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www.derechoycambiosocial.com ISSN: 2224-4131 Depósito legal: 2005-5822 1 Derecho y Cambio Social ESTUDIOS CRIMINOLÓGICOS CONTEMPORÁNEOS (III): LA PELIGROSIDAD CRIMINAL DEL DELINCUENTE. Sergio Cámara Arroyo 1 Fecha de publicación: 02/01/2018 Sumario: I. ¿Qué es la peligrosidad criminal? II. ¿Por qué es importante el concepto de peligrosidad? ¿Para qué se utiliza? III. ¿Qué principales instrumentos de medición de la peligrosidad criminal existen? ¿Cuál es su fiabilidad? IV. Si la peligrosidad criminal es un concepto de rancia tradición en Criminología, ¿Por qué preocupa más actualmente la peligrosidad criminal? V. ¿Qué es el Derecho penal de la peligrosidad? ¿Qué delincuentes se suelen denominar peligrosos? VI. ¿Qué instrumentos se han propuesto para solucionar esta preocupación en España? ¿Qué son las medidas de seguridad? Referencias bibliográficas. 1 Profesor de Derecho penal y Criminología. UNIR.

ESTUDIOS CRIMINOLÓGICOS CONTEMPORÁNEOS (III): LA ... · de diferentes acepciones del término “peligrosidad”, entre las que podemos distinguir la “peligrosidad social”,

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Derecho y Cambio Social

ESTUDIOS CRIMINOLÓGICOS CONTEMPORÁNEOS (III):

LA PELIGROSIDAD CRIMINAL DEL DELINCUENTE.

Sergio Cámara Arroyo1

Fecha de publicación: 02/01/2018

Sumario: I. ¿Qué es la peligrosidad criminal? II. ¿Por qué es

importante el concepto de peligrosidad? ¿Para qué se utiliza?

III. ¿Qué principales instrumentos de medición de la

peligrosidad criminal existen? ¿Cuál es su fiabilidad? IV. Si la

peligrosidad criminal es un concepto de rancia tradición en

Criminología, ¿Por qué preocupa más actualmente la

peligrosidad criminal? V. ¿Qué es el Derecho penal de la

peligrosidad? ¿Qué delincuentes se suelen denominar

peligrosos? VI. ¿Qué instrumentos se han propuesto para

solucionar esta preocupación en España? ¿Qué son las medidas

de seguridad? – Referencias bibliográficas.

1 Profesor de Derecho penal y Criminología. UNIR.

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I. ¿QUÉ ES LA PELIGROSIDAD CRIMINAL?

No es fácil determinar un concepto como el de “peligrosidad” que ha sido

estudiado desde diversas ramas de las ciencias del comportamiento, desde

la dogmática jurídico penal y, por supuesto, desde la Criminología. En

realidad, al tratarse de un concepto abstracto y complejo deberíamos hablar

de diferentes acepciones del término “peligrosidad”, entre las que podemos

distinguir la “peligrosidad social”, la “peligrosidad criminal” y la

“peligrosidad penitenciaria”.

El primero en mencionar el término fue Garofalo (1878), famoso

criminólogo de la denominada primera escuela italiana de corte positivista,

quien en un primer momento, junto a Lombroso, se refería a temibilidad y,

posteriormente, a peligrosidad (en su libro Criminología, 1885). El autor

italiano ya hacía referencia a una interpretación probabilística del concepto,

como “capacidad criminal o delincuencial” de una persona, esto es, su

propensión a cometer hechos delictivos. Posteriormente, muchos otros

autores se han posicionado en términos generales (Rocco, Grispigni,

Petrocelli).

Así, como definición general del término, algunos autores han

propuesto la conceptualización de “peligrosidad” como “capacidad para

cometer conductas antisociales” (Chargoy, 1999). No obstante, esta

definición es excesivamente general y puede asociarse más bien con lo que

habitualmente se denomina “peligrosidad social”, puesto que no hace

referencia específicamente a la comisión de hechos delictivos. En este

sentido, si bien es habitual que la Criminología proponga su propia

definición de delito, más amplia que la ofrecida por el Derecho penal,

debemos recordar que no toda conducta antisocial puede ser considerada

como delito.

Será Ferri (1933) quien, acertadamente, distinga entre peligrosidad

social y peligrosidad criminal. La primera será entendida como “la mayor o

menor probabilidad de que un sujeto cometa un delito”, mientras que la

segunda se refiere a “la mayor o menor re-adaptabilidad a la vida social de

un sujeto que ya delinquió”. El gran penalista Antón Oneca (1949), en un

sentido similar, aunque confundiendo en gran medida los términos

peligrosidad social y peligrosidad criminal, habla de “sujetos que no han

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cometido delito, aunque es de temer que lo cometan”. De un modo

parecido, Landecho (1974) define la peligrosidad criminal como la

posibilidad de que un sujeto cometa un delito o continúe con su “carrera

criminal”; por otra parte, para el autor citado, la peligrosidad social se

refiere a la posibilidad de que una persona se convierta en un “parásito

social”, es decir, que llegue a una situación de riesgo social o marginalidad

no deseable para el resto de la comunidad.

Este último modo de entender la peligrosidad social dio origen en el

siglo pasado a normativas que imponían una serie de consecuencias

jurídicas concretas, denominadas habitualmente medidas de seguridad pre-

delictuales, a aquellas personas que potencialmente mostraban una

tendencia a convertirse en marginados sociales o de los que se sospechaba

que pudieran terminar cometiendo conductas antisociales de algún tipo.

Tristemente célebres fueron en España, la Ley de Vagos y Maleantes de

1933 y su continuadora durante el régimen franquista, la Ley de

Peligrosidad y Rehabilitación Social de 1970. Ambas disposiciones

contenían una serie de medidas de seguridad eminentemente de carácter

pre-delictual, pues no exigían la comisión de ningún delito, pudiendo

imponerse simplemente atendiendo al “estado de peligrosidad” potencial

del sujeto.

