Cuerpo, fantasma y paraíso artificial

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    Cuerpo, fantasma y paraíso artificial

     A las tres de la mañana del viernes 3 de mayo de 1901, antes de cumplir los 21 años, llega

    al fin de sus días el poeta Bernardo Couto Castillo. Escasos deudos acompañan laimprovisada capilla ardiente en el interior de su casa en la Calle Verde (hoy José María

    Izazaga) donde vivía con su amante francesa, Amparo, dueña del Hotel del Moro. La

    madrugada dista de ser silenciosa. Los albañiles que celebran su fiesta de la Santa Cruz

    signan con blasfemias, involuntaria pero estridentemente, la despedida de quien, como

    ellos, hizo del alcohol una de sus ocupaciones centrales. En una de las sillas de bejuco que

    las enlutadas han colocado en la habitación se encuentra Rubén M. Campos, quien no

    podía dejar de recordar la prefiguración de la muerte cuando días atrás el más joven de los

    poetas del grupo había llegado, casi agónico, al muelle de la cantina en turno:

     

    Urueta veía aterrado al pobre niño que llevaba el vaso a la boca con manos

    temblorosas, el primer síntoma del delirium tremens, y bebía ávidamente

    hasta agotar el brebaje salvador y clamaba con voz sorda: “Esto no es

    posible”, mientras pasaba su mano piadosamente por los cabellos floridos

    Categoría: DOSSIER  Escrito porVICENTE QUIRARTE

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    de la víctima, la cual empezaba a reaccionar con una risa nerviosa, con la

    mirada acuosa, la boca hinchada y desgarrada, hasta que por el prodigio

    de la juventud volvía la sangre a circular y a vigorizar generosamente el

    corazón.

     

    La Revista Moderna perdía de tal modo al más joven de sus integrantes y al que, debido a

    circunstancias fortuitas pero reales, había sido su fundador, cuando apenas tenía 19 años

    de edad. La muerte del joven escritor recibió escuetas e imprecisas referencias en la

    prensa y no ocupó de inmediato la pluma de sus contemporáneos. La Revista Moderna de

    la primera quincena de mayo de 1901 le dedica una breve esquela, y en su siguiente

    número incluye un artículo de José Juan Tablada, quien define a Couto como “pálido

    tripulante en el siniestro Buque Fantasma del Tedio.” Optimista y materialmente

    próspera, la ciudad se preocupaba y ocupaba en los preparativos de la celebración del 5 de

    mayo. Para tal efecto, en el parque Porfirio Díaz del Paseo de la Reforma tendría lugar la

    “gran reproducción pirotécnica de la batalla de Puebla”, mientras Tacuba y Azcapotzalco

    organizaba no menos fastuosos saraos para celebrar la llegada de la iluminación eléctrica:

    el culto a la patria heroica del pasado y a la promisoria del porvenir conjugado en tiempo

    presente.

    La pulmonía había sido la embajadora de la llamada por Couto Nuestra Señora la Muerte,

    pero él había contribuido al trabajo de aquélla mediante el uso y abuso de su propio

    cuerpo. Se marchaba con un solo libro de cuentos, aparecido en 1897, Asfódelos, acaso el

    manifiesto más importante de los escritores de fin del siglo XIX que hacían del

    decadentismo su bandera inmediata y que con la exploración del cuerpo hicieron una

    estruendosa despedida al siglo que lo había exaltado y al mismo tiempo condenado. Si el

    poema “El arte” de Téophile Gautier, traducido por Balbino Dávalos y publicado en el

    número inicial de  Revista moderna, sintetiza el culto de los modernistas por la forma

    -“esculpe, cincela, lima”- el personaje que habla, con lúcido delirio, en las páginas del

    cuento “Rojo y blanco” de Couto, reúne las características del bohemio que los

    decadentistas admiraban públicamente y temían en la intimidad :

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     Además, yo era ambicioso y algo conocedor, había estudiado a fondo los

    grandes maestros, y la comparación entre ellos y lo que yo podía producir,

    me asqueaba de mí mismo.

    Erré, en fin, entre todo aquello que podía producirme una impresión, no

    logrando sino excitar y hacer más sutiles mis sentidos.

    Las mujeres no podían soportarme tres días por mis exigencias, y los

    amigos, excepción hecha de unos cuantos tan enfermos como yo, me

    huían, temerosos de ser envueltos en el torbellino de extravagancias

    peligrosas que levantaba a mi paso.

    Los asesinos célebres, los seres horripilantes, los diabólicos, me seducían.

    Soñaba con personajes como los de Poe, como los de Barbey d’Aurevilly;me extasiaba con los cuentos de este maestro y particularmente con aquel

    en que dos esposos riñen y mutuamente se arroja, se abofetean, con el

    corazón despedazado y sangriento aún del hijo; soñaba con los seres

    demoniacos que Baudelaire hubiera podido crear, los buscaba

    complicados como algunos de Bourget y refinados como los de

    d’Annunzio.

     

    Couto dejaba este mundo con absoluta fidelidad al ritmo que quiso imprimir a sus días:

    abusar sistemáticamente de su cuerpo, explorar los fantasmas que nacían a partir de esa

    despiadada confrontación, y valerse de los paraísos artificiales para combatir el tedio. Con

    el genio de su vida, llevaba a la práctica lo que Amado Nervo había establecido como

    programa generacional desde los versos de  Perlas negra, también de 1898, que es  su

    primer libro de poemas y texto programático del modernismo:

     

    ¡Mentira! Yo no busco las grandezas;

    me deslumbra la luz del apoteosis,

     y prefiero seguir entre malezas

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    con mi pálida corte de tristezas

     y mi novia bohemia: la Neurosis.

