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Los Cuadernos de Arte EL ALMA Y LA FIGURA Eduardo Subirats L os retratos de Kokoschka, los que reali- zó de Schoenberg y Loos, por ejemplo, quizás puedan contemplarse, aunque sólo sea por un instante, como los últi- mos grandes exponentes del género en la pintu- ra europea moderna. A partir del cubismo, la concepción plástica más influyente a todo lo an- cho del arte del siglo XX, el retrato consume el gran sacrificio de su individualidad en el orden abstracto de la geometrización y la anobjetuali- dad. La figura se diluye en sus elementos cons- tructivos. Se transrma en composición plástica pura y, en las expresiones más racionalistas del arte moderno, en sistema lógico de un código estilístico rmalizado. En las corrientes del arte abstracto puro, el problema de la figura es elimi- nado desde su misma raíz. Sin duda alguna, el retrato y la propia figura humana reaparecen aquí o allí en obras significativas de la pintura moderna, pero marginales desde el punto de vis- ta de las corrientes estilísticas y estéticas que han señalado las pautas normativas dominantes de los estilos contemporáneos. Por fin, la figura reaparece en el arte más reciente. Pero ya no es aquella representación de la persona individual, su concentración subjetiva y su vida interior lo que se pone de manifiesto en las nuevas co- rrientes figurativas. En , el Pop, el individuo es rehabilitado bajo los valores espectaculares de las imágenes mediales; en el neo-expresionismo la figura humana aparece preponderantemente en sus manistaciones negativas del dolor, la destrucción y la muerte, y en los super-realis- mos contemporáneos la reproducción de la figu- ra humana penetra la región del simulacro técni- co, desprovisto de cualesquiera cualidades aní- micas o individuales. No pretendo, con semejante descripción, pro- nunciar un sumario juicio histórico o historio- gráfico. Pero me parece sugerente destacar con esta perspectiva un desarrollo interior, un proce- so lógico inherente a la representación de la fi- gura humana en la pintura moderna, una espe- cie de necesidad intrínseca, que recorre la histo- ria del arte del siglo XX, y se encuentra jalonada por elocuentes expresiones afines, en la literatu- ra y en la filosoa, poniendo al descubierto algu- nos aspectos importantes de la condición huma- na en la sociedad moderna. Los retratos de Kokoschka pueden conside- rarse como fisionómicos y la figura individual que exponen es reconocible en cuanto a su re- producción natural, los rasgos sensibles de su apariencia que distinguen la particularidad de una persona. Pero son fisionómicos, descripti- vos y expresivos del núcleo caracterológico, vital 162 ; . 1 t2� r 1 1' , ·:�' .. ;� ·,·. Aold Schoe11be1g, 1924. Oleo de O. Kokoschka. y espiritual de un individuo en un sentido o bajo matices marcadamente direntes del retrato clásico de un Rembrandt o un Velázquez, y por supuesto del naturalismo y academicismo del si- glo XIX. El análisis y la descripción de la personalidad no se expone en el caso de Kokoschka con aquella prosión de detalles sensibles que otor- gan a los retratos de un Velázquez, por ejemplo, aquella prestancia o naturalidad que vuelve tan real, seductora y mágica la presencia sica de sus figuras. En una obra como an de Pareja la figura individual de la persona y el carácter, de quien en realidad había sido el criado personal que acompañó a Velázquez a lo largo de sus via- jes por Italia, se manifiesta a través de los ele- mentos sensibles del color y la textura de su tez mulata, la sensual intensidad de su mirada oscu- ra, la belleza y proporción de los rasgos moru- nos del rostro, de sus elegantes atuendos de to- nalidades cálidas y texturas aterciopeladas, o de la compostura elegante y firme de nuestro per- sone. Son todos ellos rasgos externos, aparen- . tes, a los que Velázquez, lo mismo que la gran tradición retratista española, desde la Dama de Elche hasta la Gertrude Stein de Picasso, les ha

