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FACULTAD DE TEOLOGÍA PONTIFICIA Y CIVIL DE LIMA ASPECTOS TEOLÓGICOS DE LA ENCARNACIÓN EN LA PERSPECTIVA DE LA TEOLOGÍA DEL SIGLO XX Alexandre José Rocha de Hollanda Cavalcanti LIMA 2013

FACULTAD DE TEOLOGÍA PONTIFICIA Y CIVIL DE IMA · limitado y finito como las personas humanas, sino que Dios se comunica, entiende y ama, con Palabra y Verdad; es decir es un Ser

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  • _____________________________Aspectos teológicos de la Encarnación en la perspectiva de la teología del siglo XX

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    FACULTAD DE TEOLOGÍA PONTIFICIA Y CIVIL DE LIMA

    ASPECTOS TEOLÓGICOS DE LA ENCARNACIÓN EN LA PERSPECTIVA DE LA TEOLOGÍA DEL SIGLO XX

    Alexandre José Rocha de Hollanda Cavalcanti

    LIMA 2013

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    Epithalamica

    Epithalamica dic, sponsa, cantica Intus quae conspicis dic foris gaudia Et nos laetificans, de sponso nuntia Cuius te refovet semper praesentia.1

    1 «Canta, ¡oh¡ esposa, tu canción nupcial. Proclama la alegría interior que contemplas, y damos la bienvenida al anunciado esposo, cuya presencia significa para ti una vida nueva y eterna». De la secuencia pascual Epithalamica, inspirada en el Cantar de los Cantares, producida por Pedro Abelardo (1079-1142). En: Holanda Cavalcanti, Geraldo. O Cântico dos Cânticos. Um ensaio de interpretação através de suas traduções. São Paulo: USP, 2005, p. 175.

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    RESUMEN

    La Encarnación del Verbo es uno de los principales misterios de la fe cristiana,

    puesto que, haciéndose hombre, el Hijo de Dios se hace verdadero y único Mediador entre Dios y los hombres. La profundidad de este misterio es analizada en este breve trabajo –que se fundamenta especialmente en la teología del siglo XX– bajo su triple dimensión: teológica, histórica y antropológica, estudiando el papel fundamental de la Santísima Virgen María en el proyecto salvífico de Dios, que se abre con la Encarnación del Verbo y se continúa en la Iglesia inter tempora a la espera de la venida escatológica de Cristo. PALABRAS CLAVES: Encarnación, Misterio, Mariología.

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    ABSTRACT The Incarnation of the Verb is one of the main mysteries of Christian faith, since,

    becoming man, the Son of God makes himself the real and unique Mediator between God and men. The depth of this mystery is analyzed in this brief work – especially based on XXth century theology – under its triple dimension: theological, historical and anthropological, studying the fundamental role of the Blessed Virgin Mary in the salvific project of God, which opens with the Incarnation of the Verb and continues in the Church inter tempora waiting for the eschatological coming of Christ.

    KEYWORDS: Incarnation, Mystery, Mariology.

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    SIGLAS Y ABREVIATURAS

    AAS – Acta Apostolicæ Sedis. BAC – Biblioteca de Autores Cristianos. CEC – Cathecismus Ecclesiæ Catholicae. DH – Denzinger–Hünermann. GS – Constitución Pastoral Gaudium es spes, sobre la Iglesia en el mundo actual. LG – Constitución Dogmática Lumen gentium, sobre la Iglesia. MC – Exhortación Apostólica Marialis Cultus, de Pablo VI. PG – Patrologia Graeca. PL – Patrologia Latinae. RM – Carta Encíclica Redemptoris Mater, de Juan Pablo II. SC – Constitución Dogmática Sacrosanctum Concilium, sobre la Sagrada Liturgia. S. Th – Summa Theologiae. Ibid. – Ibídem: mismo autor y misma obra. Op. cit. – Obra citada. n. – Número. nn. – Números. p. – Página. pp. – Páginas.

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    SUMARIO

    Article  I. Table  of  Contents  

    Siglas y Abreviaturas ................................................................................................... 5  

    1. Introducción ............................................................................................................. 7  

    2. Relación con el Misterio Trinitario ........................................................................ 7  

    3. Motivo de la Encarnación ..................................................................................... 12  

    4. Triple dimensión del Misterio ............................................................................... 18  

    4.1. Dimensión teológica ........................................................................................ 18  4.2. Dimensión histórica ......................................................................................... 20  4.3. Dimensión antropológica ................................................................................ 22  

    5. El rol de María en la Encarnación ....................................................................... 24  

    6. Encarnación, Iglesia y Eucaristía ......................................................................... 27  

    7. Conclusión .............................................................................................................. 34  

    8. Bibliografía ............................................................................................................. 35  

    8.1. Documentos del Magisterio y de los Papas ................................................... 35  8.2. Bibliografía general ......................................................................................... 36  

                 

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    1. INTRODUCCIÓN

    Las perspectivas abiertas con la proclamación del Dogma de la Inmaculada Concepción han desarrollado en la primera mitad del siglo XX, sobre todo hasta el Congreso Mariano de Lourdes de 1958, una verdadera «era de oro» de la mariología, donde las visiones bíblicas y patrísticas, enriquecidas por la teología monástica, escolástica y post-escolástica, profundizaron en el conocimiento de los misterios de la elección de la Kexaritomene, con una fundamentación científica basada en las conclusiones teológicas y declaraciones magisteriales sobre la cristología, que permitieron la perfecta comprensión de la misión salvífica de María, insertada en la “estructura fundante” de la salvación, en íntima unión con el misterio salvífico de Cristo. El momento crucial del destino de la Santísima Virgen, el complemento de todo lo que precede a su propia existencia y el fundamento de todo lo que sigue en su vida, es la Anunciación y, consecuentemente, la Encarnación del Verbo de Dios en su seno por obra del Espíritu Santo. Este misterio supera la persona misma de María y marca el inicio de toda la obra salvífica de Jesucristo. No es posible encuadrar científicamente la existencia de la persona de la Virgen, –afirma René Laurentin– dado que «el misterio de María no tiene la lógica de un teorema, sino la de un destino libre que se ha confiado a las iniciativas tal vez desconcertantes del Espíritu». Por el misterio de la Encarnación, la Parthénos (Cf. Is 7, 14)2 es insertada en el misterio de Cristo, que es acogido e introducido en la estirpe humana por la aceptación libre e incondicional de María.3

    El estudio de los misterios de María, intrínsecamente relacionados con los misterios de Cristo, deben ser investigados –insistía con energía Heinrich Lennerz– a través de una mariología verdaderamente científica, evitándose una fácil tentación de hacer afirmaciones maximalistas por impulsos emocionales, pero sin una base positiva suficientemente sólida. La mariología no puede, por tanto, tener un método teológico distinto de los demás tratados de teología. Argumentaciones no fundamentadas en principios serios de la Revelación y del Magisterio, que no son aceptadas en otros tratados teológicos, no encuentran razones para ser consideradas sólidas en mariología.4

    2. RELACIÓN CON EL MISTERIO TRINITARIO

    El misterio de la Encarnación del Verbo de Dios está en íntima e indisoluble relación con el primordial misterio de la Trinidad, que entra en la historia humana cuando una de las tres Personas se hace hombre y pasa a tener una vida no sólo sobrenatural, sino efectivamente insertada en la historia de la humanidad 5 . El 2 El profeta Isaías utiliza la expresión ’almah, que significa directa y formalmente una chica o muchacha joven e indirectamente comporta siempre la virginidad. En las Sagradas Escrituras esta expresión siempre significa una doncella que se presume virgen y nunca es aplicada a una mujer casada. En Alejandría, cuando los autores griegos crearon la versión de los LXX, se utilizó la palabra «parthénos», virgen en sentido estricto. La versión sirio-peshitta lo transcribió por bethulah, que también significa virgen y la Vulgata por virgo. Sin embargo, las versiones griegas de Aquila y Simmaco lo traducen por joven, con abstracción de la virginidad. No obstante, hay que decir que estas versiones, realizadas después de Cristo, tienen un marcado matiz anticristiano y procuran prescindir de toda connotación positiva. Cf. BASTERO DE ELEIZALDE, J. L. María, Madre del Redentor. Navarra: EUNSA, 2004, pp. 91-93. 3 Cf. LAURENTIN, René. La Vergine Maria: Mariologia post-conciliare. 4 ed. Roma: Paoline, 1973, p. 229. 4 Cf. LENNERZ, Heinrich. De Beata Virgine: Tractatus dogmaticus. 3 ed. Roma: Pontificiæ Universitatis Gregorianæ, 1939, p. 5. 5 El constitutivo formal de la persona no está en la relación predicamental, como se da en la persona humana o angélica. En el caso de las personas trinitarias, se constituye por una relación subsistente. Por eso afirma Santo Tomás (I, 29, 3) que aunque en la significación de la persona divina se contenga la relación, esto no significa que

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    momento culmen de esta inserción se da por una acción objetivamente trinitaria pero que, sin embargo, se hace efectiva en la Segunda Persona de la Trinidad, el Logos eterno, nacido del Padre, antes de todos los siglos. El texto escriturístico deja claro la acción del Padre, la actuación del Espíritu Santo y la Encarnación del Hijo. Este carácter trinitario de la Encarnación ha sugerido en algunas teologías del siglo XX una teoría participativa y trinitaria en la misma generación del Verbo. Por ejemplo, afirma Jürgen Moltmann:

    «No existe ninguna pos-ordenación de uno en relación al otro. Estaremos hablando del Espíritu cuando hablamos del eterno nacimiento del Hijo a partir del Padre. Estaremos hablando del Hijo cuando pensamos en el Espíritu que procede del Padre. Entonces será posible percibir las relaciones recíprocas entre el Espíritu Santo y Cristo, el Hijo, en sus múltiples interacciones. No son dos actos distintos en que el Hijo procede del Padre y el Espíritu es soplado por el Padre. Antes el eterno ser-engendrado del Hijo por el Padre y el eterno proceder del Espíritu del Padre, a pesar de todas las diferencias, son perfectamente una sola cosa, de modo que Hijo y Espíritu no están uno al lado del otro ni uno después del otro, sino uno en el otro. Si el Espíritu procede del Padre, entonces el Espíritu acompaña la generación del Hijo y se manifiesta a través de Él. Pero eso sólo puede ser imaginado si el Espíritu no solo reposa sobre el Hijo y se manifiesta en su eterna generación, más si ya la generación del Hijo a partir del Padre es acompañada por el proceder el Espíritu a partir del Padre. […] La inclusión del filioque no añade cosa ninguna de nuevo a la procesión del Espírito del Padre. Él no es necesario y sí superfluo, y por eso debe ser suprimido. […] Tienen razón los teólogos ortodoxos que hablan de un mutuo acompañar de la generación del Hijo por el Espíritu y del proceder del Espíritu por el Hijo. Con eso, en verdad, ellos cambian la metáfora para la Trinidad, ya no hablando más del Hijo y del Espíritu, sino del Verbo y del aliento de Dios»6.

