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TIEMPO 70 CARIÁTIDE L GOLPE DE JAB APUNTES SOBRE LA NARRATIVA ESTADUNIDENSE CONTEMPORÁNEA E Manuel Guillén es profesor de filosofía de la UNAM. Imparte clases de lógica en la Universidad Internacional. Fue beca- rio del Instituto de Investigaciones Filo- sóficas de la UNAM. Manuel Guillén Entre las diferentes características de la literatura del recién finalizado siglo XX, una de las más notables y aprecia- bles ha sido la diversidad. Cada vez resulta más difícil esta- blecer un único y rígido conjunto de normas canónicas, san- cionadas unilateralmente por un grupo de expertos, que determinen de una vez para siempre (por lo menos esa es la pretensión) lo que cuenta como buena literatura. Por su- puesto, virtudes retóricas y semánticas de comprobada uti- lidad siguen formando una clase de elementos necesarios para generar literatura sin más. Elementos como un estilo personalizado, identificable en distintas circunstancias contextuales, apego a las normas lingüísticas académicamente establecidas, utilización de figuras discursivas probadas, así como su variación y modificación con afanes innovadores y practicar de maneras extraordinarias, sorpresivas, no obvias, las funciones indicadoras de la lengua (nombrar, describir, dar cuenta de algo, mover a la imaginación o a la evocación, etcétera). Fuera de ello, poco más es relevante. Es suficiente con que el texto tenga algo qué decir, que resulte significati- vo para alguien, no importando cuáles sean los medios de ese “querer decir”. 1

El golpe de jab: apuntes sobre la narrativa estadounidense contemporánea

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Artículo mío, panorámico e impresionista, sobre algunos de los géneros más destacados de la narrativa estadounidense contemporánea, aparecido en la revista Casa del Tiempo (UAM), números 66-67, julio-agosto del 2004, Vol. VI, época III.

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L GOLPE DE JABAPUNTES SOBRE LA NARRATIVAESTADUNIDENSECONTEMPORÁNEA

EManuel Guil lén es profesor de f i losofía

de la UNAM. Imparte clases de lógica en

la Universidad Internacional. Fue beca-

rio del Instituto de Investigaciones Filo-

sóficas de la UNAM.

Manuel Guillén Entre las diferentes características de la literatura delrecién finalizado siglo XX, una de las más notables y aprecia-bles ha sido la diversidad. Cada vez resulta más difícil esta-blecer un único y rígido conjunto de normas canónicas, san-cionadas unilateralmente por un grupo de expertos, quedeterminen de una vez para siempre (por lo menos esa es lapretensión) lo que cuenta como buena literatura. Por su-puesto, virtudes retóricas y semánticas de comprobada uti-lidad siguen formando una clase de elementos necesariospara generar literatura sin más. Elementos como un estilopersonalizado, identificable en distintas circunstanciascontextuales, apego a las normas lingüísticas académicamenteestablecidas, utilización de figuras discursivas probadas, asícomo su variación y modificación con afanes innovadores ypracticar de maneras extraordinarias, sorpresivas, no obvias,las funciones indicadoras de la lengua (nombrar, describir,dar cuenta de algo, mover a la imaginación o a la evocación,etcétera). Fuera de ello, poco más es relevante. Es suficientecon que el texto tenga algo qué decir, que resulte significati-vo para alguien, no importando cuáles sean los medios deese “querer decir”.1

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Es posible que en el siglo pasado no hubo una literatura quehaya hecho tanto por la diversidad, ruptura de esquemastradicionalistas, fomento del crossover o combinación gené-rica, disolución de fronteras entre lo críptico y lo popular, eléxito de mercado y la pérdida de la agorafobia intelectual,como la estadunidense. Ésta ha enseñado no tanto a dejar la

preocupación por observar las cualidades retóricas ysemánticas canónicas, sino a tener un criterio liberal y re-ceptivo a la mezcla de géneros, al advenimiento de la cultu-ra de masas y sus múltiples elementos comunicativos —quetanto molestaban a un crítico como Barthes, por ejemplo—y al reflejo de la conducta humana común y corriente.

Atiborrada e innovadora como es, propia de un imperiocomo no había conocido Occidente desde Roma, la litera-tura estadunidense es un claro ejemplo del cambio en laapreciación literaria que con fortuna nos dejó el siglo XX.

