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¿Cómo nos toca la guerra? Maestría en Desarrollo Rural Facultad de Estudios Ambientales y Rurales, Universidad Javeriana Bogotá. Noviembre de 2009

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¿Cómo nos toca la guerra? Maestría en Desarrollo Rural

Facultad de Estudios Ambientales y Rurales, Universidad Javeriana

Bogotá. Noviembre de 2009

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¿Cómo nos toca la guerra? Crónicas. Problemas Rurales. Noviembre 2009 2

PRESENTACIÓN

Este es el cuarto compendio de crónicas en torno a la pregunta

¿Cómo nos toca la guerra? Como en ocasiones anteriores, las

historias aquí contadas constituyen testimonios de mujeres y

hombres, que inician sus estudios en la Maestría en Desarrollo

Rural.

Esta experiencia de recopilación, pese a lo repetitivo que puede

parecer, ofrece otras perspectivas, actores, lugares y reflexio-

nes. Lo que me he estado preguntando tiene que ver con el

momento en que las y los autores deciden escoger una historia

y escribirla. Me pregunto por el proceso interno de discusión;

sobre cómo hacerlo; cómo contar algo de lo que alguna vez o

día a día viven, a veces incorporándolo como una parte más de

la realidad, tal vez sin muchas sorpresas y quizá con algo de

temor. Imagino las dudas por colocar los nombres reales de

lugares y de personas; supongo las preocupaciones por cómo

situarse en la narración. Y también percibo, cómo luego de esas

incertidumbres -rumiadas quizá en algún camino veredal y pen-

sando en esa tarea pendiente, que además es una exigencia

pero que no tendrá nota- la historia empieza a fluir, abriendo

recuerdos y afinando descripciones y emociones. Alcanzo a su-

poner, quizá de manera optimista, que cada crónica movió me-

morias, supuso una reflexión propia como sujeto en medio de

una guerra que por lo omnipresente, a veces se invisibiliza, co-

mo ocurre con la vida cotidiana.

Cada crónica ha logrado situar una historia concreta, haciéndola

única, particular. La ha sacado del anonimato de las anécdotas

que se acumulan y van perdiendo sentido, para ubicarla de ma-

nera protagónica en nuestra historia. Ahora, son testimonios.

Como testigos de esta realidad que nos ha tocado vivir, tenemos

un papel que cumplir en su recuperación y visibilización, para

que tanto dolor y resistencia no los borre el olvido!

Flor Edilma Osorio Pérez

INDICE

1. DE FRAGMENTACIONES

2. ¡NO LO LOGRÉ!

3. ¿Y ESTO PASA EN COLOMBIA?

4. DESDE EL SUR DE BOLÍVAR

5. ¡ELLA NOS TOCA! RELATO DE MÚLTIPLES VOCES

6. SOMBRAS DEL DESARROLLO

7. TODOS LOS CAMINOS CONDUCEN A…

8. DESDE LA CAPITAL…

9. CRUDA REALIDAD

10. LA OSCURA MANO DE LA GUERRA

11. PAGAN JUSTOS POR PECADORES

12. EN CARNE PROPIA

13. ENTRE EL DOLOR Y LA ESPERANZA

14. LA VIDA SE ME VINO A PIQUE

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1. DE FRAGMENTACIONES

Era como siempre un día muy soleado… ese sol y esas tierras

siempre tan dispuestas a multiplicar la bendita Erythroxylum

coca; bendita porque se oculta de los de afuera y bendita por-

que no muere, trae alegrías, comida, billete y modernidad... y

tan fácil. Maldita también… a veces; maldita porque engendra

muertes, problemas, desgracias.

Pero bueno; la historia no es esa. Allá todos los días son solea-

dos, la gente siempre le sube el volumen al equipo para que

todos los días parezcan de fiesta: ¿será una forma de olvidarse

de tanto lío? Los hombres ya están arriba… arriba en las monta-

ñas, trabajando y no vuelven hasta después de las 4, sólo las

mujeres se quedan en casa cocinando, aunque algunas suben a

cocinar a las montañas; el calor sólo da ganas de ver televisión

y encender el abanico, mientras esperan que llegue la hora de la

reunión con los que vienen de Ocaña.

La reunión siempre empieza tarde, porque toca esperar a todas

las mujeres que bajan de las veredas; la casa campesina se

llena de mujeres con sus hijos e hijas; a los pegotes les toca

aguantarse la reunión porque no hay quién los cuide en la casa.

En la reunión, una de esas muchachas que viene de Ocaña em-

pieza su charla diciendo que está preocupada… preocupada por

la mala comida que preparan las mujeres, por la ausencia per-

manente de las frutas y las verduras en los platos, por las des-

nutriciones de los pegotes y las pegotas. Algunas escuchan

atentas y se preocupan, otras sonríen como reconociendo tími-

damente su culpabilidad; las de la junta directiva regañan e

invitan a las demás al cambio.

Todo transcurre como se espera, pero de repente el ruido de un

helicóptero que aterriza en la mitad de la cancha que se encuen-

tra frente a la casa campesina, desata el caos y el desorden.

Todas las mujeres de la reunión con sus hijos e hijas corren a la

puerta, quieren ver lo que pasa; de la calle principal bajan co-

rriendo 4 soldados del ejército nacional que cargan en sus hom-

bros a uno de sus compañeros gravemente herido. Las personas

que corren desde la calle principal acompañándolos se ven muy

asustadas, algunas de ellas llegan hasta la puerta de la casa

campesina y conversan con las mujeres que ya no tienen el más

mínimo interés en la reunión; algunas se llevan las manos a la

boca, otras exclaman cosas como: “pobre hombre” o “que pe-

ca„o”. La muchacha que viene de Ocaña aún no comprende muy

bien qué es lo que pasa.

El helicóptero se eleva llevando consigo al soldado herido y una

tensa calma empieza a apoderarse del lugar de la reunión. De

repente la muchacha que viene de Ocaña se atreve a preguntar:

¿Y qué fue lo que pasó?

Y Sharel, una niña de 9 años que viene acompañando a su

mamá a la reunión responde:

Es que el soldado pisó una mina… así igualito le pasó a papito, él

también pisó una cuando yo estaba más pegotica, pero como a

él no se lo pudieron llevar rápido en helicóptero, se murió aquí

mismo, antes de salir de San Pablo. Yo todavía me acuerdo de

eso, le salía mucha sangre y lloraba y le decía a mamita que no

lo dejara morir.

La muchacha que viene de Ocaña, luchando contra un nudo

grueso que se hace en su garganta y aguantando con fuerza las

lágrimas, decide terminar la reunión.

2. ¡NO LO LOGRÉ!

Transcurría el año 2000 y el país en general atravesaba por un momento delicado en materia de orden público. Por supuesto la

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localidad de Sumapaz, con toda su historia y su condición de

zona roja, no era la excepción y cada vez más se hacía complejo

la permanencia en este lugar. Con todas estas dificultades, por

momentos muy peligrosas, algunas personas pensamos en la

importancia de este territorio, de su gente, de su belleza natural

y en especial de sus niños y jóvenes; por eso decidimos dar la

pelea a través de procesos concertados y creados desde la pro-

pia comunidad.

La presencia del grupo guerrillero (frente 53 de las FARC), se

convertía en un problema latente y permanente para niños y

jóvenes de la localidad, siendo aún más agudo el problema

cuando no se tenían oportunidades para el desarrollo de esta

población. Esto nos hacía pensar en la creación actividades, y

entre las muchas posibles nos decidimos por un grupo ecológico

que denominamos “cazadores de semillas de Sumapaz”, con dos

objetivos principales: conservar los recursos florísticos del Bos-

que Altoandino y crear oportunidades a niños y jóvenes para

evitar su ingreso a las filas de la guerrilla.

Creo que se hizo la gestión correspondiente y se obtuvieron re-

cursos y capacitación por parte de algunas instituciones distrita-

les entendidas del tema. Se convocó a la comunidad y se con-

formaron los grupos de trabajo; comenzamos a trabajar y sin

temor a equivocarme arrancamos sonrisas y alegrías de estos

muchachos, compartíamos conocimiento, ellos aprendieron y

también nos enseñaron cosas a los técnicos y los adultos, que

jamás nos imaginamos que sabían.

Todo transcurría de manera normal. Aún en esos momentos de

incertidumbre salíamos a los bosques, estudiábamos o conocía-

mos de las plantas y sus usos, y llevábamos material para un

vivero que se tenía para propagación de plantas. Cada uno de

los cazadores hacia un ensayo y se preocupaba por ser el mejor.

Dentro de este grupo numeroso de jóvenes se encontraba Deisy,

una niña que tan solo tenía 12 años, muy simpática, curiosa y

con ganas de aprender; quizá era una de las que más se gozaba

las salidas.

A finales del año 2000 cuando todos se iban de vacaciones, Dei-

sy la más pila, la más bonita y la que más aportaba y había

aprendido de todo eso de la conservación y de las semillas, se

dejó convencer de la guerrilla y se fue con ellos. ¡Qué tristeza!

Aquello por lo que habíamos luchado, por lo que había sido

creado el grupo ecológico, sencillamente se convertía en una

frustración. Haber perdido a un miembro querido y especial del

grupo causó tristeza. Pero cuando nos enteramos que Deisy, al

mes de ser reclutada, fue llevada a combate frente a un grupo

de soldados profesionales y había perdido la vida, sentimos ra-

bia y resentimiento. Luego fue Rodrigo y otros jóvenes más,

cuyos nombres no recuerdo ya.

Si logramos el objetivo de arrancar jóvenes a la guerra, no lo sé.

Pero si creo que valió la pena el esfuerzo, pues después de 10

años tenemos profesionales en la zona que están aportando su

grano de arena para que aún en medio de la guerra por lo me-

nos podamos sobrevivir y los niños y jóvenes de esta localidad

tengan oportunidades diferentes a las que les tocó vivir por esta

década.

Como profesional siempre me he preguntado si lo que hago

puede servir para que otras personas tomen el camino correcto.

Pero en este caso en particular, perdí a una de mis mejores

alumnas. ¡No lo logré!

3. ¿Y ESTO PASA EN COLOMBIA?

Desde que estudiaba en la universidad me preguntaba por las

desigualdades sociales del país. Inicie estudiando agronomía y

me entusiasmé mucho por el medio ambiente, la naturaleza, la

botánica; luego me encarreté con las plantas y terminé enfocado

en los cultivos, pero mientras este era mi enfoque de formación

en la carrera, por otro lado me seguía preguntando por qué la

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pobreza, por qué los indigentes, por qué los desplazados,… todo

ello lo escuchaba de mis amigos, la familia y las noticias. Luego

en la facultad comenzaron a aparecer grafitis como “tierra pa´l

que la trabaja”, “palma para la vida y no para la muerte”, “qui-

nua sabiduría popular” entre otros… que me cuestionaban cada

vez más y me llevaban a preguntarme ¿para qué sirve la agro-

nomía? Comencé a indagar con amigos, profes y conocidos tra-

tando de resolver mi inquietud y terminé encontrando en libros

y videos algunas experiencias de agroecología, eso sí, fuera del

plan de estudios de la carrera pues era un tema clausurado.

Después de conocer sobre agroecologia deseaba ir a trabajar

con comunidades. Entonces terminé asistiendo a clases en la

facultad de sociología, en la cátedra de sociología rural; se ima-

ginarán el choque académico, de entendimiento de esos concep-

tos, las lecturas largas y las discusiones complejas. Difícil, pero

muy enriquecedor: compartía con estudiantes de otras carreras

y todos aprendimos algo de los demás. Allí tuvimos una práctica

en una vereda de la ciudad y conocí de cerca, palpe de verdad,

la realidad campesina y la forma como se organizaban. Esto me

impulsó entonces a cuestionarme más sobre el papel de los

agrónomos en el campo; entendí que hay mucho por hacer e

intenté en la facultad buscar por dónde,… pero no, nada que

ver, esos temas son vetados; las respuestas de los profesores

eran: usted debería estudiar sociología o ciencias sociales, el

énfasis de agronomía es la producción y no los temas sociales,

entre otras muchas.

Fue en ese momento cuando con otros estudiantes dimos forma

y vida a un grupo de trabajo que llamamos “Arando”. Éste nos

sirvió de plataforma para invitar a campesinos de las diferentes

regiones de Colombia para que nos dieran a conocer la realidad

del campo. Hicimos nuestro mayor esfuerzo tratando de vincular

a más estudiantes y a los profesores, aunque estos últimos no

asistían argumentando que no eran espacios académicos. Fue

muy rica la experiencia y desde allí nos cuestionábamos con otros estudiantes sobre la necesidad de aplicar con otro enfoque

nuestra formación: que tuviera en cuenta al campesino, la segu-

ridad alimentaria y la agroecologia principalmente.

Gracias a estos encuentros, al contacto con campesinos y orga-

nizaciones sociales, conocí a las personas que al terminar mi

carrera me ayudaron a vincularme con el trabajo en el Magdale-

na Medio.