    Saliendo al paso de estas visiones distorsionadas, la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe enfatiza que el Hijo de Dios subsiste, desde toda la eternidad, en el misterio de Dios, distinto del Padre y del Espíritu Santo, engendrado por el Padre, antes de todos los siglos según la naturaleza divina, y en el tiempo de la Virgen María, según la naturaleza humana, asumida en la persona eterna del Hijo, sin personalidad humana. Según la Bula Lætentur cæli, del Concilio de Florencia, estas visiones equivocadas destruyen la verdad sobre el Espíritu Santo que, desde la eternidad, procede del Padre y del Hijo, y del Padre por medio del Hijo.7 Asimismo el Concilio Lateranense IV enseña que «el Hijo procede solamente del Padre, y el Espíritu Santo procede de los dos juntos, sin inicio, siempre y sin fin».8 Este pensamiento que se el concepto sea equívoco. La relación, en cuanto relación, ni subsiste ni hace subsistir, puesto que esto es propio de la substancia. Por eso, aunque ocurriese que no existiesen otras hipóstasis de la misma naturaleza, bastaría una para que fuese persona, como le ocurría a Adán cuando estaba solo en el Paraíso (Cf. RODRÍGUEZ, Victorino. Estudios de antropología teológica. Madrid: Speiro, 1991, p. 15). Personal, aplicado a Dios no significa que Él sea limitado y finito como las personas humanas, sino que Dios se comunica, entiende y ama, con Palabra y Verdad; es decir es un Ser que entiende y ama, y que además es distinto de cualquier otro (Cf. ROVIRA BELLOSO, José María. Introducción a la Teología. 2 ed. Madrid: BAC, 2007, p. 11). Este amor divino es el principal móvil de la decisión del Padre de enviar a su Hijo para la salvación de la humanidad, y del Hijo en tomar la naturaleza humana para ser Cabeza, Mediador y Redentor de los hombres (Cf. BETTENCOURT, Estevão. Curso de iniciação teológica. Rio de Janeiro: Mater Ecclesiae, 1996, p. 63. 6 MOLTMANN, Jürgen. A Espírito da Vida. Uma pneumatologia integral. 2 ed. Petrópolis: Vozes, 2010, pp. 77; 284. 7 Cf. CONCILIO DE FLORENCIA. Bula Letentur cæli; Conciliorum Œcumenicorum Decreta, 501; DH 1300. 8 Cf. CONCILIO LATERANENSE IV. Constitución Firmiter credimus; Conciliorum Œcumenicorum Decreta, 206; DH

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    encuentra un paso adelante de nuestra propia existencia, se acerca a la misma con la Encarnación del Verbo, permitiendo una mayor inteligencia del misterio de la Fe, puesto que es exactamente con la Encarnación del Verbo que es concedida al ser humano la revelación de cierto conocimiento de la vida íntima de Dios, en la cual «el Padre engendra, el Hijo es engendrado y el Espíritu Santo procede»; son «de la misma naturaleza, coiguales, coomnipotentes y coeternos».9

    La procesión implica una distinción real del ser que procede respecto del principio de origen. El Hijo procede del Padre, y el Espíritu Santo procede de ambos, sin que exista un término ad quem realmente distinto del Hijo o del Espíritu Santo. Basta un principio de origen y el ser originado. El aspecto de la procedencia, intrínseco al misterio trinitario, implica en la misión de las personas divinas: el origen del Hijo respecto del Padre, y el origen del Espíritu Santo respecto del Padre y del Hijo, es eterno e inmutable, de modo que la misión divina presupone la procesión eterna, de la que viene a ser una prolongación.10 La misión del Hijo y del Espíritu son conjuntas, lo que indica la eterna procedencia en unidad con la misión, que viene del Padre, principio lógico, pero no cronológico, de la Trinidad.

    Estos principios teológicos expresados en los documentos del magisterio eclesiástico son de fide credenda, puesto que provienen de documentos conciliares ecuménicos, unidos a la cabeza del colegio episcopal, el Pontífice Romano. En sus enseñanzas no queda duda de que el Hijo unigénito de Dios, coeterno al Padre y al Espíritu Santo, se inserta en el tiempo, asumiendo la naturaleza divina en el seno virginal de María, en el momento determinado –espacial y temporalmente– de la Encarnación, con la participación activa y efectiva de la humanidad, representada por la «esclava del Señor», que en su libertad volitiva acepta, en nombre de toda la humanidad, la participación en el designio salvífico de Dios, iniciado por el evento encarnatorio del Logos, caracterizando la presencia del «acontecimiento de Cristo» entre los hombres. El hombre no había aceptado el convivio con Dios en la justicia original, bajo la dirección del Creador, pero el propio Verbo divino ha aceptado vivir entre los hombres, bajo la obediencia al Padre, a fin de recapitular en Sí mismo el rechazo del primer hombre. Por la Encarnación, el Ser eterno, se puso entre los límites de la sucesión temporal humana.

    Delante de esta presencia de Cristo en el tiempo humano, Hans Urs Von Balthasar se pregunta:

    «¿Cómo puede hacerse presente el Absoluto –de manera definitiva– en una efímera forma finita de vida? […] desde el mundo parece esto imposible».

    Sin embargo, –explica el autor– desde Dios no se puede decir que es aprióricamente imposible. Desde los inicios Dios habló a sus criaturas de muchos modos (Hb 1, 1-2), pero en este momento culmen del existir humano, ha enviado su propio Hijo, heredero de todo, de tal forma que lo que era incompatible «en otros tiempos» se hace realidad en este tiempo por determinación divina, de modo que desde la Encarnación Cristo es el sumo sacerdote y el cordero que será inmolado, el rey y el esclavo, el templo y los que en él adoran, el hombre y el Dios.11

    n. 800. 9 Cf. Ibid. 10 Cf. RODRÍGUEZ, Victorino. Op. cit., pp. 381-382. 11 Cf. VON BALTHASAR, Hans Urs. Epílogo. Madrid: Encuentro, 1998, pp. 88-89.

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    La verdad de estos misterios es de suma importancia para la integridad de toda la Revelación divina, hasta al punto que forman parte de su núcleo, de modo que alterados, falsean todo el tesoro de la fe cristiana confiado a la Iglesia de Cristo.

    Nada manifiesta mejor el amor de Dios a la humanidad, que su inserción en la misma por el acontecimiento central de la Encarnación del Hijo de Dios, evento que influye directamente en la vida individual de cada cristiano, exigiendo una respuesta de fe teologal.12 Esta respuesta de la criatura dotada de inteligencia y libertad, a su Creador que le hace el ofrecimiento fundamental de toda la existencia humana, coloca al ser contingente delante del Verbo que se hace hombre por la Encarnación en el seno virginal de María y pide una respuesta del ser contingente a la altura del don concedido. Sin embargo, los hombres reaccionan a la dádiva divina de maneras diversas, como explica el Señor con la alegoría de la semilla (cf. Mt 13, 3-11 y 18, 27; Mc 4, 3-20; Lc 8, 5-10 y 11-15). La semilla –en este caso el Verbo encarnado– es perfecta y siempre buena, pero los frutos de la misma serán definidos por la actitud volitiva de quien la recibe. Jesús presenta una tríada de sucesos y reveses, que determinan la pérdida del don concedido o la recepción de la dádiva en grado ascendente: la cosecha de cien, sesenta y treinta por uno. La semilla es de excelente calidad, igual para todos, todo va depender de la calidad de la tierra en la cual es sembrada.13

    Sin duda es exactamente en la Encarnación que el Espíritu Santo, que cubrió a la Virgen Santísima con su sombra, es enviado a la humanidad, conforme había sido prometido con estas palabras: «En aquellos días –a saber, en los días del Salvador– derramaré mi Espíritu sobre todo ser humano» (Jl 3, 1). Cuando ese tiempo de inmensa y gratuita liberalidad hizo nacer en el mundo al Hijo Unigénito encarnado como hombre verdadero y total, nacido de mujer14, una vez más Dios Padre nos ha concedido el Espíritu Santo, siendo Cristo el primero en recibirlo –en cuanto hombre– como primicias de la naturaleza renovada. Con la Encarnación y la venida primera del Espíritu Santo sobre Cristo y todos los hombres que Lo aceptan, toda la naturaleza humana se encuentra en Cristo, verdadero hombre a partir del momento ontogenésico de su Encarnación. Haciéndose hombre, Cristo asumió la totalidad de la naturaleza humana, a fin de restaurarla totalmente y restituirle la integridad original perdida por el pecado inicial, primero, «estructural y fundante» de la humanidad decaída.15

    El Papa Juan Pablo II, recuerda la afirmación del Concilio de que Cristo tenía en sí mismo toda la naturaleza humana:

    «Jesucristo es verdadero hombre. [...] Se trata de una verdad fundamental de nuestra fe. [...] el Concilio Vaticano II ha recordado la misma doctrina al subrayar la relación nueva que el Verbo, encarnándose y haciéndose hombre como nosotros, ha inaugurado con todos y cada uno: “El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre.

    12 Cf. CONGREGATIO PRO DOCTRINA FIDEI. Delaração sobre a salvaguarda da fé em alguns erros recentes sobre os mistérios da Encarnação e da Santissima Trindade, del 21 de febrero de 1972. En: Documenta. Congregação para a Doutrina da Fé: Documentos publicados desde o Concílio Vaticano II até nossos días (1965-2010). Brasília: CNBB, 2011, pp. 59-62. 13 Cf. KLOPPENBURG, Boaventura. Basiléia: O reino de Deus. São Paulo, Loyola, 1997, p. 38. 14 La afirmación paulina presente en la epístola a los Gálatas (4, 4): «En la plenitud de los tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer» es considerada el «primer anunciado del cristianismo naciente sobre la Maternidad divina de María». El historiador de los dogmas Georg Söll sustenta ser el «texto mariológicamente más significativo del Nuevo Testamento». SÖLL, Georg. Storia dei dogmi mariani. Roma, 1981, p. 31. En: FORTE, Bruno. Maria, a mulher ícone do mistério: Ensaio de mariologia simbólico-narrativa. São Paulo: Paulinas, 1992, pp. 46-47. 15 Cf. SAN CIRILO DE ALEJANDRÍA. Comentário sobre o Evangelho de São João. Lib. 5, cap. 2: PG 73, 751-754.