Enseguida, cuatro textos de los noventa pertenecientes adicha tradición. La elección ha pretendido bucear en aguaspoco profundas para descubrir en estos ejemplos de litera-tura, que de un modo u otro es masiva pero marginal (esdecir, paralela al consentimiento obvio de la crítica), el des-plazamiento de paradigmas retóricos y textuales que con

fuerza ha empujado la tradición norteamericana de las últi-mas décadas.

El parque jurásico

El lector queda atenazado por todas partes. No puede dejarinconclusa una trama de trepidante suspense. La imagina-

ción ha engranado con unmundo posible que parecieraestar a sólo unos años de tor-nar presente, por más que algoadvierta que eso, la historia na-rrada, sea imposible ahora y encualquier otro momento de laevolución científica humana.La decantación de informa-ción científica —en particularsobre ingeniería genética—,con el buen manejo del atrac-tivo plástico de una de las ra-mas matemáticas más inquie-tantes del último cuarto desiglo, la Teoría del Caos, asícomo el temor reverencial quegeneran las teorías físico-ma-temáticas, da carne y sangre alcuerpo del texto de ficción.Con esta serie de elementos,sobre todo efectistas, más unlenguaje creíble y exacto para

los fines de la narración, la mejor novela de Michael Crichtonse instaló en la difícil frontera entre el best-seller (género con-siderado por los puristas como literatura chatarra) y la lite-ratura “seria”. El genio comercial de Crichton lo llevó a lasenda del genio literario. Ruptura de tabúes. Desorden des-de la periferia. Un subgénero, el technothriller, logra insertaren la buena literatura, o por lo menos en una parte de ella.Cosa que no es casual en una época en la que el lector es,ante todo, un consumidor.

En cuanto al tejido de la trama, lo verdaderamente electri-zante de El parque jurásico no es el eficaz manejo de lo abo-minable, o la evocación del acecho del caos en las obras quelos humanos producen cuando juegan a ser dioses. No,ambos elementos recibieron ya su mejor tratamiento, quelos convertiría en canónicos y nos los vuelve de sobra cono-cidos, hace ya un par de buenos siglos, durante el romanti-cismo decimonónico. En efecto, el tema de la bestia que se

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emancipa, que vaga perdida siguiendo sus instintos, el ries-go que se vuelve aleatorio, el azar entre nosotros, causadopor nosotros, han movido la maquinaria literaria de cientosde narraciones desde la aparición de El monstruo del doctorFrankenstein de Mary Shelley, obra fundadora del género.

No, el rayo y el trueno de la novela de Crichton están, poruna parte, en su capacidad para destilar temas científicos ymatemáticos de tal manera que se conviertan enparte de la maquinaria literaria, accesibles al granpúblico y —aquí es donde está el truco— en pau-tas de verosimilitud, en guías verdaderas para lle-gar a fines falsos, de ficción. Por otra, en su ende-moniada capacidad para ordenar de maneraatractiva y misteriosa los fetiches de una sociedadque el sociólogo estadunidense Daniel Bell ha lla-mado posindustrial. La ciencia no como un me-dio para llegar a la libertad a través de la verdad,sino como un instrumento más de producciónde capital. El viejo dictum de Loyola, que los cien-tíficos pioneros creyeron aplicable a su arte, hamutado con la muerte del dios metafísico paraceder sus plegarias al más terrenal dios de nuestrotiempo: el dinero; la verdad (científica) nos haráricos. No a todos, por supuesto. Sólo a aquellosque hacen ciencia de verdad, ciencia corporativa, produc-ción masiva de los resultados de laboratorio; índices de efi-cacia en libros contables. Pero esta ciencia desbocada, cien-cia sin límites, al servicio de las grandes corporaciones y elgran capital, no inspira seguridad sino temor:

Hammond —el dueño de la compañía de biotecnologíaInGen y del Parque jurásico— era aparatoso, un histriónnato y, en 1983, tenía un elefante que llevaba consigo enuna jaulita. El elefante tenía veintitrés centímetros de altoy treinta de largo y estaba perfectamente formado, salvopor los colmillos que estaban atrofiados… A los inversorespotenciales… les ocultaba el hecho de que la conductadel elefante había cambiado de modo esencial en el pro-ceso de reducción del tamaño al de una miniatura: el pe-queño ser podía parecer un elefante, pero se comportabacomo si fuera un roedor violento, de rápidos movimien-tos y pésimo carácter.

