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VII. LAS VIRTUDES Y LA CORPOREIDAD HUMANA “Es placentero, una vez a salvo, recordar las fatigas”. Eurípides. En el hombre hay potencias racionales, como la inteligencia, otras irracionales, como el oído, y también unas que pueden obedecer a la razón. Es el caso de los apetitos, ya sea el irascible o el concupiscible. Tanto en el caso de estas potencias como en el de las racionales, se da una ambigüedad, es decir, existe la posibilidad de que se empleen para bien o para mal. Y donde hay ambigüedad hay lugar para la virtud: ella logra que lo que era ambivalente (ad opposita) quede orientado en una dirección (ad unum). Tradicionalmente se han señalado dos virtudes fundamentales o cardinales que se ocupan de ordenar esos apetitos que pueden obedecer a la razón: la fortaleza y la templanza. Cuando las caracterizamos como virtudes de nuestra corporeidad, no estamos sugiriendo que sólo se limiten a ella: toda virtud supone el ejercicio de las potencias racionales. A) FORTALEZA Hemos dicho muchas veces que los hombres buscamos el bien. Sin embargo, a diferencia de los animales, no lo conseguimos de manera espontánea. Con frecuencia nos equivocamos, de modo que, en vez de obtener un bien auténtico, nos conformamos con un bien aparente. Hay muchas razones que explican esta divergencia, entre ellas, el hecho de que los auténticos bienes muchas veces sean difíciles de alcanzar, sean arduos. Por otra parte, además de las dificultades que se presentan en el camino del bien, muchas veces su posesión dista de ser pacífica. Así, el entusiasmo inicial muchas veces va seguido por la

El Anillo de Giges Cap. VII

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VII. LAS VIRTUDES Y LA CORPOREIDAD HUMANA

“Es placentero, una vez a salvo, recordar las fatigas”.

Eurípides.

En el hombre hay potencias racionales, como la inteligencia, otras irracionales, como el oído, y también unas que pueden obedecer a la razón. Es el caso de los apetitos, ya sea el irascible o el concupiscible. Tanto en el caso de estas potencias como en el de las racionales, se da una ambigüedad, es decir, existe la posibilidad de que se empleen para bien o para mal. Y donde hay ambigüedad hay lugar para la virtud: ella logra que lo que era ambivalente (ad opposita) quede orientado en una dirección (ad unum). Tradicionalmente se han señalado dos virtudes fundamentales o cardinales que se ocupan de ordenar esos apetitos que pueden obedecer a la razón: la fortaleza y la templanza. Cuando las caracterizamos como virtudes de nuestra corporeidad, no estamos sugiriendo que sólo se limiten a ella: toda virtud supone el ejercicio de las potencias racionales.

A) FORTALEZA

Hemos dicho muchas veces que los hombres buscamos el bien. Sin embargo, a diferencia de los animales, no lo conseguimos de manera espontánea. Con frecuencia nos equivocamos, de modo que, en vez de obtener un bien auténtico, nos conformamos con un bien aparente. Hay muchas razones que explican esta divergencia, entre ellas, el hecho de que los auténticos bienes muchas veces sean difíciles de alcanzar, sean arduos. Por otra parte, además de las dificultades que se presentan en el camino del bien, muchas veces su posesión dista de ser pacífica. Así, el entusiasmo inicial muchas veces va seguido por la rutina, y los apoyos que se recibieron al comenzar un proyecto se transforman en críticas e incomprensiones. Cuando los aqueos se cansan del asedio a Troya y pretenden volver, Ulises los increpa, diciéndoles: “Con todo, es una vergüenza permanecer tanto tiempo aquí y volver de vacío”. Para acometer en la búsqueda del bien y perseverar en su realización se requiere una capacidad de ánimo muy especial, que podemos llamar fortaleza.

LA ADQUISICIÓN DE LA FORTALEZA

Como toda virtud, la fortaleza se adquiere por repetición de actos. Cuando se examinan los libros que se escribieron en la Antigüedad o en el Medioevo sobre este tema, se verá que el prototipo de la fortaleza o de la valentía está dado por el soldado o por el atleta. Hoy no diríamos eso, pero los esquemas de análisis de esos autores del pasado conservan en buena medida su vigencia. Para nosotros, mucho más que para enfrentar la guerra, la fortaleza es necesaria en otros campos. Fundamentalmente

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hoy se requiere una fuerza de voluntad muy grande para seguir un modo de vida diferente al que se suele proponer en los medios de comunicación, basado en el dinero, la influencia y el poder como criterios que marcan una vida exitosa. La literatura contemporánea, desde Farenheit 451 hasta Un mundo feliz nos da bastantes ejemplos de cómo se requiere una enorme valentía para no modelar la vida según los dictados de la masa. En este sentido, una cierta dosis de fortaleza es imprescindible para practicar otras virtudes. Muchas veces la gente hace el mal no porque sienta una especial atracción por él, sino simplemente porque no tiene el valor para actuar de manera diferente a los que tiene a su alrededor. Por otra parte, las circunstancias de la vida pueden llevar a una persona común y corriente a verse enfrentada a la disyuntiva de ser heroica o degradarse. A veces no caben los términos medios, de modo que nadie puede conformarse con la fácil excusa de “yo no soy ningún héroe”.

