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Lecomte, Bernard Secretos del Vaticano. - 1a ed., 2a reimp. - Buenos Aires : El Ateneo, 2014. 336 p. ; 23x16 cm.

Traducido por: Silvia Kot ISBN 978-950-02-0704-1

1. Ensayo Histórico. I. Kot, Silvia, trad. II. Título CDD 945.6

Secretos del Vaticano Bernard Lecomte

Traductora: Silvia Kot Título original: Les secrets du Vatican© Les éditions PERRIN, 2011

Diseño de interiores: María Isabel BaruttiDiseño de tapa: Mercedes Zelaya

Derechos exclusivos de edición en castellano para América latina © Grupo ILHSA S.A. para su sello Editorial El Ateneo, 2014Patagones 2463 - (C1282ACA) Buenos Aires – ArgentinaTel: (54 11) 4943 8200 - Fax: (54 11) 4308 4199 E-mail: [email protected]

1ª edición: diciembre de 20121ª reimpresión: abril de 20132ª reimpresión: abril de 2014

ISBN 978-950-02-0704-1

Queda hecho el depósito que establece la ley 11.723.Libro de edición argentina.

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Índice

IntroduccIón ................................................................... 11

1. Un PaPa contra los sóviets Cómo quiso engañar Pío XI a los bolcheviques rusos ..................13

2. “¡viva el PaPa! ¡viva el DUce!” Por qué la Ciudad del Vaticano fue fundada por Mussolini .......31

3. la encíclica interrUmPiDa Cuando el Papa estuvo a punto de condenar el racismo

y el antisemitismo .............................................................47 4. los silencios De Pío Xii

Lo que realmente se le puede reprochar al Papa

durante la guerra ............................................................63 5. el caso Finaly

Cuando el Papa y los judíos se disputaban

a los niños de la guerra ......................................................83 6. el Drama De los cUras obreros

Por qué Pío XII cortó los puentes con el mundo

de los proletarios ...............................................................99 7. lUchas De PoDer en el concilio

Cómo el Vaticano II pudo haber fracasado

el mismo día de su apertura .............................................. 119 8. la PílDora, Por mUy Poco...

Cómo la Iglesia católica estuvo a punto de aprobar

la anticoncepción ........................................................... 141 9. Un cisma Por naDa

Por qué el caso Lefebvre fue un verdadero falso cisma .............. 159

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10. la mUerte Del “PaPa De la sonrisa” La terrible verdad sobre la muerte misteriosa

de Juan Pablo I ............................................................. 17911. “so-li-Darnosc!”

Cómo el Papa polaco revirtió el curso de la historia ................. 19512. la coneXión búlgara

¿Quién estuvo detrás del intento de atentado

contra Juan Pablo II en 1981? .......................................... 21513. la revancha Del oPUs Dei

Por qué y cómo fue canonizado el fundador

de la “Obra de Dios” .................................................................. 22714. el santo sUDario De tUrín

Por qué la Iglesia niega la autenticidad del sudario ........ 24315. sU eXcelencia, el “banqUero De Dios”

Cómo se vio envuelto el Papa en el escándalo financiero más grande de la posguerra .......................... 259

16. el tercer secreto De Fátima ¿Qué les reveló verdaderamente la Virgen a los tres pastores portugueses? ....................................... 273

17. la sorPresa ratzinger Por qué el Panzerkardinal no debía suceder a Juan Pablo II ........................................................... 293

BIBlIografía .................................................................... 307índIce onomástIco ........................................................... 315

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A Evelyne

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introducción

El Vaticano. Los misterios, los museos, las finanzas, los sótanos, las fumatas del Vaticano. Este es uno de los lugares más misteriosos del mundo. Quizás el más fascinante. No porque sus secretos estén guardados bajo llave o amenacen de alguna manera el orden del planeta, sino porque la sede de la Iglesia católica es un caso único en el mundo: jamás se inclinó ante las reglas mediáticas. Allí no se investiga como en la Casa Blanca o incluso el Kremlin. No se puede encontrar por teléfono a los personajes que lo habitan. Aunque existe un servicio bien aceitado que se ocupa de informar a los periodistas de las actividades del Santo Padre, de los cambios en la Curia y de las decisiones importantes tomadas por los dicasterios (los grandes organismos de la Curia romana), la Ciudad del Vaticano aún no ha hecho su glasnost: allí la transparencia no es la regla, y tal vez nunca llegue a serlo.

Desde el martirio que sufrió san Pedro en el sitio en el cual se alza hoy la basílica consagrada al primer Papa, innumerables acon­tecimientos han jalonado la historia de los 265 pontificados. Los grandes momentos, los cónclaves, las consagraciones, las fiestas, las canonizaciones, pero también los dramas, los crímenes, las intrigas, las infamias. Y los misterios, los secretos. ¿Qué palacio, qué castillo, qué dominio en el mundo puede jactarse, como el Vaticano, de haber atravesado dos mil años de historia?

Este libro se limita a los tiempos modernos. Había que optar por un período de esa historia bimilenaria que requeriría muchos

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tomos. Por otra parte, el autor no es historiador de formación, y no se puede explorar el pasado lejano del Vaticano sin disponer de sólidas herramientas metodológicas. Por esas dos razones, este libro presenta los principales misterios de la historia del Vaticano en el último siglo, desde la aparición del gran rival del cristianismo, el comunismo, hasta la elección del último Papa.