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    Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejante en todo a nosotros, excepto en el pecado” (GS, 22)».16

    El gran misterio de la Encarnación de Dios permanecerá siempre un misterio. En verdad, ¿cómo es posible que el Verbo, Palabra eterna de Dios, que es uno con Dios desde toda la eternidad, exista concomitantemente en el tiempo y en la eternidad? ¿Existía en carne humana y pasible y co-existía en Persona junto al Padre, sin detrimento alguno de las dos naturalezas? La expresión Verbum caro factum est es inaceptable para los que no aceptan el «signo de contradicción» del misterio de Cristo (cf. Lc 2, 34), pero la expresión caro (sarx)17 pone en el centro su pasibilidad al sufrimiento y a la muerte, con la permanente afirmación central de la teología antignóstica contra las veleidades espiritualistas del acontecimiento de Cristo.18 El Magisterio eclesiástico afirma claramente que la carne no disminuyó lo que es propio a la divinidad y la divinidad no aniquiló lo que es propio a la carne, de modo que el mismo Cristo es sempiterno de la parte del Padre y temporal de la parte de la Madre, inviolable en su fuerza, pasible en nuestra debilidad.19 En este misterio, radice del cristianismo, se inserta directa, real y esencialmente la Virgen María, puesto que, como afirma San Atanasio, “fue de Ella que el Verbo asumió como propio aquel cuerpo que había de ofrecer por nosotros”.20 Efectivamente, el ángel utilizó la expresión nacerá de ti y no en ti, para dejar teológicamente claro que no se trataba de un cuerpo extrínseco al suyo, que en Ella era introducido, sino que este cuerpo, material, real, desde su momento ontogenésico es fruto de la concepción obrada en el seno de María y verdaderamente ha recibido la naturaleza humana en su totalidad de esta mujer prototípica, elegida por Dios para este momento culmen de la historia de la humanidad y, en cierto sentido, de toda la creación, que fue la Encarnación del Logos, por acción del Espíritu Santo, en cumplimiento de la voluntad del Padre.21 Acción trinitaria en que las tres personas actúan, pero efectivamente sólo una se hace hombre.

    Al Verbo de Dios encarnado no le faltaba nada, puesto que siendo Dios se ha hecho hombre perfecto, sin que nada le faltase de lo que es propio a la naturaleza humana. Sin duda, afirma el Apóstol, que Él se ha hecho semejante en todo menos en el pecado (cf. Hb 4, 15), afirmación que puede suscitar la cuestión de una disimilitud con la totalidad de la humanidad, puesto que todos los hombres son concebidos en el pecado, y la gran mayoría ha cometido pecados en sus vidas. Sin embargo, explica San Máximo Confesor, que el pecado no es inherente a la naturaleza humana y por eso no cabía a Cristo asumir lo que no sería conveniente para la salvación de la humanidad.22 Con este acto de asumir las características propias del ser humano, al

    16 JUAN PABLO II. Jesucristo, verdadero hombre, “semejante en todo a nosotros, menos en el pecado”. Audiencia general del 3 de febrero de 1988. 17 La «cristología del Logos-sarx» del primer cristianismo debió rectificarse ulteriormente, puesto que su desviación llevó a las doctrinas heréticas de Apolinar y de otros. 18 Cf. VON BALTHASAR, Hans Urs. Epílogo, p. 93. 19 SAN LEÓN MAGNO. Carta Licet per nostros, a Juliano de Cós (13/06/449). DH 297. 20 SAN ATANASIO. Epist. ad Epictetum, 5-9: PG 26, 1058. 21 Karl Rahner puntualiza que «La encarnación se presenta como el fin supremo de toda autocomunicación de Dios al mundo, fin al que de hecho está subordinado todo lo demás como condición y consecuencia, en tal forma que, si consideramos desde el punto de vista de Dios la totalidad de su autoparticipación en el ámbito de los seres espirituales-personales, la encarnación es un medio, mientras que considerada desde el punto de vista de las realidades creadas, es la cumbre y meta de la creación». RAHNER, Karl. María, Madre del Señor. Barcelona: Herder, 2012, p. 15. 22 Cf. SAN MÁXIMO CONFESOR. Centuria 1, 8-13: PG 90, 1182-1186.

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    cual corresponde un cuerpo material variable dentro de ciertos límites intraespecíficos de su individualidad personal, Cristo ha asumido también un alma humana que ciertamente no es producto del cuerpo, puesto que Dios al crear espíritus encarnados los crea a la medida de sus cuerpos o estructura los cuerpos a las medidas de sus almas23. Como la individualidad somática condiciona substancialmente la individualidad anímica desde todo el substrato somático, y al mismo tiempo, las características anímicas informan la individualidad somática; en consecuencia, el alma humana de Jesús y su cuerpo material alcanzaban, ambas, la perfección máxima que la naturaleza humana puede soportar, unida hipostáticamente a la naturaleza divina y eterna del Hijo de Dios, en la única hypostasis de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad.

    3. MOTIVO DE LA ENCARNACIÓN En el plan de donación que Dios hace de Sí mismo a la criatura, la Encarnación es

    el acontecimiento central y culminante.24 Por ella Dios se ha hecho hombre sin perder su perfecta divinidad y sin mutilar la naturaleza del hombre, por su amor perfecto y difusivo que desea darse a la persona amada para beneficiarla. Esta Encarnación no era de una necesidad absoluta, puesto que Dios es esencialmente un Ser necesario y por eso no puede necesitar de una acción direccionada a seres contingentes, sino que es de una necesidad deseada por Dios y por tanto relativa, bajo diversos aspectos. Si, como revela el apóstol Juan en su primera Carta (4, 8-16), “Dios es ágape”, ese amor se ha dado a conocer principalmente en la Encarnación del Logos en Jesús de Nazaret: “Dios amó tanto al mundo que dio a su Hijo único” (Jn 3, 16); “en eso se manifestó el amor de Dios entre nosotros: Dios envió a su Hijo unigénito al mundo para que vivamos por Él” (1Jn 4, 9).25 Esta condescendencia divina, encuentra su aspecto nuclear en que Dios no quiso realizar la Redención por vía meramente jurídica, sino a manera de una nueva Creación. El Hijo de Dios ha asumido todo lo que es del hombre y lo ha divinizado, tornándose sacramento primordial de nuestra salvación. Por su Encarnación, vida, muerte y resurrección, Jesús ha dado nuevo sentido a la existencia del hombre, haciendo una nueva criatura26, proporcionando, con la presencia humana de Cristo a partir de la Encarnación, una semejanza visible al hombre creado esencialmente a imagen y semejanza de Dios27. Para esto, el Verbo eligió nacer de

    23 Equivocadamente afirmaba Orígenes que la unión del Verbo con la naturaleza humana es anterior a la Encarnación, puesto que el alma humana del Verbo habría sido creada junto con las otras almas en la preexistencia –doctrina rechazada por el magisterio–; mediante su unión con el Verbo, ella sería “bajo la forma de Dios”, impecable, y Cristo, en su humanidad, es por eso el esposo de la Iglesia que, en la preexistencia, era formada por el conjunto de las otras almas. CROUZEL, H. Orígene et la philosophie. En: Dicionário Patrístico e de Antiguidades Cristãs. Petrópolis: Vozes – Paulus, 2002, p. 1049. También Eutiques decía que antes de la Encarnación existían en Cristo dos naturalezas y después de la Encarnación una sola, puesto que el alma que el Salvador asumió habitaba en el cielo antes de nacer de la Virgen María y que el Verbo la unió a sí en el seno de la Madre. Esta opinión es rechazada por San León Magno que afirma que mentes y oídos católicos no pueden tolerar eso, puesto que el Señor, al venir de los cielos no exhibió consigo nada de nuestra condición; no recibió un alma que existía anteriormente, ni una carne que no fuera la del cuerpo materno. La naturaleza humana de Cristo fue creada por el Verbo en el momento en que fue asumida y no anteriormente. San León critica también la opinión de Orígenes de la preexistencia del alma humana de Jesús. Cf. SAN LEÓN MAGNO. Carta Licet per nostros, a Juliano de Cós (DH 298). 24 Cf. BARRIENDOS, Vicente Ferrer. Jesus Cristo Nosso Salvador. Iniciação à Cristologia. Lisboa: Diel, 2005, p. 47. 25 Cf. KLOPPEMBURG, Boaventura. Ágape, o amor do cristão. São Paulo: Loyola, 1998, p. 20. 26 Cf. 2Cor 5, 17. 27 La Encarnación trae incoada también la esperanza de la resurrección, puesto que San Pablo vincula la resurrección de los muertos a la resurrección de Cristo, tal como ésta solía ser esperada en la expectativa apocalíptica de un fin próximo, característica de las comunidades judías amenazadas de muerte. Para que Cristo resucitase hacía falta tener cuerpo. Corolariamente, es la Encarnación que abre a los hombres la esperanza escatológica de la resurrección participada de la resurrección de Cristo. Cf. METZ, Johann Baptist. Memoria passionis. Una evocación provocadora a una sociedad pluralista. Santander: Sal Terrae, 2007, p. 68.

