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Gray, john n falso amanecer los engaños del capitalismo global

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Temprano análisis de un antiguo partidario del neoliberalismo tacherista y hoy duro critico del neoliberalismo.

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El libre mercado al estilo angloamericano -apoyado por todos los líderes occidentales, desde Tony Blair a Bill Clinton, y en todos los países, de Suecia a Nueva Zelanda- domina nuestra vida cotidiana. Sin embargo, este libro argumenta que el intento de imponerlo en todo el mundo dará lugar a un desastre de dimensiones semejantes a la caída del comunismo soviético: causará guerras, agravará los conflictos étnicos y hundirá en la pobreza más absoluta a millones de personas.La conclusión es que no todo puede ser objeto de transacciones comerciales. O al menos no debería ser así. Estados Unidos, el presunto buque-insignia de este nuevo orden mundial, se dirige hacia su desintegración moral y social a medida que va perdiendo terreno frente a otras culturas que nunca han olvidado que el mercado funciona mejor cuando está perfectamente imbricado en la sociedad. El libre mercado está socavando los valores de la civilización burguesa en el mismísimo centro del capitalismo.Y las soluciones políticas convencionales, del conservadurismo a la socialdemocracia, ya no son viables. ¿Qué hacer, entonces?John Gray, un ex partidario de la «nueva derecha», da unas cuantas respuestas a esa cuestión en este libro, una de las obras más apasionantemente polémicas que se hayan escrito contra la utopía del libre mercado desde Carlyle y Marx. Pero lo más significativo es que Falso amanecer no ofrece ninguna solución, no sugiere ninguna reforma inmediata y augura un porvenir muy oscuro. Una prueba irrecusable de que Gray no es sólo un analista agudo e inteligente, sino también un hombre honesto. Una honestidad, como la de su libro, francamente reconfortante.

Falso amanecer

PAIDÓS ESTADO Y SOCIEDAD

Últimos títulos publicados:

42. J. Rifkin, El fin del trabajo43. C. Castells (comp.), Perspectivas feministas en teoría política44. M. H. Moore, Gestión estratégica y creación de valor en el sector público45. P. Van Parijs, Libertad real para todos46. P. K. Kelly, Por un futuro alternativo47. P. O. Costa, J. M. Pérez Tornero y F. Tropea, Tribus urbanas48. M. Randle, Resistencia civil49. A. Dobson, Pensamiento político verde50. A. Margalit, La sociedad decente51. D. Hela, La democracia y el orden global52. A. Giddens, Política, sociología y teoría social53. D. Miller, Sobre la nacionalidad54. S. Amin, El capitalismo en la era de la globalización55. R. A. Heifetz, Liderazgo sin respuestas fáciles56. D. Osbome y P. Plastrick, La reducción de la burocracia57. R. Castel, La metamorfosis de la cuestión social58. U. Beck, ¿Qué es la globalización?59. R. Heilbroner y W. Milberg, La crisis de visión en el pensamiento económico moderno60. P, Koder y otros, E l marketing de las naciones61. R. Jáuregui y otros, El tiempo que vivimos y el reparto del trabajo62. A. Gorz, Miserias del presente, riqueza de lo posible63. Z. Brzezinski, E l gran tablero mundial64. M. Walzer, Tratado sobre la tolerancia65. F. Reinares, Terrorismo y antiterrorismo66. A. Etzioni, La nueva regla de oro67. M. Nussbaum, Los límites del patriotismo68. P. Pettit, Republicanismo69. C. Mouffe, E l retomo de lo político70. D. Zolo, Cosmópolis71. A. Touraine, ¿Cómo salir del liberalismo?12. S. Strange, Dinero locoTi. R. Gargarella, Las teorías de la justicia después de Rawls74. J. Gray, Falso amanecer75. F. Reinares y P. Waldmann (comps.), Sociedades en guerra civil76. N. García Canclini, La globalización imaginada77. B. R. Barber, Un lugar para todos78. O. Lafontaine, E l corazón late a la izquierda79. U. Beck, Un nuevo mundo feliz80. A. Calsamiglia, Cuestiones de lealtad81. H. Béjar, E l corazón de la república82. J.-M. Guéhenno, El porvenir de la libertad83. J. Rifkin, La era del acceso84. A. Gutmaan, La educación democrática85. S. D. Krasner, Soberanía, hipocresía organizada86. J. Rawls, E l derecho de gentes87. N. García Canclini, Culturas híbridas88. F. Attiná, E l sistema político global89. J. Gray, Las dos caras del liberalismo90. G. A. Cohén, Si eres igualitarista, ¿cómo es que eres tan rico?91. R. Gargarella y F. Ovejero (comps.), Razones para el socialismo92. M. Walzer, Guerras justas e injustas93. N. Chomsky, Estados Canallas94. J. B. Thompson, Escándalo político

John Gray

FalsoamanecerLos engaños del capitalismo global

m PAI DOS■r Barcelona • Buenos Aires • México

Título original: False DawnOriginalmente publicado en inglés, en 1998, por Granta Publicatioes, Londres

Traducción de Mónica Salomón

Cubierta de Víctor Viano

John Gray se reserva el derecho moral de ser identificado como autor de esta obra

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción de esta obrapor cualquier método o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos.

© 1998 by John Gray © 2000 de la traducción, Mónica Salomon © 2000 de todas las ediciones en castellano,

Ediciones Paidós Ibérica, S.A.,Mariano Cubi, 92 - 08021 Barcelona y Editorial Paidós, SAICF Defensa, 599 - Buenos Aires http://www.paidos.com

ISBN: 84-493-0774-0 Depósito legal: B-47.303/2001

Impreso en A & M Grafie, S.L.,0813 Sta. Perpètua de Mogoda (Barcelona)

Impreso en España - Printed in Spain

SUMARIO

Agradecimientos ................................................................................. 9

1. Desde la «gran transformación» al libre mercado global . . . . 112. La construcción de los mercados lib re s .................................. .. 353. Lo que la globalización no e s ..................................................... 754. De cómo los libres mercados globales favorecen las peores

clases de capitalismo: ¿Una nueva ley de G resham ?............... 1035. Estados Unidos y la utopía del capitalismo global................... 1316. Anarcocapitalismo en la Rusia poscomunista .......................... 1717. El ocaso de Occidente y la ascensión de los capitalismos

asiáticos.......................................................................................... 2138. Los fines del laissez-faire.............................................................. 247

Posfacio ................................................................................ 265Indice analítico y de n om bres............................................................ 297

AGRADECIMIENTOS

Hay muchas personas sin las cuales no se habría podido escribir este libro. Sin el estímulo de Neil Belton no lo habría empezado y mucho me­nos acabado; su apoyo inagotable y sus críticas incisivas han sido funda­mentales en todas las etapas de su elaboración. No se podría pedir más de un editor.

Muchas personas fueron lo suficientemente amables como para co­mentar toda o parte de esta obra: David Barron, Nick Butler, Colín Clar- ke, Tony Giddens, Will Hutton, James Sherr, Geoff Smith y George Wal- den me hicieron valiosos comentarios y las conversaciones que mantuve con ellos han aguijoneado mis reflexiones sobre muchos de los temas del libro. Jane Robertson me hizo muchas sugerencias de gran valor en la etapa de la edición de esta obra.

Dado que no he aceptado todas las sugerencias que me hicieron las personas que leyeron el libro y que ninguna de ellas aceptaría todo lo que en él sostengo, asumo, como suele hacerse, toda la responsabilidad sobre su contenido.

N o t a a l a r e im p r e sió n

La presente reimpresión no contiene modificaciones con respecto al texto original de Falso amanecer. Se ha añadido un posfacio que actuali­za sus argumentos. Los comentarios de Neil Belton fueron, como de cos­tumbre, de un valor incalculable. Mis conversaciones con George Soros estimularon y clarificaron mis pensamientos. Los argumentos y opinio­nes aquí expresados son exclusivamente míos.

]ohn Gray, agosto de 1998

Capítulo 1

DESDE LA «GRAN TRANSFORMACIÓN» AL LIBRE MERCADO GLOBAL

E l colapso del mercado global sería un acontecim iento traum ático de consecuencias inim aginables. Sin em bargo, me resulta m ás fá c il de im agi­nar que la continuación del régimen actual.

G eorge Soros1

L os orígenes de la catástrofe se rem ontan a los esfuerzos utópicos del liberalism o económico para establecer un sistem a de mercado autorregu- lado.

Karl Polanyi1 2

La Inglaterra de mediados del siglo xix fue objeto de un experimen­to de ingeniería social de largo alcance. Su objetivo era liberar a la vida económica del control social y político, lo que se hizo mediante la cons­trucción de una nueva institución, el libre mercado, y la destrucción de los mercados más arraigados en lo social que habían existido en Inglate­rra durante siglos. El libre mercado creó un nuevo tipo de economía en la que los precios de todos los bienes, incluyendo el trabajo, se modifica­ban sin que se tuvieran en cuenta las repercusiones sociales. En el pasado, la vida económica había estado limitada por la necesidad de mantener la cohesión social y había estado dirigida por los mercados sociales, merca­dos que estaban imbricados en la sociedad y sujetos a muchas clases de regulaciones y limitaciones. La meta del experimento que se emprendió en la Inglaterra de mediados de la época victoriana era demoler esos mer­cados sociales y reemplazarlos por mercados desregulados que operaran con independencia de las necesidades sociales. La ruptura producida en la vida económica inglesa por la creación del libre mercado se conoce como la «gran transformación».3

1. Soros, George, Soros on Soros, Nueva York, John Wiley, 1995, pag. 194.2. Polanyi, Karl, The G reat Transformation: The Political and Economic Origins o f

our Time, Boston, Beacon Press, 1944, pag. 140.3. Polanyi, Karl, op. cit., pag. 140.

12 Falso amanecer

Alcanzar una transformación semejante es actualmente el objetivo pri­mordial de organizaciones transnacionales como la Organización Mun­dial del Comercio, el Fondo Monetario Internacional y la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico. Para avanzar en este pro­yecto revolucionario, estas organizaciones siguen el liderazgo del último gran régimen ilustrado del mundo: Estados Unidos. Los pensadores de la ilustración como Thomas Jefferson, Tom Paine, John Stuart Mili y Karl Marx nunca dudaron que el futuro de todas las naciones del mundo con­sistía en aceptar alguna versión de las instituciones y valores occidentales. La diversidad cultural no era un rasgo permanente de la vida humana sino una etapa del camino hacia la civilización universal. Todos esos pensado­res abogaron por la creación de una única civilización mundial en la que las variadas tradiciones y culturas del pasado quedaran superadas por una comunidad nueva y universal basada en la razón.4

Estados Unidos es actualmente la última gran potencia que basa su po­lítica en esta tesis de la Ilustración. Según el «consenso de Washington», el «capitalismo democrático» se aceptará pronto en todo el planeta. Él libre mercado global se volverá una realidad. Las variadas culturas y sistemas económicos que siempre han existido en el mundo se volverán redundan­tes y se fusionarán en un único libre mercado universal.

Las organizaciones transnacionales animadas por esta filosofía han buscado imponer libres mercados a la vida económica de las sociedades en todo el mundo. Han aplicado programas políticos cuyo objetivo últi­mo es incorporar las distintas economías del mundo en un único libre mercado. Esta es una utopía que nunca podrá realizarse; los intentos de alcanzarla siempre han producido trastornos sociales e inestabilidad eco­nómica y política a gran escala.

En Estados Unidos, los libres mercados han contribuido a la desin­tegración social en un grado desconocido en cualquier otro país desarro­llado. Las familias son más débiles en Estados Unidos que en cualquier otro país. Al mismo tiempo, el orden social ha sido apuntalado por una política de encarcelamiento masivo. Ningún otro país industrial avanza­do, fuera de la Rusia poscomunista, usa la cárcel como medio de control social en una medida semejante a la de Estados Unidos. Los libres m^r-

4. He analizado el proyecto de la Ilustración en mi libro Enlightenm ent’s Wake: Po- litics and Culture at the Cióse o f the Modern Age, Londres y Nueva York, Routledge, 1995.

Desde la «gran transformación» al libre mercado global 13

cados, la destrucción de familias y comunidades y el uso de sanciones pe­nales como último recurso contra el colapso social van de la mano.

Los libres mercados también han debilitado o destruido otras insti­tuciones de las que depende la cohesión social en Estados Unidos. Han dado lugar a un largo período de prosperidad económica del que la ma­yoría de estadounidenses casi no se ha beneficiado. Los niveles de desi­gualdad en Estados Unidos se parecen más a los de los países de Amé­rica latina que a los de cualquier sociedad europea. Sin embargo, esas consecuencias directas del libre mercado no han debilitado el apoyo con el que cuenta. Sigue siendo la vaca sagrada de la política en Estados Uni­dos y se le ha identificado con la pretensión estadounidense de conver­tirse en modelo de una civilización universal. El proyecto de la Ilustra­ción y el libre mercado están fatalmente entrelazados.

Un único mercado global es probablemente la forma final del pro­yecto ilustrado de una civilización universal. No es la única variante de ese proyecto que se ha ensayado en este siglo sembrado de falsas utopías. La ex Unión Soviética encamaba una utopía ilustrada rival, la de una ci­vilización universal en la que en lugar de mercados había planificación centralizada. Los costes humanos de esa difunta utopía son incalculables. Millones de vidas se perdieron en medio del terror totalitario, la corrup­ción generalizada y una degradación medioambiental de dimensiones apocalípticas. El precio en sufrimiento humano del proyecto soviético fue inconmensurablemente alto... Y, sin embargo, no trajo a Rusia la mo­dernización prometida. Al final de la era soviética, Rusia estaba más ale­jada de la modernidad en ciertos aspectos de lo que lo había estado en los últimos tiempos de la era de los zares.

La utopía del libre mercado global no ha incurrido en unos costes humanos semejantes a los del comunismo. Sin embargo, puede llegar a equipararse a éste en el sufrimiento que inflige. Ya ha convertido a más de cien millones de campesinos en trabajadores emigrantes en China, ha excluido del trabajo y de la participación en la sociedad a decenas de mi­llones de personas en las sociedades avanzadas, ha dado lugar a una si­tuación cercana a la anarquía y al gobierno del crimen organizado en di­versas partes del mundo poscomunista y ha provocado una mayor devastación del medio ambiente.

Pese a que es imposible conciliar un libre mercado global con cual­quier tipo de economía'planificada, lo que estas utopías tienen en común es más importante que sus diferencias. En su culto a la razón y a la efi­

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ciencia, su ignorancia de la historia y su desprecio por esos modos de vida que abocan a la pobreza o a la extinción, ambas encarnan la misma soberbia racionalista y el mismo imperialismo cultural que han marca­do las tradiciones principales del pensamiento ilustrado a lo largo de su historia.

La idea de un libre mercado global se basa en el supuesto de que la modernización económica significa lo mismo en todas partes. Presupone también una interpretación de la globalización de la economía —la ex­pansión de la producción industrial en economías de mercado interco­nectadas en todo el mundo— como el avance inexorable de un único tipo de capitalismo occidental: el del libre mercado estadounidense.

La verdadera historia de nuestros tiempos es prácticamente la con­traria de la que da esa versión. La modernización económica no es una réplica del sistema de libre mercado estadounidense en el mundo entero. Más bien opera contra el libre mercado y engendra tipos locales de capi­talismo que deben poco a los modelos occidentales.

Las economías de mercado de Asia oriental son profundamente di­ferentes entre sí, y las de China y Japón ejemplifican diferentes varieda­des de capitalismo. De la misma manera, el capitalismo de Rusia difiere en lo esencial del capitalismo de China. Todas estas nuevas especies de capitalismo tienen en común que no están convergiendo hacia ningún modelo occidental.

El surgimiento de una verdadera economía global no supone la ex­tensión de los valores e instituciones occidentales al resto de la humani­dad sino que representa el fin de la era de la supremacía global occiden­tal. Las economías modernas originales de Europa occidental y América del Norte no son modelos válidos para los nuevos tipos de capitalismo creados por los mercados globales. La mayor parte de los países que tra­tan de adaptar sus economías al modelo de los libres mercados anglosa­jones no conseguirán alcanzar una modernidad sostenible.

La utopía actual de un único mercado global supone que la vida eco­nómica de toda nación puede ser remodelada a imagen y semejanza del li­bre mercado estadounidense. Sin embargo, en Estados Unidos el libre mer­cado ha quebrado la civilización capitalista liberal basada en el New Dea£ de Roosevelt en el que se basaba la prosperidad de la posguerra. Estados Unidos no es más que el caso límite de una realidad generalizada. En cualquier sociedad moderna en la que se promueva la desregularización del mercado, ésta dará lugar a una nueva variedad de capitalismo.

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En China, la desregularización ha engendrado una nueva variante del capitalismo que practica la diáspora china en el mundo entero. En Rusia, el colapso de las instituciones soviéticas no ha dado lugar a li­bres mercados sino a una nueva variedad de anarcocapitalismo posco­munista.

Tampoco el crecimiento de la economía mundial promueve la ex­pansión universal de la democracia liberal occidental. En Rusia ha pro­ducido un tipo híbrido de gobierno democrático centrado en un poder presidencial fuerte. En Singapur y Malasia, la modernización económica y el crecimiento se han alcanzado sin pérdidas en cohesión social con unos gobiernos que rechazan la autoridad universal de la democracia li­beral. Con suerte, un gobierno similar puede surgir en China cuando se haya vuelto totalmente poscomunista.

Una economía mundial no puede conseguir que un único régimen —el «capitalismo democrático»— se vuelva universal. Lo que hace es pro­pagar nuevos tipos de regímenes a medida que engendra nuevas clases de capitalismo. La economía global que se está construyendo en la actuali­dad no asegurará el futuro del libre mercado. Disparará una nueva com­petencia entre las economías sociales de mercado que quedan y los libres mercados en la que se deberán reformar en profundidad los mercados sociales para no ser destruidos. Paradójicamente, sin embargo, no serán las economías de libre mercado las ganadoras de la competencia. Porque, aunque no se reconozca, también ellas están siendo transformadas por la competencia global.

Los gobiernos defensores del libre mercado de las décadas de los ochen­ta y de los noventa no consiguieron alcanzar muchos de sus objetivos. En Gran Bretaña, los niveles impositivos y de gasto público eran tan altos o más, tras dieciocho años de thatcherismo, que cuando los laboristas fue­ron desplazados del poder en 1979.

Los gobiernos defensores del libre mercado basan sus políticas en el modelo de la era del laissez-faire, el período de mediados del siglo XIX en el que los gobiernos sostenían que no estaban interveniendo en la vida económica. En realidad, es imposible reinventar una economía de laissez- faire, es decir, una economía en la que los mercados están desregulados y fuera de todo control político o social. Incluso durante su época de apo­geo, el laissez-faire era un nombre equivocado para una política creada mediante la coerción del Estado y cuyas actuaciones dependían absolu­tamente del poder del gobierno. Antes de la primera guerra mundial el li­

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bre mercado había dejado de existir en su forma más extrema porque no satisfacía las necesidades humanas, incluyendo la necesidad de libertad personal.

Sin embargo, sin disminuir el tamaño del Estado y sin restablecer las instituciones sociales que sostuvieron el libre mercado en su época de apogeo durante la era victoriana, las políticas de libre mercado han dado lugar a nuevas desigualdades en ingresos, riqueza, acceso al trabajo y ca­lidad de vida, que rivalizan con las del mundo mucho más pobre de me­diados del siglo XIX.

En la Inglaterra del siglo XIX, los daños causados por el libre merca­do a otras instituciones sociales y al bienestar humano originaron contra­movimientos políticos que lo cambiaron radicalmente. Un torrente de le­yes provocadas por diferentes aspectos de la actividad del libre mercado amortiguó, al regularlo, su impacto sobre otras instituciones sociales y sobre las necesidades humanas. El laissez-faire de mediados de la era vic­toriana demostró que la estabilidad social y el libre mercado no son com­patibles durante mucho tiempo. - *-

Inglaterra tenía una economía de mercado antes y después del breve experimento en laissez-faire de mediados de la era victoriana. Los merca­dos se regulaban entonces de modo que sus efectos fueran menos dañinos para la estabilidad social. Sólo durante los períodos de laissez-faire —en la Inglaterra de mediados del siglo XIX y, en algunas partes del mundo, en las décadas de los ochenta y los noventa de este siglo— , el Ubre mercado ha sido la institución social dominante.

Las economías de mercado a las que se llegó en el período de pos­guerra no surgieron mediante una serie de reformas increméntales. Fue­ron consecuencia de grandes conflictos sociales, políticos y militares. En Gran Bretaña, las fórmulas de Keynes y de Beveridge se impusieron debi­do a los imperativos marcados por una guerra de supervivencia nacional que acabó de raíz con las estructuras sociales de la preguerra.

