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Blancanieve y Rojarosa [Cuento. Texto completo.] Hermanos Grimm Una pobre mujer vivía en una cabaña en medio del campo; en un huerto situado delante de la puerta, había dos rosales, uno de los cuales daba rosas blancas y el otro rosas encarnadas. La viuda tenía dos hijas que se parecían a los dos rosales, la una se llamaba Blancanieve y la otra Rojarosa. Eran las dos niñas lo más bueno, obediente y trabajador que se había visto nunca en el mundo, pero Blancanieve tenía un carácter más tranquilo y bondadoso; a Rojarosa le gustaba mucho más correr por los prados y los campos en busca de flores y de mariposas. Blancanieve se quedaba en su casa con su madre, la ayudaba en los trabajos domésticos y le leía algún libro cuando habían acabado su tarea. Las dos hermanas se amaban tanto, que iban de la mano siempre que salían, y cuando decía Blancanieve: -No nos separaremos nunca. Contestaba Rojarosa: -En toda nuestra vida. Y la madre añadía: -Todo debería ser común entre ustedes dos. Iban con frecuencia al bosque para coger frutas silvestres, y los animales las respetaban y se acercaban a ellas sin temor. La liebre comía en su mano, el cabrito pacía a su lado, el ciervo jugueteaba delante de ellas, y los pájaros, colocados en las ramas, entonaban sus mas bonitos gorjeos. Nunca las sucedía nada malo; si las sorprendía la noche en el bosque, se acostaban en el musgo una al lado de la otra y dormían hasta el día siguiente sin que su madre estuviera inquieta. Una vez que pasaron la noche en el bosque, cuando las

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Blancanieve y Rojarosa[Cuento. Texto completo.]

Hermanos Grimm

Una pobre mujer vivía en una cabaña en medio del campo; en un huerto situado delante de la puerta, había dos rosales, uno de los cuales daba rosas blancas y el otro rosas encarnadas. La viuda tenía dos hijas que se parecían a los dos rosales, la una se llamaba Blancanieve y la otra Rojarosa. Eran las dos niñas lo más bueno, obediente y trabajador que se había visto nunca en el mundo, pero Blancanieve tenía un carácter más tranquilo y bondadoso; a Rojarosa le gustaba mucho más correr por los prados y los campos en busca de flores y de mariposas. Blancanieve se quedaba en su casa con su madre, la ayudaba en los trabajos domésticos y le leía algún libro cuando habían acabado su tarea. Las dos hermanas se amaban tanto, que iban de la mano siempre que salían, y cuando decía Blancanieve:

-No nos separaremos nunca.

Contestaba Rojarosa:

-En toda nuestra vida.

Y la madre añadía:

-Todo debería ser común entre ustedes dos.

Iban con frecuencia al bosque para coger frutas silvestres, y los animales las respetaban y se acercaban a ellas sin temor. La liebre comía en su mano, el cabrito pacía a su lado, el ciervo jugueteaba delante de ellas, y los pájaros, colocados en las ramas, entonaban sus mas bonitos gorjeos.

Nunca las sucedía nada malo; si las sorprendía la noche en el bosque, se acostaban en el musgo una al lado de la otra y dormían hasta el día siguiente sin que su madre estuviera inquieta.

Una vez que pasaron la noche en el bosque, cuando las despertó la aurora, vieron a su lado un niño muy hermoso, vestido con una túnica de resplandeciente blancura, el cual les dirigió una mirada amiga, desapareciendo en seguida en el bosque sin decir una sola palabra. Vieron entonces que se habían acostado cerca de un precipicio, y que hubieran caído en él con sólo dar dos pasos más en la oscuridad. Su madre les dijo que aquel niño era el Ángel de la Guarda de las niñas buenas.

Blancanieve y Rojarosa tenían tan limpia la cabaña de su madre, que se podía cualquiera mirar en ella. Rojarosa cuidaba en verano de la limpieza, y todas las mañanas, al despertar, encontraba su madre un ramo, en el que había una flor de cada uno de los dos rosales. Blancanieve encendía la lumbre en invierno y colgaba la marmita en los llares, y la marmita, que era de cobre amarillo, brillaba como unas perlas de limpia que estaba.

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Cuando nevaba por la noche, decía la madre:

-Blancanieve, ve a echar el cerrojo.

Y luego se sentaban en un rincón a la lumbre; la madre se ponía los anteojos y leía en un libro grande; y las dos niñas la escuchaban hilando; cerca de ellas estaba acostado un pequeño cordero y detrás dormía una tórtola en su caña con la cabeza debajo del ala.

Una noche, cuando estaban hablando con la mayor tranquilidad, llamaron a la puerta.

-Rojarosa -dijo la madre- ve a abrir corriendo, pues sin duda será algún viajero extraviado que buscará asilo por esta noche.

Rojarosa fue a descorrer el cerrojo y esperaba ver entrar algún pobre, cuando asomó un oso su gran cabeza negra por la puerta entreabierta. Rojarosa echó a correr dando gritos, el cordero comenzó a balar, la paloma revoloteaba por todo el cuarto y Blancanieve corrió a esconderse detrás de la cama de su madre. Pero el oso les dijo:

-No teman, no les haré daño; sólo les pido permiso para calentarme un poco, pues estoy medio helado.

-Acércate al fuego, pobre oso -contestó la madre- pero ten cuidado de no quemarte la piel.

Después llamó a sus hijas de esta manera:

-Blancanieve, Rojarosa, vengan; el oso no les hará daño, tiene buenas intenciones.

Entonces vinieron las dos hermanas, y se acercaron también poco a poco el cordero y la tórtola y olvidaron su temor.

-Hijas -les dijo el oso- ¿quieren sacudir la nieve que ha caído encima de mis espaldas?

Las niñas cogieron entonces la escoba y le barrieron toda la piel; después se extendió delante de la lumbre manifestando con sus gruñidos que estaba contento y satisfecho. No tardaron en tranquilizarse por completo; y aún en jugar con este inesperado huésped. Le tiraban del pelo, se subían encima de su espalda, le echaban a rodar por el cuarto, y cuando gruñía, comenzaban a reír. El oso las dejaba hacer cuanto querían, pero cuando veía que sus juegos iban demasiado lejos, les decía:

-Déjenme vivir, no vayan a matar al pretendiente de ustedes.

Cuando fueron a acostarse, le dijo la madre:

-Quédate ahí; pasa la noche delante de la lumbre, pues por lo menos estarás al abrigo del frío y del mal tiempo.

Las niñas le abrieron las puertas a la aurora, y él se fue al bosque trotando sobre la nieve. Desde aquel día, volvía todas las noches a la misma hora, se extendía delante de la lumbre

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y las niñas jugaban con él todo lo que querían, habiendo llegado a acostumbrarse de tal modo a su presencia, que nunca echaban el cerrojo a la puerta hasta que él venía.

En la primavera, en cuanto comenzó a nacer el verde, dijo el oso a Blancanieve:

-Me marcho, y no volveré en todo el verano.

-¿Dónde vas, querido oso? -le preguntó Blancanieve.

-Voy al bosque, tengo que cuidar de mis tesoros, porque no me los roben los malvados enanos. Por el invierno, cuando la tierra está helada, se ven obligados a permanecer en sus agujeros sin poder abrirse paso; pero ahora que el sol ha calentado ya la tierra, van a salir al merodeo; lo que cogen y ocultan en sus agujeros no vuelve a ver la luz con facilidad.

Blancanieve sintió mucho la partida del oso, cuando le abrió la puerta se desolló un poco al pasar con el pestillo, y creyó haber visto brillar oro bajo su piel, más no estaba segura de ello. El oso partió con la mayor celeridad, y desapareció bien pronto entre los árboles.

Algún tiempo después, envió la madre a sus hijas a recoger madera seca al bosque, vieron un árbol muy grande en el suelo, y una cosa que corría por entre la yerba alrededor del tronco, sin que se pudiera distinguir bien lo que era. Al acercarse distinguieron un pequeño enano, con la cara vieja y arrugada y una barba blanca de una vara de largo. Se le había enganchado la barba en una hendidura del árbol, y el enano saltaba como un perrillo atado con una cuerda que no puede romper; fijó sus ardientes ojos en las dos niñas y les dijo:

-¿Qué hacen ahí mirando? ¿Por qué no vienen a socorrerme?

-¿Cómo te has dejado coger así en la red, pobre hombrecillo? -le preguntó Rojarosa.

-Tonta curiosa -replicó el enano-, quería partir este árbol para tener pedazos pequeños de madera y astillas para mi cocina, pues nuestros platos son chiquititos y los tarugos grandes los quemarían; nosotros no nos atestamos de comida como la raza grosera y tragona de ustedes. Ya había introducido la cuña en la madera, pero la cuña era demasiado resbaladiza; ha saltado en el momento en que menos lo esperaba, y el tronco se ha cerrado tan pronto, que no he tenido tiempo para retirar mi hermosa barba blanca que se ha quedado enredada. ¿Se echan a reír, simples? ¡Qué feas son!

Por más que hicieron las niñas no pudieron sacar la barba que estaba cogida como con un tornillo.

-Voy a buscar gente -dijo Rojarosa.

-¿Llamar gente? -exclamó el enano con su ronca voz- ¿no son ya demasiado ustedes dos, imbéciles borricas?

-Ten un poco de paciencia -dijo Blancanieve- y todo se arreglará.

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Y sacando las tijeras de su bolsillo le cortó la punta de la barba. En cuanto el enano se vio libre, fue a coger un saco lleno de oro que estaba oculto en las raíces del árbol, diciendo:

-¡Qué animales son esas criaturas! Cortar la punta de una barba tan hermosa! El diablo las lleve.

Después se echó el saco a la espalda y se marchó sin mirarlas siquiera.

Algunos meses después fueron las hermanas a pescar al río; al acercarse a la orilla vieron correr una especie de saltamontes grande, que saltaba junto al agua como si quisiera arrojarse a ella. Echaron a correr y conocieron al enano.

-¿Qué tienes? -dijo Rojarosa- ¿es que quieres tirarte al río?

-¡Qué bestia eres! -exclamó el enano- ¿no ves que es ese maldito pez que quiere arrastrarme al agua?

Un pescador había echado el anzuelo, mas por desgracia el aire enredó el hilo en la barba del enano, y cuando algunos instantes después mordió el cebo un pez muy grande, las fuerzas de la débil criatura no bastaron para sacarle del agua y el pez que tenía la ventaja atraía al enano hacia sí, quien tuvo que agarrarse a los juncos y a las yerbas de la ribera, a pesar de lo cual le arrastraba el pez y se veía en peligro de caer al agua. Las niñas llegaron a tiempo para detenerle y procuraron desenredar su barba, pero todo en vano, pues se hallaba enganchada en el hilo. Fue preciso recurrir otra vez a las tijeras y cortaron un poco de la punta. El enano exclamó entonces encolerizado:

-Necias, ¿tienen la costumbre de desfigurar así a las gentes? ¿No ha sido bastante con haberme cortado la barba una vez, sino que han vuelto a cortármela hoy? ¿Cómo me voy a presentar a mis hermanos? ¡Ojalá tengan que correr sin zapatos y se desollen los pies!

Y cogiendo un saco de perlas que estaba oculto entre las cañas, se lo llevó sin decir una palabra y desapareció en seguida detrás de una piedra.

Poco tiempo después envió la madre a sus hijas a la aldea para comprar hilo, agujas y cintas. Tenían que pasar por un erial lleno de rosas, donde distinguieron un pájaro muy grande que daba vueltas en el aire, y que después de haber volado largo tiempo por encima de sus cabezas, comenzó a bajar poco a poco, concluyendo por dejarse caer de pronto al suelo. Al mismo tiempo se oyeron gritos penetrantes y lastimosos. Corrieron y vieron con asombro a un águila que tenía entre sus garras a su antiguo conocido el enano y que procuraba llevárselo. Las niñas, guiadas por su bondadoso corazón, sostuvieron al enano con todas sus fuerzas, y se las hubieron también con el águila que acabó por soltar su presa; pero en cuanto el enano se repuso de su estupor, les gritó con voz gruñona:

-¿No podían haberme cogido con un poco más de suavidad, pues han tirado de tal manera de mi pobre vestido que me lo han hecho pedazos? ¡Qué torpes son!

Después cogió un saco de piedras preciosas y se deslizó a su agujero en medio de las rosas. Las niñas estaban acostumbradas a su ingratitud y así continuaron su camino sin

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hacer caso, yendo a la aldea a sus compras.

Cuando a su regreso volvieron a pasar por aquel sitio, sorprendieron al enano que estaba vaciando su saco de piedras preciosas, no creyendo que transitase nadie por allí a aquellas horas, pues era ya muy tarde. El sol al ponerse iluminaba la pedrería y lanzaba rayos tan brillantes, que las niñas se quedaron inmóviles para contemplarlas.

-¿Por qué se quedan ahí embobadas? -les dijo, y su rostro ordinariamente gris estaba enteramente rojo de cólera.

Iba a continuar insultando cuando salió del fondo del bosque un oso completamente negro, dando terribles gruñidos. El enano quería huir lleno de espanto, pero no tuvo tiempo para llegar a su escondrijo, pues el oso le cerró el paso. Entonces le dijo suplicándole con un acento desesperado:

-Perdóname, querido señor oso, y te daré todos mis tesoros, todas esas joyas que ves delante de ti, concededme la vida. ¿Qué ganarás con en matar a un miserable enano como yo? Apenas me sentirías entre los dientes. ¿No es mucho mejor que cojas a esas dos malditas muchachas, que son dos buenos bocados, gordas como codornices? Cómetelas, en nombre de Dios.

Pero el oso, sin escucharlo, dio a aquella malvada criatura un golpe con su pata y cayó al suelo muerta.

Las niñas se habían salvado, pero el oso les gritó:

-¿Blancanieve? ¿Rojarosa? No tengan miedo, espérenme.

Reconocieron su voz y se detuvieron, y cuando estuvo cerca de ellas, cayó de repente su piel de oso y vieron a un joven vestido con un traje dorado.

-Soy un príncipe -les dijo- ese infame enano me había convertido en oso, después de haberme robado todos mis tesoros. Me había condenado a recorrer los bosques bajo esta forma y no podía verme libre más que con su muerte. Ahora ya ha recibido el premio de su maldad.

Blancanieve se casó con el príncipe y Rojarosa con un hermano suyo y repartieron entre todos los grandes tesoros que el enano había amontonado en su agujero. Su madre vivió todavía muchos años tranquila y feliz cerca de sus hijas. Tomó los dos rosales y los colocó en su ventana, donde daban todas las primaveras hermosísimas rosas blancas y encarnadas.

FIN

Blancanieves[Cuento. Texto completo.]

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Hermanos Grimm

Era un crudo día de invierno, y los copos de nieve caían del cielo como blancas plumas. La Reina cosía junto a una ventana, cuyo marco era de ébano. Y como mientras cosía miraba caer los copos, con la aguja se pinchó un dedo, y tres gotas de sangre fueron a caer sobre la nieve. El rojo de la sangre se destacaba bellamente sobre el fondo blanco, y ella pensó: "¡Ah, si pudiere tener una hija que fuere blanca como nieve, roja como la sangre y negra como el ébano de esta ventana!". No mucho tiempo después le nació una niña que era blanca como la nieve, sonrosada como la sangre y de cabello negro como la madera de ébano; y por eso le pusieron por nombre Blancanieves. Pero al nacer ella, murió la Reina.

Un año más tarde, el Rey volvió a casarse. La nueva Reina era muy bella, pero orgullosa y altanera, y no podía sufrir que nadie la aventajase en hermosura. Tenía un espejo prodigioso, y cada vez que se miraba en él, le preguntaba:

"Espejito en la pared, dime una cosa: ¿quién es de este país la más hermosa?". Y el espejo le contestaba, invariablemente:

"Señora Reina, eres la más hermosa en todo el país".

La Reina quedaba satisfecha, pues sabía que el espejo decía siempre la verdad. Blancanieves fue creciendo y se hacía más bella cada día. Cuando cumplió los siete años, era tan hermosa como la luz del día, y mucho más que la misma Reina. Al preguntar ésta un día al espejo:

"Espejito en la pared, dime una cosa: ¿quién es de este país la más hermosa?". Respondió el espejo:

"Señora Reina, tú eres como una estrella, pero Blancanieves es mil veces más bella".

Se espantó la Reina, palideciendo de envidia y, desde entonces, cada vez que veía a Blancanieves sentía que se le revolvía el corazón; tal era el odio que abrigaba contra ella. Y la envidia y la soberbia, como las malas hierbas, crecían cada vez más altas en su alma, no dejándole un instante de reposo, de día ni de noche.

Finalmente, llamó un día a un servidor y le dijo:

-Llévate a la niña al bosque; no quiero tenerla más tiempo ante mis ojos. La matarás, y en prueba de haber cumplido mi orden, me traerás sus pulmones y su hígado.

Obedeció el cazador y se marchó al bosque con la muchacha. Pero cuando se disponía a clavar su cuchillo de monte en el inocente corazón de la niña, se echó ésta a llorar:

-¡Piedad, buen cazador, déjame vivir! -suplicaba-. Me quedaré en el bosque y jamás volveré al palacio.

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Y era tan hermosa, que el cazador, apiadándose de ella, le dijo:

-¡Márchate entonces, pobrecilla!

Y pensó: "No tardarán las fieras en devorarte".

Sin embargo, le pareció como si se le quitase una piedra del corazón por no tener que matarla. Y como acertara a pasar por allí un cachorro de jabalí, lo degolló, le sacó los pulmones y el hígado, y se los llevó a la Reina como prueba de haber cumplido su mandato. La perversa mujer los entregó al cocinero para que se los guisara, y se los comió convencida de que comía la carne de Blancanieves.

La pobre niña se encontró sola y abandonada en el inmenso bosque. Se moría de miedo, y el menor movimiento de las hojas de los árboles le daba un sobresalto. No sabiendo qué hacer, echó a correr por entre espinos y piedras puntiagudas, y los animales de la selva pasaban saltando por su lado sin causarle el menor daño. Siguió corriendo mientras la llevaron los pies y hasta que se ocultó el sol. Entonces vio una casita y entró en ella para descansar.

Todo era diminuto en la casita, pero tan primoroso y limpio, que no hay palabras para describirlo. Había una mesita cubierta con un mantel blanquísimo, con siete minúsculos platitos y siete vasitos; y al lado de cada platito había su cucharilla, su cuchillito y su tenedorcito. Alineadas junto a la pared se veían siete camitas, con sábanas de inmaculada blancura.

Blancanieves, como estaba muy hambrienta, comió un poquito de legumbres y un bocadito de pan de cada plato, y bebió una gota de vino de cada copita, pues no quería tomarlo todo de uno solo. Luego, sintiéndose muy cansada, quiso echarse en una de las camitas; pero ninguna era de su medida: resultaba demasiado larga o demasiado corta; hasta que, por fin, la séptima le vino bien; se acostó en ella, se encomendó a Dios y se quedó dormida.

Cerrada ya la noche, llegaron los dueños de la casita, que eran siete enanos que se dedicaban a excavar minerales en el monte. Encendieron sus siete lamparillas y, al iluminarse la habitación, vieron que alguien había entrado, pues las cosas no estaban en el orden en que ellos las habían dejado al marcharse.

Dijo el primero:

-¿Quién se sentó en mi sillita?

El segundo:

-¿Quién ha comido de mi platito?

El tercero:

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-¿Quién ha cortado un poco de mi pan?

El cuarto:

-¿Quién ha comido de mi verdurita?

El quinto:

-¿Quién ha pinchado con mi tenedorcito?

El sexto:

-¿Quién ha cortado con mi cuchillito?

