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DIÁLOGOENTRE ASESINOS€¦ · asesinos,seintroduceenelgénerone - gro,quetambiénhacultivadoencuen - tosyrelatoscortos. erein erein cosecha roja 1. SHAHMARÁN JonArretxe 2. PÁJAROSSINALAS

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OS Daniel del Monte (Madrid, 1979)

Ha realizado estudios en Filosofía. Su in-terés por la literatura comienza siendomuy pequeño. Escribe su primera nove-la con trece años, El Destino relato defantasía épica. Dos años después, escri-be El hijo de Saturno, novela de cienciaficción. Entre los veinte y los veinticua-tro años escribe Recuerdos en el tiem-po, novela social ambientada en Madrid.

Con su última novela, Diálogo entreasesinos, se introduce en el género ne-gro, que también ha cultivado en cuen-tos y relatos cortos.

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erein cosecha roja

1. SHAHMARÁNJon Arretxe

2. PÁJAROS SIN ALASJosé Javier Abasolo

3. LA CALLE DE LOS ÁNGELESJon Arretxe

4. MAREA DE SANGREJosé Luis Muñoz

5. SUEÑOS DETÁNGERJon Arretxe

6. LA LUZ MUERTAJosé Javier Abasolo

7. 19 CÁMARASJon Arretxe

8. DIÁLOGO ENTRE ASESINOSDaniel del Monte

Leonard Steinbeck, un metódico asesino a sueldoexperto en encontrar sujetos desaparecidos, sabeque cuenta con muy poco tiempo para dar con el queha sido apodado como “el carnicero del medio oeste”,un asesino en serie de muchachas que tiene enestado de máxima alerta al país.

Todo parece indicar que Ángela Ferrante, hija deun jefe de una poderosa organización mafiosa, estáen sus manos. La familia quiere que Leonard laencuentre y acabe con su captor.

¿Quién es “el carnicero del medio oeste”? ¿Dóndeestá su guarida? ¿Por qué se ha llevado a Ángela? Lasinterrogantes se abren mientras comienza la cuentaatrás para dar con ella. Leonard comprende quetendrá que enfrentarse al horror para llegar aatraparle, aunque quizá no haya nadie mejor que élpara entender la mente del brutal asesino…

Mientras, en una pequeña ciudad de Illinois, unatímida chica de dieciséis años, Rachel O’Connell, hacomenzado a enamorarse…

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Portada Dia?logo entre asesinos:Maquetación 1 24/10/12 09:38 Página 1

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DIÁLOGO ENTRE

ASESINOS

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Obra honen edozein erreprodukzio modu, banaketa, komunikazio publiko edo aldaketa egiteko, nahitaezkoa da jabeen baimena,legeak aurrez ikusitako salbuespenezko kasuetan salbu. Obra honen zatiren bat fotokopiatu edo eskaneatu nahi baduzu,

jo CEDROra (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

1ª. edición: Octubre del 2012

Diseño de la colección y portada:Cristina FernándezMaquetación:

Erein© Daniel del Monte

© EREIN. Donostia 2012ISBN: 978-84-9746-745-2

D.L.: SS-1591/2012EREIN Argitaletxea. Tolosa Etorbidea 107

20018 DonostiaT 943 218 300 F 943 218 311

e-mail: [email protected]

Imprime: Itxaropena, S. A.Araba kalea, 45. 20800 Zarautz

T 943 835 008 F 943 130 822e-mail: [email protected]

www.itxaropena.net

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DIÁLOGO ENTRE

ASESINOS

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DANIEL DEL MONTE

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A mis tíos Marián del Monte y Rafaello Fiorentin.A Elena y Mauricio Mazzola,y a Anna y Franco Delfrati.

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Solo la escasa luz de la luna que entraba a través de las ven-tanas permitía a Helen orientarse. No quería tropezar, quese cayese alguna cosa y que se despertasen. Quien la visitabapor la noche ya había estado antes con ella; cuando le oíadescender los peldaños de la escalera Helen imaginaba quese trataba de un gusano gigante, y, cuando entraba en su ha-bitación, el miedo y la repugnancia se apoderaban de ella.Esa noche los dos hijos de Helen dormían tranquilos, su

habitación comunicaba con la de ella. En una de las camasdescansaba el más pequeño. Se acercó a él para acariciar sucabeza de pelo oscuro y susurrarle:–Te quiero mucho, hijo.En la otra cama dormía el mayor, del que Helen solía

decir que había nacido “malito”. Estaba despierto, podíaver sus diminutos ojos abiertos, observándola con atención.Se aproximó a él recordando el gran dolor que había sen-tido al dar a luz. Entonces había pensado que se estaba des-garrando por dentro y que iba a morir, pero había sobre-vivido.Su hijo no dijo nada. Helen había escuchado tiempo

atrás, en algún sitio, que cierta gente conseguía dormir conlos ojos abiertos. Aunque nunca antes le había parecido

