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El Príncipe Feliz y otros cuentos Oscar Wilde Ilustraciones de Julián Cicero

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El Príncipe Feliz y otros cuentosOscar WildeIlustraciones de Julián Cicero

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A Carlos Blacker

En lo más alto de la ciudad se alzaba sobre un pe-destal la estatua del Príncipe Feliz.

Estaba completamente cubierta de madresel-vas de oro fino. En lugar de ojos, tenía dos brillan-tes zafiros y un gran rubí escarlata resplandecía en el puño de su espada.

Por eso todos la admiraban.—Es tan bella como una veleta —observó uno

de los consejeros de la ciudad que deseaba ganarse fama de experto en arte.

Y, temiendo pasar por hombre poco práctico, agregó:

—Aunque no es tan útil.Y, realmente, no lo era.—¿Por qué no eres como el Príncipe Feliz?

—preguntaba una madre cariñosamente a su hijo,

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que pedía la luna—. El Príncipe Feliz no hubiera pedido nunca nada a gritos.

—Me satisface saber que hay alguien en el mun-do completamente feliz —murmuró un hombre fracasado, contemplando la maravillosa estatua.

—En verdad, parece un ángel —dijeron los pe-queños monaguillos al salir de la catedral, vestidos con sus soberbias capas rojas y sus lindos delanta-les blancos.

—¿En qué lo notan —replicó el profesor de ma-temáticas—, si nunca han visto alguno?

—¡Claro que sí! Los hemos visto en sueños —contestaron los niños.

Y el profesor de matemáticas frunció el entrece-jo, adoptando un aire de severidad porque no podía aprobar que unos niños se permitieran soñar.

Una noche, una golondrina voló rápidamente hacia la ciudad.

Seis semanas antes se habían marchado sus compañeras a Egipto; pero ella se había queda-do rezagada. Pues estaba locamente enamorada del más hermoso de los juncos. Lo conoció al ini-cio de la primavera, mientras revoloteaba sobre el río persiguiendo a una gran mariposa dorada, y su

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esbelto talle la sedujo hasta tal punto que se posó para hablarle.

—Te amaré —decidió la golondrina, que no se andaba nunca con rodeos.

El junco le hizo una profunda reverencia. Enton-ces, la golondrina voló a su alrededor, rozando el agua con sus alas y dejando estelas plateadas. Era su manera de cortejar, y así fue pasando el verano.

—Es un absurdo enamoramiento —trinaban las otras golondrinas—. Ese junco es un pobretón y tiene demasiada familia.

El río estaba, en efecto, lleno de juncos. Al lle-gar el otoño, todas las golondrinas alzaron el vue-lo. Cuando partieron sus compañeras, se sintió muy sola y empezó a cansarse de su amado.

—Ni siquiera sabe hablar —se decía ella—. Temo, además, que sea infiel, porque coquetea sin cesar con la brisa.

Y por cierto, siempre que soplaba la brisa, aquel junco multiplicaba sus más gentiles saludos.

—Por lo que veo, es muy casero —murmura-ba la golondrina—; a mí me encantan los viajes, y, por lo tanto, al que me ame debe gustarle viajar conmigo.

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—¿Quieres venir conmigo? —le preguntó, fi-nalmente, la golondrina al junco.

Pero éste se negó moviendo la cabeza; estaba demasiado arraigado a su hogar.

—¡Te has estado burlando de mí! —le chilló la golondrina—. Así es que me voy a las pirámides. ¡Adiós!

Y la golondrina emprendió el vuelo. Voló du-rante todo el día y al anochecer llegó a la ciudad.

—¿Dónde encontraré un refugio? —se pregun-tó–. Espero que esta ciudad haya hecho preparati-vos para recibirme.

Entonces vio la estatua sobre su pedestal.—Me refugiaré ahí —gritó—. Es un sitio boni-

to, con abundante aire fresco.Y aterrizó justamente entre los pies del Prínci-

pe Feliz.—Tengo una habitación dorada —musitó, mi-

rando a su alrededor. Y se dispuso a dormir. Pero justo al meter su cabeza debajo del ala, le cayó en-cima una enorme gota de agua.

—¡Qué curioso! —exclamó—. El cielo está com- pletamente despejado, y las estrellas brillan con toda claridad. ¡Sin embargo, está lloviendo! El cli-

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ma del norte de Europa es realmente muy extraño. Recuerdo que al junco le encantaba la lluvia; pero en él era puro egoísmo.

