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El Dolor Del Amor

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El Dolor del Amor

Isabel Orellana Vilches

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EL DOLOR DEL AMORIsabel Orellana Vilches

UNIVERSIDAD TÉCNICA PARTICULAR DE LOJACC Ecuador 3.0 By NC ND

Diseño, maquetación e impresión:EDILOJA Cía. Ltda.Telefax: 593-7-2611418San Cayetano Alto s/[email protected] Primera ediciónSegunda reimpresión

ISBN-978-9978-09-979-7

Esta versión impresa ha sido acreditada bajo la licencia Creative Commons Ecuador 3.0 de reconocimiento -no comercial- sin obras derivadas; la cual permite copiar, distribuir y comunicar públicamente la obra, mientras se reconozca la autoría original, no se utilice con fines comerciales ni se realicen obras derivadas. http://www.creativecommons.org/licences/by-nc-nd/3.0/ec/

Abril, 20152000 ejemplares

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Isabel Orellana Vilches

El Dolor del AmorApuntes sobre la enfermedad y el dolor

en relación con la virtud heroica, el martirio, y la vida santa

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A Fernando Rielo, mi Padre Fundador. “In memoriam”.

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Prólogo

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Isabel Orellana Vilches, profesora de nuestro Seminario de

Málaga y doctora en Filosofía, ha tenido el coraje de afrontar en este

breve ensayo uno de los temas que más ha preocupado a numerosos

filósofos, literatos y teólogos de la segunda mitad del siglo XX, el

dolor y el sufrimiento. A diferencia de otros autores, su reflexión no

es una teoría abstracta sobre el tema, sino una lúcida reflexión desde

la experiencia personal. Y como ella misma confiesa, siguiendo el

consejo del cardenal Lozano Barragán, es algo que sólo se puede

hacer desde “el pensamiento fuerte”, pues es el único pensamiento

que nos permite acercarnos al misterio con hondura.

Partiendo del hecho incuestionable y universal del dolor y

de la manera heroica en que lo han afrontado numerosos hombres

y mujeres, pretende ayudar a los cristianos a “reconducir la vida su-

friente a esas altas cimas de la santidad”, a las que estamos llamados

todos los hijos de Dios. Para lograrlo, se inspira en el ejemplo de

personas que, frágiles como nosotros, han descubierto el sentido de

su existencia curtida por el dolor y han vivido esta realidad humana

con una virtud heroica, “sin ceder a la tentación de convertirlo en

moneda de cambio para obtener favores de los demás”.

Al buscar el testimonio de los santos, no lo hace por falta de

referentes fuera de la Iglesia, sino para descubrir “qué caracterís-ticas añaden los santos a su vivencia del dolor y de la enfermedad,

Prólogo

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Prólogo

para que sus vidas puedan ser juzgadas como heroicas y puedan

servir para su causa de canonización”. Porque el objetivo último de

su análisis es el de ayudar a tomar conciencia de que el dolor supone

una oportunidad excepcional para vivir a fondo el Evangelio de la

gracia.

Su estudio está dividido en tres partes, en las que logra cap-

tar la atención de los lectores con maestría singular, pues combina

la claridad de los conceptos con la lucidez de la argumentación y la

riqueza de las posibilidades existenciales que puede descubrir cada

uno de los lectores.

En la primera parte nos habla de “la presencia del dolor”,

con una realidad que todos conocemos en alguna medida. Es ne-

cesario, dice, aceptar que la enfermedad es un hecho natural, que

lejos de degradar a la persona o de constituir un castigo, la digni-

fica. Pero, convencida como está de que “sólo hay un dolor fácil

de soportar, y es el dolor de los demás”, trata de adentrarse en la

experiencia de personas que han sabido vivir su enfermedad con

alegría, frecuentemente no exenta de crisis y de turbaciones, y la han

convertido no sólo en un camino de purificación, sino también en

fuente de las virtudes más nobles. Algo que sólo se puede percibir

desde la vida, pues como escribió Santa Teresita a propósito del

sufrimiento, “¡hay que pasar por él para saber...!”.

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Prólogo

En la segunda parte, se centra en “la vivencia del dolor” y

pretende ayudarnos, de la mano de grandes testigos de la historia de

la Iglesia, a “convertir el dolor en algo santo”. Por supuesto que este

paso es fruto de la gracia, pero requiere una determinación clara del

sujeto que sufre, porque los santos no han sido personas insensibles.

Además, la certeza de que están en manos de Dios no les ahorra el

sufrimiento, pero sí que los lleva a vivir la fe, el amor y la esperanza

en grado heroico.

En la tercera y última parte, acompaña a cada uno a hacer

un “juicio sobre el dolor”. En un mundo en el que se mima tanto la

salud y se aboga por la calidad de vida; en el que se considera indig-

na la existencia de muchos discapacitados, Isabel nos lleva a enfren-

tarnos con lo más oculto de nosotros mismos, haciendo un examen

de conciencia. Y tiene el coraje de afirmar que “ninguna persona

ajena puede convertirse en la voz de la conciencia del doliente, ni

llegar a saber jamás las cotas que han alcanzado sus sufrimientos.

Si alguien no ha padecido, que intente ser humilde y no se atreva a

elucubrar sobre el dolor de los otros”.

En resumen, no sólo nos ha ofrecido un lúcido tratado so-

bre el sufrimiento y el dolor, sino un itinerario espiritual muy suge-

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rente, al alcance del cristiano medio, para “convertir el dolor en algo

santo”, en un camino de santidad evangélica.

Málaga, 3 de enero de 2007

Fdo.: Antonio Dorado Soto

Obispo Emérito de Málaga

Prólogo

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Introducción 1

1 Este libro ha constituido la Lección inaugural del curso académico 2006 - 2007 para el Seminario Diocesano, el Instituto Superior de Ciencias Religiosas y la Escuela de Agentes de Pastoral de Málaga (España).

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En una ocasión Fernando Rielo, Fundador de los Misione-ros Identes, manifestaba su certeza de que el amor de Dios Padre se derrama de una forma singular, dilectísima, en cualesquiera de las criaturas que transitan por este mundo en medio de profundos sufrimientos. Esta consideración procedía de su personal vivencia, presidida por el dolor en las numerosas manifestaciones de diversa índole que le acompañaron hasta el final de sus días. Con parecidas palabras han formulado esta íntima convicción personas de la talla de Teresa de Calcuta, el Beato Rafael, el Padre Pío, Santa Margarita María de Alacoque y Santa Teresa de Lisieux, entre otras muchas. Tantas que es imposible mencionarlas todas en cualquier trabajo que se propusiera hacerlo.

Y, desde luego, la seguridad de que Dios Padre manifiesta una ternura especial a aquellos hijos que sufren es una apreciación difícil de comprender y admitir desde el punto de vista humano –a pesar de ser una experiencia que tienen todos los padres y madres de este mundo que se precien de serlo–, pero es fácilmente asumida por quienes se han propuesto seguir a Cristo con todas las conse-cuencias. Aunque el hecho universal del dolor es aceptado también por personas que no tienen inquietudes espirituales. Es más, mu-chos de ellos lo afrontan con valentía. A fin de cuentas, la fortaleza no es una virtud privativa de unos pocos, sino que puede adornar la vida de cualquiera, como se percibe palpablemente cuando se manifiesta en episodios dramáticos y dolorosos. Durante siglos la historia de la Humanidad ha venido mostrando la heroicidad de los

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hombres, mujeres y niños que han tenido la desgracia de convivir con el sufrimiento como hábitat cotidiano. Es lo que ya desde el siglo pasado se ha dado en llamar Tercer (y hasta Cuarto) Mundo. Pero al entrar en la particularidad del dolor para comparar su im-pacto en la vida ordinaria y en la heroica hay que buscar un signo distintivo entre ellas. Porque lo cierto es que, si hay personas que asumen el dolor y la enfermedad con gallardía, con independencia de sus creencias e incluso profesando un agnosticismo, si son capa-ces de dejar escritas páginas memorables de entereza en su entorno, es natural preguntarse: ¿Qué características añaden los santos a su vivencia del dolor y de la enfermedad para que sus vidas puedan ser juzgadas como heroicas y puedan servir para su causa de canoniza-ción? Es decir, ¿qué peculiaridades presentan? ¿Qué respuesta es la que han dado a su experiencia de sufrimiento?

Estos son algunos de los interrogantes a los que se intentará dar respuesta, teniendo en cuenta el importantísimo lugar que dentro de las Causas de los Santos ocupa la vivencia del dolor, de la enfer-medad y de la muerte en los procesos de canonización. Dentro de las dos vías establecidas eclesialmente en el proceso encaminado a probar la santidad: vía de martirio y vía de virtudes heroicas, se diría que el tema de la enfermedad tendría que venir afiliado a la segunda, pero tal afirmación no sería correcta ya que podría darse el caso de que una persona aquejada por graves enfermedades o incapacidades, obligada a vivir cotidianamente con ellas –lo cual es ya una forma de martirio– derramase además su sangre en un momento dado por

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causas martiriales y no siguiendo el curso natural de las enfermedades y/o de la edad.

De todos modos, los ejemplos elegidos que irán desfilando por estas páginas pertenecen fundamentalmente a personas de vida heroica y no martirial en el sentido contemplado dentro de los procesos de beatificación y de canonización: unas han sido probadas y reconocidas como tal por la Iglesia, y otras no han entrado en ese proceso. Precisa-mente, el calificativo “heroica” utilizado en este libro se atribuye a las personas que han dejado trazos de virtud con su vida doliente de tal magnitud, que podrían ser objeto de canonización sino lo han sido ya. Ello es debido al interés que tiene considerar la trayectoria de una vida heroica a la luz de la enfermedad y del dolor para el objetivo concreto que se propone este trabajo. Por otro lado, y dado que la etimología de mártir es «testigo», aunque haya personas de vida heroica a las que no les fue dado confesar su fe con derramamiento de sangre en sentido estricto, lo hicieron sufriendo con resignación, alegría y fortaleza los graves contratiempos en los que la vida les puso, ejercitando todas las virtudes de manera heroica en una lucha sin cuartel con varias direc-ciones: a) el dominio personal de sus tendencias y debilidades; b) las agresiones que provenían del exterior, y c) algo fundamental en lo que se irá insistiendo, las penalidades y padecimientos de sus enfermedades y dolores físicos.

Si alguien se preguntara o dudara acerca del interés que puede tener este tema, habría que responderle con el siguiente aserto, bien co-

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nocido, por otra parte: el dolor es un hecho universal que todo ser humano tarde o temprano va a encontrar en su vida. Es algo incuestionable, empírico; una realidad a la que habitualmente no se le concede un espacio para la reflexión y la discusión. Digamos que no tiene carta de ciudadanía. Las emociones que suscita constituyen, por lo general, un serio impedimento para acercarse a él como conviene a fin de estar preparados en el momento que llegue la hora. Un instante en el que a muchos alumbraría -como ya lo ha hecho con tantos otros- el ejemplo de quienes atravesaron o están pasando por ese drama humano. En la Novo Millennio Ineunte Juan Pablo II recordaba el llamamiento uni-versal a la santidad (Mt 5,48), trazando una pedagogía de la santidad que puede ser asumida por todos en la multiplicidad de senderos que se abren para cada persona y «en las circunstancias más ordinarias de la vida». Concretamente lanzaba de nuevo la propuesta de aspirar a ese «‘alto grado’ de la vida cristiana ordinaria» (NMI, 31). Pues bien, una de las formas más preclaras para lograrlo es reconducir la vida sufriente a esas altas cimas de la santidad.

Es una inmensa fortuna contar en la historia lejana y recien-te de nuestra Iglesia con personas que fueron como nosotros: frági-les, pero con rotundo coraje y fortaleza a la hora de seguir el camino indicado por Cristo; con incontables temores y temblores porque el sufrimiento atenaza y estremece, pero con mucha valentía, presidida por la fe y esperanzas en una vida celeste que les esperaba al final de este peregrinaje; personas que, por amor a Cristo, entregaron hasta el último aliento de su vida en las condiciones en las que les puso su

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propia naturaleza junto a circunstancias de diversa índole que acom-pañaron su camino por este mundo. Por eso, es comprensible y hasta conveniente, diría yo, asomarse a los retazos de algunas de esas do-lientes y martiriales vidas –aunque sea de puntillas, conscientes de que nunca podremos imaginar el inmenso amor que se escondía tras ellas–, en un ejercicio de búsqueda de lo que tienen de testimonial y ejemplarizante. La aproximación se realizará desde tres vertientes bien diferenciadas: Presencia, vivencia y juicio sobre el dolor. Sin duda, los tres ejes de este trabajo interpelan e invitan a someter a consideración la actitud que el ser humano mantiene respecto de sí mismo, de los demás y de Dios.

Ahora bien, hay que dejar claro desde un principio que el acer-camiento a este tema debe hacerse sin prejuicios, que frente al dolor y la enfermedad surgen fácilmente, como la incomprensión y el juicio precipitado sobre las personas que sufren. Desde luego, de ciertos ve-redictos sin fundamento tampoco se han librado los que asumieron sus padecimientos por amor a Dios. Por otro lado, hablar del dolor, en los términos en los que va a quedar expuesto, suscita muchos recelos en una sociedad secularizada en la que belleza, juventud, bienestar y éxito son sinónimos de felicidad y donde la vivencia del sufrimiento en la vida heroica no puede ser fácilmente comprendida. Sin embargo, a pesar de volver la espalda a la vida mística, una realidad que continúa nutriendo a la Iglesia como lo ha hecho a lo largo de la historia, las experiencias que han narrado los santos o los que han tenido la gracia de ser sus testigos, son auténticas, verídicas. «Por sus frutos los conoceréis» (Mt

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7, 20). Si alguien no está dispuesto a aceptar determinadas vivencias que no pueden ser demostradas empíricamente y que gustosamente se admiten desde la fe (fueron y continúan siendo experienciales para no pocos seres humanos), lo que no podrá hacer es rehusar lo ostensible, esto es, negarse a reconocer –incurriendo en el dislate– el revulsivo que ha supuesto la vida sufriente de un mártir para la sociedad y la época en las que ha transcurrido su existencia, y la proyección imparable de la misma en los siglos posteriores.

En cualquier caso, y dado que el dolor va a formar parte de la vida de todos, es más que conveniente estar familiarizados con él, al menos desde un punto de vista teórico. Por razones de su misión, los sacerdotes, religiosos y laicos tienen que sa-ber hacer frente a este drama. De ello se ha hecho eco la Iglesia siempre y tenemos una prueba más reciente en las exhortaciones apostólicas Christifideles laici (53 y 54, especialmente) y Pastores dabo vobis, 72 y 78. Esta última, en particular, recoge como nece-sidad para la formación sacerdotal señalar al futuro presbítero las situaciones que deberá afrontar, instándole a resolverlas prime-ramente él mismo. Y, entre otras, como no podía ser menos, se hallan «las tentaciones de rechazo o desesperación en momentos de dolor, enfermedad o muerte; en fin, todas las circunstancias difíciles que los hombres encuentran en el camino de su fe...». ¿Cómo? Sobre todo, prosigue esta exhortación, conociendo y compartiendo, es decir, haciendo propia, la experiencia humana del dolor en sus múltiples manifestaciones. Pues bien, es posible

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que los retazos de las vidas heroicas que van a ir desfilando por estas páginas contribuyan a suscitar y/o acrecentar, si fuera el caso, nuestra preocupación por las personas enfermas.

Por lo demás, cabe recordar que, desde el punto de vista aca-démico y, en particular, dentro de los estudios teológicos, el tema del dolor no sólo no es ajeno a la Teología sino que algunos de sus nume-rosos matices, en amplio espectro, aparecen vinculados con cuestiones fronterizas relacionadas también con disciplinas como la filosofía, psi-cología, antropología y pedagogía, entre otras. La Teología Pastoral, la Espiritual, y la Moral, por poner algunos ejemplos, acogen en su reflexión este drama humano. Hay incluso una teología del dolor que discurre con otra adjetivación bien conocida: la «teología de la cruz». Pero en este trabajo inaugural no entraré en una teología especulativa, sino en los rasgos de la virtud heroica.

Finalmente, me parece conveniente recordar que la aproxima-ción al misterio del dolor requiere un ‘pensamiento fuerte’, como ya advirtiera el Cardenal Lozano Barragán, Presidente del Pontificio Con-sejo para la Pastoral de la Salud, siguiendo el magisterio de Juan Pablo II, lo que significa afirmar de una forma «meta–racional la lógica de la fe» sin desterrar el valor del conocimiento científico. Un conocimiento, por cierto, que no tiene elementos para explicar fenómenos reales que proviniendo de una gracia divina misteriosa quedan fuera del ámbito de acción de la ciencia humana, como tantos especialistas tuvieron que reconocer ante los estigmas del Padre Pío, p. ej. En todo caso, lo im-

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portante es caminar con paso firme con la convicción de que el sentido salvífico del dolor se encierra en la ofrenda del sufrimiento unido al de Cristo, por Él, por la Iglesia y por toda la humanidad. Es un sendero doliente que culminará con la victoria de nuestra resurrección, y ahí radica nuestra esperanza.

Málaga, 19 de marzo de 2006

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“Cristo Redentor, persona divina, recapitula en su naturaleza humana todo el sufrir de la humanidad, haciendo de este sufrimiento el más cualificado, enamorado y entrañable, dolor del amor” 2

2 Epílogo de Fernando Rielo al poemario Mientras espero, de Julio Heladio Martín de Ximeno, sacerdote fallecido, ganador del XVIII Premio Mundial Fernando Rielo de Poesía Mística en diciembre de 1998. El discurso de Fernando Rielo realizado con motivo del fallo del premio correspondiente al mencionado año sirvió de Epílogo a esta obra.

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1.– Consideraciones generales

Existen algunas diferencias semánticas entre el dolor y el sufri-miento que conviene recordar antes de entrar en materia porque cuan-do se habla del dolor todos pensamos en la vertiente física, en tanto que el sufrimiento -su aspecto subjetivo- parece inclinarse hacia un sentimiento moral. Es una apreciación correcta porque, de hecho, se puede estar sufriendo y no sentir dolor físico. Por otro lado, al hablar de sufrimiento se subrayan virtudes como la paciencia o la conformidad cuya vivencia, como sucede en la vida heroica, permite hacer frente al problema con otra actitud de fondo. La referencia al dolor también pone de relieve el matiz del arrepentimiento o pesar por haber omitido una buena acción o haber realizado otra discutible. Pero el enfoque de este trabajo requiere tratar el dolor con carácter general por cuanto con-lleva otra serie de sufrimientos de orden moral, psicológico, espiritual, afectivo, etc. A fin de cuentas, la soledad, la incomprensión, el temor y otras emociones implícitas y explícitas forman parte del paisaje que ro-dea la vida del género humano cuando hace acto de presencia el drama universal del dolor. Por eso haremos un uso indistinto del contenido de las dos connotaciones: dolor y sufrimiento.

2.– Universalidad y especificidad del dolor en la vida heroica

El dolor es una experiencia pluridimensional común para todo ser humano. Los rostros del sufrimiento han perfilado las aristas de la historia atravesando todas las geografías, razas y culturas, y el gemido

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inenarrable que brota del hombre herido es el mismo en cualquier lu-gar del mundo. La conmoción, el asombro, la inquietud, la angustia, la urgencia de las preguntas sin respuestas... son universales. La di-ferencia estriba en la actitud con la que un ser humano determinado se enfrenta al sufrimiento desde la situación y condición biográfica: personal, social, cultural, económica, ideológica, etc., en la que se ha-lle al encontrarse con él. Pero, por lo demás, estamos ante un «hecho personal, encerrado en el concreto e irrepetible interior del hombre», en palabras de Juan Pablo II3. Y si el sufrimiento es una experien-cia difícilmente comunicable, se debe a la imposibilidad de trasladar a otros lo que afecta a lo más íntimo de la persona por el alto grado en que lo hace este drama humano, que abarca un sinfín de sensaciones, emociones y carencias.

«Sufrir es sentir la precariedad de la propia condición perso-nal, en estado puro, sin poder movilizar otras defensas que las técnicas o las morales», ha señalado D. Le Breton4. Y dentro de esta precarie-dad siempre han existido y hay personas, muchas de ellas anónimas, que conviven con el sufrimiento sin ceder a la tentación de convertirlo en moneda de cambio para obtener favores de los demás. Es más, las personas de vida heroica transmutan esta experiencia que paraliza a la mayoría y la convierten en fuente permanente de bendiciones. Eso no significa que se hayan sustraído al impacto de las calamidades que el

3 Juan Pablo II, Salvifici doloris, 2,5. (En lo sucesivo, SD). 4 D. LE BRETON, Antropología del dolor, Seix Barral, Barcelona 1999. Cf. http://www.ucm.es/info/especulo/numero 15/a_dolor.html.

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dolor tiene en un cotidiano acontecer. Es decir, no son seres peculia-res que ya vinieron a este mundo en medio de clamores y alharacas, como han mostrado determinadas hagiografías pecando de puerilidad al subrayar gracias tan excepcionales desde el instante mismo de nacer, lo que ha podido llevar a muchas personas a pensar que la santidad era un don reservado a unos pocos. Nada más lejos de la realidad. La heroicidad no se esconde en una determinada cuna, y aunque ésta sea de ilustre abolengo, la perfección ha de ser conquistada en el día a día en una lucha sin cuartel que está forjada de voluntarias renuncias y sacrificios.

Los sinónimos del adjetivo «martirial» son elocuentes. Tienen que ver con el sufrimiento en aspectos bien concretos que se han mani-festado en la vida de todos los santos: fatigas, inmolación, suplicio, sacri-ficio, pena, molestia, persecución, tortura, dolor, tormento, angustias... Por desgracia, también en el momento presente existen las torturas, los suplicios y las persecuciones: no son exclusivas de siglos pasados. Y desde luego continúan produciéndose el resto de sufrimientos mencio-nados, de los que no se libran las vidas heroicas de esta época histórica en que vivimos, como no lo hicieron en las anteriores. Hay, por tanto, un matiz de universalidad en el sufrimiento que refiere específicamente a la vida santa. Por un lado, las personas que se han hecho acreedoras de este altísimo honor se han sujetado a toda clase de padecimientos, incluida la muerte, en defensa de la fe, exclusivamente por amor a Dios y a todo el género humano. Esta matización es importantísima, crucial diría yo, porque desde un principio muestra la dirección que dan a sus

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sufrimientos. Y, por otro lado, como consecuencia de ello, han ofrecido como oblación los dolores y padecimientos que su vida ha conllevado uniéndolos a la Pasión de Cristo. Son personas que han encarnado de forma singular lo anunciado por el profeta Isaías sobre el Mesías: «Va-rón de dolores, conocedor del sufrimiento» (Is, 53,3), viviendo la di-mensión heroica y excelsa del amor. A fin de cuentas, como recuerda la Salvifici doloris, «el sufrimiento está presente en el mundo para provo-car amor, para hacer nacer obras de amor al prójimo, para transformar toda la civilización humana en la ‘civilización del amor’»5, que es lo que en definitiva han obtenido los santos para el mundo. Ellos, ha dicho Benedicto XVI, «son los verdaderos portadores de luz en la historia, porque son hombres y mujeres de fe, esperanza y amor».6

El sufrimiento es la peculiaridad de toda vida heroica, pero hay gradaciones. Es decir, el sufrimiento ha llegado a todas ellas, como a la de cualquier ser humano y quizá más, tanto en los procesos que han conducido a su muerte como en la pérdida de seres queridos jun-to a los vaivenes y contingencias ordinarias que presiden el acontecer, sin olvidar nunca –porque es la máxima de cualquier vida santa– el constante sufrimiento que experimentan frente al pecado del mundo, ultraje a la caridad debida a Dios y la que debe existir entre todos los hombres. Pero hay muchos que no han sido afectados por cierta clase de enfermedades y dolencias físicas (San Juan Berchmans, p. ej., nunca estuvo enfermo) o, al menos, no han tenido la intensidad y gravedad

5 Juan Pablo II, SD, 306 BENEDICTO XVI, Deus caritas est, 40.

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que ha persistido en otros durante gran parte de su vida y, a veces, desde su propia infancia. Este mal sobrevenido e inevitable, propio de enfermedades que causan un dolor progresivamente exacerbado, es el que suscita singular estima, porque esos instantes de agonía —cáliz que cada uno debe apurar, aunque en ocasiones pueda ir acompañado del gozo místico que produce la oblación—, muestran con toda su desnu-dez la categoría espiritual y humana del que sufre. Al fin y al cabo, en el dolor las personas se muestran tal cual son con sus debilidades y sus grandezas.

Naturalmente, el hecho de que la vida no haya situado a al-gunos frente al dolor, a enfermedades severas o a ciertas desgracias en el grado expuesto anteriormente no merma ni un ápice la virtud que tuvieron y por la cual fueron elevados a la gloria de los santos. Simple-mente llevaron otra clase de cruz. Sus sufrimientos fueron de distinta índole. A algunos el martirio les arrebató la vida a tan temprana edad que ni siquiera hubo lugar a que se desencadenaran en ella eventuales procesos dolorosos. En ese caso es evidente que Cristo los llamó por otro sendero y su testimonio fue el pronto morir en la forma en que lo hicieron. De eso saben mucho quienes se dedican a las causas de martirio. Hay páginas de tan hondo dramatismo que son ciertamente estremecedoras. Pero no debería causar menor conmoción ver cómo transcurre el devenir de una persona que añade a su vida sufrimiento tras sufrimiento porque es otra forma de martirio lenta e inexorable. En este caso, sumará a sus dolencias nuevas desdichas bien conocidas por los que tienen experiencia de ellas. Soledad, inutilidad, rechazo,

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incertidumbre, miedo..., unidos al dolor físico y al de la enfermedad acrecientan notablemente los padecimientos. «El hombre no es lo que vale, ni lo que hace, sino lo que sufre» afirma Fernando Rielo en uno de sus proverbios. Y el sufrimiento, tomado globalmente, es una experien-cia que muestra el grado de debilidad de una persona que se encuentra con la necesidad de conciliar en su interior la exigencia del amor y el dolor que forman parte de su vida. Por eso, si se trata de enseñar cómo armonizar el amor y el dolor pedagógicamente, la biografía de cualquier santo que haya sido aquejado por el drama humano será paradigmático porque de ello todos son indiscutibles maestros.

2.1.– El valor de la experiencia

En el caso de las vidas heroicas marcadas por el dolor físico y sus anejos, la maestría comienza por reconocer inequívocamente lo que éste es y lo que conlleva, huyendo de adjetivaciones comedidas. «Ma-dre, es muy fácil escribir cosas bonitas sobre el sufrimiento. Pero escri-bir no significa nada, ¡nada! ¡Hay que pasar por él para saber...!»7. Con esta claridad rotunda se expresaba la gran Teresa de Lisieux, cercana ya su muerte, y desconocedora seguramente de la cantidad de bibliografía que el tema dolor ha generado y continúa produciendo. Por lo general, son publicaciones que provienen de una reflexión teórica; no vivencial. Y sumándome al sentir de la santa de Lisieux, he subrayado en distintas ocasiones, en los trabajos que he dedicado a este tema8, la diferencia sustancial que existe entre escribir y vivir: es ciertamente abismal. Se

7 Cuaderno Amarillo 25.9.2. SEPTIEMBRE. (En lo sucesivo, CA).

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ha dicho que «solamente el hombre cuando sufre sabe que sufre», y así es. René Leriche, el gran teórico del dolor del siglo XX, lo expresó de esta forma: «Sólo hay un dolor fácil de soportar, y es el dolor de los demás».

Desde el punto de vista médico, una de las descripciones del dolor, de las tantas que se han proporcionado, pone de manifiesto que «el dolor es una experiencia subjetiva producida por un daño tisular, actual o potencial, o descrito en términos de éste»9. En otros estudios y guías sobre el dolor se reconocen sus variables cognitivas, conductuales, ambientales y etnoculturales, además de los factores fisiopatológicos. A ello se añade el reconocimiento de su carácter subjetivo, por lo que su presencia no puede ser confirmada o determinada de modo objetivo.

8 Cfr. I. ORELLANA, Pedagogía del dolor, (3ª ed.), Palabra, Madrid 2001. Pero puede hallarse también una extensa reflexión sobre estos y otros aspectos del dolor y del amor en I. ORELLANA., «Sentido del dolor y humanismo cristiano: dimensiones de la bioética». ARS MEDICA, Rev. de Estudios Médicos Humanísticos. Facultad de Medicina de la Pontificia Universidad Católica de Chile, vol. 1 (I), 1999, pp. 123-135. (Este artículo también en: http://www.escuela.med.puc.cl/publ/ArsMedica); «El dolor humano como enseñanza, liberación y encuentro». ARS MEDICA, Revista de Estudios Médicos Huma-nísticos. Facultad de Medicina de la Pontificia Universidad Católica de Chile, vol. 2, (3), 2000, pp. 89-104. (Asimismo en http://www.escuela.med.puc.cl/publ/ArsMedica), y «La persona y la sociedad ante el dolor: reflexiones desde la experiencia», Revista electrónica Enfermería Global, www.um.es/eglobal, 1, Departamento de Enfermería de la Universidad de Murcia, noviembre, 2002. ISSN 1695-6141; «Amor y dolor. Pedagogía de la conciliación», Communio, Rev. de los Dominicos de Andalucía, (38/2), 2005, pp. 507-537.

9 IASP comité de taxonomía 1994. (International Association for the Study of Pain).

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Otra de las afirmaciones vertidas en los textos admite que es imposible comprender el dolor que experimenta otra persona10, lo cual es inte-resante porque disipa las dudas que pudieran darse al respecto. La dimensión del dolor sólo es definible por quien lo padece. Es claro que la bibliografía nunca podrá reproducir los innumerables matices del sufrimiento que ni siquiera sabe cómo exponerlos la persona que los soporta: muchas veces son indecibles. Por eso, aunque se puede afir-mar inequívocamente que la hondura del dolor toma carta de natura-leza para cada uno de los seres humanos cuando el drama le atenaza en primera persona, o bien cuando ve partir de este mundo a los seres queridos o cuando debe afrontar el paso de los días contemplando sus cotidianos sufrimientos, lo que realmente deja huella y otorga el doctorado en este drama universal es la vivencia personal del dolor. De la vida martirial se pueden extraer muchísimas páginas testimoniales que dan cuenta del alcance y valor ejemplarizante de esa vivencia en primer grado.

Lejos de esta experiencia, quienes sufren por un ser querido pueden ignorar lo que es el padecimiento soportado en carne propia, a menos que hayan pasado por él. Es más, la solidaridad que se instala en el corazón del que conoce el sufrimiento de manera directa pue-de no hallarse en el que acompaña al que sufre. El allegado percibirá muchas emociones, pero es muy probable que se centre fundamental-mente en la persona a la que ama. Sus luchas, sus desvelos, su afán de

10 Cf. p. ej., Guías para la evaluación de las deficiencias permanentes, Ameri-can Medical Association, Inserso, 1997, (4ª ed.), c. 15.

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que mejore o se disipe el riesgo de la muerte tendrán el rostro concreto del ser amado, lo cual es natural. Pero esa misma circunstancia, si es desmedida, puede hacerle insensible al trance penoso de los demás. Sin embargo, el que ha sido apresado por el dolor o vive aherrojado en él conoce perfectamente el cúmulo de padecimientos que se originan en el interior del que sufre, y se siente invadido por la compasión y la comprensión por toda criatura doliente conocida o desconocida. «Me siento muy cercano a cada uno de los que sufren, así como a los médi-cos y demás profesionales sanitarios que prestan su abnegado servicio a los enfermos –expresaba un emocionado Juan Pablo II, experto en las lides del dolor–. Quisiera que mi voz traspasara estos muros para llevar a todos los enfermos y agentes sanitarios la voz de Cristo, y ofrecer así una palabra de consuelo en la enfermedad y de estímulo en la misión de la asistencia...»11.

Es decir, al que tiene experiencia del sufrimiento le importan de otra forma los demás. Para expresarlo gráficamente, quien sabe lo que es vivir encadenado a una silla de ruedas lógicamente estará ver-sado en lo que significa y puede experimentar quien se encuentre en esa situación. No ha de recurrir a la intuición o la suposición; tiene certeza. Y eso hace que se acerque a ellos de manera distinta. Entre otras razones poderosas, el empeño del Padre Pío por poner en marcha la Casa Sollievo della Sofferenza (Casa del Alivio del Sufrimiento) en San Giovanni Rotondo fue porque conocía por sí mismo las numerosas

11 JUAN PABLO II, Visita a los enfermos, México, 24.1.99

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aflicciones que devienen en la existencia de un enfermo. Así lo ha refle-jado Y. Chiron en su biografía sobre este santo: «Si el Padre Pío estuvo siempre tan atento para aliviar el sufrimiento de los demás, era porque él sabía mejor que nadie lo que eran el dolor y una salud frágil»12.

En una palabra, el dolor se manifiesta como tal, con todo lo que conlleva, cuando no se le ve de lejos. Y su idioma es perfectamente comprensible, sin ser verbalizado, por los que han pasado por él. Este es el dato genérico de esta experiencia universal que nos hermana a todos los seres humanos por cuanto nadie puede pasar por este mundo sin ella. Como advirtió George Orwell en 1984: «incluso cuando no estamos paralizados por el miedo o chillando de dolor, la vida es una lucha de cada momento contra el hambre, el frío o el insomnio, contra un estómago dolorido o un dolor de muelas»13. No tenemos que es-forzarnos para ver en nuestro propio entorno el modo implacable que tiene el drama humano de manifestarse y su sorprendente aparición. Naturalmente, las vidas heroicas no han sido ajenas a este hecho.

En el dolor, se ha dicho a veces, no hay más que dos direcciones: el miedo y el amor. El miedo es el que brota cuando nos damos de bruces con el dolor. Pero también viene provocado por el desamor, y abre paso a la angustia, a la amargura, a la desazón. Es el que produce aislamiento, hace que las personas se encierren en sí mismas, que vivan en la desconfianza, etc. El amor, en cambio, suaviza el dolor; propor-

12 Y. CHIRON, El Padre Pío, Palabra, Madrid 2002, pp. 186-187. 13 G. ORWELL, 1984, Primera parte, c. VIII.

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ciona otras perspectivas ante la vida; ayuda a reajustarse y adaptarse a las circunstancias; es capaz de erradicar los sentimientos de ansiedad, de temor y depresión... En un inciso hay que decir que, antes de morir, el sacerdote español Jesús Muñoz, aquejado de cáncer, sentía en su soledad la necesidad de hallar respuesta a las emociones espirituales que su estado le suscitaba:

«… A veces, creo que pierdo el tiempo, que podría hacer más cosas, orar más, tener más inti-midad con el Señor, y otras veces la enfermedad no me deja hacer más. ¿Será que sólo tengo que sufrir: purificarme, convertirme, evangelizar desde el silen-cio? ...»14.

Le ayudaron a clarificar sus dudas la lectura de las obras de San-ta Teresa de Lisieux y la Salvifici Doloris. Pensamientos similares a éstos también han estado presentes dentro de la vida santa.

El hecho de que exista una perenne preocupación por los demás y que se afronte el sufrimiento desde un estado de oración continua (no hay que olvidar que en la vida santa encontramos siempre personas con una experiencia ascético-mística de altas proporciones) impide que las emociones señaladas anteriormente de pesadumbre, desasosiego y abatimiento, etc., aunque puedan ser incipientes, lleguen a anidar en su interior y alcanzar la gravedad que revisten para otros. Es decir, que

14 Cf., www.es.catholic.net/sacerdotes/315/733/articulo.php?id=3310.

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pueden ser asaltadas por los temores y mostrar un cierto decaimiento, pero en ningún caso da lugar a la paralización de su misión.

Naturalmente, estas emociones a las que me refiero tendrían que producirse en circunstancias graves: cronicidades, accidentes, desgra-cias, etc., en las que el dolor físico es casi una constante y su peso es significativo; algo que vale también para todos, lleven una vida heroica o no. Pero en el caso de los que persiguieron y alcanzaron la santidad, que es lo que nos ocupa, ¿qué valor testimonial hubiese tenido que uno se quejase de un dolor de cabeza, p. ej.,? Ninguno. La heroicidad debe ser manifiesta en aquello que permite reconocerla como tal. Teniendo presente esta puntualización, hay que decir que una cierta apariencia de tristeza en las personas de vida santa, que aparezca como tal ante los ojos ajenos, simplemente puede estar encubriendo el ardor íntimo y real en el que un corazón como el suyo se abrasa por amor a Dios, junto al anhelo de volar definitivamente a sus brazos. Este sentimiento no viene motivado por su deseo de escapar de este mundo y huir de los padecimientos que le asolan, sino por la propia experiencia mística en la que viven sumidos que suscita una ardiente aspiración de vivir por y para siempre con el Amado. De modo que la tristeza que pueda aflorar en sus ojos no es la que conlleva la pesadumbre que a muchas personas le origina pensar en el estado penoso en el que se encuentran.

En consonancia con lo dicho, nada tiene de particular que se produzcan quejas en la vida heroica ante una determinada agresión emanada por una enfermedad a la que acompaña el dolor físico: Santa

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Teresa de Lisieux lo hacía15, y como ella otros muchos santos. Además, imaginemos un cuadro clínico de enfermedad pulmonar con ataques de asfixia. Es natural que se produzcan los signos externos de alguien que se está ahogando. La queja en cuanto expresión de dolor es frontal-mente opuesta a la queja propia de una disconformidad, contratiempo o disgusto. En la primera hay una lógica natural que no tiene discusión y que, desde luego, no ofrece dudas respecto de la virtud de quien la exterioriza. Mientras que la segunda claramente prueba lo contrario. Proferir un gemido en un momento dado no significa nada porque la resistencia ante el dolor no es la misma para todos. Para comprenderlo al menos habría que ver: instante, circunstancia, incidencia y frecuen-cia de la queja en el sufriente. Y no para analizar nada. No hay por qué descifrar lo que está claro; es patente que los dolores agudos atenazan al ser humano. De modo que el hecho de que alguien tolere más o menos el dolor no sirve para añadir o restar ni un ápice de fortaleza. Fortaleza como virtud, se entiende; no como capacidad para resistir. El dolor no es una competición de medidas de resistencia. Esto se examinará en el apartado tercero de este trabajo porque interesa subrayar que el juicio sobre el dolor debe contener altas dosis de consideración, algo que sin duda poseerá quien tenga experiencia personal del tema. En ese punto se verá la ligereza y la insensibilidad de tantas apreciaciones huecas y

15 Tras la visita del Dr. de Cornière éste expresó que la santa debía estar pasan-do un verdadero martirio. Cuando el doctor se fue trasladaron su comentario a Teresa. Ella respondió: «¿Cómo puede decir que tengo paciencia? ¡Eso no es cierto! No paro de quejarme, suspiro, exclamo continuamente: ¡Ay, ay! Y también: ¡Dios mío, no puedo más! ¡Ten compasión, ten compasión de mí!». Ca 20.09.1. Septiembre.

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vacías de toda lágrima y comprensión unitiva con el callado sufrimiento en la vida heroica.

Un experto vivencial del dolor sabe apreciar mucho mejor lo que puede pasar desapercibido para los desconocedores de este drama. Así, una persona versada en el dolor constata más fácilmente el uso fraudu-lento de una emoción que puede haberse adquirido falseando los sufri-mientos. En una palabra, sabe muy bien lo que es el dolor fabulado y la facilidad en la que puede incurrirse en él. Conoce lo que es el engaño para mantener vivo y a conveniencia el afecto y la preocupación de los demás. Los que se dejan llevar por esta debilidad dan signos externos evidentes de ella. Y por supuesto, quienes no actúan con estos paráme-tros igualmente dan pruebas palpables de la virtud con que viven su estado. De todos modos, no hay que precipitarse porque se puede in-currir en juicios de valor erróneos. Y es que la frontera entre las diversas posturas frente al dolor no siempre es fácil de dilucidar. Así el hecho de que alguien fabule con el dolor en un momento dado no significa que no esté enfermo. Lo que puede suceder es que le interese acentuar su estado para obtener la conmiseración y las singulares atenciones de sus allegados, además de otras prebendas.

Ahora bien, en una persona de vida heroica, que como tal en-globa todas las características del radicalismo evangélico en cualquier ámbito, exigencia aceptada y asumida libremente por amor, no halla-remos esta conducta. Pero supongamos que encontramos algún atisbo. Bien, pues entonces habrá que recordar que lo que interesa en una vida

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santa no son únicamente las circunstancias puntuales manifestadas en su itinerario, sino el progreso gradual de la virtud hasta el final de los días. ¿No hay santos y santas en los que se han reconocido -ellos mis-mos lo han hecho- determinados rasgos equívocos en algún aspecto de su carácter16?, ¿no se ha constatado, también, la evolución positiva que han ido sufriendo a lo largo de su existencia? Desde esta perspectiva es desde la que habría que ver también su actitud ante el dolor. Toda flaqueza superada con la gracia de Cristo es siempre un punto a favor de la santidad.

Todo lo dicho no es trivial, porque el hecho de que se detecten manifestaciones de desconcierto ante un cuadro clínico determinado en personas de vida heroica o que se reconozca la dificultad que conlle-

16 En lo tocante al carácter hay una gran variedad de santos que han debido luchar con denuedo para doblegarlo. Tal vez uno de los casos más conocidos sea el de San Francisco de Sales, como se constató después de su muerte al extraer uno de sus órganos vitales donde había quedado la huella de su titánico empeño, de tal modo que es conocido como el santo de la amabilidad. A San Vicente de Paúl San Francisco de Sales le sirvió como modelo para dominar su «humor negro, melancólico y huraño», que tanto le afectaba. También a Santa Ángela de la Cruz le costó años doblegar su temperamento «volcánico, violento» que «saltaba a propósito de cualquier pretexto: pequeños traspiés con una compañera de trabajo y con la maestra, una displicencia de su her-mano que está en casa, un descuido de su madre, que olvidó poner al fuego el puchero con agua para las sopas». A ellos habría que añadir a San Jerónimo, San Francisco de Asís, San Alfonso María de Ligorio, Santa Gertrudis, Santa Catalina de Siena, Santa Teresa de Lisieux y muchísimos más. Otros, como ha puesto de relieve J. Miguel Cejas, han tenido que superar «filias y fobias». Santa Margarita María de Alacoque, p. ej., tardó mucho tiempo en superar algunas, entre otras su manía al queso, que le duró ocho años. Cf. J.M. Cejas, Piedras de escándalo, Palabra, Madrid 1992.

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va estar padeciendo no es un atentado contra la virtud. Tampoco lo es que en sus conversaciones hablen del dolor y de las enfermedades. El Hermano Rafael lo hacía con frecuencia y así se detecta en sus cartas. Y eso, en principio, no tiene nada de particular. Depende siempre de la psicología y de otras circunstancias. En el caso del Hermano Rafael tenía su lógica. El motivo que le apartaba de la Trapa era su enferme-dad, y de manera descriptiva en las epístolas a sus familiares les daba cuenta de su evolución y del estado en el que se encontraba, pero vin-culándolo siempre a su experiencia espiritual, y pese a ello, él mismo, en un momento dado, reconociendo el cambio que se había obrado en su manera de pensar y de sentir, confiaba a uno de sus tíos:

«Por tanto, si te hablo de la Trapa, ¿qué? Si te cuen-to mi estado de salud ¿qué? Mientras no sea Dios y Dios sólo, el objeto de mi carta, he perdido el tiempo, pues todo lo demás es criatura y, por tanto, vanidad...»17.