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que ninguno de sus hijos fuese capaz de hacerlo. El niño erabastante grande, lo sería mucho más que ella, y que un serque había salido de sus entrañas llegara a ser de un tamañomucho mayor que el suyo la llenaba de asombro. Acariciósu pelo, que era liso y de un tono más claro que el de su otrohijo, el niño movió la cabeza y le miró; entonces Helen es-tuvo segura de que estaba despierto.–Te quiero mucho –le dijo en voz baja.–Yo… yo a ti, mamá.Helen se llenó de emoción, y le preguntó:–¿Por qué estás despierto?–He tenido un sueño, mamá. Un sueño antes, he oído

algo, y tú estabas aquí, ¿por qué has venido… por qué hasvenido aquí, mamá?–Me gusta… –no se le ocurría qué decir porque no era

buena mintiendo–, me gusta estar con vosotros mientrasdormís.–¿Te vas a quedar aquí… mientras… me duermo?–Sí, claro, pero tienes que dormirte rápido, porque, si no,

vas a tener mucho sueño mañana.–Sí… sí, mamá.–Venga, cierra los ojos, yo voy a estar aquí contigo.–Vale… mamá –su hijo obedeció y cerró los ojos.Siempre le hacía caso, no creía que alguien pudiese ser tan

bueno como él; ninguna persona en el mundo podía serlo.Acarició su pelo diciéndole:–Duérmete, pequeño.Al poco, la respiración de su hijo se hizo más lenta y Helen

supo que se había quedado dormido. Entonces, miró elcrucifijo de la pared y le pidió a Dios que cuidara de ellos,

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porque no era posible para ella estar más tiempo en esa casa;aunque tampoco estaba segura de que Dios existiese. Contodo lo que le había pasado, a veces lo dudaba, pero seguíasintiendo que estaba arriba, en el cielo, observándoles y ve-lando por ellos.Volvió a mirarles desde el umbral sin puerta que comu-

nicaba con su habitación, y las lágrimas comenzaron a des-lizarse por sus mejillas.–Os quiero –dijo–. Adiós.A lo mejor volvería alguna vez, pero ahora debía irse muy

lejos. Era posible que no volviese a verlos, su madre cuida-ría de ellos, debería hacerlo. En más de una ocasión habíapensado en llevárselos con ella, pero era demasiado joven ytodo el mundo querría saber qué hacía con dos niños, unode ellos casi un bebé. Estaba asustada, y hacía tiempo queno era capaz de pensar con claridad. Aun así, tenía la luci-dez suficiente como para decirse que no sería capaz de ali-mentarlos, y menos de conseguir dinero para los tres, o unlugar para que pudiesen guarecerse y dormir. Los encontra-rían, y los devolverían a esa casa maldita. Por eso era impo-sible, no le quedaba ninguna otra opción que no fuese mar-charse sola.Debía salir rápido para que nadie le viera, por lo que

cruzó las dos puertas que daban al porche como un relám-pago, y las cerró con suavidad para no hacer ruido.Fuera soplaba el viento otoñal de la noche, que enfriaba

su rostro, susurrándole qué era lo que pasaría si se quedabaallí. Llevaba un abrigo largo, un jersey de cuello vuelto yunos pantalones de tela gruesa, que eran los que usabacuando hacía frío. Delante de ella se extendía el campo

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yermo, que le hizo recordar cuando en verano estaba repletode espigas secas que ella arrancaba para hacer cosquillas a suhijo, y para morderlas mientras intentaba pensar en otracosa.Esa noche el cielo estaba limpio y cuajado de estrellas, por

lo que la luz plateada de la luna le permitía trazar el caminoimaginario que debería seguir para marcharse. Llegó hastala carretera, donde hizo autostop. Un coche se detuvocuando estaba amaneciendo, su conductor le preguntóadónde quería ir, Helen le respondió que a la ciudad.Cuando se alejaban, se repetía una y otra vez que esa habíasido la única solución. No hablaba con el conductor, solomiraba por la ventanilla, mientras decía adiós a sus hijos enun susurro que se mezclaba con el ruido que producía el mo-tor del coche en la carretera.

