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Derechos y ¿deberes? Horizontes de un dilema En medio de una fuerte colectivización de una serie de reivindicaciones, resulta algo complejo ir precisamente contra la gradiente, tratando de acentuar el deber ser, en vez del exigimos. No pocas veces nos tratan de retrógrados, antidemocráticos, autoritarios, arcaicos, entre otros, a los que no compartimos algunas ideas, pero lo cierto es que esta aparente reducción que buscan algunos sectores, vale bien la pena encumbrarlo al lugar en que debe situarse, que por ser tan obvio como evidente, muchas veces se nos suele olvidar como sociedad. Recientemente en su Carta Encíclica Caritas In Veritate, S.S. Benedicto XVI, refuerza la vigencia incontrarrestable de los principios rectores del orden social y nos hace un potente llamado al señalar que “es importante urgir una nueva reflexión sobre los deberes que los derechos presuponen, y sin los cuales éstos se convierten en algo arbitrario” (N°43). Lo allí expuesto es esencial, los derechos en el legitimo ejercicio que suponen, por parte de las personas, involucran el indispensable cumplimiento de nuestros deberes, sólo así se configura un sistema de sana convivencia y paz social, condiciones fundamentales al interior de toda sociedad humana. De este cumplimiento de los deberes, es de donde brota la facultad del otro para ejercer sus derechos, lo que no es otra cosa que una irrefrendable expresión de caridad hacia los demás. Por cierto, de estos mismos deberes de las personas, con su empeño por ser cumplidos, cobra capital importancia el principio de subsidiariedad, que a juicio del Sumo Pontífice, como expresión de la inalienable libertad humana, es una manifestación particular de la caridad y criterio guía para la colaboración fraterna de creyentes y no creyentes. La subsidiariedad es ante todo una ayuda a la persona, a través de la autonomía de los cuerpos intermedios” (CV N°57). Así, en este sentido, “la subsidiariedad respeta la dignidad de la persona, en la que ve un sujeto siempre capaz de dar algo a los otros…” (CV N°57). Respetar la dignidad de la persona, he ahí el núcleo, reconociendo la capacidad de todo ser humano de contribuir con lo mejor que tenga de si a la sociedad, siendo considerado en cualquier escenario fin y no instrumento, titular y no cosa, persona y no objeto. Todo esto, en definitiva, tiene directo raigambre con el necesario cumplimiento de las obligaciones, sin esta premisa, resulta muy difícil o casi imposible, poner en práctica estos principios tan relevantes, bases de toda la sociedad humana. Estar obstinado a exigir permanentemente, sin la disposición a cumplir, es una mala combinación, que atenta contra la

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José Ignacio Concha Castro

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Derechos y ¿deberes? Horizontes de un dilema

En medio de una fuerte colectivización de una serie de reivindicaciones, resulta algo complejo ir precisamente contra la gradiente, tratando de acentuar el deber ser, en vez del exigimos. No pocas veces nos tratan de retrógrados, antidemocráticos, autoritarios, arcaicos, entre otros, a los que no compartimos algunas ideas, pero lo cierto es que esta aparente reducción que buscan algunos sectores, vale bien la pena encumbrarlo al lugar en que debe situarse, que por ser tan obvio como evidente, muchas veces se nos suele olvidar como sociedad.

Recientemente en su Carta Encíclica Caritas In Veritate, S.S. Benedicto XVI, refuerza la vigencia incontrarrestable de los principios rectores del orden social y nos hace un potente llamado al señalar que “es importante urgir una nueva reflexión sobre los deberes que los derechos presuponen, y sin los cuales éstos se convierten en algo arbitrario” (N°43). Lo allí expuesto es esencial, los derechos en el legitimo ejercicio que suponen, por parte de las personas, involucran el indispensable cumplimiento de nuestros deberes, sólo así se configura un sistema de sana convivencia y paz social, condiciones fundamentales al interior de toda sociedad humana.