En cualquier caso, el Padre Pío, quien también tuvo que verse alejado del convento de Pietrelcina por razones de salud en muchas ocasiones, no fue tan expresivo en este sentido. Y el Fundador de los Misioneros Identes, que sufrió numerosas intervenciones quirúrgicas, con grave peligro de su vida en la gran mayoría, y que fue aquejado por el dolor en todas sus manifestaciones, cuando hablaba sobre el sufri-miento, que no era ni tema recurrente ni frecuente en él, lo hacía como enseñanza. Así reconocía: «Yo he sido el hombre del amor; en mí, es el

17 Hermano Rafael, Carta 17.4.1936

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amor, un amor refinadísimo, un amor que es cántico; pero también el dolor físico, moral y espiritual, que he pagado casi desde mi nacimiento hasta hoy, un dolor que puedo calificar de espantoso»18. Por eso, lo que manifestaba era el fruto de su reflexión sobre un aspecto que conocía perfectamente porque el sufrimiento le acompañaba en todo instante, aunque no necesitaba hablar de ello. Él mismo era la estampa del dolor y fue un testimonio vivo de cómo se aborda este drama desde la digni-dad de un hijo de Dios. De ahí el valor de estas palabras:

«El dolor con su muerte, elevado a arte y ofrenda, ha sido la catarsis de la que se ha servido la existencia humana para seguir conviviendo con el dolor y la muerte porque lo que le duele al ser humano es propiedad del ser humano: le duele su cuerpo, le duele su alma, le due-le su mundo, le duele su nada, le duele su mal, le duele el bien, le duele Dios, le duele toda injusticia, le duele su indigencia, le duele el dolor de su prójimo, le duele el propio dolor...»19.

18 M.L. Gazarian, Fernando Rielo: un diálogo a tres voces, Fundación Fer-nando Rielo, Madrid 2000, p. 98.

19 F. Rielo, “Definición mística del hombre y sentido del dolor humano”. Ponencia presentada en el I Encuentro de espiritualidad para un Apostolado de la salud. Roma, 9 de noviembre de 1996. En F. Rielo, Mis meditaciones desde el modelo genético, F. F. Rielo, Madrid 2001, p. 185.

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2.2.- «Víctimas» del amor

La grandeza y excelsitud en la vivencia del dolor es la caracte-rística general de las personas de vida heroica. Por eso, la diferencia existente entre ellas y la de quienes no se han propuesto la vivencia de la virtud en grado heroico es manifiesta también en este punto. Así, hablar del dolor como tema al que se recurre con una cierta complacencia en el mal que se padece es negativo para la persona que lo hace, y es algo inconcebible en una vida santa. No hay que esforzarse demasiado para ver en ello un contrasentido que termina pasando la factura y pone al descubierto la centralidad de la que se está haciendo gala, porque, por un lado, se resaltan las incomodidades que conlleva y, por otro, hay un regodeo que se alimenta en cuanto surge la oportunidad, si es que no se crea. Y son sólo dos observaciones, pero se podrían hacer muchas más. De hecho, el convertir una enfermedad en el polo de atracción y de preocupación de los demás es un indicativo de que algo no va bien en el interior de la persona. Y ya no estamos hablando del dolor fabu-lado, sino de una enfermedad real, existente, pero a la que se le da un relieve malsano.

¿Cómo se puede pensar que una persona de vida heroica, que se ha propuesto transformar su vida en la de Cristo y que tiene en cuenta en todo momento a los demás, por encima de todo y antes que a ella, va a estar centrada en sí misma, cavilando en las enfermedades que pa-dece, en las dificultades que conlleva el día a día, etc.? Es impensable, claro. De modo que el antagonismo de la vida heroica con la que no

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lo es, en este sentido es total. No lo es en la forma de sufrir; no radica en la intensidad del dolor que pueda llegar a sus vidas, en el temblor que puedan suscitarles los procesos graves de determinadas enferme-dades... En eso todos somos, si no iguales, bastante parecidos. Pero no hay duda de su rotunda asunción del dolor y de la enfermedad tanto en el modo como en la forma de encararlo dentro de la vida heroica: en la manera de acoger un diagnóstico funesto, en saber vivir con na-turalidad, como si no fuese a pasar nada una vez que han recibido un preaviso divino por el cual se les advierte del día y fecha de su deceso, en la entereza con que llevan los tratamientos por duros que sean, en la forma de recibir a la muerte..., y, sobre todo, en el hecho de unir sus padecimiento a los de Cristo.

Eso sí, en rigor hay que recordar que han existido y hay muchas personas que no pueden ser catalogadas dentro de la vida heroica, y en las que son reconocibles también estos rasgos. Incluso se han mani-festado en ellas todos los señalados, con excepción del preaviso divino por el que a determinados santos se les anunciaba su muerte, si bien podría sustituirse o acercarse a la admonición divina, -como adverten-cia en este mundo- el diagnóstico médico en el que se introduce el dato de previsión de vida que en muchas ocasiones se ajusta bastante a lo que sucede después. Son personas anónimas de las que a veces sabemos porque los medios de comunicación se han hecho eco de sus vidas, porque alguien nos ha hablado de ellas o quizá las hemos tenido cerca. De otras, cuya vida ha sido también modélica, aunque no están catalogadas dentro de la vertiente heroica, al menos en este momento,

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hay constancia pública. Javier Mahillo, profesor de Filosofía pamplonés y escritor, fue un ejemplo de ello. A sus 38 años, casado y con cuatro hijos, con toda la vida por delante, asumió con tranquilidad el funesto diagnóstico: un adenocarcinoma incrustado en el coxis. Con la misma entereza recibió la noticia de las posibilidades de curación: un 50%. Abundando en el talante que le ofrecía su robusta fe recibió las sesio-nes de quimioterapia y de radioterapia, y mientras moría lentamente continuó escribiendo y dando testimonio en medios de comunicación y a través de la escritura de su esperanza en la vida eterna donde tenía la seguridad de volver a reencontrarse con su esposa y con sus hijos. Al eminente pensador Padre Enrique Rivera de Ventosa, franciscano capuchino, la enfermedad de cáncer se le presentó a edad avanzada, y al ser informado de su gravedad y de que le quedaban escasos meses de vida entonó un Salmo de júbilo «porque en breve podría ver al Señor». El espíritu franciscano le llevó a unirse a ese «canto cristiano del amor que es sufrir y padecer». La perfecta alegría en el dolor, la enfermedad y la conciencia de la debilidad e indigencia ante ella20.

Luke John Hoocker -de Pennsylvania- era uno de esos niños a los que la muerte prácticamente le asalta en la cuna, puesto que vivió solo cinco años. Su vida se quebró en 1996 presa de un cáncer prema-turo que vivió con la mirada puesta en el cielo. Por eso, cuando a los cuatro años su madre le ofrecía calmantes, los rechazaba diciendo: «Yo

20 Cf. I. Orellana, “In memoriam. Padre Enrique Rivera de Ventosa (1913-2000)”, en Revista Española de Filosofía Medieval, vol. 7, Universidad de Zaragoza 2000, especialmente pp. 227 ss.

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debo sufrir por los pecadores». Se cuenta que no dejaba de contemplar el crucifijo. Éste, junto a la cicatriz en forma de cruz plasmada en su estómago tras una intervención quirúrgica, era su fuente de inspiración para dibujar cruces como la suya. Amablemente entregó uno de estos dibujos a una religiosa que le visitaba indicándole que «debía com-partirla con las otras hermanas». Tenía la firme convicción de que la cruz era el secreto de la santidad. Esa es la explicación que le dio a su padre subrayando las características de los santos: «son los que aman mucho a Dios y no les importa lo que haya que sufrir». Poco antes de su muerte, en el transcurso de la misa que se oficiaba en su habitación, mirando el crucifijo dijo a su madre: «Mamá, ¿ves? La cruz... tiene alas para llevarme al cielo»21.

Otros, como le sucedió al sacerdote José Luís Martín Descalzo, han sido portavoces de los sentimientos que suscita en muchos creyen-tes la enfermedad. Esta era la manifestación de Martín Descalzo:

«Os confieso que jamás pido a Dios que me cure mi enfermedad. Me parecería un abuso de confianza; temo que, si me quitase Dios mi enfer-medad, me estaría privando de una de las pocas co-sas buenas que tengo: mi posibilidad de colaborar

21 Cf., www.teologoresponde.com.ar/pagpub.asp?page=68. 22 J.L. Martín Descalzo, Reflexiones de un enfermo en torno al dolor, 11.5.96. En http:www. Alfayomega.es/estatico/anteriores/alfayomega23/enportada/enportada1.html.

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con él más íntimamente, más realmente. Le pido, sí, que me ayude a llevar la enfermedad con alegría; que la haga fructificar, que no la estropee yo por mi egoísmo22».

Pues bien, a todos, sean santos canonizados, personas de vida heroica o de vida anónima, los tuvo presentes Juan Pablo II, como lo hizo en tantas ocasiones, en el mensaje dirigido a la VIII Jornada Mundial del Enfermo23, resaltando la importancia de su ofrenda para el género humano: «La imitación de Jesús, Siervo sufriente –afirmó–, ha llevado a grandes santos y a creyentes sencillos a convertir la enfer-medad y el dolor en fuente de purificación y salvación para sí y para los demás».

El sacerdote español Jesús Muñoz así lo percibió antes de morir por el agravamiento de los tumores del hígado y el hueso sacro, sabien-do ya que le quedaba poco tiempo de vida. Decía:

«Pido a Dios tener una calidad de vida lo sufi-cientemente aceptable como para evangelizar desde mi situación. Me siento como una barca varada en la orilla del lago de Tiberiades. Ya no saldrá más a pescar; pero tengo la esperanza de que Cristo tam-

23 Tuvo lugar en Roma, el 11 de febrero de 2000.

22 J.L. MARTÍN DESCALZO, Reflexiones de un enfermo en torno al do-lor, 11.5.96. En http:www. Alfayomega.es/estatico/anteriores/alfayomega23/enportada/enportada1.html.

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bién suba a ella para proclamar desde allí la Buena Nueva a la muchedumbre. Esta es ahora mi misión: ser barca varada, púlpito de Jesucristo. Veo que este tiempo es un Adviento particular que el Señor me regala para prepararme al encuentro con el ‘Novio’ y tener las lámparas preparadas con un aceite nuevo, y así poder entrar al banquete de bodas. Es un don el poseer el aceite de Jesucristo, que fortifica mis miem-bros para la dura lucha de la fe en el sufrimiento, me ilumina la historia que está haciendo conmigo, y me asegura poseer el Espíritu Santo, como arras del Reino de los cielos»24.

Sentir temor y temblor ante el dolor; experimentar un escalofrío ante determinados diagnósticos es lo natural. Pero, sin duda, fortaleza y gracia se alían para conformar un espíritu con coraje que se enfrenta al dolor y sufrimiento humanos. Porque la realidad es que, cuando el transcurso y el peso de los años se hace notar, se comprende de otro modo el zarpazo de la enfermedad y de la muerte. Pero no se acoge con tanta benevolencia la súbita aparición de una grave enfermedad o de un serio accidente que desestabiliza la vida, cercena los sueños o los posterga y conduce a quien los padece a un mundo nuevo y desco-nocido que, como tal, estremece profundamente, además de arrastrar con él a personas allegadas y amigas, aunque este peso sea con desigual incidencia. Y quizá por saber que no va a poder sustraerse del drama

24 Cf., www.es.catholic.net/sacerdotes/315/733/articulo.php?id=3310.

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humano, hay una voluntad en la mayoría de las personas, en cierto modo inconsciente, de huir de cualquier atisbo referencial o verbal que lo roce, excepto cuando ya no ha quedado más remedio que enfrentarse a él. Entretanto, el dolor, además de lejano, se divisa con una cierta anestesia, de modo que la sucesión de imágenes que proliferan a diario en cualquier medio de comunicación donde se muestra el drama de forma descarnada se suele contemplar de manera impávida. El dolor debe mostrar un rostro diferente para que perturbe su visión, que no la vida, puesto que la vida prosigue rutinariamente y con los compromi-sos habituales para cualquiera que disfrute de una salud razonable, o de una situación familiar, económica y social normales. Debido a esta distancia la inquietud desaparece con facilidad. Lo que la pantalla de un televisor o las páginas de un diario muestran es un drama que ate-naza a otros. Y eso puede provocar un impacto puntual, un comentario compasivo, una queja y hasta una denuncia porque ante el dolor con frecuencia se busca un culpable incluso en los casos en los que es obvia la irresponsabilidad humana.

Pero la muerte acecha en cada esquina de la vida. Si atende-mos a la ley inscrita en la naturaleza vemos que la vida discurre pareja a la muerte; no es una sin la otra. Todo lo que nace tiene que morir, y nadie ni nada puede sustraerse a este principio. Por eso, la presencia de las sombras son particularmente obstinadas en el acontecer de quien se empeña en aferrarse a un imposible. Y por ello también debería resultar sorprendente que esta sencilla y antiquísima ley se olvide con tanta facilidad. Está claro que al ser humano no le basta contemplar el

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devenir del mundo, que viene transcurriendo desde hace siglos de la misma forma, para asumir lo inevitable: que su tiempo tiene una fecha de caducidad y que no depende de él conocerla previamente ni elegir el momento y la forma de su deceso, a menos que, preso de desesperanza, detenga trágicamente su propio reloj.

Una sencilla reflexión sobre este hecho pone al descubierto el anhelo de eternidad del ser humano, que tantas veces encubre tras la máscara de los éxitos y oropeles; de toda la banalidad de la que es ca-paz. Esta misma consideración muestra el antagonismo que existe con los seres de vida heroica que persiguen la eternidad desde una vertiente radicalmente opuesta y para quienes la muerte es vida con mayúsculas. Ellos conocen su origen, saben y tienen en cuenta también que ese es su destino. Y dado que éste no se halla en este mundo, donde los ídolos son de barro y las quimeras no son más que ilusiones que discurren en un tiovivo de cartón, desde la sencillez de su oración hecha ofrenda y aun con el temor al dolor y a todos los sufrimientos que depara la exis-tencia, han contemplado el horizonte sabiendo que un Padre amante les tendía los brazos desde su celeste hogar. Han hecho suyas las pa-labras de San Pablo: «Y considero que los sufrimientos del tiempo presente no guardan proporción con la gloria que se nos prepara y un día se nos manifestará» (Rom 8, 18). Sólo así se puede entender cómo es el dolor del amor que incita a entregar hasta la última gota de la sangre por Cristo y por nuestros semejantes. Es bien significativo que la Madre Teresa de Calcuta dijera: «Ama hasta que te duela; si te duele es la mejor señal», porque estas palabras brotaban de unas entrañas llenas

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de ternura por todos, especialmente por los más desfavorecidos de la tierra. Y es que ese mismo ser humano que puede colocar la vacuidad en un altar, puede llegar a ser artífice de grandes gestas y conquistar las más altas cimas de la santidad si se lo propone, siendo fiel a la gracia divina que no le abandonará en ningún instante.

Digamos entonces que, frente al dolor y la muerte, patrimonio de todos, tendríamos que aprender a dirigir la mirada en la dirección adecuada. Si cuesta tanto morir, seguramente es porque la vida, toda la vida en la que se cree con sus esperanzas y contratiempos parece residir en la tierra, y en ella y de ella se espera todo: vivir de manera óptima, salud, dinero, éxito..., que son sinónimos de felicidad. Hay que aprove-char la existencia, que se presume corta. Parece que todo anima a vivir deprisa y falta tiempo para dedicárselo a uno mismo. La realidad es que «todo tiene su momento y todo cuanto se hace debajo del sol tiene su tiempo. Hay tiempo de nacer y tiempo de morir» (Ecl 3, 1s). Pero ese afán de perseguir con urgencia lo que va a quedarse enterrado en este mundo difiere radicalmente de la actitud de los que aspiran a la santi-dad, que siempre encuentran escasa y pobre la ofrenda que hacen de su vidas por amor a Dios y a sus semejantes. Este gesto de salida de uno mismo hacia otros es lo que permite vivir con serenidad y madurez el sufrimiento. Por eso, la inmensa galería de hombres y mujeres que han sido llamados a vivir el «Evangelio del sufrimiento» han tenido como horizonte la obra redentora de Cristo y se han convertido a sí mismos en víctimas del amor. San Ignacio de Antioquía corrobora lo dicho en estos términos:

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«Yo busco a Aquel que ha muerto por mí. Me espera una grande posesión. Si alguno lleva verda-deramente a Cristo en su corazón, comprenderá mis aspiraciones»25.

La Beata aragonesa María Pilar Izquierdo Albero, fundadora de la Obra Misionera de Jesús y María, casi parafraseando a Santa Teresa de Jesús, llegó a decir:

«Encuentro en este sufrir un amor tan feroz ha-cia nuestro Jesús, que muero y no muero... porque ese Amor es el que me hace vivir»26.

Que el sentido corredentor guía la intención y decisión de todos ellos en la aceptación del sufrimiento lo expresan también estas pala-bras de San Pedro Claver:

«No buscar en este mundo sino lo que Cristo buscó en él, la salvación de las almas; y, para ello,

25 Cit. por V. Ordóñez, Los santos. Noticia diaria, Herder, Barcelona 1986, p. 350.

26 M. De Santiago, Sufrir y amar, amar y sufrir. Beata María Pilar Iz-quierdo, Desclée, Bilbao 2001, p. 197. Cf. asimismo M. P. Izquierdo, Tengo sed de dolor, almas, amor, Monte Carmelo, Burgos 2003. El 18 de diciembre de 2000, S. S. el Papa Juan Pablo II declaró la heroici-dad de sus virtudes y el 7 de julio de 2001 aprobó el milagro atribuido a su intercesión.

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arrostrar con buen ánimo y amor los padecimientos y hasta la misma muerte»27.

Y éstas de San Juan Francisco de Regis:

«Mi vida, para qué es sino para sacrificarla por las almas. ¿Cómo podría yo probar mi amor a Dios, si no le ofrezco lo que más se estima en este mundo, la salud y la vida?»28.

San Juan de Ávila, en una de las cartas que escribió a un sacer-dote, manifestaba con claridad su parecer al respecto:

«No consideres, amigo, lo que harías estando sano, sino cuánto agradarás al Señor con contentarte de estar enfermo. Y si buscas, como creo que buscas, la Voluntad de Dios puramente, ¿qué más te da es-tar enfermo que sano, pues que su Voluntad es todo nuestro bien?»29.

Es algo que comprendió por sí mismo el Hermano Rafael:

«Le pido la salud para entregársela a Él nueva-mente, para otra cosa no me sirve»30.

29 Cf., www.iveargentina.org/Teolresp/Dolor-salvifico/d006.htm.30 Hermano Rafael, Carta 17.6.1934.

27 V. Ordóñez, Los santos. Noticia diaria, cit., p. 305. 28 Ibíd, p. 220.

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Y en otro momento dijo:

«Al que lucha se le anima con gritos. Al que languidece y muere, se le anima con medicinas que le exciten... Pero al que sufre por amor a Dios..., o solamente sufre..., ¿con qué se le anima? No se le anima, pues en el mismo sufrimiento..., lleva todo lo que necesita, y si ese sufrimiento no va solo, sino que va acompañado del amor a Dios..., entonces, ¿qué más quieres, feliz mortal, a quien tal sucede?»31.

«Por amor a Dios». Ese sentimiento es el que sostuvo el temple de Santa Francisca de las 5 llagas, a pesar de sus muchos sufrimientos: «He sufrido en mi vida todo lo que una persona humana puede sufrir. Pero todo ha sido por amor a Dios», confió un día a su director espiri-tual. Para San Vicente de Paúl no sufrir en la tierra podía considerarse como una gran desgracia.

De modo que no hay duda, el camino recorrido por ellos, jalo-nado siempre con la cruz, es el signo más preclaro del poder y la fuerza del amor manifestado en el dolor. En suma, es una falacia identificar felicidad y placer; la felicidad no es más que sinónimo de amor y en-trega. Es lo que ya advirtió la Novo Millennio Ineunte reconociendo que muchas veces los santos han vivido «algo semejante a la experiencia de Jesús en la cruz en la paradójica confluencia de felicidad y dolor» (NMI, 27).

31 Ibid, Carta, 26.12.1935

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2.3.– Sembradores de la misericordia divina

No hay ni un solo santo en la historia que no haya padecido. Todos han integrado el sufrimiento en la cruz. De tal modo que el do-lor, presencia inevitable en esta vida, se ha convertido para ellos en una misión. Y esto causa admiración y asombro, sin duda, porque desde fuera, y sin las dosis de fortaleza y valentía que se detecta en estas perso-nas, es natural que el temor se apodere del ánimo de cualquiera tan sólo por pensar en el calvario que han padecido. No existe una preparación elemental para comprender el lenguaje de los santos frente al dolor, aunque para ese lenguaje no hay edades, clases, ni circunstancias. Pero la realidad es que no se necesita estar hecho de una materia especial. Sólo se requiere una disposición al amor aunque conlleve dolor y sin necesidad de haberlo pensado previamente. Es una disponibilidad que discurre al margen de la razón porque existe una apertura a la gracia; de lo contrario, ¿cómo explicar que los pastorcitos de Fátima asumie-sen tan gustosamente, aun en medio de sus grandes temblores, el ho-rizonte novedoso que desplegó la Virgen ante sus atónitos ojos, y de manera inesperada: «¿Queréis ofreceros a Dios para soportar todos los sufrimientos que Él quisiera enviaros como reparación de los pecados con que Él es ofendido y de súplica por la conversión de los pecado-res?» -les preguntó María. Ante su aceptación, la Virgen les anunció claramente: «Tendréis, pues, mucho que sufrir, pero la gracia de Dios os fortalecerá». La felicidad de los santos no se halla en este mundo. Eso lo comprendió muy pronto Santa Bernardita Soubirous porque la Virgen de Lourdes se lo advirtió: «No te prometo felicidad aquí en la

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tierra, sino en el cielo». Su salud débil y resquebrajada por el cólera y sus graves problemas bronquiales que devinieron en tuberculosis no la intimidaron: «Lo que le pido a Nuestro Señor no es que me conceda la salud, sino que me conceda valor y fortaleza para soportar con pa-ciencia mi enfermedad. Para cumplir lo que recomendó la Santísima Virgen, ofrezco mis sufrimientos como penitencia por la conversión de los pecadores»32.

Sufrir por y para los demás que es amarlos en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo. Es la clave del dolor que han entendi-do los santos, los grandes hombres y mujeres que han padecido en su carne las aristas del drama universal y explica también el modo que han tenido de afrontar su vida dándole un sentido. Este es el distintivo de la vida heroica. Es lo que los diferencia de los demás en el modo de afrontar el dolor, incluyendo los que, como ya se dijo, tienen una gallardía y una entereza admirables. Tratando de explicar lo inexplica-ble, plásticamente podríamos decir que es como si las personas de vida heroica se encontrasen ante un bellísimo lienzo nimbado de celeste luz desde el cual no cesan de contemplar la Verdad, la Bondad y la Belleza de la Santísima Trinidad, al tiempo que son objeto de implacables sufrimientos. Dicho así podría resultar hermoso, pero nadie podría en-gañarse porque sabemos que los aguijones del dolor son tan terribles para ellos como para el resto de seres humanos. Han sentido y padecido hasta quedar exhaustos con el dolor, han visto sus miembros macerados

32 Cf., www.aciprensa.com/Maria/Lourdes/bernardette.htm.

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por él, han debido llevar una vida de dificultades en muchos sentidos que les obligaba a ejercitar la virtud en una situación humanamente penosa, presos quizá de cronicidad, de una o de muchas lesiones que al no conllevar la muerte inmediata ha ido deteriorándolos en el día a día de manera inexorable... Y así, aunque una vida mística como la suya les haya deparado instantes de consuelo divino -es importante tener esto en cuenta- no en todos los casos han sido constantes, sino, más bien, entre otros sufrimientos añadidos: se han encontrado frente a su yo, a la incertidumbre y las dudas sobre su propia virtud, a oscuridades y ari-deces, a tentaciones de diversa índole, persecuciones, etc., etc. ¿De qué forma se han enfrentado al dolor? ¿Cómo han contemplado su propio sufrimiento? ¿Qué es lo que les infundía valor?

Ya tenemos indicios en lo poco que se lleva dicho, pero ha-brá ocasión de ir dando respuesta con mayor precisión tanto a estas preguntas como a otras que irán surgiendo. No obstante, como es fácil de adivinar, estas cuestiones elementales expresadas vaticinan en estos seres heroicos un talante radicalmente opuesto al que habitualmente se produce frente al dolor, la enfermedad y la muerte. Los santos se ase-mejan a quienquiera que se precie de ser solidario y compasivo, y ven desgarrarse sus entrañas ante el dolor ajeno. Hay muchas personas en la vida ordinaria con estos rasgos, es verdad, pero sin duda los santos les superan porque su existencia discurre de un bien a otro cada vez mayor, característica inequívoca de la radicalidad evangélica que añade adjeti-vos celestiales a su solidaridad. Y es así que los senderos de los que se vale la divina providencia en muchos casos no tienen fácil catalogación.

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La locura ficticia de San Juan de Dios, tras su conversión, que le llevó a recibir golpes y humillaciones brutales en el manicomio en el que estuvo internado le mostró la crueldad del trato infligido a los enfermos mentales y le convirtió, como es bien conocido, en un excelente médico de cuerpos y de almas. Esa era ciertamente una locura, pero de amor. Y pondría alas en su corazón de modo que a través de él se realizaría un nuevo prodigio de Dios: el rescate entre inmensas llamaradas de fuego de sus amados pobres enfermos, a los que salvó milagrosamente del voraz incendio de su hospital granadino sin sufrir ni un solo rasguño.

Es decir, los santos dan la vida por los demás a imagen de Cristo. Dan pruebas fehacientes de que todo el dolor del mundo lo quisieran para sí. La Beata María Pilar Izquierdo así lo reconocía: «Quiero ser ‘ladrona’ de todos los sufrimientos y de todos los dolores de todos los enfermos del mundo entero para ofrecérselos a Jesús como tributo de amor»33. De modo que no se trata solamente de su forma de encarar el sufrimiento; de que tengan fortaleza, gallardía, entereza..., que también la tienen otras personas. Es que ellos, entretanto, es decir, mientras pa-decen terribles calamidades de toda índole, hacen personal penitencia de manera constante. Han comprendido que la invitación universal de Cristo a la santidad era para ellos. Y se han embarcado en un proyecto personal de vida, comprometidos con esta empresa divina, sin volver jamás la vista atrás, interpretando los acontecimientos de su existencia desde la fe. Eso es, fundamentalmente, lo que distingue a un santo del

33 M. De Santiago, Sufrir y amar, amar y sufrir, cit., p. 69.

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que no lo es. Los santos se donan a sí mismos persiguiendo una per-fecta vivencia en su fe, esperanza y caridad, de tal modo que el efecto externo de su entrega es ostensible en todo. Esto es claro. Absoluta-mente todo lo que dicen y lo que hacen tiene el sello de su oblación. Su dolor es creativo. Es un activo que no cesa de generar bienes para toda la humanidad, al tiempo que conquistan su gloria eterna. Son los bienhechores de este mundo. Sus penitencias, sus sacrificios actúan como muros paralizantes de las grandes tragedias que nos asolan debi-do a las impenitencias, los egoísmos y a tantas debilidades y desmanes de otros seres humanos. Son sembradores de la misericordia divina. Quisieran cargar sobre sus espaldas los sufrimientos de los demás y les acompañan en ellos. Y esto, ¿qué muestra? Entre otras cosas, que la presencia del dolor y del amor es de tal calibre en su vida que no pueden ni quieren soslayarla.

Andrea Ambrosi, postulador de la causa de beatificación de Ana Catalina Emmerich -que vivió casi toda su vida aquejada de cierto ra-quitismo y que fue bendecida con los estigmas de la Pasión- dijo de ella que «vivía en perfecta sintonía» con la Pasión de Cristo. «Su dis-ponibilidad al sufrimiento -afirmó en Radio Vaticana- no tenía otro fundamento que su amor hacia el Crucifijo y su preocupación por el prójimo34». Esta es otra de las características seguramente más impac-tantes de la vida heroica: enfrentarse al miedo, que engloba todo el dolor y sufrimiento, con miedo. No huyen de él. Y eso que los santos

34 Cf. www.zénit.org, 10 de octubre de 2004. Como se recordará, esta religiosa y mística alemana fue beatificada el 3 de octubre de este mis-mo año por Juan Pablo II.

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son de carne y hueso, exactamente igual que el resto de los mortales. De tal modo que, considerando los ejemplos de valentía y audacia a la hora de abrazarse a la cruz martirial que se han dado a lo largo de la histo-ria, la mayoría ha experimentado temor ante episodios de sufrimiento físico agudo. El cuadro clínico de Santa Liduvina fue terrible. Tanto que cualquiera de sus enfermedades le podrían haber ocasionado la muerte. Por eso se consideraba que su vida era un continuo milagro. Al principio tanto sufrimiento le aterró de tal modo que estuvo a punto de desesperarse envuelta en la idea de su propia condenación y en el desinterés e indiferencia de Dios hacia ella.

Pues bien, este estremecimiento ante el dolor los hermana con Cristo porque también Él tembló en el Huerto de los Olivos. Por eso, ver cómo se ciñen al dolor y cómo lo acogen (y lo reclaman) por amor a Dios y al género humano es, por mucho que queramos, otro misterio para el que ningún ser de este mundo tiene respuesta. Ésta, y es la única, se halla en el amor sobrenatural que irradia la cruz de Cristo. Ellos, con San Pablo, reconocen: «Estoy crucificado con Cristo y ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí. Y aunque al presente vivo en carne, vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí.» (Gál 2, 19–20). Son las claves del dolor unido al amor que detectó Santa Catalina de Siena: «Cuanto mayor es el amor, tanto más crece el dolor y el sufrimiento: a quien le crece el amor, le aumenta el dolor»35, y que Santa María Faustina Kowalska plasmó en su diario al reconocer que

35 Santa Catalina De Siena, “El Diálogo” en Obras de Santa Catalina de Siena, B.A.C., Madrid 1991, p. 64.

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«sufrir es una gracia grande; a través del sufrimiento el alma se hace como la del Salvador; en el sufrimiento el amor se cristaliza, mientras más grande el sufrimiento más puro el amor»36.

2.4.– Dolor y amor. Claves de una vida heroica

«Suplo en mi carne –dice el apóstol San Pablo en su carta a los Colosenses– lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1, 24). Este es el talante de una vida heroica que San Juan de la Cruz resumía con estas palabras: «…Ya sabe, hija, los trabajos que ahora se padecen, Dios lo permite para prueba de sus escogidos. En silencio y esperanza será nuestra fortaleza» (Is 30,15)37. El dolor con su dimensión corporal y espiritual ha sido el baluarte de la vida santa. Cuando ha hecho acto de presencia una cadena sucesiva de enfermedades y sufrimientos los han afrontado con serenidad contem-plando el misterio de la muerte y resurrección de Jesucristo. Aceptar y sufrir con gozo por amor a Dios ha sido siempre en la historia de la Igle-sia causa de muchos méritos, sin necesidad de hacer obras ostentosas de gran alcance que susciten la atención del mundo. Precisamente, por lo general, una vida heroica está marcada por el anonimato y la soledad. Son biografías escondidas, como las de María Faustina Kowalska, Jo-sefina Bakhita y Teresa de Lisieux, entre tantas que han discurrido de

36 Cf., www.corazones.org/santos/faustina.htm.37 S. Juan De La Cruz, Carta a la Madre Ana de San Alberto, en Cara-vaca. Fechada en La Peñuela, agosto-septiembre 1591.

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forma modesta y humilde convirtiendo en extraordinario lo ordinario, dentro de lo que significa realizar las rutinas cotidianas.

Santa Faustina comenzó y terminó su vida religiosa como coci-nera, jardinera y portera. Y la vida de Teresa de Lisieux transcurrió tan oculta, que de no haber salido a la luz su Historia de un alma habría-mos perdido la gracia que supone contar con su testimonio santo. El «caminito espiritual» es el lenguaje de la cruz38. Encierra un mensaje de valor incalculable alumbrado por la luz sobrenatural del Evangelio. Es una historia del sufrimiento escondido, de una admirable ascesis que habla de la fortaleza de un corazón enamorado de Cristo. En el lado opuesto está el Padre Pío –que se había ofrecido como víctima a Dios a los cinco años, en el transcurso de la aparición del Sagrado Corazón de Jesús– y que con su vida perfectamente centrada en la oración, la penitencia y su inmenso amor a la Eucaristía en su convento de Pietrel-cina, no pudo evitar ser objeto de curiosidad (también de veneración) de grandes muchedumbres que acudían a él para confesarse, pedirle

38 He reflexionado sobre ello en I. Orellana, “Perfección y caridad en Teresa de Lisieux”, Teresa de Jesús (89) septiembre/octubre, Avila 1997, pp. 201-203; “La convivencia, camino de santificación: Santa Teresa de Lisieux”, Re-vista de Espiritualidad, (226–227), Madrid 1998, pp. 221-248; “La infancia espiritual de Teresa de Lisieux y Edith Stein. Convergencias y Contrastes”, Monte Carmelo (106), Burgos 1998, pp. 571-604, y «La vivencia de la ca-ridad cotidiana: doctorado de Teresa de Lisieux». Ponencia presentada en el Congreso Internacional «Teresa de Lisieux. Profeta de Dios, Doctora de la Iglesia». Univ. Pontificia de Salamanca, (30 de noviembre/4 de diciembre de 1998) en Actas del Congreso Internacional, Univ. Pontificia de Salamanca 1999, pp. 565-574.

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consejo y mediación para recibir favores divinos. Algo parecido le suce-dió al Cura de Ars.

Pero, en todo caso, las personas que se han ofrecido como víc-timas propiciatorias a Dios por el bien del género humano, como le ocurrió a ellos, que han padecido, además del dolor físico, el dolor de la incomprensión espiritual, del juicio erróneo, la envidia y de muchos otros desmanes, no se han sentido víctimas de nadie. Y existe una gran diferencia entre ofrecerse como víctimas y sentirse víctimas de alguien. Podrían haberse sentido víctimas porque las persecuciones, pruebas y dificultades que una mayoría de santos han sufrido las han recibido de sus propios hermanos o hermanas de comunidad, añadiéndose a las que les deparó la vida, y nada hay más terrible en la convivencia que sentir el acoso implacable de los más cercanos. Si las agresiones provienen de otros, si hay una distancia emocional se toleran de otro modo. Pero cuando el objeto de un desamor está cerca y se trata de alguien que comparte una misma vocación, indudablemente el sufri-miento espiritual es inmensamente mayor39. «Mi mayor penitencia ha de ser la vida en común»40, reconoció San Juan Berchmans, intuyendo lo que podría hallar en el recinto conventual. San Juan María Vianney, el santo Cura de Ars fue también otro mártir dentro y fuera de su mismo techo41. Por su parte, el escritor trapense Thomas Merton, ferviente ad-

39 Cf. I. Orellana, Paradojas de la convivencia, San Pablo, Madrid 2002, espe-cialmente el c. V, pp. 187-230, dedicado a la convivencia en la vida religiosa.

40 V. Ordóñez, Los santos. Noticia diaria, cit., p. 399.

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mirador de Teresa de Lisieux a quien llamaba cariñosamente La Flo-recita se alzó con el justo premio de una vocación que le costó mucho materializar y que se produjo tras recorrer varias órdenes religiosas. Por eso, el testimonio de su vida, agudo y penetrante, revela un pequeño matiz de ciertas dificultades convivenciales que también han hallado algunos santos:

«Ahora veía el monasterio desde dentro... desde el ala del noviciado. Ahora estaba frente a frente con los monjes, que pertenecían, no a algún sueño, ni a ninguna novela medieval, sino a la realidad fría e ineludible... Por este tiempo Dios me había dado bastante sentido para, al menos oscuramente, comprender que éste es uno de los aspectos más importantes de cualquier vocación religio-sa: la primera y más elemental prueba de la llamada de uno a la vida religiosa -ya sea como jesuita, franciscano, cisterciense o cartujo- es la buena gana en aceptar la vida en una comunidad en que cada uno es más o menos imperfecto.

41 Cf. asimismo F. Trochu, El cura de Ars. El atractivo de un alma pura, Palabra, Madrid 1998, especialmente las pp. 539 ss, donde se pone de relieve, entre otros aspectos, su relación con el P. Raymond. En este trabajo se puede constatar la falta de finura y de sensibilidad de numerosas personas hacia el Cura de Ars, el sufrimiento que le infligieron con ello, máxime cuando su cuerpo estaba preso de otros graves padecimientos, y el talante con el que fueron afrontados por este gran santo en medio de sus debilidades.

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Las imperfecciones son mucho menores y más tri-viales que los defectos y vicios de la gente de afuera en el mundo; y, sin embargo, uno tiende a observarlas más y sentirlas más, porque están grandemente aumentadas por las responsabilidades e ideales del estado religioso, por lo que no puede uno menos de mirarlas. Algunos pierden hasta sus vocaciones porque descubren que un hombre puede pasar cuarenta o cincuenta o sesenta años en un monasterio y todavía tener mal genio...»42.

Dificultades de esta índole han quedado expuestas con toda cla-ridad por Teresa de Lisieux en su autobiografía. A Edith Stein tampoco le resultó fácil su adaptación al convento, como se supo años después43. En un momento dado de su vida escribirá:

«Los muros de nuestro convento circundan un espacio estrecho. Quien aquí quiere construir el edi-ficio de la santidad tiene que cavar profundamente y construir hacia lo alto; tiene que adentrarse en la noche oscura de la propia nada para ser elevado hasta la luz del amor y de la misericordia divinas»44.

43 T.A Matre Dei, Edith Stein, En busca de Dios, Verbo Divino, Estella 1992, p. 181; cf. asimismo en Ibid., pp. 184-185.

42 T. Merton, La montaña de los siete círculos, Círculo de Lectores, Barcelona 1961, pp. 380-381.

44 Cf. E. Stein, Ante el trono de Dios, en Obras Selectas, Monte Carmelo, Burgos 1997, pp. 545-554.

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El «espacio estrecho» mencionado por ella es bien significati-vo, aunque no añade nada más. Y el Beato Claudio de la Colombière manifestó que cuando se hizo religioso «tenía una grandísima aversión a la vida que iba a abrazar. Los planes que se trazan para servir a Dios -afirmó- nunca se realizan sino a costa de grandes sacrificios»45.

Este es un breve apunte, porque a la hora de examinar la viven-cia del dolor en la vida heroica se volverá nuevamente a este tema, dado que la santidad se forja en un espacio comunitario y no es preciso ima-ginar lo que habrán supuesto las contrariedades que depara la convi-vencia en el día a día añadidas al dolor de la enfermedad física, cuando ha sido el caso. Edith Stein aludía a la misericordia que acompaña al amor sobrenatural. Pues bien, la misericordia divina la atraen las perso-nas de vida heroica con actos personales continuos de misericordia. La pasión, el sacrificio y el amor de Dios y al prójimo son el santo y seña de un itinerario martirial; no hay que buscar otras justificaciones. Han sido éstos los elementos que han santificado sus vidas.

Ya he advertido en otro lugar que si el dolor es maestro y nos educa, el amor es el que le alimenta y nos enseña a dar sentido a lo que no tiene sentido46. El dramaturgo y Premio Nobel Maurice Maeterlinck hizo notar que «el dolor es el alimento esencial del amor. Cualquier amor que no se haya nutrido de un poco de dolor puro, muere». Desde luego, Santa Clara de Asís entendió que «el amor que no puede sufrir no es digno de ese nombre» y, tal como se ha visto, el amor y el dolor

46 Cfr. I. Orellana, Pedagogía del dolor, cit.

45 V. Ordóñez, Los santos. Noticia diaria, cit., p. 76.

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equilibran la balanza de las vidas martiriales sin otra contrapartida que rescatar el corazón de cualquier ser humano que encuentren a su paso para Dios; si esa criatura tiene flaquezas, mejor; mayor es su gloria. No se apartan de esa meta. Es el único objetivo que tienen, y por esta vía se van aproximando cada vez más a Dios. Los santos no persiguen las razo-nes de este mundo, que de nada les valen, ni se plantean determinados interrogantes que provienen de él. En su Dios amado hallan respuesta a las preguntas cruciales que preocupan a los seres humanos: el sentido de la vida, del dolor y de la muerte, fundamentalmente. Todo lo demás palidece ante estos grandes temas existenciales. Mientras tanto, en este tiempo que nos ha tocado vivir se constata que muchas personas se han quedado sin saber a qué atenerse ante ellos. Y la cuestión es decisiva, ya que lo que a la inmensa mayoría hunde en la desesperanza, a otros les abre nuevas y desconocidas puertas.

Al examinar la biografía de los santos, que son sin lugar a dudas los más expertos en el amor y en el dolor, se percibe de forma innega-ble el cambio sustancial cuantitativo y cualitativo que el sufrimiento ha otorgado a su vida espiritual. Del mismo modo, se distingue con claridad que esta simbiosis entre el amor y el dolor físico y espiritual no puede encerrarse en el campo de lo lógico. Lo que sabemos es que la unión con Dios comporta la aceptación del misterio, y éste se traduce en el abandono a su voluntad. El sufrimiento acerca más a Él, y ayuda a superar de otro modo las dificultades. Pero la clave está en la deter-minación a cumplir la voluntad divina de la forma y modo en que deba realizarse. Así lo expresaba el Hermano Rafael:

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«Dios no solamente aceptó mi sacrificio, cuando dejé el mundo, sino que me ha pedido mayor sacrifi-cio todavía, que ha sido volver a él... ¿Hasta cuándo?... Dios tiene la palabra. Él da la salud, y Él la quita... Los hombres nada podemos hacer más que confiar en su divina providencia sabiendo que lo que Él hace, bien hecho está, aunque a primera vista a nosotros nos con-traríe nuestros deseos, pero yo creo que la verdadera per-fección es no tener más deseos que “que se cumpla su voluntad en nosotros”»47.

El P. Damián de Molokai, al ser destinado a visitar a los en-fermos leprosos escribió al Padre General de la Congregación de los Sagrados Corazones a la que pertenecía: «Convencido de que Dios no me pide lo imposible, actúo con decisión, sin más preocupaciones»48. Allí perdería la vida.

Muchas personas en la vida ordinaria han percibido que su su-frimiento, sin dejar de ser tal, les ha proporcionado paz frente al des-asosiego, una vez que se han puesto en manos de Dios. Jesús Muñoz, el sacerdote español fallecido de un cáncer colo–rectal con metástasis hepática (tuvo que ser intervenido quirúrgicamente en distintas ocasio-nes, en una de las cuales, tras extirparle el ano, el recto y treinta cm.

47 Hermano Rafael, Carta, 11.6.34.48 Carta al Padre General, 21.12.1866, fragmento en F. Ábalos, “Servidor de Dios y del hombre”, Rev. Mundo Negro, mayo de 1994.