Y el séptimo:

-¿Quién ha bebido de mi vasito?

Luego, el primero, recorrió la habitación y, viendo un pequeño hueco en su cama, exclamó alarmado:

-¿Quién se ha subido en mi camita?

Acudieron corriendo los demás y exclamaron todos:

-¡Alguien estuvo echado en la mía!

Pero el séptimo, al examinar la suya, descubrió a Blancanieves, dormida en ella. Llamó entonces a los demás, los cuales acudieron presurosos y no pudieron reprimir sus exclamaciones de admiración cuando, acercando las siete lamparillas, vieron a la niña.

-¡Oh, Dios mío; oh, Dios mío! -decían-, ¡qué criatura más hermosa!

Y fue tal su alegría, que decidieron no despertarla, sino dejar que siguiera durmiendo en la camita. El séptimo enano se acostó junto a sus compañeros, una hora con cada uno, y así transcurrió la noche. Al clarear el día se despertó Blancanieves y, al ver a los siete enanos, tuvo un sobresalto. Pero ellos la saludaron afablemente y le preguntaron:

-¿Cómo te llamas?

-Me llamo Blancanieves -respondió ella.

-¿Y cómo llegaste a nuestra casa? -siguieron preguntando los hombrecillos. Entonces ella les contó que su madrastra había dado orden de matarla, pero que el cazador le había perdonado la vida, y ella había estado corriendo todo el día, hasta que, al atardecer, encontró la casita.

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Dijeron los enanos:

-¿Quieres cuidar de nuestra casa? ¿Cocinar, hacer las camas, lavar, remendar la ropa y mantenerlo todo ordenado y limpio? Si es así, puedes quedarte con nosotros y nada te faltará.

-¡Sí! -exclamó Blancanieves-. Con mucho gusto -y se quedó con ellos.

A partir de entonces, cuidaba la casa con todo esmero. Por la mañana, ellos salían a la montaña en busca de mineral y oro, y al regresar, por la tarde, encontraban la comida preparada. Durante el día, la niña se quedaba sola, y los buenos enanitos le advirtieron:

-Guárdate de tu madrastra, que no tardará en saber que estás aquí. ¡No dejes entrar a nadie!

La Reina, entretanto, desde que creía haberse comido los pulmones y el hígado de Blancanieves, vivía segura de volver a ser la primera en belleza. Se acercó un día al espejo y le preguntó:

"Espejito en la pared, dime una cosa: ¿quién es de este país la más hermosa?". Y respondió el espejo:

"Señora Reina, eres aquí como una estrella; pero mora en la montaña, con los enanitos, Blancanieves, que es mil veces más bella".

La Reina se sobresaltó, pues sabía que el espejo jamás mentía, y se dio cuenta de que el cazador la había engañado, y que Blancanieves no estaba muerta. Pensó entonces en otra manera de deshacerse de ella, pues mientras hubiese en el país alguien que la superase en belleza, la envidia no la dejaría reposar. Finalmente, ideó un medio. Se tiznó la cara y se vistió como una vieja buhonera, quedando completamente desconocida.

Así disfrazada se dirigió a las siete montañas y, llamando a la puerta de los siete enanitos, gritó:

-¡Vendo cosas buenas y bonitas!

Se asomó Blancanieves a la ventana y le dijo:

-¡Buenos días, buena mujer! ¿Qué traes para vender?

-Cosas finas, cosas finas -respondió la Reina-. Lazos de todos los colores -y sacó uno trenzado de seda multicolor.

"Bien puedo dejar entrar a esta pobre mujer", pensó Blancanieves y, abriendo la puerta, compró el primoroso lacito.

-¡Qué linda eres, niña! -exclamó la vieja-. Ven, que yo misma te pondré el lazo.

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Blancanieves, sin sospechar nada, se puso delante de la vendedora para que le atase la cinta alrededor del cuello, pero la bruja lo hizo tan bruscamente y apretando tanto, que a la niña se le cortó la respiración y cayó como muerta.

-¡Ahora ya no eres la más hermosa! -dijo la madrastra, y se alejó precipitadamente.

Al cabo de poco rato, ya anochecido, regresaron los siete enanos. Imagínense su susto cuando vieron tendida en el suelo a su querida Blancanieves, sin moverse, como muerta. Corrieron a incorporarla y viendo que el lazo le apretaba el cuello, se apresuraron a cortarlo. La niña comenzó a respirar levemente, y poco a poco fue volviendo en sí. Al oír los enanos lo que había sucedido, le dijeron:

-La vieja vendedora no era otra que la malvada Reina. Guárdate muy bien de dejar entrar a nadie, mientras nosotros estemos ausentes.

La mala mujer, al llegar a palacio, corrió ante el espejo y le preguntó:

"Espejito en la pared, dime una cosa: ¿quién es de este país la más hermosa?". Y respondió el espejo, como la vez anterior:

"Señora Reina, eres aquí como una estrella; pero mora en la montaña, con los enanitos, Blancanieves, que es mil veces más bella".

Al oírlo, del despecho, toda la sangre le afluyó al corazón, pues supo que Blancanieves continuaba viviendo. "Esta vez -se dijo- idearé una trampa de la que no te escaparás", y, valiéndose de las artes diabólicas en que era maestra, fabricó un peine envenenado. Luego volvió a disfrazarse, adoptando también la figura de una vieja, y se fue a las montañas y llamó a la puerta de los siete enanos.

-¡Buena mercancía para vender! -gritó.

Blancanieves, asomándose a la ventana, le dijo:

-Sigue tu camino, que no puedo abrirle a nadie.

-¡Al menos podrás mirar lo que traigo! -respondió la vieja y, sacando el peine, lo levantó en el aire. Pero le gustó tanto el peine a la niña que, olvidándose de todas las advertencias, abrió la puerta.

Cuando se pusieron de acuerdo sobre el precio dijo la vieja:

-Ven que te peinaré como Dios manda.

La pobrecilla, no pensando nada malo, dejó hacer a la vieja; mas apenas hubo ésta clavado el peine en el cabello, el veneno produjo su efecto y la niña se desplomó insensible.

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-¡Dechado de belleza -exclamó la malvada bruja-, ahora sí que estás lista! -y se marchó.

Pero, afortunadamente, faltaba poco para la noche, y los enanitos no tardaron en regresar. Al encontrar a Blancanieves inanimada en el suelo, enseguida sospecharon de la madrastra y, buscando, descubrieron el peine envenenado. Se lo quitaron rápidamente y, al momento, volvió la niña en sí y les explicó lo ocurrido. Ellos le advirtieron de nuevo que debía estar alerta y no abrir la puerta a nadie.

La Reina, de regreso en palacio, fue directamente a su espejo:

"Espejito en la pared, dime una cosa: ¿quién es de este país la más hermosa?". Y como las veces anteriores, respondió el espejo, al fin:

"Señora Reina, eres aquí como una estrella; pero mora en la montaña, con los enanitos, Blancanieves, que es mil veces más bella".

Al oír estas palabras del espejo, la malvada bruja se puso a temblar de rabia.

-¡Blancanieves morirá -gritó-, aunque me haya de costar a mí la vida!

Y, bajando a una cámara secreta donde nadie tenía acceso sino ella, preparó una manzana con un veneno de lo más virulento. Por fuera era preciosa, blanca y sonrosada, capaz de hacer la boca agua a cualquiera que la viese. Pero un solo bocado significaba la muerte segura. Cuando tuvo preparada la manzana, se pintó nuevamente la cara, se vistió de campesina y se encaminó a las siete montañas, a la casa de los siete enanos. Llamó a la puerta. Blancanieves asomó la cabeza a la ventana y dijo:

-No debo abrir a nadie; los siete enanitos me lo han prohibido.

-Como quieras -respondió la campesina-. Pero yo quiero deshacerme de mis manzanas. Mira, te regalo una.

-No -contestó la niña-, no puedo aceptar nada.

-¿Temes acaso que te envenene? -dijo la vieja-. Fíjate, corto la manzana en dos mitades: tú te comes la parte roja, y yo la blanca.

La fruta estaba preparada de modo que sólo el lado encarnado tenía veneno. Blancanieves miraba la fruta con ojos codiciosos, y cuando vio que la campesina la comía, ya no pudo resistir. Alargó la mano y tomó la mitad envenenada. Pero no bien se hubo metido en la boca el primer trocito, cayó en el suelo, muerta. La Reina la contempló con una mirada de rencor, y, echándose a reír, dijo:

-¡Blanca como la nieve; roja como la sangre; negra como el ébano! Esta vez, no te resucitarán los enanos.

Y cuando, al llegar a palacio, preguntó al espejo:

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"Espejito en la pared, dime una cosa: ¿quién es de este país la más hermosa?". Le respondió el espejo, al fin:

"Señora Reina, eres la más hermosa en todo el país".

Sólo entonces se aquietó su envidioso corazón, suponiendo que un corazón envidioso pudiera aquietarse.

Los enanitos, al volver a su casa aquella noche, encontraron a Blancanieves tendida en el suelo, sin que de sus labios saliera el hálito más leve. Estaba muerta. La levantaron, miraron si tenía encima algún objeto emponzoñado, la desabrocharon, le peinaron el pelo, la lavaron con agua y vino, pero todo fue inútil. La pobre niña estaba muerta y bien muerta. La colocaron en un ataúd, y los siete, sentándose alrededor, la estuvieron llorando por espacio de tres días. Luego pensaron en darle sepultura; pero viendo que el cuerpo se conservaba lozano, como el de una persona viva, y que sus mejillas seguían sonrosadas, dijeron:

-No podemos enterrarla en el seno de la negra tierra -y mandaron fabricar una caja de cristal transparente que permitiese verla desde todos los lados. La colocaron en ella y grabaron su nombre con letras de oro: "Princesa Blancanieves". Después transportaron el ataúd a la cumbre de la montaña, y uno de ellos, por turno, estaba siempre allí velándola. Y hasta los animales acudieron a llorar a Blancanieves: primero, una lechuza; luego, un cuervo y, finalmente, una palomita.

Y así estuvo Blancanieves mucho tiempo, reposando en su ataúd, sin descomponerse, como dormida, pues seguía siendo blanca como la nieve, roja como la sangre y con el cabello negro como ébano. Sucedió, entonces, que un príncipe que se había metido en el bosque se dirigió a la casa de los enanitos, para pasar la noche. Vio en la montaña el ataúd que contenía a la hermosa Blancanieves y leyó la inscripción grabada con letras de oro. Dijo entonces a los enanos:

-Denme el ataúd, pagaré por él lo que me pidan.

Pero los enanos contestaron:

-Ni por todo el oro del mundo lo venderíamos.

-En tal caso, regálenmelo -propuso el príncipe-, pues ya no podré vivir sin ver a Blancanieves. La honraré y reverenciaré como a lo que más quiero.

Al oír estas palabras, los hombrecillos sintieron compasión del príncipe y le regalaron el féretro. El príncipe mandó que sus criados lo transportasen en hombros. Pero ocurrió que en el camino tropezaron contra una mata, y de la sacudida saltó de la garganta de Blancanieves el bocado de la manzana envenenada, que todavía tenía atragantado. Y, al poco rato, la princesa abrió los ojos y recobró la vida.

Levantó la tapa del ataúd, se incorporó y dijo:

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-¡Dios Santo!, ¿dónde estoy?

Y el príncipe le respondió, loco de alegría:

-Estás conmigo -y, después de explicarle todo lo ocurrido, le dijo:

-Te quiero más que a nadie en el mundo. Ven al castillo de mi padre y serás mi esposa.

Accedió Blancanieves y se marchó con él al palacio, donde enseguida se dispuso la boda, que debía celebrarse con gran magnificencia y esplendor.

A la fiesta fue invitada también la malvada madrastra de Blancanieves. Una vez que se hubo ataviado con sus vestidos más lujosos, fue al espejo y le preguntó:

"Espejito en la pared, dime una cosa: ¿quién es de este país la más hermosa?". Y respondió el espejo:

"Señora Reina, eres aquí como una estrella, pero la reina joven es mil veces más bella".

La malvada mujer soltó una palabrota y tuvo tal sobresalto, que quedó como fuera de sí. Su primer propósito fue no ir a la boda. Pero la inquietud la roía, y no pudo resistir al deseo de ver a aquella joven reina. Al entrar en el salón reconoció a Blancanieves, y fue tal su espanto y pasmo, que se quedó clavada en el suelo sin poder moverse. Pero habían puesto ya al fuego unas zapatillas de hierro y estaban incandescentes. Tomándolas con tenazas, la obligaron a ponérselas, y hubo de bailar con ellas hasta que cayó muerta.

FIN

El gato con botas[Cuento. Texto completo.]

Hermanos Grimm

Érase una vez un molinero que tenía tres hijos, su molino, un asno y un gato. Los hijos tenían que moler, el asno tenía que llevar el grano y acarrear la harina y el gato tenía que cazar ratones. Cuando el molinero murió, los tres hijos se repartieron la herencia. El mayor heredó el molino, el segundo el asno y el tercero el gato, pues era lo único que quedaba.

Entonces se puso muy triste y se dijo a sí mismo:

«Yo soy el que ha salido peor parado. Mi hermano mayor puede moler y mi segundo hermano puede montar en su asno, pero ¿qué voy a hacer yo con el gato? Si me hago un par de guantes con su piel, ya no me quedará nada.»

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-Escucha -empezó a decir el gato, que lo había entendido todo-, no debes matarme sólo por sacar de mi piel un par de guantes malos. Encarga que me hagan un par de botas para que pueda salir a que la gente me vea, y pronto obtendrás ayuda.

El hijo del molinero se asombró de que el gato hablara de aquella manera, pero como justo en ese momento pasaba por allí el zapatero, lo llamó y le dijo que entrara y le tomara medidas al gato para confeccionarle un par de botas. Cuando estuvieron listas el gato se las calzó, tomó un saco y llenó el fondo de grano, pero en la boca le puso una cuerda para poder cerrarlo, y luego se lo echó a la espalda y salió por la puerta andando sobre dos patas como si fuera una persona.

Por aquellos tiempos reinaba en el país un rey al que le gustaba mucho comer perdices, pero había tal miseria que era imposible conseguir ninguna. El bosque entero estaba lleno de ellas, pero eran tan huidizas que ningún cazador podía capturarlas. Eso lo sabía el gato y se propuso que él haría mejor las cosas. Cuando llegó al bosque abrió el saco, esparció por dentro el grano y la cuerda la colocó sobre la hierba, metiendo el cabo en un seto. Allí se escondió él mismo y se puso a rondar y a acechar. Pronto llegaron corriendo las perdices, encontraron el grano y se fueron metiendo en el saco una detrás de otra. Cuando ya había una buena cantidad dentro el gato tiró de la cuerda, cerró el saco corriendo hacia allí y les retorció el pescuezo. Luego se echó el saco a la espalda y se fue derecho al palacio del rey.

La guardia gritó:

-¡Alto! ¿Adónde vas?

-A ver al rey -respondió sin más el gato.

-¿Estás loco? ¡Un gato a ver al rey!

-Dejen que vaya -dijo otro-, que el rey a menudo se aburre y quizás el gato lo complazca con sus gruñidos y ronroneos.

Cuando el gato llegó ante el rey, le hizo una reverencia y dijo:

-Mi señor, el conde -aquí dijo un nombre muy largo y distinguido- presenta sus respetos a su señor el rey y le envía aquí unas perdices que acaba de cazar con lazo.

El rey se maravilló de aquellas gordísimas perdices. No cabía en sí de alegría y ordenó que metieran en el saco del gato todo el oro de su tesoro que éste pudiera cargar.

-Llévaselo a tu señor y dale además muchísimas gracias por su regalo.

El pobre hijo del molinero, sin embargo, estaba en casa sentado junto a la ventana con la cabeza apoyada en la mano, pensando que ahora se había gastado lo último que le quedaba en las botas del gato y dudando que éste fuera capaz de darle algo de importancia a cambio. Entonces entró el gato, se descargó de la espalda el saco, lo desató y esparció el

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oro delante del molinero.

-Aquí tienes algo a cambio de las botas, y el rey te envía sus saludos y te da muchas gracias.

El molinero se puso muy contento por aquella riqueza, sin comprender todavía muy bien cómo había ido a parar allí. Pero el gato se lo contó todo mientras se quitaba las botas y luego le dijo:

-Ahora ya tienes suficiente dinero, sí, pero esto no termina aquí. Mañana me pondré otra vez mis botas y te harás aún más rico. Al rey le he dicho también que tú eras un conde.

Al día siguiente, tal como había dicho, el gato, bien calzado, salió otra vez de caza y le llevó al rey buenas piezas.

Así ocurrió todos los días, y todos los días el gato llevaba oro a casa y el rey llegó a apreciarlo tanto que podía entrar y salir y andar por palacio a su antojo.

Una vez estaba el gato en la cocina del rey calentándose junto al fogón, cuando llegó el cochero maldiciendo:

-¡Que se vayan al diablo el rey y la princesa! ¡Quería ir a la taberna a beber y a jugar a las cartas, y ahora resulta que tengo que llevarles de paseo al lago!

Cuando el gato oyó esto, se fue furtivamente a casa y le dijo a su amo:

-Si quieres convertirte en conde y ser rico, sal conmigo y vente al lago y báñate.

El molinero no supo qué contestar, pero siguió al gato. Fue con él, se desnudó por completo y se tiró al agua. El gato, por su parte, tomó la ropa, se la llevó de allí y la escondió. Apenas terminó de hacerlo, llegó el rey y el gato empezó a lamentarse con gran pesar:

-¡Ay, clementísimo rey! ¡Mi señor se estaba bañando aquí en el lago y ha venido un ladrón que le ha robado la ropa que tenía en la orilla, y ahora el señor conde está en el agua y no puede salir, y como siga mucho tiempo ahí, se resfriará y morirá!

Al oír aquello, el rey dio la voz de alto y uno de sus siervos tuvo que regresar a toda prisa a buscar ropas del rey. El señor conde se puso las lujosísimas ropas del rey y, como ya de por sí el rey le tenía afecto por las perdices que creía haber recibido de él, tuvo que sentarse a su lado en la carroza. La princesa tampoco se enfadó por ello, pues el conde era joven y bello y le gustaba bastante.

El gato, por su parte, se había adelantado y llegó a un gran prado donde había más de cien personas recogiendo heno.

-Eh, ¿de quién es este prado? -preguntó el gato.

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-Del gran mago.

-Escuchen: el rey pasará pronto por aquí. Cuando pregunte de quién es este prado, contesten que del conde. Si no lo hacen, morirán todos.

A continuación el gato siguió su camino y llegó a un trigal tan grande que nadie podía abarcarlo con la vista. Allí había más de doscientas personas segando.

-Eh, gente, ¿de quién es este grano?

-Del mago.

-Escuchen: el rey va a pasar ahora por aquí. Cuando pregunte de quién es este grano, contesten que del conde. Si no lo hacen, morirán todos.

Finalmente el gato llegó a un magnífico bosque. Allí había más de trescientas personas talando los grandes robles y haciendo leña.

-Eh, gente, ¿de quién es este bosque?

-Del mago.

-Escuchen: el rey va a pasar ahora por aquí. Cuando pregunte de quién es este bosque, contesten que del conde. Si no lo hacen así, morirán todos.

El gato continuó aún más adelante y toda la gente lo siguió con la mirada, y como tenía un aspecto tan asombroso y andaba por ahí con botas como si fuera una persona, todos se asustaban de él.

Pronto llegó al palacio del mago, entró con descaro y se presentó ante él. El mago lo miró con desprecio y le preguntó qué quería. El gato hizo una reverencia y dijo:

-He oído decir que puedes transformarte a tu antojo en cualquier animal. Si es en un perro, un zorro o también un lobo, puedo creérmelo, pero en un elefante me parece totalmente imposible, y por eso he venido, para convencerme por mí mismo.

