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Cencini A., vida en comunidad, reto y maravilla 1 CENCINI A. , Vida en comunidad, reto y maravilla. La vida fraterna y la nueva evangelización. Colección Edelweiss. Madrid 1998. DE LA COMUNICACIÓN A LA COMUNIDAD Vivir es comunicarse. «La vida es un matrimonio con la palabra. Con ella caminamos de la mañana a la tarde, nos acompaña como si de nuestra respiración se tratara, y de hecho lo es. “Somos nuestra palabra» . Pero la palabra no agota por sí sola el anhelo a la comunicación que tiene el hombre. Todo el ser humano tiende a la relación, todos sus componentes parecen hechos para el intercambio, todo él está abierto, solicita reciprocidad, un lenguaje a veces misterioso que hay que descifrar( a veces ni el mismo sujeto es capaz de descifrarlo), que no se pretende explícitamente y que funciona mediante mecanismos no del todo conocidos ni controlados por la persona. El hombre, resultado de la comunión de dos seres, está hehco para la comunión y se comunica en mil ocasione distintas. Y no sólo porque necesita de los demás, sino porque sólo cuando se comunica se encuentra, se desvela y se reconoce a sí mismo. La comunicación no es, pues, ni una una cualidad -fenómeno relacionado con las capacidades o disponibilidades de la persona-, ni un mero accidente, sino un fenomeno esencialmente «vital». Como toda realidad humana,la existencia es por sí misma comunicación. Es decir, “es imposible no comunicarse» 54 . O como dice Heidegger: «La facultad de hablar no es en el hombre una cualidad más, en el mismo plan que las demás. Es la facultad que convierte al hombre en hombre” Ya desde el principio somos en el lenguaje y con el lenguaje,” Parece, pues, normal e incluso obligado que reflexionen este tema particularmente quienes, como las personas consagradas, consideran las relaciones interpersonales como expresión de su identidad más profunda y de los valores en que creen, tanto dentro como fuera de la vida de comunidad. Con ese objetivo, y sirviéndonos de los instrumentos propios de la psicología, analizaremos en primer lugar la naturaleza de este fenómeno, los elementos que lo integran y las distintas clases de comunicación. Luego esbozaremos algunas vías operativas sobre los contenidos de la comunicación y sobre la calidad de la relación. Pero no nos quedaremos en la pura reflexión psicológica ni en la indagación de las técnicas de la comunicación. Pues estamos hechos unos para otros, para dialogar y para amar porque somos «imagen de Dios» y, como ya hemos dicho, Dios es una comunidad de amor, es comunicación ad intra y ad extra. La vocación a la comunicación y a la comunidad es la huella de la Trinidad en el hombre. Esta convicción presidirá todas nuestras reflexiones y les dará un marcado tono espiritual. Naturaleza y definición Ya hemos dicho que la comunicación es un fenómeno muy complejo que difícilmente cabe encuadrar en un esquema unívoco e interpretar desde una sola perspectiva. Sobre todo desde una perspectiva psicológica. Lo confirman las distintas definiciones que hay de este fenómeno. Vamos a ver algunas de ellas según un criterio que sólo veremos claro al final de este resumen. H. Franta y G. Salonia definen la comunicación «como un proceso continuo de relaciones, en el cual los que se comunican asumen respectivamente los papeles de emisor y receptor». No es, pues, un «proceso lineal, sino una interacción en la que los participantes se influyen mutuamente y controlan sus respectivos comportamientos» 56 .

DE LA COMUNICACIÓN A LA COMUNIDAD

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Cencini A., vida en comunidad, reto y maravilla 1

CENCINI A. , Vida en comunidad, reto y maravilla. La vida fraterna y la nueva evangelización. Colección Edelweiss. Madrid 1998.

DE LA COMUNICACIÓN A LA COMUNIDAD

Vivir es comunicarse. «La vida es un matrimonio con la palabra. Con ella caminamos de la mañana a la tarde, nos acompaña como si de nuestra respiración se tratara, y de hecho lo es. “Somos nuestra palabra» . Pero la palabra no agota por sí sola el anhelo a la comunicación que tiene el hombre. Todo el ser humano tiende a la relación, todos sus componentes parecen hechos para el intercambio, todo él está abierto, solicita reciprocidad, un lenguaje a veces misterioso que hay que descifrar( a veces ni el mismo sujeto es capaz de descifrarlo), que no se pretende explícitamente y que funciona mediante mecanismos no del todo conocidos ni controlados por la persona.

El hombre, resultado de la comunión de dos seres, está hehco para la comunión y se comunica en mil ocasione distintas. Y no sólo porque necesita de los demás, sino porque sólo cuando se comunica se encuentra, se desvela y se reconoce a sí mismo. La comunicación no es, pues, ni una una cualidad -fenómeno relacionado con las capacidades o disponibilidades de la persona-, ni un mero accidente, sino un fenomeno esencialmente «vital». Como toda realidad humana,la existencia es por sí misma comunicación. Es decir, “es imposible no comunicarse»54. O como dice Heidegger: «La facultad de hablar no es en el hombre una cualidad más, en el mismo plan que las demás. Es la facultad que convierte al hombre en hombre” Ya desde el principio somos en el lenguaje y con el lenguaje,”

Parece, pues, normal e incluso obligado que reflexionen este tema particularmente quienes, como las personas consagradas, consideran las relaciones interpersonales como expresión de su identidad más profunda y de los valores en que creen, tanto dentro como fuera de la vida de comunidad. Con ese objetivo, y sirviéndonos de los instrumentos propios de la psicología, analizaremos en primer lugar la naturaleza de este fenómeno, los elementos que lo integran y las distintas clases de comunicación. Luego esbozaremos algunas vías operativas sobre los contenidos de la comunicación y sobre la calidad de la relación. Pero no nos quedaremos en la pura reflexión psicológica ni en la indagación de las técnicas de la comunicación. Pues estamos hechos unos para otros, para dialogar y para amar porque somos «imagen de Dios» y, como ya hemos dicho, Dios es una comunidad de amor, es comunicación ad intra y ad extra. La vocación a la comunicación y a la comunidad es la huella de la Trinidad en el hombre. Esta convicción presidirá todas nuestras reflexiones y les dará un marcado tono espiritual.

Naturaleza y definición

Ya hemos dicho que la comunicación es un fenómeno muy complejo que difícilmente cabe encuadrar en un esquema unívoco e interpretar desde una sola perspectiva. Sobre todo desde una perspectiva psicológica. Lo confirman las distintas definiciones que hay de este fenómeno. Vamos a ver algunas de ellas según un criterio que sólo veremos claro al final de este resumen.

H. Franta y G. Salonia definen la comunicación «como un proceso continuo de relaciones, en el cual los que se comunican asumen respectivamente los papeles de emisor y receptor». No es, pues, un «proceso lineal, sino una interacción en la que los participantes se influyen mutuamente y controlan sus respectivos comportamientos»56.

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Una definición importante que pone de relieve un aspecto importante de la comunicación, a saber, que el éxito del intercambio de mensajes y de relaciones depende de la capacidad de las personas para ejercer adecuada, flexible y alternativamente los roles de emisor y de receptor. Es decir, en la comunicación no hay roles fijos y rígidos, sino que cada uno es emisor en un momento y receptor en otro, e incluso puede que en algún caso sea emisor y receptor al mismo tiempo.

Para H. Nouwen, la comunicación es «llegar a nuestro yo más escondido y llegar a nuestros hermanos»57. En esta definición demos destacar dos elementos importantes. En primer lugar, que la comunicación no es sólo un medio para que los demás nos entiendan, sino sobre todo una autorrevelación. Estos dos elementos están claramente relacionados entre si, pero no lo están tanto en quien se comunica, que a veces cree que no tiene por qué explicarse demasiado en lo que dice o que no se da cuenta de que lo que dice lo desvela ante sí mismo y ante los demás.

G. H. Gadamer, desde una perspectiva filosófica, subraya un rasgo que ningún análisis psicológico ni ningún interlocutor puede ignorar. «Toda conversación presupone un lenguaje común, o, mejor dicho, constituye desde sí misma un lenguaje común. Como dicen los griegos, algo aparece puesto en medio, y los interlocutores participan de ello e intercambian entre sí sobre ello. El acuerdo sobre el tema, que debe llegar a producirse en la conversón, significa necesariamente que en ella se elabora un lengueje común. Este no es un proceso externo de ajustamiento de herramientas, y ni siquiera es correcto decir que los compañeros de diálogo se adaptan unos a otros, sino que ambos van entrando, a medida que se logra la conversación, bajo la verdad de la cosa misma, y es ésta la que los reúne en una nueva realidad. El acuerdo en la conversación no es un mero exponer e imponer el propio punto de vista, sino una transformación hacia lo común, donde ya se sigue siendo el que se era»58. No estamos propiamente ante una definición, sino ante la identificación de un elemento implícito que trasciende la comunicación pero que está ahí siempre que dos personas se comunican, aunque no se den cuenta. Es el objeto del que se habla, y su verdad, el que, cuando el diálogo funciona, transforma a los interlocutores. La dimensión del contenido no sólo es extraordinariamente sugerente, sino muy significativa, porque la comunicación no es algo neutro, un simple intercambio susceptible de cualquier contenido, sino más bien lo contrario, es

decir, que cuando la comunicación es auténtica se verifica un cambio que tiene que ver con la verdad del objeto del diálogo, que en cierto modo nos transforma.

Wunderlich-Mass insiste sobre todo en la vertiente relacional: «Comunicación no es sólo un intercambio de intenciones o de contenidos verbales. Lo es también, pero es sobre todo creación de relaciones mutuas que montan lo que podríamos llamar 'plataforma de la comprensión'. Esta es la que hace que intenciones y contenidos tengan un significado práctico en un contexto operativo»59. En esta línea relacional, aunque dentro de una concepción cristiana de la antropología, situaría la definición de Baroffio, que entiende la comunicación como «don y acogida mutua y vital entre varias personas que funden su propio ser para crear una realidad personal completamente nueva»60.

En qué consiste esta comunicación y este compartir la vida lo dice muy bien el cardenal Martini, que ha escrito una carta pastoral sobre la comunicación"'. La comunidad religiosa ha de ser una red de relaciones en la que cada uno se da al otro y se olvida de si por el otro, A este respecto, habla el Cardenal de «leyes del comu-nicar divino», que se pueden identificar contemplando cómo Dios se comunica en la cruz de Jesús y cómo se comunica Jesús en su vida y en su Evangelio. Esta contemplación es ya en sí misma una forma de comunicar, más aún, es la forma más profunda y sublime de comunicación. Sólo al contemplar la incesante comunicación de

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Dios y de su amor, cada vez en formas nuevas, («muchas veces y de muchas maneras» Dios ha intentado que comprendiéramos sus palabras y su cercanía, Heb 1, 1), la comunidad religiosa entenderá el sentido exacto del comunicar humano, dejándose atraer y «remover por la desmesurada medida del comunicar divino»62.

Estas definiciones de la comunicación son distintas pero se complementan. Cada una expresa una verdad importante para definir la comunicación y sus manifestaciones siguiendo una línea que deja entrever el paso progresivo de una comunicación como fenómeno puramente humano a una comunión signo de la vida común en nombre del Señor crucificado y resucitado. Asi" pues, ahora conocemos más a fondo no sólo los componentes de la comunicación, sino también la calidad de la relación que hay entre ellos. Todo esto es importante y lo tendremos en cuenta a lo largo de esta reflexión. En resumen, podemos decir en general que la comunicación es un modo de ser y de relacionarse vitalmente con uno mismo, con los demás y con Dios como emisores o receptores, sobre contenidos, que son el objeto de la comunicación, de forma distinta según las relaciones interpersonales de los interlocutores, del contexto ambiental y de la situación de cada uno, para conseguir desde una simple información hasta compartir la vida.

En la comunidad religiosa, además de lo que ya hemos dicho, la comunicación tiene algunas características especíales. Es ante todo algo «interior» de la persona, algo relacionado con su trato con Dios, con el Dios Trinidad que habla y se comunica, que escucha y se revela. Al religioso que ha sido educado de esta forma, el estilo divino de comunicar le capacita para escuchar y para hablar, y aprende poco a poco a compartir su vida, es decir, a Dios y sus dones, con las personas con quienes ya comparte su opción existencial. Y todo ello para poder comunicar después fe y vida fuera de la comunidad. Esta concepción de la comunicación nos hace ver lo importante y clave que es en todo proyecto de consagración, tanto de puertas adentro (para la vida de la comunidad), como de puertas afuera (para el testimonio que debe dar). Hablemos ahora de las distintas clases de comunicación dentro y fuera de la comunidad. Clases de comunicación Ya hemos insistido en que el hombre comunica en todo caso y eso nos lleva a suponer que hay varias clases de comunicación, desde la explícita que busca la relación, hasta la implícita del que emite mensajes sin darse cuenta. Analicemos, pues, algunas de estas formas de comunicación, distinguiéndolas según la intención del sujeto, esto es, según su voluntad de comunicar, y por tanto también según su capacidad para controlar esa comunicación.