Entonces le cayó otra gota.—¿Para qué sirve una estatua si no resguarda

de la lluvia? —dijo la golondrina—. Buscaré una buena campana de chimenea.

Y se disponía a volar más allá, cuando, al abrir sus alas, le cayó una tercera gota. La golondri-na miró entonces hacia arriba, y vio... ¡Ah, lo que vio!... Los ojos del Príncipe Feliz estaban bañados en lágrimas que se deslizaban por sus mejillas de oro. Su rostro resplandecía tan bello bajo la luz de la luna, que la golondrina se sintió llena de piedad.

—¿Quién es usted? —le preguntó.—Soy el Príncipe Feliz.—¿Por qué llora, entonces? —volvió a pregun-

tar la golondrina—. Casi me ha empapado.—Cuando yo vivía y en mí palpitaba un cora-

zón de humano —replicó la estatua—, ignoraba lo que era el llanto, porque residía en el Palacio de Sans-Souci, donde está prohibida la entrada de la pena. De día jugaba con mis compañeros en el jardín, y de noche bailaba en el amplio vestíbulo.

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Alrededor de ese jardín se levantaba un muro al-tísimo, pero no me preocupó nunca lo que había detrás de él, pues todo cuanto me rodeaba era ma-ravilloso. Mis súbditos me llamaban el Príncipe Feliz, y en verdad yo lo era, si el placer constituye la felicidad. Así viví y así dejé de existir, y ahora que estoy muerto, me han elevado tanto, que pue-do contemplar todas las fealdades y todas las mi-serias de mi ciudad. Y aun siendo de plomo mi co-razón, no me queda otro remedio que llorar.

“¡Cómo! ¿No es de oro de buena ley?”, se dijo la golondrina para sus adentros, pues era demasiado bien educada como para hacer alguna observación personal en voz alta.

—Allí abajo —continuó la estatua con un tono bajo y musical—, en una callecita, hay una pobre vivienda. Está abierta una de sus ventanas, y por ella puedo ver a una mujer sentada ante una mesa. Su rostro está demacrado y ajado, y sus manos hin-chadas y rojas, llenas de agudos piquetes de aguja, porque es costurera. Borda pasionarias sobre un vestido de seda que lucirá, en el próximo baile de la Corte, la más bella de las damas de honor de la reina. Allí, en un rincón del cuarto, yace sobre un

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camastro su hijito, enfermo. Tiene mucha fiebre y pide naranjas; su madre no puede darle más que agua del río. Por eso está llorando. Golondrina, go-londrina, golondrinita, ¿no quieres llevarle el rubí de la empuñadura de mi espada? Mis pies están sujetos al pedestal y no puedo moverme.

—Me esperan ya en Egipto —respondió la go-londrina—. Mis compañeras vuelan de un lado para otro sobre el Nilo y conversan con los esbel-tos lotos. Pronto irán a dormir a la tumba del gran Rey, que está allí en su féretro de colores, vendado con un lienzo amarillo y embalsamado con sus-tancias aromáticas. Lleva un collar de jade verde pálido alrededor del cuello y sus manos parecen hojas secas.

—Golondrina, golondrina, golondrinita —re-pitió el Príncipe—, ¿no quieres quedarte conmigo una noche y ser mi mensajera? ¡Tiene tanta sed el niño y está tan triste la madre!

—No me agradan mucho los niños —contestó la golondrina—. El invierno pasado, cuando yo vi-vía en la orilla del río, dos chicos mal educados me tiraban piedras. No me alcanzaban, porque noso-tras las golondrinas volamos muy bien y, además,

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pertenezco a una familia famosa por su agilidad; mas, a pesar de todo, era una falta de respeto.

Pero la mirada del Príncipe Feliz era tan triste, que la golondrina se sintió conmovida.

—Aquí hace mucho frío —le dijo—; pero me quedaré una noche acompañándolo y seré su men-sajera.

—Gracias, golondrinita —respondió el Príncipe.Entonces la golondrina arrancó el soberbio rubí

de la espada del Príncipe y sosteniéndolo en su pico, voló sobre los tejados. Pasó por encima de lo más alto de la catedral, en la que había unos ánge-les de mármol blanco. Cruzó sobre el Palacio Real, y llegaron hasta ella las músicas del baile.

Una bella muchacha se asomó a un balcón con su prometido.

—¡Qué hermosas son las estrellas y qué mara-villosa es la fuerza del amor! —le dijo.

—Quisiera tener mi vestido para el baile de la Corte —replicó ella—. He mandado bordar en él unas pasionarias; pero, ¡son tan holgazanas las costureras!