El mago dijo orgulloso:

-Eso para mí es una minucia.

Y en un instante se transformó en un elefante.

-Eso es mucho, pero ¿puedes transformarte también en un león?

-Eso tampoco es nada para mí -dijo el mago, que se convirtió en un león delante del gato.

El gato se hizo el sorprendido y exclamó:

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-¡Es increíble, inaudito! ¡Eso no me lo hubiera imaginado yo ni en sueños! Pero aún más que todo eso sería si pudieras transformarte también en un animal tan pequeño como un ratón. Seguro que tú puedes hacer más cosas que cualquier otro mago del mundo, pero eso sí que será imposible para ti.

El mago, al oír aquellas dulces palabras, se puso muy amable y dijo:

-Oh, sí, querido gatito, eso también puedo hacerlo.

Y, dicho y hecho, se puso a dar saltos por la habitación convertido en ratón. El gato lo persiguió, lo atrapó de un salto y se lo comió.

El rey, por su parte, seguía paseando con el conde y la princesa y llegó al gran prado.

-¿De quién es este heno? -preguntó el rey.

-¡Del señor conde! -exclamaron todos, tal como el gato les había ordenado.

-Ahí tienes un buen pedazo de tierra, señor conde -dijo.

Después llegaron al gran trigal.

-Eh, gente, ¿de quién es este grano?

-Del señor conde.

-¡Vaya, señor conde, grandes y bonitas tierras tienes!

A continuación llegaron al bosque.

-Eh, gente, ¿de quién es este bosque?

-Del señor conde.

El rey se quedó aún más asombrado y dijo:

-Tienes que ser un hombre rico, señor conde. Yo no creo que tenga un bosque tan magnífico como éste.

Al fin llegaron al palacio. El gato estaba arriba, en la escalera, y cuando la carroza se detuvo bajó corriendo de un salto, abrió las puertas y dijo:

-Señor rey, ha llegado al palacio de mi señor, el señor conde, a quien este honor le hará feliz para todos los días de su vida.

El rey se apeó y se maravilló del magnífico edificio, que era casi más grande y más hermoso que su propio palacio. El conde, por su parte, condujo a la princesa escaleras

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arriba hacia el salón, que deslumbraba por completo de oro y piedras preciosas.

Entonces la princesa le fue prometida en matrimonio al conde, y cuando el rey murió se convirtió en rey. Y el gato con botas, por su parte, en primer ministro.

FIN

La Cenicienta[Cuento. Texto completo.]

Hermanos Grimm

Un hombre rico tenía a su mujer muy enferma, y cuando vio que se acercaba su fin, llamó a su hija única y le dijo:

-Querida hija, sé piadosa y buena, Dios te protegerá desde el cielo y yo no me apartaré de tu lado y te bendeciré.

Poco después cerró los ojos y espiró. La niña iba todos los días a llorar al sepulcro de su madre y continuó siendo siempre piadosa y buena. Llegó el invierno y la nieve cubrió el sepulcro con su blanco manto, llegó la primavera y el sol doró las flores del campo y el padre de la niña se casó de nuevo.

La esposa trajo dos niñas que tenían un rostro muy hermoso, pero un corazón muy duro y cruel; entonces comenzaron muy malos tiempos para la pobre huérfana.

-No queremos que esté ese pedazo de ganso sentada a nuestro lado, que gane el pan que coma, váyase a la cocina con la criada.

Le quitaron sus vestidos buenos, le pusieron una basquiña remendada y vieja y le dieron unos zuecos.

-¡Qué sucia está la orgullosa princesa! -decían riéndose, y la mandaron ir a la cocina: tenía que trabajar allí desde por la mañana hasta la noche, levantarse temprano, traer agua, encender lumbre, coser y lavar; sus hermanas le hacían además todo el daño posible, se burlaban de ella y le vertían la comida en la lumbre, de manera que tenía que bajarse a recogerla. Por la noche, cuando estaba cansada de tanto trabajar, no podía acostarse, pues no tenía cama, y la pasaba recostada al lado del fuego, y como siempre estaba llena de polvo y ceniza, le llamaban la Cenicienta.

Sucedió que su padre fue en una ocasión a una feria y preguntó a sus hijastras lo que querían que les trajese.

-Un bonito vestido -dijo la una.

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-Una buena sortija, -añadió la segunda.

-Y tú, Cenicienta, ¿qué quieres? -le dijo.

-Padre, tráeme la primera rama que encuentres en el camino.

Compró a sus dos hijastras hermosos vestidos y sortijas adornadas de perlas y piedras preciosas, y a su regreso, al pasar por un bosque cubierto de verdor, tropezó con su sombrero en una rama de zarza, y la cortó. Cuando volvió a su casa dio a sus hijastras lo que le habían pedido y la rama a la Cenicienta, la cual se lo agradeció; corrió al sepulcro de su madre, plantó la rama en él y lloró tanto que, regada por sus lágrimas, no tardó la rama en crecer y convertirse en un hermoso árbol. La Cenicienta iba tres veces todos los días a ver el árbol, lloraba y oraba y siempre iba a descansar en él un pajarillo, y cuando sentía algún deseo, en el acto le concedía el pajarillo lo que deseaba.

Celebró por entonces el rey unas grandes fiestas, que debían durar tres días, e invitó a ellas a todas las jóvenes del país para que su hijo eligiera la que más le agradase por esposa. Cuando supieron las dos hermanastras que debían asistir a aquellas fiestas, llamaron a la Cenicienta y la dijeron.

-Péinanos, límpianos los zapatos y ponles bien las hebillas, pues vamos a una boda al palacio del Rey.

La Cenicienta las escuchó llorando, pues las hubiera acompañado con mucho gusto al baile, y suplicó a su madrastra que se lo permitiese.

-Cenicienta -le dijo-: estás llena de polvo y ceniza y ¿quieres ir a una boda? ¿No tienes vestidos ni zapatos y quieres bailar?

Pero como insistiese en sus súplicas, le dijo por último:

-Se ha caído un plato de lentejas en la ceniza, si las recoges antes de dos horas, vendrás con nosotras:

-La joven salió al jardín por la puerta trasera y dijo:

-Tiernas palomas, amables tórtolas, pájaros del cielo, vengan todos y ayúdenme a recoger.

Las buenas en el puchero,las malas en el caldero.

Entraron por la ventana de la cocina dos palomas blancas, y después dos tórtolas y por último comenzaron a revolotear alrededor del hogar todos los pájaros del cielo, que acabaron por bajarse a la ceniza, y las palomas picoteaban con sus piquitos diciendo pi, pi, y los restantes pájaros comenzaron también a decir pi, pi, y pusieron todos los granos buenos en el plato. Aun no había trascurrido una hora, y ya estaba todo concluido y se marcharon volando. Llevó entonces la niña llena de alegría el plato a su madrastra,

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creyendo que le permitiría ir a la boda, pero ésta le dijo:

-No, Cenicienta, no tienes vestido y no sabes bailar, se reirían de nosotras.

Mas viendo que lloraba, añadió:

-Si puedes recoger de entre la ceniza dos platos llenos de lentejas en una hora, irás con nosotras.

Creyendo en su interior que no podría hacerlo, vertió los dos platos de lentejas en la ceniza y se marchó, pero la joven salió entonces al jardín por la puerta trasera y volvió a decir:

-Tiernas palomas, amables tórtolas, pájaros del cielo, vengan todos y ayúdenme a recoger.

Las buenas en el puchero,las malas en el caldero.

Entraron por la ventana de la cocina dos palomas blancas, después dos tórtolas, y por último comenzaron a revolotear alredor del hogar todos los pájaros del cielo que acabaron por bajarse a la ceniza y las palomas picoteaban con sus piquitos diciendo pi, pi, y los demás pájaros comenzaron a decir también pi, pi, y pusieron todas las lentejas buenas en el plato, y aun no había trascurrido media hora, cuando ya estaba todo concluido y se marcharon volando. Llevó la niña llena de alegría el plato a su madrastra, creyendo que le permitiría ir a la boda, pero ésta le dijo:

-Todo es inútil, no puedes venir, porque no tienes vestido y no sabes bailar; se reirían de nosotras.

Le volvió entonces la espalda y se marchó con sus orgullosas hijas.

En cuanto quedó sola en casa, fue la Cenicienta al sepulcro de su madre, debajo del árbol, y comenzó a decir:

Arbolito pequeño,dame un vestido; que sea, de oro y plata, muy bien tejido.

El pájaro le dio entonces un vestido de oro y plata y unos zapatos bordados de plata y seda; en seguida se puso el vestido y se marchó a la boda; sus hermanas y madrastra no la conocieron, creyendo que sería alguna princesa extranjera, pues les pareció muy hermosa con su vestido de oro, y ni aun se acordaban de la Cenicienta, creyendo que estaría mondando lentejas sentada en el hogar. Salió a su encuentro el hijo del Rey, la tomó de la mano y bailó con ella, no permitiéndole bailar con nadie, pues no la soltó de la mano, y si se acercaba algún otro a invitarla, le decía:

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-Es mi pareja.

Bailó hasta el amanecer y entonces decidió marcharse; el príncipe le dijo:

-Iré contigo y te acompañaré -pues deseaba saber quién era aquella joven, pero ella se despidió y saltó al palomar.

Entonces aguardó el hijo del Rey a que fuera su padre y le dijo que la doncella extranjera había saltado al palomar. El anciano creyó que debía ser la Cenicienta; trajeron una piqueta y un martillo para derribar el palomar, pero no había nadie dentro, y cuando llegaron a la casa de la Cenicienta, la encontraron sentada en el hogar con sus sucios vestidos y un turbio candil ardía en la chimenea, pues la Cenicienta había entrado y salido muy ligera en el palomar y corrido hacia el sepulcro de su madre, donde se quitó los hermosos vestidos que se llevó el pájaro y después se fue a sentar con su basquiña gris a la cocina.

Al día siguiente, cuando llegó la hora en que iba a principiar la fiesta y se marcharon sus padres y hermanas, corrió la Cenicienta junto al arbolito y dijo:

Arbolito pequeño,dame un vestido; que sea, de oro y plata, muy bien tejido.

Entonces el pájaro le dio un vestido mucho más hermoso que el del día anterior y cuando se presentó en la boda con aquel traje, dejó a todos admirados de su extraordinaria belleza; el príncipe que la estaba aguardando le cogió la mano y bailó toda la noche con ella; cuando iba algún otro a invitarla, decía:

-Es mi pareja.

Al amanecer manifestó deseos de marcharse, pero el hijo del Rey la siguió para ver la casa en que entraba, más de pronto se metió en el jardín de detrás de la casa. Había en él un hermoso árbol muy grande, del cuál colgaban hermosas peras; la Cenicienta trepó hasta sus ramas y el príncipe no pudo saber por dónde había ido, pero aguardó hasta que vino su padre y le dijo:

-La doncella extranjera se me ha escapado; me parece que ha saltado el peral. El padre creyó que debía ser la Cenicienta; mandó traer una hacha y derribó el árbol, pero no había nadie en él, y cuando llegaron a la casa, estaba la Cenicienta sentada en el hogar, como la noche anterior, pues había saltado por el otro lado el árbol y fue corriendo al sepulcro de su madre, donde dejó al pájaro sus hermosos vestidos y tomó su basquiña gris.

Al día siguiente, cuando se marcharon sus padres y hermanas, fue también la Cenicienta al sepulcro de su madre y dijo al arbolito:

Arbolito pequeño,dame un vestido; 

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que sea, de oro y plata, muy bien tejido.

Entonces el pájaro le dio un vestido que era mucho más hermoso y magnífico que ninguno de los anteriores, y los zapatos eran todos de oro, y cuando se presentó en la boda con aquel vestido, nadie tenía palabras para expresar su asombro. El príncipe bailó toda la noche con ella y cuando se acercaba alguno a invitarla, le decía:

-Es mi pareja.

Al amanecer se empeñó en marcharse la Cenicienta, y el príncipe en acompañarla, mas se escapó con tal ligereza que no pudo seguirla, pero el hijo del Rey había mandado untar toda la escalera de pega y se quedó pegado en ella el zapato izquierdo de la joven; lo levantó el príncipe y vio que era muy pequeño, bonito y todo de oro. Al día siguiente fue a ver al padre de la Cenicienta y le dijo:

-He decidido que sea mi esposa a la que venga bien este zapato de oro.

Alegráronse mucho las dos hermanas porque tenían los pies muy bonitos; la mayor entró con el zapato en su cuarto para probárselo, su madre estaba a su lado, pero no se lo podía meter, porque sus dedos eran demasiado largos y el zapato muy pequeño. Al verlo le dijo su madre, alargándole un cuchillo:

-Córtate los dedos, pues cuando seas reina no irás nunca a pie.

La joven se cortó los dedos; metió el zapato en el pie, ocultó su dolor y salió a reunirse con el hijo del rey, que la subió a su caballo como si fuera su novia, y se marchó con ella, pero tenía que pasar por el lado del sepulcro de la primera mujer de su padrastro, en cuyo árbol había dos palomas, que comenzaron a decir.

No sigas más adelante,detente a ver un instante, que el zapato es muy pequeño y esa novia no es su dueño.

Se detuvo, le miró los pies y vio correr la sangre; volvió su caballo, condujo a su casa a la novia fingida y dijo que no era la que había pedido, que se probase el zapato la otra hermana. Entró ésta en su cuarto y se le metió bien por delante, pero el talón era demasiado grueso; entonces su madre le alargó un cuchillo y le dijo:

-Córtate un pedazo del talón, pues cuando seas reina, no irás nunca a pie.

La joven se cortó un pedazo de talón, metió un pie en el zapato, y ocultando el dolor, salió a ver al hijo del rey, que la subió en su caballo como si fuera su novia y se marchó con ella; cuando pasaron delante del árbol había dos palomas que comenzaron a decir:

No sigas más adelante,detente a ver un instante, 

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que el zapato es muy pequeño y esa novia no es su dueño.

Se detuvo, le miró los pies, y vio correr la sangre, volvió su caballo y condujo a su casa a la novia fingida:

-Tampoco es esta la que busco -dijo-. ¿Tienen otra hija?

-No -contestó el marido- de mi primera mujer tuve una pobre chica, a la que llamamos la Cenicienta, porque está siempre en la cocina, pero esa no puede ser la novia que buscas.

El hijo del rey insistió en verla, pero la madre le replicó:

-No, no, está demasiado sucia para atreverme a enseñarla.

Se empeñó sin embargo en que saliera y hubo que llamar a la Cenicienta. Se lavó primero la cara y las manos, y salió después a presencia del príncipe que le alargó el zapato de oro; se sentó en su banco, sacó de su pie el pesado zueco y se puso el zapato que le venía perfectamente, y cuando se levantó y le vio el príncipe la cara, reconoció a la hermosa doncella que había bailado con él, y dijo:

-Esta es mi verdadera novia.

La madrastra y las dos hermanas se pusieron pálidas de ira, pero él subió a la Cenicienta en su caballo y se marchó con ella, y cuando pasaban por delante del árbol, dijeron las dos palomas blancas.

Sigue, príncipe, sigue adelantesin parar un solo instante,pues ya encontraste el dueñodel zapatito pequeño.

Después de decir esto, echaron a volar y se pusieron en los hombros de la Cenicienta, una en el derecho y otra en el izquierdo.

Cuando se verificó la boda, fueron las falsas hermanas a acompañarla y tomar parte en su felicidad, y al dirigirse los novios a la iglesia, iba la mayor a la derecha y la menor a la izquierda, y las palomas que llevaba la Cenicienta en sus hombros picaron a la mayor en el ojo derecho y a la menor en el izquierdo, de modo que picaron a cada una un ojo; a su regreso se puso la mayor a la izquierda y la menor a la derecha, y las palomas picaron a cada una en el otro ojo, quedando ciegas toda su vida por su falsedad y envidia.

FIN

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La bella durmiente del bosque

Charles Perrault (1628 - 1703)

Érase una vez un Rey y una Reina que estaban tan afligidos por no tener hijos, tan afligidos, que no hay

palabras para expresarlo. Fueron a todas las aguas termales del mundo; votos, peregrinaciones, pequeñas

devociones, todo lo pusieron en práctica, sin que sirviera de nada. 

Sin embargo, la reina quedó, por fin embarazada y dio a luz una niña. Hicieron un hermoso bautizo;

eligieron para madrinas de la Princesita a todas las hadas que pudieron encontrar en el país (se

encontraron siete), para que cada una de ellas, al concederle un don, como era costumbre entre las hadas

de aquel tiempo, tuviera la Princesa todas las perfecciones imaginables.

Después de las ceremonias del bautizo, todos los invitados volvieron al palacio del rey, donde se celebraba

un gran festín para las hadas. Delante de cada una de ellas colocaron un magnífico cubierto, en un estuche

de oro macizo, donde había una cuchara, un tenedor y un cuchillo de oro fino, guarnecido con diamantes y

rubíes. Pero, cuando cada uno se estaba sentando a la mesa, vieron entrar a un hada vieja, a quien no

habían invitado, porque hacía más de cincuenta años que no salía de una torre, y la creían muerta o

encantada.

El Rey ordenó que le pusieran un cubierto, pero no hubo manera de darle un estuche de oro macizo como

a las demás, pues sólo se habían mandado hacer siete, para las siete hadas. La vieja creyó que la

despreciaban y murmuró amenazas entre dientes. Una de las hadas jóvenes, que se hallaba a su lado, la

escuchó y, pensando que pudiera depararle a la Princesita algún don enojoso, en cuanto se levantaron de

la mesa, fue a esconderse detrás de las cortinas, para hablar la última y poder así reparar en lo posible el

mal que la vieja hubiese hecho.

Entretanto, las hadas comenzaron a conceder sus dones a la Princesa. La más joven le otorgó el don de ser

la persona más bella del mundo; la siguiente, el de tener el alma de un ángel; la tercera, el de mostrar una

gracia admirable en todo lo que hiciera; la cuarta, el de bailar a las mil maravillas; la quinta, el de cantar

como un ruiseñor, y la sexta, el de tocar con toda perfección cualquier clase de instrumento musicale. Al

llegar el turno a la vieja hada, ésta dijo, sacudiendo la cabeza, más por despecho que por vejez, que la

Princesa se pincharía la mano con un huso, y que a consecuencia de eso moriría. Este don terrible hizo

estremecerse a todos los invitados y no hubo nadie que no llorara.

En ese instante, el hada joven salió de detrás de las cortinas y, en alta voz, pronunció estas palabras:

-Tranquilizaos, Rey y Reina, vuestra hija no morirá; es verdad que no tengo poder suficiente para deshacer

por completo lo que mi vieja compañera ha hecho. La Princesa se clavará un huso en la mano; pero, en vez

de morir, caerá sólo en un profundo sueño que durará cien años, al cabo de los cuales el hijo de un rey

vendrá a despertarla.

Para tratar de evitar la desgracia anunciada por la vieja, el Rey mandó publicar en seguida un edicto, por el

que prohibía a todas las personas hilar con huso y conservar husos en casa, bajo pena de muerte.

Pasaron quince o dieciséis años. Un día en que el Rey y la Reina habían ido a una de sus casas de recreo,

sucedió que la joven Princesa , corriendo un día por el castillo, y subiendo de habitación en habitación,

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llegó hasta lo alto de un torreón, a una pequeña buhardilla, donde una anciana hilaba su copo a solas. La

buena mujer no había oído hablar de la prohibición del rey para hilar con huso.

-¿Qué haceis aquí, buena mujer? -dijo la Princesa.