Existe, entonces, un punto crítico, un momento de no re-torno en el que inexorablemente nuestras invenciones serevierten contra nosotros, y entre más sofisticación mayor

es el grado de peligro posible. Es ya parte del conocimientodel hombre de la calle: entre más avances, desarrollos y lo-gros obtenga el genio científico, mayor será el grado deentropía. Tanto en la realidad como en la imaginería delsiglo XX y principios del XXI, esto es válido lo mismo para laexploración espacial que para la energía atómica; para lamanipulación genética que para la generación de armas quí-micas. En este sentido, la novela recoge el espíritu de una

época. El tiempo dirá hasta dónde este fabuloso divertimentose convierte en parte del acervo documental de la últimadécada del siglo XX.

Luego, entran en escena los dinosaurios. Quizá los seres bio-lógicos más preciados de nuestra imaginación. Tan lejanos yespantosos como los dragones, las gárgolas y los serafines,y tan cercanos y temibles como las cobras, los tigres y lostiburones. Mezcla perfecta de nuestras oscuras fantasías yde la claridad de nuestra condición de frágiles animalillosque perdieron la cola, subrayada por la presencia de la otredaddel resto de las especies, en particular cuando son terrorífi-cas. Otredad biológica irremediable, atroz y sublime a lavez, que ya en más de una ocasión ha puesto a temblar nues-tros más caros sueños de grandeza; por ejemplo, el que diceque Dios nos hizo a su imagen y semejanza.

En El parque jurásico la asombrosa facticidad de lo impro-bable revela la futilidad del paso de la especie humana por elplaneta. La resucitación de seres extintos, acabados por larazón que sea pero que escapó a nuestra voluntad, e inclusocapacidad para buscar y obtener respuestas escudriñando y

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descifrando con un poderoso aparato teórico todo lo quenos resulta enigmático, desnuda nuestra grandilocuencia.El Parque jurásico, esa isla hi-tech con la que su dueño elindustrial, visionario y avaro Hammond soñó que la filosatecnología de la época podía controlar a un conjunto deseres de otro tiempo, un tiempo sin humanos, se convierteen el amargo reflejo de una realidad largamente ignorada.

Ni las cercas electrificadas, las escopetas con balas expansivaso las zanjas de cinco metros; ni el absoluto control lógico delos sistemas cibernéticos que automatizan por completo alparque, puede detener lo inevitable: el imperio del caos.Porque los sistemas biológicos no se someten a nuestras ne-cesidades racionales; se abren paso siguiendo una lógica com-pleja y paradójica en la que la estabilidad está ligada a loaleatorio. Ciertamente puede describirse en ella un orden,que incluso es posible interpretar matemáticamente. Peroesta interpretación, como ocurriera a los teólogos medieva-les cuando descubrieron que a Dios apenas se le podía nom-brar para decir algo significativo acerca de él, sólo muestraque al pie de nuestro balbuceo teórico se encuentra un infi-nito abismo (biológico, cósmico y temporal) al que sólo po-demos admirar y temer.

“Descubrimiento de Japón”Es posible que este cuento de veintitantas páginas (recogidoen The Informers) sea el mejor ejemplo de lo que es capaz deproducir la gran capacidad literaria de Bret Easton Ellis. Lanotable diferencia entre éste y el resto de su obra —obraque tanto revuelo ha causado en los últimos quince años—es la mesura del escritor. Simple, práctico, contundente. Ape-gado al manual, sí, sin duda, pero personalísimamente efi-caz. Easton Ellis recrea con singular agudeza el estado deuno de los pilares de la cultura popular de la segunda mitaddel siglo XX: el mundo del rock. Con él, el estado general deuna cultura que, literal y metafóricamente, se mueve al rit-mo que toquen sus popstars.

Bryan Metro, el personaje central, que sin dificultad podríaser Axl Rose, Tommy Lee u Ozzy Osbourne, ha llegado altope en todo. Rockero, millonario, machista, sadista, bi-sexual, alcohólico, coca y heroinómano, ha perdido el con-trol de su fama (“Ajusta mis sueños por mí, Roger –—dice asu yuppie manager—, ajusta mis sueños por mí”); para él, larealidad ya no es el mundo poblado de objetos inanimados,animales y personas, sino un mundo en el que sólo existenluces, masas y satisfactores inmediatos de los deseos más

apremiantes que, por lo general, colapsan para desbocar demanera intempestiva a través del apetito sexual, acompaña-do con violencia y languidez.

