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1 Para Dios no hay nada imposible V oy a comenzar este capítulo haciendo uso de un oxímoron. Como quizás algunos lectores no conozcan el significado de dicha figura re- tórica, vamos a incluir aquí la definición que ofrece el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española de este inusual vocablo: «Combina- ción en una misma estructura sintáctica de dos palabras o expresiones de significado opuesto, que originan un nuevo sentido». He aquí mi oxímo- ron: «Hay ocasiones en que el silencio divino llega a ser estrepitosamente escan- daloso». ¿Lo entendió? ¿Ha escuchado alguna vez un silencio escandaloso? El escándalo llega a su máxima expresión cuando dicho silencio se ha manteni- do inmutable a lo largo de cuattocientos años, tiempo suficiente para haber- se tomado irresistiblemente ruidoso. Desde las últimas palabras regisuadas en el Antiguo Testamento hasta los acontecimientos con los que Lucas da inicio a su Evangelio hay una brecha temporal que abarca cuatto siglos. Durante ese lapso la voz de Dios brilló por su ausencia. La Deidad pareció haber olvidado el idioma de los mortales. El Cielo se tomó taciturno y sus integrantes se encenaron, como monjes sujetos a un voto de silencio, pn una mudez cuatricentenaria. No hubo profetas; no hubo mensajeros; no hubo videntes. Enttetanto, miemras persistía la afonía divina, el pueblo de Dios, como si fuera un testigo de una cañera de relevos, pasó del dominio persa al griego, y del griego al romano. Ese período de silencio divino no congeló la sensibilidad espiritual de los descendientes de Abraham ni su deseo de sentir en sus corazones el palpitar de la palabra divina. Dichos años dieron paso a una época en la

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1Para Dios

no hay nada imposible

Voy a comenzar este capítulo haciendo uso de un oxímoron. Como quizás algunos lectores no conozcan el significado de dicha figura re­tórica, vamos a incluir aquí la definición que ofrece el Diccionario de

la Real Academia de la Lengua Española de este inusual vocablo: «Combina­ción en una misma estructura sintáctica de dos palabras o expresiones de significado opuesto, que originan un nuevo sentido». He aquí mi oxímo­ron: «Hay ocasiones en que el silencio divino llega a ser estrepitosamente escan­daloso». ¿Lo entendió? ¿Ha escuchado alguna vez un silencio escandaloso? El escándalo llega a su máxima expresión cuando dicho silencio se ha manteni­do inmutable a lo largo de cuattocientos años, tiempo suficiente para haber­se tomado irresistiblemente ruidoso.

Desde las últimas palabras regisuadas en el Antiguo Testamento hasta los acontecimientos con los que Lucas da inicio a su Evangelio hay una brecha temporal que abarca cuatto siglos. Durante ese lapso la voz de Dios brilló por su ausencia. La Deidad pareció haber olvidado el idioma de los mortales. El Cielo se tom ó taciturno y sus integrantes se encenaron, como monjes sujetos a un voto de silencio, p n una mudez cuatricentenaria. No hubo profetas; no hubo mensajeros; no hubo videntes. Enttetanto, miemras persistía la afonía divina, el pueblo de Dios, como si fuera un testigo de una cañera de relevos, pasó del dominio persa al griego, y del griego al romano.

Ese período de silencio divino no congeló la sensibilidad espiritual de los descendientes de Abraham ni su deseo de sentir en sus corazones el palpitar de la palabra divina. Dichos años dieron paso a una época en la

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que la actividad religiosa y escrituraria estuvieron en pleno apogeo. En este tiempo salieron a la luz los libros apócrifos, las añadiduras a Ester y a Daniel, los deuterocanónicos, la traducción del Antiguo Testamento al griego y los expertos rabinos inventaron todo tipo de regulaciones religiosas y civiles. Esta actividad literaria parece haberles servido como una vía de escape para aminorar y suplir la ausencia de una voz autorizada, que le explicara con propiedad qué esperaba el Señor de cada integrante del pueblo escogido.

