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El jugador Fedor Dostoiewski

El jugador - Gestor de Contenidos Universia habían conseguido reunir, tenían ahora siete u ocho mil, cantidad demasiado pequeña para mademoiselle Blanche. Mademoiselle Blanche,

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El jugadorFedor Dostoiewski

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Capítulo 1

Por fin he regresado al cabo de quince días deausencia. Tres hace ya que nuestra gente estáen Roulettenburg. Yo pensaba que me estaríanaguardando con impaciencia, pero me equivo-qué. El general tenía un aire muy despreocupa-do, me habló con altanería y me mandó a ver asu hermana. Era evidente que habían conse-guido dinero en alguna parte. Tuve incluso laimpresión de que al general le daba cierta ver-güenza mirarme. Marya Filippovna estaba ata-readísima y me habló un poco por encima delhombro, pero tomó el dinero, lo contó y es-cuchó todo mi informe. Esperaban a comer aMezentzov, al francesito y a no sé qué inglés.

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Como de costumbre, en cuanto había dineroinvitaban a comer, al estilo de Moscú. PolinaAleksandrovna me preguntó al verme por quéhabía tardado tanto; y sin esperar respuestasalió para no sé dónde. Por supuesto, lo hizoadrede. Menester es, sin embargo, que nos ex-pliquemos. Hay mucho que contar.

Me asignaron una habitación exigua en elcuarto piso del hotel. Saben que formo partedel séquito del general. Todo hace pensar que selas han arreglado para darse a conocer. Al ge-neral le tienen aquí todos por un acaudaladomagnate ruso. Aun antes de la comida memandó, entre otros encargos, a cambiar dosbilletes de mil francos. Los cambié en la caja delhotel. Ahora, durante ocho días por lo menos,nos tendrán por millonarios. Yo quería sacar depaseo a Misha y Nadya, pero me avisaron des-de la escalera que fuera a ver al general, quienhabía tenido a bien enterarse de adónde iba allevarlos. No cabe duda de que este hombre nopuede fijar sus ojos directamente en los míos; él

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bien quisiera, pero le contesto siempre con unamirada tan sostenida, es decir, tan irrespetuosaque parece azorarse. En tono altisonante, amon-tonando una frase sobre otra y acabando porhacerse un lío, me dio a entender que llevara alos niños de paseo al parque, más allá del Casi-no, pero terminó por perder los estribos y aña-dió mordazmente: «Porque bien pudiera ocu-rrir que los llevara usted al Casino, a la ruleta.Perdone -añadió-, pero sé que es usted bastantefrívolo y que quizá se sienta inclinado a jugar.En todo caso, aunque no soy mentor suyo nideseo serlo, tengo al menos derecho a esperarque usted, por así decirlo, no me comprometa... ».

-Pero si no tengo dinero -respondí con cal-ma-. Para perderlo hay que tenerlo.

-Lo tendrá enseguida -respondió el generalruborizándose un tanto. Revolvió en su escrito-rio, consultó un cuaderno y de ello resultó queme correspondían unos ciento veinte rublos.

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-Al liquidar -añadió- hay que convertir losrublos en táleros. Aquí tiene cien táleros ennúmeros redondos. Lo que falta no caerá enolvido.

Tomé el dinero en silencio.-Por favor, no se enoje por lo que le digo. Es

usted tan quisquilloso... Si le he hecho una ob-servación ha sido por ponerle sobre aviso, porasí decirlo; a lo que por supuesto tengo algúnderecho...

Cuando volvía a casa con los niños antes dela hora de comer, vi pasar toda una cabalgata.Nuestra gente iba a visitar unas ruinas. ¡Doscalesas soberbias y magníficos caballos!

Mademoiselle Blanche iba en una de ellas conMarya Filippovna y Polina; el francesito, elinglés y nuestro general iban a caballo. Lostranseúntes se paraban a mirar. Todo ello erade muy buen efecto, sólo que a expensas delgeneral. Calculé que con los cuatro mil francosque yo había traído y con los que ellos, por lo

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visto, habían conseguido reunir, tenían ahorasiete u ocho mil, cantidad demasiado pequeñapara mademoiselle Blanche.

Mademoiselle Blanche, a la que acompaña sumadre, reside también en el hotel. Por aquí an-da también nuestro francesito. La servidumbrele llama monsieur le comte y a mademoiselleBlanche madame la comtesse. Es posible que, enefecto, sean comte y comtesse.

Yo bien sabía que monsieur le comte no me re-conocería cuando nos encontráramos a la mesa.Al general, por supuesto, no se le ocurriría pre-sentarnos o, por lo menos, presentarme a mí,puesto que monsieur le comte ha estado en Rusiay sabe lo poquita cosa que es lo que ellos lla-man un outchitel, esto es, un tutor. Sin embargo,me conoce muy bien. Confieso que me presentéen la comida sin haber sido invitado; el general,por lo visto, se olvidó de dar instrucciones,porque de otro modo me hubiera mandado deseguro a comer a la mesa redonda. Cuandollegué, pues, el general me miró con extrañeza.

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La buena de Marya Filippovna me señaló unpuesto a la mesa, pero el encuentro con misterAstley salvó la situación y acabé formando par-te del grupo, al menos en apariencia.

Tropecé por primera vez con este inglés ex-céntrico en Prusia, en un vagón en que estába-mos sentados uno frente a otro cuando yo iba alalcance de nuestra gente; más tarde volví a en-contrarle cuando viajaba por Francia y porúltimo en Suiza dos veces en quince días; y heaquí que inopinadamente topaba con él denuevo en Roulettenburg. En mi vida he conoci-do a un hombre más tímido, tímido hasta loincreíble; y él sin duda lo sabe porque no tieneun pelo de tonto. Pero es hombre muy agrada-ble y flemático. Le saqué conversación cuandonos encontramos por primera vez en Prusia.Me dijo que había estado ese verano en el CaboNorte y que tenía gran deseo de asistir a la feriade Nizhni Novgorod. Ignoro cómo trabó cono-cimiento con el general. Se me antoja que estálocamente enamorado de Polina. Cuando ella

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entró se le encendió a él el rostro con todos loscolores del ocaso. Mostró alegría cuando mesenté junto a él a la mesa y, al parecer, me con-sidera ya como amigo entrañable.

A la mesa el francesito galleaba más que decostumbre y se mostraba desenvuelto y autori-tario con todos. Recuerdo que ya en Moscúsoltaba pompas de jabón. Habló por los codosde finanzas y de política rusa. De vez en cuan-do el general se atrevía a objetar algo, pero dis-cretamente, para no verse privado por enterode su autoridad.

Yo estaba de humor extraño y, por supuesto,antes de mediada la comida me hice la pregun-ta usual y sempiterna: «¿Por qué pierdo eltiempo con este general y no le he dado ya es-quinazo?». De cuando en cuando lanzaba unamirada a Polina Aleksandrovna, quien ni sedaba cuenta de mi presencia. Ello ocasionó elque yo me desbocara y echara por alto todacortesía.

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La cosa empezó con que, sin motivo aparente,me entrometí de rondón en la conversaciónajena. Lo que yo quería sobre todo era reñir conel francesito. Me volví hacia el general y en vozalta y precisa, interrumpiéndole por lo visto,dije que ese verano les era absolutamente im-posible a los rusos sentarse a comer a una mesaredonda de hotel. El general me miró conasombro.

-Si uno tiene amor propio -proseguí- no pue-de evitar los altercados y tiene que aguantar lasafrentas más soeces. En París, en el Rin, inclusoen Suiza, se sientan a la mesa redonda tantospolaquillos y sus simpatizantes franceses queun ruso no halla modo de intervenir en la con-versación.

Dije esto en francés. El general me miró per-plejo, sin saber si debía mostrarse ofendido osólo maravillado de mi desplante.

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-Bien se ve que alguien le ha dado a usteduna lección -dijo el francesito con descuido ydesdén.

-En París, Para empezar, cambié insultos conun polaco -respondí- y luego con un oficialfrancés que se puso de parte del polaco. Perodespués algunos de los franceses se pusieron asu vez de parte mía, cuando les conté cómoquise escupir en el café de un monsignore.

-¿Escupir? -preguntó el general con fatuaperplejidad y mirando en torno suyo. El france-sito me escudriñó con mirada incrédula.

-Así como suena –contesté-. Como duranteun par de días creí que tendría que hacer unarápida visita a Roma por causa de nuestro ne-gocio, fui a la oficina de la legación del PadreSanto en París para que visaran el pasaporte.Allí me salió al encuentro un clérigo pequeño,cincuentón, seco y con cara de pocos amigos.Me escuchó cortésmente, pero con aire avina-grado, y me dijo que esperase. Aunque tenía

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prisa, me senté, claro está, a esperar, saquéL’Opinion Nationale y me puse a leer una sartaterrible de insultos contra Rusia. Mientras tantooí que alguien en la habitación vecina iba a vera Monsignore y vi al clérigo hacerle una reveren-cia. Le repetí la petición anterior y, con aire aúnmás agrio, me dijo otra vez que esperara. Pocodespués entró otro desconocido, en visita denegocios; un austriaco, por lo visto, que tam-bién fue atendido y conducido al piso de arriba.Yo ya no pude contener mi enojo: me levanté,me acerqué al clérigo y le dije con retintín quepuesto que Monsignore recibía, bien podía aten-der también a mi asunto. Al oír esto el clérigodió un paso atrás, sobrecogido de insólito es-panto. Sencillamente no podía comprender queun ruso de medio pelo, una nulidad, osaraequipararse a los invitados de Monsignore. En eltono más insolente, como si se deleitara en in-sultarme, me miró de pies a cabeza y gritó:"¿Pero cree que Monsignore va a dejar de tomarsu café por usted?". Yo también grité, pero más

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fuerte todavía: " ¡Pues sepa usted que escupoen el café de su Monsignore! ¡Si ahora mismo noarregla usted lo de mi pasaporte, yo mismo voya verle!".

»"¡Cómo! ¿Ahora que está el cardenal con él?,exclamó el clérigo, apartándose de mí espanta-do, lanzándose a la puerta y poniendo los bra-zos en cruz, como dando a entender que morir-ía antes que dejarme pasar.

»Yo le contesté entonces que soy un hereje yun bárbaro, que je suis hérétique et barbare, y quea mí me importan un comino todos esos arzo-bispos, cardenales, monseñores, etc., etc.; en fin,mostré que no cejaba en mi propósito. El cléri-go me miró con infinita ojeriza, me arrancó elpasaporte de las manos y lo llevó al piso dearriba. Un minuto después estaba visado. Aquíestá. ¿Tiene usted a bien examinarlo? -saqué elpasaporte y enseñé el visado romano.

-Usted, sin embargo... -empezó a decir el ge-neral.

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-Lo que le salvó a usted fue declararse bárba-ro y hereje -comentó el francesito sonriendo conironía-. Cela n'était pas si bête.

-¿Pero es posible que se mire así a nuestroscompatriotas? Se plantan aquí sin atreverse adecir esta boca es mía y dispuestos, por lo visto,a negar que son rusos. A mí, por lo menos, enmi hotel de París empezaron a tratarme conmucha mayor atención cuando les conté lo demi pelotera con el clérigo. Un caballero polaco,gordo él, mi adversario más decidido a la mesaredonda, quedó relegado a segundo plano.Hasta los franceses se reportaron cuando dijeque dos años antes había visto a un individuosobre el que había disparado un soldadofrancés en 1812 sólo para descargar su fusil. Esehombre era entonces un niño de diez años cuyafamilia no había logrado escapar de Mosni.

-¡No puede ser! -exclamó el francesito-. ¡Unsoldado francés no dispararía nunca contra unniño!

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-Y, sin embargo, así fue -repuse-. Esto me locontó un respetable capitán de reserva y yomismo vi en su mejilla la cicatriz que dejó labala.

El francés empezó a hablar larga y rápida-mente. El general quiso apoyarle, pero yo leaconsejé que leyera, por ejemplo, ciertos trozosde las Notas del general Perovski, que estuvoprisionero de los franceses en 1812. Finalmente,Marya Filippovna habló de algo para dar otrorumbo a la conversación. El general estaba muydescontento conmigo, porque el francés y yocasi habíamos empezado a gritar. Pero a misterAstley, por lo visto, le agradó mucho mi dispu-ta con el francés. Se levantó de la mesa y meinvitó a tomar con él un vaso de vino. A la caí-da de la tarde, como era menester, logré hablarcon Polina Aleksandrovna un cuarto de hora.Nuestra conversación tuvo lugar durante elpaseo. Todos fuimos al parque del Casino. Po-lina se sentó en un banco frente a la fuente ydejó a Nadyenka que jugara con otros niños sin

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alejarse mucho. Yo también solté a Misha juntoa la fuente y por fin quedamos solos.

Para empezar tratamos, por supuesto, de ne-gocios. Polina, sin más, se encolerizó cuando leentregué sólo setecientos gulden. Había estadosegura de que, empeñando sus brillantes, lehabría traído de París por lo menos dos mil, sino más.

-Necesito dinero -dijo-, y tengo que agen-ciármelo sea como sea. De lo contrario estoyperdida.

Yo empecé a preguntarle qué había sucedidodurante mi ausencia.

-Nada de particular, salvo dos noticias quellegaron de Petersburgo: primero, que la abuelaestaba muy mal, y dos días después que, por lovisto, estaba agonizando. Esta noticia es de Ti-mofei Petrovich -agregó Polina-, que es hombrede crédito. Estamos esperando la última noticia,la definitiva.

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-¿Así es que aquí todos están a la expectativa?-pregunté.

-Por supuesto, todos y todo; desde hace me-dio año no se espera más que esto.

-¿Usted también? -inquirí.~¡Pero si yo no tengo ningún parentesco con

ella! Yo soy sólo hijastra del general. Ahorabien, sé que seguramente me recordará en sutestamento.

-Tengo la impresión de que heredará ustedmucho -dije con énfasis.

-Sí, me tenía afecto. ¿Pero por qué tiene ustedesa impresión?

-Dígame -respondí yo con una pregunta-, ¿noestá nuestro marqués iniciado en todos los se-cretos de la familia?

-¿Y a usted qué le va en ello? -preguntó Poli-na mirándome seca y severamente.

- ¡Anda, porque si no me equivoco, el generalya ha conseguido que le preste dinero!

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-Sus sospechas están bien fundadas.-¡Claro! ¿Le daría dinero si no supiera lo de la

abuela? ¿Notó usted a la mesa que mencionó ala abuela tres veces y la llamó «la abuelita», lababoulinka? ¡Qué relaciones tan íntimas y amis-tosas!

-Sí, tiene usted razón. Tan pronto como sepaque en el testamento se me deja algo, pide mimano. ¿No es esto lo que quería usted saber?

-¿Sólo que pide su mano? Yo creía que ya lahabía pedido hacía tiempo

-¡Usted sabe muy bien que no! -dijo Polina,irritada-. ¿Dónde conoció usted a ese inglés?-añadió tras un minuto de silencio.

-Ya sabía yo que me preguntaría usted por él.Le relaté mis encuentros anteriores con mister

Astley durante el viaje.-Es hombre tímido y enamoradizo y, por su-

puesto, ya está enamorado de usted.Sí, está enamorado de mí -repuso Polina.

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-Y, claro, es diez veces más rico que elfrancés. ¿Pero es que el francés tiene de verasalgo? ¿No es eso motivo de duda?

-No, no lo es. Tiene un cháteau o algo por elestilo. Ayer, sin ir más lejos, me hablaba el ge-neral de ello, y muy positivamente. Bueno,¿qué? ¿Está usted satisfecho?

-Yo que usted me casaría sin más con elinglés.

-¿Por qué? -preguntó Polina.-El francés es mejor mozo, pero es un granuja,

y el inglés, además de ser honrado, es diez ve-ces más rico -dije con brusquedad.

-Sí, pero el francés es marqués y más listo-respondió ella con la mayor tranquilidad.

-¿De veras?-Como lo oye.A Polina le desagradaban mucho mis pregun-

tas, y eché de ver que quería enfurecerme con el

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tono y la brutalidad de sus respuestas. Así se lodije al momento.

-De veras que me divierte verle tan rabioso.Tiene que pagarme de algún modo el que lepermita hacer preguntas y conjeturas parecidas.

-Es que yo, en efecto, me considero con dere-cho a hacer a usted toda clase de preguntas-respondí con calma-, precisamente porqueestoy dispuesto a pagar por ellas lo que se pida,y porque estimo que mi vida no vale un cominoahora.

Polina rompió a reír.-La última vez, en el Schlangenberg, dijo us-

ted que a la primera palabra mía estaba dis-puesto a tirarse de cabeza desde allí, desde unaaltura, según parece, de mil pies. Alguna vezpronunciaré esa palabra, aunque sólo sea paraver cómo paga usted lo que se pida, y puedeestar seguro de que seré inflexible. Me es ustedodioso, justamente porque le he permitido tan-tas cosas, y más odioso aún porque le necesito.

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Pero mientras le necesite, tendré que ponerle abuen recaudo.

Se dispuso a levantarse. Hablaba con irrita-ción. últimamente, cada vez que hablaba con-migo, terminaba el coloquio en una nota deenojo y furia, de verdadera furia.

-Permítame preguntarle: ¿qué clase de perso-na es mademoiselle Blanche? -dije, deseandoque no se fuera sin una explicación.

-Usted mismo sabe qué clase de persona esmademoiselle Blanche. No hay por qué añadirnada a lo que se sabe hace tiempo. Mademoise-lle Blanche será probablemente esposa del ge-neral, es decir, si se confirman los rumores so-bre la muerte de la abuela, porque mademoise-lle Blanche, lo mismo que su madre y que suprimo el marqués, saben muy bien que estamosarruinados.

-¿Y el general está perdidamente enamorado?-No se trata de eso ahora. Escuche y tenga

presente lo que le digo: tome estos setecientos

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florines y vaya a jugar; gáneme cuanto pueda ala ruleta; necesito ahora dinero de la forma quesea.

Dicho esto, llamó a Nadyenka y se encaminóal Casino, donde se reunió con el resto de nues-tro grupo. Yo, pensativo y perplejo, tomé por laprimera vereda que vi a la izquierda. La ordende jugar a la ruleta me produjo el efecto de unmazazo en la cabeza. Cosa rara, tenía bastantede qué preocuparme y, sin embargo, aquí esta-ba ahora, metido a analizar mis sentimientoshacia Polina. Cierto era que me había sentidomejor durante estos quince días de ausenciaque ahora, en el día de mi regreso, aunque to-davía en el camino desatinaba como un loco,respingaba como un azogado, y a veces hastaen sueños la veía. Una vez (esto pasó en Suiza),me dormí en el vagón y, por lo visto, empecé ahablar con Polina en voz alta, dando muchoque reír a mis compañeros de viaje. Y ahora,una vez más, me hice la pregunta: ¿la quiero?

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Y una vez más no supe qué contestar; o, me-jor dicho, una vez más, por centésima vez, mecontesté que la odiaba. Sí, me era odiosa. Habíamomentos (cabalmente cada vez que terminá-bamos una conversación) en que hubiera dadomedia vida por estrangularla. Juro que sihubiera sido posible hundirle un cuchillo bienafilado en el seno, creo que lo hubiera hechocon placer. Y, no obstante, juro por lo más sa-grado que si en el Schlangenberg, en esa cum-bre tan a la moda, me hubiera dicho efectiva-mente: «¡Tírese!», me hubiera tirado en el acto,y hasta con gusto. Yo lo sabía. De una manera uotra había que resolver aquello. Ella, por suparte, lo comprendía perfectamente, y sólo elpensar que yo me daba cuenta justa y cabal desu inaccesibilidad para mí, de la imposibilidadde convertir mis fantasías en realidades, sólo elpensarlo, estaba seguro, le producía extraordi-nario deleite; de lo contrario, ¿cómo podría, tandiscreta e inteligente como es, permitirse talesintimidades y revelaciones conmigo? Se me

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antoja que hasta entonces me había miradocomo aquella emperatriz de la antigüedad quese desnudaba en presencia de un esclavo suyo,considerando que no era hombre. Sí, muchasveces me consideraba como sí no fuese hom-bre...

Pero, en fin, había recibido su encargo: ganara la ruleta de la manera que fuese. No teníatiempo para pensar con qué fin y con cuántarapidez era menester ganar y qué nuevas com-binaciones surgían en aquella cabeza siempreentregada al cálculo. Además, en los últimosquince días habían entrado en juego nuevosfactores, de los cuales aún no tenía idea. Erapreciso averiguar todo ello, adentrarse en mu-chas cuestiones y cuanto antes mejor. Pero demomento no había tiempo. Tenía que ir a laruleta.

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Capítulo 2

Confieso que el mandato me era desagrada-ble, porque aunque había resuelto jugar no hab-ía previsto que empezaría jugando por cuentaajena. Hasta me sacó un tanto de quicio, y entréen las salas de juego con ánimo muy desabrido.No me gustó lo que vi allí a la primera ojeada.No puedo aguantar el servilismo que delatanlas crónicas de todo el mundo, y sobre todo lasde nuestros periódicos rusos, en las que cadaprimavera los que las escriben hablan de doscosas: primera, del extraordinario esplendor ylujo de las salas de juego en las «ciudades de laruleta» del Rin; y, segunda, de los montones deoro que, según dicen, se ven en las mesas. Por-que en definitiva, no se les paga por ello, y sen-cillamente lo dicen por puro servilismo. No hayesplendor alguno en estas salas cochambrosas,y en cuanto a oro, no sólo no hay montones deél en las mesas, sino que apenas se ve. Cierto es

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que alguna vez durante la temporada aparecede pronto un tipo raro, un inglés o algún asiáti-co, un turco, como sucedió este verano, y pier-de o gana sumas muy considerables; los demás,sin embargo, siguen jugándose unos míserosgulden, y la cantidad que aparece en la mesa espor lo general bastante modesta.

Cuando entré en la sala de juego (por primeravez en m vida) dejé pasar un rato sin probarfortuna. Además, la muchedumbre era ago-biante. Sin embargo, aunque hubiera estadosolo, creo que en esa ocasión me hubiera mar-chado sin jugar. Confieso que me latía fuerte-mente el corazón y que no las tenía todas con-migo; muy probablemente sabía, y había deci-dido tiempo atrás, que de Roulettenburg nosaldría como había llegado; que algo radical ydefinitivo iba a ocurrir en mi vida. Así teníaque ser y así sería. Por ridícula que parezca migran confianza en los beneficios de la ruleta,más ridícula aún es la opinión corriente de quees absurdo y estúpido esperar nada del juego.

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¿Y por qué el juego habrá de ser peor que cual-quier otro medio de procurarse dinero, porejemplo, el comercio? Una cosa es cierta: que decada ciento gana uno. Pero eso ¿a mí qué meimporta?

En todo caso, decidí desde el primer momen-to observarlo todo con cuidado y no intentarnada serio, en esa ocasión. Si algo había de ocu-rrir esa noche, sería de improviso, y nada delotro jueves; y de ese modo me dispuse a apos-tar. Tenía, por añadidura, que aprender el jue-go mismo, ya que a pesar de las mil descripcio-nes de la ruleta que había leído con tanta avi-dez, la verdad es que no sabría nada de su fun-cionamiento hasta que no lo viera con mis pro-pios ojos.

En primer lugar, todo me parecía muy sucio,algo así como moralmente sucio e indecente.No me refiero, ni mucho menos, a esas carasávidas e intranquilas que a decenas, hasta acentenares, se agolpan alrededor de las mesasde juego. Francamente, no veo nada sucio en el

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deseo de ganar lo más posible y cuanto antes:siempre he tenido por muy necia la opinión deun moralista acaudalado y bien nutrido, quien,oyendo decir a alguien, por vía de justificación,que «al fin y al cabo estaba apostando cantida-des pequeñas», contestó: «Tanto peor, pues elafán de lucro también será mezquino». ¡Comosi ese afán no fuera el mismo cuando se ganapoco que cuando se gana mucho! Es cuestiónde proporción. Lo que para Rothschild es poco,para mí es la riqueza; y si de lo que se trata esde ingresos o ganancias, entonces no es sólo enla ruleta, sino en cualquier transacción, dondeuno le saca a otro lo que puede. Que las ganan-cias y las pérdidas sean en general algo repul-sivo es otra cuestión que no voy a resolver aquí.Puesto que yo mismo sentía agudamente elafán de lucro, toda esa codicia y toda esa por-quería codiciosa me resultaban, cuando entréen la sala, convenientes y, por así decirlo, fami-liares. Nada más agradable que cuando puedeuno dejarse de cumplidos en su trato con otro y

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cada cual se comporta abiertamente, a la pata lallana. ¿Y de qué sirve engañarse a sí mismo?¡Qué menester tan trivial y poco provechoso!Repelente en particular, a primera vista, en to-da esa chusma de la ruleta era el respeto conque miraba lo que se estaba haciendo, la serie-dad, mejor dicho, la deferencia con que seagolpaba en torno a las mesas. He aquí por quéen estos casos se distingue con esmero entre losjuegos que se dicen de mauvais genre y los permi-tidos a las personas decentes. Hay dos clases dejuego: una para caballeros y otra plebeya, mer-cenaria, propia de la canalla. Aquí la distinciónse observa rigurosamente; ¡y qué vil, en reali-dad, es esa distinción! Un caballero, por ejem-plo, puede hacer una puesta de cinco o diezluises, rara vez más; o puede apostar hasta milfrancos, si es muy rico, pero sólo por jugar, sólopor divertirse, en realidad sólo para observar elproceso de la ganancia o la pérdida; pero deningún modo puede mostrar interés en la ga-nancia misma. Si gana, puede, por ejemplo,

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soltar una carcajada, hacer un comentario acualquiera de los concurrentes, incluso apuntarde nuevo o doblar su puesta, pero sólo por cu-riosidad, para estudiar y calcular las probabili-dades, pero no por el deseo plebeyo de ganar.En suma, que no debe ver en todas estas mesasde juego, ruletas y trente et quarante, sino unentretenimiento organizado exclusivamentepara su satisfacción. Los vaivenes de la suerte,en que se apoya y se justifica la banca, no debesiquiera sospecharlos. No estaría mal que sefigurara, por ejemplo, que todos los demás ju-gadores, toda esa chusma que tiembla ante unguiden, son en realidad tan ricos y caballerososcomo él y que juegan sólo para divertirse y pa-sar el tiempo. Este desconocimiento completode la realidad, esta ingenua visión de lo que esla gente, son, por supuesto, típicos de la másrefinada aristocracia. Vi que muchas mamásempujaban adelante a sus hijas, jovencitas ino-centes y elegantes de quince o dieciséis años, yles daban unas monedas de oro para enseñarlas

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a jugar. La señorita ganaba o perdía sonriendoy se marchaba tan satisfecha. Nuestro generalse acercó a la mesa con aire grave e imponente.Un lacayo corrió a ofrecerle una silla, pero él nisiquiera le vio. Con mucha lentitud sacó el por-tamonedas; de él, con mucha lentitud, extrajotrescientos francos en oro, los apuntó al negro yganó. No recogió lo ganado y lo dejó en la me-sa. Salió el negro otra vez y tampoco recogió loganado. Y cuando la tercera vez salió el rojo,perdió de un golpe mil doscientos francos. Seretiró sonriendo y sin perder la dignidad. Yoestaba seguro de que por dentro iba consumidode rabia y que si la puesta hubiera sido dos otres veces mayor, hubiera perdido la serenidady dado suelta a su turbación. Por otra parte, unfrancés, en mi presencia, ganó y perdió hastatreinta mil francos, alegre y tranquilamente. Elcaballero auténtico, aunque pierda cuanto tie-ne, no debe alterarse. El dinero está tan por bajode la dignidad de un caballero que casi no valela pena pensar en él. Sería muy aristocrático,

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por supuesto, no darse cuenta de la cochambrede toda esa chusma y esa escena. A veces, sinembargo, no es menos aristocrático y refinadoel darse cuenta, es decir, observar con cuidado,examinar con impertinentes, como si dijéramos,a toda esa chusma; pero sólo viendo en esa co-chambre y en toda esa muchedumbre una for-ma especial de pasatiempo, un espectáculo or-ganizado para divertir a los caballeros. Unopuede abrirse paso entre el gentío y mirar entorno, pero con el pleno convencimiento deque, en rigor, uno es sólo observador y deningún modo parte del grupo. Pero, por otrolado, no se debe observar con demasiada aten-ción, pues ello sería actitud impropia de uncaballero, ya que al fin y al cabo el espectáculono merece ser observado larga y atentamente; ysabido es que pocos espectáculos son dignos dela cuidadosa atención de un caballero. Sin em-bargo, a mí me parecía que todo esto merecía laatención más solícita, especialmente cuandovenía aquí no sólo para observar, sino para

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formar parte, sincera y conscientemente, de esachusma. En cuanto a mis convicciones moralesmás íntimas, es claro que no hallan acomodo enel presente razonamiento. En fin, ¡qué le vamosa hacer! Hablo sólo para desahogar mi concien-cia. Pero una cosa sí haré notar: que última-mente me ha sido -no sé por qué- profunda-mente repulsivo ajustar mi conducta y mis pen-samientos a cualquier género de patrón moral.Era otro patrón el que me guiaba...

Es verdad que la chusma juega muy sucio.No ando lejos de pensar que a la mesa de juegomisma se dan casos del más vulgar latrocinio.Para los crupieres, sentados a los extremos dela mesa, observar y liquidar las apuestas estrabajo muy duro. ¡Ésa es otra chusma! France-ses en su mayor parte. Por otro lado, yo obser-vaba y estudiaba no para describir la ruleta,sino para «hacerme al juego», para saber cómoconducirme en el futuro. Noté, por ejemplo,que nada es más frecuente que ver salir dedetrás de la mesa una mano que se apropia lo

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que uno ha ganado. Se produce un altercado, amenudo se oye una gritería, ¡y vaya usted abuscar testigos para probar que la puesta essuya!

Al principio todo me parecía un galimatíassin sentido. Sólo adiviné y distinguí no sé cómoque las puestas eran al número, a pares y nonesy al color. Del dinero de Polina Aleksandrovnadecidí arriesgar esa noche cien gulden. La ideade entrar a jugar y no por propia incumbenciame tenía un poco fuera de quicio. Era una sen-sación sumamente desagradable y quería sa-cudírmela de encima cuanto antes. Se me anto-jaba que empezando con Polina daba al trastecon mi propia suerte. ¿No es verdad que esimposible acercarse a una mesa de juego sinsentirse en seguida contagiado por la supersti-ción? Empecé sacando cinco federicos de oro,esto es, cincuenta gulden, y poniéndolos a lospares. Giró la rueda, salió el quince y perdí.Con una sensación de ahogo, sólo para libe-rarme de algún modo y marcharme, puse otros

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cinco federicos al rojo. Salió el rojo. Puse losdiez federicos, salió otra vez el rojo. Lo pusetodo al rojo, y volvió a salir el rojo. Cuandorecibí cuarenta federicos puse veinte en los do-ce números medios sin tener idea de lo quepodría resultar. Me pagaron el triple. Así, pues,mis diez federicos de oro se habían trocado depronto en ochenta. La extraña e insólita sensa-ción que ello me produjo se me hizo tan inso-portable que decidí irme. Me parecía que deningún modo jugaría así si estuviera jugandopor mi propia cuenta. Sin embargo, puse losochenta federicos una vez más a los pares. Estavez salió el cuatro; me entregaron otros ochentafedericos, y cogiendo el montón de ciento se-senta federicos de oro salí a buscar a PolinaAleksandrovna.

Todos se habían ido de paseo al parque y noconseguí verla hasta después de la cena. En estaocasión no estaba presente el francés, y el gene-ral se despachó a sus anchas: entre otras cosasjuzgó necesario advertirme una vez más que no

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le agradaría verme junto a una mesa de juego.Pensaba que le pondría en un gran compromisosi perdía demasiado; «pero aunque ganara us-ted mucho, quedaría yo también en un com-promiso -añadió con intención-. Por supuestoque no tengo derecho a dirigir sus actos, perousted mismo estará de acuerdo en que ... ». Ahíse quedó, como era costumbre suya, sin acabarla frase. Yo respondí secamente que tenía muypoco dinero y, por lo tanto, no podía perdercantidades demasiado llamativas aun si llegabaa jugar. Cuando subía a mi habitación logréentregar a Polina sus ganancias y le anunciéque no volvería a jugar más por cuenta de ella.

-¿Y eso por qué? -preguntó alarmada.-Porque quiero jugar por mi propia cuenta

-respondí mirándola asombrado- y esto me loimpide.

-¿Conque sigue usted convencido de que laruleta es su única vía de salvación? -preguntóirónicamente. Yo volví a contestar muy seria-

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mente que sí; en cuanto a mi convencimientode que ganaría sin duda alguna .... bueno, quizáfuera absurdo, de acuerdo, pero que me dejaranen paz.

Polina Aleksandrovna insistió en que fuera amedias con ella en las ganancias de hoy, y meofreció ochenta federicos de oro, proponiendoque en el futuro continuásemos el juego sobreesa base. Yo rechacé la oferta, de plano y sinambages, y declaré que no podía jugar porcuenta de otros, no porque no quisiera hacerlo,sino porque probablemente perdería.

-Y, sin embargo, yo también, por estúpidoque parezca, cifro mis esperanzas casi única-mente en la ruleta -dijo pensativa-. Por consi-guiente, tiene usted que seguir jugando conmi-go a medias, y, por supuesto, lo hará.

Con esto se apartó de mí sin escuchar mis ul-teriores objeciones.

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Capítulo 3

Polina, sin embargo, ayer no me habló deljuego en todo el día, más aún, evitó en generalhablar conmigo. Su previa manera de tratarmeno se alteró; esa completa despreocupación ensu actitud cuando nos encontrábamos, con unmatiz de odio y desprecio. Por lo común noprocura ocultar su aversión hacia mí; esto loveo yo mismo. No obstante, tampoco me ocultaque le soy necesario y que me reserva para al-go. Entre nosotros han surgido unas relacionesharto raras, en gran medida incomprensiblespara mí, habida cuenta del orgullo y la arro-gancia con que se comporta con todos. Ella sa-be, por ejemplo, que yo la amo hasta la locura,me da venia incluso para que le hable de mipasión (aunque, por supuesto, nada expresamejor su desprecio que esa licencia que me dapara hablarle de mi amor sin trabas ni circun-loquios: «Quiere decirse que tengo tan en poco

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tus sentimientos que me es absolutamente indi-ferente que me hables de ellos, sean los quesean». De sus propios asuntos me hablaba mu-cho ya antes, pero nunca con entera franqueza.Además, en sus desdenes para conmigo haycierto refinamiento: sabe, por ejemplo, que co-nozco alguna circunstancia de su vida o algunacosa que la trae muy inquieta; incluso ellamisma me contará algo de sus asuntos si nece-sita servirse de mí para algún fin particular, nimás ni menos que si fuese su esclavo o recade-ro; pero me contará sólo aquello que necesitasaber un hombre que va a servir de recadero) yaunque la pauta entera de los acontecimientosme sigue siendo desconocida, aunque Polinamisma ve que sufro y me inquieto por -causade sus propios sufrimientos e inquietudes,jamás se dignará tranquilizarme por completocon una franqueza amistosa, y eso que, con-fiándome a menudo encargos no sólo engorro-sos, sino hasta arriesgados, debería, en mi opi-nión, ser franca conmigo. Pero ¿por qué habría

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de ocuparse de mis sentimientos, de que tam-bién yo estoy inquieto y de que quizá sus in-quietudes y desgracias me preocupan y tortu-ran tres veces más que a ella misma?

Desde hacía unas tres semanas conocía yo suintención de jugar a la ruleta. Hasta me habíaanunciado que tendría que jugar por cuentasuya, porque sería indecoroso que ella mismajugara. Por el tono de sus palabras saqué pron-to la conclusión de que obraba a impulsos deuna grave preocupación y no simplemente porel deseo de lucro. ¿Qué significaba para ella eldinero en sí mismo? Ahí había un propósito,alguna circunstancia que yo quizá pudiera adi-vinar, pero que hasta este momento ignoro.Claro que la humillación y esclavitud en queme tiene podrían darme (a menudo me dan) laposibilidad de hacerle preguntas duras y grose-ras. Dado que no soy para ella sino un esclavo,un ser demasiado insignificante, no tiene moti-vo para ofenderse de mi ruda curiosidad. Peroes el caso que, aunque ella me permite hacerle

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preguntas, no las contesta. Hay veces que nisiquiera se da cuenta de ellas. ¡Así están lascosas entre nosotros!

Ayer se habló mucho del telegrama que semandó hace cuatro días a Petersburgo y que noha tenido contestación. El general, por lo visto,está pensativo e inquieto. Se trata, ni que decirtiene, de la abuela. También el francés está agi-tado. Ayer, sin ir más lejos, estuvieron hablan-do largo rato después de la comida. El tono queemplea el francés con todos nosotros es suma-mente altivo y desenvuelto. Aquí se da lo delrefrán: «les das la mano y se toman el pie».Hasta con Polina se muestra desembarazadohasta la grosería; pero, por otro lado, participacon gusto en los paseos por el parque y en lascabalgatas y excursiones al campo. Desde hacebastante tiempo conozco algunas de las cir-cunstancias que ligan al francés y al general. EnRusia proyectaron abrir juntos una fábrica, perono sé si el proyecto se malogró o si sigue todav-ía en pie. Además, conozco por casualidad par-

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te de un secreto de familia: el francés, efectiva-mente, había sacado de apuros al general el añoantes, dándole treinta mil rublos para quecompletara cierta cantidad que faltaba en losfondos públicos antes de presentar la dimisiónde su cargo. Y, por supuesto, el general está ensus garras; pero ahora, cabalmente ahora, quiendesempeña el papel principal en este asunto esmademoiselle Blanche, y en esto estoy segurode no equivocarme.

¿Quién es mademoiselle Blanche? Aquí, entrenosotros, se dice que es una francesa de noblealcurnia y fortuna colosal, a quien acompaña sumadre. También se sabe que tiene algún paren-tesco, aunque muy remoto, con nuestro mar-ques: prima segunda o algo por el estilo. Se diceque hasta mi viaje a París el francés y made-moiselle Blanche se trataban con bastante másceremonia, como si quisieran dar ejemplo definura y delicadeza. Ahora, sin embargo, surelación, amistad y parentesco parecen menosdelicados y más íntimos. Quizá estiman que

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nuestros asuntos van por tan mal camino queno tienen por qué mostrarse demasiado corte-ses con nosotros o guardar las apariencias. Yoya noté anteayer cómo mister Astley miraba amademoiselle Blanche y a la madre de ésta.Tuve la impresión de que las conocía. Me pare-ció también que nuestro francés había tropeza-do previamente con mister Astley; pero éste estan tímido, reservado y taciturno que es casiseguro que no lavará en público los trapos su-cios de nadie. Por lo pronto, el francés apenas lesaluda y casi no le mira, lo que quiere decir, porlo tanto, que no le teme. Esto se comprende.¿Pero por qué mademoiselle Blanche tampocole mira? Tanto más cuanto el marqués revelóanoche el secreto- de pronto, no recuerdo conqué motivo, dijo en conversación general quemister Astley es colosalmente rico y que lo sabede buena fuente. ¡Buena ocasión era ésa paraque mademoiselle Blanche mirara a mister As-tley! De todos modos, el general estaba intran-quilo. Bien se comprende lo que puede signifi-

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car para él el telegrama con la noticia de lamuerte de su tía.

Aunque estaba casi seguro de que Polina evi-taría, como de propósito, conversar conmigo,yo también me mostré frío e indiferente, pen-sando que ella acabaría por acercárseme. Enconsecuencia, ayer y hoy he concentrado prin-cipalmente mi atención en mademoiselle Blan-che. ¡Pobre general, ya está perdido por com-pleto! Enamorarse a los cincuenta y cinco añosy con pasión tan fuerte es, por supuesto, unadesgracia. Agréguese a ello su viudez, sus hijos,la ruina casi total de su hacienda, sus deudas, y,para acabar, la mujer de quien le ha tocado ensuerte enamorarse. Mademoiselle Blanche esbella, pero no sé si se me comprenderá si digoque tiene uno de esos semblantes de los quecabe asustarse. Yo al menos les tengo miedo aesas mujeres. Tendrá unos veinticinco años. Esalta y ancha de hombros, terminados en ángu-los rectos. El cuello y el pecho son espléndidos.Es trigueña de piel, tiene el pelo negro como el

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azabache y en tal abundancia que hay bastantepara dos coiffures. El blanco de sus ojos tira unpoco a amarillo, la mirada es insolente, losdientes son de blancura deslumbrante, los la-bios los lleva siempre pintados, huele a almiz-cle. Viste con ostentación, en ropa de alto pre-cio, con chic, pero con gusto exquisito. Sus ma-nos y pies son una maravilla. Su voz es un con-tralto algo ronco. De vez en cuando ríe a carca-jadas y muestra todos los dientes, pero por locomún su expresión es taciturna y descarada, almenos en presencia de Polina y de Marya Fi-lippovna. (Rumor extraño: Marya Filippovnaregresa a Rusia.) Sospecho que mademoiselleBlanche carece de instrucción; quizá incluso nosea inteligente, pero por otra parte es suspicazy astuta. Se me antoja que en su vida no hanfaltado las aventuras. Para decirlo todo, puedeser que el marqués no sea pariente suyo y quela madre no tenga de tal más que el nombre.Pero hay prueba de que en Berlín, adonde fui-mos con ellos, ella y su madre tenían amistades

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bastante decorosas. En cuanto al marqués, aun-que sigo dudando de que sea marqués, es evi-dente que pertenece a la buena sociedad, segúnésta se entiende, por ejemplo, en Moscú o encualquier parte de Alemania. No sé qué será enFrancia; se dice que tiene un cháteau. He pensa-do que en estos quince días han pasado muchascosas y, sin embargo, todavía no sé a cienciacierta si entre mademoiselle Blanche y el gene-ral se ha dicho algo decisivo. En resumen, tododepende ahora de nuestra situación económica,es decir, de si el general puede mostrarles dine-ro bastante. Si, por ejemplo, llegara la noticia deque la abuela no ha muerto, estoy seguro deque mademoiselle Blanche desaparecería alinstante. A mí mismo me sorprende y diviertelo chismorrero que he llegado a ser. ¡Oh, cómome repugna todo esto! ¡Con qué placer mandar-ía a paseo a todos y todo! ¿Pero es que puedoapartarme de Polina? ¿Es que puedo renunciara huronear en torno a ella? El espionaje es sinduda una bajeza, pero ¿a mí qué me importa?