Fortificación Aristóteles afirma que cada uno deberá determinar hacia qué extremo vicioso (cobardía o temeridad)

se encuentra inclinado por temperamento, y deberá hacer ejercicios de autodominio que lo ayuden a poner la voluntad en la dirección correcta. Como lo habitual es que las personas tiendan a alguna de las formas de cobardía, tendrán que ejercitarse tomando libremente ciertas dificultades y hacerles frente. Esto va desde determinadas prácticas deportivas hasta el esfuerzo por hablar en público o preguntar cuando da vergüenza hacerlo. Es interesante observar cómo algunas políticas de prevención de la droga en adolescentes se basan simplemente en fomentarles la autoestima, en ayudarlos a que les sea posible o incluso fácil decir que no. Una parte del empeño por ser fuertes consiste en perder el miedo a ser diferentes. Mucha gente en el mundo se acompleja por el tamaño de su nariz. Charles de Gaulle y Barbara Streisand, en cambio, hicieron de su nariz imponente una señal distintiva de su personalidad y atractivo.

En la adquisición de la fortaleza el dolor juega un capítulo muy importante. Como no parece posible mantenerlo totalmente alejado de nuestra vida, es necesario aprender a convivir con él, tanto en su aspecto físico como espiritual. Esto, naturalmente, debe hacerse de una manera razonable, y varía según las condiciones personales de cada individuo. Puede ser sensato prescindir de la anestesia en una pequeña intervención odontológica, pero normalmente no lo será si se trata de la extracción de una muela. Otras veces ese ejercicio no será físico, sino de otra índole, como cuando alguien aprende a soportar una conversación de una persona aburrida. La capacidad de resistir dolor cambia según las épocas y lugares, pero quien nunca ha realizado un entrenamiento para enfrentarse con él, será destruido cuando el dolor llegue sin buscarlo, de improviso. El trato con el dolor requiere una preparación, pero ella no debe ser presuntuosa. El dolor es una asignatura tan importante como peligrosa, que se debe seguir en forma y dosis adecuadas.

El dolor tiene la peculiaridad de concentrar al hombre en lo esencial, de ayudarlo a superar la distracción de una vida dispersa, solicitada por múltiples requerimientos. La llegada del dolor supone muchas veces una conmoción, que reordena una vida que hasta entonces parecía carecer de dirección. De ahí la enseñanza de Martín Fierro:

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“Junta esperencia en la vidahasta pa dar y prestarquien la tiene que pasar entre sufrimiento y llanto;porque nada enseña tanto como el sufrir y el llorar”.

Otro tanto sucede con las dificultades. Quien no las ha tenido que enfrentar, no habrá podido desarrollar su carácter, tendrá una voluntad blanda, débil, incapaz de proponerse metas altas o de perseverar en la práctica del bien. La educación, entonces, no consiste en facilitar las cosas, sino, muy por el contrario, en ir poniendo dificultades, de una manera gradual, accesible. El hombre sólo crece en presencia de aquello que lo contraría (esto ya lo vio Freud con su alusión al principio de realidad: si el mundo externo se acomodara totalmente a los deseos del niño, si no le supusiera ninguna contrariedad, entonces no lograría desarrollar su racionalidad). En una carta de 1912 decía Rilke a su amigo André Gide: “para vivir verdaderamente, nos hace falta creer que en el fondo de todos los males mora un bien puro que nosotros, ciegos, hubiéramos rechazado si nos hubiera sido presentado abiertamente y sin este disfraz doloroso”. La idea de que hay ciertas formas de felicidad que sólo se tornan accesibles a través de la experiencia del dolor, es el tema de una gran película del director polaco Kryztof Zanussi: “El año del sol quieto” (1984).

B) TEMPLANZA

Muchos de los mejores bienes, de aquellos que contribuyen a un mayor despliegue de la personalidad, son arduos, están aún lejos de nosotros y son, por tanto, difíciles de conseguir. Pero hay bienes tan fundamentales, como aquellos que se relacionan con la mantención de la vida, que no pueden quedar entregados a la mayor o menor fuerza de voluntad de cada uno. Por eso el logro de estos bienes va acompañado de un atractivo especial, el placer, que hace que los hombres se dirijan a ellos de manera espontánea. No se trata de que el placer esté restringido a ellos, o que su valor se reduzca a su capacidad de proporcionar agrado, sino que los placeres que se relacionan con estos bienes de la permanencia y la transmisión de la vida son particularmente intensos y accesibles a todos, de modo que se asegura que la mayoría de los hombres los consiga sin grandes dificultades.