Inicié trabajando en un proyecto que los campesinos tenían de

seguridad alimentaria y granjas autosostenibles, financiado por

la Unión Europea en el marco de los Laboratorios de Paz. Ahí me

di cuenta que no sabia un carajo, que todo lo teórico de mi for-

mación no aplicaba allí. Poco a poco aprendí de los campesinos

muchas cosas de sus practicas de siembra, de las fechas de cul-

tivo, del corte de árboles con relación a la luna, de la relaciones

de trabajo entre ellos y sobre todo de su parte humana. Luego

vine a conocer la historia de la región y sentí mucho miedo

cuando me comenzaron a contar sobre las masacres, los despla-

zamientos, los huérfanos, los desaparecidos, etc.; entendí en la

práctica cómo la gente del campo siente eso que me contaban

mis amigos, familia y noticias en la ciudad; sentí mucho temor

al escuchar esos relatos; quería salir corriendo y llegar a casa,

donde se encontraba mi familia; eran sensaciones encontradas

pues a la par del miedo encontraba el afecto, el amor y la segu-

ridad que esos seres maravillosos “los campesinos” me brinda-

ban, generaban una sensación de estar en familia en donde en-

cuentras muchos hermanos, hermanas y papás y mamás por

montones. Ellos por su parte se alegraban de poder contar con

un profesional para que les “enseñara” y estuviera con ellos.

Estos sentimientos los mantengo vivos: esas comunidades los

brindan sin reparo alguno y son la fuerza que me mantiene para

seguir desempeñándome como profesional de apoyo a las co-

munidades campesinas.

Ellas siempre que uno sale lo acompañan, lo dejan en el carro,

lo recomiendan con el conductor y en el pueblo otro campesino lo recibe a uno y lo acompaña a la chalupa. Solo podría decir

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que esto se ha logrado porque nos aprendimos a querer desde

el dialogo, el compartir, el vivir sus necesidades, sus sueños y

estar con ellos.

Desempeñándome como profesional aprendí cómo comportarme

en las diferentes zonas: en la parte alta se siente mucha seguri-

dad porque tu no andas solo, la comunidad se mueve en grupos

por los caminos de una vereda a otra y siempre se avisa de ca-

serío a caserío cuando alguien sale para estar pendientes; toca

así porque están los grupos armados y en cualquier momento te

puedes tropezar con alguno de ellos y bueno la comunidad ya

tiene normas de convivencia que los actores armados deben

respetar. Aquí hay dos casos:

“Un día el ejército toma a un campesino y por llevar como cinco

millones de pesos y un revolver lo capturó para poderlo sindicar

de ser comandante guerrillero. Lo llevarían en helicóptero a la

capital, pero la comunidad reaccionó y como la persona era un

miembro reconocido en esa región, se agruparon alrededor de

100 personas y no le dejaron llevar, explicándole al ejército que

la persona es de la comunidad y que transporta el dinero así,

porque es el producto del trabajo de la mina de oro la cual es la

base de la economía por estos lados; y el arma porque existen

personas que pueden llegar a robar la plata en el camino y se

utiliza como medida de protección, pero que las juntas de acción

comunal son las que permiten que personas las usen, que no

son todas las personas, principalmente comerciantes, que las

juntas de acción comunal se responsabilizan por esta persona o

de lo contrario denunciarán el hecho ante la defensoría del pue-

blo. Bueno; al fin soltaron a la persona después de 12 horas.”

“En otra ocasión llego la guerrilla al caserío y entonces estaba

un señor vendiendo plátanos en su Toyota Land Cruser; venía

de una vereda que queda como a cuatro horas. Entonces la gue-

rrilla comentó que ese carro y ese señor eran raros y entonces

iban a quemar el carro, pero la comunidad se aglutinó al lado

del carro y no permitió el hecho y le dijeron a la guerrilla que

respetaran que el señor era campesino y vivía cerca y les estaba

ayudando, ya que el plátano estaba mas barato aquí que traerlo

del pueblo; al final la guerrilla se fue”.

Estos dos casos son tan solo una muestra de la autonomía que

las comunidades han ganado en medio del conflicto armado ya

que los actores con sus acciones involucran a la población civil

en este conflicto.

En las zonas planas cerca del río ya la cosa es diferente pues el

control por el paramilitarismo y el narcotráfico es fuerte. Uno

tiene que andar con los distintivos de la Unión Europea, de la

Ong y el escudo de Colombia, en el traslado de un punto a otro;

así vayas solo o acompañado, se debe mantener comunicación

constante por teléfono o por mensajes de texto con alguna per-

sona de la Ong o un familiar indicando por dónde vas (cada 15

o 30 minutos), ello por las desapariciones y acciones que se han

realizado en las riveras del río y que generan temor, esta es tan

solo una de las tantas medidas de protección que se deben to-

mar.

En alguna ocasión me pasó lo siguiente:

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“Salimos de Barranca para la vereda. Viajábamos a un taller-

encuentro de campesinos y allí se desplazaba un líder campesi-

no, la defensora del pueblo, un integrante de la Ong y yo; llevá-

bamos como 200 camisetas para entregar a los campesinos.

En el transcurso del camino, en el punto donde deja uno el río y

toma el carro, tomé el paquete con las camisetas y me quedé de

los demás miembros de la comisión. Entonces se acerca un se-

ñor y me pregunta ¿Qué lleva ahí? A lo cual le respondí: unas

camisetas. Luego me preguntó ¿Para dónde las lleva? Le co-

menté que para la vereda y a un evento, y siguió preguntando y

yo contestaba…, me acompañó hasta el carro y al llegar allí me

preguntó ¿quién es usted? En ese momento se acerca la chica

de la Ong que viajaba conmigo y el tipo se va. Luego el conduc-

tor del carro me dice él es el comandante de las águilas negras

aquí, y no se le puede contestar nada; entonces comprendí la

importancia de andar con los distintivos, no andar solo y saber

hablar.

En otra ocasión, en el pueblo en donde está ubicada la oficina

donde laboro, comenzaron a presentarse unas muertes (más o

menos una muerte diaria), al parecer por el conflicto entre pa-

ramilitares por el control de las rutas de narcotráfico. Me daban

ganas de salir para la vereda o para la casa y dejar el trabajo,

pero la señora dueña de la pieza en donde me quedaba le decía

a la hija: “mijita lleve al muchachito al trabajo y recójalo tam-

bién”; así fue como por los siguientes dos meses, más o menos,

siempre andaba con el celular en la mano y comunicándome

cuando salía y volvía a entrar a la oficina ya que se sentía miedo

de estar en el pueblo. Además, andaba acompañado la mayor

parte del tiempo, aunque la gente decía que el problema no era

conmigo, pero la verdad es que en una balacera uno puede re-

sultar gravemente herido o hasta perder la vida. Entonces decidí

madrugar a trabajar a la oficina y salir más temprano en la tar-

de. Romper con las rutinas.

Con otros profesionales que trabajaban en diferentes proyectos

diseñábamos nuestros propios escenarios para estar alegres en

medio de la tristeza y el temor. Entonces preparábamos comida

para todos en el apartamento de un amigo y llevábamos la

hamaca para pasar la noche allí; en ocasiones comprábamos

cervecitas y nos las tomábamos dentro de la casa en tertulia

porque no teníamos ni grabadora, y a las seis de la tarde ya

estábamos guardaditos compartiendo.

Esta pequeña nota es una muestra del conflicto en el que se

encuentra nuestra Colombia y de cómo la población vive en me-

dio de la guerra, a mí también me ha tocado vivirla por el traba-

jo que desarrollo, y bueno, toda esta experiencia me deja una

enseñanza: la importancia de valorarse como ser humano para

valorar al otro; la importancia de cuidarnos los unos a los otros

y cada día fortalecer los lazos afectivos que nos unen y nos mo-

tivan para seguir trabajando a pesar de las dificultades, de los

miedos y la incertidumbre de no saber cómo será el mañana en

estas regiones de nuestro país, donde la muerte, la pobreza, el

abandono por parte del estado y de la sociedad, las disputas de

poder entre los actores armados, entre muchas otros cosas, son

el pan diario para las personas de estos lugares.

4. DESDE EL SUR DE BOLÍVAR

Arturo Cova es un hombre urbano, que se acerca a los cincuenta

años de edad. Adoptó ese nombre cuando tenía veinte años y lo

hizo porque fue en ese momento de su vida que descubrió, con

admiración, a ese otro hombre aventurero y apasionado en el

amor, que terminó tragado por la selva, después de sufrir con

su amada Alicia todas las tropelías de las empresas caucheras

que expoliaban a indios y a colonos en el inmenso infierno verde

de la amazonia. Al igual que él –dice- cuando era muy joven, se

sentía un hombre desprendido, con alma de poeta y sueños de

explorador y aventurero incansable. Recuerda cómo, hasta los

años ochentas, todavía podía meterse en la selva a descubrir las rutas de las caucherías, de la quina y del oro del Guainía, y los

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olvidados caminos de indios. Más adelante sería imposible

hacerlo, so pena de ser declarado objetivo militar por parte de

cualquier bando de la guerra.

“La guerra entre Estado e insurgencia lleva más de cuarenta

años en Colombia. Todos los de mi generación nacimos en me-

dio de la guerra” -sentencia Arturo. En la medida que pasaba el

tiempo, que iba madurando, iba comprendiendo más la guerra y

sus horrores, sin entender las causas que la propiciaban. Jamás

se imaginó que iba a estar tan cerca del teatro de operaciones

de guerra. Sus convicciones sobre la necesidad de trabajar con

las comunidades, de conocer el país desde abajo, lo llevaron a

trabajar en zonas tan bravas, como el Guaviare de comienzos de

los años noventas y el Magdalena Medio desde finales de 1995.

En 1998, Arturo Cova, como minero y líder comunitario de San

Pedro Frío, un pequeño pueblo en las estribaciones de la Serran-

ía de San Lucas del sur de Bolívar, forma parte del éxodo cam-

pesino que desde el sur de Bolívar y el Valle del Río Cimitarra

movilizó a cerca de 10.000 hombres y mujeres, campesinos,

mineros, jornaleros y raspachines de coca hacia Barrancaberme-

ja. Un par de meses antes había ocurrido la masacre del 16 de

mayo, en la cual los paramilitares incursionaron en el barrio

popular El Campín, de Barrancabermeja y usurpando la alegría

de la gente que compartía desprevenidamente, asesinaron a 7

personas y se llevaron a 25 más como rehenes, los cuales a la

postre serían declarados como desaparecidos.

Los campesinos se movilizaban contra el incumplimiento de los

Acuerdos pactados con el gobierno durante las marchas campe-

sinas de 1996, que versaban sobre titulación de baldíos, arreglo

de las vías terciarias, puestos de salud y mejoramiento y dota-

ción de las escuelas rurales, permanencia de la pequeña minería

del oro, pero sobre todo pedían protección de su vida e integri-

dad física, abiertamente amenazadas por grupos paramilitares

que señalaban a los pobladores del sur de Bolívar como auxilia-dores de la guerrilla o como guerrilleros de civil. Ese estigma era

muy corriente, tratándose de una región con presencia histórica

de las guerrillas por más de 30 años.

Las consignas de “primero la vida” y “por la defensa de nuestro

territorio” guiaron la movilización de 1998.

Después de tres meses de permanecer en Barrancabermeja, en

condiciones de hacinamiento y crisis sanitaria y alimentaria,

ocupando escuelas, universidades y colegios de la ciudad, obli-

garon al alto gobierno de Pastrana, recientemente posesionado,

a sentarse alrededor de una Mesa de negociación. Arturo Cova

era uno de los voceros del movimiento. Su condición de hom-

bre trabajador, de campesino minero, de líder honrado y frente-

ro y con experiencia en esas lides pues había sido desplazado

del Guaviare y del Guainía a comienzos de los noventas, lo hacía

apto para representar los intereses populares del sur de Bolívar.

La Mesa de negociadores y facilitadores estaba representada

por ocho voceros campesinos, la Iglesia Católica, representantes

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del gobierno nacional, del gobierno local, ONGs, el joven Pro-

grama de Desarrollo y Paz del Magdalena Medio y las fuerzas

armadas.

Los voceros del movimiento le plantearon al gobierno sus de-

mandas, le reiteraron la petición de cumplir con los acuerdos de

las marchas campesinas del 96 y le exigieron, como punto cen-

tral, garantías para sus vidas e integridad física seriamente

amenazadas. En concreto le pidieron combatir a los grupos pa-

ramilitares que, para ese momento, desalojaban a los campesi-

nos de sus tierras, tomaban posesión de las fincas y ejercían

presión militar, en contubernio con la fuerza pública acantonada

en los cascos urbanos. Los campesinos denunciaban los despla-

zamientos que ocurrían con ocasión de los enfrentamientos en-

tre paramilitares y guerrilla, en un escenario de guerra en el que

las autoridades civiles y militares eran indiferentes o tomaban

partido del lado de los grupos paramilitares.

El gobierno prometió revisar los Acuerdos del 96, supuestamen-

te incumplidos –según sus palabras- . También prometió y firmó

un Acuerdo en que se comprometía a combatir los grupos para-

militares, pero se negó a entregar recursos de inversión del or-

den de $ 200.000 millones o más, que el movimiento exigía y

sustentaba. El gobierno argumentó que la situación fiscal no era

la más estable y que, sólo entregaría recursos si el movimiento

los presentaba en el marco de un Plan Regional.