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Interesante también me ha parecido misterAstley ayer y hoy. Sí, tengo la seguridad de queestá enamorado de Polina. Es curioso y diverti-do lo que puede expresar a veces la miradatímida y mórbidamente casta de un hombreenamorado, sobre todo cuando ese hombrepreferiría que se lo tragara la tierra a decir osugerir nada con la lengua o los ojos. MisterAstley se encuentra con nosotros a menudo enlos paseos. Se quita el sombrero y pasa de lar-go, devorado sin duda por el deseo de unirse anuestro grupo. Si le invitan, rehúsa al instante.En los lugares de descanso, en el Casino, juntoal quiosco de la música o junto a la fuente, seinstala siempre no lejos de nuestro asiento; ydondequiera que estemos -en el parque, en elbosque, o en lo alto del Schlangenberg- bastalevantar los ojos y mirar en torno para ver inde-fectiblemente -en la vereda más cercana o trasun arbusto- a mister Astley en su escondite.Sospecho que busca ocasión para hablar con-migo a solas. Esta mañana nos encontramos y

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cambiamos un par de palabras. A veces hablade manera sumamente inconexa. Sin darme los«buenos días» me dijo:

-¡Ah, mademoiselle Blanche! ¡He visto a mu-chas mujeres como mademoiselle Blanche!

Guardó silencio, mirándome con intención.No sé lo que quiso decir con ello, porque cuan-do le pregunté «¿y eso qué significa?», sonrióastutamente, sacudió la cabeza y añadió: «Enfin, así es la vida. ¿Le gustan mucho las flores amademoiselle Polina?».

-No sé; no tengo idea.-¿Cómo? ¿Que no lo sabe? -gritó presa del

mayor asombro.-No lo sé. No me he fijado -repetí riendo.-Hmm. Eso me da que pensar. -Inclinó la ca-

beza y prosiguió su camino. Pero tenía aspectosatisfecho. Estuvimos hablando en un francésde lo más abominable.

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Capítulo 4

Hoy ha sido un día chusco, feo, absurdo. Sonahora las once de la noche. Estoy sentado en micuchitril y hago inventario de lo acaecido. Em-pezó con que por la mañana tuve que jugar a laruleta por cuenta de Polina Aleksandrovna.Tomé sus ciento sesenta federicos de oro, perobajo dos condiciones: primera, que no jugaría amedias con ella, es decir, que si ganaba noaceptaría nada; y segunda, que esa noche Poli-na me explicaría por qué le era tan urgente ga-nar y exactamente cuánto dinero. Yo, en todocaso, no puedo suponer que sea sólo por dine-ro. Es evidente que lo necesita, y lo más prontoposible, para algún fin especial. Prometió ex-plicármelo y me dirigí al Casino. En las salas dejuego la muchedumbre era terrible. ¡Qué inso-lentes y codiciosos eran todos! Me abrí caminohasta el centro y me coloqué junto al crupier;luego empecé cautelosamente a «probar el jue-

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go» en posturas de dos o tres monedas. Mien-tras tanto observaba y tomaba nota mental delo que veía; me pareció que la «combinación»no significa gran cosa y no tiene, ni con mucho,la importancia que le dan algunos jugadores. Sesientan con papeles llenos de garabatos, apun-tan los aciertos, hacen cuentas, deducen lasprobabilidades, calculan, por fin realizan suspuestas y.. pierden igual que nosotros, simplesmortales, que jugamos sin «combinación». Sinembargo, saqué una conclusión que me pareceexacta: aunque no hay, en efecto, sistema, existeno obstante, una especie de pauta en las proba-bilidades, lo que, por supuesto, es muy extraño.Ocurre, por ejemplo, que después de los docenúmeros medios salen los doce últimos; dosveces -digamos- la bola cae en estos doce últi-mos y vuelve a los doce primeros. Una vez queha caído en los doce primeros, vuelve otra vez alos doce medios, cae en ellos tres o cuatro vecesseguidas y pasa de nuevo a los doce últimos; yde ahí, después de salir un par de veces, pasa

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de nuevo a los doce primeros, cae en ellos unavez y vuelve a desplazarse para caer tres vecesen los números medios; y así sucesivamentedurante la hora y media o dos horas. Uno, tresy dos; uno, tres y dos. Es muy divertido. Otrodía, u otra mañana, ocurre, por ejemplo, que elrojo va seguido del negro y viceversa en girosconsecutivos de la rueda sin orden ni concierto,hasta el punto de que no se dan más de dos otres golpes seguidos en el rojo o en el negro.Otro día u otra noche no sale más que el rojo,llegando, por ejemplo, hasta más de veintidósveces seguidas, y así continúa infaliblementedurante un día entero. Mucho de esto me loexplicó mister Astley, quien pasó toda la ma-ñana junto a las mesas de juego, aunque nohizo una sola puesta. En cuanto a mí, perdíhasta el último kopek -y muy deprisa-. Paraempezar puse veinte federicos de oro a los pa-res y gané, puse cinco y volví a ganar, y así doso tres veces más. Creo que tuve entre manosunos cuatrocientos federicos de oro en unos

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cinco minutos. Debiera haberme retirado en-tonces, pero en mí surgió una extraña sensa-ción, una especie de reto a la suerte, un afán demojarle la oreja, de sacarle la lengua. Apuntécon la puesta más grande permitida, cuatro milgulden, y perdí. Luego, enardecido, saqué todolo que me quedaba, lo apunté al mismo númeroy volví a perder. Me aparté de la mesa comoatontado. Ni siquiera entendía lo que me habíapasado y no expliqué mis pérdidas a PolinaAleksandrovna hasta poco antes de la comida.Mientras tanto estuve vagando por el parque.

Durante la comida estuve tan animado comolo había estado tres días antes. El francés y ma-demoiselle Blanche comían una vez más connosotros. Por lo visto, mademoiselle Blanchehabía estado aquella mañana en el Casino yhabía presenciado mis hazañas. En esta ocasiónhabló conmigo más atentamente que de cos-tumbre. El francés se fue derecho al grano y mepreguntó sin más si el dinero que había perdidoera mío. Me pareció que sospechaba de Polina.

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En una palabra, ahí había gato encerrado. Con-testé al momento con una mentira, diciendoque el dinero era mío.

El general quedó muy asombrado. ¿De dóndehabía sacado yo tanto dinero? Expliqué quehabía empezado con diez federicos de oro, yque seis o siete aciertos seguidos, doblando laspuestas, me habían proporcionado cinco o seismil gulden; y que después lo había perdido todoen dos golpes.

Todo esto, por supuesto, era verosímil. Mien-tras lo explicaba miraba a Polina, pero no pudeleer nada en su rostro. Sin embargo, me habíadejado mentir y no me había corregido; de ellosaqué la conclusión de que tenía que mentir yencubrir el hecho de haber jugado por cuentade ella. En todo caso, pensé para mis adentros,está obligada a darme una explicación, y pocoantes había prometido revelarme algo.

Yo pensaba que el general me haría algunaobservación, pero guardó silencio; noté, sin

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embargo, por su cara, que estaba agitado e in-tranquilo. Acaso, dados sus apuros económicos,le era penoso escuchar cómo un majadero ma-nirroto como yo había ganado y perdido en uncuarto de hora ese respetable montón de oro.

Sospecho que anoche tuvo con el francés unaacalorada disputa, porque estuvieron hablandolargo y tendido a puerta cerrada. El francés sefue por lo visto irritado, y esta mañana tempra-no vino de nuevo a ver al general, probable-mente para proseguir la conversación de ayer.

Habiendo oído hablar de mis pérdidas, elfrancés me hizo observar con mordacidad, másaún, con malicia, que era menester ser másprudente. No sé por qué agregó que, aunquelos rusos juegan mucho, no son siquiera, a suparecer, diestros en el juego.

-En mi opinión, la ruleta ha sido inventadasólo para los rusos -observé yo; y cuando elfrancés sonrió desdeñosamente al oír mi dicta-men, dije que yo llevaba razón porque, cuando

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hablo de los rusos como jugadores, lo hago pa-ra insultarlos y no para alabarlos, y, por lo tan-to, es posible creerme.

-¿En qué funda usted su opinión? -preguntóel francés.

-En que en el catecismo de las virtudes y losméritos del hombre civilizado de Occidentefigura histórica y casi primordialmente la capa-cidad de adquirir capital. Ahora bien, el rusono sólo es incapaz de adquirir capital, sino quelo derrocha sin sentido, indecorosamente. Loque no quita que el dinero también nos sea ne-cesario a los rusos -añadí-; por consiguiente,nos atraen y cautivan aquellos métodos, como,por ejemplo, la ruleta, con los cuales puede unoenriquecerse de repente, en dos horas, sin es-fuerzo. Esto es para nosotros una gran tenta-ción; y como jugamos sin sentido, sin esfuerzo,pues perdemos.

-Eso es hasta cierto punto verdad -subrayó elfrancés con fatuidad.

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-No, eso no es verdad, y debería darle ver-güenza hablar así de su patria -apuntó el gene-ral en tono severo y petulante.

-Perdón -le respondí-; en realidad no se sabetodavía qué es más repugnante: la perversiónrusa o el método alemán de acumular dineropor medio del trabajo honrado.

-¡Qué idea tan indecorosa! -exclamó el gene-ral.

-¡Qué idea tan rusa! -exclamó el francés.Yo me reí. Tenía unas ganas locas de azuzar-

los.-Yo prefiero con mucho vivir en tiendas de

lona como un quirguiz a inclinarme ante el ído-lo alemán.

-¿Qué ídolo? -gritó el general, que ya empe-zaba a sulfurarse en serio.

-El método alemán de acumular riqueza. Nollevo aquí mucho tiempo, pero lo que hastaahora vengo observando y comprobando sub-leva mi sangre tártara. ¡Juro por lo más sagrado

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que no quiero tales virtudes! Ayer hice un reco-rrido de unas diez verstas. Pues bien, todo co-incide exactamente con lo que dicen esos libri-llos alemanes con estampas que enseñan mora-lidad. Aquí, en cada casa, hay un Vater, terri-blemente virtuoso y extremadamente honrado.Tan honrado es que da miedo acercarse a él. Yono puedo aguantar a las personas honradas aquienes no puede uno acercarse sin miedo. Ca-da uno de esos Vater tiene su familia, y durantelas veladas toda ella lee en voz alta libros desana doctrina. Sobre la casita murmuran losolmos y los castaños. Puesta de sol, cigüeña enel tejado, y todo es sumamente poético y con-movedor..

-No se enfade, general. Permítame contar al-go todavía más conmovedor. Yo recuerdo quemi padre, que en paz descanse, también bajolos tilos, en el jardín, solía leernos a mi madre ya mí durante las veladas libros parecidos... Asípues, puedo juzgar con tino. Ahora bien, cadafamilia de aquí se halla en completa esclavitud

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y sumisión con respecto al Vater. Todos traba-jan como bueyes y todos ahorran como judíos.Supongamos que el Vater ha acaparado ya tan-tos o cuantos gulden y que piensa traspasar alhijo mayor el oficio o la parcela de tierra; a esefin, no se da una dote a la hija y ésta se quedapara vestir santos; a ese fin, se vende al hijomenor como siervo o soldado y el dinero obte-nido se agrega al capital doméstico. Así sucedeaquí; me he enterado. Todo ello se hace porpura honradez, por la más rigurosa honradez,hasta el punto de que el hijo menor cree que hasido vendido por pura honradez; vamos, que esideal cuando la propia víctima se alegra de quela lleven al matadero. Bueno, ¿qué queda? Puesque incluso para el hijo mayor las cosas no vanmejor: allí cerca tiene a su Amalia, a la que amatiernamente; pero no puede casarse porque aúnno ha reunido bastantes gulden. Así pues, losdos esperan honesta y sinceramente y van alsacrificio con la sonrisa en los labios. A Amaliase le hunden las mejillas, enflaquece. Por fin, al

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cabo de veinte años aumenta la prosperidad; sehan ido acumulando los gulden honesta y vir-tuosamente. El Vater bendice a su hijo mayor,que ha llegado a la cuarentena, y a Amalia, quecon treinta y cinco años a cuestas tiene el pechohundido y la nariz colorada... En tal ocasiónecha unas lagrimitas, pronuncia una homilía ymuere. El hijo mayor se convierte en virtuosoVater y.. vuelta a las andadas. De este modo, alcabo de cincuenta o sesenta años, el nieto delprimer Vater junta, efectivamente, un capitalconsiderable que lega a su hijo, éste al suyo,este otro al suyo, y al cabo de cinco o seis gene-raciones sale un barón Rothschild o una Hoppey Compañía, o algo por el estilo. Bueno, seño-res, no dirán que no es un espectáculo majes-tuoso: trabajo continuo durante uno o dos si-glos, paciencia, inteligencia, honradez, fuerzade voluntad, constancia, cálculo, ¡y una cigüeñaen el tejado! ¿Qué más se puede pedir? No haynada que supere a esto, y con ese criterio losalemanes empiezan a juzgar a todos los que son

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un poco diferentes de ellos, y a castigarlos sinmás. Bueno, señores, así es la cosa. Yo, por miparte, prefiero armar una juerga a la rusa ohacerme rico con la ruleta. No me interesa lle-gar a ser Hoppe y Compañía al cabo de cincogeneraciones. Necesito el dinero para mí mis-mo y no me considero indispensable para nadani subordinado al capital. Sé que he dicho unmontón de tonterías, pero, en fin, ¿qué se le vaa hacer? Ésas son mis convicciones.

-No sé si lleva usted mucha razón en lo queha dicho -dijo pensativo el general-, pero lo quesí sé es que empieza a bufonear de modo in-aguantable en cuanto se le da la menor oportu-nidad...

Según costumbre suya, no acabó la frase. Sinuestro general se ponía a hablar de un temaalgo más importante que la conversación coti-diana, nunca terminaba sus frases. El francésescuchaba distraídamente, con los ojos algosaltones. No había entendido casi nada de loque yo había dicho. Polina miraba la escena con

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cierta indiferencia altiva. Parecía no haber oídomis palabras ni nada de lo que se había dicho ala mesa.

Capítulo 5

Estaba más absorta que de ordinario, pero nobien nos levantamos de la mesa me mandó quefuera con ella de paseo. Recogimos a los niños ynos dirigimos a la fuente del parque.

Como me encontraba sobremanera agitado,pregunté estúpida y groseramente por qué elmarqués Des Grieux, nuestro francés, no sólono la acompañaba ahora cuando iba a algúnsitio, sino que ni hablaba con ella durante díasenteros.

-Porque es un canalla -fue la extraña contes-tación. Hasta ahora, nunca la había oído hablar

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en esos términos de Des Grieux. Guardé silen-cio, por temor a comprender su irritación.

-¿Ha notado que hoy no se llevaba bien con elgeneral?

-¿Quiere usted saber de qué se trata?-respondió con tono seco y enojado-. Ustedsabe que el general lo tiene todo hipotecado conel francés; toda su hacienda es de él, y si laabuela no muere, el francés entrará en posesiónde todo lo hipotecado.

-¡Ah! ¿Conque es verdad que todo está hipo-tecado? Lo había oído decir, pero no lo sabía decierto.

-Pues sí.-Si es así, adiós a mademoiselle Blanche -dije

yo-. En tal caso no será generala. ¿Sabe? Meparece que el general está tan enamorado quepuede pegarse un tiro si mademoiselle Blanchele da esquinazo. Enamorarse así a sus años espeligroso.

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-A mí también me parece que algo le ocurrirá-apuntó pensativa Polina Aleksandrovna.

-¡Y qué estupendo sería! -exclamé-. No haymanera más burda de demostrar que iba a ca-sarse con él sólo por dinero. Aquí ni siquiera sehan observado las buenas maneras; todo haocurrido sin ceremonia alguna. ¡Cosa más rara!Y en cuanto a la abuela, ¿hay algo más grotescoe indecente que mandar telegrama tras tele-grama preguntando: ¿ha muerto? ¿ha muer-to?¿Qué le parece, Polina Aleksandrovna?

-Todo eso es una tontería -respondió con re-pugnancia, interrumpiéndome-. Pero measombra que esté usted de tan buen humor.¿Por qué está contento? ¿No será por haberperdido mi dinero?

-¿Por qué me lo dio para que lo perdiera? Yale dije que no puedo jugar por cuenta de otros ymucho menos por la de usted. Obedezco entodo aquello que usted me mande; pero el re-sultado no depende de mí. Ya le advertí que no

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resultaría nada positivo. Dígame, ¿le duelehaber perdido tanto dinero? ¿Para qué necesitatanto?

-¿A qué vienen estas preguntas?-¡Pero si usted misma prometió explicarme ...

! Mire, estoy plenamente seguro de que ganaréen cuanto empiece a jugar por mi cuenta (ytengo doce federicos de oro). Entonces pídamecuanto necesite.

Hizo un gesto de desdén.-No se enfade conmigo -proseguí- por esa

propuesta. Estoy tan convencido de que no soynada para usted, es decir, de que no soy nada asus ojos, que puede usted incluso tomar dinerode mí. No tiene usted por qué ofenderse de unregalo mío. Además, he perdido su dinero.

Me lanzó una rápida ojeada y, notando queyo hablaba en tono irritado y sarcástico, inte-rrumpió de nuevo la conversación.

-No hay nada que pueda interesarle en miscircunstancias. Si quiere saberlo, es que tengo

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deudas. He pedido prestado y quisiera devol-verlo. He tenido la idea extraña y temeraria deque aquí ganaría irremisiblemente al juego. Nosé por qué he tenido esta idea, pero he creídoen ella porque no me quedaba otra alternativa.

-O porque era absolutamente necesario ganar.Por lo mismo que el que se ahoga se agarra auna paja. Confiese que si no se ahogara, no cre-ería que una paja es una rama de árbol.

Polina se mostró sorprendida.-¡Cómo! -exclamó-. ¡Pero si usted también

pone sus esperanzas en lo mismo! Hace quincedías me dijo usted con muchos pormenores queestaba completamente convencido de que ga-naría aquí a la ruleta, y trató de persuadirme deque no le tuviera por loco. ¿Hablaba usted enbroma entonces? Recuerdo que hablaba ustedcon tal seriedad que era imposible creer que eraguasa.

-Es cierto -repliqué pensativo-. Todavía tengola certeza absoluta de que ganaré. Confieso que

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me lleva usted ahora a hacerme una pregunta:¿por qué la pérdida estúpida y vergonzosa dehoy no ha dejado en mí duda alguna? Sigo cre-yendo a pies juntillas que tan pronto como em-piece a jugar por mi cuenta ganaré sin falta.

-¿Por qué está tan absolutamente convenci-do?

-Si puede creerlo, no lo sé. Sólo sé que me espreciso ganar, que ésta es también mi única sali-da. He aquí quizá por qué tengo que ganarirremisiblemente, o así me lo parece.

-Es decir, que también es necesario para usted,si está tan fanáticamente seguro.

-Apuesto a que duda de que soy capaz desentir una necesidad seria.

-Me es igual -contestó Polina en voz baja eindiferente-. Bueno, si quiere, sí. Dudo que na-da serio le traiga a usted de cabeza. Usted pue-de atribularse, pero no en serio. Es usted unhombre desordenado, inestable. ¿Para qué

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quiere el dinero? Entre las razones que adujousted entonces, no encontré ninguna seria.

-A propósito -interrumpí-, decía usted quenecesitaba pagar una deuda. ¡Bonita deudaserá! ¿No es con el francés?

-¿Qué preguntas son éstas? Hoy está ustedmás impertinente que de costumbre. ¿No estáborracho?

-Ya sabe que me permito hablar de todo yque pregunto a veces con la mayor franqueza.Repito que soy su esclavo y que no importa loque dice un esclavo. Además, un esclavo nopuede ofender.

-¡Tonterías! No puedo aguantar esa teoría su-ya sobre la «esclavitud».

-Fíjese en que no hablo de mi esclavitud por-que me guste ser su esclavo. Hablo de ella co-mo de un simple hecho que no depende de mí.

-Diga sin rodeos, ¿por qué necesita dinero?-Y usted, ¿por qué quiere saberlo?

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-Como guste -respondió con un movimientoorgulloso de la cabeza.

-No puede usted aguantar la teoría de la es-clavitud, pero exige esclavitud: «¡Responder yno razonar!». Bueno, sea. ¿Por qué necesito di-nero, pregunta usted? ¿Cómo que por qué? Eldinero es todo.

-Comprendo, pero no hasta el punto de caeren tal locura por el deseo de tenerlo. Porqueusted llega hasta el frenesí, hasta el fatalismo.En ello hay algo, algún motivo especial. Dígalosin ambages. Lo quiero.

Empezaba por lo visto a enfadarse y a mí meagradaba mucho que me preguntara con acalo-ramiento.

-Claro que hay un motivo -dije-, pero temo nosaber cómo explicarlo. Sólo que con el dineroseré para usted otro hombre, y no un esclavo.

-¿Cómo? ¿Cómo conseguirá usted eso?-¿Que cómo lo conseguiré? ¿Conque usted no

concibe siquiera que yo pueda conseguir que

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no me mire como a un esclavo? Pues bien, esoes lo que no quiero, esa sorpresa, esa perpleji-dad.

-Usted decía que consideraba esa esclavitudcomo un placer. As! lo pensaba yo también.

-Así lo pensaba usted -exclamé con extrañodeleite-. ¡Ah, qué deliciosa es esa ingenuidadsuya! ¡Conque sí, sí, usted mira mi esclavitudcomo un placer. Hay placer, sí, cuando se llegaal colmo de la humildad y la insignificancia-continué en mi delirio-. ¿Quién sabe? Quizá lohaya también en el knut cuando se hunde en laespalda y arranca tiras de carne... Pero quizáquiero probar otra clase de placer. Hoy, a lamesa, en presencia de usted, el general me pre-dicó un sermón a cuenta de los setecientos ru-blos anuales que ahora puede que no me pa-gue. El marqués Des Grieux me mira alzandolas cejas, y ni me ve siquiera. Y yo, por mi par-te, quizá tenga un deseo vehemente de tirar dela nariz al marqués Des Grieux en presencia deusted.

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-Palabras propias de un mocosuelo. En todasituación es posible comportarse con dignidad.Si hay lucha, que sea noble y no humillante.

-Eso viene derechito de un manual de cali-grafía. Usted supone sin más que no sé portar-me con dignidad. Es decir, que podré ser unhombre digno, pero que no sé portarme condignidad. Comprendo que quizá sea verdad. Sí,todos los rusos son así y le diré por qué: porquelos rusos están demasiado bien dotados, sondemasiado versátiles, para encontrar de mo-mento una forma de la buena crianza. Es cues-tión de forma. La mayoría de nosotros, los ru-sos, estamos tan bien dotados que necesitamosgenio para lograr una forma de la buena crian-za. Ahora bien, lo que más a menudo falta es elgenio, porque en general se da raramente. Sóloentre los franceses y quizá entre algunos otroseuropeos, está tan bien definida la buena crian-za que una persona puede tener un aspectodignísimo y ser totalmente indigna. De ahí quela forma signifique tanto para ellos. El francés

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aguanta un insulto, un insulto auténtico y di-recto, sin pestañear, pero no tolerará un papiro-tazo en la nariz, porque ello es una violación dela forma recibida y consagrada de la buenacrianza. De ahí la afición de nuestras mocitasrusas a los franceses, porque los modales deéstos son impecables. A mi modo de ver, sinembargo, no tienen buena crianza, sino sólo«gallo», le coq gaulois. Pero claro, yo no com-prendo eso porque no soy mujer. Quizá losgallos tienen también buenos modales. Estávisto que estoy desbarrando y que no me parausted los pies. Interrúmpame más a menudo.Cuando hablo con usted quiero decirlo todo,todo, todo. Pierdo todo sentido de lo que sonlos buenos modales; hasta convengo en que nosólo no tengo buenos modales, sino ni dignidadsiquiera. Se lo explicaré. No me preocupo en lomás mínimo de las cualidades morales. Ahoraen mí todo está como detenido. Usted mismasabe por qué. No tengo en la cabeza un solopensamiento humano. Hace ya mucho que no

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sé lo que sucede en el mundo, ni en Rusia niaquí., He pasado por Dresde y ni recuerdocómo es Dresde. Usted misma sabe lo que meha sorbido el seso. Como no abrigo ningunaesperanza y soy un cero a los ojos de usted,hablo sin rodeos. Dondequiera que estoy sóloveo a usted, y lo demás me importa un comino.No sé por qué ni cómo la quiero. ¿Sabe? Quizáno tiene usted nada de guapa. Figúrese que nitengo idea de si es usted hermosa de cara. Sucorazón, huelga decirlo, no tiene nada de her-moso y acaso sea usted innoble de espíritu.

-¿Es por eso por lo que quiere usted com-prarme con dinero? -preguntó-. ¿Porque nocree en mi nobleza de espíritu?

-¿Cuándo he pensado en comprarla con dine-ro? -grité.

-Se le ha ido la lengua y ha perdido el hilo. Sino comprarme a mí misma, sí piensa comprarmi respeto con dinero.

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-¡Que no, de ningún modo! Ya le he dichoque me cuesta trabajo explicarme. Usted meabruma. No se enfade con mi cháchara. Ustedcomprende por qué no Vale la pena enojarseconmigo: estoy sencillamente loco. Pero, porotra parte, me da lo mismo que se enfade usted.Allá arriba, en mi cuchitril, me basta sólo re-cordar e imaginar el rumor del vestido de ustedy ya estoy para morderme las manos. ¿Y porqué se enfada conmigo? ¿Porque me llamo suesclavo? ¡Aprovéchese, aprovéchese de mi es-clavitud, aprovéchese de ella! ¿Sabe que la ma-taré algún día? Y no la mataré por haber dejadode quererla, ni por celos; la mataré sencillamen-te porque siento ganas de comérmela. Usted seríe...

-No me río, no, señor -dijo indignada-. Lemando que se calle.

Se detuvo, con el aliento entrecortado por laira. ¡Por Dios vivo que no sé si era hermosa! Loque si sé es que me gustaba mirarla cuando seencaraba conmigo así, por lo que a menudo me

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agradaba provocar su enojo. Quizá ella mismalo notaba y se enfadaba de propósito. Se lo dije.

- ¡Qué porquería! -exclamó con repugnancia.-Me es igual -proseguí-. Sepa que hay peligro

en que nos paseemos juntos; más de una vez hesentido el deseo irresistible de golpearla, dedesfigurarla, de estrangularla. ¿Y cree ustedque las cosas no llegarán a ese extremo? Ustedme lleva hasta el arrebato. ¿Cree que temo elescándalo? ¿El enojo de usted? ¿Y a mí qué meimporta su enojo? Yo la quiero sin esperanza ysé que después de esto la querré mil veces más.Si algún día la mato tendré que matarme yotambién (ahora bien, retrasaré el matarme lomás posible para sentir el dolor intolerable deno tenerla). ¿Sabe usted una cosa increíble? Quecon cada día que pasa la quiero a usted más, loque es casi imposible. Y después de esto, ¿cómopuedo dejar de ser fatalista? Recuerde que an-teayer, provocado por usted, le dije en elSchlangenberg que con sólo pronunciar usteduna palabra me arrojaría al abismo. Si la hubie-

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ra pronunciado me habría lanzado. ¿No creeusted que lo hubiera hecho?

-¡Qué cháchara tan estúpida! -exclamó.-Me da igual que sea estúpida o juiciosa

-respondí-. Lo que sé es que en presencia deusted necesito hablar, hablar, hablar... y hablo.Ante usted pierdo por completo el amor propioy todo me da lo mismo.

. -¿Y con qué razón le mandaría tirarse desdeel Schlangenberg? Eso para mí no tendría nin-guna utilidad.

-¡Magnífico! -exclamé-. De propósito, paraaplastarme, ha usado usted esa magnífica ex-presión «ninguna utilidad». Para mí es ustedtransparente. ¿Dice que «ninguna utilidad»? Lasatisfacción es siempre útil; y el poder feroz sincortapisas, aunque sea sólo sobre una mosca, estambién una forma especial de placer. El serhumano es déspota por naturaleza y muy afi-cionado a ser verdugo. Usted lo es en alto gra-do.

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Recuerdo que me miraba con atención recon-centrada. Mi rostro, por lo visto, expresaba enese momento todos mis sentimientos absurdose incoherentes. Recuerdo todavía que nuestraconversación de entonces fue en efecto, casipalabra por palabra, como aquí queda descrita.Mis ojos estaban inyectados de sangre. En lascomisuras de mis labios espumajeaba la saliva.Y en lo tocante al Schlangenberg, juro por mihonor, aun en este instante, que si me hubieramandado que me tirara ¡me hubiera tirado!Aunque ella sólo lo hubiera dicho en broma,por desprecio, escupiendo las palabras, ¡mehubiera tirado entonces!

-No, pero sí le creo -concedió, pero de la ma-nera en que a veces ella se expresa, con taldesdén, con tal rencor, con tal altivez, que viveDios que podría matarla en ese momento. Ellacortejaba el peligro. Yo tampoco mentía aldecírselo.

-¿Usted no es cobarde? -me preguntó depronto.

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-No sé; quizá lo sea. No sé ... ; hace tiempoque no he pensado en ello.

-Si yo le dijera: «mate a esa persona», ¿la ma-taría usted?

-¿A quién?-A quien yo quisiera.-¿Al francés?-No pregunte. Conteste. A quien yo le indica-

ra. Quiero saber si hablaba usted en serio haceun momento. -Aguardaba la contestación contal seriedad e impaciencia que todo ello mepareció un tanto extraño.

-¡Pero acabemos, dígame qué es lo que pasaaquí! -exclamé-. ¿Es que me teme usted? Veobien la confusión que reina aquí. Usted es hijas-tra de un hombre loco y arruinado, a quien haenvenenado la pasión por ese diablo de mujer,Blanche. Luego está ese francés con su miste-riosa influencia sobre usted y he aquí que ahorame hace usted seriamente una pregunta... in-sólita. Por lo menos tengo que saber qué hay;

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de lo contrario me haré un lío y meteré la pata.¿O es que le da a usted vergüenza de honrarmecon su franqueza? ¿Pero es posible que tengausted vergüenza de mí?

-No le hablo a usted en absoluto de eso. Le hehecho una pregunta y espero contestación.

-Claro que mataría a quien me mandara usted-exclamé-, pero ¿es posible que... es posible queusted mande tal cosa?

-¿Qué se cree? ¿Que le tendré lástima? Se lomandaré y escurriré el bulto. ¿Aguantará eso?¡Claro que no podrá aguantarlo! Puede quematara usted cumpliendo la orden, pero vendr-ía a matarme a mí por haberme atrevido adársela.

Tales palabras me dejaron casi atontado. Porsupuesto, yo pensaba que me hacía la preguntamedio en broma, para provocarme, pero habíahablado con demasiada seriedad. De todosmodos, me asombró que se expresara así, quetuviera tales derechos sobre mi persona, que

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consintiera en ejercer tal ascendiente sobre mí yque dijera tan sin rodeos: «Ve a tu perdición,que yo me echaré a un lado». En esas palabrashabía tal cinismo y desenfado que la cosa pasa-ba de castaño oscuro. Porque, vamos a ver,¿qué opinión tenía de mí? Esto rebasaba loslímites de la esclavitud y la humillación. Opi-nar así de un hombre es ponerlo al nivel dequien opina. Y a pesar de lo absurdo e inve-rosímil de nuestra conversación, el corazón metemblaba.

De pronto soltó una carcajada. Estábamossentados en el banco, junto a los niños, que se-guían jugando, de cara al lugar donde se deten-ían los carruajes para que se apeara la gente enla avenida que había delante del Casino.

-¿Ve usted a esa baronesa gorda? -preguntó-.Es la baronesa Burmerhelm. Llegó hace sólotres días. Mire a su marido: ese prusiano seco ylarguirucho con un bastón en la mano. ¿Re-cuerda cómo nos miraba anteayer? Vaya usted

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al momento, acérquese a la baronesa, quítese elsombrero y dígale algo en francés.

-¿Para qué?-Usted juró que se tiraría desde lo alto del

Schlangenberg. Usted jura que está dispuesto amatar si se lo ordeno. En lugar de muertes ytragedias quiero sólo pasar un buen rato. Hala,vaya, no hay pero que valga. Quiero ver cómole apalea a usted el barón.

-Usted me provoca. ¿Cree que no lo haré?-Sí, le provoco. Vaya. Así lo quiero.-Perdone, voy, aunque es un capricho absur-

do. Sólo una cosa: ¿qué hacer para que el gene-ral no se lleve un disgusto o no se lo dé a usted?Palabra que no me preocupo por mí, sino porusted ... y, bueno, por el general. ¿Y qué antojoes éste de ir a insultar a una mujer?

-Ya veo que se le va a usted la fuerza por laboca -dijo con desdén-. Hace un momento teníausted los ojos inyectados de sangre, pero quizásólo porque había bebido demasiado vino con

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la comida. ¿Cree que no me doy cuenta de queesto es estúpido y grosero y que el general se vaa enfadar? Quiero sencillamente reírme; loquiero y basta. ¿Y para qué insultar a una mu-jer? Para que cuanto antes le den a usted unapaliza.

Giré sobre los talones y en silencio fui a cum-plir su encargo. Sin duda era una acción estú-pida, y por supuesto no sabía cómo evitarla,pero recuerdo que cuando me acercaba a labaronesa algo en mí mismo parecía azuzarme,algo así como la picardía de un colegial. Mesentía totalmente desquiciado, igual que si es-tuviera borracho.

Capítulo 6

Han pasado ya veinticuatro horas desde esedía estúpido, ¡y cuánto jaleo, escándalo, bu-

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lle-bulle y aspaviento! ¡Qué confusión, qué em-brollo, qué necedad, qué ordinariez ha habidoen esto, de todo lo cual he sido yo la causa! Aveces, sin embargo, me parece cosa de risa, a mípor lo menos. No consigo explicarme lo que mesucedió: ¿estaba, en efecto, fuera de mí o sim-plemente me salí un momento del carril y meporté como un patán merecedor de que lo aten?A veces me parece que estoy ido de la cabeza,pero otras creo que soy un chicuelo no muylejos todavía del banco de la escuela, y que loque hago son sólo burdas chiquilladas de esco-lar.

Ha sido Polina, todo ello ha sido obra de Po-lina. Sin ella no hubiera habido esas travesuras.¡Quién sabe! Acaso lo hice por desesperación(por muy necio que parezca suponerlo). Nocomprendo, no comprendo en qué consiste suatractivo. En cuanto a hermosa, lo es, debe deserlo, porque vuelve locos a otros hombres.Alta y bien plantada, sólo que muy delgada.

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Tengo la impresión de que puede hacerse unnudo con ella o plegarla en dos.

Su pie es largo y estrecho -una tortura, eso es,una tortura-. Su pelo tiene un ligero tinte rojizo.Los ojos, auténticamente felinos ¡y con qué or-gullo y altivez sabe mirar con ellos! Hace cuatromeses, a raíz de mi llegada, estaba ella hablan-do una noche en la sala con Des Grieux. Laconversación era acalorada. Y ella le miraba detal modo... que más tarde, cuando fui a acos-tarme, saqué la conclusión de que acababa dedarle una bofetada. Estaba de pie ante él ymirándole... Desde esa noche la quiero.

Pero vamos al caso.Por una vereda entré en la avenida, me planté

en medio de ella y me puse a esperar al barón yla baronesa. Cuando estuvieron a cinco pasosde mí me quité el sombrero y me incliné.

Recuerdo que la baronesa llevaba un vestidode seda de mucho vuelo, gris oscuro, con vo-lante de crinolina y cola. Era mujer pequeña y

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de corpulencia poco común, con una papadagruesa y colgante que impedía verle el cuello.Su rostro era de un rojo subido; los ojos eranpequeños, malignos e insolentes. Caminabacomo si tuviera derecho a todos los honores. Elmarido era alto y seco. Como ocurre a menudoentre los alemanes, tenía la cara torcida y cu-bierta de un sinfín de pequeñas arrugas. Usabalentes. Tendría unos cuarenta y cinco años. Laspiernas casi le empezaban en el pecho mismo,señal de casta. Ufano como pavo real. Un tantodesmañado. Había algo de carnero en la expre-sión de su rostro que alguien podría tomar porsabiduría.

Todo esto cruzó ante mis ojos en tres segun-dos.

Mi inclinación de cabeza y mi sombrero en lamano atrajeron poco a poco la atención de lapareja. El barón contrajo ligeramente las cejas.La baronesa navegaba derecha hacia mí.

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-Madame la baronne -articulé claramente envoz alta, acentuando cada palabra-, j'ai I'hon-neur d'étre votre esclave.

Me incliné, me puse el sombrero y pasé juntoal barón, volviendo mi rostro hacia él y son-riendo cortésmente.

Polina me había ordenado que me quitara elsombrero, pero la inclinación de cabeza y elresto de la faena eran de mi propia cosecha. Eldiablo sabe lo que me impulsó a hacerlo. Fuesencillamente un patinazo.

-Hein! -gritó o, mejor dicho, graznó el barón,volviéndose hacia mí con mortificado asombro.

Yo también me volví y me detuve en respe-tuosa espera, sin dejar de mirarle y sonreír. Él,por lo visto, estaba perplejo y alzó desmesura-damente las cejas. Su rostro se iba entenebre-ciendo. La baronesa se volvió también hacia míy me miró asimismo con irritada sorpresa. Al-gunos de los transeúntes se pusieron a obser-varnos. Otros hasta se detuvieron.

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-Heín! -graznó de nuevo el barón, con redo-blado graznido y redoblada furia.

-Ja wohl -dije yo arrastrando las sílabas sinapartar mis ojos de los suyos.

-Sind Sie rasend? -gritó enarbolando el bastóny empezando por lo visto a acobardarse. Quizále desconcertaba mi atavío. Yo estaba vestidomuy pulcramente, hasta con atildamiento, co-mo hombre de la mejor sociedad.

-Ja wo-o-ohl! -exclamé de pronto a voz en cue-llo, arrastrando la o a la manera de los berline-ses, quienes a cada instante introducen en laconversación las palabras ja wohl, alargandomás o menos la o para expresar diversos mati-ces de pensamiento y emoción.

El barón y la baronesa, atemorizados, giraronsobre sus talones rápidamente y casi salieronhuyendo. De los circunstantes, algunos hacíancomentarios y otros me miraban estupefactos.Pero no lo recuerdo bien.

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Yo di la vuelta y a mi paso acostumbrado medirigí a Polina Aleksandrovna; pero aún nohabía cubierto cien pasos de la distancia queme separaba de su banco cuando vi que se le-vantaba y se encaminaba con los niños al hotel.

La alcancé en la escalinata.-He llevado a cabo ... la payasada -dije cuan-

do estuve a su lado.-Bueno, ¿y qué? Ahora arrégleselas como

pueda -respondió sin mirarme y se dirigió a laescalera.

Toda esa tarde estuve paseando por el par-que. Atravesándolo y atravesando después unbosque, llegué a un principado vecino. En unacabaña tomé unos huevos revueltos y vino. Poreste idilio me cobraron nada menos que untálero y medio.

Eran ya las once cuando regresé a casa. Enseguida vinieron a buscarme porque me llama-ba el general.

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Nuestra gente ocupa en el hotel dos aparta-mentos con un total de cuatro habitaciones. Laprimera es grande, un salón con piano. Junto aella hay otra, amplia, que es el gabinete del ge-neral, y en el centro de ella me estaba esperan-do éste de pie, en actitud majestuosa. DesGrieux estaba arrebañado en un diván.

-Permítame preguntarle, señor mío, qué hahecho usted -dijo para empezar el general, vol-viéndose hacia mí.

-Desearía, general, que me dijera sin rodeos loque tiene que decirme. ¿Usted probablementequiere aludir a mi encuentro de hoy con ciertoalemán?

-¿Con cierto alemán? Ese alemán es el barónBurmerhelm, un personaje importante, señormío. Usted se ha portado groseramente con él ycon la baronesa.

-No, señor, nada de eso.-Los ha asustado usted.

