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La economía española en el largo plazo Fernando Collantes

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La economía española en el largo plazo

Fernando Collantes

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Correspondencia de las prácticas con el temario de la guía docente

Este libro contiene los textos que serán la base de las clases prácticas en la

asignatura “Historia Económica de España” para los grupos 221 y 223. La

correspondencia entre dichos textos y el temario de la guía docente de la asignatura

es la siguiente:

Tema Textos

1 1 y 2 2 3 y 4 3 5 y 6 4 7 y 8 5 9 y 10 6 11 y 12 7 13 y 14 8 15

Nota: los temas 9, 10, 11 y 12 se estudian en las clases de teoría de la asignatura.

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1 Sistemas de gobierno y regulación de la actividad económica

En su discurso de recepción del Premio Nobel de Economía de 1993, el

historiador económico Douglass North aseguró que “las instituciones constituyen la

estructura de incentivos de una sociedad y, en consecuencia, las instituciones políticas

y económicas son los determinantes subyacentes de los resultados económicos”. En

los veinte años que han transcurrido desde entonces, no ha hecho sino aumentar el

consenso en torno a la importancia del marco institucional como factor determinante

del cambio económico, así que comenzamos por aquí nuestro análisis de los factores

impulsores del cambio económico en España. Vamos a centrar nuestra atención en

tres variables: el sistema de gobierno, la regulación de la actividad económica y la

Hacienda Pública. Las dos primeras las tratamos en esta práctica; dejamos la tercera

para la próxima práctica.

Hoy día la divisoria más importante entre sistemas de gobierno es la que

separa a los gobiernos democráticos de los que no lo son. Normalmente se entiende

por democrático aquel sistema político en el que los representantes son elegidos por el

conjunto de los ciudadanos (mayores de edad) a través de elecciones no fraudulentas

en las cuales los ciudadanos, de quienes emana la soberanía, votan libremente por su

opción política preferida dentro de una variedad de opciones disponibles. En el otro

extremo es posible imaginar sistemas de gobierno de carácter autoritario en los cuales

los gobernantes no son elegidos por los ciudadanos, sólo existe de manera legal un

único partido político y la libertad de expresión se encuentra férreamente restringida

por las actividades censoras del Estado.

Lógicamente, entre estos dos tipos ideales existe un abanico de posibilidades

intermedias. No todos los sistemas no democráticos son, por ejemplo, igual de férreos

en su restricción de las libertades de los ciudadanos. No todos carecen, tampoco, de

algún tipo de mecanismo electoral para algunos aspectos o para algunos órganos del

Estado. Por otro lado, allí donde los gobernantes son elegidos a través de elecciones,

el sufragio puede ser universal o bien estar limitado a las personas que acrediten unos

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determinados requisitos (por ejemplo, ser varón o poseer un cierto nivel de riqueza). Y

esas elecciones pueden ser limpias o, por el contrario, fraudulentas; este fraude, a su

vez, puede ser resultado de los manejos del partido en el gobierno, que aprovecha los

resortes del poder estatal para manipular en su favor el resultado de las elecciones, o

puede ser consecuencia de un acuerdo entre los principales partidos políticos para,

por ejemplo, alternarse en el poder. Además, el sentido del voto de los ciudadanos

puede o no verse alterado por presiones, coacciones y recompensas. Finalmente, la

calidad de un sistema democrático depende de que el Estado garantice el respeto de

derechos básicos que, como el derecho a la libertad de expresión y a la libertad de

prensa, son fundamentales para el adecuado funcionamiento del mecanismo electoral.

En la medida en que estas libertades son relativas (más que tenerse o no tenerse, se

tienen en diferentes grados según las situaciones, los temas, los momentos…), dos

sistemas políticos por lo demás similares pueden funcionar de modos bien distintos en

función del grado de respeto del poder político hacia las mismas.

La evolución contemporánea de los sistemas políticos en Europa occidental ha

tendido a moverse, en términos generales, desde sistemas autoritarios hacia sistemas

democráticos. Durante la Edad Moderna comenzaron a formarse como tales los

modernos Estados, cuya forma de gobierno era comúnmente la monarquía absoluta,

es decir, la cabeza del Estado era un rey al que se consideraba investido de soberanía

para decidir unilateralmente los asuntos de la nación. A comienzos del siglo XXI, todos

los países cuentan con sistemas democráticos cuya calidad, de acuerdo con los

criterios antes señalados, es elevada y en los cuales la soberanía emana del pueblo.

La transición de una situación a otra fue por lo general bastante lenta. En algunos

países, los monarcas comenzaron a reconocer parcelas de soberanía a algún tipo de

parlamento y/o constitución que ejercía de contrapeso al poder real. La composición

de este parlamento podía ser resultado de algún tipo de elección, si bien el sufragio no

era universal, sino que el derecho al voto estaba restringido a los varones de clase

acomodada. Este sistema intermedio, con soberanía compartida (entre monarca y

parlamento) y sufragio no universal, fue gradualmente sustituido por un sistema de

sufragio universal en el que el parlamento democráticamente elegido se convertía en

el único depositario de la soberanía nacional. En algunos países, la transición tuvo

lugar, a grandes rasgos, entre finales del siglo XIX y las décadas centrales del siglo

XX, conforme las distinciones de clase y género en la definición del derecho de voto

fueron desapareciendo. En otros países, el proceso fue mucho más traumático porque

durante las primeras décadas del siglo XX ascendieron al poder regímenes autoritarios

encabezados por dictadores. La derrota del eje fascista en la Segunda Guerra Mundial

allanó definitivamente el camino a la consolidación de la democracia en Europa

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occidental, si bien algunas dictaduras permanecieron en pie hasta finales del siglo XX.

(Tampoco en los países de Europa oriental, satelizados por la Unión Soviética tras la

Segunda Guerra Mundial, se implantó un sistema democrático antes de la década final

del siglo XX.)

La segunda de nuestras variables, la regulación de la actividad económica, se

refiere a la capacidad del estado para establecer las normas de acuerdo con las

cuales se desarrollará la actividad económica de las empresas y de los ciudadanos

particulares. La cuestión central aquí es: ¿cuál es el grado de intervención o control

que el Estado, o alguna otra autoridad, ejerce sobre el libre desempeño de la actividad

económica por parte de los particulares? ¿Permite el Estado un libre juego de la oferta

y la demanda o, por el contrario, establece límites férreos a las transacciones a través

de leyes y regulaciones?

Antes del siglo XIX, la mayor parte de sociedades europeas establecían límites

bastante férreos a la operación de los mecanismos de mercado. En muchos casos,

estos límites tenían raíces históricas que se hundían en la Edad Media: en el sistema

feudal que reorganizó Europa tras la caída del Imperio romano. En otros casos, los

límites eran el resultado del ascenso de las monarquías absolutas. Los límites eran de

dos tipos. Por un lado, diversas regulaciones interferían en el libre funcionamiento de

los más diversos mercados, tanto de productos como de factores productivos; así, por

ejemplo, el establecimiento de precios máximos para la venta de grano (el principal

producto de estas economías preindustriales), el poder de que disponían los gremios

urbanos para decidir sobre precios, técnicas y empresas en su sector, las

especificaciones sobre la gama de bienes que cada clase social podía en principio

aspirar a consumir, o los vínculos de servidumbre que ataban a la mano de obra a un

señor feudal y al territorio controlado por este. Por otro lado, más allá de estas

regulaciones sobre los mercados efectivamente existentes, había regulaciones que

mantenían fuera del mercado algunas esferas de la vida económica; así, por ejemplo,

las regulaciones que impedían la compraventa de tierras provistas de un estatuto

especial, generalmente tierras sobre las cuales no existía una correspondencia plena

entre derechos de propiedad y derechos de uso.

La sociedad de mercado fue, por lo tanto, una creación histórica que, en la

mayor parte de Europa, no tomó cuerpo hasta el siglo largo comprendido entre la

Revolución francesa iniciada en 1789 y los primeros años del siglo XX. La sociedad de

mercado no fue el resultado de un desarrollo espontáneo de los acontecimientos, sino

el resultado del éxito de una nueva agenda política: el liberalismo, que, en su vertiente

económica, propugnaba la no interferencia del Estado (salvo de manera excepcional)

en el libre mercado y la mercantilización de aquellas esferas de la vida económica que

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hasta entonces habían permanecido al margen del mercado. Se trataba de un

proyecto tan ambicioso como destruir el sistema político existente y, por tanto,

encontró numerosas resistencias que, o bien ralentizaron su avance, o bien abocaron

a los partidarios del cambio a la vía revolucionaria. Su triunfo implicó cambios tan

trascendentales como la liberalización de los mercados de grano, el desmantelamiento

de los gremios, la abolición de la servidumbre o la desamortización de las tierras de la

Iglesia y la aristocracia.

Hacia finales del siglo XIX, este modelo de capitalismo liberal comenzó a ser

cuestionado, no tanto por los partidarios del Antiguo Régimen (derrotados o debilitados

en casi todas partes) como por los partidarios de un tipo diferente de capitalismo: un

capitalismo más regulado, más organizado, en el cual el Estado asumiera la función de

corregir los resultados socialmente menos deseables del funcionamiento de los

mercados. Los partidarios del capitalismo organizado planteaban, por ejemplo, la

necesidad de regular el funcionamiento de los mercados laborales con objeto de

compensar el desequilibrio de poder entre empresarios y trabajadores, el cual, en

condiciones de mercado plenamente libre, conducía a bajos salarios, largas jornadas

laborales y explotación del trabajo infantil. Otro punto importante en la definición de un

capitalismo regulado fue, en la mayor parte de países, la adopción de medidas

proteccionistas frente a las importaciones llegadas del extranjero con objeto de

salvaguardar la viabilidad de los productores nacionales, en especial a partir del

momento en que las importaciones de trigo de ultramar comenzaron a amenazar a los

agricultores de numerosos países.

Paulatinamente, el capitalismo regulado fue ganando terreno al capitalismo

liberal. La inestabilidad económica del periodo de entreguerras contribuyó a aumentar

el papel del Estado, tanto en la gestión macroeconómica como en la provisión de

protección social para los desfavorecidos (que, en momentos como la Gran Depresión

iniciada en 1929, se contaban por millones). En este periodo, incluso aparecieron

alternativas como el fascismo y el comunismo que, pese a su antagonismo ideológico,

compartían una misma desconfianza hacia el capitalismo liberal y una misma

confianza en el control de la economía por parte del Estado. Tras la derrota del

fascismo en la Segunda Guerra Mundial, la tensión entre capitalismo y comunismo

desembocó en la Guerra Fría, pero, ¿qué tipo de capitalismo estaba frente al

comunismo? No era ya el capitalismo liberal, sino, especialmente en Europa, un

capitalismo organizado en el que el Estado asumía diversas labores de coordinación

macroeconómica (llegando en ocasiones a actuar directamente en diversos sectores a

través de empresas públicas). De hecho, el periodo comprendido entre 1950 y 1973,

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un periodo de alto crecimiento económico, fue el periodo de auge del capitalismo

organizado.

Tras la crisis de la década de 1970 y el hundimiento del bloque comunista

europeo, el capitalismo organizado comenzó a perder parte del terreno que había

conquistado durante buena parte del siglo XX, en parte porque las rigideces inherentes

a la intervención estatal parecían dificultar la salida de la crisis en una economía cada

vez más global, en parte porque el hundimiento del bloque soviético parecía reforzar

las tesis de los partidarios de un capitalismo liberal, menos organizado. A comienzos

del siglo XXI, Europa no había regresado al capitalismo liberal, pero tampoco

presenciaba ya un avance continuado del capitalismo organizado. Con todo, existían

diferentes variedades de capitalismo según la historia y las peculiaridades de cada

país: un capitalismo más liberal en el Reino Unido frente a un capitalismo más

regulado y coordinado por los poderes públicos en Francia o Alemania. Un aspecto

interesante de estas variedades de capitalismo es que la alternancia de partidos

políticos de uno u otro signo en los distintos países no tendría a diluir las diferencias.

EL ANTIGUO RÉGIMEN (1500-1808)

Durante toda la Edad Moderna, el sistema de gobierno en España fue la

monarquía absoluta, primero bajo la dinastía de los Austrias (a grandes rasgos, siglos

XVI y XVII) y más adelante bajo la dinastía de Borbón (siglo XVIII). En la cúspide de

una sociedad estamental cuyas raíces se hundían en la Edad Media y la Reconquista,

una sociedad de aristócratas, religiosos y pueblo llano, se situaba el rey, rodeado por

sus familiares, cortesanos y hombres de confianza. Estos últimos, de hecho,

desempeñaban un papel clave en la gestión cotidiana de los asuntos públicos y en la

dirección política del país.

No había ninguna institución que ejerciera un contrapeso directo al poder del

rey. El principal contrapeso se derivaba del hecho de que, más que tomar el control de

un Estado ya construido, los monarcas absolutos estaban intentando construir dicho

Estado. Se trataba de una empresa complicada porque requería movilizar una

cantidad importante de recursos económicos para extender su poder a territorios

varios cientos de kilómetros alejados de la capital. También era preciso vencer las

resistencias políticas de los poderes locales que hasta entonces venían

predominando: la Iglesia, la aristocracia y los concejos, que mantenían derechos

fiscales y jurisdiccionales sobre sus respectivas poblaciones locales. Durante la

segunda mitad del siglo XV, la construcción del Estado había dado un paso importante

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con la unión de las coronas de Aragón y Castilla, pero se trató de una unión

meramente patrimonial y, en la España de los Austrias, persistieron notables

diferencias entre los sistemas legales de los distintos territorios que habían pasado a

componer el Estado; no sólo había diferencias entre los antiguos territorios de Aragón

y Castilla, sino incluso dentro de los mismos. El siguiente paso en la centralización del

poder político y formación del Estado moderno fueron las reformas llevadas a cabo por

los Borbones a lo largo del siglo XVIII (en especial, los decretos de Nueva Planta),

que, no sin contestación, tendieron a homogeneizar las distintas regiones del país y

otorgaron un mayor peso a la capital (Madrid). Desde el punto de vista político, el

Estado estaba más construido, más fortalecido, en 1800 de lo que lo había estado en,

pongamos, 1500.

¿Qué tipo de regulación ejercía este Estado sobre la actividad económica?

Básicamente, el Antiguo Régimen no era una sociedad de mercado, sino una sociedad

en la que amplias esferas de la vida económica permanecían fuera del mercado y los

mercados que sí funcionaban estaban estrechamente regulados. El principal sector de

esta economía, el sector primario, proporciona numerosos ejemplos de ello. El

mercado del principal producto alimenticio, el grano, se encontraba muy regulado: se

fijaban precios máximos con objeto de evitar que el precio de la comida se elevara

excesivamente y, de ese modo, garantizar la subsistencia de las clases populares. El

principal factor productivo, la tierra, se encontraba sujeto a numerosas restricciones.

Muchas superficies agrarias controladas por el clero o los poderes locales estaban

amortizadas, y otras tantas pertenecientes a la nobleza estaban vinculadas, por lo que

no podían ser objeto de transacción. Aunque había diversos motivos, la mayor parte

heredados de la época medieval, un hecho que contribuía a ello era el que con

frecuencia se tratara de superficies en las que se superponían diversas capas de

derechos de propiedad y de uso no coincidentes entre sí. Algo parecido ocurría con las

tierras por las que transitaba y pastaba el ganado trashumante, uno de los principales

sectores de la economía del país. A través de la Mesta, una corporación para la

defensa de los intereses trashumantes, los ganaderos obtenían de la Corona el

derecho a utilizar tierras que no eran de su propiedad, en condiciones más favorables

que las que habrían conseguido en un mercado libre de tierra. No en vano, estos

derechos fueron con frecuencia calificados como “privilegios” hacia finales del Antiguo

Régimen.

En el sector primario, en suma, ni los principales productos ni el principal factor

productivo eran coordinados a través de mercados libres, sino a través de mercados

muy controlados, cuando no directamente a través de regulaciones. Algo similar

ocurría en los otros sectores de actividad. En el sector secundario, los gremios,

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corporaciones locales de empresarios de una determinada rama, gozaban de amplios

poderes a la hora de decidir sobre los distintos aspectos que tenían que ver con su

actividad, tanto en el plano tecnológico (qué tecnologías podían usarse y cuáles no)

como en el empresarial (cuántas empresas, y cuáles, podían desempeñar su

actividad) y el laboral (qué tipo de sistema de aprendizaje debía seguir la mano de

obra). A través de este tipo de regulaciones, los gremios cumplían una importante

función a la hora de garantizar la calidad del producto y evitar los fraudes al

consumidor, si bien, a efectos de nuestro análisis en este capítulo, resulta claro que

estas regulaciones lesionaban la libertad de empresa. (Tanto es así que muchos

empresarios de este periodo optaron por desarrollar su actividad en zonas rurales,

donde no había gremios, con objeto de disponer de mayor margen de maniobra.) En el

sector servicios también abundaban las restricciones y regulaciones. En el comercio

colonial, por ejemplo, el control del Estado era estrecho, tanto que, a modo de

ejemplo, tan sólo un reducido número de puertos (en realidad, solamente uno a lo

largo de la mayor parte del Antiguo Régimen) disponía de autorización para albergar

actividades de exportación e importación con el Imperio americano.

Es cierto que, de la mano de los Borbones en el siglo XVIII, el Antiguo Régimen

se orientó algo más hacia el mercado a través de un doble proceso de liberalización y

mercantilización. En el sector primario, sucesivas reformas impulsadas por Felipe V,

Fernando VI y, sobre todo, Carlos III moderaron las restricciones heredadas de los

Austrias: el comercio de granos tendió a ser liberalizado, los privilegios de los

ganaderos trashumantes tendieron a ser socavados, y nuevas tierras fueron puestas

en cultivo a través de programas de colonización de tierras y repartos de tierras

concejiles; incluso hubo algunas desamortizaciones y desvinculaciones en los últimos

años del siglo XVIII y los primeros del XIX. En el sector secundario, se flexibilizaron las

normativas gremiales, lo cual implicó una liberalización parcial de los procesos

productivos. Y, en el sector terciario, se relajaron las principales restricciones sobre el

funcionamiento del comercio: dentro de las fronteras del país, se suprimieron las

aduanas internas, que habían persistido bajo los Austrias; y, de puertas afuera, se

amplió el número de puertos autorizados para llevar a cabo operaciones de comercio

colonial. Además, esta batería de medidas liberalizadoras, desplegadas durante el

siglo XVIII (y, en su mayor parte, durante la segunda mitad del mismo), se vio además

acompañada por otras medidas de corte un tanto desarrollista, como la creación de

empresas industriales públicas (con objeto de sustituir importaciones, a veces por

motivos estratégicos), la atracción de técnicos extranjeros especializados en diversas

producciones manufactureras, la construcción de canales y carreteras, o la creación

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de compañías privilegiadas de comercio para recuperar el control de las rutas

coloniales afectadas por graves problemas de contrabando.

Nada de lo anterior, sin embargo, convirtió a España en una sociedad de

mercado. Buena parte de las reformas borbónicas modificaron las características del

sistema de regulación, pero no hasta el punto de hacerlo irreconocible. Así, a

comienzos del siglo XIX, una parte notable de la tierra del país continuaba teniendo la

condición de amortizada o vinculada, los ganaderos trashumantes continuaban

manteniendo privilegios, los gremios continuaban ejerciendo un importante poder y el

Estado continuaba decidiendo qué puertos podían albergar actividades de comercio

colonial. Las instituciones básicas del Antiguo Régimen se mantuvieron prácticamente

intactas, y con ello también se mantuvo intacto el poder de los estamentos

privilegiados. El régimen señorial, de acuerdo con el cual la aristocracia mantenía el

control económico sobre grandes superficies y, en no pocos casos, derechos

jurisdiccionales sobre las mismas, se mantuvo en pie. En suma, las reformas

borbónicas tendieron a liberalizar y flexibilizar la regulación económica de los Austrias,

pero no con el objetivo de crear una sociedad de mercado basada en nuevos

principios, sino más bien con el objetivo de hacer más viable, mejor adaptada a los

nuevos tiempos, la sociedad estamental propia del Antiguo Régimen que los Borbones

habían heredado de los Austrias.

LA QUIEBRA DEL ANTIGUO RÉGIMEN, ISABEL II Y EL SEXENIO REVOLUCIONARIO (1808-1874)

La implantación de la sociedad de mercado suponía una transformación tan

profunda del marco institucional y de las relaciones de poder entre grupos sociales que

requirió una no menos profunda transformación en el sistema de gobierno: el fin del

sistema de monarquía absoluta que durante más de tres siglos había prevalecido en

España. La crisis de la monarquía absoluta tuvo lugar en las primeras décadas del

siglo XIX. No fue una crisis repentina, sino gradual. El primer ataque a la monarquía

absoluta fue la Constitución de Cádiz de 1812, un texto liberal promulgado en plena

Guerra de Independencia (con el rey Fernando VII alejado del país) por parte de la

resistencia a la ocupación francesa. No fue ni mucho menos un ataque definitivo, ya

que, tras la derrota francesa en 1814, el retornado Fernando VII se negó a reconocer

la Constitución de Cádiz y restauró el absolutismo. La nueva monarquía absoluta, sin

embargo, se vio pronto bloqueada por los habituales problemas en la Hacienda

Pública (insuficiencia del sistema fiscal y endeudamiento crónico), agravados en este

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caso por la implantación de una auténtica contrarreforma fiscal (con objeto de

deshacer algunos cambios introducidos antes de 1814) y por el eventual repudio de la

deuda (con el consiguiente deterioro de la reputación de la Corona ante los

prestamistas extranjeros). La consiguiente inestabilidad favoreció la transición hacia

una monarquía constitucional durante el llamado “trienio liberal” (1820-23), pero

tampoco este segundo asalto a la monarquía absoluta fue definitivo, ya que, pasado

este fugaz trienio, el sistema de gobierno continuó siendo la monarquía absoluta hasta

la muerte de Fernando VII en 1833.

El final definitivo de la monarquía absoluta se produjo como consecuencia del

triunfo de los liberales en la guerra civil de 1833-1840 (la primera guerra carlista). Esta

guerra enfrentó, por un lado, a los partidarios de que Fernando VII, carente de hijos

varones, fuera sucedido por su hermano Carlos (el primer varón en la línea sucesoria)

y, por el otro, a los partidarios de que reinara su hija Isabel, por entonces una niña de

tres años. No era, sin embargo, un enfrentamiento por cuestiones de género: no era

una discusión sobre si una mujer podía o no reinar. Era, en realidad, un

enfrentamiento entre los partidarios de la continuidad de la monarquía absoluta, los

carlistas, y los partidarios de una monarquía parlamentaria, alineados en torno a los

derechos sucesorios de Isabel. Por tanto, era también un enfrentamiento entre

carlistas partidarios del tipo de regulación económica propia del Antiguo Régimen e

isabelinos partidarios de implantar en España una sociedad de mercado. La victoria de

los isabelinos supuso el final definitivo de la monarquía absoluta y su sustitución por

una monarquía constitucional encabezada por Isabel II.

La monarquía de Isabel II puso fin a siglos de monarquías absolutas, pero no

supuso el paso a un sistema democrático en el sentido moderno del término: la figura

de la monarca retenía un importante poder ejecutivo, mientras que los miembros del

parlamento eran elegidos a través de un sistema de sufragio censitario que tan sólo

reconocía derecho de voto a una pequeña franja de población masculina acomodada.

Tampoco se trató de un régimen estable, ya que fueron continuos los cambios de

gobierno y muy frecuentes los pronunciamientos militares. Una combinación de

problemas políticos, económicos y sociales inspiró en 1868 una revolución que

destronó a Isabel II y abrió una nueva etapa más inestable aún, marcada por el

efímero reinado de Amadeo I (1871-73) y la proclamación de la I República (1873-74).

Durante este sexenio revolucionario, se produjo sin embargo un hecho importante para

la historia política del país: por primera vez se implantaba un sistema de sufragio

masculino universal. Es decir, aunque las mujeres continuaban excluidas, las clases

populares, a través de sus miembros varones mayores de edad, pasaron a ver

reconocido su derecho al voto. Se cerraba así un ciclo de cambio político que, en el

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espacio de algo menos de setenta años, había hecho posible el paso de una

monarquía absoluta, sin margen para la participación popular, a una monarquía

constitucional basada en un sistema electoral cada vez más inclusivo.

Durante este largo ciclo de cambio político, sucesivos gobiernos destruyeron el

Antiguo Régimen y sus regulaciones económicas, y llevaron a cabo diversas reformas

con objeto de instaurar una sociedad de mercado. Estas reformas se articularon en

torno a los puntos básicos de la agenda liberal: liberalización, mercantilización y

definición de derechos de propiedad privada.

En una economía todavía marcadamente agraria, el núcleo de las reformas se

concentraba en el sector primario, tanto en lo que se refiere a sus producciones como,

especialmente, a su principal factor productivo: la tierra. En el plano de las

producciones, se abolieron las principales restricciones que impedían un

funcionamiento libre de los mercados, en particular la fijación de precios máximos para

el grano, cuyo preció pasó a fluctuar libremente en función de la oferta y la demanda.

Pero, sobre todo, las reformas liberales iban encaminadas a la regulación del factor

productivo tierra. Se abrieron procesos generales de desamortización, a través de los

cuales el Estado subastó al mejor postor buena parte de las muchas tierras que hasta

entonces habían mantenido la condición de amortizadas: básicamente, tierras de la

Iglesia (cuya desamortización, impulsada por el Presidente del Gobierno y Ministro de

Hacienda Juan Álvarez Mendizábal, comenzó en 1836) y de los municipios y pueblos

(cuya desamortización, impulsada por el Ministro de Hacienda Pascual Madoz,

comenzó en 1855). De este modo, los nuevos propietarios de estas tierras, resultantes

de las subastas, pasaban a tener plena disponibilidad sobre las mismas; a diferencia

de sus antiguos propietarios, podían, por ejemplo, venderlas. En otras palabras, las

desamortizaciones inyectaron en el mercado grandes cantidades de tierra que hasta

entonces se había mantenido fuera del mismo. Un efecto similar tuvieron los procesos

de desvinculación a través de los cuales amplias superficies controladas por la

nobleza pasaron a ser susceptibles también de operaciones de compraventa. Por otro

lado, se abolió el régimen señorial: los derechos jurisdiccionales de la nobleza fueron

eliminados y los derechos patrimoniales que esta pudiera tener sobre determinados

territorios fueron reconocidos como derechos de propiedad privada plena. En la

práctica, esto suponía el no reconocimiento de la compleja capa de derechos de uso

que, bajo el Antiguo Régimen, los campesinos y las comunidades rurales habían

mantenido sobre dichas tierras. Esta tendencia a equiparar derechos de propiedad y

derechos de uso en un único concepto (un derecho de propiedad “plena”) se completó

con la supresión de los privilegios de la ganadería trashumante: a partir de ahora, los

ganaderos trashumantes tendrían que acudir a un mercado libre a la hora de

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conseguir superficies de pasto para sus ovejas. En resumen, en lo que se refiere al

sector primario, diversas reformas confluyeron para impulsar la liberalización de

mercados hasta entonces estrechamente regulados y, en el caso de la tierra, la

mercantilización y la definición de derechos de propiedad privada plena.

Estas reformas liberales agrarias se vieron complementadas por otras reformas

de similar orientación en los otros sectores de la economía. Durante las primeras

décadas del siglo XIX continuó la erosión de las competencias gremiales que ya se

había iniciado durante el siglo XVIII y, por otro lado, se clausuraron las empresas

públicas industriales creadas durante el reformismo borbónico (empresas que pronto

habían demostrado ser ruinosas, bien por problemas de tecnología y capital humano,

bien por problemas de organización empresarial). Además, en 1868 se aprobó una

decisiva Ley de Minas que flexibilizó las condiciones en que las empresas privadas

podían obtener del Estado una concesión para explotar un determinado yacimiento.

No se trató de una mercantilización total del subsuelo, ya que el Estado continuó

siendo propietario del mismo, pero sí se abrió la puerta a que el Estado realizara

concesiones a muy largo plazo (en torno a un siglo) y a que, por tanto, las empresas

concesionarias disfrutaran de una estabilidad en su acceso al subsuelo próxima a la

que habrían tenido en caso de haberlo comprado. Todas estas medidas reforzaron el

protagonismo en el sector secundario de la empresa privada libre.

La agenda liberal también fue aplicada al sector terciario. En 1856 se reconoció

la libertad de establecimiento en el sector bancario: a partir de ese momento dejaba de

ser necesaria una autorización por parte del Estado para iniciar un negocio financiero,

y el Estado se retiraba para dejar hacer a los agentes privados. La política de comercio

con el exterior, por su parte, también fue evolucionando en un sentido liberalizador,

pasando de una orientación prohibicionista en las primeras décadas del siglo XIX a

una orientación sólo moderadamente proteccionista. Esto es: aunque no se pasó a un

comercio libre con el exterior, sí se pasó de un control por la vía de las cantidades (a

través de la prohibición de importar un determinado bien) a un control por la vía de los

precios (a través de los aranceles impuestos sobre dicho bien al cruzar la aduana), lo

cual suponía una flexibilización de las relaciones comerciales con el exterior. A ello

hay que añadir el hecho de que la pérdida de la mayor parte del Imperio americano

durante las primeras décadas del siglo XIX (como consecuencia de exitosos procesos

de emancipación en América Latina) también suponía, por defecto, una desregulación

del comercio exterior, al desaparecer la mayor parte de las muy reguladas redes de

comercio colonial.

Finalmente, las nuevas políticas económicas también afectaron a uno de los

sectores emergentes de la época en toda Europa: el ferrocarril. En este caso, sin

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embargo, los gobiernos liberales no optaron por dejar jugar libremente a la oferta y la

demanda, sino que garantizaron a las compañías ferroviarias (apoyadas en su mayor

parte en una base de capital extranjero que, por tal motivo, podía resultar volátil) no

sólo la concesión de determinados trayectos sino incluso la obtención de determinados

niveles de beneficio. Las facilidades concedidas por el Estado a las compañías fueron

más allá e incluyeron exenciones arancelarias para la compra de material y

maquinaria. El objeto de esta regulación, claramente favorable a las empresas

ferroviarias, era asegurar la construcción del ferrocarril en un país falto de capitales y

de iniciativas autóctonas, probablemente debido al atraso de la economía en relación a

otros países europeos. El trato de favor concedido a las empresas ferroviarias a partir

de 1855 no era del todo contradictorio con la agenda liberal, ya que, sin duda, la

construcción del ferrocarril impulsaría el desarrollo del comercio y la integración del

mercado nacional, poniendo en contacto a regiones hasta entonces poco conectadas

desde el punto de vista económico. Aun con todo, este elemento de las políticas

económicas de los liberales se encontraba ya a medio camino entre la búsqueda de

una sociedad de mercado (como todas las otras medidas de este periodo) y los inicios

de un capitalismo más regulado (en la línea de lo que ocurriría en el periodo posterior).

LA RESTAURACIÓN Y LA SEGUNDA REPÚBLICA (1874-1936)

Una nueva etapa, conocida en la historia española como la de la Restauración,

se abrió en 1874. El paso de un sistema de monarquía absoluta a un sistema de

monarquía constitucional no había garantizado la estabilidad política, sino que más

bien había venido acompañado por continuos cambios de gobierno y

pronunciamientos militares encaminados a influir sobre el rumbo de la vida política del

país (cuadro 1.1). La tendencia hacia una situación cada vez más inestable había

culminado en la revolución que en 1868 sacó del poder a Isabel II sin poder instaurar a

cambio un régimen suficientemente estable durante los seis años siguientes. La

estabilidad llegó de la mano de la Restauración: la monarquía constitucional

encabezada de nuevo por Borbones (Alfonso XII y Alfonso XIII) después del breve

periodo de reinado de Amadeo I y la aún más breve experiencia de la Primera

República.

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Cuadro 1.1. Número de gobiernos y pronunciamientos militares

Gobiernos Pronunciamientos militares Número Duración

media (años)

Número Número medio por

década Fernando VII 26 1,0 14 5,6 Isabel II 57 0,6 25 7,1 Sexenio Revolucionario 20 0,3 4 6,7 Restauración 67 0,9 10 1,8 Segunda República 24 0,3 2 2,5 Franquismo 10 3,6 0 0,0 Transición y democracia 11 2,3 1 0,4

Fuente: Jordana y Ramió (2005). Elaboración propia.

¿Qué supuso la Restauración para la tendencia, ya en marcha, hacia la

democratización de la vida política? Una combinación de avances y retrocesos.

Durante los primeros años del nuevo régimen se aprobó una transformación del

sistema electoral que anulaba el paso a un sistema de sufragio masculino universal

(aprobado durante el Sexenio revolucionario) y restauraba un sistema de sufragio

masculino censitario; es decir, restauraba las barreras de clase a la democratización.

Es cierto que poco después, en 1890, se consolidó definitivamente la opción del

sufragio masculino universal. Pero el resultado tampoco fue un sistema plenamente

democrático, y no sólo por la exclusión de las mujeres del proceso electoral: había

sufragio masculino universal, había pluralismo político y había cierto respeto hacia las

libertades y derechos básicos, pero el proceso electoral era fraudulento por diversos

motivos, desde la falsificación de los resultados hasta la coacción ejercida sobre

numerosos votantes. En realidad, no había verdadera competencia electoral entre los

principales partidos, que se alternaban pacíficamente en el poder a través del manejo

fraudulento del mecanismo electoral.

Con todo, el principal retroceso de la Restauración desde el punto de vista de

la democratización del sistema de gobierno fue la sustitución, hacia el final del periodo,

de esta fraudulenta semi-democracia por una dictadura. La estabilidad del régimen de

la Restauración había comenzado a resquebrajarse a raíz del trastorno nacional

generado por la pérdida de Cuba en 1898; además, durante los primeros años del

siglo XX, conforme la modernización económica se abría paso con importantes

disparidades sociales, la conflictividad social (liderada por los obreros en las ciudades

y los jornaleros en el campo) fue en aumento, mientras el sistema de alternancia

pactada entre partidos, puesto cada vez más en entredicho, se mostraba incapaz de

absorber estas tensiones. El resultado fue un cambio de régimen: con el

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consentimiento de Alfonso XIII (que continuaría siendo rey), el general Miguel Primo

de Rivera tomó el mando. Su dictadura se prolongó durante siete años (1923-30) y

supuso un corte en la transición desde la monarquía absoluta de comienzos del siglo

XIX hacia un sistema democrático.

El paso a un sistema democrático se completó más adelante, durante la

Segunda República. La alternativa dictatorial pronto entró en crisis, y Primo de Rivera

se vio forzado a dimitir en 1930. La crisis de la dictadura terminó siendo la crisis del

rey que la había consentido y, un año más tarde, las elecciones municipales arrojaron

un claro triunfo de los partidos republicanos: Alfonso XIII abandonó el país y se

proclamó la Segunda República. La Segunda República culminó el paso a un sistema

democrático. A diferencia de lo que había ocurrido durante la Restauración, no había

ninguna figura no electa que ostentara algún tipo de poder ejecutivo (como sí había

ocurrido con monarcas y regentes durante la Restauración). Y, en las históricas

elecciones de 1933, las mujeres españolas tuvieron por primera vez (y con

anticipación a algunos países europeos más adelantados desde el punto de vista

económico y social) derecho al voto. Tan sólo tres años más tarde, sin embargo, el

sistema democrático de la Segunda República fue destruido por una sublevación

militar que degeneraría en Guerra Civil y supondría el inicio de la dictadura franquista.

¿Qué tipo de regulación sobre la actividad económica pusieron en práctica

estos sucesivos gobiernos: los de la Restauración antes de 1923, la dictadura de

Primo de Rivera y los gobiernos de la Segunda República? Obviamente, hubo

diferencias importantes entre unos y otros, pero conviene subrayar en primer lugar su

rasgo común: la tendencia a alejarse del capitalismo liberal y a otorgar un mayor papel

al Estado en la regulación de la vida vida económica. No se trataba de regresar al

Antiguo Régimen, sino de corregir, dentro de un marco capitalista, los efectos que se

consideraban más desfavorables del funcionamiento de la sociedad de mercado. Con

orientaciones bien distintas según los subperiodos, esta apuesta por una regulación

económica más activa se desarrolló fundamentalmente en torno a dos ejes: el viraje

proteccionista y nacionalista de la política económica, y la regulación del mercado

laboral y la protección social para los grupos más desfavorecidos.

El viraje proteccionista y nacionalista arrancó en 1891, cuando el gobierno

decidió elevar los aranceles impuestos a los productos extranjeros que entraran en

España. España había participado previamente en el movimiento europeo hacia una

paulatina retirada de las barreras al libre comercio (en especial después del

liberalizador arancel Figuerola de 1869), pero a partir de 1891 la política arancelaria se

hizo más severa y el Estado tendió a reservar el mercado español para los

productores españoles. Este viraje hacia el proteccionismo, compartido en ese

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momento por la mayor parte de países de la Europa continental, fue inicialmente

motivado por la incapacidad de los agricultores españoles para competir con los

agricultores de América o Rusia, que trabajaban con costes de producción más bajos

y, desde la década de 1870, comenzaban a apoyarse en la revolución de los

transportes para introducir sus productos en los mercados europeos. El viraje se

extendió posteriormente al sector industrial, cuyos empresarios argumentaban que sus

productos no podían ser competitivos con respecto a los de países industriales más

avanzados cuando los costes laborales de sus empresas se veían inflados de manera

artificial por los efectos del proteccionismo agrario sobre los salarios nominales de los

obreros; en otras palabras: el proteccionismo agrario, al impedir la entrada de comida

barata procedente del extranjero, estaría impidiendo que los costes salariales y, por

ende, los costes totales de producción fueran más moderados, erosionando la

competitividad internacional de la industria.

Con todo, el proyecto de formar una especie de capitalismo organizado de

orientación nacionalista alcanzó su máxima expresión más adelante, durante la

dictadura de Primo de Rivera entre 1923 y 1930. Primo de Rivera reforzó el

proteccionismo, haciendo de España uno de los países europeos que en mayor

medida salvaguardaba sus mercados para sus propios productores. Además, Primo de

Rivera aumentó la vigilancia y las trabas sobre el funcionamiento de las empresas

extranjeras que operaban en suelo español. Por otro lado, más allá de la cuestión

nacionalista, Primo de Rivera también se alejó de la idea liberal del Estado en otros

dos sentidos: intensificó la intervención del Estado en la regulación de los más

diversos mercados e impulsó un ambicioso programa de obras públicas (embalses,

carreteras…).

El segundo gran eje de regulación de la vida económica estuvo centrado en el

mercado laboral y la protección social, es decir, en la clase obrera y los grupos más

desfavorecidos. El régimen de la Restauración terminó modelando en los inicios del

siglo XX un mercado laboral más regulado, con objeto de impedir que la asimetría de

poder económico entre empresarios y trabajadores fuera usada indiscriminadamente

por aquellos en contra de estos. Una importante medida en este sentido fue la

limitación de la jornada laboral a ocho horas diarias. Desde luego, esto suponía un

alejamiento del planteamiento liberal, ya que suponía una restricción artificial en la

oferta de mano de obra (al impedir que aquellos trabajadores que así lo desearan se

ofrecieran a trabajar durante jornadas más largas), pero la creciente conflictividad

social convenció a los gobiernos de la Restauración de la necesidad de un cambio de

enfoque.

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También se fueron introduciendo medidas de protección social, rompiendo con

la idea liberal de que el cuidado de los más desfavorecidos, en tanto en cuanto no

estuviera en peligro el orden público, era responsabilidad de la caridad privada más

que del Estado. Fueron introduciéndose diferentes figuras de “seguros sociales”, una

especie de embrión de Estado del bienestar que cubría accidentes de trabajo, vejez,

enfermedad y desempleo. Muchos de estos seguros sociales eran en principio

voluntarios, por lo que muchas personas dentro de las clases populares optaron por no

suscribirlos, e incluso algunas de las figuras obligatorias fueron objeto de escasa

vigilancia administrativa en su cumplimiento. Y, de hecho, los años de Primo de Rivera

paralizaron el crecimiento de los seguros sociales y, aunque estos volvieron a ser

impulsados durante la Segunda República, tuvieron un impacto moderado. Pero, a

pesar de todos los pesares, estos seguros sociales fueron el puente entre la

concepción liberal de la protección social como beneficencia y la concepción más

moderna de la protección social como un derecho ciudadano dentro de un Estado del

bienestar.

Buena parte de estas nuevas regulaciones iban dirigidas a la clase obrera y las

clases populares urbanas, pero, hacia el final de nuestro periodo, entre 1931 y 1933,

los gobiernos de izquierda de la Segunda República pusieron en marcha un ambicioso

programa de reforma agraria encaminado a mejorar también las condiciones de vida

de los grupos rurales más desfavorecidos. El aspecto más llamativo de la reforma

agraria era la redistribución de tierras de latifundios, comunes en buena parte de la

mitad sur del país, y el consiguiente acceso a la propiedad de la tierra por parte de

jornaleros hasta entonces desposeídos. La reforma agraria incluía también un conjunto

de regulaciones sobre el mercado laboral claramente favorables al factor trabajo,

encaminadas a evitar un mercado plenamente libre en el que los terratenientes

aprovecharan su posición ventajosa con respecto a los jornaleros y en el que la

competencia de jornaleros migrantes temporales procedentes de un comarca

deprimiera los salarios agrarios en la comarca que los acogía. La reforma agraria, sin

embargo, tropezó con numerosos obstáculos, desde las dificultades operativas para

ponerla en marcha (en un momento en el que, por ejemplo, no existía en España un

censo agrario) hasta la oposición de las elites terratenientes (y el escaso entusiasmo

de no pocos pequeños campesinos de zonas no latifundistas hacia este proyecto y, en

general, hacia los primeros gobiernos de la Segunda República). Tras su victoria

electoral en 1933, los gobiernos de derechas pusieron en marcha una auténtica

contrarreforma agraria con objeto de anular los escasos efectos que para entonces

había tenido la reforma. El regreso de las izquierdas al poder tras las elecciones de

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1936 podría haber dado un nuevo impulso a la reforma agraria, pero en unos meses

se desencadenaría ya la Guerra Civil.

Aún con todo, no cabe duda de que, a lo largo del periodo comprendido entre

1874 y 1936, sucesivos gobiernos, algunos de ellos con orientaciones ideológicas

contrapuestas, fueron alejando al capitalismo español del modelo de capitalismo

liberal, introduciendo significativas regulaciones públicas sobre el desarrollo de la

actividad económica por parte de los agentes privados.

EL FRANQUISMO (1936-1975)

Sin duda, el episodio más trágico de la historia española contemporánea es la

destrucción del sistema democrático de la Segunda República a raíz del estallido de la

Guerra Civil de 1936-1939 y la subsiguiente instauración de un régimen dictatorial

encabezado por el general Francisco Franco entre 1939 y 1975.

El sistema democrático de la Segunda República no condujo a la estabilidad

del país, sino que, por el contrario, fue víctima de una sociedad crecientemente

polarizada en torno a temas como el papel de la Iglesia en la educación y la vida

pública del país, la cuestión regional, y la desigualdad entre clases sociales. Poco

después de la victoria electoral del Frente Popular en 1936, que suponía el triunfo de

las alternativas reformistas (Estado laico, descentralizado y reductor de las

desigualdades sociales) frente a los planteamientos conservadores (catolicismo,

unidad de España, mantenimiento de la sociedad tradicional), un grupo de militares

alineados con estos últimos lanzó un golpe de Estado. El golpe fracasó en el sentido

de que no condujo rápidamente a los militares al poder, pero triunfó en el sentido de

que tuvo suficiente éxito para iniciar una guerra civil que, tres años después,

culminaría en el inicio de un nuevo régimen político radicalmente distinto: la dictadura

encabezada por el general Francisco Franco. La victoria del llamado bando nacional,

encabezado por Franco, sobre el bando republicano (que encarnaba la legalidad

vigente) fue el resultado de una combinación de factores, entre los que destacan la

asimetría de los apoyos internacionales obtenidos por uno y otro (el importante apoyo

concedido al bando nacional por la Alemania de Hitler y la Italia de Mussolini resultó

determinante) y la superior organización económica del bando nacional.

El franquismo supuso una abrupta ruptura con respecto al sistema democrático

de la Segunda República. El Jefe del Estado, los gobernantes y los parlamentarios

dejaron de ser elegidos a través de sufragios. Los ciudadanos tan sólo fueron

consultados en dos momentos puntuales: los refrendos de 1947 y 1966, que, además,

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no se vieron libres de irregularidades. En realidad, las libertades básicas asociadas a

la democracia también fueron suprimidas: libertad de expresión, libertad de prensa,

libertad de asociación, pluralismo político. Los contrapesos a que se sometía el

ejercicio del poder por parte del nuevo régimen fueron reducidos a la mínima

expresión. De particular significación fue la anulación de los procesos de autonomía

política que antes de la guerra se habían iniciado ya en algunas regiones con rasgos

distintivos, como Cataluña, País Vasco y Galicia. También las estructuras del poder

provincial y municipal fueron puestas a disposición del poder central. Como otras

dictaduras del siglo XX, el franquismo tomó por la fuerza un Estado ya formado y lo

utilizó para ejercer un control sin precedentes sobre los más diversos aspectos de la

sociedad, la economía, la política y la cultura.

Es cierto que el franquismo fue evolucionando a lo largo del tiempo. En sus

inicios, se trataba de un régimen claramente alineado con el fascismo a través de la

versión española del mismo: el falangismo que antes de la guerra había puesto en pie

José Antonio Primo de Rivera (hijo del dictador de los años veinte). Sin embargo, una

vez derrotadas las potencias fascistas en la Segunda Guerra Mundial y

desencadenada la guerra fría entre Estados Unidos y la Unión Soviética, el férreo anti-

comunismo de Franco orientó al régimen hacia el bloque pro-estadounidense, lo cual

condujo a una cierta moderación del anti-liberalismo inicial del régimen. Por el camino,

los falangistas fueron perdiendo influencia a manos de grupos más moderados, entre

ellos los denominados “tecnócratas”, muchos vinculados a la organización católica

Opus Dei. En sus últimos años, el grado de autoritarismo cotidiano del régimen

también tendió a suavizarse, conforme el control y la represión sobre las opiniones

discordantes se relajaron ligeramente. Se produjo, pues, una cierta apertura del

franquismo.

Sin embargo, a lo largo de sus casi cuarenta años de existencia, el franquismo

fue siempre un régimen autoritario que no se acercó siquiera remotamente a, cuando

menos, algún tipo de situación intermedia a medio camino entre el autoritarismo y la

democracia. Por ello, el sistema político español fue una anomalía dentro de la Europa

occidental posterior a la Segunda Guerra Mundial, donde con apenas alguna otra

excepción (Portugal, Grecia) se había completado la transición hacia sistemas

democráticos con pluralismo político, elecciones libres, sufragio universal y derechos

básicos. España era diferente, probablemente más que en cualquier otro periodo de su

historia: al fin y al cabo, haber tenido monarquía absoluta a comienzos del siglo XIX o

sufragio restringido a los varones a comienzos del siglo XX no era tan infrecuente en la

Europa de esos periodos. Una dictadura en plena década de 1970 sí lo era.

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La esencia económica del franquismo era el intervencionismo. La

Restauración, Primo de Rivera y la Segunda República ya se habían ido alejando del

capitalismo liberal, pero el grado de regulación a que el Estado franquista sometió a la

actividad económica no tenía precedentes. Franco se fijó la industrialización del país

como meta y consideró que, para ello, era necesario que el Estado interviniera

fuertemente en la economía. La intervención del Estado se concretó en ocasiones en

la puesta en marcha de empresas públicas pertenecientes al Instituto Nacional de

Industria y en la nacionalización de empresas privadas en sectores clave, como el

ferrocarril (Renfe) o las telecomunicaciones (Telefónica). Pero nada más lejos de la

idea de Franco que establecer una industrialización impulsada por empresas públicas

al estilo soviético: buena parte de la intervención del Estado consistió en la regulación

de los distintos mercados y sectores, y en ocasiones incluso de las propias empresas

privadas.

El intervencionismo fue verdaderamente extremo durante el primer franquismo,

comprendido entre el final de la Guerra Civil en 1939 y los inicios de la década de

1950. En el sector primario, la principal línea de política económica puesta en marcha

por la Segunda República, la reforma agraria, fue cancelada, facilitándose la

devolución de la tierra afectada por la misma a sus antiguos propietarios y ofreciendo

a cambio a los jornaleros la promesa de que una política de colonización interna (de

puesta en cultivo de nuevas tierras) podría elevar sus niveles de vida. Pero esto no

quiere decir que se abandonara el sector al libre mercado. Antes al contrario, se fijaron

precios máximos para los principales productos, con objeto de evitar que la población

debiera pagar precios altos por la comida (y que, en consecuencia, los empresarios

industriales debieran pagar salarios altos a sus trabajadores). El Estado, además,

asumió el monopolio de la comercialización de no pocos productos, entre ellos uno de

los más importantes en la dieta de los españoles: el trigo. De este modo, todos los

agricultores trigueros pasaron a estar obligados a vender su producción al Servicio

Nacional del Trigo a un precio fijado por el gobierno, en contraste con la situación

previa en la que podían vender a una variedad de posibles intermediarios al precio

resultante del libre juego de la oferta y la demanda. Los consumidores, mientras tanto,

recibían cartillas de racionamiento que podían canjear por los alimentos

correspondientes.

En el sector secundario, por su parte, el Estado, además de intervenir

directamente a través de sus empresas públicas, concedió ventajas a las empresas

privadas consideradas de interés nacional y estableció fuertes restricciones a las

inversiones extranjeras en el país. El Estado también intervino de diversos modos en

el sector terciario, desde la estricta regulación a que sometió a las entidades

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financieras (con objeto de favorecer la financiación del propio Estado) a la no menos

estricta regulación de las transacciones económicas con el exterior.

En realidad, este último asunto, el contacto económico con el exterior, fue tan

importante que con frecuencia se conoce a esta etapa de la historia de España como

la etapa de la autarquía. En efecto, ya durante la Guerra Civil, en 1938, Franco había

declarado:

“España es un país privilegiado que puede bastarse a sí mismo. Tenemos todo lo que hace falta para vivir y nuestra producción es lo suficientemente abundante para asegurar nuestra propia subsistencia. No tenemos necesidad de importar nada.”

Así que el primer franquismo, durante el cual se aplicaron en su versión más pura los

principios económicos del régimen, fue un periodo de extremo proteccionismo

comercial. Este proteccionismo se articulaba a través de varios instrumentos. Algunos

productos estaban sujetos a aranceles, pero muchos otros estaban directamente

sujetos a cuotas. Es decir, en su caso la protección se realizaba por la vía de las

cantidades y no por la de los precios, y generaba por tanto una distorsión mayor.

Además, la utilización de moneda extranjera estaba estrechamente controlada por el

Estado a través del Instituto Español de Moneda Extranjera. Los particulares que

desearan divisas de otros países, básicamente empresarios que desearan importar

productos del exterior, debían enviar una solicitud en la que justificaran los motivos de

su demanda y la imposibilidad de cubrir sus necesidades con productos españoles.

Como puede imaginarse, muchas solicitudes eran resueltas en sentido negativo.

Finalmente, otro instrumento proteccionista era el tipo de cambio. En una economía en

la que tantos y tantos precios se encontraban regulados o (directamente) fijados por el

Estado, el precio de la peseta con respecto a las monedas extranjeras tampoco fue

dejado al libre juego de oferta y demanda. Por motivos de prestigio nacional, Franco

optó por fijar un tipo de cambio elevado, que sobrevaloraba a la peseta con respecto a

las otras monedas. (Maniobra torpe que restringía la capacidad exportadora del país y

volvía relativamente más atractivas las importaciones, causando en la década de 1950

un auténtico estrangulamiento de la balanza comercial que obligó al régimen a

consentir en adelante la devaluación de la peseta.) Pero lo que quizá resulta más

interesante en este momento es que no existía un único tipo de cambio de la peseta

con respecto a las demás monedas: prevalecía un sistema de tipos de cambio

múltiples a través del cual los productos y sectores considerados estratégicos recibían

implícitamente una protección adicional.

Junto a estas regulaciones sobre los diferentes sectores de la economía,

también los mercados de factores productivos se encontraban estrechamente

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regulados. El caso más significativo es el del mercado laboral. Franco abolió los

sindicatos, al menos en su versión genuina: asociaciones independientes de

trabajadores que negocian de manera conjunta (en lugar de cada uno por su cuenta)

las condiciones laborales con la dirección de la empresa. La abolición de los

sindicatos, como la anulación de la reforma agraria, suponía cortar de raíz las bases

de las regulaciones pro-trabajo que habían ido introduciéndose en el marco

institucional español durante las décadas previas a la Guerra Civil, y muy

especialmente durante los años izquierdistas de la Segunda República. Esto era

coherente con los planteamientos corporativistas del falangismo, cuyo anti-comunismo

llevaba a denostar tanto el concepto de lucha de clases como la plasmación práctica

del mismo en instituciones o regulaciones. El resultado no fue, sin embargo, el regreso

al mercado laboral desregulado (o, para ser más precisos, escasamente regulado) del

siglo XIX: el resultado fue un mercado laboral aún más intervenido.

Ya el Fuero del Trabajo de 1938 planteaba que

“Negamos licitud a [la] ley [del mercado] como reguladora del salario y estableceremos tablas de salarios mínimos que resulten suficientes para proporcionar al trabajador y su familia una vida moral y digna de su calidad humana.”

Y, así, hasta mediados de la década de 1950 el régimen reguló férreamente los

salarios pagados en los diferentes sectores y oficios a través de las Reglamentaciones

del Trabajo. También obligó a las empresas a respetar unos determinados mínimos de

plantilla y estableció fuertes restricciones legales al despido de trabajadores. Todas

estas regulaciones se orientaron a proteger a unos trabajadores que ahora han sido

privados de su derecho a la sindicación. En realidad, empresarios y trabajadores se

vieron forzosamente encuadrados en el engañosamente llamado sindicalismo vertical,

comités integrados por representantes tanto de la empresa como de los trabajadores.

Como cabía imaginar, los sindicatos verticales estaban dominados por las empresas,

pero estas a su vez debían respetar una gran cantidad de regulaciones encaminadas a

proteger a los trabajadores.

Se trataba pues de un gigantesco armazón de regulaciones, tanto en el plano

interno como en el plano externo, que ha llevado a algunos expertos a hablar del

primer franquismo como una “economía de mandato” más que como una economía de

mercado. ¡Qué lejos quedaba no ya el capitalismo liberal de las décadas centrales del

siglo XIX, sino incluso el tipo de capitalismo algo más regulado del medio siglo anterior

a la Guerra Civil!

A partir de la década de 1950 y hasta el final del régimen en 1975, la dirección

fundamental de la política económica fue la liberalización, tanto en el plano interno

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como en el plano externo. Es decir, el regreso del libre mercado a esferas de la vida

económica que habían pasado a ser objeto de intensa regulación durante el primer

franquismo. Los motores de la liberalización fueron básicamente dos: el fracaso

económico del primer franquismo (incapaz de recuperar los niveles prebélicos en

numerosas facetas) y la incorporación de España al bloque occidental, pro-

estadounidense de la guerra fría. De todos modos, dada la fuerza con que el régimen

había apostado originalmente por la regulación, no resulta sorprendente que se tratara

de un proceso de liberalización lento y gradual.

Las reformas liberalizadoras comenzaron en la década de 1950. En el plano

interior, se produjeron importantes cambios en la política agraria. Se adoptaron precios

máximos más elevados que los de los años cuarenta, para así incentivar en mayor

medida el crecimiento de la producción. El sistema de racionamiento en el acceso a la

comida por parte de los consumidores fue desmantelado. También comenzaron a

implantarse medidas para favorecer la modernización técnica de las explotaciones

agrarias, abriendo la puerta a un proceso de ajuste vía mercado a través del cual las

explotaciones pequeñas dejarían de ser competitivas frente a las grandes y, en

palabras del nuevo ministro de Agricultura, Rafael Cavestany, España pasaría a contar

con “menos agricultores y mejor agricultura”. En el plano externo, por su parte, se

abandonaron los elementos más extremos de la estrategia autárquica, y se procedió a

una devaluación de la peseta que llevó a esta a un tipo de cambio más próximo al del

mercado libre.

El gran cambio de rumbo tuvo lugar, de todos modos, al final de la década, de

la mano del Plan de Estabilización y Liberalización de 1959. El Plan contenía una

batería de medidas de liberalización. En el plano interno, disminuyó el grado de

regulación de diversos sectores. En el plano exterior, se mantuvo un importante grado

de proteccionismo arancelario, pero prescindiendo ya del proteccionismo vía

cantidades. Además, aunque las operaciones con divisas extranjeras no se

liberalizaron plenamente, sí se autorizaron algunas operaciones privadas. Esta

apertura de España hacia el exterior se vio complementada por la incorporación del

país a las principales instituciones internacionales y, ya en 1970, por la firma de un

acuerdo de relaciones preferenciales con la Comunidad Económica Europea.

Esto no quiere decir que, a la altura de 1975, la economía española no

estuviera todavía sometida a un alto grado de regulación. En parte por la persistencia

de muchos elementos del armazón intervencionista del primer franquismo, en parte

porque algunas de las nuevas políticas puestas en práctica más adelante también

contenían nuevas dosis de regulación. Así, por ejemplo, los sectores industrial y

financiero continuaron siendo estrechamente regulados, dado que el Estado definió

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una serie de industrias de interés preferente, creó un conjunto de “polos de desarrollo”

en regiones hasta entonces no muy industriales, y estableció para todo ello canales de

financiación privilegiada. Las entidades financieras fueron puestas a disposición de

esta estrategia a través de la imposición de regulaciones, particularmente exigentes en

el caso de las cajas de ahorros, encaminadas a garantizar que una determinada

proporción de los recursos financieros fuera canalizada hacia el Estado, las empresas

públicas o los sectores definidos como preferentes. A lo que aún habría que añadir la

intervención directa a través de las empresas públicas del Instituto Nacional de

Industria o el sistema de concesión de créditos oficiales. De hecho, a partir de 1964,

Franco adoptó la idea francesa de la “planificación indicativa”, a través de la cual el

Estado no obligaba pero sí incentivaba que la iniciativa privada se dirigiera a

determinados sectores y regiones. El resultado fueron unos Planes de Desarrollo que,

si bien no eran tan intervencionistas como las medidas del primer franquismo, sí

apostaban claramente por una especie de “capitalismo organizado” a la española.

Otra esfera muy regulada era el mercado laboral. Hubo algún signo de

liberalización, por ejemplo en el ámbito de la fijación de los salarios: de un sistema

basado en el dictado del gobierno se pasó a otro basado en la negociación colectiva

en el seno de los sindicatos verticales. En términos generales, sin embargo, el modelo

franquista de relaciones laborales se mantuvo alejado de lo habitual en Europa

occidental: allí la negociación colectiva era mucho más inclusiva porque tenía lugar

entre la patronal y los sindicatos obreros (y no en el marco corporativista de los

sindicatos verticales), y el Estado se limitaba a facilitar los acuerdos en lugar de (como

en España) asumir unilateralmente la regulación de los más diversos aspectos del

mercado laboral. El resultado fue un mercado laboral muy rígido, en el que destacaba

la persistencia de fuertes restricciones legales al despido de trabajadores.

TRANSICIÓN Y DEMOCRACIA (1975-2007)

En 1975, la muerte de Franco abrió la puerta a una transición desde la

dictadura hacia la democracia. Se trató de una transición compleja y llena de

incertidumbres que tuvo lugar dentro del propio marco legal creado por el franquismo.

Las dos cabezas visibles de la transición fueron el rey Juan Carlos I y el presidente del

gobierno Adolfo Suárez. La posición de ambos se derivaba del marco legal franquista:

años antes de su muerte, Franco había establecido que, cuando llegara el momento,

su sucesor a la cabeza del Estado sería el joven Juan Carlos de Borbón (y no su padre

Juan, que, como hijo de Alfonso XIII, estaba en principio por delante de él) sería su

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sucesor a la cabeza del Estado, mientras que Adolfo Suárez era un político franquista

que fue designado presidente por parte del rey. Desde la legalidad franquista, Suárez

llevó adelante el proyecto de reforma política encaminado a restaurar la democracia,

cuyo texto fundacional fue la Constitución de 1978.

El periodo comprendido entre 1978 y el presente ha sido, con diferencia, el

periodo más largo de democracia en la historia de España. La única amenaza al

sistema democrático provino, como en ocasiones anteriores, de un golpe de estado

militar, en este caso encabezado por Antonio Tejero en 1981. Pero, al contrario que en

ocasiones anteriores, el golpe fracasó y la democracia se consolidó. La calidad del

sistema democrático español ha sido puesta en tela de juicio en no pocas ocasiones

desde entonces, la última de ellas por parte del movimiento de los indignados del 15-M

(a partir de 2011). En perspectiva histórica, sin embargo, no cabe duda de la gran

diferencia que existe entre este sistema, aun con todos sus aspectos criticables, y la

mayor parte de sistemas políticos en la historia previa de España. La celebración de

elecciones libres en las que contienden diversos partidos políticos y el respeto de los

derechos básicos para el funcionamiento del sistema democrático han culminado un

largo proceso de cambio político. Lejos quedan no sólo los tiempos de las monarquías

absolutas, sino también los de las dictaduras contemporáneas.

La consolidación de la democracia implicó además otras dos importantes

rupturas políticas. En primer lugar, el Estado centralista del franquismo fue

reemplazado por un Estado descentralizado en el que diecisiete Comunidades

Autónomas, dotadas de competencias en diversos ámbitos, establecían un importante

contrapeso al poder del Estado central. Y, en segundo lugar, España fue finalmente

admitida a la Comunidad Económica Europea (futura Unión Europea) en 1986. Las

relaciones de la España de Franco con la C.E.E. habían ido mejorando, hasta el punto

de que en 1970 se había firmado un acuerdo preferencial entre ambas partes, pero el

carácter dictatorial del sistema de gobierno español bloqueaba cualquier intento de

incorporación de España como miembro de la C.E.E. La adhesión de España a la

C.E.E. en 1986, un símbolo para toda una generación de españoles marcados por el

aislamiento franquista, abrió además la puerta para la participación del país en el

ambicioso proyecto de una unión monetaria europea: el proyecto del euro, que como

tal arrancó en 1999, poniendo así fin a la era de la peseta (que había comenzado en

1868). El resultado de ambas rupturas estaba claro: la gran concentración de poder en

el Estado central durante el franquismo se difuminaba ahora conforme crecientes

cuotas de poder eran transferidas hacia abajo a las Comunidades Autónomas y hacia

arriba a la Unión Europea.

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Aunque partidos de diferente orientación ideológica han encabezado sucesivos

gobiernos a lo largo de los años, puede distinguirse un rasgo básico en la regulación

económica de la democracia: la tendencia a desmontar el entramado intervencionista

del franquismo, todavía significativo a la altura de 1975, a través de medidas

liberalizadoras. En el plano interior, diversos mercados que hasta entonces se

encontraban muy intervenidos, como las telecomunicaciones o la energía, fueron

relativamente liberalizados. También se flexibilizaron las restricciones que pesaban

sobre la utilización del suelo para la construcción de edificios y viviendas. Además, se

procedió a la privatización, total o parcial, de muchas empresas públicas del periodo

previo; un caso importante fue la privatización de Telefónica, una de las mayores

empresas del país. En el plano exterior, la tendencia hacia la liberalización fue aún

más acusada, sobre todo porque la incorporación a la C.E.E. implicaba abolir las

medidas proteccionistas que España venía manteniendo con sus ahora socios

europeos, adoptar las tarifas exteriores comunes de la C.E.E. y moderar

significativamente las subvenciones encubiertas que, a través de diversas

bonificaciones, el Estado venía concediendo a las empresas exportadoras. Si ya la

última parte del franquismo fue una etapa de relativa liberalización exterior, las

décadas posteriores continuaron e intensificaron el proceso.

No cabe concluir de lo anterior que España regresara al capitalismo liberal del

siglo XIX. Muchas de las liberalizaciones interiores fueron parciales, en especial en el

sector servicios, por lo que la regulación continuó siendo importante para la

coordinación de la actividad económica. Además, uno de los mercados más

importantes de cualquier economía, el mercado laboral, mantuvo un considerable nivel

de regulación por parte del Estado. Tras el regulacionismo franquista (consolidado por

la ley de relaciones laborales aprobada en 1976), sucesivos gobiernos impulsaron

iniciativas de desregulación (en especial, las reformas laborales de 1984, 1994 y

1997), encaminadas a crear un mercado laboral en el que empresarios y trabajadores

se encontraran de manera más flexible: fomento de la contratación temporal (en

contraste con el énfasis del franquismo en la contratación permanente), creación de

figuras contractuales especiales (como los contratos en prácticas o los contratos por

obra), abaratamiento del coste de despido… Este proceso de desregulación fue

acompañado por la puesta en marcha por parte del Estado de un factor compensador:

la instauración del diálogo social entre patronal y sindicatos obreros. En efecto, el

regreso de la democracia supuso la re-legalización de los sindicatos obreros, algunos

de los cuales habían operado en la clandestinidad durante el franquismo. Y, como en

otros países europeos occidentales, a estos sindicatos se les asignó un papel

importante como interlocutores dentro del diálogo social. El resultado tangible más

Page 28: Fernando Collantes - unizar.es

importante de este proceso continuo de diálogo social fue la aprobación consensuada

de convenios colectivos que fijaban las condiciones laborales para cada sector y

sentaban las bases para la posterior concreción de dichas condiciones dentro de cada

empresa. De este modo, la protección al trabajador pasaba a depender menos de un

complejo entramado de reglas impuesto por el Estado a las empresas, y más de la

capacidad de los sindicatos para alcanzar consensos con la patronal. Incluso aunque,

en varias ocasiones, los gobiernos democráticos aplicaron directamente reformas

laborales flexibilizadoras, el mercado laboral continuaba sujeto a un considerable

grado de regulación a comienzos del siglo XXI.

Otra razón por la que la tendencia (indudable) hacia la liberalización no supuso

un regreso al capitalismo liberal es que el Estado se mostró inclinado a asumir tareas

de coordinación macroeconómica con objeto de crear un entorno lo más favorable

posible para el desempeño de la actividad empresarial. El ejemplo más notable de ello

fue el énfasis puesto por gobiernos de los más diversos signos en el control de la

inflación. La crisis del petróleo de la década de 1970, combinada con algunos rasgos

específicos de la situación española (heredados de la excesiva permisividad monetaria

de la regulación franquista), condujo a una escalada de precios formidable. En 1977,

en plena transición, los distintos partidos políticos e interlocutores sociales se

aprestaron a combatir la escalada inflacionista a través de un paquete de medidas

consensuadas: las contenidas en los Pactos de la Moncloa. Allí, junto a la

concertación de un esfuerzo de moderación salarial (con objeto de frenar los efectos

que sobre la inflación podían tener unas demandas salariales desmedidas), se optó

por seguir una política monetaria activa para luchar contra la subida de precios. Los

sucesivos gobiernos de la democracia continuaron haciendo uso de esta baza. Hasta

tal punto se consideró importante la definición de la política monetaria que en 1994 el

Banco de España, la entidad encargada de ejecutar dicha política (con la estabilidad

de precios como principal objetivo), fue declarada autónoma y, por lo tanto, sus

decisiones dejaron de estar directamente vinculadas al gobierno. La entrada en la

zona euro a partir de 1999 supuso la cesión de la política monetaria al Banco Central

Europeo, que también asumió como prioridad la lucha contra la inflación: la creación

de un entorno macroeconómico de precios estables en el que las transacciones

económicas y los proyectos empresariales pudieran desarrollarse sin incertidumbre

acerca del valor de la moneda.

Page 29: Fernando Collantes - unizar.es

2 Hacienda Pública

Buena parte de las actividades llevadas a cabo por el Estado requieren un

desembolso económico por parte de este: el mantenimiento del orden público, la

administración de justicia, la construcción de infraestructuras, la provisión de servicios

públicos para sus ciudadanos… Como es lógico, la realización de estos gastos

públicos viene condicionada por la capacidad del Estado para obtener ingresos. A su

vez, la capacidad de financiación del Estado depende, aunque no exclusivamente, de

su capacidad para recaudar impuestos entre sus ciudadanos. Estos impuestos pueden

ser directos, como los impuestos sobre la renta de las personas o los impuestos sobre

los beneficios de las empresas, o indirectos, como los impuestos sobre el consumo.