Así, como ya expusieron en su día nuestros más eminentes penalistas

y criminológicos (Serrano Gómez, 1974; Cobo Del Rosal, 1974; Landecho,

1974), “en el concepto de peligrosidad social se pueden abarcar conductas

que van más allá de la probabilidad de delinquir basada en un pronóstico.

En efecto, la peligrosidad social es un término más extenso que

peligrosidad criminal. Supone aquélla la acentuada probabilidad de cometer

un daño social, mientras que la peligrosidad criminal será esa misma

situación, pero con el riesgo de cometer un delito. Por tanto, el primer

supuesto es más amplio que el segundo, pues toda peligrosidad social no es

peligrosidad criminal, mientras que toda peligrosidad criminal siempre

supone peligrosidad social”.

Modernamente, se ha definido peligrosidad como “calidad de

peligroso” y, más concretamente, “peligrosidad criminal” como “tendencia

de una persona a cometer un delito (probabilidad de comisión de actos

futuros), evidenciada generalmente por su conducta antisocial”. Estado

peligroso sería, por tanto, “el conjunto de circunstancias o condiciones que

derivan en alto riesgo para la producción de un daño contra bienes

jurídicamente protegidos”. En definitiva, actualmente se tiene en

consideración un juicio de probabilidad, nunca de certeza, entendido como

una “valoración del riesgo de violencia” (Esbec, 2003).

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Podemos distinguir, de este modo, dos dimensiones del concepto

“peligrosidad criminal”: una vertiente subjetiva como la capacidad criminal

que porta un sujeto, y otra dimensión objetiva, por los delitos ya cometidos

y aquellos que se espera que cometa en el futuro (Leal Medina, 2011).

En principio, aunque parte de la sociología y la psicología criminal

postulan que las conductas antisociales son comportamientos atípicos o

anormales, en realidad cualquiera es susceptible de realizar una de estas

conductas consideradas desviadas o antisociales. Desde el punto de vista de

la peligrosidad social bien puede decirse que todos somos sujetos

peligrosos en potencia. Desde el punto de vista de la Criminología y

Sociología modernas, los delincuentes son personas “normales”. El

comportamiento delictivo no deviene de patología alguna, si bien puede

darse en determinados sujetos considerados incapaces de responsabilidad

penal (inimputables o seminimputables) que se encuentran inmersos en un

“estado peligroso” diagnosticable.

Además de ello, hay que tener en cuenta que el concepto de

peligrosidad criminal puede estar desligado de la comisión de hechos

delictivos, es decir, “la peligrosidad es una condición probabilística, no un

hecho, y aun si esa persona no infringe lesiones a nadie, no por ello deja de

ser peligrosa hasta cierto punto” (Maguire et al., 2004).

En tercer lugar, podríamos hablar de “peligrosidad penitenciaria”,

como un concepto diferente al de peligrosidad social y peligrosidad

criminal. En este caso, la peligrosidad penitenciaria puede definirse como

inadaptación a la convivencia y régimen de vida ordenado ordinario en

prisión. En definitiva, se trata de una tenaz resistencia por parte del recluso

a las normas del centro penitenciario o una actitud abiertamente hostil y

agresiva ante el régimen de vida. Este concepto de “peligrosidad

penitenciaria” es clave en la clasificación penitenciaria del interno, de la

que dependerá su régimen de vida en prisión. Los sujetos inadaptados al

orden de vida común en prisión son segregados en el denominado primer

grado de clasificación penitenciara, al que le corresponde el régimen de

vida cerrado (el más restrictivo de todos los regímenes penitenciarios,

como lo denomina Ríos Martín, “la cárcel dentro de la cárcel”).

Se ha dicho que el concepto de peligrosidad es “peligroso” en sí, sobre

todo para ciencias como el Derecho penal y la Criminología (Serrano

Gómez, 1974; Barbero Santos, 1972; Bueno Arús, 1971), puesto que

introduce una gran inseguridad jurídica (Rodríguez Devesa, 1973;

Rodríguez Murullo, 1974). En primer lugar, porque está asociado a un

positivismo bastante exacerbado, que categoriza directamente a

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determinados individuos como “peligrosos” basándose en un pronóstico, es

decir, en un mero futurible de comisión de conductas antisociales; y, en

segundo lugar, porque tal pronóstico es, en el mejor de los casos, muy

complejo de determinar mediante las actuales técnicas de las ciencias de la

conducta humana (Vives Antón, 1974) en los que nunca se conocen los

márgenes de error (Serrano Gómez, 1974).

Por ello, habitualmente se requiere que esta peligrosidad se manifieste

externamente de alguna forma, en el caso de la peligrosidad criminal,

supone la comisión previa de un hecho delictivo.

En nuestra patria, con la entrada en vigor de la CE 1978, la reforma

jurídica de la transición eliminó las anteriores leyes especiales (Vives

Antón, 1986), extrayendo algunas conductas de la consideración de

“peligrosas” (como es el caso de la homosexualidad, o la pertenencia a

partidos políticos simpatizantes del comunismo).

II. ¿POR QUÉ ES IMPORTANTE EL CONCEPTO DE PELIGROSIDAD? ¿PARA

QUÉ SE UTILIZA?

Frecuentemente, el concepto de peligrosidad es un parámetro que se utiliza

para determinar las medidas encaminadas a lograr la rehabilitación y

reinserción social de los sujetos que han cometido una conducta antisocial.

Si hablamos de hechos delictivos, la peligrosidad es una variable habitual

en las juntas de tratamiento de los equipos multidisciplinares de

Instituciones Penitenciarias para confeccionar un adecuado tratamiento

penitenciario, así como para realizar un pronóstico relativo a la

probabilidad de cometer nuevamente un hecho delictivo.