-Estoy hilando, hermosa niña -le respondió la anciana, que no la conocía.

-¡Ah! ¡Qué bonito es! -prosiguió la Princesa. ¿Cómo lo haceis? Dejadme, a ver si yo también puedo hacerlo.

No hizo más que coger el huso y, como era muy viva y un poco distraída, aparte de que la decisión de las

hadas así lo había dispuesto, se atravesó la mano con él y cayó desvanecida. La buena anciana, muy

confusa, pide socorro. Llegan de todos lados, echan agua al rostro de la princesa, la desabrochan, le dan

golpecitos en las manos, le frotan las sienes con agua de la reina de Hungría; pero nada la reanima.

Entonces el Rey, que había subido al sentir el alboroto, se acordó de la predicción de las hadas y,

comprendiendo que esto tenía que suceder ya que ellas lo habían dicho, mandó poner a la princesa en el

aposento más hermoso del palacio, sobre una cama bordada de oro y plata. Estaba tan bella que parecía

un ángel; en efecto, el desmayo no le había quitado los vivos colores de su rostro: sus mejillas estaban

encarnadas y sus labios parecían de coral; sólo tenía los ojos cerrados, pero se la oía respirar suavemente,

lo que demostraba que no estaba muerta.

El rey ordenó que la dejaran dormir en reposo, hasta que llegara la hora de despertarse.

El hada buena que le había salvado la vida, al hacer que durmiera cien años, se hallaba en el reino de

Mataquin, a doce mil leguas de allí, cuando ocurrió el accidente de la princesa; pero al instante la avisó un

enanito que tenía botas de siete leguas. El hada partió enseguida y, al cabo de una hora, la vieron llegar en

una carroza de fuego tirada por dragones.

El Rey fue a ofrecerle la mano al bajar de la carroza. Ella aprobó todo lo que él había hecho; pero, como

era muy previsora, pensó que cuando la Princesa despertara, se sentiría muy confundida al verse sola en

aquel viejo castillo, por lo cual quiso poner remedio a esa situación. Para ello, tocó con su varita todo lo

que había en el castillo (salvo al rey y a la reina): ayas, damas de honor, sirvientas, gentileshombres,

oficiales, mayordomos, cocineros, pinches de cocina, guardias, porteros pajes, lacayos. Tocó también todos

los caballos que estaban en las caballerizas, con los palafreneros, los grandes mastines de corral, y la

pequeña Puf , la perrita de la Princesa que estaba junto a ella sobre el lecho. Justo al tocarlos, se durmieron

todos, para que despertaran al mismo tiempo que su ama, a fin de que estuviesen preparados para

atenderla cuando llegara el momento; hasta los asadores, que estaban puestos al fuego llenos de faisanes

y perdices, se durmieron, y también el fuego. Todo esto se hizo en un instante; las hadas no tardaban

mucho en hacer su tarea.

Entonces el Rey y la Reina, después de besar a su querida hija sin que se despertara, salieron del castillo y

ordenaron publicar la prohibicion de que nadie se acercara a él. Tal prohibicion no era necesaria, pues en

un cuarto de hora creció alrededor del parque tal cantidad de árboles grandes y pequeños, de zarzas y

espinos entrelazados unos con otros, que ni hombre ni bestia habría podido pasar; de modo que ya no se

veía sino lo alto de las torres del castillo, y eso sólo desde muy lejos.

Nadie dudó de que todo esto era también obra del hada, para que la princesa, mientras durmiera, no

tuviese nada que temer de los curiosos.

Al cabo de cien años, el hijo del rey que reinaba entonces y que no era de la familia de la princesa

dormida, andando de caza por esos lugares, preguntó qué torres eran aquellas que se divisaban por

encima de un gran bosque muy espeso. Cada cual le respondió según lo que había oído decir. Unos decían

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que era un viejo castillo poblado de fantasmas; otros, que todos las brujas de la región celebraban allí sus

aquelarres. La opinión más generalizada era que en ese lugar vivía un ogro y llevaba allí a cuantos niños

podía atrapar, para comérselos a sus anchas y sin que pudieran seguirlo, pues sólo él tenía el poder para

abrirse paso a través del bosque. El príncipe no sabía qué pensar de todo aquello, hasta que un viejo

campesino tomó la palabra y le dijo:

-Príncipe, hace más de cincuenta años le oí decir a mi padre que había en ese castillo una princesa, la más

hermosa del mundo, que dormiría durante cien años y sería despertada por el hijo de un rey a quien ella

estaba destinada.

Ante aquellas palabras, el joven príncipe se sintió enardecido; creyó sin vacilar que él pondría fin a tan

hermosa aventura, e impulsado por el amor y la gloria, resolvió investigar al instante qué era aquello.

Apenas avanzó hacia el bosque, cuando esos enormes árboles, aquellas zarzas y espinos, se apartaron por

sí mismos para dejarlo pasar. Caminó hacia el castillo que veía al final de una gran alameda, por donde

entró; pero, lo que le sorprendió fue que ninguna de sus gentes había podido seguirlo, porque los árboles

se habían cerrado tras él.

Continuó sin embargo su camino, pues un príncipe joven y enamorado es siempre valiente. Entró en un

gran patio, donde todo lo que apareció ante su vista era para helarlo de espanto. Reinaba un horroroso

silencio. Por todas partes se presentaba la imagen de la muerte: cuerpos tendidos de hombres y animales,

que parecían muertos. Sin embargo se dio cuenta, por la nariz llena de granos y la cara rubicunda de los

guardias, que sólo estaban dormidos, y sus jarras, donde aún quedaban unas gotas de vino, indicaban

claramente que se habían dormido bebiendo.

Atravesó un gran patio pavimentado de mármol, subió por la escalera, llegó a la sala de los guardias, que

estaban formados en fila, con la escopeta de rueda al hombro, roncando a más y mejor. Atravesó varias

cámaras llenas de caballeros y damas, todos dormidos, unos de pie, otros sentados; entró en una

habitación completamente dorada, donde vio sobre una cama, cuyas cortinas estaban descorridas por

todos los lados, el más bello espectáculo que jamás imaginara: una princesa que parecía tener quince o

dieciséis años cuyo brillo resplandeciente tenía algo de divino y luminoso.

Se acercó temblando y, maravillado, se arrodilló junto a ella. Entonces, como había llegado el fin del

hechizo, la Princesa despertó; y, mirándolo con ojos más tiernos de lo que una primera mirada puede

permitir, dijo:

-¿Sois vos, Príncipe mío? -le dijo ella-. Os habeis hecho esperar mucho tiempo.

El príncipe, atraído por estas palabras y, más aún, por la forma en que habían sido dichas, le aseguró que

la amaba más que a sí mismo. Sus razones resultaron desordenadas, pero por eso gustaron más a la

princesa. Poca elocuencia y mucho amor. Estaba más confundido que ella, y no era para menos; la

princesa había tenido tiempo de soñar en lo que tendría que decirle, pues parece (la historia, sin embargo,

no dice nada de esto) que el hada buena, durante tan largo sueño, le había procurado el placer de tener

sueños agradables. 

En fin, hacía cuatro horas que hablaban y no se habían dicho ni de la mitad de las cosas que tenían que

decirse.

Entretanto, todo el palacio se había despertado junto con la Princesa. Cada uno se disponía a cumplir con

su tarea y, como no todos estaban enamorados, se morían de hambre. La dama de honor, apremiada

como los demás, le anunció a la Princesa que la cena estaba servida. El Príncipe ayudó a la Princesa a

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levantarse y vio que estaba totalmente vestida, y con gran magnificencia; pero se abstuvo de decirle que

sus ropas eran de otra época y que todavía usaba gorguera. No por eso estaba menos hermosa.

Pasaron a un salón de espejos y allí cenaron, atendidos por los servidores de la Princesa. Violines y oboes

interpretaron piezas antiguas pero excelentes, que ya no se tocaban desde hacía casi cien años; y después

de la cena, sin pérdida de tiempo, el gran capellán los casó en la capilla del castillo, y la dama de honor

corrió las cortinas. Durmieron poco: la princesa no lo necesitaba mucho, y el príncipe la dejó por la mañana

para volver a la ciudad, donde su padre estaría preocupado por él.

El Príncipe le dijo que, estando de caza, se había perdido en el bosque y que había pasado la noche en la

choza de un carbonero quien le había dado de comer queso y pan negro. El Rey, su padre, que era un buen

hombre, le creyó; pero su madre no quedó muy convencida y, al ver que iba casi todos los días de caza y

que siempre tenía una excusa a mano cuando pasaba dos o tres noches fuera del palacio, ya no dudó de

que tuviera algún amorío. 

Vivió más de dos años enteros con la princesa y tuvieron dos hijos: el primero fue una niña, a quien dieron

por nombre Aurora, y el segundo un varón, a quien llamaron Día porque parecía aún más hermoso que su

hermana.

La reina le dijo varias veces a su hijo, para hacerlo confesar, que había que pasarlo bien en la vida, pero él

no se atrevió nunca a confiarle su secreto. Aunque la quería, la temía, porque era de raza de ogros, y el rey

sólo se había casado con ella por sus muchas riquezas. En la corte se rumoreaba, incluso, que tenía

inclinaciones de ogro y que, al ver pasar a los niños pequeños, le costaba todo el trabajo del mundo

contenerse para no lanzarse sobre ellos; por lo cual el Príncipe nunca quiso decirle nada.

Pero, cuando dos años más tarde murió el rey y él se sintió el dueño, declaró públicamente su matrimonio

y, con gran ceremonia, fue a buscar a su mujer al castillo. Le hicieron un recibimiento magnífico en la

capital, donde ella entró acompañada de sus dos hijos.

Algún tiempo después, el rey fue a hacer la guerra contra el emperador Cantalabutte, su vecino. Encargó

la regencia del reino a la Reina, su madre, recomendándole mucho que cuidara a su mujer y a sus hijos.

Debía de estar en la guerra durante todo el verano y, apenas partió, la Reina madre envió a su nuera y a

sus hijos a una casa de campo en el bosque para poder satisfacer más fácilmente sus horribles deseos. Fue

allí unos días después, y una noche le dijo a su mayordomo:

-Mañana quiero comerme a la pequeña Aurora en la cena.

-¡Ay, señora! -dijo el mayordomo.

-¡Yo lo quiero! -dijo la Reina (y lo dijo con el tono de una ogresa que desea comer carne fresca).Y quiero

comérmela con salsa Robert.

El pobre hombre, sabiendo que no podía burlarse de una ogresa, cogió su gran cuchillo y subió a la

habitación de la pequeña Aurora ; tenía por entonces cuatro años y, saltando y riendo, se echó a su cuello

pidiéndole caramelos. Él se echó a llorar, el cuchillo se le cayó de las manos y se fue al corral a degollar un

corderito, preparándolo con una salsa tan buena que su ama le aseguró que nunca había comido algo tan

exquisito. Al mismo tiempo se llevó a la pequeña Aurora y se la entregó a su mujer, para que la escondiera

en una habitación que tenía al fondo del corral.

Ocho días después, la malvada reina dijo a su mayordomo:

-Quiero comerme al pequeño Día para la cena.

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Él no contestó, resuelto a engañarla como la otra vez. Fue a buscar al niño y lo encontró, florete en mano,

practicando esgrima con un gran mono, y eso que nada más que tenía tres años. También se lo llevó a su

mujer, quien lo escondió junto con la pequeña Aurora , y le sirvió, en vez del pequeño Día, un cabritillo

muy tierno que la ogresa encontró delicioso.

Hasta ahora todo había ido bien; pero una noche, esta Reina perversa le dijo al mayordomo:

-Quiero comerme a la Reina con la misma salsa que a sus hijos.

Fue entonces cuando el pobre mayordomo perdió la esperanza de poder engañarla otra vez. La joven

Reina tenía más de veinte años, sin contar los cien que había dormido; por lo cual su hermosa y blanca piel

era algo dura. ¿Y cómo encontrar en el corral un animal tan duro? Decidió entonces, para salvar su vida,

degollar a la Reina, y subió a sus aposentos con la intención de acabar de una vez.  

Trataba de sentir furor y, puñal en mano, entró en la habitación de la joven Reina. Sin embargo, no quiso

sorprenderla y, con mucho respeto, le comunicó la orden que había recibido de la Reina madre.

-Cumplid con vuestro deber -dijo ella, presentándole el cuello; ejecutad la orden que os han dado; iré a

reunirme con mis hijos, mis pobres hijos a quienes tanto quise (pues ella los creía muertos desde que se

los habían quitado sin decirle nada).

-No, no, señora -le respondió el pobre mayordomo, enternecido-, no moriréis, y tampoco dejaréis de

reuniros con vuestros queridos hijos, pero será en mi casa, donde los tengo escondidos, y otra vez

engañaré a la Reina, dándole de comer una cierva joven en vuestro lugar.

La condujo en seguida con su mujer y, dejando que la reina abrazara a sus hijos y llorara con ellos, fue a

aderezar a una cierva, que la Reina comió para la cena con el mismo apetito que si se hubiera tratado de

la joven reina. Se sentía muy satisfecha de su crueldad, y se preparaba para contarle al Rey, a su vuelta,

que los lobos rabiosos se habían comido a la Reina, su mujer, y a sus dos hijos.

Una noche en que, como de costumbre, rondaba por los patios y corrales del castillo para olfatear carne

fresca, oyó en el vestíbulo de la planta baja al pequeño Día que lloraba, porque su madre quería darle unos

azotes por portarse mal, y escuchó también a la pequeña Aurora que pedía perdón para su hermano.

La ogresa reconoció la voz de la Reina y de sus hijos y, furiosa por haber sido engañada, ordenó a la

mañana siguiente, con una voz espantosa que hacía temblar a todo el mundo, que pusieran en el medio

del patio una gran cuba, que mandó llenar con sapos, víboras, culebras y serpientes, para echar en ella a

la reina y a sus hijos, al mayordomo, a su mujer y a su criado. Había dado la orden de llevarlos con las

manos atadas a la espalda.

Estaban allí, y los verdugos se disponían a tirarlos a la cuba, cuando el Rey, a quien nadie esperaba tan

pronto, entró a caballo en el patio; había venido por la posta, y preguntó atónito qué significaba aquel

horrible espectáculo. Nadie se atrevía a decírselo, cuando la ogresa, rabiando al ver lo que pasaba, ella

misma se tiró de cabeza dentro de la cuba y, en un instante, fue devorada por las feas bestias que había

mandado poner allí.

El rey no dejó de sentirlo: al fin y al cabo era su madre; pero se consoló muy pronto con su hermosa mujer

y con sus hijos.

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Caperucita Roja - Charles Perrault

En tiempo del rey que rabió, vivía en una aldea una niña, la más linda de las aldeanas, tanto que loca de gozo estaba su madre y más aún su abuela, quien le había hecho una caperuza roja; y tan bien le estaba que por caperucita roja conocíanla todos. Un día su madre hizo tortas y le dijo:

-Irás á casa de la abuela a informarte de su salud, pues me han dicho que está enferma. Llévale una torta y este tarrito lleno de manteca.

Caperucita roja salió enseguida en dirección a la casa de su abuela, que vivía en otra aldea. Al pasar por un bosque encontró al compadre lobo que tuvo ganas de comérsela, pero a ello no se atrevió porque había algunos leñadores. Preguntola a dónde iba, y la pobre niña, que no sabía fuese peligroso detenerse para dar oídos al lobo, le dijo:

-Voy a ver a mi abuela y a llevarle esta torta con un tarrito de manteca que le envía mi madre.

-¿Vive muy lejos? -Preguntole el lobo.

-Sí, -contestole Caperucita roja- a la otra parte del molino que veis ahí; en la primera casa de la aldea.

-Pues entonces, añadió el lobo, yo también quiero visitarla. Iré a su casa por este camino y tú por aquel, a ver cual de los dos llega antes.

El lobo echó a correr tanto como pudo, tomando el camino más corto, y la niña fuese por el más largo entreteniéndose en coger avellanas, en correr detrás de las mariposas y en hacer ramilletes con las florecillas que hallaba a su paso.

Poco tardó el lobo en llegar a la casa de la abuela. Llamó: ¡pam! ¡pam!

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-¿Quién va?

-Soy vuestra nieta, Caperucita roja -dijo el lobo imitando la voz de la niña. Os traigo una torta y un tarrito de manteca que mi madre os envía.

La buena de la abuela, que estaba en cama porque se sentía indispuesta, contestó gritando:

-Tira del cordel y se abrirá el cancel.

Así lo hizo el lobo y la puerta se abrió. Arrojose encima de la vieja y la devoró en un abrir y cerrar de ojos, pues hacía más de tres días que no había comido. Luego cerró la puerta y fue a acostarse en la cama de la abuela, esperando a Caperucita roja, la que algún tiempo después llamó a la puerta: ¡pam! ¡pam!

-¿Quién va?

Caperucita roja, que oyó la ronca voz del lobo, tuvo miedo al principio, pero creyendo que su abuela estaba constipada, contestó:

-Soy yo, vuestra nieta, Caperucita roja, que os trae una torta y un tarrito de manteca que os envía mi madre.

El lobo gritó procurando endulzar la voz:

-Tira del cordel y se abrirá el cancel.

Caperucita roja tiró del cordel y la puerta se abrió. Al verla entrar, el lobo le dijo, ocultándose debajo de la manta:

-Deja la torta y el tarrito de manteca encima de la artesa y vente a acostar conmigo.

Caperucita roja lo hizo, se desnudó y se metió en la cama. Grande fue su sorpresa al aspecto de su abuela sin vestidos, y le dijo:

-Abuelita, tenéis los brazos muy largos.

-Así te abrazaré mejor, hija mía.

-Abuelita, tenéis las piernas muy largas.

-Así correré más, hija mía.

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-Abuelita, tenéis las orejas muy grandes.

-Así te oiré mejor, hija mía.

-Abuelita, tenéis los ojos muy grandes.

-Así te veré mejor, hija mía.

Abuelita, tenéis los dientes muy grandes.

-Así comeré mejor, hija mía.

Y al decir estas palabras, el malvado lobo arrojose sobre Caperucita roja y se la comió

a Cenicienta – Cuentos Originales de los Hermanos Grimm

Un hombre rico tenía a su mujer muy enferma, y cuando vio que se acercaba su fin, llamó a su hija única y la dijo: -Querida hija, sé piadosa y buena, Dios te protegerá desde el cielo y yo no me apartaré de tu lado y te bendeciré. Poco después cerró los ojos y espiró. La niña iba todos los días a llorar al sepulcro de su madre y continuó siendo siempre piadosa y buena. Llegó el invierno y la nieve cubrió el sepulcro con su blanco manto, llegó la primavera y el sol doró las flores del campo y el padre de la niña se casó de nuevo.

La esposa trajo dos niñas que tenían un rostro muy hermoso, pero un corazón muy duro y cruel; entonces comenzaron muy malos tiempos para la pobre huérfana. No queremos que esté ese pedazo de ganso sentada a nuestro lado, que gane el pan que coma, váyase a la cocina con la criada. -La quitaron sus vestidos buenos, la pusieron una basquiña remendada y vieja y la dieron unos zuecos. -¡Qué sucia está la orgullosa princesa! -decían riéndose, y la mandaron ir a la cocina: tenía que trabajar allí desde por la mañana hasta la noche, levantarse temprano, traer agua, encender lumbre, coser y lavar; sus hermanas la hacían además todo el daño posible, se burlaban de ella y la vertían la comida en la lumbre, de manera que tenía que bajarse a recogerla. Por la noche cuando estaba cansada de tanto trabajar, no podía acostarse, pues no tenía cama, y la pasaba recostada al lado del hogar, y como siempre estaba, llena de polvo y ceniza, la llamaban la Cenicienta. 

