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El increíble caso... Capítulo 4

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El increíble caso de por qué los demás no me entienden si yo lo tengo tan claro. Por Mario López Guerrero.

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Mario López Guerrero

ERNESTO VALBUENA en…

Ediciones MLG

EL INCREÍBLE CASO DE POR

QUÉ LOS DEMÁS NO ME

ENTIENDEN SI YO LO TENGO

TAN CLARO

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CAPÍTULO 4

ECHARLE CARA

“Una imagen vale más que mil palabras.” REFRANERO POPULAR

- ¡Una rosa! – dije en alto en medio del bar de Lola. - ¡Chico! ¿Es la primera rosa que ves? – me preguntó

la nieta de Lola. Le miré a los ojos. Ella me miraba. Nos mirábamos. No le dije nada, pero mi cabeza ya estaba hablando conmigo. He dicho una rosa porque llevo días escuchando historias sobre rosas rojas. Se las regalan a una bailarina y muere. Se la regalan a una jugadora de baloncesto y muere. Se la acaban de regalar a una chica en la tele y estoy seguro de lo que le va a pasar. Claro que he visto muchas rosas antes, pero no significaban lo mismo que ahora. - Sí, es la primera – fueron mis palabras con cierta

ironía. Apuré el vaso de agua y me dirigí a mi piso. A mi habitación. A mi cama. A mis sueños. Nada de pensar en rosas. A dormir.

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La mañana siguiente me encontró con la boca abierta y pequeños ronquidos. Tenía la suerte de dormir profundamente y con todo lo que pasaba en la ciudad, de momento, nada me había quitado el sueño. Levantarse, ducharse, afeitarse, coger la gabardina gris y el paraguas. Hoy hacía falta paraguas. Siempre estaba bien llevarlo, pero hoy era bastante importante. De todas formas, en esta ciudad llueve desde todas partes, así que aunque lleves paraguas, acabas mojado. Primera parada de la mañana: la cafetería Derby con mi café y dos de sacarina. Y una sorpresa. - Buenos días, Ernesto. - Marian, ¿qué haces tú aquí? - Se dice “buenos días”. - Buenos días, Marian ¿qué haces tú aquí? - No lo sé. He pensado que por un día… Y ella empezaba a hablar. La culpa era mía por haberle preguntado. Bueno, no era culpa. Ya estaba mi cabeza pensando y hablando conmigo y habíamos quedado en escucharla, atenderla, saber que lo importante era ella y no sólo lo que decía. - Y eso es todo – concluyó Marian. - ¡Ah! - No me has escuchado ¿verdad? - Sí, lo he hecho – mentí. - No, no lo has hecho. - Sí que te he escuchado. - A ver, ¿qué te he dicho?

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- Vale, no te he escuchado – dije la verdad. - Ya lo sabía. - Disculpa. Le empecé a dar vueltas al café y cogí el periódico. - ¿No has leído las noticias todavía? No hace falta

que las leas. Todo son muertes en esta ciudad. Muerte, muerte, muerte… ¡Anda, el profesor Linde! Este fue mi profesor de física. Qué mala suerte también ha muerto…

Y Marian seguía hablando. Qué capacidad de hablar. Eso de que hablamos a cien palabras por minuto no era verdad. Algunos diremos cincuenta y Marian llegará a doscientas, por lo menos. - ¿Me estás escuchando? - Sí… Eh, no – esta vez fui sincero desde el principio. - Ya lo sabía. - ¿Y cómo lo sabías? - Por tu cara. - ¿Qué le pasa a mi cara? - Cuando escuchas tienes una cara y cuando no

escuchas tienes otra cara. - Yo siempre tengo la misma cara. - No, tú tienes mucha cara porque cuando hablo no

me escuchas. - Es que hablas mucho. Nuestra conversación era todo un ejemplo de dos personas que se quieren. Miré a los lados y todo el mundo nos miraba como si fuéramos a montar una escenita.