En la Inglaterra del siglo XIX, el libre mercado estaba arraigado en la permanente necesidad humana de obtener seguridad económica. En el siglo XX, el orden económico internacional liberal desapareció abrupta­mente con las guerras y las dictaduras de la década de los treinta. Ese^ta- taclismo fue la precondición de la prosperidad y de la estabilidad políti­ca de la posguerra. En los años treinta quedó demostrado que el libre mercado es una institución inherentemente inestable. Construido inten­cional y artificiosamente, se derrumbó en medio de la confusión y el caos.

La historia del libre mercado global de nuestro tiempo no tendrá, con toda probabilidad, un final muy diferente.

No hay perspectivas de que Gran Bretaña vuelva a una gestión eco­nómica keynesiana, de que Estados Unidos recupere un New Deal roos- veltiano o de que ningún país continental (fuera, quizá, de Noruega y Dinamarca) renueve los niveles de protección social asociados con la de­mocracia social y cristiana europea.

El mercado social continental que dio lugar a la prosperidad alema­na de posguerra se contará entre las víctimas más notorias de los merca­dos Ubres globales. El mismo destino correrá el capitalismo liberal que llevó la prosperidad a Estados Unidos y a todo el mundo en la generación siguiente a la segunda guerra mundial.

Algunos gobiernos nacionales podrán usar la Ubertad de maniobra que todavía mantienen para diseñar políticas que, en alguna medida, re­concilien los imperativos de los mercados globales con las necesidades de cohesión social, pero el estrecho margen de reforma con que aún cuen­tan algunos Estados soberanos no permitirá volver al pasado a ninguno de ellos.

Las organizaciones transnacionales que supervisan la economía mun­dial en la actuaÜdad son vehículos de una ortodoxia poskeynesiana. A ni­vel de los Estados soberanos defienden la idea de que la gestión de las economías nacionales mediante el control de la demanda no es posible ni deseable. Lo único que los Ubres mercados necesitan para coordinar la actividad económica es un marco que proporcione estabilidad monetaria y fiscal. Las poUticas keynesianas de la era de la posguerra se rechazan como innecesarias y dañinas. En cuanto al nivel global, las organizacio­nes transnacionales afirman que los Ubres mercados son igualmente au- toestabüizadores y que no hace falta una gestión global para impedir los trastornos económicos y sociales.

La globalización económica —la expansión a nivel mundial de la producción industrial y de las nuevas tecnologías promovida por la mo- vüidad del capital sin restricciones y por la Ubertad de comercio sin tra­bas— es en reaUdad una amenaza para la estabüidad del Ubre mercado global que están construyendo las organizaciones transnacionales de base estadounidense.

La principal paradoja de nuestra época puede enunciarse así: la glo- balización económica no refuerza el régimen actual de laissez-faire global sino que lo está socavando. No hay nada en el mercado global actual que

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lo proteja contra las presiones sociales que surgen de un desarrollo eco­nómico altamente desigual dentro y entre las diferentes sociedades del mundo. La veloz aparición y desaparición de industrias y de puestos de trabajo, los rápidos cambios de producción y de capital, el casino de la especulación de divisas..., todo ello provoca el surgimiento de contramo­vimientos políticos que constituyen un desafío a las reglas básicas del li­bre mercado global.

El libre mercado mundial de la actualidad carece de los controles y contrapesos políticos que hicieron que su precursor de la Inglaterra de mediados de la época victoriana se marchitara. Puede hacerse más hu­manamente tolerable para los ciudadanos de los Estados que aplican po­líticas innovadoras e ingeniosas, pero estas reformas marginales no con­seguirán que el libre mercado global sea menos inestable. El régimen actual de laissez-faire global será incluso más breve que la belle époque de 1870 a 1914 que terminó con las trincheras de la «gran guerra».

La c o n s t r u c c ió n d e l l ib r e m e r c a d o e n l a In g l a t e r r a

DE PRINCIPIOS DE LA ERA VICTORIANA

El libre mercado que se desarrolló en Gran Bretaña a mediados del siglo XIX no surgió por casualidad. Ni tampoco surgió, al contrario de lo que la historia mítica propagada por la «nueva derecha» afirma, como re­sultado de un largo proceso evolutivo no planificado. En realidad, fue un producto del poder y de la habilidad política. En Japón, Rusia, Alemania y Estados Unidos, durante las décadas de proteccionismo, la interven­ción estatal fue un factor clave en el desarrollo económico.

El laissez-faire no es una condición necesaria para una industrializa­ción exitosa o para un crecimiento económico sostenido. Las institucio­nes políticas que han acompañado el crecimiento económico constante y la industrialización rápida en la mayor parte del mundo han sido las de un Estado capitalista desarrollista. El caso inglés, en el que el laissez-fai­re, el libre comercio y la industrialización coincidieron, es un caso sui ge­neris. I

No cabe duda de que, incluso en la Inglaterra del siglo XIX, la inter­vención estatal a una escala muy ambiciosa era un prerrequisito indis­pensable para una economía de laissez-faire. Una precondición del libre mercado de la Inglaterra del siglo XIX fue el uso del poder estatal para

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convertir tierras comunales en propiedad privada. Ello se hizo mediante los cercamientos (enclosures) que se levantaron desde la guerra civil has­ta principios de la época victoriana. Estas apropiaciones hicieron que la mayor parte de la propiedad en la economía de mercado agrícola de In­glaterra pasara de los labradores y pequeños terratenientes a los grandes latifundistas de finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX. Los ideó­logos como Hayek, quien desarrolló grandes teorías según las cuales las economías de mercado surgen de una lenta evolución en la que el Estado desempeña un papel menor, no sólo generalizaron exageradamente a partir de un caso único sino que desvirtuaron ese caso.

Barrington Moore resume así la historia del movimiento de los cer­camientos (enclosure movement): «[...] fue el Parlamento el que acabó controlando el proceso de los cercamientos. Formalmente, los procedi­mientos mediante los cuales un terrateniente practicaba un cercamiento en conformidad a una ley parlamentaria eran públicos y democráticos. En realidad, los grandes propietarios dominaban el proceso de cabo a rabo». Y añade: «El lapso de tiempo en el que esos cambios fueron más rápidos e intensos no está determinado con exactitud. Sin embargo, lo más probable es que el auge del movimiento de los cercamientos tuvie­ra lugar durante las guerras napoleónicas y que desapareciera después de 1832. Para entonces había contribuido a volver irreconocible el cam­po inglés».5

Es una hipérbole sugerir, como hace Barrington Moore, que los cerca­mientos hayan transformado a Inglaterra de sociedad campesina en eco­nomía de mercado. Esta antecedió al movimiento de los cercamientos en varios siglos. Sin embargo, los cercamientos ayudaron a establecer la economía capitalista agrícola del siglo XIX basada en las grandes propie­dades. El libre mercado de mediados de la época victoriana fue un pro­ducto de la coerción estatal, ejercida a lo largo de varias generaciones, mediante la cual los derechos de propiedad fueron creados y destruidos por el Parlamento.

El Estado británico, en el que el libre mercado fue establecido a partir de entonces, era —a diferencia de la mayor parte de los Estados en los que se está estableciendo en la actualidad— de índole predemocrática. Las

5. Moore, Barrington, Social Origins o f Dictatorship and Democracy: Lord and Pea­sant in the M aking o f the Modern World, Harmondsworth, Penguin Books, 1991, pags. 21-22 y 25.

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concesiones eran pequeñas y la mayor parte de la población quedaba ex­cluida de la participación política. Es dudoso que el libre mercado hubiera podido establecerse con unas instituciones democráticas en funciona­miento; es un hecho histórico que el libre mercado empezó a desvanecer­se con la entrada de las masas en la vida política. Como han reconocido siempre los ideólogos más clarividentes de la «nueva derecha», el merca­do sin trabas es incompatible con el gobierno democrático.

El experimento del libre mercado de fines del siglo XX es un inten­to de legitimar, a través de instituciones democráticas, los serios límites —en alcance y contenido— inherentes al control democrático de la vida económica. Las precondiciones predemocráticas del libre mercado de mediados de la época victoriana nos permiten hacemos una buena idea sobre sus posibilidades de legitimidad política actual.

Entre las medidas que crearon el libre mercado, ninguna fue más importante que la de la abrogación de las leyes de cereales (Corn Laws) que establecieron el libre comercio agrícola. La ley de cereales de 1815, basada en una legislación proteccionista que se remonta en varios aspec­tos al siglo XVII, fue abrogada en 1846 en lo que constituyó una impor­tante victoria de los partidarios del libre comercio.

La abrogación de las leyes de cereales representó una derrota para los intereses de los hacendados y un triunfo para las ideas del laissez-fai­re. La proposición de que una economía de mercado debe estar siempre sometida a supervisión y control políticos para salvaguardar la cohesión social formaba parte del sentido común político; también, desde luego, para los tories. El libre comercio era poco más que una teoría radical. A partir de entonces, ese estado de cosas se invirtió en Inglaterra: el Ubre comercio se convirtió en un bien común de las clases políticas de todos los partidos y el proteccionismo en una herejía salvaje. Ello fue así hasta los desastres de la década de los treinta.

No fue mucho menos significativa para la formación del libre merca­do la reforma de la ley de pobres (Poor Law). La ley de pobres de 1834 fue una ley decisiva: estableció un nivel de subsistencia inferior al salario más bajo establecido por el mercado, estigmatizó a sus destinatarios im­poniendo unas condiciones de lo más duras y degradantes para tener^le- recho a la beneficencia, debilitó la institución de la familia y estableció un régimen de laissez-f aire en el que los individuos eran los únicos responsa­bles de su propio bienestar, sin que esa responsabilidad fuera comparti­da con las comunidades a las que pertenecían.

Eric Hobsbawm capta bien el trasfondo, el carácter y los efectos de las reformas del sistema de beneficencia de la década de 1830 cuando es­cribe:

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La opinión tradicional, que aún sobrevivía de una manera distorsiona­da en todas las clases de la sociedad rural y en las relaciones internas de los grupos pertenecientes a la clase obrera, era que un hombre tenía derecho a ganarse la vida y, si estaba impedido de hacerlo, el derecho a que su comu­nidad lo mantuviera. La opinión de los economistas liberales de la clase media era que los hombres debían aceptar los empleos que les ofreciera el merca­do, dondequiera que fuera y con cualquier remuneración, y que el individuo razonable se prepararía para enfrentarse a las consecuencias de eventuales accidentes, enfermedades o de la vejez mediante el ahorro o mediante un se­guro individual o colectivo voluntario. Naturalmente, no se podía dejar que el resto de los pobres se muriera de hambre, pero éstos no debían percibir más que el mínimo absoluto—siempre menos que el salario mínimo ofrecido por el mercado— y bajo las condiciones lo más desalentadoras posibles. La ley de pobres no pretendía tanto ayudar a los desafortunados sino estigma­tizar a los autodeclarados fracasados sociales [...]. Ha habido pocos es­tatutos más inhumanos que la ley de pobres de 1834, que hizo de toda bene­ficencia «menos deseable» que el salario más bajo existente y que la confinó a unas casas de trabajo semejantes a prisiones, separando a la fuerza a mari­dos, esposas y niños para castigar a los pobres por su miseria.6

Este sistema se aplicó al menos al 10 % de la población inglesa de mediados de la época victoriana y se mantuvo vigente hasta el estallido de la primera guerra mundial.

El principal objetivo de las reformas de las leyes de pobres fue transfe­rir la responsabilidad por la protección de las personas contra la inseguri­dad y los infortunios de las comunidades a los individuos y obligar a las personas a aceptar trabajo a cualquier tarifa establecida por el mercado. El mismo principio ha estado en la base de muchas de las reformas de los sis­temas de seguridad social que han apuntalado el restablecimiento del libre mercado de fines del siglo XX.

En la era de la «nueva derecha», igual que en los primeros años de mediados de la Inglaterra victoriana, los efectos no deseados provocados

6. Hobsbawm, E. J., Industry and Em pire, Harmondsworth, Penguin, 1990, págs. 88-89.

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por las instituciones de protección social anteriores fueron considerados lo suficientemente importantes como para que las reformas del sistema de seguridad social se entendieran como políticamente inevitables y de­seables. El sistema del siglo xrx de complementar los salarios basados en tarifas locales creó un vasto sistema de beneficencia externa que no po­día mantenerse indefinidamente. Antes de la década de los ochenta algu­nas de las instituciones del Estado social de Beveridge habían dejado de corresponderse con las pautas modernas de familia y trabajo. De este modo se corría el riesgo de institucionalizar la pobreza en lugar de aca­bar con ella. Los decisores políticos de la «nueva derecha» tuvieron en cuenta esos peligros cuando reconfiguraron las disposiciones de protec­ción social según los imperativos de los mercados desregulados.

No menos importante que la reforma de la ley de pobres de media­dos del siglo XIX fue la legislación diseñada para eliminar los obstáculos a la fijación de los salarios por parte del mercado. David Ricardo enunció el punto de vista ortodoxo de los economistas clásicos cuando pcribió: «Los salarios deberían depender de la competencia justa y libre dertner- cado y nunca deberían controlarse mediante las interferencias del legis­lador».7

Fue por la influencia de esas afirmaciones canónicas de laissez-faire que el estatuto de aprendices (promulgado tras la peste negra en el si­glo XIv) fue abrogado y que todos los demás controles sobre los salarios fueron eliminados en el período anterior a la década de 1830. Incluso las leyes de fábricas (Factory Acts) de 1833, 1844 y 1847 evitaron toda coli­sión frontal con la ortodoxia del laissez-faire. «El principio de que no de­bería haber interferencias a la libertad de contratación entre amo y tra­bajador se cumplió hasta el punto de que ninguna traba legislativa directa fue promulgada en la relación entre patronos y varones adultos [...] du­rante el medio siglo siguiente se podía afirmar aún, aunque cada vez con menos plausibilidad, que el principio de no interferencia permanecía in­violado.»8

La eliminación de la protección a la agricultura y el establecimiento del libre comercio, la reforma de las leyes de pobres con el objetivo de

«7. Ricardo, David, Principles o f Political Economy and Taxation, Londres, Every­

man, pág. 1.8. Taylor, A. J., Laissez-faire and State Intervention in Nineteenth Century Britain,

Londres, Macmillan, Economic History Society Monograph, 1972, pág. 43.

obligar a los pobres a trabajar y la eliminación de todos los controles res­tantes sobre los salarios fueron los tres pasos decisivos en la construcción del libre mercado en la Gran Bretaña de mediados del siglo XIX. Esas me­didas clave crearon, a partir de la economía de mercado de la década de 1830, el mercado libre desregulado de mediados de la época victoriana, que es el modelo de todas las políticas neoliberales subsiguientes.

La reforma de las instituciones de protección social para obligar a los pobres a aceptar cualquier trabajo que se les ofreciera, el desmantela- miento de los consejos salariales y de otros mecanismos de control sobre los ingresos y la apertura de la economía nacional al libre mercado global desregulado han sido políticas neoliberales centrales y fundamentales durante las décadas de los ochenta y noventa en todo el mundo. En estos casos, el mercado de trabajo desregulado es el núcleo del libre mercado que se ha construido. En Gran Bretaña, en Estados Unidos y en Nueva Zelanda, así como en países como México, a los que las instituciones fi­nancieras transnacionales han impuesto ajustes estructurales, el resulta­do ha sido el del acercamiento a un libre mercado en el que se comercia libremente con el trabajo, dándole el mismo tratamiento que a cualquier otra mercancía.

En muchos aspectos, el establecimiento del libre mercado en la In­glaterra del siglo XIX fue una singularidad histórica. El libre mercado na­ció —y se mantuvo durante un tiempo con cierto éxito— en unas cir­cunstancias históricas particularmente afortunadas. Nada semejante al experimento del libre mercado inglés se intentó en el resto de Europa. Igual que su equivalente moderno, el proyecto inglés del siglo XIX no ha­bría podido avanzar como lo hizo sin los grandes cambios económicos y tecnológicos que tuvieron lugar al mismo tiempo.

Los políticos responsables de la construcción del libre mercado en Inglaterra se sirvieron de los resultados de un desarrollo de siglos. En el transcurso de este movimiento histórico, las fuerzas dél mercado se ha­bían convertido en una fuerza dominante en la vida social. Siempre habían tenido lugar intercambios de mercado, y en Inglaterra existía una econo­mía de este tipo desde hacía varios cientos de años; pero fue en este pun­to de la historia cuando nació el verdadero libre mercado y se creó una sociedad de mercado.

Karl Polanyi afirma: «En último término [...] el control del sistema económico por parte del mercado es una consecuencia abrumadora de toda la organización de la sociedad; significa nada menos que la gestión

Desde la «gran transformación» al libre mercado global 23

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de la sociedad como un adjunto al mercado. En lugar de una economía imbricada en las relaciones sociales, las relaciones sociales están imbrica­das en el sistema económico».9 Aquí Polanyi hace una distinción entre las sociedades en las que las actividades económicas, incluyendo todos los fenómenos que agrupamos juntos en la categoría de intercambios de mercado, son inseparables de otras áreas de actividad social, y las socie­dades en las que los mercados forman un ámbito separado, distinto e in­dependiente de todos los demás.

En las sociedades tradicionales premodernas, los precios tienen, a menudo, un estatus de convenciones, muchos bienes no pueden com­prarse ni venderse, los intercambios se vinculan a la residencia y al pa­rentesco y «el mercado» aún no ha surgido como una institución social y cultural bien definida. En tales sociedades no existe «el mercado» pro­piamente dicho.

En las sociedades de mercado, en cambio, no sólo la actividad eco­nómica se distingue del resto de la vida social sino que condición j , y a ve­ces domina, a la sociedad en su totalidad. En varios países de la Euíbpa noroccidental de principios de la era moderna, los mercados se desarro­llaron y se liberaron en diversos grados de los vestigios de los controles sociales de la vida medieval. Sin embargo, la institución del libre merca­do no surgió en ningún país fuera de Inglaterra. Los países de la Europa continental eran economías de mercado pero no sociedades de mercado, tal como siguen siendo en la actualidad.

Las sociedades de mercado que han surgido, observa Polanyi, no aparecieron como resultado del azar o de la evolución sino mediante el artificio de una intervención política recurrente y sistemática.

El paso que convierte a los mercados aislados en una economía de mer­cado, a los mercados regulados en un mercado autorregulado, es sin duda fundamental. El siglo XIX [...] imaginó ingenuamente que tal evolución era el resultado natural de la expansión de los mercados. No se tuvo conciencia de que la adaptación de los mercados a un sistema autorregulador no era el resultado de ninguna tendencia inherente a los mercados [...]. sino más bien el efecto de unos estímulos muy artificiales administrados al cuerpo so­cial para llegar a una situación que se creó por el fenómeno no menos Arti­ficial de la máquina.10

9. Taylor, A. J., op. cit., pág. 57.10. Taylor, A. J ., op. cit., pág. 57.

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En este punto debemos corregir la interpretación marxista de Polanyi para considerar en toda su dimensión el carácter excepcional de las con­diciones sociales imperantes en la Inglaterra de principios del siglo XIX. A diferencia de cualquier otro país de la Europa continental, Inglaterra poseía desde hacía mucho tiempo una cultura legal de la propiedad pri­vada sumamente individualista. La tierra se trataba desde antaño como una mercancía, la movilidad del trabajo era una realidad hacía ya muchos años, la inmovilidad de la vida de pueblo, común a muchos países de Eu­ropa continental, era rara o desconocida y la vida familiar se acercaba más a la de las modernas familias nucleares que a la de las familias am­pliadas premodernas. Inglaterra no era, como lo eran otros países euro­peos aún en el siglo XIX, una sociedad campesina.

En relación a esto, puede que Alan Macfarlane esté en lo cierto cuan­do afirma que «una de las principales teorías de la antropología eco­nómica es errónea, a saber, la idea de que entre los siglos x v i y XEX, In­glaterra haya experimentado la “gran transformación”, pasando de una sociedad campesina y ajena al mercado en la que la economía estaba “im­bricada” en las relaciones sociales, a un sistema de mercado moderno y capitalista en el que economía y sociedad habían sido separadas». Esta opinión, prosigue Macfarlane, «está expresada con mucha claridad en la obra de Karl Polanyi [...]. Cuando Adam Smith fundó la economía clási­ca basándose en la premisa del hombre racional “económico”, creyendo que estaba describiendo un tipo universal y bien establecido, estaba equivocado. Según Polanyi, ese hombre apenas había surgido, despojado de sus necesidades rituales, políticas y sociales [...] [Pero] Smith tenía ra­zón y Polanyi se equivocaba, al menos respecto a Inglaterra. El homo eco­nómicas y la sociedad de mercado habían existido en Inglaterra durante siglos antes de que Smith se refiriera a ellos». Macfarlane llega a la con­clusión, sin embargo, de que «entendemos que la idea de Polanyi de que Smith estaba escribiendo dentro de un medio social particular es correc­ta cuando nos damos cuenta de que en muchos aspectos, Inglaterra era probablemente muy diferente de casi cualquier otra civilización agrícola conocida».11

El libre mercado era —y sigue siendo— una peculiaridad anglosajo­na. Fue construido en un contexto que no se daba en ninguna otra socie- 11

11. Macfarlane, Alan, The Origins o f English Individualism , Oxford, Basil Black- well, 1978, pag. 199.

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dad europea y su plenitud duró sólo alrededor de una generación. Nun­ca habría podido crearse si en la Inglaterra del siglo XIX lá propiedad y la vida económica no hubieran sido tan completamente individualistas. Fue un experimento de ingeniería social que se llevó a cabo en unas circuns­tancias excepcionalmente propicias.

