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Gastronomía Destino

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Gastronomía Destino

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88 septiembre 2011

gastronómicoUn viaje

septiembre 2011 89

Gastronomía Destino

por JAPÓN

Si hay una experiencia que parezca de otro mundo es aventurarse a comer pez globo, calamar fresco o carne de Kobe en este país oriental. O desayunar pescado y asistir a una subasta de atunes en plena madrugada.

Las guías dicen que Japón está re-pleto de bares y que los yuppies salen a las 6 p.m. con sus trajes azules y se emborrachan hasta cuando agarran el Shinkansen (tren bala) a sus hogares.

Sin embargo, no vi un solo bar. A lo mejor no entendí el sig-

no. De pronto no pasé por la zona, pues el único que encontré fue un pub irlandés en la estación de trenes de Kyoto. En un letrero de madera decía “order your drinks hear”, lo que traduce literalmente: “ordene sus tragos oiga”.

El dueño era occidental, pero coqueteaba con las meseras orientales en un perfecto (eso me lo parecía a mí) japonés. Como fue el único bar que encontré, fue difícil sacarme de ahí. Al cabo de tres días ya tenía una mesa en la esquina, frente a la tele que transmitía fútbol americano, y una vez me regalaron tempura de vegetales,

Sin embargo, un bar en una estación no era mi idea de conocer Japón. Debía encontrar algo más amable, así que salí a explorar. Una no-che en la que recorría el distrito de Ponto Cho, donde están las geishas de Kyoto (son unas cien, pero se esconden muy bien), pregunté en restaurantes y salones de té si era posible tomarse un whisky. Los primeros me sacaban con la excusa de que ahí sólo se tomaba trago si iba acompañado de una cena y los segundos no necesitaron una excusa para empujarme hacia

Por Marta OrrantiaFotos: Otherimages y Marta Orrantia

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fuera, gritando lo que podrían ser imprope-rios contra mi madre occidental.

En esas andaba cuando me encontré con él. Entré, atraída por su piscina de calamares y porque parecía más una taberna de mari-nos que un restaurante. También me echa-ron, porque el trago no se servía sin comida, pero saliendo lo vi. Un pez globo de plástico decoraba la vitrina, como inequívoca señal de que lo que más quería probar en el mundo lo vendían ahí.

Había estado caminando las calles de Tokio en busca de un pez globo, también llamado fugu, pero lo más cerca que llegué fue un día que me dijeron en un restaurante que en un par de meses tendrían de nuevo una cosecha de esos animales. Estaba resignada a irme de Japón sin comerlo, pero cuando vi el plástico en la ventana, rodeado de vegetales igual de falsos, volví a tener una esperanza.

Me devolví.–¿Fugu? –le pregunté al mesero.

universal.Miré el reloj. Eran las siete de la noche, y no

estaba dispuesta a comer tan temprano, así que le dije en señas que volvería, le pedí que no se comieran todo el pez globo, le supliqué que me guardara un pedacito y partí, segura de que no me entendió ni jota.

Una cuadra más adelante, en un edificio oscuro, había un letrero en inglés que decía

“bar”, y señalaba un local en un segundo piso. Se accedía al lugar por una puerta mi-serable que parecía la entrada a un depósito.

Ocupando dos de las sillas se encontraba un hombre gordo, entrado en años, y una mu-jer joven, muy elegante y maquillada. Comía con gusto unos pasabocas que el barman había puesto a su lado. El viejo hablaba con el barman, se reían y ella a veces sonreía, sin participar de la conversación.

Esta mujer es una geisha moderna, y las hay por todas partes. Japonesas hermosas que se visten muy occidentales (a veces has-ta con trajes largos de satín) y salen con vie-jos presidentes de compañías o ejecutivos ricos, que les pagan un rato de compañía con joyas, dinero y comidas costosas.

No es prostitución, porque rara vez estas muchachas terminan acostándose con sus “patrons” (como se les dice). Se dedican a es-cucharlos, a darles un rato feliz y a estar con ellos en los lugares de moda de los distritos más elegantes. Como ocurre con las geishas verdaderas, en muchas ocasiones estos hom-bres se vuelven sus amigos y les colaboran con dinero para estudios, montar casas de té, ayudar a su familia o vivir cómodamente.