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de colon, tuvieron que colocarle un ano artificial y también perdió una cuarta parte del hígado, con el consiguiente tratamiento de quimiote-rapia y radioterapia), al verse en ese estado se sintió abandonado por Dios. Posteriormente ofrecería esta hermosa reflexión:

«La experiencia del sufrimiento es un misterio que sola-mente desde la fe se ilumina. En el postoperatorio, aunque estaba sedado con morfina, recuerdo que en una ocasión des-perté y miré el crucifijo que tenía delante, miré a Jesucristo y le decía que estábamos iguales: con el cuerpo abierto, con los huesos doloridos, solos ante el sufrimiento, abandonados, en la cruz... Yo me fijé en mí y me rebelé. No lo entendía. Dios me había abandonado. No me quería. Y de pronto re-cordé las palabras que desde el cielo Dios–Padre pronuncia refiriéndose a Jesucristo el día del bautismo y posteriormente en el Tabor: ‘Este es mi Hijo amado’, ‘mi Predilecto’. Y el Hijo amado de Dios estaba colgado frente a mí en la cruz. El amor de Dios, crucificado. El Hijo en medio de un sufri-miento inhumano. Entonces reflexioné: Si me encuentro en la misma situación que Él, entonces yo también soy el hijo amado y predilecto de Dios. Y dejé de rebelarme. Y entré en el descanso. Y vi el amor de Dios»49.

A su vez, otro sacerdote también español, Fidel Villaverde, ex-presó en dramático relato el estado en el que cayó tras su penosa estan-cia en varios hospitales: «Empecé a sentir a Dios como no lógico ni co-

49 Cf., www.es.catholic.net/sacerdotes/315/733/artículo.php?id=3310.

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herente; forcejeando con Él entre la petición de cuentas y la rendición: más o menos como en el drama de Job...». Él mismo relata que escapó de ese estado en el momento en que comenzó a decirle a Dios: «Aquí me tienes... Tú verás lo que haces... ». En esos instantes comenzó a ver que «hasta aquel sinsentido de (su) situación tenía sentido... »50.

En una de las muchas visiones que hubo en la vida de Santa Ángela de Foligno, dictada a Fray Arnaldo, transmitió la siguiente con-templación que había tenido y que corrobora lo dicho anteriormente. (No hay que olvidar que cuando Santa Ángela comparte esta vivencia había perdido ya -fue en poco tiempo- a su madre, a su marido y a todos sus hijos):

«La virginidad y la pobreza y las enfermedades y la pérdida de los hijos y las tribulaciones y el despojo de los bienes... todas estas cosas eran dadas por Dios a sus hijos para su bien [...]. Pero a veces los hijos de Dios no conocían esto ni lo apreciaban y al principio sufrían mucho, pero después lo soportaban en paz y reconocían que las tribulaciones venían de Dios»51.

Cristo es la imagen y modelo que tenemos por antonomasia. Él nos muestra cómo es el amor. Y el amor, el verdadero amor, va unido

50 F. Villaverde, “El sufrimiento del enfermo mental”, Labor Hospitalaria, 235, vol. XXVII, (1995), p. 30. 51 Cf. Santa Ángela De Foligno, Libro de la vida, Primera parte. Misiones Franciscanas Conventuales, Buenos Aires. En www.catolicos.com/santaange-lalibro.pdf.

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siempre al dolor. Pero, claro, la contemplación de la cruz sobrecoge, porque en ella están clavadas todas las penas de este mundo: aflicciones, cargas, suplicios y torturas... En suma, toda la agonía del género huma-no ha sido asumida por Cristo en la cruz. Ante esta realidad, ¿qué hace un santo? Aprovechar sus enfermedades y achaques, todo el sufrimiento que llegue a su vida y unirlo al de Cristo. Todos han contemplado la cruz y la han amado con auténtica devoción. «No busque a Cristo sin cruz», aconsejaba San Juan de la Cruz al P. Luis de San Ángelo52. Su amor a Cristo les ha permitido comprender el sentido del sufrimiento que brota de la cruz. «Sólo el... que no adore... la cruz de Cristo... puede desesperarse de sus propios dolores... Pero el que de veras ama..., puede decir... que es dulce como miel el dolor -decía el hermano Rafael-. Al pie de la cruz... no hay dolor, pues al ver el tuyo... ¿quién se atreve a sufrir?... Amor para aliviar tanto y tan inmenso dolor»53.

Juan Pablo II ha señalado que «la cruz de Cristo -la pasión- arroja una luz completamente nueva sobre este misterio, dando otro sentido al sufrimiento humano en general»54. La cruz es el único cami-no para llegar a Dios. «¡Qué gusto Señor, no morir para sufrir, y qué gusto sufrir para morir!», exclamaba la Beata María Pilar Izquierdo55. «O amar o morir; o morir o amar» se había propuesto siglos atrás San

52 S. Juan De La Cruz, Carta al P. Luis de San Ángelo, en Andalucía, fecha-da en Segovia entre 1589-1590.53 Hermano Rafael, Notas de conciencia (Dios y mi alma), en Escritos por temas, Monte Carmelo, Burgos 1988, p. 316. 54 Juan Pablo II, Catequesis, 9.11.1988. Roma, Audiencia General del miércoles. 55 M. De Santiago, Sufrir y amar, amar y sufrir, cit., p. 72.

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Francisco de Sales. Tanto da una cosa como otra porque no se está hablando de una disyuntiva, sino de dos realidades que acompañan al ser humano: el amor y el dolor, y ambas discurren parejas; no se pue-den soslayar por mucho que se quisiera. Como máximo puede faltar el amor, y si fuera así se haría manifiesto el dolor. En la vida martirial estas dos vertientes amor y dolor no caminan enfrentadas, sino que son el sentido recíproco la una de la otra. Esto debería servir para que se comprendiera el alcance que tienen, porque lo que está claro es que el amor necesita del dolor para crecer y el dolor necesita del amor para seguir viviendo con sentido56.

3.- Otras notas definitorias del dolor. Expresión en la vida santa

Hay que decir que, en el universo del dolor en el que todo ser humano se reconoce y se encuentra, sin olvidar la singularidad de su vivencia, se da una manifestación común a la mayoría, que es tam-bién universal: el «porqué», interrogante unido, fundamentalmente, a la cercanía del dolor y a la perturbación que ocasiona su inesperada aparición. ¿Qué significa?, ¿cuál es el sentido de esta pregunta?, ¿tiene incidencia en la vida heroica? Estas son algunas de las cuestiones a las que se va a dar respuesta a continuación. Junto a ello es conveniente recordar nuevos matices del dolor que permitirán comprender con otro

56 Estas y otras reflexiones al respecto pueden hallarse en I. Orellana, Amor y dolor: pedagogía de la conciliación, cit.

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detalle la peculiaridad de una vida martirial a través de la actitud adop-tada frente al dolor y al sufrimiento. La comparación con lo que sucede corrientemente en el acontecer de una persona que no se ha propuesto vivir la virtud es una fórmula interesante que dibuja el perfil del hombre y la mujer sufrientes desde varias perspectivas iniciales: a) el temor, b) la fortaleza natural sin recurrencia a la fe, y c) la ofrenda desde la fe. Aunque será en la segunda parte de este libro, al abordar la «vivencia del dolor», cuando se muestren con minuciosidad y de forma específica las características particulares de la vida santa, servirán de guía para la reflexión ahora las siguientes notas concretas según las cuales se puede afirmar que el dolor es, entre otras cosas:

1. Interpelativo.2. Un misterio.3. No mensurable.4. Pedagógico.

3.1.– Un señuelo de Dios

Es innegable que el dolor y el sufrimiento están ahí, rodeándo-nos, pero no somos totalmente conscientes de ello hasta que hemos de afrontarlos de manera directa. Y salvo en casos concretos de enferme-dad crónica, o por el propio deterioro natural de un organismo vetusto, en los que se espera un desenlace, cuando se produce una desgracia, un diagnóstico funesto e inesperado o algo similar, surge lo que he deno-minado en Pedagogía del dolor el hombre y la mujer perplejos. «¿Por

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qué a mí?» es una exclamación, un lamento bien conocido en todo el mundo. Esta pregunta es un indicativo de que no existe en la persona que se la plantea una reflexión sobre la universalidad del dolor. Y es obvio y comprensible que nadie quiera sufrir. Cuando el sufrimiento está provo-cado por el dolor de una enfermedad, significa que existe una alteración de la salud, y esta expresión lo dice todo porque la falta de salud no es un bien y las personas que se ven privadas de ella sufren. De modo que se comprende que haya miedo. Decía Juan Pablo II que «el sufrimiento hu-mano suscita compasión, respeto y atemoriza». Si tenemos en cuenta que no se nos educa desde niños para asumir el dolor se comprende mejor todavía la agitación y turbación que produce cuando aparece de súbito.

Sin embargo, desde que comencé a preocuparme por este tema hace unos años, he considerado interesante y conveniente darle la vuel-ta a ese interrogante y exponerlo de este modo: ¿y por qué no a mí? Esto es, ¿soy distinto de los demás? Seguramente no nos damos cuenta, pero cuando alguien se enfrenta al dolor con otra perspectiva inicial está dejando entrever su egoísmo. Si es a otro al que le sucede ese mal, ya no será tan acuciante ni angustiosa la interpelación. Es una prueba de la distancia con la que se mide el dolor, siempre lacerante y estre-mecedor, no hay que olvidarlo, cuando sucede en primera persona. Pero hay algo más. Cualquiera que se detenga a pensar un poco sobre el drama humano se dará cuenta de que es un error acudir a él con preguntas, porque el dolor nunca ofrece respuestas y menos aún las soluciones concretas que se persiguen. Es decir, cuando el dolor ha tocado a nuestra puerta no hay más remedio que enfrentarse a él. Sien-

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do prácticos, debemos reconocer que es una pérdida de tiempo lanzar interrogantes que van a quedarse en el aire, que nadie en este mundo puede responder.

¿Por qué a mí? no es una pregunta cualquiera; es, más bien, un gemido. Es el signo externo del desvalido. Es el lamento de alguien que se halla por vez primera a merced de una tempestad desconocida, que no sabe a dónde le conducirá. Es decir, en esta expresión se resume el temor a lo inesperado, a lo desconocido, la sorpresa, la incertidumbre, el miedo... todo lo que desestabiliza, de tal modo que el egoísmo al que me refería anteriormente tiene, sobre todo, este cariz particular. Al no estar preparadas para afrontar el dolor, las personas experimentan la soledad de esa inicial queja que se congela en el aire porque ni siquiera los seres queridos saben muchas veces qué decir o cómo consolar al que sufre, y más siendo que ellos mismos están apresados de alguna forma por la tragedia. El -porqué- habla de sufrimiento consciente. El sufrimiento inconsciente, es decir, de quien padece una situación física deplorable de la que no se percata porque no sufre dolores físicos no es comparable con el sufrimiento consciente. Este dolor consciente resulta demoledor: física y espiritualmente; persigue con denuedo las respuestas, urge una solución.

Pero vayamos a la vida heroica. De entrada, ante una enferme-dad, aunque sea seria o un grave accidente, se trate del suyo o de sus allegados, no habrá ningún santo ni santa que se pregunte: ¿por qué a mí? Tampoco se quejará de su mala suerte ni buscará culpabilidades,

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ni se lamentará y reclamará supuestos derechos invocando su bondad. En términos coloquiales es recurrente juzgar la calidad moral de una persona como justificación para el dolor y la enfermedad. Si su com-portamiento se considera negativo entonces se dirá que hay una cierta justicia en el hecho de que haya recaído sobre él la desgracia. Pero si se estima que es una persona bondadosa entonces la perplejidad y el desconcierto ante la enfermedad y el dolor son manifiestos. Esto no lo hará un santo. Pero tampoco consentirá que a su lado se actúe con estos parámetros. Y ni qué decir tiene que no considerará a Dios el responsa-ble de sus males, algo frecuente también en la generalidad: «esto me lo ha mandado Dios», «le ha castigado Dios», etc. En la vida heroica está presente el sentido común, que comprende la observación elemental de la expiración del ser humano en un momento dado de su historia y su transcurrir doloroso por razones de diversa índole, entre las que se encuentra un organismo más débil que el de otros. Todo ello es algo que no se cuestiona. Pero ordinariamente sí se producen apreciaciones sin fundamento que no hacen más que encubrir la realidad y acentuar el sufrimiento. De modo que, al menos sobre la enfermedad, hay que partir de supuestos elementales como estos:

* Es un hecho natural.* No es degradante.* No es un castigo.* Dignifica.

Hay, eso sí, una gran carga antropológica en el porqué. Más que pedir respuestas al exterior, conviene bucear en el interior y plantear-

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se: ¿qué me quiere decir esta situación?, ¿qué estaba haciendo hasta ahora?, ¿qué debo modificar en mi vida? En una palabra, replantearse la existencia, porque una sacudida como la que asesta una desgracia o enfermedad inesperada es un revulsivo que invita a pensar en cosas que antes habían pasado desapercibidas de uno mismo, de los demás y de Dios, porque el sufrimiento es completamente interpelativo.

San Ignacio de Loyola, discapacitado por una herida de guerra en una de sus piernas que, pese a sus numerosas intervenciones, quedó deforme y más corta, consideraba que tanto la enfermedad como la muerte forman parte de la voluntad divina hacia nosotros, y así lo ex-presó en una carta a Isabel Roser:

«... porque más nos conozcamos y más perda-mos el amor a las cosas criadas, y más enteramente pensemos cuán breve es esta nuestra vida, para ador-narnos para la otra que siempre es de durar (...) en considerar que estas enfermedades y otras pérdidas personales son muchas veces mano de Dios Nuestro Señor (...) que con estas cosas visita a las personas que mucho ama, no puedo sentir tristeza ni dolor, porque pienso que un servidor de Dios en una en-fermedad sale hecho medio doctor para enderezar y ordenar su vida en gloria y servicio de Dios Nuestros Señor»57.

57 Carta (3) de San Ignacio de Loyola a Isabel Roser el 10.11.1532 en I. Iparraguirre, Obras de San Ignacio de Loyola, B.A.C. (86), Madrid 1991, p. 722.

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Decía el teórico del dolor C. S. Lewis lo siguiente:

«Porque Dios nos ama, nos concede el don de sufrir, o por decirlo de otro modo: el dolor es el me-gáfono que Dios utiliza para despertar a un mundo de sordos, porque somos como bloques de piedra a partir de los cuales el escultor, poco a poco, va formando la escultura del dolor. Los golpes de su cincel, que tanto daño nos hacen, también nos ha-cen perfectos»58.

Por desgracia, esta acertada metáfora no es compartida por todos. Sin embargo, para la vida de muchos santos el dolor, la enfermedad y la muerte de seres cercanos ha sido el reclamo que ha utilizado Dios para llamarles. Y esta voluntad divina no han podido doblegarla ni siquiera las pertinaces obcecaciones y promesas incumplidas. Lo sucedido a San Gabriel de la Dolorosa podría ser paradigmático. A punto de ini-ciar sus estudios universitarios, cuando era un joven de familia acomo-dada, atractivo y enamoradizo, se le diagnosticó una grave enfermedad que lo atemorizó. Se libró del fatal desenlace con el compromiso de una consagración religiosa que no cumplió. Pero contrajo una segunda enfermedad, esta vez más severa: una laringitis que estuvo a punto de

58 Diálogo extraído del film Tierras de penumbra. Basado en hechos reales, esta película dirigida por Richard Attenborough se hace eco de la historia de amor entre los escritores C. S. Lewis y Joy Gresham recogiendo la muerte de ella tras un cáncer tumoral de fémur. Toda la película constituye una hermo-sa reflexión acerca del dolor, el sufrimiento y la muerte.

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ocasionarle la muerte. Nuevamente obtuvo la gracia de continuar vi-viendo por intercesión de un santo jesuita y con la promesa de irse a las misiones. En esta ocasión, aunque su solicitud de ingreso en los jesuitas fue aceptada, se engañó a sí mismo con la idea de que para cambiar las costumbres de un hombre mundano se necesita una comunidad con mayor rigor y postergó su decisión de consagrarse. Pero el cólera hizo acto de presencia y arrebató la vida de su hermana más querida. Con-mocionado se propuso ingresar definitivamente en el convento, aunque desistió por un tiempo presionado por los consejos de su padre, que no veía futuro en esa consagración para un muchacho díscolo como él, hasta que un día se encontró con la mirada de la Virgen Dolorosa en una procesión y comenzó un nuevo camino sin retorno.

Pero hay otros santos que también fueron interpelados por el dolor y la enfermedad, y cambiaron radicalmente sus vidas, como le ocurrió a San Francisco de Asís, San Ignacio de Loyola y a San Camilo de Lelis. A éste su experiencia en un hospital, donde le fue curada una llaga en la pierna, le llevó a fundar la Congregación de Religiosos al Servicio de los enfermos, especialmente de los infecciosos incurables. Es bien conocido el revulsivo que constituyó para la vida de San Fran-cisco de Borja ver el cadáver de su bienhechora, la emperatriz Isabel, esposa de Carlos V, haciéndole pronunciar la famosa determinación: «Jamás serviré a señor que se me pueda morir» y llevándole a ingresar, ya viudo, en la orden de la Compañía de Jesús que se hallaba en los inicios de su fundación.

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La Beata Ana Rosa Gattorno59 en corto espacio de tiempo pasó por el trance de ver cómo una enfermedad convertía en sordomuda a una de sus hijas, sobrevivió a la pérdida de otro hijo, junto a la grave y temprana enfermedad de su marido que la dejó viuda a escasos seis años de su matrimonio, además de haber visto seriamente mermada su posición social y financiera. Tal cúmulo de acontecimientos marcados por el dolor dieron origen a su conversión, como ella misma reconoce-ría. Años después, y no sin otros contratiempos y disgustos, a instancias de Pío IX fundaría el Instituto «Hijas de Santa Ana, Madre de María Inmaculada».

En otros casos, la presencia del dolor quizá no haya constituido una conversión en sentido estricto porque ya existía un compromiso religioso o una experiencia de fe, pero ha supuesto un aviso para com-prender una nueva orientación en la misión, como le sucedió a San Antonio María Claret, quien se sintió llamado a ingresar en los jesui-tas, e incluso se trasladó a Roma para ofrecerse como misionero, pero una enfermedad -con dolor agudo en su pierna derecha- le hizo ver que su misión estaba en España. O bien ha servido para ingresar en una determinada orden religiosa, caso de San Estanislao de Kostka, a quien la Virgen Inmaculada sanó de su enfermedad y le infundió, a un tiempo, la idea de ingresar en los jesuitas. A San Francisco Caracciolo le diagnosticaron a los 21 años una terrible enfermedad dermatológica que parecía lepra y se consideraba incurable. Hizo la promesa de de-dicarse al sacerdocio y al apostolado si se curaba, como así fue en un

59 Fue beatificada por Juan Pablo II el 10 de abril de 2000.

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modo que se consideró milagroso. San Francisco cumplió su promesa y años después sería el fundador de los “Clérigos Regulares Menores”. Santa Margarita María de Alacoque sanó de una enfermedad, que la había mantenido paralizada durante varios años, tras su consagración a la Virgen María y su ofrecimiento de propagar su devoción. Otro matiz conlleva la enfermedad en el caso de Santa Gema Galgani a la que ha-bían intentado casarla contra su voluntad: se le declaró repentinamente el mal de Pott y al ser sanada por intercesión de San Gabriel de la Dolorosa comenzó para ella un itinerario místico marcado por hechos extraordinarios.

Pero las enfermedades también han acarreado una convulsión definitiva para la propia vida, que es lo que le ocurrió a Santa Teresa de Jesús. La santa, como es sabido, gustaba en su adolescencia de la lectura de libros de caballería que no la apartaron sustancialmente de Dios, pero entretuvieron su mente y la indujeron a cometer sensibles faltas de amor. Hasta que cayó enferma (con unas calenturas) y las Cartas de San Jerónimo despertaron su anhelo de consagración. Nunca gozó de buena salud. Tenía el corazón débil y otras enfermedades60 que le hacían perder incluso el sentido, pero no es preciso hablar del inmenso bien que ha hecho, pese a todo, esta gran mística fundadora y Doctora de la Iglesia: es conocido en el mundo entero. La claridad y la

60 En el Libro de la vida Santa Teresa menciona su debilidad de corazón, que le acompañó toda la vida, y además, perlesía y calenturas. Dice también que se vio en peligro de muerte «por grandes y graves enfermedades» que no especifica. Cómo sería para expresar ella: «Más del poder se espantan las personas que saben mis enfermedades». Cf. T. De Jesús, Vida, c. 38.

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resolución de su vida ante la enfermedad se atisban en este comentario que brota de un corazón sincero al reconocer que en un momento dado se dejó engañar por la excusa –en su caso, atizada por el demonio– de que podía dejar la oración mental por causa de su enfermedad:

«Aunque con ocasiones y aun enfermedad al-gunos ratos impida para muchos ratos de soledad, no deja de haber otros que hay salud para esto; y en la misma enfermedad y ocasiones es la verdade-ra oración, cuando es el alma que ama, en ofrecer aquello y acordarse por quién lo pasa y conformarse con ello y mil cosas que se ofrecen»61.

Esto significa, además, que cuando alguien se encuentra incur-so en el proceso de una enfermedad no debería buscar pretextos para dejar de hacer lo debido, siempre que sea posible. En ese sentido, nue-vamente la interpelación que suscita el dolor hace acto de presencia. ¿Realmente no se puede dar más de sí en la virtud por causa de una enfermedad? En la vida ordinaria hay muchos recelos de esta índole y argumentos recurrentes para no hacer determinadas cosas, desde re-trasar deliberadamente la incorporación al trabajo hasta colaborar en sencillas tareas domésticas. En la vida heroica no. Y si existe alguna tentación al respecto en el itinerario espiritual dentro del ámbito de la virtud, se reconoce como tal, que es lo que hizo Santa Teresa. Desde luego, la oración no puede faltar nunca y está presente en la vida de los

61 Ibid, c. 7.

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santos. El P. Damián de Molokai reconocía: «Sin la presencia de nues-tro divino Maestro en mi pobre capilla jamás hubiera podido mantener unida mi suerte a la de los leprosos de Molokai». Es lo que mantiene viva la llama del amor en medio de todas las tribulaciones. Es más, el sufrimiento hecho ofrenda es una continua oración. Ilustra lo dicho el testimonio de San Francisco de Asís:

«Aun estando agotado y deshecho corporalmente, no se detuvo nunca en el camino de la perfección, nunca consintió en disminuir el rigor de la disciplina. Pues ni era capaz de condescender en lo más mínimo con su cuerpo, ya exhausto, sin remordimiento de la concien-cia. E incluso cuando, contra su voluntad, porque era necesario, hubo que aplicarle calmantes por los dolores corporales, superiores a sus fuerzas, habló con calma a un hermano, de quien sabía que iba a recibir un consejo leal: «¿Qué te parece, carísimo hijo, que mi conciencia protesta desde lo íntimo a menudo por el cuidado que tengo de mi cuerpo? Teme ella que soy yo demasiado in-dulgente con él, enfermo; que me preocupo de aliviarlo con fomentos que lo miman. No porque –acabado como está por largas enfermedades– se deleite ya en tomar algo que le resulte atractivo, pues ya hace tiempo que perdió la apetencia y el sentido del gusto»62.

62 T. De Celano, Vida Segunda, CLX, §. 210.

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Otro franciscano, Fray Junípero Serra, siglos después dejaría huella de su ímpetu misionero y de su tenacidad en la lucha por la fe en medio de sus sufrimientos físicos en un cuadro que refleja pal-pablemente lo que es la inocencia evangélica, al pedir al arriero de la expedición, Juan Antonio Coronel, que le diese algún remedio para la llaga que le había provocado en su pierna izquierda la picadura de un insecto, yendo a pie con un compañero franciscano hasta Veracruz, en una peligrosa y larga caminata que duró más de tres meses. «Hijo –preguntó–, ¿no sabrías hacerme un remedio para la llaga de mi pie y pierna?». Sorprendido, el arriero respondió: «Yo sólo he curado las mataduras de las bestias», a lo que Fray Junípero respondió con viva-cidad: «Pues hijo, haz cuenta de que yo soy una bestia y que esta llaga es una matadura de que ha resultado la hinchazón de la pierna y los dolores tan grandes que siento, que no me dejan parar, ni dormir; y hazme el mismo medicamento que aplicarías a una bestia».

La llaga fue tan dolorosa como persistente, hasta el punto de que murió con ella, y, sin embargo, no fue óbice para que evangelizase la alta California confesando ante los hombres el nombre del Padre en un recorrido de más de veinte mil kilómetros con la herida abierta y sangrante. Es decir que, en la vida heroica siempre ha habido una voluntad manifiesta de no quedarse atrapado en las enfermedades y de no prestarles más atención que la razonable. La preocupación por la integridad física, esto es, la atención al cuerpo, incluso en medio de las enfermedades, siempre ha ido muy por detrás de las responsabilidades de la misión que tenían encomendada, por no decir que muchos ape-

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nas si han tenido en cuenta las recomendaciones médicas. Pero más adelante volveré sobre este asunto.

3.2.– Respuesta frente al misterio

El dolor, al margen de las definiciones que ofrecen diversos en-foques, es un misterio. No es consecuencia de transgresiones cometidas por el ser humano como a veces se ha dicho. Así lo creyeron los amigos de Job, pero él era inocente, y así fue reconocido por Dios. Todas las tribulaciones por las que tuvo que pasar ni tenían esa explicación ni otras de índole racional, sino que entraban dentro del misterio. Otra cosa es, como también revela este libro, señalar los bienes que conlleva el sufrimiento, destacar su valor por los numerosos beneficios que re-porta para la conversión personal o para restaurar lesiones familiares, sociales, etc., puesto que el drama humano es un revulsivo para todos y, llevado dentro de un orden, es motivo de enseñanza. Deja una huella indeleble en la que muchos reconocen frente a su indigencia la grande-za de Cristo, muerto por todo el género humano en medio de indeci-bles padecimientos. Y eso que, en sentido estricto, Cristo era inocente: el único con mayúsculas.

Hablar de misterio es olvidarse de la razón y también de ciertas respuestas. O se admite que el amor insondable de Cristo crucificado, vencedor del pecado y de la muerte, es el garante del sufrimiento, o hay que hacer acopio de la fortaleza natural y sobrellevar tan bien como sea posible el sinsentido del dolor. Una tercera opción es la desesperanza.

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En la vida heroica los dolores y sufrimientos son fuentes de vida y de resurrección porque se han unido a los de Cristo, que, como dijo Juan Pablo II, son la puerta para encontrarnos con Él, que padeció con no-sotros. En el propio modo de vivir este misterio radica la respuesta. No hay que buscarla en ningún otro lado. Es decir, las respuestas ante el dolor las damos nosotros mismos. Como se verá, se hallan en la forma particular de encararlo, en la valentía, arrojo, coraje, decisión y gallar-día..., y si va a llegar la muerte, porque la ciencia médica no es capaz de impedirlo, será esperarla como un paso para otra vida perdurable.

Los santos no han buscado explicaciones ante este misterio. Todo el itinerario espiritual que les ha llevado a la santidad lo han pasado contemplando la eternidad con fe inalterable. Y cada uno ha asumido la cruz que le ha tocado llevar con elegancia. No han hecho espectáculo de su sufrimiento, y si éste ha llamado la atención, ha sido precisamente por su conducta ejemplar y testimonial en grado heroico en el día a día. Su respuesta ha estado hilvanada de todos los instantes que marca el reloj, como el de cada uno de los seres humanos. Habrá ocasión de comprobarlo.

Ahora bien, al margen del amor, y en aras de la razón, el tema del dolor se relaciona fácilmente con el denominado «problema del mal», abordado desde muy diversas corrientes filosóficas, y dentro de ellas desde distintas perspectivas. Simplificando al extremo, el argumento en cuestión es bien sencillo: Si Dios es la causa de todo, también el mal ha de tener su origen en Él necesariamente. De ello se deduce que Dios

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podría haber creado también un mundo mejor que el que conocemos y más acorde con su bondad. Este razonamiento que pretende hacer frente al misterio del dolor no hace más que buscar una salida a la pa-radoja del tándem amor y sufrimiento. Y para el creyente hay un hecho cierto: el dolor y la muerte, con todas las penalidades, son consecuencia de la soberbia humana que late en el relato del Génesis. La advertencia divina era clara: quien comiese del fruto prohibido moriría (Gn 2, 17). Y efectuada la transgresión de la obediencia, el ser humano acarrea esta lacra del pecado original. En el pensamiento de Fernando Rielo esta cuestión estaba clara: «El mal se lo permite el ser humano y a él sólo se debe». Pero Dios no quiere el mal físico y el mal moral ni per se ni per accidens. Y «si Dios no quiere el mal, tampoco lo permite. Los textos escriturarios revelan este aserto: Tú no eres, por cierto, un Dios a quien le plazca la maldad (Sal 5,5); Dios no hizo la muerte ni se goza en que perezcan los vivientes. Pues Él creó todas las cosas para la existencia (Sab 1,13 ss). La permisión por Dios del mal -afirma Rielo- habríalo convertido en cómplice»63.

Por supuesto, no se desmiente la realidad del dolor, que es un hecho innegable. La explicación clásicamente proporcionada al pro-blema del mal, tomando el relato del Génesis que se ha mencionado anteriormente, es una respuesta que apunta al porqué del sufrimiento y fija su causa. No se dice que Cristo lo haya suprimido. Él no ha desterrado ni el dolor ni la muerte. Lo que sí ha hecho, asumiéndolo en la cruz, es darle un significado distinto. Como ha recordado Juan

63 M.L. Gazarian, Fernando Rielo: un diálogo a tres voces, cit., pp. 170-171.

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Pablo II, Cristo no responde directamente ni en abstracto a la pregunta humana sobre el sentido del sufrimiento. Es el hombre quien percibe su respuesta salvífica a medida que él mismo se convierte en participe de los sufrimientos de Cristo64.

El sacerdote Jesús Muñoz tampoco tenía dudas:

«La razón humana no encuentra sentido al su-frimiento, no tiene lógica. Sólo mirando al Crucifi-cado el hombre entra en la paz que el sufrimiento le ha robado. Pues, con el dolor y el sufrimiento el hombre pierde la capacidad de razonar y la volun-tad. Y ya está perdido, le han vencido. Ha dejado de ser hombre; pero el sufrimiento y la resurrección de Cristo nos ha hecho hombres nuevos. ¡Cuánto me han consolado las palabras del Siervo de Yahvé: Va-rón de dolores, Conocedor de todos los quebrantos! ¡NO! No estoy solo en la cruz. Doy gracias a la Igle-sia por el don tan inmenso de la fe. Sólo la fe tiene respuestas a los interrogantes del hombre»65.

Así pues, la solución no está tanto en la visión que pueda darse a este drama desde perspectivas filosófico-teológicas como en la expe-riencia vivencial del dolor unido a la fe. Es creer que el dolor tiene un hondo significado que ciertamente puede servir para algo más que el

64 Juan Pablo II, SD, 26.65 Cf., www.es.catholic.net/saceredotes/315/733/articulo.php?id=3310.

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«simple» dolerse del que ninguna persona puede huir cuando llega a su vida. Esa es la fe mostrada por los santos sin excepción. Para ellos, tan evidente y real como el sufrimiento, que nadie pone en duda, es que Cristo lo ha liberado de su inutilidad confiriéndole un sentido nuevo, de tal modo que la Redención es el centro neurálgico de nuestra fe vivida con la esperanza de la resurrección. Y esto tiene unas conse-cuencias antropológicas de singular alcance. Porque si el dolor es un «instrumento salvador» deja de ser un sinsentido que evoca la muerte y se presenta con visos de eternidad. Además, Cristo no se ha apropiado del sufrimiento de cualquier manera; lo ha hecho con amor.

En la experiencia de Fernando Rielo ha gravitado la «sublime hermosura de la «consustancialidad de la naturaleza humana de Cristo con la nuestra que incluye compartir amorosamente su dolor con nues-tro dolor de tal modo que Él mismo, haciéndose con todos y cada uno de los sufrimientos del ser humano, transforma el castigo originario del dolor y de la muerte en místico holocausto de amor por la gloria de un Padre concelebrado por el Hijo y el Espíritu Santo. La pasión doliente de Cristo ha sido transformada por Él mismo en celeste gloria para los seres humanos; en este sentido -afirmó- el dolor humano, unido al dolor de Cristo, es fuente de gloria celeste»66.

A imagen suya, los santos no sólo han querido hacerse partícipes de este sufrimiento redentor, sino que han puesto todo su empeño en

66 M.L. Gazarian, Fernando Rielo: un diálogo a tres voces, cit., p. 148.

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aliviar el de los demás. Si hubiera que corroborar esta afirmación con ejemplos fehacientes la lista sería interminable. Todos se ofrecieron vo-luntariamente como «hostias vivas, santas y agradables a Dios» (Rm, 12) por amor. «Sufrir y amar; amar y sufrir», era el lema de la arago-nesa María Pilar Izquierdo Albero67, sentimientos expresados por otros con similares palabras. Ni que decir tiene que ahí, en el amor, está el verdadero misterio.

De misterioso se puede calificar también el tema de la elección divina en cuanto al sufrimiento. ¿Por qué son llamados unos a la san-tidad por esa vía y otros no? Santa Bernardita Soubirous dirá: «Mi Padre, el árbol que más quiere, más lo poda (con sufrimientos) para que produzca más frutos» (Jn, 15). Y el Padre Pío lo entendió de esta manera: «Ten por cierto -afirmó- que si a Dios un alma le es grata, más la pondrá a prueba. Por tanto, ¡Coraje! y adelante siempre, sin detener-se en el camino al Calvario». Sólo se puede pensar de este modo con una gracia. Lo ratifica la siguiente reflexión de Juan Pablo II: «El sufri-miento no puede ser transformado y cambiado con una gracia exterior sino interior [...] Pero este proceso interior no se desarrolla siempre de igual manera». La participación con los sufrimientos de Cristo, prosi-gue el Papa, se manifiesta en el seguimiento: «‘Ven’, toma parte con tu sufrimiento en esta obra de salvación del mundo, que se realiza a través de mi sufrimiento. Por medio de mi cruz»68.

67 M. De Santiago, Sufrir y amar, amar y sufrir, cit., p. 256.68 Juan Pablo II. SD, 26

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3.3.– Tribulaciones sin medida

Indudablemente no es posible medir científicamente los innume-rables matices que comprende el sufrimiento humano. Las sociedades y organismos que tienen el dolor como objeto de su estudio se ocupan fundamentalmente del físico. Lo explican como advertencia de nuestro organismo que nos avisa de que algo no funciona correctamente. Esto es lo general. Pero sabemos que el dolor es mucho más amplio y que tiene una vertiente en el ser humano extensísima. Nadie puede tasar el amor hacia los padres y de éstos a sus hijos. No es posible tampoco calibrar el peso de un sufrimiento determinado, ni compararlo con el de otro que esté pasando por una situación similar. No hay manera de cuantificarlo ni con escalas analógicas visuales ni con otros parámetros cuya utilidad queda restringida a la valoración de incapacidades, dicho esto con alguna reserva también porque los sufrimientos psicológicos, morales, espirituales, etc., que conllevan determinadas enfermedades no son tan fácilmente evaluables.

Tampoco hay forma de medir el grado de amor ni la intensidad del sufrimiento en la vida heroica. Pero no hace falta esforzarse mucho para que cualquiera entienda que muy alto debe ser para disponerse a padecer como se hace. Menos aún cuando se reclama a Dios sabiendo lo que va a reportar: un camino de espinas y no de rosas. Hay una audacia imponente en la ofrenda de cualquier existencia que se brinda pensando en el bien del género humano, no cabe duda. En la vida ordinaria es frecuente el caso de cooperantes que se exponen a graves

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contratiempos en una acción voluntaria determinada. Da igual su prece-dencia, raza, cultura y creencia. Les guía un sentimiento de solidaridad que no tiene por qué venir respaldado por nada que no sea la tendencia generosa hacia las personas que sufren calamidades y viven en la más penosa indigencia. Podría dar la impresión de que se asemejan a esos misioneros cuya heroicidad no puede negarse, que desde hace siglos vie-nen dejándose la vida, a veces de forma martirial, por razón de su fe.

Pero no es lo mismo una acción solidaria simplemente, que un acto de entrega íntegra como el de la vida santa. Desterrando sutilezas hay que decir que un voluntario ofrece algo externo a él, que desde luego tiene su valor. Pero un santo se da él mismo. Es decir, un volun-tario entregará su tiempo, sus ahorros, sus desvelos, etc., y hasta correrá el riesgo de morir, como de hecho ha sucedido. Es el signo elocuente de su preocupación por los demás, aunque no conlleve graves contra-tiempos, e incluso si no circunscriben su acción solidaria a un periodo concreto; hay personas que ejercen su voluntariado toda la vida. Pero es que los santos han hecho todo eso -como atestiguan las biografías de San Francisco Javier, San Roberto de Nobili, San Daniel Comboni, de los Beatos Padre Damián y Fray Junípero Serra, y de tantos otros, que, aunque no hayan ejercitado su misión en zonas deprimidas, han vertido hasta la última gota de su sangre por cualquier criatura- y además han sufrido el desgarro interior que conlleva la lucha por la santidad. Los que se proponen ser santos saben muy bien lo que esto significa. No es casualidad que exista un gran movimiento de solidaridad en todo el mundo mientras que no son tantos los que transitan por él abrasados

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por el fuego del amor a sus semejantes y a Dios. Sin menospreciar la en-trega de lo externo, lo que realmente le cuesta a un ser humano es darse a sí mismo. Tiene tal alto precio en su vida que no puede tasarse.

Un santo no da marcha atrás en su ofrenda ni se plantea rebajar la intensidad de la misma. Así, de manera progresiva consigue lo que parece a muchos un imposible: dejar de estar en sí mismo para estar todo en Dios y desde Él prodigar su amor al prójimo. Y mientras que un voluntario en activo puede ofrecer lo que considere oportuno en la misión concreta que realiza, quedando su mente libre para volar en la dirección que estime, el santo tiene puesta su mente y su corazón al servicio de la voluntad divina y, al tiempo que actúa, no pierde de vista una de las máximas dadas por Cristo para seguirle: «El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo...» (Lc 9, 23). Este es el camino de la cruz. No hay dicotomías en la vida santa: «Ahora soy tal persona que presta su ayuda y colaboración a los necesitados, p. ej., y en este otro momento soy la que sigue a Cristo». Por el contrario, siguiendo el hilo de la reflexión sobre el dolor que se viene ofreciendo, hay que decir que los santos no son testigos del dolor simplemente. Muchos de ellos, a los que aquí se está resaltando, son su viva imagen. Pero la misión de todos requiere insondables sacrificios personales que son imposibles de cuan-tificar. Y junto a ello, han de mantener la tensión interior siempre viva hacia el amor más excelso porque en la vida espiritual jamás se puede bajar la guardia. Por eso, la característica de la vida santa es quedar tran-sidos en ese lento morir que constituye quemar todas las naves para no perder el rumbo del mayor bien: la unión con la Santísima Trinidad.

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Pero como se trata de un camino que el santo jamás recorre dejando a un lado a los demás, su ejercicio apostólico es, en sí mismo, un camino de sufrimientos. En el caso de los fundadores y fundadoras es evidente. Son hombres y mujeres que han encarnado la pasión del dolor del amor de manera verdaderamente extraordinaria. Han sido los mártires de (y por) sus fundaciones siempre con el prisma del amor insondable a Cristo y su Iglesia. Sus desvelos, previos a la fundación, no dejarán de ir en aumento: desde la inicial preocupación por la obra que tienen que poner en marcha y echarla a andar por sí sola pensando en todas las necesidades que se les puedan presentar a sus hijos en el presente y en su futuro, tutelar la pureza de un carisma que constituye una fuente de riqueza para la Iglesia, pasando por las incontables pre-ocupaciones que provocan los hijos que perseveran y el inmenso dolor por los que se van, así como otras particularidades de diversa índole que depara su atención, es innegable que no existe ni un solo instante en el que puedan vivir tranquilos. Únicamente atendiendo al capítulo de las necesidades que puedan tener sus hijos, y que suscitan en los fundadores y fundadoras la misma inquietud que experimentan los pa-dres y madres de este mundo porque, en cierto modo, los encarnan en la forma de cuidar de sus hijos69, hay que decir que sus afanes son

69 Al respecto son enternecedoras las indicaciones minuciosas de San Juan Bos-co en el cuidado de la salud, p. ej. No descuida ningún detalle en los consejos que proporciona; todos son propios de una madre. Baste esta pequeña muestra de ellos: «Estad atentos, mis queridos hijos [...] Estamos en la estación fría. Cuando os encontréis en el estudio, en el comedor o en el recibidor, es decir, en aquellos lugares en que la temperatura es superior, no estéis muy abrigados; y cuando salgáis, procurad poneros un pañuelo al cuello, en la boca o en la nariz durante algunos minutos, a fin de impedir que a la respiración de aire caliente suceda la del frío, porque esto podría causaros un gran resfriado». “Ideario Pe-dagógico” en San Juan Bosco, Biografía y escritos, BAC, Madrid 1981, p. 528.

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inestimables. A ello hay que sumar, cuando ha sido el caso, los innume-rables desconsuelos y aflicciones que ha supuesto verse desposeídos de la confianza de sus hijos, negados y abandonados. Por no hablar de las persecuciones, incomprensiones, calumnias y toda suerte de pesadum-bres que han tenido que sobrellevar, algunas originadas por la propia Iglesia. Y ya, como colofón de toda esta sucesión de pesares, hay que sumar los graves problemas de salud y sufrimientos personales que han padecido. ¿Es mensurable todo esto?

Nadie puede medir la tribulación de Pío de Pietrelcina, Juan Bautista de la Salle, Teresa de Jesús, Juana Jugan, Juan de la Cruz, Francisco de Asís, Juan Bosco, Luis María Grignion de Monfort, Felipe Neri, María Pilar Izquierdo, Rafaela María Porras, Alfonso María de Ligorio, María Micaela del Santísimo Sacramento, Francisco Carac-ciolo, Guillermo José Chaminade, Fray Junípero Serra, Juan N. Zegrí, Fernando Rielo, Margarita de Cortona y tantísimos otros. Todos tienen tras de sí una historia plagada de amarguras en la que se contemplan ofensas recibidas dentro de sus congregaciones respectivas y/o de sec-tores eclesiásticos70. Y no hay que olvidar que la mayoría de los men-cionados son fundadores y fundadoras. Pues bien, no hay ni uno solo que haya quebrantado la caridad evangélica. Han soportado todas las injurias y ultrajes de forma ejemplar, heroica: siempre en silencio y la palabra “perdón” escrita con letras de oro en su corazón.

70 A Santa Micaela del Santísimo Sacramento un sacerdote le propinó una bofetada dentro de la animadversión que suscitaba su obra en sectores ecle-siásticos madrileños.

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Conviene conservar vivo en la memoria todo lo dicho para com-prender el alcance de tanta desolación en una vida castigada por la enfermedad y el dolor, como le sucedió a estos y otros muchos dentro de la vida heroica.

3.4.– Valor pedagógico

Si algo tiene de bueno el dolor y el sufrimiento es la enseñanza que reporta. Es una cátedra magistral que muestra el verdadero valor de la existencia humana con sus luces y sus sombras. Más que el hecho sucinto de morir, que nada cuesta, dando paso al cese de todos los sufrimientos en este mundo, a lo que se teme es a la forma de llegar a la muerte. Por eso Rielo consideraba conveniente distinguir, más bien, entre la muerte y la forma de morir. «Me hubiese referido a las miles y tremendas formas del morir. La muerte en sí misma –dijo– es libe-ración, disfrute, éxtasis, ascensión. Es, en definitiva, ver cara a cara al Padre, al Hijo, al Espíritu Santo y a todos los bienaventurados que moran en esa peana ingrávida que es el cielo»71.