Comunicaciones intencionales

Son aquellas en que el sujeto emisor sabe que transmite rn mensaje. Esta intención, más o menos explícita, puede servirse de la palabra, del gesto o del símbolo.

Comunicaciones verbales

Son las comunicaciones intencionales que utilizan «el utensilio más antiguo y valioso del hombre»63, la palabra, que es la manifestación más propia del yo y de su tensión

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-que nunca se agota- para entrar en contacto con el tú, signo de su necesidad perentoria de entender y de hacerse entender. El hombre puede prescindir de muchas cosas, pero no de alguien con quien hablar. Y si durante cierto tiempo puede o debe prescindir del interlocutor, lo que es evidente es que no puede renunciar a la palabra. Pronunciada o escrita, en grito o en voz baja, la palabra «dice» voluntad de relación y diálogo, incluso cuando se utiliza paradójicamente para negar la relación interpersonal- Quiérase o no, la vida humana se compone de comunicaciones verbales lo más variadas y dispares que quepa imaginar. A primera vista son la forma de relación más elemental, pero de hecho manifiestan o pueden manifestar su total desarrollo y su perfecta madurez. Una relación que no se alimenta también de palabras puede tener cierta ambigüedad y esconde a menudo cierto miedo al otro y a la misma relación, que cuando es «muda» se vuelve débil e inconsistente.

También en las relaciones interpersonales dentro de la comunidad religiosa hay diversas formas de rechazo o de «huelga» de la palabra, diferentes formas de mudez, tanto más peligrosas y contaminantes para el clima comunitario cuanto más necesario e importante debiera ser en cada uno el «don» de la palabra (por ejemplo, en la collatio, las reuniones y el discernimiento comunitario, en los momentos de sufrimiento o cuando más se espera una palabra del hermano). Claro que la palabra no soluciona todos los problemas de la comunicación ni es un valor único y seguro. Pues para conseguir su objetivo ha de ser la palabra justa para una situación concreta y para la clase de diálogo apropiado a esa situación (por ejemplo, un coloquio informal o una reunión de trabajo, una clase o una homilía, una afirmación autorizada o una simple opinión). Pero lo más necesario es que la palabra que se pronuncia, antes de decir algo, sea alguien que habla a alguien, es decir, que exprese algo de la vida interior que sea comprensible y accesible al otro64. Por consiguiente, no basta con que la palabra sea la justa para esa situación, sino que es preciso además que quien la pronuncia la haga suya, se confronte con ella. se reconozca en ella a sí mismo y vea en ella lo que cree.

Se dice que «el hombre es su palabra»65, pero no basta con eso. Es necesario también que lo que dice pase por el filtro de su conciencia y por su sentido de responsabilidad, y que no se quede en una manifestación automática y espontánea de lo que siente más o menos confusamente en su interior6". Entonces la palabra es auténtica, dice y revela uno a otro porque antes ha dicho y desvelado al individuo lo que es y lo que quisiera ser. En la comunicación, todas las ambigüedades, que ridas o no, son siempre fruto del desconocimiento de sí mismo o de la irresponsabilidad del que no quiere comprometerse en la relación. Por consiguiente, no es siempre fácil decir una palabra auténtica. Pero se debería recordar siempre que para ser verdaderos no basta con ser sinceros. Porque la sinceridad tiene que ver con la percepción subjetiva del propio mundo interior, mien-tras la verdad supone confrontar lo que se es y siente con lo que se debería ser y sentir para con el hermano- La sinceridad es subjetiva y la verdad es objetiva.

Cuando la palabra es verdadera también puede ser una palabra clara, fácilmente inteligible, sin doble sentido ni ficción alguna, sin falsos temores ni retorcidos hermetismos. «En la comunicación es preciso indicar los puntos de referencia y no dejar en suspenso el 'quién', el 'qué', el 'dónde' o el 'cuándo'. Expresiones como 'nadie me entiende' o 'nunca se me tiene en cuenta'-.. crean confusión. Porque cuando se pronuncian estas frases tan genéricas, la verdad es que tras ellas siempre hay algún hecho bien concreto, que si se contara tal como es

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facilitaría enormemente la interacción haciéndola más clara y positiva. Pues, por la ley de los 'efectos recíprocos', comunicarse mediante normas, valoraciones, generalizaciones, etc., genera un tipo de relación de carácter acusatorio»67. Y en una relación así, la persona sigue ignorando su realidad y sus problemas, desviándolos hacia los demás o proyectándolos sobre ellos en general. Por consiguiente, cuando alguien se sienta herido por un hermano o crea que algo va mal en las relaciones interpersonales, lo primero que debe hacer es analizar qué es lo que puede haber provocado en él esa sensación o esa reacción negativa antes de pasar a aclararlo o a aclararse con el otro. La palabra debe intervenir en el momento justo. La comunicación verbal sólo clarifica cuando es fruto de una reflexión personal que ilumina sobre todo el interior de la persona, en cualquier otro caso lo único que hace es generar una confusión que eterniza los conflictos y endurece las posturas.

Para que la palabra sea verdadera y clara, lo primero que hay que hacer, pues, es callar por dentro porque sólo ese silencio escruta el yo y descubre sus puntos débiles, atificando así el motivo y la raíz profunda del malestar que i siente. Y eso es precisamente lo que hay que descubrir si se rieren mejorar las relaciones interpersonales y no contentarse n el lamento de lo difícil y problemático que es el hermano. En este sentido no hay hermanos difíciles, sino hermanos ante i cuales emergen nuestras dificultades»68. En cualquier caso, y a margen de las relaciones problemáticas, todo esto nos recuerda que el silencio es el seno natural de la palabra, de toda palabra que quiera ser auténtica.

La palabra verdadera es también palabra directa, una palabra que se dirige al interlocutor al que va destinada, que no se dice por detrás y que no se dice a uno para que otro se entere. Porque esto no ayuda en absoluto a superar las dificultades en la relación, sino que contamina la atmósfera que todos han de respirar porque genera sospecha y desconfianza69. Pero si todos estamos seguros de que nadie hablará por detrás, incluso a corto plazo se crea un ambiente de relaciones fundadas en la verdad, de seguridad emocional, de apertura confiada, de transparencia en el trato. Una magnífica norma general podía ser ésta: Lo que hay que hacer no es hablar del hermano, sino hablar al hermano. Pero las cosas también pueden suceder a la inversa, no sólo dirigiendo la palabra directamente al interesado, sino también guardando la palabra que el otro nos ha confiado. Pues en la comunicación verbal, a veces, y en cierto sentido siempre, se abre la propia intimidad al hermano y se le confían secretos, problemas y asuntos muy reservados. Para los judíos, la palabra no es un simple «signo fonético», sino un acontecimiento de comunión. Hablar es «ponerse en manos del que escucha»70. El que escucha recibe, pues, no una palabra cualquiera, sino un hermano que en cierto modo se ha puesto en sus manos, «confiando» en su reserva y en su mantenimiento del secreto. ¡Cuánta amargura tiene que ver con la sorpresa de ver cómo todo el mundo sabe lo que se había confiado al oído y al corazón de un hermano! Es importante recordar que por mucho que el hombre se esfuerce en concienciar las fases de ese proceso que culmina en la elección de un médium verbal de comunicación, la palabra es siempre un símbolo. Y como todos los símbolos, hunde sus raíces no sólo en la parte consciente, sino también en la inconsciente, y por eso no siempre puede descodifícarse. Pero esto ya rebasa la cuestión de las comunicaciones sólo verbales e intencionales, y volveremos sobre ello más adelante.

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Comunicaciones sensoríales-gestuales

Esta clase de comunicación incluye todas las formas o modos de ser ante el otro por las que nos hacemos significativamente presentes para los demás mediante todo el cuerpo o una parte de él, como, por ejemplo, un sentido (especialmente la vista y el tacto).El alcance y la autenticidad de las relaciones interpersonales en una comunidad lo indican, por ejemplo, la forma de comportarse cuando alguien del grupo viene o se va. Cuando se está con él, aun a costa de dejar lo que se estaba haciendo o de cambiar de ruta, se está diciendo que a uno le interesa lo que esa persona está viviendo y lo comparte. Cuando las relaciones son tensas, están rotas o son poco significativas, sucede todo lo contrario. Entonces se huye de ella, se finge no verla cuando pasa junto a nosotros, se cambia de ruta sí se cree que se la podría encontrar o uno «se olvida» de que se va o de que viene. Pensar que si el otro no se da cuenta no le hago ningún mal, indica más falta de responsabilidad que ingenuidad. Sería bueno recordar que la ficción o el olvido son mensajes precisos que llegan infaliblemente al destinatario.

Pero hay más ejemplos en la vida de comunidad. La presenta o la puntualidad en los «actos comunes» no sólo indica que »e es fíel al horario o que se cumple un compromiso, sino sobre todo lo importante que es la presencia de los demás en nuestra vida, la alegría de estar juntos. ¡Qué atención y delicadeza la del que espera al hermano que llega tarde, le calienta la cena y le acompaña mientras come! Y al contrario, ¡qué tristeza la de esas comidas en silencio casi total, o escuchando casi religiosamente a tele, bien recostados en los sillones y riéndonos a mandíbula batiente! Porque así nos ahorramos el trabajo de tener que edifi car día a día la fraternidad, hablando entre nosotros y riéndonos juntos71. También aquí hay un mensaje que se transmite inmediata e inevitablemente y que tiene un gran influjo en la vida de comunidad.

Porque estas «omisiones» en la comunicación, esta falta de diálogo, sobre todo si es fruto de un lúcido cálculo o de una gran inconsciencia, es lo que empobrece la vida común, alejándonos cada vez más a unos de otros y también de Dios. Desde luego, mucho más que los enfrentamientos, por duros que sean. Pensemos también en la capacidad expresiva del rostro o de la mirada. ¡Cuántas cosas se comunican con una sonrisa o arrugando el entrecejo, con una mirada cortante o con un gesto de agrado o de profundo desprecio, con ojeadas curiosas o con miradas ausentes! Y también con las manos, con la postura del cuerpo, e incluso con ese silencio a menudo tan elocuente. Sentados en el compartimento de un tren, inmediatamente se deja traslucir sin abrir la boca que no se tienen ganas de hablar o que no se quiere hablar de un tema concreto, o con una persona determinada o de un modo preciso, es decir, que no se está dispuesto a encontrarse con nadie. El cuerpo y la conducta constituyen un lenguaje72.0 lo que es lo mismo: el cuerpo tiene un lenguaje propio y verdadero73.

Estas comunicaciones sensoriales-gestuales llenan literalmente nuestra jomada y, aunque no siempre son conscientes, condicionan las relaciones interpersonales. Los últimos descubrimientos de la psicología dicen con mucha claridad lo absolutamente iluso que es pensar que la ausencia de comunicación es algo neutro que no favorece la relación pero que tampoco la perjudica. Algo que todavía es más evidente si no olvidamos la complejidad del lenguaje corporal, que a veces surge de lo más profundo. Por eso en algunas expresiones del rostro o en

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algunas posturas concretas del cuerpo se puede entrever y casi tocar el inconsciente, aunque no quepa una lectura inmediata y automática. Un inconsciente que puede estar en abierta oposición con el consciente. Es decir, el lenguaje corporal puede revelar a veces una intención y unos contenidos de comunicación muy distintos a los que pretende explícitamente el que comunica. Nos encontramos, una vez más, en el terreno de las comunicaciones no intencionales, y queda claro que la frontera entre ambos tipos de comunicación no siempre es evidente, de manera que el lenguaje corporal, que se sitúa precisamente en la línea divisoria, puede a veces desvelar una intención o un contenido comunicativo distintos de los que manifiesta explícitamente el que comunica.

Otra observación importante. «Cuanto más global es la comunicación y cuantas más vertientes del comportamiento (por ejemplo, palabra, vista, tacto) abraza, la implicación que exige de las personas que se relacionan es tanto más profunda e integral. Porque con que haya un solo circuito en que falle la comunicación, toda ella se viene abajo y se reduce a nada, porque se ha cortocircuitado»74. Tiene que haber convergencia entre la palabra, lo que significa y el gesto que la expresa. No se puede decir a un hermano «buenos días», ni darse la paz en la eucaristía, mirando a otro lado o con un gesto de indiferencia y exclusivamente ritual, ni con un abrazo fingido o con un apretón de manos para cumplir, ni con una mirada triste y deprimente, ni mascullando palabras incompren-sibles. SÍ se quiere emitir eficazmente un mensaje sin caer en la Babel de las comunicaciones contradictorias o en la incomunicabilidad, palabra e intención, mirada y gesto deben ir en la misma dirección. Porque, de otro modo, el riesgo es tanto mayor cuanto más compleja y pluridimensional es la comunicación.