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    una mujer (Gl 4, 4) y no aparecer o bajar del cielo en cuerpo adulto, formado directamente por la mano de Dios, sino, como auténtico retoño (Is 1, 11) de la estirpe de Jesé, es decir, de la estirpe humana a quien venía a salvar28. El designio divino se torna patente con esa elección, puesto que con esta manera más perfecta de salvar, Cristo obra el proyecto divino no como un extraño que viene de afuera, sino como un hermano, perfectamente hombre, de la estirpe humana que viene a redimir, siendo perfectamente Dios de la misma naturaleza del Ofendido. Esto explica la misión fundamental de María que es recibir al Salvador y engendrar su naturaleza humana, colocando a esta doncella judía en el centro mismo del misterio salvífico de Cristo.29

    La presencia de Cristo entre los hombres, viviendo las mismas necesidades y sufrimientos inherentes a toda la humanidad, excepto el pecado, es un medio perfecto para la invitación a la práctica concreta del bien por el ser humano, puesto que, antes de la Encarnación, el modelo divino era esencialmente inaccesible al hombre, mientras que en su corporeidad, Cristo se hace modelo accesible de perfección humana, alcanzada por la presencia y acción de la gracia divina, concedida por el Espíritu Santo en su misión conjunta con el Hijo, de modo que la exhortación que antes era hecha por palabras y oráculos, pasa a ser dada por la propia vida del Verbo encarnado, como afirma un viejo proverbio árabe: “las palabras conmueven, los ejemplos arrastran”. La Encarnación exalta el valor intrínseco de la naturaleza humana y del mundo material creados por Dios. Esta consciencia eleva la esperanza del hombre y lo incita a una respuesta más generosa.30

    Hay tesis divergentes sobre el motivo teológico de la Encarnación del Verbo. El Símbolo de la Fe afirma claramente que el Hijo de Dios se hizo hombre «por nuestra salvación» y la propia Escritura nos afirma el carácter salvífico de la Encarnación. El nombre teofórico que el ángel indica a María, así como a José,31 para colocar en el Niño: Jesús (Yeh-shua) significa “Dios salva”32, por eso, el argumento de que sólo podemos conocer el designio de Dios a través de la revelación del mismo Dios, sostiene que el motivo único de la Encarnación reside en la salvación del pecado humano, tanto el original cuanto el actual. Sin embargo, cuando el Evangelista Juan afirma que «El Logos se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1, 14), su texto anterior habla del rechazo del hombre a la luz de Dios, y por tanto, del pecado, pero el texto posterior declara que con la Encarnación «nosotros hemos visto su gloria, que Él recibe del Padre como Hijo único» (Jn 1, 15). El hecho de Jesús haberse encarnado por causa del pecado no lo subordina a ninguna criatura, sino que pone de relieve su infinito amor condescendiente que prefiere sacar un bien del mal. El Hijo de Dios se tornó Hijo del hombre para que los hombres en Él se hiciesen hijos de Dios. En definitiva, haciéndose hombre, Jesús ofrece a Dios el sacrificio perfecto, puesto que la Escritura nos explica que Dios no desea el sacrificio y la ofrenda de toros y carneros

    28 González de Cardedal puntualiza que no hay acceso posible a Cristo sin pasar por la historia de Dios en relación con Israel, el pueblo de la Alianza. Frente a todos los intentos realizados desde Marción hasta Harnack por eliminar la presencia de Cristo del conjunto de la unidad de las Escrituras veterotestamentarias, la Iglesia lo ha mantenido sin la menor dubitación al respecto, puesto que la relación de la predicación de Jesús con el Antiguo Testamento ha sido siempre el presupuesto fundamental del hablar de Cristo y del hablar sobre Cristo. Cf. GONZÁLEZ DE CARDEDAL, Olegario. Fundamentos de cristología I. El Camino. Madrid: BAC, 2005, pp. 85-86. 29 Cf. LAURENTIN, René. Op. cit., pp. 230-231. 30 Cf. BETTENCOURT, Estevão. Op. cit., pp. 62-63. 31 Cf. Lc 1, 31; Mt 1, 21. 32 Karl Rahner explica que el nombre de Jesús significa «Yahweh salva». Si se puede dar un nombre a Dios, al Incomprensible, en último análisis es porque este Dios se hizo conocer en la historia a través de su acción y de su palabra y la manera como estos actos divinos infieren en la realidad histórica de la humanidad. Es Dios que salva, presente en la historia del hombre. Cf. RAHNER, Karl. Meditazioni di un teologo sull’avvento e sul natale. Torino: San Paolo, 1997, pp. 59-60.

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    (cf. Sl 40, 7-9), sino el hacer su voluntad. Yves Congar explica que este texto es tomado por San Pablo en un importante pasaje de la Carta a los Hebreos, en la cual el Apóstol declara expresamente lo que se puede considerar –enfatiza Congar– la intención de la Encarnación: Cristo, «entrando en este mundo, dice: No quisiste sacrificios ni oblaciones, pero me has preparado un cuerpo. Los holocaustos y los sacrificios por el pecado no los recibiste. Entonces yo dije: Heme aquí que vengo [...] para hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad» (Heb 10, 5-9).33 Así, el motivo de la Encarnación fue un motivo de misericordia, para «salvar lo que estaba perdido» (cf. Lc 19, 10). Lo que es propio de la misericordia es inclinar al superior hacia el inferior, no para subordinarse al inferior, sino para elevarlo hacia sí. De este modo el Verbo, encarnándose, se inclina para restaurar el orden primitivo, la armonía original e incluso para elevarlo inmensamente, uniéndose personalmente a la naturaleza humana que había caído voluntariamente por el pecado.

    Por otro lado, hay otra importante corriente teológica para la cual el Verbo se habría encarnado incluso si el hombre no hubiera pecado. Para estos, los planes divinos no pueden estar en dependencia del pecado del hombre y ser modificados a causa de un accidente imprevisto, subordinando la Encarnación a la Redención, cuando la Encarnación es superior a nuestra redención, por ser la primera en orden teologal y la segunda en orden a salvar la criatura. En ese caso Cristo no sería Víctima, sino Cabeza del reino de Dios y Doctor supremo para dar mayor gloria a Dios y así coronar la obra divina de la Creación. Vendría en cuerpo inmortal no sujeto al sufrimiento y al dolor. Pero habiendo sobrevenido el pecado, Cristo vino en carne mortal y pasible, como Salvador y Víctima. Para Santo Tomás esta postura estaría en desacuerdo con la revelación contenida en la Escritura que justifica la Encarnación por la redención del género humano34. Sin embargo, admite como hipótesis que la Encarnación habría podido tener lugar sin la condición del pecado humano.35 Juan Duns Scotto (†1308) y con él la escuela franciscana, proponen otra tesis. Afirman que Jesucristo es de tal excelencia en el plan divino que, incluso si el hombre no hubiera pecado, el Hijo de Dios se habría encarnado para ser la plenitud de toda la creación divina, sería el «perfectus Mediator» que no sólo es aquél que redime y restaura el orden roto36. Para esta postura, el Verbo Encarnado estaba previsto antes de las criaturas y, en particular, antes del pecado del hombre como Cabeza y Mediador de los ángeles y de los hombres. Si el hombre no hubiera pecado el Verbo Encarnado cumpliría las funciones de maestro de los hombres y Rematador de la obra del Padre. Puesto que el hombre ha pecado, el Verbo se ha hecho también Redentor de los hombres.37 De un modo o de otro, la Encarnación alcanza la doble dimensión, puesto que Jesús es, en su naturaleza humana, al mismo tiempo el culmen de toda la obra material y el Salvador escatológico de todo el género humano, salvación esta que estaba incoada en el misterio de la Encarnación. Por esta razón, la participación activa de María en el misterio de la Encarnación, con su «fiat» se extiende a todo el misterio de la obra salvífica de su Hijo, en la propia estructura del mismo, siempre dependiente del aporte de Cristo, puesto que solamente Ella fue asociada a esta obra desde su inicio hasta el sacrificio redentor, por el cual Él mereció la salvación de todos los hombres.38

    33 Cf. CONGAR, Yves-M. Sacerdocio y laicado. Barcelona: Estela, 1964, p. 96. 34 San Agustín es también contrario a esta postura, afirmando: «Si el hombre no hubiese caído, el Hijo del hombre no habría venido». (Sermo 174, 2, 2). 35 Cf. GARRIGOU-LAGRANGE, Reginald. El Salvador y su amor por nosotros. Madrid: Rialp, 1977, pp. 171-179. 36 DUNS SCOTO. Ordinatio III. En: GARCÍA PAREDES, José Cristo Rey. Mariología. Madrid: BAC, 2009, p. 262. 37 Cf. BETTENCOURT, Estevão. Curso de iniciação teológica, p. 63. 38 Cf. JUAN PABLO II. Catequesis mariana del 09 de abril del 1997: María, la única colaboradora en la redención.

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    No resta duda de que la acción más grande y la intervención divina más decisiva y al mismo tiempo paradójica de Dios en la historia de la humanidad, es la Encarnación de su Palabra eterna, puesto que por ella el Ser eterno e inmutable, Creador, invisible, omnipotente, entra en el tiempo, se hace perceptible, oculta su gloria y se hace hombre para que el hombre viva la vida de su propio Dios. Con la Encarnación de Cristo (con su muerte y resurrección), quedó convertida la apertura del mundo a la intimidad misma de Dios en un dato de la Historia sagrada, dato revelado expresamente en el Verbo, irrevocable ya, e históricamente accesible.39 No sería posible al hombre conocer al Padre sin el Verbo de Dios, es decir, el Hijo que lo revela. Esto evidencia el carácter revelatorio de la Encarnación por voluntad del Padre, puesto que –afirma San Ireneo40– nadie conoce al Hijo sin la voluntad del Padre. De esta forma el Padre que es incognoscible al hombre se hace conocido mediante la encarnación de su Palabra, puesto que, en definitiva, todo nos es revelado por el Verbo. Por esta asunción corporal del Verbo el Padre se ha revelado, de modo que todos pueden ver el Padre en el Hijo. La realidad invisible que se manifestaba en el Hijo –continúa Ireneo– era el Padre, y la realidad visible en la cual se revela es el Hijo presente en la historia humana.

