impulsos autodestructivos de la vieja Europa. En otros artículos de los años cincuenta señalará el dé-fi cit de legitimidad de las instituciones en ciernes, la profesionalización de unas élites europeístas ajenas al interés colectivo –“ser federalista europeo se va haciendo casi una profesión, a veces hasta lucrativa”– y la inca-pacidad de Europa para desarrollarse por sí misma, lo que hacía imprescindible el man-tenimiento en todo su vigor del vínculo at-lántico con Estados Unidos. Pero incluso un europeísta algo desencantado como Araquis-táin no podía por menos de celebrar los pa-sos decisivos que, a partir de la unión econó-mica iniciada con la CECA, se estaban dan-do hacia los Estados Unidos de Europa. Así lo reconoció en un artículo escrito en 1955: “A Europa no ha podido unirla ni la fuerza ni la razón política de los utopistas, pero la unirá el interés económico mediante una aduana común” (cit. Fuentes, en Puerta et alii, 2003, págs. 97-114).

Mientras tanto, en el interior de España se iba desarrollando en algunos círculos de oposición un europeísmo difuso y heterogé-neo, pero sumamente efi caz como aglutinan-te de grupos muy diversos, procedentes en su mayoría del mundo académico, un clima al que contribuyeron en distinta medida algu-nas obras descollantes, como los Dos discursos sobre la unidad económica europea (1949), de José Larraz (autor unos años después de li-bros como La integración europea y España, 1961), o el resonante ensayo de Luis Díez del Corral El rapto de Europa (1954), que co-noció un gran éxito internacional. Además de la actividad fundamental de la AECE (Asociación Española de Cooperación Euro-pea), que iría perdiendo poco a poco su ini-cial carácter ofi cialista, uno de los principales animadores de este movimiento de agitación intelectual fue Enrique Tierno Galván, cate-drático de la Universidad de Salamanca e impulsor a mediados de los años cincuenta de la Asociación Española por la Unidad Funcional de Europa y de un efímero bole-tín, que le servía de portavoz, denominado Europa a la vista. El propio Tierno Galván elaboró en 1955 una sofi sticada teoría sobre el funcionalismo –XII tesis sobre el funciona-lismo europeo–, que difundió en diversos ar-tículos y conferencias de aquella época (Mo-rodo, 2001, págs. 154 y 164). En torno al grupo liderado por Tierno se irá tejiendo una extensa red de colaboradores de muy diversa procedencia política –monárquicos, socialis-tas, demócrata-cristianos y hasta falangistas de oposición, como Dionisio Ridruejo–, unidos en sus convicciones europeístas y en

un vago, pero sincero, ideal de reconciliación nacional que les llevó muy pronto a entrar en contacto con círculos del exilio movidos por las mismas inquietudes.

Ese ambiente y esas relaciones políticas y personales prepararon el terreno para el famoso contubernio de Múnich de 1962, así califi cado por la propaganda franquista, que supuso un decisivo punto de infl exión en este terreno, pues “a partir de ese momento, todas las propuestas antifranquistas eran europeístas y todo europeísmo contenía, de una manera más o menos defi nida, un re-chazo del régimen existente en España” (Ruiz Carnicer, 1998, pág. 697). La nutrida participación española en el Congreso del Movimiento Europeo en Múnich –más de un centenar de representantes de las más di-versas corrientes políticas del interior y del exilio, con excepción de los comunistas– mostró a la opinión pública la voluntad de reconciliación de sectores políticos tradicio-nalmente enfrentados y el compromiso de la oposición democrática española con la causa de la unidad europea. Si la reconcilia-ción entre antiguos enemigos políticos que-dó patente en el encuentro entre Gil Robles y Rodolfo Llopis o entre el viejo dirigente del POUM Julián Gorkin y el falangista Dionisio Ridruejo, el apoyo que las institu-ciones europeas dispensaron a la oposición española venía a recordar la existencia de lí-mites infranqueables a los intentos de aproximación del Gobierno de Franco a la Europa comunitaria.

En efecto, en medios ofi ciales se consi-deraba prioritario para los intereses del régi-men mejorar sustancialmente las relaciones con Europa. Para ello se contaba desde tiempo atrás con el apoyo doctrinal de una suerte de europeísmo alternativo, de raíz conservadora y católica, que desde 1952 ve-nía auspiciando el Centro Europeo de Do-cumentación e Información (CEDI), del que formaban parte personalidades como el marqués de Valdeiglesias –encargado por el Gobierno de impedir, mediante diversas gestiones diplomáticas, el contubernio de Múnich–, Gonzalo Fernández de la Mora y Manuel Fraga Iribarne. Para Florentino Pé-rez-Embid se trataba de lograr “la españoli-zación de los fi nes y la europeización de los medios” (Ambiciones españolas, 1953, pág. 99; cit. González Cuevas, 2005, pág. 192). En una conferencia en el Ateneo madrileño, J. M. de Azaola defi nió Europa como una “comunidad de destino”, como una “gran familia” formada por un grupo de pueblos frecuentemente hostiles entre sí por nacio-nalismos y agravios mutuos, que debían “hacer un esfuerzo franco y valiente para superar los antagonismos nacionalistas”

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(Azaola, 1952). Por su parte, algunos mo-nárquicos, a la vista de las grandes catástro-fes que habían asolado el continente en la primera mitad del siglo, se mostraban, asi-mismo, partidarios de la superación de los nacionalismos en aras de una futura confe-deración europea (Duque de Maura, La crisis de Europa, 1952, págs. 147-152). Al calor de los recién fi rmados acuerdos con Estados Unidos, incluso el franquista Enri-que Esperabé de Arteaga hacía votos para que el régimen asumiese un papel más acti-vo en política exterior, apoyándose en una visión muy sesgada de la historia nacional y en el pronóstico formulado en su día por el conde de Romanones, en el que se inspiró Esperabé para dar título a un pintoresco ensayo: España, que supo defender siempre su libertad y su independencia, evitará la ruina de Europa (1954).

“Ya todos somos europeístas”A partir del giro económico de 1959 pareció llegado el momento de una política europea de mayor alcance. El milagro económico es-pañol y un cierto cambio de imagen de la dictadura –pronto empañado por la perse-cución a los participantes en el contubernio de Múnich en 1962 y por la ejecución de Ju-lián Grimau el año siguiente– empujaban, sin duda, en esa dirección. Tal fue el empe-ño del propio ministro de Asuntos Exterio-res, Fernando María Castiella, y algo de ello se trasluce en un artículo de un hombre

próximo al ministro, José María de Areilza, titulado Hacia un nuevo nacionalismo euro-peo. En él reaparece el viejo tema spengleria-no de la decadencia de Occidente, pasado por el tamiz de la guerra fría, del peligro co-munista y de una crisis generacional que empezaba a esbozarse. El “nuevo nacionalis-mo europeo”, al decir del conde de Motrico, sería tal vez el mejor revulsivo político ante lo que se vislumbraba como una crisis de ci-vilización (ABC, 7-I-1961). El historiador J. A. Maravall, de vuelta de sus veleidades franquistas, consideraba, por su parte, que Europa era mucho más que un concepto geográfi co: a su dimensión histórica y cultu-ral había venido a añadirse un signifi cado político proyectivo, de manera que la uni-dad continental estaba dejando de ser sim-plemente un bello ideal para transformarse en “una forma de existencia común fundada en la participación efectiva de los individuos en la libertad y el bienestar” (‘Vieja y nueva idea de Europa’, Índice, mayo-junio de 1962). “Consiguientemente”, añadía en un trabajo posterior, “Europa no es cosa alguna que nos sea impuesta en su defi nido perfi l, ni menos en su interna esencia, por un pre-térito que exija ser mantenido. En cuanto forma de vida hacia el futuro (…), concen-tra la decisión política de unos millones de hombres. Europa, por tanto, es una deci-sión” (‘Europa como decisión’, Revista de Occidente, núm. 29, 1965; Fernández Sebastián, 1994).

Así pues, de una u otra forma, y por ra-zones instrumentales opuestas, Europa se convertirá en los años sesenta en “objeto com-partido entre el régimen franquista y la opo-sición” (Gibaja, en Puerta et alii, 2003, pág. 68; Powell, 2003, pág. 92), aunque ni todo el régimen ni toda la oposición mostraban el mismo fervor europeísta. En el franquismo, tal sentimiento estaba circunscrito a los tec-nócratas, a los demócrata-cristianos más afi -nes y, en general, a los sectores aperturistas, mientras que en los medios falangistas y en lo que, ya al fi nal de la dictadura, se denomi-nará el búnker no será extraño que se siga identifi cando a Europa occidental con los enemigos históricos de España y que frente a ella se evoque al III Reich, como hizo alguna vez el ultra Blas Piñar, como la gran ocasión perdida de la verdadera unidad europea. No en vano, el propio Franco tomó distancia respecto de esos “conceptos vagos, como el de Occidente o el de Europa”, modelos forá-neos que algunos pretendían importar “co-mo si ya no lo hubiéramos intentado, con fracasos” (discurso del 17-11-1967 ante las Cortes). Pero, en su fuero interno, el dicta-dor no las tenía todas consigo: un día de ju-lio de 1961 su primo y secretario apuntaba en su diario que “al Caudillo le preocupa el Mercado Común, al que tiene terror”; unos meses después, el jefe del Estado le confesaba su convencimiento de que “no hay más re-medio que incorporarnos a Europa”, y en marzo de 1965 reconocía, también en la in-

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timidad de sus conversaciones con su primo, “que queremos entrar en el Mercado Co-mún” (Franco Salgado-Araújo, 2005, págs. 420, 438 y 588). Para los sectores más clari-videntes de la España ofi cial –y a veces, co-mo se ve, también para Franco– no cabía duda de que el irredentismo aislacionista del que, de vez en cuando, hacía gala el régimen estaba condenado al fracaso. En 1970, el dia-rio católico Ya defendía lisa y llanamente la plena incorporación de España “a la demo-cracia europea, con todas sus consecuencias” (4-7-1970).

En el campo de la oposición tolerada, el semanario Cuadernos para el Diálogo, fi el a sus orígenes demócrata-cristianos y a sus vín-culos con el socialismo democrático, tendría un protagonismo sin parangón en la re-fl exión sobre Europa. En algunos de los nu-merosos artículos y editoriales que dedicó al tema encontramos, junto a algunas críticas a la Europa comunitaria –“una Europa neoca-pitalista que interpela y desafía al mundo obrero”, en palabras de Antonio Marzal (núm. extraordinario Europa y España)–, di-versos intentos de defi nición de un fenóme-no que presentaba todavía un perfi l muy bo-rroso y, para los más idealistas, escasamente atractivo: Fidelio Fraile abogaba por una “Europa de las ciudades”; Carmelo Cembre-ro rechazaba que la unión europea pudiera ser “una simple unión económica, ni una tercera fuerza ni una alianza anticomunista”; J. M. Gil-Robles defi nía Europa como una “comunidad espiritual”, articulada en torno a la herencia cristiana y humanista; y un edi-torial del semanario califi caba la unidad eu-ropea simplemente como una “cuestión in-soslayable” (núm. 4, 1-1964; núm. 19, 4-1965; núm. 105, 7-1972; núm. 4, 1-1964). “Ya todos somos europeístas”, titulaba su ar-tículo Carmelo Cembrero, levantando acta del triunfo de un concepto político tan gene-ralizado y asumido, dentro y fuera de Espa-ña, que nadie parecía atreverse a cuestionar-lo. Algunas acuñaciones léxicas, como el neologismo eurócratas para referirse a los lí-deres de la Europa de los Nueve, testimonian asimismo la presencia creciente del factor eu-ropeo en la política –y en el lenguaje políti-co– nacional (Informaciones, 5-10-1972, cit. Rebollo Torío, 1978, pág. 145).

Lo cierto es que no sólo en los sectores más integristas del régimen, sino en la iz-quierda más radical –incluso, como se ha visto, en algunas colaboraciones de Cuader-nos para el Diálogo–, el proyecto europeo despertaba serias reticencias por su presunta naturaleza capitalista, anticomunista o atlan-tista (reticencias que ya vimos aparecer en la pluma de Díaz Fernández en vísperas de la II República). En el caso del PCE, como, en

general, del resto del comunismo europeo, no cabía duda de que la Comunidad Euro-pea, motejada como la “Europa de los mer-caderes”, era un producto de la guerra fría al servicio de los intereses occidentales y del gran capital europeo, una apreciación que recuerda no poco el anatema lanzado por Lenin, ya en 1915, contra la idea de unos Estados Unidos de Europa entonces en plena ebullición. Sólo en el apogeo de la disten-sión, a mediados de los años setenta, pareció plantearse la posibilidad, desde posiciones afi nes al comunismo, de un “europeísmo” abierto al Este y emancipado de la hegemo-nía norteamericana (E. Haro Tecglen, 1974, págs. 148-149, y ‘Otro paso de Europa’, Triunfo, 5-7-1975), e incluso de un euroco-munismo –el término no deja de ser signifi -cativo– independiente de Moscú y respetuo-so con la democracia parlamentaria y el plu-ralismo político, que sería consagrado ofi cial-mente por medio de un publicitado encuen-tro en Madrid, en marzo de 1977, de los se-cretarios generales del PCI, E. Berlinguer; PCF, G. Marchais, y PCE, Santiago Carrillo, que actuó como anfi trión (véase, a este res-pecto, su libro Eurocomunismo y Estado, 1977; sobre la defi nición del término “euro-comunismo”, véase Del Águila y Montoro, 1984, págs. 91-97, y De Santiago Guervós, 1992, págs. 86-89; una temprana impugna-ción del concepto en el editorial del diario Ya, ‘No se lo crean’, 3-3-1977).

Pero si el proyecto comunitario contaba todavía con grandes detractores, no es me-nos cierto que Europa había conquistado un lugar central en el debate político español en vísperas de la transición como consecuencia de los grandes cambios sociales, económicos y culturales propiciados por el desarrollismo y todo lo que ello comportaba: turismo de masas, emigración a Europa, apertura eco-nómica al exterior, infl uencia cultural y pro-gresiva europeización del estilo de vida de la sociedad española. A ese mimetismo desen-frenado se refería en los años sesenta Juan Goytisolo en su libro El furgón de cola cuan-do afi rmó que “si España no es aún Europa, para bien y para mal, ha dejado de ser Espa-ña”. La irrupción del tema europeo en el lenguaje político quedó ofi cializada por la RAE, que había aceptado ya tiempo atrás la voz “europeizar”, con la incorporación en 1970 del sustantivo “europeísta” en el DRAE (19ª ed.): “Dícese del partidario de la uni-dad o hegemonía europeas”. Por el contra-rio, la voz “europeísmo” tendría que esperar a una edición posterior, a pesar de que su rastro se remonta a textos de principios del siglo xx –la usan Unamuno en 1907, Pérez Galdós en 1908 y Felipe Trigo en 1914– e incluso de fi nales del siglo anterior, en todos

estos casos como sinónimo de modernidad y cosmopolitismo.

Durante la transición, el discurso políti-co dominante acerca de Europa, apoyado en un “unanimismo europeísta” paralelo al “consenso constitucional”, pareció articularse de nuevo en torno al clásico triángulo demo-cratización-modernización-europeización, aun cuando las razones del europeísmo va-riasen sensiblemente de unas fuerzas políticas a otras. Así, los nacionalistas catalanes y vas-cos veían en ese movimiento sobre todo un expediente para saltarse la instancia del Esta-do español y propiciar la presencia directa en Europa de sus respectivas comunidades. Se ha llegado a afi rmar que el último tramo del proceso de negociación con la CEE a partir de 1977, tras la presentación de la solicitud española de adhesión, se vio muy infl uido por la visión orteguiana de Europa como so-lución al problema de España (Powell, 2003, págs. 93-104). Desde antes incluso de la muerte de Franco, la posible integración des-pertaba una profunda desconfianza en el búnker franquista, temeroso de los inevita-bles efectos políticos de este proceso: “Cuan-do se nos dijo ‘vamos a entrar en Europa’ empezamos a tocar mierda”, escribió el pe-riodista Rafael García Serrano a principios de 1974 en El Alcázar (cit. Tusell y G. Quei-po de Llano, 2003, pág. 106). Al mismo tiempo, el argumento del ingreso en Europa como una gran empresa nacional, tantas ve-ces invocado en esos años como impulso a la democratización, se revelaría muy efi caz con los sectores a priori más recalcitrantes. Narcís Serra, ministro del Gobierno socialista de Felipe González, recordaría que la Ley de Defensa de 1984 –un instrumento funda-mental para asegurar el control civil de las Fuerzas Armadas– fue presentada ante los militares como una pieza irrenunciable “de la homologación con Europa. Y yo creo que acertamos, porque los militares se rendían frente al argumento de Europa” (N. Serra, en Iglesias, 2005, II, pág. 386).

Sea como fuere, parece innegable que la doble dinámica generada en torno a la Co-munidad Europea –Europa como marco normativo o “agente externo” más o menos apremiante y el europeísmo como “motor interno” de los anhelados cambios– iba a contribuir decisivamente a la profunda trans-formación de España en muy pocos años. La fi rma del Tratado de adhesión en junio de 1985, después de casi una década de nego-ciaciones y dilaciones, y el ingreso efectivo el 1 de enero siguiente representaron por ello la consecución de un logro largamente espera-do y la ocasión para nuevas refl exiones sobre Europa, carentes ya, por lo general, del tono doliente y melancólico del pasado. J. M. de

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Areilza recordó entonces que la palabra euro-pensis –europeo, en latín– fue acuñada por un monje “español” al comienzo de la Edad Media, y afi rmó que la integración en la CE, complementando la previa adhesión a la OTAN, suponía nada menos que la supera-ción defi nitiva de “la era de las guerras civiles en nuestro país” (La Europa que queremos, premio Espasa-Calpe de Ensayo 1986, págs. 14 y 201 sigs.). Fue, sin duda, uno de los mayores éxitos políticos del Gobierno socia-lista de Felipe González, cumpliéndose así aquellas palabras pronunciadas por Ortega y Gasset en fecha tan temprana como el año 1909: “El partido socialista tiene que ser el partido europeizador de España”. Con el in-greso en la CEE se iniciaba un tiempo nuevo en el que la relación España-Europa iba a plantearse por fuerza de manera distinta. El europeísmo español, esencialmente instru-mental hasta entonces, sin perder de vista las prioridades nacionales, iría dando paso a un europeísmo más activo y participativo, y por ende más atento a los problemas generales y al contexto internacional. Europa dejaba de verse como una solución global para los pro-blemas internos de España, y el viejo dictum orteguiano –“España era el problema y Eu-ropa la solución”–, repetido desde entonces ocasionalmente por políticos, intelectuales y periodistas, iba quedando poco a poco, irre-mediablemente, obsoleto. Más que de solu-ciones se hablará de oportunidades y de sa-crifi cios, pero sobre todo de modernización. Una modernización que en el terreno econó-mico implicaba, por un lado, la apertura a la competencia del gran mercado europeo y el desmantelamiento de industrias anticuadas y poco o nada competitivas, y, por otro, el ac-ceso a los fondos de cohesión comunitarios y la mejora de las infraestructuras.

Pasados 10 años de la adhesión, mien-tras en el exterior se había producido una sustancial mejora de la imagen de España, los sacrifi cios de la convergencia –y sus con-secuencias no siempre positivas en el corto plazo en el empleo, la industria, la agricultu-ra o la pesca– habían llevado a muchos a pa-sar de la “pasión europeísta” a un cierto de-sencanto. En junio de 1995, coincidiendo con la ampliación a la Europa de los 15, el llamado eurobarómetro de la Comisión Euro-pea colocaba a los españoles –durante mu-chos años, los más europeístas de los euro-peos– en el grupo de los euroescépticos, sólo superados por los británicos. Mientras tanto, el amplio consenso europeísta de la transi-ción, que había comenzado a erosionarse a partir de 1986, fue dando paso a lo largo de los noventa a posiciones de partido cada vez más diferenciadas. Cuando, tras las eleccio-nes de 1996, se formó el nuevo Gobierno de

centro-derecha presidido por José María Az-nar, pronto quedó claro que la política exte-rior, aunque continuista en sus grandes líneas y sin renunciar a la construcción europea, tomaba un giro decididamente atlantista y miraba a Europa, ante todo, como el princi-pal pero no único foro internacional en el que defender los intereses nacionales de Es-paña “sin complejos”, por emplear una ex-presión grata al presidente Aznar. Culminada con éxito notable la convergencia europea iniciada por el Gobierno socialista, y asegu-rada la presencia española en el lanzamiento de la unión monetaria, la voluntad expresada por J. M. Aznar de convertir a España “en uno de los países centrales de Europa y del mundo” –un designio en gran medida supe-ditado al pleno alineamiento con EE UU– se reforzó, si cabe, tras la mayoría absoluta del PP en las elecciones de 2000.

Las nuevas polaridades de la política internacionalLa división entre atlantistas y europeístas iba a polarizar, no sólo en España, gran parte de los debates políticos en el cambio de siglo. En ello infl uyeron poderosamente los aten-tados del 11 de septiembre de 2001 en Esta-dos Unidos y los posteriores de Madrid y Londres, el 11 de marzo de 2004 y el 7 de julio de 2005, que inauguraron una nueva época de inestabilidad internacional marca-da por la irrupción del terrorismo islámico a gran escala y por las subsiguientes interven-ciones militares de Estados Unidos y sus aliados en Afganistán y en Irak. A principios de 2003, mientras la izquierda española, consecuente con la política de los gobiernos Felipe González, se alineaba con el eje fran-co-alemán, contrario a la intervención en Irak, el PP se decantaba por la política inter-vencionista de George W. Bush, secundada por el premier británico Tony Blair. No deja de ser signifi cativo a este respecto que los so-cialistas españoles, tras su victoria electoral del 14 de marzo de 2004, planteasen su cambio de rumbo en política exterior como una “vuelta al corazón de Europa”. Tal fue el tema de las jornadas organizadas en mayo de ese mismo año por Josep Borrell, candi-dato por el PSOE a las elecciones europeas, en la Fundación Pablo Iglesias bajo el escue-to título Volver a Europa. Las cosas, sin em-bargo, eran más complicadas. La polariza-ción atlantistas-europeístas, no tan nítida como pretendían algunos, aparecía super-puesta a otro gran cleavage de la política eu-ropea: el que separa las políticas llamadas “neoliberales” de las socialdemócratas. Ya a principios de los noventa, comentando las insufi ciencias del Tratado de Maastricht, Ig-nacio Sotelo había anticipado que el gran

“dilema del Viejo Continente” de cara al in-mediato futuro estaría entre una Europa “alemana” y una Europa “anglo-norteameri-cana” (El País, 1-10-1992).

En torno a la identidad europea y al proyecto de Constitución de la UE han gira-do, asimismo, en los últimos años gran parte de las controversias conceptuales entre las élites políticas e intelectuales (Stråth, 2005). La incesante pregunta “¿Qué es Europa?” –véase, p. e., el artículo así titulado de Juan Pablo Fusi en El País, 5-9-1997, donde el historiador retoma algunas ideas de Ortega en su Meditación sobre Europa (1949)– solía responderse subrayando su enorme diversi-dad interna como uno de los rasgos constitu-tivos de la realidad europea, al tiempo que algunos intelectuales recomendaban avanzar en la unidad política en una línea superadora de “la idea westfaliana de la soberanía total de cada Estado” (J. M. de Areilza Carvajal, ‘El fi n de Westfalia’, El Correo, 6-5-1998). Por esas fechas, tras el 40º aniversario del Tratado de Roma, se había convertido en un lugar común afi rmar que la UE, un verdade-ro “gigante económico”, era todavía un “ena-no político” (la fórmula era retomada, p. e., por el ex presidente F. González en su artícu-lo ‘Europa: la frontera de nuestra ambición’, El País, 29-1-1999); y, aunque en España ca-si todos se manifestaban a favor de ‘Más Eu-ropa’, título de un editorial de El País del 25-3-1997, algún analista perspicaz no dejaba de señalar, recordando a Jean Monnet –y coin cidiendo con lo apuntado por Araquis-táin en los años cincuenta–, que la unión política sólo podía alcanzarse como una con-secuencia indirecta de la unión económica (E. Lamo de Espinosa, ‘Europa como subproducto’, El País, 19-8-1999). En ese gran debate, al que instaba expresamente la “Declaración de Niza” (2000) y que se desa-rrolló luego bajo el impulso de la Comisión, pasado y futuro de Europa resultan indiso-ciables, y las consideraciones políticas apare-cían inextricablemente entrelazadas con cuestiones culturales (Ifversen, 2002). Tanto en España como en los demás países de la Unión, el debate “cultural” –por no decir “identitario”– se centró, por una parte, en las raíces históricas de la Europa moderna y en los valores humanistas que le sirven de base, y, por otro, en la “fi nalidad” y perspectivas de la Unión.

La falta de acuerdo en política exterior y cambios sustanciales en el contexto histórico explican un indudable enfriamiento de pasa-dos fervores europeístas: “Europa no es tér-mino que suscite las mismas emociones que hace 25 años”, constataba con cierta nostal-gia el socialista Virgilio Zapatero (‘El lengua-je de la democracia’, El País, 26-12-2003).

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Con todo, el referéndum para la ratifi cación de la Constitución europea (20-2-2005), aprobado en nuestro país con el 76% de los votos emitidos y una participación de poco más del 40%, pondría de manifi esto que, pese a la dura confrontación entre los dos principales partidos nacionales, en el fondo ambos estaban de acuerdo en llamar a los ciudadanos al voto afi rmativo, no sin ciertas reticencias y matices que hay que ver más bien en clave de política nacional (César Alonso de los Ríos, ‘Sí, a pesar de ZP’, ABC, 11-12-2004; véase también, en el mismo pe-riódico y día, el artículo de Enric Sopena ‘Los Estados Unidos de Europa’). Pero a co-mienzos del siglo xxi el panorama se había ensombrecido enormemente, en particular tras el fracaso de los referendos de ratifi ca-ción de la Constitución en Francia y en los Países Bajos. El socialista Josep Borrell, que muy pronto presidiría el Parlamento euro-peo, explicaba ante los micrófonos de RNE, el 4-6-2005, una de las posibles claves de unos resultados tan decepcionantes: a su jui-cio, la nueva Europa era percibida por mu-chos europeos “más como una fuente de te-mor que como un motivo de esperanza”. Esa oleada de europesimismo llegó también a España, donde las perspectivas de la Europa de los 25 no eran ya las mismas que en la Europa de los 12 o de los 15. Dos décadas después del ingreso en la UE, si bien las en-cuestas ponían de manifi esto que la inmensa mayoría de los españoles reconocían el ba-lance netamente positivo de la integración en términos de modernización, las expectati-vas de cara al futuro inmediato eran mucho menos optimistas por el previsible recorte de los fondos de cohesión y el traslado de in-dustrias a países del Este.

Los indudables avances en la institucio-nalización de la UE a lo largo de las últimas décadas del siglo xx no supusieron necesa-riamente una clarifi cación del concepto de Europa. Por el contrario, su ambigüedad y su carácter polémico iban en aumento, al tiempo que la “identidad” y los límites del continente parecían más borrosos y discuti-dos que nunca, aunque es posible, como ha apuntado Manuel Castells, que esa misma ambigüedad haya resultado clave en el pro-ceso de unifi cación (Castells, 1998, 344). Sus perfi les político-jurídicos hacían de la UE una entidad sui generis: si Jacques Delors y Giuliano Amato llegaron a referirse iróni-camente a Europa como un “objeto político no identifi cado”, Santos Juliá abundó en la confusión conceptual que entrañaba una “unión de Estados que no es un Estado” y una “unión de naciones que no es una na-ción” (‘Vieja Europa, nueva Unión’, El País, 20-2-2005). A las dudas que suscitaba la na-

turaleza de Europa como un “experimento político” sin precedentes se añadieron las que el proceso de ampliación planteó sobre sus límites geopolíticos y culturales ¿Era o no deseable la adhesión de Turquía? Y, si Turquía era aceptada, ¿por qué no Marrue-cos? ¿Cabía razonablemente pensar en la in-tegración de Rusia algún día? ¿Acaso De Gaulle no había propuesto construir Europa “desde el Atlántico hasta los Urales”? Huelga decir que este debate interesaba particular-mente en España, teniendo en cuenta su condición de frontera sur de la UE (“¿Dón-de termina Europa?”, se preguntaba, por ejemplo, el embajador Raimundo Bassols en el diario ABC, 16-11-2002). En todo caso, y paralelamente al ensanchamiento de la Eu-ropa unida durante la última década, que implicaba un desplazamiento de su centro de gravedad hacia el Norte y hacia el Este, algunos indicios permiten afirmar que la percepción que los españoles tenían tradi-cionalmente de Europa –que, como observó J. M. Jover, solía reducirse “a la media doce-na de Estados que constituyen lo que antes se conocía como Europa occidental” (cit. Powell, 2003, pág. 119)– comenzaba tam-bién a dilatarse poco a poco para incluir esas otras Europas más lejanas y menos familia-res. A ello contribuyó también la creciente presencia curricular del concepto de Europa –“crisol, encrucijada o mosaico de pueblos, culturas, lenguas y religiones”– en los planes de enseñanza primaria y secundaria y en los libros de texto que han formado a las últi-mas generaciones (¿Qué es Europa? ¿Cómo se cuenta?, en J. Prats Cuevas, 2001, pág. 48).