Otras formas de obtención de ingresos por parte del Estado incluyen (o han incluido

históricamente) el cobro de tasas a los usuarios de sus servicios, la concesión de

funciones públicas a particulares y la explotación de monopolios, así como, en un

plano bien diferente, la venta de deuda pública a inversores nacionales o

internacionales.

En la Europa contemporánea, el Estado ha pasado de tener un tamaño

económico pequeño, con ingresos y gastos bajos en relación al PIB, a un tamaño

económico más grande. La gama de funciones asumidas por el Estado se ha

expandido notablemente, pasándose de un Estado mínimo que apenas asumía las

funciones imprescindibles (orden público, justicia, algunas infraestructuras…) a un

“Estado del bienestar” que asume también la provisión masiva de servicios educativos,

servicios sanitarios y protección social (pensiones de jubilación, prestaciones por

desempleo…). También se han producido grandes transformaciones en los sistemas

fiscales, pasándose de sistemas débiles y regresivos a sistemas más potentes y

progresivos, es decir, sistemas que no sólo tienen una mayor capacidad recaudatoria

sino que ejercen una mayor presión sobre los grupos sociales acomodados y, por

tanto, implican una redistribución de la renta hacia los grupos desfavorecidos. Aun con

todo, esta creciente presión fiscal no ha sido por lo general capaz de cubrir los no

Page 30: Fernando Collantes - unizar.es

menos crecientes gastos públicos, conduciendo a una importante acumulación de

deuda pública.

La cronología y los detalles de esta transición varían mucho de país a país. A

grandes rasgos, el siglo XIX fue el siglo del Estado liberal, un Estado mínimo. En los

últimos años del siglo XIX y, sobre todo, durante las primeras décadas del siglo XX,

más y más Estados comenzaron a adoptar un tamaño económico más grande, con

recaudaciones fiscales más cuantiosas destinadas a financiar una gama algo ampliada

de gastos públicos entre los que se encontraba el embrión de lo que luego sería el

Estado del bienestar. El clímax de este Estado económicamente más grande llegó en

el periodo comprendido entre el final de la Segunda Guerra Mundial y la crisis

económica iniciada en 1973, durante el cual se consumaron las tendencias descritas

en el párrafo anterior. Por el contrario, en las últimas cuatro décadas esta expansión

del Estado parece haber tocado techo. Ni la cobertura del Estado del bienestar ni las

inversiones públicas en infraestructura han caído drásticamente, como tampoco se ha

producido una reducción notable de la presión fiscal; en otras palabras, no se ha

presenciado un regreso al Estado mínimo del siglo XIX. Pero sí se ha frenado la

tendencia de buena parte del siglo XX.

LA HACIENDA PÚBLICA DE LAS MONARQUÍAS ABSOLUTAS (1500-1833)

Pese a lo que el término (político) “monarquía absoluta” podría sugerir, el

Estado del Antiguo Régimen era débil desde un punto de vista económico. Asumía

unas funciones mínimas, si bien una parte sustancial de su gasto se orientaba a

financiar actividades bélicas, ya fuera de guerra contra otras potencias europeas, ya

fuera de conquista y mantenimiento del orden en el Imperio americano. Aun con todo,

el gasto público español se mantuvo bajo a lo largo de todo este periodo, al menos si

lo comparamos con lo que sería habitual más adelante.

No es que los gobernantes apostaran por la austeridad (de hecho, su

expansionismo territorial y sus ambiciones militares absorbían con frecuencia más de

la mitad del presupuesto), sino que se enfrentaban a enormes obstáculos a la hora de

conseguir ingresos. El sistema fiscal tenía una capacidad recaudatoria muy modesta

por dos motivos. En primer lugar, porque el Estado carecía de suficiente fuerza política

para imponer una presión fiscal más elevada sobre sus ciudadanos, ya fuera sobre los

más acaudalados, ya fuera sobre las clases populares. La imposición directa, que

habría podido gravar con especial fuerza a los estamentos privilegiados, tenía un peso

muy pequeño dentro del sistema fiscal. De hecho, uno de estos estamentos

Page 31: Fernando Collantes - unizar.es

privilegiados, la Iglesia, gestionaba un sistema fiscal paralelo en torno a la figura del

diezmo, que establecía la transferencia de una parte de la producción cosechada por

las familias campesinas a la Iglesia. Así las cosas, y teniendo en cuenta los

paupérrimos niveles de vida, próximos a la mera subsistencia, tampoco resultaba

factible para el Estado elevar la presión fiscal sobre las clases populares más allá de

un cierto umbral (bastante bajo). La capacidad recaudatoria del Estado era modesta

no sólo por las características del sistema fiscal, sino también, y en segundo lugar, por

su modo de gestionarlo. La fiscalidad, tremendamente fragmentada en diversas figuras

impositivas, estaba mal gestionada por un aparato administrativo débil y poco

preparado. De hecho, no era infrecuente que, ante las dificultades para (y los costes

de) hacer efectivo el cobro de determinados impuestos en determinados lugares, el

Estado subcontratara el cobro de impuestos a particulares: un aristócrata o un

comerciante, por ejemplo, adelantaban una cantidad de dinero al Estado, que a partir

de entonces se desentendía y dejaba en manos de estos inversores la recaudación del

impuesto.

El sistema fiscal era tan débil que el déficit público se convirtió en un rasgo

estructural de las monarquías absolutas, y ello a pesar de que, como hemos

comentado anteriormente, el gasto público no dejaba de ser bastante reducido. Los

metales preciosos extraídos del Imperio americano pasaron entonces a cumplir una

función decisiva a la hora de intentar equilibrar las cuentas públicas. Sin embargo, a

pesar de la riqueza del subsuelo americano, la disponibilidad de metales preciosos por

parte de la Corona no dejaba de estar sujeta a ciclos, en función del grado de

eficiencia de las explotaciones mineras o de la mayor o menor frecuencia de los

descubrimientos de nuevos yacimientos. En suma, no era solución suficiente al

problema del déficit público, y los sucesivos monarcas debieron buscar prestamistas

particulares que financiaran su deuda. En la época de los Austrias, se forjó una fuerte

dependencia de la Corona con respecto a banqueros genoveses y alemanes. Ni

siquiera así pudo aquella evitar una serie de bancarrotas públicas a lo largo del siglo

XVII (cuando una severa crisis económica contrajo la base imponible de lo que ya de

por sí era un maltrecho sistema fiscal), lo cual no hizo sino incrementar el coste de la

financiación de la deuda: ante la falta de confianza en la capacidad de pago de la

monarquía española, los prestamistas extranjeros aplicaron una prima de riesgo que

encareció los nuevos créditos de la monarquía.

Por supuesto, se sucedieron los intentos de reformar y fortalecer el sistema

fiscal con objeto de aumentar los recursos financieros a disposición del Estado. Por

ejemplo, tendió a cerrarse la distancia existente entre los sistemas fiscales de los

distintos territorios. Durante el siglo XVI, en pleno proceso de formación del Estado

Page 32: Fernando Collantes - unizar.es

moderno, cada territorio tenía su propio sistema fiscal y, por ejemplo, la presión fiscal

en la antigua corona de Castilla era superior a la de la antigua corona de Aragón. Las

reformas fiscales de siglos posteriores, y en especial las de los Borbones en el siglo

XVIII, buscaron homogeneizar las cargas fiscales de unos y otros territorios. Pero

algunas de las reformas más profundas que se plantearon, como por ejemplo en

relación a la administración directa de los impuestos por parte del Estado (en lugar de

la administración indirecta arrendada a particulares), terminaron fracasando. El

endeudamiento se convirtió en un problema crónico y, a finales del siglo XVIII, la

Corona impulsó la creación de una entidad privada, el Banco Nacional de San Carlos,

cuya principal función pasaría a ser precisamente la de ejercer de prestamista del

Estado.

LA HACIENDA LIBERAL Y MÁS ALLÁ (1833-1975)

¿Qué supuso la quiebra del Antiguo Régimen y el ascenso al poder de los

liberales para la Hacienda Pública española? Una ruptura importante con respecto al

Antiguo Régimen, y que abrió el camino hacia el Estado moderno tal y como hoy lo

comprendemos, fue el hecho de que el Estado pasara a ostentar el monopolio de la

recaudación fiscal. En 1841, en una medida de gran importancia para la destrucción

de la sociedad estamental, el gobierno liberal abolió el diezmo, el sistema fiscal

paralelo con que la Iglesia venía financiándose desde largo tiempo atrás. Además, de

manera más gradual pero sin duda efectiva ya en la parte final del periodo, el Estado

fue dejando de subcontratar el cobro de impuestos a particulares y pasó a gestionar de

manera directa el cumplimiento de las obligaciones tributarias.

Junto a la concentración de toda la recaudación fiscal en manos del Estado, en

detrimento de la Iglesia y de particulares, una segunda ruptura fue la importante

reforma tributaria diseñada por Alejandro Mon y puesta en práctica a partir de 1845.

Los primeros gobiernos liberales habían atravesado dificultades presupuestarias no

muy diferentes de las que tanto habían dañado a la monarquía absoluta: el sistema

fiscal heredado del Antiguo Régimen era manifiestamente insuficiente para hacer

frente siquiera a las reducidas funciones que el Estado aspiraba a asumir. De hecho,

algunas de las reformas liberales no sólo habían supuesto la implantación de una

sociedad de mercado (como hemos visto anteriormente), sino que también suponían

una inyección de liquidez en las maltrechas arcas del Estado; la desamortización

eclesiástica de 1836, decretada en plena guerra carlista, es una buena ilustración. La

reforma de Mon, probablemente la reforma más ambiciosa en la historia de España

Page 33: Fernando Collantes - unizar.es

hasta aquel momento, buscaba proporcionar una solución más duradera a los

problemas de financiación del Estado. Para ello, planteaba la necesidad de unificar el

sistema fiscal, haciéndolo más homogéneo y compacto, en contraste con la

multiplicidad de figuras fiscales y variantes locales propias del Antiguo Régimen.

También planteaba la necesidad de combinar los impuestos indirectos, que a través de

múltiples figuras habían sido claves en la fiscalidad absolutista, con dosis mayores de

impuestos directos. Se trataba, en suma, de una reforma fiscal con una profunda

vocación modernizadora: más que simples retoques sobre el sistema heredado del

Antiguo Régimen.

El balance de la aplicación de la reforma fiscal de 1845 fue, sin embargo,

agridulce. La reforma logró una parte de sus propósitos modernizadores, sobre todo

en lo referido a la unificación y compactación de las figuras fiscales. Sin embargo,

fracasó estrepitosamente a la hora de ensanchar la base fiscal a través de impuestos

directos, ya que la aplicación de los mismos tropezó con obstáculos políticos

insalvables a la hora de gravar a las rentas más altas: básicamente, la antigua nobleza

(ahora reconvertida en burguesía terrateniente) y la emergente clase empresarial de la

industria y el comercio.

Así las cosas, el déficit público y la acumulación de cantidades cada vez

mayores de deuda pública continuaron siendo problemas tan acuciantes para el nuevo

Estado liberal como lo habían sido tiempo atrás para las monarquías absolutas. No es

que el Estado liberal extendiera de manera significativa sus funciones: al final de

nuestro periodo, el gasto público ejecutado por el Estado no superaba aún el 10 por

ciento del PIB. Ni siquiera los evidentes problemas sociales de la época, durante la

cual la desigualdad entre clases acomodadas y clases populares fue en aumento,

alejó a los liberales de su concepción de un Estado mínimo: provisión de una reducida

gama de bienes públicos básicos (orden público, justicia, infraestructuras de

transporte), pero no asunción de funciones de protección social para los grupos más

desfavorecidos por el ascenso de la sociedad de mercado. De hecho, uno de los

problemas de legitimidad social a que se enfrentó el liberalismo en España fue el

hecho de que, al destruir el Antiguo Régimen, se llevó consigo buena parte de sus

instituciones locales de protección social sin sustituirlas por nuevas instituciones de

rango estatal: la protección social fue dejada en manos de la beneficencia y la caridad

privadas. Tampoco hubo una provisión amplia de nuevos bienes públicos, como por

ejemplo la educación (dejada en manos de los municipios, muchos de ellos débiles

desde el punto de vista económico y debilitados aún más por la desamortización civil)

o la gestión urbana (planificación de la expansión de las ciudades, gestión de los

residuos, control y prevención de enfermedades…).

Page 34: Fernando Collantes - unizar.es

Y, aún así, la base fiscal del Estado era tan débil que estos modestos gastos

fueron suficientes para provocar déficit persistentes. Hacia el final del periodo, estaba

gestándose una espiral de endeudamiento: una parte sustancial del gasto público de

cada año debía destinarse al pago de deudas contraídas en el pasado, por lo que el

Estado se veía abocado a un nuevo déficit y a nuevas emisiones de deuda. Con objeto

de gestionar esta espiral de endeudamiento, los gobiernos liberales recurrieron a la

monetización del déficit por parte del Banco de España (una especie de sucesor del

Banco Nacional de San Carlos, que previamente ya había sido sustituido en sus

funciones de prestamista del Estado por el Banco de San Fernando). También

terminaron repudiando una parte de la deuda contraída: lo que en la época se llamaba

“arreglo” de la deuda y hoy llamamos “quita”. Obviamente, se trataba de soluciones de

emergencia que aliviaban el problema de la deuda pública pero generaban daños

colaterales, al introducir gran incertidumbre en las expectativas de los agentes

económicos.

En suma, la Hacienda Pública liberal no era ya la misma que la Hacienda

Pública del Antiguo Régimen, pero sí compartía con esta un problema crónico de

déficit y endeudamiento. Esto refleja bien las opciones políticas de los dos grandes

grupos sociales cuya alianza hizo posible la destrucción del Antiguo Régimen: los

liberales y una parte de la nobleza. Los liberales, representando los intereses de una

emergente clase empresarial, se orientaban hacia un Estado mínimo que redujera las

cortapisas al funcionamiento libre de los mercados y las empresas privadas, sin asumir

funciones de protección social y sin ejercer una presión fiscal intensa sobre la

actividad económica. Parte de la nobleza, por su parte, estaba dispuesta a apoyar el

proyecto liberal si este no atentaba contra sus derechos de propiedad (en otras

palabras, si no redistribuía tierra hacia los campesinos) o si, incluso, les permitía

convertir algunos de sus derechos señoriales en derechos de propiedad privada plena.

Estos aristócratas apoyaron la transición hacia un tipo de sociedad de mercado de la

cual ellos pudieran beneficiarse en calidad de grandes propietarios del factor

productivo tierra. Tampoco ellos tenían motivos para ver con agrado un Estado

grande, que ejerciera una presión fiscal más intensa a las clases acomodadas con

objeto de financiar una gama más amplia de funciones sociales. Esta alianza entre

liberales y parte de la nobleza fue suficiente para imponerse sobre la Iglesia y el resto

de la nobleza, destruir el Antiguo Régimen e introducir la sociedad de mercado, acabar

con la monarquía absoluta e introducir un sistema de monarquía constitucional. La

transición hacia un Estado más activo no entraba, sin embargo, en sus planes.

Tampoco los sucesivos gobiernos de la Restauración y la Segunda República,

pese a ir alejándose del capitalismo liberal y acercándose a un capitalismo regulado,

Page 35: Fernando Collantes - unizar.es

alejaron a la Hacienda Pública española del modelo liberal clásico. El sistema fiscal no

experimentó grandes transformaciones durante la Restauración y, ante los conocidos

obstáculos políticos para gravar a las rentas más altas, los impuestos directos

continuaron teniendo un protagonismo moderado. Durante el primer bienio de la

Segunda República, la reforma fiscal de Jaume Carner buscó potenciar la imposición

directa a través de la creación de un impuesto sobre la renta, pero se trataba de un

impuesto complementario que apenas introducía algo de modernidad dentro de un

sistema fiscal decididamente tradicional.

Cuadro 2.1. Deuda pública en circulación como porcentaje de la renta nacional

1860 1882 1901 1923 1935 1955 1971 1985 2001

63 182 132 60 72 40 23 27 56

Fuente: Comín y Díaz (2005).

El gasto público, por su parte, también mantuvo sus rasgos tradicionales.

Aunque el Estado fue pasando a regular la actividad económica de manera más

estrecha que durante los tiempos liberales, sus actividades de gasto continuaron

circunscritas a un abanico bastante estrecho de funciones. Durante las primeras

décadas de la Restauración, la espiral de endeudamiento iniciada ya a lo largo del

periodo previo hizo que una parte sustancial del gasto público tuviera que ser

destinada al pago de las obligaciones crediticias contraídas (cuadro 2.1). Y, más

adelante, el importante desembolso requerido por la guerra de Cuba, que culminaría

en la independencia del país (uniéndose así al nutrido grupo de repúblicas

latinoamericanas que habían conseguido su independencia aprovechando la crisis del

Antiguo Régimen español a comienzos del siglo XIX), aumentaría la presión sobre las

cuentas públicas. Los persistentes problemas de déficit presupuestario y deuda

pública impidieron a España participar en el sistema monetario internacional que,

hacia finales del siglo XIX, estaba contribuyendo a la integración de las economías en

Europa y fuera de ella: el patrón oro. En los inicios del siglo XX, los gobiernos de la

Restauración, carentes de la voluntad y la fuerza necesarias para realizar una reforma

fiscal en profundidad, se vieron obligados a adoptar planes para la contención del

gasto. Ni siquiera la muy publicitada política de fomento de las obras públicas por

parte de Primo de Rivera fue tan ambiciosa en lo que a gasto público ejecutado se

refiere. Por su parte, los gobiernos de la Segunda República, reformistas y activos en

tantos ámbitos, se aferraron a la doctrina del equilibrio presupuestario y, en

Page 36: Fernando Collantes - unizar.es

consecuencia, mantuvieron una política de gasto moderada; en otras palabras, no

optaron por una política expansiva que, según planteaba por aquel entonces John

Maynard Keynes en una decisiva aportación teórica, aun conduciendo a déficit podía

sacar a las economías de la Gran Depresión.

Si sucesivos gobiernos de la Restauración y la Segunda República

conservaron en no poca medida el legado liberal en materia de Hacienda Pública,

tampoco se produjo una gran reforma fiscal durante el franquismo. Por el lado de los

gastos, el Estado mantuvo una política de austeridad. Es cierto que, conforme fue

avanzando el periodo, el gasto en defensa y ejército, reforzado durante el primer

franquismo, fue dejando paso a la educación, la sanidad y los gastos en protección

social. En este último campo hubo cambios de gran calado: a mediados de la década

de 1960, los diversos y fragmentados seguros sociales que habían ido apareciendo en

las décadas previas a la Guerra Civil, y que inicialmente habían sido gestionados por

los sindicatos verticales a través de mutuas laborales de carácter sectorial, fueron

unificados en el marco de un nuevo organismo, la Seguridad Social. Las condiciones

relativas a estos seguros también fueron modificadas; en particular, las pensiones de

jubilación, anteriormente organizadas de acuerdo con un sistema actuarial (la pensión

se financiaba a través de las aportaciones al fondo realizadas por cada individuo a lo

largo de su vida laboral) pasaron a organizarse de acuerdo con un sistema de reparto

(las pensiones de la generación que se jubilaba se financiaban a través de las

aportaciones a la Seguridad Social que en ese momento realizaban las generaciones

que permanecían en el mercado laboral). Aun con todo, estos importantes cambios no

hicieron del Estado franquista un Estado del bienestar: su línea de gasto fue

demasiado austera para que tal calificativo sea adecuado.

También por el lado de los ingresos apostó el franquismo por una Hacienda

Pública modesta: la presión fiscal se mantuvo baja a lo largo del todo el periodo. La

principal novedad tuvo que ver con la ya mencionada creación de la Seguridad Social,

que se financiaba con las cotizaciones realizadas mes a mes por empresas y

trabajadores y terminó convirtiéndose en un subsistema fiscal de gran importancia.

Pero no hubo una reforma en profundidad del sistema fiscal. Hubo reformas menores

encaminadas a mejorar la gestión del sistema a través de la simplificación y unificación

de figuras impositivas, pero, en lo sustancial, el sistema mantuvo sus rasgos

tradicionales: la presión fiscal directa sobre las rentas y los patrimonios era baja, por lo

que la recaudación pública dependía en gran medida de la imposición indirecta. De

hecho, hacia el final del franquismo, la contribución de los impuestos indirectos a los

ingresos ordinarios del Estado alcanzó un máximo histórico (cuadro 2.2). Esto ocurría

cuando nuestros vecinos de Europa occidental cerraban un ciclo de reformas fiscales

Page 37: Fernando Collantes - unizar.es

que, aprovechando la bonanza económica del periodo posterior a la Segunda Guerra

Mundial, había reforzado el papel de la imposición directa y progresiva con objeto de

financiar la expansión del Estado del bienestar. Pero, para la austera política de gasto

público diseñada por los sucesivos gobiernos franquistas, este sistema fiscal

tradicional era más que suficiente. De hecho, salvo en sus primeros años, la dictadura

no tuvo problemas importantes de endeudamiento y, a la altura de 1975, el peso de la

deuda pública española sobre el PIB era menor que nunca antes (o después) en el

periodo contemporáneo.

Cuadro 2.2. Estructura porcentual de los ingresos ordinarios del Estado

Impuestos directos

Impuestos sobre el capital

Impuestos indirectos Monopolios

1850 27 1 30 28 1900 34 5 39 13 1935 33 6 30 15 1970 27 1 60 10 1985 41 0 39 5 2000 44 0 42 5

Fuente: Comín y Díaz (2005). LA MODERNIZACIÓN DEL SISTEMA FISCAL ESPAÑOL (1975-2007)

Si tanto el sistema de gobierno como las características de la regulación

económica experimentaron grandes transformaciones a raíz de la consolidación de la

democracia, lo mismo ocurrió con la Hacienda Pública. Por el lado de los gastos, se

puso en marcha un Estado del bienestar. Es cierto que, al haber desperdiciado la

España franquista la oportunidad de construir un Estado del bienestar durante la

época de crecimiento económico acelerado posterior a la Segunda Guerra Mundial, la

construcción del Estado del bienestar español se desarrolló en un entorno

macroeconómico menos propicio. La larga crisis de 1975-85 y, en cierta medida,

también la más breve crisis de comienzos de la década de 1990 condicionaron la

capacidad de expansión del Estado del bienestar. La cobertura de las prestaciones del

Estado del bienestar no alcanzó, de este modo, los niveles de otros países (cuadro

2.3). (Tampoco está claro, de todos modos, que el nivel de eficiencia de ese Estado

del bienestar haya sido alto.)

Page 38: Fernando Collantes - unizar.es

Cuadro 2.3. Gastos en prestaciones de protección social 1985 2000 España Unión

Europea España Unión

Europea Gasto social por habitante

(euros en PPA)

1.551

3.264

3.416

5.793

Gasto social (% PIB) 20 26 20 28 Estructura del gastos social (%)

Vejez 34 36 42 41 Enfermedad 26 24 30 27 Desempleo 19 7 12 7 Familia e hijos 3 8 3 9

Fuente: Comín y Díaz (2005).

Pero, si en lugar de comparar a España con otros países, la comparamos

consigo misma a lo largo de la historia, no cabe duda del cambio. Durante sus últimos

años, el Estado franquista ya había comenzado a aumentar su provisión de educación,

sanidad y protección social, pero los primeros gobiernos de la democracia

intensificaron el proceso hasta llevarlo a un nivel cualitativamente diferente. Con el

tiempo, muchas de estas competencias quedarían en manos de las Comunidades

Autónomas; de manera destacada, educación y sanidad. Otros elementos, en cambio,

han continuado siendo gestionados a nivel central, como por ejemplo las pensiones de

jubilación o las prestaciones por desempleo (estas últimas establecidas en su formato

moderno durante los inicios de la década de 1980). De cualquiera de las maneras, la

asunción de una amplia gama de funciones sociales en el marco de un Estado del

bienestar condujo a un claro aumento del peso del gasto público dentro del PIB

(cuadro 2.4), llevando a España a una convergencia con los países europeos más

avanzados, en los que dicho aumento había sido más temprano y gradual.

Pero, ¿cómo financiar esta ampliación en la gama de gastos del Estado?

También hubo grandes cambios por el lado de los ingresos públicos (cuadro 2.5). La

Seguridad Social, ya creada durante el franquismo, continuó siendo un subsistema

fiscal de gran importancia cuantitativa, pero ahora se vio acompañada por una

fiscalidad ordinaria renovada. La reforma fiscal diseñada por Enrique Fuentes

Quintana, aprobada en plena transición en el marco de los Pactos de la Moncloa de

1977, aspiraba a corregir el desmesurado peso que los impuestos indirectos habían

cobrado dentro de la recaudación fiscal, con los consiguientes inconvenientes en

términos de cantidad recaudada y distribución social de dicha carga. El objetivo de

Fuentes Quintana era permitir que el Estado pudiera recaudar más y, además, que

Page 39: Fernando Collantes - unizar.es

modulara su presión fiscal en función de la renta y la riqueza de cada persona o

familia. El resultado de la reforma fue el paso a primer plano de los impuestos directos,

como el impuesto de sociedades y, sobre todo, el impuesto sobre la renta de las

personas físicas. Por primera vez en la historia, este impuesto ganaba un

protagonismo destacado (más allá de su papel meramente complementario en los

años de la Segunda República). Se trataba, además, de un impuesto claramente

progresivo: establecía diferentes tipos impositivos para diferentes tramos de renta, de

tal modo que las personas con mayor renta pagaban proporcionalmente más que las

personas con menor renta (que incluso podían llegar a quedar exentas del pago del

impuesto). Por ello, el impuesto sobre la renta de las personas físicas pasó a actuar

como factor de redistribución automática de la renta.

Cuadro 2.4. Gasto público como porcentaje del PIB

Gasto público ejecutado por el Estado Gasto público total

1870

10

1900 7 1920 8 1940 13 1960 11 15 1970 14 20 1980 16 32 1990 26 43 2000 26 39

Fuente: Comín y Díaz (2005). Cuadro 2.5. Presión fiscal (ingresos fiscales como porcentaje del PIB)

1850 1900 1930 1950 1970 2000

A 8 10 11 12 12 28 B 19 40

A: Excluidas las contribuciones a la Seguridad Social B: Incluidas las contribuciones a la Seguridad Social Fuente: Comín y Díaz (2005). Elaboración propia.

El otro gran cambio en el sistema fiscal español tuvo lugar en 1986, cuando la

incorporación a la C.E.E. implicó la adopción del impuesto sobre el valor añadido

(IVA). Se trataba de un impuesto indirecto que, por tanto, carecía del componente de

progresividad del impuesto sobre la renta. Era, sin embargo, un impuesto de gestión

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sencilla (era recaudado por las empresas a través del precio que se embolsaban por

sus productos, y posteriormente transferido por las empresas al Estado) y nuevas

voces subrayaban por toda Europa que quizá se trataba de un impuesto que llevaba

asociada menos distorsiones sobre los incentivos que los impuestos directos

progresivos. El IVA pasó así a convertirse en una de las principales bases fiscales del

Estado, si bien su tipo impositivo medio se mantuvo por debajo de la media de la

Unión Europea.

La indudable modernización del sistema fiscal español era necesaria para

sostener un gasto público en claro aumento, pero no fue suficiente. Los votantes de la

democracia parecían ver con mejores ojos la expansión de las funciones del Estado

que la expansión de su recaudación fiscal. Además, España era a finales del siglo XX

y comienzos del XXI uno de los países europeos (probablemente, sólo por detrás de

Grecia) con mayores tasas de fraude fiscal. Vigilar el cumplimiento de las obligaciones

tributarias de las empresas y los ciudadanos era costoso y, además, los evasores

fiscales contaban cada vez con un abanico más amplio de sutiles prácticas. En estas

condiciones, tan sólo en dos de los más de treinta años de democracia hubo superávit

en las cuentas públicas. El persistente déficit público, especialmente agudo en años de

crisis económica (cuando los ingresos públicos tendían a contraerse y los gastos de

protección social del Estado del bienestar, por ejemplo las prestaciones de desempleo,

tendían a expandirse), condujo a la misma tendencia al endeudamiento que otros

países europeos occidentales habían vivido desde décadas antes. Esto puso la

política económica de los gobiernos españoles bajo presión: hacia mediados de la

década de 1990, la contención del déficit público pasó a ser una prioridad con objeto

de asegurar la entrada de España en la zona euro, concebida entonces como un club

de economías saneadas y suficientemente similares como para poder soportar la

ausencia de una política monetaria propia; a raíz de la crisis iniciada en 2008, la

contención del déficit público volvió a primer plano de las preocupaciones de los

sucesivos gobiernos, con objeto de impedir que la desconfianza de los compradores

de deuda pública (medible a través de la prima de riesgo de la deuda española)

encareciera aún más la financiación del Estado e hiciera insostenibles las cuentas

públicas.

Page 41: Fernando Collantes - unizar.es

3 Transición demográfica

Una de las obras clásicas en la historia del pensamiento económico, el Ensayo

sobre la población de Robert Malthus (1798), argumentaba que la dinámica

demográfica condicionaba el funcionamiento de la economía: una población en

aumento suponía, por un lado, una mano de obra creciente, pero también elevaba el

listón de las necesidades productivas de la sociedad. Desde entonces, y hasta el día

de hoy, la historia de la población ha ocupado un lugar fundamental en el estudio de la

historia de las economías. Nosotros vamos a centrarnos en los tres elementos de la

historia de la población que tienen una mayor relevancia desde el punto de vista

económico: la transición demográfica, el cambio estructural y el capital humano.

Trataremos la transición demográfica en esta práctica y los otros dos aspectos en la

siguiente.

Antes del siglo XIX, todas las sociedades europeas (y de otras partes del

mundo) presentaban elevadas tasas tanto de natalidad como de mortalidad; a finales

del siglo XX, en cambio, ambas tasas eran bajas. Se pasó de una situación a otra

como consecuencia de un proceso denominado transición demográfica. En la mayor

parte de casos, el detonante de esta transición fue el declive de la mortalidad que se

produjo durante el siglo XIX (comienzos del siglo XX en algunos países). Más

adelante, este declive fue seguido por un declive de la natalidad: en algunos países,

casi de manera simultánea al declive de la mortalidad; en otros, quizá más numerosos,

con un cierto rezago, de tal modo que la primera fase de la transición demográfica fue

una fase de aceleración en el crecimiento demográfico. Tras la Segunda Guerra

Mundial, las sociedades europeas completaron definitivamente la transición

demográfica y, para finales del siglo XX, ya eran sociedades de “madurez de masas”,

con elevadas esperanzas de vida y bajas tasas de crecimiento natural. ¿Qué es lo que

ocurrió en España?

Page 42: Fernando Collantes - unizar.es

EL RÉGIMEN DEMOGRÁFICO TRADICIONAL (1500-1880)

La demografía del Antiguo Régimen se caracterizaba por altas tasas de

mortalidad y altas tasas de natalidad. El riesgo de mortalidad era tan elevado que, aún

hacia el final de nuestro periodo, la esperanza de vida al nacer era de unos 25 años.

Esto no quiere decir que las personas de 35 o 45 años fueran una rareza, o que la

mayor parte de personas adultas no sobrevivieran más allá de la edad de

aproximadamente 25 años. La mayor parte de personas adultas sí sobrevivían más

allá de esa edad; lo que ocurría es que muchos bebés y niños morían en sus primeros

meses o años de vida, con lo que la esperanza de vida al nacer, una variable

promedio de estas diversas experiencias, alcanzaba un nivel muy bajo. La estructura

por edades de la mortalidad reflejaba, en efecto, un gran protagonismo de los bebés y

los niños: se trataba probablemente de la gran lacra del régimen demográfico

tradicional. Las causas de la elevada mortalidad que de ordinario asolaba a las

poblaciones del Antiguo Régimen eran fundamentalmente tres: las insuficiencias del

sistema sanitario, que, bien por falta de medios, bien por la precariedad del

conocimiento científico de la época, no podían evitar que algunas enfermedades

desembocaran regularmente en defunciones; los problemas de higiene privada en los

hogares de las clases populares, que aún no se habían incorporado a una cultura de la

limpieza y lo aséptico; y, finalmente, el paupérrimo estado nutritivo de la mayor parte

de la población, que, al debilitar el sistema inmunológico, aumentaba la vulnerabilidad

del organismo ante enfermedades que de por sí no habrían llevado necesariamente a

la muerte.

Junto a esta mortalidad ordinaria, de niveles elevados y determinada por

factores estructurales que se mantuvieron inamovibles durante todo el Antiguo

Régimen, las poblaciones de este periodo también sufrieron el desencadenamiento de

alzas repentinas de mortalidad: lo que los historiadores han llamado a posteriori

mortalidad catastrófica o crisis de mortalidad. De manera súbita, la difusión de una

epidemia, como la viruela, el paludismo o la fiebre amarilla, provocaba una cadena de

defunciones que reducía de manera extraordinaria el tamaño de la población de una

comarca o una región. Mientras que en otros países europeos estas crisis de

mortalidad fueron remitiendo conforme avanzaba el periodo moderno, en buena parte

de España, y sobre todo en las regiones interiores, su incidencia continuó siendo

elevada a lo largo de todo el periodo, registrándose todavía en los primeros años del

siglo XIX episodios catastróficos de gran magnitud.

También la natalidad alcanzaba valores elevados. ¿Por qué tenían tantos hijos

unas familias en su mayor parte pobres? No cabe duda de que los aspectos religiosos

Page 43: Fernando Collantes - unizar.es

y culturales son importantes aquí. La España moderna enarboló la bandera de la

Contrarreforma y, por tanto, del monopolio de la interpretación de las escrituras por

parte de la Iglesia católica, que ejercía una enorme influencia sobre las conciencias y

costumbres. Así, la regulación de la natalidad no tenía lugar tanto dentro de las

familias como fuera de ellas: a través del adelanto o el atraso de la edad de

matrimonio de las mujeres. Aun con todo, existen al menos otros dos factores que

deberíamos apreciar para comprender por qué era tan elevada la tasa de natalidad. En

primer lugar, buena parte de la descendencia que tenían los matrimonios servía

simplemente para compensar los efectos de la mortalidad infantil. Dadas las tasas de

mortalidad infantil de la época, un matrimonio medio que deseara tener finalmente tres

hijos probablemente necesitaría dar nacimiento a cuatro y presenciar la muerte de uno

de ellos. Y, en segundo lugar, debemos apreciar también que la descendencia cumplía

una función económica en este tipo de sociedades. Al no existir sistemas modernos de

protección social que garantizaran pensiones de jubilación, los descendientes eran la

base económica en que podían apoyarse la mayor parte de personas mayores cuando

alcanzaban una edad que les impedía trabajar. Carecer de hijos o hijas con frecuencia

abocaba a las personas mayores a depender de la beneficencia o la caridad. Por ello,

los matrimonios tenían incentivos económicos (y no sólo inclinaciones religiosas o

culturales) a “invertir” en descendencia: resultaba costoso, porque era necesario

mantener durante algunos años a bebés y niños sin capacidad productiva o

económica, pero más adelante, hacia el final de la vida, ofrecía beneficios económicos.

Sea como fuere, la natalidad se situaba en niveles sólo ligeramente superiores

a la mortalidad ordinaria (y siempre por debajo de la mortalidad catastrófica en

aquellos años en que esta hacía su aparición), por lo que la población española crecía

de manera lenta e irregular. A lo largo del siglo XVI, España pasó de contar con unos

4,5 millones de habitantes a unos 6,6 millones: una expansión demográfica rápida en

comparación con otros países europeos del momento, pero lenta desde la óptica

contemporánea. Esta expansión se vio además cortada durante el siglo XVII, en

especial durante su primera mitad, cuando tanto las ciudades como los campos

perdieron población. A partir de mediados del siglo XVII, algunas zonas comenzaron a

recuperar población, pero fue sobre todo durante el siglo XVIII cuando se consolidó un

nuevo ciclo de crecimiento demográfico que hacia 1800 ya había situado la población

en el entorno de los 11 millones (frente a menos de 8 millones en 1700). Este

crecimiento lento e irregular de la población no era de todos modos un rasgo distintivo

de España. Sí lo era, en cambio, la baja densidad de población: en torno a 20

habitantes por kilómetro cuadrado hacia el final de nuestro periodo. La novela

española más célebre de todos los tiempos, el Quijote de Miguel de Cervantes, ofrece

Page 44: Fernando Collantes - unizar.es

un buen testimonio de esa España poco poblada, en las que las ventas en que se

detienen el ingenioso hidalgo y su fiel escudero aparecen como islas en medio de un

desierto demográfico.

El régimen demográfico tradicional comenzó a dar algunas señales de

transformación en la parte central del siglo XIX. La mortalidad catastrófica comenzó a

remitir: continuó habiendo crisis de mortalidad, la última de ellas provocada por la

propagación de una epidemia de cólera por casi todo el país en 1885, pero la

frecuencia y la gravedad de estos episodios comenzaban a disminuir. Además, en

algunas partes de la España mediterránea, y especialmente en Cataluña, arrancó un

proceso de transición demográfica: la tasa de mortalidad comenzó a caer de manera

sostenida (una vez que el declive de la mortalidad ordinaria se sumó al de la

mortalidad catastrófica, que ya había comenzado a finales del periodo anterior) y, en

respuesta a ello y a toda una serie de nuevas circunstancias económicas y sociales,

los matrimonios ajustaron su comportamientos reproductivos y la tasa de natalidad

comenzó a descender igualmente.

Pero, a pesar de estos signos de cambio, la demografía española aún

continuaba presentando, hacia finales del siglo XIX, indudables continuidades con

respecto al pasado. Los principales cambios que estaban teniendo lugar en Cataluña

aún no se producían en la mayor parte del resto del país. A nivel del conjunto de

España, la transición demográfica prácticamente no había comenzado aún. En

especial en las regiones interiores, las tasas de mortalidad se mantuvieron elevadas a

lo largo de todo el siglo XIX. También se mantuvieron elevadas, como no podía ser de

otro modo, las tasas de natalidad. La esperanza de vida continuaba siendo muy baja.

La sombra de la demografía tradicional continuaba siendo muy alargada todavía a

finales del siglo XIX.

Esta demografía tradicional se erigió en obstáculo para el progreso de la

economía. Las elevadas tasas de mortalidad y natalidad conducían a una estructura

por edades en la que la tasa de dependencia (la proporción entre los jóvenes y

ancianos, por un lado, y los adultos, por el otro) era alta. En consecuencia, muchos

matrimonios atravesaban situaciones de gran presión económica cuando sus hijos

eran aún demasiado pequeños para trabajar o generar algún tipo de recurso

económico y/o cuando sus padres eran ya mayores y necesitaban respaldo

económico. Ello hacía que la mayor parte de la renta familiar se destinara a la

satisfacción de las necesidades básicas de consumo, quedando muy poco margen

para el ahorro o la inversión. A escala macroeconómica, el régimen demográfico de

este periodo era por tanto un obstáculo para la inversión, tanto en capital físico (con

objeto de impulsar el desarrollo de nuevas actividades económicas) como en capital

Page 45: Fernando Collantes - unizar.es

humano (elemento clave para el progreso tecnológico a largo plazo). A ello hay que

añadir que las crisis de mortalidad, allí donde se producían, tenían un efecto

devastador sobre la economía local, al reducir las disponibilidades de mano de obra y

desestructurar el funcionamiento normal de la agricultura. En realidad, lo que hacían

las crisis era agravar un problema estructural más general: el impacto de la densidad

demográfica sobre el rendimiento de la tierra. La densidad demográfica era tan baja

que, en muchas zonas y en muchas explotaciones agrarias, no debía de ser eficiente

pasar de métodos de cultivo y pastoreo extensivos a métodos más intensivos. Durante

este periodo, España era uno de los países europeos con menor densidad

demográfica y, simultáneamente, con menor rendimiento de la tierra. (La relación entre

estas dos variables era, de todos modos, de doble sentido, ya que si los rendimientos

de la tierra hubieran sido originalmente más elevados, ello quizá también habría

estimulado un mayor crecimiento de la población.)

LA TRANSICIÓN DEMOGRÁFICA (1880-1985)

En la mayor parte del país, y probablemente también para España tomada en

su conjunto, la modernización demográfica arrancó a finales del siglo XIX. Fue

entonces, por ejemplo, cuando la esperanza de vida comenzó a aumentar de manera

clara y sostenida (cuadro 3.1). Los problemas de salud pública fueron remitiendo, ya

que se implantaron nuevos y mayores conocimientos científicos para combatir

diversas enfermedades y, además, aumentó la preocupación de los poderes públicos

por preservar la salud de la población a través de campañas de vacunación y

programas de planificación urbanística (que evitaran un crecimiento descontrolado y

precario de los barrios humildes de las ciudades). También es probable que durante

este periodo mejoraran las prácticas privadas relacionadas con la higiene, en especial

las que tenían que ver con el delicado cuidado de los bebés. A ello contribuyó la lenta

pero persistente difusión de una cultura higienista que enfatizaba la importancia del

aseo personal y la limpieza y ventilación de las viviendas. Junto a las mejoras en salud

pública e higiene privada, durante el primer tercio del siglo XX también se consolidó un

proceso que tímidamente había comenzado ya a finales del XIX: la transición

nutricional, es decir, el paso de dietas precarias y monótonas a dietas más abundantes

y más variadas. Esta mejora del estado nutritivo de la población española, aunque fue

gradual y se mantuvo circunscrita a las clases altas y medias, debió de reducir el

impacto de algunas enfermedades sobre la mortalidad.

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Cuadro 3.1. La transición demográfica

Esperanza de vida al nacer (años)

Tasas vitales brutas (por mil habitantes) Mortalidad Natalidad

1865 29,7 33,8 38,6 1880 29,1 30,1 36,1 1900 34,8 28,9 33,8 1930 50,0 16,8 28,2 1950 62,1 10,8 20,0 1975 73,3 8,4 18,8 1985 76,5 8,1 11,9 2000 78,7 9,0 10,0

Fuente: Nicolau (2005).

Además, también continuó remitiendo la mortalidad catastrófica. Todavía en

1918-19 se produjo un grave episodio de crisis de mortalidad, provocado por una

epidemia de gripe que afectó a España y a muchos otros países. Pero se trataba ya de

un último caso, y de características bastante excepcionales. La siguiente crisis de

mortalidad experimentada por España sería de una naturaleza bien distinta, y no

menos excepcional: la provocada por la Guerra Civil de 1936-39. En términos

generales, sin embargo, la mortalidad catastrófica había dejado de marcar la vida de

las familias españolas.

Durante el primer tercio del siglo XX, las familias fueron ganando conciencia de

que la mortalidad, y muy especialmente la mortalidad infantil y juvenil, estaba cayendo.

Dado que la probabilidad de supervivencia de los bebés estaba aumentando, uno de

los motivos por los que la natalidad venía siendo tan elevada hasta entonces estaba

comenzando a debilitarse. Muchos matrimonios comenzaron entonces a aplicar

sistemáticamente algún tipo de planificación familiar (por lo general, bastante

rudimentaria) con objeto de limitar su descendencia y adaptarse a las nuevas

circunstancias. La natalidad comenzó a descender durante este periodo también como

consecuencia de cambios culturales más amplios, como por ejemplo una mayor

secularización de (una parte de) la sociedad. En realidad, el descenso de la natalidad

fue liderado por poblaciones urbanas de clase alta y clase media, precisamente las

más expuestas a este nuevo ambiente cultural.

La caída de la natalidad no se produjo de manera simultánea a la caída de la

mortalidad. Aunque hoy, en retrospectiva, nos es fácil concluir que el riesgo de

mortalidad infantil estaba reduciéndose claramente desde el cambio de siglo, fue

necesario el transcurso de algunos años o décadas para que los matrimonios

apreciaran que esta tendencia era clara y sólida, y no un simple episodio coyuntural.

Page 47: Fernando Collantes - unizar.es

Además, las decisiones de fertilidad estaban sujetas a un componente cultural que no

podía cambiar sino a medio y largo plazo, y ello teniendo en cuenta que la tendencia a

una mayor secularización que hemos mencionado más arriba se enfrentaba aún a la

poderosa influencia mantenida por la Iglesia católica, partidaria de un vínculo estrecho

entre sexualidad y procreación. En consecuencia, la caída de la natalidad fue un tanto

más tardía que la caída de la mortalidad, así que durante las primeras décadas del

siglo XX se aceleró el crecimiento natural de la población española.

La Guerra Civil interrumpió la transición demográfica, al provocar un aumento

de las defunciones como consecuencia de los muertos en combate, los problemas

sanitarios de la vida en el frente y la precarización de los servicios de sanidad a que

podía acceder la población civil. Sin embargo, fue una interrupción corta y de poca

relevancia en el largo plazo. En la inmediata posguerra, durante la década de 1940, ya

se produjo de nuevo un descenso acusado, incluso más rápido que en el pasado, en la

tasa de mortalidad. Para ello resultó fundamental la difusión de antibióticos, penicilina

y las nuevas vacunas de la época. Es muy significativo que esto ocurriera en un

momento en que, como consecuencia de diversos problemas económicos, el estado

nutritivo del español medio tendía a deteriorarse. A pesar de la caída de la renta per

cápita (que no recuperaría su nivel prebélico hasta entrada la década de 1950), el

aumento de la esperanza de vida fue tal que el Índice de Desarrollo Humano (una

medida sintética del bienestar humano que combina renta, educación y salud) mejoró

a lo largo del primer franquismo.

Más adelante, entre 1950 y 1975, incluso sin Estado del bienestar, la tasa de

mortalidad continuó cayendo hasta situar la esperanza de vida en niveles no muy

diferentes ya a los de otros países europeos. En el curso de los setenta y cinco años

comprendidos entre 1900 y 1975, la estructura por edades de la mortalidad había

cambiado decisivamente: si en 1900 la mayor parte de quienes morían eran bebés,

niños y jóvenes, para 1975 la mayor parte de quienes morían eran ancianos. A la

caída definitiva de la mortalidad contribuyeron, entre otros factores, la expansión del

sistema hospitalario, el progreso de la tecnología sanitaria, la mejora en la

planificación urbanística y las medidas de higiene en las ciudades, así como la difusión

de hábitos de higiene personal más saludables entre los distintos estratos de la

sociedad española. En el caso de la mortalidad en los primeros momentos de vida,

también fue determinante el hecho de que cada vez más partos tuvieran lugar en

hospitales con asistencia de personal sanitario, en contraste con los tradicionales

partos en el hogar.

La tasa de natalidad también terminó cayendo a niveles bajos, que apenas

garantizaban el reemplazo generacional. Siguió tratándose, sin embargo, de una caída

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más lenta que la de la tasa de mortalidad. La Guerra Civil y la dura posguerra de la

década de 1940 movieron a muchos matrimonios a retrasar la llegada de

descendencia, pero entre 1950 y 1975 la caída de la tasa de natalidad fue muy

moderada. Fueron los años del baby boom español: decisiones aplazadas durante la

posguerra se materializaron ahora y, además, el auge económico del periodo estimuló

un adelanto en la edad de matrimonio y el mantenimiento de un número importante de

hijos por mujer en no pocas familias. Por otro lado, en el plano cultural, la

secularización fue duramente combatida por el franquismo, que propugnó una

ideología nacional-católica, otorgó un papel central a la Iglesia y, por ello, obstaculizó

el avance de las ideas de planificación familiar. Con todo, hacia 1975 la capacidad del

régimen para controlar la secularización no era ya la que había sido un cuarto de siglo

atrás.

Y, durante los diez años posteriores a 1975, la natalidad cayó con mayor

rapidez aún, debido en parte a la ruptura cultural que supuso el final del nacional-

catolicismo franquista y favoreció un uso mucho más amplio que antes de métodos

anticonceptivos modernos. También influyó el hecho de que el periodo 1975-85 fuera

un periodo de crisis económica durante el cual es probable que muchas parejas

decidieran retrasar el momento en que tener descendencia. Además, en una sociedad

en la que el Estado venía garantizado pensiones de vejez, el valor económico de los

hijos (tan alto en el pasado) caía en picado, mientras sus costes aumentaban

conforme lo hacía el periodo de escolarización de la mayor parte de jóvenes.

¿Cuáles fueron las implicaciones económicas de la modernización demográfica

vivida por España durante la mayor parte del siglo XX? El desarrollo de la transición

demográfica, al seguir un patrón en el que la natalidad cayó de manera claramente

más lenta que la mortalidad, condujo a una aceleración del crecimiento demográfico,

que alcanzó así tasas que no se habían alcanzado antes ni se alcanzarían después

(cuadro 3.2). Esto supuso un aumento del número de consumidores y, por tanto, un

aumento del tamaño del mercado a que se enfrentaban las empresas. En un momento

en el que buena parte de los sectores estratégicos de la economía española (por

ejemplo, buena parte de los sectores industriales) operaban bajo rendimientos

crecientes (es decir, sus costes unitarios medios descendían conforme se ampliaba la

escala de sus operaciones porque de ese modo podían distribuir sus costes fijos entre

un número mayor de unidades producidas), esto permitió a las empresas aprovechar

economías de escala.

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Cuadro 3.2. La evolución de la población española

Población (millones)

Tasa de crecimiento medio anual (%)

1787 10,4 1797 10,5 0,1 1860 15,6 0,3 1877 16,6 0,4 1887 17,5 0,5 1897 18,1 0,3 1900 18,6 0,9 1910 19,9 0,7 1920 21,3 0,7 1930 23,6 1,0 1940 25,9 0,9 1950 28,0 0,8 1960 30,4 0,8 1970 33,8 1,1 1981 37,6 1,0 1991 39,3 0,4 2001 40,7 0,3

Fuente: Nicolau (2005).

Además, la presión económica ejercida por la estructura de la pirámide

demográfica se redujo, de tal modo que la reducción de la tasa de dependencia

favoreció un aumento de las posibilidades de ahorro e inversión, tanto en capital físico

como en capital humano. Atrás quedaban los tiempos en que la presión económica

obstaculizaba la escolarización de los hijos: ahora, como veremos, estos cada vez

permanecían durante más tiempo en el sistema educativo. (Los economistas, con

vocabulario desafortunado, describen esto como el paso de un régimen demográfico

que primaba la cantidad de hijos a otro que primaba su calidad.)

¿HACIA UN RÉGIMEN DEMOGRÁFICO POST-MODERNO? (1985-2007)

Una vez agotado el recorrido histórico de la transición demográfica, España

pasó a una situación en la que, como antes de la transición, las tasas de mortalidad y

natalidad alcanzaban valores similares y, en consecuencia, la población crecía de

manera lenta, si es que crecía. La principal diferencia con la situación pre-transicional

era que ahora las tasas de mortalidad y natalidad se igualaban en valores bajos. La

mortalidad, porque la esperanza de vida continuó prolongándose al compás de las

mejoras científicas y el fortalecimiento del sistema público de sanidad en el marco de

la formación de un Estado del bienestar (que, entre otros aspectos, se reflejó en un

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gran aumento en el número de médicos por habitante). La natalidad, porque el número

de hijos por mujer continuó cayendo, alcanzando niveles inferiores a los de reemplazo

generacional como consecuencia, entre otros factores, de la pérdida de influencia de

la Iglesia católica y la incorporación estructural de la mujer al mercado laboral (y el

consiguiente aumento en los costes, monetarios y de oportunidad, de la

descendencia); en realidad, hacia comienzos del siglo XXI, España era uno de los

países europeos en los que menos favorables eran las condiciones para la

maternidad.

Cuadro 3.3. Estructura porcentual de la población por grupos de edad

Menores de 15 años Entre 15 y 64 años 65 y más años

1877

33

63

4 1900 34 61 5 1930 32 62 6 1950 26 67 7 1970 28 62 10 2001 14 69 17

Fuente: Nicolau (2005).

Desde el punto de vista poblacional, el final de la transición demográfica

implicó el advenimiento de la “madurez de masas”: una sociedad en la que, como

consecuencia de la reducción del riesgo de mortalidad en las edades no avanzadas, el

porcentaje de adultos alcanzaba máximos históricos (cuadro 3.3). Esto tenía diversos

aspectos positivos, desde la mayor interacción entre distintas generaciones a la

reducción a un mínimo histórico de las tasas de dependencia demográfica. Sin

embargo, una proyección de las tendencias recientes hacia el futuro muestra que el

porcentaje de personas de edad avanzada aumentará considerablemente; hacia

mediados del siglo XXI, cuando alcancen dicha edad avanzada los niños del final del

baby boom franquista, la proporción de personas mayores podría situarse en torno a

un tercio del total. En otros términos: la tasa de dependencia demográfica volverá a

aumentar y podría terminar situándose de nuevo en los niveles pre-transicionales que

tanto restringieron en su momento el ahorro y la inversión, y que tanto podrían

restringir también la capacidad del Estado del bienestar para garantizar el

mantenimiento del sistema de pensiones de jubilación tal y como existe en la

actualidad (es decir, un sistema basado en el reparto y, por tanto, muy dependiente de

la relación numérica entre población ocupada y población no ocupada). Ahora bien, la

España de comienzos del siglo XXI, punto final de nuestro análisis, se encontraba sin

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embargo lejos de tal escenario. Además, una reducción de las tasas de desempleo o

un aumento de la tasa de actividad femenina (aún baja en relación a la masculina)

podrían mitigar el problema sustancialmente.

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4 Cambio ocupacional, urbanización y educación

A lo largo de la transición demográfica, la estructura de las poblaciones

europeas se transformó de manera radical, no sólo en términos generacionales (con

un creciente peso para los adultos y, más tarde, para los ancianos, en detrimento de

los jóvenes) sino también en otros dos aspectos íntimamente ligados al cambio

económico: la ocupación y el hábitat. Antes del siglo XIX, la mayor parte de

sociedades europeas eran sociedades agrarias en las que un 65-80 por ciento de la

población activa se empleaba en el sector primario, mientras que, a finales del siglo

XX, esta variable había caído al entorno del 5-10 por ciento. Con distintos ritmos

según los países (en función, a su vez, del ritmo de su crecimiento económico), se

produjo un trasvase de la población agraria hacia la industria y los servicios. En

algunos países, la industria lideró este proceso de atracción de poblaciones agrarias,

pero en otros los servicios desempeñaron un papel igual de importante (o incluso

más). El abandono de la actividad agraria fue acompañado en la mayor parte de casos

por el abandono de los pueblos y comarcas rurales en que históricamente había vivido

la mayoría de la población europea: dado que las actividades industriales y de

servicios tendían a concentrarse en las ciudades, los procesos de cambio ocupacional

fueron acompañados por procesos de urbanización. El resultado de estos últimos fue

transformar unas sociedades rurales, en las que a comienzos del siglo XIX apenas un

15-25 por ciento de la población vivía en ciudades, en sociedades urbanas en las que

en torno al 75 por ciento de la población vivía en ciudades para finales del siglo XX.

Durante las últimas décadas del siglo XX y los comienzos del XXI, sin embargo, la

urbanización comenzó a encontrar su techo, siendo sucedida por procesos de contra-

urbanización a través de los cuales poblaciones previamente urbanas se desplazaban

a viviendas localizadas fuera de las aglomeraciones, no para regresar a las

ocupaciones y estilos de vida rurales tradicionales, sino para intentar compatibilizar

empleos modernos con el atractivo de zonas residenciales de menor densidad de

población. Otra importante ruptura que se inició a finales del siglo XX, en especial tras

la crisis de la década de 1970, fue la tendencia hacia la desindustrialización de la

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población activa: lo que previamente había ocurrido con la agricultura ahora ocurría

con la industria, quedando el proceso de cambio ocupacional liderado exclusivamente

por el sector servicios.

Junto a estos dos cambios estructurales (el cambio ocupacional y la

urbanización) nos interesaremos también por la educación de la población, ya que,

además de ser importante en sí misma, ocupa un lugar destacado dentro del análisis

económico a través del concepto de capital humano. Antes del siglo XVIII, la mayor

parte de europeos eran analfabetos, pero para finales del siglo XIX algunos países

habían logrado ya la alfabetización de casi toda su población; otros tuvieron que

esperar al siglo XX para alcanzar tal logro. Junto a la alfabetización, muy dependiente

de la asistencia a la escuela primaria por parte de niños y niñas, otro cambio

importante, desplegado sobre todo durante el siglo XX, fue el ingreso de más y más

jóvenes en la educación secundaria y, posteriormente, incluso en la educación

universitaria. Desde la perspectiva de un economista, se diría que, como consecuencia

de este aumento en el nivel educativo de la población (en no poca medida ligado al

Estado del bienestar), las economías europeas fueron acumulando capital humano.

AGRARIOS, RURALES Y ANALFABETOS (1500-1900)

Durante el Antiguo Régimen, la mayor parte de la población se empleaba en el

sector primario, teniendo los otros sectores un peso bastante bajo. Muchos de estos

empleados en el sector primario eran en realidad trabajadores pluriactivos que

combinaban el trabajo agrario (en su explotación o como asalariados en las

explotaciones de otros) con diversas ocupaciones no agrarias, como la manufactura a

pequeña escala en sus propias casas o el transporte a lomos de animales. Pero, en

cualquier caso, eran campesinos (primordialmente vinculados a la agricultura y la

ganadería) quienes representaban la mayor parte de la población activa española. Las

causas por las cuales persistió a lo largo de todo el Antiguo Régimen esta estructura

ocupacional tradicional fueron tanto de demanda como de oferta. Por el lado de la

demanda, hay que tener en cuenta que, como los niveles de renta eran bajos, la

mayor parte de la demanda del consumidor se orientaba hacia los bienes básicos,

entre los cuales la comida ocupaba el primer lugar; en consonancia con el elevado

peso de la alimentación dentro de los presupuestos familiares, el sector primario tenía

un elevado peso dentro de la estructura ocupacional. Y, por el lado de la oferta, hay

que tener en cuenta que la agricultura en que se encontraba empleada esta población

era un sector económico limitado, de baja productividad y con importantes

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restricciones (geográficas, tecnológicas e institucionales) a su crecimiento; por ello, era

un sector intensivo en mano de obra que no podía, bajo peligro de ver disminuida su

producción, liberar demasiados trabajadores para su empleo en otros sectores de la

economía.

Dado que la mayor parte de la población activa se empleaba en el sector

primario, la mayor parte de la población total vivía en zonas rurales. Es cierto que, a lo

largo de este periodo, el porcentaje de población urbana tendió a aumentar

tímidamente. (De hecho, este porcentaje no era bajo en relación a la mayor parte de

países europeos.) Sin embargo, las ciudades españolas no crecieron a gran velocidad

durante la Edad Moderna, y muchas de ellas eran de pequeño tamaño. Así, hacia

comienzos del siglo XIX, la inmensa mayoría de la población española vivía aún en

zonas rurales.

Este panorama apenas cambió a lo largo del siglo XIX. La principal excepción

fue Cataluña, donde, bajo el liderazgo del sector textil, arrancó un proceso moderno de

industrialización que impulsó el cambio ocupacional, conforme población previamente

agraria fue empleándose en los nuevos puestos de trabajo del sector secundario. Y,

aunque el nivel de industrialización de algunas comarcas rurales catalanas no era

despreciable, la mayor parte de estos nuevos empleos se localizaban en las ciudades

y, en consecuencia, hubo también un proceso de urbanización. Pero se trataba de una

excepción dentro de una España abrumadoramente agraria y rural.

Un último rasgo de la mayor parte de la población española en este periodo era

el analfabetismo. Hacia comienzos del siglo XIX, en algunas regiones, sobre todo de la

mitad norte del país, estaba ya en marcha una transición hacia la alfabetización, pero

se trataba de una transición lenta. Y en la mayor parte del país, incluso en regiones

como Cataluña, las tasas de alfabetización se mantuvieron bajas. Fuera del estrecho

mundo de las elites, el analfabetismo era un rasgo estructural en la mayor parte de

familias españolas. La principal excepción se daba en algunas regiones de la mitad

norte del país, como Cantabria, La Rioja o partes de Castilla y León. A la altura de

1900, la alfabetización de estas poblaciones no era todavía plena (como sí era el caso

en los países más avanzados de Europa), pero se aproximaba a ello. A lo largo de la

segunda mitad del siglo XIX, el Estado prestó mayor atención a la educación de las

clases populares, en especial a través de la Ley Moyano de 1857, que definió un

sistema educativo moderno con tres niveles (primaria, secundaria y estudios

superiores) y estableció la obligatoriedad de la escolarización hasta los doce años. El

motor fundamental del proceso de alfabetización del norte del país durante este

periodo se encontraba, sin embargo, en factores endógenos de cada región y

comarca, como el apoyo de las comunidades locales de cara al sostenimiento

Page 55: Fernando Collantes - unizar.es

económico de escuelas o el elevado valor concedido por las familias campesinas a la

educación de sus hijos.

En cambio, en la mitad sur del país el proceso de alfabetización avanzaba con

gran lentitud. La Ley Moyano había establecido el principio de obligatoriedad de la

escolarización primaria, pero no los medios para vigilar su cumplimiento. Quedó en

manos de los municipios, y de sus finanzas (a veces maltrechas), la tarea de

proporcionar educación a los niños. En buena parte del sur del país, donde iba

dibujándose ya una sociedad rural latifundista con fuertes disparidades entre una elite

terrateniente y la masa de pequeños campesinos y jornaleros, los municipios no se

orientaron de manera decidida hacia el gasto educativo. A ello contribuyó el escaso

interés de las elites locales por la alfabetización del resto de grupos sociales, pero

también el no muy superior interés de muchas familias humildes por la escolarización

de sus hijos. La escolarización era para muchas de estas familias una inversión de

resultados inciertos: era preciso soportar su coste de oportunidad (retirar a los hijos e

hijas de la posibilidad de trabajar y aportar recursos al presupuesto familiar) y esperar

unos beneficios futuros que quizá eran menos evidentes que en zonas de pequeña

propiedad campesina como las del norte (saber leer y escribir podía ser más útil para

un pequeño empresario agrícola, que debía moverse en diferentes mercados y

situaciones, que para un jornalero cuya estrategia se circunscribía al mercado laboral

local). Incluso en el norte, y desde luego también en el sur, este mismo razonamiento

hizo que la mayor parte de familias tendieran a apostar por la educación de sus hijos

en mayor medida que por la de sus hijas. El margen de que disponían los

presupuestos familiares era estrecho, y más si la familia se encontraba en una fase

crítica de elevada dependencia demográfica (debido al nacimiento de nuevos hijos o al

envejecimiento de los abuelos de estos), por lo que numerosas familias no estuvieron

dispuestas a asumir el coste de oportunidad de la escolarización, sin que el Estado

estuviera tampoco dispuesto a asumir el coste de asegurar el cumplimiento del

principio de escolarización primaria obligatoria.

Por todo ello, la acumulación de capital humano en España perdió fuerza y, de

acuerdo con algunos indicadores, incluso pudo tender a estancarse durante las

décadas finales del siglo XIX.

DESAGRARIZACIÓN, URBANIZACIÓN Y ALFABETIZACIÓN (1900-1985)

Durante el primer tercio del siglo XX, conforme ganaba un impulso decisivo la

transición demográfica, también arrancaban los procesos de cambio ocupacional y

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urbanización. La clave era, por supuesto, el trasvase de población agraria residente en

pueblos a ciudades en las que se demanda mano de obra para los sectores

secundario y terciario. A su vez, este trasvase se apoyaba en el hecho de que la

productividad de la agricultura era bastante inferior a la de los otros sectores de

actividad, por lo que la mayor parte de agricultores obtenían ingresos bajos en

comparación con los de los obreros industriales o los trabajadores de la construcción y

los servicios. Es cierto que los agricultores se enfrentaban a unos costes más

reducidos por el hecho de vivir en el medio rural, donde podían producir una parte de

su comida y donde en muchas ocasiones eran propietarios de las casas en que vivían

(a diferencia de, por ejemplo, los obreros urbanos, que debían destinar una parte nada

despreciable de sus ingresos al alquiler de una vivienda). Además, el propio hecho de

emigrar desde el campo hacia la ciudad era costoso en muchos sentidos, desde el

coste del transporte hasta los gastos de instalación previos al primer empleo. Por todo

lo anterior, los agricultores no abandonaban el campo a la desesperada, sino en la

medida en que iban surgiendo oportunidades claras de mejora en las ciudades (y, en

especial, en ciudades no muy lejanas a su comarca de origen). Eso es lo que ocurrió

durante las primeras décadas del siglo XX, conforme la industrialización española,

inicialmente lenta y muy concentrada en Cataluña y el País Vasco, fue acelerándose y

llegando a un grupo más amplio de regiones.

Aún así, la industrialización no fue ni tan rápida ni tan generalizada como para

provocar cambios radicales en las estructuras demográficas. A la altura de la Guerra

Civil, todavía casi la mitad de la población activa estaba empleada en la agricultura y

vivía en zonas rurales. De hecho, la población rural, aunque había caído en términos

relativos (como porcentaje de la población total), había continuado aumentando en

términos absolutos. La emigración hacia el extranjero tampoco había podido actuar

como sustituto a gran escala de la emigración interior, a pesar de que miles de

españoles emigraron hacia Cuba, Argentina y otros países latinoamericanos durante

los primeros años del siglo XX. Antes de esos años, sin embargo, el bajo nivel de renta

de buena parte de la población había restringido su participación en las grandes

corrientes migratorias desde Europa hacia la poco densamente poblada América.

Conforme fueron formándose cadenas migratorias (redes de familiares y conocidos a

través de las cuales los primeros en emigrar facilitaban la subsiguiente emigración del

resto), más y más españoles optaron por la emigración al extranjero, y los efectos

económicos fueron muy importantes en las regiones más afectadas (como por ejemplo

Galicia, donde las remesas de los emigrantes supusieron una importante inyección

para numerosas familias rurales). Pero el estallido de la Primera Guerra Mundial puso

fin a esta gran oleada migratoria europea, y España no fue una excepción. En

Page 57: Fernando Collantes - unizar.es

consecuencia, la emigración a América sólo alcanzó un volumen masivo durante unos

pocos años a comienzos del siglo XX.

La Guerra Civil y el primer franquismo perturbaron el doble proceso de cambio

ocupacional y urbanización, ya claramente en marcha durante el primer tercio del siglo

XX. El fracaso económico del primer franquismo hizo que el porcentaje de agricultores

fuera en 1950 aproximadamente similar al de veinte años atrás. El trasvase de

población del campo a la ciudad se ralentizó, y no faltaron los casos en los que, ante

las dificultades para obtener comida a precios razonables en las ciudades, poblaciones

de origen rural decidieron regresar a sus pueblos.

Cuadro 4.1. Estructura porcentual de la población activa por sectores de actividad

1877 1900 1930 1950 1981 2001 Agricultura y pesca 66 66 46 48 14 5 Minería

14

1 2 2 27 0 Industria 11 19 18 18 Construcción 4 5 7 9 12 Electricidad, gas y agua 2 1 Comercio 3 5 8 9 22 22 Transportes, comunicaciones 3 2 5 4 6 7 Otros servicios 14 11 16 13 19 36

Fuente: Nicolau (2005).

Pero, a partir de la década de 1950, el trasvase de población agraria hacia

otros sectores y las migraciones campo-ciudad ganaron una velocidad hasta entonces

desconocida, acelerándose aún más durante la década de 1960 (cuando alcanzaron

niveles sin apenas comparación en la historia europea) (cuadros 4.1 y 4.2). La

agricultura dejó de ser el principal sector de ocupación y el medio rural dejó de ser el

lugar de residencia mayoritario. Hay que tener en cuenta que la agricultura se

modernizó mucho durante este periodo, pero lo hizo adoptando innovaciones

tecnológicas bastante ahorradoras de mano de obra (como, por ejemplo, el tractor) y,

además, nunca logró acercar su productividad a la del resto de sectores. Por ello,

conforme el crecimiento económico español fue acelerándose entre 1950 y 1975,

miles y miles de agricultores abandonaron el sector y buscaron mayores ingresos en

los otros sectores, cuya demanda de mano de obra se expandía con rapidez. Dado

que estos otros sectores se localizaban prioritariamente en las ciudades, el resultado

fue una aceleración sin precedentes de la emigración campo-ciudad, que provocó la

despoblación de la mayor parte de comarcas rurales del país. Además, a diferencia de

lo que había ocurrido durante el primer tercio del siglo XX, se dieron importantes flujos

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migratorios entre regiones distantes, en especial poblaciones rurales de la mitad sur

del país que se dirigían hacia Cataluña.