    Este evento sin par de la Encarnación aconteciendo por obra del Espíritu Santo en María y por María, no puede ser comprendido sin Ella.41 María no ha engendrado una naturaleza abstracta, sin subsistencia personal, sino una persona concreta: Jesucristo. Esta participación ontológica de María en la formación somática del cuerpo sacratísimo del Hijo de Dios proporciona que María, en su divina maternidad, magistralmente reconocida por el Concilio de Éfeso (431), sea a un tiempo signo y garantía de la recta fe sobre la Encarnación. Por eso, afirmaba con razón San Juan Damasceno:

    «Con justicia y en verdad llamamos Theotokos a Santa María. De hecho, este nombre comprende todo el misterio de la economía [de la encarnación]. Si la Genitrix es la Madre de Dios, necesariamente es Dios que ha nacido de Ella y necesariamente debe ser hombre. ¿Cómo podría nacer Dios de una mujer, que es la esencia anterior a todos los siglos, si no es haciéndose hombre?».42

    El misterio de la Encarnación es considerado el escándalo eterno del cristianismo, de Cristo y de su Iglesia, que se inicia históricamente en Judea, durante el decimoquinto año del imperio de Tiberio.43 El sentido paradójico de este gran misterio repercute inevitablemente en María, por voluntad divina insertada en la propia estructura del mismo. En efecto, la condición de virgen-madre, persona humana que reúne en sí misma realidades contradictorias y naturalmente imposibles44, refleja la unión paradójica de la naturaleza divina con la humana en la única Persona

    En: L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del 11 de abril del 1997. 39 Cf. RAHNER, Karl. Escritos de Teología, III, Cristiandad, Madrid: 2002, p. 60. 40 SAN IRENEO. Adv. Haer., Liv. 4, 6, 3.5.7: SCh 100, 442, 446.448-454). 41 Cf. DE FIORES, Stefano. María Madre de Jesús: Síntesis histórico-salvífica. Salamanca: Secretariado Trinitario, 2002, p. 391. 42 SAN JUAN DAMASCENO. Exposición de la fe ortodoxa, 3, 12: TMPM III, pp. 488-489. 43 Cf. RAHNER, Karl. Meditazioni di un teologo sull’avvento e sul natale, p. 18. 44 El Papa San León Magno, se pregunta, en la Carta Licet per nostros, dirigida a Juliano de Cós: «¿Por qué debería parecer inconveniente o imposible que el Verbo y la carne y el alma sean el único Jesucristo y el único Hijo de Dios y del hombre, si carne y alma, que son de naturalezas diferentes, constituyen una única persona, también fuera del caso de la encarnación del Verbo?». (DH 297)

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    del Verbo. Estas razones llevan a concluir que para acceder al concepto teológico de la realidad de la Encarnación, es necesario percibir la realidad de Jesús de Nazaret como Aquel que fue constituido por Dios Mesías y Señor, que murió y resucitó, sin nunca haber dejado el seno eterno del Padre, como su Hijo Unigénito. Es exactamente de aquí que derivan el realismo, el valor salvífico y el significado teológico de su «hacerse carne» para habitar entre nosotros.45

    En el marco de las controversias cristológicas antecedentes al Concilio de Calcedonia, San León Magno expresa esa paradoja del Dios-hombre y de la Virgen-madre, en el conocido Tomus ad Flavianum (449):

    «Su natividad de la carne demuestra el origen de su naturaleza humana; el parto de la Virgen es signo de su omnipotencia divina».46

    A través de la Encarnación de su Hijo –puntualiza Karl Rahner– el designio salvífico de Dios se hizo auténtica realidad en el ámbito de la existencia humana y Heinrich Lennerz enfatiza que, así como el Padre puede decir al Hijo: «Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy» (Sl 2, 7), también la Bienaventurada Virgen puede con seguridad decir al Verbo encarnado: «Tu eres mi hijo, yo te engendré». El Padre lo engendró ad æterno según la divinidad; María lo engendró en el tiempo según la humanidad.47

    El encuentro del hombre con Dios no se da en un salto idealista, gnóstico o místico, ni dislocado de su existencia «natural», sino que se convierte en la realidad de Jesucristo, Dios y hombre, propia de la historia humana, insertada en su esfera existencial con la venida de Dios al círculo de la humanidad como eterno escándalo de toda filosofía y de toda mística autosuficiente, puesto que el misterio no se encuentra abarcable por la finitud humana por estar excluida de la misma, debido al carácter estrictamente sobrenatural de su realidad, que rompe el círculo de la autosuficiencia humana, trascendiendo su posibilidad experimental y su respectivo a priori subjetivo, colocando al ser humano en la dependencia de la gracia de la fe que puede conocer el signo que hace presente para el hombre el Dios que existe en Sí mismo.48 El propio Cristo, haciéndose hombre, venía a romper la autosuficiencia del primer Adán que no aceptó la filiación divina y prefirió conocer «el bien y el mal» según sus propios criterios y no según la voluntad del Creador. La singular autoconciencia49 de su condición de Hijo en relación a Dios a quien llamaba Abbá – Padre, indica su dependencia voluntaria, que «no quiso hacer alarde de su condición de Hijo de Dios» (cf. Flp 2, 6-7), sino que voluntariamente ha recapitulado la autosuficiencia del protogenitor de la humanidad, por su sí a la voluntad del Padre, perfectamente imitado por María, al decir sí a la invitación a ser Madre de Dios.

    45 Cf. CODA, Piero. Encarnação. En: PIKAZA, Xabier; SILANES, Nereu. Dicionário Teológico o Deus cristão, p. 245. 46 SAN LEÓN MAGNO, Carta 28 a Flaviano: TMPM III, 509. 47 Cf. LENNERZ, Heinrich. Op. cit., p. 17. 48 Cf. RAHNER, Karl. Escritos de Teología, III, p. 256. 49 Algunos autores modernos ponen en tela de juicio la autoconciencia que Jesús tenía de su propia misión y personalidad divina. Quien, como Nestorio, considera la unión entre Dios y el hombre en Cristo como sólo moral, reducirá la ciencia de Cristo-Hombre a un nivel puramente humano. Quien, por otro lado, como Apolinar y Arrio, niega la presencia de un alma humana en Cristo, no será capaz de atribuir a Jesús una ciencia humana. El monofisismo, en plena contradicción con su propio principio afirma que Jesús no conocía las cosas del más allá. Este agnoetismo fue condenado por el Papa San Gregorio Magno. Sin embargo, el alma humana de Cristo, que era de la misma especie de la de los otros hombres, pero sobresalía por la sublimidad de virtudes (DH 299) necesitaba de la sucesión del tiempo para pensar, lo que no quita su autoconciencia, puesto que la Escritura atestigua que Cristo es el Maestro infalible de la verdad y es la Verdad misma. Cf. BARTMANN, Bernardo. Teologia Dogmatica. Vol. II, La Redenzione – la Grazia – la Chiesa. 6 ed. Roma: Paoline, 1950, pp. 104-108.

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    Desde el punto de vista teológico la Encarnación pone frente a frente el misterio de la Virgen que es madre, con la paradoja de un Dios que es hombre. María, aceptando la participación en el Misterio eterno de Dios, se hace Ella misma una mujer-misterio50, «la centinela de lo absoluto del cristianismo, la señal humilde aunque sumamente significativa de la presencia de lo Eterno en el tiempo, de Dios en carne humana», de modo que, «quien busque a Dios fuera del Hijo de María no tendrá ninguna posibilidad de acceso pleno al misterio de la divinidad».51 Esta presencia de Dios en carne humana, posible por el misterio de la Encarnación, desautoriza cualquier forma de docetismo o monofisimo, puesto que Cristo es verdaderamente hombre, nacido de una verdadera mujer y tiene una naturaleza humana nacida en el tiempo, mutable, pasible de dolor y muerte, diversa de la naturaleza divina, eterna, inmutable e impasible. El Hijo de Dios encarnado por acción divina, en un ser ontológicamente humano, con la participación de este ser desde el momento ontogenésico de su concepción, aceptando con libertad y colaborando con el elemento material, humano, que le es propio, aleja la concepción nestoriana de una naturaleza divina unida extrínsecamente a la humana.

    Las dos paradojas analizadas del hombre que es Dios y de la Virgen que es madre, sobrepasan los parámetros simplemente humanos y remiten el pensamiento a la dimensión teológica del poder omnipotente de Dios y a su amor infinito por sus criaturas, especialmente por el hombre, única criatura material capaz de ser amada por sí misma. Es este amor condescendiente de Dios el único medio de explicar el misterio de la Encarnación y el signo de la Virgen. Estas dos realidades se reclaman entre sí y están conectadas en su intimidad misma, permitiendo al hombre conocer, a través de la presencia divina, verdaderamente encarnada en el seno virginal de María, el fundamento de la fe eclesial en la Encarnación, como certeramente afirma el Concilio Vaticano II:

    «La Iglesia, meditando piadosamente sobre ella y contemplándola a la luz del Verbo hecho hombre, llena de reverencia, entra más a fondo en el soberano misterio de la encarnación y se asemeja cada día más a su Esposo. Pues María, que por su íntima participación en la historia de la salvación reúne en sí y refleja en cierto modo las supremas verdades de la fe, cuando es anunciada y venerada, atrae a los creyentes a su Hijo, a su sacrificio y al amor del Padre».52

    El anuncio del ángel Gabriel, deja claro que la concepción de Jesucristo sin participación varonil, abre, en María, un nuevo modo de salvación que cesa la historia

    50 Henri de Lubac explica que Augusto Comte utiliza la doctrina de la Encarnación y sobre todo el culto de la Virgen para responder a la perplejidad y contradicción que el humanismo ateo ve en la interpretación de la verdad católica: «¿Acaso no son éstas brechas abiertas en el absoluto monoteísmo, en la intransigencia de la fe en Dios? ¿No son piedras de escándalo contra el edificio de la verdadera religión? Más que las creaciones más humanas del politeísmo antiguo, “la encarnación del motor universal” manifiesta “nuestra creciente tendencia hacia la homogeneidad real entre los adoradores y los seres adorados”; “completada ya, en un principio, con la institución de la trinidad, que perpetuaba una conformidad pasajera, y más tarde con la del misterio en el que cada uno se incorpora a menudo a la divinidad”, una asimilación de esta naturaleza “permite al Dios de la Edad Media ofrecer a los corazones occidentales una imagen anticipada de la humanidad” (Polit., 2, 108; 3, 455). A esta proposición de Comte –continúa De Lubac– se opondrá la declaración de Kierkegaard: «Jamás doctrina humana ha acercado tanto Dios al hombre como la cristiana; ninguna fue capaz de esto. Solamente Dios tiene poder para ello; toda invención de los hombres no es más que un sueño, una ilusión precaria. Y nunca doctrina alguna se ha guardado con tanto cuidado contra la más atroz de las blasfemias, la de, una vez hecho Dios hombre, profanar su acto, como si Dios y el hombre no fueran más que una cosa» (Traité du désespoir, p. 230). Cf. DE LUBAC, Henri. El drama del humanismo ateo. 4 ed. Madrid: Encuentro, 2011, p. 182. 51 Cf. FORTE, Bruno. Maria, a mulher ícone do mistério: Ensaio de mariologia simbólico-narrativa, pp. 188. 52 LG n. 65.

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    de la humanidad subyugada por el pecado, al nacer en su seno esta nueva vida, que es Vida para toda la humanidad.53 Esta concepción virginal es aceptada por la fe de la Iglesia, con la misma disposición con que acoge el misterio de la Encarnación, puesto que, en ambos casos, se trata de realidades imposibles al hombre, pero posibles a Dios (Lc 1, 37).54

    4. TRIPLE DIMENSIÓN DEL MISTERIO

    El Misterio de la Encarnación puede ser analizado bajo tres dimensiones: teológica, histórica y antropológica.