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Los Cuadernos de Arte

EL ALMA Y LA FIGURA

Eduardo Subirats

Los retratos de Kokoschka, los que reali­zó de Schoenberg y Loos, por ejemplo, quizás puedan contemplarse, aunque sólo sea por un instante, como los últi-

mos grandes exponentes del género en la pintu­ra europea moderna. A partir del cubismo, la concepción plástica más influyente a todo lo an­cho del arte del siglo XX, el retrato consume el gran sacrificio de su individualidad en el orden abstracto de la geometrización y la anobjetuali­dad. La figura se diluye en sus elementos cons­tructivos. Se transforma en composición plástica pura y, en las expresiones más racionalistas del arte moderno, en sistema lógico de un código estilístico formalizado. En las corrientes del arte abstracto puro, el problema de la figura es elimi­nado desde su misma raíz. Sin duda alguna, el retrato y la propia figura humana reaparecen aquí o allí en obras significativas de la pintura moderna, pero marginales desde el punto de vis­ta de las corrientes estilísticas y estéticas que han señalado las pautas normativas dominantes de los estilos contemporáneos. Por fin, la figura reaparece en el arte más reciente. Pero ya no es aquella representación de la persona individual, su concentración subjetiva y su vida interior lo que se pone de manifiesto en las nuevas co­rrientes figurativas. En , el Pop, el individuo es rehabilitado bajo los valores espectaculares de las imágenes mediales; en el neo-expresionismo la figura humana aparece preponderantemente en sus manifestaciones negativas del dolor, la destrucción y la muerte, y en los super-realis­mos contemporáneos la reproducción de la figu­ra humana penetra la región del simulacro técni­co, desprovisto de cualesquiera cualidades aní­micas o individuales.

No pretendo, con semejante descripción, pro­nunciar un sumario juicio histórico o historio­gráfico. Pero me parece sugerente destacar con esta perspectiva un desarrollo interior, un proce­so lógico inherente a la representación de la fi­gura humana en la pintura moderna, una espe­cie de necesidad intrínseca, que recorre la histo­ria del arte del siglo XX, y se encuentra jalonada por elocuentes expresiones afines, en la literatu­ra y en la filosofía, poniendo al descubierto algu­nos aspectos importantes de la condición huma­na en la sociedad moderna.

Los retratos de Kokoschka pueden conside­rarse como fisionómicos y la figura individual que exponen es reconocible en cuanto a su re­producción natural, los rasgos sensibles de su apariencia que distinguen la particularidad de una persona. Pero son fisionómicos, descripti­vos y expresivos del núcleo caracterológico, vital

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Arnold Schoe11be1g, 1924. Oleo de O. Kokoschka.

y espiritual de un individuo en un sentido o bajo matices marcadamente diferentes del retrato clásico de un Rembrandt o un Velázquez, y por supuesto del naturalismo y academicismo del si­glo XIX.

El análisis y la descripción de la personalidad no se expone en el caso de Kokoschka con aquella profusión de detalles sensibles que otor­gan a los retratos de un Velázquez, por ejemplo, aquella prestancia o naturalidad que vuelve tan real, seductora y mágica la presencia física de sus figuras. En una obra como Juan de Pareja la figura individual de la persona y el carácter, de quien en realidad había sido el criado personal que acompañó a Velázquez a lo largo de sus via­jes por Italia, se manifiesta a través de los ele­mentos sensibles del color y la textura de su tez mulata, la sensual intensidad de su mirada oscu­ra, la belleza y proporción de los rasgos moru­nos del rostro, de sus elegantes atuendos de to­nalidades cálidas y texturas aterciopeladas, o de la compostura elegante y firme de nuestro per­sonaje. Son todos ellos rasgos externos, aparen-

. tes, a los que Velázquez, lo mismo que la gran tradición retratista española, desde la Dama de Elche hasta la Gertrude Stein de Picasso, les ha

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dotado de una poderosa energía física y emocio­nal, y por tanto de una persuasiva o convincente presencia realista, muy realzada en estos cua­dros, a través de la sensualidad y la fuerza de su color y su movimiento plástico.

El eslabón intermedio de esta contemplación exterior de la realidad interior del carácter, la psicología o la autoconciencia de un individuo, es la pintura holandesa, es Rembrandt, es la in­terioridad protestante. Es el retrato introspecti­vo y la descripción pictórica de un drama inte­rior. En todos los retratos de Rembrandt, los elementos plásticos y pictóricos, las texturas, los colores, los ritmos de luz y oscuridad están al servicio de esta introspección, de un reconoci­miento a través de la forma del centro vital de la persona, considerada como una totalidad física, psicológica y espiritual al mismo tiempo. Sus autoretratos son las visiones plásticas de un al­ma. Incluso las citas casuales del mundo exte­rior, que rodean a sus figuras humanas, desde los adornos hasta el propio espacio circundante, se pierden en las penumbras de un universo es­piritual subjetivo.