¿Por qué fue Mussolini quien fundó la Ciudad del Vaticano? ¿Cuáles fueron realmente los “silencios” de Pío XII frente al na­zismo? ¿Por qué saboteó la Iglesia la experiencia de los curas obreros? ¿Cómo fue que el Concilio Vaticano II estuvo al borde de la catástrofe? ¿El caso Lefebvre fue realmente un cisma? ¿Cuál fue la verdadera causa de la muerte de Juan Pablo I? ¿Quién quiso asesinar a Juan Pablo II? ¿En qué consistía el tercer secreto de Fátima? Mucho se ha escrito ya sobre estos y otros temas. Pero en cada uno de ellos sigue habiendo sombras, interrogantes, tabúes, que merecen seguir investigándose...

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1un PaPa contra los sóviets

Cómo quiso engañar Pío XI a los bolcheviques rusos

“¡Es la primera vez en la historia que un Papa conspira con los jesuitas!”.

Un cardenal, en Roma, en 1926

“La fe católica romana es la gran esperanza de todo el mundo”.

Svetlana Alilúyeva, hija de Stalin

Petrogrado, 18 de marzo de 1917. El Imperio ruso acababa de des­moronarse. El 15, había abdicado Su Majestad, el zar Nicolás II. Lo reemplazó un gobierno provisional. Entre la multitud de reacciones suscitadas por este acontecimiento histórico, una pequeña revista mensual de dieciséis páginas, Slovo Istiny (Palabra de verdad), mani­festó su alegría: “¡Gloria a la gran Rusia libre! ¡Gloria a sus libertadores! ¡Memoria eterna para las víctimas de la Revolución!”. ¿Era un opúscu­lo socialdemócrata? ¿Un periódico anarquista? ¿Una publicación militante bolchevique? De ninguna manera: Slovo Istiny, fundada en 1913, era el órgano de los católicos rusos.

Un poco más adelante, la revista ofrecía una información de “úl­timo momento”: el nuevo ministro ruso de Relaciones Exteriores, Pavel Miliukov, había recibido un telegrama en el cual le informaban que el cardenal Gasparri, secretario de Estado de la Santa Sede, ma­nifestaba “la admiración y la alegría” del Sumo Pontífice por esa

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revolución “que había provocado tan pocas víctimas”. El propio papa Benedicto XV declaró que “en el futuro, las relaciones entre la Santa Sede y Rusia no harán más que fortalecerse y mejorar, sobre la base del programa del nuevo gobierno provisional...”.

El mismo día en que apareció esta sorprendente profesión de fe, un importante prelado descendió en la estación de Nicolás, en Petrogrado, donde fue recibido por un pequeño grupo de fieles. Monseñor Andrei Szeptitski, arzobispo metropolitano grecocatólico de la ciudad de Lvov, en Ucrania occidental, hacía mucho tiempo había recibido del papa Pío X la jurisdicción sobre los católicos rusos de rito oriental. El 15 de agosto de 1914 fue detenido por el ejército del zar, y a pesar de las innumerables intervenciones de la Santa Sede en su favor, lo transfirieron de prisión en prisión. Fue Kerenski, ministro de Justicia del gobierno provisional, el hombre fuerte del nuevo régimen, quien lo mandó liberar. Al arribar a Petrogrado, monseñor Szeptitski le dijo a un periodista del Novoe Vremia (Tiempo nuevo) que la revo­lución rusa se encontraba “entre los días más bellos de su vida”.

El 18 de junio de 1917, el padre Pie­Eugène Neveu, asuncionista, a cargo de la diócesis de Makievka, en la región industrial de Donetsk, le escribió a su comunidad de París: “¿Qué piensan ustedes de nuestra revolución? ¡Se hizo a toda velocidad! La noche en que me telefo­nearon para informarme sobre la abdicación de Nicolás II, no pude dormir ni un solo minuto: ¡sueños, horizontes, esperanzas y luchas!”. El padre Neveu no ocultaba sus sentimientos: para él, la revolución rusa era la mejor manera, “con la ayuda de Dios”, de que los cató­licos progresaran finalmente en la salvación de las almas rusas extraviadas...

“cuando hay tormenta...”

De modo que la revolución rusa –por lo menos, la de febrero de 1917– fue recibida como una bendición por los católicos. Hay que decir que, bajo el zar, la situación de las religiones era precaria, con excepción de la Iglesia ortodoxa oficial, ultramayoritaria y nacionalista,

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totalmente sometida a la voluntad del zar a través del procurador del Santo Sínodo. La realidad de los católicos era decididamente trágica: “Hasta la abdicación de Nicolás II, las puertas de Rusia estaban her­méticamente cerradas para el apostolado católico”, escribió un testigo de la época. Como resultado de los sucesivos “repartos” de Polonia, en el siglo XiX, Rusia había incorporado a más de seis millones de católicos polacos, lituanos, ucranianos, bielorrusos, etcétera: un tercio de “latinos”, dirigidos desde Moguilev, y dos tercios de “uniatos”, de rito bizantino, dirigidos desde Lvov.