    4.1. DIMENSIÓN TEOLÓGICA

    San Juan es el único evangelista que enseña explícitamente la Encarnación. El Prólogo de su Evangelio55 presenta la verdadera personalidad del Hijo como Palabra de Dios y describe los atributos del Logos, posteriormente referidos a Jesucristo a lo largo del texto. La primera idea presentada por Juan es la preexistencia y eternidad del Logos. El Logos aparece como realidad teológica en identidad con el Padre y en vida íntima con Él. La distinción de las dos personas divinas aparece claramente afirmada por San Juan, puesto que al decir que el Verbo estaba junto a Dios, evidencia que nadie está cerca de sí mismo. Es claro en todo el Prólogo que el Hijo unigénito es el Verbo de Dios, distinto del Padre en cuyo seno está, evidenciando que este Hijo no es el nombre de un atributo divino, sino un nombre de persona, como el de Padre. Las dos personas son realmente distintas: el Padre no es el Hijo, puesto que nadie se engendra a sí mismo.56 Continúa el Prólogo: «Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1, 14). A partir de estas afirmaciones se debe continuar y no sólo poner en relación con la encarnación del Logos, tanto prológica como escatológicamente, a la humanidad misma, sino al cosmos material en bloque, de acuerdo con los himnos neotestamentarios57 que coinciden en que el cosmos entero fue creado por el Logos, el Hijo de Dios que, desde toda la eternidad, estaba destinado a la Encarnación: «Sin él no se hizo nada de lo que ha sido hecho» (Jn 1, 3).58

    En los otros evangelios la descripción se refiere más a la concepción virginal, mientras que Juan enuncia textualmente la Encarnación y profundiza en el sentido del Misterio, preparado por los sinópticos. Los himnos del prólogo del Evangelio de Juan, de Filipenses y de la Carta a los Romanos explicitan la dualidad de aspectos referidos a un único sujeto, llevando a la consideración teológica de Cristo no como un factum un acontecimiento o un concepto, sino como una persona con su conciencia y libertad, sus decisiones y predilecciones, su afrontamiento y consumación de un destino particular. Jesucristo –desde el punto de vista teológico– no es un judío anónimo ni un neutro universal59. Es un hombre con nombre y rostro, con una madre verdaderamente humana, sin dejar, en ningún momento, su personalidad divina, eternamente insertada en la circuminsessio inmanente de la Trinidad. 53 Cf. RAHNER, Karl. María, Madre del Señor, p. 19. 54 Cf. DE FIORES, Stefano. Op. cit., p. 392. 55 San Andrés de Creta en la Homilia IV in nativitatem B.M.V. (PG 97, 865. 3), mencionada en la nota 47 de la RM n. 23, cita la frase de Orígenes sobre el Evangelio de San Juan: «Los Evangelios son las primicias de toda la Escritura, y el Evangelio de Juan es el primero de los Evangelios». (Comm. in loan., 1,6: PG 14, 31). Cf. ESQUERDA BIFET, Juan. Espiritualidad Mariana: María en la vida espiritual cristiana. Madrid: Sociedad de Educación Atenas, 1994, p. 81. 56 Cf. GARRIGOU-LAGRANGE, Reginald. Op. cit., p. 515. 57 Jn 1; Ef 1; Col 1. 58 Cf. VON BALTHASAR, Hans Urs. Epílogo, p. 95. 59 Cf. GONZÁLEZ DE CARDEDAL, Olegario. Op. cit., p. 54

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    Esta perspectiva teológica se transforma en verdadera guía para una relectura del acontecimiento cristológico del cuarto evangelio que encuentra su centro en el doble movimiento de salida del Logos: del Padre para venir al mundo y la partida del mundo para volver al Padre. Es en este evangelio que encontramos las afirmaciones más explícitas y densas sobre el acontecimiento de la Encarnación como inicio y dimensión permanente del acontecimiento de Cristo, que parte de la afirmación clara de la preexistencia eterna del Hijo y llega a la afirmación de su encarnación y real habitación en la esfera del mundo humano y material. Esta Encarnación como decisión teologal y central de la creación material no prescinde de la participación de la propia humanidad60, puesto que prescindir de esta participación determinada por Dios –puntualiza González de Cardedal61– pone en peligro la real historicidad concreta y la real objetividad divina del cristianismo y del propio Cristo. No hay revelación ni salvación de Dios sin el hombre como sujeto, pero tampoco hay fe y justificación del hombre sin Dios que se revela y justifica. La acción divina utiliza el medio humano para actuar, pero no como mero instrumento, o medio pasivo, sino como co-partícipe de la acción divina. Por eso, la presencia de María en el misterio de la Encarnación no puede ser considerado simplemente como medio pasivo utilizado por la acción teologal para ejecutar su plan de salvación. María es parte real y concreta del género humano a quien Dios decidió conceder la salvación y, su participación, la coloca en el primer plano en relación a los demás hombres en todos los aspectos. Ella es la servidora que humildemente se pone al servicio de Dios, pero que voluntariamente acepta la acción divina y por eso hace con que la Encarnación encuentre una doble dimensión: teologal y humana. Teologal, por la acción divina, trinitaria, donde cada una de las Personas de la Trinidad actúa en María y por María; humana, por su colaboración activa62 en el misterio operado por la omnipotencia divina.

    Desde el punto de vista teológico, la Encarnación fue la misión que Dios Padre dio a su Hijo para que, hecho hombre, fuese Redentor de la humanidad, por eso la Encarnación es la encarnación del Hijo y no del Padre o del Espíritu Santo. La Carta a los Hebreos pone en los labios del propio Cristo la afirmación de que el Padre ha formado su cuerpo (cf. Hb 10, 5) y en la Carta a los Gálatas, Pablo afirma claramente que «Dios envió a su Hijo» (4, 4). El mismo Apóstol, al escribir a los Filipenses, afirma que Cristo se anonadó a Sí mismo, tomando la naturaleza humana (Flp 2, 7), caracterizando la decisión del Hijo, distinta, pero en perfecta sintonía, con la del Padre y del Espíritu Santo, que se revela en el relato lucano donde se afirma con claridad: 60 Cuando Lutero procuró separar la participación de la humanidad de la economía salvífica, estableció un criterio fatal para todo el futuro de la cristología y de la soteriología: distinguir lo que Cristo es y tiene en sí mismo (in se) y lo que es y tiene para nosotros (pro nobis), relegando al silencio lo primero por insignificante y centrando el interés en lo segundo, aislando la afirmación de la divinidad y humanidad de Cristo formulada por Calcedonia con la teoría de las dos naturalezas y la unidad de persona, de la afirmación de su obra salvífica como Mesías de Dios a favor de los hombres. Para Lutero, Jesús no es llamado Cristo por su doble naturaleza, sino en razón de su obra salvífica. Cf. Ibid., p. 55. 61 Cf. Ibid., p. 56. 62 La toma de conciencia que se tuvo en el Congreso Mariológico de Lourdes de 1958, de que, además de la concepción ya vigente en la mariología llamada “cristotípica”, según la cual Dios había aceptado para nuestra salvación la pasión de Cristo y la compasión de María, aliada al polo opuesto de la propuesta eclesiotípica, que presentaba la cooperación de María junto a la Cruz, señaló el declive definitivo de la teoría minimalista de Lennerz. Finalmente, el Concilio Vaticano II vino a dar el «golpe de misericordia» que torna teológicamente inadmisible la postura minimalista que da a María un papel pasivo y restringido a la Encarnación, como evento no propiamente salvífico, sino como etapa preparatoria al sacrificio redentor de Cristo, puesto que los textos conciliares afirman claramente que la participación de María no fue pasiva y se extiende a toda la obra de la salvación desde la anunciación hasta la cruz de una manera impar (LG 61). Cf. POZO, Cándido. María, Nueva Eva. Madrid: BAC, 2005, p. 21.

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    «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra» (Lc 1, 35). La expresión «Altísimo» puede entenderse como la acción del Padre, en perfecta concordancia con la Epístola a los Hebreos, como también al mismo Espíritu, puesto que la sombra siempre aparece como símbolo del Espíritu Santo y, explícitamente en el caso de la Anunciación, el Catecismo de la Iglesia Católica lo aplica al Paráclito.63

    Esta triple atribución indica de modo claro que la obra de la Encarnación, en su dimensión teológica, fue un único acto, común a las tres Personas divinas. Sin embargo, la Encarnación, como acción ad extra, tiene su término ad intra, puesto que la humanidad de Jesús es asumida –«introducida»– en la Trinidad como humanidad del Hijo, y no del Padre ni del Espíritu Santo.64

    4.2. DIMENSIÓN HISTÓRICA

    La historia puede ser considerada bajo dos dimensiones: la primera como un ambiente cerrado, inteligible sólo desde las realidades verificables que existen dentro de ella, o, como el ámbito de una presencia posible que viene desde más allá de la historia misma y se inserta en ella como novedad absoluta como despliegue de nuevas posibilidades, abriendo la visión histórica a un locus donde se realiza el hombre, pero que, principalmente es lugar de revelación y realización humana del Dios suprahistórico.65 La irrupción del amor divino en la historia humana alcanza su plenitud en la Encarnación, como momento culminante y escatológico de la promesa de la venida de Yaweh en la historia. La esperanza mesiánica del pueblo de Israel, expresada en el concepto rabínico de shekinah, que es exactamente la habitación de Dios entre su pueblo, con su morada permanente entre los hombres, es plenamente atendida e incluso superada por el evento histórico de la Encarnación. La realidad, antes desconocida y oculta, es revelada cuando el Misterio de Cristo se hace plenitud de la historia. La Encarnación instaura una relación directa entre el hombre y su Creador, a partir de ese momento ontológicamente semejantes en naturaleza –por total condescendencia divina–, inaugurando una hermenéutica dialógica antes imposible por la diferencia esencial Creador–criatura. Esta inserción del Verbo en la historia no se ha dado por una “invasión” divina en la existencia humana, sino por una presencia dada a partir de la humanidad misma, donde no hay separación entre la naturaleza divina del Verbo y la naturaleza humana de Jesucristo desde su concepción y no como una inserción divina en un cuerpo humano formado con anterioridad a esta presencia sobrenatural. Esta visión aboca a un dilema que ha sido reincidente en la historia de la cristología, comenzando con las disputas del siglo quinto: o bien ha asumido el Logos en la Encarnación un hombre completo, y entonces hay que presuponer como ya autónomo a ese hombre –postura antioquena–, o bien el Logos ha asumido únicamente la naturaleza humana general, y entonces ésta ha venido a ser un hombre individual sólo en virtud de la misma Encarnación. Pero, de este modo, Jesús no habría poseído una individualidad específicamente humana, y tampoco una autonomía ni una libertad creada. Esta era la problemática de la posición alejandrina. Este dilema puede resultar insuperable, si es considerado el misterio de la Encarnación cerrado 63 CEC n. 697: «Él [el Espíritu Santo] es quien desciende sobre la Virgen María y la cubre “con su sombra” para que ella conciba y dé a luz a Jesús (Lc 1, 35). En la montaña de la Transfiguración es Él quien “vino en una nube y cubrió con su sombra” a Jesús, a Moisés y a Elías, a Pedro, Santiago y Juan, y «se oyó una voz desde la nube que decía: “Este es mi Hijo, mi Elegido, escuchadle”» (Lc 9, 34-35). 64 Cf. OCÁRIZ, Fernando; MATEO-SECO, Lucas F.; RIESTRA, José Antonio. El Misterio de Jesucristo. 3 ed. Pamplona: EUNSA, 2004, pp. 103, 131. 65 Cf. GONZÁLEZ DE CARDEDAL, Olegario. Op. cit., p. 12.