Cuadro 4.2. Tasa de urbanización (porcentaje de población residente en núcleos de más

de 5.000 habitantes)

1787 1860 1900 1930 1960 1981 2001

24 23 29 37 51 69 71

Fuente: Tafunell (2005A).

Las causas de la emigración campo-ciudad no eran sólo de tipo ocupacional.

Lo ocupacional influía sobre los ingresos y, por tanto, sobre las posibilidades de

consumo, pero otro problema a que se enfrentaba la población rural era el hecho de

que en los pueblos resultaba mucho más difícil acceder a toda una serie de

infraestructuras, equipamientos y servicios que en las ciudades estaban

desarrollándose cada vez más, desde la educación (institutos de secundaria) y la

sanidad (hospitales) hasta aspectos tan elementales como la electrificación (que llegó

con gran retraso a los pueblos más pequeños). La mala accesibilidad física de muchos

pueblos, ya fuera por carretera o por ferrocarril, no contribuía a solucionar este

problema. Por otra parte, para la población rural femenina, la que más intensamente

participó en las corrientes migratorias, la vida rural tenía el problema añadido del

predominio de las ideas tradicionales sobre la mujer y su subordinación al hombre, que

hacía que muchas jóvenes (e incluso sus propias madres agricultoras) vieran con

malos ojos la opción de casarse con un agricultor.

Una parte de este auténtico “éxodo rural” se canalizó hacia el extranjero, y la

emigración a otros países volvió a alcanzar niveles masivos, en especial durante la

década de 1960 y los primeros años de la década de 1970. Parte de esta emigración

continuó dirigiéndose a América Latina (sobre todo a Venezuela y Argentina),

aprovechando las redes creadas durante la oleada migratoria de comienzos de siglo.

Pero una proporción cada vez mayor de la emigración al extranjero pasó a dirigirse a

otros países europeos, como Francia, Alemania y Suiza. En una fase alcista del ciclo

económico, estos países tenían un exceso de demanda en sus mercados laborales y

pudieron absorber una gran cantidad de emigrantes no cualificados de países menos

desarrollados; es decir, también esta segunda oleada de emigración española al

extranjero fue parte de un patrón más general, en este caso el que conectó a los

emigrantes de países europeos relativamente atrasados con los países más

avanzados. Muchos de los españoles que emigraron hacia Europa central lo hicieron

Page 59: Fernando Collantes - unizar.es

en el marco de acuerdos entre España y sus países de acogida con objeto de

favorecer una emigración ordenada y beneficiosa para todos los implicados. Pero no

es menos cierto que, junto a esta emigración “asistida”, una cantidad probablemente

similar o incluso superior de españoles emigró de manera clandestina. En los países

de acogida, existían controles sobre este tipo de inmigración, pero no fue hasta que la

crisis del petróleo iniciada en 1973 cambió la coyuntura económica que aquellos

países intensificaron las restricciones, y comenzó así a cerrarse el ciclo migratorio de

españoles en Europa central. Ello coincidió, además, con el final del franquismo y el

regreso de numerosos exiliados españoles que en su momento habían salido del país

por motivos políticos. El balance económico de la emigración española al extranjero en

los años sesenta y setenta consistió, como en el caso del anterior ciclo migratorio, en

una considerable inyección financiera para las economías familiares receptoras de

remesas. A nivel macroeconómico, estas remesas cumplieron así una función

estratégica, ya que, en un país con un problema crónico de déficit comercial (como

veremos más adelante), equivalían a unas exportaciones facturadas a los países de

acogida y contribuían a financiar las importaciones necesarias para absorber

tecnología extranjera e impulsar la industrialización del país.

Junto a la desagrarización y la urbanización, otro cambio fundamental fue la

alfabetización. El avance en este campo fue ya más visible y generalizado a partir de

comienzos del siglo XX. El Estado central decidió asumir un papel más activo en el

cumplimiento del principio de obligatoriedad de la escolarización primaria a través de

una financiación directa de la educación y la creación del Ministerio de Instrucción

Pública y Bellas Artes en 1900; decisión a la que pudo no ser ajena la crisis política y

social desatada por la pérdida de Cuba en 1898. En consecuencia, la mayor o menor

inclinación de unas y otras sociedades rurales a la hora de impulsar la alfabetización

de sus miembros más jóvenes, variable crucial hasta entonces, perdió peso. A lo largo

del primer tercio del siglo XX se mantuvieron importantes diferencias regionales, con

algunas regiones (sobre todo en el norte) aproximándose ya a la alfabetización plena y

otras (sobre todo en el sur) manteniendo un importante contingente de analfabetos,

pero incluso en estas últimas regiones el progreso estaba siendo claro y la mayoría de

los niños nacidos en este periodo recibían escolarización.

La transición hacia la alfabetización prosigue, y de hecho se acelera, durante el

franquismo (cuadro 4.3). El eventual paso hacia una alfabetización plena acabaría así

dependiendo de la paulatina desaparición de aquellas personas de cierta edad que en

su momento no tuvieron la suerte de recibir escolarización y no sabían leer y escribir.

Este perfil de analfabeto era el más común durante el franquismo, pero, hacia finales

de nuestro periodo, había ido decayendo como consecuencia del cambio

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generacional. El analfabetismo de 1975 comenzaba a tener un carácter residual (más

que estructural, como había sido el caso hasta el siglo XIX).

Cuadro 4.3. Tasas de escolarización primaria y alfabetización

Escolarización primaria

(sobre población entre 5 y 14 años) Alfabetización

Varones Mujeres Total Varones Mujeres Total

1832 36 12 24 1860 48 27 38 40 12 26 1900 52 42 47 55 32 43 1930 58 53 56 80 63 71 1950 73 60 67 93 83 88 1975 83 84 83 1990 91 89 90

Fuente: Núñez (2005).

El progreso educativo la España franquista también se reflejó en un aumento

en la proporción de personas cuyo nivel de estudios iba más allá de la enseñanza

primaria. Este aumento no fue apreciable antes de la Guerra Civil: para las

generaciones nacidas a comienzos del siglo XX, los estudios de secundaria y los

estudios superiores continuaron teniendo un marcado carácter elitista. Para las

generaciones nacidas hacia mediados de siglo y que desarrollarían su carrera

educativa durante el tercer cuarto del mismo (aproximadamente), este elitismo estaba

desvaneciéndose. Muchos de estos niños y jóvenes (en torno a un tercio) continuaron

sin tener estudios siquiera de nivel primario, pero ahora más de una cuarta parte de la

generación terminaría completando estudios medios o superiores. Por supuesto, no

todas las clases sociales participaron de esta tendencia en igual medida, ya que las

clases altas lo hicieron en mayor medida que las bajas. De hecho, los hijos de las

familias de clase alta y media-alta también pasaron a cursar estudios universitarios en

mayor medida de lo que era habitual antes de la Guerra Civil, en el marco de una

expansión del pequeño sistema universitario español. Mientras tanto, las personas

pertenecientes a familias de clase baja se mantuvieron en su mayor parte al margen

del sistema universitario y, en muchos casos, tampoco participaron en la enseñanza

secundaria (no obligatoria). Pero fue una ruptura significativa con el pasado el que las

clases medias estuvieran comenzando a ir más allá de la simple escolarización

primaria.

Junto a estas diferencias de clase, el principal problema educativo del

franquismo fue la pérdida de capital humano causada por la orientación política del

Page 61: Fernando Collantes - unizar.es

régimen. El triunfo del bando nacional durante la Guerra Civil dio paso a una política

de represalias, como consecuencia de la cual numerosas personas simpatizantes con

el bando republicano vivieron un doloroso proceso de marginación laboral y social.

Con suerte, los simpatizantes republicanos podían mantener sus puestos de trabajo en

la administración pública, por ejemplo, si lograban ser avalados por algún

representante del régimen que atestiguara su buena conducta. A esto tenemos que

añadir el clima de pensamiento único promovido por la dictadura, la feroz represión de

las opiniones disidentes y la falta de respeto hacia la libertad de expresión. El

resultado fue la pérdida del capital humano atesorado por numerosas personas

simpatizantes del bando republicano que decidieron exiliarse o que se vieron

marginadas de los puestos que por su cualificación estaban llamadas a ocupar.

Junto a estas pérdidas de capital humano causadas por el enfrentamiento aún

latente entre las dos Españas, también debemos considerar el impacto del franquismo

sobre el desarrollo de las capacidades de las mujeres. El régimen propugnó una

ideología centrada en el hombre y en la que la mujer desempeñaba un papel

meramente complementario. La noción de que una mujer podía desarrollar una

trayectoria educativa larga y finalmente tener una carrera profesional tan sólo comenzó

a ganar cierto predicamento en los años finales del régimen: durante la mayor parte

del periodo, fue una idea extraña y de tintes subversivos. El hogar, y no la empresa, se

consideraba el espacio natural de la mujer. Si asumimos que el talento está distribuido

por igual entre hombres y mujeres, la ideología (y, en algunos casos, la regulación)

que relegaba a la mujer al hogar y le impedía desarrollar plenamente sus capacidades

supuso una pérdida de capital humano: cuando jóvenes valiosas no recibían la

aprobación de sus padres para estudiar o la de sus maridos para trabajar, no eran sólo

ellas, sino España en su conjunto, la que salía perdiendo.

DESINDUSTRIALIZACIÓN, CONTRAURBANIZACIÓN Y ACUMULACIÓN DE CAPITAL HUMANO (1985-2007)

El ciclo de cambio estructural que había arrancado a comienzos del siglo XX

fue agotando su recorrido histórico durante los años finales del siglo XX. El cambio

ocupacional continuó, pero pasó a adquirir características diferentes. Así, la población

agraria continuó cayendo, pero, dado que en el periodo previo se había producido ya

un fuerte trasvase de población agraria hacia los otros sectores, la población agraria

que quedaba era ya de dimensiones modestas y estaba altamente envejecida, por lo

que no se produjo un proceso tan acusado de “desagrarización” de la población activa.

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Por ese mismo motivo, las migraciones campo-ciudad fueron perdiendo intensidad y,

en realidad, a lo largo de este periodo cambiaron de signo. Hasta entonces, lo habitual

había sido que una parte del crecimiento natural del medio rural (o todo él, o incluso

más en algunos momentos) se canalizara hacia las ciudades. Ahora, en cambio, lo

contrario comenzó a ser cierto, primero en el entorno de las grandes ciudades, más

adelante con carácter general. El encarecimiento de la vivienda urbana, combinado

con el deseo de parte de la población de escapar de las desventajas ambientales e

incluso psicológicas de la vida urbana, hizo que cada vez más personas, en especial

parejas jóvenes de origen urbano, pasaran a poblar zonas rurales situadas en las

proximidades de la ciudad y ahora reconvertidas en nuevas zonas residenciales. No se

trató de una vuelta al campo, pero sí de un proceso de “contraurbanización”. La

movilidad de la población se intensificó, pero las rutas de dicha movilidad cambiaron y

el radio de las mismas se redujo claramente. Por otro lado, las grandes ciudades

españolas, muy señaladamente Madrid y Barcelona, comenzaron a perder población

después de siglos liderando el crecimiento demográfico, mientras dicho liderazgo

pasaba a las ciudades medianas y las nuevas zonas residenciales en el entorno de las

ciudades.

Si la contraurbanización marcó el final de una etapa histórica y el inicio de otra,

algo similar ocurrió en el ámbito del cambio ocupacional como consecuencia de la

desindustrialización vivida por España. La industria, cuyos avances y retrocesos

habían definido la historia del cambio ocupacional hasta entonces, se vio duramente

golpeada por la crisis de 1975-85, una crisis fundamentalmente industrial que destruyó

un gran número de empleos fabriles. El ciclo histórico de la industrialización había

concluido, y la posterior recuperación económica vivida entre 1986 y 2007, apenas

interrumpida brevemente a comienzos de la década de 1990, presenció un crecimiento

sin precedentes de la población empleada en el sector servicios. Los servicios en que

pasó a emplearse un volumen creciente de españoles fueron de cuatro tipos: servicios

a la producción (servicios financieros y servicios a empresas), servicios de distribución

(comercio, transporte y comunicaciones), servicios sociales (educación, sanidad,

Administración Pública) y servicios personales (restauración, reparación…). En

términos cuantitativos, los más importantes de estos resultaron ser los servicios de

distribución, en especial el comercio, que empleaba ya a más del 20 por ciento de la

población española a comienzos del siglo XXI.

Otra ruptura histórica de este periodo fue la conversión de España en país

receptor de inmigrantes. Como vimos en el apartado anterior, España había sido

tradicionalmente un país de emigración. Durante la década de 1980, sin embargo,

comenzó a ser habitual que jubilados británicos, alemanes y de otros países europeos

Page 63: Fernando Collantes - unizar.es

abandonaran sus países y fijaran su nueva residencia en el soleado litoral

mediterráneo. Hacia finales de siglo, esta oleada de inmigrantes, poco importante en

términos cuantitativos, comenzó a verse acompañada de una oleada más significativa

compuesta por inmigrantes procedentes de países menos desarrollados como los

latinoamericanos, africanos y de Europa del Este. Esta segunda corriente inmigratoria,

atraída por el auge económico de España y las facilidades para encontrar empleo en

sectores como la construcción y la agricultura intensiva, alcanzó proporciones inéditas

durante la primera década del siglo XXI, convirtiéndose en el principal revulsivo

demográfico de una población española cuya tendencia natural era hacia el

estancamiento.

Por su parte, el tiempo pasado por los jóvenes españoles en el sistema

educativo continuó aumentando. La educación secundaria prosiguió su tendencia

hacia la generalización social y, de hecho, el primer tramo de la misma terminó

haciéndose obligatorio a raíz de la Ley Orgánica de Ordenación General del Sistema

Educativo (1990), que sustituía a la franquista Ley General de Educación (1970). La

edad mínima de escolarización aumentó así desde los 14 hasta los 16 años. También

se produjo una expansión muy fuerte de la educación superior. En el marco de la

construcción del Estado de las Autonomías, se crearon numerosas universidades y

titulaciones en regiones y provincias que hasta entonces no contaban con oferta de

estudios superiores (o que contaban con una oferta marginal). El acceso a la

universidad continuó sujeto a un gradiente social, ya que los grupos sociales con

menor renta (y menor tradición educativa) tendían a estar menos representados. Sin

embargo, los estudios superiores perdieron el perfil elitista que hasta entonces habían

mostrado conforme las más amplias capas de las clases medias ingresaron en la

universidad. Hacia comienzos del siglo XXI, la tasa de escolarización superior estaba

ya incluso por encima de la de países europeos más avanzados: tras varias décadas

en las que el acceso a los elitistas estudios universitarios era un seguro de inserción

laboral y profesional, más y más familias orientaban a sus hijos hacia dichos estudios

(ahora masificados).

Por todo ello, el número medio de años de escolarización aumentó, como

también lo hizo el porcentaje de población con estudios superiores a los primarios

(cuadro 4.4). En otras palabras, de acuerdo con los indicadores más habituales, el

stock español de capital humano aumentó. Se manifestaron, sin embargo, tres

importantes problemas. En primer lugar, un porcentaje muy alto de jóvenes (uno de los

más altos de la Unión Europea) abandonaba el sistema educativo en cuanto cumplía

la edad de escolarización obligatoria, en no pocas ocasiones sin haber llegado a

completar siquiera el primer tramo de la escolarización secundaria. A ello

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contribuyeron algunas características distintivas del mercado laboral español, como la

facilidad para encontrar un empleo no cualificado, la baja prima de cualificación (la

diferencia entre los salarios de los trabajadores cualificados y no cualificados) o la gran

importancia de los contactos personales en el acceso a un puesto de trabajo. Un

segundo problema de capital humano, al menos en lo que se refiere al impacto

económico del mismo a través del cambio tecnológico, fue el hecho de que las

enseñanzas técnicas tuvieron una difusión más modesta que, por ejemplo, las

enseñanzas de ciencias sociales y humanidades. Finalmente, en tercer lugar, en la

España de comienzos del siglo XXI más y más jóvenes terminaban asumiendo

puestos de trabajo para los que no era necesaria una cualificación tan alta como la

que tenían. Esto era en parte el resultado del carácter poco intensivo en conocimiento

de la economía española, que generaba puestos de trabajo cualificados a un ritmo

inferior al de generación de mano de obra cualificada por parte del sistema educativo.

En parte también podía ser el resultado de un nivel de exigencia educativa

excesivamente bajo, que tendía a devaluar los títulos obtenidos por los estudiantes.

Todos estos problemas mostraban que, hacia comienzos del siglo XXI, aunque

España había hecho grandes progresos en el plano educativo desde una perspectiva

de largo plazo, el capital humano continuaba siendo uno de sus puntos débiles.

Cuadro 4.4. Porcentaje de población según nivel de estudios y año de nacimiento

Año de

nacimiento Sin estudios Con estudios

primarios Con estudios

medios Con estudios

superiores

1840 76 24 1880 51 48 0 1 1910 55 42 1 2 1930 57 36 5 2 1955 34 37 12 15 1974 18 16 36 29

Fuente: Núñez (2005).

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5 Organización empresarial y cambio tecnológico en el sector agrario

En especial a partir del influyente trabajo de Joseph Schumpeter Teoría del

desarrollo económico (1913), la innovación ha sido unánimemente reconocida como

uno de los motores del cambio económico: allí donde las empresas son capaces de

hacer las cosas de una manera diferente se generan desequilibrios que impulsan el

funcionamiento de la economía. Esto, a su vez, obliga a prestar atención a las

empresas y al modo en que se organizan. Las empresas reúnen gran cantidad de

factores productivos, desde edificios y maquinaria hasta trabajadores, con objeto de

desempeñar una actividad económica que todos los implicados confían sea rentable,

pero, más allá de este denominador común, las empresas pueden organizarse de

maneras muy diversas a lo largo del tiempo y el espacio.

En esta práctica y en la siguiente estudiamos los principales rasgos de la

historia empresarial de España y los ponemos en relación con las grandes líneas del

cambio tecnológico. Centraremos nuestra atención en dos grandes contrastes: por un

lado, el contraste entre las economías de base energética orgánica y las economías

inorgánicas (probablemente, la principal ruptura tecnológica en la historia de la

humanidad); por el otro, el contraste entre las empresas pequeñas operando en

condiciones próximas a la competencia perfecta y las empresas grandes operando en

condiciones de competencia imperfecta o monopolio.

En el mundo occidental, el paso de economías orgánicas, cuyas fuentes de

energía estaban estrechamente ligadas al mundo biológico y al funcionamiento de la

naturaleza, a economías inorgánicas, basadas primero en el carbón y más adelante en

la electricidad y el petróleo, fue el cambio tecnológico más importante a la hora poner

en marcha la revolución industrial y, de ese modo, pasar de las bajas (con frecuencia

nulas) tasas de crecimiento económico del periodo preindustrial a las tasas

generalmente elevadas que se han registrado desde el siglo XIX hasta nuestros días.

Esta transición energética fue la base sobre la que se apoyaron sucesivos ciclos de

innovación industrial. La revolución industrial fue posible gracias a la acumulación de

Page 66: Fernando Collantes - unizar.es

innovaciones en el campo de la maquinaria para los sectores textil y siderúrgico,

desarrollándose posteriormente el transporte ferroviario. Más adelante, hacia finales

del siglo XIX comenzó a tomar forma un segundo ciclo de innovaciones: una segunda

revolución industrial liderada por la siderurgia del acero, la industria química y el

transporte marítimo y que, a lo largo del siglo XX, tendría su centro en el sector de la

automoción. En las décadas finales del siglo XX, y hasta nuestros días, se ha abierto

una tercera revolución industrial liderada por las nuevas tecnologías de la información

y las comunicaciones (y en cuyo futuro podría tener una gran importancia también el

sector emergente de la biotecnología y la inteligencia artificial). Estas sucesivas

revoluciones tecnológicas han hecho posible un gran incremento de la productividad,

primero (durante las dos primeras revoluciones industriales) a través de la

mecanización de tareas físicas previamente realizadas por seres humanos y más

adelante (durante la tercera revolución industrial) a través de la mecanización de

tareas no sólo físicas sino también intelectuales.

Todas estas innovaciones tuvieron lugar al tiempo que se producían cambios

igualmente revolucionarios en las formas de organización empresarial. La primera

revolución industrial presenció el ascenso del sistema de fábrica, que suponía una

concentración de capitales y mano de obra superior a la de los sistemas

manufactureros propios del periodo preindustrial. Pero la segunda revolución fue

liderada por empresas incluso más grandes: grandes empresas modernas que tenían

una orientación multifuncional y se caracterizaban por la separación entre propiedad y

gestión. Esto hizo que los sectores líderes de los procesos de industrialización fueran

adoptando rasgos de competencia imperfecta, conforme los grandes grupos

empresariales que lideraban la innovación tecnológica iban captando cuotas

crecientes de mercado (y conforme sectores en los que la gran empresa nunca había

llegado a dominar, como por ejemplo la agricultura, fueron perdiendo peso dentro de la

estructura productiva). A partir de la década de 1970, los sistemas de producción en

masa propios de las grandes empresas modernas comenzaron sin embargo a entrar

en crisis, ganando protagonismo los sistemas de producción flexible a través de los

cuales se establecían redes de coordinación entre empresas de diferentes tamaños y

características. De este modo, aunque los sectores líderes de la tercera revolución

industrial se han venido caracterizando por el liderazgo de empresas grandes en

posición de competencia imperfecta, el espacio para pequeñas empresas altamente

especializadas ha aumentado.

¿Qué ocurría mientras tanto en España? En esta práctica trataremos estos

temas para el que durante largo tiempo fue el principal sector de la economía

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española: el sector agrario. En la práctica siguiente consideraremos la industria, la

construcción y los servicios.

LA AGRICULTURA DEL ANTIGUO RÉGIMEN (1500-1800)

La organización del principal sector de la economía española preindustrial, la

agricultura, es difícil de comprender en toda su complejidad desde la perspectiva de un

observador presente, acostumbrado a la sociedad de mercado. Hasta la revolución

liberal de las primeras décadas del siglo XIX, la agricultura española se organizaba de

acuerdo con los principios del Antiguo Régimen: la sociedad era estamental, y el

mercado desempeñaba un papel pequeño y estaba sometido a una estrecha vigilancia

por parte de los poderes públicos. En el caso concreto de la agricultura, los mercados

de productos agrarios estaban altamente intervenidos (no existía un mercado libre) y

los mercados de factores productivos (en especial, el de la tierra) funcionaban sólo de

manera parcial.

En la sociedad estamental española de los siglos XVI al XVIII, la propiedad de

la tierra estaba muy desigualmente distribuida. Los estamentos privilegiados,

compuestos por los miembros de la aristocracia y la Iglesia católica, concentraban la

mayor parte de la propiedad de la tierra, a lo que se unían diversas prerrogativas y

derechos sobre el resto de la población. La Iglesia, por ejemplo, no sólo obtenía

recursos como consecuencia de su posesión de amplísimas superficies de tierra, sino

que también tenía derecho a recaudar de los campesinos un impuesto proporcional a

la producción agraria de estos últimos (el diezmo). Por debajo de estos estratos

privilegiados se encontraba la inmensa mayoría de la población agraria: desde

pequeños y medianos propietarios hasta jornaleros que trabajaban en las

explotaciones de otros (es decir, en las explotaciones de terratenientes, Iglesia o

campesinos medianos), pasando por campesinos arrendatarios. Más allá de estas

diferencias internas dentro del campesinado, lo cierto es que la gran barrera social se

establecía entre los campesinos y sus “señores”. Franquear esta barrera era

prácticamente imposible, ya que la concentración de la propiedad de la tierra en

manos de unos pocos tendía a reproducirse a lo largo del tiempo. Además, el carácter

amortizado o vinculado de muchas de las tierras propiedad de la nobleza y el clero

aseguraba que estas se mantuvieran fuera del mercado y, por lo tanto, tendía a

inmovilizar la estructura de la propiedad territorial.

La amortización de tierras era, de hecho, una de las grandes restricciones a

que estaba sometida la actividad empresarial en el sector agrario de la España

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preindustrial. Hoy día damos por hecho que el propietario de unas hectáreas puede

hacer con ellas lo que mejor le parezca; si, por ejemplo, quiere presentar estas

hectáreas como garantía para recibir un préstamo bancario (dirigido, pongamos, a

modernizar tecnológicamente la explotación), nada en la sociedad actual se lo impide;

en el peor de los casos, si no es capaz de cumplir con las obligaciones derivadas del

préstamo, el banco se quedará con su finca. En la sociedad del Antiguo Régimen, en

cambio, la amortización o vinculación de buena parte de las tierras impedía a los

señores y a las órdenes religiosas disponer plenamente de las mismas.

La otra gran restricción a la actividad empresarial eran las numerosas y prolijas

regulaciones comunitarias sobre el uso del suelo y el calendario agrario. En el Antiguo

Régimen, las tierras estaban sujetas a diversas capas de derechos superpuestos, de

tal modo que el derecho de propiedad no siempre se identificaba con el derecho de

uso. Los poseedores de la tierra debían respetar regulaciones comunitarias que

otorgaban derechos de uso sobre dicha tierra a ciertas personas para realizar ciertas

tareas agrarias en ciertos momentos del año. Por ejemplo, un campesino, pese a

disfrutar del derecho de propiedad de unas hectáreas, podía verse obligado a permitir

que, una vez recogida su cosecha al final del verano, los otros vecinos del pueblo

pudieran durante algunas semanas alimentar a sus ovejas en esa finca. Este es tan

sólo un ejemplo de las muchas regulaciones comunitarias que impedían un desarrollo

libre y autónomo de la actividad empresarial o, si se quiere, que subordinaban el

desarrollo de la actividad empresarial privada a objetivos más generales.

Paradójicamente, algunas de las mayores empresas agrarias de la España

preindustrial basaban su fortaleza en la utilización de este tipo de regulaciones con

objeto de debilitar la capacidad empresarial de otros. Tal era el caso de las grandes

cabañas de trashumancia ovina. Sus propietarios formaban parte de la elite económica

del país y se encontraban organizados a través de una corporación común (la Mesta)

con gran capacidad para influir sobre el diseño de la política económica. Los grandes

ganaderos mesteños poseían algunas de las superficies en que pastaban sus ovejas,

pero también se apoyaban en gran medida en superficies que no eran de su propiedad

y en las que sus ovejas podían pastar gracias a regulaciones que así lo favorecían.

Los ganaderos riojanos, por ejemplo, tenían derechos de uso sobre pastos

extremeños, lo cual creó hacia el final de nuestro periodo una creciente tensión social,

ya que los campesinos extremeños habrían preferido utilizar dichas tierras para el

cultivo de (por ejemplo) cereales; es decir, que dichas tierras contribuyeran más a la

comunidad local y menos a engrandecer las fortunas de ganaderos residentes en otra

región. Los privilegios de la Mesta también incluían un acceso privilegiado a las

grandes rutas de desplazamiento del ganado: las cañadas, que recorrían todo el país

Page 69: Fernando Collantes - unizar.es

de franjas de tierra que no podían ser cultivadas. Hacia el final de nuestro periodo, ya

desde finales del siglo XVIII y sobre todo a raíz de la revolución liberal, los privilegios

de la Mesta fueron debilitándose, pero durante siglos restringieron fuertemente el

desarrollo autónomo de la actividad empresarial en muchas zonas de España.

El nivel tecnológico de estas actividades primarias era muy bajo, y los

agricultores españoles no transitaron por la senda de innovación que permitió

conseguir modestos pero significativos progresos a los agricultores ingleses y

holandeses durante los siglos XVII y XVIII. Esta senda de innovación no consistía en la

introducción de maquinaria (eso llegaría más adelante) u otras grandes rupturas

tecnológicas, sino en emplear de manera más intensiva los recursos disponibles. Ello

era posible gracias a un círculo virtuoso en el que tres cambios positivos se apoyaban

los unos sobre los otros: se reducía la superficie de barbecho, se aumentaba la

cabaña ganadera y se expandían las superficies destinadas a cultivar plantas

forrajeras para la alimentación del ganado. Esto supuso al mismo tiempo una

intensificación y una diversificación de la agricultura, ya que los antiguos sistemas de

cultivo fueron sustituidos por otros que permitieron incrementar los rendimientos

productivos por hectárea (al reducirse la proporción de superficie que quedaba en

barbecho con objeto de restaurar la fertilidad del suelo) y que además dieron lugar a

una mayor variedad de producciones (al aumentar la proporción del producto agrario

aportada por el subsector ganadero). Estos cambios se apoyaban unos sobre otros

porque la reducción de la superficie de barbecho sólo era posible si, paralelamente,

aumentaba la disponibilidad de fertilizantes, en particular los excrementos animales.

Pero los agricultores españoles no fueron capaces de poner en marcha este

círculo virtuoso. Más bien quedaron atrapados en un círculo vicioso en el que los

sistemas de cultivo continuaron siendo bastante extensivos porque resultaba muy

difícil reducir la proporción de superficie dejada en barbecho, lo cual a su vez era

consecuencia de lo muy difícil que resultaba incrementar la cabaña ganadera. ¿Por

qué? Los factores institucionales que hemos estudiado en la práctica 1, así como sus

implicaciones para el comportamiento empresarial (que acabamos de estudiar),

debieron de desempeñar un papel, al generar asignaciones de recursos ineficientes y

una estructura de incentivos poco favorable a la innovación. También la baja densidad

demográfica del país debió de influir, al elevar el coste de una hipotética transición

desde una agricultura extensiva hacia una agricultura intensiva. Introducimos a

continuación, sin embargo, un grupo adicional de factores que nada tiene que ver con

la población o la organización social: los factores geográficos, que durante este

periodo condicionaron las estrategias empresariales tanto o más que los anteriores.

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Dadas las condiciones tecnológicas de la época, la climatología mediterránea

planteaba un problema para la agricultura. El nivel de precipitaciones era en la mayor

parte de España mucho más bajo e irregular que, por ejemplo, en Inglaterra, lo cual

conducía a niveles de aridez muy superiores. En consecuencia, resultaba mucho más

difícil para un agricultor español implantar el conjunto de cambios interrelacionados

que estaban generando progreso agrario en Inglaterra. En la Cornisa Cantábrica, con

condiciones climatológicas más parecidas a las del norte de Europa, sí que

encontramos algunos de estos cambios. Pero en la mayor parte del país persistieron

los sistemas de cultivo extensivos tradicionales: la senda de cambio agrario del norte

de Europa no era aplicable en las condiciones del clima mediterráneo. Este problema

fue común a otros países del sur de Europa, que también llegaron a las puertas de la

era industrial con unas agriculturas menos progresivas que las de los países

noroccidentales.

Otro factor geográfico que condicionó los resultados de los agricultores

españoles durante este periodo fue el accidentado relieve del país. España es uno de

los países más montañosos de Europa: de acuerdo con la definición legal actualmente

imperante en nuestro país, casi el 40 por ciento de la superficie nacional está

compuesta por municipios de montaña. En España como en todas partes, las

superficies de montaña son menos productivas desde el punto de vista agrícola que

las superficies llanas y, además, requieren grandes esfuerzos por parte de los

campesinos para ser labradas. En la Gran Bretaña de este periodo, los resultados

agrarios también fueron claramente mejores en las zonas llanas del centro y el sur del

país que en las zonas de montaña del norte. Sin duda, el accidentado relieve jugó en

contra de muchos agricultores españoles.

UNA AGRICULTURA EN TRANSICIÓN (1800-1950)

Tras el desmoronamiento del Antiguo Régimen, se abrió paso en España un

nuevo orden agrario, cuya cristalización se produjo a lo largo de la segunda mitad del

siglo XIX y las primeras décadas del siglo XX. El nuevo orden se basaba en tres

pilares: primero, la desamortización (eclesiástica y civil), que inyectó amplias

superficies de tierra en el mercado; segundo, la tendencia a la identificación entre

derechos de propiedad y derechos de uso, lo cual implicaba el desmantelamiento de

numerosas regulaciones comunitarias y de los privilegios históricos de los ganaderos

trashumantes; y, tercero, la liberalización de los mercados de productos agrarios y de

factores productivos para la agricultura.

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El nuevo orden agrario favoreció una cierta tendencia hacia la campesinización

de la agricultura, es decir, hacia el acceso de un número mayor de familias

campesinas a la propiedad de la tierra o, cuando menos, al arrendamiento de la

misma. Con todo, hubo marcadas diferencias entre unas y otras partes del país,

configurándose en realidad tres tipos diferentes de sociedades rurales. Por un lado

estaban las sociedades campesinas de la Cornisa Cantábrica y de las zonas de

montaña de otras partes del país. Estas eran sociedades en las que predominaban

pequeñas explotaciones campesinas que utilizaban fundamentalmente mano de obra

familiar. A comienzos de nuestro periodo, la mayor parte de estas explotaciones eran

arrendamientos de tierra que las familias campesinas realizaban a los terratenientes

locales. A lo largo del siglo previo a la Guerra Civil, sin embargo, más y más

campesinos fueron accediendo a tierras en propiedad. El resultado fue una sociedad

rural en la que, si bien existían campesinos más y menos ricos (así como una elite

terrateniente), el nivel de desigualdad era relativamente bajo. A ello contribuyó también

el hecho de que, a lo largo del periodo, la mayor parte de los montes comunales de

estas zonas continuaran sujetos a sus regulaciones tradicionales y no fueran objeto de

subasta y privatización.

En el otro extremo se situaban las sociedades latifundistas de la mitad sur del

país, en particular Extremadura y Andalucía occidental. Aquí la estructura empresarial

estaba dominada por grandes fincas (los latifundios) cuya propiedad estaba

concentrada en un reducido número de familias. Existía una enorme disparidad entre

estas familias terratenientes y una gran masa de familias jornaleras que, carentes de

tierra, se veían forzadas a trabajar en los latifundios a cambio de salarios bajos y,

además, debían soportar considerables periodos de inactividad estacional como

consecuencia del carácter cíclico de la demanda de mano de obra en los latifundios.

La formación de este tipo de sociedad rural tenía unas raíces históricas profundas, que

se remontaban al menos hasta el periodo de la Reconquista, pero sin duda se vio

apuntalada por los efectos del nuevo orden agrario en esta parte del país. Por un lado,

los aristócratas recibieron facilidades para transformar sus antiguos derechos sobre

algunos territorios en derechos de propiedad plena. Por el otro, la privatización de

amplias superficies comunales condujo a un aumento de los patrimonios de las

familias pudientes (las que tenían capacidad para pujar en las subastas), reforzando

así la desigualdad en la distribución de la propiedad de la tierra. Es cierto que muchos

latifundios eran gestionados por sus propietarios de manera indirecta, cediendo

parcelas de los mismos a campesinos arrendatarios que conformaban así una precaria

clase media entre los terratenientes y los jornaleros, pero en cualquiera de los casos

estamos ante una sociedad extremadamente desigual.

Page 72: Fernando Collantes - unizar.es

Entre ambos extremos, el de la España minifundista y el de la España

latifundista, existía un tercer grupo de casos intermedios. Estos se localizaban en

numerosas comarcas llanas del interior del país, así como en el litoral mediterráneo.

Aquí había elites que poseían grandes superficies de tierra, había campesinos que

poseían o arrendaban pequeñas propiedades, y había jornaleros que trabajaban en las

explotaciones de otros a cambio de un salario, pero con más frecuencia aún las

familias combinaban varias de estas posibilidades. Así, por ejemplo, muchos jóvenes

podían empezar ganando algún dinero como jornaleros para posteriormente formar

una familia y arrendar un pequeño trozo de tierra, combinando su trabajo en la

explotación propia con algunos jornales en las explotaciones de otro. El peldaño

siguiente en esta escalera agraria podía ser comprar algo de tierra y combinar el

trabajo en esas tierras con el trabajo en tierras arrendadas, e incluso todavía algún

trabajo jornalero esporádico. En suma, había una combinación de propiedad,

arrendamiento y trabajo asalariado, y las proporciones de cada elemento iban

cambiando a lo largo del ciclo de vida de los individuos. Aunque el nivel de

desigualdad no era tan bajo como en las sociedades campesinas, el progreso de las

familias humildes era mucho más factible que en las sociedades latifundistas.

Estos tres tipos de sociedad rural, con sus diferentes tipos de explotaciones y

familias, fueron la base sobre la que se apoyó el crecimiento de la agricultura española

durante este periodo. Buena parte de este crecimiento fue de naturaleza extensiva, es

decir, consistió en la extensión a nuevas superficies del tipo de agricultura que ya

venía practicándose con anterioridad. Este fue el caso en buena parte del interior del

país y en las sociedades latifundistas, donde las desamortizaciones inyectaron nuevas

tierras en el mercado y las explotaciones agrarias abastecieron con tecnología

tradicional la creciente demanda de alimentos por parte de una población española en

vías de urbanización. También hubo, sin embargo, vías de crecimiento más intensivas,

más progresivas. En todo el arco mediterráneo, el doble estímulo de la demanda

urbana y de la demanda internacional favoreció una especialización en vino, aceite y

productos hortofrutícolas. Esta especialización, que fue liderada por pequeños y

medianos campesinos que iban subiendo peldaños en la “escalera agraria”, conducía

a rendimientos superiores a los de la agricultura cerealista tradicional. De manera

paralela, los campesinos del norte de España fueron especializándose en la ganadería

vacuna y, con objeto de mejorar sus resultados, introdujeron desde finales del siglo

XIX animales extranjeros caracterizados por presentar mayores rendimientos. (Una

vaca lechera holandesa, por ejemplo, podía dar el triple de leche que una vaca

cántabra tradicional.) Se trató, por tanto, de una auténtica puesta al día tecnológica.

Finalmente, en muchas otras partes del país, y sobre todo a partir de comienzos del

Page 73: Fernando Collantes - unizar.es

siglo XX, la agricultura de secano de bajo rendimiento comenzó a modernizarse como

consecuencia de la aplicación de fertilizantes químicos (en sustitución de los

fertilizantes naturales tradicionales), la introducción de maquinaria (aún movida en su

mayor parte por la energía orgánica de los animales) y, en algunos casos (allí donde

se realizaron las obras públicas pertinentes), de la transformación en agricultura de

regadío.

Esta lenta pero básicamente positiva evolución de la agricultura española se

vio cortada por la Guerra Civil y el primer franquismo. Durante la autarquía de la

década de 1940, las explotaciones agrarias españolas sufrieron un proceso de

reversión tecnológica: el cambio técnico que se había iniciado en las décadas previas

a la Guerra Civil se vio detenido como consecuencia de las fuertes restricciones

impuestas a la importación de maquinaria y fertilizantes químicos, así como por la

incapacidad del tejido productivo nacional para sustituir plenamente dichas

importaciones. Así, muchas explotaciones agrarias eran, a la altura de 1950, más

tradicionales desde el punto de vista tecnológico de lo que lo habían sido quince años

atrás.

LA AGRICULTURA INORGÁNICA (1950-2007) En fuerte contraste con lo ocurrido en los años posteriores a la Guerra Civil, la

paulatina apertura de la economía española hacia al exterior a partir de la década de

1950 (y especialmente tras el Plan de Estabilización de 1959) hizo posible que los

agricultores españoles absorbieran el nuevo bloque tecnológico que por entonces

estaba transformando profundamente las agriculturas de toda Europa. El bloque

contenía tres elementos: en primer lugar, la mecanización de numerosas labores

agrícolas, gracias, por ejemplo, al desarrollo de nuevos, mejores y más baratos

modelos de tractor que sustituían a energías orgánicas como la tracción animal y la

fuerza humana (cuadro 5.1); segundo, la utilización masiva de inputs químicos, en

particular fertilizantes (cuadro 5.2); y, tercero, la mejora genética del ganado, sobre

todo en el caso del ganado aviar y porcino, que pasó además a ser alimentado

masivamente con piensos industriales que aumentaban su rendimiento (cuadro 5.3).

Un bloque basado, de este modo, en un elevado consumo de petróleo, tanto de

manera directa (para el funcionamiento de la maquinaria) como de manera indirecta

(dado que los nuevos inputs eran con frecuencia producidos lejos del medio rural y,

por tanto, requerían ser transportados hasta el mismo).

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Cuadro 5.1. Incorporación de tractores a las explotaciones agrarias

1932 1950 1975 2000 Número de tractores 4.084 12.798 379.070 889.700 Potencia instalada (miles de C.V.) 75 18.718 54.854

Fuente: Barciela y otros (2005). Cuadro 5.2. Consumo de fertilizantes químicos (kg. por hectárea de superficie de

cultivos o prados naturales)

1907 1935 1951 1975 2000

Nitrógeno 0,8 4,9 4,6 43,7 77,0 Pentóxido de fósforo 3,5 10,1 10,0 28,4 34,3 Óxido de potasio 0,3 1,5 2,7 15,3 28,6

Fuente: Barciela y otros (2005). Cuadro 5.3. Composición porcentual de las hembras de vientre vacunas y porcinas

según tipo de raza

1955 1986 Vacas

Razas autóctonas 74 30 Razas extranjeras y cruces 26 70

Cerdas Razas autóctonas 59 10 Razas extranjeras y cruces 41 90

Fuente: Barciela y otros (2005). Elaboración propia.

De la mano de estos cambios técnicos, el sector agrario, que aún mantenía un

fuerte carácter orgánico en torno a 1950, aceleró su transición energética y registró un

rápido aumento en su productividad. En el caso concreto de España, la mecanización,

los productos químicos y las nuevas razas ganaderas fueron acompañados por un

cuarto elemento: el regadío. A través de la transformación de superficies de secano en

superficies de regadío (previa construcción de las obras hidráulicas pertinentes), fue

posible para muchos agricultores españoles disponer de una oferta suficiente y estable

de agua, de tal modo que podían aumentar el rendimiento de los cultivos ya existentes

o sustituir dichos cultivos por otros cultivos de mayor rendimiento. En la mayor parte

de España, el clima mediterráneo había venido condicionando el potencial de

crecimiento agrario, pero la transformación de tierras de secano en tierras de regadío

permitía elevar de manera muy notable el rendimiento de la tierra.

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En suma, entre la década de 1950 y comienzos de la década de 1970, el

cambio técnico continuó y profundizó la tendencia ya iniciada durante el primer tercio

del siglo XX: relajar las restricciones que, bajo las condiciones tecnológicas propias de

la agricultura orgánica, habían venido condicionado el comportamiento empresarial

hasta entonces. Durante el último cuarto del siglo XX y los primeros años del siglo XXI,

continuó introduciéndose maquinaria, continuó intensificándose el uso de una gama

creciente de inputs químicos (junto a los fertilizantes, ahora por ejemplo diversos

productos fitosanitarios) y continuó expandiéndose la superficie irrigada (con las aguas

subterráneas desempeñando un papel importante). Además, hacia finales del siglo XX

y comienzos del XXI, la biotecnología se convertía en fuente de importantes

innovaciones en algunos subsectores, como las frutas y las hortalizas. (De hecho, la

combinación de inputs químicos, regadío y biotecnología dio lugar a un importante

distrito de agricultura altamente intensiva en el sureste peninsular.)

La transformación tecnológica del campo español fue paralela a una

transformación de su estructura empresarial. La aplicación del nuevo bloque

tecnológico exigía un desembolso importante, por lo que los agricultores grandes

estaban mejor posicionados que los pequeños para llevarla a cabo. Además, se

trataba de una tecnología, sobre todo en el caso de la maquinaria, sujeta a economías

de escala, por lo que, una vez implantada, ofrecía una mayor rentabilidad a los

agricultores que superaran cierto umbral de dimensión; no se trataba de un umbral

muy exigente, dado que la mayor parte de agricultores medianos lo superaba, pero no

así los agricultores pequeños. Los agricultores pequeños se veían así entre la espada

y la pared: si no adoptaban el nuevo bloque tecnológico, perdían competitividad con

respecto a las explotaciones que sí lo hacían; y, si lo adoptaban, podían entrar en una

espiral de endeudamiento de difícil salida. De hecho, este fue el contexto en el que

numerosos pequeños agricultores abandonaron el campo y se dirigieron a la ciudad,

conduciendo a uno de los episodios más intensos de despoblación rural en la historia

europea contemporánea. Y muchos de los pequeños agricultores que sí

permanecieron en el campo comenzaron a combinar sistemáticamente su trabajo en la

explotación con otras fuentes de ingreso, en especial en actividades no agrarias; se

convirtieron, por tanto, en agricultores a tiempo parcial. En no pocos casos, de hecho,

la agricultura terminó siendo la actividad complementaria, quedando el trabajo

remunerado en la industria, la construcción o los servicios como la principal fuente de

ingresos de la familia. La desaparición o reconversión de miles de pequeños

agricultores favoreció un aumento de la dimensión media de las explotaciones agrarias

españolas, al acceder los agricultores que permanecían en el sector a tierras que los

agricultores pequeños habían dejado de explotar.

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Con todo, no fue una reestructuración espectacular, y las explotaciones

españolas continuaron siendo relativamente pequeñas en relación a las de otros

países europeos. Y, en comparación con lo que ocurría en los otros sectores de

nuestra economía, el peso de la gran empresa era mínimo y la mayor parte de

explotaciones venían a ser pequeñas empresas familiares caracterizadas por la

elevada edad del empresario (consecuencia de la selectividad de los movimientos

migratorios en función de la edad). Los tres modelos de sociedad rural que repasamos

en el apartado anterior (sociedades campesinas, sociedades latifundistas, casos

intermedios) retuvieron muchos de sus rasgos distintivos. De hecho, el contraste entre

la capacidad de las familias campesinas para acceder a la tierra en unos y otros casos

probablemente se acentuó como consecuencia de las leyes franquistas que buscaban

acabar con los propietarios absentistas y que movieron a muchos latifundistas del sur

a explotar directamente sus fincas en lugar de ceder parcelas en arrendamiento a

pequeños campesinos.

La contrarreforma agraria puesta en práctica tras el final de la Guerra Civil fue

encaminada, por su parte, a revertir las regulaciones pro-trabajo de los gobiernos

izquierdistas de la Segunda República, por lo que su efecto fue mantener una

estructura social tradicional en el campo. Sin embargo, el posterior desarrollo del

cambio económico fue erosionando dicha estructura social. La multiplicación de las

oportunidades de empleo en las ciudades, la recepción de remesas por parte de los

familiares de quienes habían emigrado a la ciudad, la aparición de nuevas

oportunidades en los sectores rurales no agrarios y la generalización de la agricultura

a tiempo parcial tendieron a mejorar la posición relativa de las clases desfavorecidas

frente a las elites que tradicionalmente habían dominado la vida rural. En realidad, la

tierra, tan decisiva a la hora de estructurar la sociedad rural tradicional, fue perdiendo

peso en relación al capital; capital de que debían disponer los agricultores para

incorporar el nuevo bloque tecnológico de la época, y capital que, concentrado en la

poderosa industria alimentaria, organizaba el conjunto de una cadena alimentaria

cuyas dimensiones excedían con mucho las de la sociedad rural y sus habitantes.

Las líneas básicas de esta reestructuración empresarial se mantuvieron

después del franquismo. Numerosos agricultores abandonaron sus explotaciones y

muchos otros cerraron la explotación cuando, al jubilarse, se encontraron con que

carecían de un sucesor familiar dispuesto a asumir el mando. El tamaño medio de las

explotaciones, en consecuencia, continuó aumentando, pero lo cierto es que, si

comparamos estas explotaciones con las empresas de otros sectores, se trataba aún

de empresas pequeñas, poco capitalizadas y poco rentables. La actividad agraria

continuó su integración cada vez más estrecha con el resto de la cadena alimentaria;

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cadena dominada primero por la agroindustria y más adelante por las grandes

superficies comerciales. Con frecuencia, los agricultores encontraron motivos para

quejarse de su falta de poder dentro de esta larga cadena de transformadores e

intermediarios que, sin embargo, les era necesaria para llegar al consumidor español

medio. En realidad, los beneficios obtenidos por la actividad agraria difícilmente

bastaban para el sustento de los agricultores: muchos agricultores abandonaron, y

muchos de los que permanecieron en el negocio continuaron adoptando otros empleos

fuera de la agricultura y trabajando en su explotación a tiempo parcial. La mayor parte

de agricultores pasó a recibir subvenciones como consecuencia de la incorporación de

España a la Política Agraria Común (PAC), si bien esta incorporación supuso un

auténtico trauma para algunos subsectores (como el vacuno de leche). Aunque las

subvenciones más cuantiosas fueron a parar a los grandes terratenientes (un

problema que era menos imputable a España que al diseño general de la PAC, que

venía de Bruselas), la PAC supuso una inyección de fondos importante para las

maltrechas cuentas empresariales de los agricultores más modestos. En general, sin

embargo, el bajo nivel de vida que podía proporcionar la ocupación agraria hacía que,

en torno al cambio de siglo, fuera cada vez más difícil encontrar mano de obra para

toda una serie de faenas y, en consecuencia, comenzara a afluir hacia ellas gran

cantidad de mano de obra extranjera.

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6 Organización empresarial y cambio tecnológico en la industria y los servicios

LA INDUSTRIA Y LOS SERVICIOS ANTES DE LA INDUSTRIALIZACIÓN (1500-1840)

Antes de la industrialización moderna, el sector manufacturero se organizaba

de acuerdo con tres modelos empresariales. El primero de ellos eran los talleres

artesanales. Estos talleres, generalmente situados en las ciudades, pertenecían a

artesanos y pequeños fabricantes con un nivel de cualificación profesional notable,

generalmente adquirido a través de la experiencia y de un periodo inicial de

aprendizaje bajo la tutela de algún artesano ya establecido. Los talleres estaban

claramente insertos en una red de mercados (a través de la cual los artesanos se

relacionaban con sus proveedores y clientes), pero la actividad empresarial que se

desplegaba en ellos estaba sujeta a numerosas regulaciones. Las más importantes

eran las que tenían que ver con la necesaria pertenencia de los artesanos a las

corporaciones que agrupaban a todos los artesanos de una misma rama productiva:

los gremios. Los gremios regulaban minuciosamente todos los aspectos de la actividad

empresarial: los productos que podían fabricarse, las tecnologías que podían usarse,

las personas que podían (o no) formar parte del oficio… Una justificación económica

de los gremios es que, en épocas de producción no estandarizada, efectuaban una

vigilancia sobre sus artesanos que servía para controlar la calidad de los productos.

Por el camino, sin embargo, la libre iniciativa de los emprendedores se veía

claramente coartada.

Con frecuencia, los talleres artesanales urbanos estaban conectados con

nuestro segundo tipo de empresa manufacturera: las manufacturas rurales. Los

campesinos preindustriales no se dedicaban exclusivamente a la agricultura, sino que

aprovechaban los momentos de menos trabajo en la explotación para acometer

producciones manufactureras a pequeña escala, muchas veces empleando materias

primas que fueran abundantes en su comarca; por ejemplo, la fabricación de paños de

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lana en comarcas en las que la ganadería ovina tenía peso. Algunas de estas

manufacturas rurales eran de baja calidad y apenas resultaban competitivas más allá

de su propia comarca, donde el alto coste del transporte terrestre las protegía de la

competencia exterior. Muchas otras, sin embargo, mostraron una auténtica ventaja

competitiva y lograron penetrar en mercados más amplios, a nivel regional e incluso

nacional. Esta ventaja competitiva tenía dos bases: primero, el hecho de que las

manufacturas rurales, al emplear mano de obra campesina que tenía fuentes de

sustento alternativas a la manufactura (las producciones e ingresos derivados de su

trabajo agrario), tuvieran costes laborales inferiores a los de los talleres artesanos (que

debían pagar salarios más elevados si querían garantizar la subsistencia de sus

trabajadores); y, segundo, el hecho de que las manufacturas rurales no estuvieran

sujetas a las regulaciones gremiales y, por ello, tuvieran un mayor grado de flexibilidad

a la hora de incorporar nuevas tecnologías y nuevos inputs a sus procesos

productivos. Esta manufactura rural se desarrolló en algunos casos de manera

autónoma y, en otros, con el apoyo de empresarios capitalistas que, deseosos de

aprovechar la ventaja competitiva, se encargaban de proporcionar a los campesinos

las materias primas que necesitaran y también se encargaban de la comercialización

final del producto.

También hubo, junto a los talleres artesanales y las manufacturas rurales,

todas ellas empresas a pequeña escala, algunas fábricas que anticipaban lo que

vendría a partir de mediado el siglo XIX. Estas fábricas previas a la industrialización se

caracterizaban por emplear un volumen mucho mayor de capital y un número muy

superior de trabajadores. En una economía aún poco desarrollada, estas fábricas sólo

podían surgir de la mano de la iniciativa pública: muchas veces bajo la forma de

empresas públicas orientadas a cubrir las demandas de productos de lujo de la

monarquía, sus cortesanos y otras elites; otras veces orientadas a cubrir las

demandas estatales de armamento, barcos y otros materiales bélicos. Pese a su

ambicioso planteamiento, la mayor parte de estas fábricas fracasaron: se vieron

envueltas en diversos problemas de gestión empresarial y de rentabilidad, por lo que

hacia el final de nuestro periodo los liberales estaban impulsando una política de

liquidación de la mayor parte de las mismas.

¿Y los servicios? También aquí se combinaban diferentes modelos

empresariales. Durante los siglos XVI y XVII, muchos de los intercambios comerciales

se realizaban en ferias que ofrecían garantías para el correcto discurrir de las

transacciones. Las ferias, celebradas regularmente en diferentes ciudades, se

convertían durante algunos días en una encrucijada de intercambios que cubría desde

modestos intercambios de productos básicos a escala local hasta intercambios

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interregionales y, muy llamativamente, tratos a escala internacional para el comercio

de productos de lujo. Grandes comerciantes individuales, que invertían grandes

cantidades de capital en largas rutas comerciales cuyos beneficios sólo se recogerían

muchos meses después, encontraban en las ferias el entorno propicio para culminar

sus negocios. La concentración de tantos comerciantes y tanto comercio en estas

ferias facilitó además la difusión de las innovaciones tecnológicas del periodo en este

sector, como las letras de cambio y la contabilidad por partida doble.

A lo largo del siglo XVIII, y en el marco de una creciente comercialización de la

economía española, proliferaron los comerciantes al por mayor, que posteriormente

distribuían sus productos entre una densa red de pequeñas tiendas repartidas por todo

el territorio regional o incluso nacional. El caso más notable fue el de los comerciantes

catalanes, que formaron redes de tiendas por toda España y se convirtieron en los

líderes de este incipiente sector.

Finalmente, las empresas financieras (otra importante rama del sector

servicios) tuvieron un desarrollo modesto a lo largo de este periodo. Durante el periodo

de los Austrias, las inmensas necesidades de financiación de la monarquía fueron

cubiertas principalmente por banqueros extranjeros (italianos y alemanes,

principalmente), quedando las finanzas domésticas en una posición subordinada.

Durante el periodo del reformismo borbónico, a lo largo del siglo XVIII, las entidades

españolas ganaron algo más de peso y, además, se crearon bancos privados cuya

principal función pasó a ser efectuar préstamos al Estado. Tal fue el caso del Banco

Nacional de San Carlos y, cuando este se vio envuelto en problemas de difícil

resolución ya durante las primeras décadas del siglo XIX, su sustituto: el Banco de

San Fernando (creado en 1829). Pese a estos cambios, el sistema financiero español

estaba poco desarrollado a la altura de 1840. Y, dada la fragilidad intrínseca de este

sector, existían numerosas restricciones al desarrollo de la actividad empresarial en el

mismo.

En todos estos sectores se produjeron pequeñas innovaciones tecnológicas,

pero no rupturas sustanciales. La principal restricción tecnológica a que se

enfrentaban todos ellos era el carácter orgánico de la base energética. La

disponibilidad de las fuentes de energía utilizadas por las empresas preindustriales

estaba estrechamente ligada al funcionamiento del mundo natural y biológico: la

energía hidráulica, la energía eólica, las corrientes marinas, la energía desprendida

por la combustión de la madera, la energía proporcionada por los animales cuando

eran empleados para labores de transporte… Estas fuentes de energía tenían la

ventaja de ser renovables, pero presentaban formidables dificultades desde el punto

de vista económico y empresarial. Se trataba de fuentes de energía irregulares, ya que

Page 81: Fernando Collantes - unizar.es

la disponibilidad de energía hidráulica o eólica dependía de la climatología. En

periodos de sequía, el caudal de los ríos disminuía y, con él, las posibilidades de las

empresas de aprovechar la energía hidráulica. Lo mismo ocurría con la energía eólica

cuando el viento no soplaba. Además, un problema fundamental de las energías

orgánicas era que proporcionaban una baja cantidad de energía por trabajador, lo cual

podía llegar a convertirse en el cuello de botella que ralentizara y eventualmente

detuviera los tímidos impulsos de crecimiento económico que de cuando en cuando se

registraban en el mundo preindustrial.

A todo ello se unían, en el caso de España, una serie de inconvenientes

geográficos que minaban aún más el potencial productivo de las empresas. En

particular, el sector del transporte se veía lastrado por el abrupto relieve del país y la

escasez de ríos navegables (apenas algunos tramos del Ebro y el Guadalquivir). En

condiciones orgánicas, el transporte terrestre se realizaba por medio de animales

(mulas, asnos, caballos…), por lo que era relativamente lento y estaba expuesto a un

gran número de eventualidades. Las numerosas zonas de montaña con que cuenta

España fueron un inconveniente para el desarrollo de este sector, al elevar

considerablemente los costes de cualquier trayecto (dado que el desgaste físico de los

animales era mucho mayor que en territorios llanos). Otra opción era el transporte

fluvial, cuyo desarrollo por medio de la explotación de ríos navegables y la

construcción de canales generó una densa red en países como Inglaterra. Sin

embargo, España carecía de las condiciones geográficas para ello, por lo que, en

términos generales, los costes de transporte se mantuvieron elevados a lo largo de

todo el periodo preindustrial, resultando difícil la integración económica de las distintas

regiones del país.

La principal ventaja geográfica de España era el hecho de ser una península

situada entre dos de los espacios económicos más dinámicos del mundo a lo largo del

periodo moderno: el mar Mediterráneo y el océano Atlántico. El carácter peninsular de

España le permitía disponer de una gran longitud de costa, con el consiguiente

potencial para el desarrollo del transporte marítimo, la modalidad de transporte más

importante en el mundo previo al ferrocarril. Además, el descubrimiento de América

por parte de Cristóbal Colón ofrecía a España una ventajosa posición para explotar

dicho potencial. Sin embargo, como veremos en una práctica posterior, a lo largo de

estos más de tres siglos el crecimiento económico de España fue prácticamente nulo,

lo cual sugiere poderosamente que los inconvenientes geográficos a que se enfrentó

el país dadas las condiciones tecnológicas de la época (inconvenientes que sin duda

existieron, como hemos repasado) no son el único, ni quizás el principal, motivo por el

que la economía española tendió a quedarse atrasada con respecto a las economías

Page 82: Fernando Collantes - unizar.es

europeas más avanzadas ya antes de que la revolución industrial ensanchara aún más

la brecha.

LA PRIMERA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL (1840-1900)

Como en otros países, la ruptura tecnológica clave de la industrialización fue en

España la transición energética: el paso de energías orgánicas a energías inorgánicas.

Pero, a lo largo del siglo XIX, sin embargo, la industrialización española tropezó con un

obstáculo importante: la mala dotación de carbón del país. El carbón español era

escaso y, sobre todo, de baja calidad; además, se encontraba concentrado en zonas

montañosas de difícil acceso, lo que encarecía los costes de extracción. Por ello, los

empresarios españoles no desarrollaban su actividad en condiciones tan favorables

como los de, por ejemplo, Gran Bretaña.

Como en otros países, la primera revolución industrial fue impulsada

fundamentalmente por empresas pequeñas y medianas. Una buena ilustración viene

dada por el sector textil, que lideró la industrialización catalana, la cual a su vez lideró

la industrialización española. A la altura de 1800, Cataluña contaba ya con un tejido

manufacturero importante, consecuencia de su modesto progreso a lo largo de las

décadas previas. Pero fue a lo largo del siglo XIX cuando Cataluña vivió un moderno

proceso de industrialización a través del cual se produjo una sustancial elevación de

su nivel tecnológico. El sector líder de este proceso fue el sector textil algodonero, que

también había sido uno de los sectores líderes de la industrialización británica desde

finales del siglo XVIII. En él se habían concentrado algunas de las innovaciones

tecnológicas clave de la revolución industrial, como nuevas máquinas para el hilado y

el tejido; en él, asimismo, se había empleado de manera intensiva el binomio carbón-

vapor (la utilización de máquinas de vapor para transformar la energía calorífica

derivada de la combustión del carbón en energía cinética capaz de mover máquinas),

multiplicándose las disponibilidades de energía por trabajador y rompiendo así con la

gran restricción de todas las economías preindustriales. El liderazgo del sector textil

algodonero se apoyaba tanto en fuerzas de demanda como en fuerzas de oferta: por

el lado de la demanda, proporcionaba uno de los bienes de consumo básico para la

población, en una época en la que los niveles de renta eran todavía bajos y la mayor

parte del gasto en consumo de las familias se destinaba a la satisfacción de

necesidades básicas; por el lado de la oferta, el algodón demostró ser en un primer

momento una fibra más adaptable a los nuevos adelantos tecnológicos que otras

alternativas, como por ejemplo la lana.

Page 83: Fernando Collantes - unizar.es

Estos adelantos tecnológicos fueron acogidos de manera entusiasta por los

empresarios textiles catalanes, que sin embargo se enfrentaron a un problema

energético de difícil solución: la mala dotación de carbón de Cataluña (a diferencia de

lo que ocurría en Inglaterra) y el sobrecoste que esto imponía a los empresarios que

quisieran utilizar la nueva fuente de energía inorgánica. Ante este problema, la

solución adoptada consistió en confiar en mayor medida en una fuente de energía más

tradicional pero para la que Cataluña estaba bien dotada: la energía hidráulica.

Además, conforme fue avanzando el siglo XIX, los empresarios fueron incorporando

las novedades tecnológicas que, como las turbinas y dinamos modernas, permitían

aprovechar la energía hidráulica de manera más eficiente. (No en vano, buena parte

de estas novedades fueron fraguadas en un país como Francia, enfrentado a una

restricción energética igualmente importante y con el que la población y los

empresarios catalanes mantenían estrechos lazos desde largo tiempo atrás.)

Uno de los aspectos más llamativos de este activo empresariado catalán es

que, si bien formaba parte de las clases medias-altas y altas de la sociedad catalana y

española, y si bien el éxito en sus negocios terminó insertándolo en la elite económica,

partió de unos orígenes relativamente modestos. La industrialización catalana se

apoyó sobre empresarios pequeños y medianos, sin perjuicio de que, con el paso del

tiempo, algunos de ellos terminaran ampliando sus negocios y formando empresas de

mayor tamaño. Más que un pequeño número de grandes empresas que articularan el

conjunto del tejido productivo, lo que encontramos es un distrito industrial en el que

convivían empresas de diferentes tamaños, unas encargadas de unas partes del

proceso productivo, otras encargadas de otras. Las condiciones tecnológicas

permitieron una mayor concentración en el caso del textil algodonero, donde

terminaron imponiéndose las fábricas de ciclo completo, que en el caso del textil

lanero, donde más bien prevaleció una red de microempresas altamente

especializadas en una única tarea del proceso productivo. Pero, en cualquiera de los

casos, y como fue habitual en otras regiones europeas con fuerte implantación de la

industria textil, no encontramos aún grandes empresas modernas, en el sentido de

empresas multifuncionales en las que la propiedad y la gestión se hallaran separadas.

Encontramos más bien una amplia gama de empresarios que arriesgaban su capital y

gestionaban día a día sus negocios. Este tipo de empresa y empresario fue también el

más habitual en el otro gran sector de la industria española durante la segunda mitad

del siglo XIX: la industria alimentaria.

Tan sólo en unos pocos sectores escogidos tuvieron protagonismo durante

este periodo empresas verdaderamente grandes en las cuales la propiedad y la

gestión estuvieran separadas, y que operaran en situaciones de competencia

Page 84: Fernando Collantes - unizar.es

imperfecta. Se trataba en la mayor parte de casos de empresas constituidas con

capital extranjero, como las compañías ferroviarias y mineras. La formación de

grandes empresas ferroviarias se produjo gracias a la entrada de inversiones

extranjeras, sobre todo francesas, atraídas por el favorable marco legislativo dispuesto

durante el periodo de Isabel II. Durante la segunda mitad del siglo XIX, las grandes

empresas ferroviarias construyeron buena parte de los trazados que aún hoy día

constituirán la espina dorsal del sistema ferroviario español (cuadro 6.1). Hacia el

cambio de siglo, apenas tres empresas (Norte, MZA [Madrid-Zaragoza-Alicante] y

Ferrocarriles Andaluces) explotaban más de tres cuartas partes del trazado ferroviario

español. En la minería, por su parte, destacan las compañías explotadoras de cobre,

mercurio y plomo en las regiones del sur, que hacen de España uno de los primeros

productores mundiales de estos minerales a la altura de 1900. Estas compañías

también son, como las ferroviarias, resultado de inversiones extranjeras (en este caso,

sobre todo británicas) atraídas por la liberalización del subsuelo que resultó de la

transición española hacia la sociedad de mercado. Durante la segunda mitad del siglo

XIX y hasta la Primera Guerra Mundial, estas grandes empresas mineras obtienen los

niveles de rentabilidad más elevados de toda la economía española.

Cuadro 6.1. Kilómetros de red ferroviaria

1850 1875 1900 1935 1950 1975 1999 Vía ancha 28 5.840 11.039 12.253 12.934 13.497 12.319 Vía estrecha 0 254 2.166 5.184 5.137 2.342 2.037

Fuente: Gómez Mendoza y San Román (2005).

LA SEGUNDA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL (1900-1975)

La introducción de las tecnologías de la segunda revolución industrial y, muy

especialmente, la electricidad, aumentó grandemente el potencial manufacturero de

España. Las montañas y los ríos del país, no particularmente favorables para el

desarrollo económico bajo condiciones tecnológicas orgánicas, se prestaban bien en

cambio a la explotación hidroeléctrica. De la mano de la electricidad, la transición

energética española ganó una velocidad renovada en torno al cambio de siglo. Ello

permitió aumentar la productividad de los trabajadores a través del aumento en la

cantidad de energía por trabajador, así como a través de la posibilidad que ahora se

Page 85: Fernando Collantes - unizar.es

abría en diversos sectores y empresas de incorporar novedades tecnológicas que

hasta entonces habían carecido de rentabilidad como consecuencia del alto coste de

la energía. La industrialización española se hizo así más sólida, ganando tanto en

ritmo como en diversidad sectorial (cuadro 6.2).

Cuadro 6.2. Composición porcentual del valor añadido bruto industrial por subsectores

1850 1900 1929 1954 1975 2000

A 56 40 26 19 13 14 B 28 30 21 21 15 8 C 9 10 19 23 19 22 D 3 8 22 23 37 39 E 4 12 12 14 16 17

A: Alimentación, bebidas y tabaco B: Textil, cuero, calzado y confección C: Química, cemento y materiales de construcción D: Siderurgia, metalurgia y transformados metálicos E: Otros

Fuente: Carreras (2005).

La Guerra Civil y el primer franquismo (década de 1940) impusieron un severo

corte al proceso de modernización tecnológica que venía produciéndose desde

mediado el siglo XIX y, con especial intensidad, durante el primer tercio del siglo XX.

Sin embargo, entre comienzos de la década de 1950 y la muerte de Franco en 1975,

España culminó su proceso de industrialización y registró una rápida elevación de su

nivel tecnológico. Las bases del progreso tecnológico en este periodo fueron

fundamentalmente dos: en primer lugar, la intensificación de la transición energética,

ahora acelerada por la incorporación masiva del petróleo como nueva (y en aquel

momento barata) fuente de energía inorgánica; y, en segundo lugar, la incorporación

de diversas innovaciones industriales que en esos años terminaban de completar el

ciclo de la segunda revolución industrial, ahora liderado por el subsector de las

construcciones mecánicas y metálicas. De este modo, entre finales del siglo XIX,

cuando la industria española estaba aún ampliamente dominada por las ramas de

producción de bienes de consumo (alimentación, textil), y finales del siglo XX, cuando

predominaban los bienes de inversión, se había producido una gran transformación

tecnológica. La caída de los precios relativos de los productos industriales resulta

ilustrativa (cuadro 6.3).