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-Repito que no, señor. Cuando estuve enBerlín me chocó oír constantemente tras cadapalabra la expresión ja wohl! que allí pronun-cian arrastrándola de una manera desagrada-ble. Cuando tropecé con ellos en la avenida meacordé de pronto, no sé por qué, de ese ja wohl!y el recuerdo me irritó... Sin contar que la baro-nesa, tres veces ya, al encontrarse conmigo,tiene la costumbre de venir directamente haciamí, como si yo fuera un gusano que se puedeaplastar con el pie. Convenga en que yo tam-bién puedo tener amor propio. Me quité elsombrero y cortésmente (le aseguro quecortésmente) le dije: Madame, j'ai l'honneurd'être votre esclave. Cuando el barón se volvió ygritó hein!, de repente me dieron ganas de gri-tar ja wohl. Lo grité dos veces: la primera, demanera corriente, y la segunda, arrastrando lafrase lo más posible. Eso es todo.

Confieso que quedé muy contento de esta ex-plicación propia de un mozalbete. Deseaba ar-

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dientemente alargar esta historia de la maneramás absurda posible.

-¿Se ríe usted de mí? -exclamó el general. Sevolvió al francés y le dijo en francés que yo, sinduda, insistía en dar un escándalo. Des Grieuxse rió desdeñosamente y se encogió de hom-bros.

-¡Oh, no lo crea! ¡No es así ni mucho menos!-exclamé-; mi proceder, por supuesto, no hasido bonito, y lo reconozco con toda franqueza.Cabe incluso decir que ha sido una majadería,una travesura de colegial, pero nada más. Ysepa usted, general, que me arrepiento de todocorazón. Pero en ello hay una circunstanciaque, a mi modo de ver, casi me exime del arre-pentimiento. Recientemente, en estas últimasdos o tres semanas, no estoy bien: me sientoenfermo, nervioso, irritado, antojadizo, y enmás de una ocasión pierdo por completo eldominio sobre mí mismo. A decir verdad, al-gunas veces he sentido el deseo vehemente deabalanzarme sobre el marqués Des Grieux y..

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en fin, no hay por qué acabar la frase; podríaofenderse. En suma, son síntomas de una en-fermedad. No sé si la baronesa Burmerhelmtomará en cuenta esta circunstancia cuando lepresente mis excusas (porque tengo la intenciónde presentarle mis excusas). Sospecho que no,que últimamente se ha empezado a abusar deesta circunstancia en el campo jurídico. En lascausas criminales, los abogados tratan a menu-do de justificar a sus clientes alegando que en elmomento de cometer el delito no se acordabande nada, lo que bien pudiera ser una especie deenfermedad: «Asestó el golpe -dicen- y no re-cuerda nada». Y figúrese, general, que la medi-cina les da la razón, que efectivamente corrobo-ra la existencia de tal enfermedad, de una ofus-cación pasajera en que el individuo no recuerdacasi nada, o recuerda la mitad o la cuarta partede lo sucedido. Pero el barón y la baronesa songentes chapadas a la antigua, sin contar queson junker prusianos y terratenientes. Lo pro-bable es que todavía ignoren ese progreso en el

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campo de la medicina legal y que, por lo tanto,no acepten mis explicaciones. ¿Qué piensa us-ted, general?

-¡Basta, caballero! -dijo el general en tonoáspero y con indignación mal contenida-. ¡Bastaya! Voy a intentar de una vez para siemprelibrarme de sus chiquilladas. No presentaráusted sus excusas a la baronesa y el barón. To-da relación con usted, aunque sea sólo parapedirles perdón, será humillante para ellos. Elbarón, al enterarse de que pertenece usted a micasa, ha tenido una conversación conmigo en elCasino, y confieso que faltó poco para que mepidiera una satisfacción. ¿Se da usted cuenta dela situación en que me ha puesto usted a mí, amí, señor mío? Yo, yo mismo he tenido quepedir perdón al barón y darle mi palabra deque en seguida, hoy mismo, dejará usted depertenecer a mi casa...

-Un momento, un momento, general, ¿conqueha sido él mismo quien ha exigido que yo deje

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de pertenecer a la casa de usted, para usar lafrase de que usted se sirve?

-No, pero yo mismo me consideré obligado adarle esa satisfacción y, por supuesto, el barónquedó satisfecho. Nos vamos a separar, señormío. A usted le corresponde percibir de mí es-tos cuatro federicos de oro y tres florines, segúnel cambio vigente. Aquí está el dinero y un pa-pel con la cuenta; puede usted comprobar lasuma. Adiós. De ahora en adelante somos ex-traños uno para el otro. Salvo inquietudes ymolestias no le debo a usted nada más. Voy allamar al hotelero para informarle que desdemañana no respondo de los gastos de usted enel hotel. Servidor de usted.

Tomé el dinero y el papel en que estaba apun-tada la cuenta con lápiz, me incliné ante el ge-neral y le dije muy seriamente:

-General, el asunto no puede acabar así. Sien-to mucho que haya tenido usted un disgustocon el barón, pero, con perdón, usted mismo

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tiene la culpa de ello. ¿Por qué se le ocurrióresponder de mí ante el barón? ¿Qué quieredecir eso de que pertenezco a la casa de usted?Yo soy sencillamente un tutor en casa de usted,nada más. No soy hijo de usted, no estoy bajosu tutela y no puede usted ser responsable demis acciones. Soy persona jurídicamente com-petente. Tengo veinticinco años, poseo el títulode licenciado, soy de familia noble y entera-mente extraño a usted. Sólo la profunda estimaque profeso a su dignidad me impide exigirleahora una satisfacción y pedirle, además, queexplique por qué se arrogó el derecho de con-testar por mí al barón.

El general quedó tan estupefacto que puso losbrazos en cruz, se volvió de repente al francés yapresuradamente le hizo saber que yo casi lehabía retado a un duelo. El francés lanzó unaestrepitosa carcajada.

-Al barón, sin embargo, no pienso soltarle asícomo así -proseguí con toda sangre fría, sinhacer el menor caso de la risa de M. Des

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Grieux-; y ya que usted, general, al acceder hoya escuchar las quejas del barón y tomar su par-tido, se ha convertido, por así decirlo, en partí-cipe de este asunto, tengo el honor de informar-le que mañana por la mañana a lo más tardarexigiré del barón, en mi propio nombre, unaexplicación en debida forma de por qué, siendoyo la persona con quien tenía que tratar, mepasó por alto para tratar con otra -como si yono fuera digno o no pudiera responder por mímismo.

Sucedió lo que había previsto. El general, aloír esta nueva majadería, se acobardó horri-blemente.

-¿Cómo? ¿Es posible que se empeñe todavíaen prolongar este condenado asunto? –exclamó-. ¡Ay, Dios mío! ¿Pero qué hace ustedconmigo? ¡No se atreva usted, no se atreva,señor mío, o le juro que... También aquí hayautoridades y yo... yo... por mi posición social...y el barón también .... en una palabra, que lodetendrán a usted y que la policía le expulsará

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de aquí para que no alborote. ¡Téngalo presen-te! -Y si bien hablaba con voz entrecortada porla ira, estaba terriblemente acobardado.

-General -respondí con calma que le resultabaintolerable-, no es posible detener a nadie poralboroto hasta que el alboroto mismo se pro-duzca. Todavía no he iniciado mis explicacio-nes con el barón y usted no sabe en absoluto dequé manera y sobre qué supuestos pienso pro-ceder en este asunto. Sólo deseo esclarecer lasuposición, que estimo injuriosa para mí, deque me encuentro bajo la tutela de una personaque tiene dominio sobre mi libertad de acción.No tiene usted, pues, por qué preocuparse oalarmarse.

-¡Por Dios santo, por Dios santo, Aleksei Iva-novich, abandone ese propósito insensato!-murmuró el general, cambiando súbitamentesu tono airado en otro de súplica, e incluso co-giéndome de las manos-. ¡Imagínese lo quepuede resultar de esto! ¡Más disgustos! ¡Ustedmismo convendrá en que debo conducirme

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aquí de una manera especial, sobre todo aho-ra!... ¡sobre todo ahora!... ¡Ay, usted no conoce,no conoce, todas mis circunstancias! Cuandonos vayamos de aquí estoy dispuesto a contra-tarle de nuevo. Hablaba sólo de ahora... en fin,usted conoce los motivos! -gritó desesperado-¡Aleksei Ivanovich, Aleksei Ivanovich!

Una vez más, desde la puerta, le dije con vozfirme que no se preocupara, le prometí quetodo se haría pulcra y decorosamente, y meapresuré a salir.

A veces los rusos que están en el extranjero semuestran demasiado pusilánimes, temen so-bremanera el qué dirán, la manera cómo la gen-te los mira, y se preguntan si es decoroso haceresto o aquello; en fin, viven como encorsetados,sobre todo cuando aspiran a distinguirse. Loque más les agrada es cierta pauta preconcebi-da, establecida de una vez para siempre, queaplican servilmente en los hoteles, en los pase-os, en las reuniones, cuando van de viaje...Ahora bien, al general se le escapó sin querer el

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comentario de que, además de eso, había otrascircunstancias particulares, de que le era preci-so «conducirse de manera algo especial». Deahí que se apocara tan de repente y cambiarade tono conmigo. Yo lo observé y tomé notamental de ello. Y como, sin duda, por pura ne-cedad, él podía apelar mañana a las autorida-des, me era preciso tomar precauciones.

Por otra parte, yo en realidad no quería enfu-recer al general; pero sí quería enfurecer a Poli-na. Polina me había tratado tan cruelmente, mehabía puesto en situación tan estúpida quequería obligarla a que me pidiera ella mismaque cesara en mis actos. Mis travesuras Podíanllegar a comprometerla, sin contar que en míiban surgiendo otras emociones y apetencias;porque si ante ella me veo reducido volunta-riamente a la nada, eso no significa que sea un«gallina» ante otras gentes, ni por supuesto quepueda el barón «darme de bastonazos». Lo queyo deseaba era reírme de todos ellos y salir vic-torioso en este asunto. ¡Que mirasen bien!

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Quizá ella se asustaría y me llamaría de nuevo.Y si no lo hacía, vería de todos modos que nosoy un «gallina».

(Noticia sorprendente. Acaba de decirme laniñera, con quien he tropezado en la escalera,que Marya Filippovna ha salido sola, en el trende esta noche, para Karlsbad con el fin de visi-tar a una prima suya. ¿Qué significa esto? Laniñera dice que venía preparando el viaje desdehacía tiempo, pero ¿cómo es que nadie lo sabía?Aunque bien pudiera ser que yo fuese el únicoen no saberlo. La niñera me ha dicho, además,que anteayer Marya Filippovna tuvo una dis-puta con el general. Lo comprendo. El tema, sinduda, fue mademoiselle Blanche. Sí, algo deci-sivo va a ocurrir aquí.)

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Capítulo 7

Al día siguiente llamé al hotelero y le dije quepreparase mi cuenta por separado. Mi habita-ción no era lo bastante cara para alarmarme yobligarme a abandonar el hotel. Contaba condiecisiete federicos de oro, y allí... allí estabaquizá la riqueza. Lo curioso era que todavía nohabía ganado, pero sentía, pensaba y obrabacomo hombre rico y no podía imaginarme deotro modo.

A pesar de lo temprano de la hora, me dis-ponía a ir a ver a mister Astley en el Hoteld'Angleterre, cercano al nuestro, cuando inopi-nadamente se presentó Des Grieux. Esto nohabía sucedido nunca antes; más aún, mis rela-ciones con este caballero habían sido última-mente harto raras y tirantes. Él no se recatabapara mostrarme su desdén, mejor dicho, se es-forzaba por mostrármelo; y yo, por mi parte,tenía mis razones para no manifestarle aprecio.

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En una palabra, le detestaba. Su llegada mellenó de asombró. Me percaté en el acto de quesucedía algo especial.

Entró muy amablemente y me dijo algo lison-jero acerca de mi habitación. Al verme con elsombrero en la mano, me preguntó si salía depaseo a una hora tan temprana. Al oír que iba avisitar a mister Astley para hablar de negocios,pensó un instante, caviló, y su rostro reflejó lamás aguda preocupación.

Des Grieux era como todos los franceses, asaber, festivo y amable cuando serlo es necesa-rio y provechoso, y fastidioso hasta más nopoder cuando ser festivo y amable deja de sernecesario. Raras veces es el francés naturalmen-te amable; lo es siempre, como si dijéramos, porexigencia, por cálculo. Si, pongamos por caso,juzga indispensable ser fantasioso, original,extravagante, su fantasía resulta sumamentenecia y artificial y reviste formas aceptadas ygastadas por el uso repetido. El francés naturales la encarnación del pragmatismo más angos-

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to, mezquino y cotidiano, en una palabra, es elser más fastidioso de la tierra. A mi juicio, sólolas gentes sin experiencia,,y en particular lasjovencitas rusas, se sienten cautivadas por losfranceses. A toda persona como Dios manda lees familiar e inaguantable este convencionalis-mo, esta forma preestablecida de la cortesía desalón, de la desenvoltura y de la jovialidad.

-Vengo a hablarle de un asunto -empezó di-ciendo con excesiva soltura, aunque con amabi-lidad- y no le ocultaré que vengo como emba-jador, o,,mejor dicho, como mediador, del ge-neral. Como conozco el ruso muy mal, no com-prendí casi nada anoche; pero el general me dioexplicaciones detalladas, y confieso que...

-Escuche, monsieur Des Grieux -le inter-rumpí-. Usted ha aceptado en este asunto eloficio de mediador. Yo, claro, soy un outchitel ynunca he aspirado al honor de ser amigo íntimode esta familia o de establecer relaciones parti-cularmente estrechas con ella; por lo tanto, noconozco todas las circunstancias. Pero ilumí-

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neme: ¿es que es usted ahora, con todo rigor,miembro de la familia? Porque como veo quetoma usted una parte tan activa en todo, que esindefectiblemente mediador en tantas cosas...

No le agradó mi pregunta. Le resultaba de-masiado transparente, y no quería irse de lalengua.

-Me ligan al general, en parte, ciertos asuntos,y, en parte, también, algunas circunstanciaspersonales -dijo con sequedad-. El general meenvía a rogarle que desista de lo que proyecta-ba ayer. Lo que usted urdía era, sin duda, muyingenioso; pero el general me ha pedido expre-samente que indique a usted que no logrará suobjeto. Por añadidura, el barón no le recibirá, y,en definitiva, cuenta con medios de librarse detoda futura importunidad por parte de usted.Convenga en que es así. Dígame, pues, de quésirve persistir. El general promete que, con todaseguridad, le repondrá a usted en su puesto enla primera ocasión oportuna y que hasta esa

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fecha le abonará sus honorarios, vos appointe-ments. Esto es bastante ventajoso, ¿no le parece?

Yo le repliqué con calma que se equivocabaun tanto; que bien podía ser que no me echasende casa del barón; que, por el contrario, quizáme escuchasen; y le pedí que confesara quehabía venido probablemente para averiguarqué medidas pensaba tomar yo en este asunto.

-¡Por Dios santo! Puesto que el general estátan implicado, claro que le gustará saber quéhará usted y cómo lo hará. Eso es natural.

Yo me dispuse a darle explicaciones y él, arre-llanándose cómodamente, se dispuso a escu-charlas, ladeando la cabeza un poco hacia mí,con un evidente y manifiesto gesto de ironía enel rostro. De ordinario me miraba muy por en-cima del hombro. Yo hacía todo lo posible porfingir que ponderaba el caso con toda la serie-dad que requería. Dije que puesto que el barónse había quejado de mí al general como si yofuera un criado de éste, me había hecho perder

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mi colocación, en primer lugar, y, en segundo,me había tratado como persona incapaz de res-ponder por sí misma y con quien ni siquieravalía la pena hablar. Por supuesto que me sent-ía ofendido, y con sobrado motivo; pero, enconsideración de la diferencia de edad, del ni-vel social, etc., etc. (y aquí apenas podía conte-ner la risa), no quería aventurarme a una chi-quillada más, como sería exigir satisfaccióndirectamente del barón o incluso sencillamentesugerir que me la diera. De todos modos, mejuzgaba con derecho a ofrecerle mis excusas, ala baronesa en particular, tanto más cuanto queúltimamente me sentía de veras indispuesto,desquiciado y, por así decirlo, antojadizo, etc.,etc. No obstante, el barón, con su apelación deayer al general, ofensiva para mí, y su empeñoen que el general me privase de mi empleo, mehabía puesto en situación de no poderles yaofrecer a él y a la baronesa mis excusas, puestoque él, y la baronesa, y todo el mundo pensar-ían de seguro que lo hacía por miedo, a fin de

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ser repuesto en mi cargo. De aquí que yo esti-mase necesario pedir ahora al barón que fueraél quien primero me ofreciera excusas, en lostérminos más moderados, diciendo, por ejem-plo, que no había querido ofenderme en abso-luto; y que cuando el barón lo dijera, yo por miparte, como sin darle importancia, le presentar-ía cordial y sinceramente mis propias excusas.En suma -dije en conclusión-, sólo pedía que elbarón me ofreciera una salida.

-¡Uf, qué escrupulosidad y qué finura! ¿Y porqué tiene usted que disculparse? Vamos, mon-sieur; reconozca, monsieur.. que lo hace ustedadrede para molestar al general... y quizá conotras miras personales... mon cher monsieur, par-don, j'ai oublié votre nom, monsieur Alexis ?..n'est-ce pas?

-Pero, perdón, mon cher marquis, ¿a usted quéle va en ello?

-Mais le général..

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-¿Y qué le va al general? ]Él dijo algo ayer deque tenía que conducirse de cierta manera... yque estaba inquieto .... pero yo no comprendínada.

-Aquí hay,.. aquí hay efectivamente una cir-cunstancia personal -dijo Des Grieux con tonosuplicante en el que se notaba cada vez más lamortificación-. ¿Usted conoce a mademoisellede Cominges?

-¿Quiere usted decir mademoiselle Blanche?-Pues si, mademoiselle Blanche de Comin-

ges... et madame sa mère...; reconozca que el ge-neral ... para decirlo de una vez, qué el generalestá enamorado y que hasta es posible que secelebre la boda aquí. Imagínese que en tal oca-sión hay escándalos, historias...

-No veo escándalos ni historias que tenganrelación con la boda.

-Pero le baron est si irascible, un caractère prus-sien, vous savez, enfin, il fera une querelle d'Alle-mand.

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-Pero a mí y no a ustedes, puesto que yo ya nopertenezco a la casa... (Yo trataba adrede deparecer lo más torpe posible.) Pero, perdón, ¿yaestá resuelto que mademoiselle Blanche se casacon el general? ¿A qué esperan? Quiero decir..¿a qué viene ocultarlo, por lo menos de noso-tros, la gente de la casa?

-A usted no puedo... es que todavía no estápor completo ... ; sin embargo... usted sabe queesperan noticias de Rusia; el general necesitaarreglar algunos asuntos...

-¡Ah, ah! ¡la baboulinka!Des Grieux me miró con encono.-En fin -interrumpió-, confío plenamente en

su congénita amabilidad, en su inteligencia, ensu tacto ... ; al fin y al cabo, lo haría usted poruna familia en la que fue recibido como parien-te, querido, respetado...

-¡Perdone, he sido despedido! Usted afirmaahora que fue por salvar las apariencias; peroreconozca que si le dicen a uno: «No quiero,

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por supuesto, tirarte de las orejas, pero parasalvar las apariencias deja que te tire de ellas ...». ¿No es lo mismo?

-Pues si es así, si ninguna súplica influye so-bre usted -dijo con severidad y arrogancia-,permítame asegurarle que se tomarán ciertasmedidas. Aquí hay autoridades que le expul-sarán hoy mismo, que diablel, un blanc-bec commevous desafiar a un personaje como el barón!¿Cree usted que le van a dejar en paz? Y, créa-me, aquí nadie le teme a usted. Si he venido asuplicarle ha sido por cuenta propia, porque hamolestado usted al general. ¿De veras cree us-ted, de veras, que el barón no mandará a unlacayo que le eche a usted a la calle?

-¡Pero si no soy yo quien irá! -respondí coninsólita calma-. Se equivoca usted, monsieurDes Grieux. Todo esto se arreglará mucho másdecorosamente de lo que usted piensa. Ahoramismo voy a ver a mister Astley para pedirleque sea mi segundo, mi second. Ese señor metiene aprecio y probablemente no rehusará. Él

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irá a ver al barón y el barón lo recibirá. Aunqueyo soy sólo un outchitel y parezco hasta ciertopunto un subalterne, y aunque en definitiva ca-rezco de protección, mister Astley es sobrino deun lord, de un lord auténtico, todo el mundo losabe, lord Pibrock, y ese lord está aquí. Puedeusted estar seguro de que el barón se mostrarácortés con mister Astley y le escuchará. Y si nole escucha, mister Astley lo considerará comoun insulto personal (ya sabe usted lo tercos queson los ingleses) y enviará a un amigo suyo albarón -y por cierto tiene buenos amigos-. Cal-cule usted ahora que puede pasar algo distintode lo que piensa.

El francés quedó claramente sobrecogido;efectivamente, todo esto tenía visos de verdad;por consiguiente yo podía muy bien provocarun disgusto.

-Le imploro que deje todo -dijo con voz ver-daderamente suplicante-. A usted le agradaríaque ocurriera algo desagradable. No es unasatisfacción lo que usted busca, sino una con-

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trariedad. Ya he dicho que todo esto es diverti-do y aun ingenioso que bien pudiera ser lo queusted busca. En fin -terminó diciendo al ver queme levantaba y cogía el sombrero-, he venido aentregarle estas dos palabras de cierta persona.Léalas, porque se me ha encargado que aguar-de contestación.

Dicho esto, sacó del bolsillo un papelito do-blado y sellado con lacre y me lo alargó. Delpuño de Polina, decía así:

«Me parece que se propone usted continuareste asunto. Está usted enfadado y empieza ahacer travesuras. Hay, sin embargo, circunstan-cias especiales que quizá le explique más tarde.Por favor, desista y deje el camino franco.¡Cuántas bobadas hay en esto! Le necesito yusted prometió obedecerme. Recuerde Schlan-genberg. Le pido que sea obediente y, si es pre-ciso, se lo mando.

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Su P.

P S. Si está enojado conmigo por lo de ayer,perdóneme. »

Cuando leí estos renglones me pareció que seme iba la cabeza. Mis labios perdieron su colory empecé a temblar. El maldito francés me mi-raba con aire de intensa circunspección y apar-taba de mí los ojos como para no ver mi zozo-bra. Mejor hubiera sido que se hubiera reído demí abiertamente.

-Bien -respondí-, diga a mademoiselle que nose preocupe. Permítame, no obstante, hacerleuna pregunta -añadí con aspereza-, ¿por qué hatardado tanto en darme esta nota? En lugar dedecir tantas nimiedades, creo que debiera ustedhaber comenzado con esto... si, en efecto, vinocon este encargo.

-Ah, yo quería... todo esto es tan insólito queusted perdonará mi natural impaciencia... Yo

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quería enterarme por mi cuenta, personalmen-te, de cuáles eran las intenciones de usted. Perocomo no conozco el contenido de esa nota,pensé que no corría prisa en dársela.

-Comprendo. A usted sencillamente le man-daron que la entregara sólo como último recur-so, y que no la entregara si lograba su propósitode palabra. ¿No es así? ¡Hable con franqueza,monsieur Des Grieux!

-Peut-étre -dijo, tomando un aire muy come-dido y dirigiéndome una mirada algo peculiar.

Cogí el sombrero; él hizo una inclinación decabeza y salió. Tuve la impresión de que lleva-ba una sonrisa burlona en los labios. ¿Acasocabía esperar otra cosa?

-Tú y yo, franchute, tenemos todavía cuentasque arreglar. Mediremos fuerzas -murmurébajando la escalera. Aún no sabía qué era aque-llo que había causado tal mareo. El aire me re-frescó un poco.

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Un par de minutos después, cuando apenashabía empezado a discurrir con claridad, sur-gieron luminosos en mi mente dos pensamien-tos: primero, que de unas naderías, de unascuantas amenazas inverosímiles de escolar,lanzadas anoche al buen tuntún, había resulta-do un desasosiego general, y segundo, ¿quéclase de ascendiente tenía este francés sobrePolina? Bastaba una palabra suya para que ellahiciera cuanto él necesitaba: me escribía unanota y hasta me suplicaba. Sus relaciones, porsupuesto, habían sido siempre un enigma paramí, desde el principio mismo, desde que em-pecé a conocerlos. Sin embargo, en estos últi-mos días había notado en ella una evidenteaversión, por no decir desprecio, hacia él; y él,por su parte, apenas se fijaba en ella, la tratabacon la grosería más descarada. Yo lo había no-tado. Polina misma me había hablado de aver-sión; ahora se le escapaban revelaciones hartosignificativas. Es decir, que él sencillamente la

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tenía en su poder; que ella, por algún motivo,era su cautiva...

Capítulo 8

En la promenade, como aquí la llaman, esto es,en la avenida de los castaños, tropecé con miinglés.

-¡Oh, oh! -dijo al verme-, yo iba a verle a us-ted y usted venía a verme a mí. ¿Conque se haseparado usted de los suyos?

-Primero, dígame cómo lo sabe -preguntéasombrado-. ¿o es que ya lo sabe todo el mun-do?

-¡Oh, no! Todos lo ignoran y no tienen porqué saberlo. Nadie habla de ello.

-¿Entonces, cómo lo sabe usted?

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-Lo sé, es decir, que me he enterado por ca-sualidad. Y ahora ¿adónde irá usted desdeaquí? Le tengo aprecio y por eso iba a verle.

-Es usted un hombre excelente, míster Astley-respondí (pero, por otra parte, la cosa mechocó mucho: ¿de quién lo había sabido?)-. Ycomo todavía no he tomado café y usted, deseguro, lo ha tomado malo, vamos al café delCasino. Allí nos sentamos, fumamos, yo lecuento y usted me cuenta.

El café estaba a cien pasos. Nos trajeron café,nos sentamos y yo encendí un cigarrillo. MísterAstley no fumó y, fijando en mí los ojos, se dis-puso a escuchar.

-No voy a ninguna parte -empecé diciendo-.Me quedo aquí.

-Estaba seguro de que se quedaría -dijo mis-ter Astley en tono aprobatorio.

Al dirigirme a ver a mister Astley no tenía in-tención de decirle nada, mejor dicho, no queríadecirle nada acerca de mi amor por Polina. Du-

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rante esos días apenas le había dicho una pala-bra de ello. Además, era muy reservado. Desdeel primer momento advertí que Polina le habíacausado una profunda impresión, aunquejamás pronunciaba su nombre. Pero, cosa rara,ahora, de repente, no bien se hubo sentado yfijado en mí sus ojos color de estaño, sentí, nosé por qué, el deseo de contarle todo, es decir,todo mi amor, con todos sus matices. Estuvehablando media hora, lo que para mí fue su-mamente agradable. Era la primera vez quehablaba de ello. Notando que se turbaba antealgunos de los pasajes más ardientes, acentuéde propósito el ardor de mi narración. De unacosa me arrepiento: quizá hablé del francés másde lo necesario...

-Míster Astley escuchó inmóvil, sentado fren-te a mí, sin decir palabra ni emitir sonido algu-no y con sus ojos fijos en los míos; pero cuandocomencé a hablar del francés, me interrumpióde pronto y me preguntó severamente si mejuzgaba con derecho a aludir a un terna que

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nada tenía que ver conmigo. Míster Astleysiempre hacía preguntas de una manera muyrara.

-Tiene usted razón. Me temo que no-respondí.

-¿De ese marqués y de miss Polina no puedeusted decir nada concreto? ¿Sólo conjetura?

Una vez más me extrañó que un hombre tanapocado como míster Astley hiciera una pre-gunta tan categórica.

-No, nada concreto –contesté-; nada, por su-puesto.

-En tal caso ha hecho usted mal no sólo enhablarme a mí de ello, sino hasta en pensarlousted mismo.

-Bueno, bueno, lo reconozco; pero ahora no setrata de eso -interrumpí asombrado de mímismo. Y entonces le conté toda la historia deayer, con todos sus detalles, la ocurrencia dePolina, mi aventura con el barón, mi despido, lainsólita pusilanimidad del general y, por últi-

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mo, le referí minuciosamente la visita de DesGrieux esa misma mañana, sin omitir ningúndetalle. En conclusión le enseñé la nota.

-¿Qué saca de esto? -pregunté-. He venidoprecisamente para averiguar lo que usted pien-sa. En lo que a mí toca, me parece que hubieramatado a ese franchute y quizá lo haga todavía.

-Yo también -dijo míster Astley-. En cuanto amiss Polina, usted sabe que entramos en tratosaun con gentes que nos son odiosas, si a ellonos obliga la necesidad. Ahí puede haber rela-ciones que ignoramos y que dependen de cir-cunstancias ajenas al caso. Creo que puede es-tar usted tranquilo -en parte, claro-. En cuanto ala conducta de ella ayer, no cabe duda de quees extraña, no porque quisiera librarse de ustedexponiéndole al garrote del barón (quien, no sépor qué, no lo utilizó aunque lo tenía en la ma-no), sino porque semejante travesura en unamiss tan... tan excelente no es decorosa. Claroque ella no podía suponer que usted pondríaliteralmente en práctica sus antojos...

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-¿Sabe usted? -grité de repente, clavando lamirada en míster Astley-. Me parece que ustedya ha oído hablar de todo esto. ¿Y sabe quién selo ha dicho? La misma miss Polina.

Míster Astley me miró extrañado.-Le brillan a usted los ojos y en ellos veo la

sospecha -dijo, y en seguida volvió a su calmaanterior-, pero no tiene usted el menor derechoa revelar sus sospechas. No puedo reconocerese derecho y me niego en redondo a contestara su pregunta.

-¡Bueno, basta! ¡Por otra parte no es necesa-rio! -exclamé extrañamente agitado y sin com-prender por qué se me había ocurrido tal cosa.¿Cuándo, dónde y cómo hubiera podido místerAstley ser elegido por Polina como confidente?Sin embargo, a veces en días recientes habíaperdido de vista a míster Astley, y Polina siem-pre había sido un enigma para mí, un enigma talque ahora, por ejemplo, habiéndome lanzado acontar a míster Astley la historia de mi amor, vi

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de pronto con sorpresa mientras la contaba quede mis relaciones con ella apenas podía decirnada preciso y positivo. Al contrario, todo erailusorio, extraño, infundado, sin la menor seme-janza con cosa alguna.

-Bueno, bueno, desbarro; y ahora no puedosacar en limpio mucho más -respondí, como sime faltara el aliento-. De todos modos, es usteduna buena persona. Ahora a otra cosa, y le pi-do, no consejo, sino su opinión.

Callé un instante y proseguí.-En opinión de usted, ¿por qué se asustó tan-

to el general? ¿Por qué todos ellos han hecho demi estúpida picardía algo que les trae de cabe-za? Tan de cabeza que hasta el propio DesGrieux ha creído necesario intervenir (y él in-terviene sólo en los casos más importantes), meha visitado (¡hay que ver!), me ha requerido ysuplicado, ¡a mí, él, Des Grieux, a mí! Por últi-mo, observe usted que ha venido a las nueve, yque la nota de miss Polina ya estaba en sus ma-

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nos. ¿Cuándo, pues, fue escrita?, cabe pregun-tar. ¡Quizá despertaran a miss Polina para ello!Salvo deducir de esto que miss Polina es suesclava (¡porque hasta a mí me pide perdón!),salvo eso, ¿qué le va a ella, personalmente, eneste asunto? ¿Por qué está tan interesada? ¿Porqué se asustaron tanto de un barón cualquiera?¿Y qué tiene que ver con ello que el general secase con mademoiselle Blanche de Cominges?Ellos dicen que cabalmente por eso necesitaconducirse de una manera especial, pero con-venga en que esto es ya demasiado especial.¿Qué piensa usted? Por lo que me dicen susojos estoy seguro de que de esto sabe usted másque yo.

Míster Asdey sonrió y asintió con la cabeza.-En efecto, de esto creo saber mucho más que

usted -apuntó-. Aquí se trata sólo de mademoi-selle Blanche, y estoy seguro de que es la puraverdad.

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-¿Pero por qué mademoiselle Blanche? -gritéimpaciente (tuve de pronto la esperanza de queahora se revelaría algo acerca de mademoisellePolina).

-Se me antoja que en el momento presentemademoiselle Blanche tiene especial interés enevitar a toda costa un encuentro con el barón yla baronesa, tanto más cuanto que el encuentrosería desagradable, por no decir escandaloso.

-¿Qué me dice usted?-El año antepasado, mademoiselle Blanche es-

tuvo ya aquí, en Roulettenberg, durante latemporada. Yo también andaba por aquí. Ma-demoiselle Blanche no se llamaba todavía ma-demoiselle de Cominges y, por el mismo moti-vo, tampoco existía su madre, madame veuveCominges. Al menos, no había mención de ella.Des Grieux... tampoco había Des Grieux. Tengola profunda convicción de que no sólo no hayparentesco entre ellos, sino que ni siquiera seconocen de antiguo. Tampoco empezó hace

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mucho eso de marqués Des Grieux; de ello es-toy seguro por una circunstancia. Cabe inclusosuponer que empezó a llamarse Des Grieuxhace poco. Conozco aquí a un individuo que leconocía bajo otro nombre.

-¿Pero no es cierto que tiene un respetablecírculo de amistades?

-¡Puede ser! También puede tenerlo made-moiselle Blanche. Hace dos años, sin embargo,a resultas de una queja de esta misma baronesa,fue invitada por la policía local a abandonar laciudad y así lo hizo.

-¿Cómo fue eso?-Se presentó aquí primero con un italiano, un

príncipe o algo así, que tenía un nombre histó-rico, Barberini o algo por el estilo. Iba cubiertode sortijas y brillantes, y por cierto de buenaley. Iban y venían en un espléndido carruaje.Mademoiselle Blanche jugaba con éxito a trenteet quarante, pero después su suerte cambió radi-calmente, si mal no recuerdo. Me acuerdo de

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que una noche perdió una cantidad muy eleva-da. Pero lo peor de todo fue que un beau matinsu príncipe desapareció sin dejar rastro. Des-aparecieron los caballos y el carruaje, desapare-ció todo. En el hotel debían una suma enorme.Mademoiselle Zelma (en lugar de Barberiniempezó a llamarse de pronto mademoiselleZelma) daba muestras de la más profunda de-sesperación. Chillaba y gemía por todo el hotel,y de rabia hizo jirones su vestido. Había enton-ces en el hotel un conde polaco (todos los viaje-ros polacos son condes), y mademoiselle Blan-che, con aquello de rasgar su vestido y arañarseel rostro como una gata con sus manos bellas yperfumadas, produjo en él alguna impresión.Conversaron, y a la hora de la comida ella hab-ía recobrado la calma. A la noche se presenta-ron del brazo en el casino. Mademoiselle Zel-ma, según su costumbre, reía con estrépito y ensus ademanes se notaba mayor desenvolturaque antes. Entró sin más en esa clase de señorasque, al acercarse a la mesa de la ruleta, dan

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fuertes codazos a los jugadores para procurarseun sitio. Aquí, entre tales damas, se consideraeso como especialmente chic. Usted lo habránotado, sin duda.

-Sí.-No vale la pena notarlo. Por desgracia para

las personas decentes, estas damas no desapa-recen, por lo menos las que todos los días cam-bian a la mesa billetes de mil francos. Perocuando dejan de cambiar billetes se les pide almomento que se vayan. Mademoiselle Zelmaseguía cambiando billetes; pero la fortuna le fueaún más adversa. Observe que muy a menudoestas señoras juegan con éxito; saben dominarsede manera asombrosa. Pero mi historia toca asu fin. Llegó un momento en que, al igual queel príncipe, desapareció el conde. MademoiselleZelma se presentó una noche a jugar sola, oca-sión en que nadie se presentó a ofrecerle el bra-zo. En dos días perdió cuanto le quedaba.Cuando hubo arriesgado su último louis d'or ylo hubo perdido, miró a su alrededor y vio jun-

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to a sí al barón Burmerhelm, que la observabaatentamente y muy indignado. Pero mademoi-selle Zelma no notó la indignación y, mirandoal barón con la consabida sonrisa, le pidió quele pusiera diez louis dor al rojo. Como conse-cuencia de esto y por queja de la baronesa,aquella noche fue invitada a no presentarsemás en el Casino. Si le extraña a usted que mesean conocidos estos detalles nimios y franca-mente indecorosos, sepa que, en versión defini-tiva, los oí de labios de míster Feeder, un pa-riente mío que esa misma noche condujo en sucoche a mademoiselle Zelma de Roulettenburga Spa. Ahora mire: mademoiselle Blanche quie-re ser generala, seguramente para no recibir enadelante invitaciones como la que recibió hacedos años de la policía del Casino. Ya no juega,pero es porque, según todos los indicios, tieneahora un capital que da a usura a los jugadoreslocales. Esto es mucho más prudente. Yo hastasospecho que el infeliz general le debe dinero.Quizá también se lo debe Des Grieux. Quizá

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ella y Des Grieux trabajan juntos. Comprenderáusted que, al menos hasta la boda, ella no quie-ra atraerse por ningún motivo la atención delbarón y la baronesa. En una palabra, que en susituación nada sería menos provechoso que unescándalo. Usted está vinculado a ese grupo, ylas acciones de usted podrían causar ese escán-dalo, tanto más cuanto ella se presenta a diarioen público del brazo del general o acompañadade miss Polina. ¿Ahora lo entiende usted?

-No, no lo entiendo -exclamé golpeando lamesa con tal fuerza que el garzón, asustado,acudió corriendo.

-Diga, míster Astley -dije con arrebato-, si us-ted ya conocía toda esta historia y, por consi-guiente, sabe al dedillo qué clase de persona esmademoiselle Blanche de Cominges, ¿cómo esque no me avisó usted, a mí al menos; luego algeneral y, sobre todo, a miss Polina, que se pre-sentaba aquí en el Casino, en público, del brazode mademoiselle Blanche? ¿Cómo es posible?

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-No tenía por qué avisarle a usted, ya que us-ted no podía hacer nada -replicó tranquilamen-te míster Astley-. Y, por otro lado, ¿avisarle dequé? Puede que el general sepa de mademoise-lle Blanche todavía más que yo y, en fin decuentas, se pasea con ella y con miss Polina. Elgeneral es un infeliz. Ayer vi que mademoiselleBlanche iba montada en un espléndido caballojunto con míster Des Grieux y ese pequeñopríncipe ruso, mientras que el general iba trasellos en un caballo de color castaño. Por la ma-ñana decía que le dolían las piernas, pero setenía muy bien en la silla. Pues bien, en esemomento me vino la idea de que ese hombreestá completamente arruinado. Además, nadade eso tiene que ver conmigo, y sólo desde hacepoco tengo el honor de conocer a miss Polina.Por otra parte (dijo míster Astley reportándo-se), ya le he advertido que no reconozco su de-recho a hacer ciertas preguntas, a pesar de quele tengo a usted verdadero aprecio...

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-Basta -dije levantándome-, ahora para míestá claro como el día que también miss Polinasabe todo lo referente a mademoiselle Blanche.Tenga usted la seguridad de que ninguna otrainfluencia la haría pasearse con mademoiselleBlanche y suplicarme en una nota que no toqueal barón. Ésa cabalmente debe de ser la influen-cia ante la que todos se inclinan. ¡Y pensar quefue ella la que me azuzó contra el barón! ¡Nohay demonio que lo entienda!

-Usted olvida, en primer lugar, que made-moiselle de Cominges es la prometida del ge-neral, y en segundo, que miss Polina, hijastradel general, tiene un hermano y una hermanade corta edad, hijos del general, a quienes estehombre chiflado tiene abandonados por com-pleto y a quienes, según parece, ha despojadode sus bienes.

-¡Sí, sí, eso es! Apartarse de los niños significaabandonarlos por completo; quedarse significaproteger sus intereses y quizá también salvarun jirón de la hacienda. ¡Sí, sí, todo eso es cier-

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to! ¡Y, sin embargo, sin embargo! ¡Ah, ahoraentiendo por qué todos se interesan por laabuelita!

-¿Por quién?-Por esa vieja bruja de Moscú que no se mue-

re y acerca de la cual esperan un telegrama di-ciendo que se ha muerto.

-¡Ah, sí, claro! Todos los intereses convergenen ella. Todo depende de la herencia. Se anun-cia la herencia y el general se casa; miss Polinaqueda libre, y Des Grieux..

-Y Des Grieux, ¿qué?-Y a Des Grieux se le pagará su dinero; no es

otra cosa lo que espera aquí.-¿Sólo eso? ¿Cree usted que espera sólo eso?-No tengo la menor idea. -Míster Astley

guardó obstinado silencio.-Pues yo sí, yo sí -repetí con ira-. Espera tam-

bién la herencia porque Polina recibirá una do-te y, en cuanto tenga el dinero, le echará los

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brazos al cuello. ¡Así son todas las mujeres!Aun las más orgullosas acaban por ser las es-clavas más indignas. Polina sólo es capaz deamar con pasión y nada más. ¡Ahí tiene ustedmi opinión de ella! Mírela usted, sobre todocuando está sentada sola, pensativa... ¡es comosi estuviera predestinada, sentenciada, maldita!Es capaz de echarse encima todos los horroresde la vida y la pasión .... es... es... ¿pero quiénme llama? -exclamé de repente-. ¿Quién grita?He oído gritar en ruso «¡Aleksei Ivanovich!».Una voz de mujer. ¡Oiga, oiga!

Para entonces habíamos llegado ya a nuestrohotel. Hacía rato que, sin notarlo apenas, hab-íamos salido del café.

-He oído gritos de mujer, pero no sé a quiénllamaban. Y en ruso. Ahora veo de dónde vie-nen -señaló míster Astley-. Es aquella mujer laque grita, la que está sentada en aquel sillónque los lacayos acaban de subir por la escalina-ta. Tras ella están subiendo maletas, lo quequiere decir que acaba de llegar el tren.

