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Cómo sabemos que sabemos? Nunca en la historia de la ciencia, quizá desde el glorioso siglo VI a.C. en Jonia, la ciencia se había interrogado tanto sobre sí misma como a partir del segundo cuarto del siglo XX, de 1927 — cuando Heisenberg, Schrödinger, De Broglie y Bohr culminan el edificio de la nueva física, comenzado en 1900 por Planck y en 1905 por Einstein— hasta las reflexiones acerca de la naturaleza del universo emprendidas por Pauli, Dirac y Jeans. Después de dos mil 500 años volvimos a estar, como Demócrito, ante el mismo panorama: el universo se compone de átomos y vacío. Del vacío tenemos una intuición (errónea, como ha probado la cuántica), ¿y el átomo, qué es? Tuvimos la respuesta de Rutherford: es casi por completo vacío, como el interior de una catedral con un melón a media altura y unos grumos de sal orbitando de las naves al piso. Pero había al menos esos dos, luego tres ladrillos sólidos: protones en el centro y electrones en órbitas que Bohr descubrió ordenadas por la constante de Planck. La pregunta, entonces, fue más puntual: ¿y qué es un electrón? Esa pregunta abrió la puerta a Platón, Spinoza y, casi increíblemente, a Berkeley: la filosofía que, hasta el terremoto iniciado en 1900, la ciencia rechazaba como simple especulación inútil y el marxismo decía haber barrido para siempre. Un electrón no es una cosa, nos remite a “símbolos y ecuaciones matemáticas que reflejan su comportamiento…”, afirma sir Arthur Eddington. La materia se desvanece Pero si insistimos: no queremos saber cómo se comportan los electrones, sino qué son, la respuesta es desoladora: “La física carece de medios para indagar por debajo de ese nivel simbólico”, reconoce Eddington, a quien debemos la primera comprobación de la teoría de la relatividad general, durante el eclipse solar de 1919. Y remata: “Hemos ido arrinconando a la sustancia sólida, llegamos al átomo y de éste al electrón, en donde ha acabado por escapársenos de las manos”. (Estas y todas las citas de Eddington, en Cuestiones cuánticas, Ken Wilber, ed.) Es más definitivo Heisenberg: “ Las mínimas porciones de materia no son de hecho objetos físicos en el sentido ordinario de la palabra; son formas, estructuras o —en el sentido que les da Platón— Ideas, que pueden ser transcritas sin ambigüedad a

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Cómo sabemos que sabemos?

Nunca en la historia de la ciencia, quizá desde el glorioso siglo VI a.C. en Jonia, la ciencia se había interrogado tanto sobre sí misma como a partir del segundo cuarto del siglo XX, de 1927 —cuando Heisenberg, Schrödinger, De Broglie y Bohr culminan el edificio de la nueva física, comenzado en 1900 por Planck y en 1905 por Einstein— hasta las reflexiones acerca de la naturaleza del universo emprendidas por Pauli, Dirac y Jeans.

Después de dos mil 500 años volvimos a estar, como Demócrito, ante el mismo panorama: el universo se compone de átomos y vacío. Del vacío tenemos una intuición (errónea, como ha probado la cuántica), ¿y el átomo, qué es? Tuvimos la respuesta de Rutherford: es casi por completo vacío, como el interior de una catedral con un melón a media altura y unos grumos de sal orbitando de las naves al piso. Pero había al menos esos dos, luego tres ladrillos sólidos: protones en el centro y electrones en órbitas que Bohr descubrió ordenadas por la constante de Planck. La pregunta, entonces, fue más puntual: ¿y qué es un electrón? Esa pregunta abrió la puerta a Platón, Spinoza y, casi increíblemente, a Berkeley: la filosofía que, hasta el terremoto iniciado en 1900, la ciencia rechazaba como simple especulación inútil y el marxismo decía haber barrido para siempre. Un electrón no es una cosa, nos remite a “símbolos y ecuaciones matemáticas que reflejan su comportamiento…”, afirma sir Arthur Eddington.