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Cuadro 6.3. Precios relativos de la industria con respecto al resto de sectores (1995=100)

1850 1900 1930 1950 1970 2000

255 241 223 184 149 92

Fuente: Carreras (2005).

En comparación con la primera revolución industrial, la segunda se apoyó en

mayor medida en grandes empresas modernas que realizaban cuantiosas inversiones,

empleaban plantillas muy numerosas y operaban en condiciones de competencia

imperfecta. Estas grandes empresas desempeñaron un papel fundamental en la

elevación del nivel tecnológico del tejido productivo, como por ejemplo ocurre en el

caso del segundo gran pilar (tras el textil) de la industrialización española: la

siderurgia. La producción de hierro y acero, otro de los sectores que concentró

numerosas innovaciones durante la primera y la segunda revoluciones industriales, se

erigió en el motor de la industrialización del norte de España, basada en la relativa

abundancia de recursos minerales. En el País Vasco, en Cantabria, en Asturias, la

industria siderometalúrgica se desarrolló con fuerza entre finales del siglo XIX y la

década de 1970 (con el paréntesis de la Guerra Civil y el primer franquismo), y lo hizo

sobre la base de grandes empresas que acogían en su interior la mayor parte de la

cadena productiva y en las que la propiedad (fragmentada en una infinidad de

accionistas) y la gestión se encontraban con frecuencia separadas o, cuando menos,

distanciadas. Se trataba de empresas que realizaban grandes inversiones iniciales en

maquinaria, equipamiento y edificios: incurrían en grandes costes fijos, por lo que

tenían una gran necesidad de desarrollar sus operaciones a una escala lo más amplia

posible, con objeto de repartir dichos costes fijos entre la mayor cantidad posible de

unidades producidas.

Las grandes empresas siderúrgicas fueron activas en la introducción de nuevas

tecnologías, pero, conforme fue avanzando el primer tercio del siglo XX, su deseo de

estabilizar las condiciones de sus mercados (dadas las grandes cantidades de capital

invertidas) condujo a un proceso de cartelización a través del cual las empresas

renunciaban a competir entre sí y tendían a repartirse el mercado. Una extensión de

este ánimo poco propenso a la competencia fue la emergencia de un importante grupo

de presión a favor del proteccionismo comercial; grupo de presión que fue una de las

claves del recrudecimiento del proteccionismo español durante el tramo final de la

Restauración, así como reflejo de un empresariado que estaba comenzando a orientar

Page 87: Fernando Collantes - unizar.es

su comportamiento más hacia la captura de rentas que hacia la innovación y la

competitividad.

También más adelante, cuando tras el primer franquismo se reanudó la

industrialización española, los mayores crecimientos se dieron en sectores en los que

las economías de escala eran importantes y en los que, por tanto, la gran empresa era

la forma de organización predominante: química, maquinaria eléctrica, material de

transporte, siderometalurgia; en este grupo podríamos incluir también la producción de

electricidad. Se trata de sectores que producían bienes de inversión y que orientaban

la industrialización española (como la de muchos otros países) “hacia atrás”: desde un

predominio inicial de los bienes de consumo (como la alimentación o el textil) hacia un

protagonismo creciente para los bienes de inversión.

Pero, durante la fase de intenso crecimiento industrial comprendida entre 1950

y 1975, incluso en los sectores productores de bienes de consumo fue ganando peso

la gran empresa. Los bienes de consumo tradicionales no habían presentado

demasiadas economías de escala en su producción, pero algunos de los nuevos

bienes de consumo del periodo sí las presentaban; en particular, los bienes de

consumo duraderos, como los automóviles y los electrodomésticos. La consolidación

de una industria española del automóvil, en particular, se basó en la adopción no sólo

de las últimas tecnologías desarrolladas en el extranjero, sino también de sistemas de

organización empresarial a gran escala. Incluso en el sector alimentario terminó

formándose en este periodo un tejido industrial moderno en el que unas pocas

empresas grandes (grandes al menos para los estándares del sector) pasaron a

desempeñar un papel crucial como coordinadoras de toda la cadena productiva. Los

productos lácteos proporcionan un buen ejemplo: a la altura de 1950, la mayor parte

de la leche consumida por los españoles no era objeto de transformación industrial,

pero, hacia el final del franquismo, un grupo reducido de centrales lecheras

(impulsadas por la regulación franquista) e industrias transformaba cantidades

crecientes de leche (para convertirla en leche pasterizada o esterilizada) que recogían

de los ganaderos y servían a los consumidores. En más y más subsectores

alimenticios, un grupo reducido de grandes empresas operando en condiciones de

competencia imperfecta se convertía en el nodo clave de la cadena que unía a los

agricultores con los consumidores finales.

Un factor adicional que contribuyó a consolidar la gran empresa en España fue

la política industrial del franquismo. La dictadura creó empresas públicas en aquellos

sectores que a su entender cumplieran dos requisitos: por un lado, tratarse de

sectores estratégicos de cara a la industrialización del país; y, por el otro, tratarse de

sectores en los cuales la iniciativa privada careciera de suficiente fuerza. Este

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planteamiento condujo a la creación del Instituto Nacional de Industria, un holding

empresarial público que acogió proyectos en los más diversos sectores industriales:

comenzó centrándose en la producción de inputs clave para la industrialización (como

carbón, hierro y electricidad), pero más adelante fue ampliando su gama de

producciones para incorporar sectores como la siderometalurgia (acero, aluminio), la

automoción, la construcción naval e incluso la alimentación. A pesar de que de este

modo el Instituto Nacional de Industria contribuyó al aumento de la producción

industrial española, su funcionamiento estuvo plagado de problemas económicos. En

su primera época, no siempre logró evitar los estrangulamientos generados por una

oferta insuficiente de inputs básicos (insuficiencia a su vez ligada al intervencionismo

económico del régimen), ya que el nivel de eficiencia de la mayor parte de empresas

(que a menudo operaban de acuerdo con criterios puramente ingenieriles, sin tener en

cuenta los costes de oportunidad de los proyectos) fue bajo. Además, el Instituto

Nacional de Industria terminó convirtiéndose durante la segunda parte del franquismo

en una especie de hospital de empresas que rescataba empresas privadas poco

rentables con objeto de evitar grandes destrucciones de empleo. Esto ocurría justo

cuando, por otro lado, el Estado comenzaba a retirarle parte de su financiación directa,

moviendo al Instituto Nacional de Industria a financiarse a través del mercado y entrar

así en una espiral de endeudamiento que estallaría a finales de la década de 1970. De

cualquiera de los modos, el crecimiento del sector público empresarial durante el

franquismo reforzó la tendencia, ya en marcha por otros motivos, al ascenso del

modelo organizativo de la gran empresa industrial.

Fuera de la industria manufacturera, la gran empresa continuaba presente en

sectores donde ya había aparecido previamente, como la minería y el ferrocarril.

También apareció rápidamente a finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX en

sectores nuevos de elevado contenido tecnológico, como la electricidad o la telefonía.

La abundante presencia de capital extranjero en todas estas grandes empresas hizo

de ellas un objetivo atractivo para los gobernantes adscritos a la filosofía del

nacionalismo económico. Ya Primo de Rivera, por ejemplo, forzó a la multinacional ITT

a cambiar el nombre de su filial española por uno como Compañía Telefónica Nacional

de España. Pero, sobre todo, fue durante el franquismo cuando pasaron a

nacionalizarse empresas privadas consideradas estratégicas, como por ejemplo las

ferroviarias. En 1941, Franco acabó con el sistema tradicional de organización

ferroviaria, en el que diversas empresas privadas explotaban cada una sus propios

recorridos, sustituyéndolo por un sistema nacionalizado en torno a la empresa pública

Renfe (Red Nacional de Ferrocarriles Españoles). Esto puso en manos del Estado una

de las mayores empresas del país, que durante la mayor parte del franquismo

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expandió sus trayectos e implantó importantes cambios tecnológicos (como la

sustitución de las tradicionales locomotoras de vapor por locomotoras eléctricas y

diésel; cuadro 6.4). Aun con todo, el ferrocarril perdió la posición de cabecera que

había venido ocupando dentro del sistema español de transportes: como

consecuencia del ascenso del transporte por carretera a través de coches y camiones,

la cuota de mercado del ferrocarril se redujo del 60 al 39 por ciento para el transporte

de viajeros y del 52 al 12 por ciento en el de mercancías. A finales de la década de

1960, Renfe comenzó a suprimir sus recorridos menos rentables, como ya venía

ocurriendo con numerosos recorridos de vía estrecha (recorridos que a partir de 1964

habían pasado a ser gestionados por otra empresa pública: Feve, Ferrocarriles de Vía

Estrecha).

Cuadro 6.4. Composición porcentual del parque móvil ferroviario (vía ancha)

1850 1890 1936 1950 1974 2000 Locomotoras de vapor 100 100 100 97 11 Locomotoras eléctricas 3 32 49 Locomotoras diésel 0 58 51

Fuente: Gómez Mendoza y San Román (2005). Elaboración propia. Los datos de 1974 y 2000 incluyen locomotoras fuera de servicio.

Otras empresas consideradas estratégicas y por ello nacionalizadas a lo largo

del franquismo fueron los bancos oficiales de crédito: bancos privados creados en su

mayor parte en la década de 1920 (aunque en alguna excepción sus orígenes se

remontaban al siglo XIX, y en alguna otra fueron creados durante la posguerra) con

objeto de favorecer la canalización del crédito a las industrias, los agricultores y los

exportadores. En un primer momento, el franquismo impuso una regulación más

estrecha sobre estas entidades, y en 1962 terminó nacionalizándolas. El Instituto de

Crédito a Medio y Largo Plazo, que pasó a agrupar a la mayor parte de estas

entidades, se constituyó en el centro de la banca pública franquista, orientada a lo que

se llamó “crédito oficial”: conceder créditos a bajo tipo de interés para operaciones

consideradas estratégicas. Más tarde, en 1971, y en el marco de una reforma en parte

motivada por episodios de corrupción, el sector público bancario fue reorganizado en

torno al Instituto de Crédito Oficial.

La gran empresa también terminó teniendo un peso decisivo en otro sector

estratégico: el sector financiero. Ya a comienzos del siglo XX podían encontrarse,

junto a pequeños bancos (muchas veces empresas personales) y cajas de ahorros

(que, a la altura de la Guerra Civil, ya captaban en torno a una cuarta parte de los

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depósitos españoles), grandes instituciones financieras. Durante el primer tercio del

siglo se produjo la formación del sistema financiero moderno: los activos financieros

aumentaron con rapidez (más rápidamente, de hecho, que el PIB), mientras el dinero

bancario (depósitos y cuentas de ahorro) alcanzaba ya en la década de 1920 una

magnitud superior a la del dinero legal (monedas y billetes). Esta modernización del

sistema bancario español fue liderada por grandes empresas, que no sólo crecieron en

términos cuantitativos, sino que también ampliaron la gama de actividades que

desempeñaban. La entidad clave en el funcionamiento del sistema financiero español

era el Banco de España (creado en 1856 a partir del Banco Español de San Fernando,

que a su vez había surgido de la fusión del Banco de San Fernando y el Banco de

Isabel II en 1847), que desde la década de 1870 pasó a tener el monopolio de la

emisión de billetes y a partir de la década de 1920 comenzó a desempeñar

primordialmente funciones de banco central (es decir, funciones públicas de

coordinación del conjunto del sistema financiero), relegando sus tradicionales

funciones privadas (las operaciones con pasivos y activos propias de cualquier entidad

financiera) (cuadro 6.5). A su lado, la gran banca privada creció con rapidez, en parte

expandiendo el tamaño del sector, en parte ganando cuota de mercado a los

banqueros personales y a los prestamistas informales. Muchas de las operaciones de

estos grandes bancos eran operaciones comerciales (captación de depósitos y

canalización de los mismos hacia demandantes de capital), pero con el tiempo fueron

apostando en mayor medida por inversiones industriales, como fue el caso, por

ejemplo, del Banco de Vizcaya con sus inversiones en la industria eléctrica.

Cuadro 6.5. Composición porcentual de los depósitos según tipo de entidad financiera

1900 1935 1955 1975 2000

Banco de España 57 12 4 Banca privada 32 64 74 64 43 Cajas de Ahorros 11 24 20 32 51 Cajas Rurales y Caja Postal 4 6

Fuente: Martín Aceña y Pons (2005).

Durante el franquismo se produce en el sector un destacado proceso de

concentración empresarial liderado por los grandes grupos bancarios a través de

fusiones y absorciones. Un número reducido de grandes grupos financieros, algunos

de ellos cada vez más volcados con la inversión industrial, controlaba así la mayor

parte del negocio, obteniendo algunas de las tasas de rentabilidad más elevadas de

toda la economía española. Hacia finales del franquismo, la gran banca ocupaba la

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mayor parte de los primeros puestos en la clasificación de las mayores empresas

españolas (cuadro 6.6). (De todos modos, este también fue un periodo de gran

crecimiento para las cajas de ahorro, incluso a pesar de las estrictas regulaciones a

que su actividad se encontraba sujeta por parte del Estado.) El sistema financiero, de

tamaño creciente de nuevo a partir de la década de 1950, continuó siendo coordinado

por el Banco de España, que pasó a ser una entidad pública en 1962, si bien no era

una entidad autónoma con respecto al gobierno y no puede decirse que desarrollara

una auténtica política monetaria.

Cuadro 6.6. Las diez mayores empresas de la economía española 1866/7 Ferrocarriles MZA Crédito Mobiliario Español Caminos de Hierro del Norte de España Ferrocarril de Zaragoza a Pamplona y Barcelona Ferrocarril de Sevilla a Jerez y Cádiz Banco de España Ferrocarril de Ciudad Real a Badajoz Caminos de Hierro de Barcelona a Francia Sociedad Española de Crédito Comercial Ferrocarril de Tudela a Bilbao 1913 Banco de España Caminos de Hierro del Norte de España Ferrocarriles MZA Cía. Arrendataria de Tabacos Altos Hornos de Vizcaya Sociedad General Azucarera de España Unión Española de Explosivos Banco Hispano Americano Banco Hipotecario de España Banco de Bilbao 1948 Renfe Telefónica Hispano-Americana de Electricidad Riegos y Fuerzas del Ebro Hidroeléctrica Ibérica (Iberduero) Compañía Arrendataria del Monopolio de Petróleos (Campsa) Sociedad Española de Construcción Naval Unión Eléctrica Madrileña Compañía Sevillana de Electricidad Altos Hornos de Vizcaya

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1974 Telefónica Hidroeléctrica Ibérica (Iberduero) Banco Central Banco Español de Crédito (Banesto) Hidroeléctrica Española (Hidrola) Banco de Bilbao Banco Santander Banco Hispano Americano Banco de Vizcaya Banco Popular Español 2000 Telefónica Banco Santander Central Hispano Banco Bilbao Vizcaya Argentaria Telefónica Móviles España Repsol YPF Endesa European Aeronautic Defence Space Iberdrola Banco Español de Crédito (Banesto)

Gas Natural

Fuente: Tafunell (2005B).

Pese a la gran importancia estratégica de la gran empresa, no está de más

subrayar que la pequeña y mediana empresa continúa siendo más numerosa. Un buen

indicador de ello es el hecho de que en ningún momento pasaron a predominar las

sociedades anónimas dentro del tejido empresarial español, ni siquiera si

consideramos únicamente las empresas de nueva constitución. En la industria,

numerosas pymes en los más diversos sectores encontraron su nicho de mercado,

muchas veces entrando en relación con las grandes empresas que lideraban el

proceso de absorción tecnológica. Tanto a través de sus efectos directos sobre el PIB

y (especialmente) sobre el empleo como a través de sus efectos indirectos al

encadenarse con las grandes empresas de sus respectivas cadenas productivas, las

pymes fueron importantes. En realidad, el éxito de la industrialización española,

tomada en su conjunto, radicó en no poca medida en la diversidad de formas

empresariales, cada una cumpliendo su papel dentro de su cadena productiva y todas

juntas evitando el potencial peligro de un dualismo empresarial en el que los progresos

de las empresas más dinámicas no se transmitieran también a empresas más

modestas. Además, en los servicios, a pesar del ascenso del modelo de gran empresa

en algunos subsectores (como el ferrocarril o la banca), predominaban las empresas

pequeñas y medianas. En el sector turístico, por ejemplo, junto a las cadenas

hoteleras convivían pequeños negocios de hostelería y restauración que realizaron

una contribución fundamental al crecimiento del sector.

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Más allá del tamaño, un rasgo general del empresariado español fue su escasa

capacidad innovadora. Durante este periodo, los empresarios españoles mostraron

una notable capacidad de absorción de las innovaciones extranjeras (lo cual,

demuestra la historia del mundo pobre, no siempre es fácil). Lo hicieron a través de la

importación de bienes de inversión que llevaban incorporadas nuevas tecnologías; por

ejemplo, a través de la compra de maquinaria. Junto a Alemania, el principal

proveedor de tecnología hasta aproximadamente 1960, Estados Unidos y, más tarde,

Japón desempeñaron un papel clave en la modernización tecnológica del tejido

productivo español. Pero los empresarios españoles continuaron destinando escasos

recursos a la investigación y el desarrollo, generando así escasas innovaciones

propias.

Una de las explicaciones de ello podría tener con el intervencionismo que fue

dominando la vida económica española durante el periodo marcado por las

tecnologías de la segunda revolución industrial. Ya en las décadas previas a la Guerra

Civil había ido surgiendo una atmósfera empresarial más orientada a la búsqueda de

rentas a través de la proximidad al poder político que a la búsqueda de la innovación

tecnológica y la conquista de mercados en el extranjero. Esta actitud buscadora de

rentas pudo verse amplificada durante el franquismo: el exacerbado intervencionismo

económico del régimen generó incentivos para que los empresarios adoptaran un

comportamiento buscador de rentas, más que un comportamiento genuinamente

emprendedor o innovador. La regulación de la actividad económica por parte del

Estado era tan intensa que el éxito de no pocas empresas dependía de su mejor o

peor encaje dentro de dicha regulación. Los mercados de los distintos productos y

sectores se encontraban tan regulados que muchos empresarios encontraban

incentivos a destinar recursos a aproximarse al poder político con objeto de lograr que

la regulación jugara a su favor. Lo mismo cabe decir de las relaciones económicas con

el exterior: la obtención de divisas a través del Instituto Español de Moneda Extranjera,

crucial para financiar las importaciones de maquinaria u otros bienes de alto contenido

tecnológico, dependía tanto de decisiones administrativas que muchos empresarios se

emplearon duramente en conseguir el favor del poder político. Se ha sugerido, por ello,

que el franquismo fue un mundo de buenos negocios y malas empresas. (La

combinación de intervencionismo estatal y comportamiento empresarial buscador de

rentas desembocó además en episodios de corrupción que hicieron poco por la

imagen social de los empresarios.)

Page 94: Fernando Collantes - unizar.es

LOS INICIOS DE UNA TERCERA REVOLUCIÓN TECNOLÓGICA (1975-2007)

El final del franquismo supuso también el final de una era para los empresarios.

Durante toda una generación, los empresarios habían estado acostumbrados a

trabajar en un entorno intervencionista, en el que su actividad estaba muy regulada.

En un entorno, también, muy proteccionista en el que, pese a la paulatina apertura del

franquismo hacia el exterior a partir de la década de 1950, los empresarios gozaban

de ventajas políticas con respecto a sus competidores extranjeros. Todo ello, como

vimos, hizo que muchos empresarios reorientaran su comportamiento hacia la

búsqueda de rentas. El final del franquismo, la transición hacia la democracia, la

incorporación a la Comunidad Económica Europea y la continuación de las reformas

liberalizadoras durante las décadas finales del siglo XX condujeron a los empresarios

españoles a un entorno muy diferente. Tanto que no todos encontraron fácil su

adaptación al mismo.

El desmantelamiento del proteccionismo supuso una creciente exposición de

las empresas españolas a la competencia extranjera. La crisis económica que se inició

en España en 1975, un par de años después del inicio de la crisis global desatada por

la subida repentina del precio del petróleo, fue en parte también la crisis de un

conjunto de empresas y sectores cuyo crecimiento se vio fatalmente amenazado por

competidores extranjeros. Sectores tecnológicamente maduros, como la construcción

naval o la siderurgia, comenzaron a tener problemas para resistir la competencia de

nuevos países industriales como, por ejemplo, Corea del Sur. Muchos otros sectores,

en especial los más intensivos en mano de obra (como el textil, el calzado o el

juguete), también se vieron duramente afectados por la competencia extranjera, sin

que pudieran contar ya con un gobierno que les protegiera de la misma. La

rentabilidad de las empresas industriales cayó en picado, y fueron frecuentes las

suspensiones de pagos y las quiebras. En suma, la actividad empresarial pasó a

desarrollarse en unas condiciones mucho más duras de lo que había sido habitual

durante el franquismo.

A lo largo de las décadas finales del siglo XX, también se desfiguró el

nacionalismo económico. Es cierto que en los primeros años de la democracia

siguieron produciéndose algunas nacionalizaciones de empresas. Más que de

empresas atractivas para el poder político, se trataba de empresas con graves

problemas de rentabilidad cuyo cierre habría causado un gran impacto social debido al

gran número de puestos de trabajo (directos e indirectos) implicados. Varias empresas

de la siderurgia y la construcción naval, dos sectores ahora fuertemente expuestos a la

competencia internacional y de muy difícil reflotación por parte de la iniciativa privada,

Page 95: Fernando Collantes - unizar.es

pasaron a ingresar en el Instituto Nacional de Industria, convertido cada vez más en un

hospital de empresas.

Sin embargo, la crisis industrial de 1975-85 golpeó de lleno al Instituto Nacional

de Industria, que entró en quiebra técnica como consecuencia de sus problemas

estructurales de financiación, que arrancaban de los años centrales del franquismo. A

partir de entonces, el Estado tendería a retirarse de la actividad empresarial que tan

entusiastamente había abrazado durante el franquismo. Desde comienzos de la

década de 1980, sucesivos gobiernos de la democracia optaron por inyectar mayor

cantidad de recursos en las empresas públicas con objeto de sanearlas y, en los casos

de empresas potencialmente rentables, privatizarlas. Así, algunas empresas públicas

industriales fueron privatizadas. La banca pública fue igualmente reestructurada y

privatizada: en 1991 las entidades que aún formaban parte del Instituto de Crédito

Oficial pasaron (junto con otras entidades de orientación similar) a constituir el grupo

Argentaria, y en 1999 este, a su vez, fue incorporado al Banco Bilbao Vizcaya.

También Telefónica, la empresa pública de telefonía que venía operando en régimen

de monopolio, fue privatizada a finales de la década de 1990, al tiempo que se abría la

puerta a la aparición de competidores dentro de su mercado. El ferrocarril, el servicio

de correos y la radiotelevisión pública continuaron siendo de propiedad estatal (y la

mayor parte de Comunidades Autónomas crearon sus propias empresas públicas),

pero, cada vez más, el Estado renunciaba a ser empresario: prefería limitarse a

supervisar, más que a sustituir, la iniciativa privada.

La estructura empresarial española continuó ampliamente dominada por las

pymes (cuadro 6.7). Es cierto que la pyme fue perdiendo algo de peso en relación a la

gran empresa, aunque, por otro lado, las nuevas tecnologías de la información y las

comunicaciones y las nuevas estrategias de desintegración vertical de las grandes

empresas creaban nichos para florecientes microempresas altamente especializadas.

A comienzos del siglo XXI, la pequeña y mediana empresa continuaba siendo

fundamental dentro de la economía española.

Paralelamente, las cajas de ahorro también registraron una importante

expansión, superando a los bancos en volumen total de depósitos a comienzos de la

década de 1990. Para ello fueron necesarios cambios en la regulación a que estaban

sujetas: entre finales de la década de 1970 y finales de la década de 1980, la actividad

de las cajas fue crecientemente liberalizada, siendo de particular importancia la

eliminación de las restricciones a la apertura de oficinas fuera de su región de origen.

Otro importante cambio fue la democratización en su gestión, que sin embargo

favoreció un desafortunado proceso de politización de las mismas. A pesar de que la

expansión de las cajas fue unida a una notable concentración empresarial (pasándose

Page 96: Fernando Collantes - unizar.es

de 88 cajas en 1975 a 47 en el año 2000), lo cierto es que buena parte de esta

expansión se realizó sobre bases competitivas más débiles que las de los bancos, al

apoyarse, sobre todo en la primera década del siglo XXI, en la financiación de

proyectos inmobiliarios que terminarían convirtiéndose en activos tóxicos y conducirían

(ya después de 2007, fin de nuestro análisis) a una profunda reestructuración del

sector que incluiría fusiones, absorciones e incluso nacionalizaciones (de nuevo la

vieja idea del hospital de empresas).

Cuadro 6.7. Composición porcentual de las empresas según número de trabajadores

1986 1998 Microempresas (menos de 10 empleados) 42 46 Pequeñas (10-49 empleados) 37 20 Medianas (50-249 empleados) 14 13 Grandes (más de 250 empleados) 8 21

Fuente: Tafunell (2005B).

¿Cuánto cambiaron las estrategias y los comportamientos de los empresarios

españoles? Por un lado, no cabe duda de que el empresario español de comienzos del

siglo XXI era, si se permite la redundancia, más emprendedor que el de 1975: estaba

más atento a las novedades y oportunidades, y también más abierto a los desafíos de

una economía global. Una de las mejores pruebas de ello es la creciente

internacionalización de la empresa española. Si bien este es un fenómeno cuyos

orígenes pueden encontrarse en el siglo XIX, alcanzó una magnitud sin precedentes

en este periodo, con el ascenso de multinacionales españolas en campos como el

textil minorista (Zara), la banca (Santander), las telecomunicaciones (Telefónica) o la

energía (Repsol, Iberdrola). Otra importante ruptura con respecto al pasado fue el

espectacular crecimiento de la actividad bursátil, que pasó a convertirse en un

mercado de capitales fundamental para las mayores empresas (en contraste con el

perfil bajo mantenido por las bolsas del país hasta la década de 1980).

Por otro lado, sin embargo, no faltan pruebas de que el viejo empresario,

tradicional y con gran aversión al riesgo, continuaba presente. Los niveles de inversión

empresarial en I+D se mantuvieron muy bajos a lo largo de todo el periodo, con lo que

no sólo no se redujo la dependencia tecnológica del extranjero, sino que tampoco se

encontraron apenas nichos tecnológicos propios. La tasa de cobertura de la balanza

tecnológica se mantuvo así en niveles bajísimos (cuadro 6.8). La empresa española

tendió a desarrollarse más en ramas de bajo nivel tecnológico y baja exposición a la

Page 97: Fernando Collantes - unizar.es

competencia extranjera. (El caso de la construcción, y la gran importancia ganada por

este sector dentro de la economía nacional, es suficientemente expresivo.)

Cuadro 6.8. Tasa de cobertura en la balanza tecnológica (porcentaje)

1950 1975 1998

19 17 19

Fuente: Sáiz (2005).

Dado que a lo largo de este periodo tuvo lugar el proceso de

desindustrialización, una cuestión fundamental es: ¿cómo eran las empresas de

servicios en las que pasó a estar empleada la mayoría de la población? La

comparación entre las empresas de servicios y el resto del tejido productivo nacional

revela que, en general, las empresas de servicios eran más intensivas en mano de

obra, es decir, presentaban una ratio capital/trabajo más baja que el resto de

empresas. En parte por ello, se trataba de empresas en las que el progreso técnico

era modesto. Además, por la naturaleza de su actividad, se trataba de empresas poco

expuestas a la competencia extranjera. La conformación de un Estado del bienestar y

la creación de un Estado de las Autonomías en la década de 1980 (junto con la

gradual expansión de las competencias de estas últimas), fue responsable de un

importante crecimiento del empleo público en el sector servicios. Sin embargo, las

ramas del sector terciario con mayor contenido tecnológico, como las comunicaciones,

los servicios a empresas o el transporte aéreo, experimentaron un crecimiento más

modesto.

Una de las principales excepciones a esta tendencia general fue el sector

bancario. Bajo el franquismo, la regulación de todo sector bancario había ido más allá

de la mera supervisión y había utilizado de manera decidida al sector bancario para

impulsar objetivos estratégicos como la industrialización. La transición hacia la

democracia produjo una cascada de cambios en la regulación bancaria que sentaron

las bases de lo que fue un gran crecimiento del mismo una vez superada la durísima

crisis bancaria de finales de la década de 1970 y comienzos de la de 1980 (crisis

consecuencia de la elevada exposición al riesgo de los bancos implicados en

inversiones industriales, así como de las malas prácticas de gestión que eran

habituales en no pocas entidades). Las entidades bancarias españolas, cada vez

menos implicadas en inversiones industriales, adoptaron con rapidez algunas de las

innovaciones tecnológicas del periodo, desde los cajeros automáticos (mucho más

Page 98: Fernando Collantes - unizar.es

presentes en las calles españolas que, por ejemplo, en las británicas) hasta la miríada

de cambios organizativos introducidos por la informática y la revolución electrónica en

la gestión empresarial. En el marco de una fortísima expansión del conjunto del sector

financiero, la competencia se recrudeció, presenciándose numerosos procesos de

fusión y absorción liderados por las entidades más dinámicas, como el Banco

Santander o el originalmente denominado Banco de Bilbao y que desembocó en el

Banco Bilbao Vizcaya Argentaria (cuadro 6.9). (Este desenlace recuerda al que se

produjo paralelamente en otro de los sectores estratégicos de la economía española:

el sector eléctrico, que, muy sujeto como estaba a la explotación de economías de

escala, registró una acusada tendencia a la concentración empresarial en torno a dos

grupos, Endesa e Iberdrola.)

Cuadro 6.9. Porcentaje de depósitos de los cuatro mayores bancos sobre el total de

depósitos

1922 1934 1950 1975 1995

38 52 60 44 53

Fuente: Martín Aceña y Pons (2005).

El sector financiero tenía una gran importancia estratégica para la economía

española, pero, en términos de empleo, eran más importantes otros servicios como la

hostelería, la restauración, la educación, la sanidad, la administración pública y, sobre

todo el comercio, que era con mucho la rama terciaria que mayor empleo generaba. A

mediados de la década de 1970, prevalecía en España un comercio de tipo tradicional

en el que las pequeñas empresas familiares situadas en los centros de las ciudades

tenían una importante cuota de mercado. Ya por entonces comenzaban a ganar peso

los supermercados, que ponían en práctica el formato del autoservicio y operaban a

mayor escala. Sin embargo, la gran transformación se produjo a partir de mediada la

década de 1980, de la mano del imparable ascenso de los hipermercados, las

cadenas de tiendas y los centros comerciales. Buena parte de estas nuevas empresas

eran multinacionales que integraban las fases mayorista y minorista de la distribución

comercial; es decir, no sólo vendían las mercancías a los clientes sino que también

compraban y almacenaban dichas mercancías a gran escala a través de centrales de

compra (en contraste con el comercio tradicional, que compraba sus mercancías a

pequeña escala a distribuidores mayoristas que ejercían poder de mercado sobre

aquel).

Page 99: Fernando Collantes - unizar.es

Dejemos a un lado el sector servicios: ¿cómo eran las empresas de los otros

sectores? En la industria, el contenido tecnológico de la actividad empresarial tendió a

aumentar, como también tendió a aumentar la orientación exportadora de la misma.

Tal fue el caso en sectores como el material de transporte, la maquinaria mecánica, la

maquinaria eléctrica y la electrónica. En no pocas ocasiones esto fue el resultado de la

llegada de empresas multinacionales que establecieron filiales en España y que, pese

a realizar la mayor parte de sus actividades de I+D en el extranjero, contribuían a

elevar el nivel tecnológico de la industria española. También la dura reconversión

industrial de finales de la década de 1970 y comienzos de la década de 1980, en la

que una crisis global y la creciente exposición a la competencia internacional

condujeron a la destrucción de numerosas iniciativas empresariales, contribuyó a ello

por defecto, ya que condujo al desmantelamiento de sectores con poco recorrido

tecnológico por delante. Desde mediados de la década de 1990 y hasta el final de

nuestro periodo, los resultados empresariales industriales fueron mejorando como

consecuencia de la moderación salarial y del gran recorte en los gastos financieros

soportados por las empresas (recorte hecho posible por la caída de tipos de interés

que siguió a la incorporación de España a la zona euro). Aún con todo, a comienzos

del siglo XXI, persistía en la estructura industrial española un núcleo duro de empresas

de bajo contenido tecnológico, como las del sector de la alimentación o el sector textil.

Se trataba de empresas que absorbían una cantidad importante de mano de obra y

generaban estímulos sobre otros sectores, pero que carecían del potencial para la

transformación económica y social que encerraban las ramas industriales de mayor

contenido tecnológico. Lo que España no había logrado entre mediados del siglo XIX y

finales del XX durante las dos primeras revoluciones industriales, desarrollar grandes

empresas manufactureras, tampoco lo logró en las primeras décadas de la tercera

revolución tecnológica.

Fuera de la industria y de los servicios, un gran número de españoles (y

también de los inmigrantes que comenzaron a llegar en cantidades significativas con el

comienzo del siglo XXI) trabajaban en la construcción. Aquí había algunas grandes

empresas de obra pública que realizaban grandes inversiones, empleaban a un

numeroso personal e incluso comenzaban a ganar una competitividad internacional

que les permitía ser adjudicatarias de importantes contratos para la construcción de

infraestructuras en países extranjeros; también había grandes empresas en el campo

de la obra civil. El auge inmobiliario que tanto contribuyó al crecimiento español desde

mediados de la década de 1980 hasta la crisis iniciada en 2008 engordó los beneficios

y la escala de operaciones de estas empresas, que se contaban hacia el final de

nuestro periodo entre las mayores de todo el país. Junto a los gigantes de la

Page 100: Fernando Collantes - unizar.es

construcción existía también una pléyade de empresas pequeñas y medianas, muchas

de ellas creadas al calor del auge inmobiliario para aprovechar los nuevos contornos

(ahora expandidos) del mercado. Estas empresas se beneficiaron de la liberalización

del mercado del suelo y del descenso de los tipos de interés, que abarataba el coste

de los préstamos en que incurrían las empresas para desarrollar sus promociones

inmobiliarias. La flexibilidad y capacidad de este pequeño y mediano empresariado

para aprovechar las oportunidades generadas por el auge inmobiliario (y, a través de

su éxito, su capacidad para estimular otros sectores y continuar calentando la

economía) quedó fuera de toda duda a lo largo de estos años. (También a partir de

2008, en medio de la crisis económica, quedó fuera de toda duda la gran

vulnerabilidad de estas empresas y, con ellas, la de sus trabajadores, muchos

rápidamente despedidos.)

Page 101: Fernando Collantes - unizar.es

7 Comercio exterior

Incluso antes de que, como en la actualidad, las economías de los distintos

países estuvieran tan estrechamente ligadas entre sí, las relaciones económicas

internacionales han ocupado un papel muy importante dentro del pensamiento

económico. A finales del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX, algunas de las

principales contribuciones de clásicos como Adam Smith o David Ricardo se centraron

en analizar los efectos del comercio internacional para los distintos países

involucrados en él. En respuesta a su visión positiva de dichos efectos y, por tanto, de

su adhesión a políticas de libre comercio, surgió también una visión alternativa,

propuesta por economistas como el alemán Friedrich List, que ya en la parte central

del siglo XIX planteaba la necesidad de que los países cuya industria estuviera

naciendo adoptaran medidas proteccionistas con objeto de evitar que una prematura

exposición a la competencia extranjera los dejara sin tejido industrial. Hoy día, a

comienzos del siglo XXI, la discusión sobre las consecuencias de las relaciones

económicas internacionales va más allá de estos debates y, además del comercio,

considera también otros fenómenos económicos que rebasan las barreras nacionales,

como el funcionamiento de las empresas multinacionales y los flujos internacionales

de capital. Como muestra el continuo uso del término “globalización” en las

discusiones económicas, sociales y políticas de nuestro tiempo, las relaciones

económicas internacionales atraen hoy una atención incluso superior a la de los

tiempos de Smith, Ricardo y List.

La historia de las relaciones económicas internacionales durante los periodos

moderno y contemporáneo se estructura en torno a cuatro grandes fases. La primera

de ellas, que se extendió a lo largo de los siglos XVI, XVII y XVIII, supuso un primer

movimiento hacia la globalización económica: se consolidaron importantes redes de

comercio intercontinentales, en su mayor parte como consecuencia del avance del

colonialismo europeo sobre América, Asia y África. La segunda fase, que comprendió

el siglo XIX largo (hasta el estallido de la Primera Guerra Mundial en 1914), presenció

un segundo movimiento, esta vez mucho más intenso, hacia la globalización: como

Page 102: Fernando Collantes - unizar.es

consecuencia de la revolución de los transportes (ferrocarril, barco de vapor) y de un

ambiente político moderadamente favorable, las relaciones comerciales

internacionales se intensificaron como nunca antes, creándose auténticos mercados

globales para productos básicos (por ejemplo, los cereales); además, los vínculos

económicos entre los países se estrecharon también como consecuencia del aumento

en los movimientos internacionales de capital, el carácter masivo tomado por los

migraciones intercontinentales (en particular, europeos hacia América) y el apogeo del

imperialismo europeo.

Buena parte de esta globalización se descompuso durante la tercera fase: el

periodo de entreguerras (definido en un sentido amplio: desde 1914 hasta 1950, es

decir, incluyendo ambas guerras mundiales y los primeros años de la segunda

posguerra), durante el cual la excepcionalidad de las situaciones bélicas y las enormes

complicaciones políticas del periodo comprendido entre una y otra guerra (entre ellas,

un repunte del proteccionismo en los principales países) desarticularon numerosas

redes de contacto comercial y financiero. En una cuarta fase, entre 1950 y el presente,

el surgimiento de nuevas instituciones de coordinación económica internacional (como

el GATT, el FMI, el Banco Mundial o la Unión Europea) y el desencadenamiento de

una nueva revolución tecnológica en las comunicaciones (liderada por la informática)

sirvieron para que, en el contexto de la descolonización del mundo no occidental, la

globalización retomara su impulso y llegara mucho más lejos que nunca antes, sobre

todo una vez que, a comienzos de la década de 1990, el bloque soviético cayó y sus

componentes se reintegraron en la economía capitalista mundial. Una globalización

comercial, pero también, y de manera cada vez más importante, financiera y

empresarial como consecuencia del imparable crecimiento en los movimientos

internacionales de capital (a veces, con intenciones productivas; otras, con propósitos

meramente especulativos), así como en el radio de acción de las empresas

multinacionales.

¿Cómo participó España en esta historia de integración, desintegración y

reintegración de la economía internacional? En esta práctica nos centraremos en las

relaciones comerciales de España con otros países, mientras que la siguiente tratará

acerca de los movimientos de capital.

Page 103: Fernando Collantes - unizar.es

IMPERIALISMO Y COMERCIO EXTERIOR EN LA ESPAÑA PREINDUSTRIAL (1500-1840)

La pieza distintiva de la inserción internacional de la economía española del

Antiguo Régimen fue el Imperio americano. A raíz del accidental descubrimiento de

América por parte de Cristóbal Colón, España inició un intenso proceso de ocupación

del territorio americano que le llevó a conformar uno de los mayores imperios del

mundo. La lógica del colonialismo, en España como en otras potencias europeas,

consistía en tomar el control de sociedades lejanas con objeto de orientar sus

economías en un sentido favorable para la metrópoli. Esto incluía el establecimiento

de relaciones comerciales exclusivas, de tal modo que las exportaciones e

importaciones de la colonia fueran realizadas necesariamente a través de los

comerciantes y transportistas de la metrópoli. La violencia y la coerción fueron

elementos inseparables del dominio que los europeos comenzaron a ejercer sobre

diversas partes de América, Asia y África, sin que el caso español en América fuera

una excepción. El rasgo distintivo del colonialismo español en América, el que lo

diferenció en mayor medida de otros colonialismos europeos, fue su acusada

orientación extractiva, en contraposición con la orientación más comercial, más

mercantil de, por ejemplo, el colonialismo británico en Asia.

En efecto, el descubrimiento de ricos yacimientos de metales preciosos (en

especial, plata) en diversos puntos del subsuelo americano marcó profundamente las

relaciones económicas entre España y su Imperio americano. De manera irregular (en

función de las vicisitudes de las siempre complicadas tareas de exploración y

explotación mineras) pero persistente, toneladas de metales preciosos comenzaron a

fluir desde América hacia España a través de un comercio estrictamente regulado y

vigilado por el Estado. Junto a ellas, importaciones de productos de lujo demandados

por las elites del Antiguo Régimen español. Para las clases populares, la principal

aportación económica del Imperio fue la introducción en España de cultivos

americanos hasta entonces desconocidos y que estaban llamados a ocupar un papel

importante en la dieta, como la patata y el tomate. Sin embargo, es importante apreciar

que esto era una especie de transferencia tecnológica, no importaciones (dado que los

nuevos cultivos pasaban a producirse en suelo español y, por tanto, eran producción

española). Así las cosas, la importación de productos americanos estaba fuertemente

sesgada hacia las elites.

Si el Imperio suponía la posibilidad de extraer metales preciosos o importar

determinados productos, también abría la puerta a que las empresas españolas

realizaran exportaciones hacia las colonias, que al fin y al cabo eran mercados

Page 104: Fernando Collantes - unizar.es

protegidos a los que sólo España podía exportar. (La piratería y el contrabando,

imágenes clásicas del mundo atlántico durante estos siglos, eran intentos por parte de

las potencias europeas de comerciar furtivamente con colonias que no les

pertenecían.) Durante la etapa de los Austrias (siglos XVI y XVII), las principales

exportaciones españolas a América fueron la lana (un producto verdaderamente

importante en la economía y la política españolas del periodo) y el hierro. Más

adelante, durante el siglo XVIII, ya bajo los Borbones, los tejidos, el aguardiente, el

vino y las manufacturas de hierro tomaron el relevo.

Lo más llamativo de estas exportaciones es, sin embargo, el hecho de que

fueron escasas, a pesar de que la reserva del mercado colonial para los productos

españoles generaba en principio un importante potencial de crecimiento. Buena parte

del cargamento exportador de los barcos españoles hacia América contenía en

realidad productos fabricados en otras partes de Europa; es decir, junto a las

exportaciones de producción española se realizaba una gran cantidad de

“reexportaciones”, en especial de productos industriales. Esto reflejaba la debilidad

relativa de la manufactura preindustrial española frente a la de otros países (como

Inglaterra u Holanda). A pesar de su magnitud y potencial, el comercio colonial, sin

duda un gran negocio para los implicados, no generó grandes encadenamientos con la

manufactura, es decir, con los miles de artesanos urbanos y campesinos

protoindustriales dispersos por la geografía española. Más ampliamente, no se

generaron grandes vínculos entre el comercio colonial y el tejido productivo en suelo

español.

El reformismo borbónico del siglo XVIII consiguió mitigar algunos de estos

desequilibrios. La liberalización parcial del comercio colonial, combinada con las

reformas efectuadas para mejorar la administración en las propias colonias, dieron

lugar a un aumento de los flujos de exportación e importación. Además, la proporción

de reexportaciones dentro del mismo tendió a caer, en parte como reflejo de un mayor

progreso de la manufactura preindustrial en España (y, especialmente, en Cataluña).

Podría decirse que durante este periodo el comercio colonial se encadenó en mayor

medida con el tejido productivo interno del país, si bien para el conjunto de España

estos encadenamientos continuaron siendo modestos, y la mayor parte de la población

activa y la mayor parte de las empresas del país se mantenían al margen de los

mismos. En realidad, las espectaculares redes de comercio a larga distancia con el

Imperio americano eran menos importantes en términos cuantitativos que el comercio

con nuestros vecinos europeos. Este comercio con Europa consistía en la exportación

de productos agrarios para los que España disfrutaba de ventajas comparativas (lana,

vino, aguardiente) y la importación de productos industriales como tejidos o algodón

Page 105: Fernando Collantes - unizar.es

hilado (este último con vistas a su posterior utilización como input por parte de las

empresas textiles españolas). Dadas las características de estos productos, el

comercio con Europa insertaba en la economía internacional a una proporción mayor

(si bien todavía bastante pequeña) de la población activa y las empresas españolas.

Durante las primeras décadas del siglo XIX, España perdió la mayor parte de

sus colonias en América, que se convirtieron en repúblicas independientes. (La

principal excepción fue Cuba, que continuó bajo estatus colonial hasta 1898.) Dado

que, a lo largo del siglo previo, el comercio de exportación hacia las colonias había

crecido, el principal efecto económico de la independencia de América Latina fue una

caída de dichas exportaciones. Sin embargo, dado que los encadenamientos del

comercio colonial con la actividad económica metropolitana no habían pasado de

modestos, no se trató de un efecto devastador para la economía española. A partir de

ese momento, el comercio exterior se reorientó (aún más) hacia Europa occidental,

sobre la base de un moderado crecimiento en las exportaciones de productos para los

que la demanda europea estaba creciendo y para cuya producción España contaba

con buenas condiciones, como por ejemplo el vino y el plomo.

Aún no se daban las condiciones, sin embargo, para una inserción profunda de

la economía española dentro de la europea. En una era previa al ferrocarril, los costes

de transporte eran muy elevados, por lo que obstaculizaban severamente la

integración económica internacional. (De hecho, dentro de la propia España, ni

siquiera los distintos mercados regionales se encontraban todavía altamente

integrados). Tampoco las políticas comerciales de los países apostaban con fuerza por

el libre comercio. La propia España, de hecho, apostó por una política prohibicionista

con respecto a las importaciones de granos. Así las cosas, es probable que el grado

de apertura comercial de la economía española con respecto al exterior fuera en 1840

inferior a lo que había sido a comienzos de siglo.

LA APERTURA COMERCIAL DE LA SEGUNDA MITAD DEL SIGLO XIX (1840-1900)

Durante el reinado de Isabel II, la consolidación de la sociedad de mercado y la

continuación de las reformas económicas iniciadas en el periodo de la revolución

liberal condujeron a un paulatino desplazamiento de la política comercial desde el

proteccionismo hacia un moderado liberalismo. De este modo, entre la parte central

del siglo XIX y finales de dicho siglo, España pasó a integrarse con mayor fuerza que

nunca antes en el comercio internacional; comercio internacional que, a su vez, crecía

Page 106: Fernando Collantes - unizar.es

también como nunca antes. El grado de apertura de la economía española alcanza así

un máximo en torno a 1900. No será hasta finales del siglo XX cuando, en el marco ya

de otro ciclo histórico diferente, España recupere un grado de apertura similar.

Se trataba de un comercio que, como ya venía ocurriendo con anterioridad, se

orientaba de manera primordial hacia nuestros vecinos de Europa occidental. El saldo

del mismo era casi siempre deficitario: las importaciones casi siempre superaban a las

exportaciones. Este déficit no debe tomarse necesariamente como un dato negativo,

ya que una parte sustancial de las importaciones españolas iban destinadas a

modernizar la estructura productiva del país (a impulsar, por ejemplo, el proceso de

industrialización). A lo largo de la segunda mitad del siglo XIX, España pasó de ser

una economía preindustrial a una economía en vías de industrialización que importaba

numerosos factores productivos. La maquinaria y los bienes de equipo, por ejemplo,

fueron ganando un peso creciente dentro de la composición de las importaciones

españolas (cuadro 7.1). También las fibras textiles, demandadas por las nuevas

industrias textiles del país, fueron importaciones de gran peso. (El flujo de alimentos y

materias primas importadas tampoco careció de importancia, por su parte.)

Cuadro 7.1. Composición porcentual de las importaciones

Alimentos Otros

productos primarios

Semi-manufacturas

Bienes de inversión

Bienes de consumo

1877 28 24 22 5 21 1913 28 27 19 19 7 1951 19 52 12 17 0 1973 17 30 18 31 4 2001 10 15 21 44 10

Otros productos primarios: materias primas, minerales, combustibles, metales ferrosos Semimanufacturas: hierro, acero, productos químicos

Fuente: Tena (2005).

En el otro lado de la balanza, España contaba con algunas bases exportadoras

capaces de generar divisas con las que financiar, aunque fuera de manera parcial,

estas importaciones. Como muchas otras economías en vías de industrialización,

estas bases exportadoras estaban compuestas, más que por los productos de la

naciente industrialización (poco competitiva a escala internacional, a pesar de que los

salarios de los obreros españoles eran inferiores a los de otros países más

avanzados) por productos agrarios y minerales (cuadro 7.2).

Page 107: Fernando Collantes - unizar.es

Cuadro 7.2. Composición porcentual de las exportaciones

Alimentos Otros

productos primarios

Semi-manufacturas

Bienes de inversión

Bienes de consumo

1877 56 32 7 0 5 1913 47 33 9 1 10 1951 50 32 5 2 11 1973 28 8 18 29 17 2001 15 5 22 46 11

Fuente: Tena (2005).

El clima mediterráneo predominante en la mayor parte del país dificultaba que

los agricultores españoles pudieran adoptar la misma senda de progreso agrario que

sus homólogos ingleses u holandeses (intensificar la actividad agraria a través de una

reducción de las superficies de barbecho, un aumento de la cabaña ganadera y un

mayor cultivo de plantas forrajeras), pero también generaba oportunidades: productos

como el vino, el aceite de oliva, los cítricos y las hortalizas, es decir, productos más

propios del clima mediterráneo que del clima atlántico, se convirtieron en las

principales exportaciones españolas. El mayor grado de desarrollo económico

alcanzado por Europa noroccidental permitía a los agricultores españoles acceder a un

gran número de consumidores cuyo poder adquisitivo era superior al habitual en

España. De manera análoga, el desarrollo de la industrialización en la Europa más

avanzada condujo a un creciente interés por los minerales que, como el plomo y el

cobre, podían hallarse en el subsuelo español. La instalación de diversas empresas de

capital extranjero en España, tema que se desarrolla en la siguiente práctica, aceleró

la extracción de estos recursos minerales con vistas a su rápida exportación hacia

Gran Bretaña y otros países industriales. Estas significativas exportaciones de

productos agrarios y minerales contribuyeron a financiar las importaciones, pero no

alcanzaron niveles tan elevados como para financiarlas completamente.

REPLIEGUE Y CIERRE (1900-1950)

El grado de apertura de la economía española descendió a lo largo de la

primera mitad del siglo XX. Se trató primero de un descenso moderado, gradual, y más

adelante, durante la Guerra Civil y el primer franquismo, de un descenso abrupto.

La desintegración comercial de España durante el primer tercio del siglo XX fue

consecuencia, en primer lugar, del viraje proteccionista tomado por el país. Como

Page 108: Fernando Collantes - unizar.es

muchos otros países, la competencia planteada por los productos agrarios llegados de

América y Rusia, desde finales del siglo XIX mucho más baratos como consecuencia

de la revolución de los transportes, era imposible de soportar para la mayor parte de

agricultores españoles, que comenzaron a presionar para que cambiara la política

comercial, hasta entonces (moderadamente) librecambista. Primero fueron los

agricultores los que reclamaron proteccionismo y, una vez que estos lo consiguieron,

también los industriales (igualmente incapaces en muchos casos de competir con el

extranjero y perjudicados en este sentido por el encarecimiento del coste de la

alimentación obrera que se derivaba del proteccionismo agrario) comenzaron a

constituirse en grupo de presión para el cambio de la política comercial. El resultado

fue el paso de un moderado liberalismo a un proteccionismo selectivo: selectivo

porque, más que buscar una exclusión de España de la globalización, se orientaba a

impedir que los efectos potencialmente más perjudiciales de la globalización se hagan

sentir.

Pero la desintegración comercial de España durante estos años también tuvo

causas externas. Dos no comercian si uno no quiere. También nuestros principales

socios comerciales viraron hacia el proteccionismo durante estas décadas, y el viraje

se consolidó e intensificó durante los turbulentos años de entreguerras. La contracción

del comercio internacional durante el periodo de entreguerras también contribuyó así a

la reducción del grado de apertura de la economía española (si bien otras economías

europeas sí mostraron cierta tendencia a la reapertura comercial durante la década de

1920, tendencia que no se encuentra en el caso español).

Los rasgos básicos de este (ahora menguado) comercio con el exterior fueron

similares a los del periodo anterior. Continuó desarrollándose primordialmente con

nuestros vecinos de Europa occidental. Su saldo continuó siendo deficitario. Las

importaciones continuaron siendo variadas, con un peso destacado para aquellas que

permitían el desarrollo de los proyectos productivos de las empresas industriales. Las

exportaciones continuaron centradas en los productos agrarios y minerales.

Un cambio más radical se produjo durante el primer franquismo. Una vez en el

poder, el general Francisco Franco adoptó una orientación autárquica, es decir, buscó

reducir al mínimo los contactos con el exterior. En no poca medida, los principios

económicos del régimen (la industrialización como objetivo principal al que se

subordinaban los demás, la búsqueda de la autosuficiencia, el intervencionismo

económico, el no reconocimiento del conflicto entre clases sociales) suponían una

traslación a tiempos de paz de aquellos principios que, durante los tres años de

guerra, habían contribuido a hacer de la economía de guerra franquista una economía

más solvente que la republicana. Durante la década de 1940, la autarquía se convirtió

Page 109: Fernando Collantes - unizar.es

en un ideal nacional. El contacto con el extranjero fue rápidamente culpabilizado de los

más diversos males de la historia española reciente, desde el atraso económico hasta

la difusión de ideologías seculares. La autarquía se convirtió así en instrumento para

lograr una economía más próspera y una sociedad firmemente católica que se

convirtiera en reserva espiritual de Europa.

En parte, Franco estaba haciendo de la necesidad virtud: en una Europa

envuelta en la Segunda Guerra Mundial hasta 1945 (seis años después del triunfo de

la insurrección en la Guerra Civil), no era fácil (y menos para un régimen de

orientación fascista que, pese a mantenerse oficialmente neutral en el conflicto,

simpatizaba con el eje germano-italiano) desarrollar estrechas relaciones económicas

con otros países. ¿Por qué no adherirse entonces a la doctrina de que la autarquía era

una cosa buena? Por otro lado, sin embargo, Franco creía sinceramente en el ideal

autárquico, y su posterior apertura hacia el exterior (desde la década de 1950 en

adelante) fue menos el resultado de un cambio en sus convicciones que una maniobra

de adaptación al nuevo orden internacional generado bajo el liderazgo de Estados

Unidos tras el final de la Segunda Guerra Mundial.

Franco tuvo un éxito apreciable a la hora de aplicar su ideal autárquico a la

realidad española de la década de 1940: la economía española se replegó sobre sí

misma y en no poca medida se cerró a las fuerzas globales. A la altura de 1950, el

grado de apertura de la economía española alcanzaba un mínimo histórico desde

comienzos del siglo XIX (cuadro 7.3). La tendencia al cierre con respecto al exterior,

ya iniciada de la mano del recrudecimiento del proteccionismo en las primeras

décadas del siglo XX y de la desintegración de la economía internacional durante el

periodo de entreguerras, se acentuó durante la década de 1940. La autarquía no era

total, pero sin duda los contactos con el exterior se habían cortado en una proporción

muy significativa.

Cuadro 7.3. Grado de apertura comercial (como porcentaje del PIB)

1850 1900 1929 1950 1975 2000

8,2 23,6 17,2 7,3 24,6 53,6

Fuente: Tena (2005).

Este corte de las relaciones con el exterior, al implicar una reducción de las

importaciones y de las inversiones extranjeras, conllevó problemas para numerosos

sectores. Por ejemplo, en la agricultura (que, en torno a 1950, continuaba empleando

Page 110: Fernando Collantes - unizar.es

a aproximadamente la mitad de la población activa del país), la contracción de las

importaciones impidió que los agricultores dispusieran de fertilizantes químicos en una

cuantía comparable a la prebélica; dado que no existía una fuerte industria nacional

capaz de ofrecer sustitutos nacionales para los productos hasta entonces importados,

la agricultura española tenía en 1950 un nivel tecnológico inferior al que había tenido

en 1936. También diversos sectores industriales se encontraron con problemas

similares: la contracción de los contactos con el exterior restringía su capacidad para

crecer. En suma, en la década de 1940, la política autárquica cerraba la principal vía

de introducción de innovaciones tecnológicas con que hasta entonces había contado

la economía española, por lo que el crecimiento económico del país estaba sujeto a

una fuerte restricción exterior.

Tan sólo en una situación de emergencia estuvo dispuesto el régimen a

levantar esta restricción: el intervencionismo y la autarquía condujeron a unos

resultados agrarios tan pobres que en algún momento peligró el abastecimiento

alimentario de la población, sobre todo en las ciudades. De manera excepcional,

Franco permitió la entrada de importaciones de trigo argentino y estadounidense con

objeto de compensar las deficiencias de la oferta agraria nacional. Este detalle, de

importancia menor en un régimen que en términos generales mantenía una orientación

autárquica, nos revela sin embargo una de las claves de la posterior apertura del

franquismo: Franco creía en la autarquía, pero no hasta el punto de estar dispuesto a

sacrificar por ella su permanencia en el poder. Si las circunstancias se volvían

adversas a la apuesta autárquica, Franco no se hundiría con ella.

DE VUELTA A LA ECONOMÍA INTERNACIONAL (1950-2007)

Las circunstancias se volvieron adversas a la apuesta autárquica a partir de la

década de 1950. La Segunda Guerra Mundial había terminado y, tras ella, Estados

Unidos estaba liderando la constitución de un nuevo orden internacional, marcado por

la cooperación económica y política a través de nuevas instituciones como la

Organización de las Naciones Unidas, el Fondo Monetario Internacional, el Banco

Mundial y el GATT. El éxito de este nuevo orden internacional quedaba plasmado, en

el campo económico, por un aumento generalizado del comercio mundial y el retorno a

una tendencia de globalización que se había revertido durante el problemático periodo

de entreguerras. Una implicación importante de este resurgir del comercio

internacional es que un país que optara ahora por la autarquía estaba dejando pasar

grandes oportunidades de crecimiento económico. Podría decirse que el coste de

Page 111: Fernando Collantes - unizar.es

oportunidad de una política autárquica aumentó notablemente con respecto a los

tiempos en que la desintegración de la economía mundial generaba pocas

oportunidades y sí en cambio numerosas amenazas para los países vulnerables.

A la altura de 1950, también estaba ya claro que Estados Unidos y la Unión

Soviética, aliados frente al fascismo apenas unos años atrás, se habían convertido en

superpotencias antagónicas que libraban una guerra fría y buscaban atraer hacia su

órbita al mayor número posible de países satélite. Ambas superpotencias movilizaron

importantes recursos para influir sobre la evolución de los sistemas políticos en

lugares a veces muy lejanos. En el caso de Estados Unidos, esto incluyó

intervenciones directas en golpes de Estado (como el sufrido por el Chile de Salvador

Allende) y guerras civiles (como las de Corea y Vietnam), así como el despliegue de la

diplomacia del dólar: la utilización del poder económico estadounidense para atraer a

otros países al bando pro-americano de la guerra fría. Las relaciones de Estados

Unidos con España pueden inscribirse en esta última categoría: a partir de la década

de 1950, España ganó un peso estratégico para Estados Unidos como país gobernado

por un Jefe de Estado declaradamente anticomunista.

Junto a estos factores externos, también había factores internos que

debilitaban la apuesta inicial del franquismo por la autarquía. Dentro del propio

régimen comenzaron a ganar prominencia las voces de quienes pensaban que el

extremo intervencionismo y proteccionismo de la década de 1940 había carecido de

sentido desde el punto de vista económico. Estos reformistas proponían que, si bien

de manera gradual y cautelosa, la economía española debía ser puesta en la senda de

una doble liberalización: liberalización interna (reducción del intervencionismo, con el

consiguiente incremento en el grado de libertad de los mercados), por un lado; y

liberalización externa (reducción del proteccionismo, con el consiguiente incremento

en el grado de apertura al extranjero), por el otro. A lo largo de la década de 1950, se

implantaron algunas reformas que iniciaban lo que sería un largo camino hacia la

doble liberalización. El punto de no retorno de esta tendencia fue el Plan de

Estabilización y Liberalización aprobado en 1959. Presionado por los problemas de

eficiencia asignativa causados por el intervencionismo, presionado por los acuciantes

problemas de falta de divisas causados por la deficitaria balanza comercial,

presionado por el creciente coste de oportunidad de la opción autárquica dentro de

una economía mundial que volvía a globalizarse, presionado por Estados Unidos para

confiar en mayor medida en el libre mercado y la libre empresa (los grandes símbolos

de Estados Unidos y sus aliados frente al bloque soviético), Franco enterró

definitivamente el ideal autárquico en 1959. Los principios básicos de su régimen

siguieron en pie, pero en versiones ya menos extremas. A la altura de 1975, cuando

Page 112: Fernando Collantes - unizar.es

Franco murió, España seguía siendo un país bastante proteccionista, pero se trataba

ya de un proteccionismo moderado en comparación con el de la década de 1940.

Estos cambios en la política económica se correspondieron con cambios en la

economía real: entre 1950 y 1975 se produjo una gran expansión del comercio

español con el extranjero, especialmente con otros países de Europa occidental. El

aumento del comercio exterior fue tan grande que, a pesar de que durante este

periodo se produjo un crecimiento acelerado del PIB (a resultas de una acelerada

culminación del proceso de industrialización iniciado a mediados del siglo XIX), el

grado de apertura de la economía española aumentó con claridad. Si, a la altura de

1950, la economía española estaba muy cerrada (más cerrada incluso de lo que había

sido el caso un siglo atrás), a la altura de 1975 se encontraba ya tan abierta como

había estado en su lejano máximo prebélico de comienzos de siglo. Lo que empezó

siendo una economía con vocación de autosuficiencia había terminado convertida en

una economía más inserta que nunca en la economía global.

Durante el periodo 1950-1975, la balanza comercial española continuó siendo,

como casi siempre, deficitaria. Las importaciones de bienes de inversión se dispararon

como consecuencia de la aceleración del proceso de industrialización. Dado que las

empresas españolas operaban con un nivel tecnológico bajo y generaban pocas

patentes, las importaciones de maquinaria y equipamiento eran el principal mecanismo

de absorción de nuevas tecnologías. La aceleración de la industrialización disparó los

pedidos al extranjero de las empresas industriales, deseosas de ponerse al día en el

plano tecnológico.

Como en periodos anteriores, las exportaciones no fueron totalmente capaces

de financiar este gran flujo de importaciones. Las exportaciones tradicionales de

productos primarios (vino, aceite de oliva, hortalizas, cítricos y otras frutas) crecieron

con rapidez, apoyándose sobre el progreso de la agricultura española durante este

periodo y el aumento del nivel de renta entre las clases medias de los países europeos

más desarrollados. Pero también comenzó España a convertirse en un exportador

sustancial de productos industriales; incluso fue produciéndose a lo largo del periodo

un paulatino desplazamiento hacia la exportación de bienes industriales de inversión,

en detrimento de los generalmente menos complejos bienes de consumo. Aunque,

como en el pasado, las empresas industriales españolas no destacaban por un

elevado nivel de competitividad genuina (la competitividad basada en la innovación

tecnológica y el comportamiento emprendedor), sí disfrutaban de unos costes

salariales bajos que les permitían introducirse en algunos nichos de mercado.

Con todo, la restricción exterior al crecimiento continuó siendo una espada de

Damocles que pendía sobre el funcionamiento macroeconómico (aparentemente muy

Page 113: Fernando Collantes - unizar.es

positivo, dado el gran crecimiento del PIB per cápita) del país. El déficit en la balanza

comercial y la escasez de divisas amenazaban continuamente con erigirse en el cuello

de botella que, al impedir una mayor expansión de las importaciones (y, por tanto, una

mayor absorción de nuevas tecnologías), bloqueara el desarrollo de la

industrialización. De hecho, no por casualidad algunos cambios en la política

económica franquista, como los impulsados por el Plan de Estabilización de 1959, se

produjeron precisamente en momentos en los que la temible restricción exterior

parecía bloquear la continuidad del crecimiento económico.

Es por ello que fue decisivo para la economía española encontrar formas

alternativas de suavizar la restricción exterior, es decir, encontrar formas de ingreso

procedentes del exterior que compensaran, aunque fuera parcialmente, el déficit

comercial. Pero, ¿qué podía sustituir a las exportaciones a la hora de cumplir esta

función? La España de este periodo encontró dos sustitutos: las remesas de los

emigrantes españoles en el extranjero y los ingresos derivados del turismo realizado

en territorio español por parte de extranjeros. Durante la segunda parte del franquismo

numerosos españoles emigraron al extranjero, en particular hacia otros países de

Europa occidental, como Francia, Suiza o la República Federal Alemana. Muchos lo

hicieron de la mano de programas de emigración asistida; otros tantos lo hicieron de

manera clandestina. Sus remesas, más allá de suponer una agradable inyección de

dinero para las familias que las recibieron, cumplieron una significativa función

macroeconómica: la capacidad de importación de la economía española pasaba a ser

mayor de lo que lo habría sido en ausencia de los emigrantes y sus remesas.

Lo mismo puede decirse de los ingresos turísticos. Aunque el turismo no es

una exportación en sentido estricto (sino una actividad doméstica), los ingresos que lo

alimentaban provenían fundamentalmente de viajeros extranjeros. Hasta la Segunda

Guerra Mundial, el turismo había sido sobre todo una actividad propia de las elites,

pero, en medio del extraordinario crecimiento económico vivido por Europa occidental

en las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, el nivel de renta de las

clases medias aumentó tanto que una gran cantidad de ingleses, alemanes y

escandinavos afluyeron hacia la soleada España del Mediterráneo, donde las

condiciones climatológicas eran mucho mejores que en sus países de procedencia y

donde, además, el nivel de precios era mucho más bajo. El gran símbolo de todo ello

fue Benidorm (Alicante), originalmente un pueblo de pescadores que a lo largo de

nuestro periodo fue convirtiéndose en una de las grandes urbes turísticas de Europa y

del mundo entero. En los últimos años del periodo, en torno a un 10-15 por ciento de

los turistas del mundo tenían España como destino. La llegada de estos turistas

extranjeros, además de tener un impacto importante en el plano social y de las

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mentalidades (ya que para muchos españoles fueron ellos los que en mayor medida

les abrieron los ojos a unos valores y unas formas de pensar ajenas al discurso oficial

franquista y los valores nacional-católicos propugnados por este), cumplió también una

función macroeconómica muy importante, ya que, al igual que las remesas de los

emigrantes, contribuyó a suavizar la restricción exterior al crecimiento (cuadro 7.4). La

industrialización española del periodo 1950-1975, tan dependiente de las

importaciones como mecanismo de absorción tecnológica, no habría sido la misma sin

la aportación de los emigrantes en el extranjero y los ingresos inyectados por los

turistas extranjeros.

Cuadro 7.4. Algunos indicadores económicos sobre el sector turístico 1901 1934 1950 1975 2000 Número de turistas (millones) 0,1 0,2 0,5 27,3 74,4 Cuota del turismo español en

el mercado mundial (%) 1,8 12,3 10,7

Exportaciones de servicios turísticos / PIB (%) 0,7 0,4 0,4 3,6 6,2

Fuente: Tena (2005).

La inserción internacional de la economía española continuó reforzándose tras

la muerte de Franco, en parte porque España participó de los factores globales que

conducían a una intensificación de las relaciones económicas internacionales, en parte

porque a dichos factores se unió la incorporación del país al proceso de integración

económica europea que seis países (Alemania, Bélgica, Francia, Holanda, Italia y

Luxemburgo) habían impulsado en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial.

Es cierto que ya durante la parte final del franquismo se habían producido avances en

el estrechamiento de las relaciones económicas entre España y los países de la (por

aquel entonces) Comunidad Económica Europea, el más importante de ellos la firma

en 1970 de un acuerdo preferencial (es decir, un acuerdo que situaba a España más

próxima a la C.E.E. de lo que normalmente sería el caso tratándose de un país no

miembro). Sin embargo, la C.E.E. era un grupo de Estados democráticos y, por ello, el

carácter dictatorial del régimen franquista impedía a España ir más allá en su

integración con otras economías europeas y adherirse a la C.E.E.