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«…El cuerpo mutilado de Margaret Duchamp ha sido encon-trado a los pies de un contenedor, en el interior de una bolsa debasura. Según los forenses, con signos de haber sido torturadade un modo salvaje antes de su asesinato y posterior mutila-ción…».Leonard Steinbeck se encontraba en el interior de la fur-

goneta, con el brazo apoyado en la ventanilla abierta. En laradio, el especial de noticias de la tarde hablaba sobre otrode los asesinatos. Cambió de emisora hasta dar con una enla que sonaba un tema de Miles Davis.Estaba en una calle tranquila de un barrio residencial si-

tuado a las afueras de Detroit, donde la mayoría de las ca-sas eran idénticas, con su pequeña zona ajardinada y su bu-zón para el correo. De vez en cuando, pasaba alguien. Unchico montando en bicicleta, una mujer en su coche, que ve-nía de hacer la compra, o un anciano dando un paseo, peronada se salía de lo normal. Eran las tres en punto de la tarde,el cielo comenzaba a nublarse y soplaba una suave brisa decomienzos de otoño.Leonard llevaba casi una hora sentado en el interior de

la furgoneta, que había aparcado al lado del bordillo de lacalle. No había nada extraño en que un técnico estuviese allí.

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En uno de los laterales de la furgoneta se leía en letras ver-des y rojas: “TLM, reparaciones para el hogar”. Leonard ibavestido como los empleados de la compañía, con la gorraverde, la chaquetilla y los pantalones rojos característicos. Laespalda de la chaqueta la presidía el mismo logotipo circu-lar que la identificaba, que daba a entender que era un em-pleado como otro cualquiera.La furgoneta estaba aparcada frente al número 13. Leonard

debía realizar su servicio en el número 15. Miró su reloj, lastres y dos minutos de la tarde. Los de TLM siempre se re-trasaban, por eso había estado esperando.

La puerta de la casa se encontraba abierta. En el cajetín delcorreo no había mas que unas pocas cartas de facturas quenadie se había molestado en recoger. El césped estaba reciéncortado, pero, a diferencia de los jardines de las casas veci-nas, este no contaba con ninguna escultura decorativa ni flo-res ni ornamentación alguna. Al llegar a la puerta, Leonardpulsó el botón del timbre, y al no obtener respuesta, volvióa llamar.–Ya va –dijo una voz rasgada desde el interior de la casa.

Leonard escuchó el sonido de unos pasos acercándose a lapuerta–. ¿Quién es?–Buenos días, soy Marck Agnelli –se presentó Leonard

con una voz aguda y nasal, la que imaginaba para MarckAgnelli–. Me envían deTLM, vengo por lo del problema delas cañerías.Tras un breve silencio, la misma voz rasgada del interior

dijo con tono de fastidio:

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–¿Marck Agnelli? Les dije a los de su empresa que no megustaban los italianos; que nada de italianos, vienen tarde y,además, para una cosa que les pido, no hacen caso.–Hemos venido en cuanto nos ha sido posible.–¿En cuanto les ha sido posible? –repitió.–Es usted el señor Harper, John Harper, ¿no es así?–Sí, soy yo quien les ha llamado, y les dije que me daba

igual un árabe, un chino, un irlandés, un esquimal… peronada de italianos.–No soy italiano del todo, mi padre era italiano, pero mi

madre era de origen alemán, ¿sabe?La puerta se abrió y ante Leonard apareció un hombre de

mediana edad, delgado y con el pelo canoso, casi blanco,que, al ver a Leonard, transformó su gesto de contrariedadpor otro de sorpresa.–No parece italiano –dijo John Harper, más relajado.–Mi madre era de origen alemán –repitió Leonard.–Alemana, ¿eh?Harper sí que tenía la imagen arquetípica de un ita-

liano, sus ojos eran oscuros, su pelo negro, y llevaba un cru-cifijo católico de oro pendiendo de su cuello.Después de examinar a Leonard unos segundos, Harper

le dejó pasar mientras le decía:–Está bien, adelante. El problema es el fregadero de la co-

cina, el agua no traga bien, se atasca. He intentado de todo,pero no es posible, no hay manera de que chupe el agua.La casa olía a comida; a carne y a cebolla. A pesar de no

conseguir lavar bien los platos, John Harper continuaba co-cinando. En las paredes del pasillo se veían fotografías fa-miliares y algún cuadro decorativo.