Todos esos fieles, y aún más sus pastores, sufrían desde bromas humillantes hasta sangrientas persecuciones. Los polacos practicaban, en su mayoría, el catolicismo latino, y por lo tanto eran considerados por los rusos como sus enemigos históricos: al obispo de Vilna, monseñor de Ropp, que era un alemán de origen polaco, le costaba mucho gobernar a sus dos millones de católicos polacos, alemanes, lituanos o ucranianos, minados por sus salvajes divisiones. En cuanto al catolicismo de rito oriental, que no se diferenciaba en nada de la ortodoxia, salvo en el hecho de haberse separado de ella para “unirse” a Roma (de ahí su nombre de “uniata”), era considerado por el poder político ruso como una religión extranjera (su sede estaba en Ucrania, bajo tutela austrohúngara), y por el Patriarcado ruso, como un “caballo de Troya” del Papa de Roma en tierra ortodoxa.

Estas rivalidades nacionales, lingüísticas y culturales obstaculi­zaban todos los intentos de desarrollar y estructurar a los católicos locales: cada vez que un sacerdote extranjero –muchos de ellos eran asuncionistas franceses– trataba de organizar a los católicos rusos, recibía ataques de los polacos, convencidos de que la reconquista religiosa de Rusia les correspondía a ellos; de los ortodoxos rusos, celosos de su monopolio imperial; y del gobierno del zar, que se oponía a la idea de que los ciudadanos rusos pudieran depender de un metropolitano extranjero.

El 7 de noviembre de 1917, la Revolución rusa adquirió un nuevo impulso: los bolcheviques, hasta ese momento minoritarios, toma­ron el poder –o lo que quedaba de él– en Petrogrado. En los países

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occidentales, incluidos los católicos, ese acontecimiento era importante por sus consecuencias para el desarrollo de la guerra: si Rusia se re­tiraba del combate, el resultado del conflicto podía cambiar en forma drástica. En París, la primera reacción del diario católico La Croix, el 9 de noviembre, fue significativa: “¡Es el final del bloqueo de Alemania!”. Para La Croix, “Alemania vio de inmediato que podía sacar partido” de la degradación de la situación rusa:

Favoreció la entrada a su territorio de exiliados ávidos de desempeñar un papel en Rusia, y envió a sus emisarios en forma encubierta: Zederblum, por ejemplo, con el alias de “Lenin”, pudo atravesar Alemania con la mayor facilidad y, sin duda, con algunos “incentivos” en el bolsillo.

¿De dónde había salido ese apellido Zederblum? Misterio. Pero un personaje tan sospechoso no podía ser más que judío. Las opiniones de la prensa extranjera reproducidas por La Croix eran unánimes : “Desde hace mucho tiempo, existen pruebas de que Lenin y Trotsky reciben subsidios directos de Alemania”, decía el Daily Chronicle. “Lenin, agente de Alemania, ha escrito como primer artículo la con­clusión de una paz inmediata”, afirmaba el Morning Post. “Petrogrado no es Rusia: es el cuartel general de la influencia alemana en Rusia”, sostenía el Daily News.

El 11 de noviembre, con extrema prudencia, el diario del Vaticano, L’Osservatore Romano, señaló sin inmutarse que la situación rusa era previsible: “Cuando hay tormenta, caen rayos [...] La historia, como la verdad, no puede satisfacer a todo el mundo”, comentó sentencio­samente. En las semanas siguientes, las informaciones provenientes de Rusia eran tan parciales y contradictorias que suscitaban pocos comentarios. Cuando se supo con certeza, un mes después de la toma del Palacio de Invierno, que los bolcheviques se negaban a continuar la guerra, se produjo una fuerte reacción en la prensa europea, que les advirtió en forma unánime a los “maximalistas” en general, y a “Bronstein­Trotsky” en particular, que ceder ante Alemania era suicida.

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Anarquía, revolución, traición, confusión, desolación: los diarios europeos fueron severos con los Sóviets. Solo L’Osservatore Romano explicó que no, “Rusia no ha desaparecido”, y que “las revoluciones son como los péndulos: oscilan entre dos extremos hasta que, al agotarse su impulso inicial, se detienen en el justo medio”. Fiel a su política de neutralidad, que le valió fuertes críticas de los católicos franceses y alemanes, el papa Benedicto XV no condenó el “previsible abandono del conflicto” de una Rusia “que no por eso desaparecería de la escena mundial”.

dos futuros PaPas en Primera lÍnea

En Roma, el Sumo Pontífice era regularmente informado sobre la situación rusa por sus nuncios en Polonia y en Alemania. Estos dos prelados eran de altísimo nivel y futuros Papas: el primero, mon­señor Achille Ratti, llegaría a convertirse en Pío XI, y el segundo, monseñor Eugenio Pacelli, en Pío XII. Por intermedio de este, que estaba en contacto con el embajador de Prusia en Petrogrado, el Papa propuso acoger en el Vaticano a la familia imperial en peligro de muerte. La respuesta nunca llegó: el Papa se enteró, como todo el mun do, de que los bolcheviques habían liquidado al zar y a toda su familia en Ekaterimburgo el 17 de julio de 1918.

Aparte de esa intervención humanitaria muy concreta, el Vaticano no dijo una palabra. Roma ni siquiera reaccionó ante el decreto emi­tido por los bolcheviques el 23 de enero de 1918, que restringía brutalmente la libertad religiosa. Solo el obispo de Moguilev, mon­señor de Ropp, protestó en forma oficial contra esas disposiciones, a las que calificó como “espantosas” en una carta al Papa. Este le res­pondió, a fines de mayo de 1918, que las cosas terminarían por arreglarse, y que Dios haría despuntar en Rusia “la aurora de un de­sarrollo libre y vigoroso”. Desde su pueblo de Donetz, el padre Pie­Eugène Neveu, sin demasiadas ilusiones, destacaba en sus cartas las ventajas que podían obtener los católicos de la separación de la

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Iglesia y el Estado. Aún no sabía que toda su correspondencia termi­naba en el escritorio del Papa.