Voló sobre el río y vio los faroles colgados en las puntas de los mástiles de las embarcaciones. Pasó

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sobre el ghetto, y vio allí a los viejos judíos, comer-ciando entre ellos y pesando monedas en balanzas de metal.

Finalmente llegó a una pobre vivienda y miró hacia adentro: el niño se movía febrilmente en su camastro y la madre se había quedado dormida de cansancio. La golondrina entró a la habitación y dejó el gran rubí sobre la mesa, dentro del dedal de la costurera. Luego revoloteó suavemente sin hacer ruido alrededor de la cama, abanicando con sus alas la carita del niño.

—¡Qué fresco más dulce siento! —murmuró el niño—. Debo estar mejor.

Y se quedó dormido, deliciosamente tranquilo. Entonces la golondrina voló a toda velocidad hacia el Príncipe Feliz y le contó lo que había hecho.

—¡Qué raro! —observó ella—. Ahora tengo casi calor, a pesar del frío que hace.

—Eso es porque has hecho una buena acción —dijo el Príncipe.

La golondrinita se puso a meditar sobre aquello y se quedó dormida. Cuando se ponía a meditar, siempre se dormía. Pero en cuanto amaneció, em-prendió el vuelo hacia el río y se dio un baño.

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—¡Notabilísimo fenómeno! —exclamó el pro-fesor de ornitología, que cruzaba por el puente—. ¡Una golondrina en esta época!

Y escribió sobre ello un extenso artículo para un diario local. Todo el mundo lo citó, porque esta-ba lleno de palabras incomprensibles.

—Esta noche partiré hacia Egipto —se decía la golondrina, y sólo de pensarlo se ponía contentí-sima. Recorrió todos los monumentos públicos y estuvo descansando un buen rato sobre la punta del campanario de la catedral. Y por todos lados donde pasaba los gorriones piaban, diciéndose unos a otros:

—¡Qué extranjera más distinguida!Lo cual la hinchaba de satisfacción. En cuanto

salió la luna volvió a todo vuelo hacia el Príncipe Feliz.

—¿Quiere algo de Egipto? —le trinó—. Hoy emprenderé la marcha.

—Golondrina, golondrina, golondrinita —dijo el Príncipe—, ¿quieres quedarte otra noche con-migo?

—Me esperan en Egipto —contestó la golon-drina—. Mañana mis hermanas y mis compañeras

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volarán hacia la segunda catarata. Allí el hipopó-tamo reposa entre los cañaverales, y el dios Mem-nón se alza sobre un enorme trono de granito. Vi-gila a las estrellas durante la noche, y en cuanto brilla Venus, lanza un grito de alegría y vuelve a enmudecer. Al mediodía los rojizos leones bajan a beber a la ribera del río. Sus ojos son como verdes aguamarinas, y sus rugidos se oyen más atronado-res que los de la catarata.

—Golondrina, golondrina, golondrinita —dijo el Príncipe—, allá abajo, en aquel otro lado de la ciudad, veo a un joven en una pobre habitación inclinado sobre una mesa llena de papeles; a su lado hay un vaso con unas violetas marchitas. Tie-ne el pelo negro y ondulado, los labios rojos como granos de granada y unos grandes ojos soñadores. Debe terminar una obra para el director del tea-tro, pero siente tal frío, que no puede escribir más. No arde ningún fuego en su pequeña habitación, y el hambre lo ha debilitado.

—Me quedaré otra noche acompañándolo —accedió la golondrina, que tenía realmente buen corazón—. ¿Quiere que le lleve otro rubí?

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—¡Ay, no tengo más rubíes! —exclamó el Prín-cipe—. Sólo me quedan mis ojos. Son unos zafi-ros magníficos traídos de la India hace mil años. Arráncame uno y llévaselo. Él lo venderá a algún joyero, y comprará alimentos y combustible, y en-tonces podrá terminar su obra.

—Mi querido Príncipe —dijo la golondrina—, no tendría valor para hacer eso.

Y se echó a llorar.—¡Golondrina, golondrina, golondrinita! —dijo

el Príncipe—. ¡Haz lo que te mando!Y entonces la golondrina arrancó el ojo del Prín-

cipe y se fue volando hasta la habitación del escri-tor. Entró fácilmente en ella, porque había un agu-jero en el techo. La golondrina penetró por él como una flecha en el cuarto. El joven tenía la cabeza hundida entre sus manos; no oyó el aleteo del pája-ro y al alzar los ojos vio el soberbio zafiro entre las violetas marchitas.

