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El Pájaro Cultural N° 124 Diciembre del 2018 Publicación del Noroeste Argentino $ 50 La mano izquierda de la oscuridad Ricardo Mono Cohen

El Pájaro Cultural · rodea y la Puta de Babilonia son dos caras de la misma moneda, y por ende paradigma de la nueva Edad Oscura que se cierne sobre el mundo. * Petrolera Estatal

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El Pájaro CulturalN° 124 Diciembre del 2018

Publicación del Noroeste Argentino $ 50

La mano izquierda de la oscuridadRicardo Mono Cohen

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Poesía y PensamientoCanciones

Esta página está dedicada, por destino, al pianista Martín Salazar y a Lola Chávez, la mujer más hermosa del mundo. Su madre había trabajado arduamente, vendien-do empanadas fritas a la puerta del cementerio de la Santa Cruz para darle, a sus dos hijas, una vasta cultura que incluía las bellas artes y el conservatorio. Yo debo haber tenido 13 o 14 años por entonces, y todavía la recuerdo resplandeciente como un ángel de Andalucía (era su cumpleaños, en un caserón solariego de Vaqueros). Cantaba “Espérame en el cielo, corazón”, mientras Martín, mirándola extasiado, la acompañaba desde el piano. Había una cierta imposibilidad en la escena que exa-cerbaba el cenit pasional, y era la circunstancia sencilla y doméstica de que ella era una mujer casada, quizá infelizmente casada. Y si había algo que pudiera enloque-cer al pianista, eso era una mujer casada. Podríamos decir, sin temor a equivocar-nos, de que era la neurosis del bohemio, su manera de permanecer en el mundo. Aquél día, en el atardecer sublime, ella cantó también esta vieja y bella canción de Mario Clavel que, además de hacer llorar como un coro de capilla ardiente a los invitados, tenía y tiene la extraordinaria virtud de enseñarles a los contemporáneos que en una metáfora sobre el amor hay una sola palabra prohibida: y esa es la palabra amor. (J.A.S.)

SomosSomos un sueño imposible que busca la nochepara ocultarse en las sombras del mundo, de dios y de todos.Somos en nuestra quimeraDoliente y queridaDos hojas que el viento juntó en el otoño.

¡Ay!

Somos dos seres en uno Que amándose muerenPara guardar en silencio lo mucho que quieren.Pero qué importa la vidaCon esta separación.Somos dos hojas de llanto en una canción.

Mario Clavel

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Ser tu amanteSer tu amanteEs poder robar tu amor en un descuidoY borrar en cada encuentroToda prueba del delito.Es morirmeSimulando que tan solo soy tu amigoY saber que ante la gente Nuestro amor está prohibido.Ser tu amanteEs negar que alguna vez nos conocimosY sentir que estoy al borde del abismo, por vivir siempre pendiente de tu amor.Ser tu amanteEs pelearme con los celos enfermizosY aceptar tener tu cuerpoEn constante condominio.Es morirmeCada vez que no te tengo al lado míoPorque estás en la otra orillaSin poder cruzar el río.Ser tu amanteEs tenerte entre mis brazos sin testigosY llegar hasta olvidarme de mí mismoDesde el día en que te di mi corazón.

Yuyo Montes

Cancelado

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Consejo Editorial

Juan Ahuerma SalazarEmbajador Itinerante

Aníbal AguirreGráfica

Alejandro AhuermaNicolás Picatto

NotasJusto SalimLuis Albeza

Miguel RosalesHugo Gaspar López

José SajamaFacundo Vallejos

Emilio Fernando MartínezDiego Ramos Cayón

Sebastian DiezWeb: www.gugms.netCorresponsal en Europa

Silvia Reina

Correo: [email protected]

Tel: +3876089510

El Pájaro en la Web

https://www.elpajarocultural.com

Editorial:

Constantin KavafisEsperando a los bárbaros

-¿Qué esperamos congregados en el foro?Es a los bárbaros que hoy llegan.-¿Por qué esta inacción en el Senado? ¿Por qué están ahí sentados sin legislar los Senadores?Porque hoy llegarán los bárbaros.¿Qué leyes van a hacer los Senadores?Ya legislarán, cuando lleguen, los bárbaros.-¿Por qué nuestro emperador madrugó tantoy en su trono, a la puerta mayor de la ciudad,está sentado, solemne y ciñendo su corona?Porque hoy llegarán los bárbaros.Y el emperador espera para dara su jefe la acogida. Incluso preparó,para entregárselo, un pergamino. En élmuchos títulos y dignidades hay escritos.-¿Por qué nuestros dos cónsules y pretores salieronhoy con rojas togas bordadas;por qué llevan brazaletes con tantas amatistasy anillos engastados y esmeraldas rutilantes;por qué empuñan hoy preciosos báculosen plata y oro magníficamente cincelados?Porque hoy llegarán los bárbaros;y espectáculos así deslumbran a los bárbaros.-¿Por qué no acuden, como siempre, los ilustres oradoresa echar sus discursos y decir sus cosas?Porque hoy llegarán los bárbaros y les fastidian la elocuencia y los discursos.-¿Por qué empieza de pronto este desconciertoy confusión? (¡Qué graves se han vuelto los rostros!)¿Por qué las calles y las plazas tan aprisa se vacíany todos vuelven a sus casas compungidos?Porque se hizo de noche y los bárbaros no llegaron.Algunos han venido desde las fronterasy han contado que los bárbaros no existen.¿Y qué va a ser de nosotros ahora sin los bárbaros?Esta gente, al fin y al cabo, era nuestra única solución.

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Sátiros y brujas, como es sabi-do, celebran sus aquelarres los sábados por la noche. Tal fue la augusta ocasión en que el Conde Malaparte se adentra-ba en los sombríos bosques de Grünerløkka. Yo suelo acom-pañarlo en sus empresas, so-bre todo cuando sale a practi-car la cacería. Soy quien carga con la canasta de los refrescos y le da sano consejo cada vez que surge un dilema. Me lla-mo Querubino y soy su enano. Mi nombre, no se cansa de re-petirlo, evoca pureza y ange-licales virtudes, de lo cual no me cabe la menor duda, pues le gusta vestirme de frac blan-co perla y untar mis cabellos con gomina perfumada. Y así, hecho un pimpollo, lo sigo a todas partes como si fuese la sombra de su cuerpo, aunque de sombra nada tengo, pues como ya he dicho a mi Señor le agrada vestirme de blanco. Mi vida sería mucho más fácil, debo admitirlo, si yo fuese el único a su lado. No he queri-do mencionarlo antes porque soy reacio a los epítetos que-rellantes, pero Diabolino, su otro servidor y mortal enemi-go de mi humilde persona, es un enano descortés y grosero. Si bien tenemos la misma es-tatura, somos muy distintos. Y esto lo digo a conciencia. Le divierte hacerme burla y cada vez que lo miro me saca la len-gua. En una ocasión, la cual muy bien recuerdo, me em-pujó a aceptar las monedas de una sueca a cambio de que le rascase la espalda con un palo. Como era de esperar, la cosa resultó ser más complicada de lo que parecía en un comien-zo, y cuando quise desenten-derme del asunto, si bien la paga no era mala, fui a parar dos meses a la cárcel. Para Diabolino todo es un ca-sus belli, por eso anda armado con un tridente. Lo usa para intimidarme y en contadas ocasiones ha llegado a pin-

charme. Por suerte suele col-garle del cinto, bajo la capa colorada, ya que es él quien carga con el arma de fuego, y por ende no le quedan ma-nos libres con que atormen-tarme. Según Diabolino, sus fun-ciones son más altas y loa-bles que las mías, y puede que así sea. De todos modos a mí en nada me place oír disparos, y aún menos ver sufrir a los animales del bos-que. Sin embargo, en detri-mento de mi alegría, soy yo quién suele verlos más de cerca, pues además de la ca-nasta de los refrescos, y por sugerencia del mismo Dia-bolino, archipámpano de la escopeta, soy yo el que debe cargar penosamente con lie-bres y perdices, arreglándo-melas lo mejor que puedo para no tropezar o ensuciar-me la ropa.Como venía diciendo, era sábado por la noche y mi Señor había salido de caza con sus dos enanos. La luna no había querido asomarse y sobre nuestras cabezas se había desatado una tormen-ta de bombos y platillos. En tanto que buscábamos refu-gio bajo las agitadas ramas de los árboles, esquivando charcos y relámpagos, vi que mi Señor tornaba el ojo hacia algo que se movía en-tre las sombras.-¡Un vestido ha entrado en escena! -exclamó, como un pez mordiendo el anzuelo- ¡Dense prisa, fieles enanos! ¡Tomadlo de las puntas an-tes de que sea mancillado por este vil pantano!Con la mano libre y el lodo hasta las orejas hicimos como nuestro Señor ordena-se, mientras él, tras abrir un paraguas y ofrecer el brazo a la muchacha, se echaba a caminar con paso galante.-¿Cómo te llamas, oh radian-te lucero que ilumina mi