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-¿Pero por qué me llama a mí? Ya está otravez voceando. Mire, nos está haciendo señas.

-¡Aleksei Ivanovich! ¡Aleksei Ivanovich! ¡Ay,Dios, se habrá visto mastuerzo! -llegaban gritosde desesperación desde la escalinata del hotel.

Fuimos casi corriendo al pórtico. Y cuandollegué al descansillo se me cayeron los brazosde estupor y las piernas se me volvieron depiedra.

Capítulo 9

En el descansillo superior de la ancha escali-nata del hotel, transportada peldaños arriba enun sillón, rodeada de criados, doncellas y elnumeroso y servil personal del hotel, en pre-sencia del Oberkellner, que había salido al en-cuentro de una destacada visitante que llegabacon tanta bulla y alharaca, acompañada de su

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propia servidumbre y de un sinfín de baúles ymaletas, sentada como reina en su trono esta-ba... la abuela. Sí, ella misma, formidable y rica,con sus setenta y cinco años a cuestas: Antoni-da Vasilyevna Tarasevicheva, terrateniente yaristocrática moscovita, la baboulinka, acerca dela cual se expedían y recibían telegramas, mori-bunda pero no muerta, quien de repente apa-recía en persona entre nosotros como llovidadel cielo. La traían, por fallo de las piernas, enun sillón, como siempre en estos últimos años,pero, también como siempre, marrullera, brio-sa, pagada de sí misma, muy tiesa en su asien-to, vociferante, autoritaria y con todos regaño-na; en fin, exactamente como yo había tenido elhonor de verla dos veces desde que entré comotutor en casa del general. Como es de suponer,me quedé ante ella paralizado de asombro. Mehabía visto a cien pasos de distancia cuando lallevaban en el sillón, me había reconocido consus ojos de lince y llamado por mi nombre ypatronímico, detalle que, también según cos-

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tumbre suya, recordaba de una vez para siem-pre. «¡Y a ésta –pensé- esperaban verla en unataúd, enterrada y dejando tras sí una herencia!¡Pero si es ella la que nos enterrará a todos y atodo el hotel! Pero, santo Dios, ¿qué será denuestra gente ahora? ¿qué será ahora del gene-ral? ¡Va a poner el hotel patas arriba! »

-Bueno, amigo, ¿por qué estás plantado ahícon esos ojos saltones? -continuó gritándome laabuela-. ¿Es que no sabes dar la bienvenida?¿No sabes saludar? ¿O es que el orgullo te loimpide? ¿Quizá no me has reconocido? ¿Oyes,Potapych? -dijo volviéndose a un viejo canoso,de calva sonrosada, vestido de frac y corbatablanca, su mayordomo, que la acompañabacuando iba de viaje-; ¿oyes? ¡No me reconoce!Me han enterrado. Han estado mandando untelegrama tras otro: ¿ha muerto o no ha muer-to? ¡Pero si lo sé todo! ¡Y yo, como ves, vivita ycoleando!

-Por Dios, Antonida Vasilyevna, ¿por quéhabía yo de desearle nada malo? -respondí ale-

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gremente cuando volví en mi acuerdo-. Era sólola sorpresa... ¿y cómo no maravillarse cuandotan inesperadamente ... ?

-¿Y qué hay de maravilla en ello? Me metí enel tren y vine. En el vagón va una muy cómoda,sin traqueteo ninguno. ¿Has estado de paseo?

-Sí, me he llegado al Casino.-Esto es bonito -dijo la abuela mirando en

torno-; el aire es tibio y los árboles son hermo-sos. Me gusta. ¿Está la familia en casa? ¿El ge-neral?

-En casa, sí; a esta hora están todos de seguroen casa.

-¿Y qué? ¿Lo hacen aquí todo según el reloj ycon toda ceremonia? Quieren dar el tono. ¡Mehan dicho que tienen coche, les seigneurs ruses!Se gastan lo que tienen y luego se van al extran-jero. ¿Praskovya está también con ellos?

-Sí, Polina Aleksandrovna está también.

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-¿Y el franchute? En fin, yo misma los veré atodos. Aleksei Ivanovich, enseña el camino yvamos derechos allá. ¿Lo pasas bien aquí?

-Así, así, Antonida Vasilyevna.-Tú, Potapych, dile a ese mentecato de Kellner

que me preparen una habitación cómoda, boni-ta, baja, y lleva las cosas allí en seguida. ¿Peropor qué quiere toda esta gente llevarme? ¿Porqué se meten donde no los llaman? ¡Pero quégente más servil! ¿Quién es ése que está conti-go? -preguntó dirigiéndose de nuevo a mí.

-Éste es mister Astley -contesté.-¿Y quién es mister Astley?-Un viajero y un buen amigo mío; amigo

también del general.-Un inglés. Por eso me mira de hito en hito y

no abre los labios. A mí, sin embargo, me gus-tan los ingleses. Bueno, levantadme y arriba;derechos al cuarto del general. ¿Por dónde cae?

Cargaron con la abuela. Yo iba delante por laancha escalera del hotel. Nuestra procesión era

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muy vistosa. Todos los que topaban con ella separaban y nos miraban con ojos desorbitados.Nuestro hotel era considerado como el mejor, elmás caro y el más aristocrático del balneario.En la escalera y en los pasillos se tropezaba decontinuo con damas espléndidas e ingleses dedigno aspecto. Muchos pedían informes abajoal Oberkellner, también hondamente impresio-nado. Éste, por supuesto, respondía que erauna extranjera de alto copete, une russe, unecomtesse, grande dame, que se instalaría en losmismos aposentos que una semana antes habíaocupado la grande duchesse de N. El aspectoimperioso e imponente de la abuela, transpor-tada en un sillón, era lo que causaba el mayorefecto. Cuando se encontraba con una nuevapersona la medía con una mirada de curiosidady en voz alta me hacía preguntas sobre ella. Laabuela era de un natural vigoroso y, aunque nose levantaba del sillón, se presentía al mirarlaque era de elevada estatura. Mantenía la espinatiesa como un huso y no se apoyaba en el res-

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paldo del asiento. Llevaba alta la cabeza, queera grande y canosa, de fuertes y acusados ras-gos. Había en su modo de mirar algo arrogantey provocativo, y estaba claro que tanto esa mi-rada como sus gestos eran perfectamente natu-rales. A pesar de sus setenta y cinco años teníael rostro bastante fresco y hasta la dentadura enbuen estado. Llevaba un vestido negro de seday una cofia blanca.

-Me interesa extraordinariamente -murmurómister Astley, que subía junto a mí.

«Ya sabe lo de los telegramas -pensaba yo-.Conoce también a Des Grieux, pero por lo vistono sabe todavía mucho de mademoiselle Blan-che.» Informé de esto a mister Astley.

¡Pecador de mí! En cuanto me repuse de misorpresa inicial me alegré sobremanera del gol-pe feroz que íbamos a asestar al general dentrode un instante. Era como un estimulante, y yoiba en cabeza con singular alegría.

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Nuestra gente estaba instalada en el tercer pi-so. Yo no anuncié nuestra llegada y ni siquierallamé a la puerta, sino que sencillamente la abríde par en par y por ella metieron a la abuela entriunfo. Todo el mundo, como de propósito,estaba allí, en el gabinete del general. Eran lasdoce y, al parecer, proyectaban una excursión:unos irían en coche, otros a caballo, toda lapandilla; y además habían invitado a algunosconocidos. Amén del general, de Polina con losniños y de la niñera, estaban en el gabinete DesGrieux, mlle. Blanche, una vez más en traje deamazona, su madre mile. veuve Cominges, elpequeño príncipe y un erudito alemán, queestaba de viaje, a quien yo veía con ellos porprimera vez. Colocaron el sillón con la abuelaen el centro del gabinete, a tres pasos del gene-ral. ¡Dios mío, nunca olvidaré la impresión queello produjo! Cuando entramos, el general es-taba contando algo, y Des Grieux le corregía. Esmenester indicar que desde hacía dos o tresdías, y no se sabe por qué motivo, Des Grieux y

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mlle. Blanche hacían la rueda abiertamente alpequeño príncipe à la barbe du pauvre général, yque el grupo, aunque quizá con estudiado es-fuerzo, tenía un aire de cordial familiaridad. Ala vista de la abuela el general perdió el habla yse quedó en mitad de una frase con la bocaabierta. Fijó en ella los ojos desencajados, comohipnotizado por la mirada de un basilisco. Laabuela también le observó en silencio, inmóvil,¡pero con qué mirada triunfal, provocativa yburlona! Así estuvieron mirándose diez segun-dos largos, ante el profundo silencio de todoslos circunstantes. Des Grieux quedó al princi-pio estupefacto, pero en su rostro empezó pron-to a dibujarse una inquietud inusitada. Mlle.Blanche, con las cejas enarcadas y la boca abier-ta, observaba atolondrada a la abuela. Elpríncipe y el erudito, ambos presa de hondaconfusión, contemplaban la escena. El rostro dePolina reflejaba extraordinaria sorpresa y per-plejidad, pero de súbito se quedó más blancoque la cera; un momento después la sangre

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volvió de golpe y coloreó las mejillas. ¡Sí, erauna catástrofe para todos! Yo no hacía más quepasear los ojos desde la abuela hasta los concu-rrentes y viceversa. mister Astley, según sucostumbre, se mantenía aparte, tranquilo ydigno.

~¡Bueno, aquí estoy! ¡En lugar de un telegra-ma! -exclamó por fin la abuela rompiendo elsilencio-. ¿Qué, no me esperabais?

-Antonida Vasilyevna... tía... ¿pero cómo ... ?-balbuceó el infeliz general. Si la abuela no lehubiera hablado, en unos segundos más lehabría dado quizá una apoplejía.

-¿Cómo que cómo? Me metí en el tren y vine.¿Para qué sirve el ferrocarril? ¿Y vosotros pen-sabais que ya había estirado la pata y que oshabía dejado una fortuna? Ya sé que mandabastelegramas desde aquí; tu buen dinero tehabrán costado, porque desde aquí no son ba-ratos. Me eché las piernas al hombro y aquí

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estoy. ¿Es éste el francés? ¿Monsieur DesGrieux, por lo visto?

-Oui, madame -confirmô Des Grieux- et croyezje suis si enchanté.. votre santé.. c'est un miracle...vous voir ici, une surprise charmante...

-Sí, sí, charmante. Ya te conozco, farsante, ¡Nome fío de ti ni tanto así! -y le enseñaba el dedomeñique-. Y ésta, ¿quién es? -dijo volviéndose yseñalando a mile. Blanche. La llamativa france-sa, en traje de amazona y con el látigo en lamano, evidentemente la impresionó-. ¿Es deaquí?

-Es mademoiselle Blanche de Cominges y éstaes su madre, madame de Cominges. Se hospe-dan en este hotel -dije yo.

-¿Está casada la hija? -preguntó la abuela sinpararse en barras.

-Mademoiselle de Cominges es soltera-respondí lo más cortésmente posible y, depropósito, a media voz,

-¿Es alegre?

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Yo no alcancé a entender la pregunta.-¿No se aburre uno con ella? ¿Entiende el ru-

so? Porque cuando Des Grieux estuvo con no-sotros en Moscú llegó a chapurrearlo un poco.

Le expliqué que mlle. de Cominges no habíaestado nunca en Rusia.

-Bonjour! -dijo la abuela encarándose brusca-mente con mlle. Blanche.

-Bonjour, madame! -Mlle. Blanche, con elegan-cia y ceremonia, hizo una leve reverencia. Bajola desusada modestia y cortesía se apresuró amanifestar, con toda la expresión de su rostro yfigura, el asombro extraordinario que le causa-ba una pregunta tan extraña y un comporta-miento semejante.

-¡Ah, ha bajado los ojos, es amanerada y arti-ficiosa! Ya se ve qué clase de pájaro es: una ac-triz de ésas. Estoy abajo, en este hotel -dijo diri-giéndose de pronto al general-, Seré vecina tu-ya. ¿Estás contento o no?

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-¡Oh, tía! Puede creer en mi sentimiento sin-cero... de satisfacción -dijo el general cogiendoal vuelo la pregunta. Ya había recobrado enparte su presencia de ánimo, y como cuando seofrecía ocasión sabía hablar bien, con gravedady cierta pretensión de persuadir, se preparó adeclamar ahora también-. Hemos estado tanafectados y alarmados con las noticias sobre suestado de salud... Hemos recibido telegramasque daban tan poca esperanza, y de pronto...

-¡Pues mientes, mientes! -interrumpió al mo-mento la abuela.

-¿Pero cómo es -interrumpió a su vez en se-guida el general, levantando la voz y tratandode no reparar en ese «mientes»-, cómo es que, apesar de todo, decidió usted emprender unviaje como éste? Reconozca que a sus años ydada su salud... ; de todos modos ha sido taninesperado que no es de extrañar nuestroasombro. Pero estoy tan contento...; y todosnosotros (y aquí inició una sonrisa afable y se-

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ductora) haremos todo lo posible para que sutemporada aquí sea de lo más agradable...

-Bueno, basta; cháchara inútil; tonterías comode costumbre; yo sé bien cómo pasar el tiempo.Pero no te tengo inquina; no guardo rencor.Preguntas que cómo he venido. ¿Pero qué hayde extraordinario en esto? De la manera mássencilla. No veo por qué todos se sorprenden.Hola, Praskovya. ¿Tú qué haces aquí?

-Hola, abuela -dijo Polina acercándose a ella-.¿Ha estado mucho tiempo en camino?

-Ésta ha hecho una pregunta inteligente, envez de soltar tantos «ohs» y «ahs». Pues mira:me tenían en cama día tras día, y me dabanmedicinas y más medicinas; conque mandé apaseo a los médicos y llamé al sacristán de Ni-kola, que le había curado a una campesina unaenfermedad igual con polvos de heno. Pues amí también me sentó bien. A los tres días tuveun sudor muy grande y me levanté. Luego tu-vieron otra consulta mis médicos alemanes, se

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calaron los anteojos y dijeron en coro: «Si ahorava a un balneario extranjero y hace una cura deaguas, expulsaría esa obstrucción que tiene». ¿Ypor qué no?, pensé yo. Esos tontos de los Zaz-higin se escandalizaron: «¿Hasta dónde va a irusted?», me preguntaban. Bueno, en un día lodispuse todo, y el viernes de la semana pasadacogí a mi doncella, y a Potapych, y a Fiodor ellacayo (pero a Fiodor le mandé a casa desdeBerlín porque vi que no lo necesitaba), y mevine solita... Tomé un vagón particular, y haymozos en todas las estaciones que por veintekopeks te llevan adonde quieras. ¡Vaya habita-ciones que tenéis! -dijo en conclusión mirandoalrededor-. ¿De dónde has sacado el dinero,amigo? Porque lo tienes todo hipotecado.¿Cuántos cuartos le debes a este franchute, sinir más lejos? ¡Si lo sé todo, lo sé todo!

-Yo, tía... -apuntó el general todo confuso-,me sorprende, tía .... me parece que puedo sinfiscalización de nadie .... sin contar que mis

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gastos no exceden de mis medios, y nosotrosaquí...

-¿Que no exceden de tus medios? ¿Y así lo di-ces? ¡Como guardián de los niños les habrásrobado hasta el último kopek!

-Después de esto, después de tales palabras...-intervino el general con indignación- ya no séqué...

-¡En efecto, no sabes! Seguramente no te apar-tas de la ruleta aquí. ¿Te lo has jugado todo?

El general quedó tan desconcertado que estu-vo a punto de ahogarse en el torrente de susagitados sentimientos.

-¿De la ruleta? ¿Yo? Con mi categoría... ¿yo?Vuelva en su acuerdo, tía; quizá sigue ustedindispuesta...

-Bueno, mientes, mientes; de seguro que nopueden arrancarte de ella; mientes con toda laboca. Pues yo, hoy mismo, voy a ver qué es esode la ruleta. Tú, Praskovya, cuéntame lo quehay que ver por aquí; Aleksei Ivanovich me lo

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enseñará; y tú, Potapych, apunta todos los si-tios adonde hay que ir. ¿Qué es lo que se visitaaquí? -preguntó volviéndose a Polina.

-Aquí cerca están las ruinas de un castillo;luego hay el Schlangenberg.

-¿Qué es ese Schlangenberg? ¿Un bosque?-No, no es un bosque; es una montaña, con

una cúspide...-¿Qué es eso de una cúspide?-El punto más alto de la montaña, un lugar

con una barandilla alrededor. Desde allí se des-cubre una vista sin igual.

-¿Y suben sillas a la montaña? No podránsubirlas, ¿verdad?

- ¡Oh, se pueden encontrar cargadores!-contesté yo.

En este momento entró Fedosya, la niñera,con los hijos del general, a saludar a la abuela.

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-¡Bueno, nada de besos! No me gusta besar alos niños; están llenos de mocos. Y tú, Fedosya,¿cómo lo pasas aquí?

-Bien, muy bien, Antonida Vasilyevna-replicó Fedosya-. ¿Y a usted cómo le ha ido,señora? ¡Aquí hemos estado tan preocupadospor usted!

-Lo sé, tú eres un alma sencilla. ¿Y éstos quéson? ¿Más invitados? -dijo encarándose denuevo con Polina-. ¿Quién es este tío menudillode las gafas?

-El príncipe Nilski, abuela -susurró Polina.-¿Conque ruso? ¡Y yo que pensaba que no me

entendería! ¡Quizá no me haya oído! A misterAstley ya le he visto. ¡Ah, aquí está otra vez! -laabuela le vio-. ¡Muy buenas! -y se volvió derepente hacia él.

mister Astley se inclinó en silencio.-¿Qué me dice usted de bueno? Dígame algo.

Tradúcele eso, Praskovya.Polina lo tradujo.

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-Que estoy mirándola con grandísimo gusto yque me alegro de que esté bien de salud-respondió mister Astley seriamente, pero connotable animación. Se tradujo a la abuela lo quehabía dicho y a ella evidentemente le agradó.

-¡Qué bien contestan siempre los ingleses!-subrayó-. A mí, no sé por qué, me han gustadosiempre los ingleses; ¡no tienen comparacióncon los franchutes! Venga usted a verme -dijode nuevo a mister Astley-. Trataré de no moles-tarle demasiado, Tradúcele eso y dile que estoyaquí abajo -le repitió a mister Astley señalandohacia abajo con el dedo.

Mister Astley quedó muy satisfecho de la in-vitación.

La abuela miró atenta y complacida a Polinade pies a cabeza.

-Yo te quería mucho, Praskovya -le dijo depronto-. Eres una buena chica, la mejor de to-dos, y con un genio que ¡vaya! Pero yo también

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tengo mi genio ¡Da la vuelta! ¿Es eso que llevasen el pelo moño postizo?

-No, abuela, es mi propio pelo.-Bien, no me gustan las modas absurdas de

ahora. Eres muy guapa. Si fuera un señorito meenamoraría de ti. ¿Por qué no te casas? Pero yaes hora de que me vaya. Me apetece dar unpaseo después de tanto vagón... ¿Bueno, qué?¿Sigues todavía enfadado? -preguntó mirandoal general.

-¡Por favor, tía, no diga tal! -exclamó el gene-ral rebosante de contento-. Comprendo que asus años...

-Cette vieílle est tombée en enfance -me dijo envoz baja Des Grieux.

-Quiero ver todo lo que hay por aquí. ¿Meprestas a Aleksei Ivanovich? -inquirió la abueladel general.

-Ah, como quiera, pero yo mismo... y Polina ymonsieur Des Grieux... para todos nosotrosserá un placer acompañarla...

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-Mais, madame, cela sera un plaisir -insinuó DesGrieux con sonrisa cautivante.

-Sí, sí, plaisir. Me haces reír, amigo. Pero loque es dinero no te doy -añadió dirigiéndoseinopinadamente al general-. Ahora, a mis habi-taciones. Es preciso echarles un vistazo y des-pués salir a ver todos esos sitios. ¡Hala, levan-tadme!

Levantaron de nuevo a la abuela, y todos, engrupo, fueron siguiendo el sillón por la escaleraabajo. El general iba aturdido, como si le hubie-ran dado un garrotazo en la cabeza. Des Grieuxiba cavilando alguna cosa. Mademoiselle Blan-che hubiera preferido quedarse, pero por algúnmotivo decidió irse con los demás. Tras ellasalió en seguida el príncipe, y arriba, en lashabitaciones del general, quedaron sólo elalemán y madame veuve Cominges.

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Capitulo 10

En los balnearios -y al parecer en toda Euro-pa- los gerentes y jefes de comedor de los hote-les se guían, al dar acomodo al huésped, notanto por los requerimientos y preferencias deéste cuanto por la propia opinión personal quede él se forjan; y conviene subrayar que rarasveces se equivocan. Ahora bien, no se sabe porqué, a la abuela le señalaron un alojamiento tanespléndido que se pasaron de rosca; cuatrohabitaciones magníficamente amuebladas, conbaño, dependencias para la servidumbre, cuar-to particular para la camarera, etc., etc. Era ver-dad que estas habitaciones las había ocupado lasemana anterior una grande duchesse, hecho que,ni que decir tiene, se comunicaba a los nuevosvisitantes para ensalzar el alojamiento. Condu-jeron a la abuela,,mejor dicho, la transportaron,por todas las habitaciones y ella las examinódetenida y rigurosamente. El jefe de comedor,

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hombre ya entrado en años, medio calvo, laacompañó respetuosamente en esta primerainspección.

Ignoro por quién tomaron a la abuela, pero,según parece, por persona sumamente encope-tada y, lo que es más importante, riquísima. Lainscribieron en el registro, sin más, como «ma-dame la générale princesse de Tarassevitche-va», aunque jamás había sido princesa. Su pro-pia servidumbre, su vagón particular, la multi-tud innecesaria de baúles, maletas, y aun arcasque llegaron con ella, todo ello sirvió de fun-damento al prestigio; y el sillón, el timbre agu-do de la voz de la abuela, sus preguntas ex-céntricas, hechas con gran desenvoltura y entono que no admitía réplica, en suma, toda lafigura de la abuela, tiesa, brusca, autoritaria, legranjearon el respeto general. Durante la ins-pección la abuela mandaba de cuando en cuan-do detener el sillón, señalaba algún objeto en elmobiliario y dirigía insólitas preguntas al jefede comedor, que sonreía atentamente pero que

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ya empezaba a amilanarse. La abuela formula-ba sus preguntas en francés, lengua que porcierto hablaba bastante mal, por lo que yo, ge-neralmente, tenía que traducir. Las respuestasdel jefe de comedor no le agradaban en su ma-yor parte y le parecían inadecuadas; aunquebien es verdad que las preguntas de la señorano venían a cuento y nadie sabía a santo de quélas hacía. Por ejemplo, se detuvo de improvisoante un cuadro, copia bastante mediocre de unconocido original de tema mitológico:

-¿De quién es el retrato?El jefe respondió que probablemente de algu-

na condesa.-¿Cómo es que no lo sabes? ¿Vives aquí y no

lo sabes? ¿Por qué está aquí? ¿Por qué es bizca?El jefe no pudo contestar satisfactoriamente a

estas preguntas y hasta llegó a atolondrarse.-¡Vaya mentecato! -comentó la abuela en ruso.Pasaron adelante. La misma historia se repitió

ante una estatuilla sajona que la abuela exa-

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minó detenidamente y que mandó luego retirarsin que se supiera el motivo. Una vez más ase-dió al jefe: ¿cuánto costaron las alfombras deldormitorio y dónde fueron tejidas? El jefe pro-metió informarse.

-¡Vaya un asno! -musitó la abuela y dirigió suatención a la cama.

-¡Qué cielo de cama tan suntuoso! Separad lascortinas.

Abrieron la cama.-¡Más, más! ¡Abridlo todo! ¡Quitad las almo-

hadas, las fundas; levantad el edredón!Dieron la vuelta a todo. La abuela lo examinó

con cuidado.-Menos mal que no hay chinches. ¡Fuera toda

la ropa de cama! Poned la mía y mis almo-hadas. ¡Todo esto es demasiado elegante! ¿Dequé me sirve a mí, vieja que soy, un alojamientocomo éste? Me aburriré sola. Aleksei Ivanovich,ven a verme a menudo, cuando hayas termina-do de dar lección a los niños.

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-Yo, desde ayer, ya no estoy al servicio delgeneral -respondí-. Vivo en el hotel por micuenta.

-Y eso ¿por qué?-El otro día llegó de Berlín un conocido barón

alemán con su baronesa. Ayer, en el paseo,hablé con él en alemán sin ajustarme ala pro-nunciación berlinesa.

-Bueno, ¿y qué?-Él lo consideró como una insolencia y se

quejó al general; y el general me despidió ayer.-¿Es que tú le insultaste? ¿Al barón, quiero

decir? Aunque si lo insultaste, no importa.-Oh, no. Al contrario. Fue el barón el que me

amenazó con su bastón.-Y tú, baboso, ¿permitiste que se tratara así a

tu tutor? -dijo, volviéndose de pronto al gene-ral-; ¡y como si eso no bastara le has despedido!¡Veo que todos sois unos pazguatos, todos unospazguatos!

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-No te preocupes, tía -replicó el general conun dejo de altiva familiaridad-, que yo sé aten-der a mis propios asuntos. Además, AlekseiIvanovich no ha hecho una relación muy fieldel caso.

-¿Y tú lo aguantaste sin más? -me preguntó amí.

-Yo quería retar al barón a un duelo -respondílo más modesta y sosegadamente posible-, peroel general se opuso.

-¿Por qué te opusiste? -preguntó de nuevo laabuela al general-. Y tú, amigo, márchate y vencuando se te llame -ordenó dirigiéndose al jefede comedor-. No tienes por qué estar aquí conla boca abierta. No puedo aguantar esa jeta deNuremberg. -El jefe se inclinó y salió sin haberentendido las finezas de la abuela.

-Perdón, tía, ¿acaso es permisible el duelo?-inquirió el general con ironía.

-¿Y por qué no habrá de serlo? Los hombresson todos unos gallos, por eso tienen que pele-

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arse. Ya veo que sois todos unos pazguatos. Nosabéis defender a vuestra propia patria. ¡Va-mos, levantadme! Potapych, pon cuidado enque haya siempre dos cargadores disponibles;ajústalos y llega a un acuerdo con ellos. Nohacen falta más que dos; sólo tienen que levan-tarme en las escaleras; en lo llano, en la calle,pueden empujarme; díselo así. Y págales deantemano porque así estarán más atentos. Túsiempre estarás junto a mí, y tú, Aleksei Ivano-vich, señálame a ese barón en el paseo. A verqué clase de von-barón es; aunque sea sólo paraecharle un vistazo. Y esa ruleta, ¿dónde está?

Le expliqué que las ruletas estaban instaladasen el Casino, en las salas de juego. Menudearonlas preguntas: ¿Había muchas? ¿Jugaba muchagente? ¿Se jugaba todo el día? ¿Cómo estabandispuestas? Yo respondí al cabo que lo mejorsería que lo viera todo con sus propios ojos,porque describirlo era demasiado difícil.

-Bueno, vamos derechos allá. ¡Tú ve delante,Aleksei Ivanovich!

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-Pero ¿cómo, tía? ¿No va usted siquiera a des-cansar del viaje? -interrogó solícitamente elgeneral-. Parecía un tanto inquieto; en realidadtodos ellos reflejaban cierta confusión y empe-zaron a cambiar miradas entre sí. Seguramenteles parecía algo delicado, acaso humillante, ircon la abuela directamente al Casino, dondecabía esperar que cometiera alguna excentrici-dad, pero esta vez en público; lo que no impi-dió que todos se ofrecieran a acompañarla.

-¿Y qué falta me hace descansar? No estoycansada; y además llevo sentada cinco días se-guidos. Luego iremos a ver qué manantiales yaguas medicinales hay por aquí Y dónde están.Y después... ¿cómo decías que se llamaba eso,Praskovya ... ? ¿Cúspide, no?

-Cúspide, abuela.-Cúspide; bueno, pues cúspide. ¿Y qué más

hay por aquí?-Hay muchas cosas que ver, abuela -dijo Poli-

na esforzándose por decir algo.

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-¡Vamos, que no lo sabes! Marfa, tú tambiénirás conmigo -dijo a su doncella.

~¿Pero por qué ella, tía? -interrumpió afano-samente el general-. Y, de todos modos, quizásea imposible. Puede ser que ni a Potapych ledejen entrar en el Casino.

~¡Qué tontería! ¡Dejarla en casa porque escriada! Es un ser humano como otro cualquiera.Hemos estado una semana viaja que te viaja, yella también quiere ver algo. ¿Con quién habríade verlo sino conmigo? Sola no se atrevería aasomar la nariz a la calle.

-Pero abuela...-¿Es que te da vergüenza ir conmigo? Nadie

te lo exige; quédate en casa. ¡Pues anda con elgeneral! Si a eso vamos, yo también soy genera-la. ¿Y por qué viene toda esa caterva tras de mi?Me basta con Aleksei Ivanovich para verlo to-do.

Pero Des Grieux insistió vivamente en quetodos la acompañarían y habló con frases muy

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amables del placer de ir con ella, etc., etc. Todosnos pusimos en marcha.

-Elle est tombée en enfance -repitió Des Grieuxal general-, seule elle fera des bêtises... -No pudeoír lo demás que dijo, pero al parecer tenía algoentre ceja y ceja y quizás su esperanza habíavuelto a rebullir.

Hasta el Casino había un tercio de milla.Nuestra ruta seguía la avenida de los castañoshasta la glorieta, y una vez dada la vuelta a éstase llegaba directamente al Casino. El general setranquilizó un tanto, porque nuestra comitiva,aunque harto excéntrica, era digna y decorosa.Nada tenía de particular que apareciera por elbalneario una persona de salud endeble impo-sibilitada de las piernas. Sin embargo, se veíaque el general le tenía miedo al Casino: ¿porqué razón iba a las salas de juego una personatullida de las piernas y vieja por más señas?Polina y mademoiselle Blanche caminaban unaa cada lado junto a la silla de ruedas. Mademoi-selle Blanche reía, mostraba una alegría modes-

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ta y a veces hasta bromeaba amablemente conla abuela, hasta tal punto que ésta acabó porhablar de ella con elogio. Polina, al otro lado, seveía obligada a contestar a las numerosas yfrecuentes preguntas de la anciana: «¿Quién esel que ha pasado? ¿Quién es la que iba en elcoche? ¿Es grande la ciudad? ¿Es grande eljardín? ¿Qué clase de árboles son éstos? ¿Quéson esas montañas? ¿Hay águilas aquí? ¡Quétejado tan ridículo!». Mister Astley caminabajuntó a mí y me decía por lo bajo que esperabamucho de esa mañana. Potapych y Marfa mar-chaban inmediatamente detrás de la silla: él ensu frac y corbata blanca, pero con gorra; ella-una cuarentona sonrosada pero que ya empe-zaba a encanecer- en chapelete, vestido de al-godón estampado y botas de piel de cabra quecrujían al andar. La abuela se volvía a ellosmuy a menudo y les daba conversación. DesGrieux y el general iban algo rezagados yhablaban de algo con mucha animación. El ge-neral estaba muy alicaído; Des Grieux hablaba

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con aire enérgico. Quizá quería alentar al gene-ral y al parecer le estaba aconsejando. La abue-la, sin embargo, había pronunciado poco antesla frase fatal: «lo que es dinero no te doy». Aca-so esta noticia le parecía inverosímil a DesGrieux, pero el general conocía a su tía. Yo notéque Des Grieux y mademoiselle Blanche segu-ían haciéndose señas. Al príncipe y al viajeroalemán los columbré al extremo mismo de laavenida: se habían detenido y acabaron porsepararse de nosotros. Llegamos al Casino entriunfo. El conserje y los lacayos dieron pruebadel mismo respeto que la servidumbre delhotel. Miraban, sin embargo, con curiosidad. Laabuela ordenó, como primera providencia, quela llevaran por todas las salas, aprobando algu-nas cosas, mostrando completa indiferenciaante otras, y preguntando sobre todas. Llegaronpor último a las salas de juego. El lacayo queestaba de centinela ante la puerta cerrada laabrió de par en par presa de asombro.

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La aparición de la abuela ante la mesa de ru-leta produjo gran impresión en el público. Entorno a las mesas de ruleta y al otro extremo dela sala, donde se hallaba la mesa de trente etquarante, se apiñaban quizá un centenar y me-dio o dos centenares de jugadores en variasfilas. Los que lograban llegar a la mesa mismasolían agruparse apretadamente y no cedíansus lugares mientras no perdían, ya que no sepermitía a los mirones permanecer allí ocupan-do inútilmente un puesto de juego. Aunquehabía sillas dispuestas alrededor de la mesa,eran pocos los jugadores que se sentaban, sobretodo cuando había gran afluencia de público,porque de pie les era posible estar más apreta-dos, ahorrar sitio y hacer las puestas con mayorcomodidad. Las filas segunda y tercera se apre-tujaban contra la primera, observando y aguar-dando su turno; pero en su impaciencia alarga-ban a veces la mano por entre la primera filapara hacer sus puestas. Hasta los de la tercerafila se las arreglaban de ese modo para hacer-

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las; de aquí que no pasaran diez minutos o si-quiera cinco sin que en algún extremo de lamesa surgiera alguna bronca sobre una puestade equívoco origen. Pero la policía del Casinose mostraba bastante eficaz. Resultaba, por su-puesto, imposible evitar las apreturas; por elcontrario, la afluencia de gente era, por lo ven-tajosa, motivo de satisfacción para los adminis-tradores; pero ocho crupieres sentados alrede-dor de la mesa no quitaban el ojo de las pues-tas, llevaban las cuentas, y cuando surgían dis-putas las resolvían. En casos extremos llamabana la policía y el asunto se concluía al momento.Los agentes andaban también desparramadospor la sala en traje de paisano, mezclados conlos espectadores para no ser reconocidos. Vigi-laban en particular a los rateros y los caballerosde industria que abundan mucho en las cercan-ías de la ruleta por las excelentes oportunida-des que se les ofrecen de ejercitar su oficio.Efectivamente, en cualquier otro sitio hay quedesvalijar el bolsillo ajeno o forzar cerraduras,

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lo que si fracasa puede resultar muy molesto.Aquí, por el contrario, basta con acercarse a lamesa, ponerse a jugar, y de pronto, a la vista detodos y con desparpajo, echar mano de la ga-nancia ajena y metérsela en el bolsillo propio. Sisurge una disputa el bribón jura y perjura a vozen cuello que la puesta es suya. Si la manipula-ción se hace con destreza y los testigos parecendudar, el ratero logra muy a menudo apropiar-se el dinero, por supuesto si la cantidad no esde mayor cuantía, porque de lo contrario esprobable que haya sido notada por los crupie-res o, incluso antes, por algún otro jugador.Pero si la cantidad no es grande el verdaderodueño a veces decide sencillamente no conti-nuar la disputa y, temeroso de un escándalo, semarcha. Pero si se logra desenmascarar a unladrón, se le saca de allí con escándalo.

Todo esto lo observaba la abuela desde lejoscon apasionada curiosidad. Le agradó muchoque se llevaran a unos ladronzuelos. El trente etquarante no la sedujo mucho; lo que más la cau-

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tivó fue la ruleta y cómo rodaba la bolita. Ex-presó por fin el deseo de ver el juego más decerca. No sé cómo, pero es el caso que los laca-yos y otros individuos entremetidos (en su ma-yor parte polacos desafortunados que asedia-ban con sus servicios a los jugadores con suertey a todos los extranjeros) pronto hallaron ydespejaron un sitio para la abuela, no obstantela aglomeración, en el centro mismo de la mesa,junto al crupier principal, y allí trasladaron susilla. Una muchedumbre de visitantes que nojugaban, pero que estaban observando el juegoa cierta distancia (en su mayoría ingleses y susfamilias), se acercaron al punto a la mesa paramirar a la abuela desde detrás de los jugadores.Hacia ella apuntaron los impertinentes de nu-merosas personas. Los crupieres comenzaron aacariciar esperanzas: en efecto, una jugadoratan excéntrica parecía prometer algo inusitado.Una anciana setentona, baldada de las piernasy deseosa de jugar no era cosa de todos losdías. Yo también me acerqué a la mesa y me

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coloqué junto a la abuela. Potapych y Marfa sequedaron a un lado, bastante apartados, ,entrela gente. El general, Polina, Des Grieux y ma-demoiselle Blanche también se situaron a unlado, entre los espectadores.

La abuela comenzó por observar a los juga-dores. A media voz me hacía preguntas brus-cas, inconexas: ¿quién es ése? Le agradaba enparticular un joven que estaba a un extremo dela mesa jugando fuerte y que, según se murmu-raba en torno, había ganado ya hasta cuarentamil francos, amontonados ante él en oro y bille-tes de banco. Estaba pálido, le brillaban los ojosy le temblaban las manos. Apostaba ahora sincontar el dinero, cuanto podía coger con la ma-no, y a pesar de ello seguía ganando y amonto-nando dinero a más y mejor. Los lacayos semovían solícitos a su alrededor, le arrimaronun sillón, despejaron un espacio en torno suyopara que estuviera más a sus anchas y no su-friera apretujones -todo ello con la esperanzade recibir una amplia gratificación-. Algunos

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jugadores con suerte daban a los lacayos gene-rosas propinas, sin contar el dinero, gozosos,también cuanto con la mano podían sacar delbolsillo. junto al joven estaba ya instalado unpolaco muy servicial, que cortésmente, pero sinparar, le decía algo por lo bajo, seguramenteindicándole qué puestas hacer, asesorándole yguiando el juego, también con la esperanza, porsupuesto, de recibir más tarde una dádiva. Peroel jugador casi no le miraba, hacía sus puestasal buen tuntún y ganaba siempre. Estaba claroque no se daba cuenta de lo que hacía.

La abuela le observó algunos minutos.-Dile -me indicó de pronto agitada, tocándo-

me con el codo-, dile que pare de jugar, querecoja su dinero cuanto antes y que se vaya. Loperderá, lo perderá todo en seguida! -me apre-mió casi sofocada de ansiedad-. ¿Dónde estáPotapych? Mándale a Potapych. Y díselo, va-mos, díselo -y me dio otra vez con el codo-;pero ¿dónde está Potapych? Sortez, sortez-empezó ella misma a gritarle al joven-. Yo me

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incliné y le dije en voz baja pero firme que aquíno se gritaba así, que ni siquiera estaba permi-tido hablar alto porque ello estorbaba los cálcu-los, y que nos echarían de allí en seguida.

- ¡Qué lástima! Ese chico está perdido, es de-cir, que él mismo quiere... no puedo mirarle,me revuelve las entrañas. ¡Qué pazguato! -yacto seguido la abuela dirigió su atención a otrositio.

Allí a la izquierda, al otro lado del centro dela mesa entre los jugadores, se veía a una damajoven y junto a ella a una especie de enano. Nosé quién era este enano si pariente suyo o si lollevaba consigo para llamar la atención. Ya hab-ía notado yo antes a esa señora: se presentabaante la mesa de juego todos los días a la una dela tarde y se iba a las dos en punto, así, pues,cada día jugaba sólo una hora. Ya la conocían yle acercaron un sillón. Sacó del bolso un pocode oro y algunos billetes de mil francos y em-pezó a hacer posturas con calma, con sangrefría, con cálculo, apuntando con lápiz cifras en

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un papel y tratando de descubrir el sistemasegún el cual se agrupaban los «golpes». Apos-taba sumas considerables. Ganaba todos losdías uno, dos o cuando más tres mil francos, yhabiéndolos ganado se iba. La abuela estuvoobservándola largo rato.

-¡Bueno, ésta no pierde! ¡Ya se ve que nopierde! ¿De qué pelaje es? ¿No lo sabes? ¿Quiénes?

-Será una francesa de ... bueno, de ésas-murmuré.

-¡Ah, se conoce al pájaro por su modo de vo-lar! Se ve que tiene buenas garras. Explícameahora lo que significa cada giro y cómo hay quehacer la puesta.

Le expliqué a la abuela, dentro de lo posible,lo que significaban las numerosas combinacio-nes de posturas, rouge e noir, pair et impair, man-que et passe, y, por último, los diferentes maticesen el sistema de números. Ella escuchó conatención, fijó en la mente lo que le dije, hizo

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nuevas preguntas y se lo aprendió todo. Paracada sistema de posturas era posible mostrar alinstante un ejemplo, de modo que podíaaprender y recordar con facilidad y rapidez. Laabuela quedó muy satisfecha.

-¿Y qué es eso del zéro? ¿Has oído hace unmomento a ese crupier del pelo rizado, el prin-cipal, gritar zéro? ¿Y por qué recogió todo loque había en la mesa? ¡Y qué montón ha cogi-do! ¿Qué significa eso?

-El zéro, abuela, significa que ha ganado labanca. Si la bola cae en zéro, todo cuanto hay enla mesa pertenece sin más a la banca. Es verdadque cabe apostar para no perder el dinero, perola banca no paga nada.

-¡Pues anda! ¿Y a mí no me darían nada?-No, abuela, si antes de ello hubiera apostado

usted al zéro y saliera el zéro, le pagarían trein-ta y cinco veces la cantidad de la puesta.

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-¡Cómo! ¿Treinta y cinco veces? ¿Y sale a me-nudo? ¿Cómo es que los muy tontos no apues-tan al zéro?

-Tienen treinta y seis posibilidades en contra,abuela.