—Empiezan a reconocer mi valor —se dijo—. Esto es un presente de algún rico admirador. Aho-ra ya podré concluir mi obra.

Y se sintió completamente feliz.

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Al día siguiente la golondrina voló hacia el puerto. Se posó sobre el mástil de un gran navío y estuvo viendo cómo los marineros extraían gran-des cajas de la bodega tirando de unos cabos.

—¡Levanten! —gritaban a cada caja que eleva-ban hacia el puente.

—¡Me voy a Egipto! —les trinó la golondrina.Pero no le hicieron caso y, en cuanto salió la

luna, voló de nuevo hacia el Príncipe Feliz.—He venido únicamente para despedirme de

usted —le dijo.—¡Golondrina, golondrina, golondrinita! —ex-

clamó el Príncipe—. ¿No quieres quedarte conmi-go una noche más?

—Ya es invierno —replicó la golondrina—. Pronto lo cubrirá todo la helada nieve. En Egip-to calienta el sol sobre las verdes palmeras. Los cocodrilos, tendidos en el barro, las contemplan indolentes, a orillas del río. Mis amigas y mis com-pañeras hacen sus nidos en el Templo de Baalbek. Las palomas blancas y rosadas las siguen con los ojos, mientras se arrullan... Mi querido Príncipe, no tengo más remedio que dejarlo; pero nunca lo

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olvidaré, y la próxima primavera le traeré de allá dos bellas piedras preciosas en sustitución de las que usted ha regalado. Un rubí que será más rojo que la rosa más roja y un zafiro tan azul como el mar.

—Allá abajo, en aquella plaza —dijo el Príncipe Feliz—, ha instalado su puesto una niña que ven-de fósforos; pero se le han caído al arroyo, y todos se echaron a perder. Su padre le castigará severa-mente si no lleva unas monedas a casa y por eso está llorando. No lleva medias ni zapatos y tiene la cabeza descubierta. Anda, arráncame el otro ojo, llévaselo y así su padre no le pegará.

—También pasaré esta noche con usted —con-testó la golondrina—; pero no puedo arrancarle el ojo, porque entonces se quedaría ciego.

—¡Golondrina, golondrina, golondrinita! —ex-clamó el Príncipe—. ¡Haz lo que te mando!

Entonces la golondrina arrancó el otro ojo del Príncipe y alzó el vuelo, llevándolo en su pico. Se posó sobre un hombro de la pequeña vendedora de fósforos y dejó caer la piedra preciosa en la palma de su manita.

—¡Qué bonita cuenta de vidrio! —exclamó la niña. Y se marchó corriendo muy alegre a su casa.

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Entonces la golondrina volvió hacia el Príncipe.—Como ahora está ciego, me quedaré con us-

ted para siempre.—No, golondrinita —dijo el Príncipe—. Debes

marchar a Egipto.—Me quedaré con usted para siempre —repi-

tió la golondrina.Y se quedó dormida a los pies del Príncipe.Al día siguiente, se posó sobre el hombro del

Príncipe feliz y le contó todo lo que había visto en países lejanos. Le habló de los ibis rojizos alineados en largas filas a orillas del Nilo, que pescan a pico-tazos peces de oro; de la Gran Esfinge, que es tan vieja como el mundo, habita en el desierto y todo lo sabe; de los mercaderes, que caminan lentamente junto a sus camellos, mientras pasan las cuentas de unos grandes rosarios de ámbar entre sus dedos; del rey de las montañas de la Luna, que es más ne-gro que el ébano y que adora un enorme cuarzo; de la gran serpiente verde que duerme entre las hojas de una palmera y que veinte sacerdotes alimentan con pastelitos de miel, y de los pigmeos que nave-gan por un amplio lago sobre anchas hojas y están siempre en guerra contra las mariposas.

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—Golondrinita querida —dijo el Príncipe—, todo eso que me has contado es realmente mara-villoso; pero no iguala a las penas que sufren los hombres y las mujeres. El mayor misterio es la mi-seria. Vuela sobre mi ciudad, golondrinita, y dime luego todo lo que hayas visto.

Entonces la golondrina voló sobre la enorme ciudad y vio a los ricos festejando en sus sober-bios palacios mientras los pobres se sentaban a sus puertas. Voló sobre los barrios más sórdidos y vio las pálidas caritas de los niños que se morían de hambre, contemplando tristemente las calles oscu-ras. Bajo el arco de un puente estaban acostados dos niños harapientos, abrazados el uno al otro para calentarse.

