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Escritores en la Autónoma La tertulia de Letras Al cuidado de Francisco Rico 2018

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Escritores en la AutónomaLa tertulia de Letras

Al cuidado de Francisco Rico

2018

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50 anys d’experiències UAB, 4

Primera edición: septiembre de 2018

© de esta edición: Universidad Autónoma de Barcelona, 2018

Edición y producciónUniversidad Autónoma de BarcelonaServicio de Publicaciones08193 Bellaterra (Cerdanyola del Vallès). SpainT. (+34) 93 581 10 [email protected]

FotocomposiciónCarolina Valcárcel (UAB y Centro para la Edición de los Clásicos Españoles)

ImpresiónGràfiques JOU

ISBN 978-84-490-8039-5Depósito legal B-23701-2018

Impreso en España. Printed in Spain

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TABLA

Prólogo 7

Cuaderno de firmas 21

Tertulia con Álvaro Pombo 75

Tertulia con Esther Tusquets 123

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PRÓLOGO

Tardé unos meses en llegar a la UAB, pero los cantos de sirena habían sonado desde el verano del 68. Martín de Riquer, el primero de mis maestros, era hombre de una fidelidad abso-luta a los suyos. Cuando lo nombraban para un tribunal de oposiciones, el jurado de un premio, la comisión de unas becas, la pregunta que inmediatamente nos hacía era «¿Se presenta algún amigo?». De modo que cuando se vio en el papel de promotor de una nueva universidad, no dudó un minuto en invitarme a formar parte de ella.

La respuesta fue que no. Estaba yo muy a gusto en la que sigue siendo mi Alma mater (pero no es ya mi universidad), dando la asignatura de «Literatura medieval y humanística», para la que se me había destinado todavía de estudiante, a la muerte del bueno de Joan Petit, y encargado de alguna otra enseñanza en la órbita de Riquer, vale decir, a mi entero capri-cho. No veía razón para dejar las cómodas clases y las anima-das charlas entre clases, en el viejo patio de Letras barcelonés, a cambio del panorama dudoso que se me ofrecía en el claus-tro del monasterio de San Cugat. Conque dije que nones.

Un episodio absurdo vino a cambiar la situación. Bien entrado el Adviento, Guillermo Díaz Plaja se sintió ofendido por la pregunta inocente de un alumno (dejémoslo en E.S.) sobre el examen del primer trimestre y salió de la facultad dando un portazo y dejando en el aire la materia rotulada «Crítica literaria». Había que buscar una solución, y a Riquer y Federico Udina se les ocurrió que la diera yo, pidiéndo-melo ahora como un favor poco menos que personal. A eso no

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podía negarme, aunque sí poner condiciones: la docencia se reduciría a un par de sesiones por semana y yo me la reparti-ría con quien me pareciera conveniente.

No sé si desde el primer momento o desde el primer momento del segundo quien me lo pareció fue Gabriel Ferrater. Gabriel era conocido mayormente (y con justicia) como poeta en cata-lán, pero también había tocado la narrativa, la crítica de arte y otras variedades del ensayo: en realidad era un polígrafo, de erudición enciclopédica, en aquellos años obsesionado en especial por la lingüística (de ahí que me gustara presentarlo como «il miglior Fabra»). Excelente amigo y además vecino, habíamos pasado horas y horas de charla, y me constaba que tenía competencias de sobra para repartirse conmigo el come-tido en cuestión. Sin ser un especialista, tampoco a mí me falta-ban suficientes noticias y lecturas en el terreno. De modo que nos pusimos de acuerdo y entre los dos montamos un cursillo que los hoy quincuagenarios alumnos evocan todavía como muy apañadito.

Otro motivo me había llevado a buscar la alianza con Gabriel. Universitariamente hablando, la crítica literaria apenas existía entonces, y en todo caso distaba de tener la posición privi-legiada que luego, desde que nos trajimos a Claudio Guillén de los Estados Unidos, ha ido consiguiendo, con todo lujo de cátedras y departamentos, en un proceso de codificación y burocratización que no acaba de convencerme. Yo siempre había pensado que cuanto en la universidad tuviera que ver con la literatura debía tener el soporte fundamental de la filo-logía y de la historia, pero asimismo el discreto apoyo de una vivencia de la creación contemporánea, que necesariamente era estimulada por la comunicación con los escritores. (No estaba descubriendo ningún mediterráneo: otro tanto ocurre

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y se practica en multitud de ámbitos.) Por ahí, Gabriel y yo formábamos una buena pareja. Y me consta que la figura, la presencia de Gabriel en la UAB (con su anejo en «El mesón» de la plaza), en el breve lapso que aún tuvo por delante, fueron extraordinariamente fecundos en ese sentido.