Para Benedicto XV, el caos ruso era, en primer lugar, un medio inesperado para el regreso triunfal del papado a la escena internacional. En mayo de 1915, Italia había aceptado entrar en guerra junto a la Entente, exigiendo secretamente la exclusión de la Santa Sede de las futuras negociaciones de paz. Los Sóviets se dieron el gusto de di­vulgar, a fines de noviembre de 1917, el misterioso “artículo 15” del pacto de Londres firmado por los rusos, pero también por los ingleses y los franceses, que excluía al Papa del gran juego diplomático. Sin embargo, ahora el Papa disponía de una carta de triunfo en ese juego: el reconocimiento del nuevo Estado ruso. Pero todavía no quería malgastar esa inesperada carta de triunfo: debía sopesar sus daños colaterales –empezando por la previsible furia de los católicos po­lacos– y mostrarla en el momento oportuno. A eso se debió la reserva del Vaticano. El único prelado romano que hablaba un poco de ruso, monseñor Ratti, acababa de ser nombrado Visitante Apostólico en Polonia y Lituania, pero Benedicto XV extendió su circunscripción a Estonia, Letonia, Georgia y Rusia. En septiembre de 1918, Ratti contactó a los Sóviets y les pidió las garantías tradicionales para ir a visitar a los católicos de Rusia, por supuesto, con un fin “puramente religioso”: libre circulación, inviolabilidad de la correspondencia, etcétera. La respuesta fue “niet”. El viaje del futuro papa Pío XI al país de los Sóviets no se haría.

mentiras, miserias, masacres

Casi en el mismo momento, dos actitudes de la Santa Sede pro­vocaron reacciones virulentas de los nuevos amos del Kremlin. En primer lugar, el 3 de febrero de 1919, un telegrama del cardenal Gasparri, secretario de Estado, protestaba contra el arresto injusti­ficado de monseñor de Ropp, arzobispo de Moguilev: la respuesta, sarcástica, fue que no era el prelado, sino su sobrino quien había sido

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detenido, ¡y por “tráfico de divisas”! El 12 de marzo, hubo otro te­legrama, esta vez dirigido a Lenin, que deploraba el asesinato del arzobispo metropolitano Vladimir de Kíev, de unos veinte obispos y algunos centenares de sacerdotes ortodoxos: la respuesta negaba cí­nicamente que se hubiera ejercido esa clase de violencia, y contrariando las pruebas, acusaba a los informantes ortodoxos del Papa de haberlo inducido a error. Ambas respuestas fueron publicadas por L’Osservatore Romano, para la edificación de los lectores.

Dos años después de la toma del poder por los bolcheviques, Rusia estaba sumida en una terrible miseria: la hambruna produjo unos dos millones de víctimas. El 5 de agosto de 1921, Benedicto XV lanzó un llamado a toda la humanidad en favor de Rusia y ofreció su cola­boración para ayudar en forma directa a la población hambrienta. El ofrecimiento fue aceptado: Lenin le pidió a su viejo amigo Vaclav Vorovski, jefe de la representación comercial de los Sóviets en Roma, que autorizara a una misión apostólica a viajar a Rusia. De ese modo, representantes católicos pudieron establecer un contacto directo con la población rusa. El 22 de enero de 1922, en su lecho de muerte, el anciano Papa seguía preguntándoles a quienes lo rodeaban: “¿Llegaron las visas soviéticas?”. Su sucesor, el ex nuncio Achille Ratti, que asumió con el nombre de Pío XI el 6 de febrero, autorizó a monseñor Giuseppe Pizzardo, subsecretario de Relaciones Exteriores de la Iglesia, a firmar con el representante de Lenin el primer y único acuerdo efectuado entre el Vaticano y el Estado soviético.

Aquel habría sido un momento de distensión si el 23 de febrero de 1922 el propio Lenin no hubiera emitido un decreto que ordenaba el embargo simple y llano, “con las últimas energías y sin piedad”, de todos los bienes valiosos pertenecientes a las iglesias y a los conventos de Rusia. En una carta secreta enviada el 15 de marzo al “camarada Molotov”, Lenin reveló el doble objetivo de esa medida: llenar rápi­damente las arcas del Estado en vísperas de las negociaciones económicas de Génova, y aprovechar para “fusilar a la mayor cantidad de representantes de la burguesía y del clero” con el fin de erradicar “toda idea de oposición durante varias décadas”.

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Lenin ya estaba enfermo cuando se inició la conferencia de Génova, el 10 de abril de 1922, y el jefe de la delegación soviética era Georgi Chicherin, comisario del pueblo de Relaciones Exteriores. Inteligente y culto, políglota y melómano, Chicherin no era un bolchevique como los demás. La conferencia, que tuvo lugar en el Palacio San Jorge, reunió a veintinueve países, vencedores y vencidos de la Primera Guerra Mundial (1914­1918), beneficiarios y víctimas del Tratado de Versalles, con el objetivo de reconstruir la economía europea de posguerra sobre bases sanas.