Con independencia de todas esas fuentes literarias, que no eran más que el resultado de la inventiva y la imaginación humanas, la mayor parte de los judíos reconocían que la revelación divina había llegado a su final con la promesa regis­trada en los últimos pasajes del libro de Malaquías: «Yo os envío al profeta Elias antes que venga el día de Jehová, grande y terrible. Él hará volver el corazón de los padres hada los hijos, y el corazón de los hijos hádalos padres» (Mal. 4 :5 , 6). No deja de ser significativo que las últimas palabras pronundadas por Dios antes de adentrarse en su silendo, contengan una maravillosa promesa. Tal promesa ha­bría de mantener la luz de la verdad encendida durante esos cuatrodentos años de oscuridad, y ataviaría la cámara del alma de quienes pudieran escuchar y sentir la inconfundible voz del Creador en medio de aquel insoportable silendo.

La era del cumplimiento de las promesasEn ese sentido cabe preguntamos, ¿por qué el último libro del Antiguo

Testamento termina con una promesa? Creo que la razón radica en que no hay palabras más apetecibles para el oído humano que una fragante promesa divina. Pedro dice que «Dios nos ha entregado sus predosas y magníficas pro­mesas para que ustedes, luego de escapar de la corrupdón que hay en el mun­do debido a los malos deseos, lleguen a tener parte en la naturaleza divina» (2 Ped. 1: 4, NVI). Y Elena G. de White agrega que «en toda la extensión de nuestro sendero Diog siembra las flores de sus promesas para iluminar y em­bellecer nuestro viaje» (Fragantes promesas, p. 16).

Por eso no deja de maravillarme que Lucas inide su libro didendo que Dios ha empezado a dar cumplimiento a la promesa hecha en Malaquías. El comien­zo del tercer Evangdio constituye una transidón entre la era de promesas del Anti­guo Testamento y la era de cumplimiento a la que dará inido la llegada del Se­ñor.1 Hasta ese momento, la fe en la palabras proféticas dependía de creer, de

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confiar, sin pruebas concretas, en la fiabilidad de las promesas divinas; pero ahora el cumplimiento de las promesas ha llegado a ser una realidad tangible para todos. Dios ha manifestado su misericordia al consumar lo que había pro­metido, a pesar de que la mayor parte de su pueblo había ignorado los antiguos oráculos proféticos.

No hay que ser un experto en teología bíblica para percibir que el Evangelio de Lucas está repleto de alusiones al cumplimiento de las promesas del Antiguo Testamento. De hecho, en su elegante prólogo el evangelista pone sobre el tape­te que uno de los objetivos clave de su obra es presentar «un relato de las cosas que se han cumplido entre nosotros» (Luc 1:1, NVI). El verbo griego pleroforeo, que ha sido traducido como «cumplido» en este pasaje, indica que algo ha llegado a su clímax. En la época del Nuevo Testamento esta palabra se usaba para lle­nar lo que estaba vado, completar lo que estaba inconduso, llevar algo a su pleni­tud.2 Lucas va a describimos la manera en la que Dios llenó el vado de su pue­blo y consumó sus promesas en la persona y obra de Cristo (ver Luc. 1: 20, 57; 2: 6, 21-22; 4: 21; 9: 31; 21: 22, 24; 24: 44-47). Al usar el verbo «cumplir» en voz pasiva, nuestro autor se propone poner de manifiesto que, aunque el cumpli­miento de tales promesas ocurren «entre nosotros», Dios es el agente dinámico, el responsable de poner en marcha el cumplimiento de lo que él mismo había prometido.3

Testigos y ministrosPor supuesto, este «cumplimiento» no está sujeto a la interpretadón antoja­

diza del evangelista. Lucas, como buen historiador, dará cuenta de lo que apren­dió de aquellos que «vieron con sus propios ojos», «los testigos oculares» (DHH), los que desde primera fila contemplaron —por medio de las palabras y acdones de Cristo— el cumplimiento de las promesas bíblicas. La frase de Lucas 1: 2, «vieron con sus propios ojos», en griego es una sola palabra: autopiar, de ella de­riva nuestro vocablo «autopsia».4 En el Nuevo Testamento, Lucas es el único es­critor que la utiliza; quizá porque dicha expresión formaba parte del tecnidsmo médico del siglo I.5 Su obra está fundamentada en la mejor de las evidendas forenses: los testigos oculares, aquellos que estuvieron directamente relaciona­dos con los acontedmientos que narra en su Evangelio.6 Él conodó personal­mente a los que oyeron los discursos y presendaron los milagros del Salvador,

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los que le acompañaron no solo durante su transfiguración en el monte, sino también mientras agonizaba en el Getsemaní. Al pasar tiempo con ellos, Lucas tuvo acceso a la información más fidedigna respecto a la vida y obra de Jesús.

