Cuando a Austin le incendiar el - University of Floridaufdcimages.uflib.ufl.edu/CA/03/59/90/22/00353/00539.pdf · 2011-07-20 · EL MUNDO, SAN JUAN, P. R. - DOMINGO 25 DE DICIEMBRE
EL MUNDO, SAN JUAN, P. R. - DOMINGO 25 DE DICIEMBRE DE 1938.
Cuando a Austin le incendiar el Uo compañero medio loco comenzó
a arrojarle bolas in- cendiadas .que prendieron fuego a la seda ele
su aparato.-
Una gracia que estuvo a punto de costarle la vida
Al principio me pareció una hazaña di*na de mí, aunque después
lo consideré una Idiotez. Pero allí eataba en el ala, ain
paracaida, el motor aparado y el aylón en un ánrulo de 70
grado*.
El morir es un trabajo que tar- de o temprano todoi estamos
obli- gado! á ejecutar, pero ain exage- ración ' puede declrie que
el acró- bata ea- el que siempre está mejor preparado para él. Esta
Idea está fija etr su mente, y es natural, puesto que se gana la
vida preci- samente ofreciendo un cuello a la guadaña de la que
todo el mundo ha convenido en llamar La Infali- ble. 'Vosotros, en
realidad saca* mos la' cabeza ofreciendo el cuello, que se deja ahj
esperando que la guadaña baje vertiginosa sobre 41. Ea el momento
en que va a lo- carlo, hacemos una mueca, refi- ramos el cuello y
la Parca queda burlad». Por supuesto, más o me- nea pronto llegará
el desquite.
Pero: sentado aquí en- mi mesa, pensando en, alia, me- viene* o
la memoria A* euantaa y cuantas ve-
í
Long Island donde un amigc me prestó su avión, un viejo biplano
Waeo, con su tanque muy lleno de gasolina y muy listo para lan-
zarse al aire. Dije a mi esposa que primero lo probaria yo, en un
corto vuelo, y que si lo considera- ba seguro, subiríamos en él.
Con ésto subi a la cabina y la dije ale- gremente:
—Vuelvo en seguida, querida. Y me elevé.
Un motor parado atena Me hallaba todavía, subiendo len-
tamente y a unos ciento cincuen- ta metros de altura, cuando el
mo- tor falló y dejó de funcionar. No dejéis que ningún aviador os
enga- ñe: esto da una sensación horri- ble, espantosa. El zumbido
ensor- decedor del motor cesa de pronto y nos envuelve un silencio
mortal, con el viento susurrando como ur.
Todos tenían miedo de acercar- se a mi Ümerosos de que se dea-
prendiera cualquier pedazo del avión, cuyos restos parecían jun-
tos por milagro.
Comencé a perder el sentido. No me desmayaba del todo, sólo ex-
perimentaba cortos lapsos de in- consciencia, como' si el mundo y
-ni vida estuvieran parpadeando.
—Algo debe detenerme aquí — pensé— por eso no puedo mover-
me.
Pero después el médico declaró que me habla fracturado la espi-
na dorsal.
Tuve en el hospital un descanso muy largo y al fin sali
perfecta- mente bien, pero durante mucho tiempo tuve miedo.
Primero, te- nia miedo de morir. Después te- mí no volver a
caminar, pero todo sanó a perfección y pronto volví a la- andadas
para derribar una montana de deudas que se acumu- laron durante mi
estancia en el hospital.
Batalla aérea con ■ velas romanas
Recuerdo bien la primera tarea que tuve que realizar después de»
accidente. Fué en la playa "Art", lugar, de recreo cerca de Long
Beacri y fui contratado para dar una exhibición nocturna de acro-
bacia coronando el espectáculo con dos hombres descendiendo en pa-
racaldas, descenso adornado con un combate entre los dos disparán-
donos con velas romanas mientras bajábamos. Advertí al compañero
que habla de hacer do adversario, no disparar su vela romana sobre
el paracaldas.
—Dispara hacia mis pies o por debajo de ellos. — le dije— Asi
ninguno de los dos tendrá que arrepentirse mañana.
Todo fué muy bien hasta el mo- mento del combate. La muche-
dumbre gozó de grandes emocio- nes al ver al avión describiendo
volteretas a la luz de los proyec- tores, perdiéndose en la
oscuridad para relucir de nuevo bajando o subiendo en la imaginarla
batalle aérea y después los dos hombres nos lanzamos de la cabina,
cada uno con su paracaidas, bajando en la luz cegadora de los
proyecto- res.