La Santa Sede no estaba en la lista, por supuesto, pero Pío XI se ingenió para interpretar, de todos modos, uno de los papeles prota­gónicos de esa pieza diplomática llena de efectos en la que se jugaba el destino de Europa. Como el arzobispo de Génova, monseñor Signori, exhortó públicamente a sus fieles a orar por el éxito de la conferencia y transmitió un cálido mensaje de paz del Papa, fue invi­tado a la ceremonia de apertura y, luego, a una cena de gala ofrecida por el rey de Italia. Signori se encontró sentado frente a Chicherin. “¡Los extremos se encuentran!”, exclamó jocosamente el rey Víctor Manuel III, antes de invitarlos a levantar sus copas de champán. La foto de ese brindis dio la vuelta al mundo. El 5 de mayo, aprovechando la repercusión mediática de esa fotografía, Pío XI envió a Génova al joven y brillante Giuseppe Pizzardo, uno de sus mejores diplomáticos, que llevaba un memorándum destinado a los jefes de delegación. En ese documento, el Papa decía con toda claridad que deseaba la “readmisión de Rusia en el concierto de las naciones civilizadas”, a cambio, por supuesto, del retorno de las libertades religiosas en el país. El representante del Papa fue recibido por Chicherin en su suite del Palacio Imperial, donde ambos sostuvieron una conversación de más de dos horas. En la conferencia de prensa que ofreció tres días más tarde, el representante de los Sóviets ponderó, ante el asombro general, “la alta autoridad moral del Papa”.

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el ojo del vaticano

¿Esta vez se había roto el hielo entre el Vaticano y el Kremlin, a pesar de las desoladoras noticias que llegaban al puerto de Génova, como la del arresto del patriarca Tijon, primera autoridad religiosa de Rusia? La misión pontificia de ayuda enviada por Benedicto XV, dirigida por el jesuita Edmund Walsh y otros doce sacerdotes de civil en la campiña rusa en 1922 y 1923, contribuyó a salvar centenares de miles de vidas, y también le permitió al Vaticano recoger valiosas informaciones sobre la situación de guerra civil permanente en la que se debatía Rusia. Pero no tuvo ningún impacto sobre un contexto político lleno de detenciones arbitrarias, juicios fraguados y condenas a muerte: incluso hubo sacerdotes católicos arrestados, juzgados, expulsados y hasta ejecutados, como monseñor Konstantin Budkevich, a quien pasaron por las armas en los sótanos de la Lubianka, el cuartel general de la policía secreta en Moscú.

Evidentemente, el Vaticano no se apresuraría a reconocer un ré­gimen tan inhumano. Pero tampoco tenía intenciones de perder el contacto con él: a pesar de la supresión sistemática de todos sus canales de información, Pío XI estaba más enterado que nunca de la evolu­ción del régimen: fin de la guerra civil, terror policíaco, Nueva Política Económica, inicio de la colectivización forzada, hambruna… Desde 1918, el principal informante del Vaticano sobre la realidad soviética era Pie­Eugène Neveu. Este padre asuncionista había llegado a Rusia en 1906, a los veintinueve años, para ser capellán de una escuela de señoritas en San Petersburgo. Lo enviaron a Makievka, una ciudad industrial de treinta mil habitantes en la cuenca del Donetz, la mí­tica cuna de los cosacos del Don, para crear allí una parroquia francesa, y fue el único sacerdote extranjero que pudo escapar, por milagro, de la expulsión o la cárcel.

Un día de la primavera de 1919, Neveu se encontró en el puerto militar de Taganrog, sobre el mar de Azov, con un capellán de la marina británica, mitad benedictino, mitad espía, que le transmitió el deseo del delegado apostólico de Constantinopla: “Analice lo que

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pasa en Rusia en lo que respecta a la religión: es importante para el futuro. ¡Roma dirige su mirada hacia ese país!”. El padre Neveu, que hablaba ruso perfectamente, tenía trece años de experiencia. Había conocido el zarismo, la guerra, la Revolución, el bolchevismo. Dotado de una gran capacidad de observación, de sentido político y de una pluma vivaz y precisa, escribió centenares de cartas apasionantes sobre la realidad soviética de los años 1922­1925, que llegaron a manos del Papa. En mayo de 1922, la hambruna le hizo levantar el tono: “Señor, ¿no habrá nadie entonces para socorrer a este pobre pueblo? ¡Sin embargo, en Europa saben cuánto sufre Rusia!”.

El padre Neveu y Pío XI, cada uno en su nivel, compartían una preocupación y una angustia: ¿cómo garantizar la continuidad pastoral en ese inmenso territorio en el cual millones de fieles estaban privados de sacerdotes y de sacramentos, y donde ya no había ni un solo obispo católico, ni latino, ni oriental, en funciones? Desde su parroquia de Makievka, Neveu le hacía llegar al Santo Padre conmovedores gritos de alarma: “¡Si usted viera esta inmoralidad nauseabunda, esta infernal propaganda de ateísmo, se sorprendería de encontrar todavía tantas almas fieles al Dios de sus padres!”.