Algunos autores han llegado a afirmar que “la peligrosidad y su

determinación diagnóstica son la base primordial sobre la cual se asientan

todas las resoluciones judiciales y lineamientos que rigen toda propuesta de

tratamiento criminológico” (Chargoy, 1999). Aunque la importancia del

concepto de peligrosidad es muy relevante en la confección de los

programas de tratamiento, lo cierto es que esta afirmación puede resultar

algo sobredimensionada, ya que en muchos casos se valorarán otras

cuestiones por encima de la peligrosidad del sujeto, tales como la gravedad

del hecho cometido, sus circunstancias familiares, sociales, laborales, etc.

Por otra parte, la peligrosidad criminal, a pesar de ser un concepto

eminentemente criminológico, también es relevante en cuestiones

estrictamente penales como la posible aplicación de medidas de seguridad

en sujetos que ya han delinquido, en la suspensión de la ejecución de una

condena, el establecimiento de la libertad condicional y en la propia

individualización de la pena (Esbec, 2003).

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También los conceptos de peligrosidad social y peligrosidad

penitenciaria han sido utilizados en la práctica. El primero de ellos para el

establecimiento de medidas de “profilaxis social”, construyendo programas

de prevención de conductas antisociales; el segundo, servirá para la

valoración de clasificación penitenciaria en cualquiera de los distintos

grados de tratamiento.

Finalmente, el concepto de peligrosidad en su vertiente objetiva ha

sido utilizado para el establecimiento de medidas de lucha contra la

reincidencia delictiva.

Como exponen Capdevila Capdevila et al, (2014) “a pesar de la falta

de estudios oficiales de reincidencia en España, se han realizado algunos

estudios relacionados con la reincidencia en delitos específicos. En relación

con los delitos sexuales, no existen estudios generales (Herrero, 2013), pero

sí los hay de las prisiones catalanas, que han informado de tasas de

reincidencia parecidas a las de otros países europeos, de cerca del 8-12% en

seguimientos de 4 años (Redondo et al., 2005). Asimismo, se han realizado

varios estudios sobre la tasa de reincidencia de los agresores domésticos y

de pareja que han mostrado tasas de reincidencia muy variables.

Así, Téllez (2013), haciendo un seguimiento, entre 2005 y 2012, de

571 condenados por violencia de género, retrospectivamente, observó que

un 73% de los casos habían reingresado en prisión por delitos diversos, y

no exclusivamente de violencia de género. Sobre el mismo tipos de delitos,

Loinaz, Lecumberri y Doménech (2011) identificaron una tasa de

reincidencia penitenciaria en agresores de pareja del 8,4% a los 12 meses y

del 60% a los 10 años. Otros estudios similares, como los realizados por el

equipo de Echeburúa, generalmente han mostrado tasas de reincidencia de

los agresores de pareja en el rango del 50-60% en periodos de 5 años de

seguimiento (Echeburúa et al., 2009)”.

Esta clase de estudios es coherente con el paradigma bien conocido en

el ámbito de la Criminología, y es el que los delincuentes habitualmente

mantienen un perfil poco especializado o heterogéneo. Los delincuentes

reincidentes no suelen cometer los mismos delitos siempre, sino que más

bien tienden a diversificar sus actividades delictivas (Serrano Maíllo,

2009).

Por otra parte, los índices de reincidencia de las “tipologías” delictivas

que habitualmente se asocian con la peligrosidad criminal no parecen ser

especialmente elevadas ni alarmantes en la mayor parte de los supuestos.

Más aún, en los casos de delincuencia sexual y terrorismo, las tasas de

reincidencia suelen ser más bien bajas (Cámara Arroyo, 2012).

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III. ¿QUÉ PRINCIPALES INSTRUMENTOS DE MEDICIÓN DE LA

PELIGROSIDAD CRIMINAL EXISTEN? ¿CUÁL ES SU FIABILIDAD?

La medición de la peligrosidad ha preocupado a psiquiatras,

psicólogos y criminólogos desde hace bastante tiempo. También los

penalistas y operadores jurídicos han mantenido un elevado interés en los

instrumentos para su medición, de cara a individualizar las medidas de

seguridad a imponer o, incluso, algunas penas.

Para evaluar la peligrosidad criminal se han utilizado toda clase de

enfoques:

La Criminología positiva ha centrado sus esfuerzos en determinar la

peligrosidad del sujeto a través de sus características personales, bien sean

éstas de carácter físico (antropología criminal, frenología, etc.) o

psiquiátrico (psiquiatría criminal, psicología criminal). También desde los

enfoques de la medicina legal y la psiquiatría forense se ha evaluado la

peligrosidad como manifestación de conductas violentas o agresivas.

La Sociología criminal y la Criminología crítica se han aproximado al

concepto de peligrosidad desde una óptica más interaccionista, como

ruptura o desviación de los procesos de relación entre el individuo y la

sociedad. También desde la postura crítica se ha llegado a establecer una

fuerte relación entre los modos de gobierno y regímenes políticos y el

concepto de peligrosidad. Para muchos de los autores que pertenecen a esta

corriente de fuerte influencia marxista, peligroso será todo aquel que se

enfrente al régimen político establecido. De este modo, el concepto de

peligrosidad carece de connotaciones de diagnóstico, pese a que el poder

trate de justificarlas, y pasa a ser una categoría que se utiliza como arma

por parte del poder político para señalar a los disidentes del régimen,

siempre siguiendo a estos autores.

La Criminología clínica ha seguido un enfoque más completo, en el

que también tienen cabida cuestiones personales, socioeconómicos,

culturales y medioambientales. Actualmente, la Criminología clínica

integral sigue teniendo gran peso en la medición de la peligrosidad de los

internos que se encuentran privados de libertad en centros penitenciarios

(Herrero Herrero, 2013).

