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Ensayos Sobre Los Lugares la Sabiduria de Las Aldeas

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La sabiduría de las aldeas

Freddy Castillo Castellanos

Debo aclarar de entrada que no trataré de ensayar un lamento agreste y bucólico ante la omnipresencia de la urbe genérica, o una “sentida” reivindicación de las patrias chicas perdidas u olvidadas. Tampoco, de glosar la vieja frase unamuniana de que “el universo comienza en la aldea”. Esos propósitos que, de suyo, no encuentro deleznables, no son los míos, por el momento. Se trata, simplemente, y de manera breve, como lo exigen estas ocasiones, de hacer algunos rodeos reflexivos en torno de ciertos ídolos contemporáneos.

La globalización de los vacíos

Si optamos por escoger el más socorrido hoy en día, el lugar común de “la globalizacion” resulta, sin duda, el blanco más indicado. Posee beligerancia indiscutible en virtud de su incidencia en numerosas actividades humanas. Basta dar un vistazo a la macroeconomía para saber de sus efectos tentaculares. Las decisiones globales atraviesan el orbe y levantan polvaredas, construyen, consolidan, pero también socavan e incendian, no sólo aparatos productivos o financieros, sino también bosques, ríos y comarcas.

Es cierto que buena parte de las soluciones a los problemas que la globalización genera, se alcanza con decisiones también globales, en virtud de un sistema que tiende a asegurar su unicidad. Pero, ¿estamos condenados a aceptar como inevitable esa tendencia planetaria? ¿Es ella un beneficioso producto civilizatorio? ¿No estaremos confundiendo los medios con los fines y reeditando con disfraz sifrino un ingenuo positivismo decimonónico? Intercambiar, acortar distancias, dialogar, reconocer y aceptar a los otros, es una práctica civil. Hacerlo con sentido solidario es, además, la puesta en práctica de unos nobles valores. La globalización que recorre nuestro mundo ¿posee acaso esos valores? Convengo en que merced a la globalización

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formamos un sistema, pero ¿integramos, en verdad, una comunidad? ¿Dónde está la persona humana en ese vórtice aparentemente incontrolable? A estas interrogantes podemos agregar una sabia pregunta de Cesare Pavese que quizá contenga la respuesta: ¿De qué le sirve a uno conquistar el mundo entero, si después se pierde a sí mismo?

La mundialización de la política y de la economía lo es también, lastimosamente, de la banalidad y del individualismo. Una internacional de la oligofrenia empobrece nuestro lenguaje y sustituye las ideas por imágenes sin alma. La estadística suple a la poesía, que acabará yéndose a las catacumbas, como suele hacerlo, cuando los tiempos le son hostiles. Las ciudades pierden el aura que alimentaba al flâneur benjaminiano y se van tornando espacios vacíos, donde todo se consume como mercancía. A quienes vivimos en ellas, sin ánimo aún para abandonarlas, nos queda por fortuna el recurso inembargable de inventarnos nuestro íntimo lugar sagrado. Pero ¡ojo! Debemos defender el derecho a esa invención, pues no se encuentra del todo a salvo del acoso de los bárbaros nada cavafianos que tocan hoy en día nuestras puertas o que ya se han sentado a nuestra mesa.

De mi ciudad, Barquisimeto, han dicho que “todavía está a tiempo”. A contracorriente de cierto pesimismo, pienso que para quien es tiempo todavía, es para el hombre. Un bello título de Oswaldo Trejo resuelve cuanto digo: “También los hombres son ciudades”. La vieja ciudad campesina persistirá mientras podamos ir a almorzar a nuestra casa. Cerca de la mía hay un barrio casi tocuyano donde unos exiliados refundan a diario la aldea que les fue arrebatada en los cincuenta. Allá y aquí podemos edificar una pertenencia, un pequeño gran lugar. Digo “lugar” en el sentido en que lo vivió Lezama Lima, como “una fiesta innombrable” o como el secreto particular de su “tokonoma”: un vacío que nuestra imaginación se encarga de llenar.