La corrección que hacemos de la explicación de Polanyi de la «gran transformación» para tener en cuenta estas consideraciones no impide aplicarla a nuestras circunstancias actuales e incluso pone de relieve su pertinencia con respecto a ellas. La explicación de Polanyi ilumina con mayor claridad la magnitud del intento de trasplantar al mundo entero una institución social que sólo ha figurado brevemente en la historia de un tipo de capitalismo: una vez en el siglo XIX, en el caso paradigmático de Inglaterra, y nuevamente en la década de los ochenta de este siglo, en Gran Bretaña, en Estados Unidos, en Australia y en Nueva Zelanda, como consecuencia de las políticas neoliberales.

Considerando la cuestión bajo una perspectiva histórica más^amplia, resulta poco sorprendente que estos países anglosajones sean los únteos en los que el libre mercado ha existido, incluso durante un período cor­to. Porque, como apunta Macfarlane, «las únicas regiones que nunca han tenido un campesinado fueron las colonizadas por Inglaterra: Australia, Nueva Zelanda, Canadá y América del Norte».12 Estos países anglosajo­nes eran sociedades en las que la cultura y la economía del individualis­mo agrario precedieron a la industrialización. Incubaron una cultura económica en la que el libre mercado pudo establecerse durante un bre­ve período de tiempo, pero que de todos modos presuponía unas con­diciones legales, sociales y económicas excepcionales, así como el uso implacable de los poderes de un Estado fuerte. Incluso en ese entorno fa­vorable, el libre mercado resultó ser tan costoso a nivel humano y tan dis- ruptivo para la vida de la sociedad que no se consiguió volverlo estable. Fue la desaparición del libre mercado del siglo XIX, y no su surgimiento, lo que ocurrió como resultado de una lenta evolución histórica. En esa evo­lución, las actuaciones no planificadas de las instituciones políticas de­mocráticas fueron decisivas.

El libre mercado que existió en Inglaterra desde la década de lf$40 hasta la de 1870 no pudo reproducirse. En términos estrictamente eco­nómicos, teniendo en cuenta la productividad y la riqueza nacional cre­

12. Macfarlane, op. cit., pág. 202.

Desde la «gran transformación» al libre mercado global 27

cientes, el período de mediados de la época victoriana fue un período de auge. Pero fue un auge cuyos costes sociales resultaron insoportables desde el punto de vista político.13

A medida que se extendieron las concesiones democráticas, se ex­tendió también la intervención estatal de la economía. A partir de la dé­cada de 1870 y hasta la primera guerra mundial se aplicaron una serie de reformas que limitaban las libertades del mercado en aras de la cohesión social (y a veces de la eficiencia económica). Antes de 1870 se promulgó una ley de educación de índole «claramente intervencionista».14 Aunque estas reformas no representaron la ejecución de ninguna estrategia glo­bal, antes de finales de siglo habían terminado con el breve episodio del laissez-faire en Inglaterra. Cuando estalló la primera guerra mundial, ya existían en Gran Bretaña las bases del Estado del bienestar.

El libre comercio sobrevivió hasta que la «gran depresión» ejerció su impacto sobre Gran Bretaña, persistiendo como dogma mucho después de que su utilidad como ideología se hubiera agotado. Sólo se descartó cuando la pérdida de las ventajas comparativas de Gran Bretaña en el co­mercio internacional se volvió intolerable. En palabras de Corelli Bar- nett: «Sólo la llegada de otra gran emergencia, la depresión mundial, aca­bó finalmente con el tabú de la doctrina económica liberal en Gran Bretaña. El propio libre comercio fue abandonado en 1931. Habían pa­sado casi cien años desde que había abierto el camino a la dependencia de Gran Bretaña de los mercados y mercancías de ultramar para su pro­pia existencia (...)».15 A mediados del siglo XIX, Gran Bretaña había adoptado el libre comercio por diversas razones, incluyendo las de las ventajas comparativas con las que, en tanto que primer país industriali­zado, aún contaba en los mercados mundiales. El poder de las ideas del laissez-faire en Gran Bretaña reflejaba esas ventajas.

El pensamiento del laissez-faire fue reemplazado por los pensadores del «nuevo liberalismo» como Hobhouse, Hobson, Bosanquet, Green y

13. Véase una valoración equilibrada de los datos sobre las ganancias y los costes sociales de la economía de mediados de la era victoriana en Church, R. A., The Great Victorian Boom 1850-1873, Londres, Macmillan, Studies in Economic and Social His- tory, 1975.

14. La descripción de la ley de educación de 1870 proviene de Taylor, A. J., op. cit., pág. 57.

15. Barnett, Corelli, The Collapse o f British Power, Stroud, Glos, Alan Sutton Pu- blishing, 1984, pág. 493.

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Keynes, que estaban dispuestos a limitar los poderes del Estado para mo­derar los efectos de las fuerzas del mercado, aliviar la pobreza y promover el bienestar social. En la primera década de este siglo, los defensores del «nuevo liberalismo» encontraron en Lloyd George a su primer y más im­portante arquitecto político.

El lento crecimiento de la legislación social del último cuarto del si­glo XIX fue seguido por un veloz avance hacia un Estado del bienestar. Tanto la filosofía como las políticas que habían creado el libre mercado fueron descartadas y las inseguridades económicas interactuaron con los imperativos de la competencia entre los partidos en una democracia emergente. El resultado fue la desaparición de la influencia política del laissez-faire.

Sin embargo, la clásica ilusión liberal que presentaba al libre mercado como un sistema autorregulador se mantuvo aún a lo largo del período de entreguerras. Esta fue la idea inspiradora de los recortes de gastos de- flacionarios que empeoraron la «gran depresión». Incluso el cr^cirrjien- to de los movimientos fascistas que se alimentaron de los trastornos eco­nómicos de la Europa de la posguerra no bastó para eliminar la fe en los mercados autocorrectores. Sólo la catástrofe de la segunda guerra mun­dial sacudió lo suficiente a la ortodoxia económica como para llevarla a aceptar las ideas keynesianas.

No obstante, las economías controladas del período de posguerra no surgieron de una conversión intelectual desde el laissez-faire. Nacieron del horror inspirado por los colapsos económicos y las dictaduras que habían llevado a la segunda guerra mundial y de la decidida negativa de los vo­tantes británicos a volver al orden social de los años de entreguerras.

La idea de un orden económico internacional autoestabilizador pere­ció con las dictaduras totalitarias, las migraciones forzosas, los bombar­deos de saturación de los aliados y el horror sin límites del genocidio nazi. En Gran Bretaña, la idea fue eliminada por la experiencia de una econo­mía de guerra, mucho más eficiente que la de la Alemania nazi, en la que el desempleo era desconocido y los estándares en nutrición y salud eran más altos para la mayoría de lo que lo habían sido en tiempos de paz.

El laissez-faire experimentó un anacrónico y efímero retomo a la iida política durante las décadas de 1980 y 1990. El declive de la productividad y los conflictos sociales e industriales del corporativismo británico fueron los catalizadores de la intervención del Fondo Monetario Internacional en la gestión de la economía británica en 1976. Esta intervención inició la rá­

pida desintegración del consenso económico keynesiano de la Gran Breta­ña de la posguerra y culminó con la llegada al poder de Margaret Thatcher en 1979.

El gobierno de la señora Thatcher capturó el espíritu de la época y dio respuestas a algunas de las necesidades de Gran Bretaña. En sus pri­meros años en el poder, los tories culminaron la tarea que los laboristas no habían conseguido finalizar: el desmantelamiento del corporativismo británico, que era una precondición para la modernización económica. Pero esta necesaria respuesta a un dilema nacional concreto degeneró en una ideología universal. Thatcher se convirtió en un icono del libre mer­cado global y sus políticas fueron emuladas en el mundo entero.

El destino del régimen de desregulación y de «mercadización» que se instaló en muchos países en la década de los ochenta será probable­mente similar al del libre mercado de la Inglaterra del siglo XIX. Pero ahora habrá más dificultades que entonces para moderar los costes so­ciales de los libres mercados. La influencia de los gobiernos nacionales sobre sus economías es mucho más débil que en aquel momento. Para que los mercados sociales puedan sobrevivir o reconstruirse, será necesa­rio incorporarlos a unas instituciones nuevas y más flexibles.

Las grandes y cada vez más profundas desigualdades económicas constituyen una amenaza a la estabilidad política de los libres mercados tanto a nivel nacional como global. No es fácil ver cómo el concierto de grandes potencias liderado por Estados Unidos en el que está basado ac­tualmente el mercado global puede soportar una recesión prolongada de la economía global. Las políticas de gestión de crisis que han alejado la catástrofe en el pasado reciente ya no serán adecuadas.

Las actuales políticas podrían muy bien desembocar en una ruptura del actual régimen económico global. Quienes imaginan que los grandes errores políticos no se repiten en la historia no han aprendido su lección principal: que nunca se aprende nada durante mucho tiempo. Actual­mente estamos en medio de un experimento de ingeniería social utopista cuyo resultado podemos conocer por anticipado.

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E l f a l s o a m a n e c e r d e l l ib r e m e r c a d o g l o b a l

Las políticas de laissez-faire que produjeron la «gran transforma­ción» en la Inglaterra del siglo XIX estaban basadas en la teoría dé que las

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libertades del mercado son naturales y las limitaciones políticas sobre los mercados son artificiales. La verdad es que los libres mercados son cria­turas engendradas por el poder estatal y se mantienen sólo mientras el Estado es capaz de impedir que las necesidades humanas de seguridad y de control de riesgo económico encuentren expresión política.

En ausencia de un Estado poderoso consagrado a un programa eco­nómico liberal, los mercados serán inevitablemente estorbados por una miríada de limitaciones y regulaciones. Estas surgirán espontáneamente como respuesta a unos problemas sociales específicos, no como elemen­tos de ninguna gran estrategia. Los parlamentarios que promulgaron las leyes de fábricas (Factory Acts) en las décadas de 1860 y 1870 no preten­dían reconstruir la sociedad o la economía según un plan preestablecido sino que respondían a determinados problemas de la vida laboral —peli­gros, suciedad, ineficacias— a medida que se volvían conscientes de ellos. El desvanecimiento del laissez-faire fue una consecuencia no desea­da de una multitud de este tipo de respuestas no coordinadas. (

Los mercados con limitaciones son la norma enloda sociedad, mien­tras que los libres mercados son producto del artificio, de la estrategia y de la coerción política. El laissez-faire debe planificarse centralmente; los mercados regulados simplemente existen. El libre mercado no es, como los pensadores de la «nueva derecha» han imaginado o afirmado, un don de la evolución social. Es un producto de la ingeniería social y de una in­quebrantable voluntad política. Fue posible en la Inglaterra del siglo XIX sólo porque entonces se carecía de instituciones democráticas operativas, y duró mientras esa situación se mantuvo.

Las implicaciones de estas verdades para el proyecto de construcción de un libre mercado global en una era de gobierno democrático son pro­fundas. Consisten en que las reglas del juego del mercado deben ser ais­ladas de la deliberación democrática y de la rectificación política. La de­mocracia y el libre mercado son rivales, no aliados.

La contrapartida natural de una economía de libre mercado es una política de inseguridad. Si «capitalismo» significa «libre mercado», en­tonces ninguna opinión es más equivocada que la creencia de que el fu­turo está en el «capitalismo democrático». En el curso normal de la vjjla democrática, el libre mercado tiene siempre una vida corta. Sus costes sociales son tales que ninguna democracia puede legitimarlo durante mucho tiempo. La verdad queda demostrada por la historia del libre mercado en Gran Bretaña, y la entienden bien los pensadores neolibe­

rales más abiertos que están planificando la construcción del libre mer­cado global.

Los que están intentando diseñar un libre mercado a escala mundial siempre han insistido en que el marco global que lo defina y proteja debe estar situado más allá del alcance de cualquier legislador democrático. Los Estados soberanos firman para ingresar en la Organización Mundial del Comercio, pero es esa organización —y no los legisladores de ningún Estado soberano— quien determina qué es lo que debe considerarse como libre comercio y qué es lo que lo limita. Las reglas de juego del mercado deben elevarse más allá de toda posibilidad de revisión median­te alternativas democráticas.

El papel de las organizaciones transnacionales como la OMC es pro­yectar el libre mercado a la vida económica de toda sociedad. Lo hacen intentando lograr la adhesión a las reglas que liberan a los libres merca­dos de los mercados limitados o imbricados que existen en toda socie­dad. Las organizaciones transnacionales sólo pueden lograr este objetivo si son inmunes a las presiones de la vida económica democrática.

La descripción de Polanyi de la legislación necesaria para crear una economía de mercado en el siglo XIX se aplica con la misma fuer­za al proyecto del libre mercado global de la actualidad, como lo han indicado la Organización Mundial del Comercio y otras instituciones similares.

No debe permitirse nada que impida la formación de mercados, ni tampoco que los ingresos se formen de otra manera que mediante las ven­tas. No debe haber ninguna interferencia con el ajuste de los precios a las cambiantes condiciones del mercado, se trate de precios de bienes, trabajo, tierra o dinero. De ahí que no sólo han de existir mercados para todos los elementos de la industria sino que no debe aprobarse ninguna medida o política que ejerza influencia sobre la acción de estos mercados. Ni los pre­cios, ni la oferta, ni la demanda deben fijarse o regularse; sólo se admitirán las políticas y medidas que ayuden a mantener la autorregulación del mer­cado mediante la creación de condiciones que hagan de éste el único poder organizativo en la esfera económica.16

Ciertamente, ésta es una fantasía irrealizable; el intento de las insti­tuciones transnacionales de hacerla realidad ha producido trastornos

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16. Polanyi, Karl, op. á t ., pág. 69.

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económicos, caos social e inestabilidad política en países muy diferentes en el mundo entero.

Dadas las condiciones en las que se ha emprendido a fines del siglo XX, la reinvención del libre mercado ha involucrado una ambiciosa ingenie­ría social a gran escala. Ningún programa reformista en la actualidad tiene posibilidades de éxito a menos que se entienda que muchos de los cambios producidos, acelerados o reforzados por políticas de «nueva de­recha» son irreversibles. De la misma manera, ninguna reacción política contra las consecuencias de las políticas de libre mercado será efectiva si no controla las transformaciones tecnológicas y económicas que esas po­líticas lograron aprovechar.

La reinvención del libre mercado ha provocado profundas rupturas en los países en los que se ha intentado. Los acuerdos sociales y políticos que ha destruido —el «pacto Beveridge» (Beveridge settlement) en Gran Bretaña y el New Deal de Roosevelt en Estados Unidos— no pueden re­crearse. Las economías sociales de mercado de la Europa continental no pueden renovarse como variantes reconocibles dé la democracia sácial o cristiana de la posguerra. Quienes imaginan que puede haber un retor­no a las «políticas normales» de la gestión económica de la posguerra se están engañando a sí mismos y a los demás.

Pese a ello, el libre mercado no ha logrado establecer el poder hege- mónico que pretendía. En todos los Estados democráticos, la supremacía política del libre mercado es incompleta, precaria y fácilmente socavable. El libre mercado es incapaz de sobrevivir con facilidad en períodos de prolongada recesión económica. En Gran Bretaña, las consecuencias no deseadas de las propias políticas neoliberales debilitaron la permanencia de la «nueva derecha» en el poder político. La delicada coalición de cir­cunscripciones electorales y grupos económicos que la «nueva derecha» movilizó en apoyo de sus políticas pronto quedó disuelta.

Se disolvió en parte por los efectos de las políticas de la «nueva dere­cha» y en parte debido a las fuerzas desatadas en la economía mundial en general. Las políticas de la «nueva derecha» ofrecían a sus votantes una oportunidad de ascenso social. Con el tiempo, destruyeron las estructuras sociales en las que esas aspiraciones estaban enmarcadas; además, in^pu- sieron fuertes costes y riesgos a algunos aspirantes a la posesión de pro­piedades. Quienes han quedado inmovilizados en sus hogares por la equi­dad negativa, difícilmente se mostrarán muy entusiastas con respecto al régimen de desregulación que los enterró en sus dificultades. Las insegu-

ridades económicas que las políticas de la «nueva derecha» exacerban no podían menos que debilitar a las coaliciones originarias que apoyaron y que se beneficiaron de esas políticas. La aplastante victoria electoral de los laboristas en mayo de 1997 fue, en parte, el resultado de esos efectos autodebilitantes de las políticas tories de la «nueva derecha».

Sin embargo, los actuales trastornos de la vida social y económica no están causados únicamente por los libres mercados. En último término, surgen de la banalización de la tecnología. Las innovaciones tecnológicas realizadas en los países occidentales avanzados son copiadas pronto en todas partes. Incluso sin políticas de libre mercado, las economías ges­tionadas del período de la posguerra no podían haber sobrevivido: el avance tecnológico las habría vuelto insostenibles.

Las nuevas tecnologías vuelven inoperantes las políticas de pleno em­pleo de tipo tradicional. El efecto de las tecnologías de la información es llevar la división social del trabajo a un estado de flujo. Muchas ocupacio­nes están desapareciendo y todos los empleos son menos seguros que an­tes. La división del trabajo en la sociedad es actualmente menos estable de lo que nunca ha sido desde la revolución industrial. Los mercados globa­les transmiten esta inestabilidad a todas las economías del mundo y con ello unlversalizan la nueva política de inseguridad económica.

El libre mercado no puede perdurar en una era en la que la econo­mía mundial está disminuyendo la seguridad económica de la mayoría de los individuos. El régimen de laissez-faire está destinado a provocar contramovimientos que rechazarán sus coacciones. Esos movimientos —ya sean populistas y xenófobos, fundamentalistas o neocomunis- tas— no alcanzarán muchas de sus metas, pero sí podrán romper en pedazos las quebradizas estructuras sobre las que se apoya el laissez- faire global. ¿Debemos aceptar que la vida económica del mundo no puede organizarse como un libre mercado universal y que la posibili­dad de desarrollar unas mejores formas de gobierno mediante la regu­lación global es inalcanzable? ¿Es nuestro destino histórico el de una anarquía moderna?

Se necesita una reforma de la economía mundial que acepte la diver­sidad de culturas, de regímenes y de economías de mercado como una realidad permanente. El libre mercado global pertenece al mundo en el que la hegemonía occidental parecía asegurada. Como todas las demás variantes de la utopía de la Ilustración sobre una civilización universal, el libre mercado presupone la supremacía occidental. No cuadra con un

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mundo pluralista en el que no hay ninguna potencia que pueda aspirar a ejercer la hegemonía que Gran Bretaña, Estados Unidos y otros Estados occidentales poseyeron en el pasado. No satisface las necesidades de una época en la que las instituciones y valores occidentales han dejado de te­ner legitimidad universal. No permite a las diversas culturas del mundo proseguir unos procesos de modernización adaptados a sus historias, cir­cunstancias y necesidades específicas.

Lo que hace el libre mercado global es enfrentar a los Estados sobe­ranos entre sí en luchas geopolíticas por la posesión de los recursos na­turales. La consecuencia de una filosofía de laissez-faire que condena la intervención estatal en la economía es impulsar la rivalidad de los Esta­dos, que se enfrentarán para controlar recursos que ninguna institución tiene la responsabilidad de conservar.

También es evidente que una economía mundial organizada como un libre mercado global no puede satisfacer la necesidad humana uni­versal de seguridad. La razón de ser de los gobiernos en tod%s partes es su capacidad para proteger a los ciudadanos dé la inseguridad. Uh régi­men de laissez-faire global que impida a los gobiernos asumir este papel protector estará creando condiciones para una inestabilidad política y económica aún mayor.

En las economías avanzadas con gobiernos competentes y hábiles pueden encontrarse maneras de mitigar los riesgos impuestos a los ciu­dadanos por los mercados mundiales. En los países más pobres, el lais­sez-faire global lleva al establecimiento de regímenes fundamentalistas y opera como catalizador de la desintegración del Estado moderno. Igual que a nivel del Estado-nación, el libre mercado, a nivel global, no pro­mueve ni estabilidad ni democracia. El capitalismo democrático global es algo tan irrealizable como el comunismo mundial.