Tras largas negociaciones, la incorporación de España a la C.E.E. tuvo lugar

finalmente en 1986, es decir, más de diez años después de la muerte de Franco y una

vez que la nueva democracia española se encontraba ya consolidada. La adhesión a

la C.E.E. (ya por entonces un grupo compuesto por doce países, contando a España)

Page 115: Fernando Collantes - unizar.es

fue un gran símbolo de apertura y normalización para generaciones de españoles que

habían vivido bajo el franquismo y sus anomalías. En el plano estrictamente

económico, la adhesión generaba un desafío para la economía española, ya que, al

pasar a participar en un mercado común, las barreras comerciales que protegían a los

empresarios de la competencia ejercida por empresarios de otros países

pertenecientes a la C.E.E. debieron ser retiradas. También generaba, evidentemente,

grandes oportunidades: en el plano comercial, la oportunidad de obtener un acceso

totalmente libre (sin barreras) a los mercados de los otros países de la C.E.E., con el

consiguiente potencial para impulsar el crecimiento de las exportaciones de aquellos

productos para los que España contaba con ventajas; y, en el plano empresarial, la

posibilidad de atraer grandes cantidades de inversión directa extranjera: empresas de

otros países que decidieran poner en marcha filiales en España con objeto de

aprovechar los bajos costes salariales de España en relación a los países europeos

más avanzados y utilizar España como plataforma desde la cual exportar hacia el

resto del mercado común.

El proceso político de integración económica europea escaló un peldaño más

cuando, una vez consolidado en el ámbito comercial, se lanzó al ámbito monetario.

Desde finales de la década de 1980 comenzó a plantearse la posibilidad de avanzar

en la creación de una moneda única que redujera los costes de transacción dentro de

la C.E.E. y favoreciera el establecimiento de relaciones aún más estrechas entre los

diferentes países. En 1992, el Tratado de Maastricht, además de introducir el término

Unión Europea en lugar del de C.E.E., planteó un camino para llegar a la unión

monetaria. Camino basado en el cumplimiento por parte de las economías que

voluntariamente desearan ingresar en la moneda común (el euro) de una serie de

condiciones macroeconómicas, entre ellas el mantenimiento de bajos niveles de déficit

público y deuda pública. España cumplió dichos criterios y pasó a formar parte de la

“eurozona”, el subgrupo de países de la Unión Europa que a partir de finales de la

década de 1990 inició el proceso de sustitución de sus respectivas monedas

nacionales por el euro. Además de los beneficios genéricos de la moneda común

(reducción de costes de transacción), de los que disfrutaban todos los países de la

eurozona, España se benefició con particular intensidad de la igualación de sus tipos

de interés con los bajos tipos prevalecientes en la mayor parte de sus socios. Esto

reforzó el efecto de la globalización financiera del periodo, favoreciendo que el sistema

financiero español dispusiera de grandes cantidades de capital barato inyectable en

proyectos empresariales. Por otro lado, la integración en el euro suponía la pérdida de

la política monetaria, ahora definida por el Banco Central Europeo, como instrumento

de política económica nacional. Esto no era un peligro menor en un país que, como

Page 116: Fernando Collantes - unizar.es

España, había recurrido con frecuencia (la última ocasión, a comienzos de la década

de 1990) a la devaluación de su moneda como instrumento para reactivar las

exportaciones e impulsar la actividad económica en momentos de crisis. Más

ampliamente, la integración en el euro suponía la pérdida de diversas parcelas de

soberanía económica, ya que, como la crisis iniciada en 2008 se encargaría de

demostrar, el cumplimiento por parte de los países de determinados criterios

macroeconómicos resultaba fundamental para la supervivencia de la moneda común.

¿Cómo evolucionó el comercio exterior durante este periodo marcado por la

integración del país en la Unión Europea? La apertura comercial de la economía

española hacia el exterior se disparó. La tendencia arrancaba ya de la segunda parte

del franquismo, pero durante el presente periodo fue mucho más allá, alcanzando un

máximo histórico. Los países europeos occidentales continuaron siendo nuestros

principales socios comerciales (incluso hubo un cierto desvío hacia la Unión Europea

de comercio que España previamente había venido realizando con terceros países),

pero ahora, en el marco del mercado común, tanto las exportaciones como las

importaciones se dispararon, creciendo claramente por encima de la media mundial o

de la propia media europea (cuadro 7.5).

Cuadro 7.5. Tasa de variación media anual (%) de las exportaciones

1870-1913 1913-1950 1950-1973 1973-1998 España 3,4 – 1,6 8,5 9,6 Europa occidental 3,2 – 0,1 8,4 4,8 Mundo 3,4 0,9 7,9 5,1

Fuente: Tena (2005).

Las exportaciones atravesaron dificultades como consecuencia de la crisis

económica global iniciada en 1973, que también agravó el desequilibrio exterior por la

vía de una reducción de las llegadas de turistas extranjeros y el regreso de numerosos

emigrantes españoles (factores ambos que reflejaban el impacto que la crisis tenía

también en los países europeos más avanzados). Sin embargo, la incorporación a la

C.E.E. y el inicio de un nuevo ciclo expansivo tanto en España como en los países

vecinos animó el crecimiento de las exportaciones españolas. Continuando con la

tendencia iniciada durante la segunda parte del franquismo, las exportaciones

industriales siguieron ganando peso y, dentro de ellas, las exportaciones de bienes de

equipo. Lejos quedaban así los tiempos en que las principales exportaciones del país

habían sido sencillos productos agrarios y minerales. Además, la contribución del

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turismo al equilibrio exterior continuó siendo destacada, produciéndose no sólo un

aumento del número de turistas sino también del gasto medio efectuado por los

mismos.

Aun con todo, el déficit comercial continuó siendo un rasgo estructural de la

economía española. Dada la escasa inversión en investigación y desarrollo realizada

por el Estado y las empresas (tanto españolas como filiales de multinacionales),

España continuó necesitando un volumen sustancial de importaciones como

mecanismo de absorción tecnológica e introducción de innovaciones en el tejido

productivo. La dependencia energética, conducente a costosas importaciones de

petróleo, también contribuyó al déficit.

Page 118: Fernando Collantes - unizar.es

8 Movimientos internacionales de capital LAS INVERSIONES EXTRANJERAS EN ESPAÑA, 1840-1936

Antes de llegada la parte central del siglo XIX, el capital extranjero había fluido

en escasa medida hacia España. (En realidad, hasta comienzos de ese mismo siglo

no se había producido un movimiento intenso de capitales entre unos y otros países

del mundo.) El capital extranjero que sí había llegado, además, se había orientado en

escasísima medida hacia la inversión productiva. La mayor parte de ese capital

extranjero había entrado en el país para financiar la sempiterna deuda de las

monarquías absolutas. En su momento, los Austrias, con ambiciones territoriales

desmedidas en relación a sus recursos fiscales (incluso aunque estos incluyeran una

parte de los metales preciosos llegados de América), se volvieron extremadamente

dependientes del crédito extranjero. El (muy real) riesgo de impago hizo que

banqueros genoveses y alemanes fijaran elevados tipos de interés para estos créditos,

agravando el problema de la dependencia financiera. En tiempos más recientes, el

reformismo borbónico del siglo XVIII consiguió mitigar un tanto este problema, no tanto

porque el Estado se apartara de su tendencia crónica hacia el déficit (dada la

insuficiencia de las reformas fiscales de este periodo) como porque fortaleció los

canales nacionales para la financiación del endeudamiento público (creando, por

ejemplo, Banco Nacional de San Carlos). En cualquiera de los casos, en los albores

de la industrialización el volumen de capital extranjero invertido en España era

pequeño y se canalizaba en escasa medida hacia la inversión productiva.

La situación cambió drásticamente durante la segunda mitad del siglo XIX,

cuando España se convirtió en un importante receptor de inversiones extranjeras.

Como otras economías en vías de industrialización, la España de la segunda mitad del

siglo XIX se caracterizaba por la escasez de capital, consecuencia tanto del bajo nivel

de ahorro como de las dificultades institucionales para canalizar dicho ahorro hacia la

inversión. Ello, a su vez, se debía en parte al bajo nivel de renta alcanzado por la

mayor parte de la población, que se veía forzada a destinar la mayor parte de dicha

Page 119: Fernando Collantes - unizar.es

renta a satisfacer las más básicas necesidades de consumo (alimentación, vestido,

vivienda). También se debía al bajo nivel de ahorro de buena parte de las clases altas,

por ejemplo las familias terratenientes descendientes de la antigua aristocracia, que,

en lugar de destinar una parte de sus recursos al ahorro o la inversión, seguían un

costoso patrón de consumo de lujo. Si a esto añadimos el desarrollo relativamente

lento del sistema financiero, el resultado es que el ahorro en España era escaso y,

además, se canalizaba con dificultades hacia la inversión en actividades productivas.

En consecuencia, España era una economía sedienta de capitales procedentes del

exterior.

Las remesas enviadas por los emigrantes españoles en América cumplieron

una función macroeconómica importante en este sentido, pero hay que tener en

cuenta que esta emigración transoceánica empezó tarde en España (no fue hasta los

años finales del siglo XIX cuando despegó con fuerza) y terminó pronto como

consecuencia del estallido de la Primera Guerra Mundial y las dificultades económicas

globales del periodo de entreguerras. Mucho más importantes que las remesas de los

españoles expatriados fueron las inyecciones de capital por parte de empresarios

extranjeros. La inversión extranjera en España creció con velocidad durante la

segunda mitad del siglo XIX, dirigiéndose a la compra de deuda pública (en una época

caracterizada por los problemas crónicos de endeudamiento del Estado) y, sobre todo,

a los sectores del ferrocarril y la minería.

Como ocurrió en otras economías de industrialización tardía y con problemas

de escasez de capital, en España los inicios del sistema ferroviario estuvieron

estrechamente ligados a empresas extranjeras, y no tanto a empresarios y capitales

nacionales. La ley de ferrocarriles de 1855 estableció las bases que regirían las

inversiones extranjeras en este sector. Con objeto de atraer a inversores extranjeros y

acelerar así la construcción del sistema ferroviario español, se concedieron numerosas

facilidades, entre ellas exenciones arancelarias. Estas facilidades atrajeron cuantiosos

capitales extranjeros, en especial capitales de origen francés que pusieron en pie las

principales empresas ferroviarias del país, como Norte y MZA (Madrid-Zaragoza-

Alicante). ¿Cuál fue el precio que España pagó por estas facilidades concedidas a los

empresarios extranjeros? Las exenciones arancelarias, que permitían a las empresas

ferroviarias abastecerse de productos importados de manera más barata que el resto

de empresas, han sido muy polémicas entre los historiadores del periodo, ya que es

probable que, al concederlas, el gobierno perdiera la ocasión de estimular el desarrollo

de la industria siderúrgica nacional: si las empresas ferroviarias hubieran estado

sujetas a la misma legislación arancelaria que el resto de empresas, habrían

importado menos productos siderúrgicos del exterior y habrían confiado en mayor

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medida en la industria nacional, sin que (según las estimaciones de los especialistas)

ello hubiera supuesto en este caso un gran incremento de los costes y los precios en

el sistema ferroviario.

Otro sector cuyo desarrollo estuvo estrechamente ligado al capital extranjero

fue la minería. La ley de minas de 1868, que permitía a las empresas adjudicatarias

acceder a concesiones del subsuelo a muy largo plazo (con objeto de que aqeullas

tomaran sus decisiones de inversión con la misma tranquilidad que si los yacimientos

fueran realmente suyos), abrió el sector a la entrada masiva de capitales extranjeros

que hicieran lo que durante décadas la iniciativa privada nacional no había hecho:

poner en valor los ricos yacimientos de cobre, plomo y hierro que podían encontrarse

en algunas regiones del país. Las grandes compañías mineras, con gran peso de las

fundadas con capital británico, se centraron en la exportación de minerales y no

terminaron de convertirse en industrias motrices capaces de generar estímulos sobre

otros sectores de la economía española. Aún así, sus exportaciones contribuyeron a

evitar un desequilibrio aún mayor de la balanza comercial española.

Durante el primer tercio del siglo XX, se abrió, tras los ciclos del ferrocarril y la

minería, un nuevo ciclo de inversiones extranjeras, centradas ahora en una gama más

amplia de sectores: electricidad, banca, seguros, transporte urbano… Además, el

recrudecimiento del proteccionismo a lo largo de estos años fue un estímulo para que

se instalaran en España las primeras empresas multinacionales: en lugar de producir

fuera de España y encontrarse luego con las dificultades impuestas por el

proteccionismo para acceder al consumidor español, estas multinacionales decidieron

instalarse en territorio español para que, de ese modo, sus producciones no estuvieran

sujetas a ningún tipo de arancel. No cabe duda de que estas multinacionales

contribuyeron a impulsar la industrialización española en sectores como la

alimentación (Danone, Coca-Cola), la automoción (Fiat, General Motors) o la industria

química (Bayer).

FRANQUISMO Y CAPITAL EXTRANJERO (1936-1975)

Las inversiones extranjeras se contrajeron durante el primer franquismo.

Fueron en buena medida años convulsos a nivel internacional, con el desarrollo de la

Segunda Guerra Mundial. La orientación autárquica del primer franquismo tampoco

creó condiciones favorables para los inversores extranjeros.

En cambio, a partir de la década de 1950 la gradual liberalización de la política

económica española y las nuevas condiciones globales condujeron a un gran aumento

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en el flujo de capitales extranjeros recibidos por la economía española. En un primer

momento, la inyección más importante fue realizada directamente por el gobierno

estadounidense: aunque España no fue en su momento incluida en el Plan Marshall

(el plan de ayuda diseñado por Estados Unidos para acelerar la recuperación

posbélica de las economías europeas y consolidar su posición dentro de Europa en el

contexto de la guerra fría), sí terminó recibiendo un volumen importante de ayuda

económica directa, tanto monetaria como en especie.

Más significativo es quizá que, conforme fue avanzando esta segunda parte del

franquismo, comenzaron a afluir cantidades crecientes de capital privado. La

implantación y desarrollo de filiales de empresas multinacionales, un proceso que se

había iniciado en las primeras décadas del siglo XX, continuó ahora, una vez

superados los obstáculos interpuestos por el ideal autárquico de la política española y

la disrupción causada por la Segunda Guerra Mundial. Aunque Franco nunca

abandonó una cierta orientación nacionalista en su política económica, a la altura de

1975 el capital extranjero y las empresas multinacionales eran fundamentales dentro

de importantes sectores de la industria española, como por ejemplo la alimentación.

Aunque, en el momento de su llegada, surgió el miedo a que las empresas

multinacionales empobrecieran a la sociedad española (al limitarse a explotar los bajos

salarios que podían pagarse en España en relación a otros países europeos más

avanzados) y la convirtieran en víctima de una suerte de neocolonialismo, estas

empresas realizaron (como en periodos anteriores) una importante contribución a la

puesta al día tecnológica de la economía española, así como a la generación de

estímulos positivos sobre las pequeñas y medianas empresas de capital nacional con

las que fueron trabando relación a lo largo de los años.

EL MOVIMIENTO INTERNACIONAL DE CAPITALES DESPUÉS DE 1975

Tras el franquismo, España continuó atrayendo flujos cada vez más cuantiosos

de inversión directa extranjera, en muchos casos a través de la instalación de filiales

de multinacionales. En el sector del autómovil, por ejemplo, a finales de la década de

1970 y comienzos de la década de 1980, General Motors y Ford instalaron plantas de

producción en España, con objeto de aprovechar los bajos salarios del país en

relación a otros países europeos más avanzados, así como la posibilidad de utilizar

dichas plantas como plataformas desde las que exportar masivamente hacia el

mercado común europeo. Significativamente, estas inversiones directas extranjeras

llegaron algunos años antes de la adhesión de España a la C.E.E., pero en un

Page 122: Fernando Collantes - unizar.es

momento en el que dicha adhesión se consideraba ya un acontecimiento altamente

probable. Muchas otras inversiones extranjeras las siguieron después de 1986 y hasta

llegar al presente. Estas inversiones han realizado una importante contribución al

crecimiento de las exportaciones industriales españolas, así como al crecimiento de

las ramas industriales más intensivas en tecnología (a través de la incorporación de

innovaciones generadas en otras filiales, no españolas, de las multinacionales). Así, la

inversión extranjera permitió a la economía española aprovechar las ventajas

asociadas a la integración en la Unión Europea con mayor intensidad de lo que habría

sido el caso en su ausencia.

Junto a estas entradas de capital privado, también fueron significativas las

entradas de capital público. Poco después de la adhesión de España, la Unión

Europea puso en marcha una ambiciosa política de cohesión regional encaminada a

favorecer el desarrollo de aquellas regiones europeas con bajos niveles de renta,

condición que la mayoría de regiones españolas cumplían. (España fue, de hecho, el

país de la Unión que recibió un mayor volumen de fondos en términos absolutos.) Los

llamados fondos estructurales financiaron así la construcción de numerosas

infraestructuras y equipamientos a lo largo y ancho de la geografía española, lo que

llevó la dotación de capital público del país más allá de lo que habría sido el caso en

su ausencia. (Por supuesto, otra cuestión diferente, y relevante, es si algunos de estos

fondos estructurales podrían haber recibido un mejor uso en caso de haber sido

destinados a otros fines.)

Finalmente, un último aspecto de la inserción exterior de la economía española

a finales del siglo XX y comienzos del XXI fue la creciente internacionalización de sus

empresas. Aunque la realización de inversiones en otros países por parte de

empresas y empresarios españoles databa del siglo XIX, fue sobre todo a finales del

siglo XX y comienzos del XXI cuando emergieron como tales grandes multinacionales

españolas en sectores clave de la economía mundial, como la banca, las

telecomunicaciones, la energía o el comercio minorista de productos textiles. El Banco

Santander, Telefónica, Iberdrola o Zara, por poner ejemplos muy conocidos, fueron la

punta de lanza de una gran expansión de las empresas españolas por todo el mundo.

La globalización mostraba así todas sus caras (comercial, financiera, empresarial) en

la evolución de la economía española de la democracia.

Page 123: Fernando Collantes - unizar.es

9 Crecimiento económico

El Producto Interior Bruto, la suma del valor monetario de la producción en los

sectores primario, secundario y terciario, es el indicador más sencillo del tamaño de la

actividad económica en un determinado país. Pero nuestra medida del crecimiento

económico no será, como es frecuente en los medios de comunicación e informes de

diversos organismos, la evolución del PIB a lo largo del tiempo, sino la evolución del

PIB per cápita. Ello es así porque el PIB per cápita está más vinculado con el nivel

medio de ingreso de la población y, por tanto, con su nivel de bienestar.

De cara a nuestro análisis del crecimiento económico a lo largo de la historia

española, es importante distinguir entre ciclos y tendencias. Las fluctuaciones de la

actividad económica dan lugar a ciclos, cada uno de los cuales consta de una fase

alcista y una fase bajista. Los ciclos pueden desarrollarse en el corto plazo, de unos

pocos años, o incluso en fases más largas que llegar a abarcar décadas enteras.

Estudiar la historia de los ciclos económicos permite detectar patrones recurrentes

(elementos que parecen estar presentes detrás de cada fase alcista o de cada fase

bajista) y es por ello de gran interés, pero, dado que en esta asignatura nos interesan

principalmente las transformaciones de largo plazo, prestaremos una atención incluso

mayor a las tendencias del crecimiento económico. En ocasiones, las crisis cíclicas

son de tal intensidad que dejan a las sociedades en niveles de PIB per cápita similares

o inferiores a los que se daban al comienzo de la fase alcista del ciclo. Pero, en

muchas otras, el PIB per cápita es tras el final de la crisis superior al que estaba

vigente al inicio de la fase alcista. En estas otras situaciones, puede decirse que en el

largo plazo existe una tendencia al alza. Así, en el análisis del crecimiento económico

no sólo importa la recurrencia de ciclos de expansión-contracción, sino también la

tendencia (expansiva, contractiva, estancada) que va dibujándose en el largo plazo.

La historia económica de Europa, que es como siempre la que usamos como

referencia para estudiar el caso español, viene marcada por una gran ruptura en la

tendencia del crecimiento económico: la ruptura entre la economía preindustrial, con

una tendencia prácticamente estancada en el largo plazo, y la economía moderna que

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comenzó a gestarse en el siglo XVIII y marcó el inicio de una tendencia claramente

expansiva (que ha llegado hasta nuestros días, a pesar de la actual crisis). Un aspecto

importante de este cambio de tendencia fue que tuvo lugar en paralelo a cambios

estructurales en la composición del PIB: mientras que, en la economía preindustrial, la

mayor parte del PIB era aportado por el sector agrario, en la economía moderna

ganaron peso los sectores secundario y terciario. Paralelamente, mientras que la

economía preindustrial se caracterizaba por bajas tasas de inversión (la cual

representaba una proporción muy baja de la demanda agregada), la economía

moderna presentaba en contraste tasas de inversión elevadas.

La economía moderna vivió diversos ciclos, de mayor o menor duración, de

mayor o menor intensidad. En general, el crecimiento económico fue intensificándose

durante el siglo XIX largo cerrado por la Primera Guerra Mundial en 1914, si bien sufrió

importantes crisis, en particular en los años finales del siglo XIX. El periodo de

entreguerras, sin embargo, vino marcado por la inestabilidad económica y el contagio

de la Gran Depresión originada en Estados Unidos. (Aun con todo, pese a la gravedad

de esta crisis, hacia el final del periodo el PIB per cápita europeo era superior al del

comienzo.) Las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial presenciaron una

aceleración del crecimiento económico, que alcanzó las mayores tasas de toda la

historia. Esta “edad dorada” del crecimiento terminó con el estallido de la crisis del

petróleo a partir de 1973. El resultado a partir de entonces fue una fase de crecimiento

menos intenso que el de 1950-1973, pero aún así más intenso que el de, por ejemplo,

el siglo XIX. (La crisis iniciada en 2008 parece marcar un nuevo punto de inflexión

cíclico.)

¿HUBO PROGRESO ECONÓMICO ANTES DE LA INDUSTRIALIZACIÓN (1500-1840)?

No tenemos estadísticas fiables sobre la evolución del PIB durante el periodo

preindustrial. Probablemente, el PIB creció durante la mayor parte del siglo XVI,

descendió durante la primera mitad del siglo XVII y, entre finales del siglo XVII y

mediados del siglo XIX, continuó creciendo, si bien con alguna interrupción en los años

finales del siglo XVIII e iniciales del XIX. Sin embargo, estos movimientos fueron muy

similares a los movimientos de la población, por lo que el PIB per cápita no debió de

crecer demasiado y, en los términos en que venimos definiendo el crecimiento

económico en este tema, no cabría por tanto hablar de un crecimiento económico

importante. Se trató de un crecimiento económico muy lento y, además, muy irregular,

Page 125: Fernando Collantes - unizar.es

incapaz de sostenerse a lo largo del tiempo. Un crecimiento, por otro lado, de rasgos

muy tradicionales, ya que no vino acompañado de cambios estructurales en la

composición sectorial de la población activa, el PIB o la demanda agregada. Las tasas

de inversión se mantuvieron bajas, y la mayor parte de la actividad económica se

desarrollaba en el sector primario.

Durante la mayor parte del siglo XVI, la economía española mostró un cierto

dinamismo, en especial en las regiones que previamente habían pertenecido a la

Corona de Castilla. La producción agraria creció porque se expandió la superficie

cultivada, consecuencia a su vez de la repoblación de amplias zonas de la región sur

del país tras la culminación de la Reconquista. También ganó impulso la actividad

económica de las ciudades: florecieron ferias comerciales en diferentes puntos del

país y creció la producción manufacturera desarrollada en talleres artesanales.

Además, el establecimiento de redes comerciales cada vez más importantes con el

exterior, en especial con el Imperio americano que la Corona se lanzó a formar tras el

descubrimiento por parte de Colón, supuso un estímulo.

Ahora bien, buena parte de este dinamismo se traducía en incrementos del PIB

similares a los de la población; por tanto, apenas había crecimiento económico.

Además, hacia finales del siglo XVI, las fuerzas de la expansión previa comenzaron a

dar síntomas de agotamiento y, a lo largo de buena parte del siglo XVII, la economía

española (y, en especial, la zona castellana, que previamente había sido el motor de la

expansión) comenzó a contraerse. Comoquiera que la población también cayó, es

probable que el PIB per cápita no experimentara una caída apreciable (o no cayera en

absoluto).

Los problemas de la economía española durante el siglo XVII se manifestaron

tanto en la agricultura como en la manufactura. En el sector primario, limitaciones

ambientales impedían que la mayor parte de agricultores españoles adoptaran la

senda de cambio tecnológico de las agriculturas orgánicas avanzadas del norte de

Europa. La combinación de reducciones del barbecho, aumento de los cultivos

forrajeros y aumento de la cabaña ganadera requería, en las condiciones técnicas de

la época, elevados niveles de humedad que no se daban en la mayor parte de la

Península Ibérica. También requería una cierta densidad demográfica, que hiciera

rentable la intensificación (el aumento del rendimiento por hectárea cultivada) de unos

sistemas agrarios predominantemente extensivos. España, sin embargo, contaba con

una densidad demográfica baja, agravada además por crisis de mortalidad que de

manera recurrente desestructuraban los sistemas agrarios de las comarcas afectadas.

A estos problemas geográficos y demográficos se unían problemas

institucionales. La estructura de incentivos encarnada en el Antiguo Régimen era poco

Page 126: Fernando Collantes - unizar.es

favorecedora de la adopción de comportamientos emprendedores, ya fuera por parte

de la nobleza terrateniente o por parte de los campesinos. Los incentivos para la

nobleza eran pequeños porque gran parte de su tierra disfrutaba de la condición de

amortizada o vinculada. Además, una parte nada despreciable de sus ingresos ni

siquiera provenía del sector agrario, sino de la recaudación de impuestos para una

Corona carente de recursos. Los pequeños y medianos propietarios, por su parte, se

enfrentaban a problemas estructurales como la fragmentación de sus explotaciones, la

necesidad de respetar las regulaciones comunales que establecían derechos de uso

no siempre coincidentes con los de propiedad, y el endeudamiento.

La contracción agraria del siglo XVII, manifiesta en caídas de la superficie

cultivada y la producción, fue acompañada por el declive de la red urbana. Salvo

Madrid, donde la Corona atraía cerca de sí a numerosos aristócratas con el

consiguiente efecto de arrastre para las actividades económicas urbanas, el resto de

ciudades de la antigua corona de Castilla sufrió un duro declive. La actividad

manufacturera languideció como consecuencia de las rigideces impuestas por las

regulaciones gremiales y de la concentración de buena parte de la presión fiscal sobre

el consumo, que contraía la demanda efectiva. Además, durante el siglo XVII los

efectos dinamizadores del comercio colonial sobre las redes comerciales internas

fueron un tanto más débiles que durante la expansión del siglo XVI. Otro factor que

pudo contribuir al declive de las actividades urbanas fue la difusión de valores

aristocráticos y el paralelo desprecio de los valores relacionados con la laboriosidad,

una de cuyas implicaciones económicas pudo ser la preferencia de las elites por

inversiones rentistas (como la compra de tierras orientada a la posterior percepción de

rentas a manos de campesinos arrendatarios) más que por inversiones productivas

(encaminadas a incrementar la productividad, ya fuera en la agricultura o en cualquiera

de los otros sectores). Finalmente, las continuas manipulaciones monetarias llevadas

a cabo por la Corona con objeto de aliviar sus carencias fiscales (a través de la

emisión de monedas degradadas, de bajo contenido metálico) generaban entre los

empresarios urbanos una incertidumbre que tampoco favorecía dicha inversión

productiva.

La contracción tocó fondo hacia finales del siglo XVII. Desde entonces y hasta

comienzos del siglo XIX, la economía española vivió un nuevo ciclo de expansión

tradicional, es decir, de crecimiento del PIB y crecimiento de la población, sin gran

crecimiento del PIB per cápita. La base de esta nueva expansión fue un crecimiento

agrario de tipo extensivo: la productividad agraria no aumentó de manera importante

durante este siglo largo, sino que fue el aumento de la superficie lo que tiró hacia

arriba de la producción. La densidad de población española nunca había sido alta, y

Page 127: Fernando Collantes - unizar.es

menos tras el declive demográfico de buena parte del siglo XVII. En consecuencia,

había amplias superficies, sobre todo en el interior del país, susceptibles de ser

puestas en cultivo con las técnicas tradicionales. A esta vía extensiva de aumento de

la producción se unió de manera secundaria una vía ligeramente más intensiva en

algunas partes del país, en las que tuvo lugar una tímida diversificación productiva

(basada en cultivos como el maíz en la Cornisa Cantábrica o la vid en la región

mediterránea). Con todo, la expansión de la superficie cultivada fue el principal motor

de crecimiento del PIB agrario y, por extensión, del PIB total.

La expansión agrícola se vio acompañada a lo largo del siglo XVIII por otras

expansiones de corte tradicional. La lana de las ovejas merinas trashumantes era

altamente valorada en los mercados europeos, con lo que los grandes ganaderos,

apoyados en la Mesta, incrementaron las dimensiones de su negocio. La manufactura

urbana se recuperó, y se vio además secundada por un creciente número de

iniciativas industriales libres (no agremiadas) en zonas rurales. Los comercios interior

y exterior, favorecidos por las reformas borbónicas, también ganaron en dinamismo

con respecto al siglo XVII.

Es cierto que, durante las primeras décadas del siglo XIX, mientras continuaba

la expansión de la superficie cultivada en el marco de la revolución liberal, algunos de

estos complementos perdieron buena parte de su fuerza. Los ganaderos trashumantes

vieron contraídos sus márgenes de beneficio por la supresión de los privilegios

ancestrales de la Mesta y la competencia, cada vez más difícil de contener, de las

lanas sajonas en los mercados europeos. Y la independencia de la mayor parte de las

colonias americanas cortó la progresión de algunas ramas terciarias, como el

transporte, las finanzas y los seguros. Con todo, la importancia de estos problemas no

debe exagerarse. La ganadería trashumante comenzó a declinar, pero en su lugar

creció la ganadería estante, orientada a la oferta del ganado de labor requerido por la

expansión de la superficie cultivada. Y, dado que los vínculos entre el comercio

colonial y la economía metropolitana nunca habían sido particularmente intensos, el

efecto de la independencia americana estuvo lejos de ser catastrófico para España

desde el punto de vista macroeconómico. Además, durante estas primeras décadas

del siglo XIX fue produciéndose una cierta modernización tecnológica en el sector

manufacturero, particularmente en las empresas textiles localizadas en Cataluña. Esta

región, de hecho, se convirtió ahora en lo más parecido que hubo en España a una

economía orgánica avanzada. Combinando modestos progresos en la agricultura (no

sólo vía incremento de la superficie cultivada, sino también a través de la expansión de

cultivos intensivos –por ejemplo, la vid– con mayor rendimiento por hectárea que el

cereal), la industria (como consecuencia de la referida modernización tecnológica del

Page 128: Fernando Collantes - unizar.es

textil) y el comercio marítimo (a raíz del creciente protagonismo de las empresas

catalanas en las redes comerciales del Mediterráneo), la economía catalana consiguió

sostener en el tiempo un moderado crecimiento de su PIB per cápita. Crecimiento

lento desde la perspectiva de las economías modernas, pero apreciable para lo que

venía siendo habitual en la economía preindustrial española.

Todo lo anterior sugiere que, como previamente había ocurrido en otras partes

de Europa, la economía preindustrial inmediatamente anterior a la industrialización no

se encontraba, aun con todas sus carencias, estancada en sentido estricto.

ARRANQUE Y CONSOLIDACIÓN DEL CRECIMIENTO ECONÓMICO MODERNO (1840-1936)

Entre 1840 y 1936 se desplegaron en España sucesivos ciclos de crecimiento

económico. Hasta aproximadamente 1880, en un contexto tecnológico aún dominado

por la primera revolución industrial, la economía española creció lentamente. Además,

este crecimiento se vio truncado por la crisis finisecular causada por la invasión de los

mercados europeos de cereal por parte de los productores americanos. La economía

española pasó a crecer más rápidamente a partir de aproximadamente 1900, en un

mundo marcado ya por la segunda revolución industrial y sus nuevas fuentes de

energía. Este crecimiento fue especialmente rápido entre el inicio de la Primera Guerra

Mundial, que produjo importantes beneficios económicos a un país neutral como

España, y el inicio de la Gran Depresión en 1929. La Gran Depresión no afectó de

manera especialmente fuerte a la economía española, ya que, al haber ido virando

hacia el proteccionismo desde décadas atrás, se encontraba menos expuesta a los

impactos externos que otras economías, como por ejemplo las economías

agroexportadoras de América Latina. Con todo, el enrarecido contexto internacional

contribuyó a complicar las perspectivas económicas durante los años de la Segunda

República.

Aun con todo, y pese a estos vaivenes, el periodo entre 1840 y 1936 marcó un

cambio de tenencia fundamental, al iniciarse un proceso de crecimiento económico de

rasgos modernos. A diferencia del crecimiento que de cuando en cuando se había

experimentado en los siglos previos, este nuevo crecimiento económico no sólo era

más rápido y se sostenía mejor a lo largo del tiempo, sino que además iba

acompañado de cambios estructurales: se desarrollaba un proceso moderno de

industrialización y, en consecuencia, el peso del sector primario dentro del PIB y el

empleo descendía (cuadro 9.1). Otro importante cambio estructural, motor del proceso

Page 129: Fernando Collantes - unizar.es

de crecimiento, fue el crecimiento de la participación de la inversión dentro de la

demanda agregada. Pese a que esta última seguía ampliamente dominada por el

consumo, la inversión pasó de suponer en torno a un 5 por ciento del PIB al comienzo

del periodo a un 10-15 por ciento hacia el final del mismo.

Cuadro 9.1. Estructura porcentual del PIB y la demanda agregada 1850 1900 1930 1950 1970 2000 PIB

Sector primario 38 30 23 29 10 4 Sector secundario 17 30 32 27 38 30 Sector terciario 45 40 45 44 52 66

Demanda agregada

Consumo 85 79 79 72 66 59 Inversión 6 11 11 18 28 26 Gasto público 9 8 11 11 10 17 Saldo comercial

0 2 –1 –1 –4 –2

Fuente: Carreras, Prados de la Escosura y Rosés (2005).

El nuevo modelo de crecimiento fue posible gracias a un contexto histórico del

que formaron parte tres elementos. En primer lugar, los cambios institucionales que, a

lo largo de las primeras décadas del siglo XIX, condujeron al desmoronamiento del

Antiguo Régimen y a su sustitución por una sociedad de mercado; sociedad de

mercado que fue reforzada y consolidada por las reformas liberales acometidas aún

durante el reinado de Isabel II. Estos cambios institucionales permitieron mejorar la

eficiencia asignativa de la economía española, al aumentar el peso del mercado como

mecanismo coordinador de las decisiones económicas de los individuos y de las

empresas. También permitieron crear una estructura de incentivos más favorecedora

de los comportamientos emprendedores que la del Antiguo Régimen. En segundo

lugar, el nuevo modelo de crecimiento se basaba en la absorción de las innovaciones

tecnológicas que estaban propiciando la industrialización de otros países europeos y

occidentales, entre ellas la mecanización de los procesos productivos basada en

fuentes de energía inorgánicas. Y, en tercer lugar, dado que esta absorción de

tecnología tenía lugar en su mayor parte a través de la realización de importaciones y

la recepción de inversiones extranjeras, la participación de España en una economía

global era una elemento clave del proceso de industrialización.

A partir de ahí, el progreso económico se apoyó en tres pilares: la

industrialización moderna, el cambio agrario y la integración del mercado nacional. La

industrialización realizó una contribución muy destacada al crecimiento económico del

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periodo, tanto por su efecto directo sobre el aumento del PIB per cápita como por los

diversos estímulos que generó sobre otros sectores. El primer sector motriz de la

industrialización española fue el sector textil y, dentro de él, su rama algodonera.

Fuertemente concentradas en Cataluña, donde disponían de una amplia tradición

empresarial previa y un importante mercado regional, las empresas textiles catalanas

apostaron por la mecanización y, conforme el aumento de la productividad se

transmitió a un descenso de los precios, lograron destruir a buena parte de sus

competidores de corte tradicional (como las manufacturas rurales dispersas por todo el

país) y se hicieron con el mercado interior español. Un segundo sector motriz fue la

siderurgia, que lideró el proceso de industrialización del País Vasco desde finales del

siglo XIX. Las grandes empresas siderúrgicas adoptaron métodos gerenciales de

gestión y absorbieron innovaciones tecnológicas, convirtiéndose en un motor de

crecimiento para la economía española. Un tercer sector que realizó una contribución

destacada fue la industria alimentaria, que pasó de un crecimiento de corte tradicional

durante buena parte del siglo XIX a un crecimiento más moderno tanto en términos

organizativos como en términos tecnológicos en las décadas previas a la Guerra Civil.

Hubo por supuesto otros sectores industriales en expansión a lo largo de este

periodo. Baste señalar, como orientación general, que durante la segunda mitad del

siglo XIX la industrialización española estuvo liderada por los sectores productores de

bienes de consumo (con frecuencia, compuestos por pequeñas y medianas empresas)

y que más adelante los bienes de inversión (producidos con mayor frecuencia por

grandes empresas gerenciales) pasaron a ganar más protagonismo. En esto el

proceso de industrialización español se asemejó al del resto de países europeos (con

la única excepción en este periodo de la planificada industrialización soviética):

procedió desde delante hacia atrás, partiendo de la demanda del consumidor para

posteriormente diversificase hacia la demanda interempresarial.

La contribución de la agricultura al crecimiento económico fue en comparación

más modesta, pero también decisiva. Una parte importante del crecimiento agrario

español entre 1840 y 1936 fue un crecimiento meramente extensivo: más que grandes

cambios tecnológicos o grandes avances en la productividad de la mano de obra, se

extendió a un mayor número de hectáreas el tipo tradicional de agricultura que venía

practicándose. Sin embargo, otra parte del progreso agrario (una parte, además,

creciente conforme avanzamos a lo largo de este periodo) fue crecimiento intensivo

con mejoras de la productividad. Ello se debió en ocasiones a la especialización de los

agricultores en producciones de alto rendimiento, como el vino, el aceite de oliva, las

frutas, las hortalizas o la leche de vaca; producciones en ocasiones destinadas al

expansivo mercado urbano español, en ocasiones exportadas a países europeos más

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desarrollados. También se debió a la paulatina difusión por el campo español de inputs

de origen industrial, como las máquinas (por ejemplo, trilladoras y segadoras, aún

movidas por animales durante este periodo) y los fertilizantes químicos. Allí donde se

acometieron las costosas obras necesarias para ello, la transformación de tierras de

secano en tierras de regadío también fue un potente motor de progreso agrario e

intensificación de la producción.

Pese a que la agricultura no creció tanto como la industria, pese a que su ritmo

de cambio tecnológico fue más lento (pese a que los métodos tradicionales de

producción persistieron durante más tiempo), pese a que la productividad de los

agricultores creció de manera más lenta y se mantuvo en niveles inferiores a los de los

trabajadores industriales, pese a todo ello, la agricultura realizó su contribución al

crecimiento económico del periodo, no sólo de manera directa sino también de manera

indirecta a través del alto peso que los productos agrarios tuvieron dentro de las

exportaciones españolas. En una fase en la que España estaba necesitada de

importaciones que permitieran absorber tecnología industrial moderna (dado que la

industria autóctona apenas generaba innovaciones propias), en una fase en la que

esta demanda de importaciones conducía a una balanza comercial por lo general

deficitaria, la balanza comercial de productos agrarios se mantuvo superavitaria. En

otras palabras, las exportaciones agrarias permitieron financiar, al menos en parte, la

modernización industrial. El hecho de que la agricultura (al fin y al cabo, el sector que

en este periodo empleaba a un mayor volumen de población) no se quedara

descolgada del proceso general de modernización económica fue una de las claves

del progreso español, al evitar lo que habría sido un peligroso (y atenazador) dualismo

entre, por un lado, una industria moderna y, por el otro, una agricultura estancada.

El tercer pilar del nuevo modelo de crecimiento económico fue la integración

del mercado nacional gracias a la mejora de los transportes. En torno a 1840, no

existía un mercado nacional bien integrado, sino más bien un conjunto de mercados

regionales sólo parcialmente integrados entre sí. La principal causa de ello eran los

altos costes del transporte terrestre, que dificultaban la comunicación entre regiones. A

lo largo del siglo posterior, sin embargo, la llegada del ferrocarril supuso un

extraordinario ahorro de costes para la economía española. Como el sistema

preindustrial de transporte terrestre, basado en los carros y carretas tirados por

animales (bueyes, mulas, caballos), era costoso y poco dinamizador, y como España

carecía de una densa red de ríos navegables, la puesta en pie del sistema ferroviario,

cuyas líneas discurrían ya por toda la geografía nacional cuando concluía nuestro

periodo, permitió un progreso muy grande del comercio interior. La articulación del

mercado interior favoreció una mayor eficiencia en la asignación de recursos, ya que

Page 132: Fernando Collantes - unizar.es

las regiones pasaron a adoptar líneas mejor definidas de especialización productiva de

acuerdo con sus respectivas ventajas comparativas.

DEL FRACASO ECONÓMICO AL CRECIMIENTO ACELERADO DURANTE EL FRANQUISMO (1936-1975)

La Guerra Civil y el primer franquismo marcaron la principal ruptura en la

historia del crecimiento económico español contemporáneo, cortando lo que hasta

entonces había sido prácticamente un siglo de progreso y modernización. El PIB per

cápita experimentó una gran caída a lo largo de la Guerra Civil, y el fracaso económico

del primer franquismo consistió en que dicha pérdida no fue recuperada hasta una

fecha tan tardía como comienzos de la década de 1950 (cuadro 9.2).

Cuadro 9.2. Tasas de variación media anual (%) 1850-1900 1900-1930 1930-1950 1950-1970 1970-2000 PIB per cápita 1,1 1,3 –0,8 5,4 3,1 Productividad agraria 0,3 1,3 –1,6 4,4 6,8 Producción industrial

por habitante

2,6 1,7 –0,9 8,2 3,5

Fuentes: Carreras, Prados de la Escosura y Rosés (2005), Carreras (2005). Elaboración propia.

El impacto negativo de la Guerra Civil sobre el crecimiento económico era

lógico y, en parte, consecuencia inevitable de las excepcionales circunstancias de todo

conflicto bélico. La actividad económica (igual que la vida cotidiana) se desarrollaba en

condiciones de gran incertidumbre, sometida a la imprevisible evolución de la

contienda. Las condiciones para el desarrollo de inversiones empresariales eran por

ello mucho menos propicias que en tiempos de paz, por lo que no resulta sorprendente

que el nivel de actividad económica cayera. Además, la organización económica de

uno de los dos bandos, el republicano, que inicialmente contaba con los principales

focos industriales del país, resultó deficiente: tanto en la industria como en la

agricultura se sucedieron los intentos de aprovechar el conflicto para transformar la

organización social de la producción en un sentido colectivista y autogestionado por

parte de los trabajadores, pero los resultados productivos de estos experimentos

fueron negativos.

Page 133: Fernando Collantes - unizar.es

Más intrigante que la caída del PIB per cápita causada por la Guerra Civil es el

fracaso del primer franquismo a la hora de impulsar la reconstrucción económica y

recuperar el nivel prebélico. En Alemania, Francia e Italia, los países europeos más

duramente golpeados por el desarrollo de la Segunda Guerra Mundial (1939-45: un

conflicto más largo y devastador que la Guerra Civil española), la recuperación de los

niveles prebélicos tuvo lugar con rapidez. En España, en cambio, el crecimiento

económico fue prácticamente nulo a lo largo de toda la década de 1940. Las dos

grandes causas del estancamiento fueron la política económica del primer franquismo

y el carácter adverso del contexto internacional durante buena parte de la década.

Estudiaremos ambas en la práctica siguiente, dedicada a comprender el atraso de la

economía española dentro de Europa.

Si el primer franquismo fue la fase más negativa en la historia del crecimiento

económico español, el periodo comprendido entre 1950 y 1975 fue la fase más

positiva. La inversión creció a gran velocidad, pasando de representar un 15 por ciento

de la demanda agregada al comienzo del periodo a aproximadamente un 30 por ciento

al final. El resultado fue no sólo el regreso del crecimiento económico, sino la

consecución de una tasa de crecimiento económico más elevada que nunca antes. El

cambio de tendencia era palpable ya en la década de 1950 y, después del Plan de

Estabilización, el crecimiento se aceleró aún más, alcanzando niveles hasta entonces

desconocidos y que tampoco han vuelto a registrarse más adelante. Además, como

consecuencia de esta aceleración en el crecimiento económico, España, con la mayor

tasa de crecimiento del PIB per cápita de Europa, convergió con las economías

europeas líderes. (Y también con Estados Unidos; en realidad, la única economía de

cierto tamaño que creció más rápidamente que la española durante este periodo fue

Japón.) A la altura de 1975, España continuaba por detrás de la media europea

occidental, pero, después de veinticinco años de rápido crecimiento, se había

acercado a la misma.

El crecimiento industrial fue el componente principal de esta gran expansión

económica. Numerosas ramas industriales crecieron con mayor rapidez que nunca

antes, elevando su nivel tecnológico a lo largo del proceso. La producción de bienes

de consumo, como alimentos, productos textiles o calzado, creció de manera

importante, pero aún más lo hizo la producción de bienes de inversión, como los

productos metalúrgicos, las construcciones mecánicas o los derivados químicos. Es

decir, continuó la tendencia que venía guiando la industrialización española desde sus

inicios: ir pasando de un predominio de la producción de bienes de consumo a un

creciente protagonismo de los sectores suministradores de bienes de inversión.

Page 134: Fernando Collantes - unizar.es

La construcción, los servicios y la agricultura también fueron componentes

importantes del crecimiento económico del periodo. La construcción se vio estimulada

por la intensificación de las migraciones internas y el consiguiente crecimiento de las

principales ciudades del país. A su vez, ello generaba nuevas oportunidades de

empleo, más allá de las industriales, para numerosos emigrantes de origen rural, en

una especie de círculo virtuoso. El crecimiento del sector servicios también se vio

favorecido por los avances de la industria, la construcción y la urbanización de la

población; esto fue especialmente claro en la expansión de todo tipo de comercios.

Otra importante contribución al crecimiento del sector terciario fue la realizada por el

turismo, a raíz de la llegada al litoral mediterráneo de miles de turistas británicos,

alemanes, escandinavos… También la agricultura, finalmente, contribuyó de manera

destacada al crecimiento económico del periodo. La introducción de un nuevo bloque

tecnológico (basado en maquinaria, inputs químicos e innovaciones biológicas) y la

expansión de la superficie de regadío, condujeron a un gran crecimiento de la

producción. Dicha producción también se reorientó en el sentido señalado por los

cambios en la demanda de alimentos: el paso a una dieta más variada, con mayor

protagonismo para los productos de origen animal, fue hecho posible por el rápido

crecimiento de la ganadería intensiva y la reorientación de parte de la producción

cerealista (previamente destinada a la alimentación humana) a la alimentación animal.

Por todo ello, el crecimiento de la productividad agraria fue mucho más veloz de lo que

había sido el caso antes de la Guerra Civil.

En conjunto, la imagen que emerge es la de una economía que culminó (o casi)

el proceso de modernización económica iniciado en la parte central del siglo XIX e

interrumpido por la Guerra Civil y la larga posguerra de la década de 1940. La

transición energética (la sustitución de energías orgánicas por energías inorgánicas)

se aceleró durante este periodo, sobre la base de disponibilidades crecientes de

electricidad y, también, de petróleo importado. A ello contribuyó sin duda el creciente

peso de los sectores secundario y terciario (los que venían liderando la transición

energética) dentro del PIB, hasta llegar a representar un 90 por ciento del mismo hacia

el final del periodo. El acelerado éxodo rural, protagonizado en su mayor parte por

población agraria, contribuyó a ello por los mismos motivos. Pero incluso la propia

agricultura, con su nuevo bloque tecnológico, pasó ahora a tener una fuerte base

inorgánica. Las diversas transiciones (energética, ocupacional, demográfica…)

emprendidas largo tiempo atrás estaban ahora culminando.

¿Cuáles fueron las causas? ¿Cómo explicar que se produjera este crecimiento

económico tan acelerado en la España de 1950-1975? En primer lugar, resultó

fundamental que la política económica cambiara de orientación a partir de comienzos

Page 135: Fernando Collantes - unizar.es

de la década de 1950 y, de manera especialmente clara, a raíz del Plan de

Estabilización de 1959. La liberalización interior, es decir, la reducción del

intervencionismo gubernamental en los diferentes mercados y sectores, fue positiva

porque permitió aumentar el nivel de eficiencia en la asignación de recursos. En el

sector agroalimentario, por ejemplo, el gobierno continuó fijando precios para los

principales alimentos, pero elevó el nivel de dichos precios (inicialmente bajísimos) y

desmanteló el sistema de racionamiento para los consumidores, con el resultado de

incentivar la producción y asegurar el abastecimiento de la demanda. Igual de

fundamental, o quizá incluso más, fue la liberalización exterior, es decir, el abandono

del proyecto autárquico y la gradual apertura de la economía española al exterior. La

suavización del proteccionismo (ahora ya fundamentalmente un proteccionismo por la

vía de los precios, y no de las cantidades) y de los diversos obstáculos administrativos

que venían imponiéndose sobre la actividad importadora supuso una suavización de la

restricción exterior que pesaba sobre el crecimiento español. El crecimiento industrial

pudo pasar a ser mucho mayor que antes porque ahora era más sencillo y barato para

las empresas importar los diversos inputs (muchos de ellos de alto contenido

tecnológico y no sustituibles por producción nacional) que necesitaban para sus

proyectos. También los agricultores, que todavía representaban casi la mitad de la

población activa en 1950, pudieron acceder de manera más sencilla y barata al bloque

tecnológico compuesto por maquinaria, fertilizantes químicos y nuevas semillas y

razas ganaderas; bloque que en su mayor parte debía ser importado (si no

directamente por los propios agricultores, sí por comerciantes y distribuidores cuyo

negocio también se vio en consecuencia acrecentado durante este periodo). Por otra

parte, el abandono del proyecto autárquico del primer franquismo, además de mitigar

la restricción exterior, también fue importante para el crecimiento porque permitió a la

economía española aprovechar de manera más intensa las muy favorables

condiciones globales (y, en particular, europeas) del periodo.

Dichas condiciones globales son la segunda gran causa del acelerado

crecimiento económico de la España de 1950-1975. Tras la creación de un nuevo

orden económico internacional en Bretton Woods, el mundo y, con él, Europa vivieron

la fase de mayor crecimiento de toda su historia. Esto creó todo tipo de estímulos para

que, dentro del mundo desarrollado, las economías relativamente atrasadas (como

España) convergieran con las economías líderes. La alianza establecida por Franco

con Estados Unidos en el marco de la guerra fría facilitó la incorporación de España a

las nuevas instituciones internacionales de cooperación económica, que entre otras

cosas impulsaron una agenda de liberalización del comercio internacional. Las

cuantiosas exportaciones de maquinaria realizadas por las empresas estadounidenses

Page 136: Fernando Collantes - unizar.es

y europeas fueron decisivas para la elevación del nivel tecnológico de las empresas

españolas y del nivel de productividad de sus trabajadores. La recepción de flujos

crecientes de inversión directa extranjera, también estadounidense y europea, resultó

igualmente crucial para la absorción de innovaciones tecnológicas extranjeras y, sobre

todo, para la difusión en España de nuevos métodos de gestión, orientados a la

producción en masa y el aprovechamiento de economías de escala. Todo ello habría

sido más difícil o, sobre todo, más modesto si este no hubiera sido un periodo de

prosperidad y dinamismo para las economías más avanzadas. Junto a estos estímulos

por el lado de la oferta, el dinamismo de las otras economías de Europa occidental

también generó, además, estímulos por el lado de la demanda. El creciente nivel de

renta de los otros europeos occidentales permitió incrementar las exportaciones

españolas, no sólo de los tradicionales productos agrarios mediterráneos sino ahora

también cada vez más de productos industriales. Y es imposible separar el auge del

turismo español durante este periodo de la edad dorada del crecimiento en Europa

occidental, que hizo posible que el nivel de renta de sus clases medias se elevara lo

suficiente como para convertir a estas en demandantes masivas de turismo en el

extranjero.

Junto al cambio en la política económica del franquismo y las favorables

condiciones globales, es importante subrayar una tercera causa del carácter acelerado

del crecimiento económico español durante este periodo. Al comienzo del periodo, en

1950, había todavía en España un alto porcentaje de población activa empleada en la

agricultura, la productividad de la cual estaba sustancialmente por debajo de la

productividad del resto de sectores. Esto implicaba que existía todavía un considerable

recorrido para el cambio ocupacional y, en tanto en cuanto dicho cambio se basaba en

el trasvase de población agraria a empleos industriales y de servicios de ciertas

garantías (es decir, vinculados a niveles de productividad relativamente altos), no

podía sino generar un acelerado crecimiento de la producción por trabajador y, por esa

vía, del PIB per cápita. En realidad, la mayor parte de economías que crecieron

aceleradamente en este periodo (o, si eso es a lo que vamos, también en el periodo

posterior y hasta el presente) se caracterizaron por realizar un trasvase de estas

características. En otras palabras, el atraso relativo de España a la altura de 1950,

combinado con el cambio en la política económica y las buenas condiciones globales,

condujeron a un crecimiento económico acelerado que, sin embargo, estaba abocado

a moderarse conforme, por ejemplo, el cambio ocupacional fuera agotando su

recorrido (como ya era el caso en torno a 1975). Aunque este factor no es importante a

la hora de explicar por qué el crecimiento de 1950-1975 fue más rápido que el de,

pongamos, 1840-1936 (cuando también había grandes cantidades de mano de obra

Page 137: Fernando Collantes - unizar.es

agraria de baja productividad susceptible de ser transferida a otros sectores), sí lo es a

la hora de comprender por qué las tasas de crecimiento de la economía española en

los últimos treinta años no han conseguido ni siquiera en los mejores momentos

acercarse a los niveles de la segunda parte del franquismo.

CRISIS Y NUEVO CICLO DE CRECIMIENTO (1975-2007) Durante el periodo posterior a 1975, el crecimiento económico presentó en

España un acentuado comportamiento cíclico. La acelerada expansión de 1950-1975

fue seguida por aproximadamente diez años de crisis durante los cuales apenas hubo

crecimiento del PIB per cápita. En torno a 1985 se inició un nuevo ciclo de expansión

que, con la excepción de la crisis coyuntural de 1993-1994, se prolongó hasta 2007. A

partir de ese momento se inició una nueva crisis que, en el momento de escribir estas

líneas, se aproxima a su sexto año de duración.

La crisis previa, la de 1975-85, fue la manifestación en España de una crisis

global, la más grave por entonces desde los tiempos de la Gran Depresión. En

España, como en otros países, el detonante inmediato de la crisis fue el impacto de la

subida de los precios del petróleo decretada por la OPEP en 1973. El encarecimiento

del petróleo, la fuente de energía en la que previamente había venido apoyándose la

transición energética, supuso un importante aumento de los costes empresariales, ya

que, en mayor o menor medida, todos los sectores se veían afectados por el

encarecimiento del coste de transporte. Al ser el petróleo un bien de demanda

inelástica que carecía de sustitutos suficientemente desarrollados, la subida de su

precio no conducía a una reducción de la demanda. La decisión política de los últimos

gobiernos del franquismo de intentar absorber las subidas de precio del petróleo para

evitar que repercutieran sobre las empresas solamente sirvió para retrasar el momento

en que terminaría generándose una peligrosa espiral inflacionista.

La espiral inflacionista, que llegó a su máximo durante la transición a la

democracia (hasta que los Pactos de la Moncloa de 1977 tomaron medidas para

atajarla), fue acompañada de graves crisis empresariales. Fueron años de numerosas

quiebras y suspensiones de pagos, así como de despidos en masa que elevaron la

tasa española de desempleo muy por encima de la media europea. Las empresas no

sólo se encontraron con el incremento de costes derivado de la subida del precio del

petróleo, sino también con unos mayores costes laborales. Diversas empresas y

sectores se vieron incapaces de hacer frente a la competencia planteada por sus

rivales procedentes de países inicialmente más atrasados y en los que los costes

Page 138: Fernando Collantes - unizar.es

laborales eran más reducidos; tal fue el caso, por ejemplo, de la siderurgia, el textil o el

calzado.

En realidad, la crisis del petróleo fue el punto de partida de una crisis de

carácter más estructural que probablemente habría terminando produciéndose de

todos modos: la crisis del modelo productivo que tan buenos resultados había dado

entre 1950 y 1975. Un modelo caracterizado por el uso intensivo de petróleo, la

absorción de las tecnologías propias de la segunda revolución industrial y la

producción en masa, el proteccionismo ante la competencia extranjera, y el acelerado

trasvase de población agraria hacia la industria, la construcción y los servicios. Un

modelo cuyas fuentes de crecimiento se encontraban, por tanto, en no poca medida

agotadas hacia mediados de la década de 1970 o comienzos de la de 1980. El sector

industrial, en particular, debió afrontar una dura reconversión, perdiendo buena parte

del liderazgo que había venido desempeñando desde los inicios de la modernización

económica a mediados del siglo XIX.

La economía española superó la crisis hacia mediados de la década de 1980.

Entre 1985 y 2007, el crecimiento económico no fue tan rápido como en la anterior

fase expansiva de 1950-1975, pero sí fue más rápido que en cualquier otro periodo de

la historia española que tomemos como referencia. Fue, además, suficientemente

rápido como para permitir la continuación del proceso de convergencia emprendido

por la economía española durante las primeras décadas del siglo XX, cortado por la

Guerra Civil y el primer franquismo y reanudado de manera intensa a partir de la

década de 1950. Aun con todo, a comienzos del siglo XXI la velocidad de la

convergencia era un tanto inferior a la de la anterior fase expansiva, por lo que el

horizonte de un PIB per cápita español situado en niveles similares a la media de

Europa occidental estaba aún lejano. Un aspecto importante del crecimiento

económico de este periodo fue que se apoyó menos en la industria de lo que había

sido el caso durante el siglo o siglo y medio previo. Completado ya el recorrido

histórico de la industrialización (y habiendo impactado la crisis de 1975-85 con

especial fuerza sobre las empresas industriales), las nuevas bases del crecimiento

fueron los servicios, que absorbieron a una proporción cada vez mayor de la población

activa, y la construcción, un sector con grandes efectos de arrastre sobre otros

sectores de la economía.

El crecimiento económico de 1985-2007 se desarrolló bajo unas condiciones

globales favorables. Durante estos años, y en especial tras la caída del bloque

soviético a comienzos de la década de 1990, la globalización entró en una nueva fase

histórica, que llevó los niveles de integración económica internacional más allá que en

cualquier periodo previo. En el caso concreto de España, además, el periodo vino

Page 139: Fernando Collantes - unizar.es

marcado por la incorporación en 1986 a la Comunidad Económica Europea

(rebautizada como Unión Europea a comienzos de la década de 1990), incorporación

que generó diversos efectos macroeconómicos de signo positivo. La participación en

un mercado común implicó la eliminación de cualquier tipo de barrera proteccionista

con respecto a los que tradicionalmente venían siendo nuestros principales socios

comerciales, favoreciendo el crecimiento de las importaciones a través de las cuales

los distintos sectores elevaban su nivel tecnológico. A su vez, la capacidad para

financiar dichas importaciones también aumentó como consecuencia del aumento de

las exportaciones realizadas por las empresas españolas hacia el mercado común. La

economía española también se benefició de la recepción de grandes cantidades de

capital extranjero: continuaron llegando empresas multinacionales deseosas de

traspasar sus métodos de producción a un país en el que prevalecían salarios más

bajos que los de sus respectivos países de origen. A partir de 1986, una importante

motivación de las empresas multinacionales era utilizar esos menores costes laborales

para convertir a España en una plataforma de fabricación desde la cual exportar al

conjunto del mercado común. (De hecho, en algunos casos, entre ellos General

Motors instalándose en Aragón a finales de la década de 1970, las multinacionales

anticiparon que España terminaría incorporándose a la C.E.E. y no esperaron a que tal

incorporación se produjera para empezar a realizar sus inversiones.)

Este aumento del comercio con el exterior y de las inversiones directas

extranjeras fue consecuencia de la integración en el espacio económico europeo, pero

también de una integración más estrecha con el conjunto de la economía mundial en

un periodo, como se ha señalado, de claro aumento del grado de globalización. Esta

integración estrecha también se manifestó en un número cada vez mayor de empresas

españolas que pasaron a operar en países extranjeros. Aunque el fenómeno de la

internacionalización de la empresa española no era completamente nuevo, las

multinacionales españolas alcanzaron una importancia desconocida hasta entonces en

la banca, la energía, el comercio minorista de textiles o las telecomunicaciones.

Dos efectos que sí resultaron consecuencia más o menos exclusiva de la

incorporación a la Unión Europea fueron la recepción de una importante cantidad de

fondos públicos a cuenta de la política europea de cohesión regional y el descenso de

los tipos de interés. La política europea de cohesión regional nació en la década de

1980 en un intento por reducir las disparidades entre unas y otras regiones europeas,

destinando una parte del presupuesto comunitario a financiar el desarrollo económico

de las regiones de menor renta. La mayor parte de regiones españolas quedaron

inicialmente encuadradas en esta categoría y, de hecho, España fue el país más

beneficiado por la nueva política. La inyección de fondos públicos europeos permitió a

Page 140: Fernando Collantes - unizar.es

la Administración española elevar la tasa de inversión pública más allá de lo que era

posible con los recursos propios obtenidos a través de la fiscalidad, financiando la

construcción de diversas infraestructuras y equipamientos. Por su parte, el descenso

de los tipos de interés fue consecuencia de la paulatina reducción del diferencial que

venía separando a España, caracterizada tradicionalmente por tipos de interés más

altos que los prevalecientes en sus socios europeos. A finales de la década de 1990,

la integración de España en una unión monetaria junto con los principales países de la

Unión Europea (salvo el Reino Unido) supuso la formación de un único tipo de interés

para toda la “eurozona” (el grupo de países que sustituyeron sus monedas nacionales

por el euro), tipo de interés que estaba claramente por debajo del nivel prevaleciente

en España al comienzo de nuestro periodo. La reducción del tipo de interés fue

importante para impulsar el crecimiento económico antes de 2008 porque, al permitir a

las empresas españolas financiarse de manera más barata, favoreció un aumento de

la inversión.

Por todo ello, la inserción exterior de la economía española resultó fundamental

para su crecimiento durante este periodo. Ahora bien, al igual que ocurriera durante la

anterior fase de expansión entre 1950 y 1975, el crecimiento económico estuvo

orientado primordialmente hacia la demanda interna. En este caso, resultó

especialmente importante el papel dinamizador del sector de la construcción, que

creció con gran rapidez. Se trataba de un sector bien adaptado a la dotación de

factores productivos del país, ya que era intensivo en mano de obra poco cualificada y,

por tanto, podía absorber gran cantidad de población activa en un país caracterizado

por el temprano abandono escolar y, en general, por los bajos niveles de capital

humano y desarrollo tecnológico. (Una cuestión controvertida que se plantearía

durante este periodo fue, de todos modos, en qué medida el auge de la construcción

contribuyó a reforzar dichas características, en especial el abandono del sistema

educativo.) Además, la incorporación de más de dos millones de trabajadores

inmigrantes, en especial a partir del cambio de siglo, hizo aún más elástica la oferta de

trabajo poco cualificado, conteniendo los costes laborales a que debían hacer frente

los empresarios y aumentando tanto la tasa de beneficio de estos como su margen

para realizar nuevas inversiones que continuaran alimentando la expansión. Por otra

parte, se trataba de un sector en el que la competitividad con respecto al extranjero no

era relevante, ya que su fuerte vinculación al espacio geográfico le confería un

importante grado de protección natural. (En otras palabras, las industrias del calzado,

por ejemplo, encontraron durante estos años graves dificultades para resistir la

competencia de empresas extranjeras cuya ventaja de costes era tan grande que

hacía rentable la importación a pesar del coste de transporte, pero nada parecido

Page 141: Fernando Collantes - unizar.es

ocurría en el sector de la construcción: la construcción de nuevas viviendas era

acometida por empresas españolas, en muchos casos de la propia región o comarca.)

Sobre estas bases, la gran expansión del sector de la construcción fue posible

gracias a la difusión de una cultura de la propiedad de vivienda entre la población

española, la liberalización del mercado del suelo y la abundancia de capital disponible

para compradores de vivienda y empresarios constructores. Antes de la Guerra Civil,

la mayor parte de la población urbana española accedía a la vivienda en régimen de

alquiler, pero ya durante el franquismo se había producido una creciente difusión de la

vivienda en propiedad. La tendencia continuó durante nuestro periodo, contrayendo el

parque español de viviendas en alquiler de manera acelerada. Cada vez más, la

vivienda en propiedad pasó a convertirse en elemento básico de la cesta de consumo

(y del patrimonio) del español medio. Una buena prueba del gran tirón de la demanda

durante estos años fue el rápido crecimiento del precio de la vivienda: a pesar del

dinamismo de la oferta, esta aún tendía a quedarse atrás con respecto a la demanda.

A su vez, el rápido y persistente aumento del precio de la vivienda en propiedad

condujo a las familias a formarse unas expectativas optimistas acerca de la compra de

vivienda como estrategia de inversión: la mayor parte de viviendas se compraban con

objeto de ocuparlas, pero una proporción creciente era comprada como inversión con

vistas a su posterior venta a un precio más elevado. Una buena prueba de lo hondo

que la cultura de la propiedad de vivienda había calado entre la sociedad española de

este periodo es el hecho de que las protestas sociales de estos años en torno al tema

de la vivienda no planteaban que la emancipación de numerosos jóvenes estuviera

viéndose obstaculizada por los altos precios de la vivienda en alquiler, sino sobre todo

por los altos precios de la vivienda en propiedad (en otras palabras, incluso las

poblaciones jóvenes y con espíritu crítico en torno a lo que estaba ocurriendo

participaban abiertamente de la cultura de la vivienda en propiedad.)

Por su parte, la liberalización del mercado del suelo y la abundancia de capital

fueron otros factores concomitantes en la expansión inmobiliaria. En especial a lo largo

de la década de 1990, se relajaron algunas de las restricciones que pesaban sobre el

mercado de suelo urbanizable. Amplias superficies que hasta entonces se habían

considerado no urbanizables pasaron a ser susceptibles de construcción residencial, y

los ayuntamientos, en muchas ocasiones carentes de una base fiscal sólida,

encontraron en la concesión de licencias de construcción una atractiva fuente de

ingresos. En cuanto al capital, la desregulación y globalización de los mercados

financieros que se produjo a lo largo de nuestro periodo (y especialmente a partir de la

década de 1990), combinada con la reducción de los tipos de interés experimentada

con particular intensidad en España, hicieron posible la afluencia de grandes

Page 142: Fernando Collantes - unizar.es

cantidades de capital barato hacia las promociones inmobiliarias proyectadas por los

constructores. También hicieron posible una financiación más barata que nunca para

las familias demandantes, que accedían a la propiedad de la vivienda a través de

cuantiosos préstamos hipotecarios a muy largo plazo. El endeudamiento, tanto por

parte de los constructores como por parte de las familias, alcanzó grandes

proporciones y engrosó la cuenta de pasivo de los bancos y cajas de ahorro que

financiaban tanto a unos como a otras. Y, mientras las expectativas sobre el mercado

inmobiliario continuaran al alza, las entidades financieras más implicadas en el sector

no se verían envueltas en problemas.