     

    En 1873, la Ciudad de México había consagrado funerales de príncipe al poeta Manuel

     Acuña, cuyo suicidio era simbólicamente un testamento del romanticismo. En 1901, una

    sociedad creyente en las bondades de la revolución industrial no quiere legitimar con

    homenajes las acciones necrofílicas de su juventud dorada. A la anemia y la tuberculosis,

    que eran para el México positivista dos modalidades del suicidio en vida, se oponía el

    poderoso Vino de San Germán, cuya publicidad, aparecida alrededor de los días de la

    muerte de Couto, rezaba: “El suicidio más horrible es aquel en que el hombre no sólo va

    matándose lentamente, sino que produce una generación débil, raquítica y que acaso lo

    maldecirá más tarde. Fortalezcámonos, pues, y fortalezcamos a nuestros hijos...”. El País

    del 6 de mayo anunciaba una radical y científica curación contra el alcoholismo por parte

    del del doctor J. Hernández Ortega, Calle del Espíritu Santo número 7, mientras el

    artículo editorial se pronunciaba enérgicamente contra el suicidio: “Los Werther ya no son

    de este tiempo, y cuando aparece alguno en la escena pública, lejos de consideración,

    provoca un sentimiento desprecio hacia los cobardes que no llenan, porque no han sabido

    comprenderla, la misión que el Altísimo les ha confiado en su breve paso por la tierra.”

    En un país de escasa política y mucha administración, otras eran las armas para

    conquistar al artista. Rosendo Pineda había dicho a José Juan Tablada que para el joven

    escritor de talento existían dos caminos: uno conducía a la Cámara de Diputados. El otro a

    la Penitenciaría. Había un tercero, no mencionado por Pineda. Aquel que la bohemia

    instauraba como un presente perfecto, con la única exigencia de agotarlo. La denominada

    por Rubén M. Campos ciudad bacante  condena al poeta que se atreve a describir una

    escena de alcoba y propicia la apertura de burdeles frente a las escuelas elementales.

    Beber se convierte en una ocupación refinada y estética. Proliferan sitios, aumenta la

     variedad de bebidas, y cada uno compite en la oferta. El Francisco M. De Olaguíbel de

    ¡Pobre bebé! (1894) dedica entusiastas párrafos a describir el colorido y la sensualidad de

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    las botellas que aguardaban a sus clientes. El paraíso artificial comenzaba desde el umbral

    de recintos donde como en el poema de Baudelaire, “los perfumes, los colores y los

    sonidos se responden”. La bonanza económica, que ponía el peso a la par del dólar,

    propiciaba la ingerencia de alcohol. Con el disfraz de la vida, la muerte sonreía. El

    mecenazgo ejercido por Valenzuela, Luján y Creel, permitía la instauración de la utopía en

    la ciudad orgiástica. Como ha estudiado Ricardo Pérez Montfort, en este momento el

    consumo de drogas no constituye un problema social: “...decadente como era, la sociedad

    citadina mexicana de fines del siglo pasado y principios de éste, todavía no había dejado

    que la conciencia sobre las drogas y sus influjos se convirtiera en un enemigo

    omnipresente, menos aún en algo que pusiera en tela de juicio su legiitimidad, tal como

    sucede hoy en día.”

    Si bien Couto no tuvo después de muerto una entusiasta despedida, su leyenda se había

    forjado en vida, en su muy corta vida. Adolescente como Rimbaud, quiso ver “lo que otros

    hombres han creído ver”. Ciro B. Ceballos, cronista inmediato de sus contemporáneos,

    apunta:

     

    El mozalbete había visitado a Edmundo de Goncourt, conocía su desván -¡el desván aquel!- a través de su monóculo de cristal de roca, había

    curioseado por las mesillas del café de Francisco I, admiraba, con el

    mismo juvenil entusiasmo que nosotros, al sobrehumano Maupassant,

    había sentido el tremor blanco de la belleza apasionante de la Venus de

    Milo y el rubio espasmo de la plástica ante los relieves de Juan Goujon.

    Recitaba con picaresca entonación los versos metálicos de Richepin y las

    estrofas malignas del padre Villon.

     Adoraba al bohemio Verlaine y al católico aristócrata de las Diabólicas...

    Era un pequeño prostituido...

     

    La muerte de Couto confirmaba la circunstancia que había dado nacimiento a la  Revista

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     Moderna, pues ella fue fruto, indirectamente, de la prohibición a las manifestaciones de

    cuerpo y al desconcierto en que dejaba al hombre un mundo como el que planteaba

    Tablada en el poema “Onix”, sin amor, sin dios y sin bandera. La prematura muerte de

    Couto era asimismo una llamada de atención y un corolario. Campos lo llamará la

    segunda víctima del bar: La primera había sido Pancho Benuet, quien tiene un ataque con

    una copa de ajenjo en la mano, que despierta el terror de Valenzuela. Al escuchar la

    advertencioa de Campos, Valenzuela lo obliga a callar y apura hasta el fondo la copa que

    sostiene. Acaso recordaba las palabras de Baudelaire, cuando el 23 de enero de 1862

    escribió: “He cultivado mi histeria con deleite y terror. Ahora sufro continuamente de

     vértigo y hoy he sentido el viento del ala de la locura pasar sobre mí.” Con todo y la

    apasionada defensa que Ceballos hiciera de Couto, en sus memorias Tablada se siente en

    la obligación de hacer un examen de conciencia sobre la frecuentación que su grupo de

    amigos hizo de los paraísos artificiales

     

    La influencia de lo que en el poeta Baudelaire hay de morboso, fue para la

     juventud de mi generación el veradero “ Mal de las Galias”...