Bryan ha alcanzado lo que Douglas Coupland llama laposfama. El estado psicológico (social y financiero) en el queel famoso no es más dueño de sí mismo en tanto que sujetocon una historia, una narración de vida hilvanada con lacoherencia de un pasado, un presente y un futuro. Tal na-rración ha sido alterada; ya no es más la añeja posesión ínti-ma y privada que los antiguos reservaban para la conversa-ción confidente o la transcripción en un diario. Ahora esahistoria se ha vuelto pública y abierta, vulnerable; está so-metida a fuerzas que ya no son las del individuo, obligada aser un eterno presente, escrita y reescrita día a día por lasreglas de la vida pública: imagen, aparencia, simulación.

Bryan Metro es un simulacro de sí mismo, por eso ha llegadoal hartazgo. Es una especie de imperfecta copia al carbón dealgo —su vida, su mente, su entorno— que debió ser realpero que ya sólo sirve como un referente, una marca, el om-bligo de aquel lejano cordón que alguna vez unió al útero dela vida cotidiana. Por eso el hastío lo ha alcanzado. Es como sifuera un espectro. Sedado y negligente, ha rebasado la culpa yla cobardía para, por lo menos, ser cínico, alguien a quien lascausas y los efectos mundanos pasan de largo. En una de lasprimeras secuencias del relato (secuencia: como en el len-guaje cinematográfico), Bryan se corta la palma de la mano,abriéndose una vena, y lo más que hace es quedarse dormi-do en medio de la borrachera. Sube al escenario y olvida lasletras de las canciones, sus propias letras. Ve a la masa defans japoneses y murmura “pinches amarillos”. Su mánager,Roger, es lo único que lo ata, de vez en vez, al mundo real:nadie quiere que se suicide la gallina de los huevos de oro.

El escritor transmite con pulcritud el estado de irrealidad deBryan y de muchos integrantes del show-business; con ellos,de una parte de la sociedad contemporánea. O mejor: de lahiperrealidad (Baudrillard) de nuestros días. Realidad me-diática. Interacción de iconos. Saturación de imágenes. Rea-lidad transformada y trastocada por doquier. Filtrada por laelectrónica, las comunicaciones instantáneas y las drogas.El mundo desde un avión o dentro de una suite de hotel decinco estrellas es, sencillamente, el mismo en todas partes.

Fiel a sus temas y a ese testarudo estilo de la narración en pri-mera persona, el aún joven escritor angelino se aparta en

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este cuento de los excesos dramáticos de su consagrada novelaAmerican Pyscho, y de la repetición temática, que en más deuna ocasión resulta aburrida, de Less than Zero. A diferenciade estas obras, “Descubrimiento de Japón” es un ejercicio sinrebabas —algo similar quiso lograr con su novela Glamoura-ma, aunque sin el éxito deseado—. Tal vez debido a las ca-racterísticas estructurales de la cuentística, el escritor no poneuna alusión, una frase, una referencia fuera de lugar. Tramay alegoría empalman con naturalidad a través de referentestransparentes, tanto directos como elípticos, pulcros, cerca-nos y significativos, de sobra conocidos, aunque poco anali-zados. El cuento, así, es un mini manual de anatomía del ojocontemporáneo: el órgano que capta apariencia y realidad.

Es una pena que Easton Ellis no haya dado una obra tanpulcra como ésta ni antes ni después de su publicación, en1994. El sarcasmo, que en American Pyscho de tan estriden-te se vuelve moralino, aquí es la diáfana estructura de lanarración. El escritor es neutro en lo moral, descriptivamentedistante y el resultado es, como instruyera de manerametafórica Hemingway, un golpe de jab.