La materia se desvanecePero si insistimos: no queremos saber cómo se comportan los electrones, sino qué son, la respuesta es desoladora: “La física carece de medios para indagar por debajo de ese nivel simbólico”, reconoce Eddington, a quien debemos la primera comprobación de la teoría de la relatividad general, durante el eclipse solar de 1919. Y remata: “Hemos ido arrinconando a la sustancia sólida, llegamos al átomo y de éste al electrón, en donde ha acabado por escapársenos de las manos”. (Estas y todas las citas de Eddington, en Cuestiones cuánticas, Ken Wilber, ed.)

Es más definitivo Heisenberg: “Las mínimas porciones de materia no son de hecho objetos físicos en el sentido ordinario de la palabra; son formas, estructuras o —en el sentido que les da Platón— Ideas, que pueden ser transcritas sin ambigüedad a lenguaje matemático…”. Y como corolario: “Platón estaba mucho más cerca de la verdad acerca de la estructura de la materia que los atomistas Leucipo y Demócrito” (ídem.).

El platonismo de PauliWolfgang Pauli predijo la existencia del neutrino y fue esencial en el desarrollo de la cuántica, recibió el Nobel de Física en 1945. Lo que Heisenberg escribe de Pauli en Across the Frontiers (v. Wilber, K.), se podría aplicar a él mismo y a todos los físicos del último siglo: “Para Pauli, un primer tema central de reflexión filosófica fue el proceso mismo de conocimiento”. Todos ellos, forzados por los extravagantes datos emergidos de los laboratorios, pusieron a revisión las bases mismas de la ciencia: los principios de objetividad y de

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causalidad. “La búsqueda científica de conocimiento condujo en el siglo XIX a concebir el mundo de manera limitada, como materia objetiva, independiente de toda observación”. Descartes lo había definido en pocas palabras un par de siglos antes: hay dos sustancias: la res cogitans y la res extensa: la cosa pensante y la cosa extensa, mente y materia, un dualismo irresoluble que, por su equivalente religioso: alma y cuerpo, tuvo inmediata aceptación, para confusión de la filosofía occidental durante tres siglos hasta la recuperación presente de Spinoza a través de la neurofisiología y la física cuántica.

“Pauli no se daba por satisfecho con la concepción puramente empirista, según la cual las leyes naturales únicamente pueden derivarse de los datos experimentales”. En eso se adelantó a los filósofos de la ciencia como Karl Popper. “En el cosmos”, sostiene Pauli, “existe un orden distinto del mundo de las apariencias”. Cuando el científico hace hallazgos en la magnitud de las leyes de Kepler para las órbitas planetarias o la antimateria de Dirac, experimenta un placer que viene de la concordancia entre el hallazgo e ideas preexistentes: sí, el mundo de las Ideas de Platón. Continúa Heisenberg hablando de Pauli: la elaboración del pensamiento de Platón en el cristianismo, sobre todo por san Agustín, “condujo a caracterizar la materia como un vacío de Ideas. Y puesto que lo inteligible se identificaba con lo bueno, la materia quedó identificada con lo malo”. De ahí la condena cristiana: mundo, demonio y carne.

La mesa de Eddington¿Qué es una mesa? Para cualquier persona común es un objeto sólido y casi siempre pesado que puede aplastarnos si nos cae encima. Para el físico clásico es una objeto caracterizado por una imbricación de los conceptos masa, peso e inercia, cuya existencia captamos por medio de la vista, el tacto y quizá el olfato y el oído. A eso lo llamamos percepción. Percibimos la mesa por señales eléctricas y neuroquímicas que viajan a nuestro cerebro y allí un proceso, sobre el que la humanidad se interroga hace dos mil 500 años, nos entrega una imagen. De muchas imágenes elaboramos un concepto: lo mesa. Pero…

Pero si acercamos microscopios cada vez más poderosos a la mesa y a nuestros sentidos (a los ojos, nervios y neuronas), vamos encontrando que son también átomos, electrones viajando por vías neurales, que son más átomos… Dejemos por un momento de lado el cerebro que percibe y entremos al objeto percibido. La madera está constituida por átomos de diversos elementos y los átomos por tres partículas (para darles un nombre, pero no son partículas ni son cosas). Si entramos al átomo como al interior de una catedral, ya vimos que contendrá a media altura un núcleo no mayor a un melón y donde estarían muros y bóvedas habrá minúsculos grumos de sal que se dispersan en torno al núcleo en ondas con ligeros bultos apenas perceptibles: el átomo es vacío.“El concepto familiar que tenemos de lo que es una mesa ha resultado ser una ilusión”, concluye sir Arthur Eddington.

