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Simone Eduardo Lalo Corregidor, 202 pp. Desde Robinson Crusoe, la isla ha sido literariamente el territorio de un quiebre, el lugar en que escribir trabaja como una precaria forma de la cordura. El diario que Robinson escribe no sólo es testimonio sino también el vehículo de su supervivencia, la tabla a que todo náufrago necesariamente se aferra para confirmar que la zozobra no es ya sino la única posible manera de existir. En fin. Digo todo esto porque Simone, la última novela de Eduardo Lalo (San Juan, 1960), ganadora del premio Rómulo Gallegos 2013 -y al parecer toda su producción-, se funda en ese discurso de la insularidad. Fotógrafo, narrador, poeta, ensayista, artista plástico, Lalo ha publicado más de media docena de libros en que los géneros y las disciplinas se imbrican para abrirse paso a través de la compleja amalgama que significa habitar Puerto Rico, un margen que, como explica Edgardo Rodríguez Juliá, sólo puede llevar al exilio o a la ensoñación. Así la cosa, en Simone se distinguen tres partes. En la primera, un escritor puertorriqueño (sosias del propio Lalo) mantiene, como Robinson, un diario con el fin de sobrellevar su existencia, escribir es para ambos una lucha que avanza hacia la reafirmación propia; sin embargo, lo que en el primero es un catálogo del pensamiento, en el segundo emerge como un dilatado acervo del tedio, es decir, un banal acopio de anécdotas, salpicado con citas literarias, reflexiones, recuerdos, un collage en que se perfila una vida hecha a contracorriente de todos y de todo, cuyo único appeal descansa en la melancolía que asoma precisamente cuando su perorata se contiene. Es imposible pensar en el narrador sin que palabras como “hastío” o “desencanto” lleguen a la mente y no por nada Meursault hace un cameo en la historia. De las tres, esta es la parte menos lograda. Aunque después uno caiga en la cuenta de cuál es su función (establecer el temperamento del personaje, el punto de partida y así hacer más evidente en lo que termina

Desde Robinson Crusoe

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SimoneEduardo LaloCorregidor, 202 pp.

Desde Robinson Crusoe, la isla ha sido literariamente el territorio de un quiebre, el lugar en que escribir trabaja como una precaria forma de la cordura. El diario que Robinson escribe no sólo es testimonio sino también el vehículo de su supervivencia, la tabla a que todo náufrago necesariamente se aferra para confirmar que la zozobra no es ya sino la única posible manera de existir.

En fin. Digo todo esto porque Simone, la última novela de Eduardo Lalo (San Juan, 1960), ganadora del premio Rómulo Gallegos 2013 -y al parecer toda su producción-, se funda en ese discurso de la insularidad. Fotógrafo, narrador, poeta, ensayista, artista plástico, Lalo ha publicado más de media docena de libros en que los géneros y las disciplinas se imbrican para abrirse paso a través de la compleja amalgama que significa habitar Puerto Rico, un margen que, como explica Edgardo Rodríguez Juliá, sólo puede llevar al exilio o a la ensoñación.

Así la cosa, en Simone se distinguen tres partes. En la primera, un escritor puertorriqueño (sosias del propio Lalo) mantiene, como Robinson, un diario con el fin de sobrellevar su existencia, escribir es para ambos una lucha que avanza hacia la reafirmación propia; sin embargo, lo que en el primero es un catálogo del pensamiento, en el segundo emerge como un dilatado acervo del tedio, es decir, un banal acopio de anécdotas, salpicado con citas literarias, reflexiones, recuerdos, un collage en que se perfila una vida hecha a contracorriente de todos y de todo, cuyo único appeal descansa en la melancolía que asoma precisamente cuando su perorata se contiene. Es imposible pensar en el narrador sin que palabras como “hastío” o “desencanto” lleguen a la mente y no por nada Meursault hace un cameo en la historia.