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Después de la escenita subimos a la oficina. Le conté a Marian lo ocurrido el día anterior en el polideportivo, aunque me salté el detalle del olor de las toallas. Le expuse mi teoría sobre el asesinato de Elisa Santos por parte del hombre de la limpieza, Manolo, y a ella le pareció interesante mi película. Dijo que no tenía claro que alguien matase a una jugadora de baloncesto por una firma en una foto, pero que en esta ciudad todo podía ser porque lo único que había eran muertes. Esa misma mañana telefoneé a la madre de Elisa y le pedí que si nos podíamos ver en su casa. Tenía noticias que contarle. No tardé mucho en salir de la oficina y dirigirme hacia su casa, pero me bajé una parada antes en el metro. En la parada “Manhattan”. Salí al exterior y delante de mí, el impresionante hotel Manhattan. Majestuoso por fuera. Siniestro por dentro. No es que fuera feo, todo lo contrario, pero era muy conocido por la cantidad de celebridades que lo habían escogido para suicidarse. Al parecer, Eva Ramires había sido una más en su particular récord. No tardaría mucho. Sólo ver la habitación de la novena planta desde la que se había tirado la bailarina. Ya no era mi caso, pero algo me había quedado en el interior que me decía que tenía que saber los motivos de Eva para suicidarse. Entré por la puerta giratoria. Me paré en el hall, vi a una docena de periodistas delante del ascensor y a

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algunos policías. No sé lo que pasaba, ni tampoco era lo que me esperaba. Mi intención era dirigirme a la recepción y preguntar por una habitación en la novena planta. Sin embargo, tanto alboroto pudo con mi curiosidad. Decidí echarle cara. Saqué una libreta del bolsillo, me acerqué a uno de los periodistas y haciéndome pasar por uno del gremio le pregunté: - ¿Se sabe algo? - Sí, ya está bajando. Supongo que mi cara de confusión debió de hacer entender al periodista que no le había entendido. Esto de que mi cara hable por mí no me gusta. - Elías ya está bajando. - ¡Ah, Elías! Como no podía esconder mi cara de no entender nada, me alejé un poco para ver la escena. 4, 3, 2, 1, 0… El ascensor llegó a la planta baja y las puertas se abrieron. Los periodistas no tardaron en agolparse y hacer fotos. Los policías intentaron hacer un pasillo para que el tal Elías saliese del ascensor. Pero Elías no salió del ascensor. Gritos de los periodistas, caras de sorpresa y la policía diciendo “no hagan fotos” me hicieron acercarme de nuevo. Entre brazos, piernas, cámaras y rodillas, conseguí ver el ascensor. En el suelo dos hombres. Uno vestido de policía y otro con esposas. Supuse que Elías sería el segundo. Por las escaleras principales llegaron corriendo más

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policías y el Inspector Suárez. ¡Qué casualidad! Antes de que me viera, me escondí entre el montón de periodistas. No olían peor que el montón de toallas del día anterior. - ¡Están muertos! ¡Los dos! Si es que Marian llevaba razón. Sólo hay muertes en esta ciudad. La policía intentaba con poco éxito que los periodistas se apartaran del lugar. - Ahí tienes a Elías. Ya ha bajado – me dijo el

periodista con el que anteriormente había hablado. - Sí, ya veo. - Le está bien empleado. - No estoy seguro – dije para intentar sacarle algo. - Se lo merecía. No se puede vivir siempre de sobre

en sobre. Era el momento de sacarle más información, pero no hacía falta decirle nada. El periodista estaba en su salsa. - Tanto sobre por aquí, tanto sobre por allá. Ahora

que descanse en un sobre para siempre. La cara del periodista expresaba pasión al decirlo. Estaba claro que no quería nada al tal Elías. - Estoy por echarle un billete a su cuerpo. Esa

tendría que ser la foto. Esto es lo que vamos a hacer. Yo me acerco, le echo un billete y tú me haces la foto.

Me estaba metiendo en un problema. La verdad es que la foto quedó bastante bien, pero el

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hecho de echar el billete llamó la atención al inspector Suárez. - Se puede saber qué demonios… Ernesto Valbuena.

¿y tú por aquí? - ¡Buenos días, señor inspector! Su cara era extraña, a medias entre odio y salvación. Es como si no me quisiera ver, pero se alegrara de verme. No sé cómo describirla, era mi sensación. Las caras hablan. Me llevó a un lado y me preguntó: - ¿Qué haces aquí? - Bueno, vi entrar a mucha gente y me uní a la fiesta