Así que no es la muerte lo que verdaderamente resulta difícil a cualquier ser humano; es convivir con el dolor. En saber sufrir hay un elemento pedagógico incuestionable. Es decir, a vivir el dolor se apren-de únicamente por experiencia. Cuando ante su presencia aparecen o arrecian las dificultades no se puede culpar del todo a la carencia edu-

71 M.L. Gazarian, Fernando Rielo: un diálogo a tres voces, cit., p. 101.

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cativa que existe al respecto, y tampoco influye excesivamente el hecho de que no se hable de este tema, pero indudablemente un enfoque adecuado para enseñar a encararlo ayudaría mucho a saber con qué instrumentos cuenta cada cual para enfrentarse a él. De todos modos, el sufrimiento a veces no es sólo cosa de uno; también tienen mucho que decir los que rodean al sufriente. Por tanto, desde un punto de vista pedagógico lo único que se puede hacer es proporcionar algunas claves significativas para sobrellevarlo de la mejor manera, pero tenien-do en cuenta que la respuesta ante el dolor, como se ha dicho ya, está en manos de cada persona. En cualquier caso, con carácter general, y muy sucintamente, conviene recordar que el dolor y la enfermedad enseñan a:

3 ser realistas;3 dignificar a los demás; 3 ser conscientes del valor que tiene la salud;3 establecer un vínculo con quienes nos rodean, especialmente

con los que sufren;3 valorar lo que tenemos; 3 contemplar la vida de otro modo;3 aceptar lo efímero de las cosas, siendo conscientes del tiempo

en que vivimos: ¿cómo lo hacemos, qué valores podemos de-sarrollar, qué podemos aportar a la sociedad y a los demás con nuestra vida?

3 dejar un espacio en la vida para otra clase de ilusiones e intereses distintos a los que se hayan tenido, esas cosas que se desearon acometer y para las que no hubo lugar por falta de tiempo;

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3 asumir que el organismo se deteriora, lo cual conlleva una res-ponsabilidad sobre la propia salud y, por otra, el reconoci-miento de que aquí no nos vamos a quedar, etc.

Por supuesto, estas notas, válidas para todos, han sido integradas perfectamente en la vida heroica. El realismo, el valor de la dignidad personal y ajena, la visión sobrenatural de la existencia, el aborrecimien-to de todo lo que aleja al hombre de Dios, la entrega incuestionable de mente y corazón, junto a otras, son hechos manifiestos en los santos.

3.4.1.– Dignidad humana y «bien morir»

Por eso, cuando en un mosaico de despropósitos se ensalza el bien morir que muchos equiparan a la muerte digna, eufemismo para disfrazar un suicidio asistido, y se contempla el testimonio de los san-tos, no se comprende fácilmente a qué se llama dignidad y en dónde se la quiere situar. El tema es denso y requiere matizaciones de cierto rigor que no son objetivo de este trabajo. Sin embargo, no se puede pasar por alto el alcance que tiene en la vida heroica la «buena muerte» –significado etimológico de la eutanasia–, porque han llegado a este deceso habiendo rozado en este mundo las más altas cumbres del amor que un ser humano puede alcanzar en la tierra, cumpliendo, no hay que olvidarlo, con esta exigencia biológica ineludible, pero fundidos estrechamente al sufrimiento y muchos de ellos con indecibles padeci-mientos. Si se hubiese aplicado esta técnica, al menos en los supuestos de incapacidad y enfermedades o lesiones incurables extremadamente dolorosas con el fin de evitar una «muerte indigna» (sic), entre otras

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cosas habríamos destruido el martirologio.

Desde el punto de vista moral, la cuestión es evidente. Las inter-venciones de los Sumos Pontífices al respecto han despejado cualquier duda, como hizo Juan Pablo II ratificando la gravedad que reviste la eutanasia:

«Habéis hablado claramente..., afirmando que la eutanasia o muerte por piedad es un grave mal moral. Tal muerte es incompatible con el respeto a la dignidad humana y la veneración por la vida»72.

Desde la perspectiva del sufriente en la vida heroica, que es la que particularmente nos interesa, la dignidad consiste inequívocamen-te en hacerse acreedor del título patrimonial que le ha sido conferido desde el mismo instante de su concepción: hijo de Dios. Un don irre-nunciable que confiere el valor de excelencia a su dignidad, que no es relativa sino absoluta. Porque, como es sabido, la dignidad lo que hace es subrayar ese valor supremo del ser humano que es la persona, reali-dad compleja, extraordinariamente rica en su singularidad, a la que no puede aplicarse nunca un valor relativo ni considerarla un medio sin más. Fundamentalmente, y entre otras cosas, es un derecho y una exi-gencia de la persona. Por eso, el valor testimonial de los que sufren de forma tan ejemplar como se hace en la vida heroica es inmenso. Es un

72 Juan Pablo II a los obispos norteamericanos en Chicago, el día 5 de octubre de 1979.

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espejo en el que numerosos sufrientes se miran para aprender a afron-tar no sólo sus sufrimientos sino también a saber esperar a la muerte. «Me pregunto cómo haré para morir –expresaba clarividente Teresa de Lisieux–. Sin embargo, quisiera salir de ese trance ¡con honor! En fin, creo que eso no depende de uno». «Pensaba en nosotras», recordaría la Madre Inés al narrar este dicho de Teresa73. Sin duda, esa y no otra ha sido la preocupación que han tenido los santos ante ese postrero instan-te. Morir como han vivido: amando a Cristo con auténtica locura.

Así pues, en la vida heroica la conciencia filial tiene su expresión cabal y única, revelando su excelencia santa en la forma de vivir y de morir de nuestro hermano primogénito Jesucristo. La dignidad dentro de la vida heroica no tiene otro modelo. Los santos han comprendido lo que tiene el sufrimiento de meritorio, comunicativo, participativo, expiatorio, resignativo y redentor. Lo han visto en Cristo. Han tenido en el Evangelio todas las claves del martirio santo: en el día a día, en lo escondido, en la adversidad, en todas las contrariedades e incompren-siones..., y también la promesa de la gloria eterna. Han hecho suyos los sentimientos de san Pablo: «Cuanto a mí, jamás me gloriaré a no ser en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo está crucifica-do para mí y yo para el mundo» (Gal 6 14). ¿A qué otra cosa iban a as-pirar?, ¿iban a contravenir este ofrecimiento suplicando que se apartara de ellos el cáliz, algo que Cristo no había hecho? Por su obviedad ni siquiera cabe hablar de la negativa rotunda dentro de la vida heroica a una supuesta «muerte digna» con la connotación equívoca que en estos tiempos algunos quieren darle. Indignos se han sentido todos los santos

73 CA 6.6.3. Junio.

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a lo largo de su vida ante sus propias miserias, lamentando con hondo pesar la falta de amor que había en ellas. Por tanto, en lo que concierne al trance de su muerte, ni que decir tiene que la indignidad habría sido, justamente, actuar de modo distinto al de Cristo, cuya agonía comienza en el Huerto de los Olivos y culmina en la cruz. Pero no ha sido el caso, y sus propias biografías vienen a alumbrar este misterio con sus testimo-nios de dolor lacerante desposados con el divino amor.

Lo veremos con mayor detalle cuando se trate de la vivencia del sufrimiento en la vida heroica, pero se pueden adelantar algunos de los incontables matices que comprende: paciencia, templanza, fortaleza, coraje, esperanza, conformidad, equilibrio, ponderación, realismo, ab-negación, alegría, tesón, comprensión, renuncia, silencio... Un tratado pedagógico permitiría abundar en las numerosas enseñanzas que ofre-cen, a su vez, cada una de estas virtudes. Por eso, como había observado Fernando Rielo, es fundamental saber explicar el dolor, algo que no se hace como debiera. Porque, como él decía:

«Cristo crucificado nos une a su dolor, pero con su do-lor en nuestro dolor nos aporta una paz y una alegría como no las puede conceder este mundo y, al mismo tiempo, Cristo nos infunde la esperanza ciertísima de la posesión beatífica y la resurrección gloriosa al final de los tiempos. La cruz tiene por fuera un aspecto amargo, pero, por den-tro, su savia es caña de azúcar, dulcísima»74.

74 M.L. Gazarian, Fernando Rielo: un diálogo a tres voces, cit., p. 79.

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3.4.2.– La debilidad como baluarte

Cuando el dolor aterriza en nuestra vida abre de par en par los resquicios más íntimos de nuestro ser. Nos enseña cómo somos y per-mite contemplar, a la vez, cómo son los demás. Porque es en medio de las contrariedades que lleva anejas donde han de desplegarse numero-sas virtudes tanto por parte del sufriente como de los que se encuentran cerca de él, aunque en la vida heroica muchas veces sólo se ha cumplido la primera parte de este aserto: el esfuerzo incuestionable ha presidido el acontecer del santo y no siempre ha tenido contrapartida en los que le acompañaban. Para decirlo con más claridad: las murmuraciones, las incomprensiones y los recelos que han suscitado determinados pro-cesos de enfermedad en la vida santa han sido fuente de gloria para el que las padecía y ha puesto de relieve la miseria de los que infligieron ese maltrato.

Santa Teresa de Lisieux, sin ir más lejos, fue presa de enormes desatinos. Sor María de la Trinidad cuenta cómo le prohibían visitarla en la enfermería «bajo el pretexto de que siendo joven, ¡podía contraer la enfermedad!», pese a estar convencida de lo contrario porque Teresa se lo había prometido75. Eso sin contar con la inmadurez de algunas hermanas, como ésta, que ella misma puso en evidencia con su testimo-nio al reconocer el «cansancio» que le provocaba vivir «tanta tristeza» en el convento ante la gravedad de la enfermedad de Teresa. Tanto es así, que en una de sus fugaces y escasas visitas abandonó la enfermería y se

75 Últimas conversaciones 1. (En lo sucesivo, UC/MT).

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fue a jugar con un balón que habían regalado a la santa76. Por si fuera poco, durante el proceso de la enfermedad que la llevó a la muerte, Te-resa tuvo que soportar comentarios tan desafortunados y fuera de lugar como estos: «¡Pero si tenéis buena cara -le decía una hermana-, nadie diría que estáis enferma! Y la que así hablaba (hacía notar su hermana, la Madre Inés de Jesús, en las NPPA77): -sor Teresa lo sabía muy bien- creía que se exageraba su enfermedad»78. Esta hermana, sor San Juan de la Cruz, entraba todas las noches en la enfermería y se situaba al pie del lecho, riéndose durante largo rato. Ante la expresión: «¡Qué visita más indiscreta y cómo debe cansaros!», Teresa respondía: «‘Pues sí, cuando se sufre, resulta muy penoso ser mirada por una persona que ríe’». Este hecho fue relatado en el Cuaderno Amarillo por la propia Teresa, casi agonizante -en vísperas de su muerte79–, preocupada, so-bre todo, por el cansancio de las hermanas que se ocupaban de ella80. O banalidades de esta índole: «Nuestra madre y otras hermanas decían que era muy guapa, y se lo contaron. ‘¡Y eso qué me importa! No me importa nada, me molesta. Cuando una está tan cerca de la muerte, no puede alegrarse por cosas así’»81.

76 UC/MT 4.77 Se trata de las “Notas preparatorias para el Proceso Apostólico”.78 CA 29.6.3. Junio, n. 42.79 ¡Y qué muerte! Para llegar a decir: «sí no tuviera fe, no podría soportar tantos sufrimientos. Me asombra que no sea mayor entre los ateos el número de los que se dan la muerte»: CA 23.9.1 Septiembre, n. 59.80 CA 29.9.11 Septiembre, n. 87.81 CA 28.8.2 Agosto.

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Este es el signo externo de los santos, indicio elocuente del amor sobrenatural en el que viven: paciencia, misericordia, compasión, perdón..., todos los matices de un dolor vivido desde el amor que, revelándoles las debilidades ajenas, les enseña a pasar por encima de ellas. Si en la vida ordi-naria se dedicase un espacio, por mínimo que fuera, para pensar en la peda-gogía anexa al dolor, se producirían cambios radicales en muchos aspectos de la existencia particular de cada uno. En la vida heroica no se piensa en ello; se vive. Los santos son libros abiertos que muestran los trazos firmes del sufrimiento y la forma de enfrentarse a él. Cada uno con su temperamento, la clase y número de enfermedades padecidas, las circunstancias que las han rodeado, el grado de incapacidad que les ha provocado, etc. Pero siempre se ve en ellos la bizarría, la entereza, la decisión irrevocable de no ceder ni un ápice de su tiempo a lamentarse, a entrar en disquisiciones banales sobre el dolor. En su mente, por encima de todo, dos ideas fijas: Dios y el prójimo.

Después del inicial calvario que venía atravesando el Padre Pío (y el que todavía estaba por llegar), qué imponente resulta la elegan-cia de su respuesta cuando un hermano trata de alentarle en el dolor añadido que supuso para él otro de las tantos decretos que le dirigió el Santo Oficio. En este caso, se negaba el carácter sobrenatural de sus estigmas, se mantenía la prohibición de toda correspondencia oficial y se le daban indicaciones tajantes respecto de la Misa que celebraba dia-riamente. El santo capuchino tuvo la entereza de leer el texto en silencio y de proseguir hablando con sus hermanos a continuación sobre temas distintos, ante la mirada atónita de todos. Pero este hombre recio, gran-de en su dolor, estalló en sollozos más tarde, al llegar a su celda. Uno de

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los hermanos, conmovido, se echó a sus pies: «¡Padre –exclamó– usted sabe cuánto le amamos! Nuestro amor tiene que confortarle». Pero el Padre Pío recompuso su semblante al momento y respondió: «Pero hijo, ¿no comprendes que no lloro por mí? Me costaría menos y tendría más mérito. Lloro por las almas que se ven privadas de mi testimonio, por quienes deberían defenderlo»82. En estos dos testimonios que se han ofrecido está inequívocamente vivo el matiz que añaden los santos a su vivencia del sufrimiento. Son también una muestra fehaciente de que en el dolor, como advertí anteriormente, se evidencian las virtudes y despropósitos de unos y de otros con total transparencia.

El compendio de tantas virtudes, vividas de manera heroica en medio del dolor, es un patrón que permite dilucidar la santidad de una persona. La paciencia, p. ej., es difícil de vivir si la tendencia es la con-traria, como sucede con otras virtudes, y resulta especialmente compleja su expresión cuando debe desplegarse en situaciones de contrariedad y fragilidad. Indudablemente, la enfermedad y el dolor, por sus muchos componentes psicológicos y emocionales, además de su incidencia fí-sica en el organismo, aviva la sensibilidad hasta cotas insospechadas y hace de la flaqueza piedra de toque a la hora de superar los tropiezos que devienen en la convivencia. Claro que el santo hace de la debili-dad su baluarte porque la gracia de Cristo le basta para superarlo todo (2Cor 12, 9–10). La fortaleza que emana de ella explica su despreocu-pación y seguridad pese a las muchas tribulaciones.

82 Y. Chiron, El Padre Pío, cit., p. 177. Chiron recoge el testimonio que el hermano Emmanuele Brunatto, que fue quien se postró de hinojos ante el Padre Pío, había dejado escrito. Cf. en E. Brunatto, Padre Pío, A.I.D., Ginebra 1963, pp. 7-8.

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3.4.3.– Un rosario de virtudes

«¿Cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y vinimos a verte? … En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25, 31–46). El pasaje evangélico al que pertenece este fragmento reviste crucial importancia para la vida del sufriente y los que le acompañan. Quien está al lado del que sufre tiene que recorrer un camino que puede ser difícil si no está dispuesto a vivir una abnegación por amor, dadas las necesidades que reviste la situación particular del enfermo que debe tener presentes en todo mo-mento. Asistirle con las atenciones que se dispensarían a Cristo disiparía esas dudas que surgen cuando las dificultades hacen acto de presencia y el acompañante no sabe bien cómo actuar. Claro que Cristo sería un excelente paciente que desplegaría todas las virtudes en tal grado que estar a su lado sería como estar ya en el cielo: una auténtica bendición. Pero fijémonos en el Evangelio cómo actuaba Él con los enfermos que se encontró a su paso porque ahí tenemos la respuesta: firmeza, pacien-cia, comprensión, misericordia…, en suma, una infinita caridad. Y la caridad no se deja engañar ni se colma con poco esfuerzo. Además, es alegre y disipa las tensiones y tristezas poniendo una nota distinta en la amargura de la soledad y la ausencia de toda esperanza humana, que es el estado en el que se hallan sumidos muchos enfermos.

Si en el acompañamiento se desplegaran convenientemente to-das las artes de la buena convivencia no habría necesidad de disfrazarse para desafiar al destino o para confundir a los que sufren. Pero, a veces,

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ha sido una actitud ajena en la vida heroica. Y eso que también a ellos el dolor les ha mostrado su propia indigencia y la necesaria ayuda de otros. Es cierto que ordinariamente el reconocimiento de ésta última requiere mucha humildad, ya que, por un lado, se debe estar dispuesto a admitir-la y, por otro, dejar ejercitar a los demás la caridad, que es algo que pare-ce razonable pero que no resulta tan sencillo en la práctica. Ahora bien, ni el rechazo a la ayuda ni la desestima de la caridad ajenas constituyen un impedimento para que el acompañante deje de tender la mano al doliente. Y los santos, desde luego, no han presentado estos problemas.

Indudablemente, la fe lo puede y lo cubre todo, pero además de esta virtud cardinal nunca ha de menospreciarse el auxilio de los demás. El Padre jesuita Aime Duval lo hizo. Pensó que podría escapar de las redes del alcoholismo con la ayuda de Dios solamente, y se equi-vocó: «Por lo que se refiere a mi propia miseria y a mi propia soledad, yo al menos tenía a Jesús y me las arreglaba bastante bien con él; de modo que gracias, muchas gracias, pero no se preocupen por mí...» (El subrayado es mío)83. Esto es lo que respondió a cuantas personas le tendieron la mano, pero no midió bien sus fuerzas. No se dio cuenta de que la soledad del dolor lejos del fuerte anclaje de una oración y entrega singulares puede derivar en otras consecuencias. Eso lo constató al final de su vida: «ni siquiera la oración me sirvió de nada, a no ser para ayu-darme a aceptar la solución, la salida. Hoy sé que Dios no trabaja solo, sino que se sirve de los brazos de mis hermanos los hombres»84.

83 A. Duval, El niño que jugaba con la luna, Sal Terrae, Santander 1984, p. 23. 84 Ibid, p. 96.

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Así pues, hay un sesgo pedagógico nada desdeñable cuando se trata de recurrir a otros para alivio de la propia indigencia, aunque la ayuda, por muy necesaria que sea, no se convierte siempre en una pana-cea. También hay que tener en cuenta otras circunstancias como aceptar de buen grado el trato recibido, sea adecuado o inadecuado, y perdonar las omisiones, desconsideraciones y faltas de atención, cuando es preci-so. Además, quien haya pasado periodos de limitación –y no hablo de toda o gran parte de la vida– sabe la urgencia que se experimenta ante ciertas necesidades y la contención amable que debe ejercitarse al ver que no llega la asistencia requerida. Hay personas solícitas y otras que no lo son tanto; luego, si este fuera el caso, hay que hacer acopio de la vivencia de la virtud, porque en los instantes de apuro la paciencia se pierde con mucha facilidad y enseguida aparecen los reproches.

A la hora de examinar el trato recibido dentro de la vida heroica vemos que ha habido de todo. Personas que han sufrido en su dolor desde incomprensiones e indiferencias, con sus muchos vacíos, hasta el infame abandono. Y también quienes han recibido una asistencia amorosa extraordinaria y edificante. Desgraciadamente, de los primeros hay muchos ejemplos, algunos bien conocidos: el Padre Pío, Teresa de Lisieux, Ana Catalina Emmerich, María Pilar Izquierdo, María Faus-tina Kowalska, Verónica Giuliani, Gema Galgani, Juan de la Cruz, etc. De los segundos, la asistencia procurada a Fernando Rielo por sus hijos podría ser paradigmática. Baste decir que no hubo nada que pudién-dose hacer en este mundo por él se haya dejado al azar y a un impen-sable olvido. Y así, en medio de su tragedia personal, al menos tuvo

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el gozo de saberse confortado y amado por unos hijos que por todos los medios intentaron llenar el día a día con un sinfín de detalles, sembrando de ternura y delicadeza sus interminables instantes cotidianos de dolor, de modo que, en particular, los dos misioneros identes85 que le asistieron durante varias décadas podrían escribir un tratado de cómo debe ser el genuino acompañamiento cotidiano de un enfermo crónico. El Hermano Rafael, al igual que sus hermanos de comunidad, encontró en la Trapa un bálsamo para sus males. De una de sus enfermedades pasajeras reflejaba con detalle en carta personal a su madre los cuidados que había recibido:

«Sabrás que he estado malo […] pero fue para ha-cer lo que todos mis hermanos, que estuvieron griposos y todos nos hemos pasado dos o tres días en la enfermería. Por fortuna ya pasó la epidemia… No puedo expresarte con qué caridad tratan aquí a los enfermos. Yo esos días no hice el horario de la Comunidad y, después, cuando se sale de la enfermería, te dan lo que se llaman alivios, esto es, huevos u otro extraordinario durante ochos días en la comida»86.

Se comprende que dijese: «Si lo sobrenaturalizamos todo, todo nos lleva a Dios lo mismo el ayuno riguroso del que puede, que el cuidado de un enfermo con todas sus miserias»87. Por esta atención

85 Han sido su Asistente General, Santiago González Gómez, y José María López Sevillano.86 Hermano Rafael, Carta 18.2.1934.87 Ibid., Carta, 9.12.1935.

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solícita y santa a los enfermos Dios ha obrado prodigios a través de sus Siervos, como el que se atribuye a Santa María Micaela del Santísimo Sacramento88 en la gravísima epidemia de gripe que se abatió sobre el Colegio. Una de las colegiadas afectadas por la enfermedad declararía su admiración al ver que no había fallecido ninguna de las alumnas:

«Este prodigio lo atribuimos a las oraciones de Madre Sacramento y al cuidado esmeradísimo con que ella misma asistía a las enfermas, dándoles medi-cinas y alimentos, haciendo que hubiera grande aseo y limpieza y consolándolas con la idea de que tuvie-ran mucha confianza en Dios Nuestro Señor…»89.

San Juan Bosco prometió a sus alumnos en nombre de Dios que, si se mantenían en su gracia, ninguno perecería víctima del cólera, y durante los tres meses de prolongación de esta calamidad ninguno de los muchachos voluntarios que se prestaron a ejercer de enfermeros contrajo el mal90. San Francisco Caracciolo recibió la gracia de sanar a muchos enfermos con sólo realizar sobre ellos la señal de la cruz.

88 Santa María Micaela demostró una tendencia natural desde joven por los enfermos y desamparados. En París fue nombrada Dama de la Caridad de San Vicente de Paul para visitar a los enfermos, que era una distinción singular que no solía otorgarse a ninguna extranjera. En Santa María Micaela Del Santísi-mo Sacramento, Autobiografía, BAC, Madrid 1981, p. 151.89 Ibid. c. 38, n. 12. La Madre Sacramento había realizado antes un fecundo apostolado en el hospital de San Juan de Dios de Madrid como hermana de la Congregación de la Doctrina Cristiana, y en su Autobiografía hay muchos pasajes que muestran su caridad con los enfermos.90 San Juan Bosco, Memorias del Oratorio, cit., p. 221.

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La Beata Juana Jugan, San Camilo de Lelis, San Juan de Dios, San Vicente de Paúl, la Beata Madre Teresa de Calcuta, Santa María Luisa de Marillac, Santa Margarita de Cortona, el Beato Juan Nepo-muceno Zegrí y Moreno, San Juan María Vianney y Teresa Fornet, entre otros muchos, también supieron acercarse como conviene a los enfermos, ancianos y necesitados, asumiendo la realidad con buen juicio y realismo. «No digo que no tengan que sufrir nada al lado de los ancianos –decía Juana Jugan a sus religiosas–, pero no dejen que aparezca, sean generosas»91. Y en otro momento advertía a una novicia: «Hijita, cuando haga la limpieza, sobre todo cerca de los enfermos, debe procurar no hacer ruido con las cosas, utilizarlas con precaución, y no taconear cuando anda… es muy molesto para los enfermos. Sea muy silenciosa»92. Estos consejos brotan del amor; no responden a re-glas de cortesía o buena educación simplemente. Todos han descu-bierto el rostro de Cristo en su prójimo, y de forma especialísima en los enfermos. La Madre Teresa de Calcuta solía decir: «La mayor enferme-dad hoy día no es la lepra ni la tuberculosis sino más bien el sentirse no querido, no cuidado y abandonado por todos. El mayor mal es la falta de amor y caridad, la terrible indiferencia hacia nuestro vecino que vive al lado de la calle, asaltado por la explotación, corrupción, pobreza y enfermedad»93.

91 Testimonio de la hermana Honorina de la Trinidad (Maria-Anna Jouan). En G.M., Garrone, Lo que creía Juana Jugan, Herder, Barcelona 1976, p. 93. Cf. también en P. Milcent, Juana Jugan. Humilde para amar, Herder, Barcelona 1982, p. 254.92 P. Milcent, Juana Jugan, cit., p. 253.93 Cf., www.ewtn.com/motherteresa/words_sp.htm.

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San Camilo de Lelis lo expresó de este modo: «En primer lu-gar, cada uno pida al Señor que le conceda un amor como de madre hacia su prójimo para que pueda servirle con perfecta caridad tanto en lo espiritual como en lo corporal, ya que deseamos con la gracia de Dios servir a todos los enfermos con aquel amor que tiene una cari-ñosa madre cuando atiende a su único hijo enfermo»94. San Gerardo Maiela escribió: «Siempre que la obediencia me lo permita visitaré a los enfermos». Este santo, creyendo firmemente en el poder divino, un día compartió su certeza con la familia y el médico de un tísico desahu-ciado: «Confiad en Dios» –pidió. «Es inútil –respondió el médico–: el pulmón está casi deshecho». «Pero, señor –repuso el santo–, ¿acaso no puede Dios curar el pulmón o poner otro nuevo?»95. Esta aparente pue-rilidad de la fe no tardó en materializarse en un nuevo prodigio divino, ya que, tras sus oraciones a Dios, el enfermo fue mejorando hasta que finalmente quedó completamente curado. San Gerardo era un hombre entrañable, generoso y compasivo que no sólo ejercitaba su caridad con los pobres, sino que, además, sabía ganarse el cariño de los débiles. A los pobres enfermos recluidos en los manicomios solía obsequiarles con fruta y golosinas, de modo que, a veces, se aferraban a su cuello con tanta fuerza que hacían peligrar su vida.

San Juan Berchmans tenía por costumbre visitar diariamente a los enfermos yendo de cama en cama y alegrándoles en su situación.

94 C. De Lelis, Palabras desde el corazón, p. 212, en www.archimadrid.es/vo-caciones/catequesis/camilolelis.htm.95 J. Arderiu, Modelos de santidad, Balmes, Barcelona 1945, pp. 166-167.

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Les narraba bellísimas historias de la Virgen y les mantenía informa-dos de lo que acontecía. Es más, elegía la hora de la siesta para poder encontrarse con ellos con mayor holgura. En una ocasión, en la que se le prohibió visitar la enfermería para eludir un más que probable con-tagio, Juan acudía al enfermero para saber del estado de los enfermos. Éstos añoraban su presencia por el inmenso consuelo que recibían con ella, anhelando su visita más que la del médico. Mostró su mejor sonri-sa cuando le preguntaron que «cómo tenía quehacer siempre entre los enfermos». Dos meses antes de morir escribió en un papel la respuesta: «Propuse buscar el amor del Esposo en el servicio de los enfermos»96.

El Beato Damián de Molokai fue un mártir de la caridad, un tes-timonio vivo del amor de Dios por los enfermos. Compartió su vida con los leprosos y durante más de una decena de años consiguió escapar del contagio, aunque finalmente, a pesar de haber tomado las precauciones razonables, contrajo la enfermedad. «Hasta este momento me siento feliz y contento, y si me dieran a escoger salir de este lugar a cambio de la salud, respondería sin dudarlo: –Me quedo para toda la vida con mis leprosos»97. En un alarde de amor a sus enfermos llegó incluso a prestarse como cobaya para que la ciencia médica experimentase en él nuevos tratamientos médicos; consintió deliberadamente en la difusión a través de los medios de comunicación de la penosa existencia de los enfermos, logrando crear un importante y creciente movimiento de so-lidaridad hacia ellos.

96 K. Schoeters, San Juan Berchmans, Paulinas, Madrid 1962, pp. 187-188.97 Cf., www.iglesia.cl/biblioteca/testigos/Damian/VIDA.HTM.

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También fue esclavo de la caridad San Luis Gonzaga, quien contrajo la peste mientras cuidaba a enfermos y desahuciados. Es la misma enfermedad que afectó a San Roque. Éste tomó la determi-nación de deambular por las calles como un mendigo para no afectar a nadie, alejando de sí a los más abandonados a cuya atención había dedicado su existencia. Y San Francisco Javier, el gran apóstol de las misiones, con su caridad y amabilidad con todos atrajo para Cristo numerosísimas vocaciones. Toda su vida fue un asistir y consolar enfer-mos que formaban parte de su incansable tarea apostólica en una labor evangelizadora sin precedentes hasta ese momento. Quizá como un en-sayo de lo que le esperaba, camino de Oriente hizo de su camarote una enfermería para atender a los enfermos de una epidemia de escorbuto que se declaró a bordo.

Y el Beato Juan XXIII, siendo capellán de guerra, estaba presto a morir, si esa era la voluntad divina, contagiado por los enfermos de tuberculosis. Narraba a monseñor Spolverini en una carta la diligencia evangélica con la que había actuado cuando sus superiores militares le encomendaron esa misión, mostrando, a la vez, sus religiosos senti-mientos:

«Si dentro de poco oyese que he enfermado y muerto de tuberculosis, no piense que he cumplido un acto heroico. Todos aquí están impresionados por la gravedad del peligro al que me expongo me-nos quien firma, el cual probablemente podrá dis-frutar del premio de su simpleza quedando ileso de

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todo mal. Y si hubiese de morir así, ¿habría muerte más envidiable que la mía?»98.

Pues bien, vinculadas las virtudes de la paciencia y la fortaleza, las penalidades no podrán perturbar el ánimo de la persona que sufre e inducir en ella tristezas y desesperanzas. Y precisamente en la enfer-medad hay que hacer un inmenso acopio de paciencia; es una virtud heroica. Una vez a Santa Magdalena de Pazzi le preguntó una religiosa que cómo podía soportar sus dolores sin proferir ni una sola palabra de impaciencia; la santa le respondió: «Pensando y meditando en los sufri-mientos que Jesucristo padeció en su santísima Pasión y muerte. Quien mira las heridas de Jesús crucificado y medita en sus dolores, adquiere un gran valor para sufrir sin impacientarse y todo por amor a Dios»99.

La cruz se puede llevar de muy diferentes maneras, reconocía San Juan Berchmans: con contrariedad, o porque no quede más re-medio. Sea de una forma o de otra, en los dos casos sería palpable la falta de virtud. Para seguir a Cristo Berchmans eligió sufrir con resig-nación y paciencia. Todos los santos pusieron un denodado empeño en la vivencia de esta virtud, desde luego. Pero cuando se ha tratado de personas que han pasado la vida o gran parte de la misma en brazos del dolor, la paciencia ha brillado con luz propia. Porque, primeramente han tenido que desplegar todas las artes para afrontar el día a día con-viviendo con el dolor físico y las limitaciones correspondientes, los mu-chos contratiempos que depara una salud gravemente castigada, y las

99 Cf., www.ewtn.com/spanish/Saints/Maria_Magdalena_Pazzi_5_21.htm.

98 Juan XXIII, Carta, 4.8.1918.

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incomodidades que comporta, porque la cruz puede llegar a tener en medio del dolor un alcance insospechado. Es decir, puede convertirse en un componente martirial sobrecogedor.

A modo de ejemplo: una grave incapacidad constituye para mu-chas personas un suplicio inimaginable simplemente porque su intimi-dad está en manos de otras todos los días y para cualquier necesidad. Si, además, se trata de una persona que ha estado adornada por la virtud del pudor no es preciso suponer lo que significará para ella tener que vivir en esa situación y el grado de ofrenda cotidiana que tendrá que realizar. En un inciso hay que decir que, a veces, se ha podido lle-gar a extremos difíciles de comprender hoy día tal vez por confundir las mortificaciones con la necesaria recepción de un tratamiento. San Pío V no dio su consentimiento para ser intervenido de los cálculos biliares (conocido entonces como mal de la piedra) y se cuenta que «prefirió soportar heroicamente los sufrimientos más agudos antes que entregar su cuerpo a manos extrañas. Cuando después de su muerte los ciruja-nos que le hicieron la autopsia descubrieron tres cálculos de más de una onza100 cada uno, se maravillaron de que Pío V hubiese soportado tales torturas»101.

Pero, aparte de esto, lo que se ha expuesto anteriormente es sólo un brevísimo apunte que pone de manifiesto la tensión interior hacia la vivencia de esta virtud que exigen enfermedades y lesiones de gran

100 Hay que tener en cuenta que una onza equivale a 28,70 gr.101 G. Grente, El Papa de las grandes batallas, Paulinas, Bilbao 1967, p. 198.

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alcance con la expresión concreta de la vida heroica, dado que al sacrifi-cio que hacen en general se añade el drama particular de sus dolencias. Pero aún hay más, porque los santos han debido practicar la paciencia con toda persona relacionada con ellos, bien sea a través de un trato di-recto o indirecto. Las persecuciones, incomprensiones, los malos enten-didos, etc., que brotan del exterior han requerido siempre una entereza admirable: silencio, prudencia, templanza, conformidad, comprensión, obediencia, confianza y otras muchas, son nuevas virtudes que han ejer-citado en grado excelso y que se han sumado a la paciencia102. La vida heroica es un retablo de equilibrio y ponderación. En ella se pone de manifiesto cómo se logra ir de bien en bien al último Bien.

102 En Pedagogía del dolor, cit., he subrayado la importancia de esta virtud tanto para los enfermos como para sus allegados.

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II Vivencia del dolor

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4.- Un arte: «convertir el dolor en algo santo»

«El cristiano –decía Merton– no sólo debe aceptar el sufrimien-to: debe convertirlo en algo santo». Por supuesto, a estas alturas estare-mos convencidos de que no se trata de adoptar sin más el sufrimiento, sino de tener claro que, como este trapense advertía, «el sufrimiento está consagrado a Dios por la fe –no por la fe en el sufrimiento, sino por la fe en Dios–. Aceptar el sufrimiento estoicamente, recibir la aflicción como una necesidad fatal, inevitable e incomprensible y soportarla con fortaleza, no significa consagración. [...] El sufrimiento por sí mismo, carece de poder y valía. Sólo tiene valor como prueba de la fe»103. Pero transformar el dolor en algo santo, como dijo Merton, es un arte que consiste en la vivencia de todas las virtudes en medio del drama. Ade-más de la paciencia, ya conocida, el despliegue de virtudes teologales, cardinales y morales es total. «Trae mucho bien consigo el sufrimiento. Nos lleva a ser observantes y caritativas», observó Teresa de Lisieux104, testigo fidedigno del poder que encierra el dolor del amor.

Muchas personas de vida heroica no llegaron a saber nada del sufrimiento hasta que se comprometieron a seguir a Cristo. Tuvieron que aprender a afrontarlo; a saber controlar la preocupación por la sa-lud más allá de lo razonable, aunque, yendo al otro extremo, algunas se excedieron. Al respecto, cabe recordar el impacto que causó en San Juan Berchamns el fallecimiento por hemotisis de uno de sus compa-

103 T. Merton, Los hombres no son islas, Edhasa, Buenos Aires 1957, pp. 91-92.104 CA 8.7.18. Julio.

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ñeros, el hermano Bartolomé Ponneman. Juan había llevado sus mor-tificaciones casi al límite con la única concesión de no sobrepasar el permiso recibido para ellas de sus superiores en lo que se ha considera-do como «un atrevido programa de santidad»,105 que en un cuerpo de complexión delicada terminaría con su joven vida. Pero ante la muerte de Bartolomé, Juan, ya muy deteriorado por su forma de vida llena de disciplinas, experimentó por vez primera su preocupación por la salud, de modo que durante varios meses hubo reiteradas referencias a su estado, como se comprobó después en las notas espirituales que había dejado escritas. Él mismo la denominaba: «solicitud demasiada por la salud», poniendo de manifiesto la intranquilidad que tanta atención le estaba provocando. Puso en conocimiento de sus superiores la lucha encarnizada que se había desatado en su interior entre la entrega de su vida por amor a Dios con la penitencia con que lo hacía y el sentimien-to natural de conservar la vida, pero no le dieron importancia. Juan se decía a sí mismo: «Las mortificaciones no dañan a la salud. […] Nuestro Señor tendrá cuidado de que esto no me dañe». Y anotaba sus intenciones: «Indiferencia por la salud, especialmente acerca del escupir sangre, de la tisis, etc. Mucho mejor morir que violar una sola regla por la salud». Y una semana más tarde escribiría: «Mejor morir que violar voluntariamente la mínima regla o prescripción». Como sus superiores disuadieron sus preocupaciones considerando que no había peligro, Juan determinó no volver a pensar en ello y combatir las ten-dencias a la gula que se desataron en él, pese a su costumbre de comer apenas lo mínimo. Extremó sus trabajos y penitencias haciéndose cargo

105 K. Schoeters, San Juan Berchmans, cit., p. 198.

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de misiones que otros hermanos declinaban, como hacer de cicerone por la Ciudad Eterna a pleno sol y durante varias veces al día. En una ocasión en la que salió tres veces, uno de los hermanos le avisó: «Pero hermano, sea usted prudente. De otro modo se pondrá enfermo»: Juan respondió con las palabras de San Ignacio: «La prudencia es virtud del que manda y no del que obedece». Y a primeros de agosto, en aquel caluroso estío de 1621, diría a su padre espiritual: «Padre, decidida-mente he vencido por fin la solicitud por la salud». Moriría el 13 de ese mismo mes, diagnosticado de un catarro intestinal agudo que se consideró había anidado en un organismo agotado por el trabajo y el estudio104. Tenía 22 años.

Volviendo la vista atrás para recordar cuanto se ha dicho po-demos percibir mejor la importancia que tiene educarse en el dolor y acogerlo con responsabilidad y mesura, especialmente cuando los padecimientos son de distinto cariz y envergadura, además de nume-rosos. A fin de cuentas, no existe un catálogo satisfactorio para que cada persona sepa sobrellevar sus sufrimientos, ni hay un compendio tan exhaustivo sobre el dolor que permita hallar la respuesta pertinente para todo lo que se ha presentado en la vida y puede avecinarse. Por tanto, hay que pensar que cualquier episodio narrado perteneciente a la vida heroica, y los que se ofrecerán a continuación, igual que acontece en la vida ordinaria, ha requerido un sobreesfuerzo por su parte para asimilarlo, aprender a convivir con él, reconocer la sintomatología de las cronicidades y saber a qué atenerse, prestar a las enfermedades la atención razonable y responsable que hayan requerido, dentro de un

106 Cf. Ibid., pp. 198-201 y 225-226.

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elemental sentido común, y haber ido realizando día a día las filigra-nas correspondientes para acarrearlas manteniendo la prioridad de la misión apostólica por encima de todo, evitando quedar atrapados en las redes de secuelas con tratamientos interminables, pruebas, curas, visitas a quirófanos, etc., más allá de lo que haya sido imposible de controlar desde el punto de vista humano.

Parte de lo dicho es bien conocido en la vida ordinaria por las personas que se encuentran de bruces con la enfermedad o con un accidente repentino y tienen que acostumbrarse a enfocar sus asuntos personales y familiares desde su nueva y dolorosa perspectiva. En la vida heroica, además de proseguir incansables el camino que Cristo les ha trazado junto con los dolores físicos pertinentes, similares en cuanto al diagnóstico a los de otras personas, hay un importante elenco elegido por Dios para hacerles acreedores de dones singulares con alto conte-nido de sufrimientos físicos. Es de suponer que cuando los estigmati-zados recibieron las huellas de la Pasión, o cuando otros han percibido el abrasador fuego del amor divino penetrando como un dardo en su corazón, por el que quedaban transverberados, no quedaron precisa-mente impertérritos, sino que se desataría en su interior un cúmulo de intensas emociones desconocidas de muy distinta naturaleza que acentuaría su sensibilidad hasta grados insospechados. Tendrían que aprender a convivir con sufrimientos nuevos. La existencia ya no podía ser en manera alguna la misma que habían vivido, ni siquiera para los que habían caminado antes junto al dolor físico. Si ordinariamente cambia la perspectiva de la visión que se haya tenido acerca de lo que

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nos rodea cuando se presenta el diagnóstico de una grave enfermedad, o se entra en una cronicidad incapacitadora, qué no decir de las vidas heroicas al advertir en sí mismas la impresión indeleble del amor sobre-natural. El ardor de la conquista del mundo para Dios; el tacto de las criaturas que han tenido cerca; la añoranza por las lejanas y descono-cidas, con la esperanza firme e indeclinable de orientar sus pasos hacia Él; el santo temor de Dios por su propia fidelidad y perseverancia; el continuo desvelo por la Iglesia…; todo se tornaría con el fulgor de la luz del amor, divisado incontestablemente desde las entrañas divinas. Y los zarpazos y heridas del dolor físico junto a nuevos padecimientos vividos con el gozo de la vida santa serían sus compañeros de equipaje. Eso es lo que se contempla en la legión de seguidores de la cruz de Cristo.

Pero lejos de imaginarnos que este drama que les ha tocado ha hecho de sus vidas una ruina, y lejos de quedar aprisionados emocio-nalmente por él, con el deseo de cerrar página y de huir de cualquier atisbo que pudiera llegar a las nuestras, debemos reconocer:

1º) Que han tenido una gracia divina que les bastaba para asu-mir exactamente lo que le sucedió a cada uno. Esa misma gracia nos asistiría a nosotros llegado el caso.

2º) Que ser objeto de elección divina junto al sufrimiento físico lo vivían como un don. Es consecuencia de haber unido su dolor al de Cristo dándole un sentido, y es la única manera de conseguirlo.

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3º) Que de todos modos iban a tener que pasar por el dolor por ser patrimonio universal, y el hecho de convertirlo en algo santo ha revertido en bendiciones para ellos y para otros. Aquí radica la primera enseñanza que debería tener para todos.

La atalaya particular desde la que han divisado su dolor, revesti-da de lo santo, les ha proporcionado altas dosis de madurez, compren-sión, capacidad de escucha, solicitud, respeto, confianza, prudencia y mesura, disponibilidad, esperanza, gratitud, etc. Son algunos de los parámetros que vividos, como se ha hecho en la vida heroica, convierten el dolor en algo santo.