Sucedió que su padre fue en una ocasión a una feria y preguntó a sus hijastras lo que querían las trajese. -Un bonito vestido -dijo la una. -Una buena sortija, -añadió la segunda. -Y tú Cenicienta, ¿qué quieres? la dijo. Padre, traedme la primera rama que encontréis en el camino. -Compró a sus dos hijastras hermosos vestidos y sortijas adornadas de perlas y piedras preciosas, y a su regreso, al pasar por un bosque cubierto de verdor, tropezó con su sombrero en una rama de zarza, y la cortó. Cuando volvió a su casa dio a sus hijastras lo que le habían pedido y la rama a la Cenicienta, la cual se lo agradeció; corrió al sepulcro de su madre, plantó la rama en él y lloró tanto que regada por sus lágrimas, no tardó la rama en crecer y convertirse en un hermoso

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árbol. La Cenicienta iba tres veces todos los días a ver el árbol, lloraba y oraba y siempre iba a descansar en él un pajarillo, y cuando sentía algún deseo, en el acto la concedía el pajarillo lo que deseaba.

 

Celebró por entonces el rey unas grandes fiestas, que debían durar tres días, e invitó a ellas a todas las jóvenes del país para que su hijo eligiera la que más le agradase por esposa. Cuando supieron las dos hermanastras que debían asistir a aquellas fiestas, llamaron a la Cenicienta y la dijeron. -Péinanos, límpianos los zapatos y ponles bien las hebillas, pues vamos a una boda al palacio del rey. La Cenicienta las escuchó llorando, pues las hubiera acompañado con mucho gusto al baile, y suplicó a su madrastra se lo permitiese. -Cenicienta, la dijo: estás llena de polvo y ceniza y ¿quieres ir a una boda? ¿No tienes vestidos ni zapatos y quieres bailar? -Pero como insistiese en sus súplicas, la dijo por último: -Se ha caído un plato de lentejas en la ceniza, si las recoges antes de dos horas, vendrás con nosotras: -La joven salió al jardín por la puerta trasera y dijo: -Tiernas palomas, amables tórtolas, pájaros del cielo, venid todos y ayudadme a recoger.

 

Las buenas en el puchero,las malas en el caldero.

 

Entraron por la ventana de la cocina dos palomas blancas, y después dos tórtolas y por último comenzaron a revolotear alrededor del hogar todos los pájaros del cielo, que acabaron por bajarse a la ceniza, y las palomas picoteaban con sus piquitos diciendo pi, pi, y los restantes pájaros comenzaron también a decir pi, pi, y pusieron todos los granos buenos en el plato. Aun no había trascurrido una hora, y ya estaba todo concluido y se marcharon volando. Llevó entonces la niña llena de alegría el plato a su madrastra, creyendo que le permitiría ir a la boda, pero la dijo: -No, Cenicienta, no tienes vestido y no sabes bailar, se reirían de nosotras; mas viendo que lloraba añadió: -Si puedes recoger de entre la ceniza dos platos llenos de lentejas en una hora, irás con nosotras. -Creyendo en su interior, que no podría hacerlo, vertió los dos platos de lentejas en la ceniza y se marchó, pero la joven salió entonces al jardín por la puerta trasera y volvió a decir: -Tiernas palomas, amables tórtolas, pájaros del cielo, venid todos y ayudadme a recoger.

 

Las buenas en el puchero, las malas en el caldero.

 

Entraron por la ventana de la cocina dos palomas blancas, después dos tórtolas, y por último comenzaron a revolotear alredor del hogar todos los pájaros del cielo que acabaron por bajarse a la ceniza y las palomas picoteaban con sus piquitos diciendo pi, pi, y los demás pájaros comenzaron a decir también pi, pi, y pusieron todas las lentejas buenas en el plato, y aun no había trascurrido media hora, cuando ya estaba todo concluido y se marcharon volando. Llevó la niña llena de alegría el plato a su madrastra, creyendo la permitiría ir a la boda, pero la dijo: -Todo es inútil, no puedes venir, porque no tienes vestido y no sabes bailar; se reirían de nosotras. -La volvió entonces la espalda y se marchó con sus orgullosas hijas.

 

En cuanto quedó sola en casa, fue la Cenicienta al sepulcro de su madre, debajo del árbol, y comenzó a decir:

Arbolito pequeño,dame un vestido;que sea, de oro y plata,muy bien tejido.

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El pájaro la dio entonces un vestido de oro y plata y unos zapatos bordados de plata y seda; en seguida se puso el vestido y se marchó a la boda; sus hermanas y madrastra no la conocieron, creyendo sería alguna princesa extranjera, pues les pareció muy hermosa con su vestido de oro, y ni aun se acordaban de la Cenicienta, creyendo estaría mondando lentejas sentada en el hogar. Salió a su encuentro el hijo del rey, la tomó de la mano y bailó con ella, no permitiéndola bailar con nadie, pues no la soltó de la mano, y si se acercaba algún otro a invitarla, le decía: -es mi pareja.

Bailó hasta el amanecer y entonces decidió marcharse; el príncipe la dijo: -Iré contigo y te acompañaré: -pues deseaba saber quién era aquella joven, pero ella se despidió y saltó al palomar, entonces aguardó el hijo del rey a que fuera su padre y le dijo que la doncella extranjera había saltado al palomar. El anciano creyó que debía ser la Cenicienta; trajeron una piqueta y un martillo para derribar el palomar, pero no había nadie dentro, y cuando llegaron a la casa de la Cenicienta, la encontraron sentada en el hogar con sus sucios vestidos y un turbio candil ardía en la chimenea, pues la Cenicienta había entrado y salido muy ligera en el palomar y corrido hacia el sepulcro de su madre, donde se quitó los hermosos vestidos que se llevó el pájaro y después se fue a sentar con su basquiña gris a la cocina.

 

Al día siguiente; cuando llegó la hora en que iba a principiar la fiesta y se marcharon sus padres y hermanas, corrió la Cenicienta junto al arbolito y dijo:

 

Arbolito pequeño,dame un vestido;que sea, de oro y plata,muy bien tejido.

 

Diola entonces el pájaro un vestido mucho más hermoso que el del día anterior y cuando se presentó en la boda con aquel traje, dejó a todos admirados de su extraordinaria belleza; el príncipe que la estaba aguardando la cogió de la mano y bailó toda la noche con ella; cuando iba algún otro a invitarla, decía: -Es mi pareja. Al amanecer manifestó deseos de marcharse, pero el hijo del rey la siguió para ver la casa en que entraba, más de pronto se metió en el jardín de detrás de la casa. Había en él un hermoso árbol muy grande, del cuál colgaban hermosas peras; la Cenicienta trepó hasta sus ramas y el príncipe no pudo saber por dónde había ido, pero aguardó hasta que vino su padre y le dijo: -La doncella extranjera se me ha escapado; me parece que ha saltado el peral. El padre creyó que debía ser la Cenicienta; mandó traer una hacha y derribó el árbol, pero no había nadie en él, y cuando llegaron a la casa, estaba la Cenicienta sentada en el hogar, como la noche anterior, pues había saltado por el otro lado el árbol y fue corriendo al sepulcro de su madre, donde dejó al pájaro sus hermosos vestidos y tomó su basquiña gris.

 

Al día siguiente, cuando se marcharon sus padres y hermanas, fue también la Cenicienta al sepulcro de su madre y dijo al arbolito:

 

Arbolito pequeño,dame un vestido;que sea, de oro y plata,muy bien tejido.

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Diola entonces el pájaro un vestido que era mucho más hermoso y magnífico que ninguno de los anteriores, y los zapatos eran todos de oro, y cuando se presentó en la boda con aquel vestido, nadie tenía palabras para expresar su asombro; el príncipe bailó toda la noche con ella y cuando se acercaba alguno a invitarla, le decía: -Es mi pareja.

 

Al amanecer se empeñó en marcharse la Cenicienta, y el príncipe en acompañarla, mas se escapó con tal ligereza que no pudo seguirla, pero el hijo del rey había mandado untar toda la escalera de pez y se quedó pegado en ella el zapato izquierdo de la joven; levantole el príncipe y vio que era muy pequeño, bonito y todo de oro. Al día siguiente fue a ver al padre de la Cenicienta y le dijo: -He decidido sea mi esposa a la que venga bien este zapato de oro. -Alegráronse mucho las dos hermanas porque tenían los pies muy bonitos; la mayor entró con el zapato en su cuarto para probársele, su madre estaba a su lado, pero no se le podía meter, porque sus dedos eran demasiado largos y el zapato muy pequeño; al verlo la dijo su madre alargándola un cuchillo: -Córtate los dedos, pues cuando seas reina no irás nunca a pie: -La joven se cortó los dedos; metió el zapato en el pie, ocultó su dolor y salió a reunirse con el hijo del rey, que la subió a su caballo como si fuera su novia, y se marchó con ella, pero tenía que pasar por el lado del sepulcro de la primera mujer de su padrastro, en cuyo árbol había dos palomas, que comenzaron a decir.

 

No sigas más adelante,detente a ver un instante,que el zapato es muy pequeñoy esa novia no es su dueño.

 

Se detuvo, la miró los pies y vio correr la sangre; volvió su caballo, condujo a su casa a la novia fingida y dijo no era la que había pedido, que se probase el zapato la otra hermana. Entró ésta en su cuarto y se le metió bien por delante, pero el talón era demasiado grueso; entonces su madre la alargó un cuchillo y la dijo: -Córtate un pedazo del talón, pues cuando seas reina, no irás nunca a pie. -La joven se cortó un pedazo de talón, metió un pie en el zapato, y ocultando el dolor, salió a ver al hijo del rey, que la subió en su caballo como si fuera su novia y se marchó con ella; cuando pasaron delante del árbol había dos palomas que comenzaron a decir:

 

No sigas más adelante,detente a ver un instante,que el zapato es muy pequeñoy esa novia no es su dueño.

 

Se detuvo, la miró los pies, y vio correr la sangre, volvió su caballo y condujo a su casa a la novia fingida: -Tampoco es esta la que busco, dijo: -¿Tenéis otra hija? -No, contestó el marido; de mi primera mujer tuve una pobre chica, a que llamamos la Cenicienta, porque está siempre en la cocina, pero esa no puede ser la novia que buscáis. -El hijo del rey insistió en verla, pero la madre le replicó: -No, no, está demasiado sucia para atreverme a enseñarla.- Se empeñó sin embargo en que saliera y hubo que llamar a la Cenicienta. Se lavó primero la cara y las manos, y salió después a presencia del príncipe que la alargó el zapato de oro; se sentó en su banco, sacó de su pie el pesado zueco y se puso el zapato que la venía perfectamente, y cuando se levantó y la vio el príncipe la cara, reconoció a la hermosa doncella que había bailado con él, y dijo: -Esta es

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mi verdadera novia. -La madrastra y las dos hermanas se pusieron pálidas de ira, pero él subió a la Cenicienta en su caballo y se marchó con ella, y cuando pasaban por delante del árbol, dijeron las dos palomas blancas.

 

Sigue, príncipe, sigue adelantesin parar un solo instante,pues ya encontraste el dueñodel zapatito pequeño.

 

Después de decir esto, echaron a volar y se pusieron en los hombros de la Cenicienta, una en el derecho y otra en el izquierdo.

 

Cuando se verificó la boda, fueron las falsas hermanas a acompañarla y tomar parte en su felicidad, y al dirigirse los novios a la iglesia, iba la mayor a la derecha y la menor a la izquierda, y las palomas que llevaba la Cenicienta en sus hombros picaron a la mayor en el ojo derecho y a la menor en el izquierdo, de modo que picaron a cada una un ojo; a su regreso se puso la mayor a la izquierda y la menor a la derecha, y las palomas picaron a cada una en el otro ojo, quedando ciegas toda su vida por su falsedad y envidia.

 

El Principe Rana – Cuentos Originales de los Hermanos Grimm

En aquellos tiempos, cuando se cumplían todavía los deseos, vivía un rey, cuyas hijas eran todas muy hermosas, pero la más pequeña era más hermosa que el mismo sol, que cuando la veía se admiraba de reflejarse en su rostro. Cerca del palacio del rey había un bosque grande y espeso, y en el bosque, bajo un viejo lilo, había una fuente; cuando hacía mucho calor, iba la hija del rey al bosque y se sentaba a la orilla de la fresca fuente; cuando iba a estar mucho tiempo, llevaba una bola de oro, que tiraba a lo alto y la volvía a coger, siendo este su juego favorito.

Pero sucedió una vez que la bola de oro de la hija del rey no cayó en sus manos, cuando la tiró a lo alto, sino que fue a parar al suelo y de allí rodó al agua. La hija del rey la siguió con los ojos, pero la bola desapareció, y la fuente era muy honda, tan honda que no se veía su fondo. Entonces comenzó a llorar, y lloraba cada vez más alto y no podía consolarse. Y cuando se lamentaba así, la dijo una voz: 

-¿Qué tienes, hija del rey, que te lamentas de modo que puedes enternecer a una piedra?

Miró entonces a su alrededor, para ver de dónde salía la voz, y vio una rana que sacaba del agua su asquerosa cabeza:

 

-¡Ah! ¿eres tú, vieja azotacharcos? -la dijo-; lloro por mi bola de oro, que se me ha caído a la fuente.

 

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-Tranquilízate y no llores -la contestó la rana-; yo puedo sacártela, pero ¿qué me das, si te devuelvo tu juguete?

 

-Lo que quieras, querida rana -la dijo-; mis vestidos, mis perlas y piedras preciosas y hasta la corona dorada que llevo puesta.

 

La rana contestó:

 

-Tus vestidos, tus perlas y piedras preciosas y tu corona de oro no me sirven de nada; pero si me prometes amarme y tenerme a tu lado como amiga y compañera en tus juegos, sentarme contigo a tu mesa, darme de beber en tu vaso de oro, de comer en tu plato y acostarme en tu cama, yo bajaré al fondo de la fuente y te traeré tu bola de oro.

 

-¡Ah! -la dijo-; te prometo todo lo que quieras, si me devuelves mi bola de oro.

 

Pero pensó para sí: «¡Cómo charla esa pobre rana! Porque canta en el agua entre sus iguales, se figura que puede ser compañera de los hombres.»

 

La rana, en cuanto hubo recibido la promesa, hundió su cabeza en el agua, bajó al fondo y un rato después apareció de nuevo, llevando en la boca la bola, que arrojó en la yerba. La hija del rey, llena de alegría en cuanto vio su hermoso juguete, le cogió y se marchó con él saltando.

 

-¡Espera, espera! -la gritó la rana-. Llévame contigo; yo no puedo correr como tú.

 

Pero de poco la sirvió gritar lo más alto que pudo, pues la princesa no la hizo caso, corrió hacia su casa y olvidó muy pronto a la pobre rana, que tuvo que quedarse en su fuente.

 

Al día siguiente, cuando se sentó a la mesa con el rey y los cortesanos, y cuando comía en su plato de oro, oyó subir una cosa, por la escalera de mármol, que cuando llegó arriba, llamó a la puerta y dijo:

 

-Hija del rey, la más pequeña, ábreme.

 

Se levantó la princesa y quiso ver quién estaba fuera; pero, en cuanto abrió, vio a la rana en su presencia. Cerró la puerta corriendo, se sentó en seguida a la mesa y se puso muy triste. El rey al ver su tristeza la preguntó:

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-Hija mía, ¿qué tienes? ¿hay a la puerta algún gigante y viene a llevarte?

 

-¡Ah, no! -contestó-; no es ningún gigante, sino una fea rana.

 

-¿Qué te quiere la rana?

 

-¡Ay, amado padre! Cuando estaba yo ayer jugando en el bosque, junto a la fuente, se me cayó al agua mi bola de oro. Y como yo lloraba, fue a buscarla la rana, después de haberme exigido promesa de que sería mi compañera; pero nunca creí que pudiera salir del agua. Ahora ha salido ya y quiere entrar.

 

Entre tanto llamaba por segunda vez diciendo:

 

-Hija del rey, la más pequeña, ábreme; ¿no sabes lo que me dijiste ayer junto a la fría agua de la fuente? Hija del rey, la más pequeña, ábreme.

 

Entonces dijo el rey:

 

-Debes cumplirla lo que la has prometido, ve y ábrela.

 

Fue y abrió la puerta y entró la rana, yendo siempre junto a sus pies hasta llegar a su silla. Se colocó allí y dijo:

 

-Ponme encima de ti.

 

La niña vaciló hasta que lo mandó el rey. Pero cuando la rana estuvo ya en la silla:

 

-Quiero subir encima de la mesa -y así que la puso allí, dijo-: Ahora acércame tu plato dorado, para que podamos comer juntas.

 

Hízolo en seguida; pero se vio bien que no lo hacía de buena gana. La rana comió mucho, pero dejaba casi la mitad de cada bocado. Al fin dijo:

 

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-Estoy harta y cansada, llévame a tu cuartito y échame en tu cama y dormiremos juntas.

 

La hija del rey comenzó a llorar y receló que no podría descansar junto a la fría rana, que quería dormir en su hermoso y limpio lecho. Pero el sapo se incomodó y dijo:

 

-No debes despreciar al que te ayudó cuando te hallabas en la necesidad.

 

Entonces la cogió con sus dos dedos, la llevó y la puso en un rincón. Pero en cuanto estuvo en la cama, se acercó la rana arrastrando y la dijo:

 

-Estoy cansada, quiero dormir tan bien como tú; súbeme, o se lo digo a tu padre.

 

La princesa se incomodó entonces mucho, la cogió y la tiró contra la pared con todas sus fuerzas.

-Ahora descansarás, rana asquerosa.

 

Pero cuando cayó al suelo la rana se convirtió en el hijo de un rey con ojos hermosos y amables, que fue desde entonces, por la voluntad de su padre, su querido compañero y esposo y la refirió que había sido encantado por una mala hechicera y que nadie podía sacarle de la fuente más que ella sola y que al día siguiente se marcharían a su país.

 

Entonces durmieron hasta el otro día y en cuanto salió el sol se metieron en un coche tirado por siete caballos blancos que llevaban plumas blancas en la cabeza y tenían por riendas cadenas de oro; detrás iba el criado del joven rey, que era el fiel Enrique. El fiel Enrique se afligió tanto cuando su señor fue convertido en rana, que se había puesto tres varillas de hierro encima del corazón para que no saltase del dolor y la tristeza. Pero el joven rey debía hacer el viaje en su coche: el fiel Enrique subió después de ambos, se colocó detrás de ellos e iba lleno de alegría por la libertad de su amo. Y cuando hubieron andado un poco del camino oyó el hijo del rey una cosa que sonaba detrás, como si se rompiera algo. Entonces se volvió y dijo:

 

-¿Enrique, se ha roto el coche?

-No señor, no se rompió,es tan solo una varillade las que en mi corazónpara impedir se saltasepor la pena y el dolorpuse, mientras en la fuenteestabais, cual rana, vos.

 

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Todavía volvió a sonar otra vez y otra vez en el camino y el hijo del rey creía siempre que se rompía el coche, y eran las varillas que saltaban del corazón del fiel Enrique porque su señor era libre y feliz.

Pulgarcito – Cuentos Originales de los Hermanos Grimm 

Un pobre labrador estaba sentado una noche en el rincón del hogar; mientras su mujer hilaba a su lado, él la decía:

 

-¡Cuánto siento no tener hijos! ¡Qué silencio hay en nuestra casa mientras en las demás todo es alegría y ruido!

 

-Sí -respondió su mujer suspirando-, yo quedaría contenta, aunque no tuviésemos más que uno solo tan grande como el dedo pulgar y le querríamos con todo nuestro corazón.