Para algunos observadores, la quinta y más importante ampliación de la UE de 15 a 25 miembros habría fortalecido el concep-to de una Europa integral y unitaria, difu-minando en gran medida la vieja polaridad entre Europa occidental y oriental. Los aten-tados islámicos que se han sucedido desde septiembre de 2001 contribuirían a sustituir esa especie de “telón de acero” cultural entre las dos Europas por un enfrentamiento a gran escala entre Occidente y el resto del mundo, que emergía, en palabras de M. A. Bastenier, como la “verdadera polaridad del siglo xxi” (‘Occidente y el resto’, El País, 6-5-2004). Sobre el telón de fondo del con-fl icto con el fundamentalismo islámico y de la opción por la llamada “Alianza de civiliza-ciones” lanzada por Rodríguez Zapatero en 2004, Santiago Carrillo parecía dar por he-cho que Europa no formaba ya parte de Oc-cidente en sentido estricto: “Europa no de-bería aceptar nunca”, sostenía en un artículo en la revista El Siglo, “el papel de avanzadilla militar de EE UU en el continente euroasiá-tico. La historia le propone un papel mejor:

puente de paz y de encuentro entre civiliza-ciones de Oriente y Occidente” (17-7-2005). Interesa destacar que la propia esfera pública en que tenían lugar estos debates se había ampliado considerablemente. A dife-rencia de las primeras décadas del siglo, cuando las discusiones sobre la europeiza-ción de España solían circunscribirse al es-trecho círculo de los intelectuales hispanos y a un colectivo no demasiado numeroso de lectores, a fi nales de la centuria las librerías españolas, las salas de conferencias, las revis-tas especializadas y las páginas de la prensa rebosaban de autores, conferenciantes y co-laboradores extranjeros. El hecho mismo de la internacionalización de ese debate, en el que tanto los intelectuales como las fuerzas políticas españolas se alineaban a grandes rasgos con sus correligionarios ultrapirenai-cos, constituía sin duda un síntoma revela-dor del ascenso de Europa como nuevo es-pacio deliberativo y de comunicación.

Y es que el concepto de Europa no se fortalecía sólo con discursos e instituciones políticas. También las nuevas prácticas eco-nómicas, sociales y culturales tendían a refor-zar la sociedad civil transnacional y estaban favoreciendo día a día un sentimiento, toda-vía difuso, de ciudadanía europea. En este sentido, el lanzamiento del euro como mo-neda común o el aumento de los viajes y el creciente fl ujo de intercambios de todo tipo entre los 25 contribuían también a “hacer Europa”. El programa Erasmus, “uno de los más importantes proyectos de cooperación internacional en la historia de la humani-dad”, según el jurado del Premio Príncipe de Asturias que le fue otorgado a dicho progra-ma en 2004, había benefi ciado durante la década de los noventa a más de un millón de estudiantes europeos. Una simple compara-ción estadística de las abultadas cifras de uni-versitarios españoles participantes en el pro-grama Erasmus, con el exiguo número de becados por la Junta de Ampliación de Estu-dios en sus 30 años de existencia, da idea del enorme salto en la signifi cación cotidiana del factor europeo en el tejido social español. Se-gún los datos del curso 2002-2003, España, con más de 20.000 becarios anuales, era el tercer país europeo en la tasa de movilidad internacional de los estudiantes universita-rios, sólo por detrás de Francia y Alemania. Fuera del terreno de la enseñanza superior, otros muchos índices mostrarían en diversas áreas la inmensa distancia entre la presencia de Europa y de lo europeo en las vidas de los españoles de comienzos y fi nales del siglo xx, de modo que, si cotejamos los ideales de la primera gran generación europeísta –la de 1914– con la situación de España 100 años más tarde, comprobaremos que casi todas las

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metas propuestas, en algunos casos como utopías de dudosa viabilidad, se habían supe-rado con creces.

Ni la sensación generalizada de fracaso que han dejado en el aire los referendos de la Constitución europea ni la tradicional di-mensión extraeuropea –latinoamericana y mediterránea– de nuestra diplomacia han cambiado un dato fundamental que todas las encuestas corroboran: los españoles si-guen considerando abrumadoramente a Eu-ropa como la primera prioridad en política exterior. Así pues, logrado el objetivo de “europeizar España”, que podía darse por cumplido en la última década del siglo, se trataba de ayudar “a construir Europa desde España”, según el informe del mismo título coordinado por Powell, Torreblanca y Sorro-za en 2005. El entonces director del Real Instituto Elcano planteaba igualmente la ne-cesidad de “iniciar una segunda fase del europeísmo español”: un “europeísmo de ida y no sólo de venida”, que debía situar defi nitivamente a España “en el centro de la construcción europea”. “Debemos ser su vanguardia”, concluía Emilio Lamo de Espi-nosa (‘Por un nuevo europeísmo español’, El País, 18-4-2005). Un desiderátum que no se aleja demasiado del ideal más o me-nos utópico recogido en el manifi esto fede-ral de 1869 con el que iniciábamos este en-sayo y que parece conectar, pese a todo, con las aspiraciones generales del país. No en vano, según el mismo autor, “Europa sigue siendo hoy el más importante proyecto po-lítico español”, aunque, en vista de la grave crisis provocada por los referendos constitu-cionales en algunos países de la Unión –una crisis que algunos no dudan en califi car co-mo un “fi n del ciclo europeo”–, cabe pre-guntarse si continuará siéndolo en el siglo xxi. Ante la duda, siempre quedará apelar a un voluntarismo europeísta, que en España encontró su mejor formulación en la céle-bre frase acuñada por Ortega en 1910 y re-cogida y remedada por el presidente J. L. Rodríguez Zapatero en una ocasión tan in-dicada como el “no” francés a la Constitu-ción europea en mayo de 2005: “Europa no es el problema”, afi rmó aquella noche ante los periodistas; Europa es “la solución”. ■

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[Este artículo es una versión levemente modifi cada de la voz “Europa” del Diccionario político y social del siglo XX español, dirigido por J. Fernández Sebastián y J. F. Fuentes, que publicará próxima-mente Alianza Editorial].

Javier Fernández Sebastián es catedrático de Historia del Pensamiento Político en la Universi-dad del País Vasco.Juan Francisco Fuentes es profesor titular de Historia Contemporánea en la Universidad Com-plutense y profesor visitante de la Universidad de Harvard.

1.Sin ruido, impasible, con la san-ción benéfi ca del tiempo, Felis-berto Hernández (1902-1964) permanece tan excéntrico y toté-mico como siempre en el mapa de la literatura uruguaya. Y per-dura, junto a tal insularidad, su alcurnia de personaje de novela que excita la imaginación con sus andanzas de pianista de cine mudo en las provincias riopla-tenses en las décadas primeras del siglo pasado, con sus esmóquines de segunda mano, sus numerosas mujeres complejas, su leyenda de conversador sin par y su inagota-ble anecdotario absurdo. (Lo cer-caba una mitología abundante que luego se expandió a una de sus esposas, la pintora Amalia Nieto, y que en el presente se continúa en su nieto, Sergio Ele-na, también pianista). Sí, a con-tracorriente nadó Felisberto des-de temprano, diríase que intuiti-vamente guiado por el caudal misterioso de los sueños con los que trafi có y por su estirpe de fu-námbulo del trapecio literario. Huyó –en fechas tan tempranas como 1925, 1929, 1931– del folclor disfrazado de realismo, del documento copiador y hasta de esa plaga de la bandería políti-camente comprometida que, algo después de las fechas precitadas, pretendió, y logró en gran medi-da, convertir a los escritores en clérigos.

Ahora lo comprobamos con una cierta sonrisa satisfecha: Felis-berto fue, al menos en el dominio de la prosa, el primero que en Uruguay escribió en los márgenes de su obra, mirándola de reojo, tornándola voluntariamente am-bigua. Más aún: en su convenio con la práctica literaria el escritor, habitante del adentro de la arqui-

tectura por él construida, está por encima del cielo y por debajo de la Tierra que confi gura y es capaz de verse como un “otro”, como un desconocido que inopinada-mente inventa fábulas y que, en un tercer y extremoso movimien-to de esa secuencia de trasmuta-ciones, se desdobla todavía más porque “él también era un desco-nocido de sí mismo”. Monólogo interior y diálogo solidario –el au-tor que se habla y habla al lector– pautan una estructura de despla-zamientos en la que pareciera que el “yo” narrativo mima su identi-dad camaleónica midiéndose con un “otro” que es y no es él mismo. Se trata de una puesta en escena literaria (y la teatralidad importa mucho aquí por el espejismo que alienta) que algo se parece a aque-lla que se defi ne y toma cuerpo al entrar en contacto con la “meta-morfosis inquietante” que nace con la modernidad baudeleriana y que se manifi esta en las relacio-nes que el texto literario entabla consigo mismo, con las cosas y con los objetos de una cotidiani-dad novedosa y pérfi da; y, tam-bién, una puesta en escena que algo se acerca a las modalidades proustianas reminiscentes al po-ner a trabajar a la imaginación en relación de intimidad con los re-cuerdos y las evocaciones y al pro-poner un análisis crítico de tales recuerdos y de tales evocaciones. Existe, en gran parte de los textos de nuestro autor, la convicción de que los tiempos que corren fra-guan una nueva idea de la natura-leza de los instrumentos literarios y de la propia realidad.

Vanguardista à rebours en unos aledaños de esplendor de las van-guardias como fueron los suyos, Felisberto se situaba entre y bajo las máscaras y los disfraces del

carnaval escritural, fi ando en la autarquía del equilibrio formal de la literatura, apostándose en una actitud gobernada por ese “extra-ñamiento” (una palabreja inusual en su época y en su medio) que teje y desteje la trama tanto del transcurso como del discurso de sus cuentos y sus nouvelles. Títu-los como Fulano de tal (1925), Libros sin tapas (1929), La cara de Ana (1930), que redondean una primera etapa tanteadora, y ya más tarde Por los tiempos de Cle-mente Colling (1942), El caballo perdido (1943), Nadie encendía las lámparas (1947) y Las horten-sias (1949), que confi guran un núcleo mucho más maduro, ilus-traron cada uno a su modo, y con voluntad de profundidad crecien-te, una idea singular y atrevida (y, por cierto, arriesgada) de la litera-tura. ¿Será por este último moti-vo que la moda literaria actual rinde un culto “posmoderno” a su esfuerzo, en abierta antagonía con un escritor que se despreocu-pó militantemente de las novele-rías y del esnobismo conceptua-les? Esta característica de despren-dimiento doctrinario es la que ahora se agradece y sorprende. Felisberto fue, en efecto, lo que se conoce como un escritor “experi-mental”: cruzó las fronteras entre los géneros (El caballo perdido es una novela, es un ensayo, es una meditación), mezcló lo fantástico y lo introspectivo y alternó lo mí-tico y lo real. Empero, ninguna de esas transgresiones adquirieron un carácter dogmático o implica-ron una teoría protegida por leyes o consignas; más bien, lo que dis-tingue su andadura son la senci-llez y la llaneza, una naturalidad sin estrépito y espuma, que lleva a que aceptemos risueños y con tenue angustia los planteamientos

de extravagante mesura que se nos proponen.

2. En Tandil, un pueblo del interior argentino, luego de aguardar va-rias semanas por un concierto que nunca se materializó, Felisberto Hernández escribió a una corres-ponsal cómplice que “la angustia toma forma literaria”. Era el pre-anuncio de que el pianista se vol-vería escritor. En efecto, después de años de dedicarse al piano con la pretensión secreta de emular a Paderewski y a Cortot, comienza una obra literaria (en sus inicios publicada por cuenta propia en volúmenes esmirriados, en “libros sin tapas”) que tendrá como pro-tagonista casi único justamente a un concertista, trasmutación sin duda de aquel ejecutante concien-zudo, según se afi rma, que hasta deseó competir con Beethoven y Chopin en la composición musi-cal. Incluso se podría afi rmar que Felisberto llevó la vida vagabunda de un pianista de provincias y pa-deció en ella el fracaso nada más que para legar al universo de la fi cción las rêveries de un personaje solitario y de sensibilidad enfer-miza. En Nadie encendía las lám-paras hay un cuento, el que se llama ‘Mi primer concierto’, don-de se leen estas líneas que ilustran acerca de las auras a la vez jugue-tonas y dramáticas que se pro-mueven:

Ya era la hora; mandé tocar la campa-na y le pedí a mis amigos que se fueran a la platea. Antes de irse me dijeron que vendrían al fi nal y me trasmitirían los co-mentarios. Di orden al electricista de de-jar la sala en penumbra; hice memoria de los pasos, me tomé el gemelo del puño izquierdo con la mano derecha y me metí en el escenario como si entrara en el res-plandor próximo a un incendio. Aunque miraba mis pasos desde arriba, desde mis

52 CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA ■ Nº159

S E M B L A N Z A

FELISBERTO HERNÁNDEZ Un precursor tranquilo

DANUBIO TORRES FIERRO

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ojos, era más fuerte la suposición con que me representaba mi manera de caminar vista desde la platea, y me rodeaban pen-samientos como pajarracos que volaran obstaculizándome el camino; pero yo ca-minaba con fuerza y trataba de ver cómo mis pasos cruzaban el escenario.

La personalidad del escritor, apenas disfrazado en este caso de artista, se trasmite a la narración misma, rodea a los personajes y a la acción, como si se tratara de dar curso a un envolvente movi-miento único, a un solo elam impulsor.

3.La fi gura central que crea Felis-berto se dedica a revelar anoma-lías (y analogías) imprevistas y sorprendentes en la superfi cie del transcurrir diario y en los intersti-cios del humano pensamiento; es

una fi gura cavilosa que historia la vida interior de un héroe de tem-peramento casi pasivo, un héroe que se concentra maniáticamente en sus rarezas y un héroe que va-gabundea en medio de encuen-tros sintomáticos, simbólicos. Dueño de una cosmogonía pro-pia, de fuerte lógica congruente, fi el a sus inspirados orígenes en-gendradores, el escritor es en es-tos trances una suerte de visiona-rio llegado como de regiones muy remotas, quizá primitivas, un es-píritu fantástico que desvela arca-nos y propone –a través de un sentimiento de extravío, de ara-bescos que se muerden sus colas, de un ámbito de misterio, de un circuito de melancolía amable– un encuentro con el reverso del universo, con la otra orilla incóg-nita, con los pequeños o grandes

abismos del sinsentido. Los vín-culos sonámbulos entre las cosas, las atmósferas humosas de nade-rías apesadumbradas, los vericue-tos extravagantes del pensamien-to, incluso las colisiones aleatorias entre la persona y su propio cuer-po (“Yo sé que en el cuerpo circu-lan pensamientos con los pies desnudos”), se constituyen en claves sigilosas, en liturgias que desnudan el ofi cio enigmático del arte. La perpleja inconsciencia de quien sueña y sabe que sueña di-buja, en esta y también en aquella página, una suerte de viaje mági-co de una mente que acepta sin complejos la vitalidad del incons-ciente y sus desconcertantes alte-raciones interiores. Y de esos trá-mites surge una línea melódica meditabunda y cavilosa que se presenta efectivamente investida

de esencias musicales, de modu-laciones misteriosas y con una dicción transparente de resonan-cias que se corresponden y se re-ciclan, de disonancias que se atraen y se repelen. Sí, leer a Felis-berto equivale, en gran medida, a escuchar música: una ensoñación a la que nos entregamos con gus-to y por la que nos dejamos llevar. Podría hablarse de una reivindi-cación de aquel pianista frustrado que alguna fue sobre el escritor triunfante.

Relatos autobiográfi cos, cuen-tos fantasmagóricos, nouvelles bufonescas, unos y otras marca-das por el humor y la ironía, por lo perverso y lo morboso, unos y otras haciendo de todo recuerdo un efectivo recuerdo mítico, unos y otras regidas por el co-mentario (es decir, por el examen especular, por la autorrefl exión) que organiza las partes y rige el todo, marcan el espacio de in-querida subversión y de tan rara fecundidad demarcado por Felis-berto Hernández. Tales textos son hoy, y al parecer con mayor enjundia cuanto más pasa el tiempo, un continuo en el que se asiste al tránsito de la prosa na-rrativa a la poesía –la expresión, recuérdese, que más aspira a la música–: ese toque milagroso que detiene y atrapa el instante fugitivo, ese alma que centra su ojo intelectual en lo que se escu-rre y lo que se pierde y nos los vuelve perdurables, por siempre nuestros. Una estética, en suma, de una modernidad viva, hija lo-zana de un tranquilo tempera-mento precursor. ■

Danubio Torres Fierro es escritor. Autor de Estrategias sagradas.

Felisberto Hernández

Nº 159 ■ CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA

Frente a la ley, todos los ciudadanos eran iguales, pero no todos eran igualmen-te ciudadanos1.

Mitos y falacias en las discusiones sobre impuestosEn los Estados democráticos, los tributos ocupan el centro emo-cional de todas las campañas electorales y buena parte de la vida política. De ahí que muchas reformas impositivas tengan de-cisiva infl uencia en las decisiones electorales de los ciudadanos. Por poner sólo un par de ejemplos, si el Poll tax contribuyó a la caída de Margaret Th atcher, en España el intento de establecer un recar-go del 3% sobre el impuesto so-bre la renta de las personas físicas (IRPF) tuvo un relevante papel en la caída del Gobierno de la Comunidad de Madrid, enton-ces socialista2.

Por otro lado, la creciente ten-dencia a utilizar el sistema tribu-tario como instrumento de apo-yo de determinadas políticas económicas y sociales (mediante impuestos medioambientales, et-cétera) ha complicado notable-mente los términos de la discu-sión. En este sentido, puede re-

cordarse la tormenta política que desencadenó el establecimiento de la ya desaparecida ecotasa ba-lear, que incluso fue intensamen-te discutida en Alemania porque afectaba, en especial, a los turistas de aquel país.

Que el sistema tributario ten-ga tal importancia demostrada sería en sí mismo positivo si no fuera porque a menudo las cues-tiones centrales se quedan extra-muros del debate, que se plantea así en términos peligrosamente sesgados. Esto se manifi esta al menos en dos aspectos.

Por un lado, la discusión sobre impuestos se suele centrar en cantidades a tanto alzado, des-vinculadas del gasto público. Con esto se pierde de vista que la pregunta acerca de si se deben subir o bajar los impuestos, o tal o cual impuesto en particular, no puede lógicamente separarse de la pregunta de en relación con qué es preciso hacerlo. Gastos e in-gresos públicos son dos caras de una misma moneda, y por eso su discusión no puede discurrir por caminos separados. Incluso en España, esa vinculación está ex-presamente contenida en el ar-tículo 31.2 de la Constitución, “el gasto público realizará una asignación equitativa de los re-cursos públicos”, mandato que, por cierto, constituye una de las más interesantes y profundas in-novaciones de la Constitución de 1978 en materia fi nanciera3.

Pero más perturbador aún re-sulta el segundo factor de confu-sión, que gira en torno al propio concepto de propiedad. Con fre-cuencia, su defi nición es falaz porque se desvincula del Estado, de manera que el sistema imposi-tivo aparece como una intrusión en la esfera privada que debe ser limitada o que al menos requiere de una especial justificación. Como caricatura de esta forma de manejar la cuestión tributaria, el jefe del Gobierno italiano, Silvio Berslusconi, afi rmaba que evadir impuestos no es sólo mo-ralmente justo, sino que incluso entraría en el terreno de “las ver-dades del derecho natural” (sic), añadiendo la necesidad imperiosa de rebajar la presión fi scal porque ésta hace que los ciudadanos se sientan autorizados, y con razón, a no pagarlos. Con más modera-ción, pero también dejando en-trever esta idea de propiedad, el candidato del Partido Popular, Mariano Rajoy, prometía una nueva rebaja de impuestos en la campaña electoral de 2004, afi r-mando que “soy un defensor de los impuestos bajos y de un Gobierno austero, que administre bien y gestione de forma efi ciente un dinero que no es nuestro sino de los contribuyentes”4. En fi n, el principal exponente de tal forma de ver las cosas es el neoconserva-durismo del Gobierno de George W. Bush, impulsor de la denomi-nada “sociedad de propietarios” (the ownership society)5.

Lo cierto es que, como han resaltado T. Nagel y L. Murphy, especialmente críticos con las úl-timas reformas tributarias apro-badas en EE UU, la afi rmación de que es posible defi nir un dere-cho de propiedad antes y después de impuestos que pueda ser to-mado como base para analizar la justicia impositiva es uno de los mitos que mayor confusión ha generado en el debate acerca del sistema tributario ideal. Primero, porque los tributos fi nancian el sistema jurídico necesario para el reconocimiento de los derechos de propiedad, haciendo posible el tráfi co jurídico generador de riqueza. Y segundo, porque el propio sistema tributario defi ne el derecho de propiedad, ya que responde a la pregunta acerca del reparto de riqueza en la sociedad. En este sentido, la propiedad pri-vada no es más que una conven-ción jurídica, que adquiere sus contornos con ayuda del propio sistema tributario. Un sistema de tributos y de transferencias de rentas entre individuos no supo-ne en el fondo una alteración de propiedad: simplemente estable-ce las condiciones bajo las cuales dicha propiedad se disfruta6.

Esta relación simbiótica entre propiedad y sistema tributario se comprende en toda su extensión si se tiene en cuenta que en últi-ma instancia la participación del Estado en el éxito individual de los ciudadanos, con el objetivo de promover el bien común, re-

54 CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA ■ Nº 159

E C O N O M Í A

¿HAY IMPUESTOS JUSTOS?

VIOLETA RUIZ ALMENDRAL

1 Robert Musil: El hombre sin atri-butos. Seix Barral, Barcelona.

2 La Comunidad Autónoma de Madrid estableció dicho recargo mediante la Ley 15/1984, de 19 de diciembre, del Fondo de Solidaridad Municipal, cuya cuantía era del 3% sobre la cuota líquida del IRPF a ingresar por los residentes en la comunidad autónoma. Ante la interpo-sición de recursos de inconstitucionalidad contra dicho recargo, la comunidad sus-pende su aplicación mediante la Ley 4/1985, de 18 de abril. Finalmente, y a pesar de que el Tribunal Constitucional, en su Sentencia 150/1990, declaró el re-cargo acorde con la Constitución, se de-rogó la Ley 15/1985 en lo concerniente al recargo que, por tanto, nunca llegó a po-nerse en práctica debido a la resistencia social que estaba ocasionando.

3 Su inserción tuvo su origen en la enmienda número 674 de la Agrupación Independiente del Senado, inspirada en el trabajo de Rodriguez Bereijo, Álvaro (1978): ‘Derecho fi nanciero, gasto públi-co y tutela de los intereses comunitarios’, en AA VV, Estudios sobre el Proyecto de Constitución, págs. 356 y 357. Centro de Estudios Constitucionales, Madrid.

4 El País digital, miércoles, 18 de fe-brero de 2004 (www.elpais.es, con acceso ese mismo día), y El País, edición impre-sa, domingo 8 de febrero de 2004, pág. 20, respectivamente.

5 Véase una crítica, advirtiendo, por ejemplo, de los problemas que ello podría generar en relación con la fi nanciación de

los programas de seguridad social (Medi-care, entre otros) en Surowiecki, James: ‘Th e Risk Society’, Th e New Yorker, pág. 40, 15 de noviembre de 2004.

6 Murphy, Liam; Nagel, Th omas: Th e Myth of Ownership. Taxes and Justice, pág. 63 y págs. 174 y sigs. Oxford University Press, Oxford, 2002.

55Nº 159 ■ CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA

fl eja un cierto “reparto del traba-jo”, en el sentido moral, entre el Estado y el individuo: el primero se ocupa del interés general, el segundo, del suyo propio. El sis-tema funciona partiendo de que el ciudadano es egoísta y busca su propio interés. Es lo que Murphy y Nagel denominan “motivos personales y valores políticos: la división moral del trabajo”7, donde el antagonismo de intere-ses es sólo aparente: hay un obje-tivo moral común, el de una idea de justicia distributiva, social-mente convenida, y que se hace efectiva mediante el citado repar-to de funciones entre público y privado. Por ello, hablar de justi-cia en materia tributaria siempre será un análisis incompleto y li-mitado, pues la vara de medir defi nitiva viene dada exclusiva-mente a partir del examen con-junto de la vertiente de los ingre-sos y de los gastos. Otra cosa es tener una visión miope o sesgada de la realidad, ya que “función del Estado, volumen del gasto público y reparto de ese gasto a través de distintos instrumentos entre los ciudadanos son tres te-mas que difícilmente pueden desvincularse”8.

A esto habría que añadir un úl-timo factor de confusión: teniendo en cuenta que todo sistema tribu-tario se fundamenta en un sistema de reparto de riqueza que se gene-

ra a través del mercado, no sólo resulta complicado defi nir qué es justicia tributaria, sino que en rea-lidad no está claro que se pueda hablar de justicia con propiedad en relación a un sistema que, por defi nición, toma como punto de partida una distribución de la ri-queza injusta, en tanto que basada en una economía de mercado más o menos intervenida pero donde no hay una total igualdad de opor-tunidades. Esto no signifi ca que no se pueda discutir sobre el siste-ma tributario en sí mismo, sino simplemente que las conclusiones de justicia tributaria nunca podrán ser defi nitivas. Porque aceptada esta limitación, sí parece que hay impuestos más justos que otros. Y si es fundamental que lo sean efec-tivamente, también lo es que los ciudadanos así lo perciban, pues una aceptación del sistema impo-sitivo es consustancial a su propio funcionamiento. En este sentido, la idea de justicia tributaria responde a los principios refl ejados en el artículo 31.1 de la Constitución española (“todos contribuirán al sostenimiento de los gastos públicos de acuerdo con su capacidad económica mediante un sistema tributario justo inspira-do en los principios de igualdad y progresividad que, en ningún caso, tendrá alcance confiscatorio”). Principios que a su vez son un re-fl ejo del modelo de Estado social y que implica una serie de exigencias sobre la estructura del sistema tri-butario9.

Recordar estos principios es especialmente pertinente en es-tos momentos. Por un lado, mientras los impuestos clásicos pierden importancia recaudato-ria (impuesto sobre la renta de las personas físicas, [IRPF]) o incluso se plantea su desapari-ción (impuesto sobre sucesiones y donaciones [ISyD]), prolifera la creación de tasas. En la litera-tura especializada abundan las propuestas de fi nanciación de los gastos públicos mediante tri-butos que se articulen en fun-ción del benefi cio individual obtenido, en lugar de confi gu-rarse a partir de una idea genéri-ca de capacidad económica que –se afi rma– sería un concepto desfasado e indeterminado fren-te a un benefi cio que sería más fácil de cuantifi car10. Por otro lado, y también frente a los im-puestos tradicionales, se propo-ne la creación de impuestos es-pecífi cos o fi nalistas para apoyar toda clase de políticas sociales, distorsionando así la función tradicional de los tributos.

Lo relevante es que todas estas opciones de instrumentos tribu-tarios tienen consecuencias sobre el modelo de justicia tributaria que se pretende instaurar. Y por mucho que dicha justicia siem-

pre será limitada, o estará supedi-tada a otros elementos, al menos los instrumentos tributarios se-leccionados deberían suscitar mayor discusión, más allá de si “suben” o “bajan” los impuestos. Contribuir a este debate es el único objetivo de estas líneas, donde más que soluciones de jus-ticia tributaria hay preguntas sin responder.

¿Impuestos o tasas?La disyuntiva impuestos versus tasas tiene gran interés porque en su epicentro radica la pregunta de qué funciones sociales o qué bienes deben ser colectivizados y cuáles deben ser asumidos por los ciudadanos individualmente. Básicamente, quienes defi enden una fi nanciación de los gastos públicos basada en la equivalen-cia parten de la existencia de un benefi cio, generado o provisto por el Estado, cuyo coste debe ser distribuido entre quienes lo reciben. A partir de esta idea, hay distintas posibilidades de articu-lación técnica, siempre con el común denominador de que es el benefi ciario del servicio o bien, y no el resto de la comunidad, quien paga todo o la mayor parte del coste a él imputable. Normalmente, esto se lleva a ca-bo estableciendo una tasa cuyo pago es requisito para su obten-ción (por ejemplo, tasas por hos-pitalización, por utilización de carreteras, por recogida de basu-ras, etcétera). En el polo opuesto estaría el sistema impositivo en-tendido como una fi nanciación, por todos los ciudadanos, de to-dos los gastos públicos.

A primera vista, el atractivo de un modelo de tributos causa-les (tasas) es evidente. Las pro-puestas de equivalencia para fi -

7 Murphy; Nagel, págs. 70 a 73, 2002.

8 Ramallo Massanet, Juan: ‘Prólogo’ a Barquero Estevan, Juan Manuel, La fun-ción del tributo en el Estado Social y Democrático de Derecho, pág. 10. Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 2002; Murphy; Nagel, págs. 14 y 15, 2002; aun-que esta idea se repite a lo largo del libro, en relación con distintas teorías sobre jus-ticia e imposición.