senda de arcilla y tinieblas?-Anita -respondió ella, con un rostro que era la imagen de la inocencia.Aún cuando le hube tirado varias veces de la manga, con ánimos de disuadirlo, no hubo modo de impedir que la siguiera a la taberna, donde ya le he dicho mil y un veces que no somos bienvenidos. Allí se reúnen los labriegos y las porquerizas tras largas jor-nadas de sudor y bajeza, y ver a un noble en su chiquero los pone de mal genio. Nunca fal-tan los gestos procaces y las voces que juran por lo bajo. Además, las cejas de mi Señor son negras y tupidas, como el cabello de sus dos enanos, y habiendo aquí nada más que albinos y pelirrojos, es natu-ral que aquello despierte más rencor y mala sangre.-¿Qué te apetece tomar, Ani-ta? -dijo mi Señor a la mucha-cha, tomándola por doncella.-Una botella de Jack Daniel’s no estaría mal en un comien-zo -respondió ella separando un poco las piernas.Entretanto Diabolino no per-día el tiempo, pues sentado a la mesa de los pelirrojos se había sumado a un juego de cartas. De los tres es el único al que aceptan, si bien al que miran desde abajo, babeán-dose de rabia y amor no reci-procado, es a mi Señor y a su enano de blanco.-¡Otro beso! -dijo Anita, esbo-zando una sonrisa etílica.-Mejor si vamos hasta el lago -replicó mi Señor-, que aquí los beodos ya empiezan a jun-tar coraje para echarme a bo-tellazos. -¡Sí, el lago! -palmoteó Anita alegremente-. ¡Mi sitio favori-to para besuquearme con ex-traños!

Podría uno decir que las mira-das de aquellos labriegos eran cordiales comparadas a las que yo arrojé a la joven campesina. Percibiendo mi descontento, y con la clara intención de ganar mi beneplácito, se inclinó muy risueña para retorcerme el ca-chete. Pero yo, insobornable, insistí en que siendo ya muy tarde sería prudente abando-nar el paseo al lago y volver al castillo de inmediato. Sin ella, por supuesto. Pero como era de esperar no fui yo quien se alzó victorioso de aquella mesa, y aceptando la derrota con gélido estoicismo eché a andar por los pantanos con su odioso vestido en alto. A mi lado, sin brindar auxilio y muy pimpante, Diabolino contaba el oro que había ganado ha-ciendo trampa. Llegábamos al lago cuando un conejo se acercó a los saltos. Traía un recado para mi Señor, quien me ordenó que lo leyera en voz alta y sin demora: Caro Malaparte, Gambolino el Fablante es quien le escribe. He aquí algunas líneas que he volcado en pergamino apro-pósito de nuestro coloquio más reciente, en torno a la princesa Catalina y su cadavérico roman-ce con la concupiscencia y los es-pirituosos elixires que el mago Statoil* destila en sus refinerías de ingeniería social marxista. El mismo combustible que hace gi-rar las catapultas y los molinos de viento. Ambos sabemos por boca de Juan de Patmos que el apocalíptico panorama que nos rodea y la Puta de Babilonia son dos caras de la misma moneda, y por ende paradigma de la nueva Edad Oscura que se cierne sobre el mundo. * Petrolera Estatal Noruega

Fragmento de la NovelaLa Ciudad de los Tigres

Cap. XI

La parábola de Jean-PaulMiguel Arcángel Fraticelli

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LA PRINCESA DE LAS CLOACASO ROSAS ASTRALES PARA LA MONARQUIA

CONSTITUCIONAL NORUEGA Ora tendida, ora erguida, en moción o reposandodespides siempre el mismo hedorFemi-Rambo, guacha pindonga al caminarLa dejadez y los andrajos son tu togaEse trapo que flamea en los vientos del decliveJudit-Salomé de la perfidiaMesera de las lacras que nos roen¿Cómo describirte sin evocartus tatuajes mal dibujados y ya descoloridos?Sin pensar en el triste cenicero llenode colillas y aventuras de una noche,la ignominia, el regusto de anillos de titanioadosados a tu cuerpo en ruinasSin hundirme en un mar de flujos agrios y viscososasediados por la fricción pulsante y desesperadadel insondable vacío que te sigue y no te sigueSin vagar por calles inundadas de latas y botellasSin pisar excrementos y charcos de orinaSin evocarte en más detalleSin coronarte de diademasTu piel supura fétidos vaporesY el revoque aparatoso de tus artesno oculta el horror, lo amplíaTe pavoneas frente al espejoadmirando un par de senos mordisqueadosy un hálito vomitorioDe día autómata autónomaPor la noche píldoras, arrugas, pánicoEres la princesa noruegaPrincesa de las cloacas emancipadasLa vieja empleada de burdely último zapato en la canasta de rebajasOtro bar de la esquina en que todocorre a cuenta de la casa, incluso el amorPutita USA de espaldas anchasy níveos muslos al desnudoBailarina de las sombras procacesNodriza de pederastas e invertidosAmiga de los buitresAbanderada de los tullidos de espírituDe la endeblez baladíMusa de onanistas y cornudosDe la mente estropeada y pervertidaSacerdotisa estólida de la grima bobaPero ante todo de mi tirria¡Púdrete en el más verminoso olvido,que las cloacas de Sodoma son tu mítico vergel!

¡Bravo! -aplaudió mi Señor sin haber oído una pala-bra. Cuando llegamos a destino Anita ya se había quitado el sostén. Se le trepaba a mi Señor con la destreza de una araña, y sin dejar de besuquearlo le desabrocha-ba el pantalón y la camisa. Pero de golpe y porrazo se echó sobre la hierba, llevándose una mano a la frente.-¡Oh, Jean-Paul! -gimoteó con acento dramático- ¡Qué injusta que es la vida! -¿Quién es Jean-Paul? -preguntó jadeante mi Señor. -Mi prometido, por supuesto -dijo ella-. Un joven pari-sino que aparte de ser muy bien parecido, si uno olvi-da su baja estatura y los grandes anteojos culo de bo-tella, se ha graduado summa cum laude en la Sorbona.

-¡Vaya Currículum! -exclamó mi Señor-. A un hombre de tal cacumen no debería yo andar aleccionando. Pero olvidemos las palabras, que hoy es sábado por la noche y la vida es corta.-¡De acuerdo! -dijo Anita, y si-guió cubriéndole el rostro de saliva. Pero en medio del be-suqueo recordó a su queridísi-mo. -¡Jean-Paul, oh Jean-Paul! ¡Cómo he podido hacerte esto!Mi Señor se quitó el abrigo, echándoselo a la muchacha so-bre los hombros, como hacen los caballeros con sus damas.-Anita -le dijo con ánimo de ali-viar su atormentada conciencia-, tengo la certeza de que Jean-Paul lo entendería, sobre todo si nunca se enterase, pues aquí a nadie se intenta perjudicar, ni siquiera al mismo Jean-Paul, que de seguro dará el buen vis-to, siempre y cuando no lo sepa. He notado que en ocasiones como ésta mi Señor desvaría enormemente, como si se le vaciara el caletre y las grandes ideas fuesen a parar a otra parte de su cuerpo.-Dame otro beso -dijo la mucha-cha, jugando con un fino me-chón de su largo cabello.