El año siguiente inauguramos la enseñanza regular de lite-ratura española, que inevitablemente cayó sobre menda y que asumí sin problemas, porque ya me había percatado de que la Autónoma era un buen destino permanente, en el que podía tejer, destejer y ensayar a mi arbitrio. Entonces se estableció el esquema que presumiblemente duraría hasta generalizarse la libre elección de asignaturas: comenzar por la literatura con-temporánea, seguir con la de los Siglos de Oro y rematar con la medieval. Entiéndase el planteamiento: se trataba de dar tiempo a que los alumnos progresaran en sus conocimientos lin- güísticos e históricos para así enfrentarse mejor a los textos de cada época; y la literatura contemporánea que se tomaba en cuenta no rebasaba el ’98 y sus aledaños. La guinda de tal menú era traer a las aulas a los creadores que buenamente se pudiera.

Comprendo que mi opinión no fuera universalmente com-partida. En un artículo que no consigo encontrar, Fernando Lázaro Carreter –por encima de las diferencias de edad y de horizontes, uno de mis más íntimos amigos– me objetaba que exponer públicamente a un poeta o un novelista podía ser también mostrar que la persona estaba por debajo de la obra. Que no le faltaba razón hube de comprobarlo en un desas-troso cursillo veraniego, que sin embargo había tenido un estupendo predecesor.*

* De él salió el tomito Edad Media y literatura contemporánea, al cuidado de Fernando Valls, Trieste, Madrid, 1985, que reunía las intervenciones

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Con todo, mi convicción constante ha sido que «la litera-tura contemporánea debe hacerse, vivirse, no enseñarse. En general, la Universidad es un lugar en el que sobran clases y falta conversación». Así lo subrayaba yo en una larga conver-sación con Daniel Fernández, añadiendo aún una creencia que ha estado detrás de todos mis años de profesor: «Uno no se hace físico o cirujano porque sepa nada serio ni le interese seriamente la constitución del átomo o la histología del sis-tema nervioso. Uno se hace físico o cirujano porque le apetece verse a sí mismo en una central nuclear o en un quirófano. Uno imita el papel, y luego resulta que también le es grato el contenido, pero uno se siente atraído en primer lugar por las formas, eso es inevitable. No hay otra posibilidad de elección. Por eso, yo creo muy poco en lo que se enseña en clase, en las técnicas o los conocimientos precisos que un profesor pueda transmitir en clase. Yo creo en la posibilidad de proponer al alumno un modo de vida atractivo, y de hecho tengo la expe-riencia de que la mayor parte de mis alumnos (o, al menos, la parte que ha trabajado) ha partido más de un deseo de imitar un modo de vida, un modo de hacer y de estar, incluso en sociedad, que de un conocimiento o un interés real –que acaban, sin embargo, adquiriendo– por lo que es el contenido propio de la filología o de la historia literaria».**

de Juan Benet, Fernando Fernán-Gómez, Jaime Gil de Biedma y Juan Goytisolo, con un Epílogo mío («Literatura e historia de la literatura»); quedaron fuera las contribuciones (solo orales) de Diego Catalán, Peter Dronke, Sylvia Roubaud y Alberto Vàrvaro.

** Daniel Fernández, «Discurso contra el método. Entrevista con Fran-cisco Rico», Quimera, núm. 62 (1987), págs. 25-33, reproducido en F.R., Los discursos del gusto. Notas sobre clásicos y contemporáneos, al cuidado de Laura Fernández, Destino, Barcelona, 2009, págs. 38-55.