El joven Programa de Desarrollo y Paz, que hacía presencia en la

región desde 1995, y que ya contaba con un diagnóstico global

de la región, fue garante y mediador de los Acuerdos entre el

gobierno y la Mesa de voceros campesinos. También la Iglesia

Católica representada en su Obispo de la Diócesis de Barranca-

bermeja. Los campesinos decidieron construir el Plan sugerido

por la Mesa de negociadores y facilitadores, al cual le dieron el

nombre de “Plan de Desarrollo y Protección Integral de los Dere-

chos Humanos del Magdalena Medio”, que sería conocido sim-

plemente como Plan Integral y cuya formulación se pactó en

tres meses.

Los Acuerdos firmados por Pastrana el 4 de octubre de 1998,

distensionaron el ambiente entre el campesinado y el gobierno.

La Mesa de voceros campesinos, con la colaboración del Pdpmm,

hizo todos los alistamientos necesarios para cumplir con el Plan

Integral. Se conformó un equipo humano para coordinarlo y

formularlo y se hizo el correspondiente programa de trabajo.

Entretanto, el movimiento campesino se preparaba para regre-

sar a sus tierras en el sur de Bolívar y el Valle del Río Cimitarra.

Mientras el Plan Integral empezaba su formulación el campesi-

nado retornaba a sus hogares. Sin embargo, se empezó a cons-

tatar que, a pesar de las promesas del gobierno, los campesinos

seguían siendo hostigados por las huestes paramilitares, desde

que salieron de Barrancabermeja y con mucha más persistencia

cuando llegaron a su territorio. El desplazamiento forzado se

profundizó. La formulación del Plan Integral avanzaba en medio

del fuego.

Arturo Cova y el resto de voceros campesinos seguían activos en

su función de orientación y apoyo en la formulación del Plan.

Programaban talleres con las comunidades de sus municipios -

poco más de 20- casi en condiciones de clandestinidad, en razón

a las amenazas que desde un principio recibió el Plan Integral.

Las comunicaciones entre esos municipios y Barrancabermeja,

eran difíciles. No obstante, llegaban noticias preocupantes:

“que los paramilitares estaban arrasando pueblos, haciendo re-

tenes y deteniendo personas, a quienes amarraban y se lleva-

ban a las partes altas de la montaña. Que quemaron varios ca-

seríos, en Altos de Rosario, en la zona minera de Buena Seña,

en Montecristo, Tiquisio y “Micumao”. “Que los líderes del éxodo

fueron declarados objetivo militar”. “que hay enfrentamientos

entre guerrilla y paramilitares casi todos los días”. “que la gente

está saliendo masivamente, en medio de los combates”.

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Este era el teatro de guerra del que hablaba Arturo Cova.

Jamás se imaginó, ni siquiera cuando vivió en el Guaviare, que

estaría tan cerca de la guerra. Nunca pensó encontrarse en me-

dio del fuego cruzado de dos bandos de guerra, con helicópteros

sobrevolando los caseríos y el ejército de la patria en posición de

retaguardia. Nunca, hasta ese momento, se imaginó que sacarle

el oro a la tierra fuera una empresa tan difícil. Años después,

desterrado de su territorio, trabajando una pequeña parcela en

Arauca y un poco más viejo, diría que lo que más lo aterrorizó y

conmovió fue verse en medio de las llamas tratando de ayudar a

salir de sus casas a mujeres y niños que lloraban, gritaban y

corrían despavoridos hacia ninguna parte.

Esa coyuntura de éxodo campesino y de formulación del Plan

Integral, seguramente contribuyó a engordar las cifras del des-

plazamiento forzado del sur de Bolívar, que registra entre 1997

y 2006, poco más de cincuenta mil personas expulsadas, de un

total de no más de 300.000 habitantes.

La formulación del Plan Integral se concluyó en enero de 1999,

pero ya no había campesinos en Barranca que lo respaldaran

frente al gobierno. Este contó con esa circunstancia y archivó el

documento que expresaba las aspiraciones de los marchantes

del éxodo campesino. Por su parte, los pobladores del sur de

Bolívar decían que: “para qué sirve un Plan Integral si matan y

desplazan a sus dolientes”?

Los voceros campesinos fueron amenazados y algunos fueron

declarados objetivo militar. A Edgar Quiroga, a quien cariñosa-

mente sus amigos lo llamaban “cuco”, líder visible de los voce-

ros campesinos del éxodo, compañero de Arturo Cova, lo retu-

vieron los paramilitares en noviembre de 1999, en San Pablo,

sur de Bolívar. Se dice que fue llevado al cuartel general de Car-

los Castaño en el Nudo de Paramillo; que fue torturado. Hacia

mediados del año 2000, en las páginas centrales del periódico El

Tiempo, se daba la noticia de que Carlos Castaño aceptaba que había matado a Edgar Quiroga, luego de hacerle un juicio en el

que se dictaminó que era un guerrillero. Su cuerpo, nunca apa-

reció y es lo único que su anciana madre reclama.

No se sabe a ciencia cierta qué pasó con los demás voceros

campesinos. Algunos pocos salieron del país; otros fueron des-

plazados y siguen luchando en otras regiones, y, los menos,

volvieron a sus parcelas en el campo o a las minas de oro y son

hombres y mujeres anónimos, que resisten la pertinaz guerra.

El Plan Integral vive en las mentes y el espíritu de pobladores

que fueron protagonistas del Plan y que aún permanecen en el

sur de Bolívar. El Pdpmm rescata el sentido del Plan en cuanto

a la vigencia de los derechos humanos, su defensa y protección

integral. De alguna manera, en las luchas reivindicativas del sur

de Bolívar, después de 1998, está presente el Plan Integral.

5. ¡ELLA NOS TOCA! RELATO DE MÚLTIPLES VOCES

Para responder esta pregunta decidí recoger opiniones de varias

personas en torno a una de las miles de actividades cotidianas

que realizo, como ir al trabajo, hacer deporte, ir de compras,

visitar a mi amigo, etc. Ahora bien, solo escogí ir de mi casa al

trabajo y miren lo que encontré:

Al salir de mi casa me encontré con mi amiga Ángela y al pedirle

su opinión sobre el interrogante ella contestó: ¨La guerra nos

toca de diferentes maneras de acuerdo al tiempo que nos en-

contremos y a las circunstancias¨.

Al llegar a la esquina del semáforo le pregunte a un joven estu-

diante de arquitectura de primer semestre y me respondió: ¨a

mi me afecta en la manera de vivir porque no se vive tranquilo¨

Esteban.

Transcurrido una cuadra y media en dirección al trabajo, le soli-cito el favor que me responda a la pregunta a una joven de 18

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¿Cómo nos toca la guerra? Crónicas. Problemas Rurales. Noviembre 2009 11

años y ella dijo: ¨La guerra me afecta porque se pierde el senti-

do de respeto a las personas, se empieza a ser como violento,

agresivo, el sentido de la muerte se hace algo normal y deja de

ser algo patológico¨ Paula Andrea.

En mi caminata observo al ejecutivo que con su estilo afanado

de caminar se detiene al escuchar mi solicitud y de manera muy

cordial procedió a responder: ¨He tenido la suerte de pensar

que la guerra no me ha tocado personalmente, pero tengo la

desdicha de sentir el terrible tacto de la guerra por la desventu-

ra de mis semejantes. Quizá sea la peor forma de sentir la gue-

rra¨ Vicente.

No acababa de responder el ejecutivo y repentinamente aparece

el joven de apariencia descomplicada con su morral a su espal-

da, su cabello largo y varios tatuajes en sus manos, no podía

dejar pasar a este individuo sin recoger su opinión y al detenerlo

y pedirle respuesta al interrogante él sin reparos contestó ¨La

guerra me toca porque el gobierno me la hace tocar¨ y se

marchó.

Habían transcurrido alrededor de diez minutos y ya empezaba a

creer que la guerra tiene un manto tan grande que si bien no

puede cubrirme, al menos sí me hace sombra.

Al seguir con mi camino, destino al trabajo, decido preguntar a

una mujer que esté en el rango de 50 a 60 años. Con facilidad la

pude localizar entre la multitud llevaba en sus manos un paque-

te de compras, cuando le pregunté ella con mucha naturalidad

contesto ¨a mí me toca la guerra porque he tenido que pagar

mucho más caro estos productos ya que parte de este dinero

será utilizado para matar colombianos.

En ese momento ya me sentía tocado y decidí llegar unos minu-

tos tarde al trabajo ubicándome en un lugar estratégico en don-

de podía recoger de manera tranquila muchos más testimonios y

así fue que me quede en la plaza del carnaval¨ y lean lo que

encontré:

¨La guerra si me afecta porque me da temor de dejar solos a

mis hijos ya que hay mucha inseguridad y en cualquier momen-

to les puede suceder algo malo, además en un tiroteo pueden

caer muchos inocentes¨ John.

¨Si me afecta, más que todo en el ambiente o sea que me gene-

ra un malestar en el estado de ánimo, me da preocupación, in-

dignación por secuestros. Económicamente me afecta al igual

que a todos los colombianos porque la plata que se invierte en la

guerra se podría invertir para otros fines productivos¨ Carlos.

¨Me perjudica en lo social porque el desplazamiento complica la

situación de la ciudad no hay trabajo y hay más desempleados,

me resulta más difícil conseguir trabajo¨ Jhoana.

¨Me toca la guerra porque hay inseguridad, falta de empleo, no

se respetan las decisiones de alguien; el dinero se lo emplea en

la guerra y no en lo productivo, educación, salud¨ Sandra.

¨Me afecta porque los reinsertados salen a atracar, hacen daño,

roban apartamentos. También porque no se puede viajar tran-

quilo¨ Érica.

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¿Cómo nos toca la guerra? Crónicas. Problemas Rurales. Noviembre 2009 12

¨La guerra en sí es la ruina del país y como yo vivo en este país

de alguna manera me afecta, de pronto no miro en este mo-

mento las consecuencias pero de alguna manera me afecta¨

Rosa.

¨Me afecta porque no encuentro trabajo ya que la plata se gasta

para la guerra y soy madre de dos hijos¨ Ana.

¨Me toca mucho sobre todo porque hay desempleo, mala vi-

vienda, la muerte de soldados y el país tan corrupto por el tal

presidente Uribe. Si el país tuviera otro presidente tal vez fuera

mejor¨ Paola.

¨De pronto seria insensible decir que no me afecta porque

económicamente la plata que se invierte en armamento, seguri-

dad, etc. se las podría invertir en otras casas que generen desa-

rrollo.

También me afectó cuando a mi hermana que trabajaba en In-

ternariño la secuestraron en la vía a Tumaco por una semana.

También porque es triste escuchar siempre en las noticias ata-

ques de la guerrilla, desapariciones que hace el ejército, corrup-

ción, ver masacres que hay en Nariño; mejor dicho ya no quiero

escuchar noticias¨ Catalina.

¨Me toca la guerra diariamente por la información y la desinfor-

mación que hacen los medios de comunicación todos los días,

sobre todo en la televisión el canal RCN y Caracol, eso hace más

daño que la guerra en sí¨ Alejandro.

A mí ya me ha tocado y me sigue tocando con estos testimo-

nios.

Entonces LA GUERRA NOS TOCA… ELLA NOS TOCA!!!!!!!!

¨la guerra es una acción de hombres que no se conocen y se

masacran, en nombre de hombres que como sí se conocen no se

masacran¨ Paul Valéry.

6. SOMBRAS DEL DESARROLLO

Para mi fortuna en los lugares en los cuales he vivido nunca he

presenciado hechos violentos o actos atroces, que pudiesen lle-

gar a marcar de una u otra forma mi vida; pero, haciendo me-

moria, hace aproximadamente unos diez años visité en el depar-

tamento del Casanare, un municipio que en este breve relato

denominaremos La Palma. En una visita que hicimos a la

hacienda de un pariente, ubicada llano adentro, en una noche de

luna clara, por cierto, escuché la historia narrada por el capataz

de nombre Víctor, quien ya finalizadas sus faenas cotidianas de

vaquería, comenzó su narración bajo el incandescente fuego de

una luz mortecina producida por una hoguera hecha por él y los

demás vaqueros en medio de unas planicies de nunca acabar,

con la constante presencia de extraños ruidos emitidos por ani-

males y los susurros del viento que se estrellaba contra los mo-richales que rodeaban el lugar que habíamos escogido para per-

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¿Cómo nos toca la guerra? Crónicas. Problemas Rurales. Noviembre 2009 13

noctar esa noche. Historia que para mí, rayaba entre la ficción

y lo despiadado e inhumano que puede llegar a ser el hombre.

Don Víctor, comenzó entonando una corta melodía de vaquería,

que según él se la había enseñado su abuelo, para alejar los

malos espíritus de la llanura y así protegerse no solo de ellos

sino, también, de los animales salvajes que circundan la zona y

de las personas que quieran echarles “mal de ojo” o hacerles

brujería. Empieza su relato lamentándose porque el llano de sus

padres había empezado a desaparecer paulatinamente por la

destrucción absurda de sus recursos naturales, y por la pérdida

de valores e identidad del otrora autóctono llanero, pues se de-

jaron contaminar por los colonos que llegaron a la zona, según

él, con malas costumbres y el afán de conseguir dinero y poder,

que cuando no se saben manejar corrompen a cualquiera.