5.– Confesores de la fe

Todo lo que se lleva dicho ayuda a vislumbrar la diferencia exis-tente entre esas personas singulares que han hecho que su vida discu-rriese, por amor a la Santísima Trinidad, por la senda de la heroicidad y del martirio, y los demás seres humanos, aun en el caso de quienes se enfrentan al dolor, a la enfermedad y a la muerte con fortaleza. Aque-llas, desde su peculiar manera de contemplar el mundo y elevando todo lo que les rodea al ámbito de lo sobrenatural, han partido con el cono-cimiento elemental de lo que es el dolor; de lo terrible que puede llegar a ser en cuanto elemento paralizante y tormentoso, pero desde un prin-cipio han sabido integrarlo en su vida porque sus ojos, su mente y su corazón estaban puestos en el Dios que se sacrificó antes por ellos y por todo el género humano. «Gracias al sufrimiento podemos dar nosotros

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algo a Dios», reconoció Isabel de la Santísima Trinidad. El sufrimiento y el dolor es, a fin de cuentas, la cruz que han reclamado y a la que se abrazan con todas las consecuencias.

Todos, como dijo Santa Catalina de Siena de sí misma, se han dispuesto a sufrir por Dios y también por su Iglesia107. Todos llevaban impresos sus sufrimientos en el cuerpo y en el alma. Y así han escrito con sus vidas martiriales un tratado sublime del amor en medio del drama humano, materializado de mil formas distintas en su manera de ofrendarse hasta quedar sin aliento. Cuando buscaban a Catalina para asesinarla armados con palos y espadas no huyó, sino que respondió valientemente: «¿Por qué huir ahora que se han cumplido mis deseos de dar mi vida por Él? Si tienes el encargo de darme la muerte, obra sin tardanza; no haré el menor esfuerzo para huir»108. De un modo u otro, todos, incluidos los que no han derramado su sangre a manos de perseguidores, han experimentado el ansia del martirio entregando su vida, padeciendo por amor a Cristo y confesando su fe eclesial. Lo han hecho con resolución y absoluta firmeza. El conocimiento de mu-chas biografías muestra que ese anhelo generalmente se despertó con el ejemplo de los mártires, y aunque hay quienes se sintieron enardecidos a morir por otros motivos, es indudable que en todos los casos ha sido fruto de una gracia divina.

107 Cf. R. De Capua, Vida de Santa Catalina de Siena, Espasa Calpe, S.A., Buenos Aires 1947, p. 211.108 Ibid., pp. 211-212.

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Es bien conocido el afán de dar la vida por Cristo de la joven Teresa de Jesús y de sus hermanos tras la lectura de las vidas de santos mártires de los primeros siglos. La lectura de Fabiola fue la que suscitó en el adolescente Fernando Rielo las ansias de martirio, y le indujo a escribir entonces con su propia sangre la Sacra Martirial que entregaría años después a sus hijos, los Misioneros Identes: Te prometo Señor, vivir y transmitir el Evangelio con el sacrificio de mi vida y de mi fama, fiel al mayor testimonio de amor: morir por Ti. Pocos años después reiteraría su petición a Cristo de morir por Él convirtiéndose, como él reconoció, en «la constante vital de su súplica»109. San Antonio de Padua vio cómo surgía en lo íntimo de su corazón ese anhelo cuando se trajeron de Marruecos las reliquias de los santos frailes francisca-nos que, poco tiempo antes, habían obtenido allá un glorioso martirio. Santa Teresita del Niño Jesús ansiaba el martirio del corazón y el de la carne; lo consumó en la intimidad del Carmelo. San Francisco de Asís soñaba con alcanzarlo en las Cruzadas. San Juan de Dios lo persiguió en África, pero su confesor le disuadió; no tardaría mucho en recibirlo de manos de Dios mismo: «Granada será tu cruz». Todos los testimo-nios son conmovedores, pero enternecen particularmente cuando se expresan con el candor de la adolescencia. Antonio Kangasaki tenía once años cuando se dispuso a convertirse en uno de los mártires del Japón frente a la lógica oposición de sus ancianos padres que, aunque creyentes, le instaban a posponer su martirio para otro momento. Pero Antonio, lleno de fortaleza, y portando su bendición se enfrentó al ver-dugo, sonriente y alegre: «Señor, ¿cuál es mi cruz? –preguntó–. Mos-

109 M.L. Gazarian, Fernando Rielo: un diálogo a tres voces, cit., p. 90.

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trádmela, para abrazarla y oprimirla contra mi corazón»110. Hay quie-nes, como a San Juan de la Cruz, el martirio le sobrevino de manos de sus propios hermanos: conducido con los ojos vendados a su cautiverio, le encerraron en un cuarto trastero sin aire ni luz, y de allí únicamente salía para ir al refectorio. Mientras que le daban de comer en el suelo, le iban flagelando por turnos, alternándose también en las injurias, sin que nadie tuviese en cuenta sus necesidades, y en un ambiente sórdido y pestilente pagaba tantas humillaciones con el perdón. Él, como han hecho tantos otros, sufría en silencio, con dolor, pero sin renunciar ni un instante a cumplir lo que entendía voluntad divina. Y así sucesiva-mente. El martirologio está lleno de ejemplos de mártires. Otras perso-nas más cercanas, como las muchas que se hallan en trámites para su canonización en España, sin ir más lejos, se encontraron con la palma del martirio en defensa de la fe. Quizá no la buscaron voluntariamente, incluso puede que ni imaginaran que sería así como entregarían su alma a Dios, pero la cuestión es que se abrazaron a ella si dudarlo.

Teniendo en cuenta que una gran parte tuvo que soportar do-lencias físicas, lo expuesto configura un cuadro de sufrimientos de in-sospechados matices que, según de los padecimientos de que se trate y en la forma en que los vivieron, podría creerse que estamos ante seres sobrehumanos. Pero a continuación veremos que, al igual que no existe en la vida heroica patología alguna, tampoco hay una insensibilidad ante el dolor y el sufrimiento. Por el contrario, junto a los sentimientos

110 J. Arderiu, Modelos de santidad, cit., p. 96.

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de compasión y misericordia que suscita en su ánimo el dolor humano en general, a nivel particular experimentan instantes de debilidad, per-ciben la inquietud que genera el miedo, sienten flaquear sus fuerzas, etc., pero aquilatan esos instantes de sufrimiento tasando en oro su peso porque ellos les acercan a Cristo. Los padecimientos son su moneda de cambio para tratar de rescatar a los que transitan por este mundo ajenos a la bondad y la misericordia divinas; a quienes caminan sumidos en desesperanzas, soledades y quebrantos; a los que se niegan a aceptar el amor insondable de Dios... En el fondo, todo se reduce a lo que ya ex-presó San Francisco de Sales: «el límite del amor es amar sin límites».

6.- Hombres y mujeres como los demás

Se cuenta que Don Bosco no pudo resistir la agonía de su ma-dre. Se lo pidió ella misma al ver en qué medida sufrían los dos ante ese trance final111. Y el Papa Juan XXIII narraba su natural conmoción ante la noticia del fallecimiento de su padre en estos términos:

«Esta mañana, al recibir el doloroso anuncio, tuve necesidad de recogerme, completamente solo, en la capilla, para llorar como un niño. Ya me en-cuentro un poco más sereno, pero los ojos están siempre dispuestos a verter lágrimas»112.

111 Cf. A. Martínez Azcona, Don Bosco. Cien años después, BAC Popular, Ma-drid 1981, p. 150. 112 Juan XXIII, Carta a su madre y hermanos, 2.8.1935.

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Estos hechos sirven para subrayar la indiscutible humanidad de los santos y personas de vida heroica. Las circunstancias extraordinarias en las que han vivido no hacen más que confirmar el alcance de la gra-cia que, sin embargo, no les ha eximido del sufrimiento que padece el resto de los mortales en similares circunstancias. «Los dolores humanos nos afectan -reconocía el Beato Pier Giorgio Frassati-, pero si se los considera bajo la luz de la religión, y por lo tanto de la resignación, no son nocivos, sino saludables, porque purifican al alma de las pequeñas, pero inevitables manchas con las que los hombres, por nuestra natura-leza pequeña, nos ensuciamos»113.

Naturalmente, muchas de las enfermedades que les aquejaron a lo largo de los siglos las han padecido y sufren todavía otras personas. Algunas han desaparecido o están en vías de hacerlo en países desarro-llados, pero hay otras que persisten en su virulencia uniéndoseles las nuevas que han ido surgiendo. En la potencial afectación que pueda tener para la salud particular el extenso capítulo de lesiones y enferme-dades, todos somos iguales y estamos sometidos a parecidos riesgos. De modo que no cabe pensar en las comparaciones entre las personas de vida heroica y las que no lo son, entre otras cosas, porque ya se ha visto que en el sufrimiento no cabe hacerlas. Las lágrimas vertidas por Edith Stein a los pies de su madre al despedirse de ella para irse en pos de Cristo la equiparan en su dolor al que pueda sentir cualquiera en una situación parecida.

113 Cf., www.archimadrid.es/vocaciones/catequesis/beato%20pierg.htm.

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Mucho amaba el Hermano Rafael la Trapa; más que a su propia vida. En cambio reconocía que al principio de estar en ella le costó «al-gunas lágrimas». «Al fin y al cabo - dirá- soy una criatura humana con corazón y con sentimientos, y hay cosas que no se pueden remediar». Entre otras, detalles tan insignificantes en el noviciado como sentir que el llanto anegaba sus ojos en el instante de arrancar los terrones de tierra con el azadón, teniendo que recurrir a la Virgen y la vida de San Ber-nardo para revestirse de fortaleza, y experimentar debilidad ante el frío, el sueño y el hambre. Esas insignificancias no eran tales para él cuando las percibía. Así lo narraría a su tío Leopoldo:

«Otro día también cogí una perra, ¿sabes por qué? Cada vez que me acuerdo me río... Pues sen-cillamente que una mañana a las cinco, se me jun-taron el hambre (estábamos en Cuaresma), el sueño y el frío, y entre los tres le dieron tal paliza a este miserable cuerpo, tan acostumbrado al regalo, que le hicieron saltar las lágrimas...»114.

Ahora bien, reconocer para unos y otros esta similitud en el do-lor y en las tragedias ineludibles de la vida -como son el hecho de ver padecer y morir a los seres queridos, y soportar los sufrimientos perso-nales-, además de constatar las debilidades de carácter ante circuns-tancias que son habituales para la existencia de muchos, introduce la necesidad de buscar dónde se encuentran las diferencias entre un santo y otro que no lo es. Y como la vivencia del dolor en la vida heroica es

114 Hermano Rafael, Carta 17.6.1934.

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un capítulo singular, su comprensión exige descalzarse y dejar a un lado ideas preconcebidas entre las cuales se halla pensar que estamos ante personas inalcanzables en su virtud. Nada de lo ya expresado ni de lo que se va a decir responde a retratos robot estereotipados e ins-trumentalizados a conveniencia. Es más, en muchos de los detalles de la vivencia cotidiana del dolor que se van a narrar reconoceremos otros vividos cercanamente.

Cierto que hay episodios de sufrimiento difíciles de entender y asumir para los cuales no puede ofrecerse cualquier respuesta. Apare-cen estrechamente ligados a la mística y desde allí hay que contemplar-los. Pero, por lo demás, los interrogantes que se plantea el ser humano sobre el dolor y la muerte ni siquiera ha logrado disiparlos una teología del sufrimiento. En efecto, recordar que Dios sufre y que no es impasi-ble ante el dolor no ha resuelto las dudas y problemas de las personas que sufren. Fray Junípero Serra, al ver que su ímpetu misionero debía luchar contra el freno que le imponía su debilidad física, se preguntaba «¿Cómo el Señor me manda a tan grandes viajes misioneros y me deja tan herido con el mal de mi pierna?»115. La teoría, por muy teológica que sea, palidece ante el lecho del dolor116, mientras que la vivencia y experiencia de otros abre la puerta de la esperanza. Por eso, el fulgor

115 Cf. http://www.abandono.com/Rafael/Correspondencia/Cartas05.htm.116 Es sintomático el caso de una joven que ante las palabras, sin duda, muy autori-zadas del capellán, pero vacías de contenido para la situación que estaba viviendo, le dijo: “Padre, la teología le ha secado el corazón. Perdone, pero usted no entiende nada”. Episodio narrado por F. Álvarez, en “Claves bíblio-teológicas para vivir cris-tianamente el sufrimiento”, Labor Hospitalaria, 235, vol. XXVII (1995), p. 81.

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que emana de la vida heroica, la grandeza de un ánimo como el de los que han determinado unir sus padecimientos a los de Cristo con alegría y gozo no deja a nadie indiferente. Es decir, que el hecho de que per-sonas de vida heroica sean de carne y hueso como los demás introduce un matiz de credibilidad fundamental en el análisis del dolor que lo aproxima a cada uno de nosotros.

Se detectan, eso sí, ciertas características iniciales distintivas en toda vida heroica en lo que concierne al dolor y al sufrimiento. Algunas ya se han ido mencionando, pero se expresan nuevamente ahora de forma esquemática y más completa:

1. Querer asemejarse a Cristo.2. Identificar el amor y el dolor.3. Confiar plenamente en la gracia divina.4. Considerar que el dolor es una prueba para fortalecer su fe.5. Incremento de la fe personal con el sufrimiento.6. Creer que el sufrimiento, a imitación de Cristo, los irá trans-

formando en Él.7. Voluntad manifiesta de cumplir irrevocablemente el desig-

nio divino.8. El sentido del dolor reside en la cruz de Cristo.9. El dolor vivido a los pies de la cruz es un instrumento para

la propia santificación y la de los demás.

Estas son algunas notas esenciales. Por lo demás, las personas de vida heroica comparten con el resto la extensa gama de emociones que sus-

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cita el drama humano en conformidad con la personalidad de cada uno, y han debido luchar para integrar los padecimientos que les tocó vivir en su diario quehacer, aunque sus esfuerzos no fueran manifiestos al exterior.

6.1.– Del miedo a la esperanza: el largo camino

Pero incorporar el sufrimiento en la vida de forma no excesiva-mente traumática es una experiencia subjetiva en la que edad, talante, formación y creencias, entre otros, influyen en la respuesta que se da al hecho particular del dolor y de la enfermedad. Las diversas actitudes frente al drama humano pueden sintetizarse en tres grandes apartados: negación, asunción y reclamación por amor. Hay que tener en cuenta que siempre se está hablando de enfermedades y lesiones graves por su gran significación. En cada una de ellas el sufriente recorrerá un largo camino que discurrirá entre sendas que van desde el temblor hasta la esperanza.

1º.- La negación es la postura más frecuente ante el sufrimiento provocado por una enfermedad o lesión inesperada. Es más, existe un matiz peculiar y propio en el padecimiento de una enfermedad grave, a la que puede no acompañar un dolor físico, y es la profunda conmo-ción interior que constituye el diagnóstico desde el mismo instante en que es conocido. La literatura ha sintetizado convenientemente las fases que se presentan en estos casos: negación, ira, pacto, depresión, acepta-ción y decatexis o depresión preparatoria117. La incomprensión y rebel-

117 Kubler-Ross describe estas fases como: negación; rebeldía; negociación; depre-sión; aceptación.

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día hacen acto de presencia fácilmente si el enfermo está predispuesto a ello. El papel de la fe en estas circunstancias es muy significativo y revelador de lo que experimenta en esos instantes la persona que sufre tanto en un sentido positivo como negativo. Así, hay casos en los que el dolor ha sido un elemento catalizador que ha servido para reorientar sus vidas acercándoles a la fe, mientras que para otros ha supuesto su pérdida. Estos últimos frecuentemente culpan a Dios de lo que les ha sucedido, le juzgan y le condenan. En este capítulo se incluye también el «problema del mal» ya mencionado. Como es sabido Dios se ha ser-vido del sufrimiento para atraer a sí a muchas personas de vida heroica. Si se sublevaron ante el dolor y el sufrimiento sería antes de que Dios les llamase, desde luego. Una vez que determinaron seguir a Cristo no hay duda de que lo asumieron como instrumento de su santificación con todas las consecuencias.

2º.- La segunda respuesta, que se traduce en asumir el sufri-miento de forma natural, es, como la anterior, bastante usual en la vida ordinaria, con la diferencia de que en esta actitud hay una cierta com-prensión del problema. Al margen de la fe se aceptará sin mayores pro-blemas que dentro del curso natural de la existencia humana en algún momento hay que enfrentarse al dolor y a la muerte. Si se trata de un creyente, la fe añadirá a su vida confianza, abrirá sus brazos a Dios y, aun con temores, se ofrecerá a Él. Naturalmente, con esta perspectiva entenderá que Dios le acompaña y que no le castiga enviándole el mal. Por supuesto, no es preciso tener fe para asumir el dolor de forma na-tural. También viven con fortaleza esta experiencia personas que no tie-

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nen fe, pero ésta añade un plus importantísimo y esencial a la vivencia del sufrimiento. Por otro lado, hay que decir que la asunción del dolor para el creyente no es sinónimo de resignación pasiva. Es aceptar con fe y fortaleza la voluntad divina actuando en consecuencia.

3º.- Finalmente, la tercera actitud: la de quienes anhelan que no se les impida sufrir es la que resulta más sorprendente y levantaría mu-chas suspicacias, sobre todo en una sociedad hedonista como la nuestra que no podría entender en manera alguna la reclamación del dolor y del sufrimiento por amor al margen de un componente patológico. Pero, mal que les pese, debe decirse que tal patología es inexistente. Es lo que he denominado «insensatez del amor»118 que tiene un sentido exacto en la vida heroica: participar y unirse al dolor de Cristo; hacerse víctimas con Él. Los santos no se han jactado perversamente en sus males ni se han deleitado (con el sentido placentero de esta expresión) en ellos. Sus experiencias están marcadas por todas las tragedias que caben como po-sibilidad en la vida humana, desde sufrimientos de toda índole pasando por martirios terribles en muchos casos, como signo trágico y elocuente de la barbarie humana que se cebó en ellos. ¿Es posible que alguien crea que Santa Juana de Arco se divertía en medio del fuego atroz que devoró sus carnes? Lo mismo cabría preguntar de los numerosos mártires que han entregado su vida por causa de la fe en medio de indescriptibles tormentos, que aún hoy día resultan estremecedores.

Así pues, aunque haya quien no lo comprenda, se debe afirmar tajantemente que no existe ni un solo atisbo de masoquismo en la vida

118 Cf. I. Orellana, Pedagogía del dolor, cit., c. V.

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heroica. Sólo hay amor al inmenso y divino amor. Así lo constató Santa Catalina de Siena: «Mi gran consuelo está en sufrir porque tengo la se-guridad de que mis sufrimientos me permitirán una visión más perfecta de Dios. De aquí que las tribulaciones, en lugar de resultarme penosas, constituyen para mí una delicia»119. San José Benito Cottolengo, Fun-dador de la Pequeña Casa de la Divina Providencia, se sentía inundado de gozo por los dolores que Dios le permitía, «dichoso por poder sufrir alguna cosa por Él»120. Santa Teresa de Jesús exclamaba: «o padecer o morir»121 y San Juan de la Cruz: «padecer y ser despreciado por Él». Y también Santa Teresa de Lisieux llegó a afirmar: «¡Oh, no os apenéis por mi! He llegado a no poder ya sufrir, porque todo sufrimiento me es dulce»122. «Padecer por amor» fue el programa de Santa Verónica Giu-liani123. Santa Margarita María de Alacoque entendió que se le pedía imitar de la mejor manera posible a Cristo en su Pasión y a ello dedicó su vida sin dudarlo. En medio de tantas penas le pareció que Nuestro Señor le decía que deseaba que ella imitara lo mejor posible en la vida de dolor al Divino Maestro que tan grandes penas y dolores sufrió en su pasión y muerte. En adelante, a ella no le afectaron la llegada de penas y dolores; al contrario, los aceptó gustosamente con tal de asemejarse lo mejor posible a Cristo sufriente. «Aquí me tenéis a vuestros pies santísi-mos; soy vuestra víctima»... -exclamaba Santa Gema Galgani-.«Haced-

119 R. De Capua, Vida de Santa Catalina de Siena, cit., p. 107.120 J.M. Cejas, Piedras de escándalo, cit., c. I.121 Ms. 12.763, Biblioteca Nacional, Madrid.122 CA 29.5. Mayo.123 Cf., www.corazones.org/santos/veronica_giulani.htm.

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me sufrir lo que tendrían que sufrir los demás, y sentiré por ello un gran gozo»124. San Josemaría Escrivá de Balaguer decía: «Contigo, Jesús, ¡qué placentero es el dolor y qué luminosa la oscuridad!» y también: «Bendito sea el dolor. Amado sea el dolor. Santificado sea el dolor... ¡Glorificado sea el dolor!» 125.

«Padecer y no morir» fue el lema de Santa María Magdalena de Pazzi126. «Ni morir ni curar, sino vivir para sufrir». No morir, para se-guir más tiempo unida al Cristo del Calvario. Y repetía: «Oh, si la gente supiera cuán grandes son los premios que se ganan sufriendo por amor a Jesucristo, todos aceptarían con verdadero gozo sus sufrimientos, por grandes que sean». La Madre Teresa de Calcuta decía: «Si la pena y el sufrimiento, mi oscuridad y separación te da una gota de consolación, Jesús mío, haz de mí lo que quieras... Imprime en mi alma y vida el sufrimiento de tu corazón. Quiero saciar tu sed con cada gota de sangre que puedas hallar en mí. No te preocupes de volver pronto; estoy dis-puesta a esperarte toda la eternidad»127. El emblemático de Fernando Rielo lo redujo a este místico hecho: «dolor meus, gloria mea («Mi dolor es mi gloria»):

«Me he pasado la vida, de hecho, con el deseo de ser cruz de su cruz de tal modo que se me ha

126 Citado por V. Ordóñez, Los santos. Noticia diaria, cit., p. 195.

124 J. Arderiu, Modelos de santidad, cit, p. 222.

127 J. Neuner, “On Mother Teresa’s Charism”, Review for Religious, Sept-Oct. 2001, vol. 60, n. 5.

125 J. M. escrivá de BAlAnguer, Camino, pp. 229 y 208

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convertido en constante vivir cruento. Me siento tan entrañablemente unido a Cristo Crucificado, con una conciencia tan fraterna imposible de expresar, que tengo la permanente impresión de, cumplido el ciclo de mi vida decretado por su voluntad, ir inme-diatamente a sus brazos en la vida eterna»128.

«Soy inmensamente feliz cuando sufro -reconocía el Padre Pío- y si consintiera los impulsos de mi corazón, le pediría a Jesús que me diera todo el sufrimiento de los hombres». En 1912 escribiría: «Sufro, sufro mucho pero no deseo para nada que mi cruz sea aliviada, porque sufrir con Jesús es muy agradable». Y a una de sus hijas espirituales confiaría en otro momento: «El sufrimiento es mi pan de cada día. Su-fro cuando no sufro. Las cruces son las joyas del Esposo, y de ellas soy celoso. ¡Ay de aquel que quiera meterse entre las cruces y yo!»129. Otros abordarían la vida con cierta filosofía, como hizo San Pedro de Alcán-tara: «Hemos hecho un pacto mi cuerpo y yo; que mientras viva en este mundo, nunca ha de tener intermisión en el padecer; pero en llegado al cielo, le dejaré para siempre descansar»130. Así pues, la reclamación del sufrimiento por amor es insustituible para los hombres y mujeres que la han elevado; hallaron en la cruz de Cristo el sentido de su dolor, rescatándolo del absurdo.

128 M.L. Gazarian, Fernando Rielo: un diálogo a tres voces, cit., p. 80.129 Cf., www.corazones.org/santos/pio _padre.htm.130 Citado por V. Ordóñez, Los santos. Noticia diaria, cit., p. 353.

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Evidentemente, esta tercera respuesta es propia de los santos. Sin embargo, algunos se encuentran comprendidos únicamente en el segundo caso. Eso, ¿qué quiere decir? Pues, simple y llanamente, que reclamar el dolor es una gracia, y que el hecho de encontrarse con él sin haberlo suplicado expresamente no significa menor amor ni a Dios ni al prójimo. Y esto es válido tanto para las personas que han padeci-do enfermedades a lo largo de su vida, graves o no, como a las que se han encontrado con ellas al final de la misma. La entrega completa a Dios no viene determinada por el dolor de la enfermedad solamente. San Francisco Javier en carta a sus compañeros de Goa reconocía que no tenía problemas de salud: «Vivimos en esta tierra muy sanos de los cuerpos»131. Otro tanto le sucedió a San Juan Berchmans132. Como es sabido, el sufrimiento en otras vertientes siempre ha estado presente en la vida de todos. Si no fuera así, difícilmente podrían haberse ca-nonizado a personas que no padecieron enfermedades o dolores en el grado que otros han sufrido; algunas ni tuvieron tiempo de ello. La cruz martirial les llegó por otras vías y de improviso.

Por otro lado, volviendo al caso de los que han sido aquejados por enfermedades y lesiones de gran alcance llevándoles incluso a la postración y a severas incapacidades, hay que decir que, aunque estén englobados en el segundo apartado por no haber demandado el dolor,

131 San Francisco Javier, doc. 90, 5.11.1549, § 366.132 Ya moribundo le preguntó su médico:·«¿Siente algún dolor, reverendo Herma-no? -No- respondió Juan-. Siento solamente que mis fuerzas disminuyen poco a poco». «¿Ha estado malo alguna vez? -No, nunca estuve enfermo». K. Schoeters, San Juan Berchmans, cit., p. 219.

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se observan en sus vidas unos componentes inequívocos y palpables de lo que es la vivencia heroica del mismo. Por el hecho de que no reclamaran el dolor, no se puede resumir su calvario diciendo simplemente que lo asumieron de forma natural porque también existe en ellos una manera imponente de afrontarlo: abrazados a Cristo, como todos, y esa es una actitud ante la cual, como mínimo, habría que inclinar la cabeza respetuo-samente. Por eso, cuando se trate del juicio sobre el dolor, lo que ahora pudiera decirse al respecto quedará dirimido, puesto que se abordará con un importantísimo bagaje: el que ofrecen los detalles de la vivencia coti-diana del dolor en una vida santa sin necesidad de establecer distinciones entre los que han reclamado el dolor y los que, sin suplicarlo, lo han asu-mido religiosamente. Todos han sido héroes. Colmaron con creces el per-fil de esas personas fuertes y valientes que Juan Pablo II instaba a buscar en la vida. Por cierto, el Romano Pontífice no solo apuntaba a los lugares donde se supone que se encuentran, como son los campos de batalla, de concentración y deportación, sino también «en las salas de los hospitales o en el lecho del dolor», del cual han sabido, y mucho, las personas de vida heroica. Pues bien, a todos les otorgó el título de «héroes»133.

6.2.- Alianza entre gracia y determinación

Ciertamente, en la vivencia heroica del dolor hay una alianza en-tre la gracia y la determinación particular a enfrentarse a él. Y dado que

133 Juan Pablo II, Audiencia General, 15.11.1978.

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todos somos acreedores de la gracia y está en nuestras manos dar una respuesta adecuada y equilibrada al dolor, aunque sea dentro del senti-do común, el ejemplo testimonial de los santos que nos invitan a actuar como lo hicieron no es un sueño absurdo ni una entelequia. Tampoco cabe escudarse en la idea de que recibieron consuelos extraordinarios que contribuyeron a aligerar sus sufrimientos. San Juan de la Cruz así lo confió a una religiosa que le preguntaba si había sido agraciado por Dios con ellos: «no los he tenido nunca, pues sufría del alma y del cuer-po»134. Aunque a otros el hecho de haber obtenido consuelos no les ha eximido de los padecimientos.

Por lo demás, si alguien piensa que las personas que se abrazan al sufrimiento son insensibles hay que decirle que nada más lejano a la realidad. Exceptuando casos, que los habrá habido, pocos harán como San Ambrosio, quién, según cuenta San Cipriano, dirigió es-tas palabras a un Obispo agonizante: «Si tienes miedo de sufrir en la tierra y de ir al cielo, no puedo hacer nada por ti»135. Pero no ha sido propio de la mayoría, entre otras cosas, porque generalmente han vivi-do inmersos en grandes padecimientos físicos. Éstos, a los que les ha visitado el dolor en grado extremo han tenido otra experiencia distinta a la de ese prelado.

134 J. Pellé-Douël, San Juan de la Cruz y la noche mística, Aguilar, Madrid 1962, p. 45.135 Precisamente, San Agustín, recordando el episodio, escribió: «Quien ama a Cristo no puede tener miedo de encontrarse con Él. Hermanos míos, si decimos que amamos a Cristo y tenemos miedo de encontrarnos con Él, deberíamos cubrirnos de vergüenza».

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Isabel de la Santísima Trinidad reconocía: «No puedo decir que amo el sufrimiento por sí mismo, sino que lo amo porque me asemeja a mi amado Esposo. Esto fundamenta al alma en una dulce y profundísi-ma paz, que la hace cifrar su dicha en todo aquello que la contraría»136. Santa Rosa de Lima repetía incesantemente: «Aumentadme el dolor: pero, Dios mío, dadme paciencia»137. En los mismos términos se ex-presaban Santa Margarita de Escocia dando gracias a Dios: «Gracias Señor, porque me das paciencia para sufrir tantos dolores juntos»138; el Papa San Pío V: «Señor, que aumente la enfermedad, si os pla-ce, pero que aumente también la paciencia»139, y Santa Rita de Casia: «¡Oh amado Jesús, aumenta mi paciencia en la medida que aumentan mis sufrimientos!»140. A su vez, Santa María Magdalena de Pazzi decía: «Ya que me has dado el dolor, concédeme también el valor»141. Santa María Faustina Kowalska reconoció que, aunque sus sufrimientos eran dolorosos y de corta duración, «no los hubiera soportado sin una gracia especial de Dios»142. Y Santo Tomás Moro le confesaba a su mujer el miedo que experimentaba ante el dolor, pero a la hora del martirio bromeó con su verdugo en el patíbulo. Cuando se le quedó prendida la barba entre la garganta y el madero le dijo: «Por favor, déjame que pase la barba por encima del tajo, no sea que la cortes»143.

136 Isabel De La Santísima Trinidad, Recuerdos, en Obras completas, Edit. de Espiri-tualidad, Madrid 1964, p. 286.137 Citado por V. Ordóñez, Los santos. Noticia diaria, cit., p. 286.138 Ibid, p. 387. 139 G. Grente, El Papa de las grandes batallas, cit., p. 199.140 Cf., www.aciprensa.com/madres/rita.htm.141 Cf., www.ewtn.com/spanish/Saints/Maria_Magdalena_Pazzi_5_21.htm..142 www.corazones.org/santos/faustina.htm.143 J.M. Cejas, Piedras de escándalo, cit., c. VIII.

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Fernando Rielo también padeció temor. A los 22 años, cuando llegó al noviciado en Nava del Rey para formarse como religioso reden-torista, narraba de este modo su experiencia:

«El Padre, esperándome en la puerta (del No-viciado), me dijo: ‘te entrego en manos de tu herma-no; Él es ahora tu Maestro’. Yo tenía mucho miedo al dolor de lo tanto que, hasta ese momento, había sufrido. La visión que de Cristo poseía estaba en-marcada dentro de este sufrimiento espantoso. Sen-tí, en este instante, inmensa pena por la ausencia de mi Padre Celeste y, al mismo tiempo, amoroso deseo de compartir con Cristo su pasión y muerte en la cruz de tal modo que me dormía abrazado a una cruz de madera, sintiéndome, a la vez, abrazado por el mismo Cristo. ¡Cuánto mi deseo de morir por Él del mismo modo que Él murió por mí! ¡Cuánto mi sentir de que los dos fuéramos hijos del mismo Pa-dre; por tanto, desposados en el dolor y en el amor! Mi historial clínico, sicológico y espiritual es, hasta hoy, rúbrica de este sufrir amantísimo con mi her-mano Cristo»144.

Después quedaría clarificada esa emoción al afirmar que no se trataba del miedo a quedarse con el dolor a solas, sino a la experiencia

144 M.L. Gazarian, Fernando Rielo: un diálogo a tres voces, cit., p. 46.

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íntima de su amor a la divinidad que percibía en una oración calificada como «llanto de amor», que producía en él «una especie de muerte»145.

De modo que ya se ve que ellos también han tenido pavor. Han visto con la claridad que da la experiencia cómo son las aristas del dolor. Por eso Teresa de Lisieux hacía esta advertencia a una hermana: «Madre, cuando tengas enfermas víctimas de tan violentos dolores, ten mucho cui-dado con no dejar cerca de ellas medicamentos que contengan veneno. Te aseguro que, cuando se llega a este grado de sufrimiento, basta un solo momento para perder la razón. Y entonces es muy fácil envenenarse»146.

Santa Josefina Bakhita sufrió un calvario que comenzó cuando fue vendida como esclava siendo una niña de nueve años. No es posible conocer la crueldad con la que fue tratada por sus sucesivos amos sin experimentar un escalofrío. Muestra de ello, y no fue lo único que pa-deció: a sus trece años uno de sus amos, el cuarto, ordenó que tatuasen su cuerpo con 114 incisiones y durante un mes le colocaban sal para evitar las infecciones. «Sentía que iba a morir en cualquier momen-to, en especial cuando me colocaban la sal», escribió en su biografía recordando su tortura. Tantos sufrimientos fueron minando su salud de modo que los últimos años estuvieron marcados por el dolor y la enfermedad, entre los que no faltó el quedar postrada en una silla de ruedas. Cómo habría sido su tragedia personal que, en medio de su sufrimiento, volvió a recordar sus terribles experiencias como esclava y clamaba a la enfermera que la cuidaba en sus últimos momentos: «¡Por favor, desatadme las cadenas... es demasiado!»147. Santa Liduvina, cuyo

146 Cuadernos verdes, 30 de agosto (UC II, p. 374).147 Cf., www.corazones.org/santos/josefina_bakhita.htm.

145 Ibid., pp. 101-102.

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estado de postración llegó a impedirle incluso rezar, comenzó a caminar junto al dolor a los quince años, tras la fractura de una costilla que se le produjo en una pista de patinaje. No pudo abandonar la cama jamás. A esa lesión inicial se fueron añadiendo otras sucesivas entre las que no faltaron neuralgias, llagas, gangrena, afectaciones de sus ojos, hígado y pulmones y hasta llegó a padecer el cáncer. Aterrorizada por tan lamen-table estado, sólo se olvidaba de él cuando veía el rostro de su ángel de la guarda que le evocaba la infinita hermosura del rostro de Dios.

Otros han experimentado la lógica conmoción ante una forma concreta de sus padecimientos. El Padre Pío narraba la experiencia de sus estigmas de este modo:

«Las manos, los pies y el costado me sangraban y me dolían hasta hacerme perder todas las fuerzas para levantarme. Me sentía morir, y hubiera muerto si el Señor no hubiera venido a sostenerme el cora-zón que sentía palpitar fuertemente en mi pecho. A gatas me arrastré hasta la celda. Me recosté y recé, miré otra vez mis llagas y lloré, elevando himnos de agradecimiento a Dios»148.

El sacerdote Jesús Muñoz, a pesar de su fe, antes de morir a causa del cáncer reconocía:

«¡Cuántas veces he llorado en el silencio de la cama cuando llegan los dolores y el sufrimiento, y al

148 Y. Chiron, El Padre Pío, cit., p. 122.

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ver que llega el final de los días! Y aparece como una desesperanza; aunque yo rápidamente digo ‘todo sea por la evangelización’. ¡Por la evangelización! Aunque, a veces, ese ‘todo’ resulta una carga dura y pesada»149.

Es común a todas estas personas su fe inalterable en una provi-dencia que les hizo sobrellevar la enfermedad y el sufrimiento de otra manera tomando como ejemplo a Cristo. Aparte de que, una vez más, el temperamento y la personalidad de cada uno ha puesto al descubier-to su forma particular de afrontar las circunstancias. Santo Domingo Savio, p. ej., tenía mucha aprensión por las sangrías, que era uno de los remedios de su tiempo para sanar determinadas enfermedades. Él sufrió muchas, y precisamente en una de ellas pasó el tiempo de la operación bromeando y contemplando estoicamente cómo brotaba la sangre de sus venas150. Ahora bien, ¿qué era lo que pensaba sobre la enfermedad? Lo que han creído todos: que había que ofrecerla a Dios para alcanzar méritos tanto para ellos como para los demás. Y de eso se trata en definitiva.

Pero no solamente se ha manifestado el temor ante el dolor en la vida heroica. También se ha hecho palpable ante la muerte. Así, el Cura de Ars temía desesperarse en los últimos instantes de su vida151.

149 Cf., www.es.catholic.net/sacerdotes/315/733/articulo.php?id=3310.150 Vida, c. XXIV.151 Así lo constató el Hermano Atanasio. Proceso del Ordinario, p. 813.

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Sin embargo, cuando llegó el momento definitivo se enfrentó a él con dulzura y con realismo también. Decía: «¡Qué agradable es morir cuan-do se ha vivido sobre la cruz!»152. Y el Beato Fray Junípero Serra pidió que rociasen su celda con agua bendita: «Mucho miedo me ha entrado, mucho miedo tengo, léame la recomendación del alma, y que sea en alta voz, que yo la oiga»153, pedía con insistencia, aunque también él tuvo sosiego cuando llegó el postrer instante.

6.3.– Una epopeya cotidiana

«Quien quiera salvar su propia vida, la perderá, pero quien pier-da su vida por causa mía y por el Evangelio, la salvará» (Mc 8, 35). Esta máxima jamás la ha perdido de vista un santo. A partir de aquí, sin más explicaciones que las proporcionadas, hasta un desconocedor de los entresijos de la fe habría constatado ya de qué modo la han do-nado. Pero todavía no se han desvelado totalmente las tonalidades de una entrega martirial que les ha hecho acreedores del título de santos, o de hallarse en su momento en vías de recibirlo, y ya se puede advertir la existencia de una heroicidad en el hecho de convivir día a día con el dolor y lo que lleva anejo, porque convertir lo sobrenatural en algo natural en medio de la tribulación es una epopeya cotidiana. No hay ningún secreto que deba conocerse al respecto. Es manifiesto cuando existe una experiencia de dolor desde el amor.

153 Cf. J.M. Iraburu, “Beato Junípero Serra, fundador de ciudades, creador de California”. Rev. Arbil 66. En http://www.arbil.org/(66)serr.htm.

152 Pensées choises du Curé d’Ars. Téqui, París, p. 54.

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«Todo nos viene de Él, salud y enfermedad, bienes temporales, desgracias y reveses en la vida… todo, abso-lutamente todo, lo tiene ordenado con perfección, y si alguna vez la criatura se rebela contra lo que Dios le man-da, comete un pecado, pues todo es necesario y está bien hecho; y son necesarias las risas y las lágrimas, y de todo podemos sacar provecho para nuestra perfección, siempre que con espíritu de fe, veamos la obra de Dios en todo, y quedemos como niños en las manos del Padre, pues nosotros solos, ¿dónde vamos a ir? Cuando me veo otra vez en el mundo, enfermo, separado del monasterio, y en la situación en que me encuentro… veo que me era ne-cesario, que la lección que estoy aprendiendo es muy útil, pues mi corazón está aún muy apegado a las criaturas, y Dios quiere que lo desate para entregárselo a Él sólo»154.

Así interpretó el Hermano Rafael su obligada separación de la Trapa por razones de salud, abandonándose en las manos del Padre y cumpliendo con buen ánimo su santa voluntad. Asumirla y no de cual-quier manera, sino con elegancia, con arrojo y valentía, como hizo San Gerardo Maiela, quien estando gravemente enfermo de tisis colocó en el umbral de su dormitorio la siguiente inscripción: «Aquí se cumple la voluntad de Dios de la manera que Él quiere y por el tiempo que le plazca» 155.

154 Hermano Rafael, Carta, 11.8.1934.155 Cf. J. Arderiu, Modelos de santidad para la juventud, cit., p. 182.

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Ese satisfacer lo que Dios haya dispuesto comporta muchos sa-crificios inapreciables, por lo general, a los ojos ajenos. Sin embargo, cuando son manifiestos, descubrimos las dificultades que debe sortear quien se propone ser santo. Al Hermano Rafael le incomodaba sobre-manera el dormitorio común y echaba de menos la estrecha celda de la Trapa. Su fina educación se resentía ante determinados episodios de la vida cotidiana como tener que recibir a una visita con el delantal que usaba para el trabajo por indicación de un Superior, y se enfrentaba valientemente al hambre, al sueño y al frío en las duras jornadas de tra-bajo, luchando para doblegarse ante la paciencia y la humildad, como le ha sucedido a tantos otros, además de contemplar y hacer frente a sus propias debilidades. Pero, claro, él vivía esta oblación en medio del dolor y de la enfermedad que contravenía sus aspiraciones personales manteniéndolo fuera del convento, y le obligaba a enfrentarse a la frus-tración y la impotencia de verse maniatado por ella. Baste decir que el simple hecho de ver que no podía proseguir el ritmo de sus hermanos en los trabajos del campo, uno de los principales en la vida cisterciense, y que iba quedándose detrás del grupo formado por los novicios, ya le ocasionaba gran sufrimiento. Ante su debilidad y palidez le ordena-ban que abandonase la tarea, y esta sugerencia, percibida como una humillación, le costaba más trabajo que el trabajo en sí mismo. En una carta a su tío Leopoldo, Duque de Maqueda, recordando aquellos instantes confesaría: «¡Cuántas lágrimas derramé entonces a solas con mi Dios!»156.

156 Hermano Rafael, Carta, 3.4.1934.

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Santa María Faustina Kowalska, ya en su noviciado, vivió un episodio muy particular. Debido a su debilidad, experimentaba gran-des dificultades para escurrir las patatas. Le resultaba tan penosa esta sencilla acción que comenzó a evadirse de ella. La Madre Superiora se apercibió de ello pero no comprendió que, a pesar del deseo que la santa tenía de superarse, realmente no tenía fuerza física para manejar el escurridor con la habitual pericia. Santa Faustina recurrió a Dios en su oración y enseguida fue confortada por Él: «Desde hoy tendrás mas facilidad, pues yo te fortaleceré»157. Y efectivamente, sucedió que por la noche levantó la olla sin problemas y la escurrió con toda normalidad. Únicamente que al levantar la tapa para que saliese el vapor, las patatas habían sido sustituidas por un ramo de rosas bellísimo.

En el caso de Teresa de Lisieux, de no haberlo develado por obediencia ella misma, habrían quedado ocultos los muchos instantes de sufrimiento de su vida. «Te equivocas, querida mía, –le dice a su prima María Guérin–, si crees que tu Teresita marcha siempre con ardor por el camino de la virtud. Ella es débil, muy débil, todos los días adquiere una nueva experiencia de ello»158. ¿Cómo poner en duda este sentimiento? Muy errados andaban los juicios de aquella hermana que comentaba: «Teresa del Niño Jesús no tiene mérito en practicar la virtud: no ha tenido nunca luchas interiores» ¡Claro que había tenido problemas! «Yo tenía un temperamento poco fácil –dice Teresa–; no lo parecía, pero yo lo sabía muy bien. Os puedo asegurar que no he

157 Cf.,www.corazones.org/santos/faustina.htm.158 Carta 87, julio de 1880, a María Guérin.

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pasado un solo día sin sufrir, ni uno solo». Como la hermana le repli-cara: «Pues creen que no las habéis tenido», lúcida y pronta, responde Teresa: «¡Ah, los juicios de las criaturas! Porque no ven, no creen»159. Teresa sabía muy bien que «la santidad no consiste en decir grandes cosas, ni siquiera en pensarlas, en sentirlas, sino que consiste en aceptar el sufrimiento»160; estas son las palabras que dirige a su querida herma-na Celina: «¡La santidad –prosigue– hay que conquistarla a punta de espada! ¡Hay que sufrir!... ¡Hay que agonizar!...»161. Palabras estreme-cedoras, sin duda, que en ella fueron vida y ejemplo de cómo puede llevarse a cabo la heroicidad del amor en las situaciones habituales que encontramos en la vida cotidiana.