En la liturgia es también frecuente este tipo de comunicaciones. Cantar y rezar juntos muestra una coralidad, que brota de lo más hondo y que se manifiesta también mediante la puntualidad en la oración común, en la armonía de las voces que oran, en la buena cadencia rítmica, en la misma tonalidad, en una participación realmente coral para que la oración de cada uno sea sostenida por la oración de todos y para que la palabra que se dirige a Dios sea palabra de todos, diálogo que nos une entre nosotros a la vez que nos sitúa delante de Dios. Pues la oración común es el primer lugar donde nos decimos unos a otros la alegría de ser hermanos y donde todos manifiestan lo hermoso de vivir juntos con un solo corazón y una sola alma-

Pero también puede pasar absolutamente lo contrario. La ausencia sin motivos, llegar tarde a la oración común, no participar activamente en ella, no seguir la misma cadencia (unos corren demasiado y otros van más lentos; unos bisbisean las palabras mientras oíros las declaman; unos bostezan y otros están «en otra parte») no sólo indican que la relación con Dios es realmente pobre, sino también la escasa consistencia del sentido de fraternidad. Cuando esto sucede, también la liturgia comunitaria puede ser un rito diario donde imperan la incomunicabilidad y la falsedad. Y entonces la fraternidad acaba pareciéndose al pueblo a quien acusaba el profeta de honrar a Dios con los labios, pero no con el corazón, de estar lejos de Dios y de los hombres (cf. Is 29, 13). Podríamos decir lo siguiente: ¡Mira cómo reza una comunidad y verás el calor y la autenticidad de su fraternidad!

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Comunicaciones simbólicas

La comunicación simbólica se da entre dos o más personas por medio de una tercera realidad, el símbolo, que expresa lo que el emisor quiere decir y que el receptor puede recibir como tal. Si un padre regala a su hijo de dieciocho años, que aún no ha decidido qué va a estudiar, dos volúmenes de anatomía, está muy claro que con este símbolo le quiere decir que escoja medicina. Un ramo de flores en la habitación del que acaba de llegar, el ambiente, la comida, el sitio en la mesa bien preparado, la limpieza de los locales comunes, la nota o la llamada telefónica cuando se está lejos de la comunidad, algunos detalles sencillos (desde no hacer ruido hasta atender a los enfermos y ancianos) o pequeñas atenciones (desde acordarse del santo, del cumpleaños, de la fecha de profesión, de ordenación, etc. hasta los humildes servicios de la vida de cada día) son símbolos de consideración y de afecto, signos de lo significativo que es el afecto y de que se considera a la comunidad como la propia familia. Naturalmente que, cuando los signos son radicalmente opuestos, pasa todo lo contrario.

De este tipo de comunicaciones están llenas nuestras jornadas. Y hay mucha gente que está muy atenta a los símbolos que utiliza, pero también hay otra que sonríe con aires de suficiencia ante estas cosas y ante muchas ocasiones propicias al encuentro muestran una sensibilidad... de elefantes- Quizás se les pueda aplicar lo que Hans Urs von Balthasar dice sobre los que son insensibles ante la belleza: «se puede tener la seguridad de que estos -manifiesta o secretamente- no son ya capaces de orar y, muy pronto, tampoco podrán amar»75. Sobre todo en las comuni-dades masculinas, ¡hay que ver con qué ligereza y superficialidad se desaprovechan estas posibilidades de relacionarse por considerarlas superfluas e irrelevantes! Las comunicaciones simbólicas sostienen y promueven en buena parte las relaciones interpersonales o las dificultan y anulan. Hay que recordar que cuando la persona las utiliza de una manera no del todo intencional, el destinatario siempre las recibe al menos inconscientemente y por tanto siempre dejan huella.

Comunicaciones no intencionales

La comunicación es no intencional cuando el sujeto emisor sabe que transmite un determinado mensaje, del que es más o menos consciente. Puede ser de varias clases.

Comunicaciones metasensoriales conscientes

Son aquellas cuyo contenido conoce el sujeto emisor, pero no lo quiere expresar o lo hace sin darse cuenta. Es el caso, por ejemplo, de juicios o valoraciones que jamás «se dirían» a la cara, pero que en realidad se transmiten por canales no controlados ni por el sujeto emisor ni por el receptor. El ejemplo más corriente es cuando alguien juzga y condena claramente en su interior a otro, intentando por todos los medios que no se trasluzca al exterior, e incluso dando muestras visibles opuestas a lo que piensa, creyendo que así lo esconde, o tratando de tranquilizar su conciencia. Pero esa opinión negativa encontrará Imil subterfugios para manifestarse y condicionará ocultamente su ¡-comportamiento, para terminar sin remedio antes o después alcanzando su objetivo por caminos retorcidos e incontrolados.

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Son, pues, verdaderas y auténticas comunicaciones, porque transmiten mensajes, pero se llaman metasensoriales porque no se producen por la vía normal de la palabra, del gesto o del símbolo t como muestra clara y distinta de que se quiere comunicar un mensaje concreto, pero mediante la implicación más global y compleja j de todo el ser, por encima de los simples sentidos y del control de I tos mismos. Pues el hombre puede controlar sus palabras y hasta cierto punto también sus gestos, pero mucho menos sus emociones y sentimientos, sobre todo cuando no sabe de dónde vienen y "provocan o acompañan a una percepción incorrecta de la realidad y de los demás. Estas sensaciones emotivas tienen un lenguaje propio, a veces extraño y misterioso, y tienen manifestaciones poco agradables como algunos síntomas psicosomáticos, enrojecimiento súbito del rostro, aceleración del ritmo cardíaco, sudores excesivos y temblor de brazos o piernas. Incluso en ocasiones incapacitan para afrontar algunos ambientes, producen embarazo ante ciertas personas, generan sentimientos de rechazo, de antipatía, extraños cambios de humor, etc. Y, sin embargo, ese lenguaje esconde aspectos del yo más profundo de la persona, contiene parte de la verdad de su ser: «El lenguaje del cuerpo nunca engaña, porque no conoce el cálculo y porque es más veloz que la mentira y llega antes que ella. Cuando el calculo y la mentira quieren intervenir, el cuerpo ya ha dicho lo que tenía que decir»7''. Pero quizás el aspecto más relevante son las consecuencias, es decir, los modos como se transmiten estos juicios o estas sensaciones perceptivo-interpretativas, sobre todo en relación con los demás. Esquemáticamente, podemos decir que surge un proceso que consta de varias fases : 1. Al ser yo quien emite un determinado juicio, es obvio que influirá en mi comportamiento con el otro- Si pienso, por ejemplo, que el que está a mi lado es un tipo agresivo o con afán de domi- nio, trataré de defenderme y hasta es posible que me defienda atacándole sin darme cuenta, muy sutilmente (e independientemente de que él me ataque o no me ataque). Es decir, espero de él un comportamiento agresivo. La opinión que tengo de él genera en mí unas expectativas que se manifiestan en mi comportamiento y lo condicionan. Y todo esto absolutamente al margen de la realidad.

2. Estas expectativas fomentan inevitablemente en el otro la conducta correspondiente. De una forma a veces imperceptible, pero real y eficaz, y sin quererlo en absoluto, induzco al otro a que se comporte de acuerdo con la idea que tengo de él. Si yo me defiendo agrediéndole, lo normal es que él actúe en consecuencia. Desde luego que podrá no hacerlo, pero en lo que de mí depende le estimulo inconscientemente a reaccionar de una forma que confirme lo que pienso de él. La verdad es que esto no tiene nada de extraño, pues todos buscamos siempre y espontáneamente que la realidad confirme lo que pensamos, hasta el punto de que, como dice Nietzsche, «cuando nos vemos obligados a cambiar de opi-nión respecto a alguien, le hacemos pagar caro el malestar que así nos ocasiona»77. Lo que sí es realmente extraño es que yo conteste y condene lo que he contribuido a provocar.

3. Cuanto más frecuente es este comportamiento para con el otro, con tanta mayor eficacia se transmite el juicio, de forma que no sólo capta lo que opino de él y tiende a actuar en consecuencia, sino que en cierto modo empieza a pensar que

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tengo razón, que es como yo pienso^. Cierto que esto no siempre ocurre así por necesidad, porque el otro puede ser una persona madura y autónoma y dejarse condicionar menos por el proceso que hemos descrito. Pero de todas formas ahí queda el mensaje, el estímulo ha llegado a su destino. Las consecuencias de este tipo de comunicación son particularmente importantes en el proceso educativo y formativo y desde luego en la vida de comunidad. En el fondo, eso de que el otro es lo que yo pienso de él tiene parte de verdad, pero conviene recordar que todos somos en cierto modo responsables de lo que hace nuestro hermano y del concepto que tiene de sí mismo. No hay que olvidarlo. Porque hasta es posible que este asunto tenga su cara positiva. Si quiero que el otro cambie, lo primero que debo . hacer es cambiar la idea que tengo de él, enviarle un mensaje posi-J tivo que diga que lo estimo y que creo que es capaz de cambiar, de ; mejorar lo que es, para ser lo que está llamado a ser. En este caso, j la comunicación metasensorial transmite un mensaje positivo y 5 constructivo, comunica estima y confianza que hacen crecer y el | proceso está cada vez más bajo el control del sujeto emisor. ; Comunicaciones metasensoriales inconscientes

A diferencia de las anteriores, el contenido de estas comunicaciones es desconocido (o conocido sólo parcialmente) por el sujeto emisor, pero a pesar de eso se le envía al receptor, aunque de una forma mucho más incontrolada (casi misteriosa) que en las metasensoriales conscientes. Estas comunicaciones contienen normalmente juicios sólo implícitos, valoraciones sin formular, un modo de ver al otro que no se concreta en una clasificación explícita, en un auténtico juicio, pero hace que ante el otro se adopte una actitud, un modo de estar en su presencia y un estilo peculiar de relacionarse con él. Igual que en las comunicaciones metasensoriales conscientes, también aquí se verificará el proceso del juicio-expectatívas (juicio y expectativas que ahora son sólo inconscientes e implícitas), comportamiento consecuente e inducción a una conducta y a un concepto de sí coherentes con lo anterior. Y por tratarse de material inconsciente y por tanto no controlable, es posible incluso que el peligro de condicionamiento, con efectos todavía más nocivos para la relación, pudiera ser mayor. Si queremos, pues, cultivar en nuestras comunidades la «ecología de la comunicación», es indispensable que cada uno conozca su mundo interior, los sentimientos, sensaciones, los juicios más o menos explícitos que a veces no percibimos para adaptarlos a la realidad de lo que el otro es de verdad y de lo que está llamado a ser, Y ello para controlar lo más posible el mecanismo de la comunicación o para transmitir a los que están a nuestro lado sólo lo que les hace crecer y lo que fomenta las relaciones fraternales.

En este puro esbozo de una tipología de la comunicación, una cosa es clara; que comunicar es un tema complejo y articulado que no se reduce ni mucho menos a la simple palabra. Tampoco es algo improvisado y puramente interrelacional, sino que la palabra, el gesto y el símbolo son expresión de la realidad intrapsíquica del individuo y a veces esconden intenciones que nada tienen que ver con las que se dicen en público o tienen carácter oficial. Hemos de decir, finalmente, que esta tipología no intenta ser exhaustiva y que tampoco -mucho menos- puede aplicarse rígidamente. En una misma comunicación puede haber mezcla de elementos intencionales y no intencionales; además, esto

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podría ser no la excepción, sino la regla. En todo caso una posibilidad permanente y nada eventual. Una muestra más de lo complejo que es todo esto y de la necesidad de prestar una nueva atención, más inteligente y fecunda, a este aspecto de nuestra vida personal y comunitaria.

Algunas consideraciones operativas

No pretendemos abordar toda la problemática en tomo a la dinámica psicológica de la comunicación, pero vamos a ofrecer algunas orientaciones prácticas sobre las dos vertientes clásicas de la comunicación: la vertiente de contenido y la vertiente rela-cional. En cuanto a los contenidos, analizaremos sobre todo las comunicaciones intencionales. En la vertiente relacional es inevitable que estudiemos también las comunicaciones no intencionales. Pero, una vez más, sin hacer divisiones rígidas. Otra ventaja de esta opción es, además, que las unidades de contenido y las cualidades relaciónales son las que crean entre el emisor y el receptor esa plataforma comunicativa que es condición indispensable en toda relación. Pues la comunicación auténtica tiende a lograr un consenso sobre un saber en el que emisor y receptor se reconocen o, como afirmaba la definición de Gadamer, es «transformarse en lo que se tiene en común». tiente de contenido: Virtiente de contenido : pedagogía de los últimos

Todo el que se pone en comunicación, bien en plan de diálogo con un solo interlocutor, bien en plan informativo o didáctico con varios interlocutores, desea que se le entienda y para eso programa cómo estructurar y formular los mensajes que re transmitir. Al menos eso es lo que debiera hacer. Más concretamente la comunicación no debe nunca perder de vista tiene que codificar y ordenar los mensajes adaptándolos a la persona del receptor, a su experiencia vital, a lo que piensa de sí mismo. No se trata, desde luego, de adoptar una postura de comprensión benévola o de ponerse «caritativamente» al niveI del otro, sino de una condición indispensable para toda clase de comunicación. Pero, ¿hasta dónde se debe estar pendiente del otro? a psicología de la comunicación nos dice que a este propósito hay una auténtica ley en la que no se ha insistido lo suficiente; la capacidad de comunicación de un grupo en su red de iones es igual a la de su miembro más débil en el aspecto comunicativo a la del miembro con menor capacidad de relación. -El último, el «pobre» del grupo (el niño, la madre de fami-i viejecita, la persona sin formación, etc) da la medida de las posibilidades de comunicación de un grupo, marca ía línea illa de la cual no habría ninguna comunicación de grupo. El que comunica tiene que adaptar el estilo y los contenidos de su mensaje a la capacidad de comprensión del último.