Para realizar una evaluación y determinación de la peligrosidad se han

seguido, asimismo, distintas aproximaciones (Abekhzer y Gosselin, 1987):

a) Macrobiológica: estudio a nivel individual de quien ha realizado

actos peligrosos.

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b) Cuantitativa: estudio de la probabilidad de comisión de actos

peligrosos.

c) Microsociológica: estudio del contexto y evolución de los actos

peligrosos de acuerdo al proceso de transformación del individuo.

Actualmente, sin embargo, ninguno de estos métodos está exento de

críticas y puede decirse, sin empacho alguno, que con los modernos medios

y avances en las ciencias de la conducta humana aún no se ha logrado un

método 100% seguro para determinar la peligrosidad criminal de un sujeto

que no se encuentre afectado por una patología concreta y con anterioridad

a la comisión de un hecho delictivo. En general, existe un gran consenso

entre los expertos criminólogos al afirmar que, a pesar de los esfuerzos

llevados a cabo desde ciencias como la psicología criminal y la psiquiatría

forense, la determinación de la peligrosidad criminal es bastante arbitraria.

No obstante, eso no obsta para que la Criminología y otras ciencias

cercanas a su ámbito de estudio hayan intentado construir metodologías lo

más objetivas posibles para su medición y evaluación. Algunas de ellas

serían las siguientes:

1. Escala de respuesta individual criminológica (Chargoy, 1999):

basada en le teoría de la personalidad criminal (De Greef, 1950; Glueck &

Glueck, 1950, Pinatel, 1960; Landecho, 1967, Chargoy, 1985), con fuertes

connotaciones de la Criminología Clínica y el diagnóstico psiquiátrico y

psicológico, basa su construcción en 5 fases o etapas:

a) Construcción de la prueba: se utilizan básicamente técnicas de

psicología criminal (MMPI, PRF, etc.) que permiten construir reactivos

basados en la conceptualización operacional de los rasgos componentes de

la personalidad criminal. Tales rasgos se resumen en: agresividad

(capacidad para causar daño); egocentrismo (incapacidad para modificar

valores o actitudes personales); indiferencia afectiva (no repercusión

afectiva por sufrimiento ajeno); tendencia antisociales (conducta en contra

de la sociedad); adaptabilidad social (habilidad para la adecuación a las

normas sociales); labilidad afectiva (respuesta conductual para satisfacer

aspectos emotivos propios); identificación criminal (contaminación por

conducta antisocial, auto-reconocimiento como “criminal”, status criminal,

violencia, etc.). De este modo, los reactivos pueden demostrar la existencia

o no de estas características. La cuestión, sin embargo, es

metodológicamente compleja, por cuanto puede terminar revirtiendo en una

tautología: un sujeto es peligroso criminalmente porque en él se dan las

características antes mencionadas, y se dan estas características porque es

peligroso. Además de ello, la Escala de Respuesta Individual

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Criminológica parte ya de una definición de las características de la

personalidad criminal, como ella misma reconoce, por lo que puede

perderse bastante efectividad en el proceso posterior de evaluación si

existen fallos en los términos previos. No olvidemos, al respecto, que el

propio concepto de peligrosidad no está carente de cierta subjetividad.

b) Validación de la facie (inter-jueces): se someten las preguntas y los

reactivos a la opinión de 25 jueces expertos en psicología y/o sistemas

penitenciarios.

c) Validación del constructo: se aplican los reactivos seleccionados a

1400 sujetos de una población de reclusos, distinguiendo sexo y rangos de

edad e, incluso tipologías delictivas. Los reactivos, como se mencionaba

antes, evalúan las características de la peligrosidad criminal y ello en

distintas facetas.

d) Determinación de confiabilidad temporal: re-aplicación de los test

iniciales a un % de la anterior muestra.

e) Resultados: se trata de una herramienta de uso preferente en

instituciones penitenciarias, que ofrece resultados sólidos en cuanto a la

posibilidad de estimar la probabilidad de comisión de nuevos hechos

delictivos pero, como sus propios defensores advierten, NO ARROJA

CONCLUSIONES DEFINITIVAS, sino únicamente POSIBILIDADES

DE APARICIÓN DE CONDUCTAS (Chargoy, 1999).

2. Valoración de análisis psicológico y análisis clínico del

delincuente: Fundamentalmente, se tienen en cuenta dos variables:

a) La personalidad del sujeto, en un sentido amplio: factores

constitucionales, crianza, rasgos o disposiciones, deficiencias, etc.

b) Las situaciones peligrosas, es decir, la ocasión de cometer un

crimen está presente y existe un factor dinámico, la pulsión hacia el delito.

Especialmente importante en esta clase de análisis clínicos son los

denominados Manuales de Diagnóstico (DSM-V), que estandarizan los

principales puntos clave para el reconocimiento de determinados trastornos

de la personalidad antisocial.

3. Índice de personalidad criminal (Heilbrun, 1979): asociación entre

la asociabilidad del sujeto y su cociente de inteligencia. Se trata de una

inserción de la Criminología clínica más clásica y positivista que asociaba

el bajo índice de inteligencia con la delincuencia, dado el gran número de

personas que presentaban discapacidades psíquicas o mermas cognitivas en

prisión. En este índice se correlaciona la baja inteligencia del sujeto con su

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grado de interacción social. No obstante, los estudios más recientes

demuestran que no existe una correlación directa entre baja inteligencia y

delito.

4. Valoración jurídica (Esbec, 2003; Esbec y Delgado, 1994):

Tres han sido los elementos valorativos que se tienen en

consideración:

a) Nocividad: lo dañino y apasionado de la conducta del sujeto.

b) Motivación por la norma o intimidabilidad: progresiva adquisición

de refuerzos maduros (contrato social, orden social). Es interesante que este

punto se pueda relacionar con algunas teorías del control social informal,

como es el caso de la que postula que el origen de la delincuencia se centra

en la desvinculación de los sujetos de las instituciones sociales (Laub).