—Tenemos mucha hambre —decían.—¡Está prohibido dormir aquí! ¡Fuera! —les

gritó un guardia. Y tuvieron que alejarse bajo la lluvia. Entonces la golondrina continuó su vuelo y fue a contarle al Príncipe lo que acababa de ver.

—Me cubre una capa de oro fino —dijo el Prín-cipe—, despréndelo hoja por hoja y repártelo entre los pobres, ya que los hombres creen que el oro proporciona la felicidad.

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Hoja a hoja la golondrina fue desprendiendo el oro fino que cubría la estatua hasta que el Príncipe Feliz se quedó sin brillo ni belleza. Y hoja a hoja las repartió entre los necesitados, con lo cual las caritas de los niños recobraron sus colores sonro-sados, y rieron y jugaron por las calles.

—¡Ya tenemos pan! —gritaban alegremente.Al poco tiempo llegó la nieve y después la he-

lada. Las calles parecían pavimentadas de plata por lo blancas y relucientes que estaban. Afila-das estalactitas de hielo como puñales de cristal colgaban de las cornisas; toda la gente iba en-vuelta en pieles; los niños llevaban gorritos rojos y patinaban ágilmente sobre el hielo. La pobre golondrinita sentía cada vez más y más frío, pero no quería dejar solo al Príncipe, porque lo amaba tiernamente. Picoteaba las migas que quedaban a la puerta del panadero, procurando que éste no la viera, e intentaba entrar en calor agitando sus alas. Pero, finalmente, comprendió que iba a mo-rir. Sólo tuvo la fuerza necesaria para volar hasta el hombro del Príncipe.

—¡Adiós, mi querido Príncipe! —musitó—. Permítame que le bese la mano.

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—Me da la mayor alegría que marches al fin a Egipto, golondrinita —dijo el Príncipe—. Has es-tado aquí demasiado tiempo. Bésame en los labios, porque te amo.

—¡No voy a Egipto! —murmuró la golondri-na—. Voy a la morada de la Muerte. La Muerte es la hermana del Sueño, ¿verdad?

Y besando al Príncipe Feliz en los labios, cayó muerta a sus pies. Y en aquel mismo instante se oyó un extraño crujido en el interior de la estatua, como si se hubiera roto algo. En realidad, la capa de bronce se acababa de partir, pues hacía verda-deramente un frío tremendo. Y en las primeras ho-ras de la mañana siguiente cruzó el alcalde la plaza, acompañado de los consejeros de la ciudad. Al pasar ante el pedestal, alzó los ojos hacia la estatua.

—¡Dios mío! —exclamó—. ¡Qué harapiento parece el Príncipe Feliz!

—¡Qué harapiento está! —dijeron los consejeros a coro, pues eran siempre de la misma opinión que el alcalde. Y se pusieron a contemplar la estatua.

—Se ha desprendido el rubí de su espada, le faltan los ojos y el oro de su traje —observó el al-calde—. Está hecho, en fin, un pordiosero.

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—¡Un pordiosero! —repitieron a coro los con-cejales.

—Y por si fuera poco hay un pájaro muerto a sus pies —añadió el alcalde—. Tengo que dictar un decreto prohibiendo a los pájaros que vengan a morir aquí.

Y el secretario de Gobierno tomó nota de la ini-ciativa. Entonces acordaron derribar la estatua del Príncipe Feliz.

—Lo que carece de belleza es inútil —afirmó el profesor de estética de la universidad. En vista de lo cual fundieron la estatua, y el alcalde reunió al Con-cejo en sesión extraordinaria para decidir lo que de-bía hacerse con el metal.

—Podríamos hacer otra estatua —propuso aquél—. La mía, por ejemplo.

—O la mía —dijeron sucesivamente los conse-jeros. Y empezaron a discutir acaloradamente. La última vez que supe de ellos, seguían discutiendo.

—¡Qué cosa tan rara! —dijo el oficial primero de la fundición—. No hay manera de fundir este corazón de plomo. Habrá que tirarlo a la basura.

Los fundidores lo arrojaron a un montón de de-sechos, donde estaba la golondrina muerta.

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—Tráeme las dos cosas más preciadas de la ciu-dad —ordenó Dios a uno de sus ángeles.

Y el ángel le llevó el corazón de plomo y el paja-rito muerto.

—Has elegido perfectamente —dijo Dios—, pues en mis jardines del Paraíso este pajarito can-tará eternamente, y en mi ciudad de oro, el Prínci-pe Feliz entonará mis alabanzas.

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