    Incapaces de discernir el artificio en la descarriada moral del gran poeta,fuimos más sinceros que él y desastrosamente intentamos normar no sólo

    nuestra vida literaria, sino también la íntima, por sus máximas

    disolventes creyendo así asegurar la excelencia de nuestra obra de

    literatos...El simple hecho de que Baudelaire hubiera llamado a alcoholes,

    drogas y estupefacientes “Los paraísos artificiales” iluminó las vulgares

    tabernas con esplendores de apoteosis lucifereriana y las transformó, a

    nuestros ojos, en templos para la misteriosa iniciación artística.

     

    Tablada dejaba clara la postura de los futuros creadores de  Revista Moderna. Su bohemia,

    sistemática y conocedora de las consecuencias, quería ser fiel a la idea central de

    Baudelaire, no obstante la autocrítica de Tablada. Resultaba difícil sustraerse al encanto

    del encantador de serpientes que era Baudelaire:

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    ...prefiero considerar esta condición anormal del espíritu como una

     verdadera gracia, como un espejo mágico donde el hombre es invitado a

    mirarse en bello, es decir como él podría ser; una especie de excitación

    angélica, un llamado al orden bajo una forma amable De la misma manera,

    cierta escuela espiritualista, que tiene sus representantes en Inglaterra y  América, considera los fenómenos sobrenaturales, como la aparición de

    fantasmas o de revinientes, como manifestaciones de la voluntad divina,

    atenta a despertar en el espíritu del hombre el recuerdo de realidades

    invisibles.

     

    El cuerpo se transformaba de tal modo en un centro de experimentación para todos losexcesos. Pararrayos de fantasmas, templo para la nueva comunión. Explorar las razones

    por las cuales el poema “Misa negra” fue motivo de escándalo pueden servir como punto

    de partida para establecer los límites de la actuación pública del cuerpo. Anota José

    Emilio Pacheco: “La misa negra representa para los pueblos de cultura cristiana la

    sacralización del erotismo: el uso no biológico de la sexualidad. Por ello el texto de

    Tablada significó en 1898 el desafío de la joven generación frente a nuestra sociedadcatólica y frente a la oligarquía positivista. En este sentido se trata del primer poema

    mexicano que podemos llamar en rigor “erótico”, no una simple celebración del amor

    físico semejante a las que encontramos en Manuel M. Flores.”

    Como si quisiera compensar la represión que en contra de la sensualidad se había ejercido

    a lo largo del siglo XIX, los escritores de fines de siglo escriben una serie de textos donde

    el cuerpo aparece enfrentado al espejo de sí mismo. En 1895, Amado Nervo publica la

    novela  El bachiller.  Su personaje, un seminarista, se castra ante la tentación que en él

    despierta una mujer. El escándalo nacía de la brutalidad del hecho, pero en el plano del

    contenido manifiesto Nervo se convertía en portavoz de la moral imperante: mutila tu

    cuerpo si no puedes dominarlo con tu alma.  El bachiller parecía el punto de partida para

    una larga discusión en torno al cuerpo, y así parecía augurarlo el título de los primeros

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    libros de poemas de Nervo, particularmente  Perlas negras. Sin embargo, en  Místicas

    establece la dualidad comodina que habría de ser el eje de su producción futura. En el

    poema “ Delicta carnis”:

     

    ¡Oh Señor Jesucristo, guíame por los rectos

    derroteros del justo; ya no turben con locas

    avideces la calma de mis puros afectos

    ni el caliente alabastro de los senos erectos,

    ni el marfil de las hombros, ni el coral de las bocas!

     

    Cuando Nervo encuentra la posibilidad de enamorarse del cuerpo, de combinar avidez 

    con puro afecto, y comulgar íntegramente con una mujer, ella muere. Es el momento de

    cantarla, de hacer de la amada inmóvil  la espada de una cruzada misógina que tenía por

    objetivo condenar a la mujer activa y santificar a aquella incapaz de despertar la peligrosa

    sensualidad. Resulta más que significativa la descripción que Nervo hace de su mujer una vez que ella ha muerto: “Va a hacer un mes que, a las doce y cuarto del día, se extinguió

     blandamente Ana Cecilia Luisa Dailliez, mujer excepcional por su gracia, su bondad y la

    persistencia extraordinaria de su ternura, a quien conocí en París, la noche del 31 de

    agosto de 1901, y con quien viví desde entonces en la más cordial y noble de las compañías

    hasta el 7 de enero de 1912, en que murió en mis brazos.” Sólo entonces, muerto el sujeto

    amoroso, acalladas las malas lenguas, puede el poeta cantarlo.

    La mujer en  la calle -no la mujer de  la calle- se convierte en el principal enemigo de la

    sociedad finisecular. Como ha examinado Bram Djkstra en su notable trabajo  Ídolos de

     perversidad , la mujer debía ser “majestuoso ornamento para su éxito terrenal y 

    salvaguarda de las virtudes espirituales del hogar...como si se tratase de un mito, era la

    auténtica personificación del dolce far niente,  la dulce indolencia de una criatura que, si

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    no tuviera tareas reproductivas o decorativas, no tendría ninguna función en este mundo.”

    Gutiérrez Nájera fue el primero en hacer el gran poema de la mujer que conquista el

     bulevar mexicano con sus tacones sinestésicos. No se trata más de la mujer idealizada en

    el santuario del hogar, sino la que sale a la calle, ostenta su autonomía y, por lo tanto,

    pone en peligro el dominio varonil. En 1891, José Peón Contreras publica la novela

    Veleidosa, con prólogo de Gutiérrez Nájera. Aunque la situación y el tratamiento son aún

    románticos, Anselma es la coqueta ya no sólo a semejanza de la vanidosa y superficial

    descrita por Ignacio Ramírez en  Los mexicanos pintados por ellos mismos, sino la

    despiadada capaz de provocar la perdición del hombre, de llevarlo -como es el caso- a la

    muerte. No es aún la vampiresa triunfal de  Salamandra, con la que Efrén Rebolledo hará

    en 1916 el canto de cisne al ídolo de perversidad, sino la mujer que, con el solo y 

    mayúsculo pecado de su coquetería, pone en peligro la institución y el contrato social.