Tres whiskys después, estaba lista para enfrentarme al fugu. Deshice mis pasos, y el mismo mesero me recibió con cara de no haberme visto nunca antes.

–Fugu –le dije. Él sonrió.

El fugu es uno de los animales más peli-grosos del mundo. En su cuerpo posee unas glándulas que segregan un veneno inodoro e incoloro, trece veces más poderoso que el arsénico. Un solo pez es capaz de matar a 33 adultos. En Japón es una comida exótica, que abunda en noviembre y diciembre, aunque a veces se puede conseguir antes gracias a los cultivos.

En cualquier caso, es costoso y está consi-derado una exquisitez.

–¿Cómo lo quiere? –me preguntó.–Sashimi –contesté.El hombre sugirió que lo comiera frito, pero

yo quería probar su sabor crudo, sin nada que se interpusiera entre mi paladar y su veneno.

–Sake –añadí, porque aún necesitaba algo de valor.

–¿Fugu sake?–Jai.El hombre gritó algo incomprensible y los

demás empleados dieron alaridos muertos de la risa y siguieron su trabajo. Tras un par de minutos regresó con una jarrita de sake caliente, que despedía un olor putrefacto. El

“ Pedí pez globo, uno de los animales más peligrosos del mundo. Segrega un veneno trece veces más poderoso que el arsénico”

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vecino de barra me explicó que se trataba de la aleta frita del fugu, que acompaña a las mil maravillas el plato que viene.

–¿Me va usted a asesinar? –le pregunté al mesero cuando vi que sonreía.

–Jai –contestó.El sashimi de fugu, así esté preparado por

un maestro que lleva años en la sagrada práctica de retirar la glándula venenosa, da pánico de comer. Es casi transparente (como un carpaccio de mero) y se come con limón. Su sabor es casi nulo, su textura recia y ner-vuda. Lo único especial es que los cocineros, adrede, le dejan un poquito de veneno, el su-

y la lengua, y uno llegue a asustarse.Un sashimi de diez dólares no llena, así que

pedí el fugu frito, además de un sashimi de concha y otro de erizo. Mi vecino, que ya esta-ba muy borracho, me invitó a un sake para ce-lebrar que seguía viva. Los meseros repitieron el ritual de los gritos con el fugu frito.

Esta vez me gustó más. Me trajeron unas bolitas que sabían a tilapia, rebozadas y lle-nas de aceite, y también les eché limón. Los labios seguían dormidos, lo que resultaba maravilloso por un lado, para que el sake no supiera a lo que olía, y por el otro lado triste porque el erizo, que tiene ese sabor tan con-tundente, tampoco sabía a nada.

Comí el caracol, era una concha gigante con su excremento a un lado. Aunque no sabía mal, era un bollito terroso y blandengue.

Aún tenía hambre, entonces pedí un cala-mar de los que nadaban en la piscina. Señalé el que quería y el mesero lo pescó con una red.

A los dos minutos me pusieron enfrente al que yo quise llamar –por respeto– Pedrito. Un calamar mediano, vivo aún, que movía sus tentáculos mientras yo me comía su lomo crudo cortado en tiras. Al estilo de Hannibal Lecter, los cocineros le cortaron la piel y de-jaron sus órganos vitales intactos, para que los depravados comensales, como yo, disfru-táramos un calamar tan fresco que se movía.

jos en sus tentáculos. Sus ojos me miraban con desaprobación, pero ya no había nada que hacer. Si no me lo hubiera comido, igual no habría podido sobrevivir, y la verdad esta-ba buenísimo.

–¿Cómo quiere el resto?

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–Frito. Y un cocinero lo frió ahí delante de mis ojos,

luego de machetearlo para que terminara de morir. El calamar frito ya no me gustó. Me supo a cadáver.