 

En este intermedio se hizo embarazada la mujer y al cabo de siete meses dio a luz un niño bien formado con todos sus miembros, pero que no era mas alto que el dedo pulgar. Entonces dijo:

-Es tal como le hemos deseado, mas no por eso le queremos menos.

 

Y sus padres le llamaron Tom Pouce, a causa de su tamaño. Le criaron lo mejor que pudieron, mas no creció, y quedó como había sido desde su nacimiento. Parecía sin embargo, que tenía talento: sus ojos eran inteligentes y manifestó bien pronto en su pequeña persona astucia y actividad para llevar a cabo lo que se le ocurría.

 

Preparábase un día el labrador para ir a cortar madera a un bosque, y se decía: Cuánto me alegraría tener alguien que llevase el carro.

 

-Padre -exclamó Tom Pouce-, yo quiero guiarle, yo; no tengáis cuidado, llegará a buen tiempo.

El hombre se echó a reír.

 

-Tú no puedes hacer eso -le dijo-, eres demasiado pequeño para llevar el caballo de la brida.

 

-¿Qué importa eso, padre? Si mamá quiere enganchar, me meteré en la oreja del caballo, y le dirigiré donde queráis que vaya.

 

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-Está bien -dijo el padre-, veamos.

 

La madre enganchó el caballo y puso a Tom Pouce en la oreja, y el hombrecillo le guiaba por el camino que había que tomar, tan bien que el caballo marchó como si le condujese un buen carretero, y el carro fue al bosque por buen camino.

 

Mientras daban la vuelta a un recodo del camino, el hombrecillo gritaba:

 

-¡Soo, arre! Pasaban dos forasteros.

 

-Dios mío -exclamó uno de ellos-, ¿qué es eso? He ahí un carro que va andando: se oye la voz del carretero y no se ve a nadie.

 

-Es una cosa bastante extraña -dijo el otro-, vamos a seguir a ese carro y a ver donde se detiene.

 

El carro continuó su camino y se detuvo en el bosque, precisamente en el lugar donde había madera cortada. Cuando Tom Pouce distinguió a su padre, le gritó:

 

-¿Ves padre, qué bien he traído el carro? ahora bájame.

 

El padre cogió con una mano la brida, sacó con la otra a su hijo de la oreja del caballo y le puso en el suelo: el pequeñuelo se sentó alegremente en una paja.

 

Al ver a Tom Ponce, se admiraron los dos forasteros, no sabiendo qué pensar.

 

Uno de ellos llamó aparte al otro y le dijo:

 

-Ese diablillo podría hacer nuestra fortuna si le enseñásemos por dinero en alguna ciudad; hay que comprarle. Se acercaron al labrador y le dijeron:

 

-Vendednos ese enanillo: le cuidaremos bien.

 

-No -respondió el padre-, es hijo mío, y no le vendo por todo el oro del mundo.

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Pero al oír la conversación, Tom Pouce había trepado por los pliegues del vestido de su padre subiendo hasta sus espaldas, desde donde le dijo al oído:

 

-Padre vendedme a esos hombres, volveré pronto.

 

Su padre se le dio a los hombres por una hermosa moneda de oro.

 

-¿Dónde quieres ponerte? -le dijeron.

 

-¡Ah! ponedme en el ala de vuestro sombrero; podré pasearme y ver el campo, y tendré cuidado de no caerme. Hicieron lo que él quería, y en cuanto Tom Pouce se despidió de su padre, se marcharon con él, caminando hasta la noche. Entonces los gritó el hombrecillo:

 

-Esperadme, necesito bajar.

 

-Quédate en el sombrero -dijo el hombre-; poco me importa lo que tengas que hacer, los pájaros hacen mucho más algunas veces.

 

-No, no -dijo Tom Ponce-, bajadme en seguida.

 

El hombre lo cogió y le puso en el suelo, en una tierra junto al camino; corrió un instante entre los surcos, y después se metió en un agujero que había buscado expresamente.

 

-Buenas noches, caballeros, ya estáis demás aquí -les gritó riendo.

 

Quisieron cogerle metiendo palos en el agujero, mas fue trabajo perdido. Tom se escondía más adentro cada vez, y empezando a oscurecer de repente, se vieron obligados a entrar en su casa incomodados y con las manos vacías.

 

Cuando estuvieron lejos, salió Tom Pouce de su cueva. Temía aventurarse por la noche en medio del campo, pues una pierna se rompe enseguida. Por fortuna encontró un caracol vacío:

 

-A Dios gracias -dijo-, pasaré la noche en seguridad aquí dentro. Y se estableció allí.

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Cuando iba a dormirse oyó dos hombres que pasaban, y el uno decía al otro:

 

-¿Cómo nos arreglaríamos para robar el oro y la plata a ese cura tan rico?

 

-Yo os lo diré -les gritó Tom Pouce.

 

-¿Qué hay? -exclamó uno de los ladrones asustados-; ¿he oído hablar a alguien?

 

Continuaban escuchando, cuando Tom Pouce les gritó de nuevo:

 

-Llevadme con vosotros y os ayudaré.

 

-¿Dónde estás?

 

-Buscadme por el suelo, por donde sale la voz. Los ladrones concluyeron por encontrarle:

 

-Pequeño extracto de hombre -le dijeron-, ¿cómo quieres sernos útil?

 

-Mirad -les dijo-, me deslizaré por entre los hierros de la ventana en el cuarto del cura, y os pasaré todo lo que me pidáis.

 

-Pues vamos a probarlo -le dijeron.

 

En cuanto llegaron al presbiterio, Tom Pouce se deslizó en el cuarto; después se puso a gritar con todas sus fuerzas:

 

-¿Queréis todo lo que hay aquí?

 

Los ladrones asustados le dijeron:

 

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-Habla bajo, vas a despertar a la gente:

 

Pero él, haciendo como si no los hubiera oído, gritó de nuevo:

 

-¿Qué es lo que queréis? ¿Queréis todo lo que hay aquí?

 

La criada que dormía en el cuarto de al lado, oyó este ruido, se levantó y escuchó. Los ladrones habían batido retirada; en fin, tomaron ánimo, y creyendo únicamente que el picarillo quería divertirse a sus expensas volvieron atrás y le dijeron por lo bajo

 

-Déjate de bromas, pásanos algo.

 

Entonces Tom se puso a gritar con todas sus fuerzas:

 

-Voy a dároslo todo: abrid las manos.

 

La criada oyó bien claro esta vez, saltó de la cama y corrió a la puerta. Los ladrones, viendo esto, echaron a correr como si el diablo se les hubiera aparecido; no oyendo nada más la criada, fue a encender una luz. Cuando volvió, Tom Pouce se fue a ocultar en la pajera sin que le viese. La criada, después de haber registrado todos los rincones sin descubrir nada, fue a acostarse, y creyó que había soñado.

 

Tom Pouce había subido al heno, donde se arregló una camita; pensaba descansar allí hasta el día, y volver en seguida a casa de sus padres. ¡Pero debía sufrir tantas pruebas todavía! ¡Hay tanto malo en el mundo! La criada se levantó a la aurora para dar de comer al ganado. Su primera visita fue a la pajera, cogió un brazado de heno con el pobre Tom Pouce dormido dentro. Dormía tan profundamente, que no se apercibió de nada, y no despertó hasta que estaba en la boca de una vaca que le había cogido con un puñado de heno. Creyó en un principio que había caído dentro de un molino, pero comprendió bien pronto donde se hallaba en realidad. Evitando dejarse mascar entre los dientes, concluyó por deslizarse por la garganta a la panza. La habitación le parecía estrecha, sin ventana, y no veía ni sol ni luz. La morada le desagradaba mucho, y lo que complicaba más su situación, es que bajaba siempre nuevo heno, y el espacio se le hacía más estrecho cada vez.

 

Lleno de terror, gritó al fin lo más alto que pudo:

 

-¡Basta de heno! ¡Basta de heno! no quiero más.

 

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La criada estaba precisamente en aquel momento ocupada en ordeñar la vaca; aquella voz que oyó sin ver a nadie, y que reconoció por la que la había despertado ya la noche anterior, la asustó de tal modo, que se cayó al suelo vertiendo la leche.

 

Fue corriendo a buscar a su amo y le dijo:

 

-¡Oh! ¡Dios mio! ¡Señor cura, que habla la vaca!

 

-Tú estás loca -respondió el sacerdote-, y sin embargo, fue él mismo al establo para asegurarse de lo que pasaba.

 

Pero apenas había entrado, gritó de nuevo Tom Pouce:

 

-¡Basta de heno! ¡no quiero más!

 

El cura se asustó a su vez, y creyendo que la vaca tenía el diablo en el cuerpo, dijo que era preciso matarla. La mataron, y la panza en que se hallaba prisionero el pobre Tom, fue arrojada al estiércol.

El pobrecillo trabajó mucho para desenredarse, y empezaba a sacar la cabeza fuera, citando le sucedió una nueva desgracia. Un lobo hambriento se arrojó sobre la panza, y se la tragó de una vez. Tom Pouce no perdió ánimo.

 

-Quizá -pensó para sí-, será tratable este lobo.

 

Y desde su vientre donde estaba encerrado, le gritó:

 

-Querido amigo, quiero enseñarte dónde puedes hallar una buena comida.

 

-¿Dónde? -le dijo el lobo.

 

-En tal y tal casa; no tienes mas que deslizarte por el albañal a la cocina y encontrarás tortas, tocino, salchichas, a boca qué quieres.

 

Y le designó la casa de su padre con la mayor exactitud.

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El lobo no se lo hizo decir dos veces: se introdujo en la cocina y dio un buen avance a las provisiones. Pero cuando estuvo harto y tuvo que salir, se hallaba tan hinchado con el alimento, que no pudo conseguir pasar por el albañal. Tom, que había contado con esto, comenzó a hacer un ruido terrible en el cuerpo del lobo saltando y brincando con todas sus fuerzas

 

-¿Quieres estarte quieto? -le dijo el lobo-, vas a despertar a todos.

 

-¿Y qué? -le respondió el hombrecillo-. ¿No te has regalado tú? también yo quiero divertirme.

 

Y se puso a gritar todo lo que pudo.

 

Concluyó por despertar a sus padres, que corrieron y miraron en la cocina, a través de la cerradura. Cuando vieron que había un lobo, se armaron el hombre con una hacha y la mujer con una hoz.

 

-Ponte detrás -dijo el hombre a su mujer, cuando entraron en el cuarto-, voy a darle con mi hacha, si no le mato del golpe, le cortas tú el vientre.

 

Tom Pouce, que oyó la voz de su padre, se puso a gritar:

 

-Soy yo, querido padre, quien está en el vientre del lobo.

 

-Gracias a Dios -dijo el padre lleno de alegría-, que hemos encontrado a nuestro hijo.

 

Y mandó a su mujer que dejara la hoz de lado para no herir a su hijo. Después levantó su hacha, y tendió muerto al lobo de un golpe en la cabeza, y en seguida le abrió el vientre con su cuchillo y tijeras, y sacó al pequeño Tom.

 

-¡Ah! -le dijo-, ¡qué inquietos hemos estado por tu suerte!

 

-Sí, padre, he corrido mucho, pero por fortuna, heme aquí, vuelto a la luz.

 

-¿Dónde has estado?

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-¡Ah, padre! he estado en un hormiguero, en la panza de una vaca y en el vientre de un lobo. Ahora me quedo con vosotros.

 

-Y no volveremos a venderte por todo el oro del mundo -dijeron sus padres abrazándole y estrechándole contra su corazón.

 

Le dieron de comer y le compraron vestidos, porque los suyos se habían estropeado durante el viaje.

 

Los Deseos Ridículos – Cuentos Originales de Charles Perrault

Érase un pobre leñador, tan cansado de su vida que, según se cuenta, tenía de morirse deseos, porque en ningún de los agradables que había alimentado se vio complacido. Cierto día fuese al bosque, y como era en él costumbre, comenzó a quejarse de su suerte, cuando se le apareció Júpiter con el rayo en la mano. Grande fue el espanto del leñador, quien arrojándose al suelo, murmuró: 

-Nada quiero; nada deseo.

 

-No temas, le dijo Júpiter. Tantas son tus quejas que quiero convencerte de su falta de fundamento. No olvides mis palabras: verás realizados tus tres primeros deseos, sea lo que fuere lo que desees. Elige lo que pueda hacerte dichoso y dejarte completamente satisfecho, y como tu felicidad de ti depende, reflexiona bien antes de formular tus deseos.

 

Pronunciadas estas palabras, Júpiter desapareció; y el leñador, loco de contento, cargose la hacina, que no le pareció pesada, y dándole alas la alegría, volvió a su casa, diciéndose mientras tanto:

 

-He de reflexionar mucho antes de tener un deseo. El caso es importante y quiero tomar consejo de mi mujer.

 

Saltando entró en su cabaña gritando: -Mujercita mía, enciende una buena lumbre y prepara abundante cena pues somos ricos, pero muy ricos; y tanta es nuestra dicha que todos nuestros deseos se verán realizados.

 

Al oír estas palabras, la leñadora comenzó a hacer castillos en el aire, pero luego dijo a su marido:

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-Cuidado con que nuestra impaciencia nos perjudique. Procedamos con calma y después de pensarlo bien, consultándolo antes con la almohada, que es buena consejera.

 

-Lo mismo opino; pero no perdamos la cena y tráete vino.

 

Cenaron, bebieron, y sentándose luego al amor de lumbre, el leñador exclamó, apoyándose con fuerza en el respaldo de su silla:

 

-¡Ajajá! Con este fuego nos hace falta una vara de salchicha. ¡Cuánto gustaría tenerla al alcance de mi mano!

 

Apenas hubo pronunciado estas palabras, su mujer vio con gran sorpresa una salchicha muy larga, que arrancando de uno de los ángulos de la chimenea se dirigió hacia ella serpenteando. Lanzó un grito de espanto, pero cayendo luego en la cuenta de que la aventura era debida al ridículo deseo formulado por su marido, con él la emprendió agotando los dicterios.

 

-Hubiéramos podido tener oro, perlas, diamantes, vestidos excelentes, añadió, y eres tan necio que te se ha ocurrido desear semejante cosa.

 

-Cállate, mujer; reconozco mi falta y procuraré enmendarla.

 

-A buena hora calzas verdes; necesario es ser muy imbécil para hacer lo que has hecho.

 

Tanta fue la insistencia de la mujer, que el bueno del hombre perdió la calma, y como a pesar de sus súplicas ella no cejase, exclamó furioso:

 

-¡Maldita salchicha que te ha desatado la lengua; así te colgara de la nariz para que callaras!

 

Dicho y hecho, y la salchicha quedó colgada de la nariz de la esposa del leñador.

 

Realizado el deseo, quedose ella muda de asombro y él con la boca abierta y rascándose el cogote. Restableciose el silencio, hasta que por último la mujer, que había perdido los bríos y no apartaba la mirada de la salchicha, murmuró:

 

-¿Y bien?

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-Sólo falta formular el tercer deseo. Puedo transformarme en rey, pero ¿qué reina vas a ser tú con tres palmos de nariz? Elige, mujer: o reina con esa nariz más larga que una semana sin pan, o leñadora con una nariz como la que tenías.

 

Mucho discurrieron antes de resolver, pero como su mirada no podía apartarse de la salchicha y a cada gesto se movía como rama a impulsos del huracán, prefirió la leñadora quedarse sin trono a conservar las narices como antes; y formulado el deseo por el leñador, su mujer volvió a quedar como estaba, lo que no fue obstáculo para que se llevase la mano a la cara para convencerse de que la salchicha había desaparecido.

 

El leñador no cambió de posición, no se convirtió en un gran potentado, no llenó de escudos su bolsa y creyose muy dichoso empleando el último de los tres deseos en devolver a su esposa las narices que antes tenía.

Meñiquín – Cuentos Originales de Charles Perrault

Éranse un leñador y una leñadora que tenían siete hijos, todos varones; diez años contaba el mayor y el menor siete. Sorprenderá que en tan corto intervalo tantos hijos hubiera tenido el leñador, pero con decir que casi todos eran gemelos, nada hay que extrañar. 

Muy pobre era el matrimonio y sus siete hijos aumentaban su pobreza, pues ninguno de ellos se hallaba en edad de ganarse la subsistencia. El ser el más pequeño de complexión muy delicada, sin que jamás pronunciase palabra, daba pábulo a su tristeza, pues creían que era tontería lo que significaba bondad. Era muy pequeñito, y cuando nació era tan diminuto como el dedo meñique, lo que hizo que Meñiquín se le llamara.

 

El pobre niño llevaba la carga en la casa paterna y de todo se le daba la culpa, lo que no era obstáculo para que entre sus hermanos fuese el más listo; y si hablaba poco, en cambio oía y escuchaba mucho.

En esto vino un año muy duro, y tan grande fue el hambre, que el pobre matrimonio resolvió deshacerse de sus hijos. Una noche que los niños estaban acostados y sentado el leñador cerca de su mujer al amor de la lumbre, le dijo con el corazón oprimido por el dolor:

 

-¡Ya lo ves! No nos es posible mantener a nuestros hijos; y como no puedo resolverme a verles morir de hambre aquí, estoy resuelto a llevarles mañana al bosque para que se extravíen, proyecto que podremos realizar fácilmente, pues mientras estarán ocupados en hacinar leña, lograremos escapar sin que de momento noten nuestra ausencia.

 

-¡Dios mío! Exclamó la leñadora, ¿serías capaz de hacer tal cosa con tu hijos?

 

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En vano su esposo la hizo presente su extremada miseria, pues de pronto no hubo medio de convencerla, porque si bien era pobre, era madre. Mas habiendo reflexionado cuán horrible sería su dolor si les viese morir de hambre, consintió en lo que su dolor si les viese morir de hambre, consintió en lo que su marido le proponía y llorando fue a acostarse.

 

Meñiquín se enteró de cuanto sus padres dijeron, pues en cuanto desde la cama le oyó hablar de cosas importantes, levantose y se deslizó debajo del taburete donde estaban sentados para escucharles sin ser visto. Volvió a meterse en cama, pero no pudo dormir en toda la noche pensando en lo que debía hacer. Levantose muy de mañana, fue a orillas de un arroyo, llenose los bolsillos de piedrecitas blancas y luego volvió a su casa. Poco después salieron todos, pero Meñiquín nada dijo a sus hermanos de lo que sabía.

 

Fueron a un bosque tan espeso que nada se veía a diez pasos de distancia. El leñador se puso a cortar madera y sus hijos a recoger ramaje seco para hacer manojos. Cuando sus padres les vieron ocupados trabajando, se alejaron de ellos insensiblemente y luego echaron a correr, escapando por un sendero medio oculto.

 

Al notar los niños que estaban solos, comenzaron a gritar y a sollozar con todas sus fuerzas. Meñiquín les dejaba gritar porque sabía cómo regresarían a su casa, pues al ir al bosque había dejado caer durante todo el camino las piedrecitas blancas que tenía en el bolsillo.

 

-Nada temáis, hermanos míos, les dijo. Nuestros padres nos han dejado aquí, pero yo os llevaré a casa si queréis seguirme.

 

Echaron a andar tras él y les llevó delante de su casa siguiendo el mismo camino que habían recorrido para ir al bosque. Al principio no se atrevieron a entrar, pero todos pegaron sus cabecitas a la puerta para oír lo que decían sus padres.