    José Martí se afana en el cultivo de la rosa blanca y el Duque Job hace de la gardenia su

    insignia. Los asfódelos de Couto son tan bellos y peligrosos, tan perfectamente letales

    como la artemisa absintium de la que se extra el ajenjo. Como señala Josefina Estrada, “el

    asfódelo ‘es una planta liliácea de hermosas flores’. Según esta definición el volumen está

    formado por una docena de estas flores que distan mucho de ser ‘hermosas’. ¿O es acaso

    un epitafio en la tumba de cada personaje?” Debido a su coloración verdosa, el ajenjo fue

    identificado inmediatamente con poderes devastadores. ¿Quién los encarnaba?

    Naturalmente una entidad femenina: se le llamó el Hada Verde. Gutiérrez Nájera muere

    sin presenciar los efectos irreversibles que provoca la idílica criatura por él cantada en un

    poema que ahora admite una lectura inocente en el libro de español de enseñanza media.

     

    El Hada Verde

    (Canción de bohemio)

     

    ¡En tus abismos, negros y rojos

    Fiebre implacable, mi alma se pierde:

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     y en tus abismos miro los ojos

    Los verdes ojos del hada verde!

     

    En nuestra musa glauca y sombría,

    la copa rompe, la lira quiebra,

     y a nuestro cuello se enrosca impía

    Como culebra!

     

    Llega y nos dice: -¡Soy el Olvido;

     yo tus dolores aliviaré;-

     y entre sus brazos, siempre dormido

     yace Musset!

     

    ¿Oh, musa verde! Tú la que flotas

    en nuestras venas enardecidas,

    tú la que absorbes, tú la que agotas

    almas y vidas!

     

    En las pupilas concupiscencia;

     juego en la mesa donde se pierde

    con el dinero, vida y conciencia,

    en nuestras copas, eres demencia...

    ¡oh, musa verde!

     

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    Son ojos verdes los que buscamos;

     verde el tapete donde jugué,

     verdes absintos los que apuramos,

     y verde el sauce que colocamos

    en tu sepulcro, pobre Musset!

     

    De los estimulantes alcohólicos, el ajenjo fue la bebida más prestigiada del siglo XIX y la

    que permea tanto a la clase obrera como a los más refinados intelectuales. Embotellada

    desde fines del siglo XVIII, alcanzó su esplendor en la edad romántica y hasta poco antes

    de la primera guerra mundial, cuando fue prohibida. La referencia de Gutiérrez Nájera aMusset alude a la adicción del poeta romántico a la bebida. A los 31 años ingresó a la

     Academia Francesa, pero de ahí en adelante el ajenjo fue el principal enemigo de su

    escritura. Sus contemporáneos hacían un juego de palabras, cuando comenzó a faltar a las

    sesiones de la Academia. A la frase “ Il s’absent souvent ” respondían: “Vous voulez dire

    qu’il s’absinthe un peu trop”. Nuestros escritores apuran el ajenjo porque es la moda

    importada de París, pero no alcanzan a comprender la magnitud del daño irreversible queprovoca. Usted es la culpable, parece anticipar el argentino Manuel Ugarte, colaborador

    asiduo de Revista Moderna, en un poema allí publicado:

     

    Tus ojos de felpa oscura

    Tienen extrañas virtudesQue provocan la locura.

    Con su fijeza inquietante,

    Parecen dos ataúdes

    Que acechan almas de amante.

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    En la búsqueda del paraíso artificial y la adoración y repudio del cuerpo femenino, la

    figura señera es Baudelaire, a quien nuestros decadentistas leen y traducen, aunque

    también expresen su admiración por Jean de Richepin, en su momento emblema del

    poeta provocador y rijoso. A Baudelaire se debe -tras la lectura de Thomas de Qincey- laacuñación de término paraíso artificial, pero sobre todo el establecimiento de la antítesis

    spleen e ideal, la exploración del cuerpo femenino como portador de la voz del demonio o

    de las alas del ángel. Aun en su país de origen, la figura de Baudelaire era admirada y 

    odiada, temida y alabada. En su libro  Les Opiomanes  (1912), Roger Dupuy habla de

    Baudelaire como aquel a quien “el fino toxicómano venera como un Dios y a quien el

     burgués sentencioso reprueba como un odioso libertino.”

    También a semejanza de Baudelaire, los poetas mexicanos escriben textos donde la mujer

    aparece como objeto de gozo y tortura, de deleite y destrucción. El cuerpo desnudo y 

    tendido de la mujer había sido explorado entre nosotros desde 1890 por Salvador Díaz

    Mirón en el poema “Cleopatra”. La minuciosa descripción del cuerpo, vestido de joyas que

    aumentan la desnudez, es hecha por un testigo presencial. Pero se trata de un

    ambientación en otro tiempo y espacio y por eso no sufre la condena oficial. Además, el

    personaje del poema de Díaz Mirón no pasa del umbral. Permanece, palpitante de deseo,

    en el preludio. En cambio, en el poema “Misa negra” de Tablada se celebra la profanación

    del cuerpo deseado una noche de sábado, en el interior de una alcoba de la Ciudad de

    México. Una viñeta de Ruelas, aparecida en  Revista Moderna, es reveladora de esta

    irupción del deseo en sociedad: un sátiro con pezuñas de cabra, desnudo y vigoroso,

     venido de otro tiempo y otro dominio, lleva en sus brazos a una ninfa que viste un vestidode calle. Baudelaire marcó nuevamente la pauta con su poética vital: entonaba estrofas

    perfectas para hablar del cuerpo desnudo de su venus blanca, Madame de Sabatier,

    esculpida en mármol por Clésinger, pero dedicaba sus escenas de alcoba para su relación

    carnal con la venus negra, la Jeanne Duval que había conocido en un teatro de arrabal..