De las tres, esta es la parte menos lograda. Aunque después uno caiga en la cuenta de cuál es su función (establecer el temperamento del personaje, el punto de partida y así hacer más evidente en lo que termina transformándose), la lectura quizá por ello resulta engorrosa. La premisa que contiene es transparente pero la voz narrativa no cesa de machacarla. El personaje vive en una realidad dividida y padece diariamente las contradicciones que provoca: una existencia que le parece ajena, un lugar que le corresponde pero en el que no encaja. Y ello como trasunto de algo mucho más complejo: la extraña situación cultural y política de Puerto Rico, ser y no ser latino o norteamericanos y, por extensión, transitar una historia, una economía, una forma de vida y consumo diseñada para otros. Al final de cuentas, vivir en un país que no es país sino una mancha.

Pienso en todas las veces que he leído o escrito el concepto “Puerto Rico”. Son miles, acaso decenas de miles de veces y, sin embargo, estas palabras apenas son leídas o escritas fuera de aquí; es más, son prácticamente desconocidas o sugieren imágenes muy débiles, que poco tienen que ver con lo que significan para mí estos vocablos. Pienso esto cuando leo, escribo, escucho ese nombre de país que más allá de sus fronteras (y acaso también dentro de ellas) significa tan poco. ¿Qué forma de silencio, o lo que es igual, qué forma de dolor es éste? (27)

La segunda parte es ya otra cosa, mucho más novelesca. El énfasis del narrador se atempera y esa fisura, ese nunca estar del todo en contacto con el mundo, esa invisibilidad, se traslada a una especie de thriller (imposible no pensar en Auster) en el que son más evidentes gracias a la aparición de un personaje que parece resumir estos conceptos: Li Chao, una emigrante china que trabaja en un restaurante y que ha huido de su país debido a la Revolución cultural, con quien el narrador, después de un misterioso flirteo, termina entablando una relación amorosa. Ambos son, en diferente medida, ejemplos de lo mismo: seres que viven a través de la escritura y que sólo mediante ella alcanzan a tocarse a sí mismos y a su entorno. Habitar esa grieta, habitar San Juan como un texto, es lo único que les permitirá salvarse.

Lo mejor que posee Lalo es su lenguaje, una mezcla seca y precisa de cavilación y lirismo que sabe dar en el blanco (“El amor era, lo comprobaba en esa playa, el intento imposible y fallido de proteger a alguien de su biografía.” ) y que permite un moroso escrutinio de las desintegraciones vitales y afectuosas. De recordar a alguien, recordaría al primer Chejfec: investigaciones de la identidad, la ciudad, a partir de un texto que se borra continuamente.

Pese a su composición fragmentaria, mezcla de diarios, autoficción y ensayo, el libro posee una estructura bastante tradicional, lineal. Somos testigos de la evolución anímica del narrador, desde una aridez irritante, hasta una última afirmación de su experiencia, su espacio, su país, pasando por una bien dosificada crisis. La última parte está dominada por un diálogo. El narrador junto a un amigo discute con un escritor español recién llegado a la isla sobre la relación entre literatura y mercado, el hecho de que Barcelona sea una suerte de Meca a la que todos los escritores latinoamericanos rezan para buscar la tan ansiada glorificación.

El impacto que ocasionó la noticia de que un escritor prácticamente desconocido se hiciera con el galardón más importante de Latinoamérica sobre autores archiconsagrados no fue menor. Razones para hacerlo, sobran. Me refiero a que, dadas las circunstancias, cualquier premio que se atreva a reconocer a un escritor (además de una obra ya considerable) más allá del peso que su nombre posea en los circuitos culturales del continente, será siempre loable. Que esta novela de Lalo tenga por tema, además, la reivindicación de esa marginalidad literaria, de esa forma de resistencia que es la escritura y la edición en muchos países de América Latina, podría parecer incluso, para el jurado, una declaración de principios. Pero de ahí a considerar Simone como la mejor novela latinoamericana de los últimos dos años, hay, creo, un trecho considerable.