– mentí para empezar la conversación. - ¿Quién es ese periodista que te acompaña? - No lo sé. Él ya estaba aquí. - ¿Trabaja contigo? - No, lo acabo de conocer. - Valbuena, no sea un obstáculo. ¿Quién es? - No lo sé, inspector. Es un periodista. - ¿Precio? - Precio de qué. - Oh, vamos, Valbuena, todo el mundo tiene un

precio en esta ciudad. - Yo sólo cobro por mis servicios, inspector. - Sí, claro. ¿Y si le contrato para saber quién es ese

periodista? - Muchas gracias, pero ya tengo otros asuntos. - ¡Váyase de aquí, Valbuena! - Con mucho gusto – mentí para terminar. El inspector Valbuena se quedó mirando hasta que salí

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del hotel. Ya en la calle aproveché para coger aire. Venía a ver la habitación de la planta novena en la que se había alojado Eva Ramires y había visto el ascensor en la planta baja con los cuerpos de un policía y un tal Elías. Si no llega a ser mi vida, pensaría que es un cuento. Como el que no quiere la cosa, me acerqué a un periodista que estaba en las escaleras del hotel hablando por teléfono. Elías, cuarentón, llamado la “mano”. Su trabajo consistía en citarse con empresarios y recibir sobres con dinero. Hoy le iban a detener en el hotel Manhattan. Le detuvieron. Pero además, murió. Fin de la conversación. Se giró el periodista hacia mí con cara de pocos amigos. Hay que ver cómo hablan las caras. - ¿Se puede saber qué quiere? Yo no le había dicho nada, pero por mi cara y mis gestos, se dio cuenta de que estaba interesado en él. Bueno, en lo que él decía. - Resulta que “la mano” ha estirado la pata – acerté

a decir como si fuera un chiste. En ese momento mi frase sólo tenía dos respuestas. O que el periodista se volviera con violencia hacia mí o que le hiciera gracia. Por suerte, se rió. - Ha estirado la pata, me gusta para el titular. - Ya era hora ¿no? - ¿De qué? - De que se fuera al otro barrio.

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- Bueno, a mí no me hacía ningún mal. - Pero era el de los sobres. - Bueno, ahora lo será otro. Todo el mundo tiene

que pasar por la mano de la Viuda. Si Elías ya no puede hacer su trabajo, otro lo hará por él.

- ¿De la viuda? - Sí, de la Viuda Negra. Todo el mundo lo sabe en

esta ciudad. Si quieres algo, tienes que pedirle la mano a la alcaldesa.

Ya tenía más información de lo que había pasado, pero no tenía claro que quisiera saber más. Al fin y al cabo, yo sólo venía a ver una habitación. - Entonces se abrieron las puertas y vimos a dos

hombres muertos. Elías y un policía. Dicen que lo cogieron en la novena planta, lo detuvieron y lo metieron en el ascensor. Bajaron y murieron. No han dado más explicaciones…

La voz a gritos de otro periodista saliendo del hotel Manhattan me aportó más información sobre el asunto. Pero no era lo que quería, yo quería ver la habitación en la que se había alojado Eva Ramires. - No se sabe nada. No había manchas de sangre ni

nada. Estaban muertos. Voy. Esta vez no era un periodista, era una periodista la que salía dando voces. Si me quedase un rato más, creo que tendría toda la información a voces, pero una voz dentro de mí me decía: no te olvides de que has quedado con la madre de Elisa Santos. A dos manzanas de allí estaba su casa. Un adosado de

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color blanco y tejado negro en una urbanización cara de la ciudad. Me fui pensando en el tal Elías, la “mano” de la Viuda Negra y eso de los sobres. La verdad es que siempre había escuchado cosas sobre sobres, pero nunca los había visto con mis ojos. Llegué, llamé al portal, leí un cartel que ponía “cuidado con el loro” y me abrieron la puerta. Una chica joven, rubia y con acento extranjero me saludó. - Señor Valbuena, la señora Santos le espera en el

salón. Por aquí, por favor. Le seguí hasta el salón y efectivamente, la señora Santos me esperaba allí sentada en su sillón y tomándose un té. - ¡Buenos días! - ¡Buenos días, señor Valbuena! ¿Qué noticias me

trae? - Verá, creo que tengo algo interesante que contarle. - Por su cara, no diría lo mismo. - ¿Por mi cara? - Sí, claro. Su cara me dice que no sabe lo que me va

a decir. - Oh, pero sí sé lo que le voy a decir. - Usted sí lo sabe, pero su cara, no. La señora Santos me recordaba a Marian en este momento. ¿Qué verán en mi cara? Es la que tengo. No me cambio de cara cada día. Me afeito. Si no me afeitara, igual sería distinto, pero me afeito todos los días.