Sufrió en su carne el frío glacial del convento: «He sufrido de frío en el Carmelo hasta morir» -dirá-162. Solicitó, como una gracia, que la nombrasen ayudante en la ropería de una hermana -sor María de San José- dotada con tan difícil carácter que nadie deseaba estar cerca de ella, y había razones para ello, como puso de relieve en el Proceso Apostólico la Madre Inés de Jesús, hermana de Teresa163. Según su provisora, Teresa no le reveló de qué clase de alimentos debía abste-

159 UC/TSA 4. Cf. asimismo, n. 26. Un testimonio impresionante de esta lucha y de los procedimientos que seguía para contrarrestarla puede verse en el CA 12.7.1. Julio.160 Carta 65, 26.4.1889, a Celina.161 Ibid.162 CA 23.8.4. Agosto, n. 155.163 Proceso Apostólico, 716. cit en CA 13.7.18. Julio, n. 68. Esta hermana era neuras-ténica. Cf. al respecto: A. Barrios Moneo, Santa Teresita, modelo y mártir de la vida religiosa. Coculsa, Madrid 1963, pp. 193 y 202.

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nerse, por lo que al ingerirlos sometió a nuevas lesiones a su débil or-ganismo164. La versión de Teresa revela que esta religiosa, sor María del Sagrado Corazón, la «cuidaba según sus gustos, absolutamente opues-tos» a los suyos, «causándole muchas mortificaciones»165. Pero Teresa pasó también por ser una persona extremadamente lenta en su trabajo, de modo que una hermana, «que no la amaba y que hablaba de ella con menosprecio», cuando la veía llegar le decía a las demás: «¡Mirad como anda, no se da la menor prisa! ¿Cuándo va a empezar a trabajar? ¡No sirve para nada!»166, cuando resulta que según otros testimonios, lo que sucedía es que Teresa no tenía tiempo material para realizar tantas tareas como le eran encomendadas. Entristecida y descontenta, lloraba en soledad sin ofrecer ninguna excusa. Ella misma refirió a su hermana, la Madre Inés, los oficios que tuvo que realizar en el Carmelo: barrer escalera y dormitorio; trabajar en la ropería; arrancar hierba; trabajos en el refectorio hasta los 18 años, que consistían en barrer y poner el agua y la cerveza. Se ocupó de la Sacristía con sor San Estanislao y tras dos meses sin oficios trabajó en el torno con sor San Rafael, sin dejar la pintura hasta 1896, fecha en la que pidió ayudar a sor María de San José. Nadie, hasta el final de su vida, llegó a conocer su repugnancia y animadversión por las arañas y la violencia que supuso para ella tener que limpiar las telarañas de una habitación.

La vida claustral para la Beata Ana Catalina Emmerich le deparó no pocos tormentos por el mero hecho de pertenecer a una condición

166 CA 13.7.18. Julio Asimismo Ibid., n. 69.

164 Eran las judías. Cf. CA, n. 137. Agosto.165 CA 20.8.18. Agosto. Y también Ibid., n. 137.

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social inferior a la de sus hermanas de comunidad que no cesaban de reprochárselo. Cómo sería, que su salud débil y enfermiza comenzó a declinar con rapidez. No hay que hacer demasiados esfuerzos para imaginar el sufrimiento de una persona que tuvo que permanecer en cama durante años. Claro que ella, como han hecho tantos otros, vivía en sintonía con Cristo su disposición voluntaria a sufrir por su amor y por los demás logrando crear un clima presidido por la bondad y la paz, aunque dominar las situaciones le supusiese, como a todos, un enorme esfuerzo.

San Juan de la Cruz no fue ajeno a este maltrato. Llegó a Peñue-la en un estado calamitoso, con violentos ataques de dolor provocados por sus úlceras y llagas, pero no aceptó ir a Baeza para recibir mejores cuidados y optó por Úbeda. Allí se encontraría en manos de un fraile al que había reprendido tiempo atrás y que se convirtió en su implacable perseguidor. Diariamente trajo a su memoria antiguas historias llenas de mezquindades y bajezas, reproches e injurias junto con el malsano descrédito contra su honor, que hizo entrar en escena a otro inquisidor. San Juan de la Cruz, cubierto de abscesos y en medio de dolorosas curas, asumía todo en silencio. Cuando se pensaba en su expulsión de la Orden y privación del hábito religioso, respondía así a un sacerdote: «Hijo: no le dé pena eso, porque el hábito no me lo pueden quitar sino por incorregible e inobediente, y yo estoy muy aparejado para en-mendarme de todo lo que hubiere errado y para obedecer en cualquier penitencia que me dieren167». Pues bien, en medio de este calvario,

167 S. Juan De La Cruz, Carta al Padre Juan de Santa Ana, en Málaga. Fragmento, Úbeda, finales de 1591.

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postrado entre sufrimientos físicos más los que provenían de su entorno junto con los espirituales y morales, culminó sus días. Había hecho suyo su propio consejo: «adonde no hay amor, ponga amor, y sacará amor...»168.

Son ejemplos sencillos, cotidianos, que revisten singular realce unidos al sufrimiento físico. Muestran cómo se ejercitan las virtudes en condiciones de debilidad física extrema y/o en el lecho de muerte. La paciencia vinculada a la caridad ha sido siempre para la Iglesia un indicio de santidad. Esa capacidad para soportar cualquier desgracia y contratiempo, en suma, todo lo que resulta adverso, habla ya de sufri-miento, porque su nombre mismo lo indica: procede del verbo latino patiri, que significa sufrir. El biógrafo de Santa Catalina de Siena, San Francisco de Capua, estaba conmovido por el modo que tuvo la santa de ejercitar esta virtud en sus enfermedades corporales:

«Sufría de un dolor continuo y violento en un costado […] También tenía continuamente dolor de cabeza y un dolor agudo en el pecho… que con-tinuó toda la vida y era, según manifestó, el que más la hacía sufrir. A estos dolores hay que agregar las fiebres frecuentes y violentas…»169.

Prosigue recordando su biógrafo que «sus enfermedades no se-guían el orden de la naturaleza: Dios disponía su curso de acuerdo con su divina voluntad»170. A ello se añaden los frecuentes tormentos

169 R. De Capua, Vida de Santa Catalina de Siena, cit., p. 207.170 Ibid., p. 57.

168 Ibid., Carta a la Madre María de la Encarnación, en Segovia. Madrid, 6.7.1591.

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corporales que le infligía el demonio y los numerosísimos sufrimientos de índole espiritual y moral que tuvo que sufrir. Fue adornada con la gracia de los estigmas de la Pasión, primero en su mano derecha y lue-go en ambas manos simultáneamente, y reconoció haber sufrido en su cuerpo una parte de los dolores de Cristo.

San Francisco de Capua hizo notar que «jamás formuló ni una sola queja ni mostró encontrarse enferma. Su aspecto no daba la impre-sión de tristeza; todo lo contrario: siempre recibía con la sonrisa en los labios a cuantos se le acercaban en demanda de consejo o consuelo»171... Desde luego, estos rasgos han sido las constantes de la vida heroica. Sin embargo, conviene hacer una precisión en lo que concierne al aspecto, aun comprendiendo el matiz encerrado en la apreciación del biógrafo de Santa Catalina de Siena.

Hay personas cuyo rostro desvela que padecen una jaqueca y existen otras que aunque tengan un sinfín de enfermedades y graves do-lencias nada en su exterior lo evidencia. El Fundador de los Misioneros Identes, p. ej., mantuvo siempre un aspecto físico que jamás hubiera inducido a pensar lo que en verdad estaba padeciendo. Por eso, cuan-do alguien se acercaba alabando su aspecto, con el humor fino que le caracterizó, respondía: «yo no estoy enfermo del aspecto». Y el Papa Juan XXIII no quiso enturbiar el gozo suscitado en el mundo entero por la marcha del Concilio y la preocupación que hubiese despertado la noticia de la gravedad de su enfermedad: un cáncer de estómago.

171 Ibid., p. 207.

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De tal modo que logró disimularla hasta tres meses antes de su muerte, que fue cuando su aspecto físico, con pérdida notable de peso y otras manifestaciones externas, lo delató. Por tanto, el hecho de que el rostro se convierta en revelador o encubridor de la enfermedad puede consi-derarse como una circunstancia externa al enfermo.

Y en cuanto a las quejas que puedan surgir en torno a la enfer-medad, bien sean formuladas como tal externamente o bien queden en emociones que se viven con mayor intimidad, no han sido ajenas a la vida heroica. Le sucedió a Teresa de Lisieux, como se ha visto, pero aquí tenemos el ejemplo de San Francisco de Asís, según lo narrado por Celano, que permite constatar cómo quedan sujetos esos lamentos al sufrimiento asumido voluntariamente por amor a Cristo:

«…Una noche en que se sentía más agobiado que de ordinario por varias y dolorosas molestias, comenzó a compadecerse de sí en lo íntimo del co-razón. Mas para que su espíritu, que estaba pron-to, no condescendiera, cual hombre sensual, con la carne, ni por un instante en cosa alguna, mantiene firme el escudo de la paciencia invocando a Cris-to. Hasta que al fin, mientras oraba así puesto en trance de lucha, obtuvo del Señor la promesa de la vida eterna a la luz de este símil: ‘Si toda la tierra y todo el universo fueran oro precioso sobre toda pon-deración; y –libre tú de los dolores– se te diera en recompensa, a cambio de las acerbas molestias que

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padeces, un tesoro de tan grande gloria, en compa-ración de la cual el oro propuesto no fuera nada, es más, ni siquiera mereciera nombrarse, ¿no te go-zarías sufriendo de buena gana lo que ahora sufres por un poco de tiempo?’. ‘Me gozaría –respondió el Santo–, me gozaría lo indecible’. ‘¡Exulta, pues –le dijo el Señor–, porque tu enfermedad es prenda de mi reino, y espera seguro y cerciorado, por el mérito de la paciencia, la herencia de mi reino!’»172.

Y respecto a los ataques infligidos por el demonio en mayor o en menor medida no se ha librado ninguno, y otro tanto ha sucedido con los padecimientos espirituales y morales.

De la forma heroica de vivir cotidianamente con la enfermedad y el dolor sólo pueden decirse maravillas. Es, además, un ejercicio difícilmente transmisible. Saber cómo ofrecía y agradecía a Dios su enfermedad el Siervo de Dios, Manuel Lozano Garrido «Lolo», perio-dista español, con expresiones como esta: «¡Cáncer! ¡Cáncer! ¡Cán-cer!... Bueno, ¿y qué del cáncer? ¿Es que se come a lo niños crudos? Mala enfermedad, como todas, pero impotente ante un espíritu si este se lo propone»173, puede enmudecer a muchos. Cierto que él no tuvo experiencia de esa terrible enfermedad, pero tenía una trayectoria de dolor singular y estremecedora realmente: aquejado de parálisis y ce-guera desde su juventud, leía y escribía artículos periodísticos en su

172 T. De Celano, Vida Segunda, c. CLXI, § 213.173 Cít. en el suplemento del diario ABC, “Alfa y Omega” (76), 21.6.1997, p. 23.

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silla de ruedas, a la que vivió atado durante varias décadas. Cuando su mano derecha fue afectada por la parálisis, aprendió a escribir con la izquierda y cuando ésta también le falló, pidió que le ataran un bolí-grafo a la mano con una simple goma. Por si ello fuera poco, al perder la vista, grababa sus trabajos en un magnetofón, escribiendo en una década diversos libros, cuentos, ensayos y numerosos artículos. ¿Cómo sintetizar lo que supuso en su día a día este proceso degenerativo de su organismo?

No es posible en manera alguna reducir a un puñado de pala-bras esta tragedia cotidiana. Y quien haya pasado por una experiencia de dolor sabrá lo que eso significa: lo largos que parecen los días cuan-do hay que afrontarlos sintiendo el aguijón de los miembros torturados, la dificultad de la incorporación a la vida y tareas habituales, y más si se produce un incesante peregrinar por hospitales, intervenciones quirúrgicas con sus secuelas, la constante suma de pruebas médicas, tratamientos... Es un calvario interminable.

Así ha vivido el Fundador de los Misioneros Identes durante dé-cadas. En orden al sufrimiento físico: una pierna amputada, a pesar de la intervención quirúrgica para salvarla, tras padecer terribles dolores durante medio año debido a la gangrena progresiva del miembro, así como otro par de operaciones posteriores para solucionar los destrozos dejados por la amputación, Ésta, además, le produjo otras complica-ciones en su salud, como una caída en la que se fracturó el brazo dere-cho, lo cual le llevó dos veces más al quirófano para ponerle, y después

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extraerle, una placa metálica, así como un injerto de la cadera. Extir-pación de la vesícula por cálculos biliares. Nueva operación en la que, tras amputarle tres quintas partes del estómago, posteriormente requi-rió otra intervención por complicaciones intestinales crónicas agravadas años más tarde por una obstrucción intestinal y que, una vez más, le llevaron al quirófano por el que tuvo que pasar, en este caso, en dos ocasiones y en un plazo de dos meses, terminando con la extirpación casi total del intestino delgado. Todo eso sin contar varias intervencio-nes quirúrgicas menores para solucionar las diversas hernias, secuela de todas estas operaciones. Tampoco se libró de dos neumonías, una de las cuales le mantuvo ingresado dos veces en un hospital debido a las complicaciones, ni de otras incontables intervenciones quirúrgicas sucesivas, hasta que, al final, una progresiva dilatación de los músculos del corazón, con insuficiencia de sus funciones, le condujo a la muer-te. Y a todo ello hay que añadir el sufrimiento espiritual, como le ha ocurrido a todas las personas de vida heroica. Era, sin duda alguna, lo fundamental. Él mismo lo reconocía:

«Yo nací sufriendo hasta hoy. Las venas mías son ríos de sangre que me duelen. [...] Yo no he sali-do nunca del dolor, por lo menos del dolor de espí-ritu, agravado, claro, por otras circunstancias físicas, pero es, sobre todo, Dios quien me duele. Yo le digo ‘Tú eres mi dolor’. Alegría y pena se entrecruzan, de este modo, en mi alma: son los dos brazos de una misma cruz que, clavada en tierra, mira al cielo»174.

174 M.L. Gazarian, Fernando Rielo: un diálogo a tres voces, cit., pp. 100-104.

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Incluso desde fuera, con la salud por bandera, se queda el áni-

mo estremecido, sorprendido por la capacidad de sufrimiento de un ser

humano como éste. De modo que es natural preguntarse, ¿cómo es po-

sible abordar una misión en ese estado, con un organismo destrozado

por el bisturí, donde eran constantes los dolores, -tan espantosos, a ve-

ces, que le hacían perder el sentido- además de las numerosas manifes-

taciones externas que, como se puede suponer, conllevan tal número de

operaciones? ¿Cómo se pueden poner en marcha tantas fundaciones175,

dirigirlas, proyectarlas, afrontar las dificultades que conllevaban, seguir

la vida de todos sus hijos e hijas directamente, etc.? ¿Cómo se puede

seguir pensando, dando conferencias, escribiendo?... Pues bien, es el

momento de recordar lo que ya se dijo: ante el dolor no hay respuestas

ni científicas, ni teóricas que expliquen ni sus raíces, ni sus complejos y

entrelazados ramajes, sino que las damos nosotros mismos con nuestra

actitud en el día a día. Y esta fue la respuesta de Rielo: hizo, en medio

de tantos dolores y sufrimientos, lo que tenía que hacer. Mirando a la

cruz de Cristo, uniendo sus sufrimientos a los suyos, a imagen suya, fue

consumiéndose en el dolor del amor al Padre Celeste hasta perder el

aliento. «¡Cuánto mi deseo de morir por Él del mismo modo que Él

175 Además de la Fundación religiosa de Misioneros Identes, reconocida como Instituto de Vida Consagrada el 22.10.2004, Fernando Rielo puso en marcha, entre otras: la Fundación Cultural Fernando Rielo, la Asociación Sanitaria Fernando Rielo, la Funda-ción Idente de Estudios e Investigación, la Juventud Idente, y la Escuela Idente.

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murió por mí!»176, exclamaría en un momento dado de su juventud.

Por eso, como afirmaba Juan Pablo II, la única vía para descifrar el

enigma del sufrimiento es el camino del amor por el que se transforma

la realidad. Y de qué manera, porque ante una existencia tan doliente

como la del Fundador de los Misioneros Identes en lo que cabe pensar,

dentro del sentido común, es en la inacción y el reposo casi absolutos,

y no en una actitud como la suya en la que, dándose generosamente,

confería a la dramática realidad con la que se enfrentaba un aire de

naturalidad insólito.

Pues bien, todos los que han vivido con graves cronicidades

y lesiones, como le sucedió a Fernando Rielo, pertenecen a la plé-

yade de héroes que han vivido el dolor cotidiano con la alegría en

el semblante; con sentido del humor y sin perder nunca de vista las

necesidades y contingencias de la vida de quienes les rodeaban. Los

rasgos de su debilidad humana dejan el ánimo poderosamente con-

movido por la grandeza titánica que revelan unos organismos castiga-

dos, como los suyos, donde la intensidad de su amor y de su esfuerzo

son el signo inequívoco de la gracia de Dios que les ha bendecido y

nos ha procurado a los demás numerosos beneficios con tan generosí-

sima entrega. Han sido sembradores de felicidad en su entorno, como

atestiguan los muchos que escucharon sus palabras. Son biografías de

176 M.L. Gazarian, Fernando Rielo: un diálogo a tres voces, cit., p. 46.

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continua oración y penitencia, jamás ajenas a la dicha inefable de la

íntima y continua unión con la Santísima Trinidad. No hay duda de

que la vida de los que han padecido (y sufren) el calvario de prolonga-

das y graves enfermedades abrazados a la cruz son la prueba palpable

de que el dolor cotidiano se puede sobrenaturalizar simplemente con

elevarlo a Dios.

6.4.– Humanidad y santidad en la enfermedad

El Cardenal Saraiva ha afirmado que «en realidad todos los san-

tos son para amar porque, como dijo Benedicto XVI en Colonia, los

santos nos indican el camino para ser felices y nos muestran cómo se

consigue ser personas verdaderamente humanas»177. Por provenir estas

palabras del prefecto del Dicasterio para las Causas de los Santos sin

duda son altamente significativas. Porque efectivamente, no podemos

olvidar que estamos hablando siempre de seres humanos, con sus acier-

tos y fracasos, sus debilidades y firmeza, sus luces y sus sombras. Y la

humanidad es uno de los rasgos distintivos de la vida heroica. La han

puesto sobradamente de manifiesto con la vivencia de su caridad en el

modo de acercarse a todo ser humano: comprenderlo, esperar y soñar

en él, perdonar, confiar..., y luchar hasta morir. Naturalmente, esta ver-

tiente humanitaria tiene su plasmación en la enfermedad.

177 Declaraciones a www.zenit.org, 3.10.2005.

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Hay instantes luminosos en la vida heroica de singular belleza,

elocuentes por sí mismos de lo que es el humanismo cristiano, como

fue el último gesto del Beato Pier Giorgio Frassati. Gravemente en-

fermo de la poliomielitis fulminante que había contraído, pidió a su

hermana que tomase de su habitación la caja de inyecciones prevista

para él y escribió en ella la dirección de la persona a la cual quería que

se la entregasen. Esa capacidad de renuncia y sacrificio de la que había

hecho gala a lo largo de su corta existencia se manifestó especialmente

en esos postreros instantes volviendo a poner la nota significativa de su

amor a los seres humanos conforme al mandato supremo de Cristo:

«amaos los unos a los otros como Yo os he amado» (Jn 15, 12. 17).

En la vida heroica el sufrimiento no se vive añadiendo más tra-

gedia a la que lleva aneja el dolor. Y ese es un nuevo rasgo humanitario

que encierra gran enseñanza. No se dramatiza, como acostumbra a ha-

cerse en la vida ordinaria. El Padre Pío tenía un gran sentido del hu-

mor. Y quién lo diría al saber los constantes sobresaltos que le daba su

salud y los agudísimos dolores que le producían los estigmas. San Juan

Bosco también mantuvo viva esta cualidad hasta el final de sus días

incluyendo la etapa de su última enfermedad. Pier Giorgio Frassati era

bien conocido por su talante alegre y jovial. Y San Felipe Neri, siempre

delicado de salud, hizo grandes amigos entre príncipes y cardenales que

le buscaban, entre otras cosas, por este rasgo peculiar tan importante en

cualquier etapa de la vida y significativo donde los haya en medio de las

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enfermedades, como es el sentido del humor. El P. Damián de Molokai

era consciente del bien que hacía su talante positivo en los enfermos:

«Hago lo imposible –reconocía– por mostrarme siempre alegre, para

levantar el ánimo de mis enfermos»178. El ser optimista y poner mode-

ración en medio del dolor haciendo reír o sonreír a los demás es una

virtud, no cabe duda. Con su particular maestría en la vida heroica, en

consonancia con la personalidad propia de cada uno, todos ellos han

convertido el sentido del humor en un apostolado eficiente y fecundo.

El sentimiento de saber sufrir bajo todos los aspectos para que

los demás pudieran vivir dentro del marco de la caridad evangélica que

tiene como único centro a Cristo es lo que hizo también Fernando Rie-

lo. Durante casi toda su vida fue un experto orador con esa capacidad

singular de manejar adecuadamente la anécdota. Su chispa y gracejo

sirvieron pedagógicamente para templar situaciones que de otro modo

habrían podido vivirse con cierta tensión. Y mantuvo siempre viva esta

característica, en medio de sus constantes sufrimientos, hasta que la voz

se le quebró presa de la enfermedad y sus ojos mostraban su inmenso

amor con una elocuencia realmente conmovedora. Eso sí, poseer una

«chispa» no puede traducirse aquí en el sentido de «chistoso», ni con-

fundirse con formas de hilaridad que estaban completamente lejos de

178 Cf. www.combonianos.com/mn/articulos/fechas/1994/mayo/damian.htm.

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configurar su personalidad grave y paternal, donde la única alegría que

podía hallarse era la que él mismo había señalado para ser estimada

dentro de la fundación religiosa que había erigido:

«Yo pido a Dios que los miembros de la Insti-

tución se caractericen por la alegría, una alegría en

todas las cosas que no sea como las fugaces alegrías

de este mundo. Quiero que crezcan con esa mística

alegría en tal grado que vean la tierra desde el cielo y

no el cielo desde la tierra»179.

Rielo había distinguido claramente entre el «humorismo» y

el «humor», considerando el humorismo -llamado por él también «la

sonrisa del dolor»- como un principio que se inserta en el sentir hu-

mano en virtud de tener su alegría herida por el pecado original, y a

la risa como una de sus tantas manifestaciones. Al sentirse exiliado en

este mundo, la suya era una melancolía llena de añoranzas por la vida

eterna, por abrazar a la Santísima Trinidad. Por eso, rotundamente

reconocía que se da al mismo tiempo la tristeza y la alegría; eso sí,

una alegría que nada tiene que ver con la de este mundo. «No tengo

palabras para poder explicar este desposorio entre el dolor y el amor, la

tristeza y la alegría -reconoció-. Solo sé que el dolor y el amor inmolan

179 Cf. M.L. Gazarian, Fernando Rielo: Un diálogo a tres voces, cit., p. 23.

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mi cuerpo, mi alma y mi espíritu»180.

La paz es otra de las características de la vivencia del sufrimiento

en la vida heroica. De San Francisco de Asís cuenta Celano:

«Era milagroso de veras que un hombre abru-

mado con dolores vehementes de parte a parte tu-

viera fuerzas suficientes para tolerarlas. Pero a estas

sus aflicciones les daba el nombre no de penas, sino

de hermanas. Eran, sin duda, muchas las causas

de donde provenían. De hecho, para que alcanzase

más gloria por sus triunfos, el Altísimo le preparó

situaciones difíciles no sólo en sus comienzos, ya

que, estando como estaba avezado en las lides, le

proporcionaba todavía ocasiones de victoria. Los se-

guidores de él tienen también en esto un ejemplo,

porque ni con los años moderó su actividad ni con

las enfermedades su austeridad. Y no sin causa logró

purificación completa en este valle de lágrimas hasta

llegar a pagar el último ochavo (Mt 5,26) –si había

algo en él que debiera ser purgado en el fuego–, para

que finalmente –purificado del todo– pudiera subir

180 Ibid., p. 102.

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de un vuelo al cielo. Pero, a mi juicio, la razón prin-

cipal de sus sufrimientos era –como él aseguraba

refiriéndose a otros– que en sobrellevarlos hay una

gran recompensa»181.

Y Damián de Molokai escribía así a su hermano:

«Ha sido un agrado del Señor confiarme el

cuidado del bienestar espiritual de los infortunados

leprosos desterrados en Molokai. Como sabes, hace

tiempo que la Divina Providencia me escogió para

convertirme en víctima de esta repugnante enferme-

dad. Espero permanecer eternamente agradecido a

Dios por este favor. Me parece que esta enfermedad

abreviará un poco y hasta hará más estrecho el cami-

no que me conducirá a nuestra querida patria. En

esta esperanza he aceptado esta enfermedad como mi

cruz especial; trató de llevarla como Simón Cireneo,

siguiendo las huellas de nuestro Divino Maestro.»182.

«Por tener tanto qué hacer, el tiempo se me

hace muy corto; la alegría y el contento del corazón

182 Carta a Pánfilo, 9.11.1887. Cf. http://www.iglesia.cl/biblioteca/testigos/Damian/CARTAS.HTM.

181 T. De Celano, Vida Segunda, c. CLXI, § 212.

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que me prodigan los Sagrados Corazones hacen que

me crea el misionero más feliz del mundo. Así es el

sacrificio de mi salud, que Dios ha querido aceptar

haciendo fructificar un poco mi ministerio entre los

leprosos, lo encuentro después de todo bien ligero

e incluso agradable para mí, atreviéndome a decir

como San Pablo ‘Estoy muerto y mi vida está escon-

dida con Cristo en Dios’»183.

Por su parte, Fray Junípero Serra reproduciría así su ánimo espi-

ritual en medio de su calvario físico originado por la llaga de su pierna:

«En cuanto a mí, la caminata ha sido verdade-

ramente feliz y sin especial quebranto ni novedad

en la salud. Salí de la frontera malísimo de pie y

pierna, pero obró Dios y cada día me fui aliviando

y siguiendo mis jornadas como si tal mal no tuviera.

Al presente, el pie queda todo limpio como el otro;

pero desde los tobillos hasta media pierna está como

antes estaba el pie, hecho una llaga, pero sin hincha-

183 Carta a ibíd, 16.11.1887. Cf. http://www.iglesia/biblioteca/testigos/Da-mian/CARTAS.HTM

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Vivencia del dolor

173

zón ni más dolor que la comezón que da a ratos; en

fin, no es cosa de cuidado».

A muchos sorprenderá esta capacidad para afrontar los sufri-

mientos con el gozo y la paz espirituales. Son frutos de una gracia, des-

de luego, pero es una gracia aceptada, asumida, perseguida; una gracia

alimentada con la oración continua. Rielo encontró el sentido de un

dolor que lleva al hombre a su destino universal de unión mística con el

Padre. «El dolor –afirmará– tiene un valor celestial incalculable y es lo

más propio del ser humano, mientras no llega la muerte»184.

Santa Ángela de Foligno explicó el origen de su estado de paz

en medio de sus sufrimientos de manera que puede resumirse, en la

experiencia que relata, el sentir de los que han padecido por amor a

Cristo:

«Él me dijo entre otras estas palabras: -Te

doy esta señal de que soy yo el que te habla y te ha

hablado. Te doy la cruz y el amor de Dios dentro

de tí. Y esta señal estará contigo eternamente’. En

seguida comencé a sentir esa cruz y ese amor, pro-

184 M.L. Gazarian, Fernando Rielo: un diálogo a tres voces, cit., p. 101.

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Vivencia del dolor

174

fundamente, en el alma; y esa cruz la experimentaba

corporalmente, y sintiéndola, mi alma se derretía en

el amor de Dios. Durante el camino, yendo a Asís,

me había dicho: ‘Toda tu vida, tu manera de comer,

beber y dormir, y tu vivir, todo me gusta’. Vuelta a

casa, sentía en ella una dulzura y una paz tan gran-

des que no sé cómo expresarlas. Deseaba morir, y

me pesaba tanto el vivir, a causa de esa dulzura y

de esa paz, serenas, amables, e inefables, que, para

llegar a ellas -que por otra parte sentía ya en mí- y

para no perderlas, deseaba morir a este mundo. El

vivir me era un tormento, mucho mayor que el dolor

por la muerte de la madre y de los hijos y más que

todo dolor que yo pudiera imaginar. Y yací en casa

postrada por ocho días en esta languidez y en este

inmenso consuelo»185.

«El sufrir y el gozar es lo de menos -decía el Hermano Rafael-;

nada importa que suframos o gocemos; al fin y al cabo, somos nosotros.

NO..., Señor, Tú sólo eres nuestra vida. Tú sólo debes ser nuestra

única razón de vivir... Tú sólo... Nosotros nada»186. Santa Ángela de

185 Cf. Santa Ángela De Foligno, Libro de la vida, Primera parte. Misiones Francisca-nas Conventuales, Buenos Aires. En www.catolicos.com/santaangelalibro.pdf.186 Hermano Rafael, Carta 20.12.1935.

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Vivencia del dolor

175

Foligno tenía la convicción de que «cuanto más ve el alma del mis-

terioso dolor de ese Dios-Hombre, tanto más es capaz de sufrir y de

transformarse en Él. Cuanto más ve el alma la nobleza y la delicadeza

de ese Dios-Hombre, y cuanto mayor es esa visión, tanto más el alma se

transforma en Él por amor. Cuanto más ve el alma el dolor inefable de

esa visión, tanto más el alma se transforma en Él por el dolor»187.

Cuando la salud de San Juan de Dios se resintió totalmente por

tantísimos trabajos, ayunos y noches sin dormir por hacer el bien, y

resfriados por ayudar a sus enfermos, puso harto empeño en que nadie

se diese cuenta de los terribles dolores que le atenazaban día y noche.

Pero llegó un momento en que no pudo disimularlo más. Imaginemos

su estado con unas piernas deformadas por causa de la artritis con in-

decibles dolores. Fue en ese momento cuando aceptó la invitación de

una señora de bien que, con la autorización eclesiástica pertinente, se

lo llevó a su casa y se ocupó de él. Este afán de preservar a los demás del

sufrimiento que provoca la propia enfermedad es otro de los distintivos

de la vida heroica.

Ya en el Evangelio se ve cómo tutelaba el apóstol San Pablo

estas situaciones intentando paliar las emociones que producía la en-

fermedad de Epafrodito a los hermanos de la comunidad de Filipos.

187 Cf. Santa Ángela De Foligno, Libro de la vida, Segunda parte. Misiones Francisca-nas Conventuales, Buenos Aires. En www.catolicos.com/santaangelalibro.pdf.

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Vivencia del dolor

176

Es decir, que, en este caso, no era él el sujeto de padecimientos, pero

comprendía perfectamente el estado anímico que suscita la enfermedad

de los seres queridos:

«Entre tanto he creído necesario enviaros a

Epafrodito, mi hermano y compañero de trabajos y

fatigas, a quien vosotros enviasteis para socorrerme

en mis necesidades. No sabéis cuánto os añora, y lo

preocupado que está desde que se ha enterado de

que habéis tenido noticias de su enfermedad. Efec-

tivamente, ha estado enfermo, y a las puertas de la

muerte; pero Dios ha tenido piedad de él, y no sólo

de él, sino también de mí, no queriendo añadir más

dolor a mi dolor» (Flp 2, 25–27).

San Pablo les pide que lo acojan con alegría para que su propia

tranquilidad y gozo sean manifiestos y esa es la respuesta que merece

el dolor de los que nos rodean. Pues bien, el anhelo de preservar del

sufrimiento a otros es un sentimiento hondo y palpable cuando alguien

ha sufrido o está padeciendo con dignidad, sin exigir prebendas a na-

die. Precisamente, uno de los dramas de la vida ante el dolor de los que

amamos es no poderse poner en el lugar del que sufre. Por eso, hay

como un cierto privilegio en ese poder sufrir y a la par evitar el dolor a

los allegados.

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Vivencia del dolor

177

Santo Domingo Savio no quería que le ayudasen en las ordina-

rias necesidades. «Mientras pueda -decía-, quiero disminuir las moles-

tias a mis queridos padres; ya han pasado ellos muchos trabajos y afanes

por mí»188. En ese «mientras pueda» radica la clave, porque cualquiera

de las personas de vida heroica que se han mencionado han actuado

con esa claridad no siendo gravosas a nadie, esforzándose, como ya se

ha visto, en asumir el día a día con las cronicidades pertinentes, fueran

graves o no, y los contratiempos que les ha deparado su enfermedad.

En el caso del Beato Pier Giorgio Frassati, su afán por no preocupar a

su familia, dado que su abuela estaba agonizante, le llevó a ser extre-

madamente prudente y no hizo partícipe a los suyos de la poliomielitis

que había contraído en la cabecera de un enfermo. Esta actitud le costó

la vida; su fallecimiento se produjo tres días más tarde que la de ella.

Y es que la discreción es otra de las características de la vivencia de la

enfermedad en la vida heroica. Ahora bien, debe quedar claro que la

prudencia no es sinónimo de ocultación.

Tampoco la conformidad con la voluntad divina debería mer-

mar la responsabilidad con la propia salud, aunque en alguna ocasión

haya asomado tal tentación. Cuando a primeros del siglo XX le propu-

sieron a San Ezequiel Moreno ir a Europa para ser intervenido del do-

loroso cáncer de nariz que padecía, justificó su resistencia diciendo que

188 SAN JUAN BOSCO, Vida de Domingo Savio, cit., c. XXIV, p. 801.

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178

estaba descansando «dulcemente en los brazos de Jesús». Afortunada-

mente, las presiones de sus files colombianos, sacerdotes y religiosos le

disuadieron, accediendo a realizar el viaje enseguida, aunque bien es

verdad que no le sirvió de nada porque falleció tras varias operaciones

quirúrgicas infructuosas. Eso sí, entregó su vida obteniendo en ello la

respuesta a la pregunta que tanto le había inquietado: «¿Nos habremos

hecho indignos de sufrir por Dios nuestro Señor?»189.

Numerosos testimonios prueban la naturalidad, al menos exter-

namente, con la que tantas personas han afrontado sus padecimientos.

La matización realizada no es banal, ya que los gestos visibles ponen al

descubierto las virtudes y debilidades. Naturalmente, a ello no es ajeno

el dolor físico; al contrario, es un signo revelador de la excelencia de

vida como también lo es de la flaqueza, de tal modo que la categoría

humana queda ensalzada de forma singular cuando el dolor se afronta

con dignidad. Juan Pablo II no escondió a los ojos humanos el dete-

rioro progresivo de su organismo. Tampoco lo utilizó como estandarte

de nada. Simplemente se limitó a proseguir cumpliendo su misión de

forma admirable, huyendo de falsos pudores humanos y de las numero-

sas opiniones que se alzaban por doquier en los últimos años de su vida

sugiriendo su destierro, porque en el fondo, la expresión «abandono»,

«dimisión», etc., aplicado a su caso concreto, venía a ser una forma

189 Cf. www.geocities.com/CollegePark/Center/3635/ezequiel/.

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Vivencia del dolor

179

de abanderar una retirada que se presumía llena de bondades para el

ilustre enfermo, pero que no lograban ocultar el ánimo subyacente que

había en ellas de enmascarar y huir del dolor y de la invalidez que éste

provoca, de lo cual era testigo fehaciente el rostro y los gestos del do-

liente Pontífice. Una vez más, en determinados sectores de la sociedad

quería imponerse el afán de acallar el sufrimiento, relegarlo y evitar lo

que le sirve de pantalla, por más que se trate de algo que difícilmente

se puede esquivar. Sin duda, Juan Pablo II ha dado un ejemplo de

incuestionable virtud mostrando su entereza, fortaleza y generosidad,

entre otras muchas virtudes, sabiendo eludir el penoso exhibicionismo

con la sencillez de la naturalidad, manteniendo enhiesto su báculo de

Pastor, el mismo que le entregara Cristo y que jamás abandonó.

Hay una carga testimonial y ejemplarizante que invita a la re-

flexión en la naturalidad y serenidad con la que se afronta el sufrimiento

en la vida heroica que las pobres y precipitadas apreciaciones de los

falsos profetas no comprenden. El cumplimiento de las misiones sin

llamar la atención ni manifestar nada extraordinario cuando se sufren

dolores físicos y otros padecimientos e incomodidades propias de las

enfermedades en medio de la aparente monotonía de una vida cotidia-

na es ilustrativo de la virtud con que se vive. Fernando Rielo no dejó

de presidir las comidas y cenas, salvo rarísimas excepciones originadas

por las propias lesiones que padecía, pese a las situaciones incómodas

que debido a ellas le sobrevinieron durante las mismas en numerosas

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180

ocasiones. Igualmente mantuvo una agenda apretadísima casi hasta el

final de sus días en la que se incluían, junto al gobierno directo de

la Institución por él fundada, trabajos de pensamiento y de creación

poética, conferencias, dirección espiritual, consultas, entrevistas, etc.,

manteniendo el talante de todos los fundadores y fundadoras, de los

seguidores de Cristo que jamás han medido el tiempo con la cadencia

de los relojes sino con el latir de un corazón que respira a la par del

Divino Maestro.

En la vida tan legítimo es el gozo como el sufrimiento, simple-

mente porque ambos forman parte del acontecer de cualquier ser hu-

mano. Y dado que a éste no le es dado elegir vivir inmerso siempre en

la felicidad sino que pervive también junto al sufrimiento, no tiene jus-

tificación priorizar uno de estos elementos presentes en la existencia en

detrimento del otro. Lo que hay que hacer es darle a cada uno el lugar

que le corresponde dentro de su evidente antagonismo. Y, desde luego,

como la debilidad humana es patente en el sufrimiento, la atención al

que sufre todavía debe ser más intensa y esmerada en el dolor que en el

gozo. En una palabra, habría que acoger con sumo respeto los gestos de

una persona que sufre y que, pese a todo, jamás abandona su misión.

Eso es lo que han hecho los santos.

Por lo demás, hay que decir que ellos también han sabido agra-

decer su salud cuando ha sido el caso, pero siempre dispuestos a en-

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181

tregar su vida por Cristo. A punto de cumplir sus 58 años el Papa Juan

XXIII decía:

«¡Gracias Señor! Aún me siento joven de salud

y de fuerzas, pero no tengo pretensión alguna. Cuan-

do quieras, aquí me tienes preparado. Incluso para

morir –¡para morir sobre todo!–, fiat voluntas tua

(hágase tu voluntad)»190.

7.– El fulgor del barro

«Cosas mayores haréis» (Jn 14, 12), anunció Cristo en el Evan-

gelio. Y así se ha ido cumpliendo a lo largo de los siglos con hechos

extraordinarios contenidos en sencillas «vasijas de barro», según las pa-

labras del apóstol Pablo: «Este tesoro lo llevamos en vasijas de barro»

(2 Cor 4, 7), alumbradas por la humildad y la oración.

Santa Catalina de Siena ha sido uno de los casos heroicos y

verdaderamente singulares ante el sufrimiento ajeno. Pobres, enfermos

y menesterosos eran habituales en sus actos de caridad. No en vano era

190 JUAN XXIII, Diario del alma, 12/18.11.1939, § 3.

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182

Dios mismo quien se los había encomendado. En una ocasión, con in-

tensos dolores corporales que la mantenían prácticamente inmovilizada

y apenas sin fuerzas para caminar, recogió alimentos de la despensa

familiar y socorrió a una viuda que no tenía ni un trozo de pan con

que alimentar a sus hijos. No pudieron con sus ansias de caridad ni

las dolencias que sufría continuamente, ni los muchos vetos y persecu-

ciones que provenían del exterior, y menos aún las naturales reservas

que cualquiera tiene ante actos como los que ella realizó. De esa santa

asistencia a los enfermos hay en particular dos episodios memorables y

muy conocidos. Ambos son sobrecogedores, pero uno de ellos es inex-

plicable humanamente y sólo puede contemplarse desde la fe; repugna,

si así puede decirse, a la propia razón.

El primero refiere a los cuidados que proporcionó a una viuda

gravemente enferma de lepra, de la que todos huían. Como era previsi-

ble, la santa se contagió, pero no cesó en su acción caritativa. El milagro

se produjo en ella una vez que hubo amortajado a la difunta; entonces

desaparecieron del cuerpo de Catalina todas las señales de la enferme-

dad. El segundo hecho acaeció cuando Catalina se enteró de la grave

enfermedad de cáncer que padecía una viuda. Cuenta San Francisco

de Capua que el hedor era insoportable y nadie osaba acercarse a la

enferma sin repugnancia. Llevando al extremo su caridad, no sólo se

mantuvo al pie del lecho, curando las llagas y cubriéndola en sus nece-

sidades, sino que, en un momento dado, para vencer su repugnancia y

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Vivencia del dolor

183

ante la provocación del demonio que le decía: «¡Cómo es eso! … ¿Te

disgusta tu hermana que ha sido redimida por la Sangre de Jesucristo?

Aunque tú cayeras enferma y en peores condiciones que ella, eso no

sería más que un justo castigo por tus pecados», «se inclinó sobre el

pecho de la cancerosa y aplicó los labios a la repugnante úlcera hasta

que tuvo la seguridad de haber vencido el disgusto que le producía

la enferma y triunfado sobre la natural repulsión que sentía»191. Por

si fuera poco, después de tener que afrontar las graves calumnias que

esta viuda propagó sobre Catalina, una vez más, venciendo su impulso

natural de repulsión y queriendo combatir contra su propio ánimo,

reunió en una taza el agua con la podredumbre que brotaba de la llaga

de esta enferma y lo sorbió hasta agotarlo192. Ella misma narraría el

milagro que sucedió en el transcurso de esta experiencia: «Padre, le

aseguro que en toda mi vida he bebido nada que tuviese un sabor tan

dulce y agradable». Después, en un rapto místico, Cristo le daría a be-

ber de su propio costado. En un inciso hay que recordar que también

San Francisco de Asís venció su natural resistencia ante estos enfermos

en la etapa de su conversión y los amó después inmensamente. Es más,

recordó de manera singular en el testamento que dejó a sus hijos en

su lecho de agonía el instante en el que besó la mejilla de uno de estos

191 R. De Capua, Vida de Santa Catalina de Siena, cit., p.71.192 Ibid., p. 75.

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184

enfermos y dirá que experimentó entonces «la mayor dulcedumbre del

alma y del cuerpo»193.