La religión de los lugares

Detengámonos un momento en esta idea de lugar. Un poeta francés, Yves Bonnefoy, ha escrito que el lugar “no es un simple fragmento de espacio, sino cierto punto del espacio en el que se centra nuestra atención, y por el que ésta se ve retenida, por oposición, relativa o absoluta, a otros puntos, a otras partes que nos despiertan interés por la tierra. Se habla, así, de un

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lugar de nacimiento, o del lugar tal como nos lo impone el recuerdo -es decir, este lugar para siempre, y ningún otro-, o de los lugares entre los cuales nuestras aspiraciones nos hacen elegir uno solo, o soñar en él”.

El lugar tiene dioses. No los tiene la patria, que suele ser sólo una abstracción. Esos dioses le hablan al alma de los “lugareños”. Son invisibles, pero un paisaje determinado puede delatar su presencia repentina y enigmática. Es plausible encontrarlos en los sitios donde no todo está domesticado, incluso en la ciudad, como ya dije. Si los consigo en ésta, es porque algo de aldea se aclimató en ella. Pero para hallarlos ¿no debo tenerlos dentro, como tuvo la precaución de advertirlo hace muchos años el Oráculo de Delfos?

Hay una religión de los lugares que la literatura ha cuidado y cultivado con esmero secular. Así, puede ocurrirnos que estando un día en una calle de Córdoba bebiéndonos gozosos una copa de jerez, encontremos ¡por fin! un territorio que nos pertenezca por entero, o que, caminando por una calle de Atenas, una calle vulgar con muchas tiendas, amemos la vida de repente, sólo porque hemos percibido un olor a cocina y a cuero de zapatos. Es el instante de la epifanía que hace misteriosa a cualquier ciudad, por más desalmada que parezca. Puede sucedernos que una tarde, sentados en un café cercano a Saint Germain de Prés, descubramos la más certera visión de nuestras vidas y la estampemos conmovidos en una servilleta, o que en una tienda de Londres llena de gente, con un libro abierto y una taza vacía sobre la mesa de mármol, nuestro cuerpo arda súbitamente y durante veinte minutos inverosímiles nos sintamos felices en exceso, capaces de bendecir, de bendecir a todo el mundo. También puede pasarnos lo que a Claudio Magris cuando arribó a Timosoara, una ciudad rumana del Danubio y la vio bella e non priva de malinconia, nonostante il suo verde. Es posible que la gracia llegue a visitarnos en la Calzada más bien enorme de Jesús del Monte, entre las grandes murallas de La Habana o que la aparición de una prostituta bella como una papisa sirva para que el poeta más grande de México anuncie en una calle del planeta que algo se prepara.

Así, cerramos los libros y concluimos un viaje, pero la ciudad donde nacimos ha quedado enriquecida. La vivencia oblicua permite que desde Trocadero Lezama siga lezamizando al Parque Ayacucho o a la carrera 17, antigua Ilustre Americano, de Barquisimeto.

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No importa tanto que a algún alcalde de Barquisimeto se le ocurra lo que contaba el mexicano Guillermo Sheridan de cierta autoridad de Cohauila: en su visión política, el gobernador decidió un día que un Centro de Convenciones aislado, con capacidad para tres mil personas garantizaría el turismo en una ciudad que apenas contaba con 1500 camas de hotel. “Es como fabricar una lancha y esperar que le crezca alrededor un lago”, comentaba Sheridan con la crueldad de la evidencia. Digo que no importa tanto, mientras exista la posibilidad de que los ciudadanos debatan la ocurrencia de sus autoridades, la analicen o le opongan otras, igualmente debatibles.1 Al fin y al cabo, frente al no-lugar del que habla Marc Augé, siempre podemos apelar a nuestra imaginario personal.

Lo anterior me lleva a recordar que la idea de “ciudad” estuvo durante mucho tiempo vinculada al concepto de espacio público para la discusión, hoy en día escasísimo o puramente arqueológico como las ruinas de Itálica. Esa vocación de diálogo debería orientar el proceso globalizador, para evitar no solamente las imposiciones sino también las imposturas. En realidad, estamos hablando de democracia y de ciudadanía, nociones que no tienen por qué estar reñidas con procedimientos de intercambio planetario. Por el contrario, deben ser, junto con los conceptos de persona y de comunidad, su mayor objetivo.