Esto tiene una importancia capital. No se trata de simple técnica lingüística ni de mero ajuste verbal, sino que implica a comunica y a su vivencia del contenido que quiere aún más en concreto, este tema de la psicología de la comunicación pone en entredicho su capacidad de captar el núcleo del aje que comunica, de entender a fondo su esencia. Es decir, [ación personal con la verdad. Sólo quien comprende el o y la esencia del mensaje podrá luego anunciarlo eficazmente y hallar mil formas, ejemplos, parábolas y modos distintos de transmitir la misma verdad, adaptándola creativamente a versas situaciones de los que escuchan. No se trata de ponerse -a

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veces con aires presuntuosamente compasivos- al nivel cultural del otro, sino de captar mejor, más plena y profundamente la verdad. Tampoco se trata de ser muy hábiles y creativos para transmitir con originalidad el mensaje a los demás, sino de ser capaces de «traducir» primero ese contenido para sí mismos- Pues, hablando con rigor, sólo se puede comunicar lo personal o lo que llega a ser personal.

Recordemos que Neuwen decía que comunicar es sobre todo anunciarse a sí mismos, «llegar al yo más profundo de cada uno» y, por tanto, liberarse de las resistencias y barreras, conscientes o inconscientes, que desfiguran, trivializan, teorizan o esterilizan la percepción de la verdad impidiendo verla más de cerca, disfrutarla, contemplarla y personalizarla lo necesario para sentir la urgencia de anunciarla. Desde esta perspectiva, el modo de comunicar debe llevar a quien anuncia a analizar concienzudamente cómo percibe la realidad y con qué libertad interior se adhiere a la verdad. El pobre y el último del grupo no dan sólo la medida de la capacidad de comunicación que hay en él, sino que con su mayor o menor comprensión de las cosas indican también qué capacidad tiene el emisor para hacerse entender. Es decir, muestra en definitiva hasta dónde llega su inteligencia y personalización de la verdad, En este sentido es verdad la afirmación a primera vista paradójica de Wiener: «Nunca sé lo que he dicho exactamente hasta que no oigo la respuesta a lo que he dicho»79.

Quizás parezca exagerado o demasiado tajante, pero normalmente es así (todos lo sabemos más o menos por experiencia). La reacción de mi interlocutor es la que me hace ver lo que he dicho realmente, lo que he logrado transmitir, prescindiendo de mis buenas intenciones. Por consiguiente, lo que no logro que el otro entienda, lo que no soy capaz de conseguir que le parezca importante a quien no tiene cultura o está muy lejos de mi forma de ver la vida, es que todavía no lo he asimilado suficientemente. ¿Pero qué tiene que ver todo esto con la vida de comunidad y con la comunicación dentro de ella? La pedagogía «de los últimos» no es una ley más de la comunicación, ni una destreza téc- nica relacionada con la formación cultural o la experiencia práctica, pero sobre todo no es algo instintivo que se pueda improvisar. Al contrario, se aprende poco a poco, es una sensibilidad que madura con mucha lentitud, una especie de costumbre de decir lisa y llanamente las cosas importantes de la vida con el lenguaje de la vida normal, con los medios de siempre, con tonos sencillos. Por lo tanto, también y sobre todo, con las personas con las que se comparte la vida diaria. Con ellos, es decir, con los hermanos y hermanas de la propia comunidad es donde cada uno aprende la pedagogía «de los últimos», donde se adquiere poco a poco la mentalidad de compartir los bienes espirituales, poniendo a disposición de todos los bienes que se han recibido, porque nadie puede pretender improvisar fuera (en el apostolado) lo que no es capaz. de hacer dentro (en comunidad). Es una especie de ley-corolario de la ley básica, y evangélica, de la pedagogía «de los últimos». Podemos decir en cierto sentido que los «últimos» son sobre todo los hermanos y hermanas de la propia comunidad, a quienes todo consagrado debe saber confesar su fe y su proceso espiritual de forma perfectamente inteligible. No podría ser de otro modo, pues no tendría sentido dárselas de profesor y de sabio, o utilizar un lenguaje artificial y pedante con los que comparten la vida y los trabajos, las dudas y los miedos, las esperanzas y desilusiones de todos los días. Y que, además, conocen

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mutuamente sus virtudes y defectos. Es decir, con los que son de la familia, sólo vale el lenguaje familiar. Tener que «hablar de Dios» con ellos en el lenguaje de cada día es muy didáctico y altamente providencial, así como provechoso y atractivo por su valor educativo. En este sentido podríamos hablar de la comunidad-laboratorío, esto es, de un lugar donde se aprende individual y comunitariamente a narrar la experiencia de Dios80 y a dar razón de su esperanza de forma comprensible para todos; de un lugar donde se aprende a anunciar el Evangelio en la línea de la nueva evangelización.

Si como ya hemos dicho en la primera parte, compartir es el modelo del anuncio de la nueva evangelización, este modelo no puede ser ajeno a la realidad global de la vida consagrada, sino que también debe distinguir profundamente la dinámica interna de la comunidad, debe ser un estilo de vida y de fraternidad, un modo especial de entender y vivir la comunicación. Un talante que se caracteriza por el intercambio de una palabra que expresa el don que viene de lo alto y que lo pone a disposición de todos, desde el hermano más débil o menos dotado, hasta el más difícil de entender o del que está encerrado en sí mismo. Y todo eso para construir fraternidad. ¿Es que no cabe suponer que muchos se hayan vuelto duros de corazón (y de oído) precisamente porque la comunicación ha sido realmente anodina? ¿es que no es posible que alguien se haya vuelto «sordomudo» de tan poca o nula conversación espiritual como ha habido? Si queremos, pues, que en nuestra comunidades haya comunión, tenemos que liberar la comunicación y respetar sus leyes, entre otras la de la pedagogía «de los últimos», teniendo muy presente que los últimos no son solamente los pobres y los que están lejos, sino sobre todo los hermanos que viven con nosotros, sobre todo algunos. Sólo cuando la comunicación les llega también a ellos, sólo cuando el afecto encuentra las palabras justas para expresar meridianamente el don de Dios para que disfruten de él y lo manifiesten, sólo entonces es cuando se abren paso el compartir, la fraternidad y el apostolado. ¿Qué sentido tendría compartir el apostolado, cómo sería posible evangelizar a los pobres y humildes, si antes no «nos preparamos» esforzándonos en comunicar con palabras claras e inteligibles nuestro camino espiritual a nuestros hermanos de comunidad, sobre todo a los «últimos»? El esfuerzo de compartir en la comunidad confirma y autentifica ese mismo esfuerzo en el apostolado, crea continuidad entre las dimensiones comunitaria y apostólica, fomenta en la persona consagrada la unidad de vida, garantiza la fidelidad al principio evangélico de la pedagogía «de los últimos», y precisamente por esto, hace que se consiga la sabiduría y la bie-naventuranza que Jesús prometió a los pequeños y humildes.

Compartir es difícil, pero premia siempre, sobre todo cuando el esfuerzo de confesar la fe al hermano permite -a largo plazo y con delicadeza- entrar en el misterio de su mismo camino de fe, participando así de sus dones y descubriendo por encima de las limitaciones y de las apariencias (¡y quizás antes de la muerte del hermano!), una riqueza espiritual impensable e inédita. ¿Cómo es posible que haya que esperar a que alguien se muera para darse cuenta de su espiritualidad? («¡Quién lo hubiera dicho!»). ¿Tiene sentido que el que vive en comunidad tenga que manifestar su riqueza interior haciendo confidencias ocasionales a alguien o confiándolas a algún escrito privado que sólo se conoce o «se publica» con carácter postumo contribuyendo sólo así a la edificación de todos, una edificación un poco avergonzada y tardía (que a veces sirve para rehabilitar la imagen)? ¿No sería más lógico y provechoso que la riqueza del don de Dios pudiera circular siempre libre y

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directamente a través del «titular» del don, para convertirse en riqueza de todos en un fecundo intercambio de bienes? En nuestras fraternidades hay un bien oculto que puede quedarse ahí porque la comunicación no llega todavía a todos y con demasiada frecuencia margina a los que, desde una perspectiva humana, le parecen débiles. Hay que aprender (posiblemente recuperar) a decir y a dar la palabra a todos. Quizás sea preciso bajar el tono y subir la calidad de nuestros intercambios. Porque sólo entonces comunicar y compartir hacen realmente comunidad.

Aspecto genético: silencio, escucha y palabra

Tras haber analizado y aclarado este aspecto tan decisivo para una comunicación auténtica en la comunidad, estudiaremos a continuación el aspecto genético y evolutivo de la comunicación verbal. Estamos convencidos de que para que la palabra se manifieste en toda su belleza, primero hay que escuchar y luego hay que saber callar.

El silencio

«El diálogo más logrado es aquel en que se guarda silencio»8'. Una afirmación a primera vista paradójica, pero que nos revela con absoluta claridad e inmediatez el carácter funcional -¿podemos decirlo así?- del silencio, su humildad y funcionalidad, pero también su ambigüedad fundamental, no siempre perceptible. El silencio no es mutismo, ni ausencia de palabra o de comunicación. No es mutismo, porque ello supondría el final de la comunicación y de la fraternidad. En cambio, es «la condición por la que (o en la que) consigo escuchar de verdad a alguien»82; gracias al silencio puedo escucharme a mí mismo (lo que es más raro de lo que parece), a los demás (siempre que sea capaz de no cubrir su realidad con mis palabras o pensamientos) y a Dios (cuando estoy realmente ante Él y ante su misterio). Es decir, el silencio es por su propia naturaleza relaciona!, entabla relaciones no sólo con los demás sino también con uno mismo (es reflexivo). El silencio es, finalmente, premisa indispensable para una auténtica vida de comunidad. El silencio es, pues,... comunitario.

Silencio relacional

El silencio nos fascina y nos mete miedo al mismo tiempo, nos atrae y nos asusta porque nos sitúa ante el misterio, ente lo inédito, ante una realidad que desconocemos y que nos supera, pero que nos parece importante para nosotros. Pero, además, no hay más remedio que hacer silencio para contactar con la reali-dad, sobre todo para hacer sitio al otro en uno mismo, para acogerle tal como es, para escucharle y comprenderle.

El silencio tiene, por naturaleza, un carácter «relacional», nace de la relación y prepara para ella. Por eso es una enorme equivocación creer -como sucede a menudo- que el silencio es ausencia de relación o enclaustramiento en sí mismo. Al contrario, el silencio es la premisa que posibilita el encuentro y también la escucha. A. Neher, comentando el Shemah Israel, hace esta fina observación: «La vida judía, al acoplar su ritmo no alrededor de un dogma afirmativo (creo..., sé...), sino en tomo a una llamada imperativa ('Escucha, Israel'), hizo del silencio una de sus normas. Pues el silencio es condición sine qua nnn para escuchar,

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y quien no calla mientras habla el otro, no está en actitud de diálogo»83. El silencio es parte esencial del compromiso del que quiere abrirse al otro y entablar relaciones. Y lo es como momento de crecimiento y de purificación del deseo, como lugar donde se recibe hospitalariamente al otro (o al Otro) que viene. El parlanchín, el que es incapaz de concentrarse, el que necesita ruido y alboroto, el que no sabe vivir sin atiborrarse de palabras y sonidos, de imágenes y de distracciones (el teleadicto o el radioadicto), teme el silencio y la soledad pero por otro lado no es capaz de vivir ninguna relación, porque carece de la premisa básica para acoger al otro, esto es, del silencio. Para aprender este silencio relacional y positivo, dos condiciones son indispensables: que haya interés por acoger y escuchar, que depende de la estima y del amor que se sienta por los demás .y del reconocimiento del lugar que ocupa en mi vida; y que el silencio interior sea algo familiar, que haya contacto con el yo más profundo, para lograr la concentración y la unidad de mente, corazón y voluntad que me permita mantener la verdad de mi ser ante la verdad del otro y de Dios. Es el silencio de la reflexión. Silencio reflexivo

Dice Bruno Giordani que «el silencio es como una habitación que podemos hacer dentro de nosotros, un cuarto donde refugiamos ante los perturbadores mensajes del entorno, para sedimentar la oleada de pensamientos y de emociones, para acopiar nuevos recursos en los manantiales de nuestra vida. En este sentido, el silencio es una dimensión espiritual de la persona y una condición para promover la unidad de todos los recursos internos»84. Es el silencio de la reflexión, del hombre interior que se pliega sobre sí mismo, reflexionando sobre su realidad y verdad para abrirse después a la relación y a la comunicación. Porque entonces y sólo entonces es cuando se puede hablar con eficacia: «La palabra pesa cuando se percibe en ella el silen- ció... El silencio es el contenido secreto de las palabras que realmente importan. Un alma vale lo que valen sus silencios»85. El silencio, pues, tiene dos vertientes, una reflexiva y otra relacional. Dos movimientos estrechamente unidos entre sí, que se garantizan y autentifican mutuamente. Con el silencio se toman ciertas distancias de la realidad, de una forma de comunicar y de vivir la relación. Podríamos decir que se crea un vacío en tomo a uno mismo para entrar en la soledad, en una dimensión un poco enrarecida que se caracteriza por la ausencia radical de estímulos. Pero en esta ausencia se descubre una presencia y nos preparamos para descubrirla y acogerla en su verdad. De este silencio, de la relación con Dios que en él se entabla -oración o contemplación- nace la relación con los hombres mediante el diálogo, la amistad y la fraternidad.