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    con el nacimiento de Jesús. Sin embargo, el misterio de la Encarnación se refiere a la totalidad de su historia terrena, y no sólo a su comienzo. El proceso de esta historia es la forma concreta de la realidad humana de Jesús. Sólo en esta historia tiene la identidad de su ser personal, que es y siempre será verdadero Dios y verdadero hombre, insertado, por libre, pero irrevocable voluntad divina, en el devenir histórico espacio-temporal del hombre.

    Por esta presencia histórica que se inicia en la Encarnación, el pecador, sometido a un destino de muerte, es redimido y reconciliado, a través del Hijo, con el Padre, quedándose incorporado a la comunión trinitaria de Dios y haciéndose, de ese modo, partícipe de la vida eterna. Con la Encarnación –afirma Pannenberg–, «se ha realizado, o al menos ha irrumpido ya en la creación el reino del Padre, al hacerse realidad presente en un hombre. A través de este hombre concreto en el que el Hijo ha asumido forma humana, se ha hecho presente también para otros hombres el reino de Dios».66

    La historia del hombre no puede ser considerada como una sucesión de hechos y acontecimientos sin conexión y sentido; en realidad es una historia de la presencia y acción de Dios entre los hombres, de la utilización –buena o mala– de los dones y de la libertad humana; en resumen una historia de gracia y de pecado, en la que hay muchas cosas que cambian y otras que no pueden cambiar, como por ejemplo la naturaleza humana y su finalidad última. En esta historia humana, que representa un entramado de historias personales e institucionales, hay un punto fundamental de referencia: Jesucristo, hombre perfecto y Dios eterno. Todo acontecimiento histórico tiene que ser «tejible» con lo anterior y estar abierto al futuro. En vista de esto se puede observar que Dios ha dejado en su creación elementos de ligación para la inserción connatural de su Hijo que se encarna en el mundo concreto, material e histórico, de modo que el hombre, creado como imago Dei quedó abierto para llegar un día a ser semejante a Él en su corporeidad que se hace históricamente presente en la Encarnación. Por otra parte, el propio Creador ha realizado una preparación histórica mediante la elección de un pueblo que es llamado «para fuera» de su lugar natural, para estar a la espera de esta realización salvífica y constituir una estirpe de la cual habría de formarse la naturaleza humana del Hijo de Dios.67 En el trato con este pueblo –afirma poéticamente San Ireneo68– el Señor se ha ido acostumbrando a Sí mismo para existir encarnado en Cristo y ha ido preparando a los hombres para que se acostumbrasen a su palabra, y así pudiesen identificarla con Cristo.

    La historia de Jesús aparece como centro de inteligibilidad de la historia anterior y posterior, y por eso Cristo es el centro de la historia humana, en la medida en que es historia de salvación, en la cual la dimensión cronológica adquiere dirección y meta69. La Encarnación se ha dado exactamente en la plenitud de los tiempos (Ga 4, 4), es decir, no al inicio de esta historia, ni en el momento determinado por la humanidad –por haber alcanzado la perfección–, sino en el tiempo determinado por la omnipotencia divina en que había llegado el momento oportuno para la Encarnación y

    66 Cf. PANNENBERG, Wolfhart. Teología Sistemática, Vol. II. Madrid: Universidad Pontificia Comillas, 1996, pp. 415-421. 67 Cf. GONZÁLEZ DE CARDEDAL, Olegario. Op. cit., pp. 84-85. 68 SAN IRENEO. Adv. Haer. III, 20, 2. 69 Sánchez Caro afirma que la creación está orientada hacia Cristo y su segunda venida es consecuencia de su obra. Así, el hecho y la persona de Cristo, en el centro de la historia, divide a ésta en dos partes perfectamente cualificadas: la anterior a Él está dirigida hacia ese punto central, la subsiguiente es determinada cualitativamente por Él. Cf. SÁNCHEZ CARO, J. M. Eucaristía e historia de salvación. Estudio sobre la plegaria eucarística oriental. Madrid: BAC, 1983, p. 416.

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    la Encarnación misma hace de este momento la plenitud de los tiempos.70 Es el momento más importante de la historia éste en que la eternidad divina del Verbo se hizo concreción humana en el tiempo, confiriéndole una cualidad trascendente: la de ser fundamento de todo el pasado, que encuentra su valor salvífico en Cristo y de todo el futuro que deviene de su acción redentora. Por eso Cristo es, efectivamente, el alfa y omega, principio y fin (Ap 21, 6).71 Con la Encarnación, –afirma Daniélou– «la eternidad entra en el tiempo, no para degradarse en el tiempo, sino para introducir el tiempo en la eternidad».72

    4.3. DIMENSIÓN ANTROPOLÓGICA

    La Iglesia encuentra a veces cuestionamientos antropológicos radicales formulados en la historia acerca de la verdad del cristianismo, que residen sobre todo en la pregunta sobre la posibilidad de la encarnación del Hijo de Dios en la finitud humana. Estos cuestionamientos no siempre vienen de afuera, sino del mismo interior de la Iglesia o del alma cristiana que presta la palabra a dudas, sentidas en el interior por muchos creyentes y tímida o abiertamente expresadas sobre el futuro de la Iglesia.73 Por eso es necesario conocer la dimensión antropológica de la Encarnación, raíz fundamental del cristianismo, por la cual el Hijo de Dios es, al mismo tiempo, hijo de una mujer, miembro de la estirpe humana, aunque no insertado en la dimensión caduca y pecadora de la misma, por ser al mismo tiempo Dios y hombre en unidad de persona y dualidad de naturalezas. Jesús es hombre: llora, tiene hambre y sed, siente dolor y lástima, alegría y tristeza; Jesús es Dios: «Yo soy» fue la afirmación de Cristo, cuando respondió a la conjura de la mayor autoridad eclesiástica de su tiempo, afirmando su divinidad.

    La humanidad de Jesús se hace verdadera y total en el momento de la Encarnación, en que su naturaleza divina se une a un código genético propio, a un desarrollo fisiológico específico y determinado por leyes naturales insertadas en el proyecto grabado en moléculas de ácido desoxirribonucleico. El dato fundamental, de orden metafísico, de toda característica realmente antropológica es la constitución de la persona humana como sustantividad individual y racional. En el caso de Jesús, esta sustantividad es dada no por su naturaleza humana, sino por su personalidad divina, que es lo que individualiza substancialmente su Ser desde toda la eternidad. Sin embargo, su cuerpo humano es antropológicamente completo, unido a una alma humana inmortal, en unidad psico-física consubstancial, dotada de los caracteres específicos de racionalidad, libertad y voluntad, ónticamente incomunicable, distinta de las personas humanas y angélicas, por su divinidad sustancial hipostáticamente unida a su humanidad, lo que permite hablar no de la divinización de la humanidad de Cristo, sino de su verdadera divinidad, su sobrenaturalidad, caracterizando su existencia temporal y sus actos como teándricos, es decir, al mismo tiempo son actos humanos y actos divinos, puesto que los actos pertenecen no a la naturaleza, sino a la persona y, como en el caso de Cristo, aunque su naturaleza humana sea perfecta y dotada de voluntad libre, nunca deja de ser divina, puesto que en la doble naturaleza (fisij), dotada de doble voluntad, existe una unidad de Persona que caracteriza los actos de Cristo como actos del Verbo de Dios encarnado. En la unión hipostática de la naturaleza individual humana de Jesús con la Persona divina del Verbo no se 70 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. S. Th. III, q. 1, aa. 5-6; In Epist. Ad Galat., c. 4, lec. 2. 71 Cf. OCÁRIZ, Fernando; MATEO-SECO, Lucas F.; RIESTRA, José Antonio. Op. cit., pp.128-129. 72 DANIÉLOU, J. Cristo e noi. Alba: Paoline, 1968, p. 72. 73 Cf. DE LUBAC, Henri. Meditación sobre la Iglesia. Madrid: Encuentro, 2008, p. 26.

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    transforma ni degrada Dios, sino que se dignifica al máximo la naturaleza humana. Este es el fundamento del verdadero humanismo cristiano, que no desvirtúa la naturaleza humana, ni la vacía del teológico, sino que eleva y superdignifica lo antropológico por la superdotación de la gracia divina. La antropología de Jesús permite al ser humano conocer el dinamismo perfectivo del humanismo cristiano, que está abocado a la vida bienaventurada, donde cada hombre podrá conocer a Dios tal cual es y no cabrá en su voluntad, desear otra cosa, puesto que el Absoluto divino es total. 74 Jesucristo en su humanidad antropológicamente perfecta, es el punto culminante de todo el género humano, total y ontológicamente unido a la Persona divina del Hijo de Dios, con Él co-eterno y omnipotente, dignificando la naturaleza humana al máximo por esta unión esencial asumida en el momento que se opera el mayor misterio da la antropología que es la Encarnación del Verbo por acción trinitaria.