Esta dimensión interior, que abraza lo psico­lógico junto a la conciencia y su aura espiritual,

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es la que sigue alimentando el retrato de Kokoschka como sustrato histórico, y punto de referencia a la vez formal e interpretativo. Sin embargo, hay elementos históricamente nuevos en esta reformación del retrato que señalan en el sentido de un cambio. Frente a las obras de un Kokoschka nos vemos obligados a constatar, por lo pronto, que algo ha mutado profunda­mente en esta misma interioridad protestante. Algo así como los signos de una enorme tensión interior y de un desgarramiento aparece ahora como el nuevo elemento de la representación plástica del alma moderna. Se ha perdido, en una cierta o considerable medida, aquella seduc­ción mimética de la luz, el color o la expresión corpórea que concedían al retrato del siglo XVII su lado más placentero, en su sentido a la vez sensual y espiritual. En los retratos de Laos y de Schoenberg ni el volumen corporal, ni los ras­gos fisionómicos, ni los vestidos ni el ornamen­to, como tampoco los breves signos del espacio circundante lucen texturas atrayentes, o brillan con luces tenues y colores cálidos. No hay una expresión plácida o serena. Está lejos, por decir lo mismo, la confianza realista de un Velázquez, y la felicidad sensitiva que resplandece en sus

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objetos y sus colores. Pero también está lejos aquella unidad entre lo espiritual y lo psicológi­co, o entre lo interior y exterior que el retrato rembrandtiano plasmaba a través de la descrip­ción pictórica de un carácter individual.

Las líneas que recogen el movimiento de las ropas, los gestos y arrugas, las sinuosidades de las venillas de las manos, o las siluetas del ros­tro, su fría luminosidad, o la intensidad de sus colores antagónicos, describen más bien una tensión nerviosa y una sensibilidad hipertrofia­da (la delicada sensibilidad y los nervios cansa­dos que según Hoffmanstahl el pasado nos deja­ba como legado), que una figura humana, corpó­rea, inmediatamente tangible a la intuición plás­tica. Se vinculan estos retratos con la concep­ción plástica y la visión del mundo del expresio­nismo centroeuropeo, y no porque la tensión es­piritual que plasman no sea objetivamente real desde el punto de vista del destino del mundo moderno, sino porque su inquietud interior, y su intensidad nerviosa y cerebral exige, por una necesidad intrínseca a la reforma plástica y al co­lor, una configuración descarnada, calorística­mente tensa, de disarmónicas intensidades rít­micas de luz y movimiento, o de tonalidades frías, lo cual priva a la forma plástica de aquellos aspectos más sensuales y físicos de la naturaleza individual que le confieren precisamente su pre­sencia realística, su inmediatez mimética a los sentidos. Estos retratos son las formas puras de la inteligencia abstracta, y expresan una con­ciencia no sólo solitaria, sino además separada, desgarrada del mundo e interiormente torturada.

La armonía interior del retrato clásico, y en la que convergen todos los recursos de los Rem­brandt y Hals y Vermeer, es la unidad del carác­ter individual, en cuya figura particular, en sus rasgos y en sus gestos, se concilian los conflictos interiores y el drama del mundo con lo espiri­tual y con el destino individual de la persona. En los citados retratos de Kokoschka, la energía espiritual se pone de manifiesto, por así decirlo, en su desnudez, desprovista de aquellos detalles significativos, como un gesto, el vestido o cual­quier valor ornamental, que en el retrato clásico sirven a la identificación emocional de un conte­nido anímico. Lo subjetivo, la vida interior, se pone de manifiesto a través de mínimas conden­saciones de la línea, el color o la textura, que más bien se dirían intensidades emocionales abstractas que una forma. Son, en cierto modo, retratos abstractos, precisamente porque su in­tensidad expresiva impide una reconstrucción natural de los objetos que los haga reconocibles en cuanto a su apariencia. Es la visión de la inte­rioridad como la crispación nerviosa de una con­ciencia desgarrada en estado puro.