En aquel instante un relámpago le iluminó el rostro y vi algo que me heló la sangre. Quién no lo haya advertido, es hora de que lo sepa: Anita no era otra que la bruja Si-mona. Quise alertar a mi Señor contra la harpía, tirándole varias veces de la manga, pero Diabolino había logrado distraerlo con un puñado de piedras que ambos se diver-tían arrojando al lago. Anita volvió a detenerse, y echan-do la cabeza hacia atrás, gimoteó invocando el nombre de su amado.-¡Jean-Paul! ¡Oh, Jean-Paul! Cada vez que los cielos relampa-gueaban sobre el paisaje lacustre, la faz arrugada y maligna de la bruja se asomaba por debajo de un sombrero de ala ancha y copa larga y puntiaguda.En uno de los relumbrones ad-vertimos que algo se nos acerca-ba. Era el cuerpo de un hombre boca abajo, flotando en el agua sucia y espesa. Con la ayuda de una rama Anita lo acercó a la ori-lla y le vació los bolsillos para evitar que se hundiera. Pero no estaba solo. El lago se había lle-nado de cuerpos que flotaban a la deriva entre botellas y resi-duos cloacales.

Tinta de Nicolás Picatto

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1: La llegada de La pesteLa mañana del 16 de abril, el doctor Bernard Rieux, al salir de su habita-ción, tropezó con una rata muerta en medio del rellano de la escalera. En el primer momento no hizo más que apartar hacia un lado el animal y bajar sin preocuparse. Pero cuando llegó a la calle, se le ocurrió la idea de que aquella rata no debía quedar allí y volvió sobre sus pasos para advertir al portero. Ante la reacción del viejo Michel, vio más claro lo que su hallazgo tenía de insólito. La presencia de aquella rata muerta le había parecido únicamente extraña, mientras que para el portero cons-tituía un verdadero escándalo. La posición del portero era categórica: en la casa no había ratas. El doctor tuvo que afirmarle que había una en el descansillo del primer piso, apa-rentemente muerta: la convicción de Michel quedó intacta. En la casa no había ratas; por lo tanto, alguien tenía que haberla traído de afuera. Así, pues, se trataba de una broma. Aquella misma tarde Bernard Rieux estaba en el pasillo del inmueble, buscando sus llaves antes de subir a su piso, cuando vio surgir del fon-do oscuro del corredor una rata de gran tamaño con el pelaje mojado, que andaba torpemente. El animal se detuvo, pareció buscar el equili-brio, echó a correr hacia el doctor, se detuvo otra vez, dio una vuelta so-bre sí mismo lanzando un pequeño grito y cayó al fin, echando sangre por el hocico entreabierto. El doctor lo contempló un momento y subió a su casa. No era en la rata en lo que pensaba. Aquella sangre arrojada le llevaba de nuevo a su preocupa-ción. Su mujer, enferma desde hacía un año, iba a partir al día siguiente para un lugar de montaña. La en-contró acostada en su cuarto, como le tenía mandado. Así se preparaba para el esfuerzo del viaje. Le son-rió. - Me siento muy bien -le dijo. El doctor miró aquel rostro vuelto hacia él a la luz de la lámpara de ca-becera. Para Rieux, esa cara, a pesar de sus treinta años y del sello de la enfermedad, era siempre la de la ju-ventud; a causa, posiblemente, de la sonrisa que disipaba todo el resto.- Duerme, si puedes -le dijo-. La en-fermera vendrá a las once y os lle-varé al tren a las doce. La besó en la frente ligeramente húmeda. La sonrisa le acompañó hasta la puer-ta. Al día siguiente, 17 de abril, a las ocho, el portero detuvo al doctor cuando salía, para decirle que algún bromista de mal género había pues-to tres ratas muertas en medio del corredor. Debían haberlas cogido con trampas muy fuertes, porque estaban llenas de sangre. El porte-ro había permanecido largo rato a la puerta, con las ratas colgando por las patas, a la espera de que los culpables se delatasen con alguna burla. Pero no pasó nada. Rieux, intrigado, se decidió a comenzar sus visitas por los barrios extremos, donde habitaban sus clientes más pobres. Las basuras se recogían por allí tarde y el auto, a lo largo de las calles rectas y polvorientas de aquel barrio, rozaba las latas de detritos dejadas al borde de las aceras. En una calle llegó a contar una docena de ratas tiradas sobre los restos de las legumbres y trapos sucios. En-contró a su primer enfermo en la cama, en una habitación que daba a la calle y que le servía al mismo tiempo de alcoba y de comedor. Era un viejo español de rostro duro y estragado. Tenía junto a él, sobre la colcha, dos cazuelas llenas de gar-banzos. En el momento en que lle-gaba el doctor, el enfermo, medio incorporado en su lecho, se echaba

hacia atrás esforzándose en su respira-ción pedregosa de viejo asmático. Su mujer trajo una palangana. - Doctor -dijo, mientras le ponían la inyección-, ¿ha visto usted cómo salen? - Sí -dijo la mujer-, el vecino ha recogido tres. Sa-len muchas, se las ve en todos los ba-sureros, ¡es el hambre! Rieux comprobó en seguida que todo el barrio hablaba de las ratas. Cuando terminó sus visitas se volvió a casa.............A las cinco, al salir a hacer nuevas vi-sitas, el doctor se cruzó en la escalera con un hombre más bien joven de si-lueta pesada, de rostro recio y dema-crado, atravesado por espesas cejas. Ya lo había encontrado otras veces en casa de los bailarines españoles que vivían en el último piso. Jean Tarrou estaba fumando con aplicación un cigarrillo mientras contemplaba las últimas con-vulsiones de una rata que expiraba a sus pies en un escalón. Levantó sobre el doctor la mirada tranquila y un poco insistente de sus ojos grises, le dijo bue-nos días y añadió que esta aparición de las ratas era cosa curiosa. - Sí -dijo Rieux-, pero ya va terminando por ser irritante. - En cierto sentido, doctor, sólo en cierto sentido. No habíamos visto nunca nada semejante, esto es todo. Pero yo lo encuentro interesante, sí, positivamente interesante. Tarrou se pasó la mano por el pelo, echándoselo hacia atrás, miró otra vez la rata, ya in-móvil, después sonrió a Rieux. -Y sobre todo, doctor, esto es asunto del portero. Justamente el doctor encontró al porte-ro delante de la casa, adosado al muro junto a la entrada, con una expresión de cansancio en su rostro, de ordina-rio congestionado. - Sí, ya lo sé -dijo el viejo Michel a Rieux, que le señalaba el nuevo hallazgo-. Se las encuentra aho-ra de dos en dos o de tres en tres. Pero lo mismo pasa en las otras casas. Pare-cía abatido y preocupado. Se frotaba el cuello con un gesto maquinal. Rieux le preguntó cómo se sentía. El portero no podía decir realmente que no se sin-tiese bien. Lo único era que no estaba en caja. En su opinión era cosa moral. Las ratas le habían sacudido y todo mejoraría cuando desaparecieran. Pero al día siguiente, 18 de abril, el doctor, que traía a su madre de la estación, en-contró a Michel con un aspecto todavía más desencajado: del sótano al tejado, una docena de ratas sembraban la esca-lera. Los basureros de las casas vecinas estaban llenos. La madre del doctor re-cibió la noticia sin asombrarse. -Son cosas que pasan. Era una mujercita de pelo plateado y ojos negros y dulces.Me siento feliz de volver a verte, Ber-nard -le dijo-; eso las ratas no pueden impedirlo. Él asintió: verdad es que con ella todo parecía siempre fácil. Rieux telefoneó al servicio municipal de desratización, a cuyo director conocía. ¿Había oído ha-blar de aquellas ratas que salían a morir en gran número al aire libre? Mercier, el director, había oído hablar de ellas y en sus mismas oficinas habían encon-trado una cincuentena. Se preguntaba, en fin, si la cosa era seria. Rieux no po-día juzgar, pero creía que el servicio de desratización debía intervenir. -Sí -dijo Mercier-, con una orden. Si crees que merece la pena, puedo tratar de obte-ner una orden. -Eso siempre merece la pena -dijo Rieux. Su criada acababa de informarle que habían recogido varios cientos de ratas muertas en la gran fá-brica donde trabajaba su marido. Fue en ese momento más o menos cuando nuestros conciudadanos empezaron a inquietarse. Pues a partir del 18, las fábricas y los almacenes desbordaban, en efecto, de centenares de cadáveres de ratas. En algunos casos fue necesa-rio ultimar a los animales cuya agonía era demasiado larga. Pero desde los barrios extremos hasta el centro de la