Las aldeas La viejas dicotomías “ciudad-campo” o “universo-aldea” son el reflejo de concepciones excluyentes. Un paso para la superación de los perjuicios y prejuicios que ellas aparejan, es encontrar elementos para la integración de esas visiones contrapuestas. Ni la idealización del campo ni la satanización de la ciudad son intercambiables. Hace poco le escuché decir a un arquitecto muy meritorio, que mientras la pobreza del campesino apenas puede ser satisfecha “con la gallina que le puede robar al vecino”, la del citadino encuentra numerosas opciones para el hurto reparador. Se trataba, sin duda, 1En Barquisimeto han decretado que “es necesario” un Centro de Convenciones. Hay quienes hablan de ese proyecto como el proyecto fundamental para el desarrollo de la ciudad. No está nada mal que se plantee y que quienes lo hagan, lo defiendan y lo expliquen. Lo malo está en que no discutan previamente qué es eso del “desarrollo de la ciudad” y si no existen vacíos más importantes que el de un Centro de Convenciones. No es inverosímil que encontremos algunos. Una frase nada sibilina de mi amigo José Luis Najul me releva de mayores comentarios: ¡en Barquisimeto tenemos siete universidades y ni una sola librería!

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de una infeliz “boutade” dirigida a enfatizar las ventajas de la ciudad moderna. Como toda manifestación del ingenio, a esa humorada no sólo se le notaba su pesadez, sino también su falsedad. Inmediatamente recordé una página de Albert Camus en la que éste hablaba de su infancia en una aldea argelina, rodeado de pobreza material, pero dueño del sol y del mar. Contrastaba el autor de El Extranjero, su “pobreza” de entonces con la de los niños que vería después en los muladares de París, indigentes, sin mar alguno que los redimiera. ¿De qué pobreza estamos hablando?

La historia universal de las aldeas y el hallazgo de la provincia en las grandes ciudades no es una imposibilidad si rescatamos el alma del hombre que habita esos espacios. No se trata, por supuesto, del simplismo mediático que convierte a un niño de Humocaro Bajo en un dolido fanático de Ronaldo, que deja caer las mismas lágrimas que un niño de una favela de Río de Janeiro por la derrota de Brasil ante el equipo de Francia. Obvio: no se trata de la globalización de los vacíos, pero tampoco de la veneración de nichos locales ni del fanatismo pagado de sí de quienes se atrincheran en su lengua, religión y raza. Recordaba recientemente Eugenio Trías que Hegel denominaba a la fuerza telúrica de esos vínculos la “ley oscura”. Siguiendo sus dictados atávicos, algunos pueblos cancelan la convivencia y el reconocimiento del otro. Desechan la tolerancia y se erigen en únicos.

La reactiva eclosión de esos nacionalismos culturales, si bien no invalida las aprensiones frente a la globalización o el “pensamiento único”, no encontraría justificación racional alguna, si apeláramos sabiamente a una noble tradición ilustrada. Por el hecho de que le encontremos notables agujeros a la salvaje promoción de un orden unidimensional, no debemos incurrir en la reivindicación de su contrario.

En la medida en que nos aceptemos como miembros de una tradición mestiza, con sus hechos diferenciales, con sus paisajes propios, pero fronterizos (nunca fronteras), y con la libertad que todo ser humano merece, por encima de localismos, nacionalismos y universalismos a juro, nos iremos despojando de la angustia sofocante de la “identidad”. Si como individuos ya somos una permanente escisión, ¿cómo no va a serlo una suma de individuos?

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La tragedia epistemológica de Hume, al caer vencido por las dificultades de encontrar una identidad personal dentro de una abigarrada selva de percepciones y pensamientos, cobra hoy en día mayores dimensiones. Ni siquiera la memoria puede ayudarnos como antes. La proliferación de pseudoimagénes ha terminado por desgastarla. “Es que no me hallo”, esa vieja y bella expresión coloquial de nuestra gente cuando se siente invadida por el desasogiego, podría ser la fórmula más cabal para ilustrar la sensación de extravío de la identidad, en este movedizo mundo que nos lleva y trae.