El siguiente paso histórico en el arte del siglo XX puede describirse como la disolución del re­trato, precisamente en este significado clásico de la unidad espiritual, psicológica y física de una persona individualmente considerada. Y

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también a este respecto me permitiré la libertad de arrojar una visión muy rápida, quizás dema­siado precipitada, de las cosas.

La desaparición del retrato responde a la vez a una visión desgarrada o conflictiva que el artista moderno tiene del hombre y de la conciencia es­piritual contemporánea, y un proceso estilístico, formal y compositivo que expresa esa misma vi­sión o intuición primaria del mundo en que vivi­mos. Sin duda, el exponente más crudo y vio­lento de esta disolución lo expone Georg Grosz. Sus retratos de capitalistas, prelados, jueces o proletarios son, en rigor, caricaturas grotescas. Pero precisamente su carácter deforme, mons­truoso y displacentero trata de ser fiel a aquel mismo principio de realismo psicológico que ca­racterizó al retrato clásico. El antihumanismo dadaísta que Grosz abanderó con sus provoca­doras aclamaciones de la violencia política y se­xual, la bajeza humana o la corrupción de los va­lores ideales de la cultura burguesa, se convierte en sarcasmo blasfematorio en sus óleos y sus di-

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Picasso. Re/rato cfr Gertrude Srein, /906.

bujos, precisamente porque éstos se presentan como la realidad de una conciencia individual endurecida y descompuesta. En estos términos interpretó, por ejemplo, Kurt Tucholsky los «rostros de la clase dominante» que viera y rea­lizara Grosz en los días que dieron nacimiento al nacional-socialismo alemán.

La desfiguración de la persona en el medio del retrato adquiere significaciones o matices al­go diferentes en otras obras, como la de Munch o Giacometti. En los románticos paisajes nórdi­cos del primero, con sus parejas de amantes pa­seando a las orillas del mar, o en su famoso Gri­to en particular, el rostro humano, la figura, suvolumen, sus proporciones, movimiento y colorse han reducido a una expresión mínima, aun­que de una intensidad psicológica y espiritualque sólo puede compararse con los momentosmás altos de la pintura europea del Renacimien­to y el Romanticismo. La mirada recorre en es­tas obras pocos elementos: el azul sombrío delmar, el cielo incendiándose en un ocaso apo­calíptico, los cuencos vacíos de unos ojos angus­tiados, los labios abiertos por la herida interiorde grito mudo.

En la escultura de Giacometti ha desapareci­do también la forma individual capaz de descri­bir su naturaleza, su carácter o su conciencia psicológica. Apenas unos rasgos imperceptibles, como caminar, la forma del cráneo, o unas ma­nos exageradamente nerviosas, nos alertan leve­mente sobre el lugar histórico o social de esta nueva condición humana. Lo demás es un grito,

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un gesto de exasperación y angustia en que lo espiritual se une a un impulso elemental de vida.

En otros casos el retrato simplemente desapa­rece. Ha de mencionarse a este respecto al genio que traza el principio formal de su liquidación: Picasso, quien precisamente se distingue, en su obra de juventud, como uno de los grandes re­tratistas del siglo XX.

Un día me contaron una anécdota que proba­blemente no sea cierta, pero que viene al caso de estas reflexiones como un anillo al dedo. Su protagonista es Matisse, cuya amistad hacia Pi­casso no le impedía una aristocrática distancia con respecto a los signos externos, excesiva­mente chocantes, llamativos e intelectualizados, del vanguardismo cubista que él abanderaba. En cierta ocasión Matisse debió de invitar a Picasso a su estudio y, en el calor de una discusión so­bre el tema, le ofreció unas máscaras africanas. -Llévate eso- hubiera podido decir el viejomaestro. -Tengo por seguro que harás uso deellas en tus noches de éxtasis cuadriculados.

Hemos de suponer que Picasso aceptaría el reto con todo el estoicismo y el orgullo que exi­ge el ser español. Y transcurridos unos pocos días aquellas máscaras habrían dado a luz a los primeros retratos cubistas: Busto de una mujer, el Autorretrato, y las célebres Demoise/les d'Avig­non. Una nueva era había comenzado.