ciudad, por todos los sitios que el doctor Rieux acababa de atravesar, en todos los lugares donde se reunían nuestros con-ciudadanos, las ratas esperaban amonto-nadas en los basureros o alineadas en el arroyo. La prensa de la tarde se ocupó del asunto desde ese día y preguntó si la mu-nicipalidad se proponía obrar o no, y qué medidas de urgencia había tomado para librar a su jurisdicción de esta invasión re-pugnante. La municipalidad no se había propuesto nada ni había tomado ninguna medida, pero empezó por reunirse en con-sejo para deliberar. La orden fue dada al servicio de desratización de recoger todas las mañanas, al amanecer, las ratas muer-tas. Una vez terminada la recolección, dos coches del servicio tenían que llevar los bichos al departamento de incineración de la basura, para quemarlos. Pero en los días que siguieron, la situación se agravó. El número de los roedores recogidos iba creciendo y la recolección era cada maña-na más abundante. Al cuarto día, las ratas empezaron a salir para morir en grupos. Desde las cavidades del subsuelo, desde las bodegas, desde las alcantarillas, su-bían en largas filas titubeantes para venir a tambalearse a la luz, girar sobre sí mis-mas y morir junto a los seres humanos. Por la noche, en los corredores y callejo-nes se oían distintamente sus grititos de agonía. Por la mañana, en los suburbios, se las encontraba extendidas en el mismo arroyo con una pequeña flor de sangre en el hocico puntiagudo; unas, hinchadas y putrefactas, otras rígidas, con los bigotes todavía enhiestos. ……Los vendedores de periódicos voceaban que la invasión de ratas había sido deteni-da. Pero Rieux encontró a su enfermo me-dio colgando de la cama, con una mano en el vientre y otra en el suelo, vomitando con gran desgarramiento una bilis rojiza en un cubo. Después de grandes esfuer-zos, ya sin aliento, el portero volvió a echarse. La temperatura llegaba a treinta y nueve con cinco, los ganglios del cue-llo y de los miembros se habían hincha-do, dos manchas negruzcas se extendían en un costado. Se quejaba de un dolor interior. -Me quema -decía-, este cochino me quema. La boca pegajosa le obligaba a masticar las palabras y volvía hacia el doctor sus ojos desorbitados, que el dolor de cabeza llenaba de lágrimas. La mujer miraba con ansiedad a Rieux, que per-manecía mudo. -Doctor -decía la mujer-, ¿qué puede ser esto? -Puede ser cualquier cosa, pero todavía no hay nada seguro. Hasta esta noche, dieta y depurativo. Que beba mucho. Justamente, el portero estaba devorado por la sed. Ya en su casa, Rieux telefoneó a su colega Richard, uno de los médicos más importantes de la ciudad. No -decía Richard-, yo no he visto toda-vía nada extraordinario. -¿Ninguna fiebre con inflamaciones locales? -¡Ah!, sí por cierto, dos casos con ganglios muy infla-mados. -¿Anormalmente? -Bueno -dijo Richard-, lo normal, ya sabe usted... Por la noche el portero deliraba, con cuarenta grados, quejándose de las ratas. Rieux en-sayó un absceso de fijación. Abrasado por la trementina, el portero gritaba: “¡Ah!, ¡cochinos!” Los ganglios seguían hinchán-dose, duros y nudosos al tacto. La mujer estaba enloquecida. -Vélele usted -le dijo el médico- y llámeme si fuese preciso. Al

día siguiente, 30 de abril, una brisa ligera soplaba bajo un cielo azul y húmedo. Traía un olor a flores que llegaba de los arraba-les más lejanos. Los ruidos de la mañana en las calles parecían más vivos, más ale-gres que de ordinario. En toda nuestra ciu-dad, desembarazada de la sorda aprensión en que había vivido durante una semana, ese día era, al fin, el día de la primavera. Rieux mismo, animado por una carta tran-quilizadora de su mujer, bajaba a casa del portero con ligereza. Y, en efecto, por la mañana la fiebre había descendido a trein-ta y ocho grados; el enfermo sonreía en su cama. -¿Va mejor, no es cierto, doctor? -dijo la mujer. -Hay que esperar un poco todavía. Pero al mediodía la fiebre subió de golpe a cuarenta. El enfermo deliraba sin parar y los vómitos recomenzaron. Los ganglios del cuello estaban doloridos y el portero quería tener la cabeza lo más lejos posible del cuerpo. La mujer estaba senta-da a los pies de la cama y por encima de la colcha sujetaba con sus manos los pies del enfermo. Miraba a Rieux. -Escúcheme -le dijo él-, es necesario aislarse y proceder a un tratamiento de excepción. Voy a tele-fonear al hospital y lo transportaremos en una ambulancia. Dos horas después, en la ambulancia, el doctor y la mujer se inclina-ban sobre el enfermo. De su boca tapizada de fungosidades, se escapaban fragmentos de palabras: “¡Las ratas!”, decía. Verdoso, los labios cerúleos, los párpados caídos, el aliento irregular y débil, todo él como cla-veteado por los ganglios, hecho un rebujón en el fondo de la camilla, como si quisie-ra que se cerrase sobre él o como si algo le llamase sin tregua desde el fondo de la tierra, el portero se ahogaba bajo una pre-sión invisible. La mujer lloraba. -¿No hay esperanza doctor? -Ha muerto -dijo Rieux.2: El Sermón de PanelouxPero allí donde unos veían la abstracción, otros veían la realidad. El final del primer mes de peste fue ensombrecido por un re-crudecimiento marcado de la epidemia y por un sermón vehemente del padre Pane-loux, el jesuita que había asistido al viejo Michel al principio de su enfermedad. El padre Paneloux se había distinguido por sus colaboraciones frecuentes en el Boletín de la Sociedad Geográfica de Oran, donde sus reconstrucciones epigráficas eran de autoridad. Pero había ganado un crédi-to más extenso que cualquier especialista pronunciando una serie de conferencias sobre el individualismo moderno. Se ha-bía constituido en defensor caluroso de un cristianismo exigente, tan alejado del liber-tinaje del día como del oscurantismo de los siglos pasados. En esta ocasión no había regateado las verdades más duras a su au-ditorio. De aquí su reputación. Así pues, a fines del mes, las autoridades eclesiásticas de nuestra ciudad decidieron luchar contra la peste por sus propios medios, organi-zando una semana de plegarias colectivas. Estas manifestaciones de piedad pública debían terminar el domingo con una misa solemne bajo la advocación de San Roque, el santo pestífero. Pidieron al Padre Pane-loux que tomara la palabra en esta ocasión. Durante quince días se arrancó a sus traba-jos sobre San Agustín y la Iglesia africana que le había conquistado un lugar aparte en su orden. De naturaleza fogosa y apa-sionada había aceptado con resolución la misión que le encomendaban. Mucho antes

Fragmentos de la Novela

La peste de Albert CamusYa le habían dado el premio Nóbel en el 57. Cuando los periodistas le preguntaron cuándo había habido una peste en Orán, Argelia, les contestó que lo ignoraba. Que nunca había estado en una peste. Que pensaba que se habían dado cuenta de que era una metáfora sobre el fascismo. Aquí publicamos, a modo de introducción a su obra, cuatro momentos dramáticos de esa gran Novela.