9 Forsthoff, Ernst (1954): ‘Begriff und Wesen des sozialen Rechtsstaates’, Veröff entlichung der Vereinigung der Deuts-chen Staatsrechtslehrer, núm. 12, págs. 31 y ss.. Friauf, Karl Heinrich: ‘Unser Steuers-taat als Rechtssaat’, Steuerberater Jahrbuch 1977/78, pág. 43. Verlag Dr. Otto Schmi-dt KG, Köln, 1977-1978.

10 Las propuestas son abundantes y variadas; baste aquí remitir al lector al trabajo colectivo Sacksofsky; Wieland, Vom Steuerstaat zum Gebührenstaat, (cit.), 2000, donde queda plasmado el estado de la cuestión en Alemania, uno de los países donde con mayor fervor se ha defendido la tesis del Estado Social como Estado impositivo. También hay abundante dis-cusión acerca de estas propuestas, y ex-posición crítica de sus líneas básicas, en Murphy; Nagel y Barquero Estevan, Juan Manuel, La función del tributo en el Estado Social y Democrático de Derecho, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 2002, págs. 108 y ss.

¿HAY IMPUESTOS JUSTOS?

56 CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA ■ Nº 159

nanciar los gastos públicos constituyen cargas de profundi-dad contra los sistemas imposi-tivos, pero precisamente porque sacan a la luz gran parte de los problemas de que éstos adole-cen, y al fi nal terminan por im-pedir que puedan cumplir las funciones y objetivos del Estado social que constituyen el princi-pal argumento a favor del Estado de impuestos. Entre otras, se han señalado las si-guientes ventajas de un sistema de tributos basado en la equiva-lencia entre el gasto público que se recibe y el impuesto que se paga11:

1) La transparenciaPor su propio funcionamiento, los tributos causales propicia-rían una percepción más ade-cuada del coste de los servicios y de la relación entre éste y los tributos pagados. Parece claro que un défi cit de transparencia difi culta a los ciudadanos hacer-se una idea de la relación entre ingresos y gastos públicos, por lo que se trata de una cuestión que entronca con el propio principio democrático.

2) La adaptación a las preferencias de los ciudadanosOtra ventaja clásica que apun-tan los defensores de la equiva-lencia es que permitiría la adap-tación del sistema de gastos públicos a las preferencias indi-viduales, que se expresarían me-diante el pago de estos tributos. Frente a los impuestos, que se pagan para fi nanciar todos los gastos públicos, las tasas están anudadas a un fi n concreto, lo que facilitaría a los contribu-yentes un cierto control acerca de sus fi nes.

3) Mayor aceptación del sistema tributario, menor fraudeLa mayor transparencia y la adaptación a las preferencias de

los ciudadanos –se afi rma– re-dundarían en una mayor acepta-ción del propio sistema tributa-rio y fi nalmente en una dismi-nución del fraude. Un menor fraude tributario permitiría a su vez invertir menos dinero en la lucha contra este problema, ade-más de que no serían necesarias muchas de las normas antifrau-de que tanta complejidad gene-ran en el sistema. Si esto es así, podría ser posible la reducción de la presión fi scal y la simplifi -cación de la normativa tributa-ria, efectos que retroalimenta-rían a su vez la propia aceptación del sistema tributario.

Estas tres ventajas o posibles benefi cios concentran en reali-dad una respuesta a los proble-mas más graves del sistema tri-butario. La pregunta es si es posible tanta virtud en una sola reforma. Y como toda solución mágica, es dudoso que así sea, por varias razones:

● Primero, la mayor transpa-rencia que se apunta será nece-sariamente relativa, pues sólo se tendrá mayor información acer-ca del servicio concreto que se ha solicitado, además de que en todo caso la información será parcial, pues, como se verá más abajo, la evaluación de costes no resulta sencilla. En este sentido, la creación de una ofi cina pre-supuestaria en el Parlamento, siguiendo el modelo inglés, po-dría paliar la desinformación de los ciudadanos acerca de la rela-ción entre gastos e ingresos pú-blicos, sin necesidad de tributos causales.

● Segundo, no es tampoco claro que un sistema de equiva-lencia fuera por sí mismo mejor aceptado ni, por tanto, que con-dujera a un menor fraude. Al menos no hay datos que así lo demuestren. Más bien parece que se presenta como mayor aceptación lo que en el fondo es una mayor difi cultad técnica para evitar o eludir el pago del tributo, derivada exclusivamen-te del funcionamiento del tri-buto causal: si no se paga no se

obtiene el servicio. Mientras que si no se paga un impuesto no se dejan de percibir los bene-fi cios de las tareas públicas que fi nancian. Al margen de que esa mayor aceptación no se produ-cirá en muchos casos en que el ciudadano no puede elegir la obtención del servicio, porque éste sea de recepción obligatoria o sencillamente irrenunciable para los ciudadanos.

Claro que, por otro lado, es incontestable que el principal elemento defi nitorio del im-puesto constituye al mismo tiempo su mayor debilidad: puesto que contribuyen a la fi -nanciación de las cargas genera-les, los ciudadanos no perciben directamente el benefi cio de pa-garlos, por lo que, si pueden, lo evitan12 (free-riders). Y es tam-bién evidente que el fraude tri-butario constituye una de las amenazas más certeras a la reali-zación efectiva de la justicia tri-butaria. Sus consecuencias no se limitan a una disminución de ingresos públicos –que deben ser compensados con incremen-tos de presión fi scal–, sino que además genera una sustancial distorsión del principio de ca-pacidad económica en el siste-ma impositivo, principalmente debido a que se produce un cla-ro juego de suma cero, ya que “lo que unos no paguen debien-do pagar, lo tendrán que pagar otros con más espíritu cívico o con menos posibilidades de de-fraudar” (Sentencia del Tribunal Constitucional 76/1990, FJ. 3º). En fi n, es evidente que la lucha contra el fraude tributario ocupa un lugar central en el problema de la justicia tributa-ria, pero es dudoso que un siste-ma basado en la equivalencia fuera por sí mismo sufi ciente para solucionarlo.

● Tercero, el argumento de

la mejor adaptación a las prefe-rencias de los ciudadanos que proporcionaría un sistema de tasas pone de manifi esto el sus-trato ideológico de estas tesis, que parten de la premisa de que la renta obtenida “antes de im-puestos” es propiedad de quien la obtiene y que el individuo siempre sabrá mejor qué hacer con su dinero que el Estado. Pero, sobre todo, subyace en su formulación la idea de que es preferible el mercado frente al sistema democrático para la sa-tisfacción de las necesidades pú-blicas, pues las preferencias de los ciudadanos se exteriorizarían mediante el sistema tributario. Lo cierto es que en los sistemas democráticos los ciudadanos deciden mediante el ejercicio de un derecho de voto que se ga-rantiza a todos por igual, y no a través de una capacidad fi nan-ciera desigualmente repartida. Un sistema donde se vota con los tributos no es un sistema de-mocrático, es otra cosa. De otro modo se produce una peligrosa identifi cación, a través de un reduccionismo conceptual, en-tre contribuyente y ciudadano, donde se adivina un trasfondo de sufragio censitario. Y es re-dundante afi rmar que todo con-tribuyente es ciudadano, pero no todo ciudadano es contribu-yente. Una cosa es que la indi-soluble conexión entre ingresos y gastos exija que los principios de justicia se produzcan en am-bas vertientes de la actividad fi -nanciera pública, y otra muy distinta que deba ser la estruc-tura de ingresos la que determi-ne la forma fi nal de la estructura del gasto.

Este peligro ya fue advertido por el Tribunal Constitucional español, cuando negó el amparo a un ciudadano que había pre-tendido reducir en su cuota del IRPF una cantidad proporcio-nalmente equivalente a los gas-tos militares del mismo ejercicio fi scal, con la advertencia de que la aceptación de esta forma de proceder conlleva el riesgo de

“una relativización de los mandatos jurídicos… atribuyendo a cada contri-

11 Entre otras, se apuntan estas ven-tajas en la propuesta de Grossekettler, Heinz: ‘Steuerstaat versus Gebührenstaat. Vor und Nachteile’, en Sacksofsky, Ute; Wieland, Joachim (eds.), Vom Steuerstaat zum Gebührenstaat, págs. 44 y sigs. Nomos Verlagsgesellschaft, Baden-Baden, 2000.

12 Birk, Dieter; Eckhoff , Rolf: ‘Sta-atsfinanzierung durch Gebühren und Steuern: Vor- und Nachteile aus juris-tischer Perspective’, en Sacksofsky, Ute; Wieland, Joachim (eds.), Vom Steuerstaat zum Gebührenstaat, págs. 55, 56. Nomos Verlagsgesellschaft, Baden-Baden, 2002. Barquero Estevan, págs. 109 y sigs., 2002,

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buyente la facultad de autodisponer de una porción de su deuda tributaria por razón de su ideología. Esto no es com-patible con el Estado social y democrá-tico de derecho, en el que la interacción entre Estado y sociedad se traduce, en-tre otros, en dos aspectos relevantes en esta materia: en primer lugar, en la atri-bución a las Cortes Generales, que re-presentan al pueblo español, de la com-petencia para el examen, enmienda y aprobación de los Presupuestos Generales del Estado. Y en segundo tér-mino, en el derecho de los ciudadanos a participar en los asuntos públicos eli-giendo a sus representantes a través de elecciones periódicas, en las que podrán censurar o dar su aprobación, mediante su voto, a la actuación llevada a cabo en las Cortes Generales por los partidos políticos en relación con la concreta determinación en los Presupuestos Generales del Estado de las previsiones de ingreso y las autorizaciones de gastos para cada ejercicio económico” (Auto del Tribunal Constitucional 71/1993, FJ. 2º).

Por eso, la pretendida adap-tación a las preferencias de los ciudadanos tampoco puede aceptarse como ventaja de un sistema de equivalencia. Al mar-gen de que, desde una perspec-tiva técnica, es también dudoso que esto pudiera ser realizado. Primero, porque sería casi tan difícil adquirir un conocimien-to cabal sobre las preferencias a través de un sistema tributario como gestionar dichas preferen-cias. Y segundo, porque por la propia estructura de un sistema tributario causal sólo se podrán adaptar las prestaciones públicas a las preferencias estrictamente individuales, pero no a aquellas otras que cada ciudadano pueda tener por ejemplo con respecto de la redistribución de la renta que él mismo estima justa en la sociedad.

Por todas estas razones, no es ni mucho menos evidente que un sistema de tasas o tributos causales pudiera solucionar los problemas clásicos del sistema tributario. Más bien parece que éstos se podrían agravar.

A esto hay que añadir que un sistema basado en la equivalen-cia entre lo que los ciudadanos deben pagar y lo que reciben del Estado plantea una contra-dicción de fondo que resulta

insalvable, porque hay una pre-gunta casi imposible de respon-der: ¿De qué benefi cio estamos hablando?. La extensión y com-plejidad de la pregunta se com-prende mediante las cuatro si-guientes:

a) ¿A partir de qué momen-to, o en relación con qué situa-ción previa, se cuantifi ca el be-nefi cio? Presumiblemente, se parte de la situación en que se encuentra el individuo antes de obtener el benefi cio por el que están pagando el tributo. El problema es que tal situación previa no existe o coincide con la ausencia de Estado, la escena hobbesiana de guerra de unos contra otros. Esta objeción a un sistema basado en tributos cau-sales bastaría por sí sola para cerrar la discusión en torno al mismo, pues apunta a que su realización práctica es imposi-ble. Pero sigamos.

b) ¿Cómo se cuantifi ca el be-nefi cio? La base de un modelo de equivalencia es realizar una clasifi cación de benefi cios cuyo coste pueda ser distribuido en-tre quienes lo perciben, más o menos como sucede en un mer-cado. El problema es que es di-fícil pensar un mercado de bie-nes y benefi cios provistos esta-talmente; entre otras razones, porque ello requeriría una com-plicada labor de identifi cación e individualización de costes, a la que habría que añadir las difi -cultades de acceder a la infor-mación precisa para que el mer-cado funcione correctamente. Pero incluso si pudiera articu-larse esa modalidad de mercado, surgiría entonces la siguiente pregunta:

c) ¿Qué benefi cios deben in-cluirse? En todo modelo de Estado, incluso en el menos in-tervencionista, se prevé algún mecanismo de bienestar me-diante el cual los poderes públi-cos se hacen cargo, a través de transferencias de rentas o subsi-dios, de determinadas situacio-nes económicamente desfavore-cidas (ej., pensiones de viude-

dad, orfandad, por desem-pleo…). De hecho, no es posi-ble imaginar un Estado carente en absoluto de tales mecanis-mos, aunque sólo fuera porque éstos no benefi cian únicamente a sus destinatarios sino que sir-ven para mantener la propia pervivencia del Estado y garan-tizar su adecuado funciona-miento. Por poner un ejemplo sencillo, porque si no se garan-tiza una mínima capacidad ad-quisitiva o nivel educativo a to-dos los ciudadanos se incremen-tará la marginalidad, lo que constituye un problema social.

Pues bien, un mantenimien-to a ultranza de la equivalencia como fundamento del sistema tributario exigiría, en buena ló-gica, que a los benefi ciarios de estas ayudas les fuera exigida una tasa equivalente al benefi cio que reciben. El resultado sería absurdo, pues la tasa pagada y el benefi cio recibido se anularían mutuamente. Por ello, en últi-ma instancia, la fi nanciación de los gastos públicos con arreglo a la equivalencia resulta lógica-mente contradictoria con la pro-pia idea de cualquier mecanis-mo de bienestar, y claramente con la del Estado social.

Pero es que, además, dicho principio de equivalencia o tri-butación en función del benefi -cio sería lógicamente inconsis-tente incluso con un modelo de Estado que careciera de mecanis-mo alguno de redistribución de renta o proporción de bienestar. En efecto, si se entiende que el reparto correcto o justo de la ri-queza es el que surge de las reglas del mercado (premisa que se en-cuentra en la base de tal Estado no intervencionista, y en muchas de las tesis a favor de la equiva-lencia), entonces incluso la tri-butación con arreglo al benefi cio distorsionaría ese reparto, pues necesariamente obligaría a pagar más a aquellos que más (benefi -cio) riqueza han obtenido. De ahí que se haya afi rmado que el principio del benefi cio o de la equivalencia como modelo de sistema tributario es en realidad inconsistente con cualquier teo-ría de justicia social o económica

de cierta relevancia13, no sólo con el Estado social.

d) ¿Qué sucede cuando al-guien no puede fi nanciar el be-nefi cio? Como no hay ninguna redistribución de la renta, y este sistema parte de una economía de mercado que por su propio funcionamiento genera desigual-dades, es posible pensar que mu-chos ciudadanos no estarán en condiciones de fi nanciar el bene-fi cio obtenido. En línea de prin-cipio, la equivalencia no es posi-ble con alcance general, porque, aunque los benefi cios pudieran ser equivalentes, las posiciones de partida de los ciudadanos no lo son. Esto conduce al argu-mento clásico contra la equiva-lencia para la fi nanciación de tareas públicas, y es que “quien las necesita no puede fi nanciar-las, y quien puede fi nanciarlas no las necesita”14.

En fi n, hay razones para pen-sar que un modelo tributario fundamentado en la equivalencia o benefi cio es difícilmente com-patible con cualquier modelo de Estado. Pero estas críticas no im-plican que deba renunciarse to-talmente a la fi nanciación causal de gastos públicos sino tan sólo que ésta no debería ser la princi-pal herramienta, porque no se puede desconocer que en muchas ocasiones ésta será la fórmula de fi nanciación idónea, lo que suce-derá en el caso de algunos servi-cios o prestaciones públicas que sean fácilmente individualizables y donde esta forma de tributo genere una adecuada percepción de los mismos que propicie un uso más racional de los recursos. Lo relevante es que esta clase de tributos constituyan la excepción y que el sistema tributario no esté basado en la equivalencia.

Los argumentos aquí expues-tos ponen de manifi esto que sería deseable un mayor nivel de dis-cusión pública acerca de la selec-ción de instrumentos tributarios, pues en cualquier caso hay razo-nes para pensar que la fi nancia-

13 Murphy, pág. 19. Nagel, 2002.14 Birk, pág. 65, Eckhoff , 2000; Bar-

quero Estevan, págs. 100 y sigs., 2002.

¿HAY IMPUESTOS JUSTOS?

58 CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA ■ Nº 159

ción de gastos públicos con cargo a tasas o tributos causales no es irrelevante para la justicia tribu-taria. No se trata, en defi nitiva, de decisiones neutrales.

Impuestos extrafiscales: ¿nueva justicia tributaria?Frente a los impuestos clásicos, cuya principal función es recau-dar ingresos para fi nanciar gastos generales, los tributos con objeti-vos concretos y socialmente com-prensibles, como puede ser la protección del medio ambiente, cobran creciente importancia. Aunque todo impuesto produce efectos adicionales a la recauda-ción de ingresos, por lo que nun-ca puede ser neutral15, lo que caracteriza a los impuestos fi na-listas, o extrafi scales, es que su ob-jetivo principal no es la obten-ción de ingresos sino la modifi ca-ción de conductas o la internali-zación del coste que éstas com-portan. Así, los impuestos contra el tabaco, los impuestos contra la contaminación atmosférica, etcé-tera, sirven de apoyo a políticas sociales o económicas. Y aunque las fi nalidades que se pretenden cumplir con la creación de estos tributos son difícilmente contes-tables, su proliferación también plantea algunas cuestiones que al menos merecerían ser discutidas, sobre todo cuando se trata de una tendencia que empieza a consolidarse, incluso con inde-pendencia del signo político del Gobierno16.

Los problemas empiezan por su defi nición. La característica central de estos impuestos es que no se orientan a la capacidad eco-nómica; incluso este principio constituye en realidad su excep-ción. Es decir, no paga más quien

más tiene, sino quien realiza la conducta que se pretende modu-lar (por ejemplo, fumar). Por eso, siempre generarán una desigual-dad de fondo, pues aquellos con-tribuyentes con mayor capacidad de pago podrán escapar al inten-to de regulación del comporta-miento que se encuentra en la base del impuesto extrafi scal.

A esto hay que añadir que esta clase de imposición contribuye a que se pierda de vista que la fi na-lidad de repartir las cargas públi-cas entre los ciudadanos es por sí misma una justifi cación del ins-trumento tributario. Con la pro-liferación de impuestos fi nalistas se traslada a la ciudadanía la idea de que es precisa una justifi ca-ción adicional socialmente reco-nocible y, en el fondo, también políticamente vendible para in-crementar la presión fi scal.

Adicionalmente, en la lógica de los impuestos extrafi scales, el ciudadano no percibe el elemen-to clásico del impuesto, que es la contribución equitativa al gasto público, pues el pago se asocia a un comportamiento que se quiere desincentivar. De esta manera, se traslada el mensaje de que cuanto menos pague, mejor se estará contribuyendo al bien común. Se empaña la com-prensión global del sistema tri-butario y se pierde de vista que la fi nalidad última de la imposi-ción es el sostenimiento de to-dos los gastos públicos. Y en el fondo, también ésta es una ma-nera, quizá más sutil, de poner en cuestión el funcionamiento democrático, que en materia tri-butaria se concreta en la existen-cia de una cierta distancia entre quien fi nancia y quien gasta ese dinero, de manera que el prime-ro no predetermina al segundo de manera directa.

Es incluso posible que, según cómo se confi gure y justifi que, la extrafi scalidad puede llegar a ser una modalidad soterrada de equivalencia en la medida en que se exige a los ciudadanos que modifi quen su conducta o al me-nos que paguen por no hacerlo. La justifi cación de fondo es que determinados grupos de contri-buyentes deben responsabilizarse

de los costes que generan. Esta idea, basada en la causalidad en cuanto a los efectos, se encuen-tra, por ejemplo, en el axioma “quien contamina paga”, que, le-jos de constituir una modalidad de medición de la capacidad eco-nómica, es un intento de reasig-nar un gasto público a sus cau-santes. El problema es que, aun-que este criterio pueda ser útil en supuestos puntuales, su generali-zación plantea problemas de co-herencia con los propios princi-pios del Estado social y, en con-creto, con la idea de solidaridad. Por ejemplo, ¿sería admisible que un enfermo de cáncer de pul-món, claramente causado por su condición de fumador, fuera obligado a sufragar en su totali-dad los costes de su operación? De la conjunción de los princi-pios constitucionales de dignidad de la persona y protección de la salud la respuesta sería segura-mente negativa, o al menos sus-citaría algunas dudas17.

Por último, la utilización de estos impuestos para alcanzar ob-jetivos socialmente percibidos de forma positiva los convierte en un atractivo recurso tributario, pues el coste político de estable-cerlos será previsiblemente infe-rior al de los tributos clásicos. Por ello, no es sorprendente que esta clase de tributos esté creciendo en importancia.

A esto hay que añadir que persiste el nada desdeñable peli-gro de que los Gobiernos utili-cen un halo de extrafi scalidad para encubrir impuestos que en realidad sólo persiguen recaudar ingresos. En alguna ocasión, el Tribunal Constitucional ha qui-tado la máscara extrafi scal a es-tos instrumentos, como sucedió en el caso del impuesto balear sobre instalaciones que incidan en el medio ambiente (STC 289/2000), donde se concluía que no tenía tal finalidad medioambiental, tratándose meramente de un impuesto re-caudatorio similar a un impues-to sobre el patrimonio. Pero es

claro que no es tarea de esa ju-risdicción velar por la existencia de un sistema tributario racio-nal y coherente, sino del legisla-dor. Y lo cierto es que esta ten-dencia de establecer impuestos políticamente vendibles a la ciudadanía se viene producien-do con claridad en el ámbito autonómico. Es muy signifi cati-vo que la gran mayoría de las normas autonómicas en im-puestos cedidos persigan fi nes extrafi scales18.

Al igual que se apuntó en el caso de las tasas, los argumentos anteriores no deben conducir al rechazo de toda forma de extrafi s-calidad, pues es claro que esta cla-se de impuestos puede contribuir positivamente al desarrollo de po-líticas sociales. Pero su prolifera-ción plantea también problemas de justicia tributaria que al menos deberían introducirse en la discu-sión. No es sufi ciente, en este sen-tido, que la fi nalidad última del tributo se identifi que con un ob-jetivo socialmente deseable. El instrumento seleccionado debe ser también acorde en sí mismo con los principios de justicia tri-butaria, especialmente si se tiene en cuenta que a las tendencias de incrementar la imposición fi nalis-ta hay que añadir una cierta ero-sión o pérdida de importancia de los impuestos clásicos. Como bo-tón de muestra, esto ha sucedido con el IRPF y el ISyD.

La imposición sobre la renta merece una especial mención por su imbricación con la idea de jus-ticia tributaria que se remonta a sus orígenes inmediatos, en el siglo xix, momento en el cual surge la idea de una distribución de las car-gas del Estado atendiendo a la ca-pacidad económica personal19. En todo caso, el desarrollo y prolifera-ción de estos impuestos no tendrá lugar hasta el fi nal de la Segunda Guerra Mundial, lo que si en un primer momento se explica por las

15 Neumark, Fritz, Grundsätze gere-chter und ökonomisch rationaler Steuerpoli-tik. J. C. B. Mohr (Paul Siebeck), Tübin-gen, 1970, pág. 261.

16 Véase por ejemplo la modifi cación de los tipos impositivos de los impuestos sobre el alcohol, las bebidas alcohólicas y las Labores del Tabaco aprobadas reciente-mente por el Gobierno (Real Decreto–Ley 12/2005, de 16 de septiembre, por el que se aprueban determinadas medidas urgen-tes en materia de fi nanciación sanitaria, B.O.E. núm. 223, de 17 de septiembre de 2005).

17 Se toma este ejemplo de Barquero Estevan, pág. 132, 2002.

18 Ruiz Almendral, Violeta: Impuestos cedidos y Corresponsabilidad Fiscal, págs. 350 y sigs. Tirant lo blanch, Valencia, 2004.

19 Birk, Dieter: Das Leistungsfähigkeitsprinzip als Maβtab der Steuernormen, págs. 14 y sigs. y 23 y sigs. Dr. Peter Deubner Verlag GmbH, Köln, 1983.

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necesidades fi nancieras de la re-construcción de los contendientes, posteriormente obedece a la paula-tina implantación de modelos de Estado social, que exige una fuente de fi nanciación continua pero a la vez distribuida de manera justa y equitativa20. Durante muchos años, estos impuestos han ocupa-do un lugar central en el sistema tributario, debido también a su fl exibilidad para adaptarse a los distintos factores personales que modulan la capacidad de pago. Y aunque en España la posición central del IRPF se mantiene en lo básico, algunos elementos han contribuido a que su percepción como icono de justicia tributaria no sea ya tan clara. Como ejem-plo puede mencionarse las dife-rencias de tratamiento tributario en función de las clases de renta, de forma que aquellas derivadas del trabajo personal sufren una mayor carga tributaria que las procedentes del capital. Este fe-nómeno, común a casi todos los Estados de nuestro entorno, tie-ne un origen directo en la com-petencia fi scal, dirigida en este caso también a atraer determina-da clase de inversiones21. Por otro lado, las bajadas de tipos de gravamen que se han producido en los últimos años, y la creciente simplifi cación de su estructura, en aras de una recaudación más fácil, unida además a numerosas propuestas para introducir inclu-so un tipo único proporcional, han puesto en cuestión el mante-nimiento de la progresividad del impuesto22.

Más dramática ha sido la evo-lución del ISyD, que en estos momentos se encuentra en evi-dente peligro de extinción. Desde que en 1997 se atribuye-ron competencias normativas para su regulación a las comuni-dades autónomas, éstas han ini-ciado una carrera a la baja con claras notas de competencia fi s-cal, por lo que su muerte ya está anunciada23. Y el problema es que, como ha ocurrido ya en otros países con este mismo tri-buto (Canadá, Estados Unidos24), una vez eliminado, las posibilidades de reintrodu-cirlo son escasas debido a su alto coste político.

Teniendo en cuenta que se trata de un impuesto tradicio-nalmente considerado adecuado para la consecución de justicia tributaria, es preocupante que la desaparición de este impuesto se esté produciendo de forma silenciosa y sin que hasta el mo-mento se haya presentado nin-guna alternativa. No parece desacertado afi rmar que la he-

rencia de riqueza constituye una de las formas más evidentes de perpetuación de las desigualda-des sociales, por lo que la actua-ción tributaria en este aspecto se encuentra más que justifi cada dentro de los objetivos del siste-ma tributario en un Estado so-cial. En este sentido, el ISyD tiene un papel relevante en la redistribución de la renta, en tanto que reduce el papel de la suerte en la distribución de la riqueza y somete a gravamen algo que en el fondo es un privi-legio, fomentando así también la meritocracia. Así se señalaba en el Meade Committee Report:

“el ciudadano que ha conseguido obtener un alto nivel de renta mediante su esfuerzo y trabajo merece un mejor tratamiento tributario que el ciudadano que ha obtenido esa misma fortuna únicamente como consecuencia de la suerte o del nacimiento; ofrecer una tributación más benefi ciosa al primero supondrá minimizar los obstáculos para el fomento del esfuerzo y el trabajo”25.

En fi n, la pérdida de impor-tancia de estos dos impuestos, tradicionalmente considerados idóneos para el cumplimiento de los principios de justicia tri-butaria, es especialmente pre-ocupante si viene acompañada de la proliferación de tributos causales y extrafi scales. Pero aún lo es más si el proceso se produ-ce sin que tenga lugar un debate acerca de qué modelo de justicia tributaria se quiere, como de he-cho está sucediendo. El diseño del sistema tributario entronca directamente con el problema del reparto de riqueza en una sociedad; y aunque es posible que no haya impuestos justos, en el sentido pleno del término,

sí parece claro que hay impues-tos más justos que otros. Y estos deberían ser mayoría.

Los problemas apuntados aquí son sólo un pequeño botón de muestra. En realidad, el pro-blema de fondo es difícil de re-solver, pues en estos momentos existe una tendencia mundial que apunta en la dirección con-traria. Se está produciendo una radical transformación (¿revolu-ción?) de los sistemas tributarios tal y como los conocemos, lo que da lugar a que se modifi quen as-pectos como el peso específi co de cada tributo en función, sobre todo, del contribuyente que es posible cazar, y no necesariamen-te del que más capacidad de pago tiene. Seguramente aún es pron-to para poder hacer balance de estos cambios, consecuencia más de la globalización26, pero en cualquier caso no es tarde para comenzar a plantear qué modelo tributario se quiere y cuál es po-sible tener, pues de ello depende-rán aspectos tales como el mode-lo de Estado o el tipo de solidari-dad entre ciudadanos. ■

Violeta Ruiz Almendral es profesora de Derecho Financiero y Tributario en la Universidad Carlos III de Madrid.

20 Zornoza Pérez, Juan: ‘El equitativo reparto del gasto público y los derechos económicos y sociales’. Hacienda Públi-ca Steuerrechtsordnung, págs. 604 y sigs. Tomo I. Dr. Otto Schmidt, Köln, 2003.