    Oscar Wilde murió en París el 30 de noviembre de 1900, medio año antes que Couto. A 

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     Wilde se debe un elogio de los poetas menores, porque tanto se afanan en cultivar el genio

    de su vida, que tienen experiencias más intensas que contar que aquel que se dedica

    exclusivamente a pulir su obra. En los últimos años del siglo XIX, aparece un ramillete de

    libros laterales, casi clandestinos, obra de escritores mexicanos que admiraban la actitud

     vital -destinada a la muerte- de sus contemporáneos, y no al gran maestro. Desde esta

    perspectiva de historia de las ideas es necesario aproximarse a los libros de prosa

    narrativa que aparecen publicados los últimos años del siglo XIX:  Asfódelos (1897) de

    Bernardo Couto Castillo, Claro-Obscuro (1896)  y Croquis y sepias  (1898) de Ciro B.

    Ceballos, Cuentos nerviosos  (1900) de Carlos Díaz Dufoo. Los escritores decadentistas

    sitúan sus textos en ciudades sin nombre. De ahí que en varias de sus narraciones no se

    hable de una ciudad nominal, sino de un espacio urbano que puede estar situado en

    cualquier parte. Más que un afán de universalidad, se trataba de escapar a la censura. En

    todos ellos es notable la influencia -reconocida o indirecta- de Edgar Allan Poe, a quien

    Rubén Darío había dedicado páginas de su libro  Los raros, publicado en 1896. .” A través

    de uno de sus personajes, Couto declaraba: “Soy un enfermo, no lo niego, un enfermo, sí,

    pero un enfermo de refinamientos, un sediento de sensaciones nuevas.” Por su parte,

    Rubén Darío se refiere a Poe como “un sublime apasionado, un nervioso, uno de esos

    divinos semilocos necesarios para el progreso humano, lamentables cristos del arte, que

    por amor al eterno ideal tienen su calle de la maragura, sus espinas y su cruz. Nació con la

    adorable llama de la poesía, y ella le alimentaba al propio tiempo que era su matirio.”

    Tablada se encarga de completar el panteón literario de los modernistas:”Del árbol

    genealógico de nuestra familia electiva era tronco Edgar Poe, canonizado por Baudelaire y 

    confirmado por Mallarmé que recogió sus cenizas y las amparó contra “le vol noir de la

     blasphème” en la urna del soneto memorable. De ese árbol las últimas flores eran

    Rimbaud y Laforgue, aquilatados por nosotros antes de que se pudieran de moda en su

    misma patria, sea dicho en honor de la segura intuición de aquel grupo juvenil.”

    Los personajes de los autores mexicanos son obsesivos y ultrasensibles como Roderick 

    Usher, y desafían a su doble, como el William Wilson. De la trilogía antes mencionada, el

    libro más intenso de principio a fin es el de Bernardo Couto Castillo. El cuento “Rojo y 

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     blanco” es una de las mejores prosas del modernismo y una de las mejores logradas

    adaptaciones de un satanismo no gratuito. El personaje de Couto hace del asesinato una

    de las bellas artes para escapar de la mediocridad de la vida cotidiana: su objetivo es

    poseer el cuerpo femenino más allá de la vida. Su enseña es una estrofa de Baudelaire

     

     Et comme d’autres par la tendresse

     Sur ta vie et sur ta jeunesse

     Moi je veux regner par l’effroi .

     

    Los clásicos resucitan generacionalmente y Poe y Baudelaire no fueron la excepción.

    Cuando el primero publica sus manifiestos que se convertirían en textos fundadores del

    arte moderno, los escritores de la Academia de Letrán se ocupan en la forja de una

    literatura nacional. Si nuestro modernismo fue la consumación del romanticismo como un

    sistema de ideas y no como una retórica que propiciaba la relajación estilística, es con los

    autores mexicanos de fin de siglo que la carne, el diablo y la muerte -la trilogía establecida

    por Mario Praz en el libro que dedica al romanticismo- quedan consagrados como los

    grandes temas poéticos. Lo macabro como una moda estaba en el aire, pero nuestros

    autores llegaron a ella con la celeridad de su tiempo. Un colectivo retrato de Dorian Grey 

    los amparaba y demostraba la evolución ascendente de su decadencia -valga el oximoron.

    Las ilustraciones de Julio Ruelas se vuelven cada vez más oscuras -y mejores- conforme la

    revista se acerca al nuevo siglo. Los faunos y sátiros de las primeras entregas dan paso a

    cuerpos lacerados, a suicidas perseguidos por sombras ominosas, a niños devorados por

     jaurías de perros o nubes de zopilotes. En el México de mediados del siglo XIX, el cuerpo

    del intelectual moría de cólera o en servicio a la patria. A finales del siglo heroico, el

    cuerpo muere de los excesos conjurados por él. Pide la destrucción, pero termina

    destruyendo a la mujer que puede causar su ruina. El vislumbre de este nuevo enemigo se

    halla en un ensayo de Tablada titulado “El monstruo” –fechado en abril de 1899 y 

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    significativamente dedicado a Couto Castillo. Tras hacer una relación de las criaturas que

    a través del tiempo han provocado los terrores del hombre, y comprobar su inexistencia,

    concluye diciendo: “Ya no hay monstruos en la vida moderna, en la vida plástica cuando

    menos; pero en el mundo moral existimos larvas de monstruos, tendremos alas cuando

    sobrevenga el superhombre, y entre tanto nuestro estado medio, nuestra crisálida será

    algo así como El Horla de Maupassant”. El citado texto de Maupassant apareció en 1886.