El resultado económico de esta expansión inmobiliaria, apoyada en una

dotación de factores favorable, la cultura de la vivienda en propiedad y el aumento en

la oferta de suelo y capital barato, fue muy importante. Fue importante en términos

directos, ya que el sector de la construcción realizó una destacada contribución al PIB

español y, además, fue capaz de absorber grandes cantidades de mano de obra poco

o nada cualificada, convirtiéndose así en la espina dorsal de la estrategia económica

de miles y miles de familias. Aún más importante pudo ser, por otro lado, su

contribución indirecta al crecimiento económico a través de sus encadenamientos con

otros sectores: una amplia gama de actividades industriales y de servicios, desde la

fabricación y venta de materiales de construcción y electrodomésticos hasta las tareas

de puesta a punto del hogar (pintura, puesta a punto del sistema eléctrico…) pasando

por los servicios de intermediación (las agencias inmobiliarias), conocieron una gran

expansión conforme la construcción residencial aceleraba su crecimiento.

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10 Divergencia y atraso

Todas las economías europeas vivieron procesos de crecimiento económico

moderno como los descritos en la práctica anterior. Sin embargo, no todas tuvieron los

mismos resultados de crecimiento a lo largo de un periodo tan largo. La

industrialización del siglo XIX fue liderada por un grupo reducido de países, mientras

que muchos otros (entre ellos, España) quedaron rezagados y experimentaron lo que

los economistas llaman un proceso de divergencia. A lo largo del siglo XX, y sobre

todo durante la “edad dorada” de 1950-1973, se produjo por el contrario una

convergencia de las economías atrasadas (entre ellas, la española) con respecto a las

economías líderes. Aún así, a comienzos del siglo XXI el sur y el este de Europa

continuaban por detrás de los países noroccidentales del continente. En esta práctica

analizamos la divergencia y el atraso de la economía española dentro de Europa.

LAS RAÍCES PREINDUSTRIALES DEL ATRASO (1500-1800)

A comienzos del siglo XVI, es probable que el PIB per cápita español estuviera

ligeramente por delante de la media europea, pero a comienzos del siglo XIX se había

quedado atrás. Ya en el siglo XVII comenzaron a formarse en algunas partes de

Europa occidental, en especial en Holanda e Inglaterra, economías preindustriales

relativamente avanzadas que, sin romper con el estrecho marco de crecimiento

posible en un contexto energético orgánico, sí fueron capaces de generar un modesto

crecimiento sostenido a lo largo del tiempo; con razón se ha hablado con razón de

estas economías como economías orgánicas avanzadas. España, en cambio, no logró

convertirse en una economía orgánica avanzada. Tampoco logró situarse entre los

países pioneros de la revolución industrial que marcaría el gran cambio de tendencia

en el crecimiento económico europeo a partir de finales del siglo XVIII. Al subirse a

este tren con aproximadamente medio siglo de retraso, la España de 1840 era, dentro

de Europa occidental, una economía atrasada.

Page 144: Fernando Collantes - unizar.es

¿Por qué no fue la economía española capaz de convertirse en una economía

orgánica avanzada? En la agricultura, la aridez era un obstáculo fundamental de cara

a la implantación del círculo virtuoso que estaba permitiendo el progreso de la

agricultura inglesa. Una solución alternativa podría haber sido la especialización en

productos propios del entorno mediterráneo, como el vino o el aceite, con vistas a su

posterior exportación, pero en realidad la demanda internacional de estos productos

era todavía reducida e irregular y, además, los costes de transporte eran (en un

mundo previo al ferrocarril y el barco de vapor) demasiado elevados. Por otro lado, a

pesar de la tendencia ascendente de la población durante la mayor parte de este

periodo, la densidad demográfica española continuaba siendo baja, por lo que en

muchas zonas una explotación extensiva del terreno (pese a los bajos rendimientos

por hectárea) era más económica que una explotación intensiva (con sus elevados

costes). Estos factores geográficos y demográficos probablemente hacían que la

agricultura española del periodo tuviera un potencial de crecimiento menor que el de la

agricultura inglesa, pero, además, el marco institucional español probablemente hizo

que el sector operara aún por debajo de dicho potencial. Durante buena parte del siglo

XVIII, el crecimiento demográfico creó en numerosas zonas del país una presión

creciente para que se expandiera con mayor velocidad la superficie de cultivo. Sin

embargo, hasta la época de la revolución liberal triunfó un frente anti-roturador

compuesto entre otros por terratenientes aristócratas y grandes ganaderos

trashumantes, que temían que una expansión excesiva de la superficie cultivada

pudiera atentar contra sus beneficios (en el caso de los primeros, porque dicha

expansión, al aumentar la oferta de tierra, podía conducir a un descenso de la renta

que debían pagarles los campesinos arrendatarios; en el caso de los segundos,

porque la expansión se haría a costa de superficies utilizadas por su ganado). En

consecuencia, la agricultura española podría haber crecido más, aunque fuera sólo de

manera extensiva, durante buena parte del siglo XVIII.

Tampoco la manufactura, pese a sus progresos, conoció un dinamismo

comparable al de la Europa noroccidental, no ya porque no se produjera aún una

industrialización moderna, sino incluso para los propios estándares del periodo

preindustrial. Las regulaciones de los gremios sobre aspectos como el mercado laboral

o las características de los productos continuaron siendo un obstáculo para numerosos

talleres urbanos. Además, salvo en Cataluña, las empresas carecían de técnicos

especializados, un factor de producción decisivo en las manufacturas preindustriales

(es decir, antes de que la mecanización comenzara a reducir el nivel de cualificación

requerido para el correcto desarrollo del trabajo industrial). Por otro lado, los costes de

transporte a que tenían que hacer frente las empresas manufactureras eran más

Page 145: Fernando Collantes - unizar.es

elevados que, por ejemplo, en Inglaterra. Allí, incluso antes de la invención del

ferrocarril, una densa red de canales permitía comunicar unas y otras regiones del

país de manera relativamente barata. En España, en cambio, el medio físico era más

hostil, ya que apenas había tramos fluviales navegables y sí, por el contrario, diversas

cadenas montañosas que obstaculizaban sobremanera el contacto entre unas y otras

regiones dentro de un país ya de por sí más extenso que el inglés. Tampoco la

situación fiscal del Estado, enfrentado a un déficit crónico, le permitía a este realizar

grandes inversiones en materia de infraestructuras de transporte (pese a que los

gobernantes, sobre todo desde mediados del siglo XVIII, eran sin duda conscientes de

la importancia del tema). Finalmente, la solución tampoco estaba en la empresa

pública. El funcionamiento de la mayor parte de fábricas públicas (las Reales Fábricas,

denominación que hacía referencia al papel de la Corona en su creación y

sostenimiento) se vio plagado de problemas comerciales, financieros y de gestión. A

posteriori, no parece exagerado concluir que la inyección de dinero público en estas

fallidas empresas supuso un drenaje de recursos que podrían haberse invertido de

manera más productiva por parte de las empresas privadas, o bien por el propio

Estado en la construcción de infraestructuras de transporte.

UNA DIVERGENCIA APENAS INTERRUMPIDA (1800-1950)

Durante todo el siglo XIX, España vivió un proceso de divergencia con respecto

a la media europea occidental y, aunque logró contener dicho proceso durante las

primeras décadas del siglo XX, tampoco fue capaz de converger de manera

significativa en las décadas previas a la Guerra Civil (cuadro 10.1). A continuación, la

guerra y el fracaso económico del primer franquismo ensancharon la brecha. Hacia

1950, España se encontraba más lejos del resto de Europa occidental que en

cualquier otro momento de la historia. Analizaremos por separado las causas del

atraso durante el siglo XIX y los inicios del XX, por un lado, y el fracaso económico del

primer franquismo, por el otro.

¿Por qué, a pesar del indudable logro que suponía iniciar y sostener un

proceso de crecimiento económico moderno, se ensanchó la brecha que separaba a la

economía española de las economías europeas más avanzadas durante el siglo XIX y

comienzos del XX? Aquí nos centraremos en tres grandes causas del atraso relativo

de la economía española: primero, que la agricultura no creciera más rápidamente;

segundo, que la industria no creciera más rápidamente; y, tercero, que el conjunto de

Page 146: Fernando Collantes - unizar.es

la economía del país se viera perjudicada por algunos desequilibrios

macroeconómicos.

Cuadro 10.1. PIB per cápita relativo de España

1820 1900 1930 1950 1970 2000 Europa occidental = 100

84

62

65

48

62

81

Mundo = 100

151 142 104 169 259

Fuente: Angus Maddison, <www.ggdc.net/maddison>. Elaboración propia.

No cabe duda de que la agricultura española progresó durante la segunda

mitad del siglo XIX y, sobre todo, durante el primer tercio del siglo XX. Sin embargo,

fue un progreso moderado e irregular: todavía en la segunda mitad del siglo XIX se

produjeron importantes crisis agrarias, e incluso durante el primer tercio del siglo XX

hubo fluctuaciones notables en los resultados agrarios de un año para otro. A lo largo

de todo nuestro periodo, la productividad de los agricultores se mantuvo claramente

por debajo de la productividad de los trabajadores en la industria o los servicios y, de

hecho, la productividad de los agricultores españoles era una de las más bajas de toda

Europa. (También era el sector agrario español uno de los menos orientados hacia el

subsector ganadero, donde por lo general la productividad era mayor.) En parte, los

motivos eran ambientales o geográficos: la aridez y la irregularidad de las

precipitaciones impedían a los agricultores españoles adoptar las mismas

innovaciones que adoptaron los agricultores orgánicos avanzados de Inglaterra u

Holanda hasta finales del siglo XIX. Y no sólo hasta finales del siglo XIX sino en

realidad a lo largo de todo el periodo, el carácter montañoso de buena parte del

territorio español impuso una poderosa restricción al progreso agrario.

Había también, sin embargo, factores no ambientales, que tenían que ver con

la sociedad española y su organización. Así, por ejemplo, en muchas regiones del país

prevalecían contratos de arrendamiento a muy corto plazo. Este tipo de contratos

permitía a los terratenientes adaptarse de manera muy flexible a las cambiantes

condiciones del mercado de la tierra, pero suponía un freno al comportamiento

emprendedor por parte de los arrendatarios: ¿para qué implantar mejoras duraderas

en la explotación si, al fin y al cabo, en un corto plazo el terrateniente podía liquidar el

contrato y tomar otro arrendatario diferente? Por motivos análogos, también la

excesiva parcelación constituía un obstáculo para el progreso de numerosas

explotaciones. También la intervención del Estado tenía tintes de obstáculo: ejercía

una presión fiscal más fuerte sobre la agricultura que sobre el resto de sectores, pero

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a cambio no realizaba inversiones cuantiosas en la provisión de infraestructuras y

servicios para los agricultores. Una inversión pública más decidida en las obras

necesarias para transformar la agricultura de secano en agricultura de regadío, por

ejemplo, habría podido impulsar en mayor medida el crecimiento agrario.

Un último factor que impidió que la agricultura creciera más rápidamente fue el

lento progreso de la industrialización y la urbanización en el país. La historia europea

nos muestra que el crecimiento de las ciudades fue uno de los grandes impulsores del

crecimiento agrario allí donde este fue más intenso. El crecimiento de los mercados

urbanos estimulaba a los agricultores a adoptar líneas de especialización productiva

mejor definidas y más intensivas. En España, en cambio, el lento progreso de la

urbanización y el aislamiento de buena parte de los agricultores con respecto a los

principales centros urbanos conllevaban un estímulo más débil. La persistencia de

formas de producción tradicionales en muchas comarcas no tenía tanto que ver con

unos agricultores conservadores o ignorantes, sino con una respuesta racional de

estos agricultores a unos mercados urbanos poco expansivos y demasiado alejados.

Un obstáculo similar debió de imponer la baja densidad de población prevaleciente en

buena parte del país, la cual hacía más compleja y costosa la intensificación de las

prácticas agrícolas.

La segunda gran causa del atraso relativo de la economía española era que el

avance de la industria, aunque indudable, también fue relativamente lento. Al igual que

en el caso de la agricultura, ello fue el resultado de la combinación de factores

geográficos, institucionales y de demanda. Ya conocemos los factores geográficos, en

especial la mala dotación de carbón: un carbón escaso, de mala calidad y difícil

accesibilidad, que encarecía los costes de producción a los empresarios que desearan

adoptar la fuente de energía que había servido de base para la revolución industrial

británica. Hasta finales del siglo XIX, cuando la aparición de la electricidad relativizó un

tanto la importancia de disponer o no de carbón, la localización de la industria en

Europa guardaba un llamativo parecido con la localización de los yacimientos

carboníferos. Evidentemente, disponer de amplias reservas de carbón facilitaba el

proceso de industrialización. España sufrió aquí una carencia importante, que la

llegada de la electricidad permitió aliviar. De hecho, la mayor parte del atraso industrial

español antes de 1936 se había acumulado durante la era del carbón, tendiendo a

mitigarse (o, al menos, estabilizarse) a partir de la incorporación de la electricidad al

sistema energético del país a comienzos del siglo XX.

Pero tampoco en el caso de la industria es correcto achacar el atraso español

solamente a factores geográficos. Las exenciones arancelarias concedidas por el

gobierno a las compañías ferroviarias (de capital extranjero) pudieron ser una

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oportunidad perdida para un desarrollo más intenso de la siderurgia nacional. En caso

de que las empresas ferroviarias hubieran estado sujetas a la misma política comercial

que el resto de empresas, es probable que hubieran hecho más pedidos a las

empresas nacionales, sin que ello hubiera encarecido de manera importante el coste

del transporte en España (es decir, sin que el precio a pagar por ese mayor desarrollo

siderúrgico hubiera sido sacrificar la integración del mercado nacional, una de las

bases del progreso que hemos repasado en los párrafos anteriores).

Otro obstáculo institucional (de carácter más general) al crecimiento industrial

pudo ser la mala coordinación del proteccionismo comercial con otras políticas

económicas y sociales. España pasó de un librecambismo moderado a un

proteccionismo selectivo, lo cual no es necesariamente negativo para el desarrollo

económico: numerosos ejemplos de economías inicialmente atrasadas que logran

industrializarse nos muestran que el proteccionismo comercial, cuando se combina

adecuadamente con otras políticas, puede acelerar la salida del atraso. (El

proteccionismo puede servir para que las industrias nacientes de un país vayan

progresando sin que, en un primer momento, la competencia de empresas extranjeras

con mayor tradición y menores costes entorpezca ese progreso.) El problema es que

el proteccionismo entraña el riesgo de que los empresarios se acomoden a un

mercado protegido y pierdan pulso competitivo, lo cual se traduce en el doble

problema de que los consumidores acaban comprando productos industriales a

precios mayores de los que imperarían en una situación de libre comercio y los

empresarios industriales son incapaces de exportar su producción hacia mercados

extranjeros. Para sortear este riesgo, resulta fundamental combinar el proteccionismo

comercial con incentivos a las exportaciones y un apoyo decidido a la innovación

tecnológica. En España, en cambio, el proteccionismo se coordinó mal con estos otros

ámbitos de la política económica: ni hubo una política paralela de fomento de las

exportaciones ni, por ejemplo, consiguió la política educativa erradicar rápidamente el

analfabetismo y potenciar la formación profesional de la mano de obra. Así, a pesar de

que los salarios industriales pagados en España no eran particularmente altos, el nivel

de competitividad internacional de buena parte de las empresas industriales se

mantuvo bajo, con lo que el crecimiento del sector industrial apenas pudo apoyarse en

las exportaciones, como sí estaba ocurriendo en cambio en los países europeos

líderes.

Esto hizo que el crecimiento industrial dependiera mucho del mercado interno,

pero esto era un problema debido a las características del mismo. Los sectores

productores de bienes de consumo se enfrentaban a una importante restricción de

demanda: el nivel de renta del país era bajo y, por tanto, la mayor parte de la

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población destinaba la mayor parte de sus ingresos a la satisfacción de sus

necesidades más básicas. Además, la renta estaba muy desigualmente distribuida

entre las distintas clases sociales, lo cual restringía aún más la demanda, al ralentizar

la formación de un mercado de consumo de masas. El medio rural mostraba con

especial claridad ambos problemas, tanto el bajo nivel de renta (consecuencia del

lento progreso de la agricultura) como la alta desigualdad en la distribución de la

misma (consecuencia de la alta desigualdad en la distribución de la propiedad de la

tierra, sobre todo en la España latifundista). Un progreso agrario más rápido y una

distribución más equitativa de la tierra podrían haber servido para ensanchar el

mercado interno al que se enfrentaban los empresarios industriales y, por esa vía,

podría haber acelerado el crecimiento del sector industrial. En otras palabras, si un

bajo grado de industrialización y urbanización suponía un débil estímulo para la mejora

de las prácticas agrarias (como se ha argumentado anteriormente), los problemas de

la agricultura tampoco eran positivos para el crecimiento de la industria. Ambos

sectores avanzaron de manera pausada, reforzándose el uno al otro en sus avances

(lo cual fue un logro importante para la economía española), pero, por los mismos

motivos, los problemas de un sector repercutían sobre el otro y ninguno de los dos

creció tan rápidamente como en las economías europeas líderes. Conforme la

industrialización española fue entrando, desde comienzos del siglo XX, en un nuevo

ciclo en el que la producción de bienes de consumo cedía parte de su protagonismo a

la producción de bienes de inversión, se abría la posibilidad de que el crecimiento

industrial español se apoyara sobre la demanda interempresarial (los pedidos que

unas empresas españolas realizaban a otras). Sin embargo, como muestra por

ejemplo el caso de la industria química, también en este caso había límites al

crecimiento, ya que, en un sector industrial con tan poca proyección exportadora, la

demanda interempresarial no dejaba de depender en último término también de la

demanda de bienes de consumo por parte de la población nacional.

La tercera y última causa del atraso relativo de la economía española y su

divergencia con respecto a las economías europeas más avanzadas fue, junto con el

pausado crecimiento de la agricultura y el pausado crecimiento de la industria, el

impacto de algunos desequilibrios macroeconómicos. El endeudamiento público,

consecuencia de reformas fiscales insuficientes que no lograron crear un espacio

amplio para la imposición directa (sobre la renta y sobre el patrimonio), llegó a

alcanzar niveles muy altos durante nuestro periodo, en especial durante la primera

parte de la Restauración, cuando se aproximó a un 200 por cien del PIB del país. La

demanda de capitales por parte del Estado generó un efecto de expulsión sobre la

inversión privada, ya que encareció los préstamos para los empresarios. Un Estado

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con un nivel de endeudamiento más moderado y con menor necesidad de presentarse

en los mercados financieros como demandante habría tenido como resultado un

menor coste del capital y, previsiblemente, una aceleración más intensa que la que

efectivamente se produjo en las tasas de inversión (y crecimiento) de la economía

nacional.

Este desequilibrio en las cuentas públicas, además, pesó de manera decisiva

en la decisión de España de no incorporarse al patrón oro, el sistema monetario

internacional que facilitó la globalización de las décadas previas a la Primera Guerra

Mundial. El déficit comercial (exceso de importaciones con respecto a las

exportaciones) y el déficit público (exceso de los gastos públicos con respecto a los

ingresos fiscales) de la economía española hacían inviable la integración en el patrón

oro, el cual era básicamente un compromiso para mantener fijas las paridades

relativas de las monedas en función de los saldos comerciales de los países. Pero

algunos historiadores han argumentado que, en caso de haber corregido sus

desequilibrios macroeconómicos y haberse incorporado al patrón oro, España podría

haberse beneficiado en mayor medida de las oportunidades abiertas por la

globalización previa a la Primera Guerra Mundial, tanto en materia de comercio como

(sobre todo) en materia de recepción de inversiones extranjeras. Aunque esta

conclusión ha sido recientemente puesta en duda por otros investigadores, de lo que

no cabe duda es de que el incierto y volátil entorno macroeconómico en que se

movieron el gobierno y las empresas españolas no era el marco más adecuado para

un crecimiento comparable al de las economías europeas líderes.

Durante el primer tercio del siglo XX, y especialmente a partir de la Primera

Guerra Mundial, la economía española fue capaz de detener su tendencia divergente e

incluso iniciar un tímido proceso de convergencia. Este proceso, sin embargo, fue

trágicamente cortado por la Guerra Civil y el primer franquismo, que llevaron a la

economía española a su peor posición relativa en toda la historia, con el PIB per cápita

cayendo por debajo de la mitad del nivel de Europa occidental. Las dos grandes

causas de los pobres resultados de este periodo fueron la política económica del

primer franquismo y el carácter adverso del contexto internacional durante buena parte

de la década.

El primer franquismo apostó por un intervencionismo extremo, regulando

férreamente el funcionamiento de los principales mercados y sectores productivos de

la economía. El resultado, al alejarse sobremanera de las señales del mercado, fue

una asignación ineficiente de los recursos. En particular, la fijación por parte del

gobierno de precios inferiores a los de equilibrio en diversos sectores desincentivó a

los productores y creó situaciones de desabastecimiento de la demanda. En el sector

Page 151: Fernando Collantes - unizar.es

primario, el primer franquismo mantuvo en tiempos de paz el entramado administrativo

que había organizado durante la guerra: el gobierno fijaba los precios de los

principales alimentos, tenía el monopolio de la comercialización de productos agrarios,

y regulaba el acceso de los consumidores a la comida a través de la concesión de

cartillas de racionamiento canjeables por alimentos. En el importante caso del cereal,

aún básico en la alimentación de los españoles, los agricultores estaban obligados a

vender su cosecha al Servicio Nacional del Trigo a un precio fijado por el gobierno,

precio que resultaba ser más bajo que el precio de equilibrio. La lógica de esta medida

era impedir el encarecimiento de la alimentación de la población urbana y, por esa vía,

contener los costes salariales de las empresas e impulsar la inversión industrial. Una

lógica similar, mantener bajo control los costes de las empresas industriales, llevó al

gobierno a fijar también precios inferiores a los de equilibrio en el sector eléctrico,

congelando las tarifas que las empresas eléctricas podían cobrar a sus clientes. Se

trataba, en suma, de manipular el sistema de precios para transferir recursos desde la

agricultura o el sector eléctrico hacia el sector considerado prioritario, la industria. El

problema de esta manipulación es que generó incentivos perversos en los sectores

afectados. En la agricultura, los bajos precios fijados por el gobierno desincentivaron la

producción de muchos agricultores y, sobre todo, incentivaron que muchos más

decidieran sustraer una parte de su producción de las redes de comercialización

oficiales y la inyectaran en los mercados negros que fueron formándose como

consecuencia del desabastecimiento de la demanda. Y, en el sector eléctrico, las

principales empresas reaccionaron a los bajos precios oficiales abandonando la

realización de inversiones y el acometimiento de nuevos proyectos, por lo que también

aquí se dieron situaciones de desabastecimiento.

Por otro lado, la vocación autárquica del primer franquismo, su decisión de

restringir al máximo los contactos comerciales con el exterior, causó un grave perjuicio

a una economía que, como la española, venía basando buena parte de su

modernización en la absorción y aplicación de innovaciones generadas en el

extranjero. En la industria, la importación de maquinaria venía siendo fundamental

para la modernización tecnológica y el crecimiento de la productividad. Ahora, la

política autárquica creó una restricción exterior al crecimiento: la escasez de

importaciones se convirtió en el cuello de botella que impedía una expansión más

rápida del sector. (A ello habría que unir la restricción energética derivada de la recién

comentada regulación del sector eléctrico.) En la agricultura, por su parte, la

importación de fertilizantes químicos había sido crucial para el aumento de los

rendimientos por hectárea y, en general, la paulatina mejora de los resultados agrarios

durante las primeras décadas del siglo XX, pero muchas explotaciones pasaron a

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emplear una tecnología más tradicional durante la década de 1940 que la que habían

empleado antes de la guerra, con el consiguiente menoscabo de su productividad. Ni

en la industria ni en la agricultura disponía España de la capacidad técnica y

empresarial para, a corto plazo, sustituir con producción nacional todas (o una parte

sustancial de) las importaciones de contenido tecnológico que hasta entonces había

venido realizando.

La importancia de esta restricción exterior nos lleva al segundo factor que

impidió una recuperación más rápida tras la Guerra Civil: el desfavorable contexto

internacional. Los primeros seis años del franquismo coincidieron con la Segunda

Guerra Mundial, durante la cual se descompusieron muchas de las redes comerciales

hasta entonces vigentes. La reconstrucción de estas redes y la creación de un nuevo

orden económico internacional basado en el principio de cooperación entre países no

tuvieron lugar hasta finales de la década de 1940. Por ello, la mayor parte del primer

franquismo se desarrolló en un contexto internacional poco propicio para el

crecimiento económico en general y la convergencia de las economías atrasadas en

particular. De hecho, es posible especular en qué medida este contexto, al minimizar

el coste de oportunidad de las políticas proteccionistas en todo el mundo, contribuyó a

cimentar el proyecto autárquico planteado por el primer franquismo.

LOS PUNTOS DÉBILES DE LA CONVERGENCIA (1950-2007)

Tras un largo periodo de divergencia apenas interrumpido por algún breve

paréntesis, la economía española convergió con Europa occidental durante la segunda

mitad del siglo XX y los primeros años del XXI. Tanto la industrialización acelerada de

1950-1975 como el posterior ciclo expansivo de 1985-2007 condujeron a tasas de

crecimiento superiores a las de la mayor parte del resto de países de nuestro entorno,

por lo que la brecha se recortó. Hacia comienzos del siglo XXI, España se encontraba

en una posición relativa aproximadamente similar a la que tenía en los inicios de la

industrialización, a comienzos del siglo XIX: es una economía atrasada, pero no

mucho.

Con todo, las bases de la convergencia española tenían debilidades. Ya la

crisis económica de 1975-85 fue un aviso: el modelo de crecimiento que tan buenos

resultados había dado entre 1950 y 1975 quebró y no fue capaz de continuar tirando

de la economía española. En la práctica anterior hemos podido conocer más acerca

de esta crisis y el modo en que la misma revelaba las limitaciones intrínsecas al

modelo de crecimiento previo. De igual manera, el modelo de crecimiento y

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convergencia que tan buenos resultados dio entre 1985 y 2007 (salvo por la coyuntural

crisis de 1993-94) también contenía rasgos inquietantes.

La expansión de 1985-2007 no se basó en la competitividad a nivel

internacional. La crisis posterior a 1975 mostró la debilidad de una parte del tejido

industrial español (que debió enfrentarse a una dura reestructuración ante su

incapacidad para hacer frente a la competencia extranjera en un contexto de costes

empresariales crecientes) y, una vez iniciada la nueva expansión a partir de 1985, esta

se basó en actividades poco expuestas a la competencia internacional, como la

construcción o los servicios comerciales. Se basó, también, en actividades poco

intensivas en capital humano y en empresas que realizaban desembolsos pequeños o

nulos en investigación y desarrollo. España vivió con tanta crudeza como cualquier

otro país europeo la crisis del paradigma de la segunda revolución industrial, pero lo

que surgió como respuesta a ella no fue una adopción rápida de las tecnologías y

formas de gestión empresarial propias de la tercera revolución industrial. La

construcción y los servicios, actividades de bajo contenido tecnológico orientadas

hacia la demanda interior, proporcionaron una alternativa más factible a las empresas,

trabajadores y políticos españoles. Tan bajo era el contenido tecnológico del

crecimiento económico español durante este periodo que, en los años previos a 2008,

la productividad total de los factores descendió: el crecimiento económico estaba

basándose en la adición de mayores cantidades de factores productivos (capital, mano

de obra, suelo), pero no en una utilización más eficiente (o más innovadora) de los

mismos.

La euforia inmobiliaria y la transmisión de dicha euforia a los más diversos

sectores de la economía española parecían empequeñecer este lado oscuro del

crecimiento económico. Tampoco estaba clara cuál podía ser la alternativa productiva

a corto plazo; de hecho, la ausencia de una alternativa sería demostrada

contundentemente por la crisis iniciada a partir de 2008. En medio de turbulencias

financieras globales, las expectativas optimistas se desvanecieron, la demanda

comenzó a dar muestras de saturación, la morosidad comenzó a aumentar tanto entre

las familias como sobre todo entre los promotores, y las entidades financieras más

débiles se vieron abrumadas por sus créditos de dudoso pago, mientras los problemas

del sector de la construcción iban transmitiéndose al resto de sectores con los que

estaba encadenado, conduciendo a una espiral de crisis económica en la que todavía

hoy nos encontramos inmersos. El fantasma de la divergencia regresa…

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11 Nivel de vida y desigualdad social

El nivel de vida es un concepto escurridizo que no puede medirse

adecuadamente a través de una única variable. Tradicionalmente, los economistas

tendían a equiparar el nivel de vida con el nivel de ingreso: al fin y al cabo, un mayor o

menor nivel de ingreso permite a la población acceder a la compra de una mayor o

menor cantidad de bienes y servicios. Pero en tiempos más recientes economistas

como Amartya Sen han argumentado que el ingreso no es en sí mismo constitutivo de

bienestar, sino un instrumento para lograr dicho bienestar. Los elementos constitutivos

del bienestar serían en realidad la satisfacción de las necesidades y el desarrollo de

las capacidades personales. Esto lleva a los estudiosos del nivel de vida a analizar

variables como el consumo, la salud y la educación. Hoy día, Naciones Unidas, por

ejemplo, utiliza un Índice de Desarrollo Humano (en lo sucesivo, IDH) con el que

ordena a los países en función de sus progresos en ingresos, salud y educación.

Es conveniente estudiar el nivel de vida de manera conjunta con las

disparidades entre los grupos sociales más y menos acomodados. Ello, en primer

lugar, porque los datos medios (como pueden ser, por ejemplo, el PIB per cápita o la

esperanza de vida al nacer) no nos dicen nada sobre la dispersión de la población en

torno a dicha media y, por lo tanto, pueden reflejar inadecuadamente la evolución de

los niveles de vida de las clases desfavorecidas; y, en segundo lugar, porque diversos

estudios vienen mostrando que con frecuencia las personas no valoramos tanto

nuestros resultados absolutos de bienestar como nuestros resultados relativos frente a

otras personas de nuestra misma sociedad, por lo que un aumento de la desigualdad

social puede traducirse en una disminución del bienestar psicológico de los afectados

incluso aunque estos mejoren en términos absolutos.

En esta práctica estudiaremos la evolución del nivel de vida en la historia de

España. Para ello reuniremos evidencia sobre las diversas variables mencionadas

más arriba, así como sobre otras que también pueden ayudarnos: las características

de las viviendas, la duración de la jornada laboral, la estatura (un indicador

sorprendentemente ilustrativo de las condiciones de vida durante la infancia y la

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adolescencia), las pautas de consumo… Aunque ninguna de estas variables puede

por sí sola reflejar perfectamente el nivel de vida, la conjunción de todas ellas nos

permitirá trazar una perspectiva general sobre lo que ocurrió. Tras la perspectiva

general proporcionada por esta práctica, la siguiente se centra en un análisis más

detenido de las transformaciones en las pautas de consumo.

Esa perspectiva general también hará posible situar el caso español en su

contexto europeo. Por toda Europa, los niveles de vida eran muy bajos antes de la

industrialización. Los niveles de ingreso y consumo eran muy reducidos, sin llegar en

muchos casos a cubrir adecuadamente las necesidades básicas. Además, las

características institucionales de los antiguos regímenes conducían a elevados niveles

de desigualdad social.

Tampoco el inicio de la industrialización supuso una elevación rápida y

generalizada del nivel de vida: hasta aproximadamente finales del siglo XIX, el nivel de

ingreso de buena parte de la población urbana se resistía a aumentar con claridad,

mientras la jornada laboral se alargaba, la dieta se empobrecía, y las nuevas viviendas

y barrios no cumplían unos mínimos de higiene y comodidad. En la mayor parte de

países, de hecho, la estatura tendió a disminuir durante las décadas centrales del siglo

XIX, y la desigualdad tendió a aumentar. Sin embargo, la mejora en los niveles de

vida, ya perceptible en algunas variables incluso durante esta primera fase de la

industrialización, terminó por volverse inequívoca a partir de las décadas finales del

siglo XIX. Conforme fue aumentando el nivel de ingreso, también lo hizo el gasto en

consumo. Además, la duración de la jornada laboral tendió a reducirse.

Todos estos progresos se confirmaron y aceleraron durante las tres décadas

posteriores a la Segunda Guerra Mundial. El gasto en consumo creció con mayor

velocidad que nunca antes. Fueron décadas, también, de reducción de la desigualdad

entre clases sociales. Tras la crisis de la década de 1970, finalmente, el consumo

siguió creciendo, haciéndose cada vez más sofisticado y diversificado. Con todo, no

creció ya tan rápidamente como en las décadas previas y, además, se vio

acompañado por niveles de desigualdad social en aumento.

PRECARIEDAD Y DESIGUALDAD (1500-1840)

La España del Antiguo Régimen era una sociedad estamental, es decir,

intrínsecamente desigual. Durante el periodo de los Austrias (siglos XVI y XVII), los

fundamentos de la desigualdad se mantuvieron inamovibles y, de hecho, tendieron a

hacerse más firmes conforme fue pasando el tiempo. La desigualdad económica

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estaba fundamentada en una estructura social muy desigual: en el campo, la

aristocracia y la Iglesia católica concentraban la propiedad de la mayor parte de las

tierras, así como diversos privilegios y derechos sobre los campesinos; en las (pocas y

pequeñas) ciudades, también había claras diferencias entre los grandes empresarios,

generalmente vinculados al comercio, y una amplia masa de vagabundos, mendigos y

pobres, con un estrato intermedio de artesanos independientes pero no excesivamente

prósperos. A lo largo de los siglos XVI y XVII, esta estructura social tendió a hacerse

aún más rígida como consecuencia del ascenso de valores aristocráticos (y el paralelo

deterioro de los valores burgueses, emprendedores, que servían de alternativa a

aquellos en otros países europeos) y de la aprobación en numerosos ayuntamientos y

gremios de estatutos de limpieza de sangre. En consecuencia, se favorecía el bloqueo

de las personas en aquellos estratos sociales a los que pertenecían por nacimiento.

Además, la intervención del Estado en la economía, pese a no ser muy intensa

(en comparación con lo que sería habitual más adelante, sobre todo a partir de finales

del siglo XX), tenía un efecto regresivo sobre la distribución de la renta, al aumentar

las diferencias económicas entre unos y otros grupos sociales. El gran peso relativo de

los impuestos indirectos, como los impuestos sobre el consumo, hacía que los

estamentos privilegiados no contribuyeran a las arcas públicas de manera proporcional

a su nivel de renta o patrimonio. Además, la concesión por parte del Estado del cobro

de algunos de estos impuestos a particulares favorecía a los aristócratas y

comerciantes que, siendo capaces de adelantar una importante cantidad de dinero al

Estado como pago por la concesión (cosa que estaba fuera de las posibilidades de la

inmensa mayoría de la población), extraían un margen de beneficio a resultas de su

actividad como intermediarios fiscales. Lo cual es tanto como decir que, más allá de

que el diseño del sistema fiscal no favoreciera una corrección de la gran desigualdad

en la distribución de la renta, el modo en que efectivamente tenía lugar la recaudación

agravaba el problema. Además, durante este periodo, el Estado no tenía el monopolio

de la imposición, y la Iglesia, a través del diezmo, gestionaba un sistema fiscal paralelo

que suponía la transferencia de una parte de la cosecha campesina hacia la Iglesia, es

decir, una notable transferencia de recursos desde las clases populares hacia los

estamentos privilegiados. Por todo ello, la intervención del Estado tenía un efecto

regresivo sobre la distribución de la renta en la España de los Austrias.

En una sociedad estructurada de manera tan desigual, la engañosa expansión

económica del siglo XVI no podía tener el mismo efecto sobre el nivel de vida de unos

y otros. La gran beneficiada fue la Iglesia, que vio aumentar los ingresos que obtenía

por el cobro del diezmo (dado el crecimiento de la superficie cultivada) y por el cobro

de la renta de la tierra a sus campesinos arrendatarios. Además, en plena

Page 157: Fernando Collantes - unizar.es

Contrarreforma católica, la Iglesia ofrecía favores espirituales a cambio de recursos

materiales, lo cual se tradujo en un incremento de su patrimonio inmobiliario como

consecuencia de los servicios facturados a aristócratas y hombres de negocios. La

aristocracia, por su parte, se benefició en menor medida de la expansión de la

economía española. Pese a que sus ingresos eran por supuesto muy superiores a los

del pueblo llano, existen pruebas de que numerosas familias aristocráticas tendieron a

endeudarse, conforme la importante inflación del periodo mermaba el valor real de sus

ingresos (las rentas de la tierra que cobraban a sus campesinos arrendatarios) y las

familias nobles se veían envueltas en una compleja maraña de gastos ceremoniales y

ostentosos que resultaba muy difícil de desmontar porque formaba parte de las

exigencias culturales que la época imponía a las clases altas.

Pero, desde luego, los problemas se concentraban en la población común, que

no vivió nada parecido a un siglo de oro. Antes al contrario, los salarios cobrados por

los trabajadores urbanos crecieron tan lentamente que se vieron sobrepasados por la

inflación; en otras palabras, su poder adquisitivo descendió a lo largo del siglo XVI. Por

otro lado, se estima que podía haber en torno a un 30 por ciento de pobres, mendigos

y vagabundos en las ciudades españolas de la época. El panorama no era mejor en el

campo, donde los pequeños campesinos se enfrentaban al problema de la presión

ejercida por parte de la aristocracia para aumentar la renta de la tierra (el mayor coste

que debían afrontar estas familias) y al problema de que la expansión demográfica

estaba conduciendo a un fraccionamiento de unas explotaciones ya de por sí

pequeñas. Por todo lo anterior, cabe argumentar que la expansión del siglo XVI fue

acompañada de un aumento de la desigualdad en la distribución de la renta.

La posterior crisis económica, que persistió hasta finales del siglo XVII en

muchas regiones del país, no contribuyó a corregir este problema, sino más bien a

agravarlo. Es cierto que algunas familias aristocráticas se vieron en apuros: al incurrir

en elevados gastos cortesanos (que servían para estrechar lazos con la monarquía y

su entorno en una sociedad que, recuérdese, era una monarquía absoluta) y otros

gastos suntuarios que formaban parte de su patrón cultural de consumo, la presión

sobre los ingresos se hizo cada vez mayor y, conforme el declive demográfico

conducía a un descenso paralelo de la demanda de tierras para arrendar (y, por tanto,

de la renta de la tierra), estos ingresos no siempre fueron suficientes para cubrir los

gastos. Sin embargo, los más afectados por la crisis fueron los campesinos y las

clases urbanas más humildes. Los testimonios de los escritores y observadores

sociales de la época son estremecedores, mostrándonos amplias capas de la

población cuya existencia material era precaria en todos los aspectos, desde la

alimentación hasta el vestido pasando por la vivienda. La principal mejora

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experimentada por estos grupos durante la crisis del siglo XVII fue la reducción de la

renta de la tierra, consecuencia (como se ha dicho) del declive demográfico, pero es

preciso apreciar que esto no fue más que un subproducto de un problema más

importante: las altas tasas de mortalidad del periodo y la recurrencia de los episodios

de mortalidad catastrófica, que impidieron una recuperación demográfica hasta bien

entrado el siglo XVII. Mientras tanto, la Iglesia y las elites urbanas continuaron

reforzando su poder: la Iglesia, explotando económicamente la Contrarreforma y

ampliando su patrimonio; las elites urbanas, combinando los ingresos obtenidos a

través de sus negocios privados con los ingresos obtenidos a través de la recaudación

de impuestos locales.

El reformismo borbónico del siglo XVIII, al no cuestionar los fundamentos del

Antiguo Régimen, no alteró los fundamentos de la desigualdad social. Se estima que,

antes de la revolución liberal, los campesinos debían transferir en torno al 50 por

ciento del valor de su producción agraria a los estamentos privilegiados a través del

pago de la renta de la tierra y del diezmo. Esto nos da una idea de hasta qué punto las

estructuras sociales reproducían el elevado nivel de desigualdad preexistente, ya que

la mayor parte del excedente económico se canalizaba hacia las clases altas. España

no era en este sentido diferente a la mayor parte de sociedades preindustriales. El

reformismo borbónico tampoco supuso un cambio en el impacto distributivo del

Estado: los privilegios fiscales de la nobleza y el clero sufrieron (como consecuencia

de la mayor centralización del Estado) algunos recortes, pero no desaparecieron. En

particular, el diezmo continuó en pie a lo largo de todo nuestro periodo, no siendo

abolido hasta 1841.

Si las estructuras sociales y políticas conducían a un elevado nivel de

desigualdad, la combinación de las mismas con las fuerzas coyunturales del mercado

tuvo como resultado una acentuación del problema. A lo largo del siglo XVIII, por todas

partes en España se vivió un nuevo ciclo largo de crecimiento demográfico, similar al

del siglo XVI y en contraste con el declive de buena parte del siglo XVII. El crecimiento

demográfico, de amplia base rural, condujo a un aumento de la presión sobre la tierra,

cuya oferta era poco elástica debido a las restricciones institucionales que pesaban

sobre ella. En una época previa a las desamortizaciones, las roturaciones de nuevas

tierras no se produjeron de manera rápida y fluida, por lo que la demanda de tierra

creció más deprisa que su oferta y, por tanto, la renta de la tierra tendió a aumentar.

De este modo, la brecha económica que separaba a los campesinos de sus señores

tendió a ensancharse. Además, también parece que aumentó la desigualdad en el

importante sector de la ganadería ovina trashumante. Al aumentar la presión sobre la

tierra en las regiones que tradicionalmente eran utilizadas por los ganaderos como

Page 159: Fernando Collantes - unizar.es

zonas de pasto para sus ovejas, los ganaderos más grandes pudieron hacer frente a

unos costes mayores y aún así obtener beneficios como consecuencia de su posterior

inserción en eficaces redes comerciales para la exportación de la lana. Los ganaderos

trashumantes más humildes, en cambio, se veían incapaces de pagar unos precios tan

elevados por el alquiler de las superficies de pasto, por lo que muchos fueron

abandonando esta actividad y muchos otros se vieron envueltos en una espiral de

endeudamiento de la que ya no pudieron escapar.

En suma, a lo largo del siglo XVIII aumentó la desigualdad dentro del sector

primario, el principal sector de la economía española de la época. No resulta extraño

que, en estas condiciones, se registrara una conflictividad social creciente en

numerosas regiones del campo español.

Que la desigualdad aumentara a lo largo del siglo XVIII no quiere decir, sin

embargo, que el nivel de vida de los campesinos, obreros y demás poblaciones no

privilegiadas se deteriorara y pasara a ser inferior de lo que había venido siendo

durante el periodo de los Austrias. Los salarios reales (es decir, descontando el efecto

de la inflación) aumentaron levemente. También lo hicieron las estaturas, en parte

como consecuencia de la mejora en el estado nutritivo que se derivó de una

integración algo más estrecha de los distintos mercados regionales de trigo y de la

difusión de la patata por diversas regiones del país. ¿Cómo explicar esta aparente

paradoja entre una desigualdad creciente y un nivel de vida también creciente para las

clases populares? La clave está en que, como hemos visto en la práctica 9, durante el

siglo XVIII hubo un ligero crecimiento económico: esto creó el espacio para que, al

mismo tiempo que las clases altas se distanciaban de las bajas, el nivel de vida de las

clases bajas pudiera aumentar ligeramente en términos absolutos.

Pero, más que un aumento gradual, se trató de una serie de modestos

aumentos de carácter discontinuo, interrumpidos por otros tantos momentos de

estancamiento o leve retroceso. Además, conforme este ciclo de crecimiento

económico fue agotándose, es decir, a partir de finales del siglo XVIII, también fue

agotándose la capacidad de crecimiento del nivel de vida de las clases populares.

Parece que la estatura media se estancó, e incluso llegó a caer en los primeros años

del siglo XIX, años caracterizados por otro lado por un repunte en la incidencia de las

crisis de mortalidad. A comienzos del siglo XIX, el nivel de vida del ciudadano común

había caído con respecto a las décadas centrales del siglo XVIII.

Page 160: Fernando Collantes - unizar.es

UN PERIODO AMBIGUO (1840-1880)

Las décadas centrales del siglo XIX, inicio del proceso de industrialización,

dejaron un balance ambiguo en términos del nivel de vida de la población. Por un lado,

el gasto en consumo per cápita tendió a aumentar en términos reales, por lo que

puede decirse que el inicio de un crecimiento económico sostenido contribuyó a elevar

el nivel de consumo del español medio. Pero otras variables mostraron una evolución

negativa o, cuando menos, estancada. En el medio rural, donde vivía la mayor parte

de la población, los salarios se mantuvieron estancados, y los ingresos totales de

muchos campesinos debieron de disminuir como consecuencia de la crisis de algunas

de sus actividades complementarias tradicionales ante el ascenso de competidores

modernos con mucho mayor nivel tecnológico (por ejemplo, la crisis de la manufactura

rural frente a la emergente industria moderna); para los campesinos arrendatarios,

además, fue un periodo de elevación en la renta de la tierra, con el consiguiente

impacto sobre sus ingresos netos. Y, en las ciudades, los salarios de los obreros

crecieron con lentitud mientras la jornada laboral se prolongaba hasta 60 o 70 horas

semanales todavía a finales del siglo XIX, lo cual es tanto como decir que el ingreso

por hora de los nuevos obreros industriales pudo aumentar muy poco. Además, las

condiciones de vida en las ciudades evolucionaron negativamente: el Estado mínimo

propio del capitalismo liberal no asumía entre sus funciones (o lo hacía muy

lentamente) la provisión de nuevos bienes públicos como la planificación urbanística,

los equipamientos para la gestión de residuos y la prevención de enfermedades y

epidemias. Por ello, las condiciones de vida en los barrios de las clases populares, en

los que además las viviendas eran pequeñas y poco higiénicas, fueron muy duras.

Una buena síntesis de la evolución del nivel de vida de la mayor parte de la

población durante este periodo nos la da la estatura media, que tendió a descender

tanto en el campo como en la ciudad (cuadro 11.1). Y, no en vano, fueron años

durante los cuales se registraron diversas “crisis de subsistencias” como consecuencia

de las dificultades de las familias más humildes, con estados nutritivos ya de por sí

precarios, para acceder a unos alimentos cuyos precios se veían en ocasiones

sometidos a fuertes alzas repentinas. (Muchas veces estas crisis desembocaron en

motines populares e importantes protestas sociales a escala local.) Da la impresión,

por tanto, de que las primeras etapas de la industrialización, pese a impulsar el nivel

medio de consumo, condujeron a un deterioro en otros aspectos del nivel de vida y,

además, debieron de provocar un aumento de la desigualdad social. (A esto aún

habría que añadir otros datos negativos que ya conocemos, como la persistencia de

altas tasas de mortalidad y el muy lento avance del proceso de alfabetización.)

Page 161: Fernando Collantes - unizar.es

Cuadro 11.1. Estatura media de los reclutas (centímetros) según año de nacimiento/año de reclutamiento

1837/57 1867/86 1907/28 1935/56 1960/81 1980/99

España (total) 163,9 165,7 171,0 175,1 Región sudeste 162,3 160,5 164,2 165,8

Fuente: Nicolau (2005).

UN NIVEL DE VIDA EN AUMENTO (1880-1936)

Hacia finales del siglo XIX se abrió una nueva fase y, desde entonces y hasta

la Guerra Civil, el nivel de vida de la población española aumentó. En las ciudades, los

salarios de los trabajadores aumentaron al compás de su creciente productividad;

aumento especialmente claro tras la Primera Guerra Mundial. Además, el paulatino

alejamiento del capitalismo liberal protagonizado por los sucesivos gobiernos de la

Restauración y la Segunda República condujo a regulaciones que acortaron la jornada

laboral: ya en torno a la Primera Guerra Mundial, la jornada efectiva se había reducido

al entorno de 57 horas semanales y, a lo largo de la década de 1920, numerosas

empresas adoptaron la jornada de 48 horas que se había fijado por ley (cuadro 11.2).

Adicionalmente, durante la Segunda República los trabajadores pasaron a poder

disfrutar de siete días de vacaciones pagadas, una gran novedad que habría sido

impensable en los tiempos del capitalismo liberal. Los trabajadores urbanos también

pudieron beneficiarse de las diversas medidas de protección social que, si bien de

manera aún un tanto tímida, comenzaron a ponerse en práctica a lo largo de las

primeras décadas del siglo XX.

Cuadro 11.2. Jornada efectiva semanal en los sectores no agrícolas (número de horas)

1870/99 1914 1930 1958 1975 1985 2000

64,8 60,0 48,0 45,2 42,8 37,2 35,4

Fuente: Maluquer de Motes y Llonch (2005). Los datos de 1914 y 1930 se refieren a la duración más habitual de la jornada.

También aumentaron los ingresos de las poblaciones rurales. Muchos

agricultores aprovecharon la expansiva demanda de las ciudades para especializarse

en la producción de una gama más reducida de mercancías, con la consiguiente

Page 162: Fernando Collantes - unizar.es

mejora en su nivel de productividad y, por tanto, de ingreso. Lo mismo cabe decir de

aquellos agricultores que, en especial en el litoral mediterráneo, orientaron sus

producciones hacia la exportación. También, de manera más general, la paulatina

difusión de innovaciones tecnológicas (como maquinaria y fertilizantes químicos) y la

transformación de tierras de secano en tierras de regadío permitieron aumentar,

aunque fuera de manera modesta, los ingresos de muchos agricultores. Por su parte,

los salarios cobrados por los jornaleros agrícolas tendieron igualmente a crecer, en

especial tras la Primera Guerra Mundial y durante los primeros años de la Segunda

República. En dichos años, el gobierno, además de impulsar la ya conocida reforma

agraria, mejoró la capacidad de negociación de los jornaleros frente a los

terratenientes y extendió al sector primario la jornada semanal de 48 horas que ya

venía siendo común en las ciudades. A resultas de todo ello, el salario agrícola rompió

su tendencia al estancamiento y, durante los años de la Segunda República, incluso

tendió a estrecharse la brecha que tradicionalmente lo había venido separando del

salario industrial.

De este modo, el crecimiento del PIB per cápita que hemos visto en el tema

anterior, al hacer posible un crecimiento de los ingresos tanto en las ciudades como en

el campo, condujo a un aumento generalizado del nivel de consumo. (De hecho, el

crecimiento medio anual del consumo per cápita fue durante las primeras décadas del

siglo XX superior al de la segunda mitad del siglo XIX.) No hubo un cambio estructural

acentuado dentro de dicho consumo, y la satisfacción de las necesidades más básicas

(con la alimentación en primer lugar) continuó absorbiendo la mayor parte del

presupuesto familiar. Pero, al menos, la (mayor parte de la) población pasó a ser

ahora capaz de satisfacer dichas necesidades de manera más holgada y agradable.

El progreso de los niveles de vida entre finales del siglo XIX y la Guerra Civil

queda refrendado, además, por dos de los indicadores sintéticos que venimos

manejando. El Índice de Desarrollo Humano creció con rapidez conforme también lo

hicieron la renta disponible, la esperanza de vida y la tasa de alfabetización. De hecho,

aunque España se encontraba a una distancia considerable de las principales

economías europeas en términos de PIB per cápita y a duras penas había sido capaz

de detener su proceso de divergencia con las mismas durante el primer tercio del siglo

XX, la distancia que le separaba de ellas en términos de IDH era mucho menor como

consecuencia de la rápida reducción del riesgo de mortalidad que venía

produciéndose desde finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX (cuadro 11.3). Por

su parte, un segundo indicador sintético de las condiciones de vida, la estatura,

también mostró un progreso claro. Aunque las generaciones que sufrieron la

mortalidad catastrófica de la gripe de 1918-19 terminaron viviendo un pequeño

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retroceso en sus estaturas, se trató de un golpe aislado. En términos generales, la

estatura progresó con claridad desde las décadas finales del siglo XIX hasta el

estallido de la Guerra Civil. Buena muestra de los progresos que, en los diversos

aspectos relacionados con el nivel de vida, tuvieron lugar durante dicho periodo.

Cuadro 11.3. Índice de Desarrollo Humano (valor mínimo = 0; valor máximo = 1)

España España / Europa occidental (%)

1850 0,23 1900 0,35 68 1933 0,53 83 1950 0,61 88 1975 0,79 97 1985 0,84 99 2000 0,91 99

Fuente: Carreras, Prados de la Escosura y Rosés (2005).

Esto no quiere decir que, junto a los progresos, no hubiera también problemas.

Es cierto que los salarios urbanos tendieron a aumentar, pero no lo hicieron, por

ejemplo, cuando durante la Primera Guerra Mundial el crecimiento económico dio

lugar a una inflación rápida que superó con mucho el crecimiento nominal de los

salarios. Es cierto que los ingresos de los agricultores crecieron, pero no durante la

impactante crisis de finales del siglo XIX, cuando la competencia de los productos

extranjeros volvió muchas explotaciones poco o nada rentables. Incluso más adelante,

cuando el viraje hacia el proteccionismo dio seguridad al sector agrario español, los

salarios percibidos por los jornaleros crecieron más lentamente que la renta de la tierra

percibida por los terratenientes. En el plano del consumo, además, el crecimiento del

nivel medio de consumo fue irregular y estuvo sujeto a numerosas fluctuaciones. Estas

fluctuaciones, a su vez, provocaban un problema a las empresas industriales, que

debían ajustar su oferta a una demanda poco predecible. Este problema afectaba

gravemente a los trabajadores de las empresas industriales, quienes en muchas

ocasiones debían aceptar sistemas de flexibilidad horaria para que la empresa se

adaptara a las fluctuaciones de la demanda; y, cuando la fuerza de los sindicatos fue

obstaculizando la puesta en marcha de este tipo de sistemas, las empresas optaron

directamente por efectuar ajustes de plantilla cuando la demanda caía, por lo que

muchos trabajadores se encontraban en una situación muy inestable, encadenando

empleos intermitentes y temporadas de desempleo.

Page 164: Fernando Collantes - unizar.es

Finalmente, la indudable expansión que tuvo lugar en el nivel de consumo no

puede ocultar que persistían importantes disparidades entre unas y otras clases

sociales. La modernización económica estaba siendo beneficiosa para la inmensa

mayoría de la sociedad, e incluso es posible que, de la mano de mecanismos

equilibradores como el cambio ocupacional y la emigración campo-ciudad (que

permitían a la población agraria acceder a otros empleos con niveles salariales

sustancialmente superiores), el nivel agregado de desigualdad estuviera tendiendo a

disminuir. Pero se trataba de una disminución muy leve, y sobre unos niveles de

partida que además eran muy altos; existía así una percepción social muy extendida al

respecto de la gravedad de las disparidades.

Quizá por ello, la conflictividad social fue aumentando a lo largo del periodo. En

las ciudades más industriales, se intensificaron las actividades de protesta obrera,

como las huelgas, en ocasiones respondidas con actividades de represalia

empresarial, como los cierres patronales. En las zonas rurales del sur del país, los

sindicatos de jornaleros cuestionaban el dominio económico y social ejercido por los

latifundistas. Los años de la Primera Guerra Mundial, con su elevada inflación

empequeñeciendo los salarios reales, y la revolución bolchevique en Rusia, con su

proyecto de instaurar una sociedad sin clases, fueron un punto de inflexión importante

en este aumento de la conflictividad. Más adelante, durante la Segunda República, la

sociedad española experimentó una polarización cada vez más acusada: los primeros

gobiernos, de orientación izquierdista, tomaron partido en la lucha de clases a favor de

los trabajadores urbanos y los jornaleros agrícolas, pero al coste no sólo de

enfrentarse a las elites empresariales y terratenientes, sino también de perder apoyo

entre amplios sectores del pequeño empresariado urbano o el pequeño campesinado.

Probablemente, esta tensión, por sí sola, sin combinarse con otras fuentes

independientes de tensión (las discusiones sobre el papel de la Iglesia en la vida

pública o sobre la organización territorial del Estado), no habría sido suficiente para

conducir a una guerra civil. Pero, por otro lado, también habría sido difícil que dichas

fuentes de tensión hubieran generado un desenlace tan trágico de haber existido una

sociedad de clases medias con menores niveles de desigualdad.

LAS PENURIAS DEL PRIMER FRANQUISMO (1936-1950)

Durante la Guerra Civil y el primer franquismo, el nivel de vida del español

medio tendió a deteriorarse y la desigualdad entre clases sociales tendió a acentuarse.

Los problemas sufridos durante la Guerra Civil pueden considerarse hasta cierto punto

Page 165: Fernando Collantes - unizar.es

normales, dadas las peculiares circunstancias que rodean a todo conflicto bélico. En

cambio, que la mayor parte de indicadores de nivel de vida no recuperaran sus valores

prebélicos hasta entrada la década de 1950 prueba el duro impacto que sobre la

población tuvo el fracaso económico del primer franquismo.

A lo largo del primer franquismo, los salarios reales cayeron. Finalizada la

Guerra Civil, el gobierno fijó los salarios nominales en su nivel prebélico, lo cual era

tanto como fijar unos salarios reales muy inferiores a los prebélicos, ya que durante la

guerra se había producido una inflación considerable. Más adelante, a lo largo de la

década de 1940, diversas regulaciones gubernamentales continuaron interviniendo en

el mercado laboral para fijar los niveles salariales que debían ser pagados por las

empresas, y estos niveles nunca llegaron a compensar el efecto de la inflación sobre

el poder adquisitivo. La inflación, además, era especialmente alta en los grupos de

bienes de alimentación y vestido-calzado, es decir, los que absorbían la mayor parte

del presupuesto familiar y podían por tanto golpear con mayor dureza a la mayor parte

de familias. A resultas de todo ello, el poder adquisitivo de las familias no recuperó su

nivel prebélico hasta comenzada ya la década de 1950: un severo corte de la

tendencia alcista que venía experimentando desde finales del siglo XIX y hasta la

Guerra Civil. Además, aunque la jornada laboral reglamentada continuó siendo, como

antes de la guerra, de 48 horas semanales, en numerosas empresas la jornada

efectiva terminó ascendiendo a 60 o 70 horas como consecuencia de la imposición a

los trabajadores de horas extraordinarias y de la recuperación de jornadas perdidas

por falta de inputs básicos (esto último un problema habitual para las empresas de la

España autárquica). Por tanto, el salario real por hora trabajada cayó de manera aún

más fuerte y no cabe duda de que las condiciones de vida de los trabajadores

empeoraron.

La respuesta obrera se mantuvo férreamente reprimida durante los primeros

años del franquismo. Los sindicatos obreros fueron prohibidos, y la organización de la

producción quedó en manos de los engañosamente denominados sindicatos

verticales. Es cierto que ya desde finales de la década de 1940 los obreros industriales

comenzaron a convocar de manera exitosa huelgas clandestinas (por ejemplo, la

huelgas generales de Vizcaya en 1947 y Barcelona en 1951), pero, sin perjuicio de la

importancia de estas huelgas, no cabe duda de que, en términos generales, el marco

institucional vigente dejaba muy poco espacio para que los obreros organizaran

acciones colectivas encaminadas a mejorar sus condiciones de remuneración y

horario.

Page 166: Fernando Collantes - unizar.es

La merma del poder adquisitivo de la población, por su parte, tuvo su reflejo

sobre los niveles de consumo, que tampoco recuperaron su valor prebélico antes de

finales de la década de 1950.

Las penurias de la posguerra afectaron con especial intensidad a las clases

populares; de hecho, durante estos años se produjo un aumento de la desigualdad

social. En las ciudades, aunque los empresarios se enfrentaron a diversos problemas

derivados del intervencionismo gubernamental, disponían de un mayor margen de

maniobra que los trabajadores para impedir una caída de su nivel de vida. Además, las

penurias alimentarias golpeaban con especial fuerza a las poblaciones más humildes,

para las que el fantasma del hambre, aparentemente ahuyentado ya durante las

décadas previas a la guerra, volvía ahora a estar presente. Cada familia recibía

semanalmente una cartilla de racionamiento de la Comisaría de Abastos que podía ser

canjeada por alimentos. (En una cadena agroalimentaria estrictamente intervenida por

la regulación gubernamental en todas sus fases, el racionamiento del consumo era

simplemente la regulación del último eslabón.) Sin embargo, los alimentos

proporcionados por la cartilla de racionamiento eran escasos, y las familias acudían al

mercado negro para suplementar sus dietas. El problema estribaba en que el precio

que los alimentos podían llegar a adquirir en el mercado negro era elevadísimo (como

consecuencia del riesgo que corrían sus promotores y del poder de mercado que

podían ejercer sobre sus compradores) y, además, los consumidores carecían de

garantías sobre su calidad, siendo comunes los fraudes (por ejemplo, la adulteración

de los alimentos, como la adición de agua a la leche) e inexistentes los mecanismos

de reclamación (por tratarse de transacciones ilegales que se desarrollaban a

espaldas de la Administración). El mercado negro, un subproducto del

intervencionismo franquista que produjo grandes beneficios ilegales a los empresarios,

políticos y burócratas que actuaban como oferentes, fue así un elemento fundamental

en el ensanchamiento de las disparidades entre clases sociales.

La desigualdad social también aumentó en las zonas rurales, en especial en las

ya de por sí desiguales sociedades latifundistas del sur del país. Estas sociedades

habían sido las principales destinatarias de la reforma agraria redistributiva de la

Segunda República, y por ello fueron también las principales destinatarias de la

contrarreforma agraria del franquismo. Las tierras entregadas a campesinos y

jornaleros fueron devueltas a sus propietarios originales. No pocos de estos pudieron

incluso aumentar su patrimonio a través de la reclamación de tierras adicionales que

consideraban les habían sido usurpadas. Además, la abolición de los sindicatos restó

capacidad de negociación a los jornaleros, cuyo salario real disminuyó, cuya jornada

laboral aumentó y cuyas condiciones de trabajo, en general, empeoraron; todo ello

Page 167: Fernando Collantes - unizar.es

mientras los ingresos percibidos por los propietarios crecían. Tampoco fueron buenos

años para los campesinos arrendatarios, que se vieron colateralmente perjudicados

por las medidas tomadas por el franquismo para castigar a los terratenientes

absentistas: con objeto de impedir que la tierra estuviera en manos de grandes

latifundistas que con frecuencia ni siquiera vivían en la comarca correspondiente, el

franquismo impulsó el fomento de la explotación directa de la tierra por parte de sus

propietarios. El resultado fue el desalojo de numerosos campesinos arrendatarios,

cuyas opciones de ascender a lo largo de su vida por algún tipo de escalera agraria se

vieron drásticamente recortadas.

En términos de nivel de vida, la única buena noticia del primer franquismo fue

la continuación del progreso previo en materia de sanidad y educación. En el campo

sanitario, en particular, se produjo, pese a las penurias de la posguerra, una

imponente reducción del riesgo de mortalidad (con el consiguiente aumento de la

esperanza de vida) como consecuencia de la difusión de vacunas, penicilina y

antibióticos. La continuación de los progresos en sanidad y educación hizo posible un

aumento del Índice de Desarrollo Humano durante la década de 1940; es decir, fue

suficiente para contrarrestar el deterioro del ingreso real. Sin embargo, la caída del

ingreso real, la caída en los niveles de consumo, el deterioro del estado nutritivo, la

mengua de las estaturas, el aumento de la jornada laboral efectiva y la intensificación

de la desigualdad (junto con la desaparición de instituciones que, como los sindicatos,

estaban orientadas a luchar contra tal desigualdad) suponen una acumulación

sustancial de evidencias al respecto de cómo, en términos generales, el fracaso

macroeconómico del primer franquismo condujo a una reducción del nivel de vida de la

población.

LOS PROGRESOS DEL SEGUNDO FRANQUISMO (1950-1975)

El acelerado crecimiento económico de la fase 1950-1975 se tradujo en un

fuerte aumento de los niveles de vida; un aumento, de hecho, más fuerte que el de

cualquier periodo anterior o posterior en la historia de España. En la década de 1950

comenzaron a relajarse las regulaciones que fijaban el nivel de salarios en los distintos

sectores y ocupaciones, con lo que los salarios quedaron listos para crecer a ritmos

aproximadamente similares a los de la productividad (que, como sabemos, serían

ritmos altos). Así, ya a finales de la década los salarios industriales habían recuperado

el poder adquisitivo de antes de la guerra y, a partir de la década de 1960, crecieron

con mayor rapidez aún.

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El riesgo de desempleo tampoco era muy elevado, en primer lugar porque la

demanda de trabajo, estimulada por el acelerado crecimiento económico, crecía con

rapidez; y, en segundo lugar, porque los costes de despido fijados por la normativa

eran bastante elevados. En un intento por garantizar la estabilidad de los trabajadores

en el empleo (y compensarles así por la prohibición de actuar colectivamente a través

de sindicatos), el régimen fijó altos costes de despido que movieron a las empresas a

confeccionar plantillas relativamente fijas. En situaciones de demanda baja, las

empresas no despedían rápidamente a los trabajadores sobrantes. Y, en situaciones

de demanda alta, las empresas movían a los trabajadores ya contratados a realizar

horas extraordinarias. De hecho, los pagos por estas horas extraordinarias, junto con

diversos complementos que fueron añadiéndose al salario base en numerosas

empresas, contribuyeron de manera importante al aumento de los ingresos de los

trabajadores. Además, aunque la jornada legal siguió fijada en 48 horas semanales,

cada vez más empresas, con la autorización pertinente de la Administración, pactaron

con sus trabajadores reducciones horarias. Durante la segunda mitad del franquismo,

y a pesar de las horas extraordinarias, la jornada efectivamente realizada por los

trabajadores cayó así al entorno de las 44 horas.

Cuadro 11.4. Tasa de variación media anual (%) del salario agrario en términos reales

1913-1935 1935-1950 1950-1975 1975-2000

2,0 –3,0 6,9 1,4

Fuente: Maluquer de Motes y Llonch (2005). Elaboración propia.

También los ingresos de la población agraria crecieron con rapidez. Desde

finales de la década de 1950, conforme el éxodo rural hacia las ciudades iba

acelerándose, la escasez de mano de obra en el campo presionó al alza sobre los

salarios agrícolas (cuadro 11.4). De ese modo, pese a la contrarreforma agraria del

franquismo, los propietarios no tuvieron más remedio que pagar unos salarios cada

vez mayores a sus jornaleros. También los ingresos de los agricultores familiares

tendieron a crecer: la implantación del nuevo bloque tecnológico (maquinaria, inputs

químicos, nuevas semillas y razas ganaderas) y la expansión del regadío impulsaron

un rápido crecimiento de la productividad agraria y, aunque los agricultores, afectados

por el importante desembolso de sus nuevas inversiones y por el poder de mercado

que sobre ellos ejercía la industria alimentaria a la hora de fijar el precio de los

productos, no pudieron retener para sí toda esta ganancia de productividad, su nivel

Page 169: Fernando Collantes - unizar.es

de ingreso sin duda aumentó. (Ninguna de estas mejoras, ni la de los jornaleros ni la

de los agricultores fue sin embargo suficiente para cerrar la brecha que los separaba

de los trabajadores urbanos y detener el éxodo rural, sobre todo de las nuevas

generaciones.)

Cuadro 11.5. Porcentaje de renta percibida por cada decila de hogares en España

1964 1980 1996 Primera 1,43 2,41 2,99 Segunda 3,31 3,98 4,61 Tercera 4,66 5,20 5,36 Cuarta 6,12 6,31 6,30 Quinta 7,23 7,38 7,66 Sexta 8,46 8,80 8,52 Séptima 9,18 10,01 9,74 Octava 10,35 11,53 11,62 Novena 12,41 15,05 14,97 Décima 36,65 29,23 28,23

Fuente: Carreras, Prados de la Escosura y Rosés (2005).

El aumento de los niveles de vida se generalizó a la inmensa mayoría de la

sociedad española y, de hecho, el nivel de desigualdad entre las distintas clases

sociales tendió a disminuir durante este periodo (cuadro 11.5). A ello contribuyó el

acelerado crecimiento económico, que generó amplias oportunidades de promoción

social. También contribuyó, de manera fundamental, el cambio ocupacional: el

trasvase de población agraria con ingresos sustancialmente inferiores a la media a los

sectores secundario y terciario, en los que sus ingresos pasaban a situarse en el

entorno de dicha media, hizo mucho por reducir las disparidades de ingresos dentro de

la sociedad española. Incluso dentro de la propia sociedad rural, el aumento de las

alternativas urbanas mejoró la posición relativa de los grupos más humildes, al

permitirles recibir remesas de sus familiares emigrados a la ciudad y plantearse la

posibilidad de emigrar ellos también, erosionando así los mecanismos tradicionales de

reproducción de la desigualdad (que dependían de la concentración de la propiedad

de la tierra).