21 Ocde: Harmful Tax Competition. An emerging Global Issue. París, 1998.

22 Tradicionalmente, las propuestas de tipo único han sido sostenidas por los sec-tores más conservadores; entre otros, por el candidato a presidente de Estados Unidos Steve Forbes, que lo convirtió en el centro de su campaña en 1996 y 2000. Paulatinamente, se han ido extendiendo a otros países con Gobiernos de distinto sig-no; por ejemplo, buena parte de los nuevos Estados miembros de la Unión Europea y algunos de los candidatos (me permito re-mitir al lector a mi artículo ‘Los impuestos directos en los nuevos Estados de la Unión Europea: ¿competencia fi scal o superviven-

cia?’, Temas, n. 131/2005, págs. 33 y sigs). De especial interés es también la discusión en Alemania, a partir de la propuesta Kir-chhof, consistente en un impuesto sobre la renta progresivo en su conjunto pero con tarifa proporcional. Kirchhof, Paul: Karls-ruher Entwurf zur Reform des Einkommen-steuergesetzes. Müller, Hei delberg, 2001. También en España ha habido algunas propuestas de tipo único en el 2002. Por último, en el Reino Unido, el Partido Conservador también está en estos mo-mentos estudiando el establecimiento de un fl at tax sobre la renta personal (véase: ‘Flat income tax. A dip in the middle’, Th e Economist, sep. 8th, 2005, www.eco-nomist.com, con acceso el mismo día).

23 Ruiz Almendral, págs. 415 y sigs, 2004.

24 En Canadá el impuesto desapareció a fi nales de los años setenta, precisamente como consecuencia de la competencia fi s-cal entre las provincias, a las que poco an-tes se les había atribuido la competencia sobre el tributo. Desde entonces ha habido muchas propuestas para reintroducirlo que han fracasado estrepistosamente. Véase Bird, Richard; Bucovetsky: Canadian Tax Reform and Private Philanthropy, Canadian Tax Paper, núm. 58; Canadian Tax Foundation, pág. 40, Toronto, 1976. Por otro lado, en junio de 2001, con el impulso del presidente de Estados Unidos, George W. Bush, se aprueba en este país la Economic Growth and Tax Relief Reconciliation Act, que dis-minuye paulatinamente la imposición so-bre sucesiones y donaciones y prevé su abolición total para 2010.

25 Publicado en Institute of Fiscal Stu-dies: Th e Structure and Reform of Direct Taxation (Th e Meade Committe Report). Allen & Unwin, Londres, 1978.

26 Owens, Jesse: ‘Emerging issues in Tax Reform: the Perspective of an interna-tional Bureaucrat’, Tax Notes International, págs. 2035 y sigs, vol. 15, n. 25, 1997. Caamaño Anido, Miguel Ángel; Calderón Carrero, José Manuel: ‘Globalización eco-nómica y Poder tributario: ¿Hacia un nue-vo derecho tributario?’, Civitas Revista Española de Derecho Financiero, núm. 114, 2002.

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É T I C A

BIOÉTICAY BIOTECNOLOGÍA

JOSÉ RUBIO CARRACEDO

Introducción: La biotecnología, nuevo paradigma global en el antropocenoLa biotecnología ha ido desplazan-do desde los años setenta a la física para constituirse en el nuevo para-digma global, dominante en todos los campos del saber. Suele hablar-se de tecnociencia, pero me adhie-ro a la tesis de J. Rifkin (1999) en su preferencia por la biotecnolo-gía, ya que mantiene el par dialéc-tico ciencia-tecnología, pero expli-citando la ciencia dominante: la biomedicina. Como la física nu-clear, con sus promesas de poder creador sobre la naturaleza, la bio-tecnología promete un nuevo gé-nesis que cambiará radicalmente la biosfera: la manipulación genética, las terapias génicas, la revolución de las células madre, la clona-ción…; se ha abierto también una nueva era para la industria y el co-mercio, la política y los usos mili-tares, con la colaboración coprota-gonista de la informática y las nuevas comunicaciones; en la Bol-sa, las farmaindustrias desplazan rápidamente a las empresas clásicas y se hacen con las grandes inver-siones; los biocientífi cos, no me-nos que los físicos nucleares, quie-ren jugar a ser dioses y ya han con-seguido su bomba biológica, tan dañina o más que la bomba nu-clear; también la contaminación biológica es ya una realidad, aun-que la sombra de su amenaza futu-ra resulte todavía más amenazante. Desde la revolución industrial ha comenzado, al decir de muchos, una tercera época en el periodo cuaternario, el antropoceno, en el que la acción del hombre sobre la biosfera alcanza ya el rango de fuerza geológica.

Antes de seguir adelante, le propongo al lector realizar un ex-perimento mental. Imaginemos

que hace 200 años, en algún pla-neta muy avanzado de alguna leja-na galaxia, un comité de sabios se hubiese propuesto visitar y evaluar el grado de desarrollo mental de todos los planetas habitados por seres inteligentes. Así, pues, la Tie-rra fue visitada y evaluada en 1800. Pasados 200 años, el comité deci-de realizar una nueva evaluación para examinar los cambios produ-cidos hasta 2000. ¿Qué dirían al entrar en la atmósfera terrestre? Es probable que su primera impre-sión fuera la de haberse equivoca-do de planeta, pero ¿dónde estamos? El relieve del planeta había cam-biado hasta ser casi irreconocible: deforestación, millones de especies vegetales y animales desaparecidas, inmensos vertederos, desiertos ex-tendidos, contaminación química y biológica de los mares… Pero ¿qué ha pasado aquí?, sería su si-guiente cuestión. Y enseguida: pero ¿éstos que han hecho?, al detec-tar sus aparatos de control restos de explosiones y pruebas nuclea-res. Y unos segundos más tarde: pero ¿qué están haciendo éstos? Sí, habían detectado la revolución biotecnológica y su potencial de interferencia en los procesos evo-lutivos. ¿Qué hacemos? Ante esta cuestión podría darse una división de opiniones. Unos dirían: “Los procesos genético-evolutivos son demasiado importantes como para dejarlos en sus manos; no están preparados y van a causar una ca-tástrofe; infi ltremos, pues, algunos de los nuestros para que controlen y regulen el proceso”. Pero los otros dirían: “No, lo que pasa es que están empezando. Dejémosles, ya aprenderán por ensayo y error”. Pues bien, supongamos que se im-puso la segunda previsión. Y que nos encontramos en el momento decisivo de regular el proceso bio-

tecnológico o, más bien, de su au-torregulación.

¿Cómo ha reaccionado la fi lo-sofía, en particular la ética, ante las nuevas promesas y amenazas biotecnológicas? Hay que hablar de una doble actitud: para unos, la reacción ha sido similar a la ocurrida en la era nuclear –recha-zo global de las nuevas tecnologías y nueva búsqueda de refugio en el humanismo clásico, aunque toda-vía no ha aparecido un nuevo Heidegger–; otros, en cambio, han reaccionando con una actitud más positiva, aunque crítica, ante sus retos. Porque el error más gra-ve –aunque frecuente– es preten-der responder ante el nuevo desa-fío con un sí o un no, cuando la única respuesta racional es un “se-gún y como”. Incluso de la era nuclear subsiste la gran promesa de la energía inagotable y limpia por fusión nuclear. Lo menos que puede reconocerse es que la era biotecnológica está llena de peli-gros, pero también de promesas Se trata, por tanto, de sopesar crí-ticamente si los peligros son con-trolables, incluso dentro del riesgo que es necesario asumir, y si las promesas son reales o irrealizables. En esta línea ha surgido la bio-éti-ca, en sus dos ramas más desarro-lladas: la eco-ética (que no coinci-de con algunos tipos radicales del ecologismo, sino que converge con el ecologismo científi co y moderado) y la gen-ética o re-fl exión científi co-crítica sobre la ingeniería genética. También se está confi gurando un enfoque muy prometedor a partir de los derechos humanos.

Por lo demás, la bioética ha conseguido institucionalizarse a través de los comités de bioética y en los consejos nacionales de sa-nidad. No puede negarse que ha

logrado sensibilizar en los enfo-ques éticos a un considerable nú-mero de científi cos. Pero ha fraca-sado globalmente, como expon-dré más tarde, porque ha llegado a la investigación y las técnicas médicas como una voz externa y, en ocasiones, con enfoque inqui-sitorial. Así, la mayoría de los científi cos identifi can la bioética en estrecha asociación con las tra-bas legales que retardan y hasta impiden el avance científi co. El caso actual con las células madre es un ejemplo bien patente. Aun-que es obvio que el derecho y la moral tienen mucho que decir en cualquier actuación biomédica novedosa. Pero la verdadera bioé-tica no viene de fuera, sino que surge de dentro, de la misma ló-gica de la investigación o aplica-ción biomédica, dadas sus necesa-rias implicaciones en el ecosiste-ma humano y en toda la biosfera. Los enfoques bioéticos y ecoéti-cos, lejos de ser artifi ciales, tradi-cionales o convencionales, son lo más natural, porque forman parte directa en la investigación-aplica-ción. Y el contexto de los dere-chos humanos (y de las responsa-bilidades humanas en la biosfera) la confi guran defi nitivamente.

Pero, por el momento, no está justifi cada la descalifi cación global de la era biotecnológica. Son mu-chos sus peligros potenciales, junto a otros daños ya reales, pero sus benefi cios probables, y algunos ya reales, son inmensos y prometen cambiar para mejor la faz de la Tierra y, en particular, la condición humana. Con una excepción muy grave, pero no incorregible: la di-versidad biológica del planeta, que constituye una reserva evolutiva imponderable, corre serio peligro. Pero no hay que pensar en La isla del Dr. Moreau (Wells, 1896) o Un

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mundo feliz (A. Huxley, 1932) como las únicas alternativas, aun-que su anticipación crítica ofrece un punto muy válido de refl exión para todos, científi cos o fi lósofos. El enfoque bioético interno a la misma investigación-aplicación ha de moderar el ardor ingenieril con las pertinentes dosis de autocrítica y respeto que propicien la autorre-gulación. Algo difícil, pero no im-posible, porque es lo natural.

Los desafíos de la revolución biotecnológicaEn las dos últimas décadas se ha producido una transformación radical de la historia, de la que to-davía no somos plenamente cons-cientes, que afecta tanto a los eco-sistemas de toda la biosfera, a las comunicaciones y a los plantea-mientos sanitarios como a la con-cepción del mundo y los valores humanos. Baste citar algunos ejemplos: vegetales y animales transgénicos, FIV (fertilizaciones in vitro) con eugenesia negativa, la revolución bioinformática, los au-totrasplantes, la regeneración de tejidos por medio de las células troncales (stem cells) (aunque se haya impuesto la incorrecta ver-sión de células-madre: ¡para una vez que traducimos!), la medicina tradicional renovada desde la raíz… En todo caso, es patente que asistimos al declive de la era industrial físico-química, iniciada por el Renacimiento y propulsada por la Ilustración. De su última etapa, la era nuclear, sólo son visi-bles sus restos en las centrales nu-cleares o los submarinos atómicos, para siempre vinculados con la contaminación. Con ella expira también lo que J. Rifkin (1999, 7) denomina la era de la “pirotecno-logía”, que se inició con el descu-brimiento y manejo del fuego, tan

elocuentemente refl ejado en el mito de Prometeo, mito fundador de Occidente. En su término, es-quilmados y despilfarrados los re-cursos energéticos no renovables, dañada gravemente la biosfera, nos encontramos en una crisis sin precedentes: agotamiento de las reservas, el calentamiento global y la destrucción acelerada de la di-versidad biológica.

Frente a esta crisis global ha reaccionado la humanidad con la confi guración y puesta en mar-cha del nuevo paradigma global de la biotecnología. Rifkin (1999) lo ha planteado como una “nueva Matrix operacional” formada por siete vigorosas cuer-das con cuyo entrelazamiento se forma la nueva maroma biotec-nológica, que abre paso igual-mente a una nueva era económi-ca y social y a una nueva cosmo-visión. Resumiré brevemente esos siete vectores, aunque recon-fi gurándolos en buena medida:

1. La investigación y técnicas de ingeniería genéticaDurante los últimos años del siglo xx se realizó en los laboratorios es-tadounidenses un arduo trabajo de secuenciación del genoma huma-no que culminó en febrero de 2001 (tres años antes de lo previs-to) con el mapeo completo del genoma humano (unos 30.000 genes), trabajo realizado de modo paralelo por un proyecto público (en el que se invirtieron más de 3.000 millones de dólares) y otro privado (Celera Genomics), con in-versión desconocida, pero sin duda superior, que realizó el trabajo en sólo tres años. El objetivo era el conocimiento individual detallado de cada gen y el pertinente replan-teamiento de la medicina sobre bases genéticas. Los resultados no

han sido tan espectaculares como las previsiones, aunque se comple-tó el conocimiento de las enferme-dades monogenéticas; pero el acento ha pasado ahora a la in-mensa tarea de estudiar las interac-ciones entre genes, por un lado, y entre genes y entorno ambiental, (epigénesis) por otro, tarea calcula-da para más de un siglo.

De modo simultáneo, la inge-niería del ADN recombinante se ha perfeccionado y constituye la base de una fl oreciente industria con productos que rompen las fronteras interespecífi cas. La revo-lución biotecnológica llega a todos los campos tradicionales: la mine-ría, la producción de energía, la industria textil, la agricultura (plantas y animales transgénicos), los productos farmacéuticos, las nanotecnologías… Y, asimismo, la ingeniería de tejidos y órganos humanos para los trasplantes y el ADN sintético. Estamos ante la nueva alquimia que persigue el oro de la mejor efi ciencia intra-e interespecies. Pero es obvio que en esta transformación, que al-canza incluso a la herencia gené-tica, los riesgos que se asumen son extremos, por lo que las cau-telas morales y legales han de ac-tivarse al máximo.

2. El escándalo de las patentes vitalesLas enormes inversiones realizadas en los programas de investigación biotecnológica y la avidez poscapi-talista que impregna estos trabajos hicieron inevitable que se planteara de inmediato patentar los descubri-mientos. Ello es más comprensible en las aplicaciones transgénicas de plantas y animales; pero la carrera vertiginosa para obtener las paten-tes incluye también los tratamientos

médicos y la misma estructura ge-nética humana, a pesar de que los seres vivos no son patentables. Úni-camente la investigación del geno-ma humano quedó exenta, en prin-cipio. Pero entonces comenzó la presión sobre el legislativo estado-unidense para que aprobara excep-ciones. Como es sabido, todo aspi-rante a una patente ha de demostrar que su invención supone “algo nue-vo, no obvio y útil”. La discusión se desplazó entonces sobre la primera condición: ¿Son realmente nuevos los descubrimientos biotecnológi-cos o son meros descubrimientos en la naturaleza para cambiar la na-turaleza? Ciertamente, no parece exigible entender “nuevo” en senti-do de creación, por lo que muchos productos de la ingeniería genética han de considerarse realmente como nuevos. La cuestión ha de desplazarse a otro punto: ¿Es huma-na o inhumana una metodología como la de las patentes biotecnoló-gicas, en especial las que se aplican directa o indirectamente a trata-mientos médicos, dado que la exis-tencia de patentes puede hasta quintuplicar su coste?

Esta política de patentes ame-naza con ser el nuevo biocolonialis-mo. Y esta actitud es más repelente por el hecho de que durante las últimas décadas las grandes multi-nacionales han estado explotando sistemáticamente las reservas vege-tales y animales del Tercer Mundo y sus aplicaciones alimenticias y farmacéuticas, sin excluir los mis-mos tratamientos medicinales tradi-cionales en busca de sus principios activos. Ha sido –y todavía es– una gran operación de biopiratería, que ahora se quiere patentar rechazan-do incluso las más moderadas soli-citudes de indemnización o com-pensación por parte de los países depauperados. Aquí entran en jue-

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go, además de la decencia moral, los derechos humanos y el mismo derecho internacional.

El precedente del estatuto de la Antárdida ofrece alguna esperanza a la exigencia casi universal de que todas las investigaciones y aplicacio-nes con genes constituyan un fondo común de toda la humanidad. Y los centros universitarios de investiga-ción, pese a sus conexiones empre-sariales (en fi nanciación y en pues-tos directivos), deberían observar al respecto una conducta inequívoca. En Estados Unidos, el mayor con-trapeso a la política de biopatentes ha sido realizado por la Foundation on Economic Trends (una federa-ción de asociaciones privadas). Pese a todo, la política de marcar excep-ciones se expande más y más ante un público crecientemente com-prensivo con los rendimientos de la inversión realizada. En Europa, el Parlamento Europeo prohibió en 1995 las biopatentes, pero sólo dos años después, ante la presión de las multinacionales europeas, suavizó notablemente la prohibición, de-jando un amplio margen a la políti-ca de cada Estado miembro (que el Reino Unido ha llevado rápida-mente al nivel estadounidense).

3. La irrupción de los trans-génicos, junto a la globalización de la producción y del comercio, puede destrozar los ecosistemas y revoluciona traumáticamente los mercadosEsta tercera cuerda viene a tensar la gran maroma biotecnológica en sentido espacial: ningún pueblo y ninguna especie vegetal o animal puede permanecer al margen. Pue-de hablarse ya de “polución gené-tica”, que viene a sumarse a la quí-mica y nuclear, con efectos nocivos de más largo alcance y de más di-fícil corrección. De este modo, lo que se anunciaba como una “revo-lución verde” y un “segundo géne-sis” que iba a terminar con el ham-bre y la escasez (alimenticia y de materias primas, productos farma-céuticos, etcétera) ofrece, por aho-ra, el espectáculo de grandes mul-tinacionales que colonizan ávida-mente el mundo en su exclusivo –y excluyente– benefi cio. El pro-blema de los alimentos transgénicos no es tanto de los consumidores

como del medio ecológico, pero ni su problemática se ha esclarecido enteramente ni su uso está bien regulado.

No sería justo, sin embargo, ignorar los benefi cios ya obtenidos de esta revolución verde ni los in-tentos ya realizados para regular la producción y el mercado. Pero la aprobación previa de protocolos muy detallados y la normativa mundial de regulación es tan insu-fi ciente como poco efectiva, pues no existe una autoridad mundial que pueda exigirla por igual en to-das partes. Y la ruptura de los eco-sistemas, atendiendo meramente al benefi cio inmediato, puede traer consecuencias imprevisibles, dan-do paso a la llamada “ruleta ecoló-gica”. Sin una visión ecológica global no es posible calcular los efectos a medio y largo plazo. Los científi cos y las multinacionales biotecnológicas tienden a tratar las alteraciones genéticas como si fue-sen moléculas químicas, sin tener en cuenta sufi cientemente su ca-pacidad de seres vivos que conti-núan evolucionando e interactúan con el entorno. Los ejemplos se han multiplicado.

La presión social y política de las sociedades ecologistas de todo el mundo han conseguido que se generalice la exigencia, no ya sólo del protocolo detallado de la apli-cación prevista, sino también de un test sobre el terreno, esto es, una evaluación de la aplicación real, aunque en tiempo y espacio limitados. Ha sido un avance in-dudable, pero resulta todavía in-sufi ciente porque es imposible captar los efectos no inmediatos de la aplicación. Debería irse al equivalente del informe de im-pacto ambiental con todo el rigor científi co, y por mucho que se impacienten las multinacionales por el quebranto que sufren sus negocios. De lo contrario, pode-mos estar sembrando de bombas biológicas la biosfera, cuya actua-ción silenciosa puede ser más fatal que la de las bombas bacteriológi-cas de uso militar.

4. La promesa de una civilización eugénicaLa culminación del mapeo del genoma humano ha relanzado las

investigaciones y aplicaciones de terapia génica tanto a nivel somá-tico como a nivel germinal (aun-que estas últimas están ofi cial-mente prohibidas mediante una moratoria). Pero, sobre todo, ha sido la señal de salida para una inmensa carrera científi ca e inge-nieril para poner a punto nuevas técnicas de reproducción eugené-tica que incluyen la alteración de la herencia genética humana por vía negativa (eliminación de genes nocivos) y por vía positiva (mejo-ra genética). Las técnicas de clo-nación de embriones, en princi-pio para fi nes terapéuticos, por un lado, y el cultivo en laborato-rio de líneas celulares específi cas a partir de las células madre, por otro, prometen revolucionar por completo no sólo las técnicas de xenotrasplantes, sino de toda la medicina en general, que tenderá a ser cada vez más medicina pre-ventiva y autorregenerativa.

No hay que perder de vista que la eugenesia es una arraigada pro-pensión humana. Dejando de lado los numerosos precedentes históricos, las propuestas eugené-ticas fueron conocidas a través de los burdos intentos nazis, pero so-lemos olvidarnos de que propues-tas similares se venían planteando en todo el mundo civilizado, en especial en Estados Unidos, desde principios del siglo xx, encamina-das a acabar con los vicios perso-nales y sociales. Su utilización por los nazis tuvo el efecto de una va-cuna de efecto fulminante.

Naturalmente, la promesa eu-genética se apoya hoy en funda-mentos científi cos mucho más contrastados y, aunque suponen un peligro innegable en el hori-zonte, también prometen efectos muy benefi ciosos desde el punto de vista médico y para la calidad de vida. La técnica del ADN re-combinante ha sido progresiva-mente abandonada por otras tera-pias génicas más seguras y directas. Se trata, en principio, de alterar o suprimir el gen defectuoso o inclu-so de insertar un gen sano. Claro es que las enfermedades monoge-néticas son relativamente pocas, pero eran incurables. El problema se complica considerablemente si la actuación es en la línea germinal

y no ya sólo en la somática (que no tiene efectos hereditarios). Aquí interviene el factor riesgo: si la ac-tuación en la línea germinal (es-perma, óvulo, embrión) es equivo-cada, la descendencia heredará el problema. El riesgo resulta disua-sorio. Y es que, además, las técni-cas de terapia génica germinal han de mejorar todavía considerable-mente para poder considerarlas seguras. Y las de terapia somática dependen demasiado del factor azar para tener éxito. Es más, se han producido varios fallecimien-tos como consecuencia de aplica-ciones imprudentes de estas técni-cas, que se han conocido pese al secretismo en que se realizan.

Otra línea eugenética mucho más prometedora es el test prena-tal, que puede realizarse cada vez a una edad más temprana (incluso en las mismas células germinales). Un gran número de enfermedades pueden detectarse y curarse por simple remoción del gen o genes defectuosos. Las incurables sitúan a los padres ante un doloroso dile-ma: ellos han de decidir si aceptan dar a luz a un enfermo con una dolorosa existencia por delante o si optan por el aborto eugenético. No es algo tan nuevo, pues ya la naturaleza opta del mismo modo: en efecto, en numerosos abortos espontáneos ha podido detectarse alguna anormalidad grave. De ahí la importancia creciente de la fer-tilización en probeta, ya que per-mite el test preconceptivo o em-brional, previo a su implantación en el útero. Siguiendo la misma línea de eugenesia preventiva, cada vez serán más frecuentes los casos de parejas que se sometan al test eugenético previo para conocer el grado de compatibilidad de sus respectivos caudales hereditarios. Algo muy normal y responsable si se considera que la opción actual es someterse a la lotería de la repro-ducción sexual. Es más, es previsi-ble que la presión gubernamental y social se reforzará sobre las pare-jas que decidan su paternidad al modo tradicional, responsabilizán-doles en caso de enfermedades he-reditarias.

Y por esta pendiente deslizan-te… ¿por qué no aceptar la euge-nesia positiva, esto es, añadir al test

JOSÉ RUBIO CARRACEDO

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genético preconceptivo otro test genético de mejora, mediante el cual se estudia en cada caso la in-troducción de genes de mejora de sus potencialidades innatas? Ante todo, porque se trata de otra lógica muy diferente a la eugenesia nega-tiva, en la que se trata de mejorar los mismos métodos de los que se sirve la naturaleza. En la eugenesia positiva se trata ya de una inter-vención artifi cial que, además, se realizaría sin los conocimientos mínimos sobre sus efectos inme-diatos y sus consecuencias más le-janas. Sería un jugar a dios entera-mente irresponsable, en el que, además, no puede obtenerse el consentimiento del único que po-dría darlo: el nuevo ser. Y ¿cómo podría responder al derecho hu-mano de recibir intacta la herencia genética? Por tanto, la eugenesia negativa no presenta problema (hasta resulta obligada), pero sí la positiva, sin que pueda preverse un cambio en el futuro.

Otro capítulo emparentado, y que ha causado enorme alarma so-cial, es el de la clonación humana, una vez realizada con éxito en nu-merosas especies animales (aunque se ha mostrado extrañamente re-belde en algunas, como los prima-tes). La clonación animal ofrece numerosas promesas, pero todavía no se ha experimentado sufi ciente-mente en sus consecuencias. La clonación humana queda ya en puertas como un hecho que fatal-mente acontecerá cuando la pre-sión social disminuya. Por el mo-mento, sólo se plantea abierta-mente con fi nes terapéuticos de trascendencia en dos campos: el de los autotrasplantes y el de la ob-tención de células madre (descu-biertas a fi nales de 1998 por Gear-hart y Th omas de modo indepen-diente). Esta última aplicación es la más discutida, sobre todo por-que parece innecesario por dos ra-zones: porque ya se han descubier-to células madre en casi todos los órganos humanos adultos, con igual o similar aptitud básica que las embrionarias para desarrollar líneas celulares específi cas, y, se-gunda, porque existen sufi cientes embriones sobrantes de la fertiliza-ción en probeta que pueden ser cedidas por sus propietarios para

dichos fi nes (y estos embriones sí cumplen con el requisito de digni-dad humana, porque fueron crea-dos para su implantación y por-que, al ser sobrantes, su uso alter-nativo después de ciertos años de crioconservación es el de ser des-truidos). La clonación de embrio-nes para fi nes terapéuticos, por tanto, sólo podrá justifi carse mo-ralmente si se demuestra que sus ventajas para evitar el rechazo son incuestionables. Y éste parece ser el caso. De lo contrario, aunque los embriones no sean personas (seres racionales) ni seres humanos en sentido estricto, no dejan de ser algo humano, con su dignidad in-herente, por lo que su creación sólo podría justifi carse por razones graves (al igual que acontece con el aborto; Rubio Carracedo, J., 2005).

El cultivo en laboratorio de lí-neas celulares específi cas a partir de la total, o casi total polivalencia de las células madre, embrionarias o adultas, se impone cada vez más claramente como el futuro más próximo y revolucionario de la medicina, el único por ahora que promete terminar por autorrege-neración con las peores enferme-dades que nos afectan. Y esta vez, casi por excepción, se trata de una investigación-aplicación sin secue-las: el tratamiento tendrá éxito o no, pero no empeorará en ningún caso la situación del paciente ni de sus allegados. Reino Unido y Sue-cia han sido los primeros en Euro-pa en abrir legalmente este campo, aunque se espera que en muy bre-ve plazo los demás Estados les se-cunden.

5. El triunfo de lo genético sobre lo ambientalPara una mayoría de científi cos y pensadores se ha realizado ya el gran desafío que supuso la socio-biología (Wilson) y su apuesta por los factores hereditarios como los más relevantes para el estudio de la sociedad frente a los factores am-bientales: educación, medio am-biente, política… Ello supone no sólo un cambio de fi losofía, sino también un replanteamiento radi-cal de las políticas de la salud y del trabajo. Pero todo indica que nos encontramos ante una sobrevalo-

ración unilateral de lo genético a expensas de la acción del entorno, cuando la realidad es que ambas fuerzas marchan inextricablemen-te asociadas y con acción comple-mentaria. Eso sí, el geneticismo actual responde, según la ley del péndulo, a una larga época de sig-no socializante en la que todo se fi aba al poder de la socialización y del entorno. Sólo Wilson (On Hu-man Nature, 1978) y la sociobio-logía remaron contracorriente.

Ciertamente, en los años no-venta se multiplicaron las investi-gaciones en las que se demostraba un condicionamiento genético de cualidades y hábitos hasta enton-ces considerados fruto de la socia-lización. Ello alentó la ola de gene-ticismo que hacía de la herencia la protagonista de todos los supues-tos. Pero se olvidaba que el condi-cionamiento genético puede supo-ner como mucho un 50%, siendo el resto producto de su interrela-ción con otros genes, con la epigé-nesis y con el mismo entorno. De ahí que el eslogan geneticista “so-mos nuestros genes” sea una dis-torsión fl agrante de la realidad. Como dice S. Newman (1989), los genes “son una lista de ingre-dientes, no un receta para sus inte-racciones”. Lo cual no impide que ciertas enfermedades tengan altas correlaciones raciales. Pero nunca podrán ofrecer una base real para la discriminación genética, y me-nos para el movimiento de los de-rechos genéticos, que pretenden es-tablecer una superioridad racial y justifi car una serie de medidas so-cialmente profi lácticas. La unión complementaria de eugenesia ne-gativa y socialización seguirá sien-do el más seguro motor de la cali-dad de vida.

6. Simbiosis entre revolución biotecnológica y revolución in-formáticaEl inmenso despliegue conseguido por la era biotecnológica no hu-biera sido posible sin la colabora-ción de otra revolución de carácter tecnológico que le ha estado siem-pre asociada y que ahora confl uye en la bioinformática. Ésta es la sex-ta cuerda de la maroma biotecno-lógica. El ejemplo más patente es la realización del proyecto Geno-

ma Humano, que hubiera sido impensable sin el apoyo de la inge-niería y los programas informáti-cos más avanzados (la llamada “máquina secuenciadora de genes” automática, que trabaja 60 veces más rápida que las precedentes).