Tras un profundo suspiro, como oteando el firmamento, evocan-

do años pasados, empieza a contar que por allá, por el año

1980, se empezó a hablar del hallazgo de un pozo petrolero que

generó gran expectativa entre los moradores de La Palma, pues

se especulaba que ahora sí se vería el desarrollo y el progreso

en el pueblo, pues al decir de los entendidos, el Estado iba a

empezar a enviarles “regalías” por la explotación de ese precioso

líquido negro. Pero esta afirmación con el correr de los días re-

sultó en parte ser muy cierta -exclamó en voz alta- ya que fue el

comienzo del fin de la tranquilidad y acontecer apacible que has-

ta ese entonces brindaba el pueblo La Palma. En efecto, como

primera medida llegaron grandes máquinas muy raras, marca-

das con palabras y dibujos, que, por más de que trataba no re-

lacionaba, ni entendía y menos el por qué esa llegada tan rápida

e inesperada de tantas cosas nuevas a la vez (gente, aparatos,

maquinaria, lujosas camionetas, casas móviles, luz eléctrica,

entre otras); en fin, todo comenzaba a cambiar tan rápido que

cuando menos se percataron, en menos de 2 años, de una po-

blación de unos 900 habitantes en el pueblo, se pasó a un pro-

medio de unos 1300 nuevos residentes, los cuales comenzaron a construir nuevas casas, cementar casi todas las calles del pue-

blo, colocar luz, agua y alumbrado público hasta en las zonas

lejanas del pueblo, construir enormes polideportivos y una de

las excentricidades más absurdas, el inicio de la construcción de

un puente en donde ni siquiera se necesitaba, ya que no pasaba

río o caño alguno por allí.

Adujo don Víctor, “no me entiendan mal, no es que yo esté en

contra del progreso ni el desarrollo para mi pueblo, con lo que si

me encuentro totalmente en desacuerdo es con el desorden en

que se dio tanto cambio”. Se quedó pensando con la vista fija en

el fuego, cuando de pronto observé que una lágrima resbaló por

su mejilla, la que rápidamente secó con su hombro y echando la

culpa a un insecto que, según él le entró en su ojo y le hizo llo-

rar, comenzó de nuevo a hablar.

-“De este proceso de cambio lo que más me afectó no fue la

infinidad de nuevas cosas que comencé a ver, sino la llegada y

rápido surgimiento de un grupo armado comandado por el pa-

triarca de una familia Buitrago, que luego se convirtió en el fa-

moso grupo paramilitar conocido como la Autodefensas Campe-

sinas del Casanare –AUC-, comandado por Martín Llanos, hijo

del creador del grupo. Ellos en sus inicios realmente se organi-

zaron para ser el brazo armado de los narcotraficantes que se

habían ya asentado en la región, encabezados por una familia

venida del departamento de Boyacá de apellido Feliciano. Con

el transcurrir del tiempo, en esta tierra sin Dios ni ley, se fueron

apoderando de todo, de las tierras, los ganados, los puestos

políticos, y hasta de las empresas que extraían el crudo”.

Según contó don Víctor, estos grupos ilegales estaban muy bien

organizados, tenían un jefe militar muy temido al que llamaban

“HK” y terminaron apoderándose de todo; se volvieron los due-

ños y señores de la vida, honra y bienes de quienes allí habita-

ban; comenzaron a imponer unas reglas absurdas, entre las

cuales que todo local, tienda o negocio debía pagar una pequeña

cuota de carácter obligatorio para garantizar su protección; los contratos celebrados con la administración pública debían cance-

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lar un porcentaje del valor total del mismo, mediante unas tasas

de cobro establecidas dependiendo del tipo de contrato a des-

arrollar; todas las fincas debían pagar un tributo por protección

y un porcentaje por animales vendidos, eso sí con previo aviso

al encargado de la zona para poder celebrar cualquier tipo de

venta, so pena de incurrir en decomiso, muerte de los semo-

vientes y hasta, en algunos casos tan absurdos, la muerte del

encargado de la finca en señal de lección para aquellos que no

querían colaborar o acatar las normas establecidas.

Las remembranzas del capataz lo llevaron a un domingo en la

tarde, cerca de las cinco, cuando se encontraba departiendo en

un caño (pequeño riachuelo) con su familia y unos amigos de la

vereda en la que vivía en ese entonces, cuando de repente lle-

garon dos camionetas Toyota color rojo, nuevecitas, ocupadas

por personas vestidas con camuflado militar, armas al cinto y

fusiles terciados. Se apeó uno de estos personajes y ya fuera del

vehículo preguntó a grito entero ¡quién de ustedes trabaja para

Clodomiro Méndez!; el silencio se apoderó de todos los allí pre-

sentes, quedándose mudos e inmóviles. El hombre de camuflado

volvió a vociferar: “¿Es que no hablo claro? ¿Quién de ustedes

trabaja o es el encargado de la hacienda de Clodomiro

Méndez?”. El silencio reinaba entre todos, cuando de repente el

individuo hizo dos disparos al aire y dijo: “Creo que este fusil

comenzará a preguntar uno por uno hasta que se rompa ese

silencio”; los niños comenzaron a llorar y las mujeres a conso-

larlos, aunque estaban igual de perturbadas, cuando en medio

se abre paso un joven de unos 24 años, de nombre Andrés

Pinzón, con una cara de niño que quien no le conociera no lo

pondría más de 18 años, y se identifica como el encargado de la

hacienda El Morichal, de propiedad de don Clodomiro Méndez.

El hombre de camuflado le dice: –“Viejito, acompáñenos que

tenemos que mandarle una razón muy importante a su patrón

con usted”-

Andrés volteó la cabeza hacia atrás y dio una mirada con unos

ojos llenos de terror y tristeza; lo subieron en una de las camio-

netas y se alejaron a gran velocidad del lugar.

Cuando los demás campesinos se percataron de lo sucedido,

entraron en pánico y angustiados por la suerte de aquél jovenci-

to, a toda prisa partieron de ese lugar, temerosos de que estos

individuos se devolvieran en cualquier momento. Emprendieron

una larga caminata, en medio de desechos, potreros y pantanos,

pero nunca por la carretera, ya que el miedo colectivo se había

apoderado de ellos; caminaron a tan apresurado paso, que en

menos de hora y cuarto llegaron al perímetro urbano de La Pal-

ma, recorrido que normalmente se hacía en más de dos horas.

Llegaron a donde Pedro Guíes, un compadre de Víctor, y au-

tomáticamente se dirigieron al comando de policía para informar

lo ocurrido. Allí los recibieron y comenzaron a narrar lo aconte-

cido con el muchacho (Andrés), que desconocían por qué se lo

habían llevado, que lo único que podían aseverar era que insis-

tentemente preguntaban por quién trabajaba con don Clodomi-

ro Méndez, que lo localizaran. El comandante les pidió una di-

rección en donde eventualmente pudiera contactarlos para in-

formarles la suerte del joven o por o si llegaran a necesitar de

nuevo su testimonio.

Los días pasaron y nada que se tenían noticias, ni de la policía ni

de la suerte del muchacho, hasta que en una mañana de lunes,

cuando estaban haciendo el ordeño, llegó una camioneta de la

policía a la finca (era la dirección de referencia que había dejado

en el comando de policía), y luego de saludar a don Víctor le

pidieron el favor de acompañarlos para identificar un cuerpo que

fue hallado en medio de una palizada del río Upía. Mientras se

ponía ropa limpia y despertaba a sus tres hijos, su esposa les

ofreció un tinto a los policiales y luego partieron hacia el lugar

en el que estaban haciendo el levantamiento del cadáver.

Después de unas dos horas de recorrido en carro y una a pie,

llegaron al rio Upía. Allí se encontraban dos personas que se

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¿Cómo nos toca la guerra? Crónicas. Problemas Rurales. Noviembre 2009 15

identificaron como de la Fiscalía, algunos policías y un grupo de

soldados fuertemente armados, que estaban prestando seguri-

dad en la zona; ya habían acabado de hacer el levantamiento

del cadáver y lo tenían dentro de una bolsa negra que abrieron y

se reconoció a Andrés Pinzón, el joven al que se habían llevado

los hombres armados. Comenzaron el recorrido de vuelta y dos

soldados cargaban el cuerpo en una especie de camilla elabora-

da con dos palos largos amarrados a la bolsa que contenía al

cuerpo; a medida que caminaban los funcionarios de la Fiscalía

indagaban al capataz, que si lo conocía, que de dónde era, que

quién era su familia; pero él solo pudo atinar a decirles que lo

único que sabía era que venía de Boyacá, nada más.

Habían transcurrido unos tres días desde la identificación del

cuerpo de Andrés, cuando se empezó a diseminar por la región

que lo habían matado para darle una lección a su patrón, porque

no había querido cancelar la cuota de protección que le habían

fijado para su hato. Igual sucedió con trabajadores de otras

ocho fincas, también se desquitaron con los empleados por no

sujetarse a las cuotas establecidas por este grupo insurgente,

les robaron sus pertenencias, se llevaron las cabezas de ganado

que quisieron; en fin, se convirtió en tierra de nadie, en donde

la vida no valía nada, hasta que decidió irse con su familia para

Yopal (capital del departamento).

El cambio fue duro para todos, nuevas costumbres, pasaron de

ser alguien en su vereda a ser un número más en esta ciudad.

Buscaron ayuda en la alcaldía, en la personería, en diversas en-

tidades gubernamentales pero si acaso recibieron uno que otro

mercado y algo de ropa usada que gente de buen corazón les

regalaba. Entre desdichas y una que otra alegría permanecieron

allí tres años; trabajando en construcción, con una compañía de

aseo, de celador, descargando camiones de mercado los domin-

gos, en fin …; hasta que un buen día, ya cansado de ese estilo

de vida, decidió averiguar con un compadre que todavía estaba

viviendo en el pueblo, cómo se encontraban las cosas, y se en-teró que el supuesto pozo no resultó ser lo que esperaban, que

los ingenieros se fueron y que el ejército volvió a hacer presen-

cia permanente, por lo que había disminuido la presencia de las

AUC pero de paso el tan anhelado dinero de las regalías por la

explotación del petróleo, también había dejado de percibirse.

Esta noticia lo alegró tanto que automáticamente organizó viaje

de regreso y al otro día ya estaba de vuelta en su pueblo con su

familia. Cuando llegaron a La Palma, apenas se habían apeado

del bus en el parque principal, dio un rápido vistazo y observó

una serie de construcciones sin terminar, casas abandonadas,

llenas de señales de la guerra que allí se había vivido, y se le

achicó el corazón pues más parecía un pueblo fantasma. En se-

guida partieron para su parcela; encontraron la casa casi derrui-

da por el abandono. Comenzaron de nuevo la vida en ese lugar,

y se enteraron de un sin número de hechos de barbarie que

habían sido cometidos por las AUC, mujeres violadas, hombres,

niños y mujeres asesinados de forma despiadada, ora enterra-

dos vivos, ora quitándoles piernas y brazos hasta darles el golpe

de suerte; seres humanos y sus bienes expropiados a la fuerza o

calcinados; muchos de sus parientes y amigos desaparecidos,

gran parte de ellos seguramente comidos por los caimanes y las

pirañas de los ríos y caños donde los botaban.

Finalmente don Víctor vuelve a suspirar largamente, cortando su

historia abruptamente y diciendo como a manera de conclusión:

-“La guerra y la violencia duermen un poco por ahora en esta

zona, pero temo que en cualquier momento despierten y co-

mience de nuevo ese calvario, pero ahora quizá para mis

hijos…”-

Don Víctor bosteza y exclama: “Bueno debemos dormir ya, ma-

ñana la jornada de vaquería se reiniciará muy temprano”.

7. TODOS LOS CAMINOS CONDUCEN A…

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¿Cómo nos toca la guerra? Crónicas. Problemas Rurales. Noviembre 2009 16

Me llamo Pedro, mis amigos me dicen Pepe, tengo 17 años y

estoy a punto de cumplir los dieciocho. Desde que nací he reco-

rrido estas montañas; no recuerdo otros lugares que no sean el

pueblo y las veredas más cercanas. Pienso en lo que tengo que

hacer y no tengo respuestas; me siento encerrado, acorralado,

ya no soy un niño y todos me miran diferente. No se para dónde

ir, pues no conozco a mucha gente.

Mi cuerpo crece, mi mente no se queda quieta, siento que la piel

no resiste mis deseos y que tengo que hacer algo. Todos dicen

que me ponga a trabajar y no hay trabajo. Yo le ayudo a cuidar

las vacas a don José, el vecino de la finca del frente; él trabaja

en la ciudad y viene de cuando en cuando. El viejo es buena

gente y me paga un jornal semanal por cuidar las vacas y la

tierra; además nos permite tener una ternera en la finca, como

apoyo por el cuidado de sus tierras.

Yo vivo con mi madre y mi hermana en un ranchito muy peque-

ño; hasta hace muy poco tiempo solo teníamos una pieza, la

cocina y el baño. Mi hermana se consiguió unos pesos y pudo

construir una pieza en material. Ahora yo duermo en el cuarto

viejo y las mujeres en el nuevo.

No solo me la pasé peleando en la escuela de la vereda y de las

otras veredas hasta que ya no me recibieron en ninguna; la ver-

dad: no me interesaba aprender a sumar o leer. También re-

corrí los valles, las montañas; aprendí sobre el aire, las flores y

las aves. Me gocé hasta no más mi soledad y los días enteros en

el rio. No sé lo que es el miedo de la noche, ni el dolor de la

muerte. Soy como un animal silvestre, sin temores en el campo,

pero con mucha prevención para salir de aquí.