La fiabilidad de estos «testigos» radicaba en que llegaron a ser «ministros de la palabra». El vocablo «ministros», en griego yperetes, tiene un trasfondo bastante interesante, y vale la pena que le dediquemos un par de líneas. En el mundo de Lucas, yperetes se usaba para hacer referencia a Hermes, el men­sajero de los dioses, cuya función se limitaba «a ejecutar la voluntad de Zeus».7 En el ámbito militar el yperetes era el encargado de satisfacer las necesidades de los soldados. Los médicos como Lucas también tenían sus yperetes, sus siervos, que eran los responsables de cumplir sus instrucciones. Por tanto, «un ministro/yperetes» era un mensajero que estaba supeditado a la volun­tad de un superior.

Lucas declara que él recibió información de los que fueron «ministros de la palabra». Ellos no eran los dueños del mensaje, sino los mensajeros. Para Lucas, los «testigos» son confiables porque ellos eran «esclavos», «sier­vos», «de la palabra» que enseñaban. Estos testigos «no se pusieron sobre la palabra, usándola meramente como un instrumento para su propio servicio, sino por debajo de ella, haciéndose siervos de ella».8

A diferencia de otros esclavos, el yperetes podía redamar su libertad cuan­do quisiera. Su sujeción no era impuesta, sino voluntaria. Los discípulos fue­ron «esdavos» de la «palabra» porque el amor de Dios los llevó a tomar esa decisión. Pedro y Juan dijeron: «No podemos dejar de decir lo que hemos visto y oído» (Hech. 4: 20). ¿Los habían obligado a ser «esclavos de la pala­bra»? Por supuesto que no. Un destacado comentarista bíblico lo expresa de esta manera: «Ellos fueron cautivados por lo que había sucedido, y se comprometieron a dar a conocer estas cosas».9 ¿No le parece necesario que cada uno de nosotros también se convierta en un siervo, en un esclavo de la palabra divina?

La experienda de Lutero cuando tuvo que comparecer ante la Dieta de Worms constituye un ejemplo dásico de lo que significa ser «un ministro/ype- retes» de la palabra. Ante los prinapales dignatarios de la corona alemana, y del propio emperador Carlos 1 de España y V de Alemania, y frente a los más ver­sados exponentes de la doctrina papal, el célebre reformador puso de manifies­to su sujedón exdusiva e incondicional a la verdad bíblica al dedarar: «No puedo ni quiero reuactarme a menos que se me pruebe, por el testimonio de

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la Escritura o por medio de la razón, que estoy equivocado; no puedo confiar ni en las decisiones de los concilios ni en las de los papas, porque está bien claro que ellos no solo se han equivocado sino que se han contradicho entre sí. Mi conciencia está sujeta a la Palabra de Dios y no es honrado ni seguro obrar en contra de mi propia conciencia. ¡Qué Dios me ayude! Amén».

Las credenciales de Lucas: vio, oyó e investigóLucas no solo se limitó a escuchar y aceptar las memorias de quienes co­

nocieron personalmente a Jesús. El autor del tercer Evangelio dice que él in­vestigó por sí mismo «con diligencia todas las cosas desde su origen». No se limitó a lo que le contaron, a la experiencia que otros tuvieron con la «pala­bra», sino que procuró tener su propio encuentro con el Maestro. Y no hay duda de que se empleó a fondo con el fin de poner en nuestras manos el resultado final de sus investigaciones.