Capítulo 2

LA CONSTRUCCIÓN DE LOS MERCADOS LIBRES

L o que abrió y m antuvo abierto e l cam ino hacia e l libre m ercado fu e e l enorm e aum ento de un intervencionism o continuado, centralm ente or­ganizado y controlado.

Karl Polanyi1

En la mañana del 20 de diciembre de 1994, uno de los más ambicio­sos experimentos de libre mercado del mundo se malogró. Sólo tres se­manas después de su llegada a la presidencia de México, Ernesto Zedillo anunció una devaluación de la moneda nacional. Los inversores estadou­nidenses que habían colocado sus ahorros en fondos gestionados por em­presas tales como Fidelity, Scudder, Goldman Sachs y Salomón Brothers perdieron más de treinta mil millones de dólares. En el mercado de capi­tales, la pérdida estimada fue de setenta millones de dólares en el valor bursátil de las empresas mexicanas. Además, México sufrió una pérdida de entre 250.000 y un millón de empleos antes de finales de 1995, una eva­sión de capitales a una escala desconocida, un aumento de la inflación anual por encima del 50 %, una subida en el coste de las hipotecas y de los préstamos muy superior a la de la tasa de inflación y, como consecuen­cia de ello, una ola de quiebras de empresas y bancos, además de unas amenazas de bancarrota que hicieron peligrar la supervivencia de algu­nos gobiernos estatales.1 2

Lo que se colapso ese día fue algo más que una moneda: fue la tota­lidad de un modelo de desarrollo económico. Antes de la devaluación, el experimento mexicano se consideraba digno de ser emulado por los paí­ses en desarrollo de todo el mundo. Animadas por el consenso de Was­hington —el dogma de que los gobiernos mínimos y los libres mercados son alcanzables y deseables en todo el mundo— las organizaciones trans­nacionales habían intentado implantar en México una variante del libre

1. Polanyi, Karl, The G reat Transformation: The Political and Economic Origins o f our Time, Boston, Beacon Press, 1944, pág. 140.

2. Véase Ai Camp, Roderic, Politics in M exico, Oxford y Nueva York, Oxford Uni­versity Press, 1996, págs. 219-220.

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mercado estadounidense. La Gran Bretaña thatcheriana y el gobierno laborista de Nueva Zelanda desarrollaron unos proyectos similares en la década de los ochenta. Pese a las importantes diferencias entre los dis­tintos países, en todos ellos se alcanzaron resultados semejantes. Los ex­perimentos resultaron, en el mejor de los casos, un éxito bastante par­cial, pero provocaron un cambio irreversible en las sociedades.

Un único mercado global es un proyecto político muy de finales del siglo XX. Es bueno recordar esto y hacer una importante distinción. Este proyecto político tiene una duración mucho más breve que la globaliza- ción de la vida económica y cultural que empezó en Europa a principios de la era moderna —desde el siglo XV en adelante— y está programado para avanzar durante siglos. Para la humanidad de finales de la era mo­derna, la globalización es un destino histórico. Su mecanismo básico es la veloz e inexorable expansión de las nuevas tecnologías en todo el mundo. Esta modernización guiada por la tecnología de la vida econó­mica mundial seguirá adelante independientemente del destino de un libre mercado global. La creciente interconexión mundial no depende de la ortodoxia del FMI. Sólo una catástrofe ecológica puede frenarla o retrasarla.

Sin embargo, esta expansión de los modernos medios de produc­ción y comunicación en todo el mundo tendrá unas consecuencias prác­ticamente inversas a las que espera de manera tan confiada el consenso de Washington. Llevará a una metamorfosis del libre mercado estadou­nidense y no a su multiplicación universal. Es más probable que engen­dre una nueva anarquía internacional y no que consiga recapturar los elementos pretendidamente armónicos del sistema del siglo XIX. Ade­más, permitirá la aparición de nuevos tipos de capitalismo, la mayor par­te de los cuales diferirán nítidamente del libre mercado. Las economías más exitosas del próximo siglo no serán las que hayan tratado de injer­tar los libres mercados estadounidenses en las raíces de sus culturas na­tivas sino las economías cuyos procesos de modernización sean autóctonos.

Entre los experimentos recientes de construcción de libres mercados en las condiciones de finales del siglo XX se destacan particularmente los casos de Gran Bretaña, Nueva Zelanda y México. Cada uno cjp ellos ejemplifica, en el contexto de una cultura política nacional determinada, las ironías y las paradojas del libre mercado en el mundo tardomodemo.

En cada uno de ellos, el impulso inicial del experimento fue el hecho de que las estructuras económicas corporativistas se habían vuelto insos­

La construcción de los mercados libres 37

tenibles. Al mismo tiempo, la ideología neoliberal se convirtió en una po­derosa influencia por derecho propio. En todos los casos, la globalización económica fue el catalizador que disparó el experimento neoliberal, pero la política de inseguridad alimentada por la economía mundial en ex­pansión destruyó la coalición inicial de intereses que había propulsado el experimento al poder y debilitó o destruyó el vehículo político con el que se había aplicado.

En consecuencia, el libre mercado ha usado el poder del Estado para alcanzar sus fines pero ha debilitado las instituciones en aspectos vitales. En todos los casos, las políticas de libre mercado perdieron legitimidad política y al mismo tiempo provocaron cambios económicos y sociales irreversibles y no modificables mediante procedimientos democráticos.

El e x p e r im e n t o t h a t c h er ia n o

El intento de Margaret Thatcher de resucitar el libre mercado en la Gran Bretaña de finales del siglo XX es instructivo, no sólo por sus estrate­gias y sus éxitos sino por el modo y las causas de su caída. Por un lado, la política thatcheriana fue un intento de imponer una muy necesaria mo­dernización a la economía británica; por otro, intentó reconfigurar las instituciones británicas según las líneas de un pasado irrecuperable. E s­tos dos aspectos de la política thatcheriana están íntimamente — e inclu­so inseparablemente— unidos.

La coalición electoral que Thatcher movilizó en apoyo de sus políti­cas claves —reducción del poder de los sindicatos, eliminación de la pro­piedad municipal de las viviendas públicas y reducción de los impuestos directos— le permitió ganar tres elecciones consecutivas. Su demolición del consenso británico de posguerra dio lugar a una profunda transfor­mación del partido laborista que desembocó en su retorno al poder tras una victoria electoral aplastante en mayo de 1997.

El thatcherismo no empezó como un proyecto político en el que la ideología fuera algo central. El gobierno laborista de James Callaghan ya había empezado a desmantelar el corporativismo británico cuando, en respuesta a los imperativos que le impuso el Fondo Monetario Interna­cional en otoño de 1976, anunció que el intento de llegar a una situación de pleno empleo mediante políticas keynesianas de gestión económica ya no era viable. Pero el gobierno Callaghan no pudo hacer más que ini­

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ciar esa ruptura con el orden de posguerra de Gran Bretaña; no fue ca­paz de reformar las relaciones industriales británicas.

El thatcherismo empezó como una respuesta local a un problema bri­tánico. En su agenda política inicial, el punto más importante era la refor­ma de los sindicatos. Margaret Thatcher entendió que el corporativismo británico —la coordinación triangular de la política económica por parte de gobierno, patronos y sindicatos— había dejado de ser un instrumento de creación de riqueza o una garantía de cohesión social para convertirse en la causa de conflictos industriales y de discordias respecto a la distribución del ingreso nacional. Durante gran parte de la década de los ochenta, el tér­mino «thatcherismo» se usaba para expresar esa percepción de las cosas.

Los primeros años de la era Thatcher no estuvieron inspirados por ninguna doctrina política coherente. Puede que, en efecto, la propia idea del thatcherismo como ideología haya sido inventada por la izquierda. Unos cuantos marxistas perspicaces, especialmente Martin Jacques, el editor de la revista pionera Marxism Today, estuvieron entre los primeros en darse cuenta de que los gobiernos de Thatcher estaban marcando una ruptura irreversible con la socialdemocracia británica de posguerra.

Sin embargo, para cuando Thatcher fue derribada, una inmadura ideología de la «nueva derecha» había impregnado las ideas de su go­bierno, lo que se evidenciaba en políticas tan fatídicas como la del poli tax. Un círculo de locura y soberbia se había cerrado alrededor de That­cher y de sus consejeros. Dentro de ese círculo, Thatcher quedaba prote­gida de las críticas públicas y de las provenientes del terreno de los ne­gocios que señalaban que sus políticas —no sólo las referentes al poli tax sino, sobre todo, las relativas a las relaciones de Gran Bretaña con la Unión Europea— eran impulsadas, más que por las necesidades prácti­cas, por la ideología.

El gobierno de John Major, que siguió al de Thatcher en 1990, no suavizó sus políticas; simplemente, éstas se aplicaron de manera más mecánica. La red ferroviaria británica fue privatizada en cuatro compa­ñías de alto nivel, una iniciativa impopular para todo el mundo excepto, para unos pocos accionistas de la compañía ferroviaria, y que sólo sir-, vió para agravar las dificultades electorales del último gobierno de l^fajor. Por consiguiente, cuando Thatcher fue derribada del poder, no se aban­donó el proyecto de reconstruir el libre mercado sino que más bien se le dio una larga segunda oportunidad. Así, Gran Bretaña estuvo sometida a políticas de libre mercado durante casi dos décadas.

¿Y qué ocurrió con los grandes anuncios de la «nueva derecha»? El tamaño del Estado británico no disminuyó; se apropió de la misma can­tidad de recursos económicos de la nación que en la década de los seten­ta, mucho más que lo que había hecho el gobierno laborista de 1945. Los niveles de impuestos para la mayor parte de las familias eran más altos a finales del período thatcheriano que en sus inicios. En algunas áreas, como por ejemplo la reducción del poder de los sindicatos, las políticas that- cherianas —ayudadas por los grandes cambios de la economía real— al­canzaron sus objetivos, pero el resultado global fue la creación de las condiciones de su propia derrota política.

Las políticas thatcherianas erosionaron la cultura de clase en la que estuvo basado el dominio casi continuo del partido conservador sobre la vida política británica durante más de un siglo. Ese conjunto de políticas, que acabó con toda una serie de industrias, barrios y profesiones, no con­siguió reconstruir la coalición inicial que había sido políticamente posi­ble en un principio.

Las transformaciones que las políticas thatcherianas impusieron a las instituciones británicas estuvieron a punto de devorar a su vehículo polí­tico, el Partido Conservador. Los partidos políticos que imponen cam­bios revolucionarios sobre casi todos los aspectos de la vida económica y social no pueden escapar a las consecuencias que estos cambios suponen para ellos mismos.

El Partido Conservador había estado en declive desde la década de los cincuenta. Ese proceso de declive se aceleró mucho durante el perío­do en que los conservadores gobernaron sin rivales en la década de los ochenta, un período en el que los viejos miembros del partido fallecían sin ser sustituidos por nuevos militantes. El hecho de que la edad pro­medio de los miembros del Partido Conservador en el momento en que sufrió su catastrófica derrota en mayo de 1997 estuviera situada en torno a los sesenta y cinco años resulta un significativo posfacio a los años de gloria de la supremacía thatcheriana.

Pese a la propia actitud rígidamente hostil de Thatcher con respecto a la reforma constitucional, las instituciones del Estado británico no pu­dieron escapar a los profundos cambios provocados, como efectos cola­terales involuntarios, por las políticas thatcherianas. El principal de ellos fue una arrolladora centralización del poder en las instituciones del go­bierno central. Como observó A. V. Dicey respecto al proyecto original del laissez-faire en el siglo XIX: «Los auténticos creyentes en el laissez-fai-

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40 Falso amanecer

re consideraban que para alcanzar sus fines era absolutamente necesario mejorar y reforzar la maquinaria gubernamental».3

Ésta no fue una aberración específicamente británica, sino la expre­sión local de una paradoja universal. Lo normal es que los mercados es­tén imbricados en la vida social y que sus actividades se vean constreñi­das por instituciones de mediación y limitadas por convenciones sociales y por acuerdos tácitos. Entre las instituciones mediadoras, los sindicatos y las asociaciones profesionales han ejercido un papel principal al mediar entre los individuos y las fuerzas del mercado. La construcción de un li­bre mercado requiere que estas instituciones sociales sean debilitadas o destruidas; deben ser anuladas como productoras de intereses particula­res que obstaculizan el camino del consumidor universal. Sólo un Estado centralizado poderoso puede declarar la guerra a esas poderosas institu­ciones de intermediación.

La centralización del Estado británico en el período thatcheriano no fue un error político que podría haberse evitado sino una parte* inj^gral de la construcción del libre mercado.

Los acuerdos constitucionales que Thatcher heredó en 1979 quedaron pronto tan deformados que se volvieron irreconocibles. Las barreras entre las instituciones del Estado británico, el gobierno y el Partido Conservador contenidas en los acuerdos constitucionales prethatcherianos —estableci­das a partir de acuerdos tácitos y convenciones no escritas— fueron elimi­nadas o debilitadas. La neutralidad política de los funcionarios públicos, que antes nadie cuestionaba, empezó a parecer dudosa. Las instituciones paraestatales fueron colonizadas por arribistas tories. Los cuerpos interme­dios que antes eran instituciones autónomas se convirtieron en la propiedad de una casta de la nomenklatura torie. Las relaciones de confianza entre go­bernantes y gobernados, que eran un requisito esencial de la legitimidad y un acuerdo constitucional no escrito, pasaron a ser un mero recuerdo. El re­sultado fueron unos acuerdos constitucionales completamente desequili­brados que no pudieron sobrevivir a la derrota electoral conservadora.

Las políticas thatcherianas provocaron muchos cambios significa­tivos en la sociedad y en las instituciones británicas, algunos de ellos irre­versibles. Entre estos últimos, puede que las muchas privatización^ que se hicieron no sean los más importantes o duraderos. La primera ola de

3. Dicey, A. V., Lectures on the Relationship between Lato and Public Opinión in V-unl/tml Jiiriño the Nineteenth Centura. Londres, 1905, pág. 306.

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privatizaciones ni siquiera fue iniciada por los tories, sino que fue llevada a cabo por los laboristas, cuando Denis Healey anunció la venta de parte de las acciones del Estado de British Petroleum. De hecho, las privatiza­ciones apenas estaban presentes en la agenda del thatcherismo inicial. No figuraban en absoluto en el programa electoral de 1979 y surgieron por primera vez en una administración tory en 1982, cuando la falta de fondos necesaria para la modernización de la industria británica de tele­comunicaciones obligó al gobierno a plantearse lo que entonces se en­tendió como un paso revolucionario: la privatización de una importante empresa de utilidad pública.

Esa primera privatización no estuvo impulsada por una doctrina sino por la lógica de los acontecimientos. Una industria que necesitaba ur­gentes inyecciones de capital y que era consciente de que no podía obte­ner fondos públicos, controlados por el erario público, no tenía otra op­ción que ir a buscarlos a los mercados de capitales. Para ello necesitaba ser privatizada. En una de las abundantes ironías de ese período, la pri­vatización de british Telecom tuvo tanto éxito, que la compañía pudo em­prender su modernización tecnológica en base a sus propios recursos.

La privatización surgió por primera vez en el programa electoral tory de 1983. La lista de las propiedades estatales privatizadas durante los años siguientes en el marco de las políticas neoliberales es larga y sustan­ciosa. En 1979, las. instituciones gubernamentales eran dueñas de la ma­yor parte del carbón, acero, gas, electricidad, agua, ferrocarriles, líneas aéreas, sistemas de telecomunicaciones, centrales nucleares y astilleros, y tenían una participación significativa en los sectores del petróleo, banca, navegación y transporte por carreteras. Antes de 1997, casi todo esto ha­bía pasado a manos privadas. Además, un buen millón de ex ocupantes de viviendas municipales habían pasado a tener vivienda en propiedad.

Paralelamente a esta privatización de propiedades estatales tuvo lu­gar una nacionalización global de las instituciones de gobierno local y de intermediación: el Servicio Nacional de Salud, las escuelas, los antiguos politécnicos y las universidades, las cárceles, la administración de justicia y las autoridades policiales sufrieron procesos de reorganización. Todas estas instituciones fueron apartadas de la dirección de los gobiernos lo­cales democráticamente elegidos y situadas bajo el control de organismos paraestatales no elegidos y de NextSteps Agencies que sólo rendían cuen­tas, si es que lo hacían, al gobierno central. En 1995, esos organismos pa­raestatales empleaban a más personas y gastaban más dinero que los go­

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biernos locales. Por último, los mecanismos de mercado —licitaciones competitivas forzosas, pagos condicionados al rendimieftto y al aprove­chamiento y otros mecanismos similares— se introdujeron en todos los servicios públicos.

Las distintas instituciones de gobierno en las que el poder se había dispersado mucho tiempo atrás en Gran Bretaña se centralizaron en el Estado como nunca antes en tiempos de paz. En todas ellas se impusie­ron mecanismos de mercado o simulacros de mercados.

La «nacionalización de la Gran Bretaña»4 thatcheriana tuvo lugar en paralelo a los cambios impuestos en el mercado de trabajo. La reducción del poder de los sindicatos y la creación de un mercado de trabajo más individualista eran unos de los pocos objetivos absolutamente claros del primer gobierno Thatcher, que en combinación con el compromiso mo- netarista de la estabilidad de los precios, que debía ser alcanzable a cual­quier coste social o económico, sellaron el destino de los pactos británi­cos de posguerra.

El consenso keynesiano-beveridgeano no sólo estaba basado én la idea de que el pleno empleo era la precondición más importante para lle­gar a un Estado del bienestar sostenible, sino que imponía al gobierno central la obligación absoluta de promoverlo. El abandono explícito, bajo Thatcher, de la responsabilidad gubernamental respecto al pleno empleo marcó un cambio en la doctrina económica desde Keynes a Fried- man, a la vez que supuso una transformación fundamental de la manera de entender las funciones del Estado. El texto decisivo de esta transfor­mación no fue la Constitution o f Liberty de Hayek ni ningún otro pan­fleto de los ideólogos neoliberales, sino Stepping Stones, de John Hoskyns, una guía para tratar con el poder sindical y crear un libre mercado de tra­bajo (nunca fue publicada).5

Según la concepción thatcheriana del papel del Estado, la función de éste era proporcionar un marco de reglas y reglamentos dentro del cual el libre mercado —en particular el mercado de trabajo— funcionara de manera autorregulada. Según esta concepción, el papel de los sindicatos como instituciones de intermediación situadas entre los trabajadores y el

«4. Véase Jenkins, Simón, Accountable to None: The Tory Nationalization o f Bntain,

Londres, Hamish Hamilton, 1995.5. Sobre Stepping Stones, véase el magnífico estudio de Hugo Young sobre Marga-

ret Thatcher, One o /U s, Londres, Pan Books, 1993, págs. 115-118.

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mercado debía ser modificado y debilitado. El derecho laboral fue re­modelado. El modelo contemporáneo que inspiró todos estos cambios fue el mercado de trabajo estadounidense, con sus altos niveles de mo­vilidad, su flexibilidad salarial descendente y los bajos costes para los patronos.

En parte como resultado de estas políticas, tuvo lugar un impresio­nante aumento de empleos a tiempo parcial y de contratos temporales. La institución burguesa de la carrera profesional vocacional dejó de ser una opción viable para un número creciente de trabajadores. Muchos de los que no estaban especializados ganaban menos que el mínimo necesa­rio para mantener una familia. Volvieron las enfermedades propias de la pobreza: tuberculosis, raquitismo y otras.6 Los integrantes de las ex cla­ses medias fueron exhortados a convertirse en «individuos portafolio», sin vínculos con empresas o instituciones concretas. En 1996, un estudio llegó a la conclusión de que «la carrera profesional tradicional ha termi­nado y se ha convertido en un mero recuerdo».7

Al mismo tiempo, las posibilidades de recibir ayudas sociales fueron limitadas de manera radical. Los seguros de paro (como la Job Seekers Allowance de 1996) se diseñaron para obligar a sus destinatarios a acep­tar trabajo según las tarifas fijadas por el mercado. No resulta artificioso hacer un paralelismo entre esto y las reformas de la ley de pobres de la década de 1830. En ambos casos, el resultado fue el de una pérdida de capacidad negociadora por parte de los trabajadores.

La contradicción fundamental del libre mercado es que debilita las instituciones sociales tradicionales de las que ha dependido en el pasado. El de la familia es un ejemplo clave. La fragilidad y el declive de la familia tradicional aumentaron durante el período thatcheriano. La proporción de mujeres de entre dieciocho y cuarenta y nueve años de edad casadas cayó del 74 % en 1979 al 61 %, mientras que la proporción de mujeres que mantenían una pareja de hecho aumentó del 11 al 22 % durante el mismo período. Los nacimientos extramatrimoniales crecieron más del doble durante la década de los ochenta. Las familias monoparentales aumentaron del 12 % en 1979 al 21 % en 1992, dándose el mayor au­

6. Informe nacional de la asociación de visitadores médicos, citado en el Indepen­dent, 25 de noviembre de 1996, «Dickensian diseases return to haunt today’s Britain».