Mi verdadera ilusión es manejar una volqueta; siempre he pen-

sado en tener una de esas “brigadier”. Me imagino en ella, con

un buen equipo de sonido, escuchando vallenatos y viajando por

los pueblos ¡Tengo ilusiones!, aunque la gente no las vea.

Ayer en el mercado del domingo se llevaron a Arnulfo; bien me

dijo mi hermana: “por allá no se asome Pepe, no quiera que lo

cojan”. Hoy es un día común y corriente, desde la loma se ven

las vacas de don José y no pasa nada. El cucho no vino ayer,

casi siempre viene los domingos, por lo menos me desaburre y

me trae plata. Aunque si me la trae el domingo mi hermana se la lleva para el mercado y me deja sin nada.

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¿Cómo nos toca la guerra? Crónicas. Problemas Rurales. Noviembre 2009 17

“¡Baya busque trabajo Pedro, que hace ahí criando mañas!”, me

grita mi mamá, “haga como su hermana que cocina en la escue-

la y busca qué hacer, no está pensando pendejadas”. Al fin y al

cabo a mi hermana le pagan lo mismo que a mí por cocinar to-

dos los días para los chinos de la escuela, lo mismo que a mí,

que desde esta piedra cuido el ganado del viejo José. Mañana

voy a donde don Carlos haber si me da unos jornales en las co-

gidas de café. Al fin al cabo mañana será otro día.

¡Pepe, Pepe!, vaya se esconde marica que andan buscando ma-

nes. Y eso ¿quien?, los muchachos. ¿Cuáles? ¡Ahora se va hacer

el pendejo!... Me voy p´al monte. ¡Corra marica! Piérdase.

Pasan unas horas… “Pedro, ¿donde andaba? Dice la vieja. “Por

ahí mirándole el ganado al cucho José” contesto. Pobre mi vieja

si supiera que me le escondí a los guerros; no me jodería tanto

la vida. “¿Ya hay algo que comer?” pregunto. “¡De lo que trajo!”

me dice ella con rabia. Coma mucha… “¡Pepe, Pepe!” Grita mi

hermana “¿Y ahora qué?”. “¿Qué pasó? se llevaron a Arnulfo!”,

“No Pedro, se llevaron al hijo de Marcos al ´mono` ese que es

como pendejo”. “¿Qué? ¿Al “mono”?. “Si, Pepe”. “¿Quién se lo

llevó?”, “unos manes que dicen que ahora todo va a estar bien

por aquí”.

En el trascurso de la conversación con mi hermana, continúo

diciendo: Mañana me voy para donde don Carlos a ver si me da

trabajo en las cogidas de café. “Pepe, allá están los hijos de la

comadre de mi mamá y están diciendo que p´abajo está mejor

el trabajo”. “¿Cuál trabajo?”. “Allá con los mágicos”. “¿De ras-

pachín?” “Pedro, mejor vamos al río y me ayuda a recoger las

canastas de guayaba para venderlas mañana”.

En la noche… Mamá, las estrellas están muy brillantes esta no-

che. “Eso es porque las almas vuelan buscando los sueños de los

desocupados. Más bien váyase a dormir y deje de estar mirando

p‟al cielo, que allá ya no se acuerdan de nosotros” dice ella en tono seco y me manda callar.

Al día siguiente… Otra vez ese gallo, ya amaneció. Me voy p‟a

donde don Carlos… ¡Mamá! ¿Dónde está el pantalón que me

trajo el cucho José? “¡Pedro venga tome tinto!, Pero rápido, me

voy p´a donde don Carlos; la bendición más bien”.

De camino por la carretera solo… Suena un carro grande; ¿será

una brigadier? Será… no, es el ejército, no joda están de cacería

temprano y vienen con toda. “Hey pelao no se esconda. Se voló

este… ¡Tras él”.

Corrí y corrí, no se por cuánto tiempo; sentía que el corazón se

me salía y el pecho me ardía, la mente se pone en blanco y lo

único que atinaba era a correr sin límite por los caminos que

solo yo he recorrido respirando en silencio y con dificultad.

Detrás de los matorrales, con todos los sentidos prestos a cual-

quier situación está Pedro: la mirada fija y atenta al mínimo

movimiento, los olores de los intrusos develando su posición, el

oído alerta para no distraerse con los sonidos ya conocidos y el

viento golpeándole el rostro lo hacen consiente del sudor que

escurre por su frente. ¡Otra vez se les volvió a escapar!

Finalmente me pude esconder de los soldados en la loma de los

colorados, allí escuche que el sargento les gritaba “¡cojan ese

carbrón, que no se les escape! ¡Cójanlo que si lo dejan escapar

los pongo a trillar duro!”.

Si antes estaba encerrado ahora va a ser peor; no tengo a

dónde ir, no tengo trabajo, no tengo plata, no tengo estudio, no

tengo… no tengo… Lo que creí que tenía parece que no sirve a

nadie; “ser campesino, pobre, trabajador muy honrado”, como

dice el disco no me sirve para vivir aquí, y como veo las cosas

en ninguna parte. O soy soldado o me cogen los muchachos o

me meto a raspachín. Lo único que sé es que quedarme aquí ya

no es posible, pues ya soy visible y de hambre no me voy a mo-

rir. A nadie le debo nada porque nadie me ha dado nada; solo a

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mi vieja y a mi hermana. Cualquier dirección que coja será igual

al fin y al cabo todos los caminos conducen a la muerte.

8. DESDE LA CAPITAL…

Bogotá, tal y como la describe Carrizosa (Carrizosa, Julio, Co-

lombia de lo imaginario a lo complejo, 2003: 17-18), pareciera

que fuera otro país, alejada y protegida contra las desgracias

que agobian al resto de la República, hasta el clima y por consi-

guiente la vegetación parecen de un país de zona templada.

Refugio de los cientos de miles de refugiados primero de la vio-

lencia de la mitad y finales del siglo XX, y comienzos del siglo

XXI, Bogotá concentra cada día mayor poder y riqueza, renun-

ciando a entender las causas de la guerra y consumiéndose en

una indiferencia con la creencia de que si el resto del país la

imitaran cesaría el conflicto.

Para las personas de mi generación y que nacimos en Bogotá,

nos fuimos acercando a la guerra a través de la televisión. Al

comienzo las noticias llegaban en forma esporádica y desde

algún lugar recóndito lejano en nuestra imaginación. Después

con más frecuencia, y según recuerdo, en aquellos tiempos los

movimientos guerrilleros tenían alguna legitimidad, eran según

decían los mayores, la respuesta a las injusticias y desigualda-

des sociales. Al parecer, las masacres y los secuestros no hacían

parte de la guerra y pareciera que ésta se limitaba sólo a dos

bandos sin involucrar a la población civil.

En la medida en que fuimos creciendo seguimos viviendo la gue-

rra a través de las noticias; recuerdo que el movimiento guerri-

llero 19 de abril M19, se hizo famoso por el robo de la espada de

Bolívar, lo que constituyó un acto emblemático, cargado de mu-

cho significado “libertador”. Por aquél entonces los integrantes

de la cúpula de esta guerrilla eran intelectuales, profesionales e

ideólogos rodeados por un halo de leyenda. Hasta que sucedió lo

de la toma del palacio de justicia. Ese fue un día memorable, de nunca olvidar. Por vez primera los acontecimientos que eran

distantes se tomaron la ciudad por asalto, a sangre y fuego.

Creo que ese día cambio todo en mi mente. Por primera vez

entendía la magnitud de la tragedia que es la guerra.

Con el paso de los años, la experiencia estudiantil en la Univer-

sidad Nacional, me introdujo en otros aspectos, en la otra cara

de la moneda: percepciones diferentes de lo que conocía hasta

el momento. Discursos de corte socialista y Leninista. Persona-

jes de diverso tipo, reaccionarios, filósofos, ideólogos, todos

conviviendo en el alma mater, unos por convicción y otros, por-

que estaba de moda hablar y ser de izquierda.

Cuando comencé a ejercer mi profesión, como ingeniero agró-

nomo del Comité de Cafeteros de Cundinamarca, por cuestiones

de trabajo comencé a viajar a sitios catalogados como “zona

roja” en la provincia del Rio negro en Cundinamarca. Allí conocí

el miedo de la gente, las viudas, los huérfanos, los desplazados,

los desarraigados, en fin, compartí su miedo y llegué a lugares

donde el ejército en el monte tenía sus cambuches.

Por aquella época la violencia y la agresión llegaron a un punto

de máxima intensidad. Fue la época en que nuevos y diversos

actores entraron a formar parte del conflicto, lo que desenca-

denó una cadena de violentas agresiones en el campo y en las

ciudades. Fue la época de las vendettas de los esmeralderos en

las céntricas calles; el inicio de las autodefensas, de los carteles

de la droga, de la guerra entre carteles y posteriormente de la

persecución de los grandes capos por parte del grupo élite de la

policía nacional y en medio del fuego de este múltiple caos, la

población civil.

Una vez en el Meta, razones de trabajo me llevaron a un pueblo

llamado el Calvario. Allí compartí con la comunidad una semana

inolvidable de mi vida. En el día con los campesinos, compar-

tiendo sus expectativas, sus problemas, su comida, en medio de

una niebla eterna y de una llovizna pertinaz. En las noches, en un desvencijado hotel del pueblo, sumido en la penumbra a cau-

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sa del toque de queda declarado por el ejército, los pobladores

narraban a la luz de las velas, la toma del pueblo por la guerrilla

de las FARC. Oía con atención las historias de hombres y muje-

res, de jóvenes y viejos que habían padecido todo el rigor de la

guerra, de heridos trasladados en helicópteros, de un pueblo

que partió en dos su historia; un pueblo en donde el sitio turísti-

co lo constituyen las ruinas carbonizadas de lo que una vez fue

una estación de policía. Un pueblo que después del asalto se fue

progresivamente quedando solo.

También por razones de trabajo, tuve la oportunidad de recorrer

hermosos paisajes del Cauca y Nariño, y mientras conversaba

con los campesinos e indígenas, oía el sonido del avión fantasma

sobrevolando, mientras que con el transcurrir de las horas una

inquietud se iba apoderando de todos, por las incertidumbres

que podría traer la noche. Cuando empezaba a ponerse el sol, la

preocupación era salir rápidamente en busca del amparo de la

ciudad. En esas salidas a zonas de conflicto siempre me acom-

pañaba el miedo, porque era la época de las pescas milagrosas.

Sin embargo tuve la fortuna de que nunca me pasó nada.

Con la muerte y extradición de los grandes cabecillas de los car-

teles, la guerrilla asumió el control del narcotráfico y la lucha

armada se convirtió entonces en un negocio de droga, de se-

cuestro y de muerte. Toda una vida generaciones y generacio-

nes inmersos en una guerra eterna e inhumana que acabó con

nuestros sueños de conocer la paz o de soñar con ella.

Después mi trabajo me alejó del campo, de las comunidades,

del olor a leña, a suelo húmedo y vegetación frondosa, del mie-

do, de la cruda realidad que padecen millones de compatriotas y

me convertí en un burócrata más, ajeno y distante a la realidad

y no sé si se fue apoderando de mí una indiferencia mortificante.

Sin embargo, sé con toda certeza que donde esté y a donde

quiera que vaya, nunca podré alejarme de la guerra, porque ella está en mí, porque soy parte de ella, porque está presente en

todas partes, en la política, en la economía, en las calles, en el

día y en la noche, en los millones de desplazados y violentados

por ella.

Todo lo anterior me conduce a concluir, sin lugar a dudas, que

todos los colombianos en mayor o menor grado hemos sido to-

cados por la guerra de forma directa o indirecta, por más o me-

nos tiempo. Todos somos producto de una cultura amalgamada

en la violencia y desde hace mucho tiempo ésta se ha convertido

en nuestra forma de vida. Vale la pena preguntarse, ¿cómo sería

la vida individual y colectiva sin la guerra?; ¿cómo sería nuestra

economía, nuestra salud, nuestra educación, nuestra forma de

percibir la realidad y de relacionarnos con el ambiente? Tal vez

estamos condenados a no encontrar jamás la respuesta, porque

nuestros cerebros, nuestro razonamiento, están contagiados por

la guerra.

Esto nos permitiría también concluir que todos los Colombianos

somos excluidos, marginados y desplazados por la guerra con

relación a gran parte de la humanidad que no vive esta tragedia.

Pero desde luego, al interior del país, unos son más desplaza-

dos, excluidos y marginados que otros. Parece que los efectos

del conflicto armado tienen un gradiente de intensidad, el cual

es más acentuado en las zonas distantes del país, donde la au-

sencia del estado es mayor y decrece en la medida en que hay

mayor cercanía a los poblados, sin querer decir que éstos están

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exentos completamente, porque de acuerdo a mi experiencia en

algún momento han sido escenario de la guerra urbana.

9. CRUDA REALIDAD

Comienza el día, como de costumbre me levanto temprano, me

dispongo a tomarme un buen café y a disfrutar de la brisa de los

frescos amaneceres caucanos, antes de empezar a organizar las

labores del día.

Reviso mi agenda y tengo pendiente una cita en el internado de

Toribío, municipio al cuál decidí ir por un tiempo para conocer

todo el proceso organizativo de la comunidad indígena Paéz. El

objetivo de la visita consistía en recorrer el colegio, conocer sus

instalaciones, observar las labores académicas y técnicas que

vienen adelantando los estudiantes acompañados por algunos

de sus profesores.