En la armonía de los Evangelios que aparece en el tomo 5 del Comentario bí­blico adventista se presentan 179 sucesos de la vida de Cristo. De ellos, 118 cones- ponden al tercer Evangelio; de los cuales 43 son exclusivos de Lucas. «Lucas pre­senta 26 de las 40 parábolas y 20 de los 35 milagros. Desde un punto de vista histórico, Lucas es más completo que los otros tres Evangelios».10 ¡El hombre investigó arduamente antes de sentarse a redactar su libro!

Para escribir su Evangelio, Lucas se valió de tres fuentes principales de inves­tigación: 1) Los testigos oculares: no hay nada más impactante que contemplar lo que el evangelio ha hecho en la vida de hombres y mujeres que, por la obra trans­formadora del Espíritu del Señor, experimentaron un cambio de vida. 2) Los que enseñaron la palabra: gente bondadosa y amable que consagró su vida a la tarea de transmitir al mundo el evangelio de salvación. 3) Su propia experiencia con el mensaje: él vio lo que Dios realizó en otros, escuchó lo que el Señor le dijo por medio de otros, pero procuró por sí mismo, diligentemente, llegar a tener una experiencia personal con la vida y obra del Señor.

Por supuesto, ninguno de estos medios excluye al otro, porque todos en algún momento han sido utilizados por Dios para impresionar a miles de hombres y mujeres. Hemos visto la obra maravillosa que Jesús ha llevado a cabo en la gente que nos rodea; hemos recibido instrucción valiosa por her­manos capacitados, que se han dejado usar por el Espíritu Santo. En cambio,

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la tercera depende de nosotros: procurar, individualmente, con diligencia, estudiar la Palabra con el expreso propósito de llegar a conocer la voluntad de Dios para nuestra vida. Quizá si nos adentramos un poquito en la histo­ria de Zacarías y la de María podríamos conocer un poco más de lo que venimos hablando.

Para Dios no hay nada imposible: el sacerdote incrédulo

Aunque —según escribió Flavio Josefo— para un israelita «la posición de la dignidad sacerdotal es la prueba de noble origen»,11 Zacarías era un senci­llo sacerdote de campo que no pertenecía a la aristocracia sacerdotal de Jeru- salén, ya que vivía en «la montaña» (Luc. 1: 39). Sin embargo, a diferencia de muchos de sus colegas en el sagrado ministerio, Zacarías era considerado un varón irreprensible en todos los mandamientos y justo delante del Señor. Estas características también adornaban la vida de su esposa, Elisabet, que también era de estirpe sacerdotal. Aunque Zacarías era sacerdote, estar casa­do con la hija de un sacerdote conllevaba una doble honra para cualquier descendiente de Aarón.

En los tiempos del Nuevo Testamento había unos veinte mil sacerdotes, agrupados en las veinticuatro órdenes que David había establecido para regular el servicio en el templo. La orden de Abías era la octava (ver 1 Ctón. 24:10). Estos sacerdotes ministraban una o dos veces al año; sin embargo, tener el pri­vilegio de ministrar en el interior del santuario era un acontecimiento que ocu­rría una vez en la vida. ¡Y Zacarías tuvo el privilegio de ser escogido para entrar y ofrecer el rito del incienso!

Pero —siempre hay un pero—, el irreprensible sacerdote tenía una «pe­queña mancha» en su ministerio: no tenía hijos. En principio, la «culpa» no era de él. El problema radicaba"en qué su mujer era estéril. No obstante, ahora se agregaba el hecho de que ambos eran «de edad avanzada» (Luc. 1: 7). La esterilidad era la razón por la que la pareja no había tenido hijos; la «edad avanzada» explicaba por qué ya no se podía esperar que los tuvieran.12

No obstante, hasta en esta supuesta desgracia se percibe el lugar especial que ocupan Zacarías y su esposa en el plan divino. La presentación que hace Lucas de ellos sigue el patrón de los grandes héroes espirituales del Antiguo

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Testamento. Abraham también fue justo y guardó los mandamientos de Dios (Gén. 17: 1; 26: 5) y, siendo de edad avanzada, tampoco tenía hijos (Gen. 18: 11). Tanto Isaac y Rebeca como Jacob y Raquel atravesaron la amarga expe­riencia de la esterilidad (Gén. 25: 21; 29: 31); lo mismo que Manoa y su es­posa; y Elcanay Ana (Jue. 13: 2; 1 Sam. 1: 5).

