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Dos cuentos con Juan

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Éranse una vez cuatro hermanos que se llamaban Juan. Y es que Juan era un nombre que le gustaba mucho a su madre. Su padre se llamaba Cirilo.

Los GRAJOS

de JUAN

el CUARTO

DOS CUENTOS CON JUAN

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Cirilo Majuelo era granjero, pero no muy bueno, sobre todo porque prefería pasar los días en la cama, o dispararles a los cuervos, o hacer cualquier cosa que se os ocurra que no fuera trabajar. Razón por la cual la granja estaba en unas condiciones lamentables, sin nada que comer más que pan y remolacha. De vez en cuando había pata de cerdo, pero el cerdo ya no tenía muchas, y estaban reservando las que le quedaban para Navidad.

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LOS GRAJOS DE JUAN EL CUARTO

—¿Qué vamos a hacer, mujer?

—se lamentó Cirilo un buen día.

—No hay otro remedio —contestó su mujer—. Uno de los chicos tendrá que ir a correr mundo para hacer fortuna, traerla a casa y compartirla con todos nosotros.

DOS CUENTOS CON JUAN

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De modo que el mayor de los Juanes, o sea Juan el Primero, con un pañuelo de lunares lleno de bocadillos de remolacha y colgando de un palo que llevaba al hombro, dejó el hogar de la familia en busca de fortuna. Y la familia se sentó a esperar a que el dinero llegara a su puerta.

Pero pasaron tres meses

y Juan el Primero no volvía.

FUERA

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—Para mí que el chico se ha largado por ahí y se ha gastado su fortuna —dijo Cirilo Majuelo.

—Pues entonces —dijo la señora Majuelo— Juan el Segundo tendrá que salir a buscarse él otra. Juan —se dirigió a su segundo hijo—, hala, asegúrate de que vuelves, y de que vuelves rico a reventar, porque si no se te va a caer el pelo.

—Sí, mamá —dijo Juan el Segundo, y allá que fue, a buscar fortuna, con sus bocadillos de remolacha envueltos en un pañuelo azul liso y colgando del palo que llevaba al hombro. Y la familia se sentó a esperar a que el dinero llegara a su puerta.

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Pasaron tres meses y Juan el Segundo no volvía.

—Bueno, pues otra fortuna que se va —dijo Cirilo—. Y yo estoy ya asqueado de tanto pan y tanta remolacha.

—Juan —dijo la señora Majuelo a su tercer hijo—, ya estás largándote a buscar fortuna para que no nos muramos de hambre, o sea a hacer lo que no han hecho los gandules de tus hermanos mayores.

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Conque Juan el Tercero se puso en camino, con sus bocadillos de remolacha dentro de un pañuelo de rayas atado a un palo. Y la familia se sentó a esperar a que el dinero llegara a su puerta.

Pero, tres meses después, no había

el menor rastro de Juan el Tercero

ni de su fortuna.

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—Estos mozos de hoy en día —dijo Cirilo Majuelo— se gastan por ahí sus fortunas sin pensar ni un minuto en las pobres familias que han dejado en casa. Bueno, pues ya sí que no hay otra salida —y sacudió el pulgar señalando a Juan el Cuarto—. Prepárale el pañuelo, mujer.

—¡No! ¡Mi pequeño, no! —exclamó la señora Majuelo, hundiendo de golpe en su pecho la cabeza del chico, que forcejeaba tratando de no asfixiarse.

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—¡Es el único que queda! —dijo Cirilo—. Y no es que yo espere gran cosa de él... Es un pringado, eso es lo que es. Seguro que se muere de hambre fuera de casa.

—Se está muriendo ya de hambre en casa —le recordó la señora Majuelo—. Espera —se interrumpió—, tengo una idea. En vez ir a hacer su propia fortuna, ¿por qué no le mandamos a buscar a sus hermanos y decirles que vuelvan ahora mismo con lo que les quede de las suyas?

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A Cirilo le gustó bastante aquella componenda, así que la señora Majuelo hizo unos cuantos bocadillos de remolacha (quitándole la corteza al pan de molde, claro), los colocó en el mejor pañuelo de algodón que tenía, con orla de encaje y todo, le dijo al joven Juan que tuviera cuidado al cruzar y se sentó con Cirilo a esperar mientras el chico salía en busca de sus hermanos y sus fortunas.

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La verdad es que Juan había salido de la granja muy pocas veces y sabía tan poco del mundo que no se sorprendió cuando llegó a una torre de marfil de la que caía una cascada de esplendorosos bucles dorados. Los bucles —que fluían de la cabeza de una bella damisela que asomaba en lo alto por una pequeña ventana— los estaba peinando una criada subida a una escalera de mano. Al contrario que su señora, la criada no era nada bella, y más bien se quejaba en vez de cantar y rezongaba en vez de sonreír, pero ¿quién podría censurárselo, obligada como estaba a peinarle el cabello a otra persona todos los días de su desdichada vida?