Todo parecía indicar que iba a ser un día “normal”. Me dispuse a

caminar hacia el colegio, que queda a 20 minutos saliendo del

centro del poblado, en una finca grande donde se pueden divisar

las montañas, el paisaje y el casco urbano del municipio, así

como la salida del mismo. Cuando me encontraba en la sala de

internet del colegio, de pronto vi que llegó de manera pausada

un profesor quién me dijo “se están tomando el pueblo”, yo no

entendía que era lo que me estaba diciendo y luego repitió: “¡la

guerrilla se está tomando el pueblo!”, yo no lo podía creer, y

pensé por un momento, que me estaba haciendo una broma.

No sé qué estaba pasando, lo cierto es que salimos del salón,

estudiantes, profesores y personal que labora en el colegio así

como líderes y visitantes que se encontraban a esa hora allí.

Desde la cancha empezamos a observar que pasaban varios

carros llenos de personas vestidas de prendas militares con bo-

tas de caucho en dirección al pueblo. De pronto se empezaron a

escuchar disparos y estruendos, la gente decía que lo que sona-

ba eran cilindros bomba. Por las montañas empezaron a bajar

largas filas de guerrilleros. Nosotros observábamos atónitos

desde la distancia.

Al poco tiempo empezaron a sobrevolar helicópteros y los gue-

rrilleros desde las montañas se defendían disparando para evitar

el acercamiento de las aeronaves. Todo parecía como de pelícu-

la; nunca antes había visto tan de cerca una toma guerrillera, ni

mucho menos un enfrentamiento entre los ejércitos. Era real, lo

estaba viviendo muy cerca, estaba asustada y a la vez preocu-

pada, porque aunque no estaba en el pueblo, imaginaba lo que

estaban sintiendo sus pobladores, la destrucción de las casas,

los ataques desde la tierra por parte de la guerrilla y desde el

aire por parte del ejército; no pude dejar de sentir zozobra y

pensar en cómo se encontraba la gente con la que trabajaba y

que estaba en el pueblo en medio del enfrentamiento.

Pronto comprendí que lo que estábamos viviendo, no era extra-

ño para los pobladores de la región, por la forma de actuar y de

asumir la situación. Por momentos pensé que lo que estaba pa-

sando era común a ellos y aunque para mí era extraordinario,

para ellos esa situación era parte de su historia, pues no era la

primera ni la última vez que presenciaban un hecho como éste.

Me daba cuenta del coraje que mostraban al encontrarse, no en

medio del conflicto, sino sentando una posición como comunidad

a pesar de estar en condiciones de desventaja relativa, pues,

aunque los pobladores no tenían armas, la guardia indígena y

las organizaciones se hicieron presentes para defender su terri-

torio, impidiendo que la guerrilla atacara sus instituciones. En el

sitio en que me encontraba había rumores de la gente sobre la

intención de la guerrilla de atacar no sólo a las instalaciones

donde residía la policía del pueblo, sino también la alcaldía, los

medios de comunicación comunitarios y a la emisora del proyec-

to indígena NASA.

Es impresionante cómo la comunicación se da en medio de los

acontecimientos, pues la comunidad alcanzó a reportar ante los

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organismos internacionales lo que estaba sucediendo. Creo que

primero se enteraron fuera de Colombia de lo que estaba pa-

sando que al interior. No sólo eso me tranquilizó, sino ver la

fuerza con que actúan estas comunidades y el “humor” que ma-

nejan en medio del conflicto al comentar entre ellos todas las

anécdotas y experiencias que han vivido por varios años de en-

frentamientos no sólo con la guerrilla, sino también con la fuerza

pública.

Yo no alcanzaba a entender el por qué unos hombres se agre-

den, no encuentro lógica a estos sucesos. Muchas veces deci-

mos que estamos en guerra, que vivimos un conflicto, pero otra

cosa es estar presente y sentirse en medio de él. Por un mo-

mento pensé a qué horas empezarían a atacarnos a los que

estábamos en el colegio, pues éramos bastantes y entre ellos

habían líderes y dirigentes, pero me tranquilicé, cuando un líder

me comentó que eso era imposible, pues de algún modo nos

encontrábamos protegidos por ser la institución educativa un

territorio neutral, de manera que no era posible ser “objetivo

militar” o blanco de los ataques.

Pasan las horas, el combate se prolonga y empieza a anochecer,

los ataques siguen, el sonido de los disparos y detonaciones a

manera de pólvora continúan, creo que durante toda la noche

van a seguir y cada vez que suenan pienso en dónde habrán

caído, a quién habrán herido o qué daño habrán causado. Nun-

ca me había molestado tanto escuchar el ruido de los helicópte-

ros sobrevolando, de los sonidos de pólvora y las detonacio-

nes. Trato de evitar concentrarme en los ruidos, hablando con la

gente que está a mi alrededor, o haciendo cosas que normal-

mente son cotidianas como comer, caminar, hablar con alguien

o ver televisión, pero los sonidos vuelven a mí y me hacen re-

cordar la situación en la que me encuentro.

Y de pronto vuelvo nuevamente a la realidad, y me doy cuenta

que hay hombres enfrentándose de manera ilógica e inhumana y lo que es peor, hay una población que se encuentra atrinchera-

da, en medio del conflicto, escondidos en sus casas o buscando

un lugar de refugio, pasando la noche en vela preocupada por su

vida y por no saber en qué momento puede ser alcanzada por

una bala o por una explosión. Creo que esta noche nadie va a

dormir.

La gente se organiza para la comida y para ubicar a las mujeres

y a los niños en lugares para el descanso, pero ¡nadie puede

descansar! A mí me ubican en un camarote que comparto con

otras personas que me aconsejan que trate de dormir y descan-

sar. Yo hago el intento, pero cada vez que trato de conciliar el

sueño, me despierto sobresaltada por el ruido de los explosivos

y se vienen a mi mente imágenes de guerra, y pienso en mi

familia, en lo preocupada que debe estar, pues a esta hora ya se

deben haber enterado por las noticias. La noche estuvo muy

larga e intranquila; sólo deseaba que amaneciera pronto.

La guerrilla quería atacar todo lo que representara institucionali-

dad del gobierno, incluyendo la infraestructura del proyecto NA-

SA, pero pronto las comunidades indígenas salieron en su de-

fensa e impidieron que les hicieran daño a sus líderes y repre-

sentantes de la comunidad, así como a las autoridades propias.

Al día siguiente de manera más pausada siguen los combates,…

nosotros desde ese lugar tratando de imaginar que estaría suce-

diendo; algunos intuían. Este hecho resultó todo un suceso,

pues los medios de televisión alcanzaron a cubrir el momento en

que los guerrilleros les perdonan la vida y entregan a los policías

que se rindieron ante el ataque fuerte de la guerrilla, pues no

sólo el puesto de policía quedó totalmente destruido, sino algu-

nas casas vecinas.

Cesaron los combates al final de la mañana y poco a poco la

guerrilla empezó a salir del pueblo y replegarse en las monta-

ñas. Unos iban en camiones, otros a pie, unos más jóvenes,

otros más viejos, unos mestizos, otros indígenas. Caminaban exhibiendo sus armas y sus camuflados de manera confia-

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da. Este conflicto es sólo una batalla entre el sinfín de batallas

que ha vivido el pueblo NASA en el cuál el poder económico y la

lucha por el territorio alimentan la confrontación.

A pesar de lo que pasó, es sorprendente que los daños no hayan

sido mayores. Todo parecía indicar que el pueblo quedaría to-

talmente destruido, que se iban a presentar altas cifras de

muertes o heridos, pero la población respondió de manera enér-

gica; su táctica fue actuar en comunidad, haciendo valer sus

derechos como habitantes de dichos territorios y dejando claro

que están dispuestos a defender sus instituciones, organizacio-

nes y el proceso que han venido construyendo durante años en

medio de la confrontación entre ejércitos de la guerrilla y del

gobierno.

En medio de las inmensas heridas que ha dejado el conflicto

armado que por años se lleva a cabo en estos territorios, el

pueblo indígena ha logrado tejer lazos de identidad y defensa de

su dignidad como cultura.

Son personas fuertes, con gran coraje y resistencia ya que la

misma tierra se ha encargado de enseñarles que la alternativa

es la construcción de proyectos que respondan a las necesidades

de sus pobladores, la defensa de sus derechos y de su plan de

vida.

10. LA OSCURA MANO DE LA GUERRA

Estaba por terminar mi carrera de pregrado. Solo me faltaba mi

pasantía y me convertiría en Zootecnista de la Universidad Na-

cional de Colombia. Después de tanto buscar elegí trabajar en la

Sierra Nevada, allí fui a trabajar con apicultores. Mi misión: for-

talecer el sistema productivo, apoyar a los apicultores, colabo-

rarles en mejorar la producción. Y es que las abejas son un te-

ma que me apasiona hace varios años, y allí me fui. Mis amigos

me decían: “Qué bacano, la sierra es muy chévere, yo he ido al

Tayrona a pasar vacaciones y es la verraquera”. Para ellos la

Sierra es un sitio donde ir a pasar vacaciones: playa, brisa y

mar. Esas son las palabras con las cuales podría resumir los

comentarios de mis amigos y algunos familiares. Llegó el día de

la verdad y allí estaba en Santa Marta, con unos amigos. Ellos

me decían que eso bien arriba de la montaña estaba caliente,

que pilas, que me cuidara. Luego conocí a mi jefe. El me aterrizó

acerca de la situación en el cerro, me trato de calmar un poco y

me dijo “que no me preocupara que ellos ya sabían que un uni-

versitario iba a estar trabajando por allá”. Llegó el día de subir

a la Sierra Nevada de Santa Marta, ¡al corazón del mundo! Lle-

gué y me quedé por cerca de 17 meses. Allí vi a los actores ar-

mados que desangran el país, escuché a la gente. Relataban

historias de masacres, de gente que murió. Observé el rostro de

miedo, de terror, de angustia de la gente, y así fue durante los

meses que estuve. La incertidumbre de estar en una zona donde

la vida no vale nada, yo un citadino, un bogotano que desconoc-

ía totalmente ese ambiente lleno de violencia. Pero la comuni-

dad que habitaba allí estaba ya conforme con esa situación. De

todas formas no tenían más camino y solo tenían que vivir de

acuerdo a la autoridad de turno, autoridad que siempre ha sido

de grupos al margen de la ley. Nunca llegué a imaginarme estar

en una situación de estas, de sentir el toque de la oscura mano

de la guerra, pero al mismo tiempo me di cuenta que la guerra

siempre me ha tocado, y nos toca a todos. Lo que pasa es que

hemos perdido la sensibilidad y allí la recobré. Entre la alfombra

verde, las nubes de niebla, los loros que revolotean por los ai-

res, entre los cafetales, en los caminos, en las trochas llenas de

polvo y barro, entre la dulce miel de los panales, entre la gente

que tiene que vivir esa realidad y que la guerra los toca, los gol-

pea y los maltrata y nosotros no sentimos nada. La guerra nos

toca a todos los Colombianos, a unos más que a otros, pero ella

es implacable, ella no distingue, solo que algunos somos insen-

sibles y solo lo vemos en un televisor, en un periódico. Y si no

nos gusta, nos incomoda, tan solo cambiamos el canal.

11. PAGAN JUSTOS POR PECADORES

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Esta es una de las tantas historias que se escriben a diario por

muchos ciudadanos y ciudadanas de diferentes partes del país

que en su cotidianidad viven en medio del conflicto, que mantie-

nen su esperanza de que las cosas van a cambiar. Es decir, que

le apuestan a la vida aún estando en medio del juego cruzado

entre unos y otros. Sin embargo, esta situación es poco llevade-

ra y en muchos momentos se ven obligados a dejar lo que han

construido o simplemente resignado a perder la vida o ver per-

der la vida de sus seres queridos.

Son las cinco de la tarde, la temperatura ya empieza a bajar.

Para Nena1 termina una jornada más de trabajo en su parcela,

hay alegría en su rostro al ver su huerta con frutos de diferentes

colores y sabores, piensa en una deliciosa ensalada que podrá

ofrecer a su familia al día siguiente.

El nuevo día llegó, con un gris intenso indicando que va a llover;

sin embargo esto no es impedimento para que Nena se disponga

a empezar sus labores primero en la parcela y luego en la visitas

de acompañamiento a otros horticultores que hace como dina-

mizadora comunitaria de su barrio, pero antes de iniciar: un

buen café para recargar energías. No ha terminado de tomárselo

cuando el sonido del celular llama su atención y una mala noticia

cambia la tranquilidad; al otro lado de la línea esta su mamá

llorando diciéndole que habían matado a su hermano Víctor, el

menor. Desesperada Nena llama a varias personas buscando

alivio a su dolor, en ella está la pregunta ¿por qué lo mataron?...

A sus 45 años Nena es una mujer delgada, alegre, que le gusta

el trabajo comunitario y compartir con sus vecinos, le gusta la

fiesta, hacer sancocho y conversar mucho; ha vivido el despla-

zamiento y el sufrimiento por la pérdida de un ser querido: “re-

cuerdo que hace 8 años mataron a mi esposo en San Antonio de

Getucha, inspección de Milán, Caquetá; tuve que salir de allí con

1 Nombre cambiado para proteger la identidad de la persona que cuenta la historia.

mi hijo de 12 años, porque si no nos mataban a los dos; logré

sacar la ropita y un dinerito” sus lágrimas no se pudieron conte-

ner.