    Cinco años más tarde, su autor se suicida, tras diversas estancias en clínicas para

    enfermos mentales. Leído y admirado por Couto, “El Horla” es un texto que vuelve a traer

    al escenario los terrores internos vislumbrados por Edgar Allan Poe: el monstruo habita

    en nosotros, y somos el escultor de nuestro fantasma. Destruirlo es destruirnos a

    nosotros, pero, más significativo aún, destruir la parte siniestra que nos atrae y al mismo

    tiempo tememos. Concluye el personaje de Maupassant: “¿La destrucción prematura?

    ¡Todo el terror humano procede de ella! Después del hombre, el Horla. Después de aquel

    que puede morir cualquier día, a cualquier hora, a cualquier minuto, de cualquier

    accidente, ¡ha venido aquel que no debe morir suno en su día, en su hora, en su minuto,

    porque ha llegado al límite de su existencia! No...no...no cabe duda, no cabe la menor

    duda...no ha muerto...Y entonces...entonces ¡va a ser preciso que me mate yo!” Dicho de

    otro modo, el panteón de los héroes modernistas está integrado por una figura que

    evoluciona de Edgar Allan Poe, pasa por Baudelaire y llega a Guy de Maupassant. El de los

    mexicanos era el tiempo en que los tres escritores pasaban de ser raros para convertirse

    en clásicos.  El terror de los cuentos de Poe, decía él, nace de las profundidades del

    corazón y no son imitaciones del gótico alemán.

    La mujer sensual ocupaba, naturalmente, un sitio en esta galería de nuevos monstruos.

    Barbey d’Aurevilly las definirá brutal, abiertamente: las diabólicas.  Ilustrativo resulta el

    cuento “Una autopsia” de Carlos Díaz Dufóo. Siguiendo un esquema común a varios textos

    de Poe y que Horacio Quiroga también desarrolla, una muchacha en la plenitud de sus

    poderes sensuales, contrae nupcias con un médico frío y desapegado. Un día ella huye con

    otro hombre. El médico continúa con su vida rutinaria, sin reacción inmediata ante el

    hecho. En una clase con sus alumnos, se dispone a hacer la autopsia a un cuerpo

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    femenino. La causa de la muerte ha sido envenamiento por cianuro y el cadáver ha sido

    encontrado en la habitación de una casa de citas. Se da cuenta que es su esposa. Concluye

    el autor: “La misma extraña claridad que alumbraba un poco antes sus facciones,

    marchitas y fatigadas, apareció de nuevo en su rostro. Se acercó a la plancha y, buscando

    en el cuerpo un espacio determinado, hizo la primera incisión con el bisturí.” Como en el

    caso de Nervo, en Díaz Dufóo la única posesión posible de la mujer es cuando está muerta.

    Sólo entonces puede ejercer sobre ella el varón el dominio que no pudo tener en vida. El

    poeta maldito, en el México finisecular, no quiere perder sus rasgos de caballero

    respetable. La mujer sensual es para un él un ser tan vital, tan perfecto, que no hay otro

    remedio que destruirla. En las páginas de su diario, Federico Gamboa suprime a su esposa

    al no mencionarla. En las páginas de sus cuentos, Couto las asesina. Se trata de un mismo

    acto de anulación de la energía femenina, una posesión de la vida desde la muerte. La

    fascinación por el cuerpo inerte de la mujer aparece en el diario de Federico Gamboa, ante

    un suceso que conmociona a la sociedad capitalina. En marzo de 1897, la prostituta

    conocida como la Malaguña es asesinada es asesinada de un balazo en la cara por María

     Vulla, “La Chiquita”, su rival de amores. Sabedor de que se encuentra tendida en la

    plancha de la morgue, se Jesús F. Contreras pide a Federico Gamboa que lo acompañe en

    una insólita expedición. El testimonio queda en el Diario del segundo, el 8 de marzo de

    1897.

     

    ¿Por qué al levantarnos de la mesa, plácidos, le ocurrió a Jesús que

    fuéramos al anfiteatro del Hospital Juárez para ver en la plancha a la

    mujer asesinada?...

    Ello es que fuimos, que el empleado que nos concedió acceso hasta el local

    siniestro, hízolo por amistades con Jesús y porque había leído un libro

    mío...

    Dos muertas veíanse en la sala de autopsias, o depósito, según nos explicó

    el muertero que nos escoltaba; una mujer del pueblo, cosida ya y de una

    anatomía lamentable, que la tuberculosis le diera fin; en la otra plancha,

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    con forzada postura, reposaba la Malagueña, en desnudez absoluta sin

    tentaciones, desnudez de cadáverm los pies exangües, tirando a marfil

     viejo, las carnes exúberas manchadas de sangre; el rostro con horrible

    huella, abajo del ojo izquierdo, la huella del balazo que la quitó de penas;

    los labios, entreabiertos, con el rictus de los que se van de veras, y que lo

    mismo puede traducirse por sonrisa que por mueca, según lo que nos

    toque vislumbrar en la hora suprema...

     

    Para los lectores modernos puede resulta excesivo el escándalo que provocó el poema de

    Tablada. Pero su publicación, y con ella la de Revista Moderna, fue el punto de partida de

    un espacio que dio preferencia a las expresiones del cuerpo, a una literatura que exploraba

    sistemáticamente el lado oscuro de la conciencia. La batalla que Revista Moderna libró en

    este sentido va más allá del escándalo inmediato. La sucesiva exploración que Gamboa

    hace de su cuerpo y de su alma desemboca en el Diario más importante de nuestra

    literatura y en la novela más popular del siglo XX.