 

Al llegar el leñador y la leñadora a su casa, el señor de la aldea les envió diez escudos que les debía de mucho tiempo con los cuales ya no contaban. La cantidad devolvioles la vida, pues los infelices se morían de hambre. El leñador despachó inmediatamente a su mujer a la carnicería, y como hacía días no habían comido, compró tres veces más carne de la necesaria para la cena de dos personas. En cuanto estuvieron ahítos, la leñadora dijo:

 

¡Dios mío! ¿Dónde estarán nuestros hijos? ¡Con qué apetito comerían lo que ha sobrado! Tú eres quien ha querido perderlos, Guillermo, a pesar de decirte que nos arrepentiríamos. ¡Virgen santa! ¡Tal vez los lobos los hayan comido! ¡Cuán cruel has sido al querer deshacerte de tus hijos!

 

El leñador acabó por enfadarse, pues su mujer repitió más de veinte veces que ya había pronosticado que se arrepentirían de lo hecho, y la amenazó con pegarla si no callaba. Era tan grande el sentimiento del leñador como el de su esposa, pero su pena aumentaba con las recriminaciones. Además, gustaba, como tantos

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otros, de las mujeres que dan un buen consejo a tiempo, pero no de aquellas que pretenden haberlo dado cuando la cosa ya no tiene remedio.

 

La leñadora estaba anegada en llanto y repetía. ¡Dios mío! ¿Dónde están mis pobres hijos?

 

Una vez pronunció con tanta fuerza estas palabras, que las oyeron los niños que estaban arrimaditos a la puerta, y comenzaron a gritar todos a tiempo:

 

¡Estamos aquí! ¡Estamos aquí!

 

La madre corrió a abrir y les dijo al abrazarles:

 

-¡Hijos míos; con cuanta alegría vuelvo a veros! Estáis muy cansados y tenéis hambre.

 

¡Cómo estás puesto de barro, Periquito! Voy a quitártelo.

 

Periquito era el mayor y el más querido, porque como ella tenía el color algo rojizo.

 

Pusiéronse a la mesa, y con tanto apetito comieron que gozosos les estuvieron mirando sus padres, mientras los niños, hablando casi siempre todos a la vez, les referían el miedo atroz que habían pasado en el bosque. Los pobres leñadores estaban locos de alegría al verles a su lado, alegría que duró tanto como los diez escudos; pero cuando acabó el dinero, acabó el gozo; volvió a apoderarse de ellos la tristeza de antes y resolvieron deshacerse de sus hijos, si bien con el propósito de llevarles más lejos que la vez primera para acertar el golpe.

 

No lograron hablar de su plan con tanto sigilo que no les oyera Meñiquín, quien resolvió tomar sus medidas como antes las había tomado; pero a pesar de haber madrugado mucho para ir a recoger piedrecitas blancas, no pudo realizar su idea porque la puerta estaba cerrada con doble vuelta de llave. Preocupado estaba sin saber qué hacerse; pero habiéndoles dado su padre un pedazo de pan a cada uno para desayunarse, se dijo que podía reemplazar las piedrecitas tirando migas por donde pasasen; y pensado esto, guardose el pan en el bolsillo.

 

Sus padres les llevaron al punto más espeso y oscuro del bosque; y al tenerles allí, los leñadores se escaparon por un caminito muy oculto. No fue grande la pena de Meñiquín, porque creía poder encontrar con facilidad el camino siguiendo las migas que había sembrado por donde había pasado; pero desagradable fue su sorpresa cuando no pudo dar ni siquiera con restos del pan, pues los pájaros se lo habían comido.

 

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Héte a los niños llenos de aflicción, pues cuanto más andaban, más se extraviaban por el interior del bosque. Llegó la noche y sopló un ventarrón que les llenó de miedo, porque creían que sus rugidos eran los de los lobos que se encaminaban hacia donde estaban para devorarles. Tanto era su espanto que ni se atrevían a hablar ni a volver la cabeza. Para colmo de males cayó un chaparrón que les caló hasta los huesos. A cada paso resbalaban y se metían en el fango, de donde se levantaban muy sucios y sin saber qué hacerse de sus manos.

 

Meñiquín encaramose a lo alto de un árbol, deseoso de examinar los alrededores; y habiendo mirado a todas partes, vio muy lejos, más allá del bosque, una lucecita semejante a la de una vela. Bajó del árbol, y al llegar al suelo nada vio, lo que le llenó de pena. Siguieron andando a pesar de todo, procurando Meñiquín orientarse y guiar a sus hermanos hacia el punto donde había visto la luz; y al cabo de algún tiempo salieron del bosque y volvió a verla.

 

Llegaron, por último, a la casa donde brillaba la lucecita, no sin haber pasado mucho miedo, pues la perdían de vista cada vez que se metían en algún fondo. Llamaron y una buena mujer les abrió la puerta preguntándoles que querían. Meñiquín contestola que eran unos pobrecitos niños que se habían extraviado en el bosque y la rogaban les acogiese por caridad. Al verles tan lindos, la mujer se puso a llorar y les dijo:

 

¡Ah; pobres niños! ¿Dónde habéis venido? ¿Sabéis que esta es la casa de un Ogro que se come a los niños?

 

Al oír estas palabras, Meñiquín, que lo mismo que sus hermanos se puso a temblar como hoja de árbol, exclamó:

 

-¡Dios mío! ¿Qué vamos a hacer? Si no queréis darnos acogida en vuestra casa, seguro que los lobos del bosque nos comerán; y como no escaparíamos de sus dientes, preferimos que nos coma el Ogro, quien tal vez se compadezca de nosotros si vos se lo rogáis.

 

La mujer del Ogro creyó que podría ocultarles a su esposo hasta la mañana siguiente, y les permitió entrar, llevándoles para que se calentaran a una buena lumbre en la que se estaba asando un carnero para la cena del Ogro.

 

Cuando principiaban a calentarse resonaron tres o cuatro golpes dados con fuerza en la puerta. Era el Ogro que volvía. Inmediatamente su mujer hizo ocultar a los niños debajo de la cama y fue a abrir la puerta. Lo primero que preguntó el Ogro fue si la cena estaba dispuesta y si había vino, y luego se sentó a la mesa. El carnero estaba a medio asar, pero esta circunstancia lo hizo más apetitoso para el Ogro. Olía a derecha e izquierda y decía que por allí había carne fresca.

 

-Hueles esa ternera que he preparado, le dijo su mujer.

 

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-Huelo carne fresca, huelo carne fresca, repitió el Ogro mirando de través a su esposa; y hay en casa algo que no veo.

 

Al decir estas palabras se levantó de la mesa y se fue hacia la cama.

 

¡Ah! Exclamó; ¡querías engañarme, mujer maldita! No sé por qué no te como a ti también, pero te salva el estar tan dura. Tengo en estos niños carne fresca para obsequiar a tres ogros amigos míos, que deben venir a verme uno de esos días.

 

Les sacó debajo de la cama uno tras otro, y las pobres criaturas se arrodillaron pidiéndole perdón; pero tenían que habérselas con el más cruel de los ogros, quien lejos de sentir piedad por ellos, ya les estaba devorando con los ojos y decía a su mujer que constituirían un plato exquisito cuando les hubiese aderezado con una buena salsa.

 

Fuese en busca de un buen cuchillo y se acercó otra vez a los niños, afilándolo con una larga piedra que sostenía con la mano izquierda. Tenía ya asido un niño cuando su mujer le dijo.

- ¿Qué quieres hacer a esta hora? ¿No quedará tiempo mañana?

 

-Cállate, gritó el Ogro; si espero a mañana, peor para ellos, pues pasarán una noche de miedo.

-Te se echaría a perder tanta carne, replicó la mujer, pues tienes una ternera, dos carneros y la mitad de un cerdo.

 

-Es verdad, dijo el Ogro. Dales cena abundante para que no enflaquezcan y llévales a la cama.

 

Llena de alegría dioles de cenar la buena mujer, pero el espanto no permitió a los niños probar bocado. El Ogro se puso de nuevo a beber; y muy satisfecho porque tenía carne fresca con que obsequiar sus amigos, apuró una docena de vasos más que de costumbre, exceso que le puso algo alegre obligándole a acostarse.

 

El Ogro tenía siete hijas de corta edad, las ogras tenían el color muy sano porque sólo comían carne fresca, como su padre, pero sus ojos eran grises y redondos, la nariz encorvada, la boca grande y los dientes muy agudos y separados. Aún no era muy malas, pero prometían serlo, porque ya mordían a los niños para chupar su sangre.

 

Las habían acostado temprano y las siete dormían en una cama muy ancha, teniendo cada niña una corona de oro en la cabeza. Había en el mismo cuarto otra cama tan grande como la primera, y en ella acostó la mujer del Ogro a los niños, hecho lo cual fuese a dormir.

 

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Meñiquín había observado que las hijas del Ogro llevaban coronas de oro, y temiendo que el padre no se arrepintiese de no haberles degollado cuando se proponía hacerlo, se levantó a eso de media noche, y tomando los gorros de dormir de sus hermanos y el suyo, acercose de puntillas a la otra cama, les puso con sumo cuidado los gorros a las siete hijas del Ogro, después de haberlas quitado las coronas de oro, que colocó en la cabeza de sus hermanos y de la suya para que el Ogro les tomara por sus hijas, y a éstas por los niños a quienes quería degollar. El resultado fue tal como había pensado, pues el Ogro despertó a eso de media noche, pesole haber aplazado para el día siguiente lo que pudo hacer la víspera; saltó bruscamente de la cama, y empuñando la cuchilla se dijo:

 

-Vamos a ver cómo están aquellos chiquillos y demos buena cuenta de ellos.

 

Subió a tientas al dormitorio de sus hijas y se acercó a la cama donde estaban los niños, que dormían todos, excepción hecha de Meñiquín; y por cierto que grande fue su miedo cuando el Ogro le tocó la cabeza después de haber hecho lo mismo con sus hermanos. El Ogro, al tocar las coronas de oro, se dijo:

 

-Iba a hacer un disparate. Me convenzo de que ayer bebí demasiado.

 

Fuese enseguida a la otra cama, y habiendo tocado los gorros de dormir de los niños, murmuró:

-¡Ah! ¡Ah! ¡Ah! Aquí están los chiquillos. Vamos a la obra.

 

Al decir estas palabras degolló sin vacilar a sus siete hijas, y muy satisfecho volvió luego a acostarse.

-En cuanto Meñiquín oyó los ronquidos del Ogro, despertó a sus hermanos y les dijo que se vistieran sin perder momento y le siguieran. Bajaron sin meter ruido al jardín y saltaron la tapia, corriendo toda la noche, siempre temblando y sin saber a dónde iban.

 

Habiendo despertado el Ogro, dijo a su mujer:

 

-Ve a arreglar a los chiquillos de ayer noche. Mucho sorprendió a la Ogra la bondad de su marido, no sospechando de qué manera quería que arreglase a los niños. Creyó de buena fe que se trataba de vestirles y fuese al cuarto, donde vio a sus siete hijas degolladas y nadando en un mar de sangre. Ante tal espectáculo cayó sin sentido, y en vista de su tardanza subió el Ogro para enterarse de lo que ocurría. Su asombro no fue menor que el de la esposa al encontrarse delante de espectáculo tan horroroso.

 

-¿Qué he hecho? ¿Qué he hecho?, rugía. -¡Me la pagarán! ¡Me la pagarán aquellos malditos!

 

Roció con agua la cara de su mujer, que recobró el sentido, y le dijo:

 

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-Dame mis botas de siete leguas para que pueda atraparles.

 

Salió de la casa, y después de haber corrido mucho y en todas direcciones en busca de los niños, por último tomó por un camino que era el que seguían los hijos el leñador, que sólo distaban unos cien pasos de la casa de sus padres. Vieron al Ogro que pasaba de una montaña a otra montaña y atravesaba los ríos con tanta facilidad como si hubieran sido arroyos. Meñiquín notó que cerca había una roca cóncava; ocultó en ella a sus hermanos y luego metiose él también dentro, pero siempre fija la mirada en el Ogro para observar todos sus movimientos. El Ogro estaba muy cansado a causa del mucho camino que había andado inútilmente, pues hay que saber que las botas de siete leguas fatigan de una manera extraordinaria a los que las llevan, y quiso reposar, sentándose por casualidad en la misma roca donde estaban escondidos los siete niños.

 

Su fatiga era extrema y durmiose al poco rato, roncando con tanto estrépito que el miedo de las pobres criaturas fue tan grande como cuando empuñaba la espantosa cuchilla para matarles. Meñiquín no tuvo tanto miedo y dijo a sus hermanos que huyesen con presteza, refugiándose en su casa mientras el Ogro dormía a pierna suelta.

 

Siguieron su consejo y muy pronto estuvieron a lado de sus padres.

 

Meñiquín se acercó al Ogro, quitole con suavidad las botas y se las puso. Las botas eran muy grandes y anchas, pero como estaban encantadas, tenían el don de ensancharse o estrecharse según era quien las llevaba, de manera que quedaron tan ajustadas a sus piernas y a sus pies como si para él se hubiesen hecho. Cuando tuvo las botas puestas fuese a la corte donde sabía que era grande la inquietud porque no se tenían noticias de un ejército que estaba a doscientas leguas, ni de la batalla que se había dado. Fuese en busca del rey y le dijo que si quería le traería nuevas del ejército antes de terminar el día. El rey le prometió una fuerte cantidad de dinero si hacía lo que prometía. Meñiquín cumplió, pues aquella misma noche volvió a la corte y el rey supo cuanto quiso saber de su ejército. Habiendo desempeñado de una manera tan admirable su oficio de correo, ganó todo el dinero que quiso, pues el rey le pagó con esplendidez para que llevase sus órdenes al ejército; y todos los de la corte que desearon tener noticias de personas ausentes, de él se sirvieron, recompensándole con largueza.

 

Después de haber servido durante algún tiempo de correo y de haber reunido mucho dinero, volvió a casa de sus padres, cuya alegría al verle no puede referirse. Meñiquín cuidó de que toda la familia viviese con holgura, procurando buenas colocaciones a su padre y a sus hermanos, de modo que la miseria desapareció por completo de aquella casa y en ella reinó la dicha, gracias a aquel niño que antes era el más desdeñado.

Rapunzel

Había una vez un hombre y una mujer que vivían solos y desconsolados por no tener hijos, hasta que, por fin, la mujer concibió la esperanza de que Dios Nuestro Señor se disponía a satisfacer su anhelo. La casa en que vivían tenía en la pared trasera una ventanita que daba a un magnífico jardín, en el que crecían espléndidas flores y plantas; pero estaba rodeado de un alto muro y nadie osaba entrar en él, ya que pertenecía a una bruja muy poderosa y temida de todo el mundo. Un día asomóse la mujer a aquella ventana a contemplar el jardín, y vio un bancal plantado de hermosísimas verdezuelas, tan frescas y verdes, que despertaron en ella un violento antojo de comerlas. El antojo fue en aumento cada día que pasaba, y como la mujer lo creía irrealizable, iba perdiendo la color y desmirriándose, a ojos vistas. Viéndola tan desmejorada, le preguntó asustado su marido: "¿Qué te ocurre, mujer?" - "¡Ay!" exclamó ella, "me moriré si no puedo comer las verdezuelas del jardín que hay detrás de nuestra casa." El hombre, que quería mucho a su esposa, pensó: "Antes que dejarla morir conseguiré las verdezuelas, cueste lo que cueste." Y, al anochecer, saltó el muro del jardín de la bruja, arrancó

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precipitadamente un puñado de verdezuelas y las llevó a su mujer. Ésta se preparó enseguida una ensalada y se la comió muy a gusto; y tanto le y tanto le gustaron, que, al día siguiente, su afán era tres veces más intenso. Si quería gozar de paz, el marido debía saltar nuevamente al jardín. Y así lo hizo, al anochecer. Pero apenas había puesto los pies en el suelo, tuvo un terrible sobresalto, pues vio surgir ante sí la bruja. "¿Cómo te atreves," díjole ésta con mirada iracunda, "a entrar cual un ladrón en mi jardín y robarme las verdezuelas? Lo pagarás muy caro." - "¡Ay!" respondió el hombre, "tened compasión de mí. Si lo he hecho, ha sido por una gran necesidad: mi esposa vio desde la ventana vuestras verdezuelas y sintió un antojo tan grande de comerlas, que si no las tuviera se moriría." La hechicera se dejó ablandar y le dijo: "Si es como dices, te dejaré coger cuantas verdezuelas quieras, con una sola condición: tienes que darme el hijo que os nazca. Estará bien y lo cuidaré como una madre." Tan apurado estaba el hombre, que se avino a todo y, cuando nació el hijo, que era una niña, presentóse la bruja y, después de ponerle el nombre de Verdezuela; se la llevó.

Verdezuela era la niña más hermosa que viera el sol. Cuando cumplió los doce años, la hechicera la encerró en una torre que se alzaba en medio de un bosque y no tenía puertas ni escaleras; únicamente en lo alto había una diminuta ventana. Cuando la bruja quería entrar, colocábase al pie y gritaba:"¡Verdezuela, Verdezuela,Suéltame tu cabellera!"Verdezuela tenía un cabello magnífico y larguísimo, fino como hebras de oro. Cuando oía la voz de la hechicera se soltaba las trenzas, las envolvía en torno a un gancho de la ventana y las dejaba colgantes: y como tenían veinte varas de longitud, la bruja trepaba por ellas.

Al cabo de algunos años, sucedió que el hijo del Rey, encontrándose en el bosque, acertó a pasar junto a la torre y oyó un canto tan melodioso, que hubo de detenerse a escucharlo. Era Verdezuela, que entretenía su soledad lanzando al aire su dulcísima voz. El príncipe quiso subir hasta ella y buscó la puerta de la torre, pero, no encontrando ninguna, se volvió a palacio. No obstante, aquel canto lo había arrobado de tal modo, que todos los días iba al bosque a escucharlo. Hallándose una vez oculto detrás de un árbol, vio que se acercaba la hechicera, y la oyó que gritaba, dirigiéndose a o alto:"¡Verdezuela, Verdezuela, Suéltame tu cabellera!"Verdezuela soltó sus trenzas, y la bruja se encaramó a lo alto de la torre. "Si ésta es la escalera para subir hasta allí," se dijo el príncipe, "también yo probaré fortuna." Y al día siguiente, cuando ya comenzaba a oscurecer, encaminóse al pie de la torre y dijo:"¡Verdezuela, Verdezuela, Suéltame tu cabellera!"Enseguida descendió la trenza, y el príncipe subió.

En el primer momento, Verdezuela se asustó Verdezuela se asustó mucho al ver un hombre, pues jamás sus ojos habían visto ninguno. Pero el príncipe le dirigió la palabra con gran afabilidad y le explicó que su canto había impresionado de tal manera su corazón, que ya no había gozado de un momento de paz hasta hallar la manera de subir a verla. Al escucharlo perdió Verdezuela el miedo, y cuando él le preguntó si lo quería por esposo, viendo la muchacha que era joven y apuesto, pensó, "Me querrá más que la vieja," y le respondió, poniendo la mano en la suya: "Sí; mucho deseo irme contigo; pero no sé cómo bajar de aquí. Cada vez que vengas, tráete una madeja de seda; con ellas trenzaré una escalera y, cuando esté terminada, bajaré y tú me llevarás en tu caballo." Convinieron en que hasta entonces el príncipe acudiría todas las noches, ya que de día iba la vieja. La hechicera nada sospechaba, hasta que un día Verdezuela le preguntó: "Decidme, tía Gothel, ¿cómo es que me cuesta mucho más subiros a vos que al príncipe, que está arriba en un santiamén?" - "¡Ah, malvada!" exclamó la bruja, "¿qué es lo que oigo? Pensé que te había aislado de todo el mundo, y, sin embargo, me has engañado." Y, furiosa, cogió las hermosas trenzas de Verdezuela, les dio unas vueltas alrededor de su mano izquierda y, empujando unas tijeras con la derecha, zis, zas, en un abrir y cerrar de ojos cerrar de ojos se las cortó, y tiró al suelo la espléndida cabellera. Y fue tan despiadada, que condujo a la pobre Verdezuela a un lugar desierto, condenándola a una vida de desolación y miseria.