-¡Qué tontería! ¡Potapych, Potapych! Espera,que yo también llevo dinero encima; aquí está!-Sacó del bolso un portamonedas bien repleto yde él extrajo un federico de oro-. ¡Hala, pon esoen seguida al zéro!

-Abuela, el zéro acaba de salir -dije yo-, por lotanto tardará mucho en volver a salir. Perderáusted mucho dinero. Espere todavía un poco.

-¡Tontería! Ponlo.-Está bien, pero quizás no salga hasta la no-

che; podría usted poner hasta mil y puede queno saliera. No sería la primera vez.

-¡Tontería, tontería! Quien teme al lobo no semete en el bosque. ¿Qué? ¿Has perdido? Ponotro.

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Perdieron el segundo federico de oro; pusie-ron un tercero. La abuela apenas podía estarsequieta en su silla; con ojos ardientes seguía lossaltos de la bolita por los orificios de la ruedaque giraba. Perdieron también el tercero. Laabuela estaba fuera de sí, no podía parar en lasilla, y hasta golpeó la mesa con el puño cuan-do el banquero anunció «trente-six» en lugar delansiado zéro.

-¡Ahí lo tienes! -exclamó enfadada-, ¿pero nova a salir pronto ese maldito cerillo? ¡Que memuera si no me quedo aquí hasta que salga! Laculpa la tiene ese condenado crupier del pelorizado. Con él no va a salir nunca. ¡Aleksei Iva-novich, pon dos federicos a la vez! Porque sipones tan poco como estás poniendo y sale elzéro, no ganas nada.

-¡Abuela!-Pon ese dinero, ponlo. No es tuyo.Aposté dos federicos de oro. La bola volteó

largo tiempo por la rueda y empezó por fin a

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rebotar sobre los orificios. La abuela se quedóinmóvil, me apretó la mano y, de pronto, ¡pum!

-Zéro! -anunció el banquero.~¿Ves, ves? -prorrumpió la abuela al momen-

to, volviéndose hacia mí con cara resplande-ciente de satisfacción-. ¡Ya te lo dije, ya te lodije! Ha sido Dios mismo el que me ha inspira-do para poner dos federicos de oro. Vamos aver, ¿cuánto me darán ahora? ¿Pero por qué nome lo dan? Potapych, Marfa, ¿pero dóndeestán? ¿Adónde ha ido nuestra gente? ¡Pota-pych, Potapych!

-Más tarde, abuela -le dije al oído-. Potapychestá a la puerta porque no le permiten entraraquí. Mire, abuela, le entregan el dinero; cójalo.-Le alargaron un pesado paquete envuelto enpapel azul con cincuenta federicos de oro y ledieron unos veinte sueltos. Yo, sirviéndome delrastrillo, los amontoné ante la abuela.

-Faites le jeu, messieurs! Faites lejeu, messieurs!Rien ne va plus? -anunció el banquero invitando

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a hacer posturas y preparándose para hacergirar la ruleta.

-¡Dios mío, nos hemos retrasado! ¡Van a darlea la rueda! ¡Haz la puesta, hazla! -me apremióla abuela-. ¡Hala, de prisa, no pierdas tiempo!-dijo fuera de sí, dándome fuertes codeos.

-¿A qué lo pongo, abuela?-¡Al zéro, al zéro! ¡Otra vez al zéro! ¡Pon lo más

posible! ¿Cuánto tenemos en total? ¿Setentafedericos de oro? No hay por qué guardarlos;pon veinte de una vez.

-¡Pero serénese, abuela! A veces no sale endoscientas veces seguidas. Le aseguro que todoel dinero se le irá en puestas.

-¡Tontería, tontería! ¡Haz la puesta! ¡Hay quever cómo le das a la lengua! Sé lo que hago. -Suagitación llegaba hasta el frenesí.

-Abuela, según el reglamento no está permi-tido apostar al zéro más de doce federicos deoro a la vez. Eso es lo que he puesto.

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~¿Cómo que no está permitido? ¿No me en-gañas? ¡Musié musié! -dijo tocando con el codoal crupier que estaba a su izquierda y que sedisponía a hacer girar la ruleta-. Combien zéro?douze ? douze?

Yo aclaré la pregunta en francés.-Oui, madame -corroboró cortésmente el cru-

pier puesto que según el reglamento ningunapuesta sencilla puede pasar de cuatro mil flori-nes -agregó para mayor aclaración.

-Bien, no hay nada que hacer. Pon doce.-Le jeu estfait -gritó el crupier. Giró la ruleta y

salió e treinta. Habíamos perdido.-¡Otra vez, otra vez! ¡Pon otra vez! -gritó la

abuela. Yo ya no la contradije y, encogiéndomede hombros, puse otros doce federicos de oro.La rueda giró largo tiempo. La abuela tembla-ba, así como suena, siguiendo sus vueltas.«¿Pero de veras cree que ganará otra vez con elzéro? -pensaba yo mirándola perplejo. En surostro brillaba la inquebrantable convicción de

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que ganaría, la positiva anticipación de que alinstante gritarían: zéro!

-Zéro! -gritó el banquero.-¡Ya ves! -exclamó la abuela con frenético

júbilo, volviéndose a mí.Yo también era jugador. Lo sentí en ese mis-

mo instante. Me temblaban los brazos y laspiernas, me martilleaba la cabeza. Se trataba, nique decir tiene, de un caso infrecuente: en unasdiez jugadas había salido el zéro tres veces;pero en ello tampoco había nada asombroso. Yomismo había sido testigo dos días antes de quehabían salido tres zéros seguidos, y uno de losjugadores, que asiduamente apuntaba las juga-das en un papel, observó en voz alta que el díaantes el zéro había salido sólo una vez en vein-ticuatro horas.

A la abuela, como a cualquiera que ganabauna cantidad muy considerable, le liquidaronsus ganancias atenta y respetuosamente. Letocaba cobrar cuatrocientos veinte federicos de

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oro, esto es, cuatro mil florines y veinte federi-cos de oro. Le entregaron los veinte federicosen oro y los cuatro mil florines en billetes debanco.

Esta vez, sin embargo, la abuela ya no llama-ba a Potapych; no era eso lo que ocupaba suatención. Ni siquiera daba empujones ni tem-blaba visiblemente; temblaba por dentro, si asícabe decirlo. Toda ella estaba concentrada enalgo, absorta en algo:

-¡Aleksei Ivanovich! ¿Ha dicho ese hombreque sólo pueden apostarse cuatro mil florinescomo máximo en una jugada? Bueno, entoncestoma y pon estos cuatro mil al rojo -ordenó laabuela.

Era inútil tratar de disuadirla. Giró la rueda.-Rouge! -anunció el banquero.Ganó otra vez, lo que en una apuesta de cua-

tro mil florines venían a ser, por lo tanto, ochomil.

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-Dame cuatro -decretó la abuela- y pon denuevo cuatro al rojo.

De nuevo aposté cuatro mil.-Rouge! -volvió a proclamar el banquero.-En total, doce mil. Dámelos. Mete el oro aquí

en el bolso y guarda los billetes.-Basta. A casa. Empujad la silla.

Capítulo 11

Empujaron la silla hasta la puerta que estabaal otro extremo de la sala. La abuela iba radian-te. Toda nuestra gente se congregó en tornosuyo para felicitarla. Su triunfo había eclipsadomucho de lo excéntrico de su conducta, y elgeneral ya no temía que le comprometieran enpúblico sus relaciones de parentesco con la ex-traña señora. Felicitó a la abuela con una sonri-sa indulgente en la que había algo familiar y

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festivo, como cuando se entretiene a un niño.Por otra parte, era evidente que, como todos losdemás espectadores, él también estaba pasma-do. Alrededor, todos señalaban a la abuela yhablaban de ella. Muchos pasaban junto a ellapara verla más de cerca. Mister Astley, desvia-do del grupo, daba explicaciones acerca de ellaa dos ingleses conocidos suyos. Algunas damasde alto copete que habían presenciado el juegola observaban con la mayor perplejidad, comosi fuera un bicho raro. Des Grieux se deshizo ensonrisas y enhorabuenas.

-Quelle victoire! -exclamó.-Mais, madame, c'était du feu! -añadió mlle.

Blanche con sonrisa seductora.-Pues sí, que me puse a ganar y he ganado

doce mil florines. ¿Qué digo doce mil? ¿Y eloro? Con el oro llega casi hasta trece mil.¿Cuánto es esto en dinero nuestro? ¿Seis mil, noes eso?

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Yo indiqué que pasaba de siete y que al cam-bio actual quizá llegase a ocho.

-¡Como quien dice una broma! ¡Y vosotrosaquí, pazguatos, sentados sin hacer nada! Pota-pych, Marfa, ¿habéis visto?

-Señora, ¿pero cómo ha hecho eso? ¡Ocho milrublos! -exclamó Marfa retorciéndose de gusto.

-¡Ea, aquí tenéis cada uno de vosotros cincomonedas de oro!

Potapych y Marfa se precipitaron a besarle lasmanos.

-Y entregad a cada uno de los cargadores unfederico de oro. Dáselos en oro, Aleksei Ivano-vich. ¿Por qué se inclina este lacayo? ¿Y esteotro? ¿Me están felicitando? Dadles también acada uno un federico de oro.

-Madame la princesse... un pauvre expatrié.. mal-heur continuel.. les princes russes sont si généreux-murmuraba lisonjero en torno a la silla un in-dividuo bigotudo que vestía una levita ajada yun chaleco de color chillón, y haciendo aspa-

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vientos con la gorra y con una sonrisa servil enlos labios.

-Dale también un federico de oro. No, daledos; bueno, basta, con eso nos lo quitamos deencima. ¡Levantadme y andando! Praskovya-dijo volviéndose a Polina Aleksandrovna-,mañana te compro un vestido, y a ésa... ¿cómose llama? ¿Mademoiselle Blanche, no es eso?, lecompro otro. Tradúcele eso, Praskovya.

-Merci, madame -dijo mlle. Blanche con unaamable reverencia, torciendo la boca en unasonrisa irónica que cambió con Des Grieux y elgeneral. Éste estaba abochornado y se pusomuy contento cuando llegamos a la avenida.

-Fedosya..., lo que es Fedosya sé que va aquedar asombrada -dijo la abuela acordándosede la niñera del general, conocida suya-. Tam-bién a ella hay que regalarle un vestido. ¡Eh,Aleksei Ivanovich, Aleksei Ivanovich, dale algoa ese mendigo!

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Por el camino venía un pelagatos, encorvadode espalda, que nos miraba.

-¡Dale un gulden; dáselo!Me llegué a él y se lo di. Él me miró con viví-

sima perplejidad, pero tomó el gulden en silen-cio. Olía a vino.

-¿Y tú, Aleksei Ivanovich, no has probado for-tuna todavía?

-No, abuela.-Pues vi que te ardían los ojos.-Más tarde probaré sin falta, abuela.-Y vete derecho al zéro. ¡Ya verás! ¿Cuánto

dinero tienes?-En total, sólo veinte federicos de oro, abuela.-No es mucho. Si quieres, te presto cincuenta

federicos Tómalos de ese mismo rollo. ¡Y tú,amigo, no esperes, que no te doy nada! -dijodirigiéndose de pronto al general. Fue para ésteun rudo golpe, pero guardó silencio. DesGrieux frunció las cejas.

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-Que diable, cest une terrible vieille! -dijo entredientes al general.

-¡Un pobre, un pobre, otro pobre! -gritó laabuela-. Aleksei Ivanovich, dale un gulden aéste también.

Esta vez se trataba de un viejo canoso, conuna pata de palo, que vestía una especie delevita azul de ancho vuelo y que llevaba unlargo bastón en la mano. Tenía aspecto de vete-rano del ejército. Pero cuando le alargué el gul-den, dio un paso atrás y me miró amenazante.

- Was ist’s der Teufel! -gritó, añadiendo luego ala frase una decena de juramentos.

-¡Idiota! -exclamó la abuela despidiéndole conun gesto de la mano-. Sigamos adelante. Tengohambre. Ahora mismo a comer, luego me echoun rato y después volvemos allá.

-¿Quiere usted jugar otra vez, abuela? -grité.-¿Pues qué pensabas? ¿Que porque vosotros

estáis aquí mano sobre mano y alicaídos, yodebo pasar el tiempo mirándoos?

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-Mais, madame -dijo Des Grieux acercándose-,les chances peuvent tourner, une seule mauvaisechance et vous perdrez tout.. surtout avec votrejeu... c'était terrible!

- Vous perdrez absolument -gorjeó mlle. Blan-che.

-¿Y eso qué les importa a ustedes? No será sudinero el que pierda, sino el mío. ¿Dónde estáese mister Astley? -me preguntó.

-Se quedó en el Casino, abuela.-Lo siento. Es un hombre tan bueno.Una vez en el hotel la abuela, encontrando en

la escalera al Oberkellner, lo llamó y empezó ahablar con vanidad de sus ganancias. Luegollamó a Fedosya, le regaló tres federicos de oroy le mandó que sirviera la comida. Duranteésta, Fedosya y Marfa se desvivieron por aten-der a la señora.

-La miré a usted, señora -dijo Marfa en unarranque-, y le dije a Potapych ¿qué es lo quequiere hacer nuestra señora? Y en la mesa, di-

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nero y más dinero, ¡santos benditos! En mi vidahe visto tanto dinero. Y alrededor todo era se-ñorío, nada más que señorío. ¿Pero de dóndeviene todo este señorío? le pregunté a Pota-pych. Y pensé: ¡Que la mismísima Madre deDios la proteja! Recé por usted, señora, y estabatemblando, toda temblando, con el corazón enla boca, así como lo digo. Dios mío -pensé-concédeselo, y ya ve usted que el Señor se loconcedió. Todavía sigo temblando, señora, sigotoda temblando.

-Aleksei Ivanovich, después de la comida, aeso de las cuatro, prepárate y vamos. Peroadiós por ahora. Y no te olvides de mandarmeun mediquillo, porque tengo que tomar lasaguas. Y a lo mejor se te olvida.

Me alejé de la abuela como si estuviera ebrio.Procuraba imaginarme lo que sería ahora denuestra gente y qué giro tomarían los aconte-cimientos. Veía claramente que ninguno deellos (y, en particular, el general) se había re-puesto todavía de la primera impresión. La

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aparición de la abuela en vez del telegramaesperado de un momento a otro anunciando sumuerte (y, por lo tanto, la herencia) quebrantóel esquema de sus designios y acuerdos hasta elpunto de que, con evidente atolondramiento yalgo así como pasmo que los contagió a todos,presenciaron las ulteriores hazañas de la abuelaen la ruleta. Mientras tanto, este segundo factorera casi tan importante como el primero, por-que aunque la abuela había repetido dos vecesque no daría dinero al general, ¿quién podíaasegurar que así fuera? De todos modos noconvenía perder aún la esperanza. No la habíaperdido Des Grieux, comprometido en todoslos asuntos del general. Yo estaba seguro deque mademoiselle Blanche, que también anda-ba en ellos (¡cómo no! generala y con unaherencia considerable), tampoco perdería laesperanza y usaría con la abuela de todos loshechizos de la coquetería, en contraste con lasrígidas y desmañadas muestras de afecto de laaltanera Polina. Pero ahora, ahora que la abuela

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había realizado tales hazañas en la ruleta, ahoraque la personalidad de la abuela se dibujabatan nítida y típicamente (una vieja testaruda ymandona y tombée en enfance); ahora quizá todoestaba perdido, porque estaba contenta, comoun niño, de «haber dado el golpe» y, como su-cede en tales casos, acabaría por perder hastalas pestañas. Dios mío, pensaba yo (y, que Diosme perdone, con hilaridad rencorosa), Diosmío, cada federico de oro que la abuela acababade apostar había sido de seguro una puñaladaen el corazón del general, había hecho rabiar aDes Grieux y puesto a mademoiselle de Co-minges al borde del frenesí, porque para ellaera como quedarse con la miel en los labios. Undetalle más: a pesar de las ganancias y el rego-cijo, cuando la abuela repartía dinero entre to-dos y tomaba a cada transeúnte por un mendi-go, seguía diciendo con desgaire al general: «¡Ati, sin embargo, no te doy nada!». Ello suponíaque estaba encastillada en esa idea, que nocambiaría de actitud, que se había prometido a

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sí misma mantenerse en sus trece. ¡Era peligro-so, peligroso!

Yo llevaba la cabeza llena de cavilaciones deesta índole cuando desde la habitación de laabuela subía por la escalera principal a mi cu-chitril, en el último piso. Todo ello me preocu-paba hondamente. Aunque ya antes había po-dido vislumbrar los hilos principales, los másgruesos, que enlazaban a los actores, lo ciertoera, sin embargo, que no conocía todas las tra-zas y secretos del juego. Polina nunca se habíasincerado plenamente conmigo. Aunque eracierto que de cuando en cuando, como a rega-ñadientes, me descubría su corazón, yo habíanotado que con frecuencia, mejor dicho, casisiempre después de tales confidencias, se bur-laba de lo dicho, o lo tergiversaba y le daba depropósito un tono de embuste. ¡Ah, ocultabamuchas cosas! En todo caso, yo presentía que seacercaba el fin de esta situación misteriosa ytirante. Una conmoción más y todo quedaríaconcluido y al descubierto. En cuanto a mí, im-

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plicado también en todo ello, apenas me pre-ocupaba de lo que podía pasar. Era raro miestado de ánimo: en el bolsillo tenía en totalveinte federicos de oro; me hallaba en tierraextraña, lejos de la propia, sin trabajo y sin me-dios de subsistencia, sin esperanza, sin posibi-lidades, y, sin embargo, no me sentía inquieto.Si no hubiera sido por Polina, me hubiera en-tregado sin más al interés cómico en el próximodesenlace y me hubiera reído a mandíbula ba-tiente. Pero Polina me inquietaba; presentía quesu suerte iba a decidirse, pero confieso que noera su suerte lo que me traía de cabeza. Yoquería penetrar en sus secretos. Yo deseaba queviniera a mí y me dijera: «Te quiero»; pero sieso no podía ser, si era una locura inconcebible,entonces... ¿qué cabía desear? ¿Acaso sabía yomismo lo que quería? Me sentía despistado;sólo ambicionaba estar junto a ella, en su aureo-la, en su nimbo, siempre, toda la vida, eterna-mente. Fuera de eso no sabía nada. ¿Y acasopodía apartarme de ella?

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En el tercer piso, en el corredor de ellos, sentíalgo así como un empujón. Me volví y a veintepasos o más de mí vi a Polina que salía de suhabitación. Se diría que me había estado espe-rando y al momento me hizo seña de que meacercara.

-Polina Aleks...-¡Más bajo! -me advirtió.-Figúrese -murmuré-, acabo de sentir como

un empellón en el costado. Miro a mi alrededory ahí estaba usted. Es como si usted exhalaraalgo así como un fluido eléctrico.

-Tome esta carta -dijo Polina pensativa y ce-ñuda, probablemente sin haber oído lo que lehabía dicho- y en seguida entréguesela en pro-pia mano a mister Astley. Cuanto antes, se loruego. No hace falta contestación. Él mismo...

No terminó la frase.~¿A mister Astley? -pregunté con asombro.

Pero Polina ya había cerrado la puerta.

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-¡Hola, conque cartitas tenemos! -Fui, por su-puesto, corriendo a buscar a mister Astley,primero en su hotel, donde no lo hallé, luego enel Casino, donde recorrí todas las salas, y, porúltimo, camino ya de casa, irritado, desespera-do, tropecé con él inopinadamente. Iba a caba-llo, formando parte de una cabalgata de ingle-ses de ambos sexos. Le hice una seña, se detuvoy le entregué la carta. No tuvimos tiempo nipara mirarnos; pero sospecho que mister As-tley, adrede, espoleó en seguida a su montura.

¿Me atormentaban los celos? En todo caso,me sentía deshecho de ánimo. Ni siquiera de-seaba averiguar sobre qué se escribían. ¡Conque él era su confidente! «Amigo, lo que se diceamigo -pensaba yo-, está claro que lo es (pero¿cuándo ha tenido tiempo para llegar a serlo?);ahora bien, ¿hay aquí amor? Claro que no» -mesusurraba el sentido común. Pero el sentidocomún, por sí solo, no basta en tales circunstan-cias. De todos modos, también esto quedaba

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por aclarar. El asunto se complicaba de mododesagradable.

Apenas entré en el hotel cuando el conserje yel Oberkellner, que salía de su habitación, mehicieron saber que se preguntaba por mí, que seme andaba buscando y que se había mandadotres veces a averiguar dónde estaba; y me pi-dieron que me presentara cuanto antes en lahabitación del general. Yo estaba de pésimohumor. En el gabinete del general se encontra-ban, además de éste, Des Grieux y mademoise-lle Blanche, sola, sin la madre. Estaba claro quela madre era postiza, utilizada sólo para cubrirlas apariencias; pero cuando era cosa de bregarcon un asunto de verdad, entonces mademoise-lle Blanche se las arreglaba sola. Sin contar quela madre apenas sabía nada de los negocios desu supuesta hija.

Los tres estaban discutiendo acaloradamentede algo, y hasta la puerta del gabinete estabacerrada, lo cual nunca había ocurrido antes.Cuando me acerqué a la puerta oí voces des-

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templadas -las palabras insolentes y mordacesde Des Grieux, los gritos descarados, abusivosy furiosos de Blanche y la voz quejumbrosa delgeneral, quien, por lo visto, se estaba discul-pando de algo-. Al entrar yo, los tres parecieronserenarse y dominarse. Des Grieux se alisó loscabellos y de su rostro airado sacó una sonrisa,esa sonrisa francesa repugnante, oficialmentecortés, que tanto detesto. El acongojado y de-caído general tomó un aire digno, aunque untanto maquinalmente. Sólo mademoiselle Blan-che mantuvo inalterada su fisonomía, que chis-peaba de cólera. Calló, fijando en mí su miradacon impaciente expectación. Debo apuntar quehasta entonces me había tratado con la másabsoluta indiferencia, sin contestar siquiera amis saludos, como si no se percatara de mi pre-sencia.

-Aleksei Ivanovich -dijo el general en un tonode suave reconvención-, permita que le indiqueque es extraño, sumamente extraño, que..., en

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una palabra, su conducta conmigo y con mifamilia..., en una palabra, sumamente extraño...

-Eh! ce n'est pas ça! -interrumpió Des Grieuxirritado y desdeñosamente. (Estaba claro queera él quien llevaba la voz cantante)-. Mon chermonsieur, notre cher général se trompe, al adoptarese tono -continuaré sus comentarios en ruso-,pero él quería decirle... es decir, advertirle, o,mejor dicho, rogarle encarecidamente que no learruine (eso, que no le arruine). Uso de propó-sito esa expresión...

-¿Pero qué puedo yo hacer? ¿Qué puedo?-interrumpí.

-Perdone, usted se propone ser el guía (¿ocómo llamarlo?) de esa vieja, cette pauvre terriblevieille -el propio Des Grieux perdía el hilo-, peroes que va a perder; perderá hasta la camisa.¡Usted mismo vio cómo juega, usted mismo fuetestigo de ello! Si empieza a perder no se apar-tará de la mesa, por terquedad, por porfía, yseguirá jugando y jugando, y en tales circuns-

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tancias nunca se recobra lo perdido, y enton-ces... entonces...

-¡Y entonces -corroboró el general-, entoncesarruinará usted a toda la familia! A mí y a mifamilia, que somos sus herederos, porque notiene parientes más allegados. Le diré a ustedcon franqueza que mis asuntos van mal, rema-tadamente mal. Usted mismo sabe algo deello... Si ella pierde una suma considerable o¿quién sabe? toda su hacienda (¡Dios no loquiera! ), ¿qué será entonces de ellos, de mishijos? (el general volvió los ojos a Des Grieux),¿qué será de mi? (Miró a mademoiselle Blancheque con desprecio le volvió la espalda.) ¡AlekseiIvanovich, sálvenos usted, sálvenos!

-Pero dígame, general, ¿cómo puedo yo,cómo puedo ... ? ¿Qué papel hago yo en esto?

-¡Niéguese, niéguese a ir con ella! ¡Déjela!-¡Encontrará a otro! -exclamé.-Ce n’est pas la, ce n’est pas ça -atajó de nuevo

Des Grieux-, que diable! No, no la abandone,

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pero al menos amonéstela, trate de persuadirla,apártela del juego... y, como último recurso, nola deje perder demasiado, distráigala de algúnmodo.

-¿Y cómo voy a hacer eso? Si usted mismo seocupase de eso, monsieur Des Grieux...-agregué con la mayor inocencia.

En ese momento noté una mirada rápida, ar-diente e inquisitiva que mademoiselle Blanchedirigió a Des Grieux. Por la cara de éste pasófugazmente algo peculiar, algo revelador queno pudo reprimir.

-¡Ahí está la cosa; que por ahora no me acep-tará! -exclamó Des Grieux gesticulando con lamano-. Si por acaso... más tarde...

Des Grieux lanzó una mirada rápida y signi-ficativa a mademoiselle Blanche.

-O mon cher monsieur Alexis, soyez si bon -lapropia mademoiselle Blanche dio un paso haciamí sonriendo encantadoramente, me cogió am-bas manos y me las apretó con fuerza. ¡Qué

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demonio! Ese rostro diabólico sabía transfigu-rarse en un segundo. ¡En ese momento tomó unaspecto tan suplicante, tan atrayente, se sonreíade manera tan candorosa y aun tan pícara! Alterminar la frase me hizo un guiño disimulado,a hurtadillas de los demás; se diría que queríarematarme allí mismo. Y no salió del todo mal,sólo que todo ello era grosero y, por añadidura,horrible.

Tras ella vino trotando el general, así como lodigo, trotando.

-Aleksei Ivanovich, perdóneme por haberempezado a decirle hace un momento lo que deningún modo me proponía decirle... Le ruego,le imploro, se lo pido a la rusa, inclinándomeante usted... ¡Usted y sólo usted puede salvar-nos! Mlle. Blanche y yo se lo rogamos... ¿Ustedme comprende, no es verdad que me compren-de? -imploró, señalándome con los ojos a ma-demoiselle Blanche. Daba lástima.

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En ese instante se oyeron tres golpes leves yrespetuosos en la puerta. Abrieron. Había lla-mado el camarero de servicio. Unos pasosdetrás de él estaba Potapych. Venían de partede la abuela, quien los había mandado a bus-carme y llevarme a ella en seguida. Estaba «en-fadada», aclaró Potapych.

-¡Pero si son sólo las tres y media!-La señora no ha podido dormir; no hacía

más que dar vueltas; y de pronto se le-vantó,,pidió la silla y mandó a buscarle a usted.Ya está en el pórtico del hotel.

~Quelle mégére! -exclamó Des Grieux.En efecto, encontré a la abuela en el pórtico,

consumida de impaciencia porque yo no estabaallí. No había podido aguantar hasta las cuatro.

-¡Hala, levantadme! -chilló, y de nuevo nospusimos en camino hacia la ruleta.

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Capítulo 12

La abuela estaba de humor impaciente e irri-table; era evidente que la ruleta le había causa-do honda impresión. Estaba inatenta para todolo demás, y en general, muy distraída; duranteel camino, por ejemplo, no hizo una sola pre-gunta como las que había hecho antes. Viendoun magnífico carruaje que pasó junto a noso-tros como una exhalación apenas levantó lamano y preguntó: «¿Qué es eso? ¿De quién?»,pero sin atender por lo visto a mi respuesta. Suensimismamiento se veía interrumpido de con-tinuo por gestos y estremecimientos abruptos eimpacientes. Cuando ya cerca del Casino lemostré desde lejos al barón y a la baronesa deBurmerhelm, los miró abstraída y dijo concompleta indiferencia: «¡Ah!». Se volvió depronto a Potapych y Marfa, que venían detrás,y les dijo secamente:

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-Vamos a ver, ¿por qué me venís siguiendo?¡No voy a traeros todas las veces! ¡Idos a casa!Contigo me basta -añadió dirigiéndose a mícuando los otros se apresuraron a despedirse yvolvieron sobre sus pasos.

En el Casino ya esperaban a la abuela. Almomento le hicieron sitio en el mismo lugar deantes, junto al crupier. Se me antoja que estoscrupieres, siempre tan finos y tan empeñados enno parecer sino empleados ordinarios a quienesles da igual que la banca gane o pierda, no sonen realidad indiferentes a que la banca pierda, ypor supuesto reciben instrucciones para atraerjugadores y aumentar los beneficios oficiales; aeste fin reciben sin duda premios y gratificacio-nes. Sea como fuere, miraban ya a la abuelacomo víctima. Acabó por suceder lo que venía-mos temiendo.

He aquí cómo pasó la cosa.La abuela se lanzó sin más sobre el zéro y me

mandó apostar a él doce federicos de oro. Se

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hicieron una, dos, tres posturas... y el zéro nosalió. « ¡Haz la puesta, hazla! »-decía la abueladándome codazos de impaciencia. Yo obedecí.

-¿Cuántas puestas has hecho? -preguntó, re-chinando los dientes de ansiedad.

-Doce, abuela. He apostado ciento cuarenta ycuatro federicos de oro. Le digo a usted quequizá hasta la noche...

-¡Cállate! -me interrumpió-. Apuesta al zéro ypon al mismo tiempo mil gulden al rojo. Aquítienes el billete.

Salió el rojo, pero esta vez falló el zéro; le en-tregaron mil gulden.

-¿Ves, ves? -murmuró la abuela-. Nos handevuelto casi todo lo apostado. Apuesta denuevo al zéro; apostaremos diez veces más a ély entonces lo dejamos.

Pero a la quinta vez la abuela acabó por can-sarse.

-¡Manda ese zéro asqueroso a la porra! ¡Ahorapon esos cuatro mil gulden al rojo! -ordenó.

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-¡Abuela, eso es mucho! ¿Y qué, si no sale elrojo? -le dije en tono de súplica; pero la abuelacasi me molió a golpes. (En efecto, me dabatales codazos que parecía que se estaba pelean-do conmigo.) No había nada que hacer. Apostéal rojo los cuatro mil gulden que ganamos esamañana. Giró la rueda. La abuela, tranquila yorgullosa, se enderezó en su silla sin dudar deque ganaría irremisiblemente.

-Zéro -anunció el crupier.Al principio la abuela no comprendió; pero

cuando vio que el crupier recogía sus cuatromil gulden junto con todo lo demás que habíaen la mesa, y se dio cuenta de que el zéro, queno había salido en tanto tiempo y al que hab-íamos apostado en vano casi doscientos federi-cos de oro, había salido como de propósito tanpronto como ella lo había insultado y abando-nado,, dio un suspiro y extendió los brazos congesto que abarcaba toda la sala. En torno suyorompieron a reír.

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-¡Por vida de ... ! ¡Conque ha asomado esemaldito! -aulló la abuela-. ¡Pero se habrá vistoqué condenado! ¡Tú tienes la culpa! ¡Tú! -y seechó sobre mí con saña, empujándome-. ¡Tú melo quitaste de la cabeza!

-Abuela, yo le dije lo que dicta el sentidocomún. ¿Acaso puedo yo responder de las pro-babilidades?

-¡Ya te daré yo probabilidades! -murmuró entono amenazador-. ¡Vete de aquí!

-Adiós, abuela -y me volví para marcharme.-¡Aleksei Ivanovich, Aleksei Ivanovich, qué-

date! ¿Adónde vas? ¿Pero qué tienes? ¿Enfada-do, eh? ¡Tonto! ¡Quédate, quédate, no te sulfu-res! La tonta soy yo. Pero dime, ¿qué hacemosahora?

-Abuela, no me atrevo a aconsejarla porqueme echará usted la culpa. Juegue sola. Usteddecide qué puesta hay que hacer y yo la hago.

- ¡Bueno, bueno! Pon otros cuatro mil guldenal rojo. Aquí tienes el monedero. Tómalos.

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-Sacó del bolso el monedero y me lo dio-. ¡Hala,tómalos! Ahí hay veinte mil rublos en dinerocontante.

-Abuela -dije en voz baja-, una suma tanenorme...

-Que me muera si no gano todo lo perdido...¡Apuesta! -Apostamos y perdimos.

-¡Apuesta, apuesta los ocho mil!-¡No se puede, abuela, el máximo son cuatro

mil!...-¡Pues pon cuatro!Esta vez ganamos. La abuela se animó. «¿Ves,

ves? -dijo dándome con el codo-. ¡Pon cuatrootra vez!»

Apostamos y perdimos; luego perdimos dosveces más.

-Abuela, hemos perdido los doce mil -le indi-qué.

-Ya veo que los hemos perdido -dijo ella contono de furia tranquila, si así cabe decirlo-; lo

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veo, amigo, lo veo -murmuró mirando ante sí,inmóvil y como cavilando algo-. ¡Ay, que memuero si no ... ! ¡Pon otros cuatro mil gulden!

-No queda dinero, abuela. En la cartera hayunos certificados rusos del cinco por ciento yalgunas libranzas, pero no hay dinero.

-¿Y en el bolso?-Calderilla, abuela.-¿Hay aquí agencias de cambio? Me dijeron

que podría cambiar todo nuestro papel -preguntó la abuela sin pararse en barras.

- ¡Oh, todo el que usted quiera! Pero de lo queperdería usted en el cambio se asustaría unjudío.

-¡Tontería! Voy a ganar todo lo perdido.Llévame. ¡Llama a esos gandules!

Aparté la silla, aparecieron los cargadores ysalimos del Casino. «¡De prisa, de prisa, de pri-sa!» -ordenó la abuela-. Enseña el camino,Aleksei Ivanovich, y llévame por el más corto...¿Queda lejos?

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-Está a dos pasos, abuela.Pero en la glorieta, a la entrada de la avenida,

salió a nuestro encuentro toda nuestra pandilla:el general, Des Grieux y mlle. Blanche con sumadre. Polina Aleksandrovna no estaba conellos, ni tampoco mister Astley.

-¡Bueno, bueno, bueno! ¡No hay que detener-se! -gritó la abuela-. Pero ¿qué queréis? ¡Notengo tiempo que perder con vosotros ahora!

Yo iba detrás. Des Grieux se me acercó.-Ha perdido todo lo que había ganado antes,

y encima doce mil gulden de su propio dinero.Ahora vamos a cambiar unos certificados delcinco por ciento -le dije rápidamente por lobajo.

Des Grieux dio una patada en el suelo y co-rrió a informar al general. Nosotros continua-mos nuestro camino con la abuela.

-¡Deténgala, deténgala! -me susurró el generalcon frenesí.

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-¡A ver quién es el guapo que la detiene! -lecontesté también con un susurro.

-¡Tía! -dijo el general acercándose-, tía... ca-sualmente ahora mismo... ahora mismo... -letemblaba la voz y se le quebraba- íbamos a al-quilar caballos para ir de excursión al campo...Una vista espléndida... una cúspide... veníamosa invitarla a usted.

-¡Quítate allá con tu cúspide! -le dijo con eno-jo la abuela, indicándole con un gesto que seapartara.

-Allí hay árboles... tomaremos el té...-prosiguió el general, presa de la mayor deses-peración.

-Nous boirons du lait, sur l'herbe fraîche -agregóDes Grieux con vivacidad brutal.

Du laít, de I'herbe fraiche -esto es lo que unburgués de París considera como lo más idílico;en esto consiste, como es sabido, su visión de«la nature et la vérité».

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-¡Y tú también, quítate allá con tu leche!¡Bébetela tú mismo, que a mí me da dolor devientre. ¿Y por qué me importunáis? -gritó laabuela-. He dicho que no tengo tiempo queperder.

-¡Hemos llegado, abuela! -dije-. Es aquí.Llegamos a la casa donde estaba la agencia de

cambio. Entré a cambiar y la abuela se quedó ala puerta. Des Grieux, el general y mademoise-lle Blanche se mantuvieron apartados sin saberqué hacer. La abuela les miró con ira y ellostomaron el camino del Casino.

Me propusieron una tarifa de cambio tanatroz que no me decidí a aceptarla y salí a pedirinstrucciones a la abuela.

-¡Qué ladrones! -exclamó levantando los bra-zos-. ¡En fin, no hay nada que hacer! ¡Cambia! -gritó con resolución-. Espera, dile al cambistaque venga aquí.

-¿Uno cualquiera de los empleados, abuela?-Cualquiera, dalo mismo. ¡Qué ladrones!

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El empleado consintió en salir cuando supoque quien lo llamaba era una condesa anciana eimpedida que no podía andar. La abuela, muyenojada, le reprochó largo rato y en voz alta porlo que consideraba una estafa y estuvo regate-ando con él en una mezcla de ruso, francés yalemán, a cuya traducción ayudaba yo. El em-pleado nos miraba gravemente, sacudiendo ensilencio la cabeza. A la abuela la observaba conuna curiosidad tan intensa que rayaba en des-cortesía. Por último, empezó a sonreírse.

-¡Bueno, andando! -exclamó la abuela-. ¡Ojaláse le atragante mi dinero! Que te lo cambieAleksei Ivanovich; no hay tiempo que perder, yademás habría que ir a otro sitio...

-El empleado dice que otros darán menos.No recuerdo con exactitud la tarifa que fija-

ron, pero era horrible. Me dieron un total dedoce mil florines en oro y billetes. Tomé el pa-quete y se lo llevé a la abuela.

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-Bueno, bueno, no hay tiempo para contarlo-gesticuló con los brazos-, ¡de prisa, de prisa, deprisa! Nunca más volveré a apostar a ese con-denado zéro; ni al rojo tampoco -dijo cuandollegábamos al Casino.

Esta vez hice todo lo posible para que aposta-ra cantidades más pequeñas, para persuadirlade que cuando cambiara la suerte habría tiem-po de apostar una cantidad considerable. Peroestaba tan impaciente que, si bien accedió alprincipio, fue del todo imposible refrenarla a lahora de jugar. No bien empezó a ganar postu-ras de diez o veinte federicos de oro, se puso adarme con el codo:

-¡Bueno, ya ves, ya ves! Hemos ganado. Si enlugar de diez hubiéramos apostado cuatro mil,habríamos ganado cuatro mil. ¿Y ahora qué?¡Tú tienes la culpa, tú solo!

Y aunque irritado por su manera de jugar,decidí por fin callarme y no darle más consejos.

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De pronto se acercó Des Grieux. Los tres es-taban allí al lado. Yo había notado que made-moiselle Blanche se hallaba un poco aparte consu madre y que coqueteaba con el príncipe. Elgeneral estaba claramente en desgracia, casipostergado. Blanche ni siquiera le miraba, aun-que él revoloteaba en torno a ella a más y me-jor. ¡Pobre general! Empalidecía, enrojecía,temblaba y hasta apartaba los ojos del juego dela abuela. Blanche y el principito se fueron porfin y el general salió corriendo tras ellos.

-Madame, madame -murmuró Des Grieux convoz melosa, casi pegándose al oído de la abue-la-. Madame, esa apuesta no resultará... no, no,no es posible... -dijo chapurreando el ruso-, ¡no!

-Bueno, ¿cómo entonces? ¡Vamos, enséñeme!-contestó la abuela, volviéndose a él. De prontoDes Grieux se puso a parlotear rápidamente enfrancés, a dar consejos, a agitarse; dijo que erapreciso anticipar las probabilidades, empezó acitar cifras... la abuela no entendía nada. Él sevolvía continuamente a mí para que tradujera;

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apuntaba a la mesa y señalaba algo con el dedo;por último, cogió un lápiz y se dispuso a apun-tar unos números en un papel. La abuela acabópor perder la paciencia.

-¡Vamos, fuera, fuera! ¡No dices más que ton-terías! «Madame, madame» y ni él mismo entien-de jota de esto. ¡Fuera!

-Mais, madame -murmuró Des Grieux, empe-zando de nuevo a empujar y apuntar con eldedo.

-Bien, haz una puesta como dice -me ordenóla abuela-. Vamos a ver: quizá salga en efecto.

Des Grieux quería disuadirla de hacer postu-ras grandes. Sugería que se apostase a dosnúmeros, uno a uno o en grupos. Siguiendo susindicaciones puse un federico de oro en cadauno de los doce primeros números impares,cinco federicos de oro en los números del doceal dieciocho y cuatro del dieciocho al veinticua-tro. En total aposté dieciséis federicos de oro.

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Giró la rueda. «Zéro» -gritó el banquero. Loperdimos todo.

-¡Valiente majadero! -exclamó la abuela diri-giéndose a Des Grieux-. ¡Vaya franchute asque-roso! ¡Y el monstruo se las da de consejero!¡Fuera, fuera! ¡No entiende jota y se mete don-de no le llaman!

Des Grieux, terriblemente ofendido, se enco-gió de hombros, miró despreciativamente a laabuela y se fue. A él mismo le daba vergüenzade haberse entrometido, pero no había podidocontenerse.

Al cabo de una hora, a pesar de nuestros es-fuerzos, lo perdimos todo.

~¡A casa! -gritó la abuela.No dijo palabra hasta llegar a la avenida. En

ella, y cuando ya llegábamos al hotel, prorrum-pió en exclamaciones:

-¡Qué imbécil! ¡Qué mentecata! ¡Eres una vie-ja, una vieja idiota!

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No bien llegamos a sus habitaciones gritó: «¡Que me traigan té, y a prepararse en seguida,que nos vamos!».

-¿Adónde piensa ir la señora? -se aventuró apreguntar Marfa.

-¿Y a ti qué te importa? Cada mochuelo a suolivo. Potapych, prepáralo todo, todo el equipa-je. ¡Nos volvemos a Moscú! He despilfarradoquince mil rublos.