7. Transition and Transformation: Employee, Satisfaction in the 1990s, Londres, ISR International Survey Research, 1996.

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mentó en la proporción de madres solteras que nunca habían contraído matrimonio.

En 1991, uno de cada dos matrimonios terminaba en divorcio en Gran Bretaña, la tasa más alta de todos los países de la UE, sólo compa­rable con la de Estados Unidos.8 ¿Es sólo una coincidencia que Gran Bretaña sea el único país de la UE que impuso a su mercado de trabajo una desregulación American-stylé} En las ciudades británicas en las que las políticas thatcherianas de desregulación del mercado de trabajo fue­ron más exitosas en su objetivo de disminuir las cifras de desempleo, las tasas de divorcios y de rupturas familiares fueron más altas.9

Aún más impresionante fue el crecimiento de una subclase desfavo­recida. El porcentaje de hogares británicos (sin incluir los pensionistas) en situación de desempleo total —es decir, en los que ninguno de sus miem­bros es activo en la economía productiva— aumentó de un 6,5 % en 1975 a un 16,4 % en 1985 y a un 19,1 % en 1994.10 11 Este incremento prosiguió, y quizás incluso se aceleró, bajo el gobierno de John Major. Entr^ 1992 y 1996 el número de padres solteros desempleados aumentó un 15 %.**

Expresado claramente, esto significa que actualmente en Gran Bre­taña en alrededor de uno de cada cinco hogares (sin contar a los pensio­nistas) no hay ni un solo trabajador. Esto representa un grado de exclu­sión social de una magnitud desconocida en cualquier otro país europeo, pero muy corriente en Estados Unidos desde hace mucho tiempo. Este impresionante crecimiento de una subclase desfavorecida es una conse­cuencia directa de las reformas neoliberales, sobre todo las que afectaron a la vivienda. La venta de viviendas de propiedad municipal a sus ocu­pantes suele considerarse como un éxito del gobierno de Thatcher. Es cierto que gracias a estas ventas de viviendas, Thatcher ganó apoyos elec­torales en la década de los ochenta, aunque también puede que en la dé­

8. Hay un estudio sobre algunos de esos datos en la obra de Ruth Lister, «The Fa­mily and Women», en Kavanagh, D. y Seldon, A., The M ajor Effect, Londres, Macmi- llan, 1994.

9. Pueden encontrarse datos sobre Swindon que tienden a confirmar las vincula­ciones entre la movilidad del mercado de trabajo y la destrucción de la familia en Ijj’An- cona, Matthew, The Ttes ThatBind, Londres, Social Market Foundation, 1996.

10. Estudio dirigido por Paul Gregg y Jonathan Wadsworth en la London School of Economics, citado en el Ohserver, 10 de enero de 1997, pág. 10.

11. Fuente: Biblioteca de la Cámara de los Comunes, compilación de Peter Hain (parlamentario). Citado en el Independent, 23 de diciembre de 1996.

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cada de los noventa, esta política se haya vuelto en contra de los conser­vadores. En términos sociales y económicos, la política de acabar con las viviendas municipales fue uno de los principales elementos del surgi­miento de una cultura de dependencia neoliberal. Los gastos en subsi­dios a la vivienda durante 1996-1997 fueron estimados en una cantidad superior a los once mil millones de libras esterlinas. Esto equivale al u % del producto nacional bruto británico y más de diez veces más que el coste total de los subsidios a la vivienda en 1979-1980.12 El gasto públi­co en vivienda social fue reemplazado, a unos costes varias veces superio­res, por reembolsos de alquileres y ayudas para el pago de hipotecas. El precio de la privatización de la vivienda municipal en Gran Bretaña ha representado un aumento colosal de la dependencia de los individuos frente a la asistencia pública.

Lo más significativo de todo esto son las diferencias entre la expe­riencia británica y las de otros países europeos que no han experimenta­do un período prolongado de políticas públicas neoliberales, así como las sorprendentes similitudes entre la situación británica y la estadouni­dense. Incluso en la política penal existe una notoria correlación. La tasa de encarcelamiento británica es mucho más alta que la de cualquier otro país de la LIE (aunque mucho más baja que la de EE.UU.) y crece con ra­pidez. Entre 1992 y 1995 la población carcelaria británica aumentó en casi un tercio (a más de 50.000 individuos).

Las cifras correspondientes a las tasas de criminalidad son más difí­ciles de obtener, e interpretarlas resulta particularmente complicado. De todos modos, las tendencias generales no llevan a engaño. En 1970, la po­licía tenía conocimiento de menos de 1,6 millones de delitos importantes en Inglaterra y Gales; en 1981, eran 2,8 millones.13 A finales de 1990, la ci­fra de delitos registrados llegaba a 4,3 millones; para 1992, la cifra co­rrespondiente era de 5,6 millones. Además, el British Crime Survey de 1992 sugería que la cifra real se acercaba al triple de la oficial.14

Al mismo tiempo, los gastos del Estado destinados a la aplicación de la ley aumentaron de manera constante. Entre 1978-1979 y 1982-1983,

12. Financial Times, Editorial, 27 de agosto de 1996.13. Véase Sked, A., y Cook, C , Post-W ar Britain: A Political H istory, Harmonds-

worth, Penguin, 1990, pág. 354.14. Morris, T., «Crime and Penal Policy», en Kavanagh y Seldon (comps.), The M a­

jo r Effect, op. cit., pág. 313.

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los gastos de las fuerzas policiales aumentaron casi una cuarta parte en términos reales. El número de policías aumentó de cerca de 10.000 a más de 120.000 en el primer gobierno de Margaret Thatcher.15 (Estos aumen­tos en los sueldos y en el número de policías no tuvieron lugar durante las administraciones de John Major.) En términos globales, durante el pe­ríodo thatcheriano se dio una tendencia al aumento de los delitos de todo tipo y de la mayor parte de los gastos estatales destinados a la aplicación de la ley, una tendencia semejante a las observadas en el experimento de Nueva Zelanda y en Estados Unidos de Ronald Reagan.

Un reciente informe sociológico contiene un buen resumen de las consecuencias del thatcherismo con respecto a la criminalidad y al orden social:

En lo que respecta a la criminalidad en general, los datos sugieren que tanto los tipos predominantes de delitos como el aumento de los desórde­nes en la década pasada deben entenderse de acuerdo con los cambios a largo plazo en la sociedad británica que han tenido lugar durante casi Vein­te años [...] el debilitamiento progresivo de los vínculos sociales tradicio­nales de familias y comunidades y la transformación final del papel desem­peñado por las escuelas primarias y secundarias del Estado, desde una función pedagógicamente orientada al control social a una función compe­titivamente orientada —y socialmente divisoria— a la adquisición de cono­cimiento y de capacidades específicas. El papel de los internados Victo­rianos, que siguió siendo el modelo de la educación primaria hasta bien entrado este siglo, se ha olvidado [...]. La virtual desaparición de toda una gama de agentes auxiliares del control social, desde cuidadores de parques hasta conductores de autobús o funcionarios encargados de controlar la asistencia a la escuela, ha dejado a la policía excesivamente expuesta y ca­rente de los recursos adecuados para hacer frente al problema de la crimi­nalidad [...] el aumento de las soluciones de tipo carcelario para los pro­blemas sociales no da tampoco resultados positivos pero es ruinosamente cara [...] el tipo de criminalidad que aflige a Gran Bretaña y a gran parte del mundo postindustrial refleja un malestar mucho más profundo.16

La conexión entre libre mercado y políticas de «ley y orden» ni^nca ha pasado inadvertida. A medida que las instituciones de intermediación

15. Sked and Cook, op. cit., pág. 354.16. Morris, T., en Kavanagh y Seldon (comps.), The Major Effect, op. cit., págs. 314-

315,316.

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social y los controles informales de la vida comunitaria van quedando de­bilitados debido a los cambios económicos impulsados por el mercado, las funciones disciplinarias del Estado se refuerzan. El punto final de esta evolución llega cuando las sanciones de derecho penal se convierten en el principal apoyo que le queda al orden social. Puede que en Estados Uni­dos no se esté muy lejos de este punto.

El efecto autodestructivo del thatcherismo como proyecto político partió de estas consecuencias sociales no deseadas. Una política econó­mica que acelera la desaparición de las industrias y de los barrios lleva a los votantes a cuestionarse sus lealtades. Esta situación se dio de manera particularmente intensa en Gran Bretaña, donde las lealtades electorales y la cultura de clases siempre han estado estrecha y profundamente vin­culadas. Al acelerar la disolución de la vieja cultura de clases, las políticas thatcherianas debilitaron los viejos apoyos del partido. Al principio esto constituyó una ventaja política para Thatcher, ya que muchos antiguos votantes laboristas se pasaron a los tories. A largo plazo, sin embargo, es­tas políticas minaron el apoyo de las clases medias a los tories, con lo que se volvió imposible mantener el gobierno conservador.

Las políticas thatcherianas causaron también un impresionante cre­cimiento de la desigualdad económica. Según el sólido «informe Rown- tree sobre renta y riqueza», la desigualdad aumentó en Gran Bretaña en­tre 1977 y 1990 más rápido que en todos los países comparables menos uno. A partir de 1979, los grupos con ingresos más bajos dejaron de be­neficiarse del crecimiento económico. Desde 1977, la proporción de la población con menos de la mitad de la renta media aumentó más del tri­ple.17 Para 1984-1985, la quinta parte más rica de la población tenía unos ingresos —una vez descontados los impuestos— del 43 % de la renta to­tal, los más altos desde el fin de la segunda guerra mundial.18

Aunque la desigualdad ha aumentado en diferentes grados en varios países del primer mundo, la velocidad y la magnitud de las desigualdades económicas en Gran Bretaña están muy por delante de las de casi todos los demás. Sólo en Nueva Zelanda, donde las políticas neoliberales fue­ron aún más radicales y donde la tradición igualitaria había sido más pro­nunciada, la desigualdad creció con mayor rapidez.

17. Joseph Rowntree Foundation Inquiry into lncom e and Wealth, vol. 1, York, fe­brero de 1995, Joseph Rowntree Foundation, pág. 15.

18. Joseph Rowntree Report, op. cit., vol. 2, pág. 23.

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En las elecciones generales de mayo de 1997, el porcentaje de voto popular obtenido por los conservadores fue el más bajo desde la Great Reform Act de 1832. El partido conservador se hundió a causa de la re­volución thatcheriana. La deblacle de los tories tuvo muchas causas; al­gunas tienen que ver con errores políticos que podrían haberse evitado, otras con accidentes históricos que no tenían por qué haber sucedido. El poli tax fue un primer ejemplo de error evitable. Puede que la retórica es­tridentemente nacionalista de Thatcher sobre la Unión Europea en el pe­ríodo inmediatamente anterior a su caída no permitiera augurar ningún cambio fundamental en su política, pero sí alarmó a la corriente de opi­nión proeuropeísta de su partido y del mundo de los negocios. La crisis de las «vacas locas» que atormentó a la agonizante administración de John Major fue consecuencia de unas políticas erróneas, aunque fue un acci­dente que se desencadenara en ese preciso momento.

Como siempre ocurre en la vida política, la suerte desempeñó un papel decisivo. Thatcher estuvo a punto de venirse abajo con la crisis de la Westlands, lo cual habría puesto punto final al experim entóle li­bre mercado en Gran Bretaña.19 Una derrota militar importante en la guerra de las Malvinas con Argentina también podría haber tenido con­secuencias paralizantes. Como todos los políticos, Margaret Thatcher dependía de su buena suerte. La tuvo hasta 1990, cuando los tories la hicieron caer.

El thatcherismo recibió un nuevo aliento con la sorpresiva victoria de John Major en las elecciones generales de 1992. Para entonces, el elec­torado había aceptado que los progresos económicos no eran el resulta­do de una gestión gubernamental hábil, sino el producto de los mercados mundiales. Hasta los años ochenta, los gobiernos de Gran Bretaña inten­taron alinear el ciclo comercial con el ciclo electoral y trataban de gestio­nar la economía en provecho propio mediante políticas inconstantes. Una de las principales metas de la «nueva derecha» fue la de conseguir que los votantes juzgaran a los gobiernos independientemente de las fluc­tuaciones económicas. Configuraron una cultura pública en la que los gobiernos pudieron desplazar hacia los mercados mundiales sus respon­sabilidades en la gestión de la economía. I

Los resultados de las elecciones de 1992 demostraron que la «nueva derecha» había tenido éxito en sus intentos de separar las actuaciones

19. Véase Young, op. cit., págs. 435-458.

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económicas de la percepción de los votantes sobre la competencia del gobierno. Pero fue una victoria de corta vida y con consecuencias para­dójicas. Cuando Gran Bretaña fue expulsada del sistema monetario eu­ropeo en 1993, el vínculo entre la competencia gubernamental y la ac­tuación económica se restableció en la percepción de los votantes.

Para los conservadores, este reacoplamiento resultó desastroso. Sin embargo, la separación entre actuación económica y competencia guber­namental producida por la política de la «nueva derecha» en la década de los ochenta persistió en las mentes de los votantes, por lo que los con­servadores obtuvieron pocos beneficios del despegue económico de me­diados de la década de los noventa.

La opinión pública británica acepta la existencia de una economía de mercado. Si alguna vez tuvo alguna simpatía hacia proyectos socialistas de economía planificada, ha dejado de tenerla. Pero también es hostil a la idea de que la vida social se vea dominada por unos mercados incontro­lados. Los británicos desean que algunos beneficios —atención médica básica, escuelas y protección contra la criminalidad— les sean propor­cionados a todos como una marca de ciudadanía. Muestran recelos ante la privatización de determinadas propiedades públicas, como por ejem­plo el agua, y se resisten a que se prosiga con la «mercadización» de los servicios públicos, como por ejemplo el cuidado de los ancianos. No aceptarán la movilidad laboral estadounidense: el 60 % de los adultos británicos vive a no más de ocho kilómetros de su lugar de nacimiento, una proporción más alta que la del siglo XIX.

El fracaso en el intento del thatcherismo de modificar estas actitudes británicas es evidente. Los valores de justicia y de ayuda mutua que están profundamente enraizados en la sociedad constituyen un obstáculo para el completo restablecimiento del Ubre mercado en Gran Bretaña. La le­gitimidad pública del libre mercado ha menguado con la modernización de la sociedad promovida por las políticas de Thatcher. Las creencias y las prácticas en las que podía apoyarse el libre mercado en el período de mediados de la era victoriana se habían debilitado o habían desapare­cido en 1979, y todavía estaban más debilitadas cuando los conservado­res perdieron el poder en 1997. El Ubre mercado se encargó de disipar lo que quedaba de ellas. En Gran Bretaña, igual que en el resto del mun­do, los trastornos sociales producidos por el libre mercado han dado lugar a un poderoso rechazo que en parte ha desbaratado sus ambicio­nes políticas.

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En líneas generales, ningún gobierno puede volver atrás en la rees­tructuración económica que las políticas thatcherianas efectuaron en Gran Bretaña. Esta reestructuración económica no ha conseguido frenar el lar­go declive económico británico. Tampoco ha generado, excepto quizás en uno o dos sectores, como el de las telecomunicaciones y el de la in­dustria del espectáculo, la «cultura empresarial» sobre la que sus ideólo­gos hablaron y escribieron. Sin embargo, y precisamente debido a la con­tinua debilidad económica británica —a su dependencia de la inversión extranjera y de los mercados de capitales mundiales— , ningún gobierno puede volver atrás en la política de privatizaciones o actuar de una ma­nera contundente a través del sistema impositivo para remediar el au­mento de las desigualdades económicas.

La historia ha impuesto al gobierno laborista elegido en mayo de 1997 la tarea de promover los valores socialdemócratas en un momento en el que las instituciones históricas y las políticas de la socialdemocracia han desaparecido.20 En su calidad de primera administración postsocial- demócrata, el gobierno de Tony Blair debe luchar para reconciliar Ineco­nomía de mercado desregulada con la cohesión social. Debe hacerlo en un entorno indeleblemente marcado por las políticas de libre mercado y por el avance irreversible de la globalización económica durante el largo período thatcheriano.

L a p e r d ic ió n d e l co n serva d u rism o

Las políticas económicas thatcherianas intensificaron y aceleraron los efectos de muchas de las tendencias sociales y económicas responsa­bles de la ulterior disolución de las familias y comunidades tradicionales. Obligaron a la sociedad británica a emprender a marchas forzadas el ca­mino hacia una tardía modernidad.

El papel del thatcherismo como proyecto modernizador no suele en­tenderse bien, ya que el carácter reaccionario de la ideología liberal de mercado puede llevar a engaño. La reconstrucción del libre mercado en la Gran Bretaña actual disolvió los últimos residuos del orden social que

20. Sobre la desaparición de la socialdemocracia, véase mi monografía A fter Social Democracy, Londres, Demos, 1995, reimpresa en mi libro Endgam es: Questions in Late M odem Political Thought, Cambridge, Polity Press, 1996, capítulo 2.

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había apoyado al libre mercado en el siglo XIX. No sólo la fam ilia tradi­cional sino también esa cultura de clases basada en la deferencia y en la respetabilidad, que había sido indispensable para la existencia del libre mercado, habían prácticamente desaparecido.

Aunque los vociferantes ideólogos del thatcherismo y sus cegados discípulos nunca lo percibieron ni lo entendieron así, uno de los efectos que tuvieron las políticas de Thatcher fue el de someter a la deformada cultura de clases británica a un proceso de modernización de una magni­tud mucho mayor de la que ningún gobierno laborista haya emprendido nunca.

Al imponer una modernización forzosa sobre muchos aspectos de la vida en Gran Bretaña, el thatcherismo volvió obsoletos los proyectos de sus principales rivales políticos. Marginó el «torismo de una nación» del Partido Conservador y a los socialdemócratas que rompieron con el Par­tido Laborista a principios de la década de los ochenta. Ninguno de ellos tenía una visión clara de la magnitud de los cambios que estaban tenien­do lugar en Gran Bretaña. De maneras diferentes, cada uno dependía de una cultura de clases que el thatcherismo estaba erosionando. La derro­ta de estos proyectos políticos competidores fue un éxito significativo de la «nueva derecha» en Gran Bretaña. Pero al desplazar a estas tendencias del terreno político central en Gran Bretaña, el thatcherismo creó una de las condiciones que provocarían su propia muerte.

Una de las muchas ironías del thatcherismo fue la de sus relaciones con el Estado-nación. Las políticas económicas neoliberales despojaron al Estado-nación de la mayor parte de su influencia en la vida económica nacional, mientras que la retórica pública thatcheriana cubrió a esta ins­titución desnuda con el velo arcaico de la autoridad. El Estado-nación se consideraba extremadamente importante. La cultura nacional fue pro­clamada vital para el orden social. Sin embargo, las políticas económicas neoliberales abrieron la economía británica a los mercados mundiales como nunca antes se había hecho.

Una retórica que proclamaba la globalización económica inexorable se combinó con la afirmación de la autoridad única y lá utilidad indis­pensable de una cultura nacional común. Las relaciones de Gran Breta­ña con la Unión Europea fueron calificadas de obstáculos a la soberanía nacional por los mismos tories neoliberales que sostenían que ningún go­bierno nacional podía albergar la esperanza de resistirse a los mercados mundiales. La glorificación del Estado-nación soberano se produjo pre­

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cisamente en el momento histórico en el que aquellos que lo ensalzaban lo declaraban superfluo desde el punto de vista económico.

Las políticas thatcherianas promovieron claramente la fragmentación de la cultura nacional común y apoyaron la globalización en los medios de comunicación de masas. Las instituciones nacionales genuinas, como por ejemplo la BBC, fueron atacadas sin descanso, al tiempo que se inició una activa intemacionalización comercial de los medios de comunicación. Al Estado-nación le fue denegado todo protagonismo, incluso en la reno­vación de la cultura nacional.

Las instituciones sociales de intermediación sobre las cuales estuvo basado el libre mercado en la Inglaterra de mediados del período Victo­riano se convirtieron en obstáculos para su reconstrucción a finales del siglo XX. Las asociaciones profesionales, los gobiernos locales, las socie­dades mutuas y las familias estables eran impedimentos para la movilidad y el individualismo requeridos por los mercados descontrolados, ya que limitaban el poder de éstos sobre las personas. En un contexto^jtardomo- derno, la reconstrucción del libre mercado no“jpuede evitar d eb itar o destruir esas estructuras de intermediación, y esto fue lo que ocurrió en Gran Bretaña.