El mismo día en que se había llevado a la muchacha, la bruja ató las trenzas cortadas al gancho de la ventana, y cuando se presentó el príncipe y dijo:"¡Verdezuela, Verdezuela, Suéltame tu cabellera!"la bruja las soltó, y por ellas subió el hijo del Rey. Pero en vez de encontrar a su adorada Verdezuela hallóse cara a cara con la hechicera, que lo miraba con ojos malignos y perversos: "¡Ajá!" exclamó en tono de burla, "querías llevarte a la niña bonita; pero el pajarillo ya no está en el nido ni volverá a cantar. El gato lo ha cazado, y también a ti te sacará los ojos. Verdezuela está perdida para ti; jamás volverás a verla." El príncipe, fuera de sí de dolor y desesperación, se arrojó desde lo alto de la torre. Salvó la vida, pero los espinos sobre los que fue a caer se le clavaron en los ojos, y el infeliz hubo de vagar errante por el bosque, ciego, alimentándose de raíces y bayas y llorando sin cesar la pérdida de su amada mujercita. Y así anduvo sin rumbo por espacio de varios años, mísero y triste, hasta que, al fin, llegó al desierto en que vivía Verdezuela con los dos hijitos los dos hijitos gemelos, un niño y una niña, a los que había dado a luz. Oyó el príncipe una voz que le pareció

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conocida y, al acercarse, reconociólo Verdezuela y se le echó al cuello llorando. Dos de sus lágrimas le humedecieron los ojos, y en el mismo momento se le aclararon, volviendo a ver como antes. Llevóla a su reino, donde fue recibido con gran alegría, y vivieron muchos años contentos y felices.

* * * FIN * * *

a sirenita [Versión original de Hans Christian Andersen]Para Katenkos, que no la conoce.

Mar adentro, muy lejos de la costa, allá donde las aguas son de un azul más azul que el añil más intenso, se encontraba el palacio del rey del mar. Hacía ya muchos años que el rey del mar había quedado viudo, pero su anciana madre cuidaba del palacio con admirable energía, se sentía justamente orgullosa de su ilustre y noble estirpe y, para dejar constancia de ello, se adornaba la cola con doce ostras, mientras que a las otras damas de palacio sólo les estaba permitido llevar seis. Sus nietas, las seis princesas del mar, eran todas hermosas, especialmente la más joven, que superaba a sus hermanas en belleza, sin embargo, ninguna de ellas tenía pies, porque en el lugar donde todas las niñas tienen las piernas ellas lucían una plateada cola de pez.

El palacio se encontraba en las profundidades del mar. Sus paredes eran de coral transparente y el techo estaba decorado con conchas. Muchas de las conchas se entreabrían de tanto en tanto y, durante unos instantes, dejaban vislumbrar el resplandeciente brillo de las perlas que guardaban en su interior, tan maravillosas que no hubiera podido encontrarse nada mejor para adornar la corona de una reina.

Cada una de las princesas cuidaba un rincón del jardín, la más joven había dado a su parcela una forma perfectamente redonda y sólo cultivaba flores de color rosado como la claridad del sol. Sus hermanas habían adornado el jardín con toda clase de objetos raros y extravagantes, la mayoría procedentes de antiguos naufragios, pero en el jardín de la pequeña sólo se veía la estatua de un hermoso adolescente, esculpida en mármol blanquísimo, rescatada de entre los restos de un navío hundido. Al lado de la estatua crecía un sauce llorón que la acariciaba y abanicaba con el movimiento de sus ramas.

La más pequeña de las sirenitas anhelaba conocer el mundo que, allá arriba, emergía sobre las aguas, aquellas tierras pobladas de seres extraños que habían esculpido la estatua del hermoso adolescente y siempre le pedía a su abuelita que le contara historias de los humanos que vivían en la tierra.

-Cuando tengas quince años-respondía la abuela-podrás nadar hacia lo alto y sentarte en las rocas de la costa.

La mayor de las sirenitas estaba a punto de cumplir los quince años y, como todas se llevaban un año, la más pequeña tenía que esperar cinco años hasta que le estuviera permitido salir de las profundidades para acercarse al lugar donde vivían los hombres.

Cuando se daba el caso que la luna estaba llena, las cinco sirenitas se cogían del brazo y remontaban juntas las aguas desde el fondo. El rumor de sus voces y risas, más finas y claras que las que cualquier mortal está habituado a escuchar, llegaba a veces a oídos de los marineros, “eso debe ser el canto de las sirenas”, decían los pescadores, y a la pequeña, siempre soñadora y tranquila, le brillaban los ojos como si fuera a llorar.

Finalmente llegó el día en que la sirenita cumplió quince años.

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-A partir de ahora serás libre para ir a donde quieras-le dijo su abuela, la vieja reina viuda, y le colocó alrededor de la cabeza una magnífica corona de flores cuyos pétalos estaban formados por perlas.

Cuando la sirenita asomó la cabeza por encima de la superficie del agua, el sol acababa de ponerse y las nubes aparecían todavía iluminadas por una claridad rosada, y bajo aquella luz, dulce y suave, lo primero que vio la sirenita fue un gran navío de tres palos, anclado allí, en la orilla, con sus grandes velas risadas. Al caer la noche, en la cubierta del navío se encendieron cientos de luces, y un rumor de cantos y música llegó a la sirenita que, atraída por la curiosidad, se dirigió nadando hacia el barco, cuando se encontró muy cerca, se encaramó en la cresta de una ola y consiguió encaramarse hasta las ventanas de los camarotes. A través de los cristales transparentes pudo distinguir un grupo de gente, elegantemente vestida, que parecía estar celebrando una fiesta. Lo que más le llamó la atención fue el porte altivo y la postura de un joven que parecía ser el cetro de atención de todos los presentes. El joven era un príncipe que, precisamente, estaba celebrando la fiesta de su dieciséis cumpleaños.

En todo este tiempo, el navío había permanecido anclado en el mismo lugar pero, una vez acabada la fiesta, comenzó de nuevo a navegar mar adentro. Una tras otra, todas las velas se fueron hinchando, poco a poco, bajo la cometida del viento. Y, a medida que la noche avanzaba, las olas se embravecían más y más.

Un cúmulo de nubarrones negros y amenazadores se amontonó encima del barco. A lo lejos estalló el primer relámpago que anunciaba, furioso, la terrible tempestad que se avecinaba. Cuanto más fuerte soplaba el viento, más cabeceaba el navío. Y, en vez de navegar, parecía avanzar con muchas dificultades.

Las olas, negras y encrespadas, eran tan altas como montañas. Parecían fauces de lobos que quisieran tragarse al barco, ora cubierto por las enfurecidas aguas, como un cisne a punto de naufragar, ora flotando sobre las espumeantes crestas, como si estuviera haciendo diabluras para distraer a la sirenita. El barco, sometido a este vaivén caótico, crujía y gemía emitiendo sonidos lastimosos. Las olas chocaban contra el barco y salpicaban de espuma las cubiertas.

Una, más violenta y acomete dora, alcanzó la galleta del palo mayor y lo quebró como si fuera una caña. Súbitamente, el barco perdió definitivamente su equilibrio, se inclinó, y en un instante la sentina quedó inundada. Al momento se produjo una gran confusión entre los tripulantes del barco que se lanzaron al agua para no quedar atrapados dentro de aquel trasto que se iba a pique irreversiblemente.

La sirenita, que hasta el momento lo había observado todo como si fuera un juego muy divertido, se dio cuenta de que el joven príncipe se había agarrado a un tronco que flotaba y que luchaba desesperadamente para resistir la furia de las olas. Durante un buen rato, el joven consiguió su propósito; pero, finalmente, no pudo más y se abandonó a su suerte. Entonces, la sirenita, que sabía que los hombres no pueden vivir bajo el agua, se zambulló y atrapó al joven en el momento preciso en que el mar se lo tragaba. Tenía los pies y los brazos entumecidos, y sus ojos negros estaban cerrados porque había perdido el conocimiento.

Ella se limitó a mantener su cabeza fuera del agua y se dejó llevar por las olas del mar.Al despuntar el alba, la tempestad ya había desatado toda la violencia que llevaba acumulada y las aguas del mar volvían a estar tranquilas. En mitad del cielo, el sol se levantaba radiante y coloreaba ligeramente las mejillas del príncipe; pero sus ojos permanecían cerrados.

Finalmente, la sirenita divisó a lo lejos un trozo de tierra firme. Se acercó nadando y, arrastrando al príncipe, llegó a una playa rodeada por un bosque frondoso de un verdor profundo. En último término se divisaba un gran edificio que parecía un templo o una iglesia. La sirenita depositó al príncipe en la fina y blanca arena, bajo la cálida luz del sol y regresó a la mar. Nadó un poco y se escondió detrás de una roca para poder ver si alguien acudía en ayuda del joven príncipe.

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No tardó mucho en acercarse una muchacha que, más o menos, debía tener su edad. En principio pareció un poco desconcertada; pero en seguida fue a buscar a sus amigas para que le ayudaran a trasladar al joven. Lentamente, el príncipe se fue reanimando y, cuando abrió los ojos, sonrió al verse rodeado por tan agradable compañía. Y así, no llegó a saber quién le había salvado de verdad.

La sirenita, presa de una extraña sensación de tristeza que no podía explicarse, se zambulló en el agua y regresó al palacio de su padre.

Al principio, la sirenita no contó nada de lo que le había ocurrido; pero, finalmente, incapaz de guardar más tiempo su secreto, lo confesó a una de sus hermanas. Enseguida, naturalmente, lo supieron las otras.

-Vengan, hermanas.- dijo la mayor de las sirenitas y, cogidas del brazo y apoyándose cada una en las espaldas de las otras, emergieron del agua formando una especie de cadena y fueron a parar delante del mismo palacio del príncipe.

El palacio era un edificio  magnífico, rodeado de patios llenos de plantas y surtidores. Se accedía a su puerta a través de una amplia escalinata. Al pie de la escalinata había un pequeño canal atravesado por un puente. Protegida por la sombra que proyectaba el puente, la sirenita tuvo el valor de aproximarse y, sin ser vista, acertó a ver de cerca al joven, que permanecía callado a la luz de la luna, escuchando el canto de los pescadores que pescaban al candil y proclamaban con orgullo las hazañas de su príncipe.

La sirenita se sintió feliz al pensar que le había salvado la vida cuando las olas le arrastraban medio muerto. Aún creía notar el peso de su cabeza sobre su pecho. ¡Eran tantas las cosas que quería saber la sirenita! Menos mal que podía preguntárselas a su abuelita que, desde hacía muchos años, conocía bien aquel mundo de arriba, un mundo que ella denominaba “la comarca de las cimas del mar”.

-¿Los hombres que se ahogan viven para siempre?-preguntaba la sirenita-¿no mueren como nosotros, los que vivimos en el fondo del mar?

-Sí-respondía la anciana abuelita-los hombres también mueren y su vida dura incluso menos que la nuestra. Nosotros podemos llegar a vivir trescientos años, pero, cuando dejamos de existir, nos convertimos en espuma. Ellos, en cambio, no alcanzan casi nunca los cien años, pero creen que su espíritu vivirá otra vida inmortal más allá de la muerte de su cuerpo.

-¿Y yo no podría tener un espíritu como el que tienen los hombres?

-No, eso sólo podría suceder-decía la abuela-si un hombre te amara hasta tal punto que te quisiera convertir en su mujer. Pero eso es dificilísimo que ocurra, porque precisamente lo que aquí en el mar todos te admiran, esa preciosa cola de pez, les parece a los hombres un miembro inútil, viscoso y repugnante. ¡No entienden nada! Para que en el mundo de allá arriba te consideraran hermosa deberías tener, en vez de cola, dos puntales torpes que los hombres llaman piernas.

La sirenita, al oír estas palabras, suspiraba con tristeza y miraba melancólica su cola de pez.

“Estoy dispuesta a todo para que me ame”, pensó con determinación la sirenita, y abandonó el palacio de su padre, donde todo eran alegrías y canciones, para nadar hacia los remolinos más profundos, allá donde vive la bruja del mar.

Nunca hasta entonces había recorrido aquel camino. Los dominios de la bruja estaban rodeados de lodo maloliente. Su casa se encontraba en medio de una zona rodeada de una vegetación espesa y atormentada, con árboles que parecían pulpos de brazos larguísimos con tentáculos retorcidos como orugas siempre en

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movimiento, y dispuestos a enredarse estrechamente alrededor de cualquier cosa que pudieran agarrar para no dejarla escapar nunca jamás.

La sirenita del mar estaba aterrorizada; pero el recuerdo del príncipe le dio valor suficiente para nadar como una exhalación hasta la casa de la bruja.

-Ya sé a qué has venido-dijo la bruja-Necesitas librarte de tu cola de pez y tener piernas para que el joven príncipe pueda enamorarse de ti. Es una soberana tontería, pero haré lo que quieras, aunque he de advertirte que eso te conducirá fatalmente a una gran desgracia.

La sirenita escuchaba atentamente.

-Te prepararé un brebaje-prosiguió la bruja-y antes de la salida del sol nadarás hasta la escalinata del castillo y te lo beberás allí. Cuando lo hagas, tu cola se quebrará, se encogerá y se convertirá en lo que los hombres llaman unas bonitas piernas. Se trata, sin embargo, de un proceso muy doloroso. Será como si te cortaran en canal con una espada. Tendrás un paso tan ligero que no habrá nadie capaz de bailar como tú, pero cada paso que des será como si pisaras cien cuchillos afilados. Si estás dispuesta a soportar todo eso, yo te puedo ayudar.

-Sí que lo estoy-dijo la sirenita con voz temblorosa.

-Y recuerda-siguió diciendo la bruja- que una vez hayas tomado forma humana ya no podrás volver a ser jamás una sirenita del mar y no podrás bucear con tus hermanas. Y si no conquistas el amor del príncipe, de manera que por encima de todo quiera casarse contigo, en cuanto él se case con otra mujer se te romperá el corazón y te convertirás en espuma de mar.

-¿Y qué me pedirás a cambio de ayudarme?

-Tienes la voz más bonita de todas las que se escuchan en el fondo del mar. Quiero que me la des a cambio de mi brebaje mágico.

-Pero si me quitas la voz-protestó la sirenita-, ¿qué me quedará?

-Te quedarán tu belleza y tus atractivos andares, además de tus ojos inmensos y expresivos con los que, estoy segura, puedes hacer feliz a cualquier humano.

Cuando la sirenita tomó entre sus manos el frasco del brebaje, notó una sensación extraña en la garganta, y su voz enmudeció. Siguiendo las instrucciones de la bruja, nadó hasta alcanzar el fondo del canal iluminado por la luna, al pie de la escalinata de mármol del palacio. Y, una vez allí, se bebió aquel brebaje cruel que debía hacer desaparecer su cola de pez.

A pesar de estar prevenida, sintió un dolor tan fuerte que perdió el conocimiento.

Cuando la sirenita se despertó, se encontró echada en el suelo, en presencia del príncipe y su corte. Volvió la cabeza y vio que su cola de pez había desaparecido; pero, en cambio, tenía las piernas más bonitas que una muchacha pudiera desear. Medio envuelta en su larga cabellera, se sintió, sin embargo, avergonzada de su completa desnudez.

El príncipe le preguntó quién era y de dónde venía; pero, como ella no tenía voz, no le pudo responder.

Entonces, el joven la ayudó a incorporarse y, llamándola afectuosamente “mi niña soñada”, le pidió que no

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se separase de su lado y aceptara venirse a vivir con él a palacio.

Y he aquí que, al cabo de un tiempo, corrió la voz de que el príncipe salía de viaje con un gran barco para visitar países vecinos; aunque en realidad iba a conocer a la hija de un rey amigo de sus padres. El príncipe quiso que, pasara lo que pasara, la sirenita lo acompañara. “Espero que no te asuste el mar, querida mudita”. Y le contó historias de barcos perdidos, de tempestades y peces de todos los tamaños, historias que ella conocía muy bien, pero que, como no podía decir nada porque era muda, escuchaba sonriendo.

Cuando el barco entró en el puerto de la gran ciudad del rey del país vecino, le hicieron un magnífico recibimiento. Aquel mismo día se celebró una gran fiesta en honor del joven príncipe; pero la princesa no asistió a ella porque todavía no había llegado. Venía de muy lejos, de un edificio santo donde la habían educado para ser reina.

Finalmente llegó. La sirenita, que estaba impaciente por comprobar si efectivamente era tan hermosa como decían, hubo de reconocer que jamás había visto una criatura tan bella.

-¡Pero si eres la joven que me salvó cuando yacía, casi sin vida, en aquella playa!-exclamó el príncipe al ver a la princesa-. ¡Oh, cuánta felicidad! ¡Ni en sueños me había figurado una dicha tan grande!

Entonces, la sirenita besó la mano del príncipe y sintió como si su corazón de rompiera. Sabía que muy pronto se celebrarían las bodas y que, un día más tarde, ella tendría que aceptar la muerte que la convertiría en espuma.

Y, efectivamente, la boda se celebró al cabo de pocas semanas. Los novios unieron sus manos, entre nubes de incienso, y recibieron la bendición del obispo. Y aquella misma tarde se embarcaron para hacer su viaje de luna de miel.

La alegría duró, dentro del barco, hasta muy tarde; pero, finalmente, todo el mundo se retiró a dormir. Sólo la sirenita permaneció despierta. Con los brazos apoyados en la borda el barco, miraba lánguidamente hacia levante contemplando el despuntar del alba rosada.Sabía que el primer rayo del sol le traería la muerte.

De repente vio cómo las aguas, hasta entonces muy quietas, comenzaban a moverse y aparecían sus hermanas. Estaban muy pálidas, y una de ellas llevaba un cuchillo muy afilado en una mano.

-Hemos venido a salvarte-dijo la sirena que empuñaba el cuchillo-. Existe una forma de romper el maleficio causado por el brebaje de la bruja. Antes de que salga el sol debes clavar este cuchillo en el corazón del príncipe y salpicarte los pies con su sangre. Entonces, tus piernas se juntarán como antes y volverás a tener cola. Serás nuevamente una hija del mar, una sirena, y podrás vivir entre nosotras más de cien años.

“Yo no puedo hacer eso”, pensó la joven. “No puedo matar al príncipe porque le amo más que a mi propia vida”

-Piensa en nuestro padre, el rey del mar, y en nuestra abuela, que está tan afligida que ha perdido casi todos sus blancos cabellos.-dijo una de las hermanas de la sirenita.

-No te lo pienses más-dijo otra-. ¿No ves que la claridad del nuevo día ya alborea en el ho rizonte y que de aquí a poco saldrá el sol? ¡Date prisa! ¡Tienes que hundir el puñal en el corazón del príncipe y venirte con nosotras!Y, diciendo así, se sumergieron entre las olas.

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La sirenita, entonces, retiró la cortina púrpura del suntuoso dosel que habían dispuesto como cámara nupcial en la cubierta del barco, y contempló a la hermosa novia dormida con la cabeza recostada en el pecho del príncipe. Por un momento apretó firmemente el cuchillo entre los dedos y, en seguida, lo lanzó muy lejos contra las olas que, a la suave luz de la mañana, parecían de color rosa.

Con los ojos velados ya por la muerte, la sirenita miró por última vez a su querido príncipe, saltó por la borda y su cuerpo se hundió en el mar, para siempre jamás, en una transparente ola de espuma.