No es preciso insistir en que la era Gutenberg ha terminado cuando hasta los notarios trabajan ya con ordenador. En la era indus-trial la escritura cumplió un papel de apoyo similar. Pero es que la era biotecnológica es también, e inseparablemente, la era informá-tica, pues ambas está vinculadas por una relación simbiótica, en muchos aspectos semejante a la relación mente-cerebro. No es sólo que permita un caudal de in-formación casi inconcebible; es que trabaja cibernéticamente, de forma integrada y compleja espe-cialmente apta para descifrar códi-gos y programas cifrados como son los genéticos. Y, como se ha-bía previsto desde hace tiempo, la unión de genética y cibernética ha culminado en la bioinformática, en la que trabajan asociadas las grandes empresas informáticas y varias multinacionales biotecnoló-gicas. Según las previsiones, los ordenadores bioinformáticos esta-rán capacitados para pensar (artifi -cialmente, claro está), de modo que podrán resolver los complejos problemas de la interacción de los genes entre sí y con el medio; algo que, de otro modo, estaría fuera del alcance de la mente humana. En el horizonte está ya el llamado “ordenador molecular”, ideado por L. Adelman en 1994 y realiza-do por R. Lipton: un ordenador que utiliza ADN en lugar de sili-cio y que, además, llegará a traba-jar un millón de veces más rápido que los ordenadores convenciona-les más avanzados.

7. Tras la teoría darwiniana de la evolución, la teoría de la re-latividad y la física cuántica, una nueva cosmovisión evolu-cionaria y cambiante Como es bien conocido, la cos-movisión antropomórfi ca sufrió a fi nales del siglo xix tres fuertes reveses: el rey de la creación, que la gobernaba racionalmente, se encontró rebajado con la teoría de

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la evolución (Darwin), que le vin-culaba estrechamente con las de-más especies, de las que el creacio-nismo judeocristiano le había distinguido por esencia; y sus atri-butos máximos de razón y liber-tad se encontraron fuertemente condicionados por las relaciones de producción (Marx) y por la acción del inconsciente libidinoso (Freud). Durante el siglo xx la fi -losofía y la ciencia devolvieron al hombre una parte importante de su dominio sobre la naturaleza, en especial con la teoría de la rela-tividad (Einstein) y con la física nuclear. Pero las guerras mundia-les arruinaron su prestigio. Sola-mente durante el último tercio el antropocentrismo se ha recupera-do gracias a la revolución biotec-nológica.

En efecto, el nuevo retorno de la naturaleza, que abre sus secretos genéticos y se presta a ser manipu-lada ingenierilmente por el hom-bre, permite un nuevo antropo-morfi smo de la biosfera, permi-tiéndole recuperar su papel de co-creador y director de la evolución. Este ardor genesiaco es la nueva amenaza que se ciñe sobre la bios-fera, porque el hombre ha demos-trado en la historia que no sólo tropieza dos veces en la misma pie-dra, sino que el tamaño de sus amenazas a la biosfera crece conti-nuamente con su poder científi co y tecnológico, al igual que su capa-cidad de autodestrucción, de la que sólo suele hacerse consciente demasiado tarde.

Mientras tanto, los poderes pú-blicos democráticos se muestran demasiado condicionados por los poderes fácticos, si no ya en franca connivencia. La batalla moral fren-te a los excesos de la biotecnología se apoya casi enteramente en las asociaciones y las iniciativas priva-das. Fuera de algunas minorías, tampoco los científi cos (demasia-do adheridos, con frecuencia, a las empresas) e intelectuales apoyan sufi cientemente. Y, mientras tanto, se difunde por doquier una actitud posmoderna autocomplaciente e insolidaria que justifi ca el indivi-dualismo (dado que no hay leyes ni normas estables) y el “sálvese quien pueda”, en un mundo siem-pre cambiante. ¿Será sufi ciente el

esfuerzo bioético y ecoético para recuperar la racionalidad y la soli-daridad biotecnológica?

Ética de la investigación y de las aplicaciones biotecnológicasEn términos generales, no puede negarse que la ética tradicional ha quedado desbordada por la inves-tigación y las aplicaciones biotec-nológicas. Dos han sido los facto-res responsables de tal fracaso ge-nérico, ejemplifi cado en los comi-tés de ética y en numerosas publi-caciones de talante inquisitorial: a) la excesiva contaminación de la ética clásica por enfoques de ín-dole religiosa, impropias de una ética civil; b) por su excesiva fi ja-ción sobre concepciones fi losófi -cas ya periclitadas (Gafo, 1993, 220). En este sentido es innegable que la revolución biotecnológica ha sido un duro banco de pruebas para testar la solidez de nuestros criterios morales. Baste recordar entre los numerosos patinazos re-cientes la pestilente oposición doctrinaria contra la fertilización en probeta cuando hoy resulta ya el método más recomendable. In-tentaré ofrecer brevemente algu-nos criterios orientadores:

1. La investigación científi ca li-bre es un derecho humano reco-nocido en cuanto derivado di-rectamente de la libertad de pensamiento Ello implica que no pueden plan-teársele impedimentos externos de ningún tipo. Ahora bien, nin-gún derecho humano es absoluto, sino que forma parte siempre de un sistema de derechos que se au-tolimitan o se condicionan en su aplicación. Es decir, ningún dere-cho humano puede violar o limi-tar directamente otro derecho humano, sino que ha de armoni-zarse con los demás derechos y con los derechos de los demás. Si se produce tal intromisión habrá que revisar a fondo el origen de la misma, que casi siempre se en-cuentra en un exceso en la aplica-ción de uno de los derechos.

En algunos casos, la especial trascendencia de la actividad científi co-técnica puede aconse-jar, y hasta imponer moratorias

en la misma, hasta conocer mejor las consecuencias. Así sucedió en 1975 en la Conferencia de Asilo-mar, cuando un premio Nobel, Paul Berg, solicitó y obtuvo una pausa de 18 meses en la técnica del ADN recombinante (transfe-rencia a bacterias de genes cance-rígenos), además de establecer rigurosas barreras biológicas y fí-sicas en su aplicación. ¡Hay dere-cho a investigar, pero no a come-ter imprudencias temerarias! Al-gunas moratorias más se han ido produciendo, pero ¡siempre hay gorrones!, por lo que su efi cacia ha sido dudosa. En esta línea de autorregulación ha destacado la labor de S. Grisolía, organizador de varios congresos internaciona-les sobre la problemática ético-científi ca (Valencia, 1990) y jurí-dica (Bilbao, 1993) del proyecto Genoma Humano, así como so-bre la terapia génica (Valencia, 1994). Las regulaciones legales suelen llegar tarde, además de ser incompletas y en buena medida inefi caces.

En realidad, toda investigación-aplicación entraña una esperanza y un riesgo, por lo que ambos son indisociables. Ahora bien, el riesgo ha de ser calculado, por lo que toda investigación ha de autorre-gularse en base al criterio general de solidaridad responsable con el presente y el futuro de la humani-dad y de toda la biosfera (Principio de Sostenibilidad). La exigencia bioética y ecoética no viene de fue-ra, sino de dentro de la investiga-ción-aplicación. El problema no es tanto la investigación como las ac-tuales condiciones sociales en las que se realiza:

a) Carrera desaforada de compe-titividad entre científi cos en pos del prestigio que les lleve al Pre-mio Nobel y al suculento contra-to subsiguiente; obviamente, es legítimo aspirar a ser el primero que descubre X… Pero ese ser el primero está sobrestimado por la sociedad actual, que se hace así corresponsable de muchos exce-sos, porque ser el primero se con-funde con ser el mejor.

b) Fuerte presión instrumentali-zadora de la misma (“investigación

es poder”) por parte de las empre-sas multinacionales patrocinado-ras, que exigen resultados inme-diatos para adelantarse a sus com-petidoras.

c) Cierto componente ‘fáustico’ de muchos científi cos en quienes re-suena insistentemente la tentación bíblica del “seréis como dioses”, acentuado ahora por la ingeniería genética. Una variante del mismo es la cuasiprofecía autocumplidora de que lo que es técnicamente po-sible termina por realizarse. Y otra el cuasifatalismo del “plano incli-nado” (Slippery Slope), que J. Rif-kin ha aplicado especialmente a la manipulación genética humana: cuando se realiza la acción X como primer paso (legítimo) es casi in-evitable que se realice el siguiente (aunque sea ilegítimo), porque una cosa lleva a la otra y porque “ya no hay un lugar lógico donde detenerse”, lo que es claramente una falacia: si decimos que la clo-nación terapéutica llevará a la clo-nación reproductiva nos referimos a las condiciones sociales de la in-vestigación (razón sociológica), no a que la lógica de una y de otra sea la misma (razón lógica).

2. La bioética y la ecoética reno-vadas han de contribuir decisi-vamente a la autorregulación de la investigación-aplicación bio-tecnológicaPara comprenderlo sólo es preci-so considerar que tanto la bioéti-ca como la ecoética renovadas forman parte integrante de la misma investigación-aplicación, ya que, según la conocida expre-sión de Piaget, constituyen la ló-gica de la acción (“la lógica es la moral del pensamiento como la ética es la lógica de la acción”). Se trata, pues, de formular los crite-rios que inspiran esa lógica de la acción. Y la realidad es que los grandes principios de la ética clá-sica, si son correctamente enten-didos y aplicados, mantienen su plena vigencia en la era biotecno-lógica. Tales principios son:

a) Principio de no-malefi cencia (primum non nocere), que prohíbe toda acción cuyo resultado es em-peorar la situación de alguien, lo

JOSÉ RUBIO CARRACEDO

65Nº 159 ■ CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA

que parece casi una obviedad, pero que resulta ser un criterio clarifi ca-dor y excluyente.

b) Principio de autonomía o res-peto por las personas y sus decisio-nes (dignidad humana), lo que conlleva la obligación de consenti-miento informado para toda ini-ciativa médica o biotécnica.

c) Principio de justicia (o de equidad) social y ambiental, que conlleva el respeto a los derechos de los demás y de los ecosistemas.

d) Principio de benefi cencia o responsabilidad social de la inves-tigación-aplicación en la correla-ción gastos-benefi cios, al menos en el sentido del principio de Pa-reto en su forma débil: que nadie sea perjudicado y se benefi cie a alguien.

Ahora bien, insisto en que la ética no sólo es autónoma (ética civil frente a cualquier otra intro-misión de religiones, tradiciones, convenciones…), sino que sus principios constituyen la lógica de la acción. Por eso mismo son in-ternos a la investigación-aplicación en la que intervienen al modo de guías o indicadores intrínsecos de su planteamiento y realización.

Pero hay que hacer referencia a una polémica presente en la bioé-tica actual entre los llamados “principialistas” y los autodenomi-nados “nueva casuística”. En sus formas radicales las dos tendencias son equivocadas: el principialismo, porque deviene moralismo, esto es, aplicación directa y abstracta de los principios morales sin atender al contexto ni a las reglas de aplica-ción; el nuevo casuismo, porque viene a repetir el error del viejo al pretender estudiar caso por caso con la ayuda de los precedentes reconocidos, según un método to-mado del modelo jurídico que no ofrece la certeza moral requerible. Además, ambas formas radicales de bioética comparten un mismo vicio: se aplican desde fuera, como imposiciones de códigos externos preexistentes.

Las dos versiones moderadas correspondientes, en cambio, vie-nen a complementarse, ya que

cada una es débil en lo que la otra es fuerte (respectivamente, princi-pio contextualizado en el princi-pialismo, y reglas de aplicación en la nueva casuística). Pero, sobre todo, ambas pueden ser internas a la investigación-aplicación, for-mando parte de su mismo protocolo. Un ejemplo puede resultar esclare-cedor de esta tesis que considero fundamental (si la bioética no es interna a la investigación no es bio-ética sino moralismo). Suponga-mos que un equipo investigador desea realizar un proyecto de euge-nesia positiva humana consistente en potenciar al máximo la capaci-dad calculadora de un embrión. El equipo ha de considerar, en primer lugar: pese a los experimentos rea-lizados con animales, en el estado actual de nuestros conocimientos y técnicas, ¿podemos garantizar que no va a resultar un perjuicio? Aun en caso positivo, ¿tenemos certeza de que el individuo que nacerá con excepcional capacidad de cálculo estará conforme con tal mejora rea-lizada sin su consentimiento (el de los padres no sería válido)?

Todavía más: con estas mejoras por especialización (las únicas que parecen posibles en el futuro próxi-mo), ¿no estaremos desequilibran-do un sistema cerebral fruto de millones de años de evolución? Y, por otra parte, con la eugenesia po-sitiva, ¿no estaremos potenciando una división de clases por talentos especializados, que vendrá a au-mentar el ya demasiado ancho caudal de las discriminaciones, tanto más cuanto que tales trata-mientos resultarán muy costosos y, por tanto, sólo al alcance de unos pocos? Como se puede comprobar, los cuatro principios bioéticos ac-túan desde dentro de la investiga-ción, como exigencias mismas del protocolo que habrá de aprobar previamente el Comité de Ética o el Consejo Nacional de Sanidad.

Otra distinción comienza a ba-rajarse actualmente por algunos bioéticos y numerosos científi cos: ciertos procedimientos de la bio-tecnología pueden ser imprudentes sin ser por ello inmorales. La dis-tinción puede parecer esclarecedo-ra a primera vista, sobre todo en el ámbito de la vida cotidiana; pero considerada atentamente en el

ámbito de la biotecnología, la dis-tinción aparece como irrelevante, porque lo que es imprudente es, por la misma razón, también in-moral. Una conocida distinción procedente de la teoría de la deci-sión racional puede confi rmarlo: se emprende una investigación-aplicación bajo riesgo cuando se controlan todos los factores inter-vinientes excepto uno, que, no obstante, puede ser razonable-mente calculado, pese a lo cual subsiste algún riesgo, pero bajo control, y el despejarlo es el senti-do mismo de la investigación (in-vestigar–aplicar sin riesgo es casi una tautología y sólo puede tener un sentido clarifi cador de lo ya conocido) Se emprende, en cam-bio, bajo incertidumbre cuando no se controlan dos o más de los fac-tores que intervienen. En el pri-mer caso podemos hablar de ac-tuación prudente y moral, mien-tras que en el segundo es patente la posición de imprudencia y de inmoralidad, porque es una teme-ridad científi co-ética. En el fondo, esta distinción propuesta entre prudencia y bioética es fruto de la periclitada concepción de la ética como exógena a la investigación-aplicación: la prudencia como condición interna y la moral como control externo. Pero, desde el en-foque endógeno de la bioética, lo prudencial coincide con lo moral, y el distinguir ambos aspectos sólo crea confusión.

3. Un nuevo derecho humano: “derecho a heredar el patrimo-nio genético humano no altera-do artifi cialmente” (Parlamento Europeo, 1982)Otros prefi eren formularlo en tér-minos más imperativos: “principio de la protección del patrimonio genético humano”, lo que vetaría directamente todo intento de re-crear la especie humana y todo intento de producir híbridos inter-específi cos, quimeras y clones, así como la terapia génica en las célu-las germinales, aunque dejando paso a la terapia génica en las célu-las somáticas y a los tratamientos de eugenesia negativa. Queda a salvo igualmente el inmenso poder previsto de las células-madre en la medicina autorregenerativa, con

independencia del debate sobre su origen legítimo.

Pese a todo, son todavía nume-rosos los científi cos que continúan responsabilizando a las exigencias éticas y legales de los retrasos que se producen en la investigación-aplicación cuando muchos trata-mientos podrían ofrecer sensibles mejorías y hasta curaciones de do-lencias todavía inabordables. Ha-bría que examinar estas quejas una por una, dado el clima de múlti-ples presiones que sufren los inves-tigadores antes mencionados. Aunque es cierto que, en el pasado y en el presente, una bioética con-taminada con prejuicios religiosos inveterados sigue presentando una fuerte barrera social y legal a los avances biomédicos en una verda-dera guerra de trincheras: cuando pierden una, se hacen fuertes en la siguiente, y así hasta la próxima, ¡inasequibles al desaliento!

Un caso claro en favor de la in-vestigación biotecnológica es el del cultivo de líneas celulares específi -cas a partir de las células-madre, que sufre una regulación legal re-tardataria e incompleta cuando no existe debate científi co ni ético re-levante sobre su utilidad ni sobre su origen en el caso de las células madre adultas y en el de las em-brionarias procedentes de embrio-nes sobrantes de la FIV siempre que lo autoricen sus propietarios. El estatuto de las procedentes de embriones clonados al efecto no es tan claro, aunque es muy probable que cumpla la tercera forma del imperativo categórico kantiano: “Actúa de modo que trates a la hu-manidad, tanto en tu persona como en la de los demás, en todo caso, siempre como un fi n y nunca solamente (bloss) como un medio”. Es de notar que comúnmente esta formulación es entendida de for-ma todavía más rigurosa de lo que expresa, como si sólo se pudiera tomar a las personas como fi nes; la formulación kantiana es más rea-lista y se limita a exigir que las per-sonas no sean tratadas nunca sola-mente como medios, pero sí ad-mite que puedan ser tratadas con-junta e inseparablemente como medios y como fi nes.

En todo caso, como ya dejé apuntado, la clonación de pre–

BIOÉTICA Y BIOTECNOLOGÍA

66 CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA ■ Nº 159

embriones para fi nes terapéuticos no parecía, en principio, necesa-ria, dada la abundancia de pre-embriones sobrantes de la FIV, a no ser que se confi rmen –como parece ya indudable– las previ-siones relativas a su gran ventaja sobre las demás células troncales, embrionarias o adultas, para su-perar los problemas de rechazo en los trasplantes. En defi nitiva, nunca fueron creados con fi nes reproductivos y, por otra parte, no dejan de ser simples preem-briones, no viables como tales, por lo que su destrucción para obtener células troncales, a fi n de desarrollar a partir de las mismas líneas celulares específi cas desti-nadas, a su vez, a ser trasplanta-das en algún órgano enfermo del mismo donante (clonado), pare-ce claramente justifi cada desde el punto de vista médico y ético.

En cambio, parece claramente injustifi cable la queja de los que lamentan que el derecho huma-no a reproducirse se ve injusta-mente limitado por los prejuicios sociales contra la clonación, em-brionaria o adulta. Lo primero que hay que aclarar es que el de-recho humano a la reproducción no es absoluto, sino que ha de entenderse en condiciones nor-males o normalizadas (fecunda-ción en probeta, donación, ma-dres de alquiler). En el caso de la clonación adulta sería una auto-rreproducción (sólo aproximada, en realidad, dada la herencia mi-tocondrial y la epigénesis), que parece injustifi cada para siempre, porque la reproducción de los vertebrados es sexuada y el riesgo para el nuevo ser no cumple nin-guno de los principios morales. Parece más bien un capricho ex-travagante para millonarios me-galómanos que desean inmortali-zarse, aunque sólo sea aproxima-tivamente; y un capricho vano, porque lo más probable es que su clon muera con él, como sugiere el caso de la oveja Dolly.

ConclusiónLa era biotecnológica está en mar-cha y dominará en todos los aspec-tos el siglo xxi. Constituye un reto global y, como tal, está cargada de promesas y de peligros. Las pro-

mesas habrán de concretarse mu-cho más y los peligros pueden ser neutralizados mediante la autorre-gulación, esto es, por medio de la bioética en sus dos vertientes de “gen-ética” y de “eco-ética”. Pero la bioética, como fuerza social, ha de enfrentarse a rivales muy podero-sos que intentarán convertir la re-volución biotecnológica en un negocio global, dando con ello paso al mayor desafío histórico para la biosfera. Probablemente, a largo plazo se impondrá la bioéti-ca, como sucedió en la era nuclear, puesto que incluye la lógica de la biotecnología (porque es lo natu-ral)… A corto plazo, sin embargo, mi pronóstico no puede ser opti-mista. La hipótesis Gaia de Love-lock, según la cual la Tierra es un organismo vivo que sabe cuidar de sí misma, es cada vez menos plau-sible. Pero a largo plazo estoy segu-ro de que la bioética se impondrá porque constituye la lógica de la acción biotecnológica. El proble-ma es que, quizá para entonces, pueda ser ya demasiado tarde y la reparación de lo dañado resulte casi infi nita. ■

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[Una primera versión de este trabajo fue la ponencia del autor en el V Congreso Andaluz de Filosofía, Ética, política y de-sarrollo sostenible. Almonte, 10-12 de septiembre de 2004].

José Rubio Carracedo es catedrático en la Universidad de Málaga. Autor de Ciudadanos sin democracia. Nuevos ensa-yos sobre ciudadanía, ética y democracia.

L a idea de espacio público es-tá vinculada estrechamente con la realidad de la ciudad,

con los valores de la ciudadanía y con el horizonte de la civilización. Que la ciudad sea el lugar por ex-celencia de afi rmación del espacio público es una convicción que co-rrobora la historia del pensamien-to político –la invención del ágora democrática, la fi gura de las ciu-dades-Estado, la formación de la burguesía en las principales ciu-dades europeas, tal como lo han puesto de manifi esto, entre otros, Max Weber, Fernand Braudel, Claude Lefort y John Pocock–, pero también algo que se revela en nuestro vocabulario político, que tiende a confundirse con el concerniente a la ciudad. En grie-go, público quiere decir, de entra-da, expuesto a la mirada de la co-munidad, a su juicio y aproba-ción. El espacio público es el es-pacio cívico del bien común por contraposición al espacio privado de los intereses particulares. En latín, el término civis ha surgido directamente de civitas. La densi-dad de este campo semántico per-mite asegurar que la refl exión acerca de la ciudad constituye un instrumento muy apropiado para examinar las conquistas, los dra-mas y las posibilidades de la vida común. Es lógico que constituya una fuente metafórica de los prin-cipales conceptos del pensamien-to social y político.

En la ciudad se hace visible el pacto implícito que funda la ciu-dadanía. Las ciudades y sus luga-res públicos expresan muy bien la imagen que las sociedades tienen de sí mismas. La ciudad es una particular puesta en escena de las sociedades. En el modo de salu-darse, en los itinerarios que reali-zamos, en las relaciones de vecin-

dad o en el modo de urbanizar ese espacio es posible encontrar un elocuente resumen de nuestra manera de entendernos. La vida política está unida a formas de es-pacialidad. Hay una correspon-dencia estructural entre la dispo-sición física de las cosas en el or-den espacial y las prácticas políti-cas asociadas, entre el espacio físi-co y el espacio cívico. En una época en la que los condicionan-tes materiales han perdido su vie-jo prestigio determinista, es fre-cuente pensar que el debate pú-blico se constituye únicamente por la palabra y las acciones, mientras se minusvalora la impor-tancia del espacio físico, concreto y material en el que se desarrollan. Así como las palabras y las accio-nes generan un espacio público, también el espacio genera deter-minadas formas de la política. El ambiente urbano no sólo refl eja el orden social sino que constituye en realidad una gran parte de la existencia social y cultural. La so-ciedad es tanto constituida como representada por la construccio-nes y los espacios que crea.

Las ciudades que, por su for-ma y por el estilo de vida que promovieron, fueron catalizado-res de la modernización social, se encuentran sometidas desde ha-ce tiempo a una serie de procesos que ponen en cuestión su capa-cidad de promover la ciudada-nía. El gran interrogante que ta-les transformaciones plantean tiene que ver con el modo de pensar la urbanidad bajo las con-diciones de la globalización: has-ta qué punto puede hoy realizase en los nuevos espacios aquella relación entre ciudad y civiliza-ción de la que proceden nuestro concepto y las prácticas de la ciudadanía.

Un lugar para los extrañosLos sociólogos han defi nido siem-pre a la ciudad como un espacio para los extraños, el ámbito más apropiado para desarrollar una cultura de la diferencia. Desde Simmel y Bahrdt hasta Sennett, la ciudad se concibe como el lu-gar en el que han podido convivir diferentes modos de vida, cultu-ras y concepciones del mundo, a la vez que han llevado a cabo el intercambio más productivo que conocemos. Las ciudades son los lugares privilegiados de esa mez-cla que produce el desplazamien-to de los hombres y les expone a la combinación y la novedad. En la polifonía de la ciudad hemos adquirido los seres humanos la experiencia de la diversidad que ahora tenemos. Descartes amaba el ruido y la confusión de Amsterdam (1937, 757), la gran ciudad de la inmigración, donde no parece una casualidad que Spinoza y Locke hayan escrito las primeras teorías modernas de la democracia.

¿En qué consiste esa extrañeza de los habitantes de la ciudad y por qué se produce en ella esa he-terogeneidad tan acusada? De en-trada, es algo que está en función de su disposición espacial. La Escuela de Chicago estableció a comienzos del siglo xx tres carac-terísticas distintivas de la ciudad que ya se han convertido en un lugar común: heterogeneidad, espe-sor y gran tamaño. En la ciudad todos los elementos –habitantes, edifi cios y funciones– están en estrecha cercanía, “condenados”, por así decirlo, a la tolerancia re-cíproca. Esa obligación, con el curso de los siglos, ha conducido al conjunto de reglas que admira-mos como cultura histórica de la ciudad. El tamaño de su pobla-

ción, la densidad de sus edifi ca-ciones y la mezcla de los grupos y funciones sociales, la yuxtaposi-ción inabarcable de pobres y ricos, jóvenes y viejos, nativos y forá-neos, su composición intergene-racional, todo eso hace de la ciu-dad un lugar de comunicación, de división del trabajo, de expe-riencia de la diferencia, de con-fl icto e innovación frente a lo que Marx califi caba como la “idiotez de la vida del campo”. Esta hete-rogeneidad tiene mucho que ver con el hecho de que en la ciudad el espacio común, el vecindario, no es constituido intencional-mente, sino el resultado azaroso de la elección de muchas perso-nas. Los vecinos no tienen una herencia cultural común, ni nor-mas o valores compartidos (o si los tienen no es a causa de que sean vecinos). Tampoco tienen unas especiales obligaciones y de-rechos como vecinos. Por eso en la ciudad uno se sorprende cuan-do se encuentra con alguien co-nocido, al revés de lo que ocurre en los pueblos, donde lo normal es conocerse. En un pueblo, uno vuelve la cabeza cuando se cruza con un extraño. Lo que en un si-tio es sorprendente es lo habitual en el otro. Por eso uno se asombra cuando encuentra muchos cono-cidos en la ciudad y tiene la im-presión de vivir en el campo. Esto parece un pueblo, decimos enton-ces. El prototipo del ciudadano es el extraño, el extranjero; la ciudad es un conjunto de desconocidos, el espacio donde el encuentro con extraños se convierte en rutina, donde la proximidad física coexis-te con la distancia social.

Desde esta perspectiva se en-tiende por qué la ciudad ha sido siempre una promesa utópica de emancipación económica y polí-

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S O C I O L O G Í A

LA NUEVA URBANIDAD

DANIEL INNERARITY

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tica, el espacio propio de las liber-tades cívicas: desde el punto de vista civilizatorio era un lugar de emancipación frente a la amenaza de la naturaleza; desde el punto de vista político era un espacio de autogobierno; desde el punto de vista social era –pese a todas las tensiones y confl ictos– un lugar de integración; y desde el punto de vista cultural posibilitaba que el individuo se liberara de las coacciones del clan familiar y los controles sociales de las comuni-dades locales. Por eso las ciudades se convirtieron en el centro de la innovación y asumieron el protagonismo cultural y político en los procesos de moderniza-ción. La cultura urbana que fue formándose con el surgimiento de las ciudades es una mezcla es-pecífi ca de estructuras sociales, políticas y económicas. En ella se prefi guró, con todas sus grande-zas y miserias, la sociedad bur-guesa, el ideal de ciudadanía, una libertad a la que se aspira contra la dependencia natural, la tiranía de la tribu, las limitaciones de la vida rural, el control del vecinda-rio o la estrechez de la supervi-vencia. Es posible existir sin la trama de la familia y del vecinda-rio. Esa ganancia de autonomía modifi ca decisivamente las forma de integración social. La ciudad era el lugar en el que uno se libe-

raba del vecindario y las formas de control social.

El crecimiento de las ciudades posibilitó sistemas de sociabilidad independientes del control direc-to propio de la vida rural. Las ciu-dades son lugares en los que los extraños se encuentran de manera regular, donde es posible que con-vivan quienes no se conocen, de manera que se produzca una co-munidad de los extraños (Lofl and, 1973). “La ciudad es el instru-mento de la vida impersonal, el molde en el cual se vuelve válida como experiencia social la diversi-dad y complejidad de personas, intereses y gustos” (Sennett 1996, 738). La ciudad nos protege de una idea demasiado selectiva del nosotros y tiende a desbordar las delimitaciones identitarias.