Pero la experiencia mística anteriormente narrada de Santa Ca-

talina de Siena no es nueva. San Francisco de Asís, Santa Magdalena

María de Pazzi, San Juan de Dios, Santa Margarita María Alacoque,

Santa Ángela de Foligno, Santa Catalina de Ricci, Santa Coleta, Santa

Francisca de las 5 llagas, y Santa Catalina de Génova son algunos de los

que recibieron esta gracia de experimentar en su cuerpo los estigmas de

la Pasión, pero no han sido los únicos. Santa Verónica Giuliani también

vio un cáliz que le ofrecía unas veces Cristo y otra María en el que se con-

tenían todos los sufrimientos, siendo invitada a compartir tantas penas.

Ella no rehusó la oferta y percibió en su cabeza los agudísimos dolores de

Jesús en la coronación de espinas. En otro momento, y tras la aparición

de Cristo crucificado, sintió que de las cinco llagas divinas salían unos ra-

yos que le produjeron a la santa otras tantas heridas en los pies, manos y

costado. Estas llagas o bien sangraron o aparecieron cubiertas de costras

durante toda su vida. Como ya sucediera con otros casos antes y después

de su tiempo, la ciencia no pudo hallar una explicación natural de los es-

tigmas. Éstos fueron considerados como signos externos de su santidad,

pero ella creyó que eran fruto de su orgullo y soberbia por lo que insistía

193 Cf. T. De Celano, Vida Primera, VII, § 17 y Testamento de S. Francisco de Asís, § 1.

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185

continuamente en su oración para que Dios le librase de ellos. Y así fue:

desaparecieron tal como habían llegado a su vida.

Por lo general, los santos que han recibido este don han exudado

una fragancia celestial. Pero no fue lo que le sucedió a Santa Rita de

Casia. Dios la escuchó, como a otros tantos, en su petición de ser par-

tícipe de los sufrimientos de Cristo y vio en su cuerpo los estigmas y las

marcas de la corona de espinas en su cabeza, en concreto de una espina

que tuvo clavada hasta su muerte, pero de la herida no surgía fragancia

sino un olor tan nauseabundo que la gente debía alejarse de su lado.

Es decir, que en su caso, esta peculiaridad tan dolorosa que cesó en el

instante de su muerte, en vida se añadió a sus particulares tormentos.

Fragancia de flores destilaban los estigmas que el Padre Pío llevó

durante cincuenta años en sus manos, pies y costado izquierdo. Él los

consideraba un regalo de Dios y una gracia que le permitía asemejar-

se a Cristo crucificado. Pero si un olor celestial destilaban estas hue-

llas del divino Maestro en el exterior, ninguna otra bondad humana

le procuraron. Lo suyo fue medio siglo de verse obligado a mostrar al

mundo entero el sufrimiento que hubiera deseado ofrecer a Cristo en

su intimidad, de críticas y menosprecio, de ser considerado neurótico

y mantenido durante décadas bajo sospecha, y de atribuirle adjetivos

similares con el fin de descalificarle, simplemente por no poder ofrecer

una explicación científica de tan sobrenaturales hechos.

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186

Pero al Padre Pío, como a tantos otros, le fue vulnerado hasta

su derecho a la intimidad, con lo cual no pudo preservar lo que hu-

biera querido mantener a resguardo de miradas ajenas. Eso que San

Gerardo Maiela sintetizó magistralmente: «Señor, realizáis en mí cosas

maravillosas y después las publicáis por todas partes. ¿Por qué no las

conserváis escondidas?»194. Esta experiencia formó parte de la vida de

la Beata Ana Catalina Emmerich con una existencia plagada de con-

tinuas enfermedades tras verse postrada en cama inválida por un ac-

cidente. En ese estado recibió los estigmas de la Pasión que trató de

ocultar sin conseguirlo, y también en su caso, como le había ocurrido

al Padre Pío, levantó gran expectación a su pesar. Lo único que no se

descubrió fácilmente fue el enorme sufrimiento físico y espiritual que

padeció. Desde el hecho de quedar literalmente helada cubierta con las

sábanas empapadas del sudor que le producían los dolores debido al

gélido frío de la Europa Central que penetraba por las rendijas de las

paredes, hasta las dudas que suscitaron en las autoridades eclesiales y

enemigos de la Iglesia sus estigmas y otros hechos extraordinarios que le

acontecieron, pasando por los desplantes recibidos en la intimidad del

convento. Y, desde luego, no faltaron los encierros contra su voluntad,

las acusaciones de fraude, insultos, amenazas y sospechas.

194 J. Arderiu, Modelos de santidad, cit., p. 175.

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187

Santa Gema Galgani también fue despreciada, calumniada e

incomprendida por todos, incluidos sus médicos que la consideraban

histérica ante sus muchas enfermedades y lesiones que –junto a los

estigmas de la Pasión que le sobrevinieron a los 22 años–, aparecían

y desaparecían espontáneamente dejando atónitos a los especialistas:

meningitis, sordera, caída del cabello, tumor en la cabeza, parálisis,

abscesos, males óseos, pérdida de la vista…, hasta producirse una cura-

ción inesperada seguida de desmayos, pesadillas, delirios y arrebatos de

los que también sanaba súbitamente y en los que incurría nuevamente

de forma inesperada creando el natural desconcierto. De tal modo que

sus sufrimientos –y sólo se ha hablado de los físicos– se han catalogado

como «inverosímiles», y eso desde el punto de vista espiritual supera la

estricta clasificación para convertirse en un nuevo instrumento de pade-

cer por el amor a Cristo y a los demás. No sólo sufrió enfermedades sino

que fue altamente incomprendida en ellas, lo cual añade a las mismas

altas dosis de sufrimiento imposibles de cuantificar. Tanto es así que

el Papa Pío IX, como causa de su canonización, destacó la vivencia

heroica de las virtudes y relegó a un segundo plano la cuestión sobre

el origen sobrenatural de los «extraños» hechos padecidos por la santa.

Lo cierto es que en un éxtasis Cristo le había dicho: «Padeciendo se

aprende a amar»195, lección que hizo suya y de qué manera.

195 Cf., www.es.catholic.net/santoral/articulo.php?id=623.

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188

7.1.– Abrazados al árbol de la cruz

Ya se ha dicho que humanamente hablando estos episodios po-

drían tildarse de incomprensibles. Si revisten especial dureza es porque

la experiencia de fe y entrega que subyace en ellos no es digerible en

una sociedad inmersa en el hedonismo, y menos aún puede resultar

atractiva en cuanto vía que conduce a la santidad. Pero así es el lenguaje

de la teología de la cruz: fuerte, porque ese es el rostro implacable del

sufrimiento. Su sentido está en la cruz de Cristo; fuera de ella está claro

que no lo tiene. No obstante, hay que tener en cuenta que los hechos

narrados son casos extraordinarios que acaecen en personas agraciadas

por una serie de dones y de favores divinos que no se han manifestado

en otras biografías de vida heroica. Pero, entrando en nuevos matices,

tampoco son extensivas a la generalidad las penitencias y mortifica-

ciones que han debilitado la salud de muchos: San Juan Berchmans,

Santa Teresa de Lisieux, Santa Catalina de Siena, San Luís Gonzaga,

San Juan María Vianney, entre otros. En concreto San Luís, de salud

delicada y enfermiza, quería padecer tanto por amor a Cristo y al pró-

jimo que ansiaba los sufrimientos encerrando ese anhelo en una metá-

fora: sentirse como un hierro torcido en la vida religiosa a la que sentía

había sido llamado para fraguarse con el martillo de las mortificaciones

y penitencias. Al final contraería la peste que le abriría definitivamente

las puertas de la gloria. El Cura de Ars, que en su juventud era vigoroso

y fuerte, fue viendo minar su salud con los años a fuerza de ayunos y

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189

penitencias, de modo que antes de morir sorprendía la energía de su

cuerpo enjuto y quebradizo. Él mismo llegó a decir al notario de Tre-

voux cuando le preguntó sobre el lugar elegido por él para su postrer

descanso: «En Ars… Pero mi cuerpo no vale gran cosa»196. Algunos co-

menzaron a ejercitar esas penitencias a temprana edad, caso de la Beata

Mariana de Jesús, precoz hasta en la creatividad a la hora de diseñar

sus mortificaciones197. Y Santa Teresa de Lisieux confesó poco antes

de morir que una crucecita de hierro que había llevado durante mucho

tiempo había afectado seriamente a su salud. Dios, hizo notar a una

hermana, le había hecho ver que no deseaba grandes mortificaciones ni

para ella ni para la comunidad198.

Con cierta puerilidad podría verse hoy día una de las ocasiones

aprovechada por Santa Úrsula para sufrir por Cristo. Sucedió como

tantas veces acontece en la vida ordinaria, que se cerró con fuerza la

puerta de su casa y se lastimó tanto la mano que comenzó a sangrar en

196 Trochu, F., El Cura de Ars, cit., p. 642.

198 CA 27.7.16. Julio.

197 Caminaba de rodillas con una cruz, introduciéndose garbanzos dentro de los zapatos. Pero un día puso una cruz en el suelo con un manojo de espinas y pidió a sus sobrinas que cuando se inclinase a besarla le dieran un empujón sobre la cabeza, de ese modo se levantó con la cara herida y llena de sangre. Este gesto fue reprobado y tajantemente prohibido por su hermana. Sin embargo, en su habitación se hizo un lecho formado por una cruz de piedras puntiagudas colocando espinas a cada lado de ellas, entre otros muchos signos que continuó alimentando cuando fue adulta. No faltaron, además de cilicios, representaciones plásticas que le permitían recordar la muerte y lo efímero de la vida: juventud, belleza, etc.

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190

abundancia. «Sentí entonces –decía la santa– un inefable consuelo,

pensando en los sufrimientos de Santa Rosa de Lima. Los medicamen-

tos que me aplicaban me causaban pena, pues hubiera querido padecer

como ella sin alivio alguno» 199. Pero, en realidad, no se puede hablar

de ingenuidad propiamente, sino de una contemplación de Cristo

crucificado al que en todo instante tiende la mente y el corazón. Las

austeridades y privaciones a las que se sometió Santa Gema Galgani

perjudicaron notablemente su salud, de tal modo que le sobrevino una

enfermedad con vómitos de sangre y su director espiritual le impuso el

precepto de restablecerse por encima de cualquier otra cosa. Obedeció,

pero no podía desterrar la idea de padecer para purgar sus propias cul-

pas, de tal modo que le decía a su director espiritual: «¿Cree usted que

sufría más aquellos días, en que sentía un dolor tan fuerte de cabeza,

que ahora cuando sufro porque no puedo sufrir?… Esta mañana me

he sentido desfallecer. El dolor de los pecados me torturaba»200. Y es

que este afán de erradicar el pecado del mundo es otro de los motivos

que se incluyen en el padecer por amor a Dios: por los demás y también

por sí mismos. Las preocupaciones que sus misiones han conllevado

han contribuido a acentuar enfermedades inicialmente padecidas, ter-

minando con la vida de muchos santos. San Marcelino Champagnat

199 J. Arderiu, Modelos de santidad, cit., p. 120. También le causaban repugnancia los medicamentos a San Juan Berchmans.200 Ibid., p. 227.

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sufrió durante quince años de una gastritis severa que finalmente se

convirtió en un cáncer de estómago.

Es verdad que los episodios que muestran algunas de estas

biografías heroicas pueden ser indicativos de una cierta falta de res-

ponsabilidad respecto de la salud. Hay que verlas en el contexto de

épocas en las que penitencias y mortificaciones corporales fueron

el vehículo genuino de santificación en el dominio de las pasiones,

aunque son métodos que perviven en la actualidad. Ello no impide

reconocer la existencia de una gran dosis martirial en la vivencia

heroica de las virtudes, y la carga inmensa de mortificación que con-

lleva, sin tener que recurrir a otras disciplinas. Pero el caso es que

cuando éstas son extremas la salud se resiente; es lo que les sucedió

a tantos santos y santas. Pese a todo, se puede hablar del valor de

la salud en la vida heroica en cuanto que constituye el instrumento

material que permite desarrollar una misión. Y hasta cierto punto

estas personas virtuosas lo han tenido en cuenta. Santa Teresa reco-

mendaba a las monjas que comieran y descansaran. Al Beato Rafael,

el Padre Abad le dijo: «Tú tienes que volver (a la Trapa), por tanto,

te mando que obedezcas al médico como si fuese el Padre Maes-

tro»201. Y muchos se han doblegado a la prescripción médica aun en

medio de sensaciones de animadversión ante los tratamientos, que

201 Hermano Rafael, Carta 17.6.1934.

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192

también ellos han padecido porque es una experiencia frecuente en

la vida ordinaria.

Otros han llegado a la vida religiosa con un deterioro de su or-

ganismo nada desdeñable. Santa Bernardita Soubirous presentó una

debilidad harto significativa porque pasó una infancia con serias defi-

ciencias alimenticias. Unido al estado lamentable de la habitación que

ocupaba, se comprende que el cólera hiciera presa en ella dejándola

con extrema debilidad. Por si fuera poco, las inclemencias de una tierra

fría en invierno, como la de la región donde vivió, no la perservaron de

los padecimientos del asma contraído a los diez años, y que fue la en-

fermedad que la atormentaría toda la vida, uniéndose a la tuberculosis

que finalmente cercenaría su existencia.

En la vida santa lo natural se convierte en sobrenatural. Cuando

la tisis de San Gerardo Maiela entraba en su fase terminal, el relativo

descanso que le obligó a mantener por un tiempo le sirvió para hacer

nuevas curaciones, hasta que se reprodujeron los vómitos de sangre y

tuvo que guardar cama necesariamente. Era un hombre que mostraba

completa indiferencia hacia las medicaciones que, por cierto, le cau-

saban gran repugnancia. Eso sí, tomaba todo lo que ordenaban en un

acto de obediencia. Cómo sería, que al recibir una carta de su director

espiritual, el P. Fiochi, mandándole que «no tuviese vómitos de sangre

y que recuperase la salud», la muerte del santo, que parecía inminen-

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Vivencia del dolor

193

te, se pospuso durante mes y medio202. Naturalmente, este hecho se

consideró como un milagro de la obediencia. A San Pablo de la Cruz

le ocurrió algo parecido. En trance de morir solicitó la bendición del

Papa Clemente XIV para enfrentarse a ella en paz. Éste le respondió

que la Iglesia necesitaba que viviera unos años más y el santo se repuso y

su vida se prolongó tres años. Asimismo, cuando San Juan Berchmans

se hallaba en su lecho de muerte, uno de los hermanos que le acom-

pañaba en la enfermería, el P. Cepari, al ver que había otros miembros

de la comunidad que estaban a su lado y que la agonía parecía revertir,

le dijo: «Juan es hora de ir a celebrar la Santa Misa; no muera ahora,

sino espere a que vuelva». «Sí, Padre», respondió él, que tanto había

amado la obediencia, feliz de poder recibir la orden hasta para morir203.

El deceso se produjo horas después ese mismo día.

A San Juan Bosco la salud también le acarreó muchos proble-

mas. Padeció diversas enfermedades y achaques que le aquejaron fre-

cuentemente. En un momento dado las dolencias impedían el nece-

sario descanso prescrito por sus médicos, pero su actividad apostólica

arreció. De tal modo que a su regreso a casa, víctima de agotamiento,

con una bronquitis severa, sensibles pérdidas de sangre y privado de

fuerzas, nadie dudaba que había entrado ya en el ocaso de su vida. Y lo

202 J. Arderiu, Modelos de santidad, cit., p. 182.203 K. Schoeters, San Juan Berchmans, cit., p. 236.

Page 194: El Dolor Del Amor

Vivencia del dolor

194

sorprendente es que en ese periodo de supuesto restablecimiento al que

los médicos le habían inducido se convirtió en un nuevo acto heroico,

puesto que, con la salud tan quebrantada, no sólo estuvo ocupando

un cobertizo durante tres meses, sino que, según decía él mismo, dio

«forma estable a su oratorio»204. En medio de grandes sufrimientos San

Alfonso María de Ligorio escribió a los 78 años un fragmento de su

obra Práctica del amor a Jesucristo. Y sabía bien de qué estaba hablan-

do porque lo hizo en medio de los intensos dolores que le provocaba su

artritis. De la magnitud de los mismos da idea el saber que la opresión

de las vértebras del cuello hizo que su cabeza se doblase de tal mane-

ra que el hueso de la barbilla se le clavó en el pecho abriéndole una

profunda llaga que le acompañaría hasta el final de sus días. A su vez,

San Juan de la Cruz alcanzó las más altas cimas de su unión con Dios

componiendo su extraordinario Cántico espiritual en la cárcel en la que

fue recluido por sus propios hermanos de comunidad, en medio de la

más absoluta humillación y del abandono que él vivió con silencio y

dolor, sin desfallecimiento. Este himno a la libertad sin precedentes fue

el tributo de su amor a Dios.

204 San Juan Bosco, Memorias del Oratorio, cit., pp. 176-177.

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Vivencia del dolor

195

7.2.– Sutileza de la caridad

Si en la forma de vivir la cotidianeidad del dolor se ha puesto

de manifiesto la fortaleza singular que existe en la vida heroica, ésta

no queda mermada en absoluto en el trance de morir. Hay páginas

memorables que ponen al descubierto la gallardía con la que ordina-

riamente se han enfrentado al final de su existencia muchos seres hu-

manos. Constituyen un ejemplo indiscutible y punto de referencia para

todos, si bien es cierto que al acercarse ese instante cada cual tendrá

que afrontarlo en conformidad con la circunstancia concreta y el estado

en el que se halle. Pero no cabe duda de que la entrada en el trance

supremo tras una vida de sufrimientos y padecimientos de toda índo-

le, como revelan las biografías que ya han desfilado por estas páginas,

suscita una conmoción interior por ver cómo ha brillado la virtud que

han ido logrando día tras día en medio de numerosas tragedias. Son

momentos en los que junto, a la grandeza del santo, también se puede

constatar la debilidad de los que le han rodeado al hacerse ostensibles

sus faltas de finura y de tacto debidas, tal vez, al desconocimiento per-

sonal que han tenido de lo que significa el dolor y la enfermedad en la

vida, y, cómo no, en el instante previo a la muerte.

De esa sutileza de la caridad en ese postrer instante podemos

rescatar el ejemplo paradigmático del mártir San Lorenzo quien, según

narra la tradición, cuando estaba siendo martirizado en la parrilla, dijo

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Vivencia del dolor

196

al verdugo: “De este lado ya estoy en sazón; puedes mandar, si te pa-

rece, que me tuesten del otro”. Pero no hay que remontarse tan lejos.

Tenemos el cuadro de un San Juan de la Cruz, moribundo y sometido

a la tortura de los dolores atroces provocados por las úlceras y abscesos

de sus piernas que acentuaban los cuidados que le proporcionaban,

por tratarse de curas singularmente dolorosas, y el grupo de músicos

que sus hermanos llamaron para que le distrajeran un poco de sus su-

frimientos. (El subrayado es mío). Pero resulta que cuando el dolor

físico es muy intenso se convierte en un elemento paralizante. Es un

instrumento desgarrador que no puede ser alejado tan fácilmente. A

veces son precisas altas dosis de medicación para controlarlo e incluso

la sedación, de modo que aunque alguna vez puedan ser efectivas de-

terminadas tácticas para abstraerse del dolor, por lo general, cuando es

agudo, a menos que pueda ser paliado por la técnica médica, no cabe

la distracción. Pues bien, el santo, con una exquisitez memorable en

su vivencia de la caridad, y experimentando en carne propia lo que se

acaba de exponer, pidió a sus hermanos que remunerasen a los músicos

y los despidieran amablemente «porque no conviene –hizo notar– que

yo distraiga con música los sufrimientos que Dios me ha enviado»205.

Pocos días antes de morir Teresa de Lisieux pidió que le leye-

sen la vida de un santo. «¿Quieres la vida de San Francisco de Asís?

205 J. Pellé-Douël, San Juan de la Cruz y la noche mística, cit., p. 52.

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197

–le preguntaron–. Te distraerá cuando habla de los pajarillos». Teresa

respondió rotunda: «No, no para distraerme, sino para ver ejemplos de

humildad»206. En el Cuaderno Amarillo se ha recogido el compendio

de su agonía, seguida paso a paso durante los meses previos a su muer-

te, y permite constatar de forma excepcional lo que puede diferenciar

en este trance a los que se han distinguido por una existencia heroica

y los que han tenido una vida corriente. Por eso es importante tenerlo

en cuenta. Para empezar, hay que decir que fue consciente en todo

momento del valor salvífico del sufrimiento y del carácter sobrenatural

que tiene cuando se ofrece a Cristo: «Los ángeles no pueden sufrir,

no son tan afortunados como yo. ¡Pero qué maravillados quedarían si

sufriesen y sintiesen lo que yo siento...! Sí, se quedarían atónitos, pues

yo misma lo estoy»207.

Durante los meses de larga agonía Teresa aún habló de su muer-

te con toda naturalidad en numerosas ocasiones, y también lo hicieron

en su presencia sus hermanas de comunidad. Lo peor es ver cómo fue

sometida a las críticas y la insensibilidad de algunas en esos instantes,

aunque lo cierto es que la exquisitez de su caridad, de la cual fue autén-

tica doctora, adquiere un peso específico propio, como lo develan estas

nuevas confidencias realizadas por la santa en su lecho de muerte:

206 CA 3.7.4. Julio.207 CA 16.8.4. Agosto.

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198

«No me creen tan enferma como estoy en rea-

lidad. Por eso me resulta más penoso verme privada

de la comunión y del oficio divino. Pero mejor que

nadie se preocupe ya por eso. Yo sufría mucho por

ello, y había pedido a la Santísima Virgen que arre-

glase las cosas para que nadie sufriese. Y me escu-

chó. En cuanto a mí, no me importa que piensen o

que digan lo que quieran. No veo razón para des-

consolarme»208.

«¡Con qué paz dejo que digan a mi alrededor

que estoy mejor! La semana pasada estaba levanta-

da, y me creían muy enferma. Esta semana no puedo

tenerme en pie, estoy agotada, ¡y mira por dónde me

creen ya sana! ¡Pero qué importa!

–Sin embargo, ¿tú crees que morirás pronto?

–Sí, espero irme pronto. La verdad es que

no estoy mejor; me duele mucho el costado. Pero

–siempre lo diré– si Dios me cura, no sufriré la me-

nor decepción»209.

208 CA 12.6.1. Junio.209 CA 9.6.3. Junio.

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199

El tono en el que se desarrollaron los comentarios de la santa

siempre fue esperanzador: se acercaba el momento anhelado de abra-

zarse al Padre. En ellos se percibe claramente la reiteración de sus sú-

plicas a Dios para no ser privada de los sufrimientos, que padeció con

paciencia y abnegación, pero también con realismo:

«No esperaba sufrir así; sufro como un niñi-

to.... No quisiera pedir nunca a Dios mayores sufri-

mientos. Si él hace que sean mayores, los soportaré

gustosa y alegre, pues vendrán de su mano. Pero

soy demasiado pequeña para tener fuerzas por mí

misma. Si pidiese sufrimientos, serían sufrimientos

míos, y tendría que soportarlos yo sola, y yo nunca

he podido hacer nada sola»210.

«El Sr. Youf me ha dicho: ‘¿Está usted resigna-

da a morir?’ Y yo le contesté: ‘Padre, me parece que

sólo se necesita resignación para vivir; para morir, lo

que yo siento es alegría’»211.

En otros momentos, la crudeza de sufrimiento le llevó a decir:

«¿Qué sería de mí, Madrecita, si Dios no me diese fuerzas? ¡Ya no

210 CA 11.8.3. Agosto.211 CA 6.6.2. Junio

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200

tengo más que manos…! Nadie sabe lo que es sufrir así. No, hay que

pasarlo»212 «No había pasado nunca una noche tan mala. ¡Qué bueno

tiene que ser Dios para que yo pueda resistir todo lo que sufro! Nunca

creí que pudiera sufrir tanto. Y no obstante, creo que todavía no he

llegado al límite del sufrimiento. Pero Él no me abandonará»213. En-

tre otros comentarios, algunas hermanas decían: «¡Es horroroso lo que

estás sufriendo!», pero Teresa replicó: «No, no es horroroso. A una

víctima de amor no puede parecerle horroroso lo que su Esposo le envía

por amor»214.

Al final, como siempre había hecho, no escatimaría esfuerzos

para que la caridad quedase elevada al grado exigido por Cristo: «Her-

manitas queridas, rezad por los pobres moribundos. ¡Si supierais lo

que se sufre! ¡Qué poco basta para perder la paciencia! Hay que ser

caritativa con todas, sean quienes sean... Yo no lo hubiera creído an-

tes»215. Y cubriría a sus hermanas con el heroísmo del amor al que

estaba acostumbrada:

«Sor San Estanislao, primera enfermera, la ha-

bía dejado sola durante todo el tiempo de Vísperas,

214 CA 25.9.3. Septiembre.

213 CA 23.8.1. Agosto.

215 CA 3.8.4 Agosto.

212 CA 22.8.2. Agosto.

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201

dejando la puerta y la ventana de la enfermería abier-

tas; la corriente de aire era muy fuerte. Al encontrarla

nuestra Madre en este estado, mostró su desconten-

to y pidió explicaciones. Ella me dijo: ‘Yo conté a

nuestra Madre la verdad. Pero al hablar, me vino al

pensamiento una expresión más caritativa que la que

iba a emplear y que, por otra parte, seguramente no

estaba mal; seguí mi inspiración, y Dios me recom-

pensó con una gran paz interior»216.

Cuando a San Juan Berchmans le preguntaron: «Qué, ¿se siente

tan bien dispuesto que no teme la muerte?», él respondió: «De verdad,

si me dejaran elección, querría hacer unos cuantos días de ejercicios;

pero, aún sin hacerlos, moriría gustoso»217. En su caso, de manera si-

milar al de Teresa de Lisieux –si bien con menor precisión que la que

arroja el Cuaderno Amarillo–, podemos seguir con bastante cercanía el

proceso previo que le llevó a la muerte. Pero a diferencia de la santa,

que sabía bien lo que era el sufrimiento por haberlo padecido desde

siempre, San Juan Berchmans no tenía esa experiencia, si bien estaba

inserto de lleno en ese doloroso camino. Amoldado a las normas de

la comunidad, aún tuvo que sobreponerse y ejercitar las virtudes con

216 CA 6.8.7 Agosto.217 K. Schoeters, San Juan Berchmans, cit., p. 201.

Page 202: El Dolor Del Amor

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202

heroicidad, como verse privado de la Sagrada Comunión porque no era

costumbre impartirla en la enfermería fuera de los domingos, y tener

que soportar situaciones que están fuera de lugar para un moribundo.

Es difícil calificar como «servicial» la insistencia de un enfermero que

llegó a la enfermería con un gorro de dormir empeñado en persuadir

a Juan de mil modos distintos de que se lo pusiera. Cómo sería que el

santo quedó horrorizado: «¿Acaso había faltado a la modestia religiosa

estando en el lecho con la cabeza descubierta? Pidió al P. Cornelio a

Lápide su parecer, y éste lo tranquilizó: no había ninguna ley divina ni

humana que obligase a dormir cubierto. Podría hacerse; no era obliga-

torio». Pero esta explicación de sentido común que había tranquilizado

plenamente a San Juan, no fue óbice para dejarse poner «el extraño bo-

nete» con el fin de no molestar al enfermero218 . Se hallaba en Roma, era

el mes de agosto y padecía altísima fiebre; no hay nada más que añadir.

No se libró tampoco de tener que escuchar comentarios inade-

cuados para el estado febril y pre–agonizante en el que se encontraba,

como este: «¿Qué preferiría, morir dulcemente, como Estanislao (de

Kotska), o ser mártir por Cristo, como el P. Campión o San Lorenzo?».

Juan, recuerda su biógrafo, mostró con claridad que habría estado dis-

puesto a sufrir muchísimo más de lo que lo hacía en esos instantes219.

218 Ibid., p. 220219 Ibid., pp. 211-212.

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203

Poco después recibiría con inmensa alegría el Viático, signo para él de

que el fin estaba cerca. Pero todavía tuvo que luchar con el demonio

librando contra él su última y terrible batalla: angustias, dudas, pensa-

mientos inoportunos..., todo quedaría disipado en conformidad con la

voluntad divina cuando así lo hubo dispuesto. En ese doloroso trance

conocería definitivamente el zarpazo cruel del sufrimiento:

«Hermano Juan –dijo su enfermero–, frecuen-

temente me habéis dicho que no sabíais lo que era

sufrir, ¿ya lo sabéis?». «Sí, hermano –respondió

Juan–, lo sé bien. El Señor quiere que ahora sufra

un poco, para que pueda volar directamente al cielo.

Amén» 220.

Si hiciésemos un ejercicio de comparación de estas agonías: la

de Teresa de Lisieux y la de Juan Berchmans con la de personas per-

tenecientes a la vida ordinaria, aun con arrestos para afrontar ese lance

con valentía, podríamos destacar, a pesar de su valor, que la cualidad

excelente que preside el perfil de una vida santa en relación con la or-

dinaria es que en todo instante permanecen vivos los anhelos de sufrir

por Cristo, por su Iglesia y por los demás. Si acaso, siempre parecen

pobres y escasos ante los sufrimientos de Cristo. «Me acuso... de no

220 Ibid., p. 237.

Page 204: El Dolor Del Amor

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204

haber procurado excitar en mí un ardiente deseo de sufrir por Jesucris-

to» confesó agonizante San Juan Berchmans221. San Gerardo Maiela

pidió a Dios morir tísico para que nadie se acercase a él por miedo al

contagio y poder expirar desamparado de todos. En su agonía no tenía

más que este pensamiento: «Sufro mucho, pero muy poco comparado

con lo que sufristeis Vos por mí»222. Es más, estas ansias de padecer se

incentivan con la fuerza misteriosa del amor divino que no les aban-

dona ni un segundo, aunque no les libre de percibir, en medio de

extremas debilidades, los zarpazos del maligno que en muchos casos

ha continuado vomitando su ponzoña hasta que su víctima ha estado a

punto de exhalar el último suspiro. Pocos se han librado del diablo en

estos instantes. A modo de ejemplo, además de San Juan Berchmans, el

Cura de Ars223 y el Padre Pío, castigados indeciblemente por el maligno

a lo largo de su vida, a la hora de su muerte quedaron desligados para

siempre de sus embestidas.

Por eso, no hay que olvidar que las ansias de sufrir en la vida

heroica no se efectúan de cualquier manera. No basta para equipararse

a ella realizar un acto último de elevación del corazón a Dios para ofre-

221 Ibid., p. 216. 222 J. ARDERIU, Modelos de santidad, cit., pp. 182-183. 223 Cf. al respecto, G. HÜNERMANN, El vencedor del diablo, Paulinas, Bilbao 1973.

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Vivencia del dolor

205

cerle las postreras horas o minutos de álgidos sufrimientos. Diferente es

la muerte provocada de forma martirial con derramamiento de sangre,

pero lo que aquí se considera es el caso de una vida heroica que llega

a su deceso por causas bien distintas. Con esta salvedad, está claro que

la vida heroica, como todas, culmina en la tierra con la muerte, pero lo

que nunca conviene olvidar es que los actos de amor que la han coro-

nado día a día con la multitud de gestos de caridad, de alta delicadeza

–y en medio de padecimientos físicos, espirituales y morales, algunos

crónicos durante gran parte de su existencia– han ido forjando a fuego

la figura excelsa de un ser excepcional que ha vivido como tal en todo

momento y que continúa teniendo su reflejo en el instante crucial de

su muerte. De modo que, una vez más, hay que decir que la clave di-

ferencial entre una vida heroica y la ordinaria no está en la enfermedad

y el sufrimiento como tal, junto a la muerte. Ni siquiera radica en el

denuedo con que ésta se afronte, sino en el cariz que tiene toda una

vida plagada de sufrimientos, desvelos y renuncias, desde que se toma

la decisión de seguir a Cristo, llevada con tan inmenso amor y ardor,

con tanta confianza en la misericordia divina como en el día a día se ha

hecho; esa es la excelencia de la entrega heroica.

Hay quienes han pasado ese trance sin contratiempos. Se cuenta

de San Pío V que, además de «morir con todo conocimiento, nunca

estuvo tan tranquilo, tan desprendido de todo, tan sonriente como en

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Vivencia del dolor

206

sus últimos días»224. Algunos han partido de este mundo de puntillas.

No tuvieron tiempo de rezar ni de leer pasajes del Evangelio, volver

sobre retazos de las vidas de sus figuras más devotas como hacía Teresa

de Lisieux con Juana de Arco, Francisco de Asís y Teófano Vénard, y

Juan Berchmans que añadía a la lectura del Evangelio fragmentos de

los Salmos y el relato de la muerte de San Luis Gonzaga, o San Agustín

que tuvo ocasión de pedir a sus discípulos que escribiesen los salmos

penitenciales en las paredes de su habitación y hasta pudo cantarlos y

leerlos gozosamente antes de morir, p. ej. No tuvieron ocasión de des-

pedirse de sus seres queridos; no pronunciaron ni una sola palabra...

Eso es lo que le sucedió a Fernando Rielo: se fue de este mundo en

silencio; el mismo en el que había vivido en los últimos años. Le había

pedido a María que se lo llevara, y así lo hizo dos días antes de con-

memorarse la festividad de la Inmaculada Concepción. Su agonía ya la

había padecido ampliamente.

Por eso, cabe pensar que la divina providencia, conmovida ante

el calvario padecido a lo largo de su existencia por estas personas de vida

heroica, cuyo trance silencioso y sosegado no empequeñece y, menos

aún, anula o invalida los numerosos sufrimientos de distinta naturaleza

que han debido soportar, les ahorró nuevos suplicios permitiéndoles

correr con toda premura hacia los brazos del Padre Celeste, que con

224 G. GRENTE, El papa de las grandes batallas, cit., p. 200.

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Vivencia del dolor

207

tanta pasión amaron, sin dejar que se consumieran en ese fuego devo-

rador que sentían por Él ni un minuto más de su tiempo.

Aquí yace enterrado, una vez más, el misterio del dolor que la

voluntad divina conoce. No le es dado al ser humano comprender por

qué unos llegan al umbral de ese esperado abrazo supremo con lo di-

vino llenos de serenidad y prontitud, y otros se debaten en lenta y do-

lorosa agonía. No forma parte del raciocinio humano lograr entender

la «elección» en el seguimiento de Cristo por un sendero plagado de

enfermedades y dolores físicos mientras que otros apenas los han co-

nocido. No se puede hablar de un «tamaño» de las cruces, que nunca

pueden tasarse, aunque lo cierto es que en la vida heroica estas cues-

tiones comparativas no han existido. Si puede hablarse de rivalidad

entre todos los que han entregado a Cristo hasta la última gota de su

sangre es por su disposición a vivir el dolor del amor en el grado más

alto; nada más. La comparación arroja el dato unánime del deseo de

morir, si es preciso, antes que ofender a Dios, del reconocimiento de

la gracia y del temor a verse privados de su inefable presencia por los

siglos de los siglos. Por eso, silencio, renuncia, adoración y comunión

con la Santísima Trinidad, una fe, esperanza y caridad perfectas, junto

con su aceptación del sufrimiento a imagen de Cristo, han sido hasta el

final su único equipaje.

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Page 209: El Dolor Del Amor

III Juicio sobre el dolor

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Juicio sobre el dolor

211

8.– Consideraciones particulares

En una de sus numerosas cartas Juan XXIII escribió lo siguiente:

«Los sufrimientos físicos tienen menos valor

que los morales, pero, al ser violentos, el Señor sabe

muy bien evaluarlos a nuestro favor en un juicio con-

junto»225.

En la tercera parte de este trabajo el objetivo propuesto no es el

juicio relativo a la curación de una enfermedad determinada produ-

cida presuntamente como hecho milagroso inexplicable para la cien-

cia médica. Este examen ni me incumbe226, ni es tampoco la finalidad

perseguida por este trabajo. El único propósito es examinar desde una

nueva perspectiva el dolor y la enfermedad en la vida heroica por la

vulnerabilidad que introduce en todos los aquejados por el drama, ha-

bida cuenta de que éste afecta a la totalidad psicofísica del ser huma-

no. Naturalmente, en esta consideración se incluyen tanto las personas

que han ido desfilando por estas páginas como las incontables que no

226 La Iglesia católica cuenta con un extenso capítulo en el que no faltan los criterios científicos: relaciones médicas, pruebas diagnósticas, radiográficas, de laboratorio, ins-trumentales, estadísticas, etc., que permiten dilucidar con rigor lo que pueda haber de cierto en ese eventual fenómeno inexplicable para la ciencia médica.

225 Juan XXIII, Carta a monseñor Spolverini, 19.4.1929.

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Juicio sobre el dolor

212

se han mencionado pero que están latiendo en ellas. Todos han sido

testigos vivos de Cristo; «iconos» de Dios. Una conocida y emotiva le-

yenda recuerda en Zaragoza a los Innumerables Mártires: «Aquí, en

este Pozo Santo, yace una turba innumerable de mártires», reza la

lápida que se halla en la cripta de la Basílica de Santa Engracia de la

capital aragonesa, en memoria de aquellos enamorados de Cristo que

en los primeros siglos del cristianismo derramaron su sangre por Él de

forma cruenta; esos, «cuyo nombre sólo Dios conoce», en palabras de

Prudencio227, y de los cuales se conservan sus restos, vinculados todos

para siempre en admirable colegialidad. Son las Santas Masas que,

como decía Ramón Cué, continúan vivas interpelando al hombre y

a la mujer de nuestro tiempo: «hablan, rugen, cantan, gritan, rezan,

conminan, acusan»228.

Pero no hay que olvidar que otros –como los mencionados hasta

ahora– han dado también la vida con sus órganos mutilados, lacerados

por el dolor de sus enfermedades y sometidos a otras clases de torturas

y pruebas. De ahí que la apreciación de algunas perturbaciones parti-

227 Aunque las actas del martirio, por ser del siglo VII, apenas revisten valor histórico, un siglo después Prudencio en su Peristephanon glosó la vida de los dieciocho mártires, además de Santa Engracia. Por lo que, pese a todo, tanto la glosa prudentina como la evocación a través de la lápida conmemorativa zaragozana, bien pueden considerarse un monumento a los innumerables y desconocidos mártires de todos los siglos.228 R. Cué, Zaragoza, capital del martirio, Rivadeneyra, Madrid 1979, p. 98.

Page 213: El Dolor Del Amor

Juicio sobre el dolor

213

culares vividas por ellos, como las que van a ofrecerse a continuación,

revista gran interés porque añaden más luz a su virtud, suministrando

también datos distintos a los ofrecidos respecto al hecho significativo de

la enfermedad y el dolor como tal.

9.– «Alter Christus»

San Gregorio Magno consideraba que la característica de los

hombres superiores es que «en el dolor de la propia tribulación, no des-

cuidan la conveniencia de los demás; y mientras soportan con paciencia

las adversidades que les golpean, piensan en enseñar a los demás lo

necesario, semejantes en ello a ciertos grandes médicos que, afectados

ellos mismos, olvidan sus heridas para atender a los demás»229. Sin

duda, es una reflexión que cobra relieve cuando se trata de juzgar el

dolor en la vida heroica toda vez que en el proceso de virtudes se pide la

heroicidad: una «excelencia» en la conducta con independencia de las

circunstancias que concurran en la vida, aunque naturalmente resultan

especialmente significativas y esclarecedoras cuando la heroicidad en la

vivencia de la virtud se produce en condiciones extremas de debilidad

física como las que propicia la enfermedad en el grado que hasta aquí

se ha expuesto. En ese estado indiscutiblemente la virtud queda real-

229 S. Gregorio Magno, Moralia in Job, I,3,40 (PL 75, 619).

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Juicio sobre el dolor

214

zada. Esa afirmación categórica es empírica. No hay más que pensar

en un dolor de cabeza agudo, experiencia que la generalidad de los

seres humanos habrá padecido en alguna ocasión, y esa vivencia per-

sonal será el indicativo de lo penoso que resultan acciones habituales

como leer y prestar atención a los demás, p. ej., o lo insoportables que

son determinados ruidos domésticos. Por supuesto, si hay que resolver

cuestiones de cierta importancia se procura posponerlas, y quien puede

trata de descansar.

Añadamos a ello el dolor mordaz, simultáneo y constante pro-

vocado por una o varias enfermedades y lesiones, para tratar de com-

prender ahora el grado de esfuerzo realizado en la vida heroica. Han

superado el impulso natural del organismo que tiende a protegerse,

extendiendo ilimitadamente la virtud tras el dominio de las tendencias,

debilidades y pasiones. Sabemos que el juicio de la santidad consiste

en ver de qué modo se ha desarrollado la vida de una persona hasta lle-

gar a convertirse en alter Christus, es decir, tratar de calibrar el nivel de

su heroicidad. Pues bien, si ésta se ha ejercitado en medio del dolor, tal

juicio no debería olvidar los numerosos problemas psíquicos y físicos

que han sorteado en aras del amor. Cuando en la vida ordinaria se eva-

lúa el dolor, estos aspectos siempre están presentes. Es más, el Derecho

califica como atenuante de algunos delitos la presencia de problemas

psicológicos en el cuadro clínico y diagnóstico de la persona que los

ha cometido. Es decir, que son razones de peso que, desde el punto

Page 215: El Dolor Del Amor

Juicio sobre el dolor

215

de vista jurídico y moral, justifican una determinada acción u omisión.

Ciertamente, el juicio sobre virtudes, incluso en el caso concreto de una

persona que ha padecido intensos dolores físicos, es completamente

distinto al que se formula cuando no tiene como objetivo probar ta-

les virtudes. La Iglesia procede rigurosamente. Como es natural, no se

contemplan como eximentes para dejar de proceder evangélicamente

ninguna de las razones que podrían aceptarse fácilmente en la vida or-

dinaria, pero, por supuesto, se tienen en cuenta las circunstancias en las

que se practican los actos heroicos230.

De todos modos, para comprender el sacrificio que muchas per-

sonas han realizado –sin llegar siquiera a los extremos mencionados

que el Derecho tendría en cuenta– nada impide pensar que un dolor

atenazador, el miedo ante una intervención quirúrgica concreta, la an-

gustia ante determinados tratamientos, etc., sumados a otras preocu-

paciones, puede ejercer un influjo poderoso en el ánimo del sufriente

impidiéndole obrar de manera virtuosa en un instante determinado.

No estoy diciendo siquiera que en la vida heroica se parapetasen tras el

dolor, sino que por efectos del influjo de las emociones que éste suscita,

dentro de ella podría haberse juzgado como algo lógico, humanamente

hablando, que su mente distraída y su corazón puesto en otros desvelos

230 Cf. Benedicto XIV, Opus de Servorum Dei… L. III. cap. 21.

Page 216: El Dolor Del Amor

Juicio sobre el dolor

216

hubiera servido de justificación para no ser caritativos en el grado exi-

gido por Cristo.

Pero, ¿actuaron de este modo los santos?, ¿se dejaron llevar de

sus padecimientos o los utilizaron como escudo para no obrar el bien?

Sabemos que no lo hicieron, pese a sufrir las fragilidades naturales de

cualquier ser humano, y tener que afrontar, como en el caso de los fun-

dadores y fundadoras, tantas responsabilidades sobre las vidas de sus

hijos. Así, si Cristo no cedió a impulsos de la angustia ante su muerte,

en una agonía previa que le provocó sudores de sangre, si bebió el cá-

liz en conformidad con la voluntad divina, si además se ocupó de ver

cómo se encontraban sus discípulos en ese mismo instante, etc., qué

podía esperarse que hicieran en la vida heroica sino actuar como Él,

que ha sido siempre su único modelo.