El padre Neveu le pidió respetuosamente a Pío XI, en varias oportunidades, que hiciera lo posible por reconocer a los Sóviets, aunque más no fuera para beneficiarse a cambio del derecho de imprimir libros religiosos. Su opinión fue escuchada, y al mismo tiempo logró que nunca lo molestaran los agentes de la Administración Política del Estado –el organismo de policía secreta más conocido por su sigla en ruso, GPU–, quienes, como podemos imaginar, leían cada una de sus cartas.

¿negociaciones? ¿Para qué?

En la primavera de 1924, los Sóviets decidieron sacar a monseñor Jean Cieplak, obispo auxiliar de Moguilev, de la prisión en la que languidecía desde hacía más de un año, y expulsarlo manu militari a

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Letonia. Él, que había escapado por poco a una ejecución sumaria, era el último obispo católico que aún vivía en territorio soviético. Pío XI vio desvanecerse así su última posibilidad de un contacto oficial con los dirigentes de la URSS.

Entonces, el Papa decidió iniciar conversaciones secretas, pero directas con el poder soviético. Al margen de la conferencia de Génova, la URSS y Alemania habían firmado un tratado común: el nuncio apostólico en Alemania, monseñor Pacelli, parecía el intermediario más indicado para manejar el asunto. El diplomático, que acababa de pasar siete años en Múnich, se instaló en Berlín en agosto de 1924.

El 2 de febrero de 1925, como estaba previsto, el embajador soviético Nicolás Krestinski le hizo saber a Pacelli que estaba de acuerdo en analizar la presencia de obispos católicos en la URSS: su gobierno le había encargado que obtuviera de la Santa Sede, a cambio, el reconocimiento diplomático. Las conversaciones Pacelli­Krestinski se interrumpieron a fines de febrero y se reiniciaron en otoño. El 6 de octubre, mientras se dirigía a Baden­Baden por razones de salud, el ministro Chicherin se encontró en secreto con el nuncio. Confirma­ron los términos de la negociación: libertad del Papa para nombrar obispos católicos, aun corriendo el riesgo de que les pidieran lealtad al régimen, a cambio del reconocimiento oficial de la URSS. Por último, Chicherin le dijo a Jean Herbette, el embajador de Francia recientemente instalado en Moscú, que el Vaticano era dema siado “exigente”, pero esas palabras, destinadas a ser transmitidas, esta­ ban justificadas.

Y luego… nada más. Silencio. Las terribles luchas de influencia que se habían desencadenado por la muerte de Lenin, el 21 de enero de 1924, seguramente absorbieron toda la energía de los dirigen­ tes de la URSS. Krestinski fue acusado de “trotskista” por Stalin, el secretario general del Partido, cuyo poder se fue afirmando con el correr de los años. En febrero de 1926, durante una recepción en Berlín, Chicherin le comunicó a su embajador que el asunto estaba en marcha: las diferencias podían superarse y estaban preparando una “circular”.

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Para monseñor Pacelli, esa fue la ratificación de que no se podía confiar en los comunistas. El nuncio le transmitió esto a Pío XI, que se impacientó. El 4 de marzo de 1925, el Papa convocó en el mayor secreto al padre superior general de los asuncionistas, que conocía bien Rusia porque había sido sacerdote allí durante la Revolución, y que mantenía una correspondencia regular con el padre Pie­Eugène Neveu: ¿el párroco de Makievka no sería más útil en Moscú? ¿Y no sería un buen obispo?

La respuesta fue afirmativa. Pero faltaba consagrar al futuro obis­po. Precisamente, en enero el padre Neveu le había enviado una larga carta a su superior: si los católicos seguían careciendo de pas­tores, catecismos y seminarios, “eso significaría la muerte lenta, pero segura, del catolicismo latino”. El tono era desesperado: “¡No creo que Roma desee semejante derrota!”.

un obisPo entre los sóviets

El Papa tomó entonces una decisión histórica, sobre la que hubo muy poca información antes de que el padre Antoine Wenger, jefe de redacción de La Croix y gran conocedor de Rusia, analizara recien temente este increíble asunto. Como no se podía lograr que el gobierno de los Sóviets favoreciera el restablecimiento de una jerarquía católica en la URSS, Pío XI decidió hacerlo en forma clandestina.

Era un gran desafío el que le lanzaba, secretamente, el Papa al Kremlin. Una apuesta un poco insensata, pues era sabido que la GPU estaba presente en todo el territorio ruso, que sus agentes acosaban hasta a los curas de aldea, y que sus víctimas “desenmas­caradas” pagaban su audacia o su ingenuidad recibiendo una bala en la cabeza. El Papa sabía que estaba asumiendo un enorme riesgo. Pero conocía esos países. Y la apuesta era tan grande que realmente no tenía opción.

El cardenal Gasparri, a quien había puesto al tanto del problema, empezó por lanzar un rumor: en el caso de que el gobierno ruso lo

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autorizara a nombrar un nuevo obispo, el Papa podría contar con el ex obispo de Tiraspol, monseñor Antoine­Jean Zerr, de setenta y siete años, que vivía retirado en Crimea, cerca de Odesa. La infor­mación repercutió en la embajada de Francia en Moscú y llegó a oídos del padre Neveu, que dijo con ironía: “¡No es precisamente un hombre joven!”. Pero la edad del venerable monseñor Zerr no tenía ninguna importancia: él era un señuelo. El hombre del Papa, el verdadero, aquel en quien Pío XI fundaba todas sus esperanzas secretas, se llamaba Michel d’Herbigny, tenía cuarenta y seis años, y ni siquiera era obispo.