Es extraño que alguien siga encontrando anómala la vinculación en­tre libres mercados y desórdenes sociales. Incluso si se consiguiera esta­bilizar el libre mercado, éste tiende a destruir a las demás instituciones encargadas de preservar la cohesión social. Ninguna sociedad puede op­tar por el libre mercado y pensar que no sufrirá esas consecuencias.

La reconstrucción del libre mercado es raramente un proyecto polí­tico conservador. Lo que se consigue con ella es acabar con las continui­dades culturales e institucionales, no renovarlas. En las actuales circuns­tancias, el proyecto de la derecha no puede ser el de la conservación de las tradiciones culturales. Afirma querer el progreso, pero un progreso sin ninguna meta fija. El más clarividente y sincero de los pensadores de la «nueva derecha» definió el progreso como «el movimiento por el mo­vimiento mismo».21

Ningún conservador genuino debe considerar que ésta es una pres­cripción para un cambio sin ningún objetivo o, en otras palabras, qpa ex­presión de nihilismo. En sus usos más concretos, que sin duda son los que importan a los neoliberales, el «progreso» denota los incesantes cam­

21. Hayek, F. A., The Constitution o f Liberty, Chicago, Henry Regnery, 1960.

bios sociales impuestos a los individuos por los imperativos de los libres mercados. De estas necesidades surgen las insolubles contradicciones que provocan el hundimiento del proyecto.

La revolución permanente de los libres mercados niega todo valor al pasado. Anula los precedentes, corta los hilos de la memoria y dispersa el conocimiento local. Al privilegiar las opciones individuales por encima de todo bien común, hace que las relaciones se vuelvan revocables y provisio­nales. En una cultura en la que la libre elección es el único valor indisputa­do y en la que siempre hay deseos por satisfacer, ¿qué diferencia hay entre iniciar un proceso de divorcio y negociar la compra o la venta de un coche de segunda mano? Los ideólogos del libre mercado niegan con indigna­ción la existencia de una lógica del libre mercado que convierta a toda re­lación en un bien de consumo. Sin embargo, es una lógica muy evidente en la vida cotidiana de las sociedades en las que prevalece el libre mercado.

«Si la democracia y el capitalismo son más eficaces cuando están im­pregnados de tradiciones culturales surgidas de fuentes no liberales, en­tonces está claro que la modernidad y la tradición pueden coexistir en un equilibrio estable durante extensos períodos de tiempo»,22 es la blanda opinión de Francis Fukuyama. Desde luego, y como tanto Karl Marx como Max Weber reconocieron, la modernidad y la tradición no pueden reconciliarse con tanta facilidad. En este período tardomodemo, la glo- balización opera contra las tradiciones heredadas del inicio de la era moderna. Cuando un Estado tardomodemo se desprende de su lastre en favor del mercado mundial, lo que hace es echar por la borda esas tra­diciones heredadas. Por mucho que se intente, la ingeniería social tory es incapaz de reconstruir la delicada telaraña de tradiciones que las nuevas tecnologías y los mercados descontrolados han destruido.

Era quizá predecible que en nuestros tiempos, los gobiernos domi­nados por conservadores confesos actuarían a favor de la modernización forzosa de las sociedades que gobiernan. No menos predecible era la in­capacidad de los ideólogos neoconservadores de comprender el dilema en el que las sociedades dominadas por el libre mercado están atrapadas.

El hecho de que el capitalismo individualista subvierta las tradicio­nes culturales con más éxito que cualquier gobierno constituye un tribu­to a los poderes del mercado y una enseñanza sobre los límites de la ac­

22. Fukuyama, Francis, Trust: The Social Virtues and the Creation o f Prasperity, Nueva York y Londres, The Free Press, pág. 351.

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ción del Estado. Resulta curioso que los mismos pensadores de derecha que sostienen que los Estados son impotentes en la vida económica pu­sieran tantas esperanzas en la actuación estatal en ingeniería social. To­davía más incoherente es que el pensamiento de la «nueva derecha» que, al igual que el marxismo corriente, sostiene que los cambios económicos determinan el comportamiento, descuide tan sistemáticamente los efec­tos de liberar los mercados sobre el matrimonio, la familia y la incidencia de la criminalidad.

El actual dilema de la derecha es que el conservadurismo cultural no está entre sus posibles opciones. Está condenada a dudar entre promover el libre mercado a cualquier coste cultural o asumir unas posturas quijo­tescas de elitismo cultural. No puede mantenerse en un equilibrio estable en mayor medida de lo que el libre mercado es capaz. Oscila, incierta pero incesantemente, entre un pesimismo razonable sobre el pasado his­tórico reciente y un optimismo salvaje sobre el futuro próximo.

Actualmente, la derecha gusta de imaginar que es la voz d^l pasado. En realidad, su rimbombante radicalismo y sus"nostalgias decadáítes la atan irrevocablemente y sin remedio al caos del presente.23

El utopismo reaccionario de la derecha es una empresa costosa y pe­ligrosa. La paz y la estabilidad son lo último que puede esperarse en las sociedades que permiten que la derecha las gobierne. Las políticas de apuntalar las formas tradicionales de la vida familiar y reprimir los peo­res síntomas de la criminalidad poco pueden hacer para restaurar las ins­tituciones y comunidades que el libre mercado ha desmantelado. El des­tino de la derecha en la era tardomoderna es destruir lo que queda del pasado en un vano intento de recuperarlo.

Pocas visiones del futuro han sido tan engañosas como las concep­ciones —permanentemente de moda— de Herbert Marcuse o de Michel Foucault que prevén un control capitalista perfeccionado de la sociedad. El capitalismo tardomoderno puede encarcelar a las personas en prisio­nes de alta tecnología y controlarlas mediante cámaras de vídeo de vigi­lancia en sus lugares de trabajo y en plena calle, pero no los encajona en

23. He tratado anteriormente de rastrear la autodestrucción del conservadurismo en la Gran Bretaña thatcheriana en mi monografía The Undoing o f Conservatism, publi­cada por la Social Market Foundation en junio de 1994, reimpresa como capítulo 7 de mi libro Enlightenm ent’s Wake: Politics and Culture at the Cióse ofth e Modern Age, Lon­dres, Routledge, 1995, y vuelta a imprimir otra vez con un nuevoposfacio en Gray, John y Willets, David, Is Conservatism D ead?, Londres, Profile Books, 1997.

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una jaula de hierro burocrática ni los aprisiona para siempre dentro de un nicho diminuto de la división del trabajo. Más bien los abandona a una vida fragmentada y a una proliferación de opciones sin sentido.

La disgregación a la que nos enfrentamos no es una pesadilla de con­trol totalitario. La película American Psycho, que mezcla lo efímero de la moda con un arraigado reflejo de nihilismo, es una aproximación más real a la situación tardomoderna que E l castillo de Kafka.

Los libres mercados suelen ser atacados por su enfoque basado en el corto plazo con respecto a la inversión en la industria.24 Pero el libre mer­cado es aún más temerariamente «cortoplacista» en su demolición de las virtudes en las que estuvo basado en el pasado. Actualmente, estas virtu­des — ahorro, orgullo cívico, respetabilidad, «valores familiares»— son piezas de museo inútiles. Son baratijas que los medios de comunicación de la derecha desempolvan de vez en cuando para su exhibición pública, pero que tienen poca utilidad en una economía basada en lo efímero.

El icono más durable del libre mercado en los últimos años del siglo xx no será Margaret Thatcher. Bien puede que sea Madonna.

E l EXPERIMENTO NEOZELANDÉS: u n a se g u n d a « g r a n TRANSFORMACIÓN» EN MINIATURA

El experimento neoliberal de Nueva Zelanda es el intento más ambi­cioso llevado a cabo en cualquier época de la historia de construir el libre mercado como institución social. Es un ejemplo más claro de los costes y límites de reinventar el libre mercado en un contexto de finales del si­glo XX que el experimento del thatcherismo en Gran Bretaña. Entre los mu­chos efectos noveles de la política neoliberal en Nueva Zelanda, está el de la creación de una subclase en una sociedad que antes carecía de ella.

El experimento de Nueva Zelanda es el proyecto de libre mercado en condiciones de laboratorio: una ideología neoliberal inflexible impul­só un programa de reformas radicales en el que ninguna institución social importante quedó sin reconstruir. Las reformas fueron iniciadas por un partido socialdemócrata y luego fueron también apoyadas por un segun­do partido, con lo que durante un tiempo fueron políticamente imbati-

24. Véase la excelente y polémica obra de Will Hutton, The State We’re In, Lon­dres, Jonathan Cape, 1995, que contiene una potente crítica al «cortoplacismo».

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bles. Gracias a una tradición constitucional estilo Westminster, con un parlamento unicameral que disfrutaba de un poder y de una libertad de acción sin ninguna restricción constitucional, se produjo la transforma­ción de ma^or alcance en un Estado hasta entonces intervencionista que se ha visto hasta ahora.

Una de las socialdemocracias más completas del mundo se convirtió en un Estado neoliberal. La sociedad neozelandesa experimentó, conco­mitantemente, una profunda metamorfosis. Las consecuencias y los peli­gros del experimento neozelandés son instructivas, por no decir inquie­tantes.

El experimento mediante el cual se reconstruyó el libre mercado en Nueva Zelanda tiene muchas semejanzas con los programas de ajuste es­tructural impuestos a los gobiernos de los países en desarrollo como con­dición para recibir créditos de las instituciones internacionales transna­cionales. Pero Nuéva Zelanda no era un país del tercer mundo sino un Estado socialdemocràtico avanzado. Las tradiciones de intervención es- tatal en la economía para proteger la cohesiórrsocial estaban mífe pro­fundamente arraigadas en Nueva Zelanda que en cualquier otro país oc­cidental, a excepción de la socialdemócrata Suecia.

Puede que el importante giro político de principios de la década de los ochenta fuera inevitable. El temor de que Nueva Zelanda corría el riesgo de perder su estatus de economía de primer mundo era razonable. Igual que con el thatcherismo en Gran Bretaña, el impulso inicial del ex­perimento no fue doctrinal sino pragmático. No partió de la dase política neozelandesa sino que fue concebido por sus funcionarios públicos. Sur­gió de la percepción que se tenía en el ministerio de Hacienda de que la posición de Nueva Zelanda como país del primer mundo se estaba vol­viendo insostenible desde el punto de vista económico. Ello, a su vez, era resultado de la creciente globalización económica, en particular de la emergencia de unas economías exitosas altamente modernizadas en paí­ses que hasta entonces habían pertenecido al tercer mundo, como por ejemplo Singapur.

La puesta en marcha de un programa de reestructuración neoliberal no era la única respuesta posible al acelerado declive económico rglativo de Nueva Zelanda, ni tampoco la más promisoria. Sin embargo, como ocurrió en otros países, el pensamiento de la «nueva derecha», con sus soluciones radicales para problemas económicos que no podían descui­darse mucho tiempo más, resultó irresistible.

La construcción de los mercados libres 57

Como resultado de ello, las actuaciones de las administraciones labo­ristas desde 1984 a 1990 y las del Partido Nacional a partir de entonces, acabaron con la tradición neozelandesa de democracia social igualitaria y de economía de gestión keynesiana socialmente cohesiva. En la actualidad, Nueva Zelanda se acerca mucho más que cualquier otro país occidental al modelo neoliberal puro de gobierno débil y economía de libre mercado.

Inmediatamente o poco después de que el gobierno laborista asu­miera el poder en julio de 1984, los controles de intercambios fueron abolidos y se dejó flotar la moneda. Los controles sobre los precios, sala­rios', tasas de interés y alquileres desaparecieron. Se eliminaron los subsi­dios a las exportaciones, se abolieron las licencias a las importaciones y todos los aranceles experimentaron una reducción masiva. La mayor par­te de las empresas y bienes de propiedad estatal fue privatizada. El pleno empleo como objetivo de política pública fue sustituido por la meta mo- netarista de la búsqueda de la estabilidad de los precios, con lo que se rompió decisivamente con la larga tradición keynesiana de Nueva Zelan­da. Estas medidas de desregulación y de retracción del papel del Estado se correspondían estrechamente con las adoptadas por otros gobiernos de la «nueva derecha», especialmente el de la señora Thatcher en Gran Bretaña.

Una iniciativa insólita para Nueva Zelanda fue la eliminación de las subvenciones agrícolas y la desaparición de prácticamente toda asistencia y protección estatal al sector durante los años 1984-1987. No menos ex­cepcional fue la desregulación del mercado de trabajo, que fue mucho más allá de las limitaciones al poder sindical introducidas en la Gran Bre­taña de Thatcher. En 1991, el sistema nacional de negociación colectiva había sido globalmente sustituido por contratos de trabajo individuales, tanto en el sector público como en el privado. Esto creó un mercado de trabajo más orientado al mercado y más individualista que cualquier otro. Se creó un banco central independiente con el único objetivo de mante­ner la estabilidad de los precios.

El Estado abandonó sus responsabilidades con respecto a los niveles globales de empleo en la economía. Evidentemente, la meta de los impul­sores del libre mercado en Nueva Zelanda era la de eliminar la capacidad del Estado para optar entre diferentes políticas macroeconómicas. Esta meta se alcanzó con creces.

Asimismo, la imposición de un modelo neoliberal a los servicios pú­blicos tuvo un alcance mayor que en cualquier otro país (excepto, quizás,

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en Chile). Los hospitales públicos fueron convertidos en empresas co­merciales y obligados a competir con proveedores privados de atención médica. Se reestructuró la educación, delegándose en las autoridades es­colares locales la responsabilidad de la prestación de servicios educati­vos. Las escuelas pasaron a cobrar por sus servicios y se les pidió com­pletar sus presupuestos mediante actividades comerciales. La concesión de beneficios sociales de todo tipo se redujo rigurosamente, dividiendo a la población en categorías económicas que determinaban los niveles de subsidios por servicios estatales. Todos los servicios estatales pasaron a ser regulados por el mercado y todas las funciones asistenciales del Esta­do se redujeron. Al mismo tiempo, como señala sarcásticamente Kelsey, «los gastos en policía, tribunales y cárceles siguieron creciendo».25

Kelsey resume las consecuencias del experimento de Nueva Zelanda con la observación de que «el resultado de una década de ajuste estructu­ral radical fue el de una sociedad profundamente dividida».26 En térmi­nos más generales, afirma que «en menos de una década, Nue^a Ze­landa ha pasado de ser un bastión del intervencionismo asistencial a convertirse en un paraíso neoliberal. El poder económico y político real han salido de la esfera del Estado central. En este proceso de lo que po­dría llamarse “privatización del poder” , la reducción de los ciudadanos a la categoría de consumidores tuvo lugar en el mercado económico y no en el mercado político».27 Hay muchos datos que sostienen estas afirma­ciones: según una estimación, el 17,8 % de la población de Nueva Zelan­da estaba situada por debajo de la línea de pobreza en 1991.28

Es una coincidencia significativa el que el aumento del número de desempleados que siguió al abandono de los objetivos keynesianos y a la asunción de objetivos monetaristas en la gestión macroeconómica tuvie­ra lugar en paralelo a la adopción de criterios selectivos y de reducciones a gran escala en la asignación de subvenciones sociales. A medida que la desaparición del pleno empleo llevaba cada vez a más personas a depen­der de las instituciones de protección social, el Estado del bienestar iba reduciéndose. Como resultado, en Nueva Zelanda ha surgido un estrato

25. Kelsey, Jane, Economic Fundam entalism , Londres y East Haven, CTjPluto Press, 1995, pág. 5. Me siento muy en deuda con el indispensable estudio de Kelsey so­bre el experimento neozelandés.

26. Kelsey, op. cit., pág. 271.27. Kelsey, op. cit., pág. 297.28. Kelsey, op. cit., pág. 275.

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social que nunca existió cuando el país soportaba el peso de un Estado del bienestar universal: el de una subclase económicamente marginada y socialmente excluida, integrada por individuos dependientes de la asis­tencia social.

Para cualquier individuo familiarizado con las teorías y la retórica de la derecha estadounidense —las principales fuentes de inspiración de los re­volucionarios neoliberales neozelandeses— , el crecimiento sin preceden­tes en el país de una subclase es una gran ironía. El mensaje de la «nueva derecha» estadounidense siempre ha afirmado que la pobreza y la apari­ción de subclases son productos de los efectos desincentivantes de la asis­tencia social, no del libre mercado. De ahí que los peligros morales del Es­tado del bienestar sean universales y provengan de unas leyes psicológicas invariables —igual que los beneficios y las virtudes del libre mercado.29

Es cierto que los defensores de estas leyes universales siempre tuvie­ron problemas para explicar la experiencia de esas anómalas regiones del mundo que se encuentran más allá de las fronteras de Estados Unidos. Sus argumentos nunca cuadraron con la experiencia de los países de la Europa continental, donde los niveles de asistencia proporcionados por el Estado, mucho más globales y generosos que los de Estados Unidos, coexistieron por mucho tiempo con la ausencia de algo parecido a una Subclase semejante a la que hay en Estados Unidos. No se aplican prácti­camente en nada a la experiencia de otros países anglosajones: ¿dónde están las subclases ingobernables de Austria o de Noruega, donde la asis­tencia social es generosa? ¿Dónde está la subclase de Canadá? En el mun­do centrado en Norteamérica de la «nueva derecha», esas preguntas no se plantean y, desde luego, no se contestan.

En Nueva Zelanda, las teorías de la «nueva derecha» estadouniden­se realizaron una proeza extraña y curiosa: la autorrefutación por aplica­ción práctica. Contrariamente a las confiadas afirmaciones de los parti­darios de la «nueva derecha», la abolición de casi todos los servicios sociales universales y la estratificación de los grupos de ingresos con el objetivo de asignar selectivamente los beneficios sociales crearon una trampa neoliberal de pobreza.

La subclase de finales de la década de los noventa no es el resultado de los peligros morales de la protección social universal. Ha sido, desde

29. Véase un ejemplo de esta retórica en Murray, Charles, Losing Ground: Am eri­can Social Policy, 1950-1980, Nueva York, Basic Books, 1984.

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luego, incubada en una cultura de la dependencia, pero esa cultura fue creada parcialmente por las reformas neoliberales de los’ servicios de asis­tencia social y por los mercados de trabajo desregulados. Igual que en el Reino Unido, el crecimiento repentino de la subclase en Nueva Zelanda es un ejemplo de manual de la fabricación de pobreza por parte del E s­tado neoliberal.

Además del crecimiento de la subclase, Nueva Zelanda ha experi­mentado un sorprendente incremento de las desigualdades económicas de todo tipo. El poder de negociación de los empleados en relación a los patronos se redujo considerablemente a partir de una legislación que im­ponía los contratos individuales al mercado de trabajo. Al mismo tiempo, se aplicaron reducciones sobre los niveles marginales del impuesto de la renta, lo que benefició especialmente a los individuos situados en los ni­veles más altos. El resultado fue que las desigualdades en los ingresos au­mentaron más en Nueva Zelanda que en cualquier otro país occidental.30

El traspaso de poder en Nueva Zelanda, desde las instituciones del Estado central a las instituciones del mercado,"no ocurrió espontánea­mente. Igual que en la Inglaterra de mediados del período Victoriano, se produjo como consecuencia del ejercicio sistemático, global y de largo al­cance del poder estatal. La variante neozelandesa del absolutismo parla­mentario británico se desplegó para remodelar la vida económica y social de Nueva Zelanda. Kelsey escribe que «en el espacio de una década, un fuerte poder Estatal centralizado, que actuaba con una indiferencia casi total hacia el proceso democrático y la política pluralista, y que era im­pulsado por una élite del sector privado, revolucionó la economía de Nueva Zelanda y la vida de su pueblo».31

Esta revolución incluyó la infiltración de los ideólogos neoliberales en el socialdemócrata Partido Laborista, la aceptación a partir de 1990 de la política pública neoliberal en el marco de un consenso bipartidista que marcaba los límites de lo que era políticamente posible, la elimina­ción en 1989 del control democrático sobre el banco de reservas del país y la imposición sobre esta institución de la obligación inflexible de estabi­lizar los niveles de precios, cualquiera que fuera la situación económica general, así como el reforzamiento de la política económica intem | neo­liberal mediante la eliminación de toda posibilidad de oposición política,

30. Al respecto, véase The Econom ist, 5 de noviembre de 1994, pág. 19.31. Kelsey, op. cit., pág. 348.

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lo que se hizo vinculando la política económica a la aceptación de Nueva Zelanda de las disposiciones del GATT y de la OMC.

Aún más decisiva fue la reestructuración de la economía de Nueva Zelanda que la abrió a los flujos de capital desregulados, lo que confirió al capital transnacional un poder de veto efectivo sobre la política públi­ca. Allí donde se percibía que las políticas públicas podían afectar la competitividad, las ganancias y la estabilidad económica, era posible so­focarlas con la amenaza de la fuga de capitales. Con ello, las reformas neoliberales se volvieron políticamente irreversibles. No sólo se des­mantelaron, abandonaron o invirtieron los objetivos de las políticas pú­blicas neozelandesas anteriores sino que se eliminaron como posibles opciones de la práctica democrática. La meta de esta revolución era se­parar de manera irreversible la política neoliberal del control democrá­tico de la vida política.