El silencio que crea la comunidad

La comunidad nace también de este silencio, también la fraternidad tiene raíces silenciosas. Digámoslo con una expresión paradójica: el silencio genera soledad para romperla (o abrirla) de inmediato, crea a la vez soledad y relación. Callar es un arte, una virtud nada fácil para nosotros hombres de la palabra, que vivimos en un mundo de palabras hinchadas, meros sonidos a veces desagradables que con frecuencia aturden y atontan. Para aprender el silencio relacional hay que ejercitarse y trabajar. En este sentido, la

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vida consagrada posee una rica tradición; siempre ha apreciado enormemente el silencio como guardián fiel y discreto de valores y palabras, de sentidos ocultos y misteriosos86; como uno de los símbolos más significativos de pertenecer a ese Dios que ve en lo secreto y cuya Palabra es «una sutil voz de silencio» en un mundo mareado por el exceso de palabras y atraído por el brillo de las cosas. En nuestras comunidades, el silencio ha sido a veces quizás excesivo y sobre todo disciplinar, más caracterizado por la ausencia de palabras que por la disposición a la relación. Antes algunos momentos del día eran tiempos de «gran silencio», marcados sobre todo por la prohibición de la palabra, y probablemente para algunos han sido momentos de silencio obligatorio y pesado. Las cosas hoy ya no son las mismas, y hay quien se pregunta si lo que pasa es que ya no somos capaces de «estar en silencio». Sería muy peligroso. Y, sin embargo, lo dice implícitamente el documento sobre la vida fraterna al referirse a la pobreza de comunicación en nuestras fraternidades. Está claro que si la comunicación es pobre, probablemente el silencio no lo será menos, o porquero existe, o porque se reduce a ser ausencia de voces y ruidos, o porque es mutismo y cerrazón al otro. En suma, un silencio negativo donde sólo es posible la palabra-tópico, la palabra-etiqueta, la palabra banal y repetitiva, la palabra vacía que pretende o simula llenar el vacío. Es, pues, urgente, para una buena comunicación en la comunidad, que se recupere el sentido y la riqueza del silencio, porque sólo «el que ama el silencio y lo busca es capaz de hablar, de escuchar, de estar en actitud receptiva»87. «Todos debemos defender nuestros momentos de silencio, respetar los de los demás y hablar en el momento justo. Porque entonces la palabra será como un brillante, como una perla preciosa bien tallada, y tendrá una eficacia total. Es muy importante que cada uno se reserve sus momentos de silencio, de meditación y de escucha de la palabra de Dios. La verdad es que cuando hablamos entre nosotros de cosas importantes, sabemos apreciar esas pausas de silencio que cuando dos personas se aman dicen mucho más que todas las palabras juntas»88. Una partitura musical sin silencios es una partitura a la que le falta algo. «También las pausas de silencio, lleno de significado, distinguen los encuentros de personas que se comunican a muy profundo nivel. Donde desde luego no hay lugar para el silencio es donde se riñe, donde se discute, donde se manifiestan sentimientos que no se tienen o donde sólo se busca el propio interés»89.

Lo mismo pasa con Dios. La oración precisa de estas pausas de silencio, de un silencio auténtico, lleno de Presencia, donde resuene la Palabra, atento a la escucha y abierto a la comunión. Porque si no, la oración es monólogo inútil, palabrería estéril o reflejo del caos que hay dentro de nosotros y que no deja que la Palabra lo ponga en orden. Desde esta perspectiva, «el silencio es el ejercicio lógico de quien es consciente de estar bajo la Palabra»90 y para la Palabra en cada uno de nosotros y en medio de todos. Este es el silencio positivo que debe presidir nuestros intercambios fraternos, «semejante a un útero fecundado que guarda y acuna el ser antes de parirlo en el acontecimiento de la palabra... El silencio prepara la palabra y es la fuente privilegiada de donde brota»91. Del encuentro fecundo entre silencio y palabra, palabra divina y palabra humana, nacen la comunión verdadera y la verdadera comunidad. Si fuéramos capaces de cultivar de verdad este silencio, nos entenderíamos mucho

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mejor. Como decía Fellini en Voz de la luna: «Creo que si todos nos calláramos un poco, quizás pudiéramos oír...» . La escucha

«Al principio era la Palabra, e inevitablemente también la Escucha. Pues se dice (Jn 1, 1.3) que 'al principio ya existía la Palabra. La Palabra se dirigía hacia Dios (en pros ton theón)'. Es decir, no tenía una actitud de coexistencia estática, sino de escucha dinámica, religiosa y obediente... En el ser que es Dios y en el ser que son los hombres, ese ser se caracteriza profundamente por la relación mediata entre palabra y escucha»93. El silencio es lo que hace posible la escucha, es tanto más posible cuanto más callado permanece todo lo demás94, porque exige estar muy atento e implica todo el psiquismo del que escucha. Escuchar es un acto estrictamente personal porque cada uno deja resonar de una forma muy peculiar la palabra del otro. Pero es también profundamente espiritual y por eso no sólo la palabra sino también la persona del otro se introduce en la vida de quien sabe escuchar.

Dios también escucha. Es importante que no lo olvidemos. El Hijo está permanentemente a la escucha de Dios Padre desde toda la eternidad, igual que el Logos encarnado está continuamente pendiente de la palabra de aquel de quien procede (cf. Jn 1, 1.3.18; 12,49-50). El Padre está sobre todo a la escucha de su Hijo Jesús (cf. Jn 11, 41-42), y en general de todo el que le presta atención (cf. Is 59, 1-2). Pero Dios escucha con especial atención a los que hablan y gritan, pero no encuentran a nadie que les escuche. «Como escuchador. Dios tiene que ver sobre todo con los débiles, oprimidos y pobres que llaman, gritan, se quejan, lloran, piden y desean»95. Por eso escucha a Agar (cf. Gen 16,11), a Israel (cf. Ex 3,7-8), al pobre (Ex 22, 26), al huérfano y a la viuda (Ex 22, 22). Jesús proclama bienaventurados a quienes le escuchan (cf. Le 8, 19-21; 11, 27-28) y el Apocalipsis comienza con la misma bienaventuranza (cf. Ap 1, 13). Por otro lado, Santiago afirma: «Todo hombre ha de ser diligente para escuchar y parco en hablar» (Sant 1, 19). A la vista de la insistencia de la Biblia en lo importante que es escuchar, sorprende aún mucho más la situación en que vivimos, esta sociedad «en que todo el mundo habla y nadie escucha»96.

Sobre todo si escuchar no es sólo callarse para que el otro hable, sino la disposición a acogerle poniendo a su libre disposición lugar y tiempo en nuestra vida; asimismo, la disposición de entrar cada vez más en contacto con su vida, con su yo, para ver cómo siente y ve las cosas. Esta definición descriptiva de lo que es escuchar, nos obliga a preguntarnos qué pasa con la escucha en nuestras comunidades, no sea que también en ellas «todo el mundo hable y nadie escuche». No es cuestión de exagerar, pero creo que todos hemos asistido a «diálogos de sordos», cuando alguien se encastilla en sus posiciones sin escuchar las razones del otro; todos somos también testigos de lo mal que solemos comportamos sobre todo en los actos comunitarios interrumpiendo al que está hablando, siendo impa-cientes, mostrando aburrimiento y desaprobación, rechazando lo que dice el otro, haciendo otras cosas mientras habla, presumiendo de saber perfectamente lo que va a decir, juzgando apoyados en determinados preconceptos y prejuicios, y tantas otras cosas.

Pero, al margen de los encuentros oficiales, hemos de admitir que en general nos cuesta mucho escuchar a fondo al que habla, poner en ello toda el alma, estar

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en silencio escuchando activamente una intervención o acogiendo a quien nos dirige la palabra, dar tiempo al tiempo sin dejamos dominar por la impaciencia, manifestar con todo nuestro porte, incluso físico, nuestro interés por la persona, suspender al menos por un instante nuestro juicio (o prejuicio), eliminar miedos y reticencias a acoger al hermano, buscar la empatia97. ¡Cuántas reuniones comunitarias chocan con estas actitudes, con estas molestas interferencias que no dejan comunicarse! ¡Cuántos capítulos generales degeneran en discusiones interminables porque todos hablan y no hay quien escuche!98. Señalemos a continuación algunas características del homo audiens, una especie que no debiera escasear en una comunidad de personas consagradas a la escucha y que saben, o debieran saber, que «el primer servicio que uno debe a otro dentro de la comunidad consiste en escucharlo. Así como el comienzo de nuestro amor por Dios consiste en escuchar su Palabra, así también el comienzo del amor al prójimo consiste en escucharlo»99. El arte de la escucha incluye los siguientes modelos:

Escuchar en «lo que» el otro dice, lo que «es»

Cuando alguien nos dirige la palabra, sea cual fuere el motivo y el contenido, en primer lugar nos habla de él, «nos comunica lo que ha experimentado, pensado, vivido y esperado en la alegría y en el dolor. Esto es lo que llamamos revelación 'directa' de la persona, pues ella es aquí el 'objeto' de la comunicación verbal»100, aunque no sea consciente de ello. Escuchar de verdad significa penetrar el diafragma de lo que dice el otro, para ver tras ello a la persona que piensa, ama, desea, sufre, se desahoga, busca comprensión, agrede, se contradice... incluso cuando todo esto, su mundo interior, «se lanza» fuera o se arroja sobre el interlocutor sin orden ni concierto y sus sentimientos parecen trozos de un proyecto desorientado o desconocido para ella misma. He aquí por qué escuchar es un arte finísimo, una disciplina nunca completamente asimilada, que se funda sin embargo en el conocimiento de sí mismo y en el esfuerzo cotidiano por recuperar los trozos del proyecto personal. Este esfuerzo es a la escucha del otro lo que el silencio a la palabra. No es pues sorprendente que Rogers afirme que escuchar es trascender la pantalla de las cosas que se oyen o de la información que nos llega, para «percibir no sólo las palabras, sino los pensamientos, el estado de ánimo, el significado personal e incluso el significado más profundo e inconsciente que el interlocutor me remite»10'. Al menos como actitud de fondo del que escucha o como gesto exquisito de amor ante el misterio del otro.

Escuchar «cómo» lo dice

Si la escucha trata de llegar a la realidad profunda no inmediatamente visible del otro, es evidente que hay que estar muy atentos. Y no sólo al contenido, a lo que dice, sino a cómo lo dice. «Las palabras, el ritmo, el tono, los gestos, la expresión del rostro y otras cosas similares dicen muchísimo de una persona. Pues en el 'cómo' se habla el hombre desvela, posiblemente, su realidad más oculta. Y ello sin que el tema de que se trata sea precisamente su persona... Esta comunicación indirecta de la persona hace que podamos conocer a gente que jamás nos ha hablado expresamente de sí misma. Es la fuente más importante para conocer a alguien»102. Esta clase de atención lleva tiempo y paciencia, y dice bien claro que

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cuando se quiere escuchar a alguien de verdad, hay que acallar todas las demás voces de dentro y de fuera, o dejarlas completamente al margen. «No es posible oír al mismo tiempo más de una sola voz»103. Pero es que, además, como advierte muy seriamente Bonhoeffer, «el que no sabe escuchar detenida y pacientemente a los otros hablará siempre al margen de los problemas y, al final, ni se dará cuenta de ello. El que piensa que su tiempo es demasiado valioso para perderlo escuchando a los demás, jamás encontrará tiempo para Dios y para su prójimo. Sólo lo encontrará para sí mismo, para su palabrería y sus proyectos personales... Aquel que ya no sabe escuchar a sus hermanos, pronto será incapaz de escuchar a Dios, porque también ante Dios no hará otra cosa que hablar. Introduce así un germen de muerte en su vida espiritual, y todo lo que dice termina por no ser más que verborrea religiosa»104.

«Palabrería» es toda palabra que no procede del silencio o de la escucha. «Condescendencia frailuna» es ese consenso y armonía superficiales que no se deben a que la Palabra de Dios, escuchada y transmitida, ocupa el centro de la vida individual o comunitaria. «Pías y hermosas palabras», tratan de camuflar el vacío interior simulando devoción e incluso formación; pretenden esconder la incapacidad de escuchar y de encontrarse con el hermano a base de frases hechas, de tópicos, de pensamientos espirituales, eso sí, llenos de citas bíblicas, que sirven para todos (y para nadie) y que dejan muy bien a uno.