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del sermón, se hablaba ya de él en la ciu-dad y, en cierto modo, marcó una fecha importante en la historia de ese período. …….La mayor parte de los que siguieron la se-mana de rogativas se mantenían en la po-sición que uno de los fieles había expre-sado delante del doctor Rieux. “De todos modos eso no puede hacer daño.” Tarrou mismo, después de haber anotado en su cuaderno que los chinos en un caso así iban a tocar el tambor ante el genio de la peste, hacía notar que era imposible saber si en realidad el tambor resultaba más eficaz que las medidas profilácticas. Añadía, además, que para saldar la cues-tión hubiera sido preciso estar informado sobre la existencia de un genio de la pes-te y que nuestra ignorancia en este punto hacía estériles todas las opiniones que se pudieran tener.En todo caso, la catedral de nuestra ciu-dad estuvo más o menos llena de fieles durante toda la semana. Los primeros días mucha gente se quedaba en los jar-dines de palmeras y granados que se extendían delante del pórtico para oír la marea de invocaciones y de plegarias que refluía hasta la calle. Poco a poco, por la fuerza del ejemplo, esas mismas gen-tes se decidieron a entrar y mezclar su voz tímida a los responsos de los otros. El domingo, una multitud considerable invadía la nave y desbordaba hasta los últimos peldaños de las escaleras. Desde la víspera el cielo estaba ensombrecido y la lluvia caía a torrentes. Los que estaban fuera habían abierto los paraguas. Un olor a incienso y a telas mojadas flotaba en la catedral cuando el Padre Paneloux subió al púlpito.Era de talla mediana pero recio. Cuando se apoyó en el borde del pulpito, aga-rrando la barandilla con sus gruesas ma-nos, no se vio más que una forma pesada y negra rematada por las dos manchas de sus mejillas rubicundas bajo las gafas de acero. Tenía una voz fuerte, apasionada, que arrastraba, y cuando atacaba a los asistentes con una sola frase vehemente y remachada: “Hermanos míos, habéis caído en desgracia; hermanos míos, lo habéis mere-cido”, un estremecimiento recorría a los asistentes hasta el atrio.Lógicamente, lo que siguió no estaba en armonía con este exordio patético. El resto del discurso hizo comprender a nuestros conciudadanos que por un há-bil procedimiento oratorio el Padre había dado, de una vez, como el que asesta un golpe, el tema de su sermón entero. Pa-neloux, en seguida después de esta frase, citó el texto del Éxodo relativo a la peste en Egipto y dijo: “La primera vez que esta plaga apareció en la historia fue para herir a los enemigos de Dios. Faraón se opuso a los designios eternos y la peste le hizo caer de ro-dillas. Desde el principio de toda historia el azote de Dios pone a sus pies a los orgullosos y a los ciegos. Meditad en esto y caed de ro-dillas.”El resto del discurso hizo comprender a nues-tros conciudadanos que por un hábil procedi-miento oratorio el Padre había dado, de una vez, como el que asesta un golpe, el tema de su

sermón entero. Paneloux, en seguida después de esta frase, citó el texto del Éxodo relativo a la peste en Egipto y dijo: “La primera vez que esta plaga apareció en la historia fue para he-rir a los enemigos de Dios. Faraón se opuso a los designios eternos y la peste le hizo caer de rodillas. Desde el principio de toda historia el azote de Dios pone a sus pies a los orgullosos y a los ciegos. Meditad en esto y caed de ro-dillas.” Afuera redoblaba la lluvia y esta última frase, pronunciada en medio de un silencio absoluto, que el repiquetear del chaparrón en las vidrieras hacía aun más profundo, resonó con tal acento que algunos oyentes, después de unos segun-dos de duda, se dejaron resbalar desde sus sillas al reclinatorio. Otros creyeron que había que seguir su ejemplo, hasta que poco a poco, sin que se oyera más que el crujir de algún asiento, todo el au-ditorio se encontró de rodillas. Paneloux se enderezó entonces, respiró profunda-mente y recomenzó en un tono cada vez más apremiante. ‘’Si hoy la peste os atañe a vosotros es que os ha llegado el momento de reflexionar. Los justos no temerán nada, pero los malos tienen razón para temblar. En las inmensas trojes del universo, el azote impla-cable apaleará el trigo humano hasta que el grano sea separado de la paja. Habrá más paja que grano, serán más los llamados que los ele-gidos, y esta desdicha no ha sido querida por Dios. Durante harto tiempo este mundo ha transigido con el mal, durante harto tiem-po ha descansado en la misericordia divina. Todo estaba permitido: el arrepentimiento lo arreglaba todo. Y para el arrepentimiento to-dos se sentían fuertes; todos estaban seguros de sentirlo cuando llegase la ocasión. Hasta tanto, lo más fácil era dejarse ir: la misericor-dia divina haría el resto. ¡Pues bien!, esto no podía durar. Dios, que durante tanto tiempo ha inclinado sobre los hombres de nuestra ciudad su rostro misericordioso, cansado de esperar, decepcionado en su eterna esperanza, ha apartado de ellos su mirada. Privados de la luz divina, henos aquí por mucho tiempo en las tinieblas de la peste.”3: La parábola de Tarrou y los equipos de salvataje

Cuando salieron a la calle comprendie-ron que era ya muy tarde, acaso las once. La ciudad estaba muda, poblada sola-mente de rumores. Se oyó muy lejos el timbre de una ambulancia. Subieron al coche y Rieux puso el motor en marcha.-Es preciso que venga usted mañana al hospital para la vacuna preventiva. Pero, para terminar y antes de entrar de lleno en esto, hágase a la idea de que tiene una probabilidad sobre tres de salir con bien.-Esas evaluaciones no tienen sentido, doctor, lo sabe usted tan bien como yo. Hace cien años una epidemia de peste mató a todos los habitantes de una ciu-dad de Persia excepto, precisamente, al que lavaba a los muertos, que no había dejado de ejercer su profesión.-Lo salvó su tercera probabilidad, eso es todo -dijo Rieux, con una voz de pronto más sorda-. Pero la verdad es que no sa-bemos nada de todo esto.…………Desde el día siguiente, Tarrou se puso

al trabajo y reunió un primer equipo al que debían seguir otros.La intención del cronista no es dar aquí a estas agrupaciones sanitarias más im-portancia de la que tuvieron. Es cierto que, en su lugar, muchos de nuestros conciudadanos cederían hoy mismo a la tentación de exagerar el papel que representaron. Pero el cronista está más bien tentado de creer que dando dema-siada importancia a las bellas acciones, se tributa un homenaje indirecto y po-deroso al mal. ………..Por esto nuestros equipos sanitarios que se realizaron gracias a Tarrou deben ser juzgados con una satisfacción objeti-va. Por esto el cronista no se pondrá a cantar demasiado elocuentemente una voluntad y un heroísmo a los cuales no atribuye más que una importancia ra-zonable. Pero continuará siendo el his-toriador de los corazones desgarrados y exigentes que la peste hizo de todos nuestros conciudadanos.Los que se dedicaron a los equipos sa-nitarios no tuvieron gran mérito al ha-cerlo, pues sabían que era lo único que quedaba, y no decidirse a ello hubiera sido lo increíble. Esos equipos ayuda-ron a nuestros conciudadanos a entrar en la peste más a fondo y los persua-dieron en parte de que, puesto que la enfermedad estaba allí, había que ha-cer lo necesario para luchar contra ella. Al convertirse la peste en el deber de unos cuantos se la llegó a ver realmente como lo que era, esto es, cosa de todos.Esto está bien; pero nadie felicita a un maestro por enseñar que dos y dos son cuatro. Se le felicita, acaso, por haber elegido tan bella profesión. Digamos, pues, que era loable que Tarrou y otros se hubieran decidido a demostrar que dos y dos son cuatro, en vez de lo con-trario, pero digamos también que esta buena voluntad les era común con el maestro, con todos los que tienen un corazón semejante al del maestro y que para honor del hombre son más nume-rosos de lo que se cree; tal es, al menos, la convicción del cronista. Éste se da muy bien cuenta, por otra parte, de la objeción que pueden hacerle: esos hom-bres arriesgan la vida. Pero hay siem-pre un momento en la historia en el que quien se atreve a decir que dos y dos son cuatro está condenado a muerte. Bien lo sabe el maestro. Y la cuestión no es saber cuál será el castigo o la recom-pensa que aguarda a ese razonamiento.La cuestión es saber si dos y dos son o no cuatro. Aquellos de nuestros conciu-dadanos que arriesgaban entonces sus vidas, tenían que decidir si estaban o no en la peste y si había o no que luchar contra ella.

4: El fin de la peste.

La población vivió en esta agitación secreta hasta el veinticinco de enero. En esa semana las estadísticas bajaron tanto que, después de una consulta con la comisión médica la prefectura anun-ció que la epidemia podía considerarse contenida. El comunicado añadía que por un espíritu de prudencia, que no dejaría de ser aprobado por la pobla-ción, las puertas de la ciudad seguirían aún cerradas durante dos semanas y las medidas profilácticas mantenidas durante un mes. En este período, a la menor señal de que el peligro podía recomenzar, “el status quo sería man-tenido y las medidas llevadas al extre-mo”. Todo el mundo estaba de acuerdo en considerar a estas cláusulas como de mero estilo y una gozosa agitación hen-chía la ciudad la noche del veinticinco de enero. Para asociarse a la alegría ge-neral, el prefecto dio orden de restituir el alumbrado, como en el tiempo de la salud.Nuestros conciudadanos se desparra-maron por las calles iluminadas, bajo un cielo frío y puro, en grupos ruidosos y pequeños.