El receptor queda noquedo por la sencilla razón de que ensu sistema cognitivo todo lo contado ya lo sabía, lo conocedesde siempre. Ha estado ahí en una ojeada a Rolling Stone,un vistazo a la MTV o a E! En la vida diaria. En el mundo enel que vive, engarzado entre cierta esquizofrenia mediática yel jaloneo obsesivo de una cultura que parece arcaica, a pe-sar de que apenas hace 150 años era la vanguardia. El cam-bio de paradigma del texto escrito al bombardeo de gráfi-cos. Del valor de lo perdurable al de lo efímero. De la mesuraal exceso. De la saturación de códigos comunicacionales. Eladvenimiento de la hipercomplejidad social.

La sublime ironía del cuento, establecida desde el título, esel inicio y cierre del mismo. Círculo preciso que delimitatanto la estructura como su significado: un mundo aparte,cerrado en sí mismo; enmarañamiento de retórica y semán-tica, la primera tiene como resultado a la segunda, y la se-gunda hace inteligible a la primera. Al inicio del relato, Bryanpiensa:

Con rumbo a la oscuridad, mirando por la ventanilla deun avión el toldo negro y sin estrellas, más allá de la venta-nilla que está tan fría que me entumece las yemas de losdedos y me miro la mano. Retiro la mano lentamente dela ventanilla y Roger se acerca por el pasillo en penumbra.

—Adelanta ese reloj —dice Roger.

—¿Qué dices? —pregunto yo.

—Que adelantes el reloj. Hay diferencia horaria. Esta-mos aterrizando en Tokio —Roger me mira fijamente,disimulando una sonrisa—. Tokio, Japón, ¿ok?

Y al final, el cerrojo. El compás que termina de dibujar lacircunferencia. Para entonces ya ha quedado claro que paraBryan Japón es un montón de molestas masas de piel ama-rilla, la puta que decora el póster de Hustler edición japone-sa (a quien, por cierto, se cogió durante su primera nochetokiana) y Godzila; que los acontecimientos de la vida, lasemociones y los estímulos, quedan reducidos a un arponazoo a unas tabletas de librium con champaña, a una buenagolpiza a la primera grupie que se le meta a la cama; que elmundo, ese que cubrirá con su World Tour, es uno y el mis-mo —empequeñecido desde un avión— desde un escena-rio, desde las luces, desde una infinita repetición de imáge-nes mediáticas, desde el aquí y el ahora, desde el triunfo y lagloria que apenas duran dos horas —que además son tanaburridas e intrascendentes—, desde la nada:

En el avión alejándome de Tokio voy sentado solo al fon-do jugueteando con los mandos de un pizarrín magnéti-co y Roger está a mi lado cantando “Over the rainbow”pegado a mi oreja, las cosas cambian, se vienen abajo, sedesvanecen, otro año, unos cuantos movimientos más,una persona a la que todo le vale madres, un aburrimien-to tan monumental que abruma, arreglos fugaces por partede personas que ni siquiera sabes que exigen que pierdasel sentido de la realidad que podrías haber adquirido,expectativas tan irracionales que te vuelves supersticiosocuando piensas cómo afrontarlas. Roger me ofrece untoque y doy una calada y miro por la ventanilla y me rela-jo durante un momento cuando las luces de Tokio, queno me había dado cuenta de que está en una isla, se pier-den de vista, pero esta sensación sólo dura un momentoporque Roger me está contando que otras luces, en otrasciudades, en otros países, en otros planetas, quedaránpronto a la vista.

Cuando falla la gravedad

Uno de los subgéneros literarios más interesantes, cuya obrafundadora fuera Do Androids Dreams of Electric Sheep? dePhillip K. Dick, es el cyberpunk. Si bien es cierto que, como

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algunos críticos han afirmado, el género está casi agotado,víctima de su fórmula cerrada y reiterativa, hay en él unnúcleo de desencanto de la modernidad, de languidez so-cial, un estado de apatía acerca del irremediable futuro (ima-ginario) por venir, que lo vuelven un oblicuo reflejo de loposible. De ahí su interés.

La esperanza de un futuro idílico construido sobre funda-mentos científicos, ascéptico, ordenado y lleno de regocijo,ha muerto. Desde la segunda guerra mundial, e incluso des-de la primera, y en especial a partir del éxito y la materiali-zación bélica del Proyecto Manhattan, la humanidad toda,pero en particular Occidente, sabe que los pilares tecnológi-co-científicos que pusiera en marcha la joven modernidaddieciochesca, tienen un rostro oculto, que no es ni lastre, nidesperdicio, ni entropía —aunque estos elementos tambiénson relevantes—, sino un avance absolutamente calculado yracional hacia lo irracional, el caos, el desorden y la enfer-medad. Aquí halla el cyberpunk su razón de ser.