IMPORTANCIA DEL PLACER

El placer, entonces, da acceso a bienes importantes para el hombre. Si comer no produjese un agrado, la mantención del individuo se vería amenazada. Otro tanto sucede con la procreación, necesaria para la pervivencia de la especie. Pero también existen placeres intelectuales: la música, el arte y la literatura, por ejemplo, pueden ser particularmente gratos y abren el horizonte humano hacia otras realidades. Quien goza con estas manifestaciones del espíritu humano tiene una capacidad mayor de percibir, posee un mundo más amplio que el hombre que está recluido en lo inmediato.

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Con todo, los placeres muchas veces son contradictorios. Hace ya muchos siglos Epicuro mostró magistralmente cómo unos placeres hacían imposible el logro de otros, de modo que había que elegir. Es decir, aun en el caso de quienes piensan que el placer constituye el fin de la vida humana, se reconoce que debe intervenir otra instancia, la razón, capaz de poner orden en los apetitos. El “placer de los disolutos”, destaca Epicuro, termina por conducirnos al dolor . Pretender la satisfacción simultánea de todos los deseos, es intentar lo imposible y produce necesariamente ansiedad, frustración y una vida desequilibrada.

La tradición aristotélica, a diferencia de los epicúreos, en vez de poner el placer como fin de la vida, le reconoce un importante papel, pero como un añadido a la existencia virtuosa. Así, una señal de que se ha adquirido la virtud, es que comienza a ser grato lo que antes resultaba incómodo y, en cierta medida, forzado. Esto pasa con el desarrollo de cualquier destreza, desde tocar el violín hasta ejercer actos de justicia. Como se decía más arriba, la vida lograda no es aquella que se realiza por placer, sino con placer.

La paradoja de muchas propuestas hedonistas no está en que busquen el placer, sino en que se contentan con placeres muy elementales, que no son capaces de colmar la plenitud de la voluntad humana. Son placeres que se van con el paso del tiempo, que se tornan imposibles cuando llega la vejez, la dificultad o el dolor. Pero una cosa es que los placeres sensibles sean parciales, finitos, y otra muy distinta es pretender prescindir de ellos o considerarlos como malignos. En La fiesta de Babette (1987), de Gabriel Axel, se muestra una aldea danesa, dominada por un rígido puritanismo, en donde las relaciones humanas son distantes y artificiales. Este lugar resulta transformado por una fiesta en la que hay una buena comida (buena es un adjetivo demasiado débil: una comida capaz de producir un gozo intenso de todos los sentidos), que lleva a que los participantes saquen lo mejor de sí, encuentren esas dosis de humanidad que habían perdido por una concepción recortada, y en el fondo falsa, de lo que significa la vida y del valor de la corporalidad.

La búsqueda del placer, como la de cualquier otro bien, debe estar sometida a la razón, debe ser moderada, guiada, por una instancia diferente de las potencias sensitivas. Cuando una persona es capaz de controlar sus deseos de gozo, cuando dirige sus apetitos de una manera tal que el placer no destruye su personalidad, no la desgarra en distintas direcciones, sino que le da una armonía y un impulso en la obtención del bien, decimos que es una persona templada. La templanza, por tanto, es la virtud que lleva a someter el llamado apetito concupiscible, que busca lo deleitable, a la fuerza de la razón. Si en la fortaleza se trataba fundamentalmente de conducirse con bienes que aún no se logran, en el caso de la templanza hay una mayor referencia al presente, es decir, al trato que debemos tener con aquellos bienes de los que ya estamos gozando. Al cobarde, el miedo al futuro le impide elegir bien en el momento presente. El que carece de templanza, en cambio, queda recluido en el instante actual, y se hace incapaz de configurar su vida de modo que su futuro sea pleno. Por eso puede decir Aristóteles que la templanza es la salvaguarda de la prudencia.

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Resumiendo, podemos señalar que la razón humana es capaz de influir sobre nuestra corporeidad y moldear las potencias que tienen que ver con el placer, el dolor y el esfuerzo. La virtud de la templanza lleva a perseguir el placer de una manera conforme a la razón. La fortaleza, en cambio, nos lleva a acometer la búsqueda del bien difícil y a resistir el desánimo y demás obstáculos que encontramos en nuestro empeño por vivir una vida buena.

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