Hace 25 años, los japoneses sacaban del mar más de lo que consumían y la expor-tación de productos marinos era un rubro importante en su economía. Hoy, no sólo con-sumen todo lo que sacan, sino que deben importar enormes cantidades de peces para satisfacer la demanda interna. Japón es uno de los pocos países donde aún se consume la ballena, y a pesar de las críticas de las organizaciones ecológicas siguen vendiendo sashimi y otros productos de este animal.

El lugar donde mejor se puede ver la magni-tud del consumo de los japoneses es Tsukiji, en Tokio, una plaza de mercado sólo de frutos de mar. La visita a este mercado debe ser al amanecer. A esa hora, un puñado de turistas

María, japonesa de nacimiento, que estaba conmigo en el mercado, preguntó por qué hablaban esa jerga, y uno de ellos le respon-dió que habían inventado un idioma propio para que los visitantes (dentro de los que se encuentran dueños de restaurantes) no supieran cuánto se pagaba en realidad por un atún. Los participantes, ataviados con som-breritos con números, levantan la mano con una discreción tal que es difícil darse cuenta

Cada subasta dura tres minutos y luego de separar con los ganchos su carga, los exper-tos vuelven a repetir el ritual de apostar.

Sin embargo, lo que más me llamó la aten-ción era lo que había al lado: miles de hileras con todo tipo de pescados y mariscos, que se venden por mayor y al detal, como si fuera un “agáchese” del centro de la ciudad. Pescadi-tos secos y salados de diez tamaños diferen-

caracoles de todos los tipos; ostras y otras conchas desconocidas. Todo lo que da el mar es comestible para los japoneses.

Es inevitable sentir una mezcla entre ganas de probarlo todo y tristeza por ver tal cantidad de animales juntos, muertos, asesinados a diario para el disfrute de unos pocos.

La tristeza, sin embargo, se disipa a las 6 a.m., cuando todo ha terminado y es hora de desayunar. El típico desayuno de Tsukiji consiste en cerveza con O-toro, como se le co-noce al sashimi de pecho del atún. Es una co-mida casi sagrada para los japoneses (de ahí

tiras color rojo sangre, veteadas con la grasa del atún. El sabor es denso por la cantidad de grasa, pero agradable. Luego sigue una sopa de miso cargada con trozos de cebolla y alme-jas en miniatura que obligan a que uno olvide la tristeza que da tanta destrucción marina.

Aunque el desayuno con atún no es tan nor-mal, los japoneses sí acostumbran desayunar pescado, entre otras cosas extrañas.

Una noche me quedé en un ryokan en Hi-roshima, un hotel tradicional japonés, donde, en lugar de camas, hay colchonetas que qui-tan y ponen, en un salón de un solo espacio.

Al desayuno, a uno le traen un rollo de huevo (lo único comestible) acompañado de pescado rosado y seco, vegetales (¿remola-cha y pepino?) encurtidos, un plato de algas negras cocidas, y por supuesto, sopa de miso.

“ Había miles de hileras con todo tipo de pescados y mariscos como si fuera un “agáchese”. Todo lo que da el mar es comestible para los japoneses”

inquietos pasean por los estrechos corredo-res en busca de la subasta del atún.

El lugar se ha vuelto tan famoso que han te-nido que acordonarlo: los que participan en la subasta a un lado y los turistas en una esqui-na, viendo el espectáculo, que se desarrolla en hangares enormes y con el piso empapado por el hielo de los pescados.

La subasta incluye atunes frescos, pesca-dos en las costas japonesas, y los congela-dos, pescados afuera. Los tamaños oscilan entre los cincuenta centímetros y los dos me-tros. Se exhiben sobre planchones de made-ra, sin cola ni cabeza, y los expertos recorren la sala con un gancho para ver la calidad del animal. Cuando empieza la subasta, un tipo se para en una banquita y dice frases rápidas e incomprensibles hasta para un japonés.

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En otras palabras, incomible, salvo por el umebochi, o ciruela en conserva, una pelota rosada y arrugada con un sabor amargo que por algún motivo me pareció deliciosa.