Las habilidades políticas neoliberales desplegadas en Nueva Zelan­da no habrían podido resultar eficaces en un Estado en el que las com­petencias hubieran estado mayoritariamente transferidas. Es difícil ima­ginar una transformación semejante en Alemania, donde la política pública está estrictamente limitada por las competencias de los gobier­nos regionales. En este aspecto, el experimento de Nueva Zelanda se pa­rece mucho a la «gran transformación» de la Inglaterra del siglo XIX, así como a la transformación thatcheriana de las décadas de los ochenta y los noventa.

Muchos de los cambios efectuados en la vida social y económica du­rante el período neoliberal son irreversibles, que es lo que pretendían sus impulsores. En términos estrictamente económicos, el experimento neo­liberal alcanzó muchos de sus objetivos. Llevó a una reestructuración de la economía que, pese a que pudo haberse alcanzado sin algunos de los costes sociales impuestos por las políticas neoliberales, habrían sido ne­cesarios de todos modos.

El precio principal del experimento neozelandés ha sido el de la pér­dida de cohesión social. Políticamente ha tenido efectos desintegradores: se repudió el sistema electoral y los principales partidos se dividieron. En las elecciones generales de 1996, el Partido Conservador mantuvo el po­der al precio de entrar en una coalición inestable con el Partido Nacio­nalista (antiinmigrantes) de Winston Peters.

En este nuevo contexto político, la legitimidad democrática del pro­yecto de libre mercado en Nueva Zelanda podrá verse cuestionada; sin

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embargo, es dudoso que se anulen las reformas neoliberales de las déca­das de los ochenta y los noventa: la dependencia de Nuetfa Zelanda de los mercados de capitales mundiales excluye esa posibilidad. Dada la radi- calidad de las políticas neoliberales llevadas a cabo en Nueva Zelanda, un gobierno que desee dar respuesta al descontento popular tendrá —al me­nos en el futuro cercano— cierto margen de libertad de acción.

Bien puede que, en los próximos años, los efectos del fundamenta- lismo de mercado en Nueva Zelanda se moderen. Casi todos los partidos abandonarán públicamente la retórica neoliberal. La indiferencia de los fundamentalistas económicos por la estabilidad social será repudiada por los políticos. Las críticas a los excesos del experimento neoliberal en Nue­va Zelanda se convertirán en un elemento integral de un nuevo consenso político.

Sin embargo, las estructuras básicas se mantendrán; no habrá una re­tirada de las políticas públicas de la «nueva derecha». La nostalgia popu­lar por la vieja Nueva Zelanda lo impregnará todo, pero resultará ineficaz y políticamente impotente. El país y el mundo han cambiado demáñado como para que cualquier regreso a la Nueva Zelanda anterior a las refor­mas resulte posible o se intente con seriedad.

Refo r m a s d e m er c a d o v er su s d e sa r r o l l o e c o n ó m ic o e n M é x ic o

A las pocas semanas de la catástrofe en la que México devaluó su mo­neda y estuvo en peligro de no poder asumir el pago de su deuda exte­rior, el presidente Clinton reunió una cantidad de cuarenta mil millones de dólares para sacar del apuro al gobierno mexicano. Esta incluía alre­dedor de 20 millones de dólares en empréstidos de garantías, un paque­te de ayuda financiera mucho mayor que cualquiera jamás otorgado por Estados Unidos a los países en transición del mundo poscomunista. Ade­más, Estados Unidos insistió para que el Fondo Monetario Internacional adelantara a México la suma de dieciocho mil millones de dólares, lo que constituyó la mayor operación de rescate del FMI jamás realizada en el mundo. En enero de 1997, el presidente Clinton declaró que la ^jaida financiera de emergencia había sido un éxito sin precedentes. El 15 de enero de 1997, México devolvió la parte restante del préstamo de emer­gencia de 12,5 billones de dólares que había recibido en febrero de 1995. Al mismo tiempo, el ministro de finanzas mexicano, el señor Guillermo Or-

tiz, anunció que México estaba negociando un nuevo préstamo trienal con el FMI.32

Las razones que llevaron al presidente Clinton a negociar en enero de 1995 este importante paquete con una celeridad nada corriente eran cuatro. En primer lugar, se consideró necesario impedir el «efecto tequi­la» de desplome de los mercados de valores y de crisis financieras que pudieran salir de América latina y afectar a Europa oriental y al sudeste asiático. Se consideraba que para difuminar el serio riesgo que corrían las instituciones financieras mundiales era vital ayudar a México. En segun­do lugar, puede que la concesión de la ayuda financiera de emergencia haya evitado sustanciosas pérdidas ulteriores de aquellos estadouniden­ses cuyos fondos de pensiones habían sido invertidos en México. Con ello, se limitaron los daños sufridos por compañías estadounidenses, como Salomón Brothers. En tercer lugar, esa operación salvaje fue considerada esencial para impedir la profundización de la inestabilidad política de México. Dado que el presidente Clinton había vinculado su éxito políti­co al del TLCAN (Tratado de Libre Comercio de América del Norte), el acuerdo de libre comercio norteamericano firmado entre EE.UU. y Mé­xico en 1992, la inestabilidad política en México suponía una importan­te amenaza para sus posibilidades de concluir con éxito la campaña pre­sidencial de 1996. México tenía una enorme importancia estratégica para Estados Unidos. Según el Departamento de Comercio estadounidense, al año de la ratificación del TLCAN, México se había convertido en uno de los tres principales socios comerciales de Estados Unidos, en una po­sición intermedia entre Canadá y Japón. Compraba tantos productos es­tadounidenses como Rusia, China y la mayor parte de Europa juntas.

México tiene una frontera muy porosa de más de 3.000 km de lar­go con Estados Unidos. Es su principal fuente de inmigración ilegal y de contrabando de drogas. Los decisores políticos estadounidenses te­mían que un colapso económico en México disparara un aumento de la inmigración ilegal mexicana, lo que habría tenido unas repercusiones graves y políticamente incontrolables en Estados Unidos. En un plazo de quince o veinte años, los mexicanos que viven en Estados Unidos su­perarán en número a los negros estadounidenses y se convertirán en la minoría étnica más numerosa. Actualmente ya son una fuerza política poderosa.

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32. «México replays loan early», Financial Times, 16 de enero de 1997, pág. 6.

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Durante mucho tiempo, desde el Norte se consideró que México era un país latinoamericano con una singular estabilidad política y en el que «nunca pasaba nada». La rebelión de los pueblos indígenas en Chiapas que empezó el primer día del año 1994 puso un signo de interrogación sobre el mito de la quietud mexicana. Un derrumbamiento económico en México podría convertirse en catalizador de revueltas futuras. Podría pro­vocar el retomo de la crisis de la deuda latinoamericana de 1982, quizás a una escala mayor y menos controlable. Un colapso político a gran escala en México tendría unas implicaciones incalculables para Estados Unidos.

Puede que la cuarta razón haya tenido mayor peso que cualquiera de las demás. México era el escaparate de las reformas de mercado neolibe­rales. Era el principal emplazamiento del proyecto estadounidense de construcción de libres mercados en todo el mundo. Desde principios de la década de los ochenta, su élite política había obedecido las directrices de las organizaciones financieras transnacionales en las cuales se institucio­nalizaron las doctrinas estadounidenses de libre mercado. Actuando bajo los auspicios del Fondo Monetario Internacional, el gobierno de Miguel de la Madrid (1982-1988) había lanzado un programa de austeridad neo­liberal de reducción de gastos gubernamentales, controles de salarios y precios, y privatizaciones.33

El ingreso de México en el GATT en 1985 fue la señal de que la fac­ción modernizadora del PRI —el Partido Revolucionario Institucional que había gobernado en México durante más de seis décadas— se había impuesto sobre sus «dinosaurios». Los modernizadores de México ha­bían aceptado la idea de que las políticas económicas cuasiautárquicas del pasado supondrían unos costes cada vez mayores dada la situación económica global previsible. El gobierno del presidente Carlos Salinas de Gortari (1988-1994) fue saludado como un modelo de modernización exitosa por todos los sectores de la opinión pública estadounidense. En su adecuadamente denominada sección de «saber convencional», la re­vista estadounidense Newsweek afirmaba, a finales de 1993, que México había sido transformado por el TLCAN en un «Estado suburbio (sunbelt State) de EE.UU.».34

33. Ai Camp, op. cit., pag. 215; Lustig, N., M exico: The Rem aking o f an Economy, Washington, Brookings Institution, 1992, capitulo 2.

34. Castaneda, Jorge G., The M exican Shock: Its M eaning fo r the U .S., Nueva York, The New Press, 1995, pag. 34.

La construcción de los mercados libres 65

Las élites económicas y políticas confiaban en que México se había modernizado. No se les ocurrió que la modernización económica en Mé­xico pudiera significar otra cosa que la asimilación en la cultura eco­nómica estadounidense. Percibieron la crisis de la devaluación de 1994- 1995 como una parada temporal del proceso de conexión de los dos países mediante el régimen de libre mercado estadounidense. México se convirtió en un experimento neoliberal cuyo fracaso no se podía permitir.

Al abandonar un nacionalismo y un proteccionismo que habían du­rado generaciones por un acuerdo de libre comercio con Estados Uni­dos, el gobierno de Salinas no sólo estaba reconociendo la realidad de que la semiautarquía de México se había vuelto insostenible; al vincular su propio destino político a la apuesta de que el modelo neoliberal de de­sarrollo económico podía funcionar, estaba también apostando la estabi­lidad política de México. La idea, completamente absurda, de que un país que, en palabras de uno de los más agudos pensadores políticos de México, es «radical, sustancial, ferozmente diferente de Estados Unidos»35 podría, en menos de una década, modernizarse según el modelo esta­dounidense, se había aceptado como un hecho establecido.

Según cierta fuente,36 las sucursales de la tienda de vídeos estadouni­dense Blockbusters, recientemente establecida en México, ponían en el mismo estante los vídeos estadounidenses y los mexicanos. Sólo los vídeos latinoamericanos y europeos se clasificaban como extranjeros, algo que ilustra bien la creencia estadounidense de que, a efectos prácticos y cultu­rales, México y Estados Unidos se habían fundido en un solo país.

Quienes consideran que las instituciones del libre mercado y el go­bierno democrático mantienen un equilibrio natural no pueden percibir los riesgos políticos de la reforma económica neoliberal. En Estados Uni­dos se perciben poco esos riesgos, mientras que en México se entienden bien desde hace tiempo. Fueron claramente captados por el principal ar­quitecto del libre mercado en México, el presidente Carlos Salinas.

En una entrevista publicada a finales de 1991, Salinas llamó la aten­ción sobre el mal aconsejado vínculo entre la reestructuración económi­ca (perestroika) y la liberalization política (glasnost) en el programa de re­

35. Castaneda, op. cit., pâg. 33.36. Oppenheimer, Andrés, Bordering On Chaos: Guerillas, Stockbrokers, Politicians

and M exico’s Road to Prosperity, Nueva York y Londres, Litde Brown, 1996, pags. 293- 294.

66 Falso amanecer

formas del presidente soviético Gorbachov, sugiriendo que ese vínculo pudo haber sido la causa del colapso soviético: «Las libertades de lo que ustedes llaman la glasnost han existido en México durante décadas [...]. Cuando se está introduciendo una reforma económica importante, es ne­cesario asegurarse de que se construye un consenso político que la apo­ya. Si al mismo tiempo se introduce una reforma política drástica, puede que se acabe sin ningún tipo de reforma. Y nosotros queremos reformas, no un país desintegrado».37 Estos comentarios pueden explicar por qué Salinas se opuso hasta finales de 1989 a la celebración del tratado de li­bre comercio con Estados Unidos anunciado en febrero de 1990.38 Es evidente que Salinas entendía bien los riesgos políticos de la reforma del mercado en México. Sus mentores estadounidenses no los entendían. Eran riesgos que no existían en la filosofía económica que apuntalaba las políticas estadounidenses hacia México.

Sin embargo, los temores de Salinas eran fundados. Igual que en otros países en los que se intentó construir libres mercados, el régimen que patrocinó el experimento se convirtió en-una de sus víctimas. En las elecciones de julio de 1997, el PRI no sólo perdió el control de la capital del país, que debió ceder a Cuauhtemoc Cárdenas, del izquierdista PRD (Partido de la Revolución Democrática), sino también la mayoría en la cámara baja del congreso. En todo el país, el PRD se convirtió en un im­portante competidor del conservador Partido de Acción Nacional (PAN), disputándole el estatus de principal partido de la oposición. El PRI seguía controlando el senado y seguía siendo el principal partido, pero perdió tantos escaños como había conseguido en sus sesenta y ocho años en el poder. El régimen del PRI fue desgastado por las políticas de inseguridad económica que sus políticas de libre mercado habían alimentado.

La construcción del libre mercado en México acrecentó las desigual­dades económicas y sociales de la que desde hace mucho tiempo era una de las sociedades más desiguales del mundo. En 1992, el 10 % más rico de los mexicanos recibió el 38 % de los ingresos del país, mientras que la mi­tad más pobre recibió sólo el 18 %. Dos tercios de todos los ingresos se distribuyen entre el 30 % de la población. Este reparto es aún más desi­gual que el de Estados Unidos posreaganiano, donde el 20 % m^p rico de

37. Salinas, Carlos, «A New Hope for the Hemisphere», New Perspective Quar- terly, invierno de 1991, pág. 128.

38. Castañeda, op. cit., pág. 184.

la población recibía alrededor del 55 % de la renta nacional. El 30 % más pobre de la población mexicana recibe sólo el 8 % de la renta nacional. El salario mínimo en 1993 era inferior a la mitad de lo que había sido en 1975.39 Numerosos estudios clasifican a México como uno de los tres o cuatro países con la máxima concentración de individuos más ricos del mundo. La suma de las fortunas de una docena de ciudadanos mexica­nos ha sido estimada en alrededor del 10 % del producto nacional bruto de México.40

Más que la riqueza de los super ricos, llama la atención la reducida dimensión de la clase media de México, junto al hecho de que las políti­cas neoliberales la hayan reducido todavía más durante los últimos quin­ce años. Entre 1940 y 1980, el crecimiento económico sostenido en Mé­xico permitió una expansión gradual de la clase media. En palabras del pensador político mexicano Jorge Castañeda:

Hay, desde luego, una clase media en México [...] pero constituye una minoría: entre un cuarto y un tercio de la población. La mayoría —pobre, urbana, de piel oscura y a menudo apartada de las características de la vida moderna de Estados Unidos y de otros países industrializados (educación pública, atención sanitaria y vivienda decentes, empleo formal, seguridad social, derecho a votar, a entrar al servicio del Estado, a formar parte de un jurado, etc.)— sólo se mezcla con sus semejantes: vive, trabaja, duerme y reza apartada del pequeño grupo de los muy ricos y de la amplia pero sin embargo restringida clase media [...]. Las décadas siguientes a la revolu­ción mexicana —hasta los años cincuenta, quizá— permitieron cierta mo­vilidad ascendente, alguna mezcla y, desde luego, el advenimiento de una nueva élite económica y de una emergente clase media. En los años ochen­ta, México se había convertido otra vez en un país de tres naciones: la mi­noría criolla de élites y la clase media alta, que viven en medio del lujo y la comodidad, la vasta y pobre mayoría mestiza, y la muy miserable minoría que en la época colonial se conocía como la «república de los indios»: los pueblos indígenas de Chiapas, Oaxaca, Michoacán, Guerrero, Puebla, Chihuahua y Sonora, todos ellos conocidos actualmente como «el México profundo».41

La construcción de los mercados libres 67

39. Pérez Correa, Fernando, «Modernización y mercado del trabajo», Este País, fe­brero de 1995, pág. 27. El estudio se cita en Ai Camp., op. cit., pág. 220.

40. Uno de esos estudios apareció en la revista Forbes, invierno de 1994.41. Castañeda, op. cit., págs. 35-36,38.

68 Falso amanecer

La reforma del mercado en México a partir de principios de la déca­da de los ochenta ha aumentado las desigualdades económicas y ha in­vertido la tendencia al crecimiento que la clase media experimentó du­rante los cuarenta años anteriores. Este proceso se aceleró con el TLCAN y aún más con el programa de austeridad instituido a principios de la cri­sis de la devaluación de 1994. En palabras de Ai Camp: «Una cuestión social con importantes ramificaciones es la capacidad de la economía de un país y de su modelo económico de lograr una movilidad social ascen­dente y aumentar el tamaño de la clase media. Uno de los grandes peli­gros del programa de austeridad introducido por el presidente Zedillo es que [...] muchos mexicanos pueden perder su estatus de miembros de la clase media y, lo que todavía es más probable, puede que no consigan su­bir de la clase obrera a la clase media».42

Los efectos socialmente desestabilizadores de las políticas neolibera­les en México no se limitan a la reducción de la clase media. La situación de los más pobres ha empeorado de manera significativa. En 1984, jantes de que el proyecto neoliberal se empezara a aplicar realmente, la mitad más pobre de la población recibía el 20,7 % de la renta nacional; para 1992, el porcentaje había bajado a un 18,4 %.43 Poca duda cabe de que la par­te que reciben los más pobres de la renta nacional de México de 1995- 1996 (estática o en declive) ha caído todavía más, aunque no hay cifras disponibles.

La apertura comercial promovida por el TLCAN llevó a que, a media­dos de la década de los noventa, alrededor del 40 % de las compras en las tiendas de comestibles se concentraran en supermercados estilo norteame­ricano. La llegada de minoristas estadounidenses como Wal-Mart y K-mart llevó a la desaparición de miles de pequeñas tiendas familiares mexicanas.44 Las políticas de liberalización económica, como la privatización de los acuerdos tradicionales de arrendamiento de tierras y el desmantelamiento de las subvenciones a los productos agrícolas, hicieron a los trabajadores y a las comunidades rurales más vulnerables a las fluctuaciones del mercado, como por ejemplo a un eventual colapso del precio del café.

El programa de austeridad impuesto tras el aborto del proyecto neo­liberal en la devaluación de 1994 hizo que la situación empeo Ara aún

42. Ai Camp., op. cit., págs. 212-213.43. Castañeda, op. cit., pág. 215.44. Oppenheimer, op. cit., pág. 293.

más, tanto para los pobres rurales como para los urbanos. En 1995, la economía mexicana había sufrido una contracción del 7 %. Un millón de puestos de trabajo se perdieron, en un país en el que, debido al creci­miento de la población y a la estructura de edades, alrededor de un mi­llón de nuevos trabajadores entran cada año al mercado laboral. Según la agencia estadounidense de valoración de créditos Standard and Poor’s, la crisis bancaria que siguió a la devaluación tuvo un coste del 12 % del producto nacional bruto del país de 1996, más del doble de los costes de la privatización del sistema bancario en 1991-1992. Según unas estima­ciones no oficiales, el desempleo (el visible y el oculto) puede haber afec­tado a una cuarta parte de la fuerza de trabajo.45

Lo absurdo de la reforma neoliberal mexicana tiene que ver en par­te con el hecho de que alrededor de la mitad de la población constituye una subclase de excluidos. Los incrementos de riqueza provocados por la reforma del mercado no han beneficiado ni siquiera a las clases medias, y aún menos al submundo de los pobres. Las teorías que defienden el «goteo» de la prosperidad hacia las clases menos favorecidas no son plausibles en países avanzados como Estados Unidos y Gran Bretaña. En México son ficciones borgeanas.

La revuelta indígena y campesina de Chiapas que empezó el 1 de ene­ro de 1994 con ataques de la guerrilla a la ciudad colonial de San Cristóbal de las Casas tuvo muchas causas locales. Las demandas eran fundamen­talmente reformistas, no revolucionarias. Tenían que ver con las injusticias que sufrían distintos pueblos indígenas mayas con respecto a la tenencia de tierras. La revuelta del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) —así llamado porque reverenciaba la memoria del revoluciona­rio mexicano Emiliano Zapata— fue al mismo tiempo un acto de resis­tencia contra la hegemonía neoliberal en México.

Sin embargo, el EZLN carecía de un programa coherente aplicable a México en su totalidad. Su líder, el enigmático subcomandante Marcos (más tarde identificado como el profesor universitario Rafael Sebastián Guillén), defendía un híbrido de ideas maoístas y posmodernas. No obs­tante, el movimiento se demostró capaz de afectar al poder del Estado mexicano, aunque no de desplazarlo.