La imagen de la mesaSigamos ahora la percepción de la mesa en nuestro cerebro y nos ocurrirá lo

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mismo: el cerebro está formado por átomos y éstos por núcleos de protones y neutrones (salvo en el hidrógeno común de un solo protón), más electrones. Los mensajes con las características de la mesa también llegarán al cerebro como intercambios de iones y paso de electrones. Las longitudes de onda del rojo al violeta el ojo las transforma en señales, en intercambios de sodio y potasio que viajan a regiones específicas del cerebro donde se reconstruyen los colores. En breve, son voltajes eléctricos, electrones. Al entrar en las cavidades y circunvoluciones del cerebro encontraremos lo mismo: tenues ondas de probabilidad señalando la posible posición de cada electrón. Y nada más. Es lo que sabemos del átomo desde que Rutherford lo encontró vacío. Lo cual lleva a Eddington a ironizar que no quedó piedra sólida alguna a la cual propinarle un puntapié, como hizo, según anécdota extendida, el doctor Johnson para refutar a Berkeley exclamando: “Yo refuto así esos argumentos”… según los cuales el universo es de naturaleza ideal.

Entonces nos bastará con preguntar a los físicos qué es un electrón y tendremos la respuesta final. Saben mucho del electrón: su carga, su spin o giro, el arreglo de sus órbitas en proporciones dictadas por la constante de Planck. Insistimos: No, no, no me digas sus características, dime qué es.

La respuesta es que no lo saben. “Si se les pregunta hoy a los físicos qué son los átomos o los electrones, no nos responderán hablándonos de bolas de billar ni de ninguna cosa concreta; nos remitirán a una serie de símbolos y ecuaciones que reflejan su comportamiento de modo satisfactorio. ¿Qué representan esos símbolos, qué hay detrás de ellos? Misteriosamente se nos responderá que esa pregunta es indiferente para la física; ésta carece de medios para indagar por debajo de ese nivel simbólico”, señala Eddington.

Pero en ese súbito destello en que la realidad parece escapar de entre los dedos, hay algo que subsiste: el cartesiano sentimiento de que estoy pensando en eso, de que tengo conciencia de mí y de la mesa y de la ilusión que hay más allá de la masa y la inercia que la constituyen. “Nadie puede negar que la mente es el dato primero y más directo de la propia experiencia”, nos dice, y agrega: aunque el material aportado por los sentidos al cerebro “sea un tanto escuálido, la mente es un gran almacén de asociaciones que permiten vestir el esqueleto. Tras haber tejido la impresión, la mente la repasa, y la da por buena”.

La conciencia no es de átomos¿Esa conciencia es producto de la actividad cerebral, esto es, de átomos y electrones? Eddington dice que no y da buenas razones: “Partiendo del éter, de los electrones y demás instrumental físico, nos es imposible llegar al hombre consciente y dar cuenta de lo que éste aprehende en su conciencia. Posiblemente, podríamos llegar a una máquina humana, conectada con su entorno por medio de reflejos, pero no podemos llegar hasta el hombre racional, moralmente responsable en su búsqueda de la verdad con respecto al éter, a los electrones o a la religión”. Poco antes ya había planteado: “La conciencia es algo superior a esos aspectos cuasi-métricos que componen el

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cerebro físico”, sus células hechas de moléculas orgánicas, hechas de átomos, hechos de electrones que son todos idénticos. Las entidades físicas (color, temperatura, peso, sabor) “son lecturas de indicadores”, como un tablero de instrumentos. “Pero por debajo de ellas existe una naturaleza que está unida a la nuestra sin solución de continuidad”, sin saltos, sin rupturas. Es el contacto que nos ofrecen la poesía, el arte y la mística.