Además de ello, la moderna doctrina penal de la imputabilidad también

hace referencia a la “motivación” normativa a la hora de establecer la

responsabilidad penal del sujeto, es decir, su culpabilidad (Gimbernat,

1980; Mir Puig, 2011; Muñoz Conde, 2010), concepto históricamente

antagónico al de peligrosidad criminal.

c) Subcultura: si el sujeto pertenece a un orden racional diferente al de

la colectividad, por lo que no cabe esperar de él que se comporte conforme

a la norma. Nuevamente podemos relacionar esta característica con la

teorías criminológica de las subculturas (Cohen).

5. Valoración de la peligrosidad criminal con base el “factor de

frecuencia de violencia” (Mossman, 2000): valoración del factor de

violencia de grupo, agresividad, etc.

6. Métodos actuariales (Grove y Meehl, 1996): realización de estudios

estadísticos en los que se analiza el efecto durante un intervalo de tiempo

determinado de una variable independiente (factor) sobre una variable

dependiente. En este caso la valoración estadística orbita alrededor del

riesgo de violencia de los individuos e implica la predicción de la conducta

de un individuo sobre la base del comportamiento de otros sujetos en

situaciones similares, o la similitud de un individuo con miembros de

grupos considerados violentos (Milner & Campbell, 1995). El problema de

esta clase de estadísticas, propias de las ciencias que estudian, por ejemplo,

los riesgos en materia de seguros, es que no pueden valorar correctamente

algunas características personales/ individuales del sujeto en concreto, sino

que solamente incluyen tendencias grupales por similitud de patrones

estáticos.

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7. Métodos mixtos (Milner et al., 1995; Serin, 1993; Litwack,

Kirschner & Wack, 1993): mezcla de experiencia y método clínico

(psicología y psiquiatría forense) y estadístico.

8. Tablas de valoración del riesgo (Esbec y Gómez-Jarabo, 2000): se

basan en un cambio de paradigma que pretende superar el concepto de

peligrosidad criminal y sustituirlo por el de análisis del riesgo de conductas

violentas a través de la aplicación de una fórmula que permite baremar el

riesgo en una escala de valores determinada. Suele utilizarse para la

valoración del riesgo en la concesión de permisos penitenciarios.

9. Nuevas tendencias: aún se siguen desarrollando nuevas

metodologías e instrumentos para la valoración del riesgo de violencia

basados en distintos elementos de carácter globalizador (disposiciones

biológicas y genéticas del sujeto a la agresividad; claves disposicionales

como variables demográficas, cognitivas y de personalidad; factores

históricos; factores clínicos, etc.).

Actualmente, se manejan manuales, guías y herramientas de

diagnóstico que incluso inciden en determinadas tipología delictivas

normalmente asociadas con la peligrosidad criminal. Así, entre otras

(Andrés Pueyo y Redondo Illescas, 2007; Vázquez González, 2012;

Armanza Armanza, 2013; Muñoz Vicente & López Osorio, 2016; Marco

Francia, 2016): HCR-20 (Guía para la valoración de la peligrosidad

criminal); SVR-20 (Manual de valoración del riesgo de violencia sexual);

SARA (Guía para la evaluación de riesgo de “asalto conyugal”).

En concreto, el HCR-20 y el SVR-20 son instrumentos que tienen por

objetivo valorar el riesgo de reincidencia y orientar a las instituciones sobre

las probabilidades de reincidencia delictiva, lo que supone una evolución

del concepto de peligrosidad. De hecho, estas herramientas de medición

utilizan en realidad el baremo de factores de riesgo que pueden predecir la

conducta delictiva. De este modo, el SVR-20 no es un test ni cuestionario

psicológico, por lo que no se trata de una herramienta de perfilación

criminal, sino que se trata de una escala actuarial que tiene como estrategia

valorar múltiples factores del propio individuo, así como factores de riesgo

estático y dinámico. Por otro lado, el HCR-20 tampoco se conceptúa como

un test psicológico formal, sino que valora ítems tales como enfermedades

mentales, número de condenas en prisión, riesgo de violencia, factores

ambientales, situacionales y sociales (Tapias-Saldaña, 2011).

A estas herramientas genéricas se les unirán otras más específicas por

razón del sujeto activo de los hechos delictivos, tales como: PCL-R:

Psychopathy Check-list-Revised; VRAG: Violent Risk Appraisal Guide;

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EPV: Risk Prediction Scale of Serious Violence against the Sentimental

Couple; SAVRY: Structured Assessment of Violence Risk in Youth;

YLS/CMI: Youth Level Service /Case Management Inventory (sobre las dos

últimas herramientas de valoración de violencia en jóvenes infractores,

véase Botija Yagüe, 2011).

Aunque estos instrumentos de medición del riesgo de violencia

pueden ser útiles manejados por los criminólogos en determinados

contextos, Martínez Garay (2014), nos advierte que son muchas las

objeciones que pueden establecerse a los resultados de los mismos. Así,

tras la comparación de los diferentes estudios relativos a la eficacia de esta

clase de herramientas de valoración realizada en su investigación, la autora

precita indica que en algunos supuestos, no puede asegurarse que “las

predicciones hechas utilizando estos instrumentos de valoración de la

peligrosidad sean siempre mejores que el azar”.

10. Conclusiones: Como expone Esbec (2003), a pesar de todos los

estudios clásicos que se han venido realizando desde el siglo pasado, no se

ha encontrado un tipo estructurado de personalidad criminal, aunque sí

podemos en la actualidad obtener una serie de rasgos que habitualmente se

encuentran en las personas “peligrosas” que han cometidos hechos

delictivos (impulsividad, baja auto-estima, suspicacia, psicoticismo, etc.).