Llegó a Florencia con su hijo a la casa de su mamá en el barrio

Malvinas2 en búsqueda de refugio y tranquilidad. Los días pasa-

ron y Nena consiguió trabajo como empleada doméstica, conoció

a su segundo compañero con el que compró una parcela en la

periferia de Florencia y se fue a vivir allá; sembró flores, pláta-

no, yuca, hortalizas, cuidaba gallinas y peces; hizo nuevas amis-

tades, se vinculó a la propuesta del barrio de sendero ecológico,

inició un proceso de formación como líder comunitaria, se hizo

abuela; en fin, parecía que la vida nuevamente le sonreía y era

posible alcanzar la felicidad; pero no fue así, vino la muerte de

su hermano y nuevamente todo cambio.

“Desde la muerte de mi hermano no hemos vuelto a tener tran-

quilidad; estamos amenazados toda la familia, mis hermanos,

mi hijo y mi mamá. Hace unos días le llegaron a mi mamá a su

casa; nos amarraron y la revolcaron buscando una plata que mi

hermano les tenía, pero no encontraron nada; mi hermano era

comprador de coca en San Antonio, le estaba yendo muy bien,

era muy buen hermano, nos ayudaba mucho y era el que sos-

tenía a mi mamá, pero por un mal negocio hoy está muerto y

nosotros condenados por algo que no hicimos”.

2 El barrio Malvinas de Florencia es resultado de la invasión del movimiento campesino en 1982 producto de

la violencia que vivía el Caquetá, invadieron terrenos de propiedad de Oliverio Lara, toma su nombre del

conflicto entre Inglaterra y argentina por las islas Malvinas, se encuentra ubicada en la comuna nororiental

de Florencia tiene una extensión de 10 hectáreas, habitan allí aproximadamente 6000 personas y se encuen-

tra dividido en 9 sectores.

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Las amenazas se hicieron cada vez más frecuentes: llamadas,

cartas debajo de la puerta, personas que nos seguían y nos de-

cían que nos cuidáramos, nos manteníamos encerrados, no con-

versábamos con casi nadie, ya no se estaba tranquilo en ningu-

na parte; por donde quiera que caminábamos nos aparecían

personas extrañas, tuvimos que recurrir a disfrazarnos, usar

gafas, gorras, cambiarnos el color del pelo y gracias a esto mi

mamá se salvo de ser asesinada; mis hermanos y sus familias

se escondieron yo no supe dónde, solo quedamos mi mamá y

yo. Me resistía a esconderme, irme de aquí porque en mi con-

ciencia yo no debía nada y ya habían matado a mi hermano que

más querían.

En un acto de valentía Nena le propone a los que la amenaza-

ban, conversar para saber qué era lo que querían si ella nos les debía nada; como pudo consiguió la cita con el comandante pa-

ramilitar y trató de aclarar las cosas pero fue en vano: le dieron

5 días para que se fuera de Florencia ella y toda su familia, por-

que sino los mataban uno por uno. La sorpresa de Nena es que

son personas que viven como si nada en Florencia y tienen un

grupo que les colabora, hasta personas conocidas, pero que

tienen su negocio montado y andan amenazando al que tengan

oportunidad.

A Nena no le quedó más alternativa que salir. Trató de buscar

ayuda pero no la encontró y las instituciones que se la ofrecie-

ron tampoco eran garantía para salir tranquila. “Cuando uno

llega a ciertos lugares se encuentra la gente que te amenaza y a

uno le toca hacer como si no los conociera”.

Con lágrimas en los ojos comenta “pagamos justo por pecado-

res; seguramente mi hermano andaba en malos pasos pero yo

no tenía nada que ver con eso. Yo salí de San Antonio buscando

tranquilidad; he trabajado honradamente para ganarme la co-

mida, y justo ahora que tenía mi parcela produciendo y bonita,

con alimentos para mi familia y para compartir con los vecinos,

tengo que irme a otro lugar que yo no conozco -porque yo nací

y me crie aquí en el Caquetá- a tratar de iniciar de nuevo sin

saber si para donde vayamos no nos persigan y nos maten a

todos”.

A la fecha no sé donde se encuentra Nena y su familia, lo último

que me dijo es que se iban a juntar todos en un lugar secreto

que había conseguido uno de sus hermanos y estaban viendo la

posibilidad de salir del país.

Quizás yo puedo decir que en el círculo de mi familia la guerra

no me ha tocado, sin embargo sí me toca cuando veo los rostros

sin esperanza de mujeres, niños y ancianos que lloran el asesi-

nato de sus seres queridos de los cuales dependían, me piden

ayuda y realmente es muy poco lo que puedo ofrecerles; cuando

cada vez nos hacemos más insensibles a lo que pasa, las cifras

de los muertos nos es indiferente. Es contra la indiferencia que nos toca luchar todos los días para no continuar legitimando la

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violencia con la que parece nos hemos enseñado a vivir en nues-

tra cotidianidad.

12. EN CARNE PROPIA

A veces suponemos que la guerra toca a los ricos (por que se

pueden extorsionar), a los campesinos que se encuentran en

medio de las balas y al estado que pone los muertos de las filas

militares y políticos secuestrados como rehenes de guerra.

En el Departamento del Huila nos hemos visto a merced de gru-

pos armados al margen de la ley, particularmente de la guerrilla

de las Farc con los frentes Teófilo Forero y José Losada, que han

realizado actos casi increíbles para vulnerar las instituciones del

Estado y demostrar la imposibilidad del gobierno de proveer

seguridad a sus ciudadanos.

A pesar de todo esto seguimos siendo insensibles y confiados,

en el sentido de guardar tranquilidad frente a nuestra seguridad,

de creer o pensar que cosas como éstas se encuentran al mar-

gen de nuestras familias, porque nos consideramos ajenos al

conflicto.

En mi ejercicio político como alcalde tuve mi primera experiencia

con la guerrilla, quien interceptó mi vehículo durante una salida

en ejercicio del cargo; me internaron en las montañas del muni-

cipio de Acevedo y de la manera mas descarada me pidieron que

les entregara el 10% del presupuesto municipal para apoyar la

guerra y sus ideales de cambio.

Al inicio de su intervención hablaron de un control político; de

estar vigilantes frente a actos de corrupción; y al final hicieron

esta onerosa solicitud. La pregunta inmediata que lance sin titu-

bear fue: ¿Cómo pretenden que consiga esa plata y la saque del

presupuesto del municipio, si ustedes hablan de estar vigilantes

a sancionar actos de corrupción? La respuesta fue: “Ingéniese-

las, nosotros necesitamos esa plata”. Al final llegamos a un

acuerdo económico para que no atentaran en contra mía o de mi

familia, y la extorsión se volvió personal, es decir de mis propios

ingresos, logrando liberarme.

Hoy el país no cree en la guerrilla. Lo que tal vez empezó como

una necesidad y deseo de cambios estructurales en el país, ter-

minó convertido en una fuerza de bandoleros, extorsionistas y

traficantes de drogas, que tratan de engañar a la comunidad

internacional y al país con una filosofía poco arraigada y vacía

en propuestas y en actos.

El país invierte muchos recursos para la guerra: se asignan es-

quemas de seguridad altamente costosos para proteger la re-

presentación de las instituciones. A veces parece muy fácil criti-

car al presidente por este tipo de decisiones, pero quienes colo-

camos el pecho en las comunidades como políticos y represen-

tantes del Estado, sabemos que no es suficiente para proteger

nuestras vidas y que aunque a muchas personas les moleste la

inversión en este sentido, también es cierto que se tiene que

defender el estado social de derecho y mantener la legitimidad

para no caer en la anarquía.

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A todos nos toca la guerra, de manera directa o indirecta. Todos

conocemos o hemos vivido el drama del secuestro, la extorsión,

la barbarie, las drogas, el reclutamiento, y nos compadecemos

de los campesinos, que son quienes han puestos muertos y des-

plazados.

Lo mas triste de todo esto es que ellos mismos se presten para

encubrir este tipo de organizaciones, a veces por temor y a ve-

ces por aprovechar coyunturas, para recibir recursos del estado,

programas sociales, apoyos de gobiernos extranjeros y hacer

uso indebido de estos dineros.

Este conflicto tiene muchos matices y actores; además, lleva

muchos años y en medio de él está la sociedad civil, quien es la

que debería ser más responsable y tomar decisiones de fondo.

En la medida que esta sociedad civil rechace de manera perma-

nente a los actores armados que generan desestabilidad en el

país, informe de manera oportuna y denuncie los abusos, será

mucho más fácil tomar medidas de control que permitan detener

esas acciones.

No podemos seguir callándonos y ser cómplices, o comportarnos

como personas insensibles esperando cuando nos toque a cada

uno de nosotros para poder entonces reaccionar.

13. Entre el dolor y la esperanza

Hacer una crónica sobre cómo me ha tocado la guerra, me lleva

a hacer un recorrido hacia el pasado. Concretamente me lleva al

año 2008, cuando queriendo aportar en algo frente a la situa-

ción de sufrimiento de la población desplazada y siendo miem-

bro de una congregación religiosa, me ofrecí como voluntaria

para acompañar un grupo de desplazados que retornaron a sus

territorios en medio del conflicto, bajo la figura de comunidades

de paz, acompañados por la Diócesis de Apartadó.

Contaré que aunque llevaba 10 años de religiosa, y compartien-

do mi vida viviendo en barrios populares de Cali, no había di-

mensionado la pobreza asociada a la guerra, como lo pude ex-

perimentar en el Urabá chocoano en el Bajo Atrato, concreta-

mente en Riosucio y en el corregimiento donde viví siete meses,

Domingodó.

Los campesinos afros y los colonos cordobeses llamados por los

primeros chilapos en el bajo Atrato habían iniciado su éxodo

desde diciembre de 1996. Su proceso de retorno inició en el año

1998, y yo llegue a éste escenario de muerte y vida, dolor y

alegrías en agosto de ese año y salí de la zona en marzo de

2009 cuando terminé la experiencia de voluntariado.

Los siete meses vividos, me permitieron ver los ojos del sufri-

miento, del miedo, del dolor, pero también, los ojos de la espe-

ranza, la valentía, la alegría. Los campesinos me enseñaron la

simplicidad de la alegría y la solidaridad. La confianza en un Dios

que aún en medio del horror de la guerra, ellos sobrevivientes

despojados de sus tierras y riquezas conservaban la confianza

que ese Dios estaba a su lado y de su lado.

Los asentamientos se ubicaron en lugares estratégicos para que

los miembros de comunidades aledañas se acercaran a sus pro-

pios territorios. Pero acercarse no era sencillo. Había que ganar

confianza para adentrase a sus fincas y recuperar los cultivos o

volver a cultivar, habían pasado más de dos años desplazados y

sus tierra abandonadas a merced de actores armados que que-

daron en el territorio.

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¿Cómo nos toca la guerra? Crónicas. Problemas Rurales. Noviembre 2009 27

Pasé y pasamos cada mes, varios días sin alimentos, pues en los

siete meses que viví con ellos nunca llegó la comida humanitaria

que el Estado asumió el compromiso de suministrar mientras

retornaban definitivamente a sus tierras. Mensualmente llegaba

el complemento alimenticio que las ONG de ayuda humanitaria

llevaban en embarcaciones hasta Riosucio. Era la única comida

que se distribuía entre todas las familias del Asentamiento de

Domingodó. Este fue uno de los asentamientos que recuerdo se

conformaron con las personas y familias que se declararon Co-

munidad de Paz San Francisco de Asís.

Tengo imágenes de éste tiempo: escuchar los niños llorar impa-

cientemente, ver las mujeres negras de senos escurridos, te-

niendo a los bebés pegados varias horas del día a sus senos. Ver

a muchos enfermos cuando llegaba la comida, pues después de

días de hambre y mal comer llegaban los alimentos y comían

hasta saciarse y de inmediato enfermar pues el estomago no

resistía fácilmente los alimentos.

Otra imagen que viene de manera reiterada a mis recuerdos es

la tenacidad de los líderes, la inteligencia y brillantez de Edwin

Ortega, líder que luego supe fue asesinado. La confianza y sere-

nidad que Emilson transmitía, el empeño de Ernesto por estudiar

y aprender, la ternura de Manuel. Sus rostros, sus miradas aún

están en mi recuerdo. Sus sonrisas me alegran en muchos mo-

mentos cuando siento perder las fuerzas y la capacidad de se-

guir ante las dificultades. Vi mujeres y hombres, niñas y niños,

soñando y luchando por reconstruir sus vidas, por buscar nue-

vas formas de asumir su existencia día a día. Baile, recé, jugué,

estudié, canté, junto a ellos, cocinamos, caminamos, navega-

mos el Atrato y los caños para ingresar a las fincas y visitar

otros asentamientos.

Vi el miedo en los ojos de los soldados y policías a quienes vi

rezando en la iglesia católica de Riosucio Chocó.

Sentí el pánico, cuando la guerrilla solicitaba la presencia de

alguno de los que estaban en el asentamiento, esperar ansiosa

su regreso. Sentí el miedo de cómo manejar los conflictos y ten-

siones al interior del mismo asentamiento.