…………….Toda la ciudad se echó a la calle para festejar ese minuto en el que el tiempo del sufrimiento tenía fin y el del olvido no había empezado.Se bailaba en todas las plazas. De la noche a la mañana el tránsito había aumentado considerablemente y los automóviles, multiplicados de pronto, circulaban por las calles invadidas. To-das las campanas de la ciudad, echadas a vuelo, sonaron durante la tarde, lle-nando con sus vibraciones un cielo azul y dorado. En las iglesias había oficios en acción de gracias. Y al mismo tiem-po, todos los lugares de placer estaban llenos hasta reventar, y los cafés, sin preocuparse del porvenir, distribuían el último alcohol. Ante sus mostrado-res se estrujaba una multitud de gen-tes, todas igualmente excitadas, y entre ellas numerosas parejas enlazadas que no temían ofrecerse en espectáculo. To-dos gritaban o reían. Las provisiones de vida que habían hecho durante esos meses en que cada uno había tenido su alma en vela, las gastaban en este día que era como el día de su superviven-cia. Al día siguiente empezaría la vida tal como es, con sus preocupaciones. Por el momento, lasgentes de orígenes más diversos se co-deaban y fraternizaban.La igualdad que la presencia de la muerte no había realizado de hecho, la alegría de la liberación la establecía, al menos por unas horas.……………-Dígame, doctor, ¿es cierto que van a levantar un monumento a los muertos de la peste?-Así dice el periódico. Una estela o una placa.-Estaba seguro. Habrá discursos.El viejo reía con una risa ahogada.Del puerto oscuro subieron los prime-ros cohetes de los festejos oficiales. La ciudad los saludó con una sorda y larga exclamación. Cottard, Tarrou, aque-llos y aquella que Rieux había amado y perdido, todos, muertos o culpables, estaban olvidados. El viejo tenía razón, los hombres eran siempre los mismos. Pero esa era su fuerza y su inocencia y era en eso en lo que, por encima de todo su dolor, Rieux sentía que se unía a ellos. En medio de los gritos que re-doblaban su fuerza y su duración, que repercutían hasta el pie de la terraza, a medida que los ramilletes multicolores se elevaban en el cielo, el doctor Rieux decidió redactar la narración que aquí termina, por no ser de los que se callan, para testimoniar en favor de los apesta-dos, para dejar por lo menos un recuer-do de la injusticia y de la violencia que les había sido hecha y para decir sim-plemente algo que se aprende en medio de las plagas: que hay en los hombres más cosas dignas de admiración que de desprecio.Pero sabía que, sin embargo, esta cró-nica no puede ser el relato de la victo-ria definitiva. No puede ser más que el testimonio de lo que fue necesario hacer y que sin duda deberían seguir haciendo contra el terror y su arma infatigable, a pesar de sus desgarra-mientos personales, todos los hombres que, no pudiendo ser santos, se niegan a admitir las plagas y se esfuerzan, no obstante, en ser médicos.Oyendo los gritos de alegría que su-bían de la ciudad, Rieux tenía presente que esta alegría está siempre amenaza-da. Pues él sabía que esta muchedum-bre dichosa ignoraba lo que se puede leer en los libros, que el bacilo de la peste no muere ni desaparece jamás, que puede permanecer durante de-cenios dormido en los muebles, en la ropa, que espera pacientemente en las alcobas, en las bodegas, en las maletas, los pañuelos y los papeles, y que pue-de llegar un día en que la peste, para desgracia y enseñanza de los hombres, despierte a sus ratas y las mande a mo-rir en una ciudad dichosa.

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Hay una anécdota conoci-da por muchos y que fue contada por el mismo pro-tagonista. Discépolo era muy joven y estaba ena-morado de una piba como él, con quien decidieron suicidarse juntos. A la ma-nera medieval o románti-ca, la muerte acabaría de dar sentido a una vida de inconsistencias. Se citaron en la Cos-tanera del Río de la Plata para arrojarse al agua. El caballero llegó unos minu-tos antes. Llovía en Buenos Aires en esa mañana. En su espera vio llegar un taxi al sitio convenido, y del mismo bajar a su jovencita novia protegiéndose con un paraguas que cubría su elegante figura. Al parecer la decepción se hizo abso-luta en el muchacho: ¿Sui-cidarte con esa pinta? ¡No, vos no lo merecés…! ¡Andá, viví…! Contraste entre los grandes gestos y el sentido común, tal podría decir-se para sintetizar la estela que Discépolo dejó en los escasos 51 años vividos. Los primeros pasos en el arte que nace para un ida y vuelta inminente con el público, los dio haciendo de actor en la represen-tación de una obra de su hermano Armando Dis-cépolo, en 1917. Al año siguiente, también trabajó de actor pero en una obra que él mismo había escrito en colaboración con Mario Folco. Posteriormente será intensa y fecunda la com-binación de autor y actor en Discépolo. Lo será hasta el final. Cumple en su tra-yectoria el acertijo de una observación que nos viene estallando casi constante a la vista de los creadores de tango. Se entrenaron y de-

sarrollaron en la autoría de piezas teatrales que subían a los palcos para repre-sentaciones que duraban premiosas temporadas. Sainetes, en general, que re-trataban la dinámica de los conventillos, sin descuidar la mirada jocosa, interca-lando escenas de perfil sen-timental y a veces también trágico. Resultó de ello, en definitiva, la escuela más habilitante para los letristas del tango. A tal punto que esa asociación autor teatral-letrista, ocupa el espectro de los que firman tangos-canción en la fecunda déca-da de 1920 y 1930. El primer tango de Discépolo fue Bizcochito, en 1925, antesala de la de-finitiva pauta de tono y es-tilo que aparece en Qué va-chaché, del 1926. Aunque la consagración insoslayable la alcanzó en 1928 con el tango Esta noche me embo-rracho. Sumadas sus obras elevan un conjunto magro en volumen, como excelen-te en su calidad, originales por la síntesis, la temática y el tratamiento dramático. Puede hablarse sin sospe-chas de un verdadero perfil discepoliano en la creación letrística… como musical. Ironía sangrante hay en Chorra y Victoria, un cáus-tico mano a mano con Dios en Tormenta, la decepción con las “buenas intenciones de los otros” en Yira-yira, el diagnóstico amargo acer-

ca del siglo XX y después, en Cambalache, la apues-ta por la esperanza hasta “quedarse sin corazón” en Uno, su último tango. En cada tango o vals de su lista de obras deberíamos hacer una parada larga para las reflexiones y la inocultable emoción. Buscaba la pala-bra justa durante meses, antes de dar por termina-do un tango. Una palabra podía tenerlo detenido un año, hasta encontrarla. Los resultados lo explicitan: “con este tango que es burlón y compadrito / se ató dos alas la ambición de mi suburbio…” ¿Y cómo en apreta-da semblanza comentar su desbordante talento em-pleado en otras áreas como la radio y el cine? Nueve películas dejó en las que fue, libretista y director, ac-tor en algunas, productor, etc. Un ingente despliegue, mientras sus tangos pun-teaban el cielo de las noches de Buenos Aires. Desde la adolescen-cia se había entreverado con gente de más edad que él, y que discutía el idea-rio social aventado por los anarquistas reuniendo a González Castillo, Filiberto, González Pacheco y otros. A poco de andar trajina el llamado “grotesco criollo” del que su hermano Ar-mando era el autor emble-mático. En líneas generales era un movimiento estético concomitante al llamado expresionismo europeo. Instaurado en la confianza del poder del espíritu sobre la materia, la preminencia de la construcción del artis-ta sobre cualquier propósi-to de imitación o reflejo de la realidad. Importaba la construcción metafórica o simbólica, producto de la imaginación que agregaba su obra a lo que ofrecía el

mundo. Tributario de esas intuiciones estéticas es probablemente el conjunto de letras de tango discepo-lianas. Durante la década peronista se entusiasmó por el proyecto social que planteaba el régimen. Cen-tró su actividad en base a la confianza y amistad de-sarrollada con Eva Perón. Discépolo se compromete y enreda en hacer para la radio del Estado los libre-tos y locución de un perso-naje creado por él mismo, al que llamó Mordisqui-to. Su función era desta-car los cambios sociales acaecidos, criticar a la oli-garquía y también la des-idia de las capas medias que consiguieron mejorar apreciablemente su situa-ción. En lo práctico fue un alineamiento que se prestó a interpretaciones torci-das, cargadas de maledi-cencia con Discépolo para quien a la larga se volvió insostenible la situación. Con el tiempo se recluyó en extrañas soledades este gran conversador y amigo de sus amigos. Falleció en 1951, entre enigmas sobre las razones de su desgana y flacura. Pesaba 35 kilo-gramos… Su hermano Ar-mando ante el médico que certificó la muerte, pre-guntó: ¿Doctor, de qué ha muerto mi hermano?... – Vea, su hermano murió de ganas. Podríamos tomar cualquier tema de Discé-polo para considerar sus múltiples resonancias con-ceptuales y el laborioso resultado de síntesis que consigue en esa combina-ción de letra y de música que en la mayoría de los casos él mismo era el au-tor. Nos tientan los títulos de la década de 1920 don-de al llanto del hombre