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Se comprenderá con cuánto asentimiento y gusto he leído lo que hace bien poco declaraba Luis García Montero: «Además de todas las reivindicaciones más conocidas y sonoras, me gus-taría que se consolidara y aumentara el plan de colaboración del Ministerio con los centros públicos de Educación para llevar a autores a las aulas. Es un modo de apoyar al profeso-rado (que falta hace); de acercar a los jóvenes al mundo del libro y la lectura, de ayudar a jóvenes creadores y de señalar que la cultura es inseparable de la educación, que la cultura sirve para formar una conciencia activa y una imaginación moral imprescindibles en la sociedad democrática. Es una experiencia conmovedora ver cómo los jóvenes estudiantes se emocionan con un poema o con un relato. Ahora que las redes sociales han diluido la separación entre lo privado y lo público, es muy beneficioso mostrar un camino en el que son compatibles la dignidad y la confesión, el entretenimiento y la cultura, la sinceridad y el pudor».

Pues bien, hecho yo en Letras dueño y señor de la lite-ratura española, en el decenio de los ’70 (más o menos) fui procurando traer a la UAB a los escritores que se terciaba. En algunos casos, la fórmula empleada fue la presentación de un libro reciente, como los Nueve novísimos que firmaba José María Castellet y la Carta de batalla por Tirant lo Blanc (¿o acaso una novela?) de Mario Vargas Llosa. En otros, una confe-rencia, como la de Francisco Ayala sobre su propia obra y sus compañeros de generación, o unas clases fuera de programa, como las de José F. Montesinos sobre los novelistas del XIX y sus recuerdos personales de Federico García Lorca. Jesús Aguirre contó sus experiencias en el trato con los autores y el llorado Juan Carlos Rodríguez pontificó sobre las líneas que debían seguir los jóvenes leones. No recuerdo todos los que en-

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tonces pasaron por la facultad, entre otras razones porque en la memoria se me mezclan las ocasiones en que lo hicie-ron. Pero sí tengo bien presentes un par de conmemoraciones que resultaron singularmente brillantes: en una de Quevedo, a la participación de José Manuel Blecua y Fernando Lázaro, logré sumar la de José María Valverde; en otra, de Jorge Manrique, la estrella fue Jaime Gil de Biedma.***

Sólo al comienzo de los ’80 se me ocurrió la idea de una ter-tulia. Desde mucho antes venía yo frecuentando a novelistas y poetas con quienes compartía amigos comunes (pongamos Ana María Matute y Miguel Barceló) y a quienes podía invi-tar sin más a una conversación ante un auditorio universitario no sustancialmente distinta de las que no pocas veces tenía-mos en otros marcos.

Dicho y hecho. Durante ocho años por Bellaterra pasa-ron una treintena de escritores que sin excepción se conta-ban entre los más valiosos y valorados del momento, desde el venerable Gonzalo Torrente Ballester al pimpollo de Cristina Fernández Cubas. Déjeseme presumir con la lista:

Manuel Vázquez Montalbán Juan Benet

Carlos Barral Jaime Gil de Biedma

Luis Goytisolo José María Castellet

*** El facsímil con los apuntes de su intervención se publicó en Revista de Occidente, núms. 110-111 (julio-agosto de 1990), págs. 221-230, y figura como apéndice en la segunda edición de J.G. de B., El pie de la letra, Crí-tica, Barcelona, 1994, págs. 378-387.

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Gonzalo Torrente Ballester Carmen Martín Gaite

Juan Goytisolo Eduardo Mendoza Juan Luis Panero

Fernando Lázaro CarreterAna María Matute

Rafael Borrás Rosa Regás

Gonzalo Pontón Pere Gimferrer Luis Goytisolo

Juan Marsé Lluís Pasqual

Mario Vargas Llosa José María Valverde

Montserrat Roig Eduardo Mendoza

Álvaro Pombo Enrique Murillo

Cristina Fernández Cubas Ignacio Martínez de Pisón

José María Merino Esther Tusquets

Por uno o por otro motivo, Juan García Hortelano, José Agustín Goytisolo, Joan Perucho y Carlos Pujol, hoy con tan doloroso común denominador, no llegaron a venir, cuando ya habían expresado su voluntad de hacerlo en una fecha deter-minada, ni llegó a poder, por fortuna vivita y coleando, Sole-dad Puértolas.