Hijo rebelde de la ciencia-ficción, allí donde encontrába-mos ciudades luminosas, ordenadas y resplandecientes, pone,en cambio, urbes en ruinas, aleatorias, en las que la tecnolo-gía de punta se mezcla con el tribalismo y el paulatino re-torno de lo arcaico. Los gobiernos, a diferencia del buen bigbrother de la sci-fi que ha logrado el bienestar a través de lasabiduría científica acumulada, son o bien corporaciones, ogrupos de truhanes, o un déspota dominante que dejan co-rrer su poder a lo largo de una gran cadena de abusos y

corruptelas que traspasan una sociedad caótica y atiborrada(de razas, vicios, lenguas, crímenes, esperanzas frustadas).Al final, como bien han sabido plasmar cinematográfica-mente directores como Ridley Scott (Blade Runner), JeanPierre Jeunet (Aliens: Resurection) o Terry Gillian (Brazil),las máquinas, naves y edificaciones no transmiten la pulcri-tud del aluminio, el titanio o el acero inoxidable, propios de

la imaginería futurista de la década de loscincuenta del siglo pasado, sino la mugrey el herrumbre, el óxido y la corrosión deun mundo que hace mucho tiempo dejóde preocuparse de sus viejos fetiches ilus-trados.

En efecto, el cyberpunk es una partituraya hecha. Como todas, sólo depende deltalento del ejecutante con sus variaciones,destiempos e improvisaciones. GeorgeAlecc Effinger ha sabido imprimir demanera excepcional ese estilo personal asu primera novela de corte cyberpunk,Cuando falla la gravedad. Ante todo,Effinger deja claro que el género es el vie-jo noir rejuvenecido en una incubadorade ciencia-ficción. El antihéroe es un ele-

mento esencial de la trama, lo mismo como personaje cen-tral alrededor del que ocurrirá la sucesión de acontecimien-tos de la narración, que como principal narrador de losmismos. Su punto de vista es la perspectiva que el lectortendrá para acceder al mundo de la novela. Así, MarîdAudran, un ex policía que rebasa la mitad de la treintena yque ahora se dedica por su cuenta a los “negocios” relacio-nados con asuntos propios de su antigua profesión, es elantihéroe de la historia de Effinger. Conforme transcurre sunarración descubrimos un mundo cuyo límite del caos esuna delgada membrana de complicidad, honor entre ban-doleros y pragmatismo de supervivencia.

Los espacios geográficos propician una atmósfera claustro-fóbica, lugares pertrechados en una sociedad cerrada y cen-trada en sí misma, recelosa de lo exógeno, perturbadora ycínica:

El cabaret de Chiriga se hallaba justo en el centro del Bu-dayén, a ocho manzanas de la puerta Este y otras ochodel cementerio. Resultaba muy útil tenerlo tan a mano.El Budayén era un lugar peligroso y todo el mundo lo

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sabía. Por eso, una muralla rodeaba tres de sus lados. Alos viajeros se les advertía que no se acercasen al Budayén,pero iban a pesar de ello. Toda su vida habían oído hablarde él, y no se perdonarían regresar a su casa sin haberlovisto por sí mismos.

Pero al mismo tiempo, ese espacio geográfico protegido—amurallado— ofrece lo que muy pocos lugares puedenofrecer: impunidad, vicio, emociones fuertes, perversionesa mano y todo lo demás que hace que la vida valga la pena.En un mundo en el que finalmente ha logrado mezclarse labiología con la cibernética, puede hallarse en el Budayén losmás sofisticados e ilegales dispositivosintracraneales que lo mismo son capaces demodificar por completo la personalidad de lossujetos que proporcionar las más vívidas ex-periencias eróticas o violentas. (Por cierto, enla cinta Strange Days de Katherine Bigelow,James Cameron, quien escribió el guión, uti-liza ampliamente este tema sin reconocer laevidente procedencia de la novela de Effinger.)