Según la tradición rabínica siete tipos de personas se hallaban fuera del alcance de la gracia divina, y la lista la encabezaba el «judío que no tiene espo­sa, o un judío que tiene esposa pero que no tiene ningún hijo».13 De acuerdo con la teología de la época, Zacarías quedaba fuera del cielo. El asunto se tor­na más complejo porque en Éxodo 23: 26 y Deuteronomio 7: 14 Dios había prometido que en Israel no habría ni hombres ni mujeres estériles. ¿Por qué si Zacarías y Elisabet eran «justos» tenían que llevar sobre sí la vergüenza que implicaba no tener hijos? Esta es una pregunta cuya respuesta no es simple. Sin embargo, siendo que dicha condición no era consecuencia del pecado de ellos, podemos suponer que, como Abraham y Sara, ellos son los representan­tes del pueblo de Dios. Su esterilidad no es resultado de su pecado, sino del pecado del pueblo. «La desgracia de Elisabet es sintomática de la esterilidad espiritual de Israel».14 Por ello, el cambio que Dios concretaría en la vida de esta pareja tendría que operar una transformación radical en el devenir espiri­tual de toda la nación. Dios no solo ofreció solución al problema de aquellos piadosos ancianos, sino que a través de ellos iba a pintar un cuadro de espe­ranza para toda la nación. Por lo menos esa era la intención divina.

Cuando Zacarías se hallaba ministrando en el templo, «mientras toda la multitud del pueblo estaba fuera orando», un ángel del Señor se le apareció y le dijo: «Zacarías, no temas, porque tu oración ha sido oída y tu mujer Elisabet dará a luz un hijo, y le pondrás por nombre Juan» (Luc. 1: 10, 13). «Tu ora­ción ha sido oída». ¿Qué oración? Es evidente, por la respuesta del ángel, que Zacarías en ese momento estaba pidiendo encarecidamente que Dios le con­cediera el privilegio de tener un hijo y le quitara el deshonor que conllevaba no tener descendientes. ¿Cuántos años había estado orando por ello? No lo sabemos. Lo importante aquí es que el Señor escuchó el clamor de su siervo.

El hijo de Zacarías, según Lucas 1: 16, 17, vendría para dar cumplimien­to a la promesa hecha en Malaquías 4: 5, 6. Dios no solo le está dando un descendiente al sacerdote, sino que además está trayendo al precursor del Me­sías; está cumpliendo lo que le había prometido a toda la nación. La espera de Zacarías y Elisabet formaba parte del plan divino para ellos y para todo el

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pueblo escogido. Zacarías simplemente quería un hijo, pero Dios le regaló algo mucho más grande: le dio al mayor de los profetas (Luc. 7: 28). La experiencia de este sacerdote constituye un ejemplo contundente de lo dicho por el Señor: «Mis caminos y mis pensamientos son más altos que los de ustedes; ¡más altos que los cielos sobre la tierra!» (Isa. 55: 9, NVI). Elena G. de White va en la mis­ma dirección al escribir: «El ideal de Dios para sus hijos es más elevado que todo pensamiento humano» (Testimonios para la iglesia, t. 8, p. 71). ¡El plan de Dios era mucho mayor que el de Zacarías! ¿Verdad que valió la pena esperar?

El Señor volvió a ejecutar lo que parecía imposible para el ser humano, puesto que con Zacarías y Elisabet se repitió el milagro hecho a Abraham y Sara: concebir en la vejez. No obstante, a diferencia de Abraham, que creyó en la palabra del Señor, Zacarías puso de manifiesto sus dudas: «¿Cómo puedo estar seguro de esto? Porque yo soy muy anciano y mi esposa tam­bién» (Luc. 1 :1 8 , DHH). Imagine el cuadro. Zacarías está orando para que Dios le dé un hijo; el Señor escucha su plegaria y le concede la petición; pero el sacerdote «irreprensible», cuando recibe la respuesta divina, expresa que él no cree que eso sea posible, en tanto que demanda una señal divina. ¿Lo puede usted creer? Zacarías ora; pero no tiene fe en que su oración será respondida, porque le resulta inverosímil imaginar a su esposa, anciana y enca­necida, llevando un hijo en su arrugado vientre.