    En la Exposición Internacional de París, en 1900, el escultor Jesús F. Contreras participa

    con tres piezas decisivas en su producción y significativas del barómetro social que

    determinaba la existencia de la era victoriana trasladada a México. La primera es un busto

    de Carmen Romero Rubio de Díaz, “con la blusa corrida hasta la oreja”. La segunda es un

    grupo escultórico de homenaje a Manuel Acuña, donde mujeres desnudas ofrecen sus

    turgencias y sus poderosos pechos a la gloria del poeta. La tercera es la mujer tendida

    titulada Malgré tout , que la leyenda ha querido ver como un testamento del escultor que

     ya sólo tenía una mano para llevar a cabo sus obras maestras. El hada del hogar y la mujer

    postrada representaban los dos polos de la sociedad porfiriana entre la realidad y el deseo.

    El año de la muerte de Bernardo Couto, muere la reina Victoria y Sigmund Freud publica

     Psicopatología de la vida cotidiana.  Llega a su fin una era de contenidos latentes

    sofocados por el autoritarismo moral y se abre una nueva caja de Pandora que amplificará

    la percepción de los hombres. En el ocaso del siglo XIX, nuestros escritores crean una

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    galería de personajes neuróticos y siniestros que abren camino a la centuria venidera. Está

    por hacerse la historia de los pioneros de la sensibilidad moderna. Con su moral

    ambivalente, con su bohemia más inocente que temible, pero con su atrevimiento

    intelectual más verdadero que aparente, abrieron el camino a nuevas maneras de nombrar

    el cuerpo, el fantasma y el paraíso hallado fugazmente en los placeres terrenales. El

    atrevimiento que el duque Job hace en la alcoba femenina desemboca en las descripciones

    casi pornográficas del Ciro B. Ceballos de Un adulterio. Los atisbos al cuerpo femenino de

    Manuel Payno en  Los ladrones de Río Frío  concluyen en el generoso esplendor de las

    muchachas que se arrojan desnudas al lago de Chapala en el Claudio Oronoz  de Rubén M.

    Campos. En 1891, el cuerpo de una muchacha se había atrevido a asomarse al gran cuerpo

    de la ciudad. Gracias a la valentía de la Rumba, Federico Gamboa podrá describir, de

    acuerdo con su concepción naturalista, el cuerpo fastuoso y decadente de Santa y su

    correspondencia con una ciudad que con la llegada del siglo XX ha encarcelado sus aguas

    negras en el gran proyecto del canal del desagüe. Sin embargo, no deja de ser irónica la

    metáfora de Gamboa: un paraíso llamado Chimalistac es el artificio. El lugar para la

    adoración del cuerpo de su Santa será la ciudad, espacio natural para el ejercicio de las

    pasiones.

     

    Bibliografía

     

    Baudelaire, Charles, Oeuvres complètes. Préface, présentation et notes de Marcel A. Ruff.

    Paris, Aux Editions du Seuil, 1968.

     

    Cambiaire, Célestin Pierre. The Influence of Edgar Allan Poe in France. New York, G.E.

    Stechert & Co., 1927.

     

    Campos, Rubén M.  El bar. La vida literaria de México en 1900.  Prólogo de Serge I

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    Zaïtzeff. México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1996. (Al Siglo XIX. Ida y 

    Regreso)

     

    Ceballos, Ciro B.Un adulterio. México, Imprenta de Eduardo Dublán, 1903.

     

    -----. Claro-Osbscuro. México, Librería Madrileña, 1896.

     

    -----. Croquis y sepias. Retrato por Julio Ruelas. México, Eduardo Dublán, Impresor,

    1898.

     

    ---- En Turania. México, Tipografía Económica, 1902.

     

    Conrad, Barnaby. Absinthe. History in a Bottle. San Francisco, Chronicle Books, 1988.

     

    Couto Castillo, Bernardo. Asfódelos. México, Premiá Editora-Instituto Nacional de Bellas

     Artes, 1984. (La Matraca, Segunda Serie, 25)

     

    Darío, Rubén.  Los raros. Presentación de Christopher Domínguez. México, Universidad

     Autónoma Metropolitana, Dirección de Difusión Cultural, 1985.

     

    Díaz Dufóo, Carlos. Cuentos nerviosos. México, J. Ballescá y Compañía, 1901.

     

    Dijkstra, Bram. Ídolos de perversidad. La imagen de la mujer en la cultura de fin de

    siglo. Versión castellana de Vicente Campos González. Madrid, Editorial Debate, 1986.

     

    Dupouy, Roger.  Les opiomanes. Mangeurs, buveurs et fumeurs d’opium. Étude clinique

    et médico-littéraire. Paris, Librairie Félix Alcan, 1912.

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    Frías, Heriberto.  Los piratas del boulevard. Desfile de zánganos y víboras sociales y

     políticas en México. México, Andrés Botas y Miguel, s.f.

     

    Gamboa, Federico. Mi diario II (1897-1900). México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1994. (Memorias mexicanas)

     

    Gutiérrez Nájera, Manuel.  Poesía.  Prólogo de Justo Sierra. México, Establecimiento

    Tipográfico de la oficina Impresora del Timbre, 1896.

     

    Leduc, Alberto. Biografías sentimentales. México, Tipografía de El Nacional, 1899.

     

    -----. En torno de una muerta. México, Tipografía de El Nacional, 1897.