Folklore / LiteraturaLas letras del Tango y sus Poetas

ENRIQUE SANTOS DISCÉPOLO (Bs.As. 1901-1951)

Rafael Flores Montenegro

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abandonado o engañado por sus mujeres, Discépo-lo superpone el humor y la autosatisfacción por tal hecho. También nos inte-resaría Quien más quien menos, donde resume el argumento en los cuatro versos: “novia querida, no-via de ayer/ quien más quien menos/ pa`mal comer/ somos la mueca/ de lo que soñamos ser”. Pero elegiremos IN-FAMIA, escrito en 1941 y del que es autor de letra y música. Acerca del tango INFA-MIA, una memoria (1941) El título nos condu-ce a la inequívoca alusión de descrédito, degrada-ción, negación de cualquier fama natural, honorable en una persona. En esos cami-nos nos sitúa el poeta. Presentará de entrada un contrapunto devastador entre la gente y la pareja enamorada cuya víctima sacrificial es la mujer. El protagonista sobrevivien-te se ocupa en narrar la historia, en hacer balance, testimonio y epitafio de lo sucedido. La gente… “la gente que es feroz cuando hace un mal/ buscó para hacer tí-teres en su guiñol/ la imagen de tu amor y mi esperanza”. Están delineados los polos

del conflicto: en la gente el malentendido, o la maledi-cencia feroz. Dirán “mira a estos vistiéndose de decen-tes…como si no supiéramos del lodo que antes han chapa-leado”. En los anhelantes prota-gonistas del amor, brilla la esperanza. Sí, porque con una generosidad muy extraordinariamente for-mulada en los tangos: él, el protagonista-poeta, decla-ra: “¿A mí que me importa-ba tu pasado?” Es probable que tal posición sea la más generosa puerta expuesta en el amor para dos per-sonas o personajes que no son una dupla de imber-bes bisoños que acaban de empezar. Estos tienen un pasado y seguro que fron-doso, cuestión que ponde-ra el intento de empezar de nuevo, sin reparar en ello, sin mirar atrás.El texto desarrolla con cla-ridad sobrecogedora la obra del acoso destructivo de la gente que se ríe y se burla de ambos, ensañán-dose todavía más con el es-labón más débil, la mujer. Sabe Discépolo que no es-tamos solos, aislados del mundo… que las respon-sabilidades individuales, los avatares, se dan en una situación histórica y social

concreta. Así identifica la acción de los otros, de la gente. Tras los denodados intentos de rehabilitarse en el agua pura del amor, ella comprende que es imposible y aban-dona… y fue a hundirse en “un suicidio/ vorágine de horro-res y de alcohol…” Antes de ser llevada a la última morada la vestirán de blanco para, desde la máscara, responder a la impie-dad del mundo. Aunque el resultado tenga que ser el fra-caso porque luchar contra la gente es infernal, queda una magnífica puesta de fraternidad entre los amantes contra el telón de la derrota. La versión que elegimos para la intensidad de este tango es la que grabó Edmundo Rivero con la Orquesta de Héctor Stamponi en el año 1959.

INFAMIA

“La gente, que es brutal cuando se ensaña,la gente, que es feroz cuando hace un mal,buscó para hacer títeres en su guiñol,la imagen de tu amor y mi esperanza...A mí, ¿qué me importaba tu pasado...?si tu alma entraba pura a un porvenir.Dichoso abrí los brazos a tu afán y con mi amorsalimos, de payasos, a vivir.

Fue inútil gritarque querías ser buena.Fue estúpido aullarla promesa de tu redención...La gente es brutaly odia siempre al que sueña,lo burla y con risas despeñasu intento mejor...Tu historia y mi honordesnudaos en la feria,bailaron su danza de horror,sin compasión...

Tu angustia comprendió que era imposible,luchar contra la gente es infernal.Por eso me dejaste sin decirlo, ¡amor!...y fuiste a hundirte al fin en tu destino.Tu vida desde entonces fue un suicidio,vorágine de horrores y de alcohol.Anoche te mataste ya del todo y mi emociónte llora en tu descanso... ¡Corazón!

Quisiera que Diosamparara tu sueño.muñeca de amorque no pudo alcanzar su ilusión.Yo quise hacer máspero sólo fue un ansia.Que tu alma perdone a mi vidasu esfuerzo mejor.De blanco al morir,llegará tu esperanza,vestida de novia ante Dios...como soñó.”

Música y Letra: E. Santos Discépolo

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Concurso Cerrillos le canta a Manuel Castilla

Con la participación de las escritoras Lucrecia Cossio y Fernanda Agüero, y el poeta Luis Albeza, se expidió el Jurado del Concurso literario organizado por la Municipalidad de Cerrillos: Fueron galardonadas las obras El Elevador, Cuento de Damián Alejandro Reyes y Rodrigo Nicolás Reyes, de 12 y 16 años (pertenecientes al Club de Pequeños Es-critores, en formación), y en el género Poesía, a Manuel, de Mónica Rodríguez.

No soy una persona religiosa como para creer en espíritus ni nada por el estilo, pero la puerta del elevador se abrió y me salí. Las luces estaban apagadas por alguna razón. Mi departamento se encon-traba en algún punto más abajo, cerca del final. Era un trayecto que había recorrido muy a menudo, a diario, sin siquiera pensar en ello. Pero nunca en la oscuridad, jamás en aquella oscuridad.Comencé a caminar; mis ojos se giraban involuntariamen-te a cada puerta que cruzaba con el corazón palpitando a mil por horas. Luego lo escu-ché, rasguños, arrastre. Y un sonido del cual me convencí —oh, pero tan firmemente— que se debía a una unidad de aire acondicionado vieja que se estaba encendiendo.Hasta que lo vi, emergiendo desde la puerta: ojos hundi-dos, una máscara de carne desollada en vez de rostro, manos ruinosas y sin dedos extendidas hacia adelante. Y tanta, tanta sangre.Trastabillé dos pasos para atrás, a punto de caerme, an-tes de que mi cerebro de rep-til se accionara y abrí marcha hacia el elevador buscando

un lugar para protegerme.Detrás de mí, lo escuché croar, arrastrándose en mi dirección.No miré atrás. Presioné el bo-tón del elevador una y otra y otra vez. Luego, piadosa-mente, las puertas se abrie-ron y destellaron un rayo de luz por el pasillo.Me precipité hacia adentro, colisionando en la pared, casi sollozando por el alivio.Entonces me di cuenta de que no había cerrado las puertas. Aquello aún se estaba arras-trando, centímetro por cen-tímetro, hacia mí. Azoté mi puño en el botón y recé tanto como nunca lo había hecho.Lo último que vi antes de que las puertas se cerraran fueron sus ojos inyectados de san-gre, con sus venas que pare-cían explotar, sin párpados, observándome fijamente sin-tiendo que no tendría piedad de nada.Ha pasado un mes de todo esto, ahora creo en fantas-mas, en cosas del más allá, creo que existen monstruos que acechan este mundo y que incluso convivimos con ellos. Creo que lo que vi no era humano, estoy casi segu-ro.Y debo ignorar los reportes del periódico de que la chica se arrastró sobre sus muño-nes, sangrando a galones, y murió a solo centímetros de la puerta del elevador. Fin

EL ELEVADORDamián Alejandro Reyesy Rodrigo Nicolás Reyes

MANUELLa estación de Cerrillos aún guarda tus recuerdostus huellas de niño, el tiempo las ocultatu infancia corre, como una agua viva, por surcos lerdos como si de repente, se despertara alguna alegría dormida, que el corazón sepulta.