D’Herbigny, nacido en Lille, era un brillante jesuita que enseñaba filosofía en la Universidad Gregoriana de Roma. Durante una au­diencia con Benedicto XV, este le había sugerido “trabajar por Rusia”. D’Herbigny siguió ese camino: se convirtió en un buen conocedor del tema, hasta el punto de que, en octubre de 1922, la Compañía de Jesús le confió la dirección del Pontificio Instituto Oriental. En ese carácter, llevó a cabo diversas misiones en Europa, sobre todo una en Berlín, donde vivían alrededor de doscientos mil rusos emigra­dos, y donde conoció al nuncio Pacelli. En septiembre de 1925, aprove chó una invitación oficial del Patriarcado para asistir en Moscú al II Concilio de la Iglesia ortodoxa oficial. Esa oportuna visa “de turismo y de estudio” le permitió circular sin problemas por la URSS del 4 al 20 de octubre. Así pudo estudiar el terreno, como un para­caidista antes de un gran salto nocturno...

El propio Neveu ignoraba el plan. Más aún: en el otoño de 1925, al recibir el breve informe redactado por el padre d’Herbigny después de su viaje, le escribió a uno de sus corresponsales: “Recibí una noticia curiosa: el padre d’Herbigny vino a visitar la URSS. ¡Pero si los jesuitas ni siquiera tienen una casa aquí!”. Y el párroco de Makievka se burló de “esos informantes que pasan cuatro días en un país y luego escriben tomos enteros…”.

El martes 9 de febrero de 1926, el padre d’Herbigny recibió una orden verbal del Papa, con la prohibición de negarse. Su misión era rigurosamente secreta. Un motu proprio del 10 de marzo le otorgó

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todos los poderes necesarios. Se trataba de una misión “cuyos fines solo conocemos nosotros”, aclaró solamente el Papa, que redactó dos versiones de su texto: para referirse al “delegado del Papa en Rusia”, una hablaba del “padre” d’Herbigny, y la otra de “monseñor” d’Herbigny. El mismo día, la secretaría de Estado publicó, siempre en secreto, el proyecto de reorganización total de la jerarquía cató­lica en la URSS, y le encargó a Michel d’Herbigny que procediera a todas las ordenaciones episcopales previstas.

El delegado secreto de Pío XI estuvo a punto de no poder viajar: el consulado soviético de París se negó a otorgarle una visa, no porque le llamara la atención que un hombre de la Iglesia provisto de un pasaporte diplomático fuera enviado a la URSS para realizar una “inspección de los bienes religiosos franceses nacionalizados por los Sóviets en 1918” (sic), sino porque no quería producir un acto oficial en relación con un sacerdote, pues se debía resguardar la separación entre la Iglesia y el Estado. El consulado exigió que el padre d’Herbigny viajara con un pasaporte simple.

en las narices de la gPu

El lunes 19 de abril, primer día de Semana Santa, Michel d’Herbigny se detuvo en Berlín, donde Pacelli lo había organizado todo: a la salida de la misa celebrada en la capilla de la Nunciatura, a puertas cerradas, y en presencia del secretario como único testigo, el futuro papa Pío XII procedió a la ordenación episcopal del visitante, que esa misma noche regresó en tren a Moscú, vía Riga. En la capital soviética, donde se instaló en el hotel Moskva, le comunicó de inme­diato el plan secreto al embajador de Francia, Jean Herbette, quien comprendió que la jerarquía católica no sería restaurada en la URSS por ese amable anciano del que le habían hablado y que vivía tran­quilamente en Crimea.

Herbette había convocado al padre Neveu a Moscú, sin revelar­le el motivo del viaje. Por su parte, d’Herbigny envió a dos personas

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para que fueran testigos de la ordenación episcopal: Alice Ott, admi­nistradora de la iglesia Saint­Louis­des­Français, y el teniente Bergera, agregado militar de la embajada de Italia, recomendado personalmente por el Papa, pues había sido uno de sus mejores amigos cuando era nuncio en Varsovia. Las puertas de la iglesia fueron cuidadosamente cerradas. Saint­Louis­des­Français estaba situada en la calle Lubianka, justo frente al edificio de la GPU: ¡si había un lugar en el cual no era aconsejable conspirar contra el régimen, sin duda era esa iglesia! Todo estaba listo para la ceremonia. Pero Neveu no llegaba: las repetidas llamadas telefónicas del embajador habían atraído la atención de la GPU, que sometió al párroco de Makievka a algunos interrogatorios de rutina, retrasando su viaje. D’Herbigny, preocupado, se preguntaba si ya habría sido desenmascarado por la policía política. El padre Neveu llegó finalmente a Moscú el miércoles 21 de abril a la mañana, vestido con una chaqueta de cuero y un pantalón: ¡fue ordenado obispo antes de tomar conciencia de lo que le había sucedido! “Durante ocho días, no pude cerrar un ojo”, le escribió más tarde, todavía conmovido, al superior de los asuncionistas, agregando una pequeña cruz episcopal a su firma… y rogándole que no hablara de su ordenación en ningún artículo imprudente de La Croix.