Ya vimos que la mesa de Eddington, en su profundidad atómica, es una ilusión, un vacío. “Pero si una voz nos hubiera advertido que era una ilusión, y no nos hubiéramos preocupado, por tanto, de seguir investigando más allá, nunca hubiéramos descubierto el concepto científico de lo que es una mesa”.

En fin, preguntarnos que hay por debajo de las lecturas de indicadores (como serían las mediciones de masa, carga, spin, velocidad, posición y, en los quarks y gluones, hasta color y sabor) es volver a Kant. Schrödinger, quien formuló la ecuación de onda que describe las entidades subatómicas y obtuvo el Nobel de Física en 1933, hace la siguiente sátira acerca de nuestra explicación para las percepciones: “Aunque se diga que hay un árbol detrás de la ventana, yo realmente no veo el árbol; lo que percibo es la imagen que del árbol real se forja en mi mente en virtud de no sé qué ingeniosos mecanismos. Si alguien a mi lado mira hacia el mismo árbol, también consigue formar una imagen del árbol en su alma. Cada uno ve su árbol (que se parece notablemente), pero ninguno sabemos qué o cómo es el árbol ‘en sí’. Kant es el responsable de esta extravagancia” (en ¿Qué es la vida?, Tusquets, Alef, Metatemas, 1984).

La alternativa para evadir esa inalcanzable y kantiana cosa en sí es, según Schrödinger: “Atenerse a la experiencia inmediata, según la cual la conciencia es un hecho en singular, sin plural conocido; no hay más que una sola cosa, y lo que nos parece una pluralidad de cosas no son más que una serie de aspectos diferentes de esa única cosa, producto de un engaño (maya para los indios —de la India), que es la misma ilusión que produce una galería de espejos”. En este orden de ideas, “no hay más que un solo árbol”.

Aquí Schrödinger es Platón puro: existe la Idea de árbol y los desgraciados humanos, aherrojados al fondo de una caverna y de cara a la pared de fondo, vemos las sombras de quienes pasan frente a la caverna y las confundimos, en nuestro aturdimiento, con el mundo real. El mundo de las Ideas o de las formas puras no es de este mundo, donde apenas vemos el reflejo deformado, sino del topos uranós: un lugar en el cielo.

La visión mística de Schrödinger es clara en sus obras consagradas a divulgar la cuántica: Mi concepción del mundo y ¿Qué es la vida?, traducidas en Tusquets. En la primera plantea su natural conclusión: “Si todos los fenómenos tuvieran lugar en el seno de una única conciencia, toda la situación sería sumamente sencilla”: entenderíamos los cambios de comportamiento de una partícula subatómica, su indecisión entre ser partícula o ser onda, a lo que Bohr llamó complementariedad; si la materia son ondas, como propuso Louis de Broglie, y las ondas de luz son paquetes, partículas, como probó Einstein, y cambian de un estado a otro según si observamos o no, es porque sujeto y

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objeto están inextricablemente unidos: “La influencia física directa entre ambos es mutua”.

Aun la teoría de la relatividad, con todo y haber revolucionado la física para siempre, sigue satisfaciendo “los requisitos tradicionales de la ciencia; permite una división del mundo en sujeto y objeto, observador y observado, y, por tanto, una formulación clara de la ley de causalidad”, sostuvo Heisenberg en sus conferencias de 1929 pronunciadas en la Universidad de Chicago. Bien, para la física cuántica tales divisiones son inexistentes. De ahí la expresión de Bohr: “Si no se marea ante la mecánica cuántica… es que no ha entendido”. Sabemos, siguiendo a Kant, que las cosas producen una impresión en nuestros sentidos y luego una imagen en nuestra mente: el objeto ejerce una acción en el sujeto, el árbol produce una imagen en la mente que lo ve. Pero no hay acción alguna, todavía hasta Einstein incluido, de la mente en el árbol, del sujeto sobre el objeto. Heisenberg afirma: “Se da una impresión inevitable e incontrolable del sujeto sobre el objeto”, del sujeto que mira en el árbol mirado… Hay una interacción mutua.