Me alegra saber que el Dios de lo imposible puede continuar impulsan­do los designios de su voluntad a pesar de nuestras dudas. Una de las cosas imposibles que Dios es capaz de llevar a cabo, es la de ayudar a creer al que no cree sin obligarlo a que crea. Y para ayudar a creer al sacerdote; Dios le con­cedió la señal que pidió y lo dejó mudo. En esa condición, Zacarías perdió el privilegio de pararse ante el pueblo y pronunciar la bendición sacerdotal de Números 6 a todos los presentes.15

Para Dios no hay nada imposible: la muchacha que creyó

Del ámbito sacerdotal Lucas pasa al extremo opuesto. El Dios que habló en el imponente templo también puede hablar en la pequeña, insignifican­te y árida aldea de Nazaret. En los tiempos de Jesús, dicho lugar ni siquiera llegaba a cien habitantes. Lo que ocurrió allí constituye un testimonio con­

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tundente de que el Dios que es capaz de entablar comunicación con un en­cumbrado sacerdote, también lo puede hacer con una sencilla adolescente judía. Él no hace acepción de personas, siempre está presto para dialogar con todos, con independencia de cuál sea nuestro sexo o estatus social. Con Za­carías y Elisabet, Dios volvió a repetir lo que había hecho con Abraham y Sara; pero ahora haría algo mucho más grande, algo sin precedentes en la historia humana: ¡haría que una mujer concibiera un hijo sin tener relacio­nes sexuales con un hombre!

Y la elegida para tal milagro fue María, una joven campesina de Nazaret. En su conversación con María, dos veces el ángel le aseguró que ella contaba con el favor de la gracia divina (Luc. 1: 28, 30). Si bien es cierto que María era una mujer de fe, su elección como madre del Mesías no radicó en sus virtudes espirituales, sino en la insondable misericordia de Dios. Su elección fue un acto de gracia. Y fue la manifestación de la bondad divina lo que la capacitó para que pudiera creer y aceptar lo que el Señor esperaba de ella.

Aunque María no estaba casada con José, el «desposamiento» implicaba un compromiso de tanta seriedad, que para deshacerse de él había que re­currir al divorcio. Y quedar embarazada de «otro» que no fuera José suponía una afrenta indescriptible tanto para ella como para su futuro esposo. En una sociedad como la mediterránea en la que el honor lo era todo, habría que pensárselo dos veces antes de aceptar tener un hijo en las condiciones en que el ángel se lo ofreció a María. Las palabras del ser celestial no podían ser más claras: «Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y llamarás su nombre Jesús» (Luc. 1: 31).

A diferencia de Zacarías, María no pone en dudas estas palabras, aunque sí demanda una explicación: «¿Cómo podrá suceder esto, si no vivo con ningún hombre?» (Luc. 1: 34, DHH). Su preocupación no es cuál será la reac­ción de José. Ni siquiera cómo le iba a explicar a sus padres que había con­cebido un hijo cuyo padre no era su prometido. A María le inquieta saber cómo Dios llevaría a cabo lo que nunca nadie había hecho.

El ángel le respondió: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por lo cual también el Santo Ser que va a nacer será llamado Hijo de Dios. [... ] Pues nada hay imposible para Dios» (Luc. 1: 35, 37). Jesús sería engendrado por el Espíritu Santo. ¿Cómo pudo suceder eso? No lo sé y no creo que haya alguien que lo sepa. Pablo, co­mentando este asunto, se limitó a decir: «Indiscutiblemente, grande es el

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misterio de la piedad: Dios fue manifestado en carne» (1 Tim. 3: 16). Pero no se agobie, en la eternidad tendremos tiempo para dedicar varias decenas de miles de años para recibir por lo menos nociones básicas respecto a cómo Dios pudo encamarse dentro del cuerpecito de María.