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–Aquí está la cocina –dijo Harper, abriendo la puerta aLeonard–. No tengo nada personal contra nadie, pero no megustan los italianos, no es nada más que eso.La casa estaba ordenada, apenas había elementos que

desentonasen, que estuviesen fuera de lugar. Después deechar un último vistazo a Leonard, Harper le dijo:–Haga lo que tenga que hacer, yo estaré en el salón –y se-

ñaló la habitación del fondo del pasillo, desde la que llegabael sonido de las voces de una televisión encendida.Harper se marchó y Leonard se quedó solo en la co-

cina. La pared estaba pintada con tonos claros, y desde laventana se veía el jardín y parte de la fachada de la casade al lado. Leonard se aproximó al fregadero, en una delas pilas había un plato sucio con restos de tomate y laotra pila estaba vacía. Abrió el grifo del agua y comprobóque el desagüe no tragaba bien; después fue hacia el sa-lón.Allí, Harper estaba sentado en un amplio sofá mientras

veía la televisión.–¿Qué pasa? –preguntó Harper a Leonard en cuanto le

oyó entrar.–Solamente una pregunta, usted utiliza una de las pilas,

¿no es así?Harper le miró como si no hubiese comprendido.–Claro, la que funciona, la otra está estropeada, por eso

les he llamado. No me pregunte por qué una funciona y laotra no, porque no tengo ni la más remota idea.–No es tan extraño, no se preocupe; lo que me interesa

saber es si el agua se acaba yendo por el desagüe o la saca uti-lizando algún recipiente.

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–No, no se va. La he sacado con un cazo y un vasito, poreso queda un poco; si se tragase el agua, aunque fuese len-tamente, me daría igual. Un día se quedó el grifo abierto ycasi se me inunda la cocina.Leonard miró a la televisión. Harper estaba viendo un do-

cumental sobre monos. En ese momento el narrador expli-caba sus costumbres reproductivas.–Los monos –dijo Harper, al advertir que Leonard

centraba su atención en el televisor–, se pasan todo el díafollando y comiendo, ese macho puede estar con todasesas hembras y no pasa nada, el que no esté de acuerdoque se joda, él es el más fuerte, el jefe, el más poderoso,y hace lo que le da la gana; como en la vida misma ¿ver-dad? –Harper se rió de su ocurrencia de una manera os-tentosa.–Así es, como en la vida misma –corroboró Leonard.–No recuerdo tu nombre, ¿cómo has dicho que te lla-

mabas? –preguntó Harper mucho más tranquilo que cuandole había recibido en la puerta.–Marck Agnelli.–¿Te puedo llamar Marck?–Como quiera –dijo Leonard–. Vuelvo a la cocina para

solucionar el problema.–Claro, Marck, para eso has venido, ¿no?Antes de marcharse, Leonard se fijó en la botella de Jack

Daniel’s que había sobre la mesa y en el vaso con hielo, llenohasta la mitad, del que bebía Harper.Leonard cerró la ventana de la cocina, corrió las cortinas

y sacó las herramientas de la bolsa, que después puso en elfregadero; tras esto se sentó en la única silla que había.

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Desde donde estaba sentado podía ver, por el hueco dela puerta entornada, una de las fotografías enmarcadas quecolgaban de la pared del pasillo. En la fotografía aparecíaHarper, mucho más joven que ahora, con su mujer y sus doshijas en un parque, en su anterior ciudad, en su antigua vida.–Harper –se dijo Leonard en voz baja con indiferencia,

y salió de la cocina.Volvió al pasillo y miró otra de las fotografías. En esta,

Harper posaba con una de sus hijas, esperando a que ella letirase una pelota de baloncesto. En la fotografía, su hija noaparentaba más de cuatro años. El pelo de Harper era mu-cho más abundante, parecía contento.Leonard introdujo la mano en el bolsillo del pantalón y

tocó la cuerda del garrotte, luego volvió a sacar la mano delbolsillo y se dirigió al salón. Toda la casa permanecía en pe-numbra. Las persianas del salón estaban bajadas y solo la luzde la televisión evitaba la oscuridad total.Ahora en la televisión emitían un programa especial so-

bre los asesinatos de las muchachas, un coloquio en el queprestigiosos criminólogos y expertos en psicología intenta-ban componer el perfil del asesino:

«…Es muy probable que el sujeto disfrute con todo el pro-ceso; tanto del secuestro de sus víctimas como de las posteriorestorturas y de las vejaciones. Parece que su fantasía puede crearuna nueva exigencia cada vez, por tanto la sublimación totales siempre un anhelo…».