Por eso mismo comienza a resultarle dudoso a Schrödinger “si resulta adecuado dar el nombre de ‘sujeto’ a uno de los dos sistemas que interactúan físicamente entre sí. Pues como la mente que observa no es un sistema físico, no puede interactuar con ningún sistema físico…”. Y explica luego: “Kant nos hace tomar tierra en una actitud de total resignación: la de no poder saber jamás nada de la cosa en sí”. Y más claro: “No hay el mundo que existe y el mundo que es percibido. El sujeto y el objeto son solamente uno”, dice señalando como sus fuentes a Spinoza, el filósofo contemporáneo de Descartes y contrario al dualismo de éste, y a sir Charles Sherrington, quien obtuvo el Nobel de Medicina en 1932 por sus trabajos en neurofisiología.

Ni siquiera se permite Schrödinger decir que se haya derrumbado la barrera entre el objeto y el sujeto “como resultado de recientes experiencias en el campo de las ciencias físicas, porque esa barrera no existe”.

La imagen científica del mundo que me rodea es muy deficiente. Proporciona una gran cantidad de información sobre los hechos, reduce toda experiencia a un orden maravillosamente consistente, pero guarda un silencio sepulcral sobre todos y cada uno de los aspectos que tienen que ver con el corazón, sobre todo lo que realmente importa. No es capaz de decirnos una palabra sobre lo que significa que algo sea rojo o azul, amargo o dulce, físicamente doloroso o placentero; no sabe nada de lo bello o de lo feo, de lo bueno o de lo malo, de Dios y la eternidad. A veces la ciencia pretende dar una respuesta a estas cuestiones, pero sus respuestas son a menudo tan tontas que nos sentimos inclinados a no tomarlas en serio.

La realidad última de JeansSir James Jeans, físico y astrónomo, es el más atrevido de los filósofos de la ciencia. En The Mysterious Universe (Ken Wilber, Cuestiones cuánticas) se pregunta cuál ha sido el logro más sobresaliente de la física del siglo XX: “No ha sido la teoría de la relatividad al combinar el espacio y el tiempo, ni la teoría

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cuántica con su actual aparente negación de las leyes de la causalidad, ni la disección del átomo y el consiguiente descubrimiento de que las cosas no son lo que parecen”: la mesa más sólida es casi puro vacío. ¿Hay algo más grande en la física? Sí: “El reconocimiento universal de que aún no nos hemos puesto en contacto con la realidad última. Por emplear el conocido símil de Platón, seguimos prisioneros en la caverna, de espaldas a la luz, y sólo vemos las sombras que se reflejan en el muro”.

Y se adelanta con melancolía: “Lo más probable es que, cualquiera que sea el significado global que pueda tener el universo, éste trascienda enteramente nuestra limitada experiencia humana y resulte por tanto completamente ininteligible para nosotros”, o, como lo dice después: “Tal vez esté para siempre fuera del alcance de la comprensión humana”.

Los físicos anteriores a la fundación de la cuántica veían el universo con ojos de ingenieros: engranes, trompos y palancas. Kepler perdió mucho tiempo tratando de hacer embonar las órbitas planetarias con los cinco sólidos perfectos o sólidos platónicos: los cuerpos tridimensionales formados por un mismo polígono regular: el tetraedro hecho de triángulos equiláteros, el cubo y sus seis lados cuadrados, las dos pirámides del octaedro, los pentágonos del dodecaedro y de nuevo triángulos equiláteros en el icosaedro.

La materia comenzó a desbordar sus límites aristotélicos con el descubrimiento de los campos: el campo magnético primero y luego la extraña dualidad entre magnetismo y electricidad. La unificación de Maxwell, el escocés que reunió áreas dispersas en cuatro breves ecuaciones para el campo electromagnético, fue el primer indicio de que el universo no seguía leyes mecánicas.