Así que mejor hablemos de algo que sí puede ser entendido aquí y ahora. En aquella cultura —y en la nuestra también— una de las funciones funda­mentales del esposo consistía en proteger a su mujer. Si María no tenía espo­so, ¿quién la protegería durante el crítico período de su embarazo? Esta debe de haber sido una de sus inquietudes más acuciantes. Sin embargo, ella no tenía de qué preocuparse, porque el mismo Espíritu Santo sería el responsa­ble de llevar a cabo esta función protectora. Por ello el Espíritu la «cubriría». En la versión griega del Antiguo Testamento el verbo «cubrir», episkiazo, se usa en un sentido metafórico para aludir a la protección divina (Sal. 91: 4; 140: 7 ).16 Todo estaría bien porque Dios estaría con ella, él sería su protector.

Con semejante garantía casi podemos oír la trémula voz de María di­ciendo: «Aquí está la sierva del Señor; hágase conmigo conforme a tu pala­bra» (Luc. 1: 38). El resto de la historia usted lo conoce. Dios hizo lo que a los ojos humanos era imposible: que el Hijo de Dios fuera concebido en el vientre de una jovencita.

El gozo de un nuevo comienzoPara Lucas, las experiencias de Zacarías y María constituyen el punto de

partida de un nuevo comienzo en las relaciones de Dios con los seres huma­nos. El Señor estaba listo para dar inicio a una nueva etapa en la vida espiri­tual de su pueblo. En esa etapa hay esperanza para el sacerdote, hay esperan­za para el pecador. Todos pueden experimentar la cercanía de la presencia divina. Tanto el que duda como el que cree tienen la posibilidad de ser al­canzados por el cielo.

Hemos de admirar a María. Es la madre del Mesías, del esperado heredero del Uono de David. No vemos en su accionar ninguna pretensión de grande­za. Más bien compuso un salmo para dejar bien claro que la gloria es de Dios. Su única contribución fue reconocer su bajeza: «Engrandece mi alma al Señor y mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador, porque ha mirado la bajeza de su sierva» (Luc. 1: 46-48). Por medio de una humilde muchacha,

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Dios pudo socorrer «a Israel, su siervo, acordándose de su misericordia» (Luc. 1: 54). María supo de inmediato que gozar de esa misericordia no sería una bendición exclusiva de ella, pues «su misericordia —la de Dios— es de generación en generación» (Luc. 1: 50).

Dios le dio todo a María. María le dio todo a Dios.Hemos de admirar a Zacarías. Probablemente, nos parecemos a él más de

lo que quisiéramos. Somos conocidos por la profesión nominal de nuestra fe, aunque en realidad hemos de preguntamos si de verdad creemos. Vivimos batallando con la duda. Nos encanta que Dios nos dé señales que nos hagan creer, ¿y qué hemos ganado con ello? Zacarías tuvo que combatir cuerpo a cuerpo con el peor de nuestros demonios: la incredulidad. La experiencia de este sacerdote, que era un personaje irreprensible, ha de animamos cuando la incertidumbre gana terreno en nuestra experiencia espiritual. Dios está presto para ayudamos a creer confiadamente en su Palabra.

Cuando finalmente pudo ver la obra de Dios —como María—, Zacarías también abrió sus labios para alabarlo efusivamente. Su canto es magistral. Canta por la salvación. El Señor «nos levantó un poderoso salvador»; «se acor­dó de su pacto»; su hijo vendría a «dar conocimiento de salvación»; a presentar «la entrañable misericordia de nuestro Dios» (Luc. 1: 69, 72, 77, 78).

Dios cumplió las promesas que les hizo a María, a Zacarías y a su pueblo. ¿Acaso no cumplirá las que nos ha hecho a nosotros? Las promesas divinas están listas para llenar de gozo, paz y sosiego nuestra ajetreada vida si tan solo decidimos redamar su cumplimiento. Quizá nuestro mayor problema sea que no creemos que Dios hará lo que para nosotros resulta imposible. Solemos olvidar que Dios es todopoderoso y, por ende, es capaz de hacer que, sin violentar nuestra voluntad, nosotros podamos creer en él confiada­mente, como lo hizo María. No lo olvide, para Dios no hay nada imposible; él puede ayudamos a obtener la victoria sobre nuestras dudas espirituales.