Aunque el concepto de “peligrosidad criminal” se ha mantenido en

nuestra doctrina criminológica y, en general, en otras ciencias cercanas al

fenómeno delictivo, la tendencia generalizada es su progresiva redefinición

e, incluso, podría decirse sustitución por otros conceptos tales como la

determinación de “factores de riesgo”, “predicción de la violencia”,

“daño”, “niveles de riesgo de daño”. Este nuevo enfoque tiene relación

directa con la denominada Criminología de corte plurifactorial, de carácter

eminentemente pragmático, que estudia los principales factores

criminógenos que afectan a los sujetos.

El debate se centra, sobre todo en los últimos años, en la dicotomía

entre seguridad/libertad y en la gestión o manejo del riesgo en cuestiones

de delincuencia. El alcance del mismo, como puede comprobarse

fácilmente, es enorme: sociológico, jurídico, político, etc. El principal

problema es que existen dos posturas enfrentadas al respecto: por un lado,

aquellos que postulan la necesidad de predicción de las conductas violentas

“a priori” y aquéllos que, por el contrario, estiman que lo más adecuado es

trabajar en la reducción o manejo del riesgo, poniendo el acento en

modificar aquellos factores de riesgo que convierten a un individuo en

potencialmente peligroso (Esbec, 2003). La segunda de las posturas nos

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parece mucho más razonable. En primer lugar por que huye de los

automatismos en materia de predicción de la peligrosidad e introduce, por

tanto, una mayor seguridad; y, en segundo lugar, porque nos dirige a una

política pro-social desde el punto de vista de prevención que pone el acento

en minimizar los factores de riesgo antes que tratar de realizar predicciones

probabilísticas de dudosa fiabilidad.

Desgraciadamente, la tendencia generalizada a nivel internacional –al

menos, en materia de política criminal y a nivel legislativo penal- parece

haberse centrado en la primera de las vías.

Sin lugar a dudas, cada vez existen métodos más fiables desde las

ciencias de la conducta humana para determinar el grado aproximado de

peligrosidad criminal de un individuo, esto es, su mayor o menor

propensión a cometer hechos delictivos en el futuro. No obstante, debemos

coincidir con la doctrina mayoritaria al insistir en que nunca podemos

hablar de certeza, sino solamente de posibilidad. Se trata, en suma, de un

mero futurible.

Por ello, si bien no puede dudarse de la utilidad de los métodos

anteriormente para establecer la probabilidad de reincidencia de un recluso

a la hora de conceder un permiso de salida ordinario, su utilidad en la

concesión de la libertad condicional o la suspensión de la pena, en

programas de prevención de la violencia, etc., el concepto de peligrosidad

criminal y su determinación no puede constituirse en la principal

herramienta para adecuar nuestros sistemas de control social formal. Su

inexactitud es, aún, su principal desventaja.

IV. SI LA PELIGROSIDAD CRIMINAL ES UN CONCEPTO DE RANCIA

TRADICIÓN EN CRIMINOLOGÍA, ¿POR QUÉ PREOCUPA MÁS

ACTUALMENTE LA PELIGROSIDAD CRIMINAL?

Desde el ámbito de la sociología criminal se ha denominado a la sociedad

actual como “sociedad del control” (Garland, 2001) o “sociedad del

riesgo”. Ciertamente, la postmodernidad ha traído consigo un desarrollo

tecnológico y de ingeniería social en el que han hecho su aparición nuevos

riesgos y peligros potenciales para los ciudadanos de las comunidades

occidentales. Actualmente, los bienes jurídicos necesitados de protección

se han multiplicado y la sensación de inseguridad ciudadana –real o no- se

ha intensificado. El recurso a los medios de control formal se ha hecho más

evidente y la demanda social de los mismos es mayor desde hace unas

décadas. Así, es frecuente la utilización del Derecho penal como una

especie de válvula de gestión del riesgo, lo que ha derivado en un

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fenómeno conocido en política criminal como “expansión del Derecho

penal” (Silva Sánchez, 2001).

Así, por ejemplo, la sensación de inseguridad ciudadana es mucho

más elevada que las ratios de delincuencia real en España, encontrándonos

en un punto de desinformación generalizado, que debería paliarse a través

de un estudio serio y profundo de la delincuencia, para una mejor

comprensión de nuestra situación criminológica real. La comunicación con

la sociedad es especialmente importante, puesto que debe establecerse una

suerte de “doble flujo” (García Valdés, 2012): no solamente el Derecho

penal debe adaptarse a los nuevos tiempos, sino que debe informarse a los

ciudadanos del porqué de las reformas y, sobre todo, el porqué de los

límites a las mismas a pesar de determinadas demandas sociales.

El miedo al delito, a la victimación, se ha convertido en un arma

política: la promesa de una mayor seguridad es un reclamo electoral

importante, y los políticos se han dado cuenta de ello. Por ello, cada vez es

más frecuente que se eleven políticas que incidan en la detección,

vigilancia o control del delincuente peligroso. Muchas de estas políticas

tienen como único objetivo el mejor posicionamiento electoral de quienes

las desarrollan, siendo habitualmente ineficaces desde el punto de vista

preventivo. A este fenómeno se le conoce como “populismo, simbolismo o

electoralismo punitivo”.

Más aún, cada vez con mayor frecuencia se reclaman respuestas que

traten de anteceder a la criminalidad. Sin embargo, como es obvio, la

mayor parte de las reformas se acometen con posterioridad al acaecimiento

de crímenes especialmente mediáticos, que tienen un carácter excepcional

en nuestra estadística criminal.

V. ¿QUÉ ES EL DERECHO PENAL DE LA PELIGROSIDAD? ¿QUÉ

DELINCUENTES SE SUELEN DENOMINAR PELIGROSOS?