El documento que mejor ex-plica las consecuencias culturales de la vida de la ciudad tal vez sea el célebre escrito de Simmel de 1903, Die Gross-Städte und das Geistesleben, elaborado teniendo en cuenta el Berlín de la época. Lo que a Simmel le interesaba eran los efectos que la gran ciudad podía ejercer en la mentalidad y el comportamiento de sus habitan-tes. La gran ciudad era para él el espacio de la modernidad. A dife-rencia del tono pesimista de bue-na parte de sus contemporáneos, Simmel dirige una mirada más

bien elogiosa hacia la gran ciudad moderna. Pues bien, lo primero que advierte es que los encuentros en una gran ciudad son más bien impersonales y la comunicación funcional. A diferencia del pue-blo, donde todos se conocen entre sí y en todas sus dimensiones, los habitantes de la ciudad se relacio-nan en la parcialidad de sus fun-ciones. Los diferentes círculos de relación no se superponen: no co-inciden el círculo de los clientes con el de los amigos, ni el de los vecinos con el de los compañeros de trabajo. Las funciones estruc-turan y limitan las relaciones so-ciales. Uno desconoce a qué otros círculos pertenece aquel con el que se está relacionando. No sa-bemos dónde vive el camarero ni cuáles son las afi ciones del com-pañero de trabajo ni donde traba-ja el vecino. A diferencia de los habitantes del campo o la peque-ña ciudad, los contactos en la ciu-dad suelen ser segmentarios y li-mitados al ámbito del que se trate. Precisamente por eso las relacio-nes sociales entre los habitantes de la ciudad le parecen a Simmel es-pecialmente apropiadas para la integración de los foráneos. Dado que las relaciones están limitadas y son impersonales, no exigen co-nocer a la totalidad de la persona. La aceptación personal no es un presupuesto para el establecimien-

to de una relación funcional. No se vende a los amigos ni hace falta compartir los valores de nuestros vecinos para serlo. Por eso es posi-ble establecer una relación con muchas más personas que si se tuviera que aceptar a los otros en todos los aspectos de su persona-lidad. Y ésta es la razón por la que la gran ciudad constituye un espa-cio social para las diferencias aceptadas, donde los desconoci-dos y extraños se mueven con más facilidad que en los círculos socia-les cerrados de las pequeñas po-blaciones.

Otro de los clásicos de la so-ciología urbana, Hans-Paul Bahrdt (1996; 1998), estableció que lo propio de la gran ciudad era la polaridad de lo público y lo privado frente a la indistinción de ambos espacios que caracteriza a la vida rural. Las unidades peque-ñas, que favorecen la comunica-ción y la confi anza en la que se estabiliza la identidad, implican también control que limita el de-sarrollo individual. La urbanidad, por el contrario, promete precisa-mente la emancipación frente a los controles sociales. La ausencia de un sistema social que predeter-mine las relaciones de los indivi-duos es un presupuesto necesario para que se puedan afi rmar en su individualidad. La ciudad es el espacio donde resulta posible en-

Simmel y Sennett

LA NUEVA URBANIDAD

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contrarse con gente sin que esto conduzca necesariamente a abolir las fronteras de la intimidad. Hay una relación entre el deseo de for-talecer la esfera de la intimidad y las exigencias de un medio social más heterogéneo. Poder perma-necer anónimo es condición de libertad individual. El anonimato de las grandes ciudades abre la posibilidad al sujeto de poder em-pezar de nuevo la vida, porque nadie conoce a nadie completa-mente y tampoco nadie está obli-gado absolutamente por su pasa-do. Haciendo abstracción de la propia biografía, se puede recons-truir la identidad y cada uno pue-de decidir por sí mismo qué as-pecto de su propia personalidad desvela u oculta a los demás (Goff man, 1973). En este senti-do, cabe afi rmar que gracias a la urbanización, gracias a esa confi -guración de espacios públicos ur-banos, surge para los individuos una verdadera vida privada.

La libertad individual no es sólo posibilitada negativamente por la ausencia del control propio de las pequeñas comunidades, si-no también en la medida en que el mercado inaugura posibilidades para el despliegue de un modo de vida individualizado. Una co-nexión de este tipo había sido es-tablecida por Max Weber entre el mercado, contrapuesto a la eco-nomía cerra da de la autosufi cien-cia, y la ciudadanía como asocia-ción voluntaria de los individuos que se emancipan de su pertenen-cia a señores, comunidades o cla-nes, y se dotan de autogobierno (1956, 929). Simmel pone en re-lación este modo de vida con la economía que funciona en la gran ciudad, que es una economía de mercado en la que todas las dife-rencias cualitativas se reducen a un valor cuantitativo y la produc-ción es para el mercado, o sea, para un consumidor cualquiera. El carácter que Simmel asigna a la gran ciudad (indiferencia, distan-cia frente a los conciudadanos) sólo se lo puede permitir quien no esté en relación personal con ellos. La integración en el merca-do de trabajo es condición para la independencia económica. Quien lo ha conseguido ya no debe estar

fuertemente integrado en la red informal de relaciones de paren-tesco, vecindario y amistad para sobrevivir.

¿Qué tiene que ver el principio de heterogeneidad cívica con la economía de mercado? Pues que en el mercado, como en la gran ciudad, los contactos son selecti-vos y establecen una relación en-tre quienes en principio no se conocen ni necesitan conocerse más. No hace falta ser amigo del vendedor para comprarle sus pro-ductos ni confraternizar demasia-do con los vecinos. El mercado de la ciudad es un caso característico de lo que Bahrdt llamaba “inte-gración incompleta” (1998, 86) que posibilita los contactos entre desconocidos, que pone en rela-ción a los extraños y no exige su-primir esa extrañeza. Eso se debe a que en cada interacción sólo in-terviene un aspecto de la persona-lidad. A diferencia de las relacio-nes “totales” de la vida rural (uno se encuentra con su vecino, al mismo tiempo, en distintas fun-ciones: como cliente, familiar, compañero de trabajo y de ocio), las relaciones en la gran ciudad son funcionales y segmentarias. La mayor parte de las relaciones se establecen en virtud de una única función: como cliente pero no como amigo, como familiar con el que es preferible no tener negocios comunes… Aquí se con-tiene el principio de separación de las esferas sociales, central en los procesos de modernización.

El espacio público de la ciu-dad, que posibilita la individuali-zación y no suprime la heteroge-neidad, ofrece el panorama de una inusitada variedad, sobre to-do cuando se lo compara con otras formas de vida. Simmel co-mienza su sociología de la ciudad precisamente con una descripción de las impresiones sensibles que la gran ciudad deja sobre es especta-dor: “…el continuo amontona-miento de imágenes cambiantes, la rapidez con la que uno se dis-tancia de lo que acaba de ver, el carácter inesperado de las impre-siones que se nos imponen” (1993, 192). La ciudad es descrita como un espacio en el que nos asaltan una gran cantidad de im-

presiones cortas, intensas, cam-biantes y diversas, tanto más cuanto mayor es el número y la densidad de los habitantes. Una gran ciudad es un espacio en el que hay una gran cantidad de im-presiones que sólo pueden sopor-tarse gracias a la distancia, una actitud que resulta fundamental entender para hacerse cargo de en qué consiste la cultura urbana, que supone la capacidad de vivir con más seres humanos de los que uno conoce personalmente.

La individualización de las for-mas de vida y las posibilidades que ofrece el consumo conducen a una creciente heterogeneidad. En la ciudad se despliegan con el mismo derecho las formas de vida más contradictorias, hasta la ex-travagancia y el exotismo. Pues bien, del mismo modo que para soportar la exuberancia de impre-siones sensibles es necesario subir el umbral de afectación, la hetero-geneidad social formaliza en no-sotros esa distancia o relativa indi-ferencia que está en el origen de la urbanidad y que constituye para Simmel un preservativo de la vida espiritual frente a la violencia de la gran ciudad (1993, 193). Uno se rompería interiormente si reac-cionara frente a los múltiples con-tactos que se tienen en la gran ciudad como lo haría en un espa-cio más pequeño donde todos nos conocemos. La mayor parte de las normas de la gran ciudad sirven para el mantenimiento de la dis-tancia: no tener que saludar, no entrometerse en una conversa-ción, no tener que prestar dema-siada atención, son cosas que ha-cen soportable la cercanía espa-cial. Imaginémonos lo molesto e incluso ridículo que resulta el comportamiento inverso. La fun-ción de estas reglas consiste en controlar las relaciones no desea-das, en proteger la privacidad pro-pia y ajena. Goff man llamó “des-atención educada” a esa especie de ritual informal que organiza las interacciones difusas del espacio público y que convierte a la ciu-dad, según la definición de Montesquieu, en un lugar de rela-tiva y generalizada indiferencia.

Las mejores refl exiones acerca de la naturaleza de la gran ciudad

han tenido que hacer frente al mi-to de la proximidad que conside-raba el mal como alienación, im-personalidad, frialdad y se incapa-citaba para entender las ventajas liberadoras y culturales de la con-vivencia con extraños. Una de las grandes aportaciones de Simmel fue precisamente mostrar que lo que la crítica conservadora enten-día como anonimato, alienación, desinterés y decadencia era un presupuesto para el desarrollo in-dividual: lo que denominó Blassierheit, una actitud de desin-terés, indiferencia, insensibilidad de los sentidos frente a la conti-nua estimulación que ejerce sobre ellos la ciudad y sus habitantes. Se trataría de una especie de reserva o indolencia que no se afecta ni conmueve, que puede llegar in-cluso a una “ligera aversión” (Simmel 1993, 197). Podríamos llamar a esta actitud “liberalidad” que Stendhal entendió como la capacidad de no enfadarse por las manías de los demás. Bahrdt de-signaba a esta manera de proceder como una “tolerancia resignada”, que respeta la individualidad del otro también cuando no hay nin-guna esperanza de entenderle (1998, 164). La tolerancia urbana deja que cada uno sea feliz a su manera, sin recriminar su extraño modo de comportarse, y supone que hasta en la conducta más rara tiene que haber algo que la haga comprensible o, cuando esa supo-sición resulte muy difícil, decreta aquello de que hay gente para to-do. La liberalidad ciudadana im-plica que a los otros no hay que adoctrinarles ni obligarles a que se adapten; pueden ser otros sin pro-blema. Si algo defi ne la urbanidad es precisamente esa capacidad de relacionarse con extraños sin sen-tir la necesidad de reprocharles esa extrañeza o suprimirla. Ahora se comprenderá por qué este ám-bito de indiferencia favorece la integración de extraños.

Al mismo tiempo, la ciudad crea un espacio para la diferencia-ción de los estilos de vida, lo que a su vez es condición de la fuerza innovadora de su cultura. La dis-tancia que se cultiva en la vida urbana es algo que sirve no sola-mente para protegerse; también

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es presupuesto para el desarrollo de la personalidad, pues garantiza una cultura productiva de la dife-rencia. Puede que sea ésta una de las mejores defi niciones de la cul-tura: la posibilidad de que los hombres actúen juntos sin la compulsión de ser idénticos (Sennett, 1996, 563). Y tal vez sea esa diferencia consentida lo que explica la fuerza transforma-dora de la ciudad europea, ese lugar en el que surgió la burgue-sía, la sociedad civil, la comuni-dad de ciudadanos.

Miedo a la ciudadEstá claro que todas estas caracte-rísticas que destacan en la forma urbana de vivir no carecen de ambigüedades, algo que testimo-nia también la trágica historia de nuestras ciudades. Las esperanzas emancipatorias de la ciudad co-inciden con el riesgo de soledad, la desprotección y la incertidum-bre acerca del futuro. Por eso, el elogio de la ciudad ha ido siem-pre acompañado por su crítica más feroz. Sobre las ciudades se han contado una y otra vez histo-rias de decadencia. En el siglo xix, la historia más contada era la de una decadencia de las costum-bres y pérdida de orden en el no-madismo, el desarraigo y la ina-barcabilidad de la gran ciudad industrial; en el siglo xx, la crítica de la ciudad se formula como pérdida de la urbanidad por la construcción funcionalista de la ciudad. Con todo ello, se mezcla también una vieja tradición de desprecio a la ciudad, ideológica-mente recuperada en el siglo xx por Heidegger, Jünger o Spengler, que retoma el anterior rechazo a la civilización de muchos poetas románticos, el retorno a la vida campesina de Tolstoi o la huida hacia las tribus primitivas de Gaugin. En sus formas más ex-tremas adopta incluso el discurso que hacía de la ciudad el espacio de la corrupción y del artifi cio, por oposición a un campo erigi-do en conservador de la pureza natural y las buenas costumbres.

Del mismo modo que el espa-cio privado de la vivienda y la familia no sólo esconde una con-vivencia armónica, tampoco el

espacio público ha cumplido nunca su ideal normativo. Pensemos, por ejemplo, en el ideal de heterogeneidad y tole-rancia; lo que para Simmel en Berlín parecía una indiferencia emancipadora resultaba para Engels en Manchester una hipo-cresía segregadora (1970). La ciudad impulsa una individuali-zación positiva, en cuanto que inaugura la división del trabajo y una diferenciación de las posibi-lidades de consumo, pero tam-bién negativa, en la medida en que desarraiga a los individuos de sus tradiciones y controles socia-les. La versión más célebre de esta parte negativa la planteó Louis Wirth en 1938: la ciudad como aislamiento, masifi cación, segre-gación y desigualdad social (1974). Escribió esta crítica des-pués de la gran depresión de co-mienzos de los años treinta, tras la experiencia de la gran crimina-lidad de Chicago, centro enton-ces de la sociología americana y ciudad que había experimentado en las primeras décadas del siglo xx una gran inmigración. Precisamente la cuestión de la in-tegración social fue una de las grandes ocupaciones de la Escuela de Sociología de Chicago. Sociólogos como Burgess y Park describieron con toda su crudeza la ambivalencia de la urbaniza-ción: la ciudad es un espacio de individualización al que debemos la mayor productividad económi-ca y cultural, pero también un escenario donde se dan cita todas las patologías de la sociedad mo-derna. Para que la urbanidad se realice tiene que haber integración social, sin la cual la tolerancia está siempre a un paso de convertirse en prejuicio y segregación.

El caso americano es especial-mente ilustrativo de una polariza-ción ideológica más general. El conservadurismo adopta allí la forma, con todas las salvedades que haya que notar, de una aver-sión hacia la ciudad. Los republi-canos son los que mejor han he-redado el profundo escepticismo respecto a las posibilidades de la vida urbana que está fuertemente enraizado en la cultura america-na, principalmente en los medios

más tradicionales. Todo el pro-yecto de América –la utopía de una comunidad humana renova-da a partir de una ruptura con el pasado europeo– lleva desde sus comienzos rasgos antiurbanos. Las raíces de ese miedo a la cultu-ra urbana son muy diversas. Se pueden rastrear en la historia de las comunidades puritanas de Nueva Inglaterra o en el romanti-cismo rousseauniano que alimen-taba el conservadurismo de los pioneros. En cualquier caso, se trata de algo que vuelve una y otra vez, que reapa rece en la esce-na de la discusión pública o en las prácticas de gobierno como un carácter identitario.

Th omas Jeff erson, uno de los primeros presidentes de Estados Unidos, llevó a cabo una política fi scal que privilegiaba a los agri-cultores frente a los comerciantes con el objetivo de asegurar la au-tosufi ciencia del país. Defendió la compra de territorios más allá del Misisipí precisamente con el objetivo de asegurar la perviven-cia de la sociedad agraria. Su po-lítica respecto de los indios esta-ba pensada para convertir a los aborígenes en granjeros y hacer así de ellos unos buenos ameri-canos. Estaba convencido de que sólo la producción agraria y la vida en pequeñas comunidades rurales asegurarían la democracia en América. Cuando estuvo en París no dejó de apreciar los en-cantos de la capital francesa pero esa estancia también le llevó a la convicción de que “la vida en la ciudad es una pestilencia para la moral, la salud y la libertad del hombre”.

El escepticismo americano frente a las grandes ciudades se ha mantenido obstinadamente a lo largo del tiempo. La ciudad de Boston fue concebida por John Wintrop y Cotton Mather como una antítesis de Londres. El mo-vimiento religioso que tuvo lugar en 1730, conocido como el Great Awakening, se reveló precisamen-te contra la decadencia de las ciu-dades que, al aumentar el número de sus habitantes, ya no podían ser controladas por el clero. Este ideal de sociedad como comuni-dad abarcable y bajo control está

en el origen de la colonización del Oeste, que representaba la posibi-lidad de romper con el pasado, poner tierra por medio y volver a empezar, de escapar de la corrup-ción. Por eso, cuando en 1893 el historiador Frederick Jackson de-claró que se había terminado la colonización del territorio lo que dibujó fue más bien una imagen pesimista de la decadencia de América. El amplio espacio que era garantía de libertad y demo-cracia se había convertido en un bien escaso. A partir de entonces se esfumaban las posibilidades de colonizar y comenzaba la era de la densifi cación, es decir, del creci-miento y la mezcla.

El antagonismo ideológico también se traduce en el combate de los imaginarios urbanos, pues la idea de ciudad sintetiza muy bien el concepto de sociedad que está en juego. En el miedo conser-vador hacia la ciudad se hace visi-ble el rechazo del “otro”, ya sean los bebedores irlandeses que echa-ron a perder la moral puritana de Boston a principios del xviii o los negros, puertorriqueños, católicos y judíos que según Nixon apesta-ban en la ciudad de Nueva York y para la que se preguntaba –ironías de la historia– si no le habría lle-gado la hora de la destrucción. La antipatía hacia la ciudad surge siempre del sentimiento de que ella representa algo extraño, mix-to, amenazante, incontrolable. A todo lo cual se añade ahora el he-cho de que, en la era de la globa-lización, los grandes centros co-merciales del mundo como Nueva York, Londres, Tokio o Francfort son realidades extraterritoriales, que actúan más entre sí que con el resto del país, y sobre las que los Gobiernos nacionales ejercen un poder escaso.

Por supuesto que la vida urba-na es ambivalente, como lo es la ciudad. Una ciudad tiene que ofrecer orden y seguridad, pero también ha de permitir una cierta irregularidad. Las críticas a esa otra cara de la urbanidad (anoni-mato, indiferencia, aislamiento, caos) tienen razón en lo que de-nuncian, pero no la tienen cuan-do desconocen que lo que critican es al mismo tiempo presupuesto

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de las esperanzas que desde siem-pre se han vinculado con la vida ciudadana: que es un lugar donde se puede vivir la propia vida libre de los espesos controles de la vida rural, recomenzar la propia vida sin el peso agobiante de la propia biografía, un lugar de esperanza. Las posibilidades liberadoras de la vida urbana tienen que ver con esa cultura de liberalidad, com-plejidad, hibridación, diversidad, emancipación, comunicación, hospitalidad. La ciudad ha consti-tuido siempre un lugar de sorpre-sas y polifonía frente al espacio homogéneo y controlable que al-gunos imaginan encontrar toda-vía en una idealizada vida rural.

Los seres humanos dirigen a la ciudad exigencias contradictorias. Tiene que ser patria y máquina, lugar de anonimato y de identifi -cación, debe proteger y posibili-tar, ha de ser espacio de indiferen-cia y de reconocimiento. En una ciudad no hace falta tener una va-ca para beber leche ni ir a la fuen-te para beber agua ni hay que vi-gilar el fuego ni ocuparse perso-nalmente de los niños y los ancia-nos. La gran ciudad es un lugar en el que se organiza la responsa-bilidad; un lugar de anonimato y de libertad frente a los controles sociales. Pero también queremos que sea un lugar de identifi cación y reconocimiento. Todo ello con-tiene también una amenaza: per-der los vínculos, quedar aislado, destruir los presupuestos naturales de la vida. Esto es así porque no hay manera de ofrecer una ima-gen de la ciudad que no sea con-tradictoria. La urbanidad ha de pensarse en categorías contradic-torias y se realiza en el movimien-to de sus contradicciones: entre el orden y el caos, entre lo público y lo privado, entre la indiferencia y el compromiso ciudadano, entre alienación e identifi cación.

Las transformaciones urbanasEn su célebre ensayo sobre la ciu-dad, Simmel asociaba la urbani-dad con una determinada forma de la ciudad. Esta imagen contie-ne tres elementos formales: cen-tralidad, es decir, una articulación urbanística y funcional entre cen-tro y periferia; contraposición

respecto del campo, del que se distinguiría con claridad; mezcla funcional y social, o sea, una yuxtaposición de viviendas, ne-gocios, empresas, cafés, lugares de ocio, pobres y ricos, jóvenes y viejos, en un espacio limitado. Me gustaría tomar pie en estas tres características para plantear la cuestión acerca de si las actua-les transformaciones urbanas su-ponen o no el fi n de la ciudad, al menos en la forma que hasta ahora conocemos.

En el año 1996 tuvo lugar en Bremen un congreso bajo el título La desaparición de las ciudades (Krämer-Badoni/Petrowsky 1997). Naturalmente que no se estaba pensando en su desapari-ción física sino en un proceso es-tructural que, a largo plazo, mo-difi caría las ciudades espacial, so-cial y funcionalmente, de tal ma-nera que nuestro viejo concepto europeo de ciudad terminaría por ser inadecuado para esa nueva confi guración. Desde el punto de vista espacial, la suburbanización provocaría una urbanización difu-sa y desconcentrada, mientras que la tradicional relación de la ciu-dad y el campo que la rodea resul-taría irreconocible; desde el punto de vista social, a la nueva estruc-tura espacial le correspondería una polarización de las poblacio-nes, diferenciadas claramente se-gún el nivel de ingresos; funcio-nalmente los núcleos de las ciuda-des pierden signifi cación.

Desde hace años las ciudades

siguen un proceso de crecimiento que no satisface los criterios de integración social, espacial y cul-tural y que parecen convertir a la ciudad tradicional en algo obsole-to. Dicen los expertos que dentro de unos decenios no habrá ape-nas quien viva en un espacio ru-ral, que la forma urbana se habrá universalizado. Evidentemente, esto sólo supondría un triunfo de la ciudad si denomináramos así a cualquier aglomeración de edifi -cios. La cuestión que esto nos plantea es si se trata de un triunfo o de una disolución, de una evo-lución caótica sin ninguna exi-gencia de organización del espa-cio construido. Si la idea misma de espacio público surgió con la ciudad, ¿será el fi n de la ciudad también el fi n de la posibilidad de tal espacio? Desde luego que la suburbanización no es propia-mente un modo de vida urbano. La ciudad, que era una forma de convivencia espacial y socialmen-te concentrada, que había dado pruebas de ser una fórmula relati-vamente exitosa, se ha convertido en un modelo inservible. Vamos más bien hacia un mundo periur-banizado de ciudades débiles, donde la ciudad se disuelve en una aglomeración banal y la me-trópoli se convierte en el círculo dentro del cual tienen lugar los desplazamientos.

Comencemos examinando la cuestión desde un punto de vista morfológico. Asociamos la forma de la ciudad europea a un núcleo histórico, de edifi cios bajos (con excepción de la iglesia o algún edifi cio público), plazas centrales de utilidad pública, barrios mez-clados en lo que se refi ere a la fun-ción y nivel económico, unos claros límites de la ciudad hacia fuera, edifi cación densa. La densi-dad tiene tres dimensiones: física (la relación del espacio edifi cado y la superfi cie de la ciudad), de po-blación (número de habitantes por superfi cie) y social (frecuencia con la que tienen lugar los con-tactos). En la ciudad del siglo xix estas tres dimensiones estaban es-trechamente asociadas. Una ciu-dad densamente construida era una ciudad densamente habitada y en la que tenían lugar densas

relaciones comunicativas. Esa co-incidencia fáctica de espesor físi-co, de habitantes y social es uno de los motivos por los que asocia-mos todavía hoy urbanidad con la ciudad compacta del siglo xix.

En contraste con ella, la forma de la global city, a la que todas tienden a parecerse (Marcuse/Van Kempen 1999; Sassen 2001), se defi ne como: concentración de torres de ofi cinas en un distrito central de negocios, fragmenta-ción y urbanización difusa. Se ha perdido esa ciudad espesa, plural y mestiza como centro político, económico y cultural de la socie-dad. El devenir histórico ha mo-difi cado la forma de la ciudad europea, especialmente dos ele-mentos: la densidad y la centrali-dad. El cambio en la forma de la ciudad tiene su origen en el des-plazamiento de la población, de la industria y el comercio hacia la periferia, que antes coexistían en un núcleo compacto. Como cons-tató Bahrdt (1996, 222), se desva-loriza el centro de las ciudades europeas en tanto que lugar clási-co del espacio público. Gana en atractividad la periferia.

Por lo que se refi ere a la pobla-ción, la suburbanización está im-pulsada fundamentalmente por las clases medias, cuyas aspiracio-nes de vivienda parecen conducir hacia la fi gura del adosado. Se ex-tiende el ideal de vivir en armonía con la naturaleza y sin tener que renunciar a las conquistas de la vida urbana, algo que por cierto estaba en los proyectos de ciuda-des utópicas de los primeros so-cialistas y en otros más pragmáti-cos. Desde este punto de vista no puede dejar de advertirse que este proceso, y otros similares, supo-nen la importación de modelos americanos de crecimiento urba-no. En Europa se lleva a cabo me-dio siglo después que en Estados Unidos una descentralización de los asentamientos urbanos e in-dustriales, en virtud de la cual dos tercios de los puestos de trabajo y de las viviendas se encuentran hoy fuera de los centros históricos.

Algo análogo ha sucedido con las actividades económicas. El co-mercio ha sido históricamente origen y agente central del proce-

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so de construcción de la ciudad. En torno a 1900 los mercados se transformaron en los centros co-merciales de la ciudad, en los pa-sajes y almacenes. Los centros de las ciudades pudieron hacerse car-go de este salto cualitativo, pero no el que tuvo lugar a partir los años setenta. La racionalización del comercio provocó grandes concentraciones que derivaron en los shopping-malls, parques temá-ticos, centros de ocio y centros de entretenimiento. En las afueras se crearon los centros comerciales con una oferta variada, que inclu-ye también entre sus ofertas la sensación de estar en el centro de la ciudad. Algunos de ellos cons-tituyen verdaderas simulaciones de la ciudad. En los más moder-nos ya no se trata de meros cen-tros comerciales sino de lugares de ocio en los que se puede com-prar. Los centros de las ciudades no pueden competir con ellos ni en superfi cie ni en accesibilidad. También la industria ha abando-nado progresivamente las ciuda-des y se ha desplazado hacia los polígonos industriales del extra-rradio, donde también se encuen-tran centros de servicios, parques tecnológicos, bussines-districts, es-pacios de congresos y hoteles, pre-ferentemente cerca de un aero-puerto. En muchas ciudades co-mo Amsterdam, en el centro de las ciudades sólo hay pequeñas ofi cinas; los lugares de negocios se encuentran fuera de la ciudad, en un complejo de arquitectura pos-moderna. En esas Instant-Cities puede encontrarse todo lo que necesita una ciudad de servicios.

¿Cuál es la forma que resulta de este proceso de “descentraliza-ción”? Pues fundamentalmente un modelo de urbanización de baja densidad, un archipiélago urbano sin ciudad, una serie alea-toria de aglomeraciones. Los es-pacios periurbanos ya no son pro-piamente espacios periféricos, si-no que han disuelto la centralidad tradicional de la ciudad en la me-dida en que han construido a su vez centralidades alternativas. Desaparecida la forma tradicional de la ciudad europea, parece no haber ya posibilidad de un espa-cio urbano unifi cador. Da la im-

presión de que los anteriores me-canismos de unifi cación de la so-ciedad se hubieran invertido bajo la apariencia de una urbanización generalizada. Los Ángeles puede ser la imagen extrema de una dis-persión que se ha convertido en la realidad ordinaria de las grandes ciudades contemporáneas.

El proceso de disolución de la ciudad tradicional comienza ya a fi nales del xix y se acelera a lo lar-go del xx. Los diseñadores urba-nos suprimen la distinción entre el campo y la ciudad (con la idea de la ciudad-jardín, por ejemplo) y aceleran el proceso de diferen-ciación entre las funciones urba-nas del trabajo, la vivienda y el ocio (así se plantea en la Carta de Atenas), lo que supone una ten-dencia contraria a la densidad y mezcla de la ciudad compacta. Con la crisis de la ciudad indus-trial, las tendencias centrífugas parecen erosionar la vieja ciudad y la ciudad urbana se transforma en una trama de asentamientos. Actualmente, la racionalidad eco-nómica y las posibilidades tecno-lógicas permiten que las funcio-nes urbanas se dispersen en todas direcciones. Lo que en otra época exigía una sede central para estar al alcance de los trabajadores y los clientes, ya no está sometido a ninguna exigencia de localiza-ción. La ciudad se disuelve en la misma proporción en que au-menta la movilidad.

Lo más llamativo de este pro-ceso es que se pierde la contrapo-sición entre ciudad y campo que caracterizaba a los viejos emplaza-mientos urbanos, cuando la ciu-dad era una isla de civilización en medio de la naturaleza; ahora re-sulta imposible diferenciar la ciu-dad y el campo en los actuales “paisajes urbanizados”, en nues-tras “entreciudades” (Sieverts 1998), espacios que no son ni campo ni ciudad ni centro ni pe-riferia y en los que cada vez viven más personas. La ciudad actual se caracteriza por el desarrollo, en su periferia, de una urbanización laxa cuya frontera es imposible señalar: no hay ruptura entre la ciudad y el campo, ni un “frente” cuyo avance pudiera apreciarse, sino un tejido urbano o periurba-

no con el que designamos simple-mente algo indeterminado que se encuentra en torno a la ciudad. Es lo que en Estados Unidos se de-signa “urban sprawl” e indica que la urbanización se continúa fuera de toda noción de límite espacial y se organiza de un modo diferen-te. La expresión signifi ca que el proceso ya no se sitúa en el uni-verso de los suburbios del periodo industrial. Ésta es una de las cau-sas de que en las sociedades inten-samente urbanizadas casi haya desaparecido la diferencia de los modos de vida entre el campo y la ciudad. La ciudad no es ya el lu-gar específi co y exclusivo del mo-do de vida urbano.