Conocí grandes amigos y amigas, profesionales y voluntarios

que vinculados a instituciones religiosas, ONG, entidades del

estado, me ayudaron a conservar la esperanza y la alegría en

medio del conflicto.

La guerra ha sido cruel con los que la han padecido directamen-

te, pero el tejido de relaciones y afectos que nacieron en medio

de este primer acercamiento consciente y de manera directa con

las victimas del conflicto armado, me trajo vivencias que ayuda-

ron en la toma de decisiones personales, que dieron otro rumbo

a mi vida, ayudaron a ratificar principios de solidaridad y de

construcción con los otros de mundos posibles de felicidad,

igualdad y justicia.

14. LA VIDA SE ME VINO A PIQUE

En Colombia todos hemos sido tocados por la violencia de una

manera distinta sin importar clases o estratos sociales, raza,

edad ni género; cada uno de nosotros en algún momento de la

vida ha sentido angustia, miedo, dolor y hasta impotencia al

enfrentar o vivir de lejos o de cerca el comportamiento delibera-

do de algunos que provocan daños físicos o psicológicos a otros,

sin importarles las marcas que dejan y guiados por una gran

irracionalidad que los ciega.

Por eso, entrar en el imaginario de cada persona y escuchar la

huella que ésta le ha dejado, es descubrir también que pese a

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nuestra diversidad somos tocados de muchas formas y muchas

de ellas muy dolorosas y desgarradoras, como es el caso de

Andrea quién jamás pensó ver convertida su corta vida en un

infierno, por unirse al juego del amor en brazos de un jefe pa-

ramilitar de su pueblo, “Don Wilmer”, caracterizado como todos

sus pares por su crueldad, salvajismo e insensibilidad.

Andrea a sus 13 años dejó los estudios para empezar a trabajar

y así ayudar a sus padres a conseguir el dinero necesario para

comer y pagar la luz, único servicio público que les cobijaba. Ella

en el albor de su adolescencia, consciente de sus bondades físi-

cas y su simpatía, acude al famoso restaurante del pueblo apro-

vechando la amistad con la propietaria del lugar y le solicita que

la emplee; obtuvo como repuesta un sí, que le dio el indicio de

que todo saldría muy bien. “Me ganaba $5000 pesos diarios, que

me rendían mucho, ayudaba a mi mamá y me alcanzaba para

comprar ropa a cuotas porque casi no tenía”.

Este concurrido restaurante muy visitado por los viajeros, gana-

deros, obreros y comerciantes de la región y de los pueblos ve-

cinos, era también el lugar de encuentro de los jefes paramilita-

res que llegaban allí a disfrutar de los típicos y deliciosos platos

que se ofrecían. Fue en este mismo lugar donde Don Wilmer

puso sus ojos en la jovencita. Empezó a preferir su atención, a

ofrecer buenas propinas y a dar uno que otro piropo a Andrea,

quien se sentía alardeada por este personaje.

Poco después de 6 meses este hombre contrató los servicios de

Andrea como mesera en una de sus desbordantes fiestas, en

donde reinaban las bebidas, la música, la comida, las drogas y

las mujeres. Su función era servir el ron a él y sus selectos ami-

gos. Andrea, ilusionada con el dinero que recibiría como pago

aceptó y solo pidió a cambio que contrataran también a su me-

jor amiga, a lo que Don Wilmer aceptó.

Luego de esta fiesta Andrea se convirtió en la novia de Don

Wilmer, o mejor, en su segunda mujer, porque este personaje

haciendo estricto cumplimiento de sus costumbres tenía su se-

ñora, sin embargo esta nueva relación no podría ser un proble-

ma para ninguna de las dos. Desde allí estas mujeres debieron

aprender a convivir, a compartir su pareja, espacios y muchas

otras cosas. “Eso no fue nada fácil; a punta de juete y de laso

aprendí”, dice sin tropiezos Andrea, pues al mínimo de expresión

de inconformidad, de rebeldía o de roces, eran lastimadas físi-

camente por Don Wilmer y amarradas juntas con laso.

Sin importar esas circunstancias, la inconformidad y miedo de

sus padres y hermanos, esta joven se hizo mujer al lado de Don

Wilmer, quien empezó a complacerla con lujosos regalos que de

cierta forma calmaron la angustia de su familia, casa, mercados,

moto, ropa, plata y joyas, la hacían sentir la mujer más feliz del

mundo.

Al lado de este hombre pensó haber aprendido la insensibilidad,

vio asesinar, dar paleras, amedrantar mujeres, pegar sustos,

entre otros. Al principio hasta se desmayaba, le daba mucho

miedo, pero con el tiempo no le prestaba atención y esto ya no

la afectaba.

Andrea se hizo madre de una linda niña a sus 16 años, suceso

que llenó de alegría a Don Wilmer, quién completaba ya sus 3

hijos. “Yo quería que él viviera por fin conmigo pero no importó

que la niña naciera; seguimos igual que siempre, mandaba a

recogerme con los muchachos ya cada semana, me quedaba por

allá con él unos 3 días y me mandaba para la casa, la niña se

quedaba con mi mamá” cuenta Andrea Juliana.

Su rol como madre y su misma etapa de desarrollo, la llevaron a

confrontar lo que hacía y en lo que había convertido su vida

desde hacía ya 3 años. Se sintió triste, se sintió sola, se sintió

perdida e intentó decir basta, pero una pela y un “mía hasta que

se muera”, la hicieron sentir condenada de por vida. Bastaron

tres días para recuperarse e intentar emprender otras acciones

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como terminar sus estudios, pero tampoco fue posible, pues

Don Wilmer se lo prohibió.

Cómo decir no, si le había vendido su vida a tan cruel hombre;

cómo arriesgar que sus familiares murieran por intentar cambiar

las cosas; cómo mantener la esperanza cuando estaba total-

mente coartada su libertad; qué pensar de la vida; qué pensar

de los sueños; qué pensar de la violencia, a la cual ahora le

temía.

Aun más duro que cerrar el capítulo de su vida donde pensó

hacer realidad sus sueños, debió aceptar el matrimonio de su

Wilmer con una joven de 16 años de un pueblo cercano, que se

convertía en su tercera mujer. “Desde ahí, a mí se me daño el

corazón y la cabeza; yo a esa pelada no la quiero ni tantico y

desde que Wilmer se metió con ella, empecé a pedirle buena

plata y a darme mejor vida, ya no me afectaba si me llamaba, o

si me buscaba cada 15 días” expresa Andrea Juliana.

Toda la aparente historia rosa comenzaba a tornarse gris, discu-

siones, golpes, amarradas… la misma etapa ya vivida se repetía,

pues a sus dos primeras mujeres había demorado más de un

mes para darle lujos, pero cuenta Andrea Juliana que a la nueva

pareja, “la vendedora de perros de la esquina en un mes la tenía

viviendo en casa nueva, cargada de oro y andando en dos rue-

das”. Jamás han tenido buenas relaciones entre las tres, sin

embargo entre los tres hijos se llevan bien.

Cansada con esta realidad y viendo que su hija crecía, se armó

nuevamente de valor y le pidió a Wilmer que la dejara estudiar,

ya que estaban abiertas las inscripciones en el colegio para

adultos. Finalmente él aceptó colocándole ciertas condiciones

acerca de su actitud con sus compañeros hombres. Esto le ge-

neró mucha felicidad a Andrea. Como si fuera por primera vez a

un colegio, compró los útiles necesarios para estudiar y ser la

mejor estudiante; tarea que no le costó mucho trabajo ya que le gustaba darlo todo, ser cumplida en sus tareas, responsable y

puntual. Durante el primer año, validó 6° y 7° grado y se hizo a

un grupo de compañeras, en donde se sentía muy a gusto, pues

tenía ya varios años sin experimentar este tipo de relaciones.

Ese mismo grupo de compañeras en algunas ocasiones intenta-

ban aconsejarla frente a su relación con Wilmer pero ella, a pe-

sar de que escuchaba con atención, no respondía nada, pues no

se sabía si alguna de ellas trabajaba para él como informante.

Consciente de su condición siempre se mostró imparcial frente a

sus compañeras y así evitaba problemas.

No obstante Wilmer no estaba muy contento con esta idea, pues

perturbaba su tranquilidad el hecho de llegar a sentirse traicio-

nado, tanto así que en cierta ocasión le pidió a Andrea que deja-

se las juntas con una de sus compañeras, la cual se había con-

vertido en un gran apoyo dentro de su grupo de estudio, con la

excusa de que la hermana de su allegada era lesbiana, y que

muy seguramente era terminaría volviéndose la mujer de ella.

Esta situación indignó profundamente a Andrea, quién conscien-

te del buen proceder de aquella honesta mujer, expresó su in-

dignación a Wilmer, quién la golpeó drásticamente. “Aún siento

mucha rabia, miro atrás y me avergüenzo de lo que hice con mi

vida; tanta humillación y tanto palo a cambio de un poco de

mugre”, expresa sollozando Andrea al recordar ese hecho.

Cansada de esta situación le pide a Dios que guíe sus pasos y

que le ayude a llevar esa enorme cruz, pues se sentía desfalle-

cer. Su mamá quién desde el primer momento le advirtió las

consecuencias de su relación con Wilmer, le sirvió como siempre

de apoyo y consuelo. Andrea ese día sintió mucho odio hacia ese

injusto hombre que empañaba su rostro de lágrimas por sentirse

fuerte y respetado.

Andrea* se desconectó de su realidad como mujer de don Wil-

mer y empezó a frecuentar las tabernas del pueblo, a salir y a

relacionarse con quienes por años había obviado por temor a las consecuencias. Estaba decidida en demostrarle a Wilmer que

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ella era feliz sin él, lo que jamás se imaginó ella, era que poco a

poco estaba era firmando su sentencia de muerte o mejor esta-

ba asegurando su muerte en vida.

Ella no explica cómo ni en qué momento puso sus ojos en ese

hombre tan despreciable y malo. Pensaba muy a menudo cómo

le explicaría a su hija cuando creciera y empezara a entender el

mundo, el por qué su papá le hacía tanto daño a la gente, e

incluso a ella, su propia mamá. Esta encrucijada la motiva en-

tonces a intentar restablecer su vida, aprovechando que su gru-

po de amigos y amigas seguía creciendo.

En medio de esta nueva etapa apareció un hombre que se dis-

puso a enamorarla. Y ella con un gran temor pero con ganas de

huir acepta poco a poco, ciertas atenciones e invitaciones tra-

tando de no levantar sospechas de nada. Pensó que podía jugár-

selas así, a escondidas; pensó que esto no llegaría a oídos de

Wilmer porque sería cautelosa, pero nada de esto fue así. Ter-

minó cayendo en una trampa del mismo Wilmer, pues aquel

hombre que la cortejaba había sido contratado para comprobar

los rumores que a él habían llegado.

Aquel hombre atento le puso una cita en cierto lugar para com-

partir un momento de intimidad y al llegar al sitio un vehículo la

interceptó y se la llevó con la escusa de que su esposo la busca-

ba. En medio de 6 hombres llegó a donde estaba Wilmer indig-

nado, agobiado por descubrir esa realidad y con ganas de aca-

bar con Andrea, quién al verlo se derramó en llanto pues sabía

que debía enfrentar una dura prueba de la cual quizás no saldría

viva.

Pensó en que se le había presentado una oportunidad, que había

llegado el momento de sentirse nuevamente amada, de recupe-

rar su vida, sus sueños… de olvidar a Wilmer. Sin embargo nada

fue así. “Me equivoqué y la vida se me vino a pique, estoy mar-

cada de por vida y estas marcas solo me las quita la muerte”, expresa Andrea. Pues ese hombre a su llegada la desnudó de-

lante de sus hombres, la insultó y golpeó incesantemente y pidió

a sus 6 custodios que la usaran como mujer delante de él; ellos

intentaron negarse pero con el arma en la cabeza uno a uno

abusó de ella, mientras Wilmer la insultaba y le gritaba miles de

ofensas. No obstante habiendo realizado esto la amarró con laso

e intentó darle muerte y tirarla al río, pero sus hombres lo con-

vencieron que la dejara quieta, que ya era suficiente.

Mientras esto sucedía en el pueblo su familia era golpeada por

otros de sus trabajadores, su ropa quemada en la calle, su casa

vaciada y su hija, su compañera, su motor de vida era arrebata-

da de los brazos de sus ellos, seguramente para ser llevada al

cuidado de alguna de sus otras dos mujeres.

¿Como la violencia más allá de tocarnos de alguna manera deja

huellas, marcas o cicatrices en la mente y en el cuerpo?, ¿Cómo

generar calidad de vida después de estas duras experiencias que

se viven? ¿En qué se convierten nuestras vidas después del paso

de la violencia? Son estos pocos los interrogantes que surgen de

esta crónica y del mismo hecho de pensar en la violencia. Hoy

Andrea está en manos de la justicia junto con su familia en el

plan de protección a testigos; busca poder seguir viviendo, no

para vengarse sino para recuperar a su hija, la que desde aquél

día no volvió a ver y mucho menos a saber como está.

La violencia tiene sus propias historias que contar, sus propias

reflexiones que hacer y más en Colombia que ha sido un esce-

nario para la vivencia de muy duras experiencias de niños, ni-

ñas, jóvenes y adultos desde hace varios años.

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