De forma simplista, podemos definirlo como un constructo dogmático que

hace referencia a un Derecho penal en el que la principal preocupación es

atajar y dar respuesta a la peligrosidad criminal de determinados

delincuentes. Se basa en el objetivo de inocuización de determinadas

categorías de delincuentes que se consideran “especialmente peligrosos”,

como los delincuentes terroristas, los delincuentes sexuales, los

maltratadores (violencia de género), etc. Se trata de un concepto muy

cercano al denominado Derecho penal de Autor, en el que lo importante no

es el hecho delictivo en sí y su gravedad, sino las características del propio

autor.

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Se caracteriza por la imposición de medidas de seguridad

complementarias a las penas (como la libertad vigilada o la custodia de

seguridad), basadas en la peligrosidad de esta clase de delincuentes, así

como medidas que atañen a la potencial reincidencia de los delincuentes.

Además, esta clase de Derecho penal recurre habitualmente a los

denominados delitos de peligro abstracto que pretenden anticiparse a la

efectiva lesión de los bienes jurídicos protegidos, valorando el peligro para

los mismos antes de que ocurra el daño. Se eleva, de este modo, la

protección ante la posible lesión de bienes jurídicos a la gestión del riesgo

de potencial peligro para tales bienes sin necesidad de que se produzca esta

lesión.

Se trata de un concepto muy denostado por la mayor parte de

penalistas y criminólogos, pues es habitual que se construyan ad hoc

determinadas categorías de delincuentes considerados peligrosos, sin el

debido análisis criminológico. La principal crítica que ha recibido este

modo de entender el Derecho penal es que supone una importante merma

de garantías constitucionales en aras de una mayor seguridad ciudadana.

VI. ¿QUÉ INSTRUMENTOS SE HAN PROPUESTO PARA SOLUCIONAR ESTA

PREOCUPACIÓN EN ESPAÑA? ¿QUÉ SON LAS MEDIDAS DE

SEGURIDAD?

Las medidas de seguridad se han definido de forma clásica como las

segundas consecuencias jurídicas al delito más importantes después de la

pena. A diferencia de ésta última, las medidas de seguridad son una suerte

de “sanciones” que se imponen a sujetos que se encuentran en un “estado

peligroso”, previamente definido en el Código penal. En definitiva, se

imponen a sujetos “peligrosos criminalmente” y no “socialmente”. Ello nos

deriva a la principal diferenciación entre Derecho penal y Moral (García

Valdés, 1995), del mismo modo que separa los conceptos de peligrosidad

criminal y social.

Históricamente, la medida de seguridad ha estado ligada a la doctrina

de la Escuela Positiva italiana, al correccionalismo más representativo y al

concepto de sentencia indeterminada. También ha sido la protagonista de

nefastos atentados contra las garantías de los ciudadanos, como es el caso

del uso que la doctrina alemana realizó de las medidas de seguridad en la

Alemania nazi.

El Título IV del libro del CP de 1995 recopila las disposiciones que

contienen las medidas de seguridad y su aplicación en nuestro

ordenamiento jurídico-penal. La inclusión de medidas de seguridad en

nuestro CP supone una novedad, cuyo antecedente más cercano se

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encuentra en el CP de 1928, que tomaba como referencia la doctrina

italiana sobre las medidas de seguridad.

Actualmente, el principio de legalidad y todas las garantías

establecidas para las penas en el CP se extienden a las medidas de

seguridad.

Con anterioridad a la entrada en vigor de la LO 5/2010, de 15 de

junio, los conceptos de peligrosidad criminal y culpabilidad se encontraban

relativamente distanciados. Del mismo modo, medida de seguridad y pena

mantenían una clara separación en cuanto a su aplicación: las primeras para

delincuentes inimputables que mostraran su peligrosidad criminal mediante

la comisión de un hecho delictivo; y la segunda, la pena, para aquellos

delincuentes plenamente responsables, como reproche por su conducta

criminal. Nuestro sistema era, por tanto, eminentemente dualista.

Tal régimen de aplicación mantenía como única excepción el régimen

vicarial (art. 99 CP), en aquellos casos en los que existiera una disminución

de la culpabilidad del individuo debido a la aplicación de una eximente

incompleta (art. 21.1 CP).

La reforma de 2010 vino a cambiar estos conceptos asentados en la

doctrina con la introducción de una medida de seguridad -la libertad

vigilada (art. 106 CP)- que, por vez primera en nuestro Derecho penal,

puede aplicarse a delincuentes plenamente imputables una vez cumplida su

pena, si se estima que su peligrosidad criminal se mantiene.

Según los defensores de la reforma (Feijoo Sánchez, 2011), las nuevas

medidas de seguridad estarían legitimadas toda vez que, por una parte, los

conceptos de peligrosidad criminal y culpabilidad no están completamente

disociados, pudiendo existir delincuentes plenamente responsables en los

que se mantenga un diagnóstico de peligrosidad criminal una vez cumplida

su pena; y, en segundo lugar, la sociedad no tiene porqué soportar una

carga de riesgo frente a la posible comisión por parte de delincuentes

especialmente peligrosos de futuros delitos: la libertad vigilada sirve de

prevención frente a las potenciales víctimas.

No obstante, la aplicación conjunta de penas y medidas de seguridad

en sujetos plenamente imputables puede plantear algunos problemas de

compatibilidad entre ambos conceptos.

La clave para determinar la pertinencia de las medidas de seguridad

aplicables a sujetos plenamente imputables se encuentra, en mi opinión, en

el concepto de peligrosidad criminal que manejemos. En este sentido,

quizás deberíamos distinguir entre dos aspectos muy próximos pero que,

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sin embargo, deben distinguirse: estado peligroso y pronóstico de

peligrosidad criminal.

Habitualmente, nuestro Derecho penal vigente ha entendido por

peligrosidad criminal, como presupuesto para la imposición de una medida

de seguridad, la inclusión del delincuente en alguno de los denominados

“estados peligrosos” previstos legalmente. En la mayor parte de los

supuestos, la peligrosidad criminal deriva normalmente de una anomalía en

el comportamiento del sujeto (inimputabilidad o semimputabilidad) que

necesita de un diagnóstico facultativo -o, al menos, un estudio

criminológico-, y que podría aumentar las probabilidades de que cometa

nuevos delitos en el futuro (pronóstico o juicio de probabilidad criminal).