Al mismo tiempo, es interesante ver la respuesta del Cardenal

Saraiva a una pregunta habitual que muchas personas se formulan:

¿Por qué la Iglesia canoniza hoy? El prefecto de la Congregación para

las Causas de los Santos lo explica claramente:

«Ante un ambiente en el que nunca faltan ejemplos

de santidad, pero se presenta con frecuencia escéptico,

imbuido de materialismo y encerrado en el horizonte

estrecho de una búsqueda incesante del bienestar y de

Page 217: El Dolor Del Amor

Juicio sobre el dolor

217

un hedonismo sin freno, la reacción de la Iglesia inclu-

ye un empeño redoblado en el recurso a la intercesión

de los Santos y su propuesta como ejemplo que inspire

la respuesta de todos los fieles a esa urgencia de santi-

dad que hoy se experimenta de manera tan evidente.

Al final, es oportuno volver al que ha sido nuestro pun-

to de partida: la santidad es identificación con Cristo,

plenitud de la filiación divina, hasta llegar a ser no ya

‘alter Christus’, sino ‘ipse Christus’, de manera que la

vida entera, la vida ordinaria de cada uno, se oriente al

Padre por el Espíritu Santo»231.

En consonancia con el objetivo propuesto en este trabajo, lo que

hacen estas palabras es subrayar el valor ejemplarizante de cualquier

vida que haya sobrenaturalizado lo ordinario, teniendo en cuenta que

ordinario ha sido el dolor para todos los que han desfilado por estas

páginas y para otros muchos no mencionados, habiendo sido elevado

a las cumbres de lo santo. Hay que pensar el valor que tienen la pron-

titud, la alegría, la constancia y rapidez en el obrar cuando la persona

se encuentra aquejada de graves dolencias, o se halla inmersa en un

ambiente en el que no siempre prima el amor, y en el que pueden darse

231 Palabras pronunciadas en el Simposio Testigos del siglo XX, modelos del siglo XXI, organizado por la Academia de Historia Eclesiástica de Sevilla. 8.4.2002.

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Juicio sobre el dolor

218

incomprensiones. Y ya se ha visto que estas virtudes, señaladas expre-

samente por la Iglesia para juzgar la virtud canonizable, han estado

presentes en la vida heroica.

Ni el sufrimiento, ni el dolor en el grado experimentado por

ellos: físico, psicológico, moral y espiritual, ha sido argumento para

faltar a la caridad por acción u omisión. Santa Teresa de Lisieux, gra-

vemente enferma, trataba de escribir las últimas líneas de su autobio-

grafía en el jardín, en medio de las constantes interrupciones de sus

hermanas, quizá ignorantes y tal vez insensibles por desconocimiento

en carne propia del dolor que padecía la santa y del esfuerzo que estaba

realizando. Esa acción tan sencilla de atenderlas amablemente, ejercita-

da en medio de ese sufrimiento y venciendo su tendencia al rechazo, era

verdaderamente heroica, como también lo fue para San Juan Berch-

mans no dejarse llevar por la impaciencia ante la insistencia fatigosa de

uno de sus hermanos cuando se hallaba en su lecho de muerte, y como

han sido, en general, las constantes acciones efectuadas en el día a día

en medio de tribulaciones, dolores físicos y otros sufrimientos. Cuando

se padece de verdad, cualquier acción por nimia que parezca es cierta-

mente heroica. De tal modo que calificar el dolor para alguien que lo

conoce por experiencia es un acto bastante sencillo. No hay que darle

demasiadas vueltas. Lo que hay que tener es una alta consideración

porque un enfermo, una persona que sufre, ya la merece por sí mismo.

Si además vive la situación particular esforzadamente se convierte en

Page 219: El Dolor Del Amor

Juicio sobre el dolor

219

alguien ejemplar. No digamos ya si transforma el reclinatorio del dolor

en un altar lleno de constantes ofrendas a Dios, como se ha hecho en la

vida heroica. Simplemente por ello ya habrá alcanzado la gloria, aun-

que en la tierra no obtuviera jamás reconocimiento alguno.

10.– Gamas del dolor en la vida heroica

Ni la enfermedad ni el dolor son buenos. Por eso, como acer-

tadamente decía José Luís Martín Descalzo, amparado en su propia

experiencia, al dolor «no hay que echarle almíbar piadoso»232. Otra

cosa son los beneficios que se extraen del sufrimiento cuando se unen a

los de Cristo. En consonancia con lo dicho, tampoco cabe pensar que

la vida heroica se ha librado de algunos padecimientos físicos presentes

en la vida ordinaria, porque no es cierto. Precisamente, la universalidad

de sus dolencias es otro indicativo de que cualquiera puede desplegar

ante ellas las virtudes practicadas por los santos. De tal modo que, para

que no queden dudas al respecto, es interesante ofrecerlas de la manera

siguiente:

232 J.L. Martín Descalzo, Reflexiones de un enfermo en torno al dolor, 11.5.96. En http:www. Alfayomega.es/estatico/anteriores/alfayomega23/enportada/enportada1.html.

Page 220: El Dolor Del Amor

Juicio sobre el dolor

220

1º.– En cuanto al capítulo enfermedades y dolencias hay que

decir que todas han estado presentes en sus vidas. Por eso puede ha-

blarse de una geografía del dolor expuesta ahora genéricamente: Desde

lesiones congénitas hasta hernias, gripes, fiebres de orígenes diversos,

cólicos, diarreas, fracturas, neumonías, cálculos biliares y renales, do-

lores óseos, amputaciones, quemaduras, fístulas, cánceres de todo tipo,

intoxicaciones, epilepsia, anorexia, traumatismos, úlceras, vómitos,

minusvalías físicas y psíquicas, radiculitis, asma, lepra, malaria, escor-

buto, tisis, peste, cólera, diabetes, cardiopatías, hepatitis, tuberculosis,

reumatismo, síndrome de Parkinson, anemias y artritis, entre otras, sin

olvidar, claro está, dolores de estómago, de cabeza y de muelas, por

poner un ejemplo de lo que habitualmente sucede, con independencia

de que se padezcan otra clase de lesiones y enfermedades diversas de

gran alcance.

Sin agotar, ni mucho menos, la variabilidad de padecimientos

presentes en la vida heroica, la relación expuesta permite constatar de

nuevo que los hombres y mujeres que han entregado su vida a Cristo

no son distintos de los demás. Por eso, el dolor y la enfermedad con sus

muchos rostros ha anidado en ellos exactamente igual que ha sucedido

y ocurre con el resto del género humano; no han sido una excepción.

Lo extraordinario es el modo de afrontar sus dolencias, con la particu-

laridad singular ya advertida de vincular su dolor al de Cristo, junto a

su saber vivir cotidiano con dignidad y generosidad altísima, elevando

Page 221: El Dolor Del Amor

Juicio sobre el dolor

221

todo el sufrimiento a las cumbres de la santidad en condiciones de

salud extremadamente precarias. Eso es lo que no resiste comparación

con la vida corriente. Pero, para ser rigurosos, dentro del juicio sobre

el dolor que han padecido habría que examinar una a una las conse-

cuencias particulares que llevan añadidas las enfermedades y dolencias

señaladas anteriormente en las personas que las han sufrido con sus

circunstancias: época histórica y lugar donde acontecieron, psicología,

edad, simultaneidad de dolencias, gravedad, secuelas y complicacio-

nes, etc., porque todo ello permitiría acotar debidamente y con mayor

cercanía, hasta donde es posible conseguirlo, la realidad de su situación

y calibrar mínimamente su grado de virtud. Naturalmente esta tarea es

inviable. Requeriría un trabajo arduo y extenso que, de todos modos,

nunca lograría mostrar la verdadera naturaleza de sus sufrimientos.

Ellos, como otros contemporáneos suyos, se han encontrado

frente al dolor en circunstancias históricas en las que la ciencia médica

no había logrado las cotas de progreso de las que se dispone hoy día, si

bien es cierto, que precisamente el desarrollo médico puede también

conllevar una dilatación de la vida, y si en ella no hay una mediana cali-

dad, se irán sumando nuevos padecimientos. Pero en fin, la cuestión es

que entre las muchas vicisitudes presentes en la vida heroica hay sobra-

dos testimonios de personas que fueron desahuciadas, mal diagnostica-

das, sometidas a técnicas que se considerarían en la actualidad desca-

belladas, bien por falta de pericia, o de medios y conocimientos, pero,

Page 222: El Dolor Del Amor

Juicio sobre el dolor

222

en todo caso, con notable acentuación de sus padecimientos, etc. Por

razones de su misión apostólica, muchos estuvieron durante décadas en

lugares cuyas condiciones de vida eran poco saludables, con carencias

elementales de higiene y de una alimentación adecuada; contrajeron

enfermedades infecto–contagiosas, fueron presa de azotes epidémicos,

y, entre otras cosas, naturalmente se vieron sometidos a las ideologías

acerca de la enfermedad, del dolor y de la muerte que predominaron

en la cultura y sociedad de su tiempo. Épocas, p. ej., en las que un

enfermo de lepra era un desheredado de la tierra, condenado no sólo a

su muerte física sino también civil. Todo ello no hizo más que resaltar

la heroicidad de sus vidas y mostrar al mundo y a la historia el grado de

su amor a Cristo que siempre ha sido inconmensurable.

2º.– Respecto a las virtudes teniendo en cuenta que en la vida

heroica se han ejercitado todas las que cada uno ha visto que debía

practicar en un momento dado, y en función de las circunstancias par-

ticulares en las que se ha desarrollado su acontecer, el juicio desde la

óptica del dolor necesariamente debe incluir la idea de que el dictamen

de una determinada situación, sea cual sea, siempre será más fidedig-

no cuando proviene de la experiencia. El conocimiento teórico, aun

siendo importante, puede tender a subrayar o calificar determinados

síntomas o actos externos de una forma un tanto genérica, dejando en

la penumbra numerosos aspectos que deberían tenerse en cuenta. De

tal modo que convendría establecer la distinción que se halla en una

Page 223: El Dolor Del Amor

Juicio sobre el dolor

223

apreciación del dolor según el prisma del que provenga: 1) subjetiva, y

2) objetiva. Dada la singularidad del sufrimiento, con distinta acogida

e incidencia para cada persona, se impone la cautela y la necesidad de

matizar convenientemente las cosas para no incurrir en un juicio preci-

pitado o subjetivo y, por tanto, erróneo. De ahí el interés de recalcar el

valor del juicio personal garantizado por la experiencia, y la desventaja

del juicio ajeno cuando no viene avalado por ella.

La única lectura posible para dirimir el sentido más profundo

que tiene el sufrimiento en la vida heroica es la cruz de Cristo, desde

luego. Pero en qué medida se convierte el dolor físico en un reto para

la vida personal, con sus daños psicológicos, morales y espirituales, re-

clamando fortaleza para proseguir la lucha diaria en las interminables

horas del día a día, únicamente lo comprende quien ha pasado por ello.

De tal modo que el juicio sobre el dolor en la vida heroica aparece ní-

tidamente relacionado con la reclamación del dolor por amor a Cristo.

Es decir, que una persona que padece intensos dolores físicos, tal vez

con distintas lesiones y enfermedades, como de hecho ha sucedido, y

quizá con diagnósticos funestos que traen a la vida una conciencia de

provisionalidad anteriormente inexistente, con sus muchas derivas que

la convierten en una calamidad, y que por el hecho mismo de tener

que afrontar su diario acontecer en esas condiciones penosas ya es un

mártir, convierte su existencia en un dechado de actos extraordinarios

únicamente por amor a Cristo. Y esa intimidad de su conciencia que

Page 224: El Dolor Del Amor

Juicio sobre el dolor

224

aparece desnuda ante los ojos del Padre, territorio inviolable en el que

fuera de Él nadie puede entrar, es el arca que contiene los incontables

actos de virtud y de sacrificio silenciosos y ocultos que han ido realizán-

dose permanentemente alimentados por la gracia y la oración constan-

te, para superar los numerosos contratiempos que la penosa realidad

de una enfermedad conlleva. Estos actos son imposibles de trasladar a

otros, aunque hubiese voluntad de hacerlo.

En la penumbra quedan a resguardo todos los instantes que bro-

tan de las numerosas emociones que suscita el dolor porque son difi-

cultades que la mayoría de las personas, aun afrontando la enfermedad

valientemente desde la fe, tienen que superar aprendiendo a convivir

con ellas. Como también han de sobrellevar la amargura de la incom-

prensión y aceptación de la enfermedad por parte de seres cercanos con

sus comentarios fuera de lugar, sus despropósitos y sus silencios, que

todo eso ha sucedido en la vida heroica. Por supuesto, ninguna hablará

de ello ni reconocerá los sufrimientos que estas acciones añaden a los

que ya padecía; nadie sabrá cuánta carga de mortificación lleva todo

eso. Es un mundo escondido que se vence con el amor, pero este hecho

ni encubre ni anula la realidad en la que han vivido. Para todos será

desconocido, a menos que la persona sufriente lo narre –y es infrecuen-

te que lo haga–, la multiplicidad de gestos llenos de esfuerzo que debe

realizar en actos cotidianos, sencillos, que en condiciones de salud no

representan nada y se reproducen fácilmente. Acciones que constituyen

Page 225: El Dolor Del Amor

Juicio sobre el dolor

225

un constante acto de virtud realmente heroico. Si pensamos en el Santo

Cura de Ars, ya anciano, que permanecía clavado en el duro asiento de

su confesionario prácticamente todo el día con frío y calor, soportando

apenas el aire viciado por la muchedumbre con la ayuda de un frasco

de vinagre y agua de colonia, torturado por el dolor de cabeza que in-

tentaba paliar con una venda apretada en la frente, preso del reuma y

las hernias que había contraído en esas condiciones y en su dificultad

para ponerse en pie por tantas horas de inmovilidad y en los muchos

sufrimientos que ello le ocasionaba, con su paciencia para escuchar

las debilidades humanas y pagar con amor el trato distante y nada ca-

ritativo de seres cercanos, entendemos la diferencia existente entre lo

ordinario y lo extraordinario, cómo y de qué modo se acrecientan los

padecimientos en la vida santa.

Recorrer miles de kilómetros a pie con llagas en las extremida-

des para ir abriendo nuevas misiones no es usual, desde luego. Pero

como es sabido, es lo que hizo Fray Junípero Serra. ¿Cómo olvidar el

hambre, la fatiga y el sufrimiento provocado por la herida sangrante de

su pierna izquierda a cada paso que diera por esos caminos de Dios?,

¿quién, sino él, junto al Padre que todo conoce, podría saber cuántos

obstáculos debía sortear cada día en esas penosas circunstancias? Pues

esta misma consideración es aplicable a todos los casos de dolor físico

e incapacidad, tomados individualmente.

Page 226: El Dolor Del Amor

Juicio sobre el dolor

226

Además, en el juicio sobre el dolor hay que sumar a lo dicho

nuevos aspectos que tienen que ver con la vertiente social del mismo.

Son muchísimos. Pero sin entrar en las emociones que pueden suscitar

en una persona mutilaciones y cicatrices de particular alcance que pro-

ducen algunas intervenciones quirúrgicas, siempre traumáticas, cabe

citar las manifestaciones externas provocadas por lesiones y enfermeda-

des que no pueden ser controladas por el enfermo ni impedir que sean

conocidos y observados sus efectos por los más cercanos. Es el caso de

la incontinencia urinaria y, particularmente, la fecal por lo que significa

la pérdida de control de las evacuaciones, los vómitos sobrevenidos y

pérdida constante del flujo salivar en un espacio común, etc. Todo ello,

cuando existe una conciencia en el enfermo, constituye un sufrimiento

añadido nada desdeñable al que ya padece. De modo que no es en

el hecho concreto del dolor físico que puede atormentarles en lo que

hay que fijarse únicamente a la hora de juzgarlo. No se puede olvidar

que existen otros parámetros, de los que las personas sanas pueden

no tener noción ni haber reparado en ellos, pero que tienen un peso

específico propio en la cotidianeidad del sufriente. La psicología queda

seriamente dañada con estos cuadros. Tanto que también desde ahí ha

de examinarse la virtud que han desplegado quienes los han padecido.

Y eso que, una vez más, tal como se ha advertido anteriormente, sólo

ellos y Dios sabrían en qué grado ha sido.

Page 227: El Dolor Del Amor

Juicio sobre el dolor

227

11.– Errores frecuentes

Si los santos, como aceptamos inequívocamente los creyentes,

tienen la capacidad de suscitar nuevos interrogantes, y de interpelar a

todo el género humano por haber convertido sus vidas en un retablo

que alberga las claves del seguimiento de Cristo, objeto y razón única y

última de su existencia, ni qué decir tiene que esta característica la han

encarnado por derecho propio los que viven en medio del dolor y con

él a cuestas han continuado su peregrinaje por esta tierra prodigando

su amor a Dios y a los demás a manos llenas, sin abandonar la misión

que les fue encomendada, debiendo afrontar molestias y tratamientos,

y combinarlos con sus responsabilidades. Frente a ello la observación

de lo que nos rodea revela las numerosas contradicciones que depara

esta época a la que pertenecemos. Por un lado se exalta la salud y, por

otro, se cometen agresiones contra ella constantemente desperdicián-

dola, haciéndola inútil. La hipocondría más que el optimismo presi-

de el acontecer de muchas personas. ¿Hay que preguntarse por qué?

Seguramente no hace falta porque todos sabemos que la angustia y la

depresión crecen parejas a la ausencia de amor y a la carencia de un

objetivo nítido en la existencia. Sin embargo, cuando existe una meta a

la que damos dirección y sentido no se imponen más preocupaciones

a la vida de las que conlleva, con incidencia específica, claro está, en lo

relacionado con la salud y la enfermedad. Entonces, todo lo que haya

Page 228: El Dolor Del Amor

Juicio sobre el dolor

228

de hacerse al respecto entra dentro del sentido común.

Por eso, si tras lo expuesto en estas páginas alguien se preguntase

todavía cómo hacer para integrar el dolor en lo cotidiano, tendría la res-

puesta viendo lo que han dado de sí las vidas tatuadas por el sufrimien-

to y el gozo del amor apasionado a Cristo que ya conocemos. No hemos

hallado pesadumbres ni tristezas baldías porque no hemos glosado el

dolor como algo maravilloso, incurriendo en el despropósito. Tampoco

lo hicieron los santos que contemplaron el sufrimiento con la crudeza

que tiene. Y si no se encuentra en la vida heroica una amargura frente

al dolor más allá de la que conlleva en su dramatismo porque lo han

vivido con Cristo, llegados a este punto debe admitirse que la interpre-

tación que hemos de darle los demás al sufrimiento no puede ser otra

distinta. No tienen razón de ser ni las falsas apreciaciones ni los juicios

erróneos que acostumbran a ofrecerse respecto al dolor y a la enfer-

medad, extrayendo deducciones sin fundamento. Disminuye notable-

mente la credibilidad de todo lo que pueda afirmarse sin experiencia,

y desaparecen los argumentos para justificar cualquier conducta que,

amparada en el dolor y la enfermedad, pretenda esquivar las responsa-

bilidades personales. Si de algo debe servir el testimonio que ofrecen

las vidas heroicas es para tomarlo como referente de las nuestras, y, al

Page 229: El Dolor Del Amor

Juicio sobre el dolor

229

menos desde la fe, tendría que constituir un revulsivo para todo el que

se haya propuesto sinceramente seguir a Cristo. En cumplir la voluntad

del Padre, en dejarse acunar por Él, está ese valor del sufrimiento que

se vive a su lado.

Si se toma con seriedad el anhelo de incorporar a la vida la ver-

tiente ejemplar de los santos en lo tocante al dolor, sabiendo que la

pauta que han seguido siempre ha sido no hurtar nada que pudieran

hacer por Cristo y por los demás, a los que han brindado en todo ins-

tante las primicias sin límite alguno, con independencia de las penosas

circunstancias que hayan rodeado su existencia, surgirán de nuestro

interior nuevas preguntas obligadas: ¿qué es lo máximo?, ¿cómo saber

qué se puede y se debe hacer en medio de la enfermedad y del dolor?,

¿quién puede juzgar verdaderamente el esfuerzo de una criatura que

sufre? Estos interrogantes revisten notable interés, por lo que merece la

pena prestarles una atención adecuada.

1º.– Lo máximo. En la vida heroica no existe un tope. Dado que

Cristo es su modelo, tras Él ningún santo se ha propuesto eludir, encu-

brir y rebajar el grado de la entrega. Ésta sencillamente es ilimitada por-

que la santidad es una excelencia de vida en todos los órdenes. Mirando

de frente a Cristo, que derramó su sangre por todo el género humano,

no tomado globalmente sino de forma particular, en el que entramos

Page 230: El Dolor Del Amor

Juicio sobre el dolor

230

uno a uno con nuestros nombres y apellidos, cada uno sabe en con-

ciencia lo que hace de su existencia y lo que ofrece en verdad dentro

de esa proyección que, si no lo ha hecho ya, debería proponerse con

una dirección y sentido últimos porque difícilmente puede sostenerse

la mirada de Cristo sin ella. Naturalmente, todo lo que no se efectúe

ajustándose a la perspectiva última, cuya vertiente es la trascendencia,

será restar esfuerzos en la vivencia de la virtud.

2.– Lo que puede y debe hacerse en medio del dolor. Lo ex-

presado anteriormente acerca del máximo es genérico y sirve para toda

persona y en cualquier circunstancia. Pero no podemos olvidar que el

tema que nos ocupa es el de la enfermedad y el dolor. De modo que,

vinculando ese extremo para el que no hay excepciones evangélicas al

drama humano, la respuesta a los segundos interrogantes propuestos es

sencilla. Se puede realizar todo lo que en conciencia y desde el punto

de vista objetivo es posible sin contravenir razonablemente las indica-

ciones médicas, de tal modo que no se ponga en riesgo la escasa salud

que pueda quedar o se incrementen las lesiones por irresponsabilidad.

Y nadie más que el propio enfermo desde su libertad, su querencia

y su decisión sabe hasta qué punto puede llegar. En la vida heroica

los límites se han rebasado, desde luego; al menos una generalidad lo

ha hecho. Pero Cristo no pide excesos; en ningún pasaje evangélico

constan normas para violar las reglas elementales de la salud. Eso sí,

como modelos de dolor lo tenemos a Él, y junto a Él, desde la vertiente

Page 231: El Dolor Del Amor

Juicio sobre el dolor

231

peculiar de cada uno, a nuestra Madre María y a San José. Basta con

reflexionar en ellos y en los numerosos testimonios que ofrece la vida

santa y ver cómo y con qué criterio actuaron desde el punto de vista

evangélico. Por tanto, siempre dentro de un elemental sentido común

cabe actuar con rigor, honestidad y coherencia fundamentadas en el

amor a ese Cristo crucificado, quien temblando ante sus sufrimientos y

su muerte, entregó su vida por todos. Si preguntásemos a una persona

hostigada por el dolor y sus manifestaciones –en la forma examinada

en este trabajo, y viviéndolo como se ha hecho dentro de la vida heroi-

ca– por qué ese esfuerzo supremo y ese llevar todo al límite, sin duda

respondería que se dejó llevar por la pasión del amor a Cristo. No hay

otra respuesta.

3.– El juez.– Comenzaré por advertir que Dios es el único juez.

Dios y uno mismo que, a menos que exista una lesión que lo impida,

sabe bien lo que hace. Ante Él es ante quien se debe dar cuentas. Un

juicio sobre el dolor no puede ser estimado con rigor si sólo depende

de la subjetividad del analista, del que lo ve desde fuera, porque, en este

caso, la pretendida objetividad puede ser equívoca y aparecer como tal,

siendo en realidad una apreciación subjetiva. No es la primera vez que

los inexpertos, por adolecer de experiencia sobre la enfermedad y el

dolor, emiten sus dictámenes y juicios sobre la conducta determinada

y puntual de una persona que sufre. Considerando que ni los mis-

mos médicos cuentan con ese bagaje de primerísima categoría que los

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Juicio sobre el dolor

232

igualaría en vivencias al enfermo al que tratan, y que no existe una for-

mación específica académica que les permita conocer, siquiera teórica-

mente, los muchos matices que conlleva el sufrimiento y el dolor físico,

porque también ellos se encuentran con que no saben muchas veces ni

qué decir ni cómo consolar al que padece, ¿cómo se pueden manejar

con tanta facilidad en la vida ordinaria consideraciones acerca de la

eventual somatización que pueda hacer de sus dolencias un enfermo,

juzgar qué deberían hacer de más que supuestamente no han hecho,

hasta dónde pueden llegar, etc., encerrándolos en unas categorías que

no tienen por qué estar bien fundamentadas, aunque aparentemente

quienes lo juzgan puedan ver o creer lo que defienden por calificar una

determinada conducta de antemano, y sin saber el error en el que incu-

rren? Conviene recordar ahora el episodio vivido por Teresa de Lisieux

respecto del juicio equívoco que suscitaba su enfermedad, aspecto fí-

sico y conducta en algunas de sus hermanas, en los instantes previos a

su propia muerte:

«Escucha una historia muy divertida: Un día, des-

pués de mi toma de hábito, sor San Vicente de Paúl

me encontró en la celda de nuestra Madre y exclamó:

“¡Pero qué cara de bienestar! ¡Qué fuerte está esta chi-

ca! ¡Y qué gorda!”. Yo me fui toda confusa por el cum-

plido, cuando hete aquí que sor Magdalena me para

delante de la cocina y me dice: “¡Pero en qué te estás

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Juicio sobre el dolor

233

convirtiendo, mi pobrecita sor Teresa del Niño Jesús!

¡Estás adelgazando a ojos vista! A ese paso, con ese sem-

blante que hace temblar a cualquiera, no podrás guardar

mucho tiempo la Regla”. Yo no salía de mi asombro al

escuchar, una tras otra, opiniones tan opuestas. Desde

aquel momento, dejé de prestar la menor importancia a

la opinión de las criaturas, y esta impresión se ha desa-

rrollado en mí de tal manera, que actualmente tanto las

censuras como los elogios resbalan sobre mí sin dejar la

menor huella»233.

Pocos días después, otra hermana le hizo partícipe del comen-

tario que habían hecho sobre ella en la recreación: «”¿Por qué se

habla de sor Teresa del Niño Jesús como de una santa? Es cierto

que ha practicado la virtud, pero no ha sido una virtud adquirida en

las humillaciones y, sobre todo, en los sufrimientos”. Ella me dijo

después:... “¡Y yo, que he sufrido tanto desde mi más tierna infan-

cia! ¡Pero cuánto bien me hace saber la opinión de las criaturas en

el momento de la muerte!”»234. Por tanto, si de objetividad se trata,

lo objetivo es pensar que quien tiene la llave de lo que puede hacer

y dejar de hacer un enfermo, de cómo se encuentra y de cuál es el

233 CA 25.7.15. Julio.234 CA 29.7.2. Julio.

Page 234: El Dolor Del Amor

Juicio sobre el dolor

234

límite que puede imponerse, es él mismo. Los demás son simples es-

pectadores, por más que el enfermo les duela y les preocupe. La falta

de tacto en el caso de Teresa es más que evidente. Y, por supuesto,

su respuesta realza la virtud que desplegaba frente al despropósito en

el que se veía envuelta. Este mundo escondido que nadie conoce más

que el enfermo, encierra también en la vida heroica muchos instantes

de preocupación por la incapacidad a la que podía someterles la en-

fermedad para acometer su misión con toda la grandeza que habían

soñado. Eso no significa menor confianza en la divina providencia. Se

trata, simplemente, de un hecho humano.

De todas formas, se podrá contraargumentar diciendo que hay

hechos palpables externos en la vida cotidiana que permiten emitir

ciertos juicios de valor imparciales. Pero sería una apreciación de es-

casa credibilidad por lo ya expresado: cuando se trata del esfuerzo, del

estado en el que alguien se encuentra, dado que es singular, no puede

compararse, juzgarse ni estimarse. Lo único que cabe es tratar de di-

lucidar si la persona que sufre está en condiciones de dar ese máximo

que otros le piden, dentro de un clima de confianza y paciencia; nada

más, porque ni que decir tiene que si es creyente, ella misma sabrá que

no puede engañar a Dios. Huyamos de otras retóricas.

Sucede, por las razones que sean –seguramente la mayoría guia-

das por una buena intención–, que ante el cuadro de una persona

Page 235: El Dolor Del Amor

Juicio sobre el dolor

235

enferma enseguida aparecen consejeros en su entorno que estiman

lo que le convendría o no realizar. Son gestos que no suelen presidir

la vida de los que gozan de buena salud o un estado físico razonable:

entran y salen, eligen libremente lo que deben comer, etc., sin nadie

cerca que les atosigue. Pero un enfermo tiene también que lidiar a

veces con estos asesores, por así decir, unido a las indicaciones de sus

propios médicos. Como siempre, en función de la psicología y el ca-

rácter, a unos les costará menos sobrellevar esas incursiones en su vida

y a otros más. Máxime si en su ánimo está integrar sus dolencias en la

cotidianeidad, incorporándose a ella por todos los medios posibles a

fin de entrar en el orden que siguen los demás. Resulta molesto que,

por el hecho de encontrarse enfermo, alguien pueda sentir que su

acontecer se halla en permanente exposición ante los que le rodean.

Además, en el ánimo de muchas personas enfermas pesa el anhelo

de discreción sobre sus males. De tal modo que, aun teniendo en

cuenta la gratitud que merecen los cuidadores por su labor solícita y

abnegada, nunca debería olvidarse que la persona que sufre merece

un respeto y que, si es posible para ella, hay que concederle el margen

de libertad que como cualquier ser humano merece, eximiéndola de

un cierto control.

Por lo demás, las habladurías y comentarios ante la enfermedad

ajena muchas veces parecen ser inevitables. Así lo constató el Beato

Juan XXIII al escribir a monseñor Spolverini sobre la quebrada salud

Page 236: El Dolor Del Amor

Juicio sobre el dolor

236

de su querido obispo, monseñor Radini Tedeschi:

«La salud de monseñor obispo, algo sacudida

realmente en los meses pasados, se va recuperando

un poco. Por aquí han abundado las habladurías

acerca de la naturaleza de su enfermedad, diciendo

de todo. Caer enfermo es, para un obispo, una do-

ble desgracia».

Tras dar cuenta pormenorizada a Spolverini de la diabetes pade-

cida por el obispo y de otros contratiempos, dejando clara la situación

real, el Papa Juan concluía su carta añadiendo esta advertencia, a modo

de corolario: «No dé crédito a cualquier rumor que pudiese llegar a sus

oídos: son cuentos chinos»235.

Pues bien, lo que he pretendido subrayar con lo manifestado

hasta el momento es que un veredicto sobre el dolor que hubiera eludi-

do estas cuestiones expuestas ni sería creíble ni riguroso y, desde luego,

no habría justicia en él. Pero todavía hay que añadir algo más acerca del

juicio particular sobre el dolor. Se trata de la pervivencia numérica de

las enfermedades en una misma persona. Evidentemente, el dictamen

no puede eludir esta realidad cuando se ha hecho presente. No puede

235 Juan XXIII, Carta 27.7.1914.

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237

calificarse del mismo modo el estado de incapacidad absoluta de una

persona afectada por intensísimos sufrimientos y complicaciones que

el de alguien que ha padecido una sola enfermedad. Es decir, no es

comparable un cáncer con una diabetes, pese a que ésta, en un pasado

no lejano, conducía a la muerte. De manera similar, hay que decir que

tampoco tiene el mismo alcance haber vivido con miembros mutilados

y haber sufrido además otras enfermedades. Ni que decir tiene que

siendo penosa una dolencia concreta, mucho peor será tener que acu-

dir a los quirófanos una y otra vez. Y, desde luego, si ya resulta difícil

convivir con una afección solamente, mayor será padecer numerosas.

Exponencialmente se acentúan los problemas, la debilidad física y psi-

cológica queda sensiblemente mermada, y la persona más expuesta al

rigor y al esfuerzo que debe desplegar en su virtud.

12.– En aras de la pasión de amor por Cristo

En un juicio del dolor desde la fe una primera escala para reco-

nocer el alcance del sacrificio es analizar desde la experiencia qué acon-

tece con el dolor en la cotidianeidad. Ello permite constatar el salto

cualitativo y cuantitativo que conlleva su plasmación en la vida heroica.

Ese ha sido el procedimiento implícito en este trabajo que ha permi-

tido constatar matices del dolor y la enfermedad tal como se perciben

ordinariamente y compararlo con su grado heroico. Y ya se ha visto la

diferencia. Cristo no erradicó el sufrimiento, dedicó gran parte de su

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Juicio sobre el dolor

238

tiempo a sanar a los enfermos, caminó junto a ellos, no se detuvo a

elucubrar ni elaborar explicaciones edulcoradas sobre el dolor. Lo más

grande que pudo hacer por todos fue asumirlo, con inmenso temblor,

teniendo el deseo de que pasase de Él aquel calvario, con el esfuerzo

supremo en la preagonía de posponer su voluntad, una vez más, a la

del Padre. Y en ese apurar el cáliz, queriéndolo beber como Cristo,

aun con las ambivalentes emociones que suscita el sufrimiento en una

criatura que, por un lado, está amando a Dios con todo su ser, pero,

por otro, no puede sustraerse a la convulsión que desata en su ánimo la

inminencia y presencia del drama, está la respuesta a todo lo que pueda

hacerse con el dolor humano y también decirse acerca de él. «Nuestro

Señor, en el Huerto de los Olivos, gozaba de todas las delicias de la Tri-

nidad –reflexionaba Teresa de Lisieux– y sin embargo su agonía no fue

por eso menos cruel. Es un misterio, pero os aseguro que comprendo

algo de él por lo que yo misma estoy viviendo»236.

La respuesta frente al sufrimiento que Dios ha puesto a nuestro

alcance la ha sometido a la voluntad humana. Pero el juez, el único

juez de todo lo que con ella haga el ser humano, es Él. A partir de ahí,

cualquier juicio añadido acerca del dolor y del sufrimiento realizado

con rigor tiene que partir necesariamente de la experiencia. Tras la

236 CA 6.7.4. Julio.

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Juicio sobre el dolor

239

muerte de una amiga de Teresa de Lisieux, su médico, el doctor de

Cornière, le explicó que el deceso había sido producido por un tumor

indefinido que no había podido ser diagnosticado y que, como médico,

le interesaba vivamente. «Qué lástima –dijo– que no haya podido ha-

cerle la autopsia». Para Teresa de Lisieux, sensibilizada por el tema del

dolor y en el estado de postración en el que se hallaba, esta expresión

constituyó un nuevo motivo de sufrimiento. De ahí su comentario tras

la partida del médico: «¡Ay, así de indiferentes somos los unos con los

otros en la tierra! ¿Se diría eso mismo si se tratase de una madre o de

una hermana? ¡Qué ganas tengo de irme de este triste mundo!»237. Era,

hablando así, la viva voz de la experiencia. La delicadeza de una mujer

sensible ante el sufrimiento ajeno. Indudablemente, esta apreciación,

que otros podrían considerar fruto de una particular susceptibilidad,

marca la diferencia existente entre la persona que padece y sabe lo que

dice, y otra que se enfrenta al dolor con cierta superficialidad aunque

ésta no sea deliberada.

No se puede olvidar que las biografías que han pasado por estas

páginas han experimentado un sufrimiento consciente. Y convivir con

la propia conciencia de dolor supone afrontar la vida con nuevos sufri-

mientos. Sin conciencia de dolor no hay nada que deba entregarse, ni

hay lucha para ejercitar la virtud. Es el caso de personas que han per-

237 CA 3.7.1. Julio.

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dido la memoria y que no padecen dolores físicos. Se vive sumido en la enfermedad, eso es cierto, pero el acontecer discurre de forma lineal, sin tener que añadir el drama del dolor de los familiares y allegados, que es algo que afecta enormemente al enfermo. Sin conciencia de dolor se afrontan los días con absoluta ausencia de los juicios y apreciaciones que puedan suscitar en los demás sus padecimientos, y sin necesidad de justificar nada, que es otra de las calamidades que muchos enfermos padecen y de las cuales, como se ha visto, no se han librado los santos.

Así pues, sería deseable que fuera extensivo a todos un inmenso respeto por las personas que sufren enfermedades y dolores físicos, y no convertirse en una espina más en su amargura. Esta disposición ayudaría a reconocer en lo que vale la postura y la dignidad de los que han convertido (y continúan trocando) su drama particular en elemento vital de su ofrenda a Dios. Las enfermedades dolorosas, las incapacidades que contemplamos en personas de vida heroica, ¿nos llevan a preguntarnos, cómo sería su día a día, qué esfuerzos tendrían que realizar para cumplir el riguroso horario y plan de vida que tenían, en qué condiciones atendían su misión? Porque no cabe duda que los viajes apostólicos, el trabajo, los compromisos de toda índole, las numerosísimas y constantes preocupaciones por sus hijos, hermanos, la Iglesia y el mundo en medio de los contratiempos que les pro-vocaban sus muchas dolencias no son fáciles de imaginar excepto para quie-nes sepan del dolor en carne propia. Y ni que decir tiene que una persona que sufre, como ellos lo han hecho, y no deja de realizar todo el esfuerzo posible, y aún más para llevar adelante su misión, es digna de admiración.

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En la vida heroica todos, de un modo u otro, han tenido expe-riencias singulares. Sin duda, el caso del Papa Juan Pablo II, por ser tan bien conocido y reciente, sirve para comprender esta apreciación. Si el dolor, como se ha dicho, «es la cara oculta de lo humano», el llorado Pontífice lo ha mostrado al mundo entero. Fue llamado a ser testimonio vivo de su dolor con el progresivo deterioro de su organismo a una edad avanzada. Y por ser de dominio público, se convirtió en un extraordinario embajador del sentido encerrado en el dolor cuando se presenta en la vida en esta fase del camino. Es decir, Juan Pablo II pasó por encima del natural pudor que otros experimentan cuando su deterioro es patente ante la mirada ajena; obvió el juicio humano que más que pedir llegaba a veces a exigir su voluntario retiro, esto es, el abandono de su misión, amparándose en razones de edad, de salud e incluso de cierta estética, por así decir, porque en el fondo, a muchas personas no les agrada contemplar la decadencia física. Lo que ven-de es la juventud y la belleza, y él, como tantos otros seres humanos, ya había entrado de lleno en la senectud, sin perder el espíritu jovial que siempre tuvo. Al mostrar cómo actúa el sentido salvífico del dolor cuando se vinculan los padecimientos personales a los de Cristo, no solo plasmó sus reflexiones en la Salvifici Doloris, sino que dejó en ella un testimonio ineludible para seguir y entender su vida. Como decía el Papa Benedicto XVI, cuando aún era cardenal, Juan Pablo II ha predi-cado a través del sufrimiento. Ciertamente. Ha sido modelo y ejemplo para los que sufren, y ha conmovido igualmente a muchos que todavía no se han encontrado con este drama humano.

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Pero otros seres humanos, con distintos matices, también han puesto de manifiesto su virtud en circunstancias que a veces han sido crueles, padeciendo dolores físicos e incontables tribulaciones en la intimidad de sus comunidades. Eso sí, cuando ha salido a la luz, al menos una ínfima parte de lo mucho que han sufrido por amor a Cris-to, se ha puesto al descubierto la impronta y la raza del santo que en manera alguna querría quedarse fuera de esa participación de la Pasión redentora de Cristo, aunque pudiera hacerlo. Y eso es lo que conmueve poderosamente el corazón humano. De ahí que, si cualquier persona aquejada por el sufrimiento es merecedora por ello de nuestra particu-lar estima, ante las de vida heroica hay que guardar, además, un religio-so silencio porque el corazón enmudece ante tantísimo amor como el que han ofrecido abrazados a la cruz de Cristo.

No podemos ni imaginar el calvario que han sufrido, cuánta vir-tud extraída con toda la fuerza de sus organismos maltrechos, de las inmensas oquedades del silencio que desgarran los sentidos cuando el dolor hace acto de presencia maniatando el quehacer cotidiano. La existencia en esas condiciones sólo se puede abordar con una gracia divina. Por eso, ellos han sido adornados con tantas. Nadie más que la pasión de vivir en aras del amor de Cristo puede explicar el ím-petu arrollador de sus vidas laceradas, la inexplicable dimensión de sus obras fruto de las heridas que el amor divino dejaba impresas en su espíritu. Han dejado tatuadas todas las esquinas, caminos y valles por los que han transitado con las lágrimas de su místico amor por el divino amor.

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Que nadie se engañe: el juicio sobre el dolor no es trivial, ni se dirime tan fácilmente como se puede llegar a creer. Ninguna persona ajena puede convertirse en la voz de la conciencia de un doliente, ni llegar a saber jamás las cotas que han alcanzado sus sufrimientos. Si alguien no ha padecido, que intente ser humilde y no se atreva a elucu-brar nunca con el dolor de otros. Pida más bien a Dios que, cuando le llegue su hora, ilumine su conciencia y suscite en su ánimo la fortaleza y gallardía de los innumerables mártires, de los santos y personas de vida heroica que le hayan precedido, escribiendo su nombre con letras de oro en el Reino de los cielos y dejando en la tierra la huella perenne de los hijos de Dios.

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ÍndicePRÓLOGO ..........................................................…….......... 9

INTRODUCCIÓN ..........................................................……. 15

I.– PRESENCIA DEL DOLOR

1.– Consideraciones generales .............................................….. 29

2.– Universalidad y especificidad del dolor en la vida heroica ....... 29

2.1.– El valor de la experiencia ............................................. 34

2.2.– «Víctimas» del amor .....…………………..…….......... 46

2.3.– Sembradores de la misericordia divina ......................... 58

2.4.– Dolor y amor. Claves de una vida heroica .................... 64

3.- Otras notas definitorias del dolor. Expresión en la vida santa ..... 75

3.1.– Un señuelo de Dios .................................……….......... 76

3.2.– Respuesta frente al misterio .......................................... 88

3.3.– Tribulaciones sin medida ........................................... 94

3.4.– Valor pedagógico ........................................................ 99

3.4.1.– Dignidad humana y «bien morir» ............…... 101

3.4.2.– La debilidad como baluarte ........................... 105

3.4.3.– Un rosario de virtudes ....................................... 109

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II.– VIVENCIA DEL DOLOR

4.– Un arte: «Convertir el dolor en algo santo» ............................ 123

5.– Confesores de la fe ........................................………......... 128

6.– Hombres y mujeres como los demás .................................... 132

6.1.– Del miedo a la esperanza: el largo camino ................... 137

6.2.– Alianza entre gracia y determinación ............................ 144

6.3.– Una epopeya cotidiana ................................................. 151

6.4.– Humanidad y santidad en la enfermedad ...................... 166

7.– El fulgor del barro .............................................................. 181

7.1.– Abrazados al árbol de la cruz ....................................... 188

7.2.– Sutileza de la caridad .................................................... 195

III.– JUICIO SOBRE EL DOLOR

8.– Consideraciones particulares .............................................. 211

9.– «Alter Christus» ................................................................. 213

10.– Gamas del dolor en la vida heroica ..................................... 219

11.– Errores frecuentes .............................................................. 227

12.– En aras de la pasión de amor por Cristo ............................. 237

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