Escuchar con el oído de Dios Habría que escuchar como Dios escucha. Porque Dios es el Escuchador por excelencia. scuchar con el oído de Dios significa que se es capaz de percibir, por encima de lo que el otro dice (y no dice), algo más, «ese plus de la persona y de las cosas que se tienen delante. El misterio de la persona se revela y se comunica a través de la palabra, del discurso, del diálogo y del relato. Pero la persona es algo más. La persona trasciende lo que dice y lo que hace. Y en esta trascendencia, que jamás se puede penetrar y decir totalmente a sí misma, la persona se ofrece y entrega a la hospitalidad de la escucha. 'Estar a la escucha' es justamente esta hospitalidad en el ser que se experimenta sobre todo en el hablar y el escuchar de la amistad y del amor, en los que se acoge ese yo profundo que es 'encantamiento indecible, pensamiento auténtico que se resiste a toda formulación, efusión mística y poesía pura'.

En la palabra de la amistad y del amor, mutuamente donada y acogida, 'cada uno da al otro y recibe de él ese reconocimiento sin el cual no cabe existencia alguna'»'05. Acoger el yo profundo y trascendente es descubrir el proyecto de Dios sobre la criatura, o por lo menos estar abiertos a ese proyecto, entreverlo, descubrirlo en lo que se dice y en lo que no se dice, creer en él a pesar de todo y hacer todo lo posible para que se realice. Pero el mundo, las cosas y los acontecimientos humanos esconden también un plus que sólo se capta plenamente cuando «se está a la escucha». El hombre que está a la escucha, que ob- audit (poniendo la mano en la oreja para oír bien), puede oír incluso a la naturaleza, escuchar su voz y su canto sutil, reconociendo en ella el himno que las criaturas cantan perennemente a su Creador (cf. Sal 89, 6). Y también puede oír la voz de los acontecimientos, de los grupos, de las comunidades y de la historia en general, que

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necesita de un oído atento e inteligente, sabio y perspicaz. Sólo la escucha permanente da paz y tranquilidad, dispersa los presentimientos tristes, protege la vida y la historia del caos, mantiene vivas las relaciones interpersonales y la persona abierta a la perenne novedad e imprevisibilidad del otro, hace que uno no se canse ni se aburra de unas relaciones que inevitablemente se repiten. Es decir, sólo la escucha permanente permite descubrir el Misterio.

La palabra

Ya hemos dicho mucho sobre este tercer elemento de la relación interpersonal verbal. Sobre todo, hemos insistido en que la palabra sólo es sana y construye fraternidad cuando nace de la escucha y del silencio. De otro modo, es inútil, e incluso perjudicial. Puede quedarse en puro y simple sonido, a veces estridente y fuera de tono, a veces oscuro e incomprensible. La palabra y el silencio se precisan mutuamente. Si la palabra es sólo palabra es habladuría ofiatus vocis; si el silencio es sólo silencio puede ser estéril mutismo o autosuficiencia solitaria entre deprimida y presuntuosa.

Hay que educar el lenguaje de hoy para no quedarse en hombres que dicen palabras, sino para ser hombres de palabra, de una palabra clara que diga algo a alguien, que transmita contenidos que ayuden a crecer a quien la escucha. La palabra es la clave del hombre, es el camino para conocer y encontrarse con el otro. El mutismo no es un valor, como no lo es el servilismo hecho de silencios obligados o complacientes ni las distintas formas de autismo psíquico, no necesariamente patológicas. Pero para ello hay que cuidar la palabra, hacer que florezca con todo su vigor y belleza, curar de raíz sus enfermedades, que de uno u otro modo siempre tienen que ver con su génesis o con las condiciones básicas que garantizan su autenticidad: el silencio y la escucha. Veamos ahora brevemente algunas características de la buona locutio. Una buena comunicación, evidentemente, debe ser comprensible. Pero eso sucede cuando se ajusta a criterios muy concretos.

Hay una regla general: Si uno quiere que se le entienda, tiene que adaptarse a los que escuchan, respetar sus exigencias o un cierto «modelo de comprensibilidad»106. Según él, para que haya una buena comunicación hay que seguir los criterios de sencillez, orden, contenido, estímulo y experiencia.

Sencillez

Una comunicación es sencilla cuando el emisor utiliza un lenguaje adecuado que expresa la realidad de que se trata con precisión, con claridad y con un significado unívoco. Y esto implica una gama de atenciones muy compensadas entre sí. La primera tiene que ver obviamente con el contenido que se quiere transmitir. La claridad que tengamos depende de nuestro grado de comprensión de lo que queremos anunciar. De suyo, sólo se puede decir -anunciar- lo que forma parte de la vida de cada uno y que antes de estar en la boca ha sido largamente rumiado en la mente y en el corazón. La confusión ha sido siempre hija de la ignorancia, de la falta de reflexión y de meditación. Cuando alguien está enamorado de algo, no tiene la más mínima dificultad en transmitirlo.

La segunda hay que prestarla a la individualidad del que escucha, a su

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cultura, edad, sensibilidad, experiencia, gustos, etc. Hay que tener muy en cuenta el significado emocional que algunas palabras pueden tener para el que escucha; es una muestra de respeto muy importante en algunos casos. ¡Cuántos problemas de relación y cuántas incomprensiones en nuestras comunidades tienen que ver con la falta de escucha y de consideración de los demás!

Finalmente, hay que prestar también mucha atención a la sintaxis en la formulación del mensaje. Hay que evitar las frases poco precisas o incompletas, demasiado complejas o susceptibles de interpretaciones ambiguas. Hay que evitar, en concreto, algunos mecanismos que perturban la comunicación comunitaria. En primer lugar, los mecanismos de omisión (decir, dar a entender o transmitir mediante el humor que se tiene que se está angustiado o enfadado, poner mala cara o callarse herméticamente sin decir por qué se está así. Todo esto significa echar la culpa a los demás de lo que a uno le pasa). En segundo lugar, los mecanismos que distorsionan la verdad (como todas esas mentiras entre hermanos, sin duda moralmente veniales, pero que influyen mucho en las relaciones, introduciendo elementos de inseguridad y haciendo que se sospeche mutuamente, con lo que se destruye la confianza'7. En tercer lugar, los mecanismos que generalizan (como echar sumaria y apodícticamente la culpa a «los demás», a «la estructura», o a algunos estamentos como «los superiores», «los otros», los «jóvenes» o «los viejos»)108. Estos mecanismos son también la consecuencia de una palabra que no proviene lo suficiente de la escucha ni de uno mismo ni de los demás.

Porque cuando la comunicación es clara, el emisor no sólo se hace entender mejor, sino que también logra que se le acepte mejor. De todos modos, la regla de Taizé nos recuerda que la sencillez no es un simple recurso técnico para comunicar mejor,

Orden

Una comunicación es ordenada cuando no sólo está en disposición de conseguir los objetivos que el emisor se propone, sino cuando además tiene un orden interno y extemo, cuando se atiene a un orden personal y respeta el orden del otro. Si el que habla se limita a comunicar lo que le viene a la cabeza, sin organizar sus pensamientos ni sus emociones, en realidad no se comunica con nadie, solamente consigo mismo y con la confusión que lleva dentro, que se limita a arrojar y descargar fuera. En este caso será imposible no sólo seguir la lógica, que no existe, sino evitar la sensación de tener que huir de ese torrente de palabras para no verse arrastrados por él sin posibilidad alguna de dialogar. ¡No es nada fácil hablar con el caos! En cambio, una comunicación es ordenada cuando se sitúa en las coordenadas del silencio y de la escucha. Si la intervención ha ido precedida de una reflexión atenta y con ganas de entender, entonces el mensaje puede llegar a su destino y pedir el intercambio. Al primer tipo de comunicación pertenecen las palabras violentas, descontroladas y... de libre salida, las descargas de agresividad verbal, las subidas de tono (que suelen ir acompañadas de argumentaciones muy bajas), las acusaciones y condenas inme-

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Contenido

Comunicar esencial y densamente significa transmitir palabras llenas de contenido sin necesidad de hacer grandes discursos. Al contrario, se utilizan pocas palabras, se comunican los conceptos esenciales y se estructura la codificación con la mayoi concisión y brillantez. De este modo se facilita la atención del receptor, al no distraerla con detalles accesorios y matices innecesarios, y no se le obliga a hacer grandes esfuerzos para seguir el hilo lógico del emisor. Esta dimensión consta de dos elementos esenciales: la esen-cialidad y la expresividad, que hacen que se comprenda inmediatamente lo que se ha transmitido. Cuando no es así, es que no se ha sido capaz de transmitir lo esencial de nuestra vida, de nuestra experiencia (o de la experiencia de otros), o que no se ha dicho de forma vibrante y eficaz, personalizada y provocadora. Es decir, la densidad en la comunicación es el arte de llegar al corazón de lo que se quiere comunicar y de aquel al que se quiere comunicar.

Esta densidad y esta esencialidad depende evidentemente de la capacidad de comprensión del que comunica y del tema de que se trata, pues sólo podrá ceñirse a lo esencial o señalar sus elementos claves quien lo ha captado y asimilado hasta el punto de enamorarse de él. Todo esto nos remite a la dimensión genética de la palabra y a la necesidad de que la palabra que se quiere decir y transmitir nazca en los feraces campos del silencio meditativo.

Si esto es verdad para toda clase de comunicación, lo es mucho más para la palabra que ha de resonar en nuestras fraternidades. Porque esta palabra debe expresar lo que es central en nuestra vida y en nuestra consagración, es decir, la fe en el Señor crucificado y resucitado que es la fuerza y la clave de nuestra vida común. Pero se trata, además, de aprender a decir todo esto no con un estilo prolijo y homilético que parecería artificial y poco natural, y que acabaría por aburrir, sino con viveza y espontaneidad, con naturalidad y sencillez, con brevedad y atractivo. Pero todo esto supone mucho silencio y escucha interior, mucho trato y familiaridad con el misterio. Para que la gente nos entienda y para que seamos convincentes en el plano humano, tenemos que con- tactar con la realidad divina y conocerla tan a fondo, tan desde dentro, que podamos decirla y expresarla con sencillez y expresividad, y así llegar al hombre y ganárnoslo. Ya decía Nietzsche: «Cuanto más abstracta sea la verdad que quieres enseñar, tanto más debes seducir a los sentidos para ella»"0.

Estímulo

Según la psicología de la comunicación, con el estímulo se pretende suscitar y mantener en los que escuchan una actitud positiva interesada en participar en lo que el emisor está diciendo. Es una consecuencia natural de lo que hemos dicho en el punto anterior. La densidad de la comunicación debería provocar la respuesta correspondiente, es decir, la implicación del interlocutor. Ya hemos hablado, y volveremos a hacerlo, del compartir. Ese mecanismo es, justamente, el que debiera poner en movimiento la palabra nacida del silencio y de la escucha. Y la implicación activa del hermano o de la hermana, y por tanto su palabra y su mensaje, debieran suscitar a su vez una respuesta de silencio y de escucha. Es un círculo que se cierra: del silencio-escucha a la palabra, de la palabra donada a la

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palabra solicitada y luego acogida, y de ésta al silencio para escuchar y dejar que resuene lo que dicen el hermano o la hermana. Y todo esto para concebir después, a ser posible juntos, una palabra nueva por el encuentro inédito de dos personas distintas o por la confluencia de dos experiencias dispares de lo divino, en un proceso continuo de comunión viva y creativa, y de respeto a la génesis y al dinamismo de la comunicación.

En el fondo esto es propiamente el diálogo en el sentido de Pablo VI, el gran teórico del tema'". Un diálogo que es un arte finísimo de comunicación humana y espiritual entre dos personas que mutuamente se reconocen la capacidad de crear sentido y de descubrir la verdad; un intercambio de relaciones hecho con claridad y suavidad, con confianza y respeto mutuos; una comunión Experiencia

La experiencia es la última dimensión de la palabra auténtica según nuestro esquema. La palabra debe traducir fielmente la experiencia de la vida, debe ser un relato, o una transcripción de lo que cada uno ha experimentado, o le ha influido profundamente en su vida. No queremos decir con esto que las palabras que salen de nuestra boca tengan que contar toda nuestra historia, o que todo lo que digamos deba tener una referencia autobiográfica, o un acento serio y comprometido. Lo que queremos decir es que no hay fraternidad donde este tipo de comunicación no existe o es inconsistente, como ya hemos dicho anteriormente al comentar un texto del documento sobre la vida fraterna. La palabra es ya, por definición, una expresión peculiar de la personalidad de cada uno y no puede desvincularse de su vida. «La palabra es siempre reveladora... El hombre halla siempre en la palabra el instrumento adecuado para salir de sí mismo y comunicar al otro lo que piensa, lo que siente, su mundo interior»"3.