El enmarañado tejido social del mundo futurista en el quevive Audran ve surgir, por igual, el afianzamiento de un ter-cer género sexual, andrógino, clínicamente preparado y lis-to para insertar con suavidad en un entorno en el que pare-ce que la única sorpresa proviene de la intriga. Y no sóloeso, sino que las relaciones con esta nueva clase de seres hu-manos se han convertido en la regla y no la excepción. (Elmismo Marîd vive con uno y mantiene estrechas —en másde un sentido— relaciones con un par más.)

Novela sin resolución sorprendente (el antihéroe terminagolpeado pero vencedor), con una trama criminal sólida ysolvente, Cuando falla la gravedad es un emblema de lo mejorde todo un género que viera sus mejores momentos con lasobras de William Gibson y el ya mencionado Philip K. Dick,y que pareciera que la hiperaceleración socio-tecnológica denuestros tiempos comenzara a convertir en fantasías convocación profética.

The Sweet Hereafter

Un perro. Seguro que fue un perro lo que vi. O creí ver.En aquel momento nevaba bastante, y entre la nieve se vencosas que no son o que no están precisamente allí, perocomo tampoco se distinguen algunas cosas que sí están,

válgame Dios, cuando se ve algo hay que reaccionar comosea y fiarse del instinto maternal, ya me entienden.

Accedemos así a uno de los mejores inicios de la novelísticaestadunidense contemporánea. Semejante a un tele repor-taje, con uno de los entrevistados contando su experienciaprivilegiada, a la vez aventajada y limitada, de un aconteci-miento dual: cósmicamente trágico y vulgarmente cotidia-no. El punto de partida de la narración, con la voz intro-ductora del chofer del autobús escolar del pueblo de SamDent, Dolores Driscoll, encadenará con la polifonía pris-mática de un conjunto clave de involucrados en el trágico

acontecimiento que modificará de forma ra-dical el sistema social de dicha población.

Perdido en algún lugar del norte del estadode Nueva York, Sam Dent es un distor-sionado reflejo humano de la imponente eintimidante geografía que lo circunda y de-termina. La escritura de Russell Banks es in-disociable de la geografía. Puntual en susdescripciones y psicológicamente veraz, su

realismo engarza fino dos características compartidas porlos sistemas psíquico-sociales y por su entorno, el ecosistema:caos y regularidad. Lo imprevisto y lo monótono. En mediode los centenarios bosques de la tundra norteamericana, cir-cundados por la helada e imperturbable cordillera y el ara-ñazo de la mancha humana, y por bosque, nieve, más bos-que y más nieve, el aleteo del azar irrumpe de repente. Lacasualidad, lo que escurre al control humano, desdibuja parasiempre la monotonía aparente de un lugar ensimismado,en perpetuo recelo y disimulo de y ante lo ajeno.

Como en una exploración de los fríos bosques del norte deEstados Unidos, que comienza con un sobrevuelo en heli-cóptero y termina con la observación cercana, la quietud yla regularidad dan paso a un complejo panorama de relacio-nes vitales. La pasmosa calma de la naturaleza vista desdelos aires se convierte, una vez comenzadas la exploración apie y el análisis del ecosistema, en un abigarrado cúmulo—con su lógica propia— de intersecciones, choques y con-vivencias. De igual manera, una vista efímera (como la delos múltiples vacionistas de invierno que pasan a vuelo en suautos deportivos con el equipo de esquiar al toldo) de SamDent y sus habitantes sólo revelaría un pueblo de tantos:rancio, soso y rústico; un lugar en el que pareciera que todoes siempre igual. No obstante, un observador más fino y

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acucioso, alguien que pudiera irrumpir en la dinámica so-cial del lugar, identificaría de manera paulatina un intem-pestivo microcosmos desvelado ante su mirada escrutadora.Esa persona es Mitchell Stephens, abogado.

Como el defroster de su Mercedes que revela lo que ocurre alotro lado del parabrisas en medio de la noche helada, de-sempañándolo, el involucramiento con las consecuencias delsuceso del camión escolar desvanecerá para Stephens el vahodel pueblo. Suceso que no accidente, porque “Los acciden-tes no existen. Ni siquiera sé lo que significa esa palabra, ynunca confío en nadie que afirme saberlo”. La voz del abo-gado de la ciudad de Nueva York será el punto de vista ex-terno. La descripción analítica y —en la medida de lo posi-ble— precisa de cuanto ocurre a los tocados por la tragedia.Es una voz externa pero no objetiva. El observador conta-mina su objeto de estudio con su filtro cognitivo, con suscreencias, convicciones y sospechas. Así, Mitchell Stephensse convierte en el portador de un fundamento moral sobreel que se erige un juicio —frío como la ley exige, vehementecomo el temperamento del abogado— acerca del derrape,caída y hundimiento en una laguna congelada del camiónescolar del poblado y la muerte de catorce niños del lugar:

¿Furioso? Sí, estoy furioso; mal abogado sería si no loestuviese. Parece como si tuviera un incesante hormigueoen el culo que me impidiera sentarme. Que no es lo mis-mo, entiéndalo bien, que estar azuzado por la avaricia…Pero no fue la codicia lo que me llevó hasta allí; la avari-cia nunca me desvía tanto de mi órbita. Sino la indigna-ción. Qué demonios, no me da vergüenza. Soy así. Tam-poco estoy orgulloso, pero por lo menos soy de utilidad.Cosa que nada tiene que ver con la avaricia.

Recto y pragmático, Stephens es el símbolo de la moral po-sible en nuestros días. Ajena a la trascendencia. Extraña lomismo al orden y al castigo divinos que a la corrección tras-cendental de nuestros juicios morales, como soñara hace yacasi tres buenos siglos Emmanuel Kant. La moral del abo-gado es el escape de sus caras frustraciones. La búsqueda de lajusticia en las causas ajenas es el medio de exculpar la inca-pacidad individual, íntima, dolorosa. Una hija junkie, sero-positiva y mitómona, perdida en algún tugurio de Los Án-geles o el Bronx, inyectándose heroína, ratifica esta opción,la única que garantiza el desinterés. La rabia y no la avaricia.

En tanto que la ética es un cálculo de perjuicios y benefi-cios. No nos confundamos más; los seres humanos, o por lo

menos los seres humanos occidentales y capitalistas, no pue-den observar una ética solidaria, desinteresada, ajena al egoís-mo casi genético de nuestra especie. La ética, esa delgadamalla que nos impide despedazarnos unos a otros de unabuena vez, es sólo el cálculo sobre si no seremos destruidosprimero antes de hacerlo con el prójimo. Y el abogado —esdecir, este abogado— se encarga de garantizar que ese cálcu-lo siga efectuándose. Es el guardián de la malla.

Pero siempre que me entero de un asunto como el desas-tre de aquel autobús escolar, me convierto en un misilque busca el calor, dirigiéndome a un objetivo que sinduda será algún chapucero y corrupto organismo estatalo una empresa multinacional que ha calculado la dife-rencia entre un tornillo de diez centavos y un arreglo amis-toso de un millón de dólares y ha decidido sacrificar unascuantas vidas por esa diferencia. Eso es lo que hacen, cal-cular el resultado total; lo he visto tantas veces que hellegado a dudar de la especie humana. Son monos inteli-gentes, nada más… Y de la gente como yo depende quesalga más barato construir el autobús con ese tornillo demás, añadir un metro de barrera protectora o desecar lacantera. Es la única forma de pararlos. El único modo degarantizar la responsabilidad moral en esta sociedad. Queresulte más barato.

Novela de contrapuntos, tejido que se deshila de a poco (consus diferentes trucos, rejuegos y senderos narrativossorpresivos), The Sweet Hereafter conserva y refresca las ex-traordinarias características del género más y mejor desarro-llado en la tradición estadunidense: el realismo. Dando ple-no cumplimiento al dicho que Faulkner enfatizara al recibirel Nobel hace cincuenta años, Russell Banks no hace sinoocuparse del alma humana, en su oscura perversión y en lanitidez de su complejidad que la hacen oscilar entre lo ab-yecto y lo sublime.•

Nota 1Aunque, sin lugar a dudas, siguen y seguirán existiendo notablesdiferencias entre los escritores vanguardistas, aquellos que tratan deir un paso adelante, arriesgando y experimentando, buscando la obrauniversal, recuento lingüístico y convergencia de tradiciones, evoca-ciones, mitos y realidades, y aquellos que se limitan a seguir la fór-mula, que sólo combinan los consabidos ingredientes de éste o aquélgénero. Así, no es tanto que “exista un abismo” entre Don DeLillo yThomas Harris, sino más bien que uno va en un Dodge Vyper y elotro en un VW Sedán.