Con este relato no pretendo decir tajantemente que el retrato cubista comenzara con una mascara­da, sino sugerir más discretamente que la «cons­trucción» cubista de la figura humana, su geome­trismo y su cerebralismo, su concepción «catego­rial» de la forma pictórica, el intelectualismo o el cientificismo analítico ( como, más ingenuos que nuestros críticos contemporáneos, adjetivaron el cubismo observadores como Apollinaire y Kahn­weiler, y artistas como Severini y Mondrian), y hasta la voluntad movilizadora, educadora, civiliza­dora o revolucionaria que habitaba en estos plan­teamientos estilísticos adquiría, en el caso de los mencionados retratos, el carácter global de un en­mascaramiento de la persona o de la interioridad.

Puede pensarse que he mencionado tres ejemplos de «retratos» cubistas muy particulares y, además, todos ellos procedentes del histórico año de 1907. Se trata, por si eso fuera poco, de figuras femeninas en las que la deformación de­sempeña un papel asimismo especial desde el punto de vista de las concepciones dominantes de la mujer en la sociedad contemporánea. Sin embargo, no me parece muy distinto lo que acontece en los retratos cubistas de Picasso más relevantes, como los de Kahnweiler, Vollard, Uhde o El aficionado. Siempre que contemplo el Retrato de Ambroise Vollard, que ya es de 1910, me pareece ver el retrato de una figura que se aleja tras una mampara de vidrio translúcido, la cual ha sido previamente astillada en ritmos geométricos de triángulos y paralelepípedos, que las reverberaciones tonales conciertan en una sinfonía más o menos interesante.

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Lo cubista en este retrato sería la performance de líneas, ángulos y triángulos tonalmente mo­dulados. Mientras que lo figurativo constituye el aspecto evanescente que se desfigura tras las ta­llas geométricas de la mampara de vidrio. El efecto final no es exactamente una mascarada, pero tiene algo de enmascaramiento estilístico de la figura.

Si además tenemos en cuenta el papel revolu­cionario que estos decorados de mampara esta­ban llamados a protagonizar -a partir de ellos nacieron, en un sentido figurado de la palabra nacer, la arquitectura, el diseño y la comunica­ción audiovisual moderna, es decir los agentes culturales de la civilización tecno-científica- ob­tendremos también un hilo de oro, poco su­brayado por lo común por parte de la historio­grafía y la crítica artísticas, entre la desaparición de la figura humana, o su sustitución por una construcción abstracta y geometrizante, y los va­lores o formas culturales dominantes en la civili­zación industrial.

No puede dejarse de mencionar en este con­texto la tesis de la «deshumanización» del arte moderno desarrollada por Ortega. La interpreta­ción que he esbozado sobre la desfiguración de la persona en el retrato del siglo XX coincide, a grandes rasgos, con la crítica de Ortega a la des­humanización del arte abstracto, al menos si a la palabra «deshumanización» se le sustraen las connotaciones idealistas y metafísicas propias del concepto histórico de humanismo; y si «des­humanización» se entiende más empíricamente como la simple desaparición del individuo, la existencia o la interioridad humanas del panora­ma de las preocupaciones artísticas del siglo. En el cubismo y el neoplasticismo, en el expresio­nismo abstracto y el constructivismo o el supre­matismo la preocupación histórica de la pintura por la realidad humana se ha evanescido sin de­jar trazos. Más aún: la evolución de las corrien­tes de vanguardia ulterior a la última guerra mundial ha señalado precisamente el camino opuesto a la esperanza, formulada por Ortega, de la vuelta a un renovado humanismo.

Esta evolución se halla jalonada por otros fe­nómenos culturales significativos. Las filosofías críticas modernas, desde Simmel hasta Adorno o Foucault, han planteado, con la mayor riquezade detalles sociológicos o epistemológicos, el finde la subjetividad moderna, considerada en sufigura clásica, ya sea protestante, ilustrada o«rembrandtiana». Por su parte, las filosofíascientíficas y la lógica, y algunas corrientes desta­cadas del pensamiento contemporáneo, como elestructuralismo, han desterrado el problema fi­losófico de la conciencia cognitiva y moral, y dela constitución del sujeto y la existencia huma­nos de su provincia teórica. Y la literatura mo­derna, en sus dos exponentes más destacados,Kafka y Beckett, ha señalado asimismo la esci­sión y desarticulación del sujeto como el dramahistórico de la conciencia contemporánea.