–Lo de este tipo es increíble –dijo Harper cuando vio aLeonard en el marco de la puerta–. Ya ha matado nueve chi-cas, se las lleva a nadie sabe dónde, les hace de todo y luegolas deja en cualquier parte, troceadas y en bolsas de basura.

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El tipo se lo pasa en grande con esa mierda, me pregunto quécoño tendrá en la cabeza para que sólo se le empalme ha-ciendo eso.–Es extraño, sí –admitió Leonard–. Lo estaba escu-

chando antes en la radio de la furgoneta y estaba pensandoalgo parecido.–Sí… es increíble –dijo Harper–. Qué tal va lo del fre-

gadero, ¿algún problema?–No, ya está totalmente arreglado.–¿Ya?, pero ¿qué es lo que has hecho, Marck? ¡Si no has

tardado ni media hora!–Había un problema en una de las cañerías, la he desatran-

cado y ahora va bien.–Vaya… pues menos mal. Eres bueno en tu trabajo,

Marck, sí señor, un mago de los fregaderos.En la televisión otro de los psiquiatras estaba diciendo:«…Está dentro de las posibilidades que sea un asesino con

deseos de notoriedad, lo que sí sabemos es que es un asesino deltipo organizado. Por otra parte, es un hecho singular el que, enalgunos casos, devuelva partes del cuerpo antes de hacerlo conel resto del cadáver, me atrevería a decir que expresa cierto re-sentimiento con la sociedad, y un alto grado de necesidad de con-trol durante todo el proceso…».

–Qué hijo de puta –dijo Harper–. ¿Quieres una copa,Marck?–No, gracias –respondió Leonard–. No suelo beber en

horas de trabajo.–Como los policías, ¿no?, nada de beber en horas de ser-

vicio –Harper centró su interés en la televisión y, tras beberotro sorbo de su vaso de bourbon, dijo:

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–Tengo dos hijas, ¿sabes?, ahora… bueno… ahora no vi-ven aquí; hace casi dos años que no las veo. Su madre y yo,mi exmujer, nos peleamos, ya sabes cómo son estas cosas…y están con ella. No me quiero imaginar si a ese hijo de putase le ocurriera hacer algo a cualquiera de las dos. Solo el po-nerme por un momento en el pellejo de los padres de esaschicas hace que se me revuelva el estómago. Si hiciese algoa mis hijas no pararía hasta dar con él –cuando dijo esto besócon torpeza el crucifijo de oro que colgaba de su cuello–.Pero no hay que pensar mal, ellas están muy seguras con sumadre, mucho más que conmigo –Harper se detuvo un mo-mento, y después dijo:–Vamos a ver ese fregadero. –Al ponerse en pie se tam-

baleó un poco, debido al efecto del alcohol. Leonard lo dejópasar, poniéndose a su espalda cuando salían al pasillo.–Lo único que saben es que se trata del mismo asesino,

porque lo hace de la misma forma –continuaba diciendoHarper–, pero no deja ninguna pista y no tienen ni idea decómo se mueve, ahora lo hace aquí, después allí y despuésotra vez donde al principio, joder.Leonard miraba su nuca, Harper era más bajo que él, al

menos quince centímetros. Era la nuca de Frank Belpasso,exsoldado de la familia Mistretta de Nueva York, confi-dente del FBI, en la actualidad dentro del programa deprotección de testigos del estado, con una falsa identidad:John Harper, con cambio de trabajo y domicilio.–No puedo creer que no cometa un… –las palabras

de Frank Belpasso se quedaron a medias cuando el cor-del del garrotte se aferró a su cuello. Unos sonidos áspe-ros salieron de su boca al hacer un esfuerzo por intentar

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respirar; los ojos se le desorbitaron y su cara comenzó a en-rojecer.Leonard apoyó su espalda contra la pared, e hizo fuerza

con las dos manos para que Belpasso no pudiese moverse.Delante de ambos estaba la fotografía en la que se veía aFrank jugar con una de sus hijas en el parque.Frank dejó de moverse pero, aun así, Leonard continuó

ejerciendo presión. Lo hizo porque había quien fingía habermuerto para que se le dejara de asfixiar. Cuando estuvo se-guro, Leonard aflojó el cordel del garrotte y lo soltó. Elcuerpo sin vida de Frank Belpasso se desplomó en el suelo.Leonard comprobó que no tenía pulso. Luego fue a la co-cina y dejó todo en orden antes de salir.

Puso la bolsa con las herramientas en la parte de atrás de lafurgoneta. En la radio estaban emitiendo un programa de-portivo.Arrancó y se marchó de allí.

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