El delincuente inmerso en tal “estado peligroso” no se sentiría motivado

por una pena, siendo insuficientes las finalidades de la misma para él (falta

de motivación de la norma) por lo que deberá aplicársele una medida de

seguridad, sea con fines curativos, correccionales, pedagógicos (prevención

especial positiva) o meramente asegurativos (inocuización, prevención

especial negativa).

Como puede observarse, el concepto de “estado peligroso” es objetivo

ya que normalmente conlleva una serie de situaciones tasadas legalmente

(art. 95.1, “Las medidas de seguridad se aplicarán por el Juez o Tribunal,

previos los informes que estime convenientes, a las personas que se

encuentren en los supuestos previstos en el capítulo siguiente de este

Código”), a saber: inimputables por anomalía o alteración psíquica (art.

101 CP); inimputables por grave adicción (art. 102 CP); inimputables por

alteraciones en la percepción (art. 103); semiinimputables por cualquier de

las tres anteriores razones (art. 104 CP); y, la que quizás sea la más dudosa

como “estado peligroso”, ostentar la condición de extranjero no residente

en España (art. 108 CP), si bien parece que, por el tenor literal del texto

legal, las medidas de seguridad aplicables a los mismos podrán ser

sustituidas por la expulsión del territorio nacional (art. 108 CP).

Ciertamente, un sujeto plenamente imputable puede mantener un

elevado pronóstico de peligrosidad criminal, entendido como una

probabilidad de comportamiento futuro de comisión de nuevos delitos. Tal

es el segundo requisito que recoge nuestro vigente CP para la imposición

de una medida de seguridad. No obstante, a diferencia del requisito de

“estado peligroso”, el pronóstico de peligrosidad criminal es un juicio de

futuro que no mantiene las mismas garantías y seguridad jurídica. Y es que,

si prescindimos, como se pretende en el caso de la imposición de medidas

de seguridad post penitenciarias a sujetos imputables, del requisito de

“estado peligroso”, deberíamos llegar a la conclusión de que cualquier

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persona con capacidad de responsabilidad penal es iuris tantum

potencialmente peligrosa criminalmente.

Otro de los requisitos fundamentales para la imposición de una

medida de seguridad en un Derecho penal de un Estado democrático de

Derecho es la previa comisión de un hecho delictivo (medidas de seguridad

post delictivas). Es cierto que la comisión de un hecho delictivo revela

cierta peligrosidad criminal, pero no establece un juicio iuris et de iure de

futura comisión de nuevos delitos. Más aún, a pesar de las avanzadas

técnicas en los campos de la criminología, la sociología, la psicología, las

ciencias del comportamiento y la medicina, sería muy complicado poder

establecer, en sujetos plenamente responsables penalmente, una prognosis

de criminalidad futura que cubriera las garantías necesarias predicables de

un ordenamiento jurídico-penal sometido a una serie de principios

limitadores.

Ciertamente, hoy en día existen métodos que pueden determinar con

mayor exactitud un pronóstico de peligrosidad criminal que en tiempos

pasados. Los Equipos Técnicos y Juntas de Tratamiento de los centros

penitenciarios desarrollan, en este aspecto, una labor principal. Sus

informes serán determinantes para la progresión de grado de tratamiento y

régimen de vida en prisión, así como para la obtención de beneficios

penitenciarios. Ahora bien, el estudio de la personalidad del reo y sus

circunstancias sociales, familiares, formativas, educativas, afectivas y

culturales en un ambiente cerrado (peligrosidad penitenciaria), como es la

prisión, dista mucho de poder convertirse en una predicción segura de

comportamiento criminal futuro, en aquellos sujetos que no se encuentran

inmersos en ningún estado peligroso.

Por esta razón, en mi opinión, para la imposición de una medida de

seguridad que cumpla con todas las garantías de nuestro actual Derecho

penal, será necesaria la confluencia de todos los requisitos: a) Comisión de

un hecho delictivo; b) Estado peligroso; y, por último, c) Diagnóstico de

peligrosidad criminal. Obviar cualquiera de estos tres elementos,

transformaría a las medidas de seguridad en otro elemento diferente, una

nueva consecuencia jurídica del delito (Cámara Arroyo, 2014).

Por otra parte, el mantenimiento de la medida de seguridad se basará,

a su vez en la continuidad de tal “estado peligroso”. El pronóstico de

peligrosidad criminal servirá únicamente como indicativo del seguimiento

del estado peligroso del sujeto de cara al cese, modificación o sustitución

de la medida de seguridad.

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Más aún, prescindir del requisito de “estado peligroso” conllevaría

confundir la peligrosidad criminal con la peligrosidad social, puesto que se

estaría imponiendo una medida de seguridad simplemente por el hecho de

pertenecer a una categoría criminal determinada.

Finalmente, si, como las últimas tendencias apuntan, puede entenderse

como nuevo “estado peligroso” una nueva categoría de delincuente -el

denominado culpable peligroso- al menos debería ser exigible un punto de

partida inicial: la demostrada habitualidad o reincidencia delictiva del

sujeto.

Más allá, actualmente parece existir una gran confusión entre los

conceptos de culpabilidad y peligrosidad social, por cuanto en la nueva

pena de prisión permanente revisable se incluye también la valoración de la

peligrosidad criminal del delincuente para la concesión de la suspensión en

las revisiones. De este modo, la pena de prisión permanente revisable

puede convertirse en una verdadera sentencia indeterminada, concepto más

cercano a las medidas de seguridad basadas en la peligrosidad criminal del

sujeto y, por ello, inconstitucional a la luz de los arts. 25.1 y 25 CE

(Cámara Arroyo, 2015).

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