El enviado especial del Santo Padre partió al día siguiente hacia Jarkov, Ucrania, donde designó administrador apostólico al viejo padre Ilguin, y luego viajó a Odesa, siempre con el pretexto de inspeccionar las iglesias francesas. Visitó Kíev, Moguilev, Vitebsk y Leningrado, donde le llevó algún tiempo convencer al joven padre Boleslas Sloskans, vicario de la parroquia polaca: finalmente, el 10 de mayo, en Moscú, él y Alexandre Frison, párroco de Simferopol, Crimea, fueron consa­grados en una ceremonia que se realizó en la mayor discreción en la iglesia Saint­Louis­des­Français. Después de volver a pasar por Berlín y Zúrich, monseñor d’Herbigny fue recibido el 25 de mayo por Pío XI, que le hizo toda clase de preguntas sobre su periplo.

Los dos hombres estaban de acuerdo: el obispo clandestino debía volver a Rusia lo más pronto posible para terminar el trabajo antes de que fuera demasiado tarde. En julio, Michel d’Herbigny recibió

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una visa para Moscú, desde donde viajó luego a Leningrado para consagrar allí al padre Antoine Maletski, ex vicario general de Moguilev, con el pretexto de visitar la feria de Nijni Novgorod. ¿Logró engañar a la policía política? Tal vez. Pero no por mucho tiempo. De hecho, la estrategia de Pío XI no consistía en jugar a los espías ad vitam aeternam. El 15 de agosto, día de la Asunción de la Virgen, Michel d’Herbigny celebró en Moscú la gran misa de Saint­Louis­des­Français con una sotana violeta, la mitra sobre su cabeza y el báculo en la mano. Causó sensación, sobre todo cuando anunció la próxima instalación en Moscú de un administrador apostólico.

Por supuesto, la GPU fue informada de inmediato de que pasaban cosas extrañas en la Iglesia católica de Moscú. ¿Coincidencia? El 31 de agosto, le negaron al padre d’Herbigny la autorización para diri­girse a Odesa, donde quería establecer un seminario, y lo intimaron a abandonar el territorio, con el argumento de que expiraba su visa. Como un funcionario subalterno había prolongado la visa hasta el 6, tuvo el tiempo justo de instalar al ahora monseñor Neveu, que también fue interpelado por la policía al llegar a la capital. Hubo cierto ner­viosismo entre los servicios encargados de vigilar a ambos hombres, pero no se produjo ninguna reacción concreta. Finalmente, d’Herbigny salió de la URSS el 8 de septiembre de 1926. Nunca más volvió.

Tres días más tarde, en Berlín, monseñor Pacelli recibió por fin de su par soviético un proyecto de “circular” que definía la situa­ ción de la Iglesia católica en la URSS. El resultado de esos largos meses de negociaciones secretas era lamentable: la Iglesia católica no tendría personería jurídica, ni derecho a la propiedad de inmue­bles, ni permiso para enseñar. Así lo había decretado el gobierno soviético, decididamente hostil a toda actividad religiosa y extranjera en su territorio.

El embajador Herbette pudo medir la dificultad de salir del ato­lladero cuando se entrevistó con Alexéi Rykov, presidente del Consejo de Comisarios del Pueblo, el 22 de enero de 1927:

—¡El Papa —sermoneó Rykov— es cómplice de los ortodoxos en el exilio, y trabaja para restablecer la monarquía en la URSS!

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—Ante todo —replicó el embajador—, el Papa quiere poner fin a la autoridad religiosa que se ejerce sobre los fieles soviéticos desde el extranjero.

No había solución: aunque el diálogo entre Pacelli y Krestinski siguiera en Berlín, era un diálogo de sordos. Ese pobre resultado diplomático justificó por sí mismo la jugada audaz que había realizado el Papa el verano anterior: como en los viejos tiempos del zar, aunque por razones diferentes, y durante mucho tiempo, la Iglesia católica ya no gozó de ningún derecho en la Rusia soviética. Pero al menos ahora tenía allí obispos para preparar el futuro.

Un futuro trágico, en el que todos esos pastores clandestinos y valientes desaparecerían uno tras otro: el padre Ilguin fue arrestado en diciembre 1926 y deportado al gulag, a uno de los tristemente célebres campos de concentración soviéticos, que en las terribles condiciones de Siberia acabaron con la vida de más de un millón y medio de presos políticos. Monseñor Sloskans fue arrestado en agosto de 1927 y enviado también a Siberia; monseñor Frison fue condenado a prisión domiciliaria, y luego fusilado, en junio de 1937; el padre Maletski fue detenido en mayo de 1927 y enviado al gulag; Leonid Fedorov, exarca grecocatólico, después de estar tres años en prisión, fue condenado al gulag en junio de 1926 y murió de agotamiento en 1935.

Por su parte, el admirable monseñor Neveu, a quien milagrosa­mente las autoridades soviéticas le perdonaron la vida, recibió violentos reproches por haber sido consagrado obispo: después de viajar a París y Roma en agosto de 1936, no consiguió su visa de regreso y nunca más volvió a ver la Unión Soviética.

Por supuesto, ese futuro, que sería dramático, no estaba escrito en ninguna parte. En Roma, el 3 de febrero de 1937, Pío XI, pálido y debilitado por la enfermedad, recibió a un monseñor Neveu muy emocionado en audiencia privada, en un gran salón del palacio apos­tólico. La conversación duró más de una hora. Al despedirse, de rodillas, Neveu estaba llorando. El Papa, aunque sabía dominar sus emociones, tampoco pudo reprimir las lágrimas.