     

    Maupassant, Guy de.  El Horla. Traducción de Esther Benítez. México, Consejo Nacional

    para la Cultura y las Artes-Alianza Editorial, 1994.

     

    Nervo, Amado. Perlas negras. México, Imprenta de I. Escalante, 1898.

     

    Pacheco, José Emilio.  Antología del Modernismo.  México, UNAM, Biblioteca del

    Estudiante Universitario, 1970. (Biblioteca del Estudiante Universitario, 90,91)

     

    Pérez Montfort, Ricardo. Yerba, goma y polvo. Drogas, ambientes y policías en México.

    1900-1940. México, Ediciones Era-Conaculta, 1999.

     

    Poe, Edgar Allan. The Best Known Works. Special Biographical Introduction ny Harvey 

     Allen. New York, Blue Ribbon Books, 1927.

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    Sagredo, Rafael. María Villa (a) La Chiquita, no. 4002. Un parásito social del Porfiriato.

    México, Ediciones Cal y Arena, 1996.

     

    Sesto, Julio.  La bohemia de la muerte. Biografía y anecdotario pintoresco de cienmexicanos célebres en el arte, muertos en la pobreza y el abandono y estudio crítico de

    sus obras. Segunda edición, México, El Libro Español, 1929.

     

    Tablada, José Juan. La feria de la vida. Memorias. México, Ediciones Botas, 1937.

     

    Rubén M. Campos, El bar, p. 203.

     El País del 4 de mayo de 1901, en primera plana, registra: “MUERTE DE D. BERNARDO

    COUTO. Ayer a las tres de la mañana, falleció en esta capital víctima de aguda pulmonía el

     joven D. Bernardo Couto, que por varios años escribió artículos literarios en algunas

    publicaciones de la capital. Enviamos el más sentido pésame a sus deudos”.  El Universal del 4 de mayo, en la parte más inferior de su segunda página , tras dar noticia de la fiesta

    de la Santa Cruz celebrada por los albañiles, apunta: “MUERTE DE UN LITERATO.

     Víctima de una terrible pneumonía, falleció en la madrugada de ayer el Sr. Bernardo

    Couto Castillo, bien conocido en los círculos literarios de esta capital. El Sr, Couto

    pertenecía al grupo conocido con el nombre de modernistas y en sus principales obras que

    son los “Afsodelos y Estudios sobre Pierrots”, se advierten claramente sus tendencias

    hacia esa escuela. Su muerte ha sido bastante sentida entre los jóvenes dedicados a las

    letras, entre los que era muy estimado.” Por su parte, El   Diario del Hogar, también en suedición del 4 de mayo, incluye la siguiente nota: “DEFUNCIÓN DEL SR: BERNARDO

    COUTO. A las tres de la madrugada del día 3 del actual, dejó de existir en esta capital,

     víctima de una pulmonía fulminante, el conocido literato D. Bernardo Couto y Castillo

    (sic.). Sus primeros ensayos los publicó  El Diario del Hogar, y posteriormente publicó

    una colección de novelitas bajo el rubro de  Asfodelos  (sic) que alcanzaron buen éxito,

    especialmente entre el grupo de modernistas, al cual perteneció el Sr. Couto. Damos a sus

    deudos nuestro más sentido pésame.” Tampoco tuvo suerte con el paso de los años. En su

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    libro La bohemia de la muerte, Julio Sesro se refiere a él en términos tan injustos como

    inexactos: “No traté nunca a este poeta de la noche. Falleció con los primeros atizadores

    de la  Revista Moderna, poco tiempo después de mi arribo a la Ciudad de los Palacios.

    Hizo pocos versos, pero intensos y bellos. Parece que selo llevó el vicio y que lo colmó la

    necesidad más azuzante. Si hemos de estimar el vacío como agravante, y si hemos de

    hacer hincapié en el escarmiento –que va dando sus resuktados en cabezas ajenas- bueno

    sería que no lamentemos más la muerte de ningún vicioso, alegrándonos de que las

    grandes borracheras latinas vayan pasando de moda.” La bohemia de la muerte, p. 234.

    Bernardo Couto Castillo, “Rojo y blanco”, en Asfódelos, p. 60-61.

    Ricardo Pérez Montfort, Yerba, goma y polvo, p. 9.

     

    José Juan Tablada, La feria de la vida, p. 243-244.

    Charles Baudelaire, Les paradis artificiels, en Oeuvres complètes, p. 568.

    José Emilio Pacheco, Antología del modernismo, V. II, p. 59.

    . Bram Dijkstra, Ídolos de perversidad , p. 70.

    Josefina Estrada, Presentación a Asfódelos, p. 8.

    Manuel Gutiérrez Nájera,  Poesía, pp. 262-263. Alfred de Musset (1810-1857) fue uno delos rompántucos más leídos y respetados por los modernistas. Confiesa Tablada: “Las

    infuencias de Byron y de Alfredo de Musset, añadidas quizás a las de Espronceda, habían

    descarriado un tanto a la generación anterior a la nuestra, pero habían sido leves y 

     veniales junto a la que nosotros sufrimos.” La feria de la vida, p. 243.

    Cit. por Barnaby Conrad III, Absinthe. History in a bottle, p. Viii.

    Rubén Darío, Los raros, p.

    José Juan Tablada, op. cit ., p. 245.

    Guy de Maupassant, El Horla, p. 59.

    El suceso ha sido seguido minuciosamente y estudiado por el historiador chileno Rafael

    Sagredo. María Villa (a) La Chiquita, no. 4002. Un parásito social del Porfiriato. México,

    Ediciones Cal y Arena, 1996.

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    Federico Gamboa, Mi diario II, p. 12.

     

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    Este texto forma parte del libro Amor de ciudad grande  de próxima aparición.

     

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