De este cumplimiento de los deberes, es de donde brota la facultad del otro para ejercer sus derechos, lo que no es otra cosa que una irrefrendable expresión de caridad hacia los demás. Por cierto, de estos mismos deberes de las personas, con su empeño por ser cumplidos, cobra capital importancia el principio de subsidiariedad, que a juicio del Sumo Pontífice, como “expresión de la inalienable libertad humana, es una manifestación particular de la caridad y criterio guía para la colaboración fraterna de creyentes y no creyentes. La subsidiariedad es ante todo una ayuda a la persona, a través de la autonomía de los cuerpos intermedios” (CV N°57).

Así, en este sentido, “la subsidiariedad respeta la dignidad de la persona, en la que ve un sujeto siempre capaz de dar algo a los otros…” (CV N°57). Respetar la dignidad de la persona, he ahí el núcleo, reconociendo la capacidad de todo ser humano de contribuir con lo mejor que tenga de si a la sociedad, siendo considerado en cualquier escenario fin y no instrumento, titular y no cosa, persona y no objeto.

Todo esto, en definitiva, tiene directo raigambre con el necesario cumplimiento de las obligaciones, sin esta premisa, resulta muy difícil o casi imposible, poner en práctica estos principios tan relevantes, bases de toda la sociedad humana. Estar obstinado a exigir permanentemente, sin la disposición a cumplir, es una mala combinación, que atenta contra la

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libertad bien entendida.

Que el otro tenga derechos, que ostente el legitimo campo de acción para ejercerlos, que sea capaz de contribuir a la sociedad en la que se encuentra inmerso, que sea valorado como sujeto y no sólo como objeto de prestaciones asistencialistas que anulan su capacidad propia, que sea un autentico protagonista en el desarrollo integral del ser humano en medio de la sociedad, que sea valorado en su dignidad y trascendencia, depende, en suma, del grado fiel de respeto y consideración por los deberes que tenemos, donde puntualmente adquiere sentido la subsidiariedad como elemento que reconoce las capacidades del otro, le refuerza su campo de autonomía legitima y posibilita ayudarlo cuando ello sea necesario.

Por lo tanto, negar, aminorar o pasar inadvertido los deberes que tenemos implica en esencia, un acto de interés excesivamente personalista, desinteresado de los demás, rayando en el egoísmo y pervirtiendo nuestra idea de libertad, que de paso destruye nuestra naturaleza configurada por principios y valores inalienables. Exigir, sin dar equivale a no dejar a los demás pedir lo que yo quiero para mi, dado que únicamente en la medida que cumplamos nuestras obligaciones, le será posible al prójimo exigir aquello que nosotros estamos pidiendo, tema no menor.

En último término, lo más desastroso de todo esto, es negar la íntima relación que existe entre los principios rectores, anular su complementariedad, calificarlos como contradictorios entre sí, desconocer sus dimensiones e implicancias y centrar nuestra libertad con carácter absoluto, sin el más mínimo atisbo de consideración a la libertad propia de los demás.

El único terreno propicio para una sana noción de la sociedad, es aquella que se apellida libre, así es, una sociedad libre, pero también responsable, porque la responsabilidad es el elemento diferenciador de la sana libertad del libertinaje obcecado, perverso e inicuo. Ella la complementa y la llama a limitarse sanamente para no interferir de forma indebida en los derechos del prójimo. Sociedad libre, no sociedad con libertinaje, la primera es la indispensable para buscar el bien común, la segunda es la degeneración del individualismo.

Todo, al final del día, llega al mismo puerto, buscar el desarrollo, la cohesión social de la que nos hablaba Pío XII en 1946, del bien de todos y cada uno, requiere precisamente un dar antes que un pedir, tal vez ese cambio en los verbos rectores, sea el primer gran paso que nos pide a gritos nuestro país. Antes de pedir, preguntémonos ¿Qué estoy dando yo?

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José Ignacio Concha Castro

Derecho, III°