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La «deshumanización» del arte moderno se ha cumplido precisamente bajo las dos dimen­siones que había señalado Ortega: como aban­dono, por parte de la pintura contemporánea, de la realidad existencial, psicológica, espiritual y física del hombre, y, al mismo tiempo, como re­presentación negativa o incluso nihilista del ser humano bajo los aspectos degradados de la exis­tencia moderna ( el caso del neoexpresionismo contemporáneo, por ejemplo).

Sin embargo, el retorno de lo figurativo en la pintura de los últimos años puede contemplarse quizás como excepción y hasta con una seria ob­jeción a la perspectiva que he dibujado. No sólo el neo-expresionismo ha rehabilitado la figura humana, aunque bajo un signo negativo. En el pop art ella protagoniza también un universo po­sitivo de color y fantasía, de ironía y afirmación del ser. Y el super-realismo, por si fuera poco, ha restaurado con plenos derechos la represen­tación naturalista de la persona.

Un análisis más cauteloso de las cosas descu­bre, no obstante, en este retorno de lo reprimi­do, las huellas de su primaria represión. Hamil­ton, Donaldson, Wesselmann o Warhol rehabi­litan inconfundiblemente para la pintura moder­na la figura humana. Sin embargo, es sólo para reproducirla bajo la forma que le imprimen sus estereotipos mediales. Warhol acuña sus retra­tos por medio de las categorías lingüísticas del design comercial, con todos sus ingredientes for­malizadores, igualadores y despersonalizados. Sus figuras son seres sin atributos o el neo-indi­vidualismo espectacular y narcisista generado

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Tom W · . esselmann: G ran desnudo arneric�º ' 11. 99. 1�96;:;:8:--_--�-

por la industria de la comunicación. Las natura­lezas muertas que rodean los desnudos de Wes­selmann elevan el sacrificio de la dimensión au­reática de los objetivos que define su produc­ción industrial a categoría estética positiva. Son como una alegoría triunfalista al nuevo universo estético de la producción tecno-cultural.

El hiper -o super-realismo contemporáneos constituyen un caso particularmente interesante porque invierten diametralmente el sentido del retrato en su forma clásica, y vienen a ilustrar, por este rodeo, aquella misma tesis negativa so­bre la dimensión perdida de lo humano en el ar­te moderno. El pintor de Andrea asume plena­mente el efecto del schock audio-visual común a la estética de la comunicación de masas, a través de la paradoja elemental que define sus repro­ducciones humanas: el virtuosísimo realismo microscópico que permiten las delicadas réplicas químicas del tejido celular epidérmico, confie­ren a sus esculturas el carácter de auténticos su­cedáneos humanos. Sus desnudos, de tamaño natural, son tan perfectos que se confunden con desnudos vivientes, con la consiguiente sorpre­sa que genera a quien por primera vez se en­cuentra con ellos en una sala de exposiciones. Pero este naturalismo tecnológico alcanza preci­samente un grado tal de fidelidad reproductiva que genera el efecto subjetivo contrario: la répli­ca realista se confunde con lo irreal, el simula­cro técnico de la textura epidérmica de un cuer­po viviente nos hace sentir intuitivamente su falta de expresión anímica e interior, la ausencia de sensualidad y de vida de estos cuerpos. Pese

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a su intención literal realista, se dirían un canto metafísico a la suplantación fotoquímica de la fi­gura humana por sus simulacros sin vida.

Un contrapunto histórico ayudará a esclarecer la novedad que inaugura esta concepción de la figura: en los retratos de la casa real española, de Velázquez o de Goya, percibimos un realis­mo intenso de la figura, inmediato a los senti­dos, que convierte la irrealidad de su representa­ción pictórica en una presencia directa, intensa e inmediatamente convincente, y más ontológica­mente real que la vida de aquellas criaturas. Los delicados rostros de las princesas velazqueñas y goyescas son alegres o tristes, poseen una expre­sión lánguida, a veces hasta enfermiza. Uno siente las horas muertas de una tediosa vida cor­tesana que recorren sus frágiles existencias en el mismo gesto de sostener un ramillete de viole­tas en sus manos. Pero este realismo lo sostiene, por así decirlo, una reproducción o una repre­sentación irreales de la figura, en el sentido de que estos pintores no someten el orden pictóri­co de la composición a la necesidad impuesta por la forma exterior de los objetos, como pu­diera entenderse desde el punto de vista del na­turalismo visual del siglo XIX o el naturalismo fotoquímico del siglo XX, sino a la necesidad in­terior de su expresión anímica, psicológica o poética. A la irrealidad de esta necesidad inte­rior de la figura, su composición o su color, de­ben sin embargo estos cuadros su valor realista, su fuerza expresiva y su intensidad vital, en los cuales la experiencia estética clásica funda preci­samente la dimensión fundamental del placer