-¡Quince mil, señora! ¡Dios mío! -exclamó Po-tapych, levantando los brazos con gesto con-movedor, tratando probablemente de ayudaren algo.

-¡Bueno, bueno, tonto! ¡Ya ha empezado a llo-riquear! ¡Silencio! ¡Prepara las cosas! ¡La cuenta,pronto, hala!

-El próximo tren sale a las nueve y media,abuela -indiqué yo para poner fin a su arrebato.

-¿Y qué hora es ahora?-Las siete y media.

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-¡Qué fastidio! En fin, es igual. Aleksei Ivano-vich, no me queda un kopek. Aquí tienes estosdos billetes. Ve corriendo al mismo sitio ycámbialos también. De lo contrario no habrácon qué pagar el viaje.

Salí a cambiarlos. Cuando volví al hotel me-dia hora después encontré a toda la pandilla enla habitación de la abuela. La noticia de queésta salía inmediatamente para Moscú parecióinquietarles aún más que la de las pérdidas dejuego que había sufrido. Pongamos, sí, que sufortuna se salvaba con ese regreso, pero ¿quéiba a ser ahora del general? ¿Quién iba a pagara Des Grieux? Por supuesto, mademoiselleBlanche no esperaría hasta que muriera laabuela y escurriría el bulto con el príncipe o conotro cualquiera. Se hallaban todos ante la an-ciana, consolándola y tratando de persuadirla.Tampoco esta vez estaba Polina presente. Laabuela les increpaba con furia.

-¡Dejadme en paz, demonios! ¿A vosotros quéos importa? ¿Qué quiere conmigo ese barba de

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chivo? -gritó a Des Grieux-. ¿Y tú, pájara, quénecesitas? -dijo dirigiéndose a mademoiselleBlanche-. ¿A qué viene ese mariposeo?

-¡Diantre! -murmuré mademoiselle Blanchecon los ojos brillantes de rabia; pero de prontolanzó una carcajada y se marchó.

-Elle vivra cent ans! -le gritó al general desde lapuerta.

-¡Ah!, ¿conque contabas con mi muerte?-aulló la abuela al general-. ¡Fuera de aquí!¡Échalos a todos, Aleksei Ivanovich! ¿A ellosqué les importa? ¡Me he jugado lo mío, no lovuestro!

El general se encogió de hombros, se inclinó ysalió. Des Grieux se fue tras él.

-Llama a Praskovya -ordenó la abuela a Mar-fa.

Cinco minutos después Marfa volvió con Po-lina. Durante todo este tiempo Polina habíapermanecido en su cuarto con los niños y, al

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parecer, había resuelto no salir de él en todo eldía. Su rostro estaba grave, triste y preocupado.

-Praskovya -comenzó diciendo la abuela-, ¿escierto lo que he oído indirectamente, que eseimbécil de padrastro tuyo quiere casarse conesa gabacha frívola? ¿Es actriz, no? ¿O algopeor todavía? Dime, ¿es verdad?

-No sé nada de ello con certeza, abuela-respondió Colina-, pero, a juzgar por lo quedice la propia mademoiselle Blanche, que noestima necesario ocultar nada, saco la impre-sión...

-¡Basta! -interrumpió la abuela con energía-.Lo comprendo todo. Siempre he pensado que lesucedería algo así, y siempre le he tenido porhombre superficial y liviano. Está muy pagadode su generalato (al que le ascendieron de co-ronel cuando pasó al retiro) y no hace más quepavonearse. Yo, querida, lo sé todo; cómo en-viasteis un telegrama tras otro a Moscú pregun-tando «si la vieja estiraría pronto la pata». Es-

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peraban la herencia; porque a él, sin dinero, esamujerzuela, ¿cómo se llama, de Cominges? nole aceptaría ni como lacayo, mayormente cuan-do tiene dientes postizos. Dicen que ella tieneun montón de dinero que da a usura y que haamasado una fortuna. A ti, Praskovya, no teculpo; no fuiste tú la que mandó los telegramas;y de lo pasado tampoco quiero acordarme. Séque tienes un humorcillo ruin, ¡una avispa! quepicas hasta levantar verdugones, pero te tengolástima porque quería a tu madre Katerina, queen paz descanse. Bueno, ¿te animas? Deja todoesto de aquí y vente conmigo. En realidad notienes donde meterte; y ahora es indecorosoque estés con ellos. ¡Espera -interrumpió laabuela cuando Polina iba a contestar-, que nohe acabado todavía! No te exigiré nada. Tengocasa en Moscú, como sabes, un palacio dondepuedes ocupar un piso entero y no venir averme durante semanas y semanas si no te gus-ta mi genio. ¿Qué, quieres o no?

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-Permita que le pregunte primero si de verasquiere usted irse en seguida.

-¿Es que estoy bromeando, niña? He dichoque me voy y me voy. Hoy he despilfarradoquince mil rublos en vuestra condenada ruleta.Hace cinco años hice la promesa de reedificaren piedra, en las afueras de Moscú, una iglesiade madera, y en lugar de eso me he jugado eldinero aquí. Ahora nina, me voy a construir esaiglesia.

-¿Y las aguas, abuela? Porque, al fin y al cabo,vino usted a beberlas.

-¡Quítate allá con tus aguas! No me irrites,Praskovya. Lo haces adrede, ¿no es verdad?Dime, ¿te vienes o no?

-Le agradezco mucho, pero mucho, abuela-dijo Polina emocionada-, el refugio que meofrece. En parte ha adivinado mi situación. Leestoy tan agradecida que, créame, iré a reunir-me con usted y quizá pronto; pero ahora demomento hay motivos... importantes... y no

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puedo decidirme en este instante mismo. Si sequedara usted un par de semanas más...

-Lo que significa que no quieres,-Lo que significa que no puedo. En todo caso,

además, no puedo dejar a mi hermano y mihermana, y como... como... como efectivamentepuede ocurrir que queden abandonados, pues... ; si nos recoge usted a los pequeños y a mí,abuela, entonces sí, por supuesto, iré a reunir-me con usted, ¡y créame que haré merecimien-tos para ello! -añadió con ardor-; pero sin losniños no puedo.

-Bueno, no gimotees (Polina no pensaba engimotear y no lloraba nunca); ya encontraremostambién sitio para esos polluelos: un gallinerogrande. Además, ya es hora de que estén en laescuela. ¿De modo que no te vienes ahora?Bueno, mira, Praskovya, te deseo buena suerte,pues sé por qué no te vienes. Lo sé todo, Pras-kovya. Ese franchute no procurará tu bien.

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Polina enrojeció. Yo por mi parte me sobre-salté. (¡Todos lo saben! ¡Yo soy, pues, el únicoque no sabe nada!).

-Vaya, vaya, no frunzas el entrecejo. No voy acotillear. Ahora bien, ten cuidado de que noocurra nada malo, ¿entiendes? Eres una chicalista; me daría lástima de ti. Bueno, basta. Máshubiera valido no haberos visto a ninguno devosotros. ¡Anda, vete! ¡Adiós!

-Abuela, la acompañaré a usted -dijo Polina.-No es preciso, déjame en paz; todos vosotros

me fastidiáis.Polina besó la mano a la abuela, pero ésta re-

tiró la mano y besó a Polina en la mejilla.Al pasar junto a mí,- Polina me lanzó una

rápida ojeada y en seguida apartó los ojos.-Bueno, adiós a ti también, Aleksei Ivanovich.

Sólo falta una hora para la salida del tren. Pien-so que te habrás cansado de mi compañía. Va-mos, toma estos cincuenta federicos de oro.

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-Muy agradecido, abuela, pero me da ver-güenza...

-¡Vamos, vamos! -gritó la abuela, pero en to-no tan enérgico y amenazador que no me atrevía objetar y tomé el dinero.

-En Moscú, cuando andes sin colocación, vena verme. Te recomendaré a alguien. ¡Ahora,fuera de aquí!

Fui a mi habitación y me eché en la cama.Creo que pasé media hora boca arriba, con lasmanos cruzadas bajo la cabeza. Se había produ-cido ya la catástrofe y había en qué pensar. De-cidí hablar en serio con Polina al día siguiente.¡Ah, el franchute! ¡Así, pues, era verdad! ¿Peroqué podía haber en ello? ¿Polina y Des Grieux?¡Dios, qué pareja!

Todo ello era sencillamente increíble. Depronto di un salto y salí como loco en busca demíster Astley para hacerle hablar fuera comofuera. Por supuesto que de todo ello sabía más

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que yo. ¿Míster Astley? ¡He ahí otro misteriopara mí!

Pero de repente alguien llamó a mi puerta.Miré y era Potapych.

-Aleksei Ivanovich, la señora pide que vayausted a verla.

-¿Qué pasa? ¿Se va, no? Faltan todavía veinteminutos para la salida del tren.

-Está intranquila; no puede estarse quieta.«¡De prisa, de prisa! », es decir, que viniera abuscarle a usted. Por Dios santo, no se retrase.

Bajé corriendo al momento. Sacaban ya a laabuela al pasillo. Tenía el bolso en la mano.

-Aleksei Ivanovich, ve tú delante, ¡andando!-¿Adónde, abuela?-¡Que me muera si no gano lo perdido! ¡Va-

mos, en marcha, y nada de preguntas! ¿Allí sejuega hasta medianoche?

Me quedé estupefacto, pensé un momento, yen seguida tomé una decisión.

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-Haga lo que le plazca, Antonida Vasilyevna,pero yo no voy.

-¿Y eso por qué? ¿Qué hay de nuevo ahora?¿Qué mosca os ha picado?

-Haga lo que guste, pero después yo mismome reprocharía, y no quiero hacerlo. No quieroser ni testigo ni participante. ¡No me eche ustedesa carga encima, Antonida Vasilyevna! Aquítiene sus cincuenta federicos de oro. ¡Adiós! –yponiendo el paquete con el dinero en la mesitajunto a la silla de la abuela, saludé y me fui.

-¡Valiente tontería! -exclamó la abuela trasmí-; pues no vayas, que quizá yo misma en-cuentre el camino. ¡Potapych, ven conmigo! ¡Aver, levantadme y andando!

No hallé a míster Astley y volví a casa. Mástarde, a la una de la madrugada, supe por Po-tapych cómo acabó el día de la abuela. Perdiótodo lo que poco antes yo le había cambiado, esdecir, diez mil rublos más en moneda rusa. Enel casino se pegó a sus faldas el mismo polaqui-

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llo a quien antes había dado dos federicos deoro, y quien estuvo continuamente dirigiendosu juego. Al principio, hasta que se presentó elpolaco, mandó hacer las posturas a Potapych,pero pronto lo despidió; y fue entonces cuandoasomó el polaco. Para mayor desdicha, ésteentendía el ruso e incluso chapurreaba unamezcla de tres idiomas, de modo que hastacierto punto se entendían. La abuela no parabade insultarle sin piedad, aunque él decía decontinuo que «se ponía a los pies de la señora».

-Pero ¿cómo compararle con usted, AlekseiIvanovich? -decía Potapych-. A usted la señorale trataba exactamente como a un caballero, mien-tras que ése -mire, lo vi con mis propios ojos,que me quede en el sitio si miento- estuvorobándole lo que estaba allí mismo en la mesa;ella misma le cogió con las manos en la masados veces. Le puso como un trapo, con todas laspalabras habidas y por haber, y hasta le tiró delpelo una vez, así como lo oye usted, que nomiento, y todo el mundo alrededor se echó a

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reír. Lo perdió todo, señor, todo lo que tenía,todo lo que usted había cambiado. Trajimosaquí a la señora, pidió de beber sólo un poco deagua, se santiguó, y a su camita. Estaba rendi-da, claro, y se durmió en un tris. ¡Que Dios lehaya mandado sueños de ángel! ¡Ay, estas tie-rras de extranjis! -concluyó Potapych-. ¡Ya decíayo que traerían mala suerte! ¡Cómo me gustaríaestar en nuestro Moscú cuanto antes! ¡Y como sino tuviéramos una casa en Moscú! Jardín, floresde las que aquí no hay, aromas, las manzanasmadurándose, mucho sitio... ¡Pues nada: queteníamos que ir al extranjero! ¡Ay, ay, ay!

Capítulo 13

Ha pasado ya casi un mes desde que toquépor última vez estos apuntes míos que comencébajo el efecto de impresiones tan fuertes comoconfusas. La catástrofe, cuya inminencia pre-

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sentía, se produjo efectivamente, pero cien ve-ces más devastadora e inesperada de lo quehabía pensado. En todo ello había algo extraño,ruin y hasta trágico, por lo menos en lo que amí atañía. Me ocurrieron algunos lances casimilagrosos, o así los he considerado desde en-tonces, aunque bien mirado y, sobre todo, ajuzgar por el remolino de sucesos a que me viarrastrado entonces, quizá ahora quepa decirsolamente que no fueron del todo ordinarios.Para mí, sin embargo, lo más prodigioso fue mipropia actitud ante estas peripecias. ¡Hastaahora no he logrado comprenderme a mí mis-mo! Todo ello pasó flotando como un sueño,incluso mi pasión, que fue pujante y sincera,pero... ¿qué ha sido ahora de ella? Es verdadque de vez en cuando cruza por mi mente lapregunta: «¿No estaba loco entonces? ¿No pasétodo ese tiempo en algún manicomio, dondequizá todavía estoy, hasta tal punto que todoeso me pareció que pasaba y aun ahora sólo meparece que pasó?».

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He recogido mis cuartillas y he vuelto a leer-las (¿quién sabe si las escribí sólo para conven-cerme de que no estaba en una casa de orates?).Ahora me hallo enteramente solo. Llega el oto-ño, amarillean las hojas. Estoy en este tristepoblacho (¡oh, qué tristes son los poblachosalemanes!), y en lugar de pensar en lo que debohacer en adelante, vivo influido por mis recien-tes sensaciones, por mis recuerdos aún frescos,por esa tolvanera aún no lejana que me arre-bató en su giro y de la cual acabé por salir des-pedido. -A veces se me antoja que todavía sigodando vueltas en el torbellino, y que en cual-quier momento la tormenta volverá a cruzarrauda, arrastrándome consigo, que perderé unavez más toda noción de orden, de medida, yque seguiré dando vueltas y vueltas y vueltas...

Pero pudiera echar raíces en algún sitio y de-jar de dar vueltas si, dentro de lo posible, consi-go explicarme cabalmente lo ocurrido este mes.Una vez más me atrae la pluma, amén de que aveces no tengo otra cosa que hacer durante las

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veladas. ¡Cosa rara! Para ocuparme en algo,saco prestadas de la mísera biblioteca de aquílas novelas de Paul de Kock (¡en traducciónalemana!), que casi no puedo aguantar, pero lasleo y me maravillo de mí mismo: es como sitemiera destruir con un libro serio o con cual-quier otra ocupación digna el encanto de lo queacaba de pasar. Se diría que este sueño repulsi-vo, con las impresiones que ha traído consigo,me es tan amable que no permito que nada nue-vo lo roce por temor a que se disipe en humo.¿Me es tan querido todo esto? Sí, sin duda lo es.Quizá lo recordaré todavía dentro de cuarentaaños...

Así, pues, me pongo a escribir. Sin embargo,todo ello se puede contar ahora parcial y bre-vemente: no se puede, en absoluto, decir lomismo de las impresiones...

En primer lugar, acabemos con la abuela. Aldía siguiente perdió todo lo que le quedaba. No

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podía ser de otro modo: cuando una personaasí se aventura una vez por ese camino es igualque si se deslizara en trineo desde lo alto deuna montaña cubierta de nieve: va cada vezmás de prisa. Estuvo jugando todo el día, hastalas ocho de la noche. Yo no presencié el juego ysólo sé lo que he oído contar a otros.

Potapych pasó con ella en el Casino todo eldía. Los polacos que dirigían el juego de laabuela se relevaron varias veces durante la jor-nada. Ella empezó mandando a paseo al polacodel día antes, al que había tirado del pelo, ytomó otro, pero éste resultó casi peor. Cuandodespidió al segundo y volvió a tomar el prime-ro -que no se había marchado sino que durantesu ostracismo había seguido empujando tras lasilla de ella y asomando a cada minuto la cabe-za-, la abuela acabó por desesperarse del todo.El segundo polaco, a quien había despedido,tampoco quería irse por nada del mundo; unose colocó a la derecha de la señora y otro a laizquierda. No paraban de reñir y se insultaban

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con motivo de las puestas y el juego, llamándo-se mutuamente laidak y otras lindezas polacaspor el estilo. Más tarde hicieron las paces, mov-ían el dinero sin orden ni concierto y apostabana la buena de Dios. Cuando se peleaban, cadauno hacía puestas por su cuenta, uno, porejemplo, al rojo y otro al negro. De esta maneraacabaron por marear y sacar de quicio a laabuela, hasta que ésta, casi llorando, rogó alviejo crupier que la protegiera echándoles deallí. En seguida, efectivamente, los expulsaron apesar de sus gritos y protestas; ambos chillabanen coro y perjuraban que la abuela les debíadinero, que los había engañado en algo y quelos había tratado indigna y vergonzosamente.El infeliz Potapych, con lágrimas en los ojos, melo contó todo esa misma noche, después de lapérdida del dinero, y se quejaba de que los po-lacos se llenaban los bolsillos de dinero; decíaque él mismo había visto cómo lo robaban des-caradamente y se lo embolsaban a cada instan-te. Uno de ellos, por ejemplo, le sacaba a la

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abuela cinco federicos de oro por sus serviciosy los ponía junto por junto con las apuestas dela abuela. La abuela ganaba y él exclamaba queera su propia puesta la que había ganado y quela de ella había perdido, Cuando los expulsa-ron, Potapych se adelantó y dijo que llevabanlos bolsillos llenos de oro. Inmediatamente laabuela pidió al crupier que tomara las medidaspertinentes, y aunque los dos polacos se pusie-ron a alborotar como gallos apresados, se pre-sentó la policía y en un dos por tres vaciaronsus bolsillos en provecho de la abuela. Ésta,hasta que lo perdió todo, gozó durante ese díade indudable prestigio entre los crupieres y losempleados del Casino. Poco a poco su fama seextendió por toda la ciudad. Todos los visitan-tes del balneario, de todas las naciones, la genteordinaria lo mismo que la de más campanillas,se apiñaban para ver a une vieille comtesse russe,tombée en enfance, que había perdido ya «algu-nos millones».

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La abuela, sin embargo, no sacó mucho pro-vecho de que la rescataran de los dos polaqui-llos. A reemplazarlos en su servicio surgió untercer polaco, que hablaba el ruso muy correc-tamente. Iba vestido como un gentleman aunqueparecía un lacayo, con enormes bigotes y mu-cha arrogancia. También él besó «los pies de laseñora» y «se puso a los pies de la señora», pe-ro con los circunstantes se mostró altivo y secondujo despóticamente, en suma, que desde elprimer momento se instaló no como sirviente,sino como amo de la abuela. A cada instante,con cada jugada, se volvía a ella y juraba conterribles juramentos que era un «pan honora-ble» y que no tomaría un solo kopek del dinerode la abuela. Repetía estos juramentos tan amenudo que ella acabó por asustarse. Pero co-mo al principio el pan pareció, en efecto, mejo-rar el juego de ella y empezó a ganar, la abuelamisma ya no quiso deshacerse de él. Una horamás tarde los otros dos polaquillos expulsadosdel Casino aparecieron de nuevo tras la silla de

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la abuela, ofreciendo una vez más sus servicios,aunque sólo fuera para hacer mandados. Pota-pych juraba que el «honorable pan» cambiabaguiños con ellos y, por añadidura, les alargabaalgo. Como la abuela no había comido y casi nose había movido de la silla, uno de los polacosquiso, en efecto, serle útil: corrió al comedor delCasino, que estaba allí al lado, y le trajo prime-ro una taza de caldo y después té. En realidad,los dos no hacían más que ir y venir. Al final dela jornada, cuando ya todo el mundo veía quela abuela iba a perder hasta el último billete,había detrás de su silla hasta seis polacos, nun-ca antes vistos u oídos. Cuando la abuela yaperdía sus últimas monedas, no sólo dejaron deescucharla, sino que ni la tomaban en cuenta, sedeslizaban junto a ella para llegar a la mesa,cogían ellos mismos el dinero, tomaban deci-siones, hacían puestas, discutían y gritaban,charlaban con el «honorable pan» como con uncompinche, y el honorable pan casi dejó deacordarse de la existencia de la abuela. Hasta

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cuando ésta, después de perderlo todo, volvía alas ocho de la noche al hotel, había aún tres ocuatro polacos que no se resignaban a dejarla,corriendo en torno a la silla y a ambos lados deella, gritando a voz en cuello y perjurando enun rápido guirigay que la abuela les había en-gañado y debía resarcirles de algún modo. Asíllegaron hasta el mismo hotel, de donde por finlos echaron a empujones.

Según cálculo de Potapych, en ese solo díahabía perdido su señora hasta noventa mil ru-blos, sin contar lo que había perdido la víspera.Todos sus billetes -todas las obligaciones de ladeuda interior al cinco por ciento, todas lasacciones que llevaba encima-, todo ello lo habíaido cambiando sucesivamente. Yo me maravi-llaba de que hubiera podido aguantar esas sieteu ocho horas, sentada en su silla y casi sin apar-tarse de la mesa, pero Potapych me dijo que entres ocasiones empezó a ganar de veras sumasconsiderables, y que, deslumbrada de nuevopor la esperanza, no pudo abandonar el juego.

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Pero bien saben los jugadores que puede unoestar sentado jugando a las cartas casi veinti-cuatro horas sin mirar a su derecha o a su iz-quierda.

En ese mismo día, mientras tanto, ocurrierontambién en nuestro hotel incidentes muy deci-sivos. Antes de las once de la mañana, cuandola abuela estaba todavía en casa, nuestra gente,esto es, el general y Des Grieux, habían acorda-do dar el último paso. Habiéndose enterado deque la abuela ya no pensaba en marcharse, sinoque, por el contrario, volvía al Casino, todosellos (salvo Polina) fueron en cónclave a verlapara hablar con ella de manera definitiva y sinrodeos. El general, trepidante y con el alma enun hilo, habida cuenta de las consecuencias tanterribles para él, llegó a sobrepasarse: al cabode media hora de ruegos y súplicas y hasta dehacer confesión general, es decir, de admitir susdeudas y hasta su pasión por mademoiselleBlanche (no daba en absoluto pie con bola), elgeneral adoptó de pronto un tono amenazador

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y hasta se puso a chillar a la abuela y a dar pa-tadas en el suelo. Decía a gritos que deshonrabasu nombre, que había escandalizado a toda laciudad y por último... por último: «¡Deshonrausted el nombre ruso, señora -exclamaba- ypara casos así está la policía! ». La abuela loarrojó por fin de su lado con un bastón (con unbastón de verdad). El general y Des Grieux tu-vieron una o dos consultas más esa mañanasobre si efectivamente era posible recurrir dealgún modo a la policía. He aquí, decían, queuna infeliz, aunque respetable anciana, víctimade la senilidad, se había jugado todo su dinero,etc., etc. En suma, ¿no se podía encontrar unmedio de vigilarla o contenerla?... Pero DesGrieux se limitaba a encogerse de hombros y sereía en las barbas del general, que ya desbarra-ba abiertamente corriendo de un extremo alotro del gabinete. Des Grieux acabó por enco-gerse de hombros y escurrir el bulto. A la nochese supo que había abandonado definitivamenteel hotel, después de haber tenido una conversa-

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ción grave y secreta con mademoiselle Blanche.Mademoiselle Blanche, por su parte, tomó me-didas definitivas a partir de esa misma mañana.Despidió sin más al general y ni siquiera lepermitió que se presentara ante ella. Cuando elgeneral corrió a buscarla en el Casino y la en-contró del brazo del príncipe, ni ella ni madameveuve Cominges le reconocieron. El príncipetampoco le saludó. Todo ese día mademoiselleBlanche estuvo trabajando al príncipe para queéste acabara por declararse (sin ambages). Pero,¡ay!, se equivocó cruelmente en sus cálculos.Esta pequeña catástrofe sucedió también esanoche. De pronto se descubrió que el príncipeera más pobre que Job y que, por añadidura,contaba con pedirle dinero a ella, previa firmade un pagaré, y probar fortuna a la ruleta.Blanche, indignada, le mandó a paseo y se en-cerró en su habitación.

En la mañana de ese mismo día fui a ver amíster Astley, o, mejor dicho, pasé toda la ma-ñana buscando a míster Astley sin poder dar

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con él. No estaba en casa, ni en el Casino, ni enel parque. No comió en su hotel ese día. Eranmás de las cuatro de la tarde cuando tropecécon él; volvía de la estación del ferrocarril alHótel d'Angleterre. Iba de prisa y estaba muypreocupado, aunque era difícil distinguir en surostro preocupación o pesadumbre. Me alargócordialmente la mano con su exclamación habi-tual: «¡Ah!», pero no detuvo el paso y continuósu camino apresuradamente. Emparejé con él,pero se las arregló de tal modo para contestar-me que no tuve tiempo de preguntarle nada.Además, por no sé qué razón, me daba muchí-sima vergüenza hablar de Polina. Él tampocodijo una palabra de ella. Le conté lo de la abue-la, me escuchó atenta y gravemente y se enco-gió de hombros.

-Lo perderá todo -dije.-Oh, sí -respondió-, porque fue a jugar cuan-

do yo salía y después me enteré que lo habíaperdido todo. Si tengo tiempo iré al Casino a

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echar un vistazo porque se trata de un casocurioso...

-¿A dónde ha ido usted? -grité, asombrado deno haber preguntado antes.

-He estado en Francfort.-¿Viaje de negocios?-Sí, de negocios.Ahora bien, ¿qué más tenía que preguntarle?

Sin embargo, seguía caminando junto a él, perode improviso torció hacia el «Hotel des QuatreSaisons», que estaba en el camino, me hizo unainclinación de cabeza y desapareció. Cuandoregresaba a casa me di cuenta de que aun sihubiera hablado con él dos horas no habríasacado absolutamente nada en limpio porque...¡no tenía nada que preguntarle! ¡Sí, así era yo,por supuesto! No sabía formular mis pregun-tas.

Todo ese día lo pasó Polina errando por elparque con los niños y la niñera o recluida encasa. Hacía ya tiempo que evitaba encontrarse

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con el general y casi no hablaba con él de nada,por lo menos de nada serio. Yo ya había notadoesto mucho antes. Pero conociendo la situaciónen que ahora estaba el general pensé que ésteno podría dar esquinazo a Polina, es decir, queera imposible que no hubiese una importanteconversación entre ellos sobre asuntos de fami-lia. Sin embargo, cuando al volver al hotel des-pués de hablar con míster Astley, tropecé conPolina y los niños, el rostro de ella reflejaba lamás plácida tranquilidad, como si sólo ellahubiera salido indemne de todas las broncasfamiliares. A mi saludo contestó con una incli-nación de cabeza. Volví a casa presa de malig-nos sentimientos.

Yo, naturalmente, había evitado hablar conella y no la había visto (apenas) desde mi aven-tura con los Burmerhelm. Cierto es que a vecesme había mostrado petulante y bufonesco, peroa medida que pasaba el tiempo sentía rebulliren mí verdadera indignación. Aunque no metuviera ni pizca de cariño, me parecía que no

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debía pisotear así mis sentimientos ni recibircon tanto despego mis confesiones. Ella biensabía que la amaba de verdad, y me toleraba yconsentía que le hablara de mi amor. Cierto esque ello había surgido entre nosotros de modoextraño. Desde hacía ya bastante tiempo, cosade dos meses a decir verdad, había comenzadoyo a notar que quería hacerme su amigo, suconfidente, y que hasta cierto punto lo habíaintentado; pero dicho propósito, no sé por quémotivo, no cuajó entonces; y en su lugar habíansurgido las extrañas relaciones que ahora ten-íamos, lo que me llevó a hablar con ella comoahora lo hacía. Pero si le repugnaba mi amor,¿por qué no me prohibía sencillamente quehablase de él?

No me lo prohibía; hasta ella misma me inci-taba alguna vez a hablar y .... claro, lo hacía enbroma. Sé de cierto -lo he notado bien- que,después de haberme escuchado hasta el fin ysoliviantado hasta el colmo, le gustaba descon-certarme con alguna expresión de suprema

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indiferencia y desdén. Y, no obstante, sabía queno podía vivir sin ella. Habían pasado ya tresdías desde el incidente con el barón y yo ya nopodía soportar nuestra separación. Cuando pocoantes la encontré en el Casino, me empezó amartillar el corazón de tal modo que perdí elcolor. ¡Pero es que ella tampoco podía vivir sinmí! Me necesitaba y, ¿pero es posible que sólocomo bufón o hazmerreír?

Tenía un secreto, ello era evidente. Su conver-sación con la abuela fue para mí una dolorosapunzada en el corazón. Mil veces la había ins-tado a ser sincera conmigo y sabía que estabade veras dispuesto a dar la vida por ella; y, sinembargo, siempre me tenía a raya, casi condesprecio, y en lugar del sacrificio de mi vidaque le ofrecía me exigía una travesura como lade tres días antes con el barón. ¿No era esto unaignominia? ¿Era posible que todo el mundofuese para ella ese francés? ¿Y míster Astley?Pero al llegar a este punto, el asunto se volvía

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absolutamente incomprensible, y mientras tan-to... ¡ay, Dios, qué sufrimiento el mío!

Cuando llegué a casa, en un acceso de furiacogí la pluma y le garrapateé estos renglones:

«Polina Aleksandrovna, veo claro que ha lle-gado el desenlace, que, por supuesto, la afec-tará a usted también. Repito por última vez:¿necesita usted mi vida o no? Si la necesita,para lo que sea, disponga de ella. Mientras tan-to esperaré en mi habitación, al menos la mayorparte del tiempo, y no iré a ninguna parte. Si esnecesario, escríbame o llámeme.»

Sellé la nota y la envié con el camarero deservicio, con orden de que la entregara en pro-pia mano. No esperaba respuesta, pero al cabode tres minutos volvió el camarero con el reca-do de que se me mandaban «saludos».

Eran más de las seis cuando me avisaron quefuera a ver al general. Éste se hallaba en su ga-

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binete, vestido como para ir a alguna parte. Enel sofá se veían su sombrero y su bastón. Alentrar me pareció que estaba en medio de lahabitación, con las piernas abiertas y la cabezacaída, hablando consigo mismo en voz alta;mas no bien me vio se arrojó sobre mí casi gri-tando, al punto de que involuntariamente di unpaso atrás y casi eché a correr; pero me cogió deambas manos y me llevó a tirones hacia el sofá.En él se sentó, hizo que yo me sentara en unsillón frente a él ya sin soltarme las manos,temblorosos los labios y con las pestañas bri-llantes de lágrimas, me dijo con voz suplicante:

-¡Aleksei Ivanovich, sálveme, sálveme, tengapiedad!

Durante algún tiempo no logré comprendernada. Él no hacía más que hablar, hablar yhablar, repitiendo sin cesar: «¡Tenga piedad,tenga piedad!». Acabé por sospechar que lo quede mí esperaba era algo así como un consejo; o,mejor aún, que, abandonado de todos, en suangustia y zozobra se había acordado de mí y

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me había llamado sólo para hablar, hablar,hablar.

Desvariaba, o por lo menos estaba muy atur-dido. juntaba las manos y parecía dispuesto aarrodillarse ante mí para que (¿lo adivinan us-tedes?) fuera en seguida a ver a mademoiselleBlanche y le pidiera, le implorara, que volviesey se casara con él.

-Perdón, general -exclamé-, ¡pero si es posibleque mademoiselle Blanche no se haya fijado enmí todavía! ¿Qué es lo que yo puedo hacer?

Era, sin embargo, inútil objetar; no entendíalo que se le decía. Empezó a hablar también dela abuela, pero de manera muy inconexa. Segu-ía aferrado a la idea de llamar a la policía.

-Entre nosotros, entre nosotros -comenzó,hirviendo súbitamente de indignación-, en unapalabra, entre nosotros, en un país con todoslos adelantos, donde hay autoridades, hubieranpuesto inmediatamente bajo tutela a viejas co-mo ésa. Sí, señor mío, sí -continuó, adoptando

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de pronto un tono de reconvención, saltando desu sitio y dando vueltas por la habitación-, us-ted todavía no sabía esto, señor mío -dijo diri-giéndose a un imaginario señor suyo en elrincón-; pues ahora lo sabe usted... sí, señor.. ennuestro país a tales viejas se las mete en cintura,en cintura, en cintura, sí, señor.. ¡Oh, qué de-monio!

Y se lanzó de nuevo al sofá; pero un minutodespués, casi sollozando y sin aliento, se apre-suró a decirme que mademoiselle Blanche no secasaba con él porque en lugar de un telegramahabía llegado la abuela y ahora estaba claro queno heredaría. Él creía que yo no sabía aún nadade esto. Empecé a hablar de Des Grieux; hizoun gesto con la mano: «Se ha ido. Todo lo míolo tengo hipotecado con él: ¡me he quedado encueros! Ese dinero que trajo usted... ese dine-ro... no sé cuánto era, parece que quedan sete-cientos francos, y.. bueno, eso es todo, y encuanto al futuro ... no sé, no sé».

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-¿Cómo va a pagar usted el hotel? -preguntéalarmado-; ¿y después qué hará usted?

Me miraba pensativo, pero parecía no com-prender y quizá ni siquiera me había oído.Probé a hablar de Polina Aleksandrovna, de losniños, me respondió con premura: «¡Sí, sí! »,pero en seguida volvió a hablar del príncipe, adecir que Blanche se iría con él y entonces... yentonces... ¿qué voy a hacer, Aleksei Ivanovich?-preguntó, volviéndose de pronto a mí-, -'Juro aDios que no lo sé! ¿Qué voy a hacer? Dígame,¿ha visto usted ingratitud semejante? ¿No esverdad que es ingratitud? -Por último, se disol-vió en un torrente de lágrimas.

Nada cabía hacer con un hombre así. Dejarlesolo era también peligroso; podía ocurrirle al-go. De todos modos, logré librarme de él, peroadvertí a la niñera que fuera a verle a menudoy hablé además con el camarero de servicio,chico despierto, quien me prometió vigilartambién por su parte.

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Apenas dejé al general cuando vino a vermePotapych con una llamada de la abuela. Eranlas ocho, y ésta acababa de regresar del Casinodespués de haberlo perdido todo. Fui a verla.La anciana estaba en su silla, completamenteagotada y, a juzgar por las trazas, enferma.Marfa le daba una taza de té y la obligaba abebérselo casi a la fuerza. La voz y el tono de laabuela habían cambiado notablemente.

-Dios te guarde, amigo Aleksei Ivanovich-dijo con lentitud e inclinando gravemente lacabeza-. Lamento volver a molestarte; perdonaa una mujer vieja. Lo he dejado allí todo, amigomío, casi cien mil rublos. Hiciste bien en no irconmigo ayer. Ahora no tengo dinero, ni unochavo. No quiero quedarme aquí un minutomás y me marcho a las nueve y media. Hemandado un recado a ese inglés tuyo, Astley,¿no es eso? y quiero pedirle prestados tres milfrancos por una semana. Convéncele, pues, deque no tiene nada que temer y de que no me lorehúse. Todavía, amigo, soy bastante rica. Ten-

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go tres fincas rurales y dos urbanas; sin contarel dinero, pues no me lo traje todo. Digo estopara que no tenga recelo alguno... ¡Ah, aquíviene! Bien se ve que es un hombre bueno.

Míster Astley vino así que recibió la primerallamada de la abuela. No mostró recelo algunoy no habló mucho. Al momento le contó tresmil francos bajo pagaré que la abuela firmó.Acabado el asunto, saludó y se marchó de pri-sa.

-Y tú vete también ahora, Aleksei Ivanovich.Falta hora y pico y quiero acostarme, que meduelen los huesos. No seas duro conmigo, conesta vieja imbécil. En adelante no acusaré a lagente joven de liviandad, y hasta me pareceríapecado acusar a ese infeliz general vuestro.Pero, con todo, no le daré dinero a pesar de susdeseos, porque en mi opinión es un necio; sóloque yo, vieja imbécil, no tengo más seso que él.Verdad es que Dios pide cuentas y castiga lasoberbia incluso en la vejez. Bueno, adiós. Mar-fusha, levántame.

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Yo, sin embargo, quería despedir a la abuela.Además, estaba un poco a la expectativa,aguardando que de un momento a otro suce-diese algo. No podía parar en mi habitación.Salía al pasillo, y hasta erré un momento por laavenida. Mi carta a Polina era clara y terminan-te y la presente catástrofe, por supuesto, defini-tiva. En el hotel oí hablar de la marcha de DesGrieux. En fin de cuentas, si me rechazaba co-mo amigo quizá no me rechazase como criado,pues me necesitaba aunque sólo fuera parahacer mandados. Le sería útil, ¡cómo no!

A la hora de la salida del tren corrí a la esta-ción y acomodé a la abuela. Todos tomaronasiento en un compartimiento reservado. «Gra-cias, amigo, por tu afecto desinteresado -medijo al despedirse- y repite a Praskovya lo quele dije ayer: que la esperaré.»

Fui a casa. Al pasar junto a las habitacionesdel general tropecé con la niñera y preguntépor él. «Va bien, señor» -me respondió abatida-.No obstante, decidí entrar un momento, pero

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me detuve a la puerta del gabinete presa delmayor asombro. Mademoiselle Blanche y elgeneral, a cual mejor, estaban riendo a carcaja-das. La veuve Cominges se hallaba también allí,sentada en el sofá. El general, por lo visto, esta-ba loco de alegría, cotorreaba toda clase desandeces y se deshacía en una risa larga y ner-viosa que le encogía el rostro en una incontablemultitud de arrugas, entre las que desaparecíanlos ojos. Más tarde supe por la propia made-moiselle Blanche que, después de mandar apaseo al príncipe y habiéndose enterado delllanto del general, decidió consolar a éste yentró a verle un momento. El pobre general nosabía que ya en ese momento estaba echada susuerte, y que Blanche había empezado a hacerlas maletas para irse volando a París en el pri-mer tren del día siguiente.

En el umbral del gabinete del general cambiéde parecer y me escurrí sin ser visto. Subí a micuarto, abrí la puerta y en la semioscuridadnoté de pronto una figura sentada en una silla,

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en el rincón, junto a la ventana. No se levantócuando yo entré. Me acerqué, miré... y se mecortó el aliento: era Polina.

Capítulo 14

Lancé un grito.-¿Qué pasa?, ¿qué pasa? -me preguntó en to-

no raro. Estaba pálida y su aspecto era sombrío.-¿Cómo que qué pasa? ¿Usted? ¿Aquí en mi

cuarto?-Si vengo, vengo toda. Ésa es mi costumbre.

Lo verá usted pronto. Encienda una bujía.Encendí la bujía. Se levantó, se acercó a la

mesa y me puso delante una carta abierta.-Lea -me ordenó.-Ésta... ¡ésta es la letra de Des Grieux!

-exclamé tomando la carta. Me temblaban las

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manos y los renglones me bailaban ante losojos. He olvidado los términos exactos de lacarta, pero aquí va, si no palabra por palabra, almenos pensamiento por pensamiento.

«Mademoiselle -escribía Des Grieux-: Circuns-tancias desagradables me obligan a marcharmeinmediatamente Usted misma ha notado, sinduda, que he evitado adrede tener con usteduna explicación definitiva mientras no se acla-rasen esas circunstancias. La llegada de su an-ciana pariente (de la vieille dame) y su absurdaconducta aquí han puesto fin a mis dudas. Elembrollo en que se hallan mis propios asuntosme impide alimentar en el futuro las dulcesesperanzas con que me permitió usted embria-garme durante algún tiempo. Lamento el pasa-do, pero espero que en mi comportamiento nohaya usted encontrado nada indigno de uncaballero y un hombre de bien (gentíl-homme ethonnête homme). Habiendo perdido casi todo midinero en préstamos a su padrastro, me en-

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cuentro en la extrema necesidad de utilizar conprovecho lo que me queda. Ya he hecho saber amis amigos de Petersburgo que procedan sindemora a la venta de los bienes hipotecados ami favor. Sabiendo, sin embargo, que el irres-ponsable de su tío ha malversado el propiodinero de usted, he decidido perdonarle cin-cuenta mil francos y a este fin le devuelvo laparte de hipoteca sobre sus bienes correspon-diente a esta suma; así, pues, tiene usted ahorala posibilidad de recuperar lo que ha perdido,reclamándoselo por víajudicial. Espero, made-moiselle, que, tal como están ahora las cosas,este acto mío le resulte altamente beneficioso.Con él espero asimismo cumplir plenamentecon el deber de un hombre honrado y un caba-llero. Créame que el recuerdo de usted quedarápara siempre grabado en mi corazón.»

-¿Bueno, y qué? Esto está perfectamente claro-dije volviéndome a Polina-. ¿Esperaba ustedotra cosa? -añadí indignado.

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-No esperaba nada -respondió con sosiegoaparente, pero con una punta de temblor en lavoz-. Hace ya tiempo que tomé una determina-ción. Leía sus pensamientos y supe lo que pen-saba. Él pensaba que yo procuraría... que insis-tiría... (se detuvo, y sin terminar la frase se mor-dió el labio y guardó silencio). De propósitoredoblé el desprecio que sentía por él -prosiguióde nuevo-, y aguardaba a ver lo que haría. Sillegaba el telegrama sobre la herencia, le hubie-ra tirado a la cara el dinero que le debía eseidiota (el padrastro) y le hubiera echado concajas destempladas. Me era odioso desde hacíamucho, muchísimo tiempo. ¡Ah, no era el mis-mo hombre de antes, mil veces no, y ahora, aho-ra ... ! ¡Oh, con qué gusto le tiraría ahora a sucara infame esos cincuenta mil francos! ¡Cómole escupiría y le restregaría la cara con el escu-pitajo!