La fuerte expansión de la demanda de trabajo en los sectores no agrarios fue,

por lo tanto, fundamental. Además, esta expansión también contribuyó, como hemos

visto, a minimizar los niveles de desempleo, lo cual constituía igualmente un factor de

cohesión social. La desigualdad no se habría reducido tanto si los emigrantes

procedentes del medio rural no hubieran podido encontrar empleo en las ciudades (y

hubieran generado entonces bolsas de marginalidad urbana) o si, habiéndolo

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encontrado, se hubieran visto expuestos a un alto riesgo de perderlo. Pero el riesgo de

desempleo era relativamente bajo: la demanda de trabajo crecía con fuerza y, aunque

la oferta no se quedaba atrás como consecuencia de la aceleración del crecimiento

natural (en los años del baby boom) y la masiva emigración campo-ciudad, también

hay que tener en cuenta que el crecimiento de esta oferta se encontraba limitado por

factores como la emigración al extranjero o la baja participación de la mujer en el

mercado de trabajo. (Factores a los que no era ajeno el propio franquismo, con sus

acuerdos para instalar emigrantes españoles en otros países o su insistencia en la

orientación de las vidas femeninas hacia el hogar y la familia.)

Eso sí: la desigualdad social prevaleciente en España a la altura de 1975 era

todavía una de las más elevadas de Europa. Al fin y al cabo, la mayor parte de la

reducción de la desigualdad había sido consecuencia de las fuerzas del mercado (vía

crecimiento económico y cambio estructural), pero faltaban las fuerzas institucionales

activas en otros países: unos sindicatos obreros fuertes capaces de ejercer un

contrapeso al poder empresarial, una sistema fiscal progresivo (que, al imponer cargas

proporcionalmente más elevadas a las rentas altas, se convirtiera en un mecanismo

automático de redistribución de la renta) y un gasto social propio del Estado del

bienestar.

Con todo, el rápido crecimiento de los ingresos y la lenta reducción de la

desigualdad fueron suficientes para conducir a la formación de una sociedad de

consumo de masas en España, en especial desde finales de la década de 1950. Tras

las penurias de la posguerra, el nivel de consumo creció con mayor rapidez que en

cualquier otro periodo de la historia. Trataremos el tema en la próxima práctica.

¿CUÁL FUE EL IMPACTO DE LA CRISIS DE 1975-1985?

La crisis económica de la década de 1970 llegó con algo de retraso a España,

pero se prolongó largamente, hasta los inicios de la década de 1980. El impacto de la

crisis sobre el nivel de bienestar de la población fue claro y se desplegó a través de

dos mecanismos: el aumento del desempleo (cuadro 11.6) y el estancamiento del

consumo.

Page 171: Fernando Collantes - unizar.es

Cuadro 11.6. Población desempleada y tasa de desempleo

1977 1985 1990 1994 2001 Población desempleada (miles) 760,1 3.024,4 2.499,8 3.856,7 1891,8 Tasa de desempleo (%) 5,7 21,5 16,1 23,9 10,5

Fuente: Nicolau (2005).

El aumento del desempleo golpeó con especial dureza a los trabajadores no

cualificados. El desempleo aumentó en parte debido al estancamiento de la demanda

agregada y la crisis de los sectores golpeados por la desindustrialización (o por lo que

en ese momento se llamó eufemísticamente la “reconversión industrial”), que hicieron

que los empresarios demandaran menos mano de obra que en el pasado. La inversión

empresarial, y con ella la demanda de mano de obra, también se vio afectada por la

caída de la tasa de beneficio a la que condujo la persistencia de importantes costes

laborales, tanto en lo que se refería al pago de salarios (salarios que, por los motivos

que estudiaremos más adelante, se mostraron poco flexibles a la baja) como al pago

de las cotizaciones a la Seguridad Social. El desempleo aumentó asimismo por

motivos de oferta: la oferta de mano de obra crecía con rapidez como consecuencia de

la entrada en edad laboral de la generación del baby boom franquista, así como por el

final de la era de las emigraciones hacia Europa (y el regreso de muchos de los

emigrantes que habían emigrado antes de que la crisis golpeara también a sus países

de destino). Además de por estos desajustes entre las tendencias de la demanda

(bajista) y la oferta (alcista) de mano de obra, la tasa de desempleo también se disparó

porque la regulación del mercado laboral, muy influida aún por la herencia

intervencionista del periodo franquista, impedía que los empresarios utilizaran formas

de contratación flexibles. De este modo, aunque los trabajadores que sí tenían un

empleo mantenían un importante grado de seguridad en el mismo, los trabajadores

desempleados y los jóvenes que buscaban acceder a su primer empleo encontraban

dificultades para ser contratados, ya que, en unos años de crisis e incertidumbre, los

empresarios dudaban antes de incorporar nuevos trabajadores a sus empresas. La

combinación de estos diversos factores hizo que España pasara a tener una de las

tasas de desempleo más elevadas de toda Europa. Las implicaciones sociales y

distributivas de una tasa de desempleo superior al 20 por ciento eran graves, ya que

suponía cargar sobre los hombros de los desempleados, muchos de ellos obreros no

cualificados pertenecientes a estratos ya de por sí poco elevados del escalafón social,

el principal coste de la crisis. Frente a este grave problema, el hecho de que la jornada

laboral fuera reduciéndose paulatinamente hasta las 40 horas semanales y las

Page 172: Fernando Collantes - unizar.es

vacaciones pagadas se extendieran hasta 30 días (aspectos ambos que suponían una

indudable mejora con respecto al pasado) quedó en un segundo plano.

El otro mecanismo por el que la crisis afectó al nivel de vida fue el

estancamiento del consumo. Una vez descontada la inflación, el gasto en consumo del

español medio se mantuvo prácticamente congelado entre 1975 y 1985. Si entre 1950

y 1975 se había producido una impresionante expansión en los niveles de consumo de

todos los estratos sociales, la crisis económica cortó esta tendencia. La gravedad

social de este estancamiento del consumo era bastante menor que la del aumento del

desempleo, ya que, al fin y al cabo, España se había convertido ya durante el periodo

previo en una moderna sociedad de consumo en la que la inmensa mayoría de la

población tenía bien cubiertas sus necesidades básicas. ¿Cómo de grave era, desde

el punto de vista del bienestar de las personas, que durante unos años no fuera

posible expandir aún más el consumo hacia necesidades de menor importancia o

hacia nuevos deseos inducidos por las empresas y sus campañas publicitarias?

El aumento del desempleo era, como ya se ha argumentado, un problema

mucho más grave que el estancamiento del consumo. Por ello, no es sorprendente

que durante los años de la crisis se produjera un recrudecimiento del conflicto

distributivo. Durante el franquismo, en ausencia de sindicatos obreros que

representaran los intereses de los trabajadores frente a los intereses de los

empresarios, el conflicto distributivo había ocupado un papel secundario. Con el paso

a la democracia y el regreso de los sindicatos obreros a la legalidad, en una época

caracterizada por la mayor crisis económica que se había vivido en el mundo desde

los tiempos de la Gran Depresión, el conflicto distributivo entre capital y trabajo se

recrudeció. Los sindicatos, de entre los cuales los más importantes por número de

afiliados terminarían siendo Comisiones Obreras (CC.OO.) y la Unión General de

Trabajadores (UGT), adquirieron características de bien público, ya que los acuerdos a

que llegaran con los empresarios se considerarían automáticamente extensibles a

todos los trabajadores, y no sólo a sus afiliados (lo cual restaba incentivos a la

afiliación y es uno de los factores que explica la baja tasa de afiliación de la población

activa española).

En un primer momento, los sindicatos se aseguraron de que los trabajadores

no se vieran golpeados por la extraordinaria inflación del periodo (recuérdese que la

crisis de la década de 1970 fue en todo el mundo occidental una crisis de

“estanflación”) a través de subidas de salarios nominales que impidieran una caída de

los salarios reales. Dado que, sin embargo, era fácil para los empresarios, sobre todo

para los que menos expuestos estaban a la competencia extranjera (que aún eran

muchos en una economía todavía muy intervenida y protegida), responder a la

Page 173: Fernando Collantes - unizar.es

previsible contracción de sus beneficios a través de un nuevo aumento de los precios,

el resultado fue una espiral inflacionista. Esto movió a los principales partidos políticos

y organizaciones sociales (entre ellas, los sindicatos) a consensuar en los Pactos de la

Moncloa la moderación de los salarios y el abandono de las cláusulas de revisión

salarial vinculadas automáticamente a la inflación pasada; en su lugar, la revisión

salarial pasó a vincularse a la inflación oficialmente prevista. Durante la mayor parte de

la década de 1980, el conflicto distributivo se hizo aún más explícito de la mano de

numerosas manifestaciones, protestas y huelgas. El aumento del desempleo condujo

a mayor conflictividad social, mientras los empresarios culpaban del desempleo a una

regulación del mercado laboral que consideraban excesivamente intervencionista y

rígida, al fijar altos costes para el despido (costes que, según ellos, desincentivaban la

contratación de trabajadores nuevos mientras no se saliera de la crisis) y establecer

numerosos impedimentos a la firma de contratos temporales (que los empresarios

veían como una forma de crear empleo en los inciertos tiempos de crisis).

El conflicto distributivo entre capital y trabajo, arbitrado por el gobierno a lo

largo de los años posteriores, no tuvo una resolución claramente favorable a ninguno

de los dos bandos. Cuando el gobierno socialista de Felipe González, que disfrutó de

mayoría absoluta durante casi toda la década de 1980, impulsó una flexibilización de

las figuras contractuales con objeto de facilitar la contratación temporal y los contratos

de prácticas, los sindicatos reaccionaron de manera muy negativa y en 1988,

considerándose abandonados por un gobierno que se decía de centro-izquierda,

convocaron una huelga general que tuvo un notable seguimiento. Los empresarios,

por su parte, opinaban que los costes del despido continuaban siendo demasiado

altos, desincentivando la creación de empleo. También consideraban que la forma en

que se negociaban los convenios colectivos que regulaban los salarios y las

condiciones de trabajo (una negociación en cascada en la que se fijaban unos

mínimos a nivel nacional para cada sector y posteriormente iban negociándose

convenios más concretos que podían alterar lo pactado a nivel nacional solamente en

un sentido favorable al trabajador) era muy favorable para los sindicatos pero lesiva

para los intereses de los empresarios.

El hecho de que la mayor parte de este debate entre los representantes de los

trabajadores y los representantes de los empresarios se haya prolongado hasta

nuestros días, con especial crispación a partir de la nueva crisis económica iniciada en

2008, muestra hasta qué punto el conflicto no encontró una solución en los años

posteriores a la crisis de 1975-85. En realidad, fue el regreso del crecimiento

económico lo que, al aumentar el tamaño de la tarta que debía repartirse entre

empresarios y trabajadores, hizo posible que estos llegaran más fácilmente a acuerdos

Page 174: Fernando Collantes - unizar.es

sobre cómo realizar el reparto. El regreso del crecimiento económico, primero entre

1986 y 1992 y más tarde entre 1995 y 2008, permitió suavizar el conflicto distributivo y,

pese a que no faltaron nuevas huelgas generales, la intensidad huelguística tendió a

disminuir.

NUEVOS PROGRESOS, NUEVOS PROBLEMAS (1985-2007)

La apertura de una nueva fase alcista de crecimiento permitió a la economía

española reducir las altísimas tasas de desempleo, en el entorno del 20 por ciento,

que habían persistido durante la crisis de 1975-1985. Sin embargo, el desempleo

continuó siendo el principal problema social generado por la economía. Ello fue así

debido a que, a pesar de la reducción, ni siquiera en los años de bonanza económica

logró España situarse en un nivel próximo al pleno empleo. De hecho, nunca llegó a

bajar del umbral del 7 por ciento, lo cual reflejaba la existencia de un desempleo

estructural de difícil erradicación. Además, buena parte del empleo que sí se creaba

era empleo precario y de mala calidad, dentro de un mercado laboral que tendía a

segmentarse entre, por un lado, trabajadores con contrato fijo y protegidos por

diversas regulaciones y, por el otro, trabajadores temporales cuyas condiciones

laborales eran mucho peores. (Esta fue, por cierto, otra de las razones por las cuales

la intensidad huelguística tendió a disminuir a partir de finales de la década de 1980.)

Por otro lado, y de manera aún más grave desde el punto de vista social, a lo

largo del periodo posterior a 1986 quedó comprobado que la economía española

necesitaba grandes dosis de crecimiento económico para crear empleo; o, dicho en

otros términos, quedó comprobado que, en cuanto el crecimiento económico se

ralentizaba, las cifras de desempleo volvían a aumentar. De tal modo que la breve

crisis coyuntural de 1993-94 o la más estructural y profunda crisis iniciada en 2008

rápidamente generaron un nuevo crecimiento de la tasa de desempleo por encima del

20 por ciento. Mientras que otras economías europeas necesitaban menos crecimiento

económico para generar empleo y no destruían tanto empleo cuando su PIB per cápita

se estancaba, España se distinguía por su gran fragilidad en términos de empleo. La

existencia de prestaciones por desempleo, en el marco del moderno Estado del

bienestar aliviaba en parte las dificultades de la población golpeada por el desempleo,

pero no podía evitar que el coste de las crisis económicas recayera en mucha mayor

medida sobre los desempleados, con bajos ingresos y alta incertidumbre, que sobre el

resto de la población.

Page 175: Fernando Collantes - unizar.es

Pese al problema recurrente del desempleo, uno de los aspectos más

importantes de la historia económica española posterior a 1986 fue la apertura de un

nuevo ciclo de expansión en el consumo. Tras el parón de 1975-1985, se produjo de

nuevo un rápido crecimiento en el gasto en consumo acompañado de cambios

estructurales. Es decir, no sólo más consumo, sino también un consumo (en parte)

diferente. Para cuando en 2008 comenzó la actual crisis, nuevos patrones de consumo

se habían difundido entre los más diversos sectores de la población española. Esto fue

posible porque, durante esta fase de expansión, no sólo hubo crecimiento del ingreso

medio, sino también una ligera mejoría en su distribución social (sin perjuicio de que el

nivel español de desigualdad continuara siendo uno de los más elevados de Europa

occidental).

Page 176: Fernando Collantes - unizar.es

12 Consumo

El régimen de consumo de las poblaciones europeas preindustriales se

caracterizaba por su precariedad. Se consumía poco, y la mayor parte de lo que se

consumía buscaba satisfacer necesidades básicas como la alimentación, el vestido y

la vivienda. Y ni siquiera así estaba garantizada la satisfacción de estas necesidades:

la alimentación, por ejemplo, era con frecuencia insuficiente, irregular y poco variada.

Tan sólo para una estrecha elite de privilegiados eran algo diferentes las cosas.

Durante la industrialización, en cambio, fueron perfilándose cambios decisivos

en las pautas de consumo. El cambio no fue inmediato, y se produjo ya bien entrado el

siglo XIX (y no tanto en la primerísima etapa de la revolución industrial). Ahora bien,

una vez que se produjo cambió para siempre a las sociedades europeas. Conforme

fue aumentando el nivel de ingreso, también lo hizo el gasto en consumo. Se inició una

transición nutricional en virtud de la cual las ingestas alimenticias pasaron a hacerse

más regulares y abundantes, así como más variadas a raíz de la incorporación de

cantidades crecientes de carne y productos lácteos (en contraste con las dietas

tradicionales, muy centradas en los cereales, las legumbres y las patatas). Esta

transición nutricional fue además compatible con un paulatino aumento de consumos

nuevos, muchos de ellos vinculados a unas viviendas cuyas características mejoraron

con claridad.

En las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, estos cambios,

anteriormente circunscritos a las clases altas y medias, se difundieron a lo largo y

ancho del espectro social. Se formó así una sociedad de consumo de masas. La

transición nutricional culminó con rapidez, sin que por ello la alimentación absorbiera

sino una parte decreciente de los presupuestos familiares. Quedó así un amplio

margen para el crecimiento en el consumo de todo tipo de bienes, desde automóviles

hasta frigoríficos o televisores, e incluso servicios hasta entonces poco consumidos

como los turísticos.

Tras la crisis de la década de 1970, finalmente, emergió un régimen de

consumo menos masivo, más diversificado, en el que se multiplicaban las opciones a

Page 177: Fernando Collantes - unizar.es

disposición del consumidor, si bien la contribución del consumo al bienestar

psicológico de aquel parecía entrar en rendimientos decrecientes.

UN RÉGIMEN DE CONSUMO PRECARIO (1500-1850)

Dado que, en la España del Antiguo Régimen, el nivel de renta era bajo, la

mayor parte de dicha renta se destinaba a la satisfacción de necesidades básicas y,

entre ellas, en primer lugar la alimentación. Pese a ello, en la mayor parte de familias,

la alimentación era deficiente y monótona. Las raciones alimenticias eran escasas y en

muchos casos a duras penas servían para cubrir los requerimientos nutritivos

necesarios para desempeñar con vigor los trabajos físicos en que se empleaba la

mayor parte de la población. De hecho, las deficiencias en la alimentación debilitaban

las defensas inmunológicas de los individuos y contribuían a aumentar su riesgo de

mortalidad. Además, se sucedieron los episodios de crisis de subsistencias, sobre todo

en la última década del siglo XVIII y la primera década del siglo XIX. Durante estos

episodios, la inelasticidad de la oferta agraria y los problemas del transporte interior

(lastrado por unos elevados costes en parte imputables a la geografía del país) podían

conducir a graves penurias y fuertes recortes en las raciones alimenticias de la

población más humilde.

La dieta preindustrial no sólo era deficiente en su cantidad, sino también en su

calidad. Se trataba de una dieta monótona en la que los cereales y las legumbres

tenían un gran protagonismo, día tras día, comida tras comida. Por el contrario, la

carne apenas formaba parte de la dieta de las clases populares, salvo en días de

fiesta y ocasiones señaladas. De hecho, aunque no hay estadísticas fiables para el

conjunto del país, hay indicios de que el consumo de carne tendió a caer durante la

segunda mitad del siglo XVIII y las primeras décadas del siglo XIX. Esto era un rasgo

que España compartía con el resto de Europa: los precios de la carne eran demasiado

elevados para que la población pudiera consumirla de manera masiva y regular.

Otro de los gastos importantes de las familias era la vivienda, sobre todo en el

caso de las familias urbanas que no poseían su vivienda en propiedad y veían cómo el

alquiler de la misma tenía un peso destacado en sus gastos totales. Se trataba, en el

caso de las viviendas urbanas, de alojamientos tremendamente precarios, llenos de

problemas higiénicos. Los miembros de la familia vivían hacinados en un espacio

habitable muy pequeño y con frecuencia la vivienda carecía de medios adecuados

para la ventilación del aire o la evacuación de las aguas residuales. Las viviendas de

las clases populares urbanas se convertían así en terreno abonado para la

Page 178: Fernando Collantes - unizar.es

propagación de enfermedades y epidemias. No en vano, a lo largo del periodo

preindustrial (y, en realidad, hasta comienzos del siglo XX), la tasa de mortalidad

urbana fue superior a la tasa de mortalidad rural. Los problemas de salud pública e

higiene privada fueron los principales responsables de esta alta mortalidad

prevaleciente en la sociedad preindustrial. En las zonas rurales, por su parte, las

características de las viviendas campesinas tampoco eran mucho mejores. Eran algo

más espaciosas, pero el frío se erigía en un problema de primer orden. Esto también

era un problema en la ciudad, pero en algunas zonas rurales se hacía sentir con

mayor intensidad. Las viviendas carecían de buenos sistemas de calefacción, por lo

que protegerse contra el frío requería el uso de grandes cantidades de madera como

combustible. En función de las características forestales de la comarca en cuestión, y

en función de las regulaciones que pesaran sobre los montes de los alrededores, esto

podía no estar siempre asegurado.

Si la alimentación y la vivienda nos dan una idea de lo precaria que era, en

términos materiales, la existencia de las clases populares durante el Antiguo Régimen,

también nos ilustran el estrato superior en que se encontraban la aristocracia y los

empresarios. Las clases acomodadas contaban con una dieta más rica y variada. Su

ingesta calórica era más que suficiente para cubrir sus necesidades nutritivas,

necesidades que además no eran tan altas como las de la población campesina

porque las clases acomodadas no se dedicaban a ocupaciones exigentes desde el

punto de vista físico. Se trataba también de una dieta en la que, junto a los cereales y

legumbres, los productos de origen animal, en especial la carne, eran consumidos con

regularidad. Hasta tal punto la alimentación abundante y diversificada era un símbolo

de estatus que se daban numerosos casos de obesidad entre las familias

acomodadas. También las características de las viviendas reflejaban las diferencias

sociales: en las mansiones rurales de la aristocracia nunca faltaba la madera

necesaria para calentar adecuadamente la vivienda, mientras que en los palacios

urbanos no se respiraba la atmósfera viciada y mórbida de las viviendas populares.

Otro símbolo de estatus por parte de las clases acomodadas era el consumo

de bienes duraderos y semiduraderos como joyas, sábanas y objetos para la

decoración doméstica. A lo largo del siglo XVIII, el consumo de este tipo de bienes

aumentó entre las clases altas, beneficiadas por el modesto crecimiento económico

del periodo y por el hecho de que, como acabamos de ver, las estructuras distributivas

de la economía española canalizaran hacia ellas una parte más que proporcional de

los frutos de dicho crecimiento. Sin duda, a lo largo de este periodo se renovó la

cultura del consumo, poniéndose de moda entre las clases altas estos nuevos bienes.

La nueva cultura del consumo, además, iría filtrándose lentamente hacia estratos más

Page 179: Fernando Collantes - unizar.es

bajos de la escala social. Las clases medias (campesinos independientes propietarios

de explotaciones de cierto tamaño, artesanos urbanos propietarios de talleres

consolidados) pronto adquirieron estas nuevas aspiraciones de consumo y, conforme

fueron accediendo a mayores niveles de renta (cosa que ocurrió, pero de manera lenta

y discontinua a lo largo de nuestro periodo), pasaron a emular en la medida de sus

posibilidades algunos consumos de las clases altas. La mayor parte de la población

continuó quedando al margen de estas nuevas prácticas, pero incluso entre las clases

populares iba haciendo pie la nueva cultura del consumo y la aspiración de (algún día)

poder hacer realidad siquiera una pequeña parte de sus impulsos de emulación.

EL CONSUMO ENTRE 1850 Y 1950: PROGRESOS, LIMITACIONES Y RETROCESOS

El crecimiento económico moderno que se produjo durante el siglo previo a la

Guerra Civil condujo a un aumento generalizado del nivel de consumo, sobre todo a

partir de finales del siglo XIX. No hubo un cambio estructural acentuado dentro de

dicho consumo, y la satisfacción de las necesidades más básicas (con la alimentación

en primer lugar) continuó absorbiendo la mayor parte del presupuesto familiar. Ahora

bien, la población pasó a ser ahora capaz de satisfacer dichas necesidades de manera

más holgada y agradable.

Destacó en este sentido el inicio de una transición nutricional que en el largo

plazo supondría una profunda transformación en la dieta de los españoles. La dieta

tradicional, como vimos, se había caracterizado por ingestas precarias e irregulares,

así como por una dieta monótona ampliamente dominada por los cereales, las

legumbres y las patatas, con escaso peso para las frutas, las hortalizas y los productos

de origen ganadero como la carne, los lácteos o los huevos. La transición nutricional

consistió en el paso a dietas caracterizadas por la abundancia y la diversidad, en

particular por un aumento en el peso de las frutas, las hortalizas y los productos de

origen ganadero; dietas que garantizaban a la población una mayor ingesta de los

nutrientes básicos, como calorías y proteínas, y una mayor calidad de los mismos a

resultas del aumento de la proporción de proteínas de origen animal.

A la altura de la Guerra Civil, esta transición nutricional se encontraba, al igual

que la transición demográfica, la transición energética o el cambio ocupacional, a

mitad de camino. Ni mucho menos se había difundido la nueva dieta al conjunto de la

sociedad, en particular a las clases más desfavorecidas. Además, la rigidez de la

oferta de algunos productos (en especial, la carne y la leche) impedía una expansión

Page 180: Fernando Collantes - unizar.es

mayor de las nuevas pautas alimenticias; así, por ejemplo, en la ciudad de Madrid el

consumo de carne llegó incluso a descender en algunos momentos del periodo.

Sin embargo, la transición había comenzado: las familias destinaron buena

parte de sus aumentos de renta a ir mejorando su dieta. En primer lugar, compraron

más alimentos básicos, derivados del cereal, con objeto de paliar las carencias

tradicionales de su alimentación; además, pudieron permitirse comprar mejores

derivados del cereal, sustituyendo así los panes de cereales considerados inferiores

(como el pan de centeno, de aspecto negruzco) por panes de cereales considerados

superiores (como el pan blanco fabricado a partir de harina de trigo). Y, en segundo

lugar, comenzaron a comprar (sobre todo las clases medias) cantidades crecientes de

nuevos productos que diversificaban la dieta: productos hortofrutícolas y de origen

ganadero. Esta diversificación de la dieta fue abiertamente apoyada por las

instituciones y por la profesión médica, que, por ejemplo, impulsaron campañas para

publicitar los beneficios que el consumo de leche (hasta entonces, un alimento

considerado exclusivo para enfermos e impropio de personas sanas) tenía para la

salud. La difusión de los nuevos elementos de la dieta también fue favorecida por una

cultura de la emulación que llevaba a cada grupo social a destinar buena parte de sus

incrementos de renta a imitar los consumos que (como había sido el caso, por

ejemplo, de la carne) hasta entonces se consideraban propios de grupos más

acomodados.

Las familias también utilizaron sus incrementos de renta para satisfacer mejor

otras necesidades básicas. La compra de prendas textiles y artículos de calzado se

hizo más frecuente, aumentando tanto en cantidad como en calidad. Otra parte de la

renta debía destinarse, en las ciudades, al pago del alquiler de la vivienda, ya que la

mayor parte de la propiedad inmobiliaria estaba en manos de las clases acomodadas

y, por lo general, las familias urbanas de clase obrera no poseían su propia vivienda

(ni tenían capacidad para terminar poseyéndola a medio plazo). Aun con todo, las

condiciones de las viviendas mejoraron, y el grado de hacinamiento de las familias

descendió. Además, a lo largo del primer tercio del siglo XX diversas iniciativas

públicas, en parte inspiradas por el pensamiento higienista de la época (que

reaccionaba contra las pésimas condiciones de salud pública de tantas y tantas

ciudades europeas), condujeron a una planificación urbanística más ordenada, a la

instalación de sistemas de alcantarillado y gestión de recursos, y a la mejora de los

sistemas de prevención y lucha contra la enfermedad. La vida urbana, por tanto, se

volvió más digna.

La satisfacción de las necesidades básicas de alimentación, vestido y vivienda

continuó absorbiendo la mayor parte de los ingresos familiares, pero las clases medias

Page 181: Fernando Collantes - unizar.es

fueron ya durante este periodo capaces de ir diversificando sus consumos. Estos

hogares comenzaron a verse poblados por nuevos electrodomésticos, como máquinas

de coser, aparatos de radio y teléfonos. Junto a ellos, algunas familias, más

acomodadas, también realizaron un considerable desembolso en otro bien de

consumo duradero: el automóvil. Unas y otras aumentaron igualmente su consumo de

ocio, por ejemplo a través de la compra de libros o la asistencia a representaciones

teatrales. Poco a poco, iba calando entre las clases medias y acomodadas una nueva

cultura del consumo que iba más allá de las necesidades básicas. Aunque, como

hemos visto, los orígenes de esta cultura pueden rastrearse ya en el periodo

preindustrial, fue ahora, y sobre todo a partir de la década de 1920, cuando cristalizó.

En consonancia, los medios de comunicación comenzaron a registrar un volumen

creciente de anuncios publicitarios presentando los atractivos de los más diversos

productos. Buena parte de la población carecía aún de los medios económicos para

permitirse estos nuevos consumos, pero no por ello era ajena a sus atractivos: estaba

formándose el embrión de una sociedad de consumo de masas que terminaría

desarrollándose plenamente durante el segundo franquismo.

Antes, sin embargo, el primer franquismo supondría un retroceso en los niveles

de consumo de la mayor parte de la población. La transición nutricional que había

venido produciéndose durante las décadas previas a la guerra se vio cortada. En

medio de una severa crisis productiva en la cadena agroalimentaria (perjudicada por la

fijación de precios establecida por el gobierno y las dificultades para importar inputs de

contenido tecnológico), la ingesta de alimentos pasó a ser más escasa, y también más

irregular. La diversificación de las dietas se revirtió, y numerosas familias regresaron a

la dieta tradicional dominada por los cereales, las legumbres y las patatas. Los

consumos de leche y carne, en cambio, apenas crecieron, y en muchos casos

disminuyeron. Dada la precariedad alimentaria, el margen para consumos no

alimentarios que estuvieran más allá de lo estrictamente básico se contrajo y, en

general, el nivel de consumo medio se mantuvo en niveles reducidos. Por los motivos

que conocimos en la práctica anterior, estos problemas golpearon con especial dureza

a las clases bajas, conduciendo a un aumento de la desigualdad social.

EL CONSUMO DE MASAS (1950-1975)

Desde finales de la década de 1950, fue formándose en España una sociedad

de consumo de masas. Tras las penurias de la posguerra, el nivel de consumo creció

con mayor rapidez que en cualquier otro periodo de la historia (cuadro 12.1). Además,

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se produjeron transformaciones en la estructura de dicho consumo: el tradicional

predominio de la alimentación y otras necesidades elementales fue dejando paso a

una gama más amplia de bienes, muchos de ellos parte de lo que a partir de aquel

momento pasó a considerarse una cesta básica, pero que en modo alguno lo había

sido antes de la Guerra Civil o durante el primer franquismo (cuadro 12.2). Los nuevos

bienes, que pronto se erigieron en símbolos de estatus y progreso social para sus

consumidores, se caracterizaban por ser bienes de consumo duradero. Eran

fundamentalmente tres: automóviles, electrodomésticos y vivienda en propiedad (este

último un bien de consumo tan duradero que los economistas lo consideran en

algunos sentidos un auténtico bien de inversión).

Cuadro 12.1. Tasa de variación media anual del consumo privado por persona

1850-1900 1900-1935 1935-1955 1955-1975 1975-1985 1985-2000

0,9 1,1 –0,5 4,3 0,2 3,1

Fuente: Maluquer de Motes (2005). Elaboración propia. Cuadro 12.2. Estructura porcentual del consumo privado

1830 1868 1900 1939 1958 1980 2000

Alimentación 69 69 66 60 55 30 22 Vestido y calzado 10 8 6 9 14 10 10 Vivienda 11 11 10 15 5 12 11 Gastos de casa 6 7 11 9 8 14 8 Otros 3 5 7 7 18 34 50

Fuente: Maluquer de Motes (2005).

El automóvil había comenzado a difundirse entre las clases más acomodadas

ya antes de la Guerra Civil, pero, sobre todo a partir de la década de 1960, comenzó a

estar presente también en los hogares de clase media y, conforme fue avanzando el

periodo, en muchos hogares de ingresos bajos. El Seat 600, por ejemplo, se convirtió

durante la década de 1960 en un símbolo tanto del crecimiento industrial del país

como del progreso social asociado al mismo. Los electrodomésticos, por su parte,

también se difundieron en este periodo a las más diversas capas de la sociedad. Cada

vez en más hogares urbanos era factible encontrar no sólo teléfonos o aparatos de

radio, sino también refrigeradores, lavadoras, aspiradores, televisores… Finalmente, a

lo largo de este periodo un número creciente de familias españolas adquirió su

vivienda en propiedad. La modificación de la legislación sobre propiedad vertical fue

Page 183: Fernando Collantes - unizar.es

encaminada precisamente a ello, relajando las restricciones que hasta entonces

habían tendido a equiparar las ventas inmobiliarias con las ventas de edificios

completos. A la altura de 1975, la transición hacia una cultura de la propiedad estaba

claramente en marcha, incluso aunque para muchas familias las dificultades para

financiar su compra (que en no pocas ocasiones movía a los interesados a pagar al

contado después de años de ahorro) retrasaran el paso del alquiler a la propiedad. Las

viviendas de este periodo, además, pasaron a mejorar su equipamiento a marchas

forzadas (cuadro 12.3). En suma, la familia media española vio enormemente

aumentada su gama de consumos, considerándose ahora una referencia la posesión

de automóvil y de una vivienda equipada con electrodomésticos modernos.

Cuadro 12.3. Porcentaje de viviendas familiares que cuentan con determinados

equipamientos

1950 1981 1991

Agua corriente 34 99 99 Retrete 52 94 97 Baño o ducha 9 83 95 Instalación fija de calefacción 3 21 84 Teléfono 4 42 75

Fuente: Tafunell (2005A). Elaboración propia. Los datos de 1991 se refieren exclusivamente a viviendas principales.

También se produjo un gran progreso en la alimentación. El peso de la

alimentación dentro del consumo se redujo, pero, en una fase en la que este consumo

estaba creciendo aceleradamente, el gasto de las familias en alimentación aún pudo

aumentar en términos absolutos. Este mayor gasto fue destinado a completar la

transición nutricional que se había visto cortada por la Guerra Civil y el primer

franquismo. El hambre, tristemente reaparecido durante la posguerra, quedó como

cosa del pasado conforme la cantidad y la regularidad de las ingestas alimenticias

volvieron a aumentar. También volvió a ponerse en marcha el proceso de sustitución

de la dieta tradicional por una dieta más diversificada en la cual iban ganando peso las

frutas, las hortalizas y los productos de origen ganadero como lácteos, carne y huevos.

Los nuevos componentes de la dieta eran más caros, pero las familias disponían

ahora de una renta mucho mayor y no dudaban en adquirirlos con objeto de mejorar

su salud y, también, con objeto de emular a quienes contando con más recursos ya

habían hecho la transición hacia la nueva dieta. De este modo, alimentos cuyo

consumo había mostrado hasta entonces una fuerte segmentación social, siendo

consumidos por las rentas altas pero apenas por las clases bajas, pasaron a

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convertirse en productos de consumo de masas que podían encontrarse en casi todos

los hogares con independencia de su nivel de renta. La leche, por ejemplo, pasó de

ser consumida por sólo algo más de la mitad de la población a la altura de la Guerra

Civil a casi el 90 por ciento hacia el final del franquismo.

La formación de esta sociedad de consumo de masas se apoyó no sólo en las

transformaciones materiales que acabamos de describir, sino también en cambios

culturales de gran calado. La publicidad continuó informando sobre las características

objetivas de los productos anunciados, pero cada vez puso más énfasis en sus

atributos subjetivos: la modernidad de los productos, por ejemplo, fue continuamente

resaltada en un intento de atraer a una nueva generación de consumidores, así como

a una generación más antigua que aún tenía fresco el recuerdo de las penurias de la

posguerra. En parte por ello, el consumo de un determinado producto encerraba cada

vez más un componente inmaterial, simbólico. La utilización del consumo como signo

de estatus social y como mecanismo de emulación hundía sus raíces en el pasado,

pero ahora llegó mucho más lejos que antes porque el volumen de consumo era

mucho mayor y porque el marco cultural en que se desarrollaba era más propicio.

Incluso, hacia el final del franquismo, diversos consumos tenían un fuerte componente

de expresión de la identidad personal. (Algunos incluso han sugerido que, en un

régimen político que silenciaba las opiniones discordantes, esta auténtica revolución

del consumo fue una especie de válvula de escape del inconformismo social y

político.) Conforme las características reales del consumo iban transformándose,

también lo hacían los marcos culturales que lo encuadraban.

HACIA UN NUEVO RÉGIMEN DE CONSUMO (1975-2007)

Entre 1975 y 1985, una formidable crisis económica hizo que el nivel medio de

consumo se estancara. Aún así, se produjeron importantes cambios en la cultura del

consumo que estaban sentando las bases de lo que sería una nueva expansión del

mismo a partir de mediada la década de 1980. En estos años se acentuó la transición

entre el régimen de consumo de masas, propio del periodo previo, y un régimen de

consumo más diversificado o, si se quiere, más individualizado. En sus inicios, la

sociedad de consumo ofreció a amplias capas de la población la posibilidad de

acceder a un novedoso patrón de consumo, pero fue a partir de las décadas de 1970 y

1980 cuando el número de opciones disponibles comenzó a multiplicarse. En

consecuencia, los estilos de consumo tendían a fragmentarse: la edad, el género, la

región de pertenencia y hasta las inclinaciones culturales de cada cual pasaban a

Page 185: Fernando Collantes - unizar.es

tener una influencia mucho mayor que en el pasado en las decisiones de compra de

los consumidores. Frente a la masificación del periodo previo, diversificación e

individualización del consumo. Estos cambios estaban teniendo lugar paralelamente

en el resto del mundo occidental, donde las transformaciones culturales simbolizadas

por 1968 (una protesta contra una sociedad opulenta pero al mismo tiempo burocrática

y deshumanizadora, y una búsqueda de valores alternativos, más personales, menos

grupales) habían favorecido la transición hacia un régimen de consumo más

diversificado. Estas transformaciones fueron llegando a España, pero fue sobre todo

en el marco de los enormes cambios culturales producidos a partir del final de la

dictadura franquista cuando ganaron velocidad. En efecto, el despliegue de toda

suerte de nuevas propuestas culturales en una España caracterizada ahora por la

libertad de expresión y no sujeta ya oficialmente a los valores nacional-católicos abrió

la puerta a nuevos estilos de consumo y contribuyó a erosionar lo que de masivo y

homogeneizador había en las pautas de consumo previas.

El crecimiento económico posterior a 1985 abrió la puerta a la materialización

de este nuevo régimen de consumo. Los nuevos patrones de consumo estaban

basados en dos pilares: la transformación y “modernización” de los consumos

tradicionales, y la difusión de nuevos consumos. La transformación de los consumos

tradicionales fue especialmente visible en los importantes casos de la alimentación y la

vivienda. La transición nutricional, que ya había avanzado considerablemente en las

décadas previas, agotó su recorrido. Los consumos estrella de lo que en su momento

fue la nueva dieta, como la carne, la leche o las verduras frescas, disfrutaban ya a

finales del siglo XX de un grado de difusión casi completo entre los diferentes estratos

de la población española. De hecho, hacia finales del siglo XX, comenzaba a resultar

claro que los aspectos cuantitativos de la dieta, tal y como se habían definido durante

más de un siglo, ya no definían el estatus social de la población de la manera en que

habían venido haciéndolo. Si tradicionalmente las clases altas se habían distinguido de

las clases bajas por su mayor ingesta de calorías, ahora la ingesta calórica de las

clases bajas era mayor. De hecho, los problemas de obesidad, consecuencia de

ingestas calóricas muy superiores a los requerimientos físicos, eran más frecuentes

entre las clases bajas que entre las clases altas. Mientras las clases bajas continuaban

centradas en la cantidad de comida (y mientras sus crecientes niveles de renta les

permitían superar las estrecheces vividas por generaciones anteriores), las clases

altas ya estaban definiendo un nuevo patrón de consumo en el que la clave no era la

cantidad, sino la calidad.

La ingesta de calorías, proteínas y otros nutrientes no mostraba ya una gran

tendencia al alza. Tampoco lo hacía la cantidad física de alimentos ingeridos. En otras

Page 186: Fernando Collantes - unizar.es

palabras, buena parte de la población se encontraba en un nivel de saturación

biológica tal que sus aumentos de renta apenas tenían ya influencia sobre la cantidad

de comida ingerida. Sí tenían influencia, en cambio, sobre las características de la

comida. Aunque el consumo físico de alimentos no tendía a aumentar, sí lo hacía el

gasto monetario en los mismos. En todas las clases de alimentos se produjo un gran

desdoble de la oferta, de tal modo que los consumidores pasaron a poder optar entre

una gama mucho más amplia de productos alimenticios. La mayor parte de estos

nuevos alimentos se distinguían de los alimentos tradicionales en que eran más

sofisticados, implicaban una mayor transformación industrial y por tanto incorporaban

un mayor valor añadido y tenían un precio superior. De este modo, los nuevos

alimentos se convertían en un instrumento más adecuado para la demostración de

estatus que, como en el pasado, la cantidad de comida ingerida.

Muchos de estos nuevos alimentos eran en realidad una creación por parte de

la industria alimentaria, necesitada de encontrar nuevas vías para su crecimiento una

vez que la mayor parte de los consumidores se encontraban saturados desde el punto

de vista biológico. Un buen ejemplo puede ser la industria láctea, que en este periodo

desarrolló grandes esfuerzos para inventar nuevas variedades de productos y atraer a

los consumidores a los mismos. La leche había sido uno de los productos clave de la

transición nutricional, pero, una vez que se difundió entre prácticamente todos los

estratos de la población española, su demanda en términos físicos tendió a

estancarse. Fue más o menos entonces cuando progresó la diferenciación entre tipos

de leche según su contenido graso, con la aparición y popularización de las leches

desnatada y semidesnatada como alternativas a la leche entera tradicional. También

se produjo un fuerte aumento en la variedad y características de los postres lácteos. El

yogur se generalizó y, conforme fue haciéndolo, se multiplicaron las alternativas entre

las que podía escoger el consumidor. Conforme la calidad, más que la cantidad, se

convirtió en el indicador de estatus de las nuevas dietas, más y más yogures

intentaron convencer al consumidor de que, de algún modo, representaban un salto de

calidad con respecto al yogur natural tradicional: desde los yogures con los más

diversos sabores, texturas y acompañamientos hasta los yogures que aseguraban

mejorar la salud de sus consumidores porque contenían determinados principios

activos o elementos químicos. (Esto último formaba parte de una tendencia más

general: la “medicalización” de la alimentación española y occidental.)

Mientras los consumidores iban desplazando su alimentación hacia nuevos

patrones (entre ellos, también, un aumento del gasto realizado en alimentación fuera

del hogar, en parte por comidas y cenas de ocio, en parte por las implicaciones de la

creciente incorporación de la mujer al mercado laboral), también se producían cambios

Page 187: Fernando Collantes - unizar.es

importantes en otro de los consumos tradicionales: la vivienda. A lo largo de nuestro

periodo se consolidó una tendencia que había comenzado ya durante el periodo

anterior: el acceso a la vivienda en propiedad. En el marco de una economía volcada

con la construcción, una cantidad cada vez mayor de familias accedía a la vivienda en

propiedad. De hecho, la vivienda en propiedad pasó durante nuestro periodo a

predominar abrumadoramente sobre la vivienda en alquiler (cuadro 12.3). Se

consolidó una cultura de la propiedad de la vivienda que contrastaba con la situación

de otros países europeos, especialmente en el norte y el centro del continente, en los

que prevalecía una combinación más equilibrada de propiedad y alquiler.

Cuadro 12.3. Composición porcentual del parque de viviendas familiares

1950 1970 2001 Según régimen de tenencia

Propiedad 47 57 82 Alquiler y otros 53 43 18

Según uso

Viviendas principales 95 81 70 Viviendas secundarias 3 8 16 Viviendas desocupadas 2 11 14

Fuente: Tafunell (2005A). Elaboración propia. Los datos sobre régimen de tenencia en 2001 se refieren exclusivamente a las viviendas principales.

En España, en cambio, poseer una vivienda en propiedad pasó a convertirse

en un elemento más de la sociedad de consumo: las características de la vivienda

indicaban estatus y, como ocurría con otros bienes (como la ropa o el calzado), una

parte de la población encontraba en su vivienda (y en su posterior decoración,

amueblado, etc.) un elemento de identidad personal y expresión social. De hecho,

conforme más y más familias accedían a un piso en el centro de la ciudad, el auge de

la construcción creaba la oportunidad de acceder a otro tipo de vivienda: una vivienda

periurbana, próxima a la ciudad pero situada en un entorno más tranquilo. Para

cuando en 2008 estalló la crisis actual, la vivienda unifamiliar de tales características,

el “chalet”, se había convertido en el gran indicador de estatus, sobre todo entre las

generaciones que accedían a su primera o su segunda vivienda. Mientras tanto,

muchos barrios urbanos céntricos pasaban a ser zonas marginales de las que la clase

media tendía a huir rápidamente. Se trataba de la otra cara del proceso de

contraurbanización.

El auge inmobiliario, entusiastamente recibido por buena parte de la población

española, fue de hecho más allá de la primera vivienda: una proporción creciente de

Page 188: Fernando Collantes - unizar.es

españoles comenzó comprar también una segunda residencia. Esta había sido

tradicionalmente una posesión reservada a las clases más altas, y había comenzado a

difundirse hacia las clases medias-altas durante la anterior expansión del consumo.

Pero fue sobre todo durante la expansión de 1986-2008 cuando se produjo el definitivo

acceso de las clases medias a este patrón. (A ello contribuyeron no sólo el crecimiento

del parque residencial o el aumento de la renta, sino también las facilidades crediticias

ofrecidas por bancos y cajas de ahorros.) Mientras que en la alimentación la cantidad

había dejado de importar, en la vivienda la diferencia entre una vivienda y dos se

convertía ahora en un importante indicador de estatus.

Junto a la transformación de los consumos tradicionales, como la alimentación

y la vivienda, el otro pilar del ciclo expansivo del consumo entre 1986 y 2008 fue la

aparición y rápida difusión de consumos nuevos. Fue el caso, por ejemplo, del

ordenador personal, que a lo largo de la década de 1990 dejó de ser un instrumento

de trabajo que se encontraba preferentemente en oficinas y empresas y pasó a ser un

electrodoméstico más, sobre todo en los hogares urbanos jóvenes o familias con hijos

jóvenes. También fue el caso de los electrodomésticos para la reproducción

audiovisual, como el vídeo y su sucesor el DVD, o las cadenas musicales. Otro bien de

consumo que se difundió con enorme rapidez entre los diferentes grupos sociales fue

el teléfono móvil, sobre todo a partir del cambio de siglo. Esta velocidad contrastaba

con las varias décadas que habían necesitado los electrodomésticos tradicionales para

llegar a alcanzar una difusión generalizada en una sociedad con menor nivel de renta,

una distribución más desigual de la misma y, quizá, una cultura menos consumista.

Junto a estos bienes que aumentaban las posibilidades tecnológicas de los

consumidores, otro elemento de consumo que creció fuertemente durante este periodo

fue el turismo. Como en casos anteriores, no es que el turismo fuera extraño a los

españoles antes de 1986. De hecho, durante las décadas previas se había producido

un importante aumento de la actividad turística de los españoles, con la paulatina

difusión entre las clases medias de las prácticas vacacionales que previamente les

habían sido ajenas por motivos económicos (bajo nivel de renta) y ocupacionales

(dedicación a actividades agropecuarias que, por su naturaleza, se prestaban mal a la

toma de vacaciones). Pero entre 1986 y 2008 el turismo aumentó con gran fuerza

porque aumentó la frecuencia y duración de las estancias turísticas de los españoles.

Además, durante este periodo también ganó un gran peso entre las clases medias el

turismo en el extranjero. Conforme los niveles de renta aumentaban, más y más

españoles accedían a vacaciones en otros países europeos o en el Caribe. La muy

exitosa campaña “Curro se va al Caribe”, de comienzos de la década de 1990, nos

transmite bien el espíritu del momento: ahora ya no sólo las clases altas, ni siquiera ya

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sólo las clases medias relativamente acomodadas, ahora incluso también el trabajador

ordinario y su familia podían acceder a unas vacaciones en el extranjero. Esto habría

sido impensable en la España previa a 1950 y, en buena medida, también en la

España de los inicios de la sociedad de consumo moderna entre 1950 y 1975 (en la

que hablar de turismo era más bien hablar de los turistas extranjeros que llegaban a

España).

El nuevo ciclo de consumo abierto entre 1986 y 2008, que se truncaría con el

inicio de la crisis y la consiguiente contracción de los gastos en consumo de las

familias, introdujo de lleno a la población española en problemas paradójicos. El

aumento del consumo se toma generalmente como indicador del bienestar de las

personas, y esto sin duda es así en sociedades preindustriales o en sociedades en

vías de industrialización, en las que las necesidades más básicas no siempre están

convenientemente cubiertas. Pero, ¿cuánto contribuye el aumento del consumo a

mejorar el bienestar de las personas que viven en una sociedad que ya es opulenta y

en la que las necesidades básicas están sobradamente satisfechas? Una vez que se

alcanza un determinado nivel de renta y consumo, la contribución de estas variables al

bienestar de las personas entra en rendimientos decrecientes. España ha entrado más

tardíamente que otros países en este escenario, pero finalmente lo ha hecho.

Esto hace que, aunque el tema se encuentra aún poco investigado en nuestro

país, sea probable que la población española haya comenzado a sufrir muchos de los

problemas psicológicos propios de la opulencia y de las sociedades con alto nivel de

consumo. Entre estos problemas se encuentra la trampa del hedonismo, es decir, el

hecho de que la satisfacción de los deseos sugeridos por la sociedad de consumo no

mejora el bienestar sentido por las personas, sino que simplemente las sitúa en el

punto de partida de una nueva ronda de objetivos de consumo. Consumir se convierte

entonces en un acto similar al del deportista que corre por una cinta corredera:

consumir no para progresar, sino simplemente para mantener el lugar alcanzado, para

estar a la altura de unas expectativas sociales. (¿Es esto importante de cara a explicar

por qué las épocas de crecimiento económico de esta era no han conducido a

reducciones claras en la duración de la jornada laboral?)

Otro problema, relacionado con este, es el hecho de que un abanico

demasiado amplio de alternativas de consumo (lo cual, como hemos visto en el caso

de la alimentación, forma parte del desarrollo mismo de cada nuevo ciclo de consumo)

conduce a estrés psicológico (y a la absorción de grandes cantidades de tiempo) ante

el miedo a no tomar la decisión correcta, sin que el bienestar obtenido por el consumo

efectivamente elegido llegue a compensar el descenso en el bienestar causado por el

estrés relativo a la decisión. Asimismo, en las sociedades opulentas, en las que es

Page 190: Fernando Collantes - unizar.es

muy sencillo obtener una gratificación inmediata, aumenta el grado de impaciencia y,

con él, disminuye la capacidad para sostener esfuerzos y compromisos a más largo

plazo. Los individuos toman así decisiones sesgadas hacia el corto plazo (lo cual

puede no ser lo más favorable para la evolución de la sociedad en el largo plazo, como

muestran por ejemplo la educación y la cultura del esfuerzo que va asociada a la

misma). Incluso algunos problemas relacionados con los cambios en la dieta, como

por ejemplo el aumento de la obesidad, el consumo excesivo de carne (que aumenta

el riesgo de enfermedades cardiovasculares) o la desmedida caída en el consumo de

sanos productos tradicionales como las legumbres, podrían interpretarse como serios

desafíos planteados por la opulencia. ¿Es más siempre mejor?

Page 191: Fernando Collantes - unizar.es

13 Disparidades territoriales

Aunque hasta ahora hemos estudiado la historia económica de España desde

la perspectiva del conjunto del país, lo cierto es que no todos los territorios han tenido

una evolución económica similar. Por ejemplo, unas regiones iniciaron antes que otras

el proceso de industrialización y todavía hoy existen importantes disparidades

regionales en cuanto a crecimiento económico y niveles de vida de la población. Del

mismo modo, el cambio económico que hemos estudiado para España en su conjunto

también se abrió paso con importantes diferencias entre campo y ciudad. Estudiar

estas disparidades es el objeto del presente tema.

Las disparidades territoriales parecen haber dibujado en Europa una campana

a lo largo del proceso de modernización económica. Durante el periodo preindustrial,

el nivel de desarrollo de unas y otras regiones no era muy dispar porque se trataba de

un nivel bajo en todos los casos. En contraste, las primeras fases del proceso de

industrialización fueron lideradas por un número reducido de regiones y ciudades, lo

cual ensanchó la brecha económica entre estas y el resto del país. En el largo plazo,

sin embargo, las diferencias entre la renta per cápita de unos y otros territorios

tendieron a estrecharse. Esto ocurrió sobre todo a lo largo del siglo XX, y en muchos

países ya después de la Segunda Guerra Mundial. El estrechamiento de las

diferencias en renta per cápita se debió a dos grandes factores: por un lado, la difusión

del proceso de industrialización y crecimiento económico moderno a territorios que

previamente se habían mantenido al margen; y, por el otro, los movimientos

migratorios de personas procedentes de los territorios atrasados hacia los territorios

con mayores niveles de desarrollo. Se trató de dos formas bien distintas de

convergencia: la primera, una convergencia genuina; la segunda, más bien una

especie de ajuste demográfico ante las disparidades territoriales a través del cual la

renta per cápita de los territorios atrasados aumentaba como consecuencia de la

emigración de personas con bajo nivel de renta pero, en realidad, la actividad

económica continuaba tan desigualmente distribuida en el espacio como antes. Ambos

mecanismos de convergencia se combinaron en diferentes proporciones según los

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periodos, países y regiones que se consideren para dar como resultado una

homogeneización de los niveles de renta per cápita de unos y otros territorios. A

comienzos del siglo XXI, sin embargo, esta homogeneización distaba de ser plena y

las disparidades territoriales no habían desaparecido completamente.

La actitud de los gobiernos ante estas disparidades territoriales fue volviéndose

más activa conforme fue avanzando el proceso de modernización económica. La

paulatina sustitución del capitalismo liberal por un capitalismo más regulado abrió la

puerta a la puesta en marcha de políticas encaminadas a fortalecer la cohesión

territorial de los países e impulsar el desarrollo de las zonas inicialmente atrasadas.

Aunque, como sabemos, desde finales del siglo XX el péndulo del cambio institucional

volvió a girar en un sentido menos favorable a la no intervención del Estado en la

economía, este fue también el momento en que la Unión Europea puso en marcha una

política de desarrollo regional a nivel supranacional.

Los siguientes apartados presentan la evolución de las disparidades

territoriales en España desde el periodo preindustrial hasta comienzos del siglo XXI.

Prestaremos atención a dos tipos de disparidad territorial: entre unas y otras regiones,

por un lado, y entre zonas rurales y zonas urbanas, por otro.

LAS PEQUEÑAS DISPARIDADES TERRITORIALES DE LA ECONOMÍA PREINDUSTRIAL (1500-1840)

En la España preindustrial, la brecha económica entre un mundo rural

abrumadoramente predominante y un mundo urbano compuesto en su mayor parte

por ciudades pequeñas no era muy importante. Las ciudades mostraban un dinamismo

económico algo mayor, y en ellas prevalecía un nivel medio de ingreso superior. En

consonancia con ello, y con la mayor facilidad de acceso a servicios comerciales en

las ciudades, la cesta de consumo de las poblaciones urbanas era algo más rica y

variada. La floreciente cultura del consumo que fue forjándose desde el siglo XVII en

adelante, una de cuyas manifestaciones más importantes fue la compra de bienes

semi-duraderos como mobiliario y ornamentos se desarrolló primordialmente en las

ciudades, sin perjuicio de que fuera transmitiéndose después al medio rural. La brecha

a favor de las ciudades estaba ahí, y es uno de los factores que explica por qué, de

manera sistemática, las comunidades rurales volcaban una parte considerable de su

crecimiento demográfico natural sobre el entorno urbano.

Sin embargo, la magnitud de esta brecha no debe exagerarse. El mayor

dinamismo de las ciudades tampoco generó incrementos sostenidos del PIB per cápita

Page 193: Fernando Collantes - unizar.es

que las separaran radicalmente su trayectoria de la de las zonas rurales. De hecho, las

largas fases seculares de evolución económica propias del Antiguo Régimen se

desplegaban de manera simultánea en campo y ciudad: la expansión agraria y la

expansión urbana fueron de la mano durante la mayor parte del siglo XVI y durante el

siglo XVIII, como también fueron de la mano sus contracciones durante buena parte

del siglo XVII. En cuanto a los emigrantes rurales, muchos de ellos procedían de

comarcas cuyo sistema agrario, restringido por la inelasticidad de la oferta de tierra y

el precario nivel tecnológico, no podía absorber crecimientos demográficos

apreciables. (Es decir, el factor de expulsión en sus lugares de origen era tan

importante o más que el factor de atracción de sus lugares de destino.) Muchos de

estos emigrantes, además, tenían dificultades para integrarse social y laboralmente en

su nuevo entorno urbano. Las ciudades contenían importantes bolsas de marginalidad

y pobreza, que reflejaban un alto grado de exclusión social. Además, desde el punto

de vista de la salud pública, las condiciones de vida de la mayor parte de ciudades

eran deficientes y, de hecho, la esperanza de vida era mayor en las zonas rurales.

Tampoco había grandes diferencias en el nivel de desarrollo de unas y otras

regiones del país: el nivel de desarrollo era bajo por todas partes. Como en otras

sociedades preindustriales, el carácter muy lento e irregular del (poco) crecimiento

económico registrado a nivel nacional era el resultado de tendencias igualmente lentas

e irregulares en las distintas regiones, no existiendo mucho margen para la aparición

de grandes disparidades entre unas y otras.

Dicho esto, el fenómeno más importante de la historia económica regional

durante el periodo preindustrial fue el desplazamiento del liderazgo desde los

territorios de la antigua Corona de Castilla hacia los de la antigua Corona de Aragón, y

en particular hacia Cataluña. La expansión del siglo XVI había sido liderada por

Castilla: en ella se habían producido los mayores incrementos de la producción y la

superficie agrarias, la actividad manufacturera y de servicios, así como de la

población. Había sido una expansión sin apenas crecimiento económico en términos

per cápita, pero al menos contrastaba con la relativa atonía que por entonces

mostraban la economía y la población de las regiones mediterráneas. Fue la

contracción del siglo XVII la que propició un cambio de papeles, que se mantendría ya

durante la expansión del siglo XVIII e incluso durante las primeras etapas de la era

industrial.

En efecto, la contracción del siglo XVII golpeó con dureza a la economía

castellana, que no recuperó sus niveles iniciales de producción y población hasta bien

entrado dicho siglo. La recuperación, además, fue modesta y tuvo unos rasgos

eminentemente tradicionales durante la mayor parte del siglo XVIII. El sistema agrario

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castellano continuó siendo muy extensivo, con bajos rendimientos por hectárea

cultivada; no se registró una tendencia hacia la intensificación como la de, por ejemplo,

las agriculturas orgánicas avanzadas de Inglaterra u Holanda. La aridez y las bajas

densidades demográficas eran obstáculos importantes, como también lo eran, en el

plano institucional, el carácter amortizado de numerosas superficies y el predominio de

los contratos de arrendamiento a corto plazo. Si estos factores obstaculizaban la

intensificación de la agricultura castellana, el triunfo político del frente anti-roturador

compuesto entre otros por terratenientes y grandes ganaderos trashumantes impidió

una mayor expansión de la superficie cultivada a lo largo de la mayor parte del siglo

XVIII. En otras palabras, la agricultura castellana ejemplifica los principales problemas

que habíamos atribuido en prácticas anteriores a la agricultura española en su

conjunto. Tampoco hubo en Castilla un crecimiento manufacturero destacado: pese al

surgimiento de diversas iniciativas protoindustriales (y fábricas públicas), el dinamismo

del sector fue reducido, en parte porque en el sistema urbano castellano (ya por

entonces cada vez más concentrado en la capital madrileña mientras languidecían las

ciudades pequeñas) prevalecía un patrón de consumo de bienes de lujo por parte de

las elites (en lugar de un patrón más abierto y, por tanto, con más capacidad para

crear demanda para las empresas de la región). En suma, Castilla sólo se recuperó

tardía y lentamente de la contracción del siglo XVII, entrando en una senda de

expansión productiva muy moderada y de rasgos tradicionales.

Cataluña, en cambio, se recuperó con mayor rapidez de la contracción de los

inicios del siglo XVII; contracción que por otro lado no fue tan marcada como en

Castilla, del mismo modo que tampoco había sido tan destacada la expansión del siglo

XVI. Entre finales del siglo XVII y comienzos del XIX, la economía catalana combinó

modestos progresos en diferentes sectores para convertirse en lo más parecido que

hubo en España a una economía orgánica avanzada. Su crecimiento en términos de

PIB per cápita debió de ser lento, como no podía ser de otro modo en una economía

aún preindustrial, pero fue algo más rápido, y probablemente también menos irregular,

que el del interior de España. Es cierto que una parte de este crecimiento se apoyaba

en una expansión agraria de rasgos tradicionales: un crecimiento la producción agraria

hecho posible por el crecimiento demográfico y la expansión de la superficie cultivada,

esta última más flexible que en Castilla debido a la ausencia de un frente anti-

roturador. Sin embargo, también hubo otros rasgos que iban preparando el camino

para la posterior modernización de la economía catalana. El dinamismo de la actividad

manufacturera, impulsado por una combinación de protoindustria y (desde finales del

siglo XVIII) fábricas, y orientado primordialmente hacia la producción textil, fue notable

para la época, sentando las bases de lo que terminaría siendo el principal distrito

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industrial de la España del siglo XIX. También hubo un importante crecimiento de la

actividad comercial, liderado por las empresas de comercio marítimo que conectaban

el puerto de Barcelona con otros puertos del Mediterráneo y, tras la reforma borbónica

de las reglas del comercio colonial, también con el Imperio americano. Incluso en la

agricultura, junto al crecimiento extensivo hecho posible por el crecimiento de la

superficie de cultivo del cereal, hubo también un crecimiento de corte más intensivo

basado en el cultivo de la vid (con objeto de la posterior fabricación de vino y

aguardiente), con mayores rendimientos por hectárea. Estos distintos progresos,

modestos desde la óptica de una economía moderna pero nada despreciables para lo

que venía siendo habitual en las economías preindustriales, se reforzaban los unos a

los otros, situando a la economía catalana en una senda más positiva que la de

Castilla.

Aunque Cataluña fue el mejor ejemplo de estas transformaciones, otras

regiones mediterráneas, como la Comunidad Valenciana o las Islas Baleares, tampoco

quedaron al margen. En realidad, a lo largo del siglo XVIII y comienzos del XIX el

centro de gravedad económico de España, previamente localizado en Castilla, se

desplazó hacia el Mediterráneo. Hacia comienzos del siglo XIX, la diferencia entre la

región mediterránea y el resto de regiones españolas no debía de ser todavía muy

importante en términos de PIB per cápita, ya que incluso en la región mediterránea

prevalecía pese a todo una economía fundamentalmente agraria cuya productividad

era baja para los estándares modernos. Con todo, la ventaja adquirida por la región

mediterránea durante el tramo final del Antiguo Régimen pudo resultar estratégica

para la conformación de un tejido empresarial y social que, más adelante, conforme

fueran absorbiéndose las innovaciones tecnológicas propias de la era industrial,

lideraría la modernización económica de España.

DISPARIDADES TERRITORIALES EN AUMENTO (1840-1950)

La modernización económica y social fue liderada por las ciudades, mientras

las zonas rurales, sin quedar al margen del progreso, participaron más lenta y

tardíamente del mismo. La mayor parte de la emergente industria española de este

periodo se localizaba en las ciudades y sus entornos más próximos, donde los

empresarios podían acceder con mayor facilidad a sus clientes potenciales. Incluso en

el sector textil, inicialmente liderado por pequeñas y medianas empresas, el ascenso

de la industria moderna, combinado con la integración del mercado nacional hecha

posible por la reducción de costes de transporte, destruyó a las manufacturas rurales

Page 196: Fernando Collantes - unizar.es

de corte tradicional. Las economías rurales, en cambio, apenas registraron cambio

ocupacional durante este periodo; de hecho, la crisis de buena parte de las actividades

complementarias desarrolladas por los campesinos (como dichas manufacturas o los

servicios de transporte) volvió a las economías rurales más agrarias de lo que

probablemente había sido el caso hacia finales del Antiguo Régimen.

El progreso agrario fue, sin embargo, más lento que el crecimiento industrial,

en especial durante la segunda mitad del siglo XIX. Además persistió a lo largo de

todo el periodo una importante brecha de productividad entre un sector y otro, brecha

que condicionaba decisivamente los niveles de ingreso a los que podían acceder los

trabajadores de un sector y otro. La superior productividad de las actividades urbanas

permitió a los empresarios y trabajadores de las ciudades acceder a mayores niveles

de ingreso y, en consecuencia, mayores niveles de consumo. De este modo, la

transición nutricional vino liderada por las poblaciones urbanas, cuyos consumos de

carne y leche fueron por lo general superiores a los de las poblaciones rurales.

También los nuevos bienes de consumo del periodo, como los aparatos de radio o los

teléfonos, penetraron antes en los hogares urbanos que en los rurales. Es cierto que

las condiciones de vida urbanas se endurecieron durante la segunda mitad del siglo

XIX, dada la ausencia de planificación urbanística y la pobre provisión de bienes

públicos por parte de las administraciones; y, precisamente por ello, la transición

demográfica tardó en arrancar y la esperanza de vida al nacer se mantuvo en las

ciudades por debajo de lo que era habitual en el campo, donde prevalecía una

atmósfera más sana. Ahora bien, durante el primer tercio del siglo XX las

administraciones pasaron a implicarse en mayor medida en la corrección de los

problemas de salud pública de las ciudades, con lo que la ventaja rural fue

desapareciendo y, de hecho, las tasas urbanas de mortalidad comenzaron a ser

inferiores a las rurales, lo cual permitió a las ciudades liderar el proceso de transición

demográfica. Además, incluso en los difíciles años de las décadas centrales del siglo

XIX, durante los cuales el consumo creció pero las estaturas disminuyeron, las

estaturas urbanas se mantuvieron siempre por encima de las estaturas rurales. En

suma, mientras que en la industrialización de otros países europeos se ha encontrado

una penalización urbana en el bienestar, en el caso español existió más bien una

penalización rural. De hecho, esta brecha entre campo y ciudad fue la base de unos

movimientos migratorios cada vez más significativos a lo largo de nuestro periodo.

Puede que el fracaso económico del primer franquismo atenuara un tanto las

disparidades entre campo y ciudad. Aunque el parón de la modernización económica

que había comenzado con anterioridad a la Guerra Civil afectó tanto a la industria

como a la agricultura, los problemas agrarios afectaron con fuerza también a la

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población urbana. El sistema de racionamiento de la comida, elemento final de un

sistema más amplio de intervención pública en la cadena alimentaria, y la consiguiente

aparición de mercados negros condujo a penurias para buena parte de la población

urbana. No fueron pocos quienes protagonizaron durante los primeros años de la

posguerra migraciones de la ciudad al campo: poblaciones urbanas humildes que,

ante las dificultades para establecerse adecuadamente en sus ciudades, regresaron a

sus pueblos de origen, donde, al menos, no tendrían tantas dificultades para acceder a

los alimentos. El flujo migratorio campo-ciudad continuó siendo más cuantioso (como

de hecho ya ocurría no sólo antes de la guerra, sino también durante el periodo

preindustrial), pero perdió fuerza con respecto a las décadas previas a la guerra.

La industria moderna se concentró en las ciudades, pero no lo hizo en todas

por igual: hubo marcadas disparidades entre unas y otras regiones. Durante la

segunda mitad del siglo XIX, la mayor parte de la industria textil, por ejemplo, se

concentró en Cataluña. Hacia finales del siglo XIX, el arranque de la siderurgia

moderna se concentró en el País Vasco. De hecho, en torno a 1900 la disparidad entre

los niveles de producción industrial por habitante de unas y otras regiones alcanzó un

máximo histórico (cuadro 13.1). Más adelante, durante el primer tercio del siglo XX,

nuevas regiones se incorporaron a la industrialización. En la región mediterránea,

Baleares y la Comunidad Valenciana se especializaron en la producción de bienes de

consumo como textiles y calzado. En la región cantábrica, Asturias y Cantabria fueron

desarrollando un tejido siderúrgico de importancia. En el interior, Madrid, inicialmente

más una ciudad de servicios vinculados a la capitalidad, fue dotándose de una base

industrial como consecuencia de su crecimiento demográfico, su puesto central en la

moderna red de transportes del país y los encadenamientos generados por la propia

capitalidad. También Aragón, cuyo caso estudiaremos en la próxima práctica,

perteneció a esta segunda oleada de procesos de industrialización desplegados a

partir de comienzos del siglo XX.