La “larensidad”2 o la “barquisimetaneidad”, definitivamente, son incurables abstracciones. No lo es el crepúsculo que en la tarde de ayer dibujaba una casa sobre la mía. Los griegos alguna vez se pelearon en Troya por una mujer, no por La Mujer. Hoy en día la exacerbación de las abstracciones (una bandera las encarna) conduce a cruentas carnicerías. ¿No eran más sabios los aldeanos de Grecia?

Fomentar “regionalismos” es también alimentar ridículas susceptibilidades provincianas. Las ideas de “grandeza” parroquial, con sus correspondientes “echonerías”, en lugar de universalizar a la aldea, la empequeñecen. Algunos paisanos míos han creído descubrir -y no se ruborizan- que un rasgo muy extraño que distingue a los varones larenses es su marcada dependencia de la madre. “Somos mameros”, exclaman con fervor, para diferenciarnos así del resto de los mortales. Ni las precauciones psicoanalíticas de Freud, ni la mitología griega o precolombina, parecen existir ante ese ciego orgullo “larense” que acaba de descubrir sus curiosas singularidades.

La conjunción de universo y lugar no se decreta. Tampoco se decretan las “regiones” ni las comunidades. Estimo que si bien es posible encontrar en el país, particularidades y especiales señas de “identidad” en sus regiones, las mismas no siempre corresponden a la demarcación político-territorial trazada. Esta no debe ser obstáculo para que se articulen esos rasgos, se cultiven semejanzas y se dialogue con las diferencias, por encima de los límites establecidos en los mapas, que han dado pábulo, por cierto, a deplorables disputas entre estados. El mío, Lara, sostiene hoy controversias con los estados Trujillo y Yaracuy, y éste, estado que también considero

2No es mi propósito hacer un chiste, pero debo referir que en el Estado Lara un equipo de “docentes” propuso hace poco tiempo la incorporación del concepto de “guaridad” dentro de los planes de estudio para la escuela básica. Lo juro. Fue así. Se supone que la seria aspiración de tan audaces “curricólogos” (con perdón) va dirigida a exaltar “guaridades” como las de la Divina Pastora, del tamunangue, del Cardenales, así como la secreta “guaridad” de la poesía de Rafael Cadenas.

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mío, las tiene bastante encrespadas con Falcón. Lo lastimoso de esos “regionalismos” vacuos es que se explican por sus exclusiones y no por las muchas cosas que tienen en común o por las posibilidades de intercambio entre sus distintas expresiones culturales, si las hubiere (las hay).

Si lo universal y lo local se reducen a simples nominalismos, nada ganamos oponiéndolos. Son caras de una misma moneda. Pero si la diversidad es admitida desde un espacio concreto y la linealidad de nuestra historia se deja llevar, además, por sus múltiples parajes geográficos, otro gallo cantaría. No es un azar que en la frase anterior se haya colado ese gallo, y si lo es, es un azar concurrente. No se me hubiera ocurrido mejor imagen para la aparición de los lugares. Ésta es como un canto, perceptible e invisible como todo canto. Pero es el canto del lugar en esa isla, en esa cueva, en ese patio, en ese árbol. Cuando el lugar canta, se hace universal y corpóreo. Lo decía Mario Briceño Iragorry: “la patria se te mete por los ojos”. Hubiera podido decir también “por los oídos”. Se trata de un hecho sensorial. Sólo si nos dejamos poseer por la tierra y sus elementos, podremos también poseerla y poseerlos. De ese modo, comenzaremos a reconocernos, a palparnos en nuestra pluralidad, a aceptar los muchísimos rostros de la cultura. “Hambre de encarnación padece el tiempo” es un verso de Paz que ahora recuerdo y que permite explicar la pena de las “ideas” errantes que no tienen un lugar para caerse muertas.