    María ha concebido verdaderamente y dado a luz al Señor: el desarrollo embrionario del cuerpo de Jesús ha ocurrido, después de la concepción virginal, de modo natural y humano. El cuerpo de Cristo no se hizo perfecto en un instante, de modo milagroso, sino que fue siendo formado y modelado gradualmente según su código genético propio y la perfección de su alma espiritual. Así Jesús tiene dos nacimientos75, pero no es Hijo dos veces. El Logos, según su divinidad nació en la eternidad del Padre y es Hijo de Dios. Este mismo Hijo es el que nació de María, según la humanidad y a Ella debe su filiación humana. Pero el Hijo según la carne no es distinto del Hijo según la divinidad, porque Jesucristo es un único Hijo divino que ha asumido la humanidad, haciéndose hijo de María.76

    El texto de la Carta a los Filipenses afirma claramente que Jesús es igual a Dios, pero se despojó, se vació (ekénosen) de su condición de ser igual a Dios para asumir la real condición humana. Esta afirmación paulina contiene sin duda un gran valor antropológico en el sentido de que es una nueva proposición por parte de Jesús (el segundo Adán), de la prueba en la cual el primer Adán había fracasado. El trágico pecado del primer hombre fue desear apropiarse autónomamente y en conflicto con el Creador, del destino que le había sido dado como don gratuito. Por el contrario, Cristo –afirma San Pablo– es el Nuevo Adán que no considera como usurpación, es decir fruto de un robo, su igualdad con Dios, sino que, se despoja de esta igualdad a que tenía derecho ontológicamente para, por un acto kenótico de amor, comunicar esta igualdad a los hombres que, de esta manera, se transforman, por Cristo y en Cristo, en verdaderos hijos de Dios, que pueden llamar a Dios –con Cristo–, Abbá – Padre.77

    Esta kénosis no significa, en verdad, perder el propio ser divino, mas sí asumir la condición humana para comunicar, a través de ella, su propia vida divina, que Cristo no deja de tener por hacerse hombre. La inmutabilidad divina no desaparece con la Encarnación, pues en sí mismo el Verbo no adquirió perfección alguna. Existe sí una novedad en asumir el Verbo la naturaleza humana, sin embargo, la divinidad no experimenta con eso un cambio en sentido estricto. Habita, sin duda, aquí un gran misterio, puesto que antes de la Encarnación no se podría hablar del Verbo bajo la

    74 Cf. RODRÍGUEZ, Victorino. Op. cit., pp. 260-262. 75 Garrigou-Lagrange habla de tres nacimientos del Verbo, según el Evangelio de San Juan: su nacimiento eterno, su nacimiento temporal según la carne y su nacimiento espiritual en las almas. En el primer caso, su nacimiento se da en el Padre, en el segundo en María y en el tercero en la Iglesia, por lo cual la Iglesia es también madre de los hombres y Esposa de Cristo. Cf. GARRIGOU-LAGRANGE, Reginald. Op. cit. p. 514. 76 Cf. BARTMANN, Bernardo. Op. cit., p. 198. 77 Cf. CODA, Piero. Op. cit., p. 247.

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    dimensión antropológica, puesto que Él, efectivamente, aunque eternamente subsistente, no era hombre. El Verbo es hombre a partir de la Encarnación que, a su vez no proporciona ningún cambio en el mismo Verbo eterno e inmutable. Es un misterio similar al de la creación: a partir de ésta pasa a haber una relación entre Dios y las criaturas, pero esto no representa ningún cambio en Dios, puesto que todas las relaciones entre las criaturas y su Creador responden por parte de Dios a una relación de razón. De la misma manera, la naturaleza humana de Jesús tiene una relación real de pertenencia respecto al Verbo, mientras que en el Verbo existe una relación de razón hacia su humanidad. Estas relaciones de Dios con las criaturas y del Verbo con la naturaleza humana, son consideradas relaciones de razón, es decir, relaciones pensadas por nosotros sobre la base de la realidad de la Creación y de la Encarnación, pero no existentes realmente en Dios y, por tanto, no provocan ningún cambio o modificación real, mientras que de parte del cosmos a Dios o de la humanidad de Cristo al Verbo, se trata de una relación real. Esta categorización, sin embargo, encuentra limitaciones y es necesario que sea entendida con la debida matización, puesto que cuando se afirma que la relación del Verbo con la humanidad de Jesús es sólo de razón, mientras que la relación de esta humanidad con el Verbo es real, se quiere decir, simplemente, que la Encarnación no destruye la inmutabilidad divina, no añade ninguna perfección a Dios y es, por eso, totalmente gratuita, así como la Creación no representó mutación en la eterna inmutabilidad de Dios. Esta formulación como «relación de razón» se fundamenta, por tanto, en el hecho de que adquirir una relación real que antes no existía comporta un cierto cambio. Es, en definitiva, una afirmación de la trascendencia divina y de la gratuidad tanto de la Creación como de la Encarnación.78 Jean Galot prefiere la tesis escotista de la relación real entre María y el Verbo y viceversa, en contra a la tesis tomista según la cual a la relación real entre María y el Verbo, no podría corresponder la relación real entre el Verbo y María. En verdad lo que está en juego es la relación que existe entre María y Cristo a partir de la Encarnación. Evidentemente, tiene razón la tesis tomista en excluir la relación de bienes en el orden decreciente del Verbo a María, por falta del «ordo naturalis» del Uno hacia la otra. Dios es y será siempre trascendente, el inmutable y el Absoluto respecto a toda y cualquier criatura, incluso las más dignas. Por otro lado, la ausencia de la relación real adecuada no impide afirmar y creer que el Verbo es verdaderamente hijo de María, lo que legitima la relación ascensional por la cual María es verdaderamente la Madre de Él. En sentido estricto el hecho es que, María es la Madre de Dios, pero Dios no es hijo de María.

    En verdad, entre la posición tomista y la escotista hay algo en común: ambas llegan («materialiter, sed no formaliter») a la misma conclusión: María es verdaderamente madre del Verbo, no formalmente; con la diferencia que para la tesis escotista la relación real es verdadera en las dos direcciones.79

    5. EL ROL DE MARÍA EN LA ENCARNACIÓN

    El Hijo de Dios que es engendrado eternamente por el Padre se hace hijo de una mujer elegida: María. La elección de María es fruto gratuito de la misericordia divina, pero esta elección está en relación directa con el designio divino de salvar al hombre por el propio hombre, contando con la participación activa de la humanidad en su propia salvación, como afirma Hugo de San Victor: Dios tomó «la ofrenda sacrifical 78 Cf. OCÁRIZ, Fernando; MATEO-SECO, Lucas F.; RIESTRA, José Antonio. Op. cit., pp. 133-134. 79 Cf. GHERARDINI, Brunero. La Madre: Maria in una sintesi storico-teologica. 2 ed. Frigento: Casa Mariana, 2007, pp. 78-81.

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    de nuestra misma naturaleza, a fin de que el sacrificio por nosotros fuera algo nuestro, para que la redención nos perteneciera por cuanto que la víctima había sido tomada de lo nuestro».80

    Es necesario distinguir la Madre del Redentor de la persona del Redentor, pero nunca separarla. Esta distinción es necesaria puesto que María es simple criatura y su Hijo es el Verbo de Dios hecho hombre para redimir a la humanidad, y su Madre es la primera redimida –preservativamente–, pero indubitablemente redimida. Hecha la distinción, no se puede hacer la separación puesto que la Madre del Redentor está estrechamente asociada a la obra de la salvación.81 El Verbo no ha tomado la naturaleza humana mediante una nueva creación o un nuevo acto creatural de Dios82, sino que ha elegido la vía de la generación humana, para la cual, la participación de María estaba prevista desde toda la eternidad y se daba en el tiempo anunciado por los profetas.

    La Santísima Virgen, por cierto, conocía las profecías que localizaban el tiempo de la esperada llegada del Mesías para sus días. Sin embargo, Ella debe haber pasado inadvertida, como una más entre las mujeres de su pueblo. La profundidad del texto del Magnificat –que puede ser comprendido como la autorrevelación personal de María83– sugiere la convicción de que la Virgen conocía las Escrituras y sabía que las profecías mesiánicas se cumplirían en su tiempo84. La expectación del Mesías, que vivía todo el pueblo de Israel, en María se hace personal, por eso Ella es considerada la verdadera Hija de Sión, donde confluyen las antiguas esperanzas de todo el pueblo de Dios. En María convergen elementos que parecen excluirse recíprocamente: nacimiento a partir de Dios y a partir del pueblo elegido, lo que es sintéticamente

    80 Summa de Sacramentis christianae fidei, I, p. 8, c. 7 [SSL 176, 310]. Cf. AUER, Johann. Curso de Teología Dogmática, Tomo IV/2, Jesucristo, Salvador del Mundo, María en el plan Salvífico de Dios. Barcelona: Herder, 1990, p. 231. 81 Cf. BARTMANN, Bernardo. Op. cit., p. 192. 82 San León Magno explica que Cristo, según la carne no fue creado de la nada, porque, teniendo la personalidad divina del Verbo, posee una naturaleza humana común con nosotros en el cuerpo y en el alma, condición sin la cual no sería, de hecho, mediador de Dios y de los hombres, si el mismo Dios y el mismo hombre no fueren en ambos único y verdadero. Cf. SAN LEÓN MAGNO. Carta Licet per nostros, a Juliano de Cós (DH 299). 83 Cf. PASCUAL DÍAZ DE AGUILAR, Juan Antonio. Manifestación de María a través de la liturgia. Madrid: BAC, 2004, p. 18. 84 No discutimos la opinión de que el Magnificat es un texto atribuido a María. Puede ser que sí, muchos sustentan que no. Pero su conocimiento de las Escrituras no debe causar extrañeza, pues por ser llena de gracia, Ella – afirma M. M. Philipon, O.P. – era dotada de una inteligencia «superior a la de los más grandes genios, pero sobre todo iluminada directamente por el Espíritu Santo» (PHILIPON, Marie-Michel. Los dones del Espíritu Santo. Barcelona: Balmes, 1966, p. 370). A creer en la antigua tradición de que María habría vivido en el templo por más o menos diez años, con certeza ahí habría estudiado las Escrituras con el auxilio de los sacerdotes y escribas. Esta tradición no encuentra base histórica, puesto que sólo se presenta escrita en el Protoevangelio de Santiago, apócrifo, pero recibe una señal de aceptación eclesiástica en la fiesta de la Presentación de María en el templo, el 21 de noviembre (lex orandi, lex credendi) y teológica en muchos autores, como por ejemplo San Andrés de Creta, en la homilía sobre la Natividad de María. Aunque haya permanecido en casa con sus padres, debió recibir una educación religiosa especial y debía conocer las escrituras y las profecías mesiánicas confiadas a su pueblo, asistiendo a las sinagogas en las fiestas judías y todos los sábados, donde se leía por la mañana y por la noche la Ley y los Profetas, traducidos al arameo, se hacían comentarios y se cantaban los salmos. Sin embargo, María debería ir a Jerusalén todos los años en peregrinación (a partir de los doce), aprendiendo los salmos graduales mientra