Jeans vuelve al símil de la caverna e imagina que vemos las sombras de dos jugadores de ajedrez que se encuentran afuera, a la luz del día. Los movimientos de sus sombras no siguen al mero azar, ni son péndulos o engranajes; son movimientos guiados por pensamiento: el movimiento de un alfil, el enroque de dos piezas proyectan sus sombras en la pared de fondo de la caverna y tienen su explicación en reglas de pensamiento y no en mecanismos. “Dejando a un lado la metáfora, la naturaleza parece responder en muy buena medida a reglas matemáticas puras”. Abundan los casos de sistemas matemáticos sin relación alguna con objetos, construidos sobre la base de una lógica estricta que, años después, resulta que describen procesos naturales descubiertos después que las matemáticas que los describen. Roger Penrose sostiene por eso mismo que las matemáticas no se inventan, se descubren. Y en su debate con Stephen Hawking sobre la naturaleza del espacio y el tiempo se declara llanamente platónico.

“La interpretación de la naturaleza en términos puramente matemáticos ha demostrado tener un éxito brillante”, sigue Jeans, a diferencia de los modelos ingenieriles que se topan con inimaginables superposiciones de estados e inexplicables enlaces entre partículas. En cambio, si dejamos de pensar en imágenes, encontramos que “la naturaleza y la mente matemática consciente

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funcionan de acuerdo a unas mismas leyes”. Nuestra dificultad para representarnos el universo finito, sin un “más allá”, se debe a que buscamos la figura de algo que es “un concepto puramente mental”. Estamos habituados a construir modelos que nos permitan visualizar un dato puro de las matemáticas, el propio Schrödinger diseñó su experimento mental del gato en una caja para explicarnos, a los humanos comunes, la superposición de estados en el mundo subatómico, un gato vivo y muerto a la vez. Se opone Jeans así: “Construir modelos o imágenes para explicar las fórmulas matemáticas y los fenómenos descritos por ellas no es un paso adelante en el conocimiento de la realidad, sino más bien una huida de ella, es como querer hacer imágenes de un espíritu”, se cae en las “vueltas y más vueltas” de que habla Eddington.

En cuanto dejamos de pedir imágenes, los conflictos desaparecen. Toma Jeans el ejemplo de la luz: ¿es onda o partícula? Ambas son imágenes que sacamos de la experiencia ordinaria donde hay ondas en el agua y piedras sólidas que no ondulan. La luz se comporta como partícula cuando viene del Sol a la Tierra porque no hay éter que ondule, como partícula cuando arranca electrones a una placa de metal, pero es onda cuando muestra interferencia y difracción ¿qué es, finalmente? No necesitamos seguirlo discutiendo: “Si contamos con una fórmula matemática que describe el comportamiento de la luz con toda precisión, ahí tenemos todo lo que es preciso saber sobre ella”. Igual pregunta nos podemos hacer sobre un grupo de electrones: ¿Existe en tres o más dimensiones? “Ese sistema de electrones existe en una fórmula matemática; ésta, y ninguna otra cosa, es lo que representa la última realidad”.

Y entonces Jeans da el gran salto: “Si el universo es esencialmente pensamiento, también su creación debió de ser un acto de pensamiento”. Retoma el idealismo radical: la mente es creadora y gobernadora de la materia: “No, por supuesto, la mente de cada uno de nosotros, sino la mente en la que existen como pensamientos los átomos”. No pone mayúscula, pero es el Uno de Parménides.

Así es como Jeans arriba a su conclusión luego de un formidable tour de force aquí apenas mal esbozado: “El universo se parece cada vez menos a una gran maquinaria y cada vez más a un gran pensamiento”. A la pregunta última ¿qué es?, responde: es pensamiento.

Es a lo que Schrödinger se refiere como “la cuestión de la gran Unidad, el Uno de Parménides, del cual todos formamos parte, al cual todos pertenecemos”. En fin, los físicos fundadores citan a los filósofos presocráticos del siglo VI a.C., la física cuántica los lleva a viejas intuiciones de la mística. Luego el new age se encargaría de abaratar estas reflexiones y venderlas en pócimas esotéricas.