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- Hable, señor Valbuena. - Verá, creo que a su hija no la asesinó su marido. - En eso estamos de acuerdo. - Creo que fue uno de los hombres de la limpieza. - No, fue Raquel. - ¿Qué? - Fue Raquel, esa mujer siempre le tuvo envidia a mi

niña. - Bueno, mi idea es otra. - ¿Y cuál es su idea? - Ayer me acerqué al polideportivo para ver las

instalaciones. Hubo algo que me chocó en el relato de los hechos. Cuando encontraron a su hija muerta, estaban Raquel, las otras jugadoras y Roberto. Pero también estaban los dos hombres de la limpieza.

- Sí. - Uno de ellos con fregona y un cubo y el otro con

gafas y una carpeta. - Sí. - ¿Sabe lo que había en la carpeta? - Sorpréndame. - Fotos. - ¿Fotos? - Sí, fotos de todas las jugadoras con una dedicatoria

para Manolo. - Bueno, ese chico llevaba un tiempo largo

trabajando en el polideportivo y era muy atento, decían.

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- ¿Y qué decía su hija? - Nada especial. - Verá. El hombre de la limpieza, Manolo, tenía las

fotos de todas, pero sólo le faltaba una firma. - ¿La de mi hija? - Exacto. - Lo que creo es que Manolo al limpiar los

vestuarios, cogió el fular de su hija. Esperó a que terminara el entrenamiento y cuando ella estaba sola, le pidió que le firmase su foto. Ella se negó y él la ahogó con su fular.

- Puede ser. - Y bueno, le llevaría una rosa roja como regalo.

Supongo que para ganarse la firma que no se ganó. - Interesante planteamiento. - Además, intenté hablar con Manolo y éste, salió

corriendo. Esconde algo. - ¿Y Raquel? - ¿Raquel? - Sí, ¿qué tiene que ver Raquel en todo esto? - No, me temo que nada. - Investigue más, señor Valbuena. Yo sé que Raquel

es la culpable y usted también lo sabe. - No, señora, yo no lo sé. - ¿Precio? - ¿Precio de qué? - Oh, vamos, señor Valbuena, en esta ciudad todo el

mundo tiene un precio – Y mientras lo decía pude ver la cara del inspector Suárez reflejado en su

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rostro. - Yo investigo, señora, no invento culpables. - Claro, claro. Usted investigue. - ¿Qué relación tenía su hija con Manolo? - Ninguna especial que yo sepa. La misma que

tendrían el resto de chicas del equipo. - ¿Por qué la habría matado Manolo? - Creo que se equivoca de asesino. Busque más

sobre Raquel. - Buscaré más sobre ella. - No, no lo hará. - ¿Cómo? - Su cara dice que no lo hará. ¡Maldita cara! Estaba diciendo muchas cosas hoy que yo no quería que dijera. - Disculpe, pero sí lo haré. - Ahora, puede que sí. Ha cambiado su cara. La conversación no duró mucho más tiempo, pero mi conversación conmigo mismo, sí. ¿Quién era en realidad la señora Santos? ¿Por qué quería inculpar a Raquel? ¿Le importaba de verdad la muerte de su hija? ¿Por qué hablaba de que todos tenemos un precio? ¿Por qué hablaba de mi cara? ¿Qué le pasaba a mi cara? Lo único que tenía claro era lo que le pasaba a mi estómago. Decidí en ese momento ir a un restaurante. Llevaba toda la mañana escuchando a la gente hablar de mi cara. Sí, es cierto, expresamos mucho con la cara. Bueno, no todos. Algunas personas expresan

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más que otras, pero es verdad, expresamos con la cara. ¡Qué curioso! A veces queremos decir algo y nuestra cara dice lo contrario. ¿A quién cree la gente? Por lo que estoy viendo a nuestra cara. Resulta que la gente contesta a lo que dice mi cara y no a lo que digo yo. Así que comunicarse no es sólo cuestión de palabras, también es cuestión de echarle cara. ¿Qué cara pongo cuando hablo? ¿Cómo controlo la cara que pongo? ¿Puedo controlar la cara que pongo? Y mientras pensaba en mi cara, mi estómago me seguía reclamando atención. Muy cerca de allí encontré un restaurante, pero me dio mala espina y nunca mejor dicho. Se llamaba “La rosa roja”.

CONTINUARÁ…