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John de A11drea: Arden Anderson y Nora Murphy. /971.

sensorial, ligado al ideal artístico de belleza. El espectador participa miméticamente de esta rea­lidad como si la hubiese estado contemplando siempre, y de este reencuentro del alma con el mundo extrae la contemplación estética el pla­cer inmediato de los sentidos, y encuentra un camino de aproximación y conciliación espiri­tuales con el universo de las cosas humanas y terrenas.

Las réplicas humanas de poliester debidas a John de Andrea generan exactamente el efecto contrario. La fidelidad total de la reproducción pone de manifiesto la irregularidad de la figura, su vacío existencial y vital, su despersonaliza­ción y la ausencia absoluta de intensidades emo­cionales, la irregularidad, en fin, de una nada, allí dónde el sueño de una sola nota de carmín rosado en sus mejillas devuelve a las melancóli­cas niñas de Velázquez el universo de la ternura y la sensualidad infantiles, y el misterio leve de una alegría de vivir.

La «deshumanización» de la pintura moder­na, la despersonalización y desobjetivación, y también la desensualización de la figura huma-

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na se pone de manifiesto precisamente con más contundencia en las réplicas humanas de Segal o de Andrea, que en los slogans programáticosdel abstraccionismo geométrico o el arte con­ceptual, precisamente porque ensalzan la susti­tución de los aspectos anímicos y espirituales dela apariencia física y sensual del cuerpo por susréplicas técnicas.

Repito una vez más que no pretendo ofrecer con este cuadro una fiel visión historiográfica de la evolución del arte moderno respecto del pro­blema de la figura. Bastaría citar un solo nom­bre, el de Matisse, el de Bacon o el del propio Castillo, para romper cualquier pretensión de verosimilitud de semejante interpretación. Pero estos hitos y estos protagonistas del arte moder­no tienen el especial interés de destacar aspec­tos importantes no sólo de las normas estéticas predominantes en el siglo XX y el momento ac­tual, sino también de la propia crisis de la subje­tividad en la cultura moderna.

En la visión crispada, interiormente tensa y muchas veces negativa de la figura que caracte­rizó a muchos exponentes del expresionismo alemán y todavía más a la filosofía nihilista que habitaba en las proclamaciones dadaístas se perfila aquel mismo desgarramiento de la con­ciencia moderna que modernos filósofos como Simmel y Benjamin describieron como el centro de gravedad de la crisis de la cultura industrial. En la concepción esquemática de la figura, mo­delada según las categorías visuales del universo maquinista, o de los valores estéticos del consu­mo mercantil y medial, que respectivamente pueden ilustrar un Léger o un Warhol, se encierra la misma tendencia de una redefinición formalista, racionalizada y espectacular del individuo humano, sancionada por las técnicas de control psicológico del comportamiento en la sociología o en la psicología contemporá­neas.

Esta evolución pone de relieve el carácter des­humanizado o antihumanista no sólo del arte, sino también, con él, de la cultura modernos, por reverenciar aquí al menos un aspecto de las tesis pesimistas de Ortega, Poggioli o Sedlmayr sobre el arte del siglo XX. Y por tanto señala asimismo un malestar, un sentimiento angus­tiante de crisis o de disolución que distingue en especial este último período de la modernidad en el que estamos inmersos. Un malestar, por otra parte, que se confunde con el vigente anhe­lo de reencontrar un rostro viviente en la expre­sión plástica de la figura humana y una intensi­dad profunda, espiritual y sensiblemente inten­sas a todo lo ancho de las manifestaciones cultu­rales de la sociedad contemporánea. Un males­tar, en fin, que distingue el sentimiento de ago­tamiento teórico y formal del arte contemporá­neo, y que permite vislumbrar mejores tiempos tras la caída definitiva de las categorías edeshumanizadoras definidas por la mo-derna cultura tecno-científica.