Reflexionemos en esta impresionante declaración: «Todo lo que desee­mos cuando oramos, si creemos que lo vamos a recibir, lo tendremos. Esta fe atraviesa la nube más oscura, y derrama rayos de luz y esperanza sobre el alma doblegada y desanimada. La ausencia de esta fe y de esta confianza produce perplejidad, temores angustiosos y sospechas de males. Dios hará grandes cosas por su pueblo cuando ponga toda su confianza en él» (Testi­monios para la iglesia, t. 2, p. 127).

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Dios quiere iniciar una nueva etapa en la vida de sus hijos. Él anhela co­menzar la era del cumplimiento de sus promesas. Quiere poner fin al pálido silencio que ha arropado nuestras vidas. ¿Estamos listos para ver lo que Dios hará en nosotros y a través de nosotros? El mensaje central del primer capítu­lo de Lucas lo podemos resumir en estas palabras de Pablo: «Todas las pro­mesas que ha hecho Dios son "sí" en Cristo» (2 Cor. 1: 20, NV1). Acudamos a él y procuremos el cumplimiento de lo que generosamente él mismo nos ha prometido. Y no olvidemos esto: para Dios no hay nada imposible.

R e fe re n c ia s :

1 Mark L Strauss, The D avidic M essiah in Luke-Acts: The Promise and Its Fulfillm ent in Lukan Christology, Journal

for the Study o f the New Testament: Supplement Series (Sheffield: Sheffield Academic, 1995), p. 86.

2 Para más detalles ver a G. Delling, «Pleroo» en Theological D ictionary o f the New Testament, Gerhard Kittel y

Gerhard Friedrich, eds. (Gran Rapids, Michigan: William B. Eerdmans Publishing Company, 1968), L VI, pp. 283-311; J. H. Moulton y G. Milligan, Vocabulary o f the G reek Testament (Peabody, Massachusetts, Hen-

drickson Publishers, 1930), p. 519.

3 LukeTímothy Johnson, The Gospel ofL u ke, Sacra Pagina Series (Collegeville, Minnesota: The Liturgical Press,

1991), vol. 3, p. 27.

4 Joan Coromines, Breve diccionario etim ológico de la lengua castellana (Madrid: Editorial Gredos, 2008), p. 54.

5 Archibald Thomas Robertson, Im ágenes verbales en el N uevo Testamento (Barcelona: CLIE, 1989), L 2, p. 23.

6 Earle E. Bilis, The Gospel o fL u ke (Grand Rapids, Michigan: Wm. B. Eerdmans Publishing Company, 1966),

p. 65.

7 K. H. Rengstorf,«yperetes», en Theological D ictionary o fth e N ew Testament, Gerhard Kittel y Gerhard Friedrich,

eds. (Grand Rapids, Michigan: Wm. B. Eerdmans Publishing Company, 2006), t VIII, p. 530.

8 William Hendriksen, El Evangelio según San Lucas (Grand Rapids, Michigan: Libros Desafio, 2002), p. 70.

9 John Nolland, Luke 1-9:20, Word Biblical Commentary (Nashville: Thomas Nelson, 2000), vol. 35a, p. 6.

10 Frands D. Nichol, ed. Com entario bíblico adventista (Buenos Aires: ACES, 1995), L 5, pp. 181, 182.

11 Citado por Joachim Jeremías, Jerusalén en los tiem pos d e Jesús (Madrid: Ediciones Cristiandad, 1980),

pp. 167, 168.

12 Leopold Sabourin, El Evangelio de Lucas (Valencia: EDICEP, 2000), p. 61.

13 William Barclay, Com entario a l Nuevo Testamento: 17 tomos en 1 (Barcelona: CLIE, 2006), p. 294.

14 David E. Garland, Luke, Zondervan Exegetical Commentary on the New Testament (Gran Rapids: Michi­

gan: Zondervan, 2011), p. 65.

15 Bruce J. Malina y Richard L. Rohrbaugh, Los evangelios sinópticos y la cultura m editerránea del siglo /, (Navarra:

Editorial Verbo Divino, 2002), p. 221.

161. Howard Marshall, Com mentary on Luke, New International Greek Testament Commentary (Grand Ra­

pids, Michigan: Wm. B. Eerdmans Publishing Company, 1978), pp. 70, 71.