Más aún, desde esta perspectiva, la palabra puede dar concreción y visibilidad, puede encarnar y «contar» lo que ha marcado la trayectoria existencial de cada uno. Hasta que no traducimos a palabras nuestra experiencia vital, corremos el riesgo de perderla o de olvidar aspectos importantes. Es verdad que la palabra parece a veces un medio insuficiente para expresar la riqueza de algunos acontecimientos. Siempre será y dirá menos de lo que hemos vivido en determinadas circunstancias, porque no hay palabra que pueda captar y traducir totalmente el misterio de la persona humana. Pero, en todo caso, es un medio insustituible y valiosísimo para mostrarnos a nosotros mismos y a los demás el sentido de nuestra existencia, para reflexionar sobre él y configurarlo, para que resuene en nosotros y hacer vibrar lo más profundo de nuestro espíritu.

Pero el riesgo del reduccionismo verbal, de querer encerrar en una palabra el sentido siempre excedente y misterioso de un acontecimiento, se verá siempre compensado con la ventaja de todas las operaciones que, desde el silencio reflexivo y orientado a la escucha, llevan a elegir la palabra que parece más adecuada para custodiar y narrar ese acontecimiento. Narrar y narrarse con palabras es poner nom-bre a la propia historia (y en el fondo a uno mismo), con todo lo que eso significa en la relación entre sujeto y objeto"4. En este preciso momento -y mediante esta operación- es cuando se personaliza el acontecimiento, cuando se hace propio y se reconoce como parte de uno mismo, cuando se integra y valora en el propio camino existencial como algo que contribuye a entenderlo, cuando se considera importante y significativo en un aspecto que la palabra ayuda a descifrar y fijar definitivamente.

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La palabra es humilde, no pretende «agotar» el acontecimiento, pero lo traduce y transcribe impidiendo que se olvide o infravalore. Lo escruta y provoca, lo prensa y revela aspectos que no son evidentes. La palabra no se reduce a ser un envoltorio extemo del hecho, un decorado que lo embellece o un signo convencional que permite identificarlo y transmitirlo, sino que es o que lo guarda para que no se pierda. Es como un símbolo que desvela y vela la realidad profunda de lo acontecido y lleva a entender el misterio que esconde. Todo esto no hace más que subrayar de nuevo que la comunicación sólo puede nacer y madurar en el terreno fecundo del silencio y de la palabra, y que por tanto es necesario crear ese espacio vital, salvarlo a toda costa, para que la palabra pueda encontrar sus raíces y su linfa vital y pueda recuperar en plenitud su papel de contar la vida. No sé si lo que voy a decir es atrevido o inadecuado, pero esta génesis de la palabra, esta relación entre silencio y escucha y entre palabra y diálogo, en el fondo tiene mucho que ver con las relaciones intratrinitarias. ¿No es el Padre el eterno silencio de cuya profundidad brota y procede el Verbo, que dice y revela la eterna fuente del amor paterno? ¿No es el Hijo Palabra de Dios, Palabra que se desvela y se encama, el que narra en palabras humanas ese mismo amor? ¿No es acaso el Espíritu la realización del encuentro, el diálogo, el compartir, el intercambio recíproco que lleva a la plena revelación del amor?"5.

Pues bien, la vida del creyente y de la persona consagrada ha de moverse esencialmente en esta dinámica: debe escuchar el silencio para narrar su vida en el compartir fraterno. Escuchar el silencio es orar, o lo que hacemos cuando oramos, y en la oración debe haber una narratio amorís. Orar es «narrarse» ante Dios, es decirle «toda la verdad». Como la hemorroísa, que descubierta cuando quería tocar al Señor, le cuenta su enfermedad y su frustración, su temor y su anhelo, su sueño y su pretensión, su fe y su esperanza (cf. Me 5, 33). Es importante que la oración preste su voz a todo esto, que confiese la vida como los salmos, como los profetas, como el Magníficat de María. Porque si no, puede convertirse en pura alienación vana y abstracta, lejos de la vida y por tanto profundamente falsa. [Cuántas veces la oración comunitaria, hecha a la vez y con las mismas palabras, ofrece a cada uno la ocasión de esconderse y de esconder tras ellas su propia verdad ante Dios y ante sí mismo! ¡Cuántas veces la oración individual, personal, se conforma con utilizar fórmulas que sirven para todos o se compone casi toda de pensamientos, sentimientos y reflexiones totalmente abstractas que no llevan a ningún sitio y se paran, como si abortaran, antes de convertirse en palabra o diálogo, sin llegar a ser intercambio confidencial con Dios, entrega a él de nuestra experiencia vital, con toda su carga de dudas y problemas, de temores y esperanzas! Pero esto no es oración, sino una palabrería espiritual que no pone en relación con Dios, un simposio intelectual que no implica el más mínimo rincón de la-persona de cada uno. Es "na palabra que se repite sin cesar, una oración inúül y superficial. Pero cuando la oración consta de palabras que confiesan la vida ante quien la ha creado, entonces sí que se entra en contacto con su amor y sí que es más fácil encontrar las palabras justas para contar este amor a nuestros hermanos y para compartir con ellos nuestra experiencia de Dios.

Aspecto relacional:

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Las actitudes del buen comunicador

En la comunicación, la relación es la forma en que el sujeto define su trato con el otro, en el que ambos son a la vez receptores y emisores. Veamos algunas sugerencias prácticas. Lo haremos indicando a pares una serie de actitudes positivas y negativas que tienen más o menos que ver con la relación dialogal"6.

Estima o desconfianza

La primera condición para poder comunicarse es tener un buen concepto del otro. Es el don de la estima, que no es un esfuerzo «caritativo» por no ver el mal y por pensar siempre bien, pase lo que pase, de quien tengo delante, sino un juicio lúcido y positivo de mi interlocutor, la capacidad de contemplar, por encima de su comportamiento, su amabilidad objetiva. Pues todo hombre es digno de amor por lo que es. Cabe que se le pueda rechazar por lo que hace, pero nunca por lo que es. En consecuencia, todo el mundo tiene derecho a que se tenga un concepto positivo de él, sin condición alguna, y esta estima es lo que abre al diálogo y al intercambio recíproco. Sobre todo cuando alguien se ha equivocado y tiende a condenarse y a encerrarse dentro de sí. Igual que se transmite el juicio negativo, sobre todo mediante la comunicación metasensorial no intencional, también se transmite el juicio positivo. En este caso, la estima es la confianza que se transmite al otro de que puede mejorar, y eso rectifica y mejora la imagen que tiene de sí mismo. La confianza es contagiosa, y también la comunicación que la transmite. Capacita al otro para comunicarse, para escuchar y expresarse libremente, contribuyendo con su aportación positiva y enriqueciéndose por el diálogo.

Cuando no hay estima o es pequeña, sucede exactamente lo contrario. El concepto negativo o insuficientemente positivo del otro suscita desconfianza que se manifiesta como miedo, sospecha, pesimismo, actitud cauta y defensiva, falta de libertad y de sinceridad en la relación. Cuando falta la estima y la confianza, el diálogo se convierte fácilmente en una actividad radicalmente falsa que no trasciende una relación insignificante y que a la larga termina en el rechazo, en tretas defensivas o en tácticas exasperantes, en complacencias hipócritas o en pactos implícitos de no beligerancia.

«Sin confianza habría sido imposible que los hombres hubieran podido construir algo, ni casas, ni diques, ni senderos... porque si no se fía de nadie, no hubiera podido hacer más que fortalezas y trincheras»"7. Sin confianza, los hombres no habrían plantado ni un solo árbol, ni hubieran dirigido la palabra a otro semejante, ni hubieran podido creer en un Dios que es Padre y Madre. Pues la fe es confianza radical, y quien no confía en su prójimo tampoco suele confiar en Dios"8. Pero cuando la estima abre paso a la confianza, fiándose del otro, en cierto modo liga su propio destino al de su compañero, que a partir de entonces comienza a ser «prójimo» o hermano. Voluntariamente o no, consciente o inconscientemente, emisor y receptor funden su ser y su destino. Esta fusión debería ser normalmente la desembocadura y la premisa de la comunicación en la comunidad.

Responsabilidad o irresponsabilidad

Antes de nada, y en un plano general, podremos decir que ser responsables

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es ya un modo de comunicar, porque indica res-ponsum, la respuesta que alguien da a la continua pregunta que le plantean la vida y los demás. Más en concreto, y después de lo que hemos dicho, nos debería parecer natural ser responsables unos de otros y, además, manifestar y demostrar esta responsabilidad también en la comunicación. Pues, como fenómeno interpersonal, es el instrumento mediante el cual dos personas o crecen juntas o no crecen en absoluto. En cualquier caso, somos responsables unos de otros por la transmisión más o menos oculta, pero eficaz, de mensajes de estima o de falta de estima que salen de nuestro yo profundo, a veces de forma poco controlada. Captamos el carácter y el sentido de esta responsabilidad significa no contentarse con prestar atención exclusivamente a los mensajes verbales, con acallar los posibles juicios negativos que nos hacemos por dentro sobre alguien o con expresar con palabras, puesto que no es tan difícil, valoraciones positivas e incluso corteses. El que es responsable no se engaña ni pretende eludir su responsabilidad jugando al escondite con los demás y consigo mismo, sino que sabe que tiene que comprometerse a fondo a todos los niveles, perceptivos e interpretativos, con su yo capaz de pensar y juzgar. Aquí es donde se juega realmente su responsabilidad, pues esos mecanismos son los que tiene que corregir y modificar para entender al otro en su ser verdadero, en su amabilidad objetiva, por encima de las impresiones y apariencias, de los comportamientos o de las debilidades"9.

Comunicación responsable significa fundamentalmente comunicación coherente y transparente, con todos sus componentes (verbales, gestuales, sensoriales o metasensoriales) orientados a traducir y manifestar la verdad del carácter radicalmente positivo, aunque potencial, del ser humano, siquiera sea para recordárselo al interlocutor que no lo viera claro, o para corregir una conducta que se alejase de esa positividad. La comunicación responsable es siempre verdadera, parte de una verdad fundamental, conduce a ella y contribuye a que se consume y se realice en plenitud. La comunicación irresponsable, en cambio, es propia del que, desde una perspectiva vital radicalmente individualista, cree poder jugar con los demás y consigo mismo. Nace de una percepción distorsionada, por superficial y parcial, y en consecuencia incapaz de captar la verdad positiva del ser humano.

Se manifiesta de formas aparentemente contradictorias. Unas veces, con la pretensión de decir la verdad, «toda» la verdad, arroja sin escrúpulos ni medias tintas las culpas de los demás en su propia cara. Otras, y es la irresposabilidad más sutil, haciendo como si nada, manteniendo unas relaciones neutras cargadas de mutismo y de palabras sin sentido, de silencios violentos que generan violencia, de gestos que muestran desinterés, aislamiento, incapacidad de situarse al lado o de hacerse cargo del otro. Por último, es irresponsable el que piensa mal en su corazón y cree «arreglarlo» y esconderlo todo a base de mensajes complacientes y de actitudes acomodaticias. En este caso no sólo hay irresponsabilidad sino también hipocresía y miedo al compromiso. Y además, una gran ingenuidad y una ligereza imperdonable. En este caso la comunicación no es factor de vida y de crecimiento, sino de involución y de muerte para los dos miembros de la relación.

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Sim-patía o a-patía

Si la estima y la responsabilidad son los cimientos de la relación, es lógico y natural que se adopten algunas actitudes. Es importante constatar que estas actitudes -aludiremos a algunas-no son propiamente «virtudes» ni formas extraordinarias y caritativas de ser, sino que pertenecen simplemente a la naturaleza misma de la relación, a la lógica interna de la dinámica interpersonal. El que las pone en práctica no hace nada especial ni particularmente meritorio, lo único que hace es respetar este carácter y favorecer esta lógica, haciéndose bien a sí mismo y también a los demás. La actitud de simpatía, por ejemplo, es propia del que antes de nada cree que el otro es digno de ser escuchado y tomado en consideración. Y al escucharlo con atención y seriedad, va penetrando poco a poco en su mundo interior y en su modo de ver las cosas, descubre sus esquemas mentales y las premisas de sus razonamientos. Pero no necesariamente para darle la razón en todo (la escucha sim-pática no es confrontación de ideas), sino para ver más de cerca, para ponerse en su lugar y así captar y observar también lo que siente y no sólo lo que piensa. Es el paso de la simpatía a la em-patía, del conocer al comprender, un paso nada automático y nada simple, porque supone una escucha que se caracteriza, al menos por un instante, por el silencio interior.

Sí, una vez más el silencio. El silencio de los propios parámetros interpretativos (éücos, religiosos, políticos, culturales, etc.) y de la tendencia instintiva a juzgar inmediata y automáticamente conforme a ellos (esa tendencia, si no se controla, puede ser sectaria); el silencio de las preocupaciones e intereses subjetivos; el silencio de las distracciones, que impiden prestar atención al otro; de la mente, que quiere entender al margen del corazón; del yo al que le da vergüenza implicarse; del funcionario que escucha sólo para responder o para ver qué tiene que hacer; del doctor de la ley que lo sabe todo y que prescribe a todos sus recetas. Ya hemos dicho que este silencio no es nada fácil ni natural, que no es solamente ausencia de palabras o pensamientos. Este silencio es una forma de ser ante el otro, es estar plenamente presente ante él, es querer una relación que sólo puede ser fruto de un itinerario formativo, de una verdadera y auténtica ascesis del silencio. Sólo en la tierra buena de este silencio pueden surgir la escucha, el interés, la atención, la implicación, la comprensión y la com-pasión. Sólo este silencio dispone para intuir, para captar en profundidad, con esprit de finesse, como decía Pascal, y no con esprit de géometrielw. Este silencio es el único que puede generar palabras nuevas para el diálogo y para la simpatía y la empatia. Y hasta es posible que sirva para corregir al otro y para hacerle cambiar.