De ahí en más, la gastronomía es puro placer. Tokio tiene –dicen– más de seis mil restauran-tes, y el ritual de ir a cenar incluye cinco platos (kaiseki), mucha cerveza y aún más sake.

Por más atractivo que suene comer en res-taurantes, los proletarios japoneses no salen

habitantes, aunque de día llegan hasta veinte millones, procedentes de pueblos vecinos. Estos trabajadores desayunan con frecuencia en los trenes bala, que poseen un servicio como de avión, o sea, un carrito que va de vagón en vagón vendiendo café, té, sopa y loncheras (que también son comunes en los kioscos de las estaciones). Es común enton-ces que al almuerzo y la comida disfruten de una lonchera o de un onigiri (un triángulo de arroz relleno de pescado, vegetales o frutas en conserva y envuelto en un alga), que tam-bién es el pasabocas preferido de los niños, algo así como sus Chitos.

A pesar de la cantidad de cosas raras, o precisamente por eso, es difícil aburrirse de la comida. El “mecato” no son papas fritas ni Choclitos sino pescados secos y calamares salados. Para los osados es un paraíso de

les bares de sushi, donde giran en bandas sin

restaurantes más lujosos, Japón está lleno de lugres increíbles para comer.

Uno de ellos es Nishiki, en Kyoto, otro mer-cado como el del atún pero más variado, don-de se mezclan las artesanías con la comida. Hay puestos donde venden cerámicas, otros donde hay cientos de vegetales raros, o con-servas de pepinos y verduras. Hay lugares donde venden pinchos de calamar, ostras fritas, pequeñas patas de codorniz y hasta un chuzo de hígados de anguila, que tienen un sabor dulzón poco agradable.

Mi última parada fue, por supuesto, Kobe. Uno nunca debe irse de Japón sin probar el tradicional Kobe beef, la carne de res más costosa del mundo. Dicen los que saben que las vacas que producen esta famosa carne se encuentran en aldeas en las afueras de esta ciudad costera, y que están inmóviles en establos donde las masajean para tenerlas relajadas y ablandar su carne.

Esta historia me recuerda que hubo un chisme en Bogotá, que decía que una cadena de comidas rápidas preparaba hamburgue-sas con carne de “cosa”. Y que la “cosa” era una vaca sin huesos sino pura carne. El chis-me alcanzó a asustar a más de uno. El Kobe es básicamente lo más lujoso en materia de carnes y podríamos decir que fue sacada de una “cosa” que se parece a una vaca.

Elegí un restaurante occidental porque, contrario a lo que pareciera, en Kobe no hay mucha carne de Kobe. El mesero me pregun-

tó si quería teppanyaki

to, porque era el único pedazo de carne roja que comería en todo el viaje y estaba ansiosa.

Costaba cien dólares la comida, y aunque los japoneses son muy amables con los ex-tranjeros, no están dispuestos a darle un pla-

pagar. Luego de preguntarme si era conscien-te del precio, me condujeron a un teppanyaki.

–Yo pedí vino –dije, pero la mesera estaba empeñada en darme sidra y uno nunca debe contradecir a los meseros japoneses.

Al fin vino la carne, que el cocinero del teppanyaki cortó en trozos y acompañó de cebolla asada, ahuyama, zucchini y ensalada

y el teppanyaki, y si no fuera legendaria la honradez japonesa, diría que me tumbaron.

Esta carne es famosa porque no se parece en nada a la de Occidente. En lugar de un gor-do grasoso y dorado a los lados, como buen churrasco, está atravesada por pequeñas vetas de grasa que se derriten con el calor, lo que le da un sabor muy particular, grasoso y algo dulce. La conclusión es que la carne japonesa despierta la nostalgia por un trozo de punta de anca de ganado romosinuano.

La carne es, sin embargo, lo único que se puede extrañar. El resto existe en abundan-cia. Lo otro que uno termina por extrañar es la escritura occidental. Así, a lo mejor no sería tan difícil encontrar un bar.

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“ El Kobe beef es la carne de res más costosa del mundo. Los japoneses no venden el plato si no están seguro de que uno va a pagar”