Una de las principales trans-formaciones urbanas es la pérdida del centro. Periurbanización signi-fi ca que la ciudad se extiende en torno a su centro hasta perder to-da vinculación con él. En la ciu-dad preindustrial vivir en el cen-tro era un signo de distinción so-cial. En el centro se simbolizaba el poder político y se concentraba la población, el trabajo y el comer-cio. En las ciudades actuales el centro pierde habitantes (o los re-cupera como emigrantes), puestos de trabajo, comercio, funciones de tiempo libre. La obsolescencia de la centralidad administrativa se traduce en el hecho de que, por ejemplo, el centro de muchas ciu-dades americanas no sea un lugar de identifi cación para la pobla-ción sino un Central Business District que sólo tiene una utili-dad comercial y en el que la resi-dencia y la cultura apenas desem-peñan ningún papel.

La causa profunda de todo es-to radica en que las sociedades modernas ya no necesitan la for-ma de una centralidad espacial. La desaparición del centro o, al menos, de las funciones que hasta hace poco le estaban asignadas, se debe a que el poder de las redes es tan considerable y su ubicuidad tan completa que en adelante ningún lugar de implantación es-tá, por principio, privilegiado frente a otros. Las redes de comu-nicación son cada vez más indife-rentes a la geografía, incluida la geografía urbana. Los centros de producción, de gestión, de deci-

sión pueden quedarse o marchar-se de la ciudad. A esta nueva con-figuración se refería Foucault cuando describía la nueva fi siono-mía de la ciudad con el concepto de “heterotopía”, como un espa-cio sin forma, algo a lo que Deleuze aplicó la imagen del “ri-zoma”, confi guración sin centro.

El poder en las civilizaciones antiguas (y este “antiguo” es bas-tante reciente) estaba asociado a las concentraciones en un mismo lugar de todos los instrumentos de dominación, de infl uencia o de organización. Es esta concep-ción “monumental” del poder la que ha devenido caduca. La crisis de la monumentalidad tradicional –esa que según Bataille se eleva como diques contra la multitud y le imponen silencio (1974, 171)– se manifi esta en el hecho de que cada vez hay más edifi cios públi-cos que se parecen a una cons-trucción utilitaria cualquiera, a la arquitectura modesta de los nue-vos lugares públicos, como si no supiéramos o no quisiéramos ex-presar la idea de la majestad de la vida pública.

La densifi cación de las redes tiene también como efecto la rela-tiva pérdida de función de la me-trópoli. Ya no se puede edifi car una capital al estilo del viejo tipo. Una capital de Europa, por ejem-plo, sería arquitectónicamente inconcebible. A esta circunstancia se debe que la Comisión tenga su sede en Bruselas, el Parlamento en Estrasburgo, el Tribunal en Luxemburgo, mientras que el Consejo se reúne en Birmingham, Hannover, Maastricht o Korfú. Por ese motivo cabe suponer que Bruselas no será nunca un centro al estilo de las viejas capitales eu-ropeas. Nada lo muestra mejor que el fracaso de los intentos por fundar macrocapitales en los regí-menes totalitarios de este siglo. Ya no parece posible ni siquiera esta-blecer centros a los que asignar las funciones que se encomendaron a capitales modernas como Ottawa, Ankara, Camberra o Washington. Una sociedad reticular es una so-ciedad tendencialmente descapi-talizada. El valor simbólico de la capital parece todavía fuerte, pero cabría preguntarse si resistirá el

LA NUEVA URBANIDAD

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agotamiento de su antigua fun-ción administrativa. Uno se pue-de incluso plantear si habrá capi-tales a fi nales del siglo xxi.

La idea de una centralidad política y simbólica se debilita. Los lugares centrales han perdi-do funcionalidad, pero también el atractivo para la demostración de presencia y dominio. En la mayor parte de los casos, la pre-sencia en el centro se debe sin más al deseo de visibilidad. El centro puede ser tan móvil como su representante. En las demo-cracias actuales, la presencia efec-tiva del presidente es una presen-cia mediática sin territorialidad. Un jefe de Estado puede viajar sin ser acusado de desertar de su puesto: el centro se desplaza con él. Ya no habrá más “fuite à Varennes” (la célebre huida de Luis XVI en 1791).

Esta transformación del centro es tan radical que hace inútiles los esfuerzos por rehabilitarlo. Con la reconstrucción estética del cas-co antiguo no se recupera la fuer-za integradora de la ciudad por-que las metrópolis, su signifi cado, su función y su vitalidad no se pueden crear artifi cialmente. En todo caso, el centro se puede res-taurar, lo que no equivale a recu-perar su antigua signifi cación e inscribirla en un dinamismo vivo. Lo más que cabe es musealizar la cuidad, escenifi car aisladamente algunas de sus funciones perdi-das, con fortuna en ocasiones o caricaturizando el centro urbano para el consumo. La musealiza-ción de la ciudad consiste precisa-mente en que los centros históri-cos son hoy una atracción turísti-ca. Los turistas que visitan el centro de las viejas ciudades euro-peas no lo encuentran en su vita-lidad funcional sino como un re-ducto museístico. Mientras que la población, los asuntos econó-micos y administrativos escapan de la ciudad, el casco histórico se convierte en museo y lugar de pa-seo para el turismo internacional. El centro de la ciudad se ha con-vertido en objeto de nostalgia. Según las estadísticas, un tercio de los turistas visitan la ciudad histórica, el viejo centro, es decir, una reliquia de su pasado. El tu-

rista metropolitano busca, en los vestigios arquitectónicos de las capitales históricas, la representa-ción simbólica de algo común que apenas se puede expresar en los actuales espacios urbanos.

Desde el punto de vista del es-tilo de vida, las actuales transfor-maciones urbanas tienden a frag-mentarse de acuerdo con criterios de homogeneidad. La disolución de la ciudad se realiza en la ten-dencia a la segregación social y funcional, a la homogeneización de grupos según los ingresos eco-nómicos y el estilo de vida, el fraccionamiento social de la ciu-dad. Se confi guran así unidades homogéneas y diferenciadas, sin relación entre sí, donde apenas se realiza esa coexistencia de los dife-rentes, de los extraños y descono-cidos, en un espacio no estructu-rado jerárquicamente. Se trata de formas de habitar que refl ejan, frente al modelo de convivencia entre diferentes propio de la ciu-dad clásica, una búsqueda del se-mejante en entornos homogé-neos. Cuando los núcleos de las ciudades se llenan de grupos pro-blemáticos, las clases medias y al-tas encuentran a sus vecindarios semejantes en los alrededores, a donde se desplazan buscando ho-mogeneidad social, una vida en círculos sociales más restringidos, asegurados por los altos precios e incluso por barreras y sistemas de vigilancia.

Tiene lugar así una especializa-ción funcional del espacio por el que la ciudad es vista como una yuxtaposición de elementos más o menos independientes y que obedecen a normas o reglas espe-cífi cas. La idea de un barrio vivo y plural, a la que apelan todos los planes políticos, ya no es más que una ilusión nostálgica. Lo urbano es cada vez menos sinónimo de ciudad, de valor urbano, de perte-nencia a una misma comunidad.

Esta fragmentación se pone de manifi esto, por ejemplo, en la ruptura de la unidad temporal. La diferenciación entre distintas zo-nas temporales de la ciudad hace que se pierda el ritmo de una ciu-dad como un todo, su acompasa-miento temporal público. Las tendencias centrífugas, la especia-

lización de las funciones y los lu-gares conducen a una fragmenta-ción de la vida que no posee ya un centro estructurador. Con la interdependencia global aumenta el número de los profesionales cu-ya estructura temporal se ha des-vinculado completamente del lu-gar en el que se encuentran. Pocos saben en qué ciudad viven pro-piamente, pues donde se vive no se trabaja y donde se trabaja no se pasa el tiempo libre. Incluso la vivienda se desdobla cada vez más en una para los días laborales y otra para el fi n de semana. No co-inciden los que viven en una ciu-dad y los que la utilizan, y en esa diferencia desaparece poco a poco el ciudadano. Cuando uno vive en un sitio, trabaja en otro y com-pra en otro distinto, ya no existe el ciudadano como habitante de un espacio público en el que se discutían y decidían los confl ictos entre la vida, la economía, la polí-tica y la cultura. Aquel espacio público se ha fragmentado en di-ferentes clientelas que quieren sa-tisfacer intereses específi cos: uno quiere vivir en un sitio tranquilo, otro un mercado de trabajo fl exi-ble, aquél posibilidades de com-prar y divertirse, el de más allá vías de comunicación rápidas.

Otra de las manifestaciones de la fragmentación urbana es la et-nifi cación de sus espacios. Surgen así barrios con una gran homoge-neidad étnica, como los Chinatown o la Little Italy, en Nueva York y en otras ciudades, como el barrio turco de Berlín (Kreuzberg), el Spitalfi elds de Londres, en el que se concentra la comunidad bengalí o los barrios de Sarcelles, a las afueras de París, y Le Panier, en Marsella, habita-dos principalmente por norteafri-canos. Diversos estudios sobre los enclaves étnicos aseguran que és-tos se confi guran para mantener las condiciones de confi anza, se-guridad, predecibilidad y un sen-tido de convicciones compartidas frente a las incertidumbres de la vida pública (Whyte 1943; Gans 1962). El fenómeno de la segre-gación no se origina sólo en una deliberada voluntad de exclusión social; cada grupo ocupa un terri-torio diferenciado en la ciudad

para facilitar la integración de los individuos. Cuando los indivi-duos encuentran un nicho a su medida en la ciudad surge un es-pacio de familiaridad que protege frente a la anomia. Pero esa inte-gración no es plena ni propia-mente urbana porque no confi gu-ra una relación con los diferentes. La actual realidad de la ciudad se-gregada hay que entenderla hoy más como paisaje de la desigual-dad social que como mosaico de diferentes culturas.

En paralelo con este proceso se pone en marcha otro para las cla-ses medias y altas (“gentrifi ca-ción”), generalmente para garan-tizar su seguridad en vecindarios homogéneos. Estos espacios con-trolados tienden a constituir una “ciudad en la ciudad” (Selle 2002, 51). Lo que al fi nal resulta es una extensión del espacio privada-mente organizado a costa del es-pacio público. Son las gated com-munities en las que se afi rma, sin mala conciencia, una urbanidad discriminatoria: la retirada defen-siva de una parte de la ciudad contra otra, una manera de colo-carse fuera de la sociedad, de sus-traerse a las reglas comunes apro-piándose colectivamente del espa-cio. Diversos autores han señalado el carácter autodestructivo de esos enclaves de uniformidad comuni-taria. “El peligro que se esconde en el trato con los extraños es el típico caso de profecía que se cumple a sí misma. La visión del extraño se mezcla con el senti-miento de miedo e inseguridad; lo que empieza como sospecha termina por convertirse en una evidencia y certeza comprobada” (Bauman, 2000, 127). El miedo hacia los de fuera crece en la mis-ma proporción en la que los ba-rrios con gran homogeneidad ét-nica se separan del resto de la ciudad. “La llamada al orden y al derecho es más fuerte cuando grupos aislados se separan clara-mente de los demás” (Sennett 1996, 194). La separación, pese a su apariencia pacifi cadora, pro-mociona todo lo contrario: inse-guridad civil y social. Sin la capa-cidad unifi cadora de los espacios urbanos, la distancia es vivida co-mo rechazo y alimenta el senti-

DANIEL INNERARITY

75Nº 159 ■ CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA

miento de no pertenecer a la mis-ma sociedad.

Con la actual fragmentación la ciudad parece haber perdido esa capacidad de dar cuerpo a la so-ciedad aproximando a sus com-ponentes, mostrando tanto su diversidad como su interdepen-dencia. Si la urbanidad signifi ca algo es precisamente capacidad de vivir con los diferentes, de que las diferencias no aparezcan como algo amenazador. “Más que otros asentamientos humanos, la ciu-dad es el lugar de los descubri-mientos y las sorpresas, sean agra-dables o desagradables” (Hannerz 1992, 173). Pero con la creciente selectividad social la vida en los espacios públicos pierde sorpresas e imprevistos; cada vez es más inverosímil experimentar la plura-lidad de la ciudad en todo su alcance. Tiene lugar una “reduc-ción de la disonancia cognitiva” (Häusermann/Siebel 2000), una disminución de la experiencia del encuentro espontáneo con otros seres humanos. El encapsulamien-to en la propia vivienda, en el ba-rrio homogéneo o en el automóvil empobrece nuestro mundo de ex-periencias no planifi cadas. La cul-tura urbana, en tanto que una forma específi ca de vida, pierde así su base social.

Todo este proceso, en suma, parece conducir a una privatiza-ción del espacio público o, tal vez mejor, a que aumenten los ámbi-tos que –de acuerdo con la pola-rización que para Bahrdt defi nía la esencia de la ciudad– no son ni privados ni públicos. Los espa-cios son públicos en el sentido en que no son privados pero no son en absoluto públicos en referen-cia al desarrollo de una forma de vida colectiva. Hay espacios que parecen comunes pero que no son de verdad públicos. Se trata de una desaparición del espacio público en el sentido tradicional de la expresión, es decir, un espa-cio en el que se exprese y repre-sente la cosa pública como lo hace la ciudad monumental con su arquitectura centrada, organi-zada en torno a lugares simbóli-cos del poder. Pero también nos falta espacio para el público, es decir, la ciudad en tanto que hace

posible la vida en común lugares como la calle, los paseos, las pla-zas, los cafés, los parques, los mu-seos o las salas de espectácu los. Y cuando desaparecen los espacios de vida común, desaparecen tam-bién las formas de sociabilidad que reunían los diferentes com-ponentes de la sociedad.

Lo que ha tenido lugar es una verdadera privatización de la ciu-dad: de las urbanizaciones, los servicios, la seguridad. El espacio público desaparece bajo el control privado tanto en el extremo de lo más exclusivo como en el de lo más excluyente. Por un lado están lo barrios de exclusión y sin ley; por otro, lo espacios comerciales o recreativos de acceso restringi-do, las “comunidades cercadas” con sus sistemas de vigilancia y seguridad. Se podría concluir que el actual espacio público son las vías de tráfi co, un mero lugar de tránsito, simples instrumentos para desplazarse.

La urbanidad como forma de vidaEl problema al que hoy nos en-frentamos consiste en cómo pen-sar la ciudad cuando tenemos re-des en lugar de vecindario, cuan-do el espacio homogéneo y esta-ble no es más que un caso límite en el seno de un espacio global de multiplicidades locales conecta-das, cuando hace ya tiempo que el debate público se realiza en un espacio virtual, cuando las calles y las plazas han dejado de ser el

principal lugar de encuentro y escenifi cación. La cuestión es sa-ber si el espacio público, como espacio de experiencia humana intersubjetiva, esencial a la demo-cracia, necesita un tipo de espacio físico sobre el modelo griego, me-dieval, renacentista y burgués, o si esa antigua relación entre civili-zación y urbanidad puede reali-zarse fuera de los espacios de la ciudad clásica europea.

La crítica de la ciudad ha la-mentado siempre alguna pérdida: en el xix era la decadencia del or-den y las costumbres; hoy es la privatización del espacio público y la desaparición de espíritu de ciudadanía. Las quejas por una pérdida de la urbanidad y la ape-lación a los políticos para que de-tengan este deterioro guardan un cierto parecido con las viejas críti-cas conservadoras hacia la ciudad. Si en un caso se propagaba una vuelta al campo y a la pequeña ciudad, el actual discurso acerca de la desaparición de la urbanidad quiere conservar la gran ciudad pero con una lógica pesimista muy similar: en ambos casos se urge a hacer algo para conservar un pasado mejor frente a un desa-rrollo social considerado como una amenaza. Todas esas historias son verdaderas pero olvidan que tales pérdidas a menudo son transformaciones que vienen acompañadas de no pocas ganan-cias y que responden también al mismo deseo de emancipación, ahora bajo otra forma, del que nacieron las ciudades. Esas visio-nes nostálgicas de la ciudad, a cu-ya recuperación apelan tales críti-cas, no suelen pararse a pensar si no hay también buenos motivos para que la ciudad europea haya desaparecido progresivamente. De otro modo no podría explicar-se por qué los seres humanos no han puesto mucha resistencia a ese desarrollo. Y tampoco convie-ne olvidar que la ciudad del pasa-do no estaba tan integrada ni equilibrada como la nostalgia tiende a hacernos creer. La trans-formación de la ciudad tradicio-nal tiene también su lógica y sus buenos motivos. No hay que olvi-dar que la ciudad compacta del xix debía su espesor a la pobreza

y al mal transporte. Quien no tenga esto en cuenta estará elabo-rando una utopía retrospectiva.

Pensar hoy las condiciones de posibilidad de la urbanidad pro-bablemente exija hacerlo fuera de la tradicional contraposición en-tre la ciudad y el campo, como algo que cada vez tiene menos sentido. En ambos espacios hay formas de vida urbana y provin-ciana. Los habitantes de la ciudad que se van al campo siguen sien-do ciudadanos, porque en el fon-do hay ciudad donde hay posibi-lidades de emancipación. En los llamamientos a defender la forma de la ciudad europea hay una ex-cesiva valoración de la confi gura-ción material de la ciudad, como si se olvidara que restaurar el as-pecto de la ciudad no es lo mismo que mantener su cualidad especí-fi ca. La urbanidad es más que la forma de la ciudad; es un modo de vida, una actitud, una cultura cívica, que tal vez podría realizarse en otro escenario y que probable-mente ya no pueda realizarse más que en otro escenario.

Con esto no quiero sugerir que el urbanismo esté exculpado de toda responsabilidad a la hora de articular el espacio público. No es igual cómo se confi guren los espa-cios urbanos, pero tampoco con-viene olvidar que la urbanidad no se puede edifi car ni simularse, ni surge de hoy para mañana. La for-ma urbana física por ella misma no puede reemplazar a las prácti-cas que le están asociadas. No tie-ne sentido pretender reconstruir un pasado mitifi cado. Más intere-sante que la nostalgia es tratar de recordar qué es lo que ha repre-sentado y puede seguir represen-tando, bajo una forma distinta, la ciudad europea. Su dimensión in-tegradora y democrática no se mantiene en vida musealizándola; tiene que ver más bien con la con-fi guración de espacios comparti-dos donde lo diverso y específi co remite a implicaciones más am-plias, ámbitos civilizatorios que maduran no cuando se hacen más idénticos a sí mismos sino en la medida en que se articulan con lo diferente de sí.

¿Se puede hablar todavía de integración social, urbanidad o

LA NUEVA URBANIDAD

76 CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA ■ Nº 159

espacio público en las actuales circunstancias? Creo que sí, pero a condición de distinguir los va-lores de urbanidad de la vieja re-presentación que tenemos de la ciudad europea. La urbanidad (ciudadanía, civilización) es algo más que la forma de la ciudad europea y más incluso que una forma urbana de vivir. Las espe-ranzas de liberación, autorrealiza-ción, integración, han de liberar-se a su vez de la forma tradicional de la ciudad europea. Esos valo-res que se cultivaron con especial intensidad en Londres, Viena, París, Berlín, Madrid o Bilbao pueden ser vividos actualmente en esos sistemas reticulares a los que parecen apuntar las futuras estructuras de población. El pro-yecto de una vida urbana se ha deslocalizado y la ciudad se ha convertido en un valor simbóli-co; la forma tradicional de la ciu-dad europea es hoy simplemente una metáfora cuyo contenido se realiza en las democracias que funcionan, en los mercados jus-tos, en los espacios globales hu-manizados, allá donde sea posible la convivencia entre diferentes sobre el horizonte de un mundo verdaderamente común.

¿Cómo pensar entonces la “nueva urbanidad” (Häussermann / Siebel 1987), en la ciudad des-materializada del futuro (Mitchell, 1995 y 2001)? Cuando Simmel escribía sus célebres consideracio-nes la modernidad era algo reser-vado a las grandes ciudades. Actualmente las características de esa forma de vida urbana cuyo lugar propio era la ciudad europea se pueden encontrar tanto en los habitantes del campo como en los de la ciudad. Probablemente este-mos asistiendo a una universaliza-ción de la forma urbana de vivir, que permite al mismo tiempo presentarse de modos muy diver-sos. La urbanidad como forma de vida puede realizarse en cualquier sitio. Lo que queda de la ciudad es el valor ubicuitario de la urba-nidad. El ejercicio de los valores de la urbanidad ya no está condi-cionado por la ciudad como su lugar exclusivo. No es que la ur-banidad haya desaparecido sino que ya no se realiza en ningún lu-

gar exclusivo. Ya no está vinculada ni se produce en ningún lugar concreto sino en el carácter de los seres humanos. De hecho, cuan-do Simmel defi nió el modo de comportamiento típico de las grandes ciudades estaba hablando más de la mentalidad moderna que de los habitantes de la ciudad. Las propiedades de la urbanidad que las grandes ciudades reclaman de sus ciudadanos son las mismas que se exigen de cualquier identi-dad en las sociedades modernas: una capacidad de tramitar la inse-guridad, la diferencia, la contra-dicción, la ambigüedad y la extra-ñeza.

Cuando no había coches ni te-lecomunicaciones ni medios de información, la densidad espacial de la gran ciudad era necesaria pa-ra llevar a cabo las grandes innova-ciones económicas, políticas y cul-turales que a ella le debemos. Todos los que querían participar en esa gran oportunidad “tenían que estar ahí”. Pero esto se ha con-vertido en algo superfl uo. Cuando se abandona el modelo centro/pe-riferia, cuando el centro está en todas partes, la implantación local cambia de estatuto; cada punto es un centro en las intersecciones múltiples de la red. Cada punto local implica la red global; recípro-camente ésta no es nada sin la multiplicidad de los lugares singu-lares. Las sociedades modernas apenas necesitan centralidad espa-cial. Es importante comprenderlo para concebir el nuevo espacio pú-blico que se nos abre más allá del antiguo paradigma arquitectónico y nos invita a pensar de otra mane-ra la ciudad. La emancipación frente a la naturaleza y la comuni-dad, el autogobierno, la integra-ción social son objetivos que ya no requieren la forma de la ciudad: la opinión política se realiza funda-mentalmente a través de los me-dios de comunicación y no en las plazas o calles; la organización de-mocrática ya no es una propiedad exclusiva de las ciudades sino de un principio de organización de los Estados; con la globalización el mercado ya no es un lugar urbano; la diferencia entre lo privado y lo público se da igualmente en el campo; también fuera de la ciudad

se puede vivir sustraído del poder de la naturaleza. Esta pérdida de la especifi cidad política, económica, social y civilizatoria de la ciudad es el motivo por el que haya desapa-recido la forma física de las ciuda-des en las actuales aglomeraciones urbanas, pero también explica la imposibilidad de restaurar la urba-nidad por medio de una interven-ción planifi cadora.

Es cierto que la menor densi-dad de población hace que las ciu-dades sean cada vez menos aque-llos espacios en los que, gracias a las interacciones involuntarias mo-tivadas por la proximidad, se culti-va esa mentalidad que confi gura un espacio para la heterogeneidad en el apretado espacio social. Las ciudades ya no son, por su mera composición espacial, aquellos “es-tablecimientos educativos” que describía Simmel. Con la urbani-zación de toda la sociedad, la ur-banidad, ese modo de vida tan útil para la integración de los extraños, ha de ser interiorizada por cada individuo; ya no puede dejarse só-lo en manos de los urbanistas, sino que ha de confi arse a las diversas instancias educativas, si es que de-seamos que nuestro comporta-miento se desarrolle de acuerdo con los valores que hicieron de las ciudades aquellos espacios de civi-lización que permitieron el paso de la sociedad tradicional a la so-ciedad moderna. ■

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Daniel Innerarity es profesor de Filo-sofía en la Universidad de Zaragoza. Autor de La sociedad invisible (Premio Espasa de Ensayo, 2004) y El nuevo espacio público (marzo 2006).

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Samuel Huntington Who Are We? Th e Challenge to America’s National IdentitySimon & Schuter, Nueva York, 2004

¿Quiénes somos?: los desafíos a la identi-dad nacional estadounidense Paidós, Barcelona, 2004.

A lguna vez se ha sentido perplejo ante la cuestión de la identidad estado-

unidense? Aquí está Samuel Huntington para aclararlo. Se-gún él, la identidad estadouni-dense no es ni racial ni étnica. Tampoco se basa simplemente en la adhesión a un conjunto de leyes o principios democráticos. Si usted se cree norteamericano simplemente por tener un pasa-porte de Estados Unidos, se equivoca.

La cultura anglo-protestanteLa identidad estadounidense se defi ne por la cultura, y, a decir de Huntington, los estadounidenses son culturalmente anglo-protes-tantes. Si usted se siente norte-americano, lo más probable es que sea culturalmente anglo-protestante. En determinadas circunstancias, este principio in-cluso puede ser aplicable a los musulmanes negros. Algunos anglo-protestantes tienen una vana ilusión: se creen más an-glo-protestantes que otros. Pero es un error. En efecto, la mayoría de nosotros comparti-mos las características princi-pales de la cultura anglo-pro-testante, y éstas son, según Huntington:

“la lengua inglesa; el cristianismo; la religiosidad; conceptos ingleses so-bre imperio de la ley, responsabilidad de los gobernantes y derechos del in-dividuo; y los valores del protestantis-mo disidente: individualismo, ética

del trabajo, y la convicción de que los seres humanos tenemos la capacidad y el deber de crear un cielo en la Tierra, una ‘ciudad sobre la colina”’.

Además, la población negra no debe confundir cultura con antecedentes raciales. Quizá pa-rezcan negros pero culturalmen-te son anglo-protestantes. Los afroamericanos sienten una vin-culación a los conceptos ingleses de derechos del individuo, im-perio de la ley y ética del trabajo similar a la de todos los demás. Pongamos por caso a Colin Powell.

“Cuando la gente ve a Colin Powe-ll acaso vea un negro pero también ve a un secretario de Estado, un general ju-bilado de cuatro estrellas, al líder de las fuerzas armadas estadounidenses en una guerra breve y victoriosa; y, si piensan en términos internacionales, al principal valedor de la política exterior estadounidense de la Administración Bush. Anglo-protestante como el que más”.

Esta defi nición de la identi-dad nacional estadounidense es tan evidente, nos dice, que no precisaría repetirse si no fuera por alguna confusión de origen reciente. En opinión de Hun-tington, a la identidad norte-americana le iba todo muy bien hasta la década de los sesenta, en que una serie de pequeñas iden-tidades subnacionales, y de si-niestras y desleales identidades transnacionales, empezaron a po-nerle pegas.

“La bandera de barras y estrellas es-taba a media asta y otras banderas on-deaban a mayor altura en el mástil de las identidades estadounidenses.”

Desde entonces la situación ha empeorado. El fi nal de la guerra fría dejó a Estados Uni-dos sin enemigo común. Sus

élites se han vuelto cosmopolitas liberales y multiculturalistas.

“Sobre todo –nos dice Hunting-ton– las élites norteamericanas no sólo son menos nacionalistas sino que son también más liberales que el ciudadano norteamericano medio”.

Efectivamente, sólo un 22% de la población de Estados Uni-dos se autocalifi ca de liberal, mientras que la friolera del 91% de los líderes de entidades de in-terés público son liberales. Ver-dad es que las estadísticas de Huntington muestran también que solamente el 14% de las éli-tes fi nancieras y empresariales y un 8% de las élites militares son liberales. Pero no nos pongamos quisquillosos: si las sumamos to-das, las “élites” son liberales.

Y hay además un motivo más urgente de alarma, un desafío más apremiante a la identidad nacional estadounidense: la ac-tual invasión de hispanos.

Muchos son los que no creen necesario que les expliquen cuál es problema en el caso de los his-panos (¡ya los conocen!). Pero cualesquiera que sean sus prejui-cios, la verdad sincera es que los hispanos no hablan inglés. Al menos hasta que lo aprenden. Puede que nos parezcan tan an-glo-protestantes como Colin Powell, Condoleezza Rice o Cla-rence Th omas, pero no lo son. Es más, los asiáticoamericanos y los afroamericanos son anglo-protestantes de pro en un senti-do en que los camareros del res-taurante de su barrio acaso no sean nunca.

Ello se debe a que la inmigra-ción mexicana es distinta de to-das las demás: es más persisten-te, está más concentrada regio-nalmente, pone menos empeño

en la educación y tiene más ape-go a su cultura y sus valores pro-pios. El efecto neto de estos fac-tores es perturbador:

“A fi nales del siglo xx surgieron ciertos hechos que, si se continúan, po-drían cambiar Estados Unidos convir-tiéndolo en una sociedad anglohispana culturalmente bifurcada, con dos len-guas nacionales”.