Bajamos armados de velas.roma- nas y no teníamos más que arran-
car el capillo de encendido y dejar que laa bolas de fuego salieran
lanzadas al espacio. Nunca he po- dido comprender que ocurrió en el
cerebro de mi compañero, si es que lo tenia. El hecho es que des-
de que lanzó su piimera bola de fuego hacia mi nunca más nos he-
mos hablado. Esa primera bola pasó junto a mi cara, zumbando;
después otra zumbó muy cerca de mi oído. Le grité que anduviera con
cuidado, que en qué pensa- ba. Una tercera bola luminosa pa- só aún
más cerca de mi. El paracaldas incendiado
En la luz cegadora de los pro- yectores dirigidos desde abajo
ha- cia nosotroj yo no podía ver nada y tuve que esperar varios
segundos de agonía antes de verme envuel- to en la oscuridad. Lo
que vi en- tonces hizo que el corazón me sal- tar* a la garganta,
ahogándome y provocándome u n temblor gene- ral de miedo, porque 1o
que vi fué una luminosidad en la seda seca del paracaldas. Las
chispas ha- blan hecho efecto, dos. tres pun- tos de fuego en la
comba de seda devorando vorazmente lo que m« sostenía con vida en
el espaelo.-Só- lo tuve tiempo de pensar, /decidir y proceder, todo
a la vez. Levan- té el brazo y agarré un puñado de las cuerdas
cerrando con ello li mitad del paracaidas, y comencé a bajar como
una roca en el vacio. Ahora, la mitad de un paracaldas no vsle lo
que uno entero, ni mu- cho menos, y. bajé, alejándome de aquel
Idiota y sus malvadas bo- las de fuego, a razón de dos y me- dio
kilómetros por minuto. En- tonces, sólo a unos sesenta metros
del suelo, .solté las cuerdas y el paracaldas se abrió de nuevo
deto- nando. Pero el daño causado por las chispas se habla
extendido y el viento pasaba silbando por los agujeros. Cuando
toqué tierra sen- tí una sacudida tal que los dientes parecieron
clavarse dentro de las encías y romo si la tierra entera hubiera
temblado.
Fueron necesarios varios minu- tos para comprender que eataoa
vivo y que ya no najaba bajo una lluvia de bolas de fuego y cuando
volví de nuevo a mis cables, el so- cio ya habla aterrizado y venia
co- rriendo hacia mf. Cuando lo A perdí la cabeza; estaba todavía
lle- no de sobresalto, mis nervios es- taban de punta a causa de
aquel viaje ultra rápido, y le propiné un puñetazo en la quijada,
al mismo tiempo qu« de palabra le dije cuantas lindezas pude
recordar. Una broma que cuesta cara
Cayó sobre una rodilla, lleno.de sorpresa.
—¡Qué! ¿No puedes sorportir una broma? — preguntó.
—¡Claro! ¿por qué no? ¡Aquí ve una para ti!— Con esto me lancé
sobre él. Era de mayores propor- ciones que yo y quizá en cual-
quier otra ocasión habría podido vencerme con facilidad, pero yo
es- taba ciego de cólera y él no salla de su sorpresa • cuando noa
sepa raron le hable propinado tantos golpes que yo me sentía muy
ali- viado. Nunca lo he vuelto a ver ni tengo el menor deseo.
Hay ocasiones, como en la que apenas hsbla unos palmos entre las
ruedas del avión y el techo del hangar, en que un accidente es só-
lo cuestión de mala suerte, pura mala suerte, pero hay otras en que
el accidente se debe nada más que a idiotez. Tod-s somos Idiotas le
vez en cuando, por ejemplo, cuan- do vemos una chispa en el' aire o
en los ojos de una mujer y la vida nos parece lind y sacamos el pe
cho sintiéndonos llenoa de algo muy grande e indefinible y de la
Idea de que algo ha de suceder... y en efecto sucede.
Hallábame un día en el aero- puerto de Jamaica cuando un Jo- ven
a quien llamábamos Lindy (precisamente porque no sabia vo-
lar bien I se presentó ron su novia y me dijo que querían hacer
un vuelo.
eientoe cincuenta metroa da altu- ra:
—Vamos a dar un paseo por la terraza.
Y le señalé el ala, en la que ha bia notado un ancho larguero,
que me sugirió 4a Idea. La joven me miró riendo y moviendo
negativa- mente la cabeza. Seguramente pen- só que yo chanceaba,
pero cuando uno quiere hacer aspavientos ante una muchacha bonita
no vadla. Le añardl:
—¡Üated no querrá estirar las piernas, pero yo si!
Yo no llevaba paracaidas. moti- vo por el que tal ves la oca«ión
ea para mi histórica, ya que fué la última vez que me elevé sin
llevar
• nnm'rns v i Jsrte raer sin enredarse en las avión que