Cuadro 13.1. Varianza de la producción industrial por habitante entre las actuales

diecisiete Comunidades Autónomas

1850 1900 1950 2000

0,18 1,33 0,79 0,24

Fuente: Carreras (2005).

Hemos visto que Cataluña y, posteriormente, el País Vasco lideraron las

primeras fases de la industrialización, viéndose después acompañadas por una

Page 198: Fernando Collantes - unizar.es

segunda oleada de regiones entre las que se encontraban algunas de sus vecinas y

alguna región interior como Aragón. ¿Qué ocurría, mientras tanto, con el resto del

país? En buena parte del interior de España y en todas las regiones del sur, la

economía continuó persistentemente orientada hacia la agricultura y no se puso en

marcha un proceso de industrialización. En Andalucía, por ejemplo, un empresariado

bastante dinámico apostó por el sector siderúrgico en las décadas centrales del siglo

XIX, pero terminó viéndose incapaz de competir con la siderurgia moderna del norte

de España. La economía andaluza quedó así convertida en una periferia agraria cuyas

oportunidades de crecimiento agrario (en buena medida, un crecimiento extensivo)

estaban vinculadas al abastecimiento de la demanda de alimentos básicos por parte

de la población urbana no sólo de Andalucía sino también de otras regiones de

España. Ni Andalucía ni las otras regiones del interior y el sur del país (así como

Galicia en el norte) se quedaron estancadas: experimentaron crecimiento económico y

aumentos en el nivel de vida de la población. Sin embargo, su orientación agraria y la

ausencia de un proceso significativo de industrialización mantuvieron estos progresos

en un nivel modesto (cuadro 13.2).

Cuadro 13.2. Producción industrial por habitante en algunas regiones, España = 100

1850 1900 1950 2000 Andalucía 94 90 51 45 Aragón 79 54 87 136 Castilla y León 105 44 62 78 Cataluña 201 300 204 170 Extremadura 98 43 21 29 País Vasco 36 491 345 172

Fuente: Carreras (2005).

A la altura de la Guerra Civil, las diferencias económicas entre unos y otros

territorios eran, así, considerables. La varianza regional de la producción industrial por

habitante había comenzado a descender desde inicios del siglo XX (como

consecuencia de la segunda oleada de incorporaciones a la industrialización), pero la

varianza provincial continuó aumentando: el espacio económico español se

encontraba cada vez más polarizado. No en vano, las migraciones interprovinciales e

interregionales, motivadas por esta brecha económica entre unos y otros territorios, se

intensificaron.

¿Por qué se dieron diferencias tan marcadas entre unos y otros territorios?

Esta es una pregunta importante tanto en términos históricos como si apreciamos que

Page 199: Fernando Collantes - unizar.es

durante este periodo se trazó ya un mapa de regiones adelantadas y regiones

atrasadas que en lo sustancial persiste hoy día. Las disparidades regionales se

originaban en tres grupos de causas: geográficas, sociales e históricas.

No todas las regiones tenían condiciones geográficas igualmente favorables

para la industrialización. La mayor parte de regiones industriales contaban con una

localización favorable. Cataluña y el País Vasco, por ejemplo, se encontraban entre las

más próximas a los países europeos occidentales, con los cuales mantenían

relaciones comerciales que llevaban aparejadas transferencias tecnológicas. Y la

mayor parte de regiones de la segunda oleada eran vecinas o estaban próximas a

Cataluña y el País Vasco, lo cual les permitía beneficiarse de los estímulos derivados

de la difusión de iniciativas empresariales o, como en el caso aragonés, estímulos

derivados del incremento de la demanda en alguna de las regiones punteras.

Además, y sin salir del plano geográfico, la industrialización del norte de

España es inexplicable sin tener en cuenta su buena dotación de carbón y hierro,

materias primas fundamentales para el éxito de las empresas siderúrgicas. De hecho,

una de las razones por las cuales la siderurgia del norte de España terminó

imponiéndose a la andaluza fue su disponibilidad de carbón mineral (en contraste con

el carbón vegetal que comenzaron utilizando las empresas andaluzas), que les

permitía contar con una cantidad muy superior de energía por trabajador y, de esa

manera, alcanzar niveles muy superiores de productividad.

En el plano social, no todas las regiones contaban con un potencial de mercado

similar. En las periferias agrarias del sur de España, por ejemplo, los niveles de

desigualdad eran muy elevados como consecuencia de la formación de sociedades

latifundistas tras las reformas liberales. En consecuencia, los patrones de demanda

estaban sesgados hacia el consumo de bienes de lujo, frecuentemente fabricados en

otras partes, por parte de las elites terratenientes. Además, el crecimiento agrario que

efectivamente se produjo durante este periodo benefició de manera menor a los

campesinos humildes y a los jornaleros, que no pudieron alcanzar un nivel de ingreso

suficiente para convertirse en compradores regulares de productos industriales

variados. Esto resultaba un factor desincentivador de posibles inversiones en

industrias encaminadas a satisfacer la demanda regional de bienes de consumo

básico, como textiles o calzado. En contraste, en casos como el de Aragón, en el que

los beneficios del crecimiento agrario se distribuyeron de manera menos desigual, fue

más frecuente que dichos beneficios generaran encadenamientos con una emergente

actividad industrial.

Otro factor social que influyó sobre el tamaño de mercado y, por ende, sobre

las posibilidades de industrialización de unas y otras regiones fue su tamaño

Page 200: Fernando Collantes - unizar.es

demográfico. En especial en el interior del país, las densidades de población eran tan

bajas y el nivel de urbanización era tan reducido que ello constituía un desincentivo

para la inversión industrial, al menos en comparación con otras zonas más

densamente pobladas y con un tejido urbano más dinámico. En relación a sus colegas

catalanes, los empresarios industriales castellanos, por ejemplo, se enfrentaban a un

mercado regional más pequeño, más disperso a lo largo del territorio y, por lo tanto,

más exigente en cuanto a los costes necesarios para abastecer a los clientes.

Finalmente, hubo también factores históricos o, para ser más precisos, de

dependencia de la trayectoria. El hecho de que algunas regiones tomaran la delantera

y otras se quedaran atrás generó una poderosa inercia que retroalimentaba la

disparidad: eran las regiones inicialmente avanzadas las que contaban con mayores

ventajas para proseguir su industrialización, mientras que las regiones inicialmente

atrasadas encontraban grandes dificultades para romper con su orientación agraria. El

éxito de los primeros líderes industriales les permitía disponer de una ventaja de

costes gracias a la cual (y gracias a la integración del mercado nacional) podían

abastecer no sólo a sus propias regiones sino también a las periferias agrarias,

planteando una competencia muy difícil de superar para los empresarios industriales

de estas últimas regiones. De este modo, el mapa industrial español, una vez

dibujado, tendía a persistir a lo largo del tiempo.

Una de las razones por las que existía dependencia de la trayectoria era la

presencia de economías de escala en algunos sectores industriales, sobre todo en los

que requerían mayores costes fijos, como la siderurgia o la química. En estos

sectores, los costes eran tanto menores cuanto mayor era la escala de la producción

y, por ello, la oferta tendía a concentrarse en un número relativamente reducido de

grandes empresas. Se formaba así un mercado de competencia imperfecta que

dificultaba la entrada en escena de nuevos competidores procedentes de regiones

inicialmente atrasadas.

Pero, sobre todo, el factor clave en la dependencia de la trayectoria era la

existencia de economías externas, es decir, ventajas de costes que las empresas

podían obtener en caso de situarse en la proximidad de otras empresas; o, dicho de

otro modo, los sobrecostes a que tenían que hacer frente las empresas que decidieran

emplazarse en localizaciones con poca tradición industrial y un tejido empresarial aún

débil. El liderazgo catalán tuvo mucho que ver con la formación allí de un auténtico

distrito industrial en el que el éxito de unas empresas favorecía el posterior éxito de

otras: en el distrito industrial, las empresas se beneficiaban de una atmósfera

favorable para los negocios, que se traducía en un mejor acceso a la innovación (la

cual se difundía con más facilidad que en zonas sin tradición industrial previa), una

Page 201: Fernando Collantes - unizar.es

mayor disponibilidad de trabajadores cualificados (factor este último importante, por

ejemplo, para las primeras etapas de la industrialización textil) y un acceso barato a

los consumidores. En regiones como Extremadura, en cambio, junto a problemas en

los factores anteriormente señalados (localización remota, ausencia de minerales

estratégicos, alto nivel de desigualdad agraria, baja densidad demográfica), había una

atmósfera menos favorable y resultaba por ello difícil que las empresas industriales

pudieran resistir la competencia de regiones más avanzadas. La importancia de las

economías externas radicaba en que iba más allá de las paredes de una empresa o

los límites de un determinado sector (de ahí su denominación): se beneficiaban de

ellas todas las empresas de un determinado territorio. Esto contribuye a explicar por

qué el liderazgo catalán, que comenzó siendo un liderazgo en el textil (para el que

Cataluña contaba con ventajas iniciales en los distintos puntos recién repasados),

terminó convirtiéndose en liderazgo en muchos otros sectores, incluidos algunos para

los cuales (como en el caso de la industria alimentaria) la región no contaba a priori

con ventajas claras; dichas ventajas fueron más bien construyéndose a lo largo del

tiempo como consecuencia de las economías externas de que podían disfrutar las

empresas localizadas en esta atmósfera favorable.

Una alternativa para impulsar la convergencia del PIB per cápita de las

regiones atrasadas habría podido ser la emigración de una parte sustancial de su

población agraria hacia las regiones adelantadas en las que se iban abriendo nuevas

oportunidades de empleo en la industria, la construcción y los servicios. Dado que,

sobre todo durante el primer tercio del siglo XX, se intensificaron este tipo de

migraciones internas, la disparidad territorial en términos per cápita tendió por ello a

ser menor de lo que habría sido el caso en su ausencia. En el caso de Aragón, por

ejemplo, el cuantioso flujo migratorio salido del Pirineo y las sierras turolenses hacia

las ciudades catalanas (entre otras) favoreció los resultados de PIB per cápita relativo

de la región. Se trataba, al fin y al cabo, de un ajuste demográfico a la muy desigual

distribución espacial del nuevo modelo de crecimiento económico que se abría paso

en España. Sin embargo, durante estos años las migraciones internas se hallaban aún

muy restringidas por la distancia: el coste de emigrar hacia una región lejana (desde el

coste de desplazamiento hasta los costes de instalación y adaptación al lugar de

destino) era prohibitivo para muchas familias pobres de las regiones atrasadas. Así, la

emigración desde Andalucía, Extremadura o Castilla La-Mancha hacia Cataluña, por

poner un ejemplo, se mantuvo en niveles moderados. En ausencia de un ajuste

demográfico más intenso, el PIB per cápita relativo de estas regiones continuaba

siendo muy bajo a la altura de la Guerra Civil, y aún tras el primer franquismo (cuyos

efectos negativos se dejaron sentir por todas partes).

Page 202: Fernando Collantes - unizar.es

LUCES Y SOMBRAS DE LA CONVERGENCIA TERRITORIAL (1950-2007)

Como ya había ocurrido antes de la Guerra Civil, el crecimiento económico

vivido entre aproximadamente 1950 y 1975 fue liderado por las ciudades. El principal

componente de este crecimiento, la industria productora de bienes de inversión,

estaba localizado predominantemente en ciudades; tal era el caso también de otros

puntales del crecimiento, como la construcción, los servicios y la producción industrial

de bienes de consumo. En consonancia con ello, también la moderna sociedad de

consumo que comenzó a formarse en la España de estos años partió originalmente de

las familias urbanas: fueron ellas las que en mayor medida incrementaron sus niveles

de gasto en consumo, completaron su transición nutricional (hacia dietas más

abundantes y variadas) y pasaron a adquirir toda una serie de nuevos bienes de

consumo duradero como automóviles y electrodomésticos.

No es que la agricultura se mantuviera estancada; como sabemos, su

crecimiento, apoyado sobre la incorporación de un nuevo bloque tecnológico

(mecanización basada en energía inorgánica, abonos químicos, semillas y razas

ganaderas de alto rendimiento) y la expansión de la superficie de regadío, fue mayor

que nunca. Además, cada vez más agricultores comenzaron durante la parte final de

este periodo a ser agricultores a tiempo parcial que suplementaban sus ingresos con

los derivados de empleos no agrarios, generalmente en la industria o la construcción.

En ocasiones, estos agricultores a tiempo parcial realizaban desplazamientos

pendulares a las ciudades para acceder a estos empleos, pero en otras ocasiones los

empleos no agrarios comenzaban a estar disponibles en el propio espacio rural, ya

que el empleo rural no agrario creció con mayor velocidad que antes de la Guerra

Civil. De hecho, para muchos agricultores a tiempo parcial el trabajo y los ingresos

derivados de su explotación terminaron siendo meramente complementarios. Y, para

no pocos jóvenes pertenecientes a familias agrarias, esta fue la oportunidad de romper

vínculos con la explotación familiar e insertarse en los mercados laborales de la

industria, la construcción o los servicios dentro de sus propias comarcas. El aumento

de los ingresos rurales que se derivó de la modernización de la agricultura y la

creación de nuevas oportunidades de empleo rural no agrario hizo posible la gradual

incorporación de las poblaciones rurales a las nuevas pautas de la sociedad de

consumo y, así, hacia finales de nuestro periodo, tanto la transición nutricional como la

compra de automóviles y electrodomésticos se abrían paso con fuerza entre los

hogares rurales. En suma, las zonas rurales no quedaron al margen del progreso de la

economía española durante estos años, y sus poblaciones disfrutaron de un aumento

en sus niveles de vida como nunca antes.

Page 203: Fernando Collantes - unizar.es

Nada de ello pudo contener, sin embargo, las masivas corrientes migratorias

que llevaron a miles de personas de origen rural, sobre todo jóvenes, hacia las

expansivas ciudades del desarrollismo franquista. La modernización agraria permitía

un gran incremento de la productividad del trabajo agrario, pero esta siguió estando

muy por debajo de la de los otros sectores de la economía, creando las condiciones

para una importante brecha de ingresos entre las familias agrarias y las familias

urbanas. Además, los ingresos de los agricultores crecieron menos que su

productividad porque, entre otros factores, los agricultores habían tenido que hacer

frente a unos costes muy importantes con objeto de aplicar el nuevo bloque

tecnológico anteriormente aludido. Y, aunque el empleo rural no agrario creció, la

mayor parte de actividades no agrarias estaban sujetas a economías externas que

invitaban a los empresarios a localizarse en entornos urbanos, de tal modo que

muchos de los encadenamientos generados por la modernización agraria lo fueron con

actividades situadas en el espacio urbano. Las poblaciones rurales, por su parte, iban

claramente por detrás de las urbanas en la incorporación a la sociedad de consumo.

Para muchos jóvenes rurales, la ciudad aparecía como un espacio de modernidad en

el que podrían desarrollar un proyecto de vida más atractivo que en sus comarcas de

origen. Además, finalmente, este fue un periodo durante el cual la penalización rural

en el bienestar se acentuó, conforme la provisión de bienes públicos como la

educación y la sanidad pasó a estar más sujeta a economías de escala, lo cual

favorecía la concentración en espacios urbanos de mejoras como la construcción de

hospitales o institutos de educación secundaria. (Hasta entonces habían resultado

más vitales para la población niveles inferiores de provisión, como los consultorios

médicos o las escuelas primarias, que estaban menos sujetos a economías de escala

y podían localizarse de manera más descentralizada en entornos rurales.)

No cabe duda, por lo tanto, del fuerte sesgo urbano que acompañó la

culminación de la industrialización española entre 1950 y 1975. El éxodo rural vivido

por España durante esos años fue, de hecho uno de los más intensos en la historia

europea contemporánea. Una consecuencia importante del mismo, más allá del gran

cambio que supuso para las personas y familias implicadas, fue la activación de un

proceso de convergencia entre la renta per cápita de las zonas rurales y las ciudades.

El éxodo, al nutrirse primordialmente de personas previamente vinculadas a la

actividad agraria (y que por tanto venían teniendo niveles comparativamente bajos de

productividad y renta), permitió a las comunidades rurales realizar un ajuste

demográfico que hizo que su estructura ocupacional y su nivel de renta per cápita

fueran aproximándose a los de las ciudades.

Page 204: Fernando Collantes - unizar.es

Las diferencias entre zonas urbanas y zonas rurales se volvieron

definitivamente borrosas en la parte final del siglo XX y los años iniciales del siglo XXI.

Para empezar, la distinción entre unas economías urbanas centradas en la industria y

los servicios, por un lado, y unas economías rurales orientadas hacia la agricultura, por

el otro, se hizo cada vez menos nítida. La desagrarización de la sociedad rural, que ya

había comenzado durante la segunda parte del franquismo, continuó ahora, llevando

el porcentaje de empleo agrario en las zonas rurales al entorno de (solamente) el 15

por ciento a comienzos del siglo XXI. Los agricultores, antaño el centro de la sociedad

rural, habían pasado a ser una clara minoría con respecto a los empleados rurales en

la industria, la construcción y los servicios. La desagrarización de la sociedad rural fue

consecuencia, en parte, de la continuación de dinámicas que habían comenzado antes

de 1975, como la emigración campo-ciudad (que, al venir predominantemente

protagonizada por personas vinculadas a familias agrarias, generaba una disminución

automática del porcentaje de población activa rural empleada en la agricultura) y la

creación de nuevas empresas y nuevos puestos de trabajo no agrarios en los espacios

rurales. Este último aspecto fue mucho más allá que durante el periodo previo como

consecuencia de la difusión del impulso empresarial de las grandes ciudades hacia

sus espacios rurales circundantes, así como por el surgimiento de nuevas iniciativas

locales como el turismo rural. Además, otro factor que contribuía a la desagrarización

era la movilidad pendular desde los espacios rurales, donde se generalizaba la

disponibilidad de automóvil propio, hacia las ciudades. Aunque no faltaron también los

movimientos pendulares en sentido inverso (poblaciones urbanas que, por ejemplo,

acudían a polígonos industriales u obras en construcción localizadas en el medio

rural), el avance del proceso de contraurbanización, al llevar a localidades pequeñas a

numerosas personas carentes de vínculo alguno con la agricultura, favoreció la

desagrarización de la sociedad rural. Tan profundos iban haciéndose estos cambios

que, en torno al cambio de siglo, algunos incluso cuestionaban que siguiera existiendo

una sociedad distintivamente rural.

En el plano estrictamente económico, la desagrarización de la sociedad rural

fue importante para continuar impulsando su convergencia con las ciudades en

términos de renta y consumo. A comienzos del siglo XXI, y a pesar de que la

productividad de la mano de obra agraria continuaba siendo muy inferior a la media

nacional, la brecha de renta per cápita entre zonas rurales (cada vez más pobladas

por no agricultores) y zonas urbanas había caído por debajo del 10 por ciento, y

muchas zonas rurales localizadas en regiones avanzadas (por ejemplo, el Pirineo

catalán) tenían niveles de renta claramente superiores a la media nacional. Las pautas

rurales de consumo, por su parte, también convergían con las urbanas. En otras

Page 205: Fernando Collantes - unizar.es

palabras, aunque la vida en localidades pequeñas continuaba reteniendo

características distintivas que la hacían diferente de la vida en grandes ciudades, la

brecha económica entre unos y otros espacios se había estrechado apreciablemente.

También la brecha económica entre unas y otras regiones del país tendió a

estrecharse durante la segunda mitad del siglo XX, y también (como en el caso

urbano-rural) con un protagonismo importante para los movimientos migratorios. Las

disparidades regionales continuaron siendo, en cierta forma, evidentes. El acelerado

crecimiento de la economía española entre 1950 y 1975, por ejemplo, fue liderado por

aquellas regiones que ya habían comenzado a industrializarse durante la segunda

mitad del siglo XIX o el primer tercio del siglo XX. Cataluña diversificó aún más su

base industrial, participando con fuerza en la expansión de los sectores productores de

bienes de equipo y nuevos bienes de consumo duradero. La industria siderúrgica y

metálica continuó teniendo en el País Vasco uno de sus principales focos. También

Madrid, la Comunidad Valenciana, Baleares, Navarra, La Rioja o Aragón continuaron

desplegando sus procesos de industrialización durante estos años. Todo ello da una

buena prueba de la dependencia de la trayectoria que provocaban las economías de

escala y las economías externas: las regiones situadas en una senda positiva

continuaban por dicha senda. (Tan sólo dos de estas regiones, Asturias y Cantabria,

comenzaron a dar síntomas de agotamiento en su modelo productivo a lo largo de la

década de 1960, entrando aún así no tanto en una crisis como en un declive relativo

en relación a las otras provincias del grupo de cabeza.)

El final de la industrialización y el paso a economías basadas en los servicios

no alteró sustancialmente el panorama. El espacio económico y demográfico español

continuó polarizándose cada vez más, y hacia comienzos del siglo XXI todas las

provincias con un nivel de renta per cápita superior a la media se encontraban en el

cuadrante nordeste del país, en lo que suponía la culminación de un mapa económico

que había comenzado a dibujarse tan atrás como a finales del siglo XVII. En este

cuadrante se encontraban Madrid, Cataluña, País Vasco, la Comunidad Valenciana,

Baleares, Navarra, La Rioja y Aragón. Como España en su conjunto, ninguna de estas

economías regionales estaba ya a finales del periodo tan orientada hacia la actividad

industrial como a comienzos del mismo: todas vieron ganar peso a sus sectores de

servicios. En estas regiones, el crecimiento del sector servicios tendió a ser liderado

por la empresa privada, en algunos casos por las subcontrataciones realizadas por

parte de industrias con alto nivel tecnológico, en otros por el turismo. Además, estas

regiones destacaban por presentar otros tres rasgos característicos: su orientación

exportadora era más acentuada que la media, sus tasas de inversión en investigación

y desarrollo eran superiores a la media, y sus niveles de recepción de inversión directa

Page 206: Fernando Collantes - unizar.es

extranjera eran también más altos que la media. Estos tres rasgos se encontraban

interrelacionados, ya que las empresas multinacionales asentadas en estas regiones

realizaban una contribución muy importante (más que la de las empresas locales) a la

proyección exportadora y al fomento de la innovación.

¿Qué ocurría mientras tanto con las regiones que antes de la Guerra Civil no

habían logrado pasar de ser periferias agrarias, como las dos Castillas, Extremadura,

Andalucía o Galicia? En todas estas regiones surgieron con mayor facilidad que en el

pasado nuevos focos industriales. El crecimiento industrial español era rápido (sobre

todo entre 1950 y 1975), y esto generaba oportunidades incluso para los territorios que

en principio contaban con menores ventajas. También contribuyeron a este resultado

la expansión de la construcción y los servicios, muy vinculados ambos al crecimiento

de las ciudades. La política económica fue importante en esta diversificación

productiva de las periferias agrarias: primero, durante el franquismo, porque la mayor

parte de polos de desarrollo designados por el régimen franquista se encontraban en

estas regiones, que de este modo recibieron una transferencia de fondos públicos

encaminada a consolidar su base industrial; y, más adelante, la sustitución del muy

centralizado Estado franquista por un Estado de las Autonomías favorecía que cada

Comunidad Autónoma pusiera en marcha sus propias políticas de desarrollo regional,

en lugar de verse supeditada a las decisiones tomadas desde Madrid. Además, la

puesta en marcha de la política de cohesión regional de la Unión Europea a partir de

finales de la década de 1980 permitió a las regiones atrasadas españolas beneficiarse

de un cuantioso flujo de capital que elevó las tasas de inversión pública (en

infraestructuras, por ejemplo) por encima de lo que habría sido posible con sus

recursos propios. Tanto estos motivos políticos como la dinámica natural del mercado

hicieron así que, en torno al cambio de siglo, el peso de la agricultura en el empleo y el

PIB de estas regiones se hubiera reducido sustancialmente (es decir, su estructura

económica se había vuelto más similar a la de las regiones de cabeza). También la

brecha que separaba su PIB per cápita de la media nacional se había reducido de

manera sustancial.

Ahora bien, una parte importante de esta convergencia en las estructuras

económicas y los niveles de PIB per cápita se debía también a un segundo factor: la

emigración masiva de poblaciones agrarias de estas regiones hacia las ciudades de

regiones más avanzadas. A diferencia de lo que había sido común antes de la guerra,

ahora sí se registraron flujos migratorios muy cuantiosos entre, por ejemplo, Andalucía

y Cataluña. De hecho, la mayor parte de las provincias de este grupo de regiones

perdieron población en estos años: muchos de sus emigrantes rurales se dirigían a las

ciudades de la propia región, pero muchos otros sobrepasaban ese límite. En términos

Page 207: Fernando Collantes - unizar.es

agregados, el resultado de esta emigración agraria hacia otras regiones (o hacia el

extranjero) era una tendencia hacia el aumento del PIB per cápita regional. Los niveles

de vida se hicieron así más parejos en unas y otras regiones. Por el camino, por

supuesto, la polarización económica y demográfica del territorio español se acentuaba

aún más: una proporción cada vez mayor de la actividad económica y la población se

concentraba en unas pocas provincias (y, dentro de ellas, en unas pocas ciudades),

mientras amplias superficies quedaban convertidas en desiertos demográficos.

Una buena prueba de la importancia de este factor migratorio es el hecho de

que la convergencia regional tendiera a detenerse en las décadas finales del siglo XX,

cuando estas migraciones interregionales dejaron de ser tan cuantiosas. Para

entonces, las regiones atrasadas, que ya habían dejado de ser simples periferias

agrarias durante el franquismo, contaban ya con un volumen reducido de población

agraria, por lo que el efecto del cambio ocupacional (el efecto del trasvase de

poblaciones agrarias con bajos niveles de productividad hacia otros empleos) no podía

ser tan grande como en el periodo previo. Tampoco fue tan cuantioso ya en este

periodo el flujo migratorio de estas poblaciones agrarias hacia regiones más

avanzadas, es decir, el ajuste demográfico que previamente había sido importante

para la convergencia de las regiones atrasadas en términos de PIB per cápita.

Por todo ello, las regiones atrasadas tendieron a mantenerse a una distancia

prudencial de las regiones avanzadas; una distancia inferior a la que había prevalecido

en los inicios de la modernización económica, pero que no parecía tender a

desaparecer una vez concluida esta e iniciada una nueva época post-industrial. De

hecho, las regiones atrasadas mostraban unas perspectivas más pobres de progreso

hacia comienzos del siglo XXI. Como las otras regiones, habían vivido un proceso de

terciarización, pero en su caso muy vinculado al empleo público creado en el marco

del Estado de las Autonomías y el Estado del bienestar, y no tanto a los servicios

privados (de superior productividad). También habían vivido una internacionalización

de su tejido productivo, pero su capacidad para atraer inversión directa extranjera era

claramente inferior a la de las regiones adelantadas. En parte por ello, además, sus

niveles de inversión en I+D eran inferiores a la media, como también lo era su

orientación exportadora. En suma, unas economías que sin duda habían culminado su

proceso histórico de modernización a lo largo de la segunda mitad del siglo XX, pero

que mostraban un nivel de dinamismo inferior al del cuadrante nororiental del país en

los inicios del siglo XXI. (Y que, de hecho, se encontrarían entre las más afectadas por

la crisis que se desencadenaría a partir de 2008.)

Page 208: Fernando Collantes - unizar.es

14 Aragón

Después de haber estudiado la evolución de las disparidades regionales en la

práctica anterior, en esta vamos a centrarnos en el caso concreto de Aragón.

Estudiaremos su historia económica desde el periodo preindustrial hasta comienzos

del siglo XXI.

LA ECONOMÍA ARAGONESA DEL ANTIGUO RÉGIMEN (1500-1800)

La economía aragonesa del Antiguo Régimen se parecía más a la castellana

que a la catalana (por tomar como referencia las dos regiones que hemos estudiado

con mayor detalle en la práctica anterior). Entre comienzos del siglo XVI y comienzos

del siglo XIX, el crecimiento económico de Aragón fue lento, irregular (volviéndose en

ocasiones nulo o negativo) y de corte netamente tradicional. También las fases largas

de cambio económico propias de este periodo siguieron una cronología similar a la

castellana. El siglo XVI fue una larga fase de expansión de la producción agraria

basada en la expansión de la superficie cultivada y el aumento de la población, sin

aumentos apreciables en la productividad del trabajo o los rendimientos de la tierra

(continuaron predominando los sistemas extensivos de explotación). La red urbana,

por su parte, era incluso más débil que en Castilla. Así, no hubo crecimiento

económico, sino más bien una expansión de tipo tradicional de la población y la

producción. A lo largo de la mayor parte del siglo XVII se vivió una fase inversa, de

contracción del sistema productivo tradicional, con caídas tanto de la población como

de la producción agraria. Finalmente, el sistema productivo tradicional volvió a

expandirse a lo largo del siglo XVIII: en un territorio de baja densidad de población,

existían amplias superficies susceptibles de ser roturadas conforme la población iba

creciendo de nuevo. También se consolidaron los sistemas ganaderos extensivos, en

particular la trashumancia ovina que conectaba los pastos estivales del Pirineo o el

Sistema Ibérico con pastos invernales en el Valle del Ebro o en las regiones

meridionales de España (como Castilla-La Mancha o Andalucía). No hubo, sin

Page 209: Fernando Collantes - unizar.es

embargo, mejoras apreciables en los rendimientos de la tierra o la productividad de la

mano de obra. Tampoco hubo, a pesar de la existencia de algunos brotes de

manufactura rural (por ejemplo, en algunas zonas de montaña de Teruel), un proceso

significativo de protoindustrialización. Los niveles de urbanización, por su parte,

también se mantuvieron muy reducidos: las ciudades eran pocas, pequeñas y

distantes entre sí. Como la mayor parte del interior del país, Aragón llegaba al inicio de

la era industrial con una economía poco dinámica.

BASE EXPORTADORA AGRARIA Y ARRANQUE DE LA INDUSTRIALIZACIÓN ARAGONESA (1800-1936)

El motor de la industrialización aragonesa fue el estímulo económico que

suponía la industrialización catalana y las demandas asociadas a la misma. En un

primer momento, la industrialización catalana, combinada con la integración del

mercado nacional, parecía restar oportunidades industriales a una economía menos

dinámica como la aragonesa. (¿Podrían los empresarios hacer frente a la competencia

catalana?) Durante la segunda mitad del siglo XIX, la economía aragonesa continuó

muy orientada hacia la agricultura y, dentro de esta, hacia una agricultura extensiva de

rendimientos bajos. (Otro de los pilares del sistema agrario preindustrial, la

trashumancia ovina, entró en crisis como consecuencia del encarecimiento de los

pastos invernales que siguió a la liberalización del mercado de la tierra.) Sin embargo,

esta agricultura tradicional experimentó una expansión importante como consecuencia

de la creciente demanda catalana de cereales. En Cataluña, la industrialización, la

urbanización y el aumento de la renta expandían la demanda de alimentos básicos

más allá de lo que el sistema productivo regional podía abastecer a precios

competitivos, lo cual creaba oportunidades para la compra de estos productos en el

exterior. La crisis agraria de finales del siglo XIX, con la llegada de productos agrarios

muy baratos procedentes de ultramar, amenazó con desestructurar las relaciones

económicas entre Aragón y Cataluña, pero el giro hacia el proteccionismo las

consolidó, convirtiendo a Aragón en un territorio de especialización agraria dentro de

una región económica más amplia cuyo centro era en realidad Barcelona.

En una segunda fase, una vez consolidada esta base exportadora cerealícola

(a la que fugazmente se unió también el vino con vistas a su exportación a Francia,

orientación que no se consolidó tras la transmisión a Aragón de la plaga de la filoxera

y el viraje francés hacia el proteccionismo), la economía aragonesa fue dando sus

primeros pasos industriales. Esto ocurrió durante las primeras décadas del siglo XX,

Page 210: Fernando Collantes - unizar.es

bajo el liderazgo de empresas pequeñas y medianas creadas con capital aragonés.

Las exportaciones de cereales hacia Cataluña fueron generando estímulos hacia

delante, es decir, sobre la producción industrial de harinas: en lugar de exportar los

cereales, Aragón comenzó a utilizarlos cada vez más como materia prima para fabricar

sus propias harinas. Aunque los orígenes de esta actividad arrancaban de largo

tiempo atrás, el giro hacia el proteccionismo de finales del siglo XIX consolidó la

orientación de la industria harinera aragonesa hacia el abastecimiento del mercado

catalán. Las exportaciones agrarias también generaron estímulos hacia atrás, y así fue

surgiendo también una industria de transformados metálicos que abastecía a los

agricultores y comerciantes de cereales.

La modernización de la economía aragonesa durante el primer tercio del siglo

XX, acompañada como en el conjunto del país por el inicio de una transición

demográfica (cuadro 14.1), se completó con el desarrollo de otras actividades. La

construcción y las obras públicas crecieron a un ritmo animado. En el Pirineo, grandes

empresas se lanzaron a la explotación hidroeléctrica del curso alto de los ríos,

convirtiendo a Aragón en una gran exportadora de electricidad hacia los focos

industriales catalán y vasco. En partes de Teruel pasaron a explotarse yacimientos de

carbón que contribuían a la transición energética del país. Finalmente, la ciudad de

Zaragoza era el núcleo de un emergente sistema financiero compuesto por bancos y

cajas de ahorro.

Cuadro 14.1. El cambio demográfico en Aragón

1877/1900 1920/30 1940/50 1971/5 2000 Tasa de natalidad 37,0 28,1 18,5 15,1 8,2 Tasa de mortalidad 33,8 18,7 13,3 9,1 9,9 Variación natural 3,2 9,4 5,2 6,0 –1,7 Tasa migratoria –2,4 –6,0 –1,9 –2,3 0,4 Variación total 0,8 3,4 3,3 3,6 –1,3

Fuente: Germán (2012). Todas las tasas están calculadas en tantos por mil.

ARAGÓN, UNA REGIÓN ESPAÑOLA AVANZADA (1936-2007)

Tras las dificultades de la década de 1940, que afectaron tanto a la agricultura

como a la industria, Aragón contribuyó con fuerza al nuevo ciclo de crecimiento

económico que se abrió en España a partir de la década de 1950. La productividad

Page 211: Fernando Collantes - unizar.es

agraria creció con rapidez, conforme cuantiosos flujos de mano de obra emigraban a

las ciudades (impulsando un crecimiento significativo de la tasa de urbanización;

cuadro 14.2) y los agricultores que permanecían en el negocio realizaban costosas

inversiones para capitalizar sus explotaciones y elevar así su nivel tecnológico. Pero,

como en España en su conjunto, el peso de la agricultura dentro del empleo y el PIB

fue cayendo, y fue la industria el sector que lideró el crecimiento económico. En

Aragón, la industria metalúrgica, cuyo arranque se había producido ya durante el

primer tercio del siglo XX, experimentó ahora una rápida expansión, y la tradicional

especialización alimentaria de la industria aragonesa se tornó ahora en especialización

metalúrgica.

Cuadro 14.2. Tasa de urbanización (porcentaje de población residente en localidades de

más de 5.000 habitantes) en Aragón

1800 1860 1900 1930 1950 1981 2001

13 14 16 23 34 65 68

Fuente: Germán (2012).

En este caso, como en otras etapas del pasado aragonés, la demanda

efectuada por otras zonas del cuadrante nordeste del país (con Cataluña a la cabeza)

resultó crucial para el crecimiento económico. A diferencia de lo que había ocurrido

con el crecimiento industrial del primer tercio del siglo XX, cuando el tejido industrial

aragonés había mostrado un alto grado integración productiva (es decir, múltiples

vínculos entre empresas aragonesas de diferentes ramas y sectores), aquel tendió

ahora hacia una cierta desintegración, abasteciendo las demandas efectuadas dentro

la región económica del nordeste del país. Así, la industria metalúrgica, en particular,

era una industria sin cabecera dentro de Aragón: una industria orientada

primordialmente a abastecer a las industrias de cabecera localizadas en otras

regiones. La tendencia hacia una menor integración productiva del tejido industrial

aragonés fue acompañada de una creciente participación del capital externo a la

región en las principales empresas, en contraste con el predominio del capital local

durante el arranque de la industrialización en las primeras décadas del siglo XX. Las

economías externas y la favorable atmósfera empresarial presente en Aragón después

de décadas de industrialización estaban así favoreciendo un crecimiento del sector

industrial que iba mucho más allá de las posibilidades del capital aragonés y la

demanda aragonesa. De hecho, el crecimiento industrial fue durante este periodo

mucho más rápido que durante el primer tercio del siglo XX.

Page 212: Fernando Collantes - unizar.es

La política económica del franquismo afectó a Aragón en dos sentidos. En

primer lugar, en un sentido positivo, la ciudad de Zaragoza fue designada como polo

de desarrollo dentro de la política puesta en marcha en los años finales del franquismo

con objeto de reducir las disparidades territoriales. Esto permitió a la ciudad y sus

alrededores beneficiarse de inversiones públicas en infraestructuras de transporte e

instalaciones empresariales (como polígonos industriales). A los empresarios, por su

lado, les permitió acceder a subvenciones y beneficios fiscales. Todo ello contribuyó al

rápido crecimiento económico de Zaragoza y, por extensión, de Aragón durante este

periodo. Con todo, el polo de desarrollo remaba a favor de la corriente: más que

impulsar una economía estancada, lo que hizo fue contribuir a acelerar ligeramente el

ritmo de crecimiento de una economía que estaba alcanzando un gran dinamismo por

sus propios medios. (De hecho, a diferencia de otras ciudades designadas como polo

de desarrollo, por ejemplo en la mitad sur del país, Zaragoza sí arrastraba tras de sí

una tradición industrial importante.) Además, la política económica del franquismo

también afectó a Aragón en un segundo sentido, menos favorable. Como las cajas de

ahorros, afectadas por estrictas normativas sobre asignación de crédito a sectores

estratégicos, tenían en Aragón un protagonismo dentro del sistema financiero superior

a la media nacional, la aplicación de estas normativas implicó de facto un drenaje de

recursos desde Aragón hacia el resto de España.

Pero fue sobre todo tras el franquismo, durante las décadas finales del siglo

XX, cuando Aragón se consolidó como una de las economías regionales más

prósperas de España. Fue entonces, por ejemplo, cuando su renta relativa pasó por

primera vez a superar claramente la media nacional (cuadro 14.3).

Cuadro 14.3. Renta disponible per cápita relativa en Aragón (España = 100)

1950 1980 2000

98 100 118

Fuente: Carreras (2005).

En plena crisis económica de 1975-85, cuando los niveles de inversión estaban

cayendo por todas partes, Aragón recibió el cuantioso flujo de inversión directa

extranjera representado por la apertura en Figueruelas de una planta de fabricación de

automóviles por parte de la empresa multinacional General Motors. La empresa se vio

atraída por una combinación de factores: la presencia de una mano de obra

relativamente cualificada pero cuyo salario era más bajo que el de la mayor parte de

Page 213: Fernando Collantes - unizar.es

países europeos, la existencia de una tradición empresarial en el sector metalúrgico

aragonés, y una situación geográfica próxima al mercado común europeo. Este último

factor era importante porque la lógica de la inversión realizada por General Motors en

Aragón consistía en utilizar Figueruelas como plataforma desde la que exportar hacia

el mercado común aprovechando unos costes salariales relativamente bajos. General

Motors fue el elemento más llamativo de un proceso más amplio de

internacionalización del tejido empresarial radicado en Aragón, con una penetración

cada vez mayor del capital extranjero (en muchas ocasiones también como resultado

de la absorción por su parte de empresas locales en apuros) y la formación de cada

vez más densas redes comerciales con el exterior.

La instalación de General Motors abrió una nueva etapa en la historia

económica aragonesa. No sólo contribuyó a aumentar la tasa de inversión de la

economía regional en un momento crítico (antes de la apertura de un nuevo ciclo de

crecimiento económico en España a partir de 1985), sino que, considerando el

conjunto del periodo, generó diversos efectos positivos. Las exportaciones

aragonesas, de las cuales los automóviles producidos en Figueruelas pasaron a

representar una proporción muy importante, crecieron con rapidez. La fábrica, de

grandes dimensiones, creó numerosos empleos directos, así como también indirectos.

Entre estos últimos destacó el estímulo que General Motors supuso para las industrias

auxiliares, de componentes (algunas de ellas también multinacionales), que con el

tiempo terminaron vendiendo sus productos también a fabricantes de automóviles

radicados fuera de Aragón (buena muestra de su competitividad).

Cuadro 14.4. Estructura porcentual de la población activa aragonesa

1860 1900 1930 1950 1975 2000 Agricultura 73 73 61 59 26 9 Industria 10 13 13 13 25 24 Construcción 5 5 9 10 Servicios 17 14 22 23 41 57

Fuente: Germán (2012).

Aragón profundizaba así su especialización industrial metalúrgica,

especialización que ahora (a diferencia de lo que había ocurrido durante el

franquismo) contaba con una la industria del automóvil como cabecera local. Otras

especializaciones industriales de Aragón durante este periodo fueron, como en épocas

anteriores, la alimentación y la producción eléctrica. Al igual que en el resto del país,

Page 214: Fernando Collantes - unizar.es

estos fueron también años de terciarización (cuadro 14.4), si bien en el caso aragonés

los servicios facturados por empresas privadas tuvieron una importancia

comparativamente menor que en otras regiones españolas avanzadas; en su lugar, el

empleo público, vinculado a la creación de la Comunidad Autónoma y la posterior

transferencia a la misma de competencias intensivas en mano de obra (como la

sanidad y la educación), desempeñó un papel relevante.

Page 215: Fernando Collantes - unizar.es

15 Impacto ambiental

La Conferencia de Naciones Unidas sobre Medio Ambiente y Desarrollo

celebrada en Río de Janeiro en 1992 definió el desarrollo sostenible como aquel

desarrollo que no compromete el desarrollo de las generaciones futuras. De este

modo, no sólo quedó firmemente fijado en la agenda política un nuevo tema, sino que

también fue cada vez más frecuente la incorporación de lo ambiental a los análisis

económicos. El medio ambiente constituye una suerte de patrimonio natural que las

sociedades, en su búsqueda de progreso económico, pueden dilapidar o, por el

contrario, conservar o incluso acrecentar. Dos sociedades pueden tener similares

resultados de crecimiento económico o nivel de vida y, sin embargo, diferenciarse

entre sí en función de su mayor o menor explotación de sus recursos naturales, de la

mayor o menor sostenibilidad ambiental de su modelo productivo. Ambas sociedades

tendrían niveles similares de renta (por centrarnos en esta variable), pero niveles

diferentes de riqueza, ya que el patrimonio natural forma parte de esta última. También

estarían dejando un legado diferente a sus respectivas generaciones futuras. Aspectos

todos ellos que, por su importancia, merecen ser considerados en cualquier análisis

del cambio económico a lo largo del tiempo.

Centraremos nuestra atención en dos aspectos clave del impacto ambiental

generado por el cambio económico en el largo plazo. En primer lugar, prestaremos

atención a la contaminación atmosférica que se deriva de lo que hemos llamado la

transición energética: la utilización masiva de combustibles fósiles, que emite diversos

gases que van a parar a la atmósfera con efectos nocivos. Y, en segundo lugar,

prestaremos atención a los requerimientos de materiales de la economía, es decir, el

grado en que el funcionamiento del sistema productivo requiere la extracción y

utilización de materiales físicos y, por ello, genera un impacto sobre el medio

ambiente. Cada uno de estos dos impactos, por su parte, puede medirse en términos

absolutos y en términos relativos. El impacto relativo es la cantidad de emisiones de

gases contaminantes o los requerimientos de materiales puestos en relación al PIB o a

la población, y nos proporciona una medida del impacto ambiental que genera cada

Page 216: Fernando Collantes - unizar.es

unidad de PIB o cada habitante de una determinada sociedad. Esta es una medida

importante del impacto ambiental, ya que se trata de la que en mayor medida puede

reflejar los éxitos de las primeras respuestas políticas y sociales al deterioro ambiental.

Sin embargo, el análisis debe ser complementado por el impacto en términos

absolutos, es decir, la cantidad total de emisiones de gases o de requerimientos

materiales.

La historia europea parece mostrar que el cambio económico y demográfico ha

tenido un impacto ambiental creciente, al menos hasta finales del siglo XX. Las

economías preindustriales, con su bajo nivel de crecimiento económico y demográfico

y su dependencia de energías orgánicas (aspectos ambos, como sabemos, muy

relacionados entre sí), no generaron grandes impactos ambientales. (Los principales

debieron de darse en las economías orgánicas avanzadas, en las que el progreso

condujo a un paulatino agotamiento de las reservas de madera próximas a las

ciudades.) Las primeras fases de la industrialización generaron un impacto ambiental

superior, ya que la decisiva utilización de un combustible fósil como el carbón

comenzó a aumentar las emisiones de gases contaminantes. Además, hasta finales

del siglo XIX se detectaron diversos problemas de contenido ambiental en las

ciudades, cuya expansión estaba teniendo lugar sin las adecuadas medidas de

planificación urbanística. Con todo, aún a la altura de la Segunda Guerra Mundial la

escala a la que se manifestaron estos problemas era todavía relativamente modesta:

muy notable en las ciudades de las economías más avanzadas, pero al fin y al cabo

buena parte del continente europeo (su periferia mediterránea y oriental) mostraba un

ritmo mucho más pausado de industrialización y urbanización, con lo que en su caso el

impacto ambiental del cambio económico era menor.

Esto cambió en las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, la “edad

de oro” del crecimiento económico que fue al mismo tiempo una era de deterioro

ambiental acelerado. El crecimiento económico de este periodo, al estar muy orientado

hacia la industria pesada, fue intensivo en materiales y energía (haciendo uso de

grandes cantidades del por aquel entonces barato petróleo), generando un gran

impacto ambiental. Las tasas de urbanización aumentaron por todas partes,

experimentándose un gran crecimiento en el tamaño y el número de ciudades; en

consecuencia, aumentaron los flujos de transporte (y, en consecuencia, el uso de

petróleo) necesarios para abastecer a las poblaciones urbanas. Y el propio estilo de

vida de las poblaciones urbanas pasó a incluir la utilización regular de automóviles

privados, otro factor de deterioro ambiental. El petróleo, en general, generaba un

impacto ambiental relativo inferior al del carbón (era una energía más limpia o, si se

quiere, menos sucia), pero, dado que la escala de la actividad económica y el tamaño

Page 217: Fernando Collantes - unizar.es

de la población habían aumentado mucho, el impacto ambiental continuó aumentando

en términos absolutos.

Esto generó desde la década de 1960 nuevos movimientos sociales y, en

ocasiones, políticos que reclamaban un mayor cuidado del medio ambiente por parte

de sociedades cada vez más opulentas en las que las necesidades básicas de la

población se encontraban sobradamente satisfechas. También la crisis del petróleo

iniciada en 1973 contribuyó a aumentar la sensibilidad social y política sobre temas

ambientales. Desde entonces, hay pruebas de una reducción del impacto relativo del

cambio económico en diferentes países y sectores. A ello ha contribuido no sólo la

política ambiental, sino también la desindustrialización y el paso a una economía

terciarizada. Pese a todo, en muchos aspectos el impacto ambiental del cambio

económico ha continuado creciendo en términos absolutos, ya que la escala de la

actividad económica es cada vez mayor. En un sentido similar ha actuado el proceso

de contraurbanización, que, al trasladar estilos de vida hasta entonces urbanos a

zonas residenciales periféricas, aumentó los flujos de transporte desarrollados por

empresas y particulares en las ciudades y su entorno próximo. (Ello por no hablar de

problemas globales que traspasaban las fronteras de los países, como el cambio

climático.)

A continuación consideramos el caso de España, si bien el volumen de

investigaciones disponibles sobre este tema es mucho más reducido que en el resto

de prácticas de la asignatura. Por ello, las siguientes páginas son muy esquemáticas.

LA SOSTENIBILIDAD DE LA ECONOMÍA PREINDUSTRIAL (1500-1840) La economía preindustrial era una economía de base orgánica, que se

apoyaba sobre fuentes de energía como la solar, la hidráulica y la eólica. Estas

fuentes liberaban mucha energía, pero los convertidores de la época no podían sino

aprovechar una parte mínima de la misma: la energía solar era aprovechada por las

plantas a través del proceso de fotosíntesis (nada que ver con la explotación moderna

a través de placas), y las energías hidráulica y eólica lo eran por parte de molinos

(nada que ver, tampoco, con las plantas eléctricas o los aerogeneradores del

presente). Otras fuentes de energía eran la combustión de la madera y la energía

suministrada directamente por la fuerza de los animales o el propio ser humano. Se

trataba, por lo tanto, de fuentes de energía renovables, cuya explotación no implicaba

un menoscabo del patrimonio natural que cada generación legaba a la siguiente. La

economía preindustrial era, de este modo, una economía básicamente sostenible.

Page 218: Fernando Collantes - unizar.es

En los campos, las actividades agrícolas y ganaderas se desarrollaban en el

marco de un circuito casi cerrado en el cual la mayor parte de los inputs tenían un

origen natural y provenían de la propia comarca, y en el cual los residuos de unas

actividades podían ser aprovechados como inputs de otras. Los agricultores utilizaban

semillas que obtenían de su anterior cosecha, así como herramientas rudimentarias

fabricadas con materias primas locales. Los ganaderos utilizaban pastos naturales: en

ocasiones, pastos situados en su propia comarca; otras veces, como en el caso de la

trashumancia, los pastores se desplazaban con las ovejas para que estas se

alimentaran en pastos naturales situados en otras comarcas. Además, los

excrementos de los animales no eran un residuo inútil, sino que se utilizaban para

abonar los campos; es decir, eran un input para la actividad agrícola. En suma, la

actividad agropecuaria se desarrollaba en un marco tecnológico que favorecía su

reproducibilidad y sostenibilidad a lo largo del tiempo, generando un impacto ambiental

pequeño. De hecho, la actividad agropecuaria generaba más energía (por ejemplo, a

través de las calorías contenidas en los alimentos que producía) que la energía que

absorbía a través de sus inputs.

La sostenibilidad ambiental de la agricultura preindustrial era favorecida

también por algunos de los rasgos institucionales del Antiguo Régimen. Existían

amplias superficies (sobre todo, montes) que se aprovechaban de manera comunal, y

ello podría haber generado un problema de sobreexplotación, dado que cada individuo

tenía en principio incentivos a explotar los recursos comunes de manera más que

proporcional. Sin embargo, para evitar este problema las comunidades rurales

establecían estrictas regulaciones sobre el uso de este tipo de superficies. También

algunos de los rasgos comunitaristas que hemos conocido en prácticas anteriores,

como la superposición de derechos de uso y derechos de propiedad sobre una misma

superficie, iban encaminadas a optimizar la oferta de inputs locales para un sistema

agropecuario de circuito casi cerrado: así, por ejemplo, era frecuente en muchos

lugares que las regulaciones comunitarias garantizaran a los ganaderos acceso

temporal a superficies agrícolas que no eran de su propiedad con objeto de utilizarlas

para la alimentación de sus animales.

En las ciudades, por su parte, el impacto ambiental de la actividad económica

era reducido. Los artesanos utilizaban fuentes de energía orgánicas, renovables y que

no emitían gases contaminantes a la atmósfera. El flujo de mercancías organizado por

los comerciantes se basaba en el transporte por medio de animales y barcos de vela,

por lo que tampoco inducía un impacto ambiental importante.

En pocas palabras, una economía con tendencia a la sostenibilidad. Ahora

bien, no cabe inferir de aquí que se tratara de un caso de desarrollo sostenible: como

Page 219: Fernando Collantes - unizar.es

hemos visto en prácticas anteriores, apenas había desarrollo. Y no era casualidad: las

renovables y sostenibles fuentes de energía utilizadas durante estos siglos

proporcionaban una baja cantidad de energía por trabajador, limitando el crecimiento

económico y las posibilidades de progreso social.

EL IMPACTO AMBIENTAL DE LAS PRIMERAS FASES DE LA MODERNIZACIÓN ECONÓMICA (1840-1936)

El arranque de la industrialización y el crecimiento moderno implicó una

intensificación del impacto ambiental de la actividad económica. Se produjo el inicio de

la transición energética: la energía del carbón, convertida a través de máquinas de

vapor, pasó a ser fundamental para la aplicación de innovaciones tecnológicas en la

industria moderna. En el planto ambiental, sin embargo, esto supuso una ruptura en el

sentido de que el carbón era una fuente de energía no renovable, a diferencia de lo

que había sido el caso con las energías renovables del periodo preindustrial (y que en

no poca medida continuaban utilizándose en la agricultura e incluso en algunas ramas

industriales). La combustión de carbón en las fábricas también supuso, claro está, un

aumento de las emisiones de gases contaminantes, con el consiguiente deterioro de la

calidad atmosférica en las ciudades industriales; deterioro que vino a unirse al resto de

problemas de salud pública registrados en las ciudades españolas durante las

primeras décadas de la modernización.

Aunque no existen estadísticas al respecto, también es probable que los

requerimientos de materiales aumentaran con el paso a la economía industrial. Para

empezar, la extracción de carbón generó un impacto ambiental considerable en las

comarcas mineras, cuyo paisaje se vio transformado de manera radical. (Las

condiciones ambientales de las minas, por su parte, eran también muy nocivas para la

salud de los trabajadores.) Además, el impulso dado por las inversiones extranjeras a

otras ramas de la minería española (mercurio, cobre, plomo) a lo largo de este periodo

también generó impacto ambiental. Incluso materias primas cuyo protagonismo

relativo parecía llamado a disminuir en la era industrial, como la madera (ahora

paulatinamente sustituida por otros materiales de construcción y otras fuentes de

energía), experimentaron un crecimiento en su demanda en términos absolutos: dado

que la escala de la actividad económica era cada vez mayor, también lo era la

demanda de materiales. En el caso de la madera, ya antes de la Guerra Civil podría

haber estado en marcha por esta causa un proceso de deforestación en algunas

partes del país.

Page 220: Fernando Collantes - unizar.es

Ni siquiera la agricultura, que durante la mayor parte de este periodo continuó

utilizando de manera predominante las energías orgánicas tradicionales, quedó al

margen. En términos generales, la agricultura española continuó siendo un sector

exportador de energía hacia otros sectores: la energía contenida en sus producciones

superaba a la absorbida por sus procesos productivos. Pero, en especial durante la

segunda mitad del siglo XIX, el sistema agropecuario tradicional tendió a

desestabilizarse en algunas zonas del país. En algunas comarcas andaluzas, en

particular, se ha encontrado que, tras la liberalización de los usos del suelo que se

produjo en la parte central del siglo, el crecimiento demográfico condujo a una

creciente orientación del sistema productivo local hacia las actividades agrícolas en

detrimento de las ganaderas. A medio plazo, esto desestabilizó el circuito cerrado en

que venía moviéndose el sistema agropecuario, al reducir, por ejemplo, las

disponibilidades de estiércol para el desarrollo de los cultivos. El resultado fue un

deterioro del rendimiento de la tierra. Similar resultado se dio en otras comarcas en las

que el afán por roturar terrenos marginales (para aprovechar, por ejemplo, coyunturas

alcistas en el precio de un determinado producto) terminó desembocado en

sobrecarga ecológica: un crecimiento de la población superior a la capacidad de

producción de recursos por parte del ecosistema local en el medio plazo.

Así pues, el arranque del crecimiento económico moderno generó diversos

impactos ambientales que contrastan con el carácter sostenible de la (por otro lado

poco dinámica) economía preindustrial. No faltó incluso una respuesta social a estos

problemas. Desde finales del siglo XIX y a lo largo de las primeras décadas del siglo

XX, el pensamiento higienista insistió en la necesidad de garantizar una atmósfera

salubre en las ciudades, recomendando para ello una mayor implicación de las

administraciones en la planificación y gestión urbanísticas. También comenzaron a

surgir proyectos de construir ciudades jardín y mejorar la provisión de parques y

espacios verdes dentro las ciudades, con objeto de hacerlas más agradables.

En cualquier caso, el impacto ambiental de estas primeras fases de la

industrialización fue en España probablemente menor que en los países europeos más

avanzados. La transición energética fue más lenta en España, en parte como

consecuencia de la mala dotación de carbón; además, buena parte de esta transición

fue hecha posible por la energía hidroeléctrica, cuyo impacto ambiental era menor que

el del carbón. La propia industrialización fue más lenta en España, y la mayor parte de

la energía usada por los agricultores era aún de origen orgánico. También fue más

lento y tardío el proceso de urbanización, con lo que los graves problemas urbanos

vividos por los líderes europeos afectaron en España a una proporción menor de la

población.

Page 221: Fernando Collantes - unizar.es

EL DETERIORO AMBIENTAL DURANTE EL FRANQUISMO (1936-1975)

Aunque carecemos de investigaciones específicas sobre el tema, no parece

que la evolución de la economía española durante el primer franquismo condujera a

una intensificación del impacto ambiental. Al fin y al cabo fue un periodo de

estancamiento económico durante el cual los principales sectores atravesaron

dificultares y vieron truncados sus respectivos procesos de modernización. En cambio,

sí parece claro que la fase de acelerado crecimiento económico desplegada entre la

década de 1950 y mediados de la década de 1970 generó un impacto ambiental como

nunca antes en la historia de España.

El crecimiento económico del franquismo se apoyó en la utilización masiva de

combustibles fósiles, en particular el (por aquel entonces barato) petróleo, y otros

materiales físicos. El sector motriz del crecimiento económico, la industria pesada

orientada hacia la producción de bienes de inversión, es un buen ejemplo de ello, pero

los otros puntales del crecimiento económico del periodo también contribuyeron al

deterioro ambiental. Las empresas de la construcción realizaban un uso intensivo de

materiales físicos; de hecho este fue un periodo durante el cual aumentó fuertemente

el peso de los productos de cantera dentro de los requerimientos de materiales

realizados por la economía española (cuadro 15.1). El desarrollo del turismo de masas

en el litoral mediterráneo, importante tanto para la mitigación de la restricción exterior a

que estaba sujeto el crecimiento de la economía española como para el progreso del

nivel de vida de gran número de personas, tuvo lugar sin tener en cuenta los impactos

sobre el paisaje y el medio ambiente. Los numerosos embalses construidos para

impulsar la producción eléctrica y la agricultura de regadío tuvieron un profundo

impacto sobre los territorios rurales afectados, muchos de ellos zonas de montaña

cuyo sistema tradicional de usos del suelo se vio desarticulado.

Cuadro 15.1. Composición porcentual de los requerimientos totales de materiales por

grupos de sustancias

1955 1975 2000 Energéticos 39 25 27 Minerales 16 21 22 Productos de cantera 7 26 32 Biomasa 31 21 13 Excavación 5 7 4 Otros 0 1 3

Fuente: Carpintero (2005).

Page 222: Fernando Collantes - unizar.es

Incluso el sector primario, que en este periodo presenció la incorporación de un

nuevo bloque tecnológico dependiente de la utilización de energías inorgánicas, se

convirtió progresivamente en foco de problemas ambientales. La utilización creciente

de fertilizantes químicos conducía a una paulatina mineralización de los suelos (lo cual

tendía a empobrecerlos). El nuevo modelo de ganadería intensiva basado en razas de

alto rendimiento alimentadas en régimen de estabulación por medio de piensos

industriales, al desvincular a la ganadería de los pastos naturales y la actividad

agrícola, convirtió los excrementos de los animales en simples residuos que pasaron a

ser vertidos a los ríos próximos a las granjas. Los tractores se movían gracias a

combustibles derivados del petróleo y, por lo tanto, realizaban emisiones

contaminantes hacia la atmósfera. Y, en la medida en que una proporción cada vez

mayor de los inputs utilizados por los agricultores no eran producidos a escala local

(quebrándose definitivamente el tradicional circuito cerrado de los sistemas

agropecuarios orgánicos), el progreso agrario demandaba indirectamente el consumo

de grandes cantidades de combustible para transportar dichos inputs hacia los

campos. A resultas de todo ello, la agricultura dejó en este periodo de ser un sector

superavitario en términos energéticos y, por primera vez en la historia, la energía

producida por el sector pasó a ser inferior a la energía requerida por el mismo.

Además, también los cambios en la distribución territorial de la población y en

las pautas de consumo contribuyeron a acentuar el impacto ambiental del cambio

económico. Las ciudades, cada vez más numerosas y grandes, eran el centro de una

enorme cantidad de flujos de materiales que entraban y salían con objeto de abastecer

a las poblaciones y empresas, así como de dar salida a las producciones de estas

últimas, todo ello con el consiguiente uso de grandes cantidades de combustible. La

difusión del automóvil entre los hogares españoles, un elemento central en la

formación de la sociedad de consumo de masas, condujo a un estilo de vida menos

sostenible, más intensivo en el uso de fuentes de energía contaminantes y no

renovables.

La respuesta política y social ante el deterioro ambiental provocado por el

cambio económico fue muy tibia. En el plano político, si el régimen franquista hizo de

la industrialización su objetivo principal, al cual debían subordinarse los demás, la

conservación medioambiental o la sostenibilidad del modelo productivo ni siquiera

lograron erigirse en un objetivo secundario. La naturaleza fue puesta al servicio de un

progreso económico lo más rápido posible, sin tener en cuenta el impacto ambiental

de las nuevas actividades de las empresas y el nuevo estilo de vida de la población.

En el plano social, surgieron, es cierto, visiones discordantes, alternativas: conforme

Page 223: Fernando Collantes - unizar.es

España iba convirtiéndose en una sociedad opulenta, una nueva generación de

españoles reunía condiciones para interesarse por el incipiente movimiento ecologista

y reclamar la necesidad de compatibilizar progreso económico y conservación

medioambiental. Hacia el final del franquismo, de hecho, hubo protestas sociales

concretas ligadas a algunos de los problemas ambientales descritos con anterioridad.

Sin embargo, la difusión de los valores ambientalistas se mantuvo circunscrita a una

pequeña proporción de la población, muchas veces jóvenes que no habían vivido de

manera acusada las penurias de la Guerra Civil y la posguerra y que, por tanto, eran

menos entusiastas en torno a la sociedad de consumo de masas que estaba

formándose. En general, la mayor parte de españoles, muchos de los cuales habían

sufrido profundamente dichas penurias, concedía gran importancia al progreso

material y no se inquietaba aún demasiado por sus costes ambientales; actitud que

desde luego se veía reforzada por la propaganda política (que iba en esa misma

dirección) y por la censura que en un régimen dictatorial sufrían las opiniones

discordantes. Todavía en plena transición hacia la democracia, un importante cargo

del Ministerio de Agricultura, que participaba en un acto oficial en un pueblo del interior

del país, se encontró con que un grupo de ciudadanos portaba una pancarta en la que

se leía: “¡Queremos contaminación!”, en referencia a su deseo de que el desarrollo

industrial de la comarca no se viera obstaculizado por políticas de conservación

medioambiental. Una simple anécdota, pero que ilustra bien la gran distancia que

separa a este periodo del tiempo presente.

DEMOCRACIA, TERCIARIZACIÓN Y MEDIO AMBIENTE (1975-2007)

A lo largo de las décadas finales del siglo XX, el grado de concienciación

ambiental de la ciudadanía aumentó. En parte como consecuencia del éxito

económico del periodo 1950-75, que condujo a la formación de una sociedad de

consumo moderna, más y más personas comenzaron a defender valores post-

materialistas: una sociedad opulenta, en la que cada vez más personas tenían un nivel

de consumo cada vez más alto (y, por tanto, gastaban cada vez más dinero en bienes

y servicios que no respondían a auténticas necesidades sino más bien a simples

deseos), comenzaba a relativizar la importancia de las posesiones materiales, el

consumo y, en general, el crecimiento económico. Durante la década de 1970, los

valores post-materialistas estaban confinados a un estrecho círculo de grupos

minoritarios pero, para comienzos del siglo XXI, habían ganado un público algo más

amplio. Por otro lado, y más allá de estos planteamientos teóricos, el periodo

Page 224: Fernando Collantes - unizar.es

presenció también la emergencia de protestas sociales cuyo contenido era ambiental:

protestas relacionadas con la construcción de embalses en zonas ecológicamente

sensibles, con trasvases de agua entre cuencas hidrológicas distantes, con la

instalación de almacenes de residuos nucleares… Al mismo tiempo que los

ciudadanos se hacían más sensibles a los problemas ambientales, los políticos iban

incorporando el medio ambiente a su agenda. Dos hitos significativos fueron, en primer

lugar, la introducción de cláusulas de transversalidad medioambiental, de acuerdo con

las cuales todas las administraciones públicas debían evaluar el impacto ambiental de

sus actuaciones antes de llevar estas a cabo, y, en segundo lugar, la creación de un

Ministerio de Medio Ambiente. En especial tras la conferencia de Río, el término

“desarrollo sostenible” ha estado muy presente en el vocabulario de los políticos

españoles.

¿Condujo esta mayor concienciación ambiental a un menor impacto de las

actividades económicas? Un punto que la España de la democracia tenía a su favor en

este sentido era el proceso de desindustrialización y terciarización que comenzó a

tener lugar a partir de aproximadamente 1980. El desmantelamiento de un tejido

industrial poco competitivo a escala internacional y muy duramente golpeado por la

crisis de la década de 1970 tuvo consecuencias sociales muy negativas, al aumentar

el desempleo y congelar el nivel de renta de buena parte de la población. Sin

embargo, desde el punto de vista ambiental, ¿no suponía una oportunidad de reducir

el impacto ambiental de nuestra economía? Frente a la imagen de las humeantes

chimeneas industriales, la imagen de una economía más sofisticada, más limpia,

basada en los servicios.

No está claro, sin embargo, que la economía española de finales del siglo XX y

de la primera década del siglo XXI haya reducido su impacto sobre el medio ambiente.

Los datos disponibles sobre emisión de gases contaminantes muestran una mejora en

algunos gases y un empeoramiento en otros. Una de las razones es que, más allá de

la desindustrialización, lo cierto es que otro de los grandes determinantes del impacto

ambiental, la motorización de la sociedad española, no sólo no se ha detenido sino

que incluso ha alcanzado niveles superiores a los del pasado. No sólo ha aumentado

el número de coches en circulación, sino que también ha aumentado notablemente la

movilidad cotidiana de la población al compás de la contraurbanización.

Tampoco está claro que la economía española haya pasado a hacer un uso

menos intensivo de materiales físicos, como podríamos pensar que ocurriría en una

economía que se desindustrializa. Los cálculos disponibles sobre requerimientos de

materiales revelan un panorama ambiguo en el que no se produce una tendencia clara

hacia la desmaterialización de la economía: no hay desmaterialización en términos

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absolutos, ni tampoco en relación a la población; sólo la hay en relación al PIB (cuadro

15.2). En consecuencia, aunque cada unidad de PIB va requiriendo un consumo de

materiales inferior al del pasado, cada habitante requiere más y, en términos

agregados, la economía y la sociedad españolas requieren más.

Cuadro 15.2. La intensidad material de la economía española: requerimientos de

materiales (toneladas) por peseta de PIB y por habitante

1955 1970 2000 Por peseta (de 1995) de PIB 24,1 20,1 17,2 Por habitante 9,2 17,4 37,6

Fuentes: Carpintero (2005), Prados de la Escosura (2003). Elaboración propia.

Una de las causas parece ser el hecho de que, en la España democrática, el

sector de la construcción se erigiera en uno de los sectores motrices de la economía

(al menos hasta el estallido de la actual crisis). Se trataba, por su propia naturaleza, de

un sector muy intensivo en materiales físicos; de hecho, el peso de los productos de

cantera dentro del conjunto de materiales requeridos por la economía española

continuó aumentando durante este periodo. Hay que tener en cuenta, además, que los

productos de cantera necesitan ser transportados hacia las obras, por lo que, más allá

de su impacto ambiental directo, la expansión del sector de la construcción generó

también un impacto indirecto sobre la calidad ambiental de la atmósfera.

Además, la expansión del sector de la construcción también generó un

evidente impacto paisajístico, ya que en numerosos casos se concedieron licencias de

construcción en zonas ambientalmente sensibles. Por todas partes en España,

numerosos paisajes de costa y de interior se vieron profundamente transformados por

la construcción de viviendas y edificios cuyo diseño y disposición casaban mal con el

entorno en que estaban ubicados. En suma, así como la importancia macroeconómica

y social del sector de la construcción fue grande en este nuevo periodo de la historia

económica española, también lo fue su impacto ambiental.

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