-Pero el documento ese de la hipoteca por va-lor de cincuenta mil francos que ha devuelto lo

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tendrá el general. Tómelo y devuélvaselo a DesGrieux.

-¡Oh, no es eso, no es eso!-¡Sí, es verdad, es verdad que no es eso! Y

ahora, ¿de qué es capaz el general? ¿Y la abue-la?

-¿Por qué la abuela? -preguntó Polina conirritación-. No puedo ir a ella... y no voy a pe-dirle perdón a nadie -agregó exasperada.

-¿Qué hacer? -exclamé-. ¿Cómo... sí, cómopuede usted querer a Des Grieux? ¡Oh, canalla,canalla! ¡Si usted lo desea, lo mato en duelo!¿Dónde está ahora?

-Ha ido a Francfort y estará allí tres días.-¡Basta una palabra de usted y mañana mis-

mo voy allí en el primer tren! -dije con entu-siasmo un tanto pueril.

Ella se rió.

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-¿Y qué? Puede que diga que se le devuelvanprimero los cincuenta mil francos. ¿Y para québatirse con él?... ¡Qué tontería!

-Bien, pero ¿dónde, dónde agenciarse esoscincuenta mil francos? -repetí rechinando losdientes, como si hubiera sido posible recoger eldinero del suelo-. Oiga, ¿y míster Astley?-pregunté dirigiéndome a ella con el chispazode una idea peregrina.

Le centellearon los ojos.-¿Pero qué? ¿Es que tú mismo quieres que me

aparte de ti para ver a ese inglés? -preguntó,fijando sus ojos en los míos con mirada pene-trante y sonriendo amargamente. Por primeravez en la vida me tuteaba.

Se diría que en ese momento tenía trastorna-da la cabeza por la emoción que sentía. Depronto se sentó en el sofá como si estuvieraagotada.

Fue como si un relámpago me hubiera alcan-zado. No daba crédito a mis ojos ni a mis oídos.

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¿Pero qué? Estaba claro que me amaba. ¡Habíavenido a mí y no a míster Astley! Ella, ella sola,una muchacha, había venido a mi cuarto, en unhotel, comprometiéndose con ello ante los ojosde todo el mundo ... ; y yo, de pie ante ella, nocomprendía todavía.

Una idea delirante me cruzó por la mente.-¡Polina, dame sólo una hora! ¡Espera aquí

sólo una hora .... que volveré! ¡Es... es indispen-sable! ¡Ya verás! ¡Quédate aquí, quédate aquí!

Y salí corriendo de la habitación sin respon-der a su mirada inquisitiva y asombrada. Gritóalgo tras de mí, pero no me volví.

Sí, a veces la idea más delirante, la que parecemás imposible, se le clava a uno en la cabezacon tal fuerza que acaba por juzgarla realiza-ble... Más aún, si esa idea va unida a un deseofuerte y apasionado acaba uno por considerarlaa veces como algo fatal, necesario, predestina-do, como algo que es imposible que no sea, queno ocurra. Quizá haya en ello más: una cierta

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combinación de presentimientos, un cierto es-fuerzo inhabitual de la voluntad, un autoenve-nenamiento de la propia fantasía, o quizá otracosa... no sé. Pero esa noche (que en mi vidaolvidaré) me sucedió una maravillosa aventura.Aunque puede ser justificada por la aritmética,lo cierto es que para mí sigue siendo todavíamilagrosa. ¿Y por qué, por qué se arraigó en mítan honda y fuertemente esa convicción y siguearraigada hasta el día de hoy? Cierto es que yahe reflexionado sobre esto -repito-, no cómosobre un caso entre otros (y, por lo tanto, quepuede no ocurrir entre otros), sino como sobrealgo que tenía que producirse irremediable-mente.

Eran las diez y cuarto. Entré en el casino conuna firme esperanza y con una agitación comonunca había sentido hasta entonces. En las salasde juego había todavía bastante público, aun-que sólo la mitad del que había habido por lamañana.

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Entre las diez y las once se encuentran junto alas mesas de juego los jugadores auténticos, losdesesperados, los individuos para quienes elbalneario existe sólo por la ruleta, que han ve-nido sólo por ella, los que apenas se dan cuentade lo que sucede en torno suyo ni por nada seinteresan durante toda la temporada sino porjugar de la mañana a la noche y quizá jugaríande buena gana toda la noche, hasta el amanecersi fuera posible. Siempre se dispersan con enojocuando se cierra la sala de ruleta a medianoche.Y cuando el crupier más antiguo, antes del cie-rre de la sala a las doce, anuncia: Les trois der-niers coups, messieurs!, están a veces dispuestosa arriesgar en esas tres últimas posturas todo loque tienen en los bolsillos -y, en realidad- lopierden en la mayoría de los casos-. Yo meacerqué a la misma mesa a la que la abuela hab-ía estado sentada poco antes. No había muchasapreturas, de modo que muy pronto encontrélugar, de pie, junto a ella. Directamente frente amí, sobre el paño verde, estaba trazada la pala-

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bra Passe. Este passe es una serie de númerosdesde el 19 hasta el 36 inclusive. La primeraserie, del 1 al 18 inclusive, se llama Manque.¿Pero a mí qué me importaba nada de eso? Nohice cálculos, ni siquiera oí en qué número hab-ía caído la última suerte, y no lo preguntécuando empecé a jugar, como lo hubiera hechocualquier jugador prudente. Saqué mis veintefedericos de oro y los apunté alpasse que estabafrente a mí.

-Vingt-deux! -gritó el crupier.Gané y volví a apostarlo todo: lo anterior y lo

ganado.-Trente et un! -anunció el crupier-. ¡Había ga-

nado otra vez!Tenía, pues, en total ochenta federicos de oro.

Puse los ochenta a los doce números medios(triple ganancia pero dos probabilidades encontra), giró la rueda y salió el veinticuatro. Meentregaron tres paquetes de cincuenta federicoscada uno y diez monedas de oro. junto con lo

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anterior ascendía a doscientos federicos de oro.Estaba como febril y empujé todo el montón dedinero al rojo y de repente volví en mi acuerdo.Y sólo una vez en toda esa velada, durante todaesa partida, me sentí poseído de terror, heladode frío, sacudido por un temblor de brazos ypiernas. Presentí con espanto y comprendí almomento lo que para mí significaría perderahora. Toda mi vida dependía de esa apuesta.

-Rouge! -gritó el crupier-, y volví a respirar.Ardientes estremecimientos me recorrían elcuerpo. Me pagaron en billetes de banco: entotal cuatro mil florines y ochenta federicos deoro (aun en ese estado podía hacer bien miscuentas).

Recuerdo que luego volví a apostar dos milflorines a los doce números medios y perdí;aposté el oro que tenía además de los ochentafedericos de oro y perdí. Me puse furioso: cogílos últimos dos mil florines que me quedaban ylos aposté a los doce primeros números al buentuntún, a lo que cayera, sin pensar. Hubo, sin

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embargo, un momento de expectación parecidoquizá a la impresión que me produjo madameBlanchard en París cuando desde un globo bajóvolando a la tierra.

-Quatre! -gritó el banquero. Con la apuestaanterior resultaba de nuevo un total de seis milflorines. Yo tenía ya aire de vencedor; ahoranada, lo que se dice nada, me infundía temor, ycoloqué cuatro mil florines al negro. Tras de mí,otros nueve individuos apostaron también alnegro. Los crupieres se miraban y cuchicheabanentre sí. En torno, la gente hablaba y esperaba.

Salió el negro. Ya no recuerdo ni el número niel orden de mis posturas. Sólo recuerdo, comoen sueños, que por lo visto gané dieciséis milflorines; seguidamente perdí doce mil de ellosen tres apuestas desafortunadas. Luego puselos últimos cuatro mil a passe (pero ya para en-tonces no sentía casi nada; estaba sólo a la ex-pectativa, se diría que mecánicamente, vacío depensamientos) y volví a ganar, y después deello gané cuatro veces seguidas. Me acuerdo

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sólo de que recogía el dinero a montones, ytambién que los doce números medios a queapunté salían más a menudo que los demás.Aparecían con bastante regularidad, tres o cua-tro veces seguidas, luego desaparecían un parde veces para volver de nuevo tres o cuatroveces consecutivas. Esta insólita regularidad sepresenta a veces en rachas, y he aquí por quédesbarran los jugadores experimentados quehacen cálculos lápiz en mano. ¡Y qué cruelesson a veces en este terreno las burlas de la suer-te!

Pienso que no había transcurrido más de me-dia hora desde mi llegada. De pronto el crupierme hizo saber que había ganado treinta milflorines, y que como la banca no respondía demayor cantidad en una sola sesión se suspen-dería la ruleta hasta el día siguiente. Eché manode todo mi oro, me lo metí en el bolsillo, recogílos billetes y pasé seguidamente a otra sala,donde había otra mesa de ruleta; tras mí, agol-pada, se vino toda la gente. Al instante me des-

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pejaron un lugar y empecé de nuevo a apostarsin orden ni concierto. ¡No sé qué fue lo que mesalvó!

Pero de vez en cuando empezaba a hurgarmeun conato de cautela en el cerebro. Me aferrabaa ciertos números y combinaciones, pero pron-to los dejaba y volvía a apuntar inconsciente-mente. Estaba, por lo visto, muy distraído, yrecuerdo que los crupieres corrigieron mi juegomás de una vez. Cometí errores groseros. Teníalas sienes bañadas en sudor y me temblaban lasmanos. También vinieron trotando los polacoscon su oferta de servicios, pero yo no escuchabaa nadie. La suerte no me volvió la espalda. Depronto se oyó a mi alrededor un rumor sordo yrisas. «¡Bravo, bravo!», gritaban todos, y algu-nos incluso aplaudieron. Recogí allí tambiéntreinta mil florines y la banca fue clausuradahasta el día siguiente.

-¡Váyase, váyase! -me susurró la voz de al-guien a mi derecha. Era la de un judío de Franc-fort que había estado a mi lado todo ese tiempo

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y que, al parecer, me había ayudado de vez encuando en mi juego.

~¡Váyase, por amor de Dios! -murmuró a miizquierda otra voz. Vi en una rápida ojeada queera una señora al filo de la treintena, vestidamuy modesta y decorosamente, de rostro fati-gado, de palidez enfermiza, pero que aun ahoramostraba rastros de su peregrina belleza ante-rior. En ese momento estaba yo atiborrándomeel bolsillo de billetes, arrugándolos al hacerlo, yrecogía el oro que quedaba en la mesa. Al le-vantar el último paquete de cincuenta federicosde oro logré ponerlo en la mano de la pálidaseñora sin que nadie lo notara. Sentí entoncesgrandísimo deseo de hacer eso, y recuerdo quesus dedos finos y delicados me apretaron fuer-temente la mano en señal de viva gratitud. To-do ello sucedió en un instante.

Una vez embolsado todo el dinero me dirigíapresuradamente a la mesa de trente et quarente.En torno a ella estaba sentado un público aris-tocrático. Esto no es ruleta; son cartas. La banca

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responde de hasta 100.000 táleros de una vez.La postura máxima es también aquí de cuatromil florines. Yo no sabía nada de este juego ycasi no conocía las posturas, salvo el rojo y elnegro, que también existen en él. A ellos meadherí. Todo el casino se agolpó en torno. Norecuerdo si pensé una sola vez en Polina duran-te ese tiempo. Lo que sentía era un deleite irre-sistible de atrapar billetes de banco, de ver cre-cer el montón de ellos que ante mí tenía.

En realidad, era como si la suerte me empuja-se. En esta ocasión se produjo, como de propó-sito, una circunstancia que, sin embargo, serepite con alguna frecuencia en el juego. Cae,por ejemplo, la suerte en. el rojo y sigue cayen-do en él diez, hasta quince veces seguidas. An-teayer oí decir que el rojo había salido veintidósveces consecutivas la semana pasada, lo que nose recuerda que haya sucedido en la ruleta y delo cual todo el mundo hablaba con asombro.Como era de esperar, todos abandonaron almomento el rojo y al cabo de diez veces, por

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ejemplo, casi nadie se atrevía a apostar a él.Pero ninguno de los jugadores experimentadostampoco apuesta entonces al negro. El jugadoravezado sabe lo que significa esta «suerte ve-leidosa», a saber, que después de salir el rojodieciséis veces, la decimoséptima saldría nece-sariamente el negro. A tal conclusión se lanzancasi todos los novatos, quienes doblan o tripli-can las posturas y pierden sumas enormes.

Ahora bien, no sé por qué extraño capricho,cuando noté que el rojo había salido siete vecesseguidas, continué apostando a él. Estoy con-vencido de que en ello terció un tanto el amorpropio: quería asombrar a los mirones con miarrojo insensato y -¡oh, extraño sentimiento!-recuerdo con toda claridad que, efectivamente,sin provocación alguna de mi orgullo, me sentíde repente arrebatado por una terrible apeten-cia de riesgo. Quizá después de experimentartantas sensaciones, mi espíritu no estaba todav-ía saciado, sino sólo azuzado por ellas, y exigíatodavía más sensaciones, cada vez más fuertes,

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hasta el agotamiento final. Y, de veras que nomiento: si las reglas del juego me hubieranpermitido apostar cincuenta mil florines de unavez, los hubiera apostado seguramente. En tor-no mío gritaban que esto era insensato, que elrojo había salido por decimocuarta vez.

-Monsieur a gagné déjà cent mille florins -dijouna voz junto a mí.

De pronto volví en mí. ¿Cómo? ¡Había gana-do esa noche cien mil florines! ¿Qué más nece-sitaba? Me arrojé sobre los billetes, los metí apuñados en los bolsillos, sin contarlos, recogítodo el oro, todos los fajos de billetes, y salícorriendo del casino. En torno mío la gente reíaal verme atravesar las salas con los bolsillosabultados y al ver los trompicones que me hacíadar el peso del oro. Creo que pesaba bastantemás de veinte libras. Varias manos se alargaronhacia mí. Yo repartía cuanto podía coger, a pu-ñados. Dos judíos me detuvieron a la salida.

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-¡Es usted audaz! ¡Muy audaz! -me dijeron-,pero márchese sin falta mañana por la mañana,lo más temprano posible; de lo contrario loperderá todo, pero todo...

No les hice caso. La avenida estaba oscura,tanto que me era imposible distinguir mis pro-pias manos. Había media versta hasta el hotel.Nunca he tenido miedo a los ladrones ni a losatracadores, ni siquiera cuando era pequeño.Tampoco pensaba ahora en ellos. A decir ver-dad, no recuerdo en qué iba pensando duranteel camino; tenía la cabeza vacía de pensamien-tos. Sólo sentía un enorme deleite: éxito, victo-ria, poderío, no sé cómo expresarlo. Pasó antemí también la imagen de Polina. Recordé y medi plena cuenta de que iba a su encuentro, deque pronto estaría con ella, de que le contaría,le mostraría .... pero apenas recordaba ya lo queme había dicho poco antes, ni por qué yo habíasalido; todas esas sensaciones recientes, de horay media antes, me parecían ahora algo sucedi-do tiempo atrás, algo superado, vetusto, algo

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que ya no recordaríamos, porque ahora todoempezaría de nuevo. Cuando ya llegaba casi alfinal de la avenida me sentí de pronto sobreco-gido de espanto: «¿Y si ahora me mataran yrobaran?». Con cada paso mi temor se redobla-ba. Iba corriendo. Pero al final de la avenidasurgió de pronto nuestro hotel, rutilante deluces innumerables. ¡Gracias a Dios, estaba encasa!

Subí corriendo a mi piso y abrí de golpe lapuerta. Polina estaba allí, sentada en el sofá ycruzada de brazos ante una bujía encendida.Me miró con asombro y, por supuesto, mi as-pecto debía de ser bastante extraño en ese mo-mento. Me planté frente a ella y empecé a arro-jar sobre la mesa todo mi montón de dinero.

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Capítulo 15

Recuerdo que me miró cara a cara, con terri-ble fijeza, pero sin moverse de su sitio paracambiar de postura.

-He ganado 200.000 francos -exclamé, arro-jando el último envoltorio. La ingente masa debilletes y paquetes de monedas de oro cubríatoda la mesa. Yo no podía apartar los ojos deella. Durante algunos minutos olvidé por com-pleto a Polina. Ora empezaba a poner orden eneste cúmulo de billetes de banco juntándolos enfajos, ora ponía el oro aparte en un montónespecial, ora lo dejaba todo y me ponía a pasearrápidamente por la habitación; a ratos reflexio-naba, luego volvía a acercarme impulsivamentea la mesa y empezaba a contar de nuevo el di-nero. De pronto, como si hubiera recobrado eljuicio, me abalancé a la puerta y la cerré condos vueltas de llave. Luego me detuve, sumido

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en mis reflexiones, delante de mi pequeña ma-leta.

-¿No convendría quizá meterlo en la maletahasta mañana? -pregunté volviéndome a Poli-na, de quien me acordé de pronto. Ella seguíainmóvil en su asiento, en el mismo sitio, perome observaba fijamente. Había algo raro en laexpresión de su rostro, y esa expresión no megustaba. No me equivoco si digo que en él seretrataba el aborrecimiento.

Me acerqué de prisa a ella.-Polina, aquí tiene veinticinco mil florines, o

sea, cincuenta mil francos; más todavía. Tóme-los y tíreselos mañana a la cara.

No me contestó.-Si quiere usted, yo mismo se los llevo maña-

na temprano. ¿Qué dice?De pronto se echó a reír y estuvo riendo largo

rato. Yo la miraba asombrado y apenado. Esarisa era muy semejante a aquella otra frecuentey sarcástica con que siempre recibía mis decla-

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raciones más apasionadas. Cesó de reír por finy arrugó el entrecejo. Me miraba con severidad,ceñudamente.

-No tomaré su dinero -dijo con desprecio.-¿Cómo? ¿Qué pasa? -grité-. Polina, ¿por qué

no?-No tomo dinero de balde.-Se lo ofrezco como amigo. Le ofrezco a usted

mi vida.Me dirigió una mirada larga y escrutadora

como si quisiera atravesarme con ella.-Usted paga mucho -dijo con una sonrisa iró-

nica-. La amante de Des Grieux no vale cin-cuenta mil francos.

-Polina, ¿cómo es posible que hable usted asíconmigo? -exclamé en tono de reproche-. ¿Soyyo acaso Des Grieux?

-¡Le detesto a usted! ¡Sí .... sí ... ! No le quieroa usted más que a Des Grieux -exclamó con ojosrelampagueantes.

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Y en ese instante se cubrió la cara con las ma-nos y tuvo un ataque de histeria. Yo corrí a sulado.

Comprendí que le había sucedido algo en miausencia. Parecía no estar enteramente en sujuicio.

-¡Cómprame! ¿Quieres? ¿Quieres? ¿Por cin-cuenta mil francos como Des Grieux?-exclamaba con voz entrecortada por sollozosconvulsivos. Yo la cogí en mis brazos, la besélas manos, y caí de rodillas ante ella.

Se le pasó el acceso de histeria. Me puso am-bas manos en los hombros y me miró con fijeza.Quería por lo visto leer algo en mi rostro. Meescuchaba, pero al parecer sin oír lo que le de-cía. Algo como ansiedad y preocupación sereflejaba en su semblante. Me causaba sobresal-to, porque se me antojaba que de veras iba aperder el juicio. De pronto empezó a atraermesuavemente hacia sí, y una sonrisa confiadaafloró a su cara; pero una vez más, inespera-

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damente, me apartó de sí y se puso a escudri-ñarme con mirada sombría.

De repente se abalanzó a abrazarme.-¿Conque me quieres? ¿Me quieres? -decía-.

¡Conque querías batirte con el barón por mí! -Ysoltó una carcajada, como si de improviso sehubiera acordado de algo a la vez ridículo ysimpático. Lloraba y reía a la vez. Pero yo ¿quépodía hacer? Yo mismo estaba como febril. Re-cuerdo que empezó a contarme algo, pero yoapenas pude entender nada. Aquello era unaespecie de delirio, de garrulidad, como si qui-siera contarme cosas lo más de prisa posible, undelirio entrecortado por la risa más alegre, queacabó por atemorizarme.

-¡No, no, tú eres bueno, tú eres bueno!-repetía-. ¡Tú eres mi amigo fiel! -y volvía aponerme las manos en los hombros, me mirabay seguía repitiendo: «Tú me quieres... me quie-res... ¿me querrás?». Yo no apartaba los ojos deella; nunca antes había visto en ella estos arre-

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batos de ternura y amor. Por supuesto, era undelirio, y sin embargo ... Notando mi miradaapasionada, empezó de pronto a sonreír conpicardía. Inopinadamente se puso a hablar demíster Astley.

Bueno, habló de míster Astley sin interrup-ción (sobre todo cuando trató de contarme algode esa velada), pero no pude enterarme de loque quería decir exactamente. Parecía inclusoque se reía de él. Repetía sin cesar que la estabaesperando... ¿sabía yo que de seguro estabaahora mismo debajo de la ventana? « ¡Sí, sí,debajo de la ventana; anda, abre, mira, mira,que está ahí, ahí! » Me empujaba hacia la ven-tana, pero no bien hacía yo un movimiento, sederretía de risa y yo permanecía junto a ella yella se lanzaba a abrazarme.

-¿Nos vamos? Porque nos vamos mañana,¿no? -idea que se le metió de repente en la ca-beza-. Bueno (y se puso a pensar). Bueno, puesalcanzamos a la abuela, ¿qué te parece? Creoque la alcanzaremos en Berlín. ¿Qué crees que

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dirá cuando nos vea? ¿Y míster Astley? Bueno,ése no se tirará desde lo alto del Schlangenberg,¿no crees? (soltó una carcajada). Oye, ¿sabesadónde va el verano que viene? Quiere ir alPolo Norte a hacer investigaciones científicas yme invita a acompañarle, ¡ja, ja, ja! Dice quenosotros los rusos no podemos hacer nada sinlos europeos y que no somos capaces de nada...¡Pero él también es bueno! ¿Sabes que disculpaal general? Dice que si Blanche, que si la pa-sión..., pero no sé, no sé -repitió de pronto co-mo perdiendo el hilo-. ¡Son pobres! ¡Qué lásti-ma me da de ellos! Y la abuela... Pero oye, oye,¿tú no habrías matado a Des Grieux? ¿De veras,de veras pensabas matarlo? ¡Tonto! ¿De veraspodías creer que te dejaría batirte con él? Ytampoco matarás al barón -añadió, riendo-.¡Ay, qué divertido estuviste entonces con elbarón! Os estaba mirando a los dos desde elbanco. ¡Y de qué mala gana fuiste cuando temandé! ¡Cómo me reí, cómo me reí entonces!-añadió entre carcajadas.

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Y vuelta de nuevo a besarme y abrazarme,vuelta de nuevo a apretar su rostro contra elmío con pasión y ternura. Yo no pensaba ennada ni nada oía. La cabeza me daba vueltas...

Creo que eran las siete de la mañana, pocomas o menos, cuando desperté. El sol alumbra-ba la habitación. Polina estaba sentada junto amí y miraba en torno suyo de modo extraño,como si estuviera saliendo de un letargo y or-denando sus recuerdos. También ella acababade despertar y miraba atentamente la mesa y eldinero. A mí me pesaba y dolía la cabeza. Quisecoger a Polina de la mano, pero ella me rechazóy de un salto se levantó del sofá. El día nacientese anunciaba encapotado; había llovido antesdel alba. Se acercó a la ventana, la abrió, asomóla cabeza y el pecho y, apoyándose en los bra-zos, con los codos pegados a las jambas, pasótres minutos sin volverse hacia mí ni escucharlo que le decía. Me pregunté con espanto quépasaría ahora y cómo acabaría esto. De prontose apartó de la ventana, se acercó a la mesa y,

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mirándome con una expresión de odio infinitocon los labios temblorosos de furia, me dijo:

-¡Bien, ahora dame mis cincuenta mil francos!-Polina, ¿otra vez? ¿otra vez? -empecé a decir.-¿O es que lo has pensado mejor? ¡ja, ja, ja!

¿Quizá ahora te arrepientes?En la mesa había veinticinco mil florines con-

tados ya la noche antes. Los tomé y se los di.-¿Con que ahora son míos? ¿No es eso, no es

eso? -me preguntó aviesamente con el dineroen las manos.

-¡Siempre fueron tuyos! -dije yo.-¡Pues ahí tienes tus cincuenta mil francos!

-levantó el brazo y me los tiró. El paquete medio un golpe cruel en la cara y el dinero se des-parramó por el suelo. Hecho esto, Polina saliócorriendo del cuarto.

Sé, claro, que en ese momento no estaba en sujuicio, aunque no comprendo esa perturbacióntemporal. Cierto es que aun hoy día, un mes

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después, sigue enferma. ¿Pero cuál fue la causade ese estado suyo y, sobre todo, de esa salida?¿El amor propio lastimado? ¿La desesperaciónpor haber decidido venir a verme? ¿Acaso dimuestra de jactarme de mi buena fortuna, deque, al igual que Des Grieux, quería desemba-razarme de ella regalándole cincuenta mil fran-cos? Pero no fue así; lo sé por mi propia con-ciencia. Pienso que su propia vanidad tuvoparte de la culpa; su vanidad la incitó a no cre-erme, a injuriarme, aunque quizá sólo tuvierauna idea vaga de ello. En tal caso, por supuesto,yo pagué por Des Grieux y resulté responsable,aunque quizá no en demasía. Es verdad que erasólo un delirio; también es verdad que yo sabíaque se hallaba en estado delirante, y .. no lotomé en cuenta.

Acaso no me lo pueda perdonar ahora. Sí,ahora, pero entonces?, ¿y entonces? ¿Es que suenfermedad y delirio eran tan graves que habíaolvidado por completo lo que hacía cuando

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vino a verme con la carta de Des Grieux? ¡Claroque sabía lo que hacía!

A toda prisa metí los billetes y el montón deoro en la cama, lo cubrí todo y salí diez minutosdespués de Polina. Estaba seguro de que sehabía ido corriendo a casa, y yo quería acer-carme sin ser notado y preguntar a la niñera enel vestíbulo por la salud de su señorita. ¡Cuálno sería mi asombro cuando me enteré por laniñera, a quien encontré en la escalera, que Po-lina no había vuelto todavía a casa y que la ni-ñera misma iba a la mía a buscarla!

-Hace un momento -le dije-, hace sólo unmomento que se separó de mí; hace diez minu-tos. ¿Dónde podrá haberse metido?

La niñera me miró con reproche.Y mientras tanto salió a relucir todo el lance,

que ya circulaba por el hotel. En la conserjería yentre las gentes del Oberkellner se murmurabaque la Fráulein había salido corriendo del hotel,bajo la lluvia, con dirección al Hotel d'Anglete-

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rre. Por sus palabras y alusiones me percaté deque ya todo el mundo sabía que había pasadola noche en mi cuarto. Por otra parte, hablabanya de toda la familia del general: se supo queéste había perdido el juicio la víspera y habíaestado llorando por todo el hotel. Decían,además, que la abuela era su madre, que habíavenido ex professo de Rusia para impedir que suhijo se casase con mlle. de Cominges y que siéste desobedecía, le privaría de la herencia; ycomo efectivamente había desobedecido, lacondesa,'ante los propios ojos de su hijo, habíaperdido aposta todo su dinero a la ruleta paraque no heredase nada. «Diesen Russen!» -repetíael Oberkellner meneando la cabeza con indigna-ción. Otros reían. El Oberkellner preparó lacuenta. Se sabía ya lo de mis ganancias. Karl, elcamarero de mi piso, fue el primero en darmela enhorabuena. Pero yo no tenía humor paraatenderlos. Salí disparado para el Hotel d'An-gleterre.

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Era todavía temprano y míster Astley no re-cibía a nadie, pero cuando supo que era yo,salió al pasillo y se me puso delante, mirándo-me de hito en hito con sus ojos color de estañoy esperando a ver lo que yo decía. Le preguntéal instante por Polina.

-Está enferma -respondió míster Astley, quienseguía mirándome con fijeza y sin apartar demí los ojos.

-¿De modo que está con usted?-¡Oh, sí! Está conmigo.-¿Así es que usted... que usted tiene la inten-

ción de retenerla consigo?- Oh, sí! Tengo esa intención.-Míster Astley, eso provocaría un escándalo;

eso no puede ser. Además, está enferma deverdad. ¿No lo ha notado usted?

-¡Oh, sí! Lo he notado, y ya he dicho que estáenferma. Si no lo estuviese no habría pasado lanoche con usted.

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-¿Conque usted también sabe eso?-Lo sé. Ella iba a venir aquí anoche y yo iba a

llevarla a casa de una pariente mía, pero comoestaba enferma se equivocó y fue a casa de us-ted.

-¡Hay que ver! Bueno, le felicito, míster As-tley. A propósito, me hace usted pensar en al-go. ¿No pasó usted la noche bajo nuestra ven-tana? Miss Polina me estuvo pidiendo toda lanoche que la abriera y que mirase a ver si esta-ba usted bajo ella, y se reía a carcajadas.

-¿De veras? No, no estuve debajo de la venta-na; pero sí estuve esperando en el pasillo ydando vueltas.

-Pues es preciso ponerla en tratamiento,rníster Astley.

- Oh, sí! Ya he llamado al médico; y si muere,le haré a usted responsable de su muerte.

Me quedé perplejo.-Vamos, Míster Astley, ¿qué es lo que quiere

usted?

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-¿Es cierto que ganó usted ayer 200.000 tále-ros?

-Sólo 100.000 florines.-Vaya, hombre. Se irá usted, pues, esta maña-

na a París.-¿Por qué?-Todos los rusos que tienen dinero van a París

-explicó míster Astley con la voz y el tono queemplearía si lo hubiera leído en un libro.

-¿Qué haría yo en París ahora, en verano? Laquiero, míster Astley, usted mismo lo sabe.

-¿De veras? Estoy convencido de que no.Además, si se queda usted aquí lo perderá pro-bablemente todo y no tendrá con qué ir a París.Bueno, adiós. Estoy completamente seguro deque irá usted a París hoy.

-Pues bien, adiós, pero no iré a París. Piense,míster Astley, en lo que ahora será de nosotros.En una palabra, el general... y ahora esta aven-tura con miss Polina; porque lo sabrá toda laciudad.

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-Sí, toda la ciudad. Creo, sin embargo, que elgeneral no piensa en eso y que le trae sin cui-dado. Además, miss Polina tiene el perfectoderecho de vivir donde le plazca. En cuanto aesa familia, cabe decir que en rigor ya no existe.

Me fui, riéndome del extraño convencimientoque tenía este inglés de que me iría a París.«Con todo, quiere matarme de un tiro en duelo-pensaba- si mademoiselle Polina muere, ¡vayacomplicación! » Juro que sentía lástima de Poli-na, pero, cosa rara, desde el momento en que lavíspera me acerqué a la mesa de juego y em-pecé a amontonar fajos de billetes, mi amorpareció desplazarse a un segundo término. Estolo digo ahora, pero entonces no me daba cuentacabal de ello. ¿Soy efectivamente un jugador?¿Es que efectivamente... amaba a Polina de mo-do tan extraño? No, la sigo amando en este ins-tante, bien lo sabe Dios. Cuando me separé demíster Astley y fui a casa, sufría de verdad yme culpaba a mí mismo. Pero... entonces mesucedió-un lance extraño y ridículo.

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Iba de prisa a ver al general cuando no lejosde sus habitaciones se abrió una puerta y al-guien me llamó. Era madame veuve Cominges, yme llamaba por orden de mademoiselle Blan-che. Entré en la habitación de ésta.

Su alojamiento era exiguo, compuesto de doshabitaciones. Oí la risa y los gritos de made-moiselle Blanche en la alcoba. Se levantaba dela cama.

-Ah, c'est lui! Viens donc, bête! Es cierto que tuas gagné une montagne d'or et d'argent? J'aimeraismieux l'or.

-La he ganado -dije riendo.-¿Cuánto?-Cien mil florines.-Bibi, comme tu es béte. Sí, anda, acércate, que

no oigo nada. Nous ferons bombance, n'est-cepas?Me acerqué a ella. Se retorcía bajo la colcha de

raso color de rosa, de debajo de la cual surgíanunos hombros maravillosos, morenos y robus-tos, de los que quizá sólo se ven en sueños, me-

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dio cubiertos por un camisón de batista guar-necido de encajes blanquísimos que iban muy-bien con su cutis oscuro.

-Mon fils, as-tu du coeur? -gritó al verme ysoltó una carcajada. Se reía siempre con muchoalborozo y a veces con sinceridad

-Tout autre... -empecé a decir parafraseando aCorneille.

-Pues mira, vois-tu -parloteó de pronto-, enprimer lugar, búscame las medias y ayúdame acalzarme; y, en segundo lugar, si tu n’es pas tropbéte, je te prends à Paris. ¿Sabes? Me voy en se-guida.

-¿En seguida?-Dentro de media hora.En efecto, estaba hecho el equipaje. Todas las

maletas y los efectos estaban listos. Se habíaservido el café hacía ya rato.

-Eh, bien! ¿quieres? Tu verras Paris. Dis donc,qu'est-ce que c'est qu'un outchitel? Tu étais bien

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bête, quand tu étais outchitel! ¿Dónde están mismedias? ¡Pónmelas, anda!

Levantó un pie verdaderamente admirable,moreno, pequeño, perfecto de forma, como loson por lo común esos piececitos que lucen tanbien en botines. Yo, riendo, me puse a estirarlela media de seda. Mademoiselle Blanche mien-tras tanto parloteaba sentada en la cama.

-Eh bien, que feras-tu si je te prends avec? Paraernpezar je veux cinquante mille francs. Me losdarás en Francfort. Nous allons à Paris. Allí vivi-remos juntos et je te ferai voir des étoiles en pleinjour. Verás mujeres como no las has visto nun-ca. Escucha...

-Espera, si te doy cincuenta mil francos, ¿quées lo que me queda a mí?

-Et cent cinquante mille francs, ¿lo has olvida-do? y, además, estoy dispuesta a vivir contigoun mes, dos meses, que sais-je? No cabe duda deque en dos meses nos gastaremos esos cientocincuenta mil francos. Ya ves que je suis bonne

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enfant y que te lo digo de antemano, mais tuverras des étoiles.

-¿Cómo? ¿Gastarlo todo en dos meses?-¿Y qué? ¿Te asusta eso? Ah, vil esclave! ¿Pero

no sabes que un mes de esa vida vale más quetoda tu existencia? Un mes... et aprés le déluge!Mais tu ne peux comprendre, va! ¡Vete, vete deaquí, que no lo vales! Aïe, que fais-tu?

En ese momento estaba yo poniéndole la otramedia, pero no pude contenerme y le besé elpie. Ella lo retiró y con la punta de él comenzóa darme en la cara. Acabó por echarme de lahabitación.

-Eh bien, mon outchitel, je t'attends, si tu veux,¡dentro de un cuarto de hora me voy! -gritó trasmí.

Cuando volvía a mi cuarto me sentía comomareado. Pero, al fin y al cabo, no tengo yo laculpa de que mademoiselle Polina me tiraratodo el dinero a la cara ni de que ayer, por aña-didura, prefiriera míster Astley a mí. Algunos

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de los billetes estaban aún desparramados porel suelo. Los recogí. En ese momento se abrió lapuerta y apareció el Oberkellner (que antes nisiquiera quería mirarme) con la invitación deque, si me parecía bien, me mudara abajo, a unaposento soberbio, ocupado hasta poco antespor el conde V.

Yo, de pie, reflexioné.-¡La cuenta! -exclamé-. Me voy al instante, en

diez minutos. «Pues si ha de ser París, a París»-pensé para mis adentros. Es evidente que elloestá escrito.

Un cuarto de hora después estábamos, enefecto, los tres sentados en un compartimientoreservado: mademoiselle Blanche, madame veu-ve Cominges y yo. Mademoiselle Blanche memiraba riéndose, casi al borde de la histeria.Veuve Cominges la secundaba; yo diré que es-taba alegre. Mi vida se había partido en dos,pero ya estaba acostumbrado desde el día antesa arriesgarlo todo a una carta. Quizá, y efecti-

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vamente es cierto, ese dinero era demasiadopara mí y me había trastornado. Peut-étre, je nedemandais pas mieux. Me parecía que por algúntiempo -pero sólo por algún tiempo- habíacambiado la decoración. «Ahora bien, dentrode un mes estaré aquí, y entonces... y entoncesnos veremos las caras, míster Astley.» No, porlo que recuerdo ahora ya entonces me sentíaterriblemente triste, aunque rivalizaba con latonta de Blanche a ver quién soltaba las mayo-res carcajadas.

~¿Pero qué tienes? ¡Qué bobo eres! ¡Oh, québobo! -chillaba Blanche, interrumpiendo su risay riñéndome en serio-. Pues sí, pues sí, sí, nosgastaremos tus doscientos mil francos, pero...mais tu seras heureux, comme un petit roi; yomisma te haré el nudo de la corbata y te presen-taré a Hortense. Y cuando nos gastemos todonuestro dinero vuelves aquí y una vez másharás saltar la banca. ¿Qué te dijeron los judíos?Lo importante es la audacia, y tú la tienes, ymás de una vez me llevarás dinero a París.

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Quant à moi, je veux cinquante mille francs de renteet alors...

-¿Y el general? -le pregunté.-El general, como bien sabes, viene ahora a

verme todos los días con un ramo de flores.Esta vez le he mandado de propósito a que mebusque flores muy raras. Cuando vuelva elpobre, ya habrá volado el pájaro. Nos seguirá atoda prisa, ya veras. ¡Ja, ja, ja! ¡Qué contentaestaré con él! En París me será útil. Míster As-tley pagará aquí por él...

Y he aquí cómo fui entonces a París.

Capítulo 16

¿Qué diré de París? Todo ello, por supuesto,fue una locura y estupidez. En total permanecíen París algo más de tres semanas y en ese

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tiempo se volatilizaron por completo mis cienmil francos. Hablo sólo de cien mil; los otroscien mil se los di a mademoiselle Blanche endinero contante y sonante: cincuenta mil enFrancfort, y al cabo de tres días en París le en-tregué cincuenta mil más, en un pagaré, por elcual me sacó también dinero al cabo de ochodías, «et les cent mille francs que nous restent tu lesmangeras avec moi, mon outchitel». Me llamabasiempre «outchitel», esto es, tutor. Es difícilimaginarse nada en este mundo más mezquino,más avaro más ruin que la clase de criaturas aque pertenecía mademoiselle Blanche. Pero estoen cuanto a su propio dinero. En lo tocante amis cien mil francos, me dijo más tarde, sinrodeos que los necesitaba para su instalacióninicial en París: «puesto que ahora me establez-co como Dios manda y durante mucho tiemponadie me quitará del sitio; al menos así lo tengoproyectado» -añadió. Yo, sin embargo, casi novi esos cien mil francos. Era ella la que siempreguardaba el dinero, y en mi faltriquera, en la

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que ella misma huroneaba todos los días nuncahabía más de cien francos y casi siempre me-nos.

-¿Pero para qué necesitas dinero? -me pre-guntaba de vez en cuando con la mayor since-ridad; y yo no disputaba con ella. Ahora bien,con ese dinero iba amueblando y decorando suapartamento bastante bien, y cuando más tardeme condujo al nuevo domicilio me decía en-señándome las habitaciones: «Mira lo que concálculo y gusto se puede hacer aun con los me-dios más míseros». Esa miseria ascendía, sinembargo, a cincuenta mil francos, ni más nimenos. Con los cincuenta mil restantes se pro-curó un carruaje y caballos, amén de lo cualdimos dos bailes, mejor dicho, dos veladas a lasque asistieron Hortense y Lisette y Cléopátre,mujeres notables por muchos conceptos y hastabastante guapas. En esas dos veladas me viobligado a desempeñar el estúpido papel deanfitrión, recibir y entretener a comerciantesricos e imbéciles, inaguantables por su ignoran-

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cia y descaro, a varios tenientes del ejército, aescritorzuelos miserables y a insectos del pe-riodismo, que llegaban vestidos de frac muy ala moda, con guantes pajizos, y dando muestrasde un orgullo y una arrogancia inconcebiblesaun entre nosotros, en Petersburgo, lo que ya esdecir. Se les ocurrió incluso reírse de mí, peroyo me emborraché de champaña y fui a tum-barme en un cuarto trasero. Todo esto me resul-taba repugnante en alto grado. «C'est un outchi-tel -decía de mí mademoiselle Blanche-. Il agagné deux cent mille francs y no sabría gastárse-los sin mí. Más tarde volverá a ser tutor. ¿Nosabe aquí nadie dónde colocarlo? Hay quehacer algo por él.» Recurrí muy a menudo alchampaña porque a menudo me sentía horri-blemente triste y aburrido. Vivía en un ambien-te de lo más burgués, de lo más mercenario, enel que se calculaba y se llevaba cuenta de cadasou. Blanche no me quería mucho en los prime-ros quince días, cosa que noté; es verdad queme vistió con elegancia y que todos los días me

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hacía el nudo de la corbata, pero en su fuerointerno me despreciaba cordialmente, lo cualme traía sin cuidado. Aburrido Y melancólico,empecé a frecuentar el «Cháteau des Fleurs»,donde todas las noches, con regularidad, meembriagaba y aprendía el cancán (que allí sebaila con la mayor desvergüenza) y, en conse-cuencia, llegué a adquirir cierta fama en talquehacer. Por fin Blanche llegó a calar mi ver-dadera índole; no sé por qué se había figuradoque durante nuestra convivencia yo iría trasella con papel y lápiz, apuntando todo lo quehabía gastado, lo que había robado y lo que aúnhabía de gastar y robar; y, por supuesto, estabasegura de que por cada diez francos se armaríaentre nosotros una trifulca. Para cada una delas embestidas mías que había imaginado deantemano tenía preparada una réplica: peroviendo que yo no embestía empezó a objetarpor su cuenta. Algunas veces se arrancaba conardor, pero al notar que yo guardaba silencio-porque lo corriente era que estuviera tumbado

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en el sofá mirando inmóvil el techo- acabó porsorprenderse. Al principio pensaba que yo erasimplemente un mentecato, «un outchitel», y selimitaba a poner fin a sus explicaciones, pen-sando probablemente para sí: «Pero si es tonto;no hay por qué explicarle nada, puesto que nise entera». Entonces se iba, pero volvía diezminutos después (esto ocurría en ocasiones enque estaba haciendo los gastos más exor-bi,,tantes, gastos muy por encima de nuestrosmedios: por ejemplo, se deshizo de los caballosque tenía y compró otro tronco en dieciséis milfrancos).