En la boca de la tierra, se duerme el vinocomo la copla que el hijo le canta a su madreen carnaval, cuando va creciendo el caminouno extraña tanto a su propio padre.

Con su gorra de ferroviario anunciando, con la campana, la llegada del trencomo esperando que algún día, en su silencio se encuentren padre, poeta, hijo en la noche sin horario.

Manuel, cuando el verde vuelveen la memoria de tus versos el olvido se duerme.

Mónica Rodríguez

Pájaros del tiempo

Eso que fuimos, hoy no lo somos,volamos el pasado y pisamos fuerte el presente,la dulce brisa del ahora, golpea fuerte mi cabeza.¡Soltar los pájaros de la jaula!,eso asusta mis miedos y me convierte en un cobarde, que ni por letras puede soltar.La libertad asusta el hall de casa, piratas, bandidos de la paz,pretenden mi tristeza .¡Muerto y luchado,nunca vivo y escondido!

Facundo A. Vallejo Zenzano

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Paula SorucoPau Wynne (1983) Nació y vive en Jujuy. Publicó ILOB (Coed. Perro Pila y Black & Vermelho, Jujuy y CABA, 2011). Cornisa (Ed. Llanto de mudo, Cba, 2008) e Illinois (Ed. La Creciente, Cba 2005),). Participó, entre otras, de las anto-logías: 30.30 Poesía Argentina del siglo XXI (Editorial Municipal de Rosario :e(m)r; 2013) Peligro Inflamable, antología de poesía contemporánea (Ed. Folia, Bs. As., 2011) Poetas Argentinas 1961-1980 (Ediciones del Dock, CABA, 2008), Quince, antología de poe-tas mujeres de Córdoba (Ed. Tinta de Negros, Cba. 2010), Once, salpicón de poesía jujeña (Ed. Intravenosa, Jujuy 2011) Columna Norte (Coed. 27 Pulqui y Alma de goma, CABA y Jujuy, 2016). [email protected]

5No te miro, te huelo. Escucho aunque no tenga idea de lo que de-cís. Aunque no quiera te escucho, aunque me canse. Con la mira-da lejos, por una cuestión de principios. Te mido por el destello que das al moverte por el cuadro y yo de refilón: sos brillo en el ojo izquierdo que se mueve, coreográfico y acuoso. Ingreso a la cantina hecha de sed en la que atendés impecable. Como si no fuera que me llamás ni que yo te busco, aplaudo. Pega y reta al mismo tiempo, a que me la aguante. Y yo respiro hondo como si no lo sintiera mientras me chupa una oreja. Sube una ceja para su pregunta. Pregunta y cree que creo en eso. Pero en todo él, yo creo. Es mi credo. Lento, pausado; entre la seducción y la postergación. Una cara de no tengo plan, o al menos eso es lo que espero de mí.

39Todo el poder. Todo el poder de decirme lo mismo: que no. Y lo ejerce, lo ejerce dos de tres, la tercera muere. Cree que sigue vivo pero de lejos se le nota. Pis en la puerta de la casa, el agua es diurética purgante y dormis. El que rechaza, el que planea planea planea, se pierde un avión en nieblas. Va perdiendo tierra creyen-do que la encuentra. Un no que es un naufragio oceánico. Todo el poder de la disolución por decreto y lo ejerce dos de tres. Hacer como que no me ves, nada está bien. Siempre lo descubro justo, debo ser como un ángel de mi guarda sin el menor poder. Hipno-tizado en la disgregación que le toca de paisaje.

42Quiero ser un río que no acabe en el mar, que tenga los días conta-dos. Eso me aliviaría mucho. Nada de mar y de disolución salada, déjame una catarata hecha de lluvia destilada sin micoorganis-mos, bruta, convencida. Y salta de la nube al vacío con sabor a sal. Y vos, catarata sin corales. Sin necesidad de ningún coral. Ruego no se viva doce mil años.

50Cambié las sábanas, tiré perfume a los almohadones. Vela de siete colores. Dejé mi gato afuera que me miró con ojos húmedos. Re-cién bañada fui hasta la puerta tres o cuatro veces imaginando el timbre. Pero se quiere levantar temprano. Digo: me parece bien. Corto y me desinglo para después inflarme com un pez globo eno-jadísimo. Desínflome volátil, a lo piñata, en cámara lenta. Azul violento, instantáneo y definitivo. Una fisonomía del aire. Olvi-darme de comer y ahí podemos ver el ancla que detiene el barco caer. Cuando acabés, evita dejar el forro al lado de la cama. Podría desnucarme una cosa así.

56Año nuevo, él acaba con el amor y yo bajo esa luz helada. Estrellas de neón en un cielo de zona industrial. Ni la naturaleza me salva, apenas me distrae. Cada tanto desenchufo el cartel de alguna de tus frases y los insectos se alejan. Recuerdos de una noche arábiga, el firmamento artificial que nos cobijó. La máquina de hacer olas. Interno Hospital del Quemado. Un animalito de luz tan tierno proyectábamos en el techo de la habitación, te hubieras muerto.

Acostada con la experiencia muda

Nudo de lejanos hilos blancosNudos blancos de sogas entre arboledas que cierran el anfiteatroQuerido estado del alma: hay una esencial calle en esta oscuridadSupe mirar lejos,Hoy miope, desorganizo, desenfoco, y ante todo, solo veo mis piesFoco en lo nada, duelo orbitofrontalDeviene anguila y su pureza transmoralMe cuesta aceptarme, digo como si tuviera opciónCuerpo a pedazos envejezco desiertaLa mirada ballenosa y cansadaBallenojo Vallenojo sin gozocuerpoMuscular bolsa arenosa vence mis hombros vencidaRenunciaré emigraréEl sueño desierto y vacío de la libertadNudo de sogas negrasEl fondo de angustia siempre estabaAnudar nudos grandes, representarhinchada cintura quebrada espigaLóbrega y corposa morsa Ploma ¿A dónde se fue mi energía?Desvital, dolor de cuencos, vibrar metalencuerpa y se postra ploma

Desparramo en las costillasEstar cansada y en pie te aplasta.

Serpientes: Pinturas de Paula Soruco

Page 12: El Pájaro Cultural · rodea y la Puta de Babilonia son dos caras de la misma moneda, y por ende paradigma de la nueva Edad Oscura que se cierne sobre el mundo. * Petrolera Estatal

Hallazgo ArquelógicoEl manuscrito, hallado después de casi sesenta años por el nieto de Roberto Albeza y transcripto por su mano, estuvo escondido en la intimidad de los baúles, en la biblio-teca del poeta. Se trata de un soneto que Manuel Castilla y Walter Adet le dedicaran en el Bochin Club, allá por los años sesenta. Lo que parece un epitafio, no es otra cosa que una especie de despedida, ya que por entonces Albecita, como cariñosamente lo llamaban, había comenzado a tomar distancia del universo poético y del tráfago bohemio que por entonces gobernaba en la ciudad de Salta (de hecho dejó de escribir durante casi quince años), abducido por la vida bucólica y hogareña que le prometían el amor y las tardes solariegas de Chicoana. Nunca, hasta hoy, se había visto un so-neto escrito a cuatro manos y a tres copas, por dos poetas a un tercero ausente.

Bochin Club, 13 de Mayo de 1960a Roberto Albeza

Roberto Albeza, solo y silencioso,le va entregando pájaros al cieloy va alejándose de vuelo en vueloun poco lento y otro poco ocioso.

¿Qué picaflor le entrega melodiosasu miel azul, su transparente hielo?¿Qué guancoiro le da su flor en celocomo un diamante enardecido y brioso?

Un indio viene y por su sangre crecey en “Árbol solo”, triste te amaneceentre los peces que desvela el río.

Roberto Albeza, toma en mi vaso,quiebra la luna y sólo por si acasobebe con ella del soneto mío.

Walter AdetManuel J. Castilla