La sabiduría de las aldeas no tiene nada que ver con la megalomanía de las regiones que aplican las “oscuras leyes” hegelianas, ominosas y acuciantes. Para amar nuestras aldeas o nuestras ciudades no requerimos que ellas sean poderosas o que sus plazas tengan grandes esculturas o inmensas columnas de concreto. Basta que sean nuestras, con su barro o su desierto, con sus cantos o sus silencios, y sobre todo, con sus casas, esos templos íntimos, esas personales Itacas que alguna vez abandonamos. Y que además de quererlas, podamos querellarnos con ellas, libremente, sin riesgo de ser deportados por traidores. Que podamos leer en voz alta el siguiente poema de Salvador Espriu, un catalán que pertenece a la historia universal de una calle llamada Paseo de Gracia:

ENSAYO DE CANTICO EN EL TEMPLO

¡Oh, qué harto estoy de micobarde, vieja, tan salvaje tierra,

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y cómo me gustaría alejarme,hacia el Norte,donde dicen que la gente es limpiay noble, culta, rica, libre,despierta y feliz!Entonces, en la congregación, los hermanos diríandesaprobando: “Como el pájaro que deja el nido,así el hombre que marcha de su lugar”,en tanto que yo, muy lejos ya, me reiríade la ley y de la antigua sabiduríade este mi árido pueblo.Mas no he de seguir jamás mi sueñoy aquí me quedaré hasta la muerte.Pues soy también muy cobarde y salvajey amo además con undesesperado doloresta mi pobre, sucia, triste, desgraciada patria.

Creo que el espíritu de ese afecto no se limita al discurso poético. También en las llamadas ciencias sociales, podemos encontrarlo. Lo expresa muy bien Luis González y González cuando recomienda la práctica de la microhistoria porque es principalmente autosapiencia popular con valor terapéutico, pues ayuda a la liberación de las minisociedades (…)proporciona viejas fórmulas de buen vivir a los moralistas; procura salud a los golpeados por el ajetreo (…) destruye falsas generalizaciones y permite hacer generalizaciones válidas a los científicos sociales. Y por todas las virtudes anteriores, la práctica de la microhistoria bien vale el vaso de buen vino que pedía Berceo… en el breve contorno de la propia tierra, en el cenáculo de los familiares y amigos, en la querida tierruca.

Todo se contrae a la difícil empresa de tratar de encontrarse uno mismo, de “hallarse”: ser “fulano” o “zutano” en la aldea, o ser simplemente “persona” en la ciudad, pero serlo de manera cierta y no meramente estadística. La idea de persona la hemos perdido en estos conglomerados inhóspitos, en estos supermercados melancólicos en que se fueron convirtiendo nuestras ciudades. ¿Por qué no plantearnos el hermoso desafío de ser nuevamente los personajes de un relato, o mejor, las personas de una comunidad donde nos

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cruzamos cotidianamente? Se trata, desde luego, de un camino a contracorriente y poblado de obstáculos. Muchas trincheras corporativas, numerosos aparatos de exclusión, insoportables narcisismos grupales o gremiales lo bloquean. No es fácil darle salida certera a la dignidad de la persona humana y al valioso sentido de la vida en común, por encima de cerriles individualismos o de eventuales muchedumbres en posesión de “la verdad”. Un largo proceso de educación nos espera. Lo primero: deseducarnos de una pesada carga de información paralizante y embrutecedora, que nos hizo perder algunos hilos de la historia. Pienso que una literatura no leída, unos relatos no contados, una mitología oculta, una sabiduría enterrada, un lenguaje olvidado de nuestro pueblo, nos están aguardando en algún sitio.

Concluyo con una escena universal de aldea, que si la hubiera evocado al comienzo me habrían pedido que me ahorrara lo anterior. Don Quijote y su escudero acaban de divisar su pueblo. Sancho Panza se arrodilla y comienza un discurso solemne: “Abre los ojos, deseada patria, y mira que vuelve a ti Sancho Panza, tu hijo… De pronto su despliegue retórico del retorno se ve interrumpido por estas cortantes palabras de Don Quijote: “Déjate desas sandeces (…), y vamos con pie derecho a entrar en nuestro lugar, donde daremos vida a nuestras imaginaciones…”.

Caracas, 07 de Octubre de 1998.

(FREDDY CASTILLO CASTELLANOS. Barquisimeto, 1950.Ensayista y abogado. Profesor de la Universidad Centro Occidental Lisandro Alvarado. Asesor de Fudeco. Director de la Casa de las Letras “Antonio Arráiz. Colaborador de diversas publicaciones nacionales e internacionales. Autor del libro de ensayos literarios “Incisiones”, ULA, 1984. Miembro del equipo creador de Fundacultura, 1979. Asesor de diversos organismos culturales).

Bibliografía:

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