Inmigración y colonosEs posible que algunos elitistas liberales como Bill Clinton pi-dan que no se crea que Estados Unidos puede separarse en dos culturas, que es y será siempre una nación de inmigrantes, un mosaico de culturas. No es nada que se le parezca. Los padres fundadores de la nación no eran inmigrantes, dice Huntington. Eran colonos, y

“colonos e inmigrantes difi eren de manera fundamental. Los primeros sa-len de una sociedad existente, general-mente en grupo, con el fi n de crear una comunidad nueva, una ciudad ideal, en un territorio nuevo y a menudo lejano. Están imbuidos de un sentimiento co-lectivo de fi nalidad. De manera implí-cita o explícita suscriben un pacto o fuero que defi ne las bases de la comuni-dad que crean y su relación colectiva con la madre patria”.

Lo que llevó a estos colonos a América no fueron intereses bri-tánicos políticos o comerciales.

“Los colonos de los siglos xvi y xvii fueron a América porque era tábula rasa. Aparte de las tribus indias, que podían ser exterminadas o empujadas hacia el Oeste, no existía allí sociedad alguna”.

Eso está claro. Aparte de la sociedad que ya había allí, no había ninguna sociedad. Pero los inmigrantes son diferentes. Sus ideales colectivos no son tan

E N S A Y O

SOPA AMERICANA¿Somos anglo-protestantes?

CLAUDIO LOMNITZ

Nº 159 ■ CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA

SOPA AMERICANA

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nobles y, por lo general, no pue-den matar a todo el mundo que vive en la tierra a la que emi-gran, por lo cual no logran ser padres fundadores. Porque, ¿se sabe que alguna vez los pobres y las masas hayan construido una ciudad ideal, una “ciudad sobre la colina”?

Muchas veces consideramos defectuosas a las ciencias sociales por no haber generado leyes científi cas, pero Samuel Hun-tington ha conseguido elevar esta idea particular a la categoría de “doctrina”. El americano de a pie que cree que la cultura esta-dounidense es un proceso cam-biante no ha tomado en consi-deración la “Doctrina de la Pri-mera Colonización Efectiva”. Huntington ha tomado esta doctrina de un geógrafo llamado Wilbur Zelinsky, el cual, según tengo entendido, nada tiene que ver con el profesor Szalinksi de Cariño, he encogido a los niños, pese a que la susodicha Doctrina parezca en efecto tener capaci-dad para encoger la historia de la modernidad cultural al tamaño de Jamestown hacia 16201. Así, Zelinsky sostiene que,

“en términos de impacto perdura-ble, la acción de unos pocos cientos, o

incluso unas veintenas, de primeros colonizadores puede signifi car mucho más para la geografía cultural de un lugar que las contribuciones de decenas de miles de nuevos inmigrantes unas cuantas generaciones después.”

Quizá nos parezca que ésta es una idea fácilmente ridiculiza-ble. Después de todo, si la cul-tura estadounidense se creó en el siglo xvii, ¿por qué no segui-mos llevando pelucas y enaguas, recogiendo leña, quemado bru-jas y bordando letras escarlata en los corpiños de las adúlteras? Y, ¿qué hay en aquella prudente y ancestral cultural anglo-pro-testante que ha inducido a la gente de hoy a utilizar consola-dores, a hacer el Examen de Ap-titud (SAT) para entrar en la universidad y a ver los progra-mas de Jerry Springer en la tele-visión? Hay respuestas para to-das estas preguntas. La cultura tiene aditamentos externos (como las enaguas y los conso-ladores) y un núcleo interno (posiblemente como Jerry Springer). Este núcleo es como una semilla, y todo crece de ella. En efecto, fue a partir de la cul-tura protestante que

“los colonos crearon en los siglos xviii y xix el Credo Americano con sus principios de libertad, igualdad, indivi-dualismo, gobierno representativo y propiedad privada.”

Huntington afi rma que nin-guna de la serie de metáforas ya

creadas sobre la identidad ame-ricana es precisa. Estados Uni-dos no es ni un crisol ni una ensalada. No es ni una amalga-ma de culturas ni una mezcla de elementos coexistentes e indiso-lubles. Por el contrario, a juicio de Huntington, la mejor mane-ra de representar la cultura de Estados Unidos es como

“una sopa de tomate anglo-protes-tante a la que la inmigración ha añadi-do apio, tropiezos, especias, perejil y otros ingredientes que enriquecen y diversifi can el sabor pero que quedan absorbidos en lo que sigue siendo fun-damentalmente sopa de tomate”.

A los mexicanos no les entra esto en la cabeza. Hasta ahora han pensado que el tomate es una hortaliza oriunda de Méxi-co, ¡y hasta se creen que la pala-bra “tomate” es una adultera-ción de la palabra azteca tomatl! A consecuencia de ello, se afe-rran tozudamente a la vana ilu-sión de que en realidad han he-cho una contribución a la sopa en sí. Pero es que es típico de estos mexicanos que se empeci-nen en lo de los tomates y no vean de qué va realmente la cosa. La cultura estadounidense es anglo-protestante, y lo demás son adornos. Y Huntington lo demuestra remontándonos a los comienzos mismos.

Los Padres Fundadores, tan ingleses y tan puritanos ellos, propusieron los principios de

libertad religiosa como mecanis-mo para proteger la religión de la contaminación del Estado.

“La ‘separación de Iglesia y Estado’ es el corolario de la identidad de la reli-gión y de la sociedad. Su propósito, como ha dicho William McLoughlin, no era dotar a los ciudadanos de liber-tad frente a la religión, sino de libertad para la religión”.

Por tanto, para Huntington, la separación de Iglesia y Estado es en realidad la prueba de que la identidad estadounidense es anglo-protestante. Sólo una so-ciedad verdaderamente religiosa no quiere intervención alguna del Estado (Huntington dixit). A ello se debe, probablemente, que la España de fi nales del me-dioevo, una sociedad notoria-mente secular, creara el Santo Ofi cio de la Inquisición.

Las consecuencias prácticas de todo esto son apabullantes, pero, en su sentido más elemen-tal, el Principio de la Primera Colonización Efectiva permite a Samuel Huntington realizar el equivalente ideológico de una OPA hostil: con sólo un 16% aproximado de las acciones, los anglo-protestantes consiguen ser Estados Unidos. Así, nos dice:

“A lo largo de la historia norteameri-cana, las personas que no eran blancas, anglosajonas y protestantes se han hecho americanos al adoptar la cultura anglo-protestante y los valores políticos de Esta-dos Unidos. Este hecho ha sido benefi -cioso tanto para ellos como para el país”.

Si queda alguien en Estados Unidos que abrigue algún ren-cor anticristiano contra el nú-cleo cultural anglo-protestante, Samuel Huntington le recuerda que el triunfo contra la intole-rancia, que él considera el gran logro estadounidense, se ha pro-ducido precisamente

“por el compromiso que sucesivas generaciones han tenido con la cultura anglo-protestante y con el Credo de los colonos fundadores”.

Como toda idea verdadera-mente grande, el principio fun-damental del patriotismo de Huntington es simple: no reco-

1 Jamestown (Virginia) fue el pri-mer asentamiento permanente inglés en América del Norte, fundado en 1607. (N. de T.)

Samuel Huntington

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CLAUDIO LOMNITZ

nocer nunca que nada auténtica-mente sustancial pueda provenir de otra cosa que no sea el espíritu de la cultura anglo-protestante.

El problema mexicanoY esto nos devuelve al problema mexicano. Cabría preguntarse por qué los humildes mexicanos preocupan ahora a Huntington, hasta el momento dedicado a las crisis democráticas y a la majes-tuosa épica del choque de civili-zaciones. Debido al volumen de la inmigración mexicana, a la ca-lidad de las nuevas tecnologías de comunicación y a la acción de una élite antipatriótica, multicul-turalista y cosmopolita, los hispa-nos no necesitan ya adoptar los grandes valores de la ética del tra-bajo anglo-protestante. Especial-mente irritante es el hecho de que los hispanos hablen español, no sean afectos a la ética del tra-bajo anglo-protestante y sean más leales a sus países de origen que a Estados Unidos.

El nivel de estudios de los mexicanos es comparativamente bajo cuando llegan a este país (no es fácil encontrar abogados o mé-dicos mexicanos para la dichosa vendimia). El señor Huntington lo comprende. Pero el progreso educativo intergeneracional entre los mexicanos también es lento. Al parecer, el problema radica en la cultura mexicana, que es a un tiempo fuerte y, seamos francos, bastante trivial. Samuel Hun-tington tiene la índole de discre-ción y prudencia que inhibe un debate potencialmente embara-zoso sobre esta delicada cuestión; pero, como yo tengo algo de mexicano, me puedo permitir hablar con más claridad y aportar mi propio sentimiento de temor y aprensión ante la idea de ver esta gran nación invadida de kits-ch mexicano. Y con todo, pese a discreción y demás, Huntington está muy preocupado por el he-cho de que los mexicanos valoren realmente su lengua española,

que les importe lo que ocurre en México y que cedan al antipa-triótico impulso de enviar dinero a sus familias al otro lado de la frontera en lugar de invertir aquí (como hacen las empresas norte-americanas).

Además, sufragar esos asuntos del bilingüismo es bastante caro, y los contribuyentes estadouni-denses están un poco hartos. Y es aún peor: el multiculturalismo, nos dice Huntington, “es básica-mente ideología anti-occiden-tal”, y es, “en esencia, civiliza-ción antieuropea”.

Occidente siempre ha favore-cido los derechos individuales y hasta ahora nunca se había ha-blado o se había sabido de dere-chos de grupo. Aparentemente, los británicos no tuvieron nada que ver en la organización de un sistema de castas catalogadas en la India, por ejemplo. Y el apar-theid surafricano fue inventado por los zulúes. Es más, los mul-ticulturalistas de la élite han de-

jado totalmente de lado la edu-cación occidental. En California y Tejas, las cartillas de lectura de segundo y tercero de primaria “carecen de narraciones ‘en que aparezcan Nathan Hale, Patrick Henry, Daniel Boone o la ca-balgada de Paul Revere’”.

¡Platón debe estar dando vueltas en su tumba!

Sin educación –o, en todo caso, sin educación de tipo oc-cidental–, ¿qué se puede esperar exactamente de estos mexica-nos? Trabajan como tortugas y se multiplican como conejos. Los estadounidenses, por el contrario, “trabajan más horas, se toman vacaciones más cortas, recurren menos a las prestaciones de paro, discapacidad y jubila-ción, y se jubilan más tarde que las personas de sociedades com-parables”.

¿Por qué? ¡Es por esa vieja cultura americana anglo-protes-tante! Y si no le parece bien su paquete de prestaciones sociales,

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SOPA AMERICANA

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no puede culpar a nadie más que a usted mismo. “En otras sociedades, la herencia, la clase, la categoría social, la etnia y la familia son origen primordial de estatus y legitimidad. En Esta-dos Unidos, sólo lo es el traba-jo”. Esto explica que el actual presidente de Estados Unidos sea hijo de un ex presidente de Estados Unidos.

Citando a toda una serie de autoridades mexicanas sin duda poseedoras de una amplia ex-periencia en duros trabajos ma-nuales (Jorge Castañeda, Car-los Fuentes y unos cuantos más), Samuel Huntington re-sume los hábitos de trabajo de los inmigrantes mexicanos de esta manera:

“El fi lósofo mexicano Armando Cintora explicaba las defi ciencias edu-cativas y de otro tipo de los mexicano-americanos por las actitudes expresadas en tres dichos: ‘Ahí se va’ (es decir, ¿qué más da?, con eso vale); ‘Mañana se lo tengo’; y el ‘valemadrismo’ (nada ‘vale madre’, nada merece la pena)”.

La minoría hispanaQuizá los camareros del Havard Club no den la talla. La cuestión es ¿para qué los queremos? Los norteamericanos han andado por el mundo pasándolo bien demasiado tiempo, y es hora de que vuelvan a la tarea de vigilar sus fronteras. El asunto que fi -nalmente preocupa a Hunting-ton es la cuestionable lealtad de los hispanos a Estados Unidos y los efectos que su numerosa pre-sencia puedan tener en la cultu-ra americana. Su inquietud se resume en el concepto de “segu-ridad societal”.

“Mientras que la seguridad nacional guarda relación, ante todo, con la sobe-ranía, la seguridad societal guarda rela-ción primordialmente con la identidad, la capacidad de un pueblo para mante-ner su cultura, sus instituciones y sus formas de vida”.

Los hispanos son actualmen-te la minoría más numerosa. En algunas regiones del país son ya mayoría. Dada su lealtad a sus países de origen, su obstinada adherencia a la lengua española y sus inferiores hábitos de traba-

jo, el hecho acabará sin duda arrollando la cultura e identidad de los primeros colonos (y no me refi ero a los hopi). No es jus-to para los estadounidenses que impongan paquetes de reformas económicas en México y mon-ten golpes de Estado en Guate-mala, y tengan además que ad-mitir a los inmigrantes de estos países. Sobre esta cuestión, ad-vierte Huntington:

Todas las sociedades se enfrentan a recurrentes amenazas a su existencia, a las cuales fi nalmente sucumben. Pero algunas sociedades, incluso frente a es-tas amenazas, son también capaces de retrasar su desaparición deteniendo y contrarrestando el proceso de decaden-cia y renovando su vitalidad e identi-dad. Yo creo que Estados Unidos puede hacerlo y que los norteamericanos de-ben reforzar su lealtad a la cultura, las tradiciones y los valores anglo-protes-tantes que durante tres siglos y medio han sido abrazados por los norteameri-canos de todas las razas, etnias y religio-nes, y han sido fuente de su libertad, unidad, poder, prosperidad y liderazgo moral como fuerza benéfi ca en todo el mundo.

Huntington y yo coincidi-mos en un punto: los estadouni-denses tienen pleno derecho a preocuparse por la manera en que su país y sus costumbres es-tán cambiando, y no tienen ni mayor ni menor derecho que otros países a intentar regular la inmigración. Ahora bien, no de-ben creer que el suyo es el único país que se enfrenta a cambios económicos y sociales; y no de-ben olvidar que tienen una parte signifi cativa en los cambios que hoy experimenta el mundo.

La sociedad y la cultura mexi-canas han cambiado mucho más, y de modo al menos tan negati-vo, a causa de los intereses norte-americanos como México ha afectado negativamente a Esta-dos Unidos. Ambos han tenido también mutuos efectos positi-vos. Si los norteamericanos tie-nen hoy que aprender español para poder hablar con su jardi-nero en California o para hacer negocios en Miami, pensemos en la cantidad de motivos que tienen los mexicanos para apren-der inglés. Samuel Huntington tiene razón cuando apunta a la

necesidad de una mayor aten-ción a la educación de los inmi-grantes, pero dicha educación no puede girar simplemente en tor-no al Juramento de Lealtad, Paul Revere o la memoria de El Ála-mo. Si los estadounidenses quie-ren contener la marea de gente deseosa de trasladarse a su país, deben unir fuerzas con los demás países ricos que comparten esta preocupación (Europa, Japón) y con los países de donde salen los emigrantes, y tomarse en serio la tarea de mejorar la situación mundial. Samuel Huntington denomina su solución al dilema de la identidad norteamericana “solución nacionalista”. Y lo es, pero también es una solución profundamente reaccionaria. Pese a hacerle el juego a la dere-cha cristiana, Huntington es ante todo un estratega político, una especie de Maquiavelo vesti-do de pastor protestante. Este libro está pensado para el mun-do de la política y no para una sesión a golpe de Biblia en las montañas Ozarks2.

Veamos cómo operan las ideas políticas de Huntington. No obstante su insistencia en la cultura, lo que defi ne la identi-dad estadounidense es el terri-torio y la ciudadanía. Si naces en Estados Unidos eres ciuda-dano estadounidense. Hunting-ton minimiza la importancia del territorio para los norteame-ricanos:

“La identidad norteamericana ha tenido, por tanto, varios componentes. Ahora bien, históricamente, el territo-rio no ha sido uno de ellos”.

Que se lo cuenten a la patru-lla de frontera. De hecho, la centralidad de ciudadanía y te-rritorio explica que Huntington pueda hablar de los mexicanos de un modo que sería impensa-ble si se estuviera refi riendo a los afroamericanos, aunque tam-bién ellos han ocupado una po-sición relativamente estable

como infraclase en Estados Uni-dos contemporáneo.

Samuel Huntington se sirve del hecho de que una parte de las clases trabajadoras de Esta-dos Unidos sea extranjera para introducir una cuña entre au-ténticos estadounidenses y aque-llos de lealtades dudosas; los ampersands3 (como él los lla-ma), liberales, o multiculturalis-tas. En suma, cualquiera no adepto a la cultura nacional de capitalismo (las ideas norteame-ricanas sobre propiedad, la su-blimación norteamericana de las malas condiciones de trabajo). De manera más inmediata, las hipótesis de Huntington con-vierten la alianza republicana entre ricos y derecha religiosa en una especie de romance na-cional. Su unión es la encarna-ción de la cultura anglo-protes-tante; es Estados Unidos. Sólo esta coalición de voluntades me-rece plena ciudadanía cultural.

La pretensión de imbuir la identidad nacional de un conte-nido específi co y fi jo (el conjun-to de generalizaciones y abstrac-ciones que Huntington deno-mina “cultura anglo-protestan-te”) es una maniobra para dar forma a lo que el magistrado del Tribunal Supremo Antonin Sca-lia ha llamado signifi cativamen-te la “raza” americana. La inten-ción no es enterrar las tensiones raciales que han asolado Estados Unidos sino desplazarlas. Una vez queda defi nida la raza ame-ricana, una vez queda defi nido quién queda dentro y quién fuera de ella, y una vez que nos sentimos embriagados por un sentimiento de superioridad moral y derechos colectivos, po-demos dedicarnos al asunto de dominar el mundo. Como Huntington no se cansa de de-cir, “la cultura importa”. ■

Traducción: Eva Rodríguez Halff ter

Claudio Lomnitz es catedrático de Antropología e Historia en la New School University, Chicago.

2 Th e Ozarks es una región mon-tañosa de Arkansas y Missouri. (N. de T.)

3 Ampersand es el signo &. (N. de T.)

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Cohetes (c. 1851)*

■ Incluso si Dios no existiera, la religión seguiría siendo Santa y divina.

■ Dios es el único ser que, para reinar, no necesita existir.

■ La voluptuosidad única y suprema del amor radica en la certidumbre de hacer el mal. –Pues el hombre y la mujer saben de nacimiento que en el mal radica toda vo-luptuosidad.

■ Amamos a las mujeres en la medida en que nos resultan extrañas. Amar a las muje-res inteligentes es un placer de pederasta. Por ello el bestialismo excluye la pederastia.

■ El entusiasmo aplicado a cosa distinta que las abstracciones es signo de debilidad y enfermedad.

■ La delgadez es más procaz, más inde-cente que la grasa.

■ Jean-Jacques decía que no entraba en un café sin sentir cierta emoción. Para una naturaleza tímida, el portero de un teatro se parece un poco al tribunal de los Infiernos.

■ La vida sólo tiene un encanto verdade-ro: el encanto del Juego. Pero ¿y si nos es indiferente ganar o perder?

■ Las naciones no dan grandes hombres sino a despecho de sí mismas, como las familias. Hacen lo posible por no tener-los. De modo que el gran hombre precisa, para serlo, de una fuerza de ataque mayor que la fuerza de resistencia desarrollada por millones de individuos.

■ A cada carta de un acreedor, escribid cincuenta líneas sobre un asunto extra-te-rrestre, y estaréis salvados.

■ Hay en el acto amoroso una gran seme-janza con la tortura o con una operación quirúrgica.

■ Si un poeta reclamara al Estado el dere-cho de tener en sus establos a unos cuantos burgueses, causaría una enorme sorpresa, mientras que si un burgués pidiese poeta asado, parecería algo de lo más natural.

■ Cuando haya inspirado el asco y el des-

precio universales, habré conquistado la soledad.

■ Este libro no está hecho para mis muje-res, mis hijas y mis hermanas. Gasto poco de eso.

■ Muchos amigos, muchos guantes –de pánico a la sarna.

■ Quienes me han amado eran gente des-preciada, incluso despreciable, si es que hemos de contentar a la gente bien.

■ Dios es un escándalo –un escándalo muy rentable.

■ Lo embriagador del mal gusto es el pla-cer aristocrático de desagradar.

■ Crear un tópico, en eso consiste el ge-nio. He de crear un tópico.

■ No hay nada tan absurdo como el Pro-greso, ya que el hombre, como vemos a diario, es siempre semejante e igual al hombre, es decir, permanece en estado salvaje. ¿Qué son los peligros del bosque y la pradera en comparación con los cho-ques y los conflictos cotidianos de la civi-lización? ¿Qué importa que el hombre le eche el guante a un pardillo en el bulevar o que le hinque el diente a su presa en

No muy valorada –ni bien valorada– su poesía por nuestros poetas más tonantes, que acaso ven en él a un oscuro heraldo del intemporal simbo-lismo (ya había simbolismo en el Poema de Gilgamesh, y en el homínido que en taparrabos elevaba al cielo sus plegarias), la obra de Baudelaire (1821-1867) que más atención despierta hoy en España es la ensayística, la del Baudelaire crítico de arte, fundador con Diderot de la moderna crí-tica (acaso los manes tutelares de la razón sestean sólo con un ojo). Esto no quita, claro está, para que los adolescentes sigan leyendo Las fl ores del mal, y aún quepa concebir esperanzas. El verdadero drama es por qué, con la llegada de la edad adulta, ya no se leen ciertos libros, por qué el antaño amante de Baudelaire se convierte en el alelado seguidor de un santón oriental, o en un equilibrado jerarca.

Pero junto al Baudelaire poético, hay otro también algo olvidado, un Baudelaire aún más impopular, quizá por obra de la infl ación democrática (exceso de discurso y defecto de práctica) que vivimos: el autor de fragmen-tos autobiográfi cos y de carácter moral, que se declara enemigo de la socie-dad burguesa (la nuestra) y deudor de cuanto singulariza al hombre: el dandismo (los dandis de hoy son de risa), la soledad (sólo existente ya en su versión más dolorosa y radical, más indeseable, pero olvidada como bien

electivo), los placeres extremados (hoy extremosos). Uno de los rasgos más notorios de este Baudelaire –además de su limpieza y transparencia expresi-vas– es su mano para la máxima, tanto para la exenta como para la inserta. Ante semejante propensión adagial y el tono y tenor de muchas de sus re-fl exiones en prosa, no es osado ver en él a un eslabón más de la rica tradición moralista francesa, una tradición que en buena medida constituye el sistema nervioso de las letras francesas. Formulaciones lapidarias las hay en Mon cœur mis à nu y en Fusées –textos de escritura aforística impremeditada, pues Baudelaire pretendía desarrollar sus asertos, que se quedaron en el estado de meros apuntes– y a lo largo de toda su obra crítica y ensayística. Tal don de síntesis, que suele asistir a todo poeta verdadero, unido al tono censorio, dan un moralista a carta cabal, un digno nieto de Chamfort o Rivarol.

Sorprende –y divierte también– ver cómo Baudelaire pensaba exacta-mente lo contrario de aquello que constituye nuestro pensamiento prome-dio (y eso que la selección evita ciertas perlas hoy inseleccionables). Si bien a estas alturas de ciencia en que nos hallamos, los exabruptos baudelerianos no levantarán escozores, sino una muy postmoderna indiferencia.

Selección y traducción de Jorge Gimeno

C A S A D E C I T A S

BAUDELAIRE ULTRAMONTANO

* La traducción convencional, y casi inevitable, de Fusées es “cohetes”, pero ha de tenerse en cuenta que en el uso que Baudelaire hace del término con-vergen al menos otros dos signifi cados: uno argótico “vómitos” y otro de carácter lingüístico “chorro verbal no exento de brillantez”.

bosques desconocidos? ¿No es, al fin y al cabo, el hombre eterno, esto es, el animal de presa más perfecto?

■ Se supone que tengo treinta años; pero si he vivido tres minutos en uno... ¿no tendré noventa?

■ Pueblos civilizados, que habláis boba-mente de salvajes y bárbaros, muy pronto, como dice d’Aurevilly, no valdréis ni para ser idólatras.

■ El hombre, es decir, cada cual, es tan naturalmente depravado que le importa menos el rebajamiento universal que la instauración de una jerarquía razonable.

■ Creo que se me ha ido la mano en eso que la gente del oficio denomina un ape-ritivo. Sin embargo no destruiré estas pá-ginas, pues deseo datar mi cólera.

Mi corazón al desnudo (1862-1864)

■ El primer recién llegado, con tal de que entretenga, tiene derecho a hablar de sí mismo.

■ Comprendo que se deserte de una causa para saber qué se siente al servicio de otra. –Acaso estuviera bien ser alternativamen-te víctima y verdugo.

■ La mujer es lo contrario del dandy. –Por eso es horrorosa. –La mujer tiene hambre y quiere comer, sed y quiere beber. –Está en celo y quiere que la follen. –¡Menudo mérito! La mujer es natural, es decir, abominable. –También es vulgar, es decir, lo contrario del dandy.

■ Dejar que nos condecoren es conceder-le al Estado o al príncipe el derecho de juzgarnos, de ilustrarnos, etc.

■ Ser un hombre útil me ha parecido siempre de lo más repugnante.

■ La Revolución, mediante el sacrifi cio, confi rma la superstición.

■ Sentimiento de soledad, desde mi in-fancia. Pese a la familia, y en especial entre los compañeros, sentimiento de des-tino eternamente solitario. –Sin embargo, gusto muy vivo por la vida y el placer.

■ No hay progreso (verdadero, es decir, moral) más que en el individuo y por el individuo. Pero el mundo está lleno de gente que sólo piensa en común, en ban-

dos. De ahí que haya mucha gente que no se divierte sino en grupo. El verdadero héroe se divierte a solas.

■ Se ha de trabajar, si no por gusto, al menos por desesperación, porque bien mirado, trabajar es menos aburrido que divertirse.

■ Me aburro en Francia, más que nada porque todo el mundo se parece a Voltai-re.

■ Ciertas mujeres son como la Legión de Honor: se las deja de desear porque se manchan con ciertos hombres.

■ Lo enojoso del amor es que es un cri-men en el que no se puede dejar de tener cómplice.

■ El gusto por el placer nos liga al presen-te. La preocupación por nuestra salud nos vincula al futuro.

■ Ante todo, ser un gran hombre y un santo para uno mismo.

■ ¿Qué es el amor? –La necesidad de salir de uno mismo. –El hombre es un animal adorador. –Adorar es sacrificarse y prosti-tuirse. –Todo amor es prostitución.

■ El ser más prostituido es el ser por ex-celencia, Dios, ya que es el amigo supre-mo de cada hijo de vecino, ya que es el depósito común, inagotable, del amor.

■ En el amor, como en casi todos los asuntos humanos, el entendimiento cor-dial es el resultado de un malentendido. Ese malentendido es el placer. El hombre grita: “¡Ángel mío!” La mujer se deshace: “¡Ah, ah!” Y semejante par de imbéciles se creen que piensan al unísono. El abismo infranqueable, responsable de la incomu-nicabilidad, permanece infranqueado.

■ Saint-Marc Girardin es autor de un apotegma que permanecerá: “¡Seamos mediocres!” Relacionarlo con este otro de Robespierre: “Quienes no creen en la in-mortalidad de su ser, se hacen justicia”.

■ Teoría de la verdadera civilización. No radica en el gas, ni en el vapor, ni en las güijas. Radica en borrar toda traza del pe-cado original. –Los pueblos nómadas, pastores, cazadores, agricultores e incluso antropófagos, todos pueden ser superiores por su energía, por su dignidad personal, a nuestras razas de Occidente.

■ Del odio de la juventud a quienes citan. El que cita es para ellos un enemigo.

■ Hermosa descripción, hacerla: la cana-lla literaria.

■ Gusto invencible de la prostitución en el corazón del hombre, de donde nace su horror a la soledad. –El hombre desea ser dos. El hombre de genio desea ser uno, so-litario. –La gloria consiste en permanecer uno y prostituirse de una manera singular. –Es a ese horror a la soledad, al deseo de olvidar el yo en la carne ajena, a lo que el hombre denomina noblemente necesidad de amar.

■ De cuernos y cornudos. –El dolor del cornudo. –Proviene de su orgullo, de un falso razonamiento sobre el honor y la fe-licidad, y de un amor neciamente esca-moteado a Dios en beneficio de las cria-turas. –El viejo animal adorador confun-diéndose de ídolo.

■ Cuanto más cultiva el hombre las artes, menos se empalma. –Cunde el divorcio entre el espíritu y la bestia. –Sólo el bruto se empalma en condiciones, y la jodienda es el lirismo del pueblo.

■ Follar es aspirar a entrar en otro, y el artista jamás sale de sí mismo.

■ El comercio es satánico, porque es una forma de egoísmo, la más baja, la más vil.

■ El mundo sólo sigue adelante gracias al malentendido. –Concordamos gracias al malentendido universal. –Ya que si por algún infortunio nos entendiéramos, ja-más concordaríamos.

■ No concibo que una mano pura pueda tocar un periódico sin una convulsión de asco.

■ La única manera de ganar dinero es tra-bajando desinteresadamente.

■ He cultivado mi histeria con regocijo y terror. Ahora, siento vértigo siempre, y hoy, 23 de enero de 1862, he sufrido una singular advertencia: he sentido el roce del ala de la imbecilidad.

Jorge Gimeno es poeta; autor de Espíritu a saltos.

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