No se trata, pues, de una benevolencia más o menos compasiva, ni de unas dotes naturales especiales que tendrían algunos y que dispensarían a los demás de implicarse emotivamente. De lo que se trata es de desarrollar estos dones que todos tenemos y de adquirir una sensibilidad que nos permita hacer ese pequeño gran milagro que supone toda comunicación: entrar en la vida del otro, vivir en simpatía con él. Pero cuando falta esta formación, la sim-patía degenera en a-patía, con sus actitudes correspondientes: lejanía, desinterés, falta de atención, ausencia de compromiso, frialdad, impasibilidad y neutralidad. Y entonces no habrá milagro que valga. El apático estará solo, lejos de la vida de los demás, preocupado sólo por él y por sus cosas. En términos evangélicos, sería el «síndrome del sacerdote y del

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levita» de la parábola del buen samaritano, el síndrome del que al ver al hombre «medio muerto» tras el ataque de los salteadores, «se desvió y pasó de largo». ¿Por qué? Porque no se siente «prójimo» de nadie, porque lo único que le preocupa es llegar lo antes posible a celebrar un culto que desde luego no le hace a Dios ninguna gracia (cf. Le 10, 30-37). Complementariedad o superioridad

Según la psicología de la comunicación, las mejores relaciones de comunicación no son las paralelas, en las que cada uno se limita a comunicar en función de sus planes e intereses, sin ninguna referencia a la interacción con el otro. Mucho menos las reactivas, en las que hay interacción, pero cada uno actúa sin control, instintivamente, y dice espontáneamente lo que siente. Y tampoco las simétricas, que se caracterizan por una tendencia excesiva a la paridad de roles y derechos, por minimizar (y temer) las diferencias y por entablar unas relaciones mutuales falsas121. Las mejores relaciones de comunicación son las com-plementarias, en las que cada uno recibe y da, está dispuesto a ayudar y a ser ayudado, pero manteniendo cada uno sus roles y competencias específicas, que se consideran necesarias y funcionales para lograr los objetivos acordados, precisamente por su especificidad y diversidad.

Estas relaciones suponen reciprocidad, interdependencia y auténtica mutualidad en la comunicación122. Cada uno es consciente de que necesita del otro, de lo que es y de lo que le puede dar. Así se van preparando para trabajar juntos, para depender, para dar y recibir, para integrar las riquezas de cada uno reforzando mutuamente sus roles, para tratar de solucionar juntos los problemas más difíciles. Se aprende, además, a comunicar desde la igualdad, reconociéndose mutuamente como personas dignas de crédito, capaces de crear sentido y de buscar verdad. A quien opta por un sistema paritario, le preocupan muy poco las diferencias de cultura, de cargo, de edad, de posición social, etc., aunque le favorezcan. Lo único que le importa es el otro, la posibilidad de relacionarse con él para buscar y construir juntos una verdad determinada.

La consecuencia es una escucha peculiar que podríamos llamar ob-audiens, que es la del que se lleva una mano a la oreja para oír bien y no perderse ni una palabra, porque cualquier palabra es para él importante y significativa. En los encuentros informales, pero sobre todo en las reuniones institucionales o comunitarias en que se ha de revisar o decidir algo, es clave que exista esta escucha ob-audiens para con cualquier hermano o hermana. En todo miembro de la comunidad, sean cuales fueran sus limitaciones y debilidades, o sus cualidades y dones, se ve una formidable mediación providencial de la voluntad de Dios, y como tal se le escucha. Sólo así la comunidad y la familia religiosa son un lugar privilegiado para discernir y acoger la voluntad de Dios. Sólo así todas las reuniones constituyen una etapa importante que hay que caminar juntos, como hermanos, «obedeciéndose» unos a otros.

Hemos hablado de una escucha ob-audiens, precisamente porque incluye una predisposición a obedecer. En la práctica, se tratará de tener un tipo de escucha que implique interés, atención, deseo de comprender y de ayudar, aprecio y gratitud por lo que se dice. Una escucha sin prejuicios ni juicios, fruto de una acogida sin condiciones, de una confianza y de un respeto mutuos. Una escucha así es el mejor

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estímulo para que el otro se responsabilice y contribuya positivamente. En el fondo, tiene mucho de verdad eso de que el otro habla como yo lo escucho.

Pero cuando la relación no se basa en la igualdad, no se facilita ni la escucha ni la implicación responsable del interlocutor (ni del grupo). Esto pasa cuando alguien habla con un tono más o menos acentuado de superioridad, aludiendo a sus títulos o haciendo que influya su cargo (o su presunto poder) sin que sea necesario. Estos mensajes de superioridad se transmiten también sin palabras. Basta una simple mirada de desprecio o de conmiseración, una mirada indiferente o desviada hacia otra parte, incluso una ausencia de mirada. Esta superioridad provoca en el que escucha una respuesta reactiva y defensiva, y para no sentirse inferior se volverá hipercrítico o se negará a colaborar. Por consiguiente, la colaboración y la escucha por ambas partes brillarán por su ausencia. La actitud de superioridad, además de ser más o menos grotesca, siempre acaba perjudicando al diálogo y volviéndolo inauténtico.

Es ciertamente impresionante observar lo mucho que influyen en la personalidad y en el comportamiento el simple hecho de llevar un uniforme, de gestionar una oficina, una cátedra, un micrófono o un altar, falseando la relación y privando a los interlocutores de la riqueza de su individualidad originaria123. E igual que en la sociedad actual cada vez hay más gente que se refugia en su rol (o en la pertenencia a un grupo o a una clase) para compensar su escaso sentido de identidad, no hay que sorprenderse de que también en nuestras fraternidades la tentación de identificarse con el rol lleve a falsear el sentido de las relaciones inter-personales, despojándolas de su sentido fraternal'24.

Otro aspecto relevante que tiene que ver con la complemen-tariedad, que es casi una consecuencia suya, es aceptar al otro como un valor que enriquece el propio punto de vista y, por tanto, como algo complementario y no necesariamente alternativo o irreconciliable con él. Uno de los ejercicios más sanos de comunicación en nuestras fraternidades debería consistir precisamente en esforzarnos por considerar la diversidad de opiniones en el trato, en las asambleas, en los capítulos y en las discusiones comunitarias no como una patología o un conflicto que tiene que acabar dividiéndonos sin remedio, sino como un recurso, como un activo; no como riesgo de que la comunión se rompa, sino como medio para que se realice en plenitud. «Un ejercicio de este tipo suele ser muy doloroso al principio, pero luego hace nuestras relaciones más fluidas y creativas. Una comunidad de personas duchas en la confrontación de ideas es viva y tiene iniciativa, es una comunidad 'fuerte', esto es, capaz de afrontar y discutir todas las propuestas y tedas las críticas, y no se apresura a tachar de derrotismo a quien se atreve a subrayar lo que a su juicio son los puntos débiles de la estructura y de la organización. Dialogar críticamente, es decir, con formas de pensar alternativas y distintas es lo que hace que un organismo sea cada vez más fuerte y creativo»'25, Resumiendo: reconocer la alteridad como un don que hay que acoger y no como un riesgo que hay que evitar, es clave para la vida fraternal, pero para ello hay que ser flexibles. Flexibilidad e inflexibilidad

Otro dúo relacionado con la complementariedad-superiori-dad es la flexibilidad, que se opone al dogmatismo. La actitud flexible es propia del que entabla relaciones complementarias, de quien no se considera poseedor de la verdad, sino su busca-

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dor, del que está dispuesto a reconocerla donde la encuentre. Esta dimensión no es una simple característica del modo de dialogar, sino más bien del modo general de ser, de alguien que es consciente de su relación con la verdad, del esfuerzo y de los límites de su búsqueda, y que por tanto es necesariamente tolerante y dúctil, respetuoso con el pluralismo, capaz de aceptar y respetar la diversidad, dispuesto a confrontar y verificar, con verdaderas ganas de comprender, inclinado no sólo a persuadir sino a dejarse persuadir.

No hay que confundir esta actitud con el falso irenismo del que no se atreve a decir lo que piensa y pacta con cualquiera, sino que la flexibilidad nace precisamente cuando se descubre la verdad. Porque sólo cuando se intuye la verdad se puede distinguir lo esencial y central de lo que no lo es o no lo es tanto. Sólo cuando se empieza a descubrir dónde está la verdad, se pueden trazar los distintos caminos para llegar a ella. Sólo la conciencia humilde y serena de estar en la verdad, o de dirigirse, aunque con dificultades, hacia ella nos libera de la necesidad de tener que convencer, de tener razón, de que se acepte lo que decimos, de conseguir adeptos a toda costa, presionando a la gente y dogmatizando a diestro y siniestro. Puede sorprender, pero el que trata de imponer su punto de vista o su credo en nombre de la verdad, rígida e inflexiblemente, aunque lo haga de buena fe, tiene a veces un miedo inconsciente y sutil de no estar en la verdad. Es como si tuviera que convencerse a sí mismo, con una actitud «segura», de que es justo y de que cree de verdad en lo que dice.

A este respecto, Colombero hace una interesante y variada descripción del intolerante, un elemento que puede estar en nuestras comunidades, pero que antes está en cada uno de nosotros. No viene nada mal recordar que todos somos algo intolerantes, que al menos tendemos a serlo, y que nos cuesta mucho ver hasta dónde podemos defender la verdad o el convencimiento de nuestras ideas y dónde empezamos a instrumentalizar la verdad y comenzamos a ser sectarios. «El intolerante no admite ninguna interpretación de la situación y del problema que no sea la suya, es incapaz de ver las cosas desde otro punto de vista. Su postura es la auténtica, la verdad es suya, toda suya, tiene su monopolio. O se está con él, y se tiene la verdad, o se disiente de él, y entonces se está en el error. Para él no hay soluciones alternativas, igualmente válidas, a un mismo problema. Lo diverso le molesta y le pone nervioso. Su lectura de la realidad es única y unilateral, y por tanto lo único acertado es su política, su partido, su sindicato, su familia, su religión, su ética, su forma de educar... Es sectario, y el sectario es el mejor candidato al fanatismo. Sectario es el que hace de su verdad un ídolo y quiere imponerlo a los demás»'26. También lo dice Pascal en uno de esos pensamientos tan llenos de sabiduría: «Hasta la verdad puede convertirse en ídolo, porque la verdad sin caridad no es Dios, sino sólo su caricatura, un ídolo que no debemos amar ni adorar»'27.

El inflexible e intolerante no sabe, pues, lo que es dudar ni es capaz de entender al que le cuesta creer. Se encuentra a sus anchas en la figura del predicador, que habla y habla cuando los demás sólo pueden escuchar. O en la figura del maestro, que cuando aconseja y explica, llena al otro de recetas infalibles, dejándole bien claro que, si fallan, la culpa es toda del que le escucha. Es, pues, evidente que el inflexible crea problemas en la comunidad y dificulta la comunicación en ella.

Como dice Levi, «negar que se puede comunicar es falso, se puede siempre. Negarse a comunicar es culpable»'28, sea con quien sea.

Cencini A., vida en comunidad, reto y maravilla 31

Si vivir es comunicarse, vivir en comunidad lo es todavía más, si es posible. No sólo porque lo exige la relación interpersonal, sino porque se trata de personas consagradas a anunciar la fe. Y este anuncio hay que captarlo. Y se capta también, y sobre todo, en el trato diario con los hermanos. Y a ellos, antes que a los demás, es a quienes hay que decir y anunciar la fe.

Pues, como ya hemos dicho, uno no se consagra a Dios para sí mismo, para su salvación (eterna) ni para su perfección (solitaria). Uno se consagra a Dios porque ha recibido un don que por su propia naturaleza tiende a ser compartido y comunicado. Más aún, dar algo o darse a sí mismo no es sólo algo extrínseco, una exigencia moral que se sigue de haber recibido algo de lo alto, una especie de privilegio que permite ser benefactor o predicador, sino el contenido mismo de ese don, su esencia más profunda, su acto más connatural. Y eso, hasta el punto de que la persona consagrada vive, entiende, valora el don que ha recibido precisamente cuando lo pone a disposición de todos, cuando lo comparte y lo comunica para que los demás también puedan vivirlo, entenderlo y valorarlo. Y eso, empezando «por los de casa». El principio general (o el espíritu básico de una opción por la consagración) no puede desvincularse de la red de relaciones fraternas, no puede permitir excepciones en la comunidad. Todo lo contrario, la fraternidad de cada día es su ámbito primero, su lugar natural.

Entonces es cuando la comunicación abre a la comunión. Entonces es

cuando se empieza a compartir.