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No sobrarán unas palabras sobre el formato básico que adoptamos. La convocatoria se hacía con toscos carteles y en general se fijaba a primera hora de la tarde: de acuerdo con la tradición, cuando no había clases y también porque entonces no era tan frecuente como hoy comer fuera de casa y con ello se aseguraba que se quedaran sólo los de veras interesados. El ritual incluía almorzar en un restaurante de Sardañola, a menudo (me perfila Fernando Valls) «con el prólogo o el epí-logo de un whisky en el bien dotado despacho» de un servidor. Los asistentes solían ir de veintipico a unos sesenta. Fijos, y coadjutores, el mentado Fernando, Carmen Esteban, Daniel Fernández... Eugenia Fosalba y Ramón Valdés hicieron méri-tos transcribiendo la segunda intervención de Eduardo Men-doza y los han malogrado perdiéndola. Entre los fieles y más aprovechados, el poeta José María Micó, el novelista Javier Cercas y el editor Juan Cerezo.

No voy a narrar la historia de nuestra tertulia, no ya por no competir con las de otras bien conocidas, sino porque me alargaría hasta un extremo fastidioso y aun así proba- blemente se me olvidarían muchos puntos de interés. Tampoco me es dado aportar testimonios fotográficos ni sonoros: en aquella edad remota, no teníamos móviles omnipotentes que los grabaran, y sólo por casualidad dispusimos alguna vez de un rudimentario magnetofón. Quién sabe dónde andarán las cintas, pero en media docena de casos quedan transcripcio-nes: anónimas, salvo un par que acometió por su cuenta una providencial, bellísima y eclipsada Montse Ordóñez. Son esas dos, con Esther Tusquets y Álvaro Pombo, de las más tardías pero cabalmente representativas, las que se publican en este librito sin ningún intento de disimular los balbuceos, anacolutos, redundancias, rupturas de continuidad y demás

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rasgos notoriamente orales. De haberlos suprimido a favor de unas cláusulas gramaticalmente ortodoxas y mejor articu- ladas, habríamos convertido las tertulias en diálogos entre críticos de suplemento literario, cuando de lo que se trataba era justamente de mostrar la imagen más viva, con su len-guaje más espontáneo, de nuestros escritores. Nos hubiéra-mos visto en un brete, sin embargo, de haber perdurado y tenido que ponerse por escrito la intervención de Carmen

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Martín Gaite, que comprendía la agitada ejecución de bole-ros, zarzuelas y tangos.

Lo que sí se ha conservado es el cursilón álbum azul que compré para que los invitados dejaran huella autógrafa de su paso. No garantizo que todos cumplieran, pero de hecho solo gracias al álbum he reconstruido la anterior lista de presen- cias. Aquí se ofrece poco menos que en facsímil, acompa-ñando cada página de una fotografía del escritor, a ser posible en los años ’80 (del pasado siglo), pero contentándonos con lo que nos ha ido llegando. Confieso que para mí es el mejor recuerdo de la tertulia y el que más curiosidad puede desper-tar entre los ajenos a ella.

Los encuentros se realizaban sin regularidad pero con per-sistencia: más seguidos en los comienzos, más discontinuos des-pués, a medida que el venero barcelonés se agotaba y se impo-nía aprovechar las venidas ocasionales de amigos de fuera. Un primer paréntesis se abrió en el curso de 1985, cuando tuve en Madrid un asiento que en parte mantengo. La rentrée, dos años después, fue breve, porque yo empezaba a pertenecer a la pre-historia, los profesores jóvenes reclamaban más cancha y mi actividad universitaria se redujo al mínimo del mínimo. Pero après moi pas de déluge: los contemporáneos siguieron paseán-dose por la Autónoma. Carme Riera traía a Enrique Badosa y a poetas del mediosiglo; Manuel Aznar Soler, a autores del exilio republicano, como José Ricardo Morales o Angelina Muñiz-Hubermann; el omnipresente Valls, a Luis Mateo Díez, José María Merino (repe), Juan José Millás, Enrique Vila-Matas, Alfredo Bryce Echenique, Roberto Bolaño, Ángel Crespo... A veces tuve la suerte de sumarme a su público.

Francisco Rico

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