-Bueno, ¿conque no te enfadas, Bibi? -dijoacercándose a mí.

-¡Noooo! Me fastidias -contesté apartándolade mí con el brazo. Esto le pareció tan curiosoque al momento se sentó junto a mí.

-Mira, si he decidido pagar tanto es porquelos vendían de lance. Se pueden revender enveinte mil francos.

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-Sin duda, sin duda. Los caballos son sober-bios. Ahora tienes un magnífico tronco. Te vabien. Bueno, basta.

-¿Entonces no estás enfadado?-¿Por qué había de estarlo? Haces bien en ad-

quirir las cosas que estimas indispensables.Todo te será de utilidad más tarde. Yo veo que,efectivamente, necesitas establecerte bien; deotro modo no llegarás a millonaria. Nuestroscien mil francos son nada más que el principio,una gota de agua en el mar.

Lo menos que Blanche esperaba de mí erantales razonamientos en vez de gritos y repro-ches; para ella fue como caer del cielo.

-Pero tú... ¡hay que ver cómo eres! Mais tu asI'esprit pour comprendre! Sais-tu, mon garçon,aunque sólo eres un outchitel, deberías habernacido príncipe. ¿Conque no lamentas que eldinero se nos acabe pronto?

-Cuanto antes, mejor.

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-Mais... sais-tu... mais dis donc, ¿es que eres ri-co? Mais, sais-tu, desprecias el dinero demasia-do. Qu'est-ce que tu feras après, dis donc?

-Aprés, voy a Homburg y vuelvo a ganar cienmil francos.

-Oui, oui! c'est ça, c'est magnifique! Y yo sé quelos ganarás y que los traerás aquí. Dis donc, vasa hacer que te quiera. Eh bien, por ser como ereste voy a querer todo este tiempo y no te seréinfiel ni una sola vez. Ya ves, no te he queridohasta ahora parce queje croyais que tu n'es qu'unoutchitel (quelque chose comme un laquais, n'est-cepas?), pero a pesar de ello te he sido fiel, parcequeje suís bonnefille.

-¡Anda, que mientes! ¿Es que crees que no tevi la última vez con Albert, con ese oficialitomoreno?

-Oh, Oh, mais tu es...-Vamos, mientes, mientes, pero ¿piensas que

me enfado? Me importa un comino; il faut quejeunesse se passe. No debes despedirlo si fue mi

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predecesor y tú le quieres. Ahora bien, no ledes dinero, ¿me oyes?

~¿Conque no te enfadas por eso tampoco?Mais tu es un vrai philosophe, sais-tu? Un vraiphilosophe! -exclamó con entusiasmo-. Eh, bien, jet'aimerai, je t'aimerai, tu verras, tu seras content!

Y, en efecto, desde ese momento se mostróconmigo muy apegada, se portó hasta con afec-to, y así pasaron nuestros últimos diez días. Novi las «estrellas» prometidas; pero en ciertosparticulares cumplió de veras su palabra. Porañadidura, me presentó a Hortense que era, asu modo, una mujer admirable y a quien ennuestro círculo llamaban Thérésephilosophe...

Pero no hay por qué extenderse en estos deta-lles; todo esto podría constituir un relato espe-cial, con un colorido especial que no quierointercalar en esta historia. Lo que quiero subra-yar es que deseaba con toda el alma que aque-llo acabara lo antes posible. Pero con nuestroscien mil francos hubo bastante, como ya he di-

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cho, casi para un mes, lo que de veras me ma-ravillaba. De esta suma, ochenta mil francospor lo menos los invirtió Blanche en comprarsecosas: vivimos sólo de veinte mil francos y, sinembargo, fue bastante. Blanche, que en losúltimos días era ya casi sincera conmigo (por lomenos no me mentía en algunas cosas), confesóque al menos no recaerían sobre mí las deudasque se veía obligada a contraer. «No te he dadoa firmar cuentas y pagarés porque me ha dadolástima de ti; pero otra lo hubiera hecho sinduda y te hubiera llevado a la cárcel. ¡Ya ves, yaves, cómo te he querido y lo buena que soy!¡Sólo que esa endiablada boda me costará unojo de la cara! »

Y, efectivamente, tuvimos una boda. Se ce-lebró al final mismo de nuestro mes, y es preci-so admitir que en ella se fueron los últimos re-siduos de mis cien mil francos. Con ello se ter-minó el asunto, es decir, con ello se terminónuestro mes y pasé formalmente a la condiciónde jubilado.

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Ello ocurrió del modo siguiente: ocho díasdespués de instalarnos en París se presentó elgeneral. Vino directamente a ver a Blanche ydesde la primera visita casi se alojó con noso-tros. Tenía, es cierto, su propio domicilio, no sédónde. Blanche le recibió gozosamente, concarcajadas y chillidos, y hasta se precipitó aabrazarlo; la cosa llegó al punto de que ellamisma era la que no le soltaba y él hubo deseguirla a todas partes: al bulevar, a los paseosen coche, al teatro y a visitar a los amigos. Paraestos fines el general era todavía útil, pues teníaun porte bastante impresionante y decoroso,con su estatura relativamente elevada, sus pati-llas y bigote teñido (había servido en los cora-ceros) y su rostro agradable aunque algo adipo-so. Sus modales eran impecables y vestía el fraccon soltura. En París empezó a llevar sui con-decoraciones. Con alguien así no sólo era posi-ble, sino hasta recomendable, si se permite la ex-presión, circular por el bulevar. Por tales moti-vos el bueno e inútil general estaba que no cab-

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ía en sí de gozo, porque no contaba con ellocuando vino a vernos a su llegada a París. En-tonces se presentó casi temblando de miedo,creyendo que Blanche prorrumpiría en gritos ymandaría que lo echaran; y en vista del carizdiferente que habían tomado las cosas, estabarebosante de entusiasmo y pasó todo ese mesen un estado de absurda exaltación, estado enque seguía cuando yo le dejé. Me enteré en de-talle de que después de nuestra repentina par-tida de Roulettenburg, le había dado esa mismamañana algo así como un ataque. Cayó al suelosin conocimiento y durante toda la semana si-guiente estuvo como loco, hablando sin cesar.Le pusieron en tratamiento, pero de repente lodejó todo, se metió en el tren y se vino a París.Ni que decir tiene que el recibimiento que lehizo Blanche fue la mejor medicina para él, pe-ro, a despecho de su estado alegre y exaltado,persistieron durante largo tiempo los síntomasde la enfermedad. Le era imposible razonar oincluso mantener una conversación si era un

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poco seria; en tal caso se limitaba a mover lacabeza y a decir «¡hum!» a cada palabra, con loque salía del paso. Reía a menudo con risa ner-viosa, enfermiza, que tenía algo de carcajada; aveces también permanecía sentado horas ente-ras, tétrico como la noche, frunciendo sus po-bladas cejas. Por añadidura, era ya poco lo querecordaba; llegó a ser escandalosamente dis-traído y adquirió la costumbre de hablar consi-go mismo. Blanche era la única que podía ani-marle; y, en realidad, los accesos de depresión ytaciturnidad, cuando se acurrucaba en unrincón, significaban sólo que no había visto aBlanche en algún tiempo, que ésta había ido aalgún sitio sin llevarle consigo o que se habíaido sin hacerle alguna caricia. Por otra parte, niél mismo hubiera podido decir qué quería y nisiquiera se daba cuenta de que estaba triste ydecaído. Después de permanecer sentado unahora o dos (noté esto un par de veces cuandoBlanche estuvo fuera todo el día, probablemen-te con Albert), empezaba de pronto a mirar a su

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alrededor, a agitarse, a aguzar la mirada, ahacer memoria, como si quisiera encontrar al-guna cosa; pero al no ver a nadie y al no recor-dar siquiera lo que quería preguntar, volvía acaer en la distracción hasta que se presentabaBlanche, alegre, vivaracha, emperifollada, consu risa sonora, quien iba corriendo a él, se pon-ía a zarandearlo y hasta lo besaba, galardón, sinembargo, que raras veces le otorgaba. En unaocasión el general llegó a tal punto en su rego-cijo que hasta se echó a llorar, de lo cual quedémaravillado.

Tan pronto como el general apareció en París,Blanche se puso a abogar su causa ante mí. Re-currió incluso a la elocuencia; me recordabaque le había engañado por mí, que había sidocasi prometida suya, que le había dado su pa-labra; que por ella había él abandonado a sufamilia y, por último, que yo había servido encasa de él y debía recordarlo; y que ¿cómo nome daba vergüenza ... ? Yo me limitaba a callarmientras ella hablaba como una cotorra. Por fin,

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solté una risotada, con lo que terminó aquello;esto es, primero me tomó por un imbécil, peroal final quedó con la impresión de que erahombre bueno y acomodaticio. En resumen,que tuve la suerte de acabar mereciendo el ab-soluto beneplácito de esta digna señorita (Blan-che, por otra parte, era en efecto una chica exce-lente, claro que en su género; yo no la apreciécomo tal al principio). «Eres bueno y listo -medecía hacia el final- y.. y.. ¡sólo lamento queseas tan pazguato! ¡Nunca harás fortuna!»

«Un vrai Russe, un calmouk!» Algunas vecesme mandaba sacar al general de paseo por lascalles, ni más ni menos que como un lacayosacaría de paseo a una galguita. Yo, por lo de-más, lo llevaba al teatro, al Bal-Mabille y a losrestaurantes. A este fin Blanche facilitaba eldinero, aunque el general tenía el suyo propio ygustaba de tirar de cartera en presencia de lagente. En cierta ocasión tuve casi que recurrir ala fuerza para impedir que comprase un brocheen setecientos francos, del que se prendó en el

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Palais Royal y que a toda costa quería regalar aBlanche. ¿Pero qué representaba para ella unbroche de setecientos francos? Al general no lequedaban más que mil francos y nunca pudeenterarme de cómo se los había procurado. Su-pongo que procedían de míster Astley, puestoque éste había pagado lo que el general debíaen el hotel. En cuanto a cómo me considerabadurante todo este tiempo, creo que ni siquierasospechaba mis relaciones con Blanche. Aun-que había oído vagamente que yo había ganadouna fortuna, probablemente suponía que encasa de Blanche yo era algo así como secretarioparticular o quizá sólo criado. Al menos mehablaba siempre con altivez, en tono autorita-rio, igual que antes, y de vez en cuando hastame echaba una filípica. En cierta ocasión nosdio muchísimo que reír una mañana a Blanchey a mí. No era hombre susceptible al agravio,que digamos; y he aquí que de pronto se ofen-dió conmigo; ¿por qué?, hasta este momentosigo sin enterarme. Por supuesto que él mismo

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lo ignoraba. En resumen, que se puso a despo-tricar sin ton ni son, à bátons rompus, gritaba queyo era un pilluelo, que iba a darme una lección.... que me haría comprender... etcétera, etcéte-ra. Nadie pudo entender nada. Blanche se part-ía de risa, hasta que por fin lograron tranquili-zarle no sé cómo y lo sacaron a dar un paseo.Muchas veces noté, sin embargo, que se poníatriste, que sentía lástima de algo o de alguien,incluso cuando Blanche estaba presente. En talestado se puso a hablar conmigo un par de ve-ces, aunque sin explicarse claramente, trajo acolación sus años de servicio, a su difunta espo-sa, sus propiedades, su hacienda. Se le ocurríauna frase y se entusiasmaba con ella, y la repet-ía cien veces al día, aunque no correspondierani por asomo a sus sentimientos ni a sus ideas.Intenté hablar con él de sus hijos, pero dio es-quinazo al tema con el consabido trabalenguasy pasó en seguida a otro: «¡Sí, sí! Los niños, losniños, tiene usted razón, los niños». Sólo unavez se mostró conmovido, cuando iba con no-

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sotros al teatro: «¡Son unos niños infelices!». Yluego, durante la velada repitió varias veces laspalabras «niños infelices». Una vez, cuandoempecé a hablar de Polina, montó en cólera: «¡Es una desagradecida! -gritó-; ¡es mala y des-agradecida! ¡Ha deshonrado a la familia! ¡Siaquí hubiera leyes, ya la ataría yo corto! ¡Sí,señor, sí!». De Des Grieux ni siquiera podíaescuchar el nombre. «Me ha arruinado ~decía-,me ha robado, me ha perdido! ¡Ha sido mi pe-sadilla durante dos años enteros! ¡Se me haaparecido en sueños durante meses y meses!Es... es ... es... ¡Oh, no vuelva usted a hablarmede él!»

Vi que traían algo entre manos, pero guardésilencio como de costumbre. Fue Blanche laprimera en explicármelo, justamente ocho díasantes de separarnos. «Il a du chance -chachareó-;la babouchka está ahora enferma de veras y semuere sin remedio. Míster Astley ha telegrafia-do; no puedes negar que a pesar de todo es suheredero. Y aunque no lo sea, no es ningún

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estorbo para mí. En primer lugar, tiene su pen-sión, y en segundo lugar, vivirá en el cuarto deal lado y estará más contento que unas pascuas.Yo seré "mádame la générale". Entraré en labuena sociedad (Blanche soñaba con esto conti-nuamente), luego llegaré a ser, una terratenien-te rusa, j'aurai un château, des moujiks, et puisj'aùrai toujours mon million!»

-Bueno, pero si empieza a tener celos, pregun-tará... sabe Dios qué cosas, ¿entiendes?

-¡Oh, no, non, non, non! ¡No se atrevería! Hetomado mis medidas, no te preocupes. Ya le hehecho firmar algunos pagarés en nombre deAlbert. Al menor paso en falso será castigadoen el acto. ¡No se atreverá!

-Bueno, cásate con él...La boda se celebró sin especial festejo, en fa-

milia y discretamente. Entre los invitados figu-raban Albert y algunos de los íntimos. Horten-se, Cléopátre y las demás quedaron excluidassin contemplaciones. El novio se interesó

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enormemente en su situación. La propia Blan-che le anudó la corbata y le puso pomada en elpelo. Con su frac y chaleco blanco ofrecía unaspecto trés comme ilfaut.

-Il est pourtant trés comme il faut -me explicó lamisma Blanche, saliendo de la habitación delgeneral, como sorprendida de que éste fuera enefecto trés comme il faut. Yo, que participé entodo ello como espectador indolente, me enteréde tan pocos detalles que he olvidado muchode lo que sucedió. Sólo recuerdo que el apellidode Blanche resultó no ser «de Cominges» -y,claro, su madre no era la veuve Cominges-,sino «du Placet». No sé por qué ambas se hab-ían hecho pasar por de Cominges hasta enton-ces. Pero el general también quedó contento deello, y hasta prefería du Placet a de Cominges.La mañana de la boda, ya enteramente vestido,se estuvo paseando de un extremo a otro de lasala, repitiendo en voz baja con seriedad e im-portancia nada comunes, «¡Mademoiselle Blan-che du Placet! ¡Blanche du Placet! ¡Du Placet!».

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Y en su rostro brillaba cierta fatuidad. En laiglesia, en la alcaldía y en casa, donde se sirvióun refrigerio, se mostró no sólo alegre y satisfe-cho, sino hasta orgulloso. Algo les había ocu-rrido a los dos, porque también Blanche revela-ba una particular dignidad.

-Es menester que ahora me conduzca de ma-nera enteramente distinta -me dijo con seriedadpoco común-, mais vois-tu, no he pensado enuna cosa horrenda- imagínate que todavía nohe podido aprender mi nuevo apellido: Zago-rianski, Zagozianski, madame la générale deSago-Sago, ces diables de noms russes, en fin ma-dame la générale à quatorze consonnes! Commec'est agréable, n'est-ce pas?

Por fin nos separamos, y Blanche, la tonta deBlanche, hasta derramó unas lagrimitas al des-pedirse de mí: «Tu étais bon enfant -dijo gimo-teando-. je te croyais bête et tu en avais l'air; peroeso te sienta bien». Y al darme el últimoapretón de manos exclamó de pronto: Attends!,fue corriendo a su gabinete y volvió al cabo de

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un minuto para entregarme dos billetes de milfrancos. ¡Nunca lo hubiera creído! «Esto tevendrá bien; quizá como outchitel seas muylisto, pero como hombre eres terriblemente ton-to. Por nada del mundo te daré más de dos mil,porque los perderías al juego. ¡Bueno, adiós!Nous serons toujours bons amis, y si ganas otravez ven a verme sin falta, et tu seras heureux!»

A mí me quedaban todavía quinientos fran-cos, sin contar un magnífico reloj que valdríamil, un par de gemelos de brillantes y algunaotra cosa, con lo que podría ir tirando bastantetiempo todavía sin preocuparme de nada. Vinea instalarme de propósito en este villorio parahacer inventario de mí mismo, pero sobre todopara esperar a míster Astley. He sabido queprobablemente pasará por aquí en viaje de ne-gocios y se detendrá. Me enteraré de todo... ydespués... después me iré derecho a Homburg.No iré a Roulettenburg; quizá el año que viene.En efecto, dicen que es de mal agüero probar

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suerte dos veces seguidas en la misma mesa dejuego; y en Homburg se juega en serio.

Capítulo 17

Ya hace un año y ocho meses que no he echa-do un vistazo a estas notas, y sólo ahora, des-alentado y melancólico, con la intención dedistraerme, las he vuelto a leer por casualidad.Me quedé entonces en el punto en que salíapara Homburg. ¡Dios mío! ¡Con qué ligereza decorazón, hablando relativamente, escribí enton-ces esas últimas frases! ¡Mejor dicho, no conqué ligereza, sino con qué presunción, con quéfirmes esperanzas! ¿Tenía acaso alguna dudade mí mismo? ¡Y he aquí que ha pasado algomás de año y medio y, a mi modo de ver, estoymucho peor que un mendigo! ¿Qué digo men-digo? ¡Nada de eso! Sencillamente estoy perdi-do. Pero no hay nada con qué compararlo y no

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tengo por qué darme a mí mismo lecciones demoral. Nada sería más estúpido que moralizarahora. ¡Oh, hombres satisfechos de sí mismos!¡Con qué orgullosa jactancia se disponen esoscharlatanes a recitar sus propias máximas! Sisupieran cómo yo mismo comprendo lo abo-minable de mi situación actual, no se atreveríana darme lecciones. Porque vamos a ver, ¿quépueden decirme que yo no sepa? ¿Y acaso setrata de eso? De lo que se trata es de que bastaun giro de la rueda para que todo cambie, y deque estos moralistas -estoy seguro de ello-serán entonces los primeros en venir a felici-tarme con chanzas amistosas. Y no me volveránla espalda, como lo hacen ahora. ¡Que se vayana freír espárragos! ¿Qué soy yo ahora? Un ceroa la izquierda. ¿Qué puedo ser mañana? Maña-na puedo resucitar de entre los muertos Y em-pezar a vivir de nuevo. Aún puedo, mientrasviva, rescatar al hombre que va dentro de mí.

En efecto, fui entonces a Homburg, pero ...más tarde estuve otra vez en Roulettenburg,

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estuve también en Spa, estuve incluso en Ba-den, adonde fui como ayuda de cámara delConsejero Hinze, un bribón que fue mi amoaquí. Sí, también serví de lacayo ¡nada menosque cinco meses! Eso fue recién salido de lacárcel (porque estuve en la cárcel en Rouletten-burg por una deuda contraída aquí. Un desco-nocido me sacó de ella. ¿Quién sería? ¿MísterAstley? ¿Polina? No sé, pero la deuda fue pa-gada, doscientos táleros en total, y fui puesto enlibertad). ¿En dónde iba a meterme? Y entré alservicio de ese Hinze. Es éste un hombre joveny voluble, amante de la ociosidad, y yo séhablar y escribir tres idiomas. Al principioentré a trabajar con él en calidad de secretario oalgo por el estilo, con treinta gulden al mes, peroacabé como verdadero lacayo, porque llegó elmomento en que sus medios no le permitierontener un secretario y me rebajó el salario. Comoyo no tenía adonde ir, me quedé, y de esa ma-nera, por decisión propia, me convertí en laca-yo. En su servicio no comí ni bebí lo suficiente,

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con lo que en cinco meses ahorré setenta gulden.Una noche, en Baden, le dije que quería dejar suservicio, y esa misma noche me fui a la ruleta.¡Oh, cómo me martilleaba el corazón! No, noera el dinero lo que me atraía. Lo único queentonces deseaba era que todos estos Hinze,todos estos Oberkellner, todas estas magníficasdamas de Baden hablasen de mí, contasen mihistoria, se asombrasen de mí, me colmaran dealabanzas y rindieran pleitesía a mis nuevasganancias. Todo esto son quimeras y afanespueriles, pero... ¿quién sabe?, quizá tropezaríacon Polina y le contaría -y ella vería- que estoypor encima de todos estos necios reveses deldestino. ¡Oh, no era el dinero lo que me tenta-ba! Seguro estoy de que lo hubiera despilfarra-do una vez más en alguna Blanche y de queuna vez más me hubiera paseado en coche porParís durante tres semanas, con un tronco demis propios caballos valorados en dieciséis milfrancos; porque la verdad es que no soy avaro;antes bien, creo que soy un manirroto. Y sin

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embargo, ¡con qué temblor, con qué desfalleci-miento del corazón escucho el grito del crupier:trente et un, rouge, impaire et passe, o bien: qua-tre, noir, pair et manque! icon qué avidez mirola mesa de juego, cubierta de luises, federicos ytáleros, las columnas de oro, el rastrillo del cru-pier que desmorona en montoncillos, comobrasas candentes, esas columnas o los altos ri-meros de monedas de plata en torno a la rueda.Todavía, cuando me acerco a la sala de juego,aunque haya dos habitaciones de por medio,casi siento un calambre al oír el tintín de lasmonedas desparramadas.

Ah, esa noche en que llegué a la mesa de jue-go con mis setenta gulden fue también notable.Empecé con diez gulden, una vez más enpasse.Perdí. Me quedaban sesenta gulden en plata;reflexioné y me decidí por el zéro. Comencé aapuntar al zéro cinco gulden por puesta, y a latercera salió de pronto el zéro; casi desfallecí degozo cuando me entregaron ciento setenta ycinco gulden. No había sentido tal alegría ni si-

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quiera aquella vez que gané cien mil gulden;seguidamente aposté cien gulden al rojo, y salió;los doscientos al rojo, y salió; los cuatrocientosal negro, y salió; los ochocientos al manque, ysalió; contando lo anterior hacía un total de milsetecientos gulden, ¡y en menos de cinco minu-tos! Sí, en tales momentos se olvidan todos losfracasos anteriores. Porque conseguí estoarriesgando más que la vida; me atreví aarriesgar... y me pude contar de nuevo entre loshombres.

Tomé habitación en un hotel, me encerré enella y estuve contando mi dinero hasta la tresde la madrugada. A la mañana siguiente, cuan-do me desperté, ya no era lacayo. Decidí irme aHomburg ese mismo día; allí no había servidocomo lacayo ni había estado en la cárcel. Mediahora antes de la salida del tren fui a hacer dosapuestas, sólo dos, y perdí centenar y medio deflorines. A pesar de ello me trasladé a Hom-burg y hace ya un mes que estoy aquí...

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Vivo, ni que decir tiene, en perpetua zozobra;juego cantidades muy pequeñas y estoy a laespera de algo, hago cálculos, paso días enterosjunto a la mesa de juego observándolo, hasta loveo en sueños; y de todo esto deduzco que voycomo insensibilizándome, como hundiéndomeen agua estancada. Llego a esta conclusión porla impresión que me ha producido tropezar conmíster Astley. No nos habíamos visto desdeentonces y nos encontramos por casualidad. Heaquí cómo sucedió eso. Fui a los jardines y cal-culé que estaba casi sin dinero pero que aúntenía cincuenta gulden, amén de que tres díasantes había pagado en su totalidad la cuentadel hotel en que tengo alquilado un cuchitril.Por lo tanto, me queda la posibilidad de acudira la ruleta, pero sólo una vez; si gano algo,podré continuar el juego; si pierdo, tendré quemeterme a lacayo otra vez, a menos que se pre-senten en seguida algunos rusos que necesitenun tutor. Pensando así, iba yo dando mi paseodiario por el parque y por el bosque en el prin-

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cipado vecino. A veces me paseaba así hastacuatro horas y volvía a Homburg cansado yhambriento. Apenas hube pasado d( los jardi-nes al parque cuando de repente vi a místerAstley sentado en un banco. Él fue el primeroen verme y me llamó a voces. Me senté junto aél. Al notar en él cierta gravedad moderé almomento mi regocijo, pero aun así me alegrémuchísimo de verle.

~¡Conque está usted aquí! Ya pensaba yo queiba a tropezar con usted ~me dijo-. No se mo-leste en contarme nada: lo sé todo, todo. Me esconocida toda la vida de usted durante losúltimos veinte meses.

-¡Bah, conque espía usted a los viejos amigos!-respondí-. Le honra a usted el hecho de que nose olvida... Pero, espere, me hace usted pensaren algo: ¿no fue usted quien Te sacó de la cárcelde Roulettenburg donde estaba preso por unadeuda de doscientos gulden? Fue un desconoci-do quien me rescató.

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-¡No, oh, no! Yo no le saqué de la cárcel deRoulettenburg donde estaba usted por unadeuda de doscientos gulden, pero sí sabía queestaba usted en la cárcel por una deuda de dos-cientos gulden.

-¿Quiere decir eso, sin embargo, que sabe us-ted quién me sacó?

-Oh no, no puedo decir que sepa quién lesacó.

-Cosa rara. No soy conocido de ninguno denuestros rusos, y quizá aquí los rusos no resca-tan a nadie. Allí en Rusia es otra cosa: los orto-doxos rescatan a los ortodoxos. Pensé quealgún inglés estrambótico podría haberlo hechopor excentricidad.

Míster Astley me escuchó con cierto asombro.Por lo visto esperaba encontrarme triste y aba-tido.

-Me alegra mucho, de todos modos, ver queconserva plenamente su independencia espiri-

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tual y hasta su jovialidad -dijo con tono algodesagradable.

-Es decir, que está usted rabiando por dentroporque no me ve deprimido y humillado -dijeyo, riendo.

No comprendió al instante, pero cuandocomprendió se sonrió.

-Me gustan sus observaciones. Reconozco enesas palabras a mi antiguo amigo, listo y entu-siasmado al par que único. Los rusos son losúnicos que pueden reconciliar en sí mismostantas contradicciones a la vez. Es cierto; a unole gusta ver humillado a su mejor amigo; y engran medida la amistad se funda en la humilla-ción. Ésta es una vieja verdad conocida de todohombre inteligente. Pero le aseguro a usted queesta vez me alegra de veras que no haya perdi-do el coraje. Diga, ¿no tiene intención de aban-donar el juego?

-¡Maldito sea el juego! Lo abandonaré encuanto...

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-¿En cuanto se desquite? Ya me lo figuraba;no siga .... ya lo sé; lo ha dicho usted sin querer,por consiguiente ha dicho la verdad. Diga, fue-ra del juego, ¿no se ocupa usted en nada?

-No, en nada.Empezó a hacerme preguntas. Yo no sabía

nada, apenas había echado un vistazo a los pe-riódicos, y durante todo ese tiempo ni siquierahabía abierto un libro.

-Se ha anquilosado usted -observó-; no sóloha renunciado a la vida, a sus intereses perso-nales y sociales, a sus deberes como ciudadanoy como hombre, a sus amigos (porque los teníausted a pesar de todo)..., no sólo ha renunciadousted a todo propósito que no sea ganar en eljuego, sino que ha renunciado incluso a susrecuerdos. Yo le recuerdo a usted en un mo-mento ardiente y pujante de su vida, pero estoyseguro de que ha olvidado todas sus mejoresimpresiones de entonces. Sus ilusiones, susambiciones de ahora, aun las más apremiantes,

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no van más allá del pair et impair, rouge, noir, losdoce números medios, etcétera, etcétera. Estoyseguro.

-Basta, míster Astley, por favor, por favor, nohaga memoria -exclamé con enojo vecino alrencor-. Sepa que no he olvidado absolutamen-te nada, sino que por el momento he excluidotodo eso de mi mente, incluso los recuerdos,hasta que mejore mi situación de modo radical.Entonces... ¡entonces ya verá usted cómo resu-cito de entre los muertos!

-Estará usted aquí todavía dentro de diezaños -dijo-. Le apuesto que se lo recordaré austed en este mismo banco, si vivo todavía.

-Bueno, basta -interrumpí con impaciencia-, ypara demostrarle que no me he olvidado tantodel pasado, permita que le pregunte: ¿dóndeestá miss Polina? Si no fue usted quien me sacóde la cárcel sería probablemente ella. No hetenido noticia ninguna de ella desde aqueltiempo.

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-¡No, oh no! No creo que fuera ella quien lesacara. Está ahora en Suiza, y me haría ustedun gran favor si dejara de preguntarme pormiss Polina -dijo sin ambages y hasta con enfa-do.

-Eso quiere decir que le ha herido también austed mucho -dije riendo involuntariamente.

-Miss Polina es la mejor de todas las criaturasmás dignas de respeto, pero le repito que mehará un gran favor si deja de preguntarme pormiss Polina. Usted no la conoció nunca, y con-sidero insultante a mi sentido moral oír sunombre en labios de usted.

-¡Conque ahí estamos! Pero se equivoca us-ted. ¿De qué cree usted que hablaríamos, ustedy yo, si no de eso? Porque en eso consisten to-dos nuestros recuerdos. Pero no se preocupe,que no me hace falta conocer ninguno de susasuntos íntimos o confidenciales... Me interesansólo, por así decirlo, las condiciones externas de

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miss Polina, sólo su situación aparente en laactualidad. Eso puede decirse en dos palabras.

-Bueno, para que todo quede concluido conesas dos palabras: miss Polina estuvo enfermalargo tiempo; lo está todavía. Durante algúntiempo estuvo viviendo con mi madre y mihermana en el norte de Inglaterra. Hace medioaño su abuela -usted se acuerda, aquella mujertan loca- murió y le dejó, a ella personalmente,bienes por valor de siete mil libras. En la actua-lidad miss Polina viaja en compañía de la fami-lia de mi hermana, que ahora está casada. Suhermano y su hermana menores también lleva-ron su parte en el testamento de la abuela yestán en colegios de Londres. El general, supadrastro, murió de apoplejía en París hace unmes. Mademoiselle Blanche se portó bien conél, aunque consiguió apoderarse de todo lo quele dejó la abuela .... me parece que eso es todo.

-¿Y Des Grieux? ¿No está viajando tambiénpor Suiza?

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-No, Des Grieux no está viajando por Suiza, yno sé dónde está Des Grieux; por lo demás, leprevengo por última vez que desista de talesalusiones y conexiones innobles de nombres, otendrá usted que vérselas conmigo.

-¿Cómo? ¿A pesar de nuestras relacionesamistosas de antes?

-Sí, a pesar de nuestras relaciones amistosasde antes.

-Le pido mil perdones, míster Astley, peropermítame decirle que nada injurioso o innoblehay en ello, porque de nada culpo a miss Poli-na. Amén de que un francés y una señorita ru-sa, hablando en términos generales, forman unaconexión, míster Astley, que ni a usted ni a mínos es dado calibrar ni entender por completo.

-Si no menciona usted el nombre de DesGrieux en relación con otro nombre, le pido queme explique qué quiere usted dar a entendercon la expresión «un francés y una señoritarusa». ¿Qué conexión es ésa? ¿Por qué precisa-

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mente un francés y necesariamente una señori-ta rusa?

-Ya veo que se interesa usted. Pero es largo decontar míster Astley. Habría mucho que saberde antemano. Por lo demás, es una cuestiónimportante, aunque parezca ridícula a primeravista. El francés, míster Astley, es una formabella, perfecta. Usted, como británico, puede noestar conforme con este aserto; yo, como ruso,tampoco lo estoy, aunque quizá por envidia;pero nuestras damas Pueden opinar de maneramuy distinta. Usted puede juzgar a Racine arti-ficial, amanerado y relamido; es probable queni siquiera aguante su lectura. También yo loencuentro artificial, amanerado y relamido,hasta ridículo desde cierto punto de vista; peroes delicioso, míster Astley, y, lo que es aún másimportante, es un gran poeta, querámoslo o nousted y yo. La forma nacional del francés, esdecir, del parisiense, adquirió su finura cuandonosotros éramos osos todavía. La revoluciónfue heredera de la aristocracia. Hoy día el

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francés más vulgar tiene maneras, expresionesy hasta ideas del mayor refinamiento, sin quehaya contribuido a ello ni con su iniciativa, nicon su espíritu, ni con su corazón; todo ello lotiene por herencia. En sí mismos, los francesespueden ser fatuos e infames hasta más no po-der. Bueno, míster Astley, le hago saber ahoraque no hay criatura en este mundo más crédulay sincera que una mocita rusa que sea buena,juiciosa y no demasiado afectada. Des Grieux,presentándose en un papel cualquiera, pre-sentándose enmascarado, puede conquistar sucorazón con facilidad extraordinaria; posee unaforma refinada, míster Astley, y la señorita cre-erá que esa forma es la índole real del caballero,la forma natural de su ser y su sentir, y no latomará por un disfraz que ha adquirido porherencia. Por muy desagradable que a usted leparezca, debo confesarle que la mayoría de losingleses son desmañados y toscos; los rusos,por su parte, saben reconocer con bastante tinola belleza y son sensibles a ella. Pero para reco-

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nocer la belleza espiritual y la originalidad dela persona se requiere mucha más independen-cia, mucha más libertad de la que tienen nues-tras mujeres, sobre todo las jovencitas, y entodo caso más experiencia. Miss Polina, pues,necesitaba mucho, muchísimo tiempo para dar-le a usted la preferencia sobre el canalla de DesGrieux. Le estimará a usted, le dará su amistad,le abrirá su corazón, pero en él seguirá reinan-do ese odioso canalla, ese Des Grieux mezqui-no, ruin y mercenario. Y esto será incluso con-secuencia, por así decirlo, de la terquedad y elorgullo, ya que este mismo Des Grieux se pre-sentó tiempo atrás ante ella con la aureola deun marqués elegante, de un liberal desilusio-nado, que se había arruinado por lo visto tra-tando de ayudar a la familia de ella y al mente-cato del general. Todas estas bribonadas salie-ron a la luz más tarde; pero no importa quehayan salido. Devuélvale usted ahora al DesGrieux de antes -eso es lo que necesita-. Y cuan-to más detesta al Des Grieux de ahora, tanto

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más echa de menos al de antes, aunque el deantes existía sólo en su imaginación. ¿Es ustedfabricante de azúcar, míster Astley?

-Sí, soy socio de la conocida fábrica de azúcarLowell and Company.

-Bueno, pues ya ve, míster Astley. De un ladoun fabricante de azúcar, y de otro el Apolo deBelvedere. Estas dos cosas me parece que notienen relación entre sí. Yo ni siquiera soy fabri-cante de azúcar; no soy más que un insignifi-cante jugador de ruleta y hasta he servido delacayo, lo que seguramente conoce miss Polinaporque al parecer tiene una policía excelente.

-Está usted furioso y por eso dice esas tonter-ías -comentó míster Astley con calma y en tonopensativo-. Además, lo que dice no tiene nadade original.

-De acuerdo; pero lo terrible del caso, nobleamigo mío, es que todas estas acusaciones mías,por trilladas, chabacanas y grotescas que sean,

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son verdad. En fin, usted y yo no hemos sacadonada en limpio.

-Eso es una tontería repugnante, porque...porque... sepa usted -dijo míster Astley con voztrémula y un relámpago en los ojos-, sepa us-ted, hombre innoble e indigno, hombre mez-quino y desgraciado, que he venido a Homburgpor encargo de ella para verle a usted, parahablarle detenida y seriamente, y para dar aella cuenta de todo, de los sentimientos de us-ted, de sus pensamientos, de sus esperanzas y..¡de sus recuerdos!

~¿De veras? ¿De veras? -grité, y se me salta-ron las lágrimas. No pude contenerlas, al pare-cer por primera vez en m vida.

-Sí, desgraciado; ella le quería a usted, y pue-do revelárselo porque es usted ya un hombreperdido. Más aún, si le digo que aún ahora lequiere... pero, en fin, da lo mismo, porque us-ted se quedará aquí. Sí, se ha destruido usted.Usted tenía ciertas aptitudes, un carácter vivaz

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y era hombre bastante bueno; hasta hubierapodido ser útil a su país, que tan necesitadoanda de gente útil, pero... permanecerá ustedaquí y con ello acabará su vida. No le echo laculpa. En mi opinión, así son todos los rusos oasí tienden a serlo. Si no es la ruleta, es otracosa por el estilo. Las excepciones son raras. Noes usted el primero que no comprende lo que esel trabajo (y no hablo del pueblo ruso). La rule-ta es un juego predominantemente ruso. Hastaahora ha sido usted honrado y ha preferido serlacayo a robar..., pero me aterra pensar en loque puede pasar en el futuro. ¡Bueno, basta,adiós! Supongo que necesita usted dinero. Aquítiene diez louis d'or, no le doy más porque detodos modos se los jugará usted. ¡Tómelos yadiós! ¡Tómelos, vamos!

-No, míster Astley, después de todo lo que seha dicho...

-¡Tó-me-los! -gritó-. Estoy convencido de quees usted todavía un hombre honrado y se losdoy como un amigo puede dárselos a un amigo

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de verdad. Si pudiera estar seguro de que alinstante dejaría de jugar, de que se iría deHomburg y volvería a su país, estaría dispuestoa darle a usted inmediatamente mil libras paraque empezara una nueva carrera. Pero no ledoy mil libras y sí sólo diez louis d’or porque adecir verdad mil libras o diez louis d'or vienen aser para usted, en su situación presente, exac-tamente lo mismo: se las jugaría usted. Tome eldinero y adiós.

-Lo tomaré si me permite un abrazo de des-pedida.

-¡Oh, con gusto!Nos abrazamos sinceramente y míster Astley

se marchó.¡No, no tiene razón! Si bien yo me mostré

áspero y estúpido con respecto a Polina y DesGrieux, él se mostró áspero y estúpido con res-pecto a los rusos. De mí mismo no digo nada.Sin embargo.... sin embargo, no se trata de esoahora. ¡Todo eso son palabras, palabras y pala-

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bras, y lo que hace falta son hechos! ¡Ahora loimportante es Suiza! Mañana... ¡oh, si fueraposible irse de aquí mañana! Regenerarse, resu-citar. Hay que demostrarles... Que Polina sepaque todavía puedo ser un hombre. Basta sólocon ... ahora, claro, es tarde, pero mañana... ¡Ohtengo un presentimiento, y no puede ser deotro modo! Tengo ahora quince luises y empecécon quince gulden. Si comenzara con cautela...¡pero de veras, de verás que soy un chicuelo!¿De veras que no me doy cuenta de que estoyperdido? Pero... ¿por qué no puedo volver a lavida? Sí, basta sólo con ser prudente y perseve-rante, aunque sólo sea una vez en la vida... yeso es todo. Basta sólo con mantenerse firmeuna sola vez en la vida y en una hora puedocambiar todo mi destino. Firmeza de carácter,eso es lo importante. Recordar sólo lo que meocurrió hace siete meses en Roulettenburg, an-tes de mis pérdidas definitivas en el juego. ¡Ah,ése fue un ejemplo notable de firmeza: lo perdítodo entonces, todo... salí del casino, me re-

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gistré los bolsillos, y en el del chaleco me que-daba todavía un gulden: «¡Ah. al menos mequeda con qué comer! », pensé, pero cien pasosmás adelante cambié de parecer y volví al casi-no. Aposté ese gulden a manque (esa vez fue amanque) y, es cierto, hay algo especial en esasensación, cuando está uno solo, en el extranje-ro, lejos de su patria, de sus amigos, sin saber siva a comer ese día, y apuesta su último gulden,así como suena, el último de todos. Gané y alcabo de veinte minutos salí del casino con cien-to setenta gulden en el bolsillo. ¡Así sucedió, sí!¡Eso es lo que a veces puede significar el últimogulden! ¿Y qué hubiera sido de mí si me hubieraacobardado entonces, si no me hubiera atrevidoa tomar una decisión?

¡Mañana, mañana acabará todo!

FIN