En esto, los zapatistas no difieren de los movimientos guerrilleros de otros países latinoamericanos de los últimos veinte años. El 29 de diciem­

La construcción de los mercados libres 69

45. Fuente: Financial Times, 28 de octubre de 1996.

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bre de 1996, la guerrilla de la Unidad Revolucionaria National Guatemal­teca (URNG) firmó un tratado de paz con el gobierno del presidente Alvaro Arzú. Así acabó una guerra que había durado desde noviembre de 1960, con un coste de entre 150.000 y 250.000 vidas y el desplazamiento de alrededor de un millón de personas. El fin de la última guerra de guerri­llas latinoamericana a gran escala no significa que los agravios que la ali­mentaron hayan desaparecido. Significa que la política de tierra quemada del dictador guatemalteco General Efraín Ríos Montt de principios de la dé­cada de los ochenta tuvo éxito. Pocos observadores creen que los acuerdos de paz vayan a dar lugar a una actuación efectiva contra la discriminación que sufre la mayoría maya de Guatemala. Es improbable que el destino del movimiento zapatista del subcomandante Marcos sea muy diferente.

En conjunción con el estancamiento del nivel de vida, casi continuo desde 1982, el intento de construir un libre mercado en México ha divi­dido a las oligarquías que gobernaron el país durante sesenta años sin es­tablecer unas instituciones democráticas verdaderamente operadvqg. Las victorias de la oposición de julio de 1997 son síntomas de la debilidad del PRI. No son ninguna prueba de la fuerza de la democracia; más aún, la corrupción de las instituciones del Estado durante el período neoliberal ha creado unos formidables obstáculos al funcionamiento de la demo­cracia en México.

Los asesinatos de figuras públicas que tuvieron lugar durante la pre­sidencia de Carlos Salinas fueron un síntoma de la destrucción de las convenciones tácitas que en el pasado habían regido la vida política me­xicana. No puede saberse si esos asesinatos —el del cardenal Posadas en el aeropuerto de Guadalajara en mayo de 1993, el del candidato presi­dencial del PRI escogido por Salinas, Luis Donaldo Colosio, en marzo de 1994, el de José Francisco Ruiz Massieu, cuñado del presidente Salinas y secretario general del PRI, destinado a convertirse en el nuevo líder de la mayoría en el Congreso cuando el gobierno de Ernesto Zedillo llegó al poder en septiembre de 1994— fueron obra de los «dinosaurios» del PRI, que se oponían a las tentativas de liberalización política, o una venganza de los cárteles de las drogas contra el gobierno, que se había desentendido del pacto secreto de no agresión que mantenía con ellos.46

El encarcelamiento de Raúl Salinas, hermano del ex presidente, en febrero de 1995, bajo cargos de complicidad en el asesinato de José Fran-

4A Al resoecto. véase OoDenheimer, op. cit., págs. 307 y sigs.

La construcción de los mercados libres 71

cisco Ruiz Massieu, y la detención de la esposa de Raúl Salinas, en no­viembre de 1995, por la policía suiza, cuando estaba tratando de retirar más de 80 millones de dólares de una cuenta que su esposo tenía a nom­bre de un alias, han alimentado las sospechas de muchos mexicanos de que el ex presidente y su hermano amañaron licitaciones de privatiza­ción en beneficio propio. Unos documentos publicados en 1997 por Pro­ceso, el respetado semanario de Ciudad de México, vinculaban a Raúl Salinas, al ex subfiscal general de México, Mario Ruiz Massieu, herma­no del asesinado José Francisco Ruiz Massieu y a los cárteles mexicanos de drogas. La autenticidad de los documentos publicados por Proceso ha sido firmemente negada por los abogados que defienden al ex presi­dente.47 Es dudoso que alguna vez se llegue a conocer toda la verdad so­bre el tema.

Existe también el riesgo de que México pueda convertirse en una «narcodemocracia»: el principal funcionario gubernamental encargado de la lucha contra el narcotráfico fue arrestado en febrero de 1997 bajo acusaciones de estar en la nómina del principal barón mexicano de la droga; también se ha sostenido que otras importantes figuras mexicanas, incluyendo al gobernador del Estado noroccidental de Sonora, están im­plicados en el tráfico de drogas. La «colombianización» de la vida políti­ca de México es un peligro muy real.48

Las políticas económicas neoliberales aplicadas como parte de un programa de modernización del régimen del PRI no han hecho más que socavarlo. Este es el riesgo político que el ex presidente Carlos Salinas de Gortari reconoció cuando comparó la reforma neoliberal de México con la perestroika de la Unión Soviética de Gorbachov.

La política estadounidense de promover la reforma económica neo­liberal en México parece haberse basado en la convicción de que en Car­los Salinas se había encontrado un genuino defensor de los libres merca­

47. Véase The Times, «Mexican drug lords aided by brother of former President», 18 de febrero de 1997, pág. 15.

48. Sobre el arresto del alto funcionario antinarcóticos mexicano, véase Financial Times, «Top Mexican official held over drugs link», 20 de febrero de 1997, pág. 4. So­bre las alegaciones contra el gobernador de Sonora, véase el Guardian, «Governor aids mexican drug trade», 24 de febrero de 1997, pág. 10. Sobre la afirmación de que «el po­der de los cárteles de la droga en México es mucho mayor que el que las autoridades me­xicanas se atreven a admitir», véase Crawford, Leslie, «Drugs scandal hits US-Mexico trust», Financial Times, 28 de febrero de 1997.

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dos. Es difícil saber qué es lo que dio apoyo a esta creencia. ¿Alguien po­día pensar que, en una cultura política en la que el engaño es una virtud, Carlos Salinas había vuelto a nacer como neoliberal, como un cuáquero fiscal del credo de Chicago? Sin embargo, Estados Unidos apoyó a Sali­nas de manera consistente cuando estaba en el gobierno y en el período inmediatamente posterior, en el que se le consideró como candidato po­tencial para dirigir la Organización Mundial del Comercio.

Los decisores políticos estadounidenses estaban ciegos a la opacidad de esa cultura política que imaginaban poder transformar. Debían de creer que, pese a toda apariencia, estaban tratando con una cultura que no era radicalmente diferente de la suya. No entendieron que, como ha manteni­do el gran escritor mexicano Octavio Paz, «el núcleo de México es indio, no europeo».49

Paz podía haber añadido que, en la medida en que sí son europeas, es de esperar que la cultura y la sociedad mexicana no se resistirán menos que otros países europeos a los valores estadounidenses. Si conjprendie- ron estos hechos, los decisores políticos estadounidenses los interpretaron como una prueba del subdesarrollo crónico de México. El consenso de Washington confiaba en que México, junto al resto del mundo, pronto «se volverá como nosotros».

Los efectos de la reforma del mercado en México han sido perversos, incluso desde un punto de vista estadounidense. Debe suponerse que el principal interés de Estados Unidos en México es mantener la estabilidad política del país. Sin embargo, las políticas neoliberales han convertido a México, que era un país latinoamericano excepcionalmente estable, en un país que se enfrenta a un futuro político sumamente problemático. En este sentido, la filosofía económica que ha guiado a la política estadouni­dense reciente ha operado en contra de los intereses estratégicos de Es­tados Unidos.

Los gestores de fondos que invirtieron en México antes de la deva­luación eran conscientes de que sus importantes beneficios provenían de la asunción de un gran riesgo. (Una de las consecuencias de la concesión de la ayuda financiera de emergencia fue que se transfirió el coste de ese riesgo a la economía mexicana.) No entendieron que gran pártele ese peligro se derivaba de los absurdos inherentes a un programa de moder­

49. Paz, Octavio, «The Border of Time», New Perspectives Quarterly, invierno de 1991, pág. 36.

La construcción de los mercados libres 73

nización que pretendía reconstruir la vida económica mexicana como una variante del libre mercado estadounidense.

No puede saberse adonde irá parar el Estado mexicano en su des­pertar del neoliberalismo. No es previsible un regreso al nacionalismo económico del pasado. En México, quizás más claramente que en cual­quier otra parte, las políticas de libre mercado han fracasado de una ma­nera ostensible, pero han dejado pocas opciones positivas a la sociedad que arrasaron.

L as c o n se c u e n c ia s d e l a c o n st r u c c ió n d e l l ib r e m erca d o

Las múltiples semejanzas entre los efectos de las políticas de libre mercado en tres países tan diferentes como México, Nueva Zelanda y el Reino Unido no son accidentales. En cada uno de esos países, el libre mercado operó como una tenaza que apretó a las clases medias, enrique­ció a una pequeña minoría y aumentó el tamaño de las subclases de ex­cluidos, infligió serios daños a los vehículos políticos a través de los cuales fue aplicado, usó los poderes del Estado sin escrúpulos, pero corrompió y en alguna manera deslegitimó las instituciones estatales, disolvió o des­truyó la coalición política que inicialmente le dio apoyo, dividió a las so­ciedades y sus secuelas marcaron los términos dentro de los cuales los partidos de la oposición fueron obligados a operar.

Sin embargo, los efectos en la actuación económica difirieron en los tres países. En el caso de Gran Bretaña, la profunda reestructuración efectuada por los Ubres mercados volvió más competitiva a la economía británica, pero esa mejora no invirtió la tendencia al decUve económico de casi un siglo y su coste en términos de exclusión social fue alto. De manéra similar, las políticas neoliberales aplicadas en Nueva Zelanda lo­graron una reestructuración de la economía, pero con grandes daños para la cohesión social. En México, infligieron unos daños sociales y po­líticos enormes con pocos beneficios para la economía en su totalidad, si es que los hubo.

En cada uno de los tres países, los partidos que aplicaron políticas neoliberales han perdido poder o se han derrumbado. En Nueva Zelan­da, el descontento popular hacia el apoyo bipartidista a las políticas de li­bre mercado causó un derrumbamiento del sistema electoral y la división de los dos partidos principales. En México, el régimen del PRI está per­

74 Falso amanecer

diendo su control sobre el poder. En Gran Bretaña, la agenda laborista incluye, como un elemento clave, la realización de importantes reformas constitucionales.

Al mismo tiempo, el control neoliberal de las políticas ha dejado fue­ra de la contienda a algunos proyectos políticos alternativos. El «torismo de una nación» y la socialdemocracia en Gran Bretaña, el nacionalismo económico y el proteccionismo en México, todas las variedades posibles de la economía gestionada a la manera keynesiana en Nueva Zelanda..., todos estos proyectos políticos pertenecen, de manera irrevocable, al pa­sado. El libre mercado transformó a todas estas economías y políticas más allá de toda posibilidad de retomo, ayudado por los grandes cam­bios en la tecnología y en la economía mundial que durante un breve lap­so de tiempo pareció controlar para sus propios fines.

La «nueva derecha» consiguió mantenerse en el poder sirviéndose de los cambios económicos y tecnológicos en todo el mundo. En la eta­pa de apogeo del libre mercado, sus defensores consiguieron njovilizar a las fuerzas de la globalización económica para mejorar el control que te­nían sobre las políticas en muchos países. A medida que la globalización entra en su siguiente etapa, el propio mercado libre global acabará por consumirse.

Capítulo 3

LO QUE LA GLOBALIZACIÓN NO ES

A unque el capitalism o es económicamente estable, e incluso lo es cada vez más, a l racionalizar la mente hum ana crea una m entalidad y un estilo de vida que son incom patibles con sus propias condiciones fundam entales, m otivos e instituciones sociales.

J oseph Schumpeter «L a inestabilidad del capitalismo»1

«Globalización» puede significar muchas cosas. Por un lado, es la expansión mundial de las modernas tecnologías de producción industrial y de las comunicaciones de todo tipo (de comercio, capital, producción e información) a través de las fronteras. Este aumento de movimientos a través de las fronteras es en sí mismo una consecuencia de la expansión de las nuevas tecnologías en sociedades hasta ahora premodernas. Decir que vivimos en una era de globalización equivale a decir que casi todas las sociedades están actualmente industrializadas o embarcadas en el proceso de industrialización.

La globalización implica también que casi todas las economías están conectadas con otras economías en todo el mundo. Hay unos pocos paí­ses, como Corea del Norte, que intentan aislar sus economías del resto del mundo. Han logrado mantener su independencia con respecto a los mer­cados mundiales, pero ello ha sido a un coste elevado, tanto en términos económicos como humanos. La globalización es un proceso histórico. No requiere que la vida económica esté integrada de la misma manera y con la misma intensidad en todas partes del mundo. Según uno de los prime­ros estudios sobre el tema: «La globalización no es una condición singu­lar, un proceso lineal o un punto final en el proceso de cambio social».1 2

1. Schumpeter, Joseph, «The Instability of Capitalism», Economic Journal, vol. 38, septiembre de 1928, pág. 368.

2. Held, David; Goldblatt, David; McGrew, Anthony; Perraton, Jonathan, «The Globalization of Economic Activity», New Political Economy, vol. 2, n° 2, julio de 1997, págs. 257-277, pág. 258. Véase también, de los mismos autores, G lobal Flows, G lobal Transformations: Concepts, Theories and Evidence, Cambridge, Polity Press, 1997. Me

76 Falso amanecer

La globalización tampoco es un estado final hacia el que todas las economías estén convergiendo. Precisamente, la globalización no supone una situación de integración universal equilibrada de la actividad econó­mica mundial. Al contrario, el incremento de la interconexión de la acti­vidad económica en todo el mundo acentúa el desarrollo desigual entre los diferentes países, exagerando la dependencia de Estados en desarro­llo «periféricos», como México, con respecto a inversiones provenientes de economías más cercanas al «centro», como Estados Unidos. Aunque una de las consecuencias de una economía más globalizada es la inver­sión o debilitamiento de algunas relaciones económicas jerárquicas entre Estados —entre los Estados occidentales y China, por ejemplo— , al mis­mo tiempo la globalización refuerza algunas relaciones jerárquicas exis­tentes y crea otras nuevas.

Tampoco la afirmación de que estamos viviendo un rápido avance en el proceso de globalización de la vida económica significa necesaria­mente que todo aspecto de la actividad económica de una sociedad dada esté volviéndose significativamente más sensiblera la actividad económi­ca que se desarrolla en el mundo entero. Por más lejos que vaya la glo­balización, algunas dimensiones de la vida económica de una sociedad no se verán afectadas jamás por los mercados mundiales, aunque esto podría cambiar con el tiempo.

El surgimiento de precios fijados por el mercado mundial para algu­nos productos no es más que el comienzo de la globalización. En la ac­tualidad, son pocas las sociedades en las que numerosos aspectos de la vida no están entretejidos con actividades económicas desarrolladas en partes lejanas del mundo. Sin embargo, durante el siglo XIX y unos cuan­tos años del siglo XX, los mercados globales prácticamente no afectaron a la mayor parte de las sociedades; la mayoría de esas sociedades tradicio­nales han desaparecido o han sido arrastradas de manera irresistible a la red de relaciones del mercado global.

En China, hasta hace unas décadas, cientos de millones de individuos vivían en comunidades campesinas cuyas relaciones con el mercado mun­dial eran escasas e intermitentes. Tras haber sobrevivido a la colectiviza­ción forzosa y a la «revolución cultural», esas comunidades se est&i de­rrumbando a medida que la introducción forzosa de los mercados obliga a

siento muy en deuda con David Held por permitirme leer su innovadora contribución, a la que me he referido anteriormente, antes de que fuera publicada.

Lo que la globalización no es 77

los campesinos pobres a buscar el sustento en las ciudades o en regiones distantes de China. Las reformas de mercado en la India están poniendo en peligro tradiciones matrimoniales y de castas que habían sobrevivido casi sin cambios durante los cuarenta años que siguieron al fin del dominio bri­tánico. Al mismo tiempo, estos cambios están provocando el surgimiento de movimientos radicales hindúes que ponen en duda la creencia de que para la India, la modernización signifique avanzar hacia la occidentaliza- ción. En la ex Unión Soviética la «mercadización» está consiguiendo im­poner, allí donde fracasó el comunismo, cierta clase de modernidad —aun­que sea la modernidad de la pobreza y de la fragmentación cultural— a la vida social. Las sociedades socialistas y las tradicionales que en el pasado se mantenían fuera del mercado mundial ya no pueden hacerlo.

Empero, en otro sentido, el término globalización alude, de manera abreviada, a los cambios culturales que tienen lugar cuando las socieda­des pasan a estar vinculadas a los mercados mundiales y a depender de ellos en diversas medidas. El advenimiento de las modernas tecnologías de la información y de la comunicación ha hecho que la vida cultural esté mucho más influenciada que nunca.

Las marcas de muchos bienes de consumo ya no corresponden a un país concreto sino que son globales. Las empresas producen bienes idén­ticos para su distribución en el mundo entero. Las culturas populares de prácticamente todas las sociedades están inundadas por un acervo co­mún de imágenes. Los países- de la Unión Europea comparten imágenes que han absorbido de las películas de Hollywood en mayor medida que cualquier aspecto de sus respectivas culturas. Lo mismo vale para el su­deste asiático.

Detrás de todos estos «significados» de la globalización hay una única idea subyacente, que puede definirse como des-localización\ el desarraigo de actividades y relaciones con orígenes y culturas locales que supone el des­plazamiento de actividades que hasta épocas recientes tenían carácter local hacia cadenas de relaciones cuyo alcance es distante o mundial. Anthony Giddens lo resume así: «La globalización puede [...] definirse como la in­tensificación de relaciones sociales mundiales que vinculan realidades dis­tantes de tal manera que los acontecimientos locales están moldeados por hechos que tienen lugar a muchos kilómetros de distancia y viceversa».3

3. Giddens, Anthony, The Consequences o f M odernity, Cambridge, Polity Press, 1990, pág. 64.

78 Falso amanecer

Así, los precios locales —ya sea de bienes de consumo, de activos fi­nancieros como acciones y bonos, e incluso del trabajo*— dependen cada vez menos de la situación local y nacional y fluctúan junto a los precios del mercado global. Las empresas multinacionales quiebran la cadena de producción de sus productos y sitúan sus eslabones en diferentes países del mundo, dependiendo de cuáles les reporten más ventajas en un mo­mento dado. Los productos que venden las multinacionales se identifi­can cada vez menos con un país en particular y cada vez más con una marca mundial o con la propia empresa; las mismas imágenes —en el terreno de la propaganda y en el del ocio— se reconocen en muchos paí­ses. La globalización equivale a separar las actividades sociales del co­nocimiento local situándolas en redes en las que los acontecimientos mundiales las condicionan y en las que ellas condicionan a los aconteci­mientos mundiales.

La globalización suele equipararse con una tendencia hacia la homo­geneidad. También esto es algo que la globalización no es. Los mercados globales en los que el capital y la producción se-mueven libreníenffe a tra­vés de las fronteras funcionan precisamente debido a las diferencias entre localidades, naciones y regiones. Si los salarios, especializaciones, infraes­tructuras y riesgos políticos fueran los mismos en todo el mundo, el crecimiento de los mercados mundiales no habría tenido lugar. No se po­drían obtener ganancias mediante la inversión y la manufacturación en el mundo entero si las condiciones fueran similares en todas partes. Los mercados globales prosperan gracias a las diferencias entre las distintas economías. Ésa es una de las razones de que la tendencia a la globaliza­ción tenga un impulso tan irresistible.

Si el capital de alta movilidad y variable evita entrar en una región o país determinado debido a la carencia de infraestructuras, de trabajado­res capacitados o de estabilidad política — como ha ocurrido con Africa central y oriental, ignoradas por el capital de inversión privado durante las décadas pasadas— esas partes del mundo verán aumentada su pobre­za, y sus diferencias con respecto a las áreas que resultan más atractivas para el capital productivo se incrementarán. Si las nuevas tecnologías se extienden desde los países occidentales en los que se originaron hacia Asia oriental, no transportarán con ellas las culturas económicas —3as va­riedades de capitalismo— que las produjeron; al contrario, fertilizarán y reforzarán las culturas económicas propias de esas regiones. Cuando las nuevas tecnologías entren en economías de las que estuvieron excluidas

Lo que la globalización no es 79

en el pasado o que carecían de instituciones de mercado que pudieran explotarlas de manera eficaz, pasarán a interactuar con las culturas loca­les para dar lugar a tipos de capitalismo que hasta el momento no habían existido en ninguna parte.

Considérese el caso de China. La entrada a los mercados mundiales de la China continental no significa que su vida económica llegue a pa­recerse a la de cualquier otro país industrializado. Ya es muy diferente del capitalismo que se ha desarrollado en la Rusia poscomunista, donde las relaciones familiares distan de ser fundamentales. El capitalismo chino se parece mucho al practicado por la diáspora china en el mundo entero, pero tiene muchos rasgos propios y peculiares que provienen de la historia turbulenta y terrible de la nación durante las dos últimas generaciones.

Igual que en todas las demás sociedades, la vida de los mercados en China es la expresión de una cultura más vasta y profunda, de la que los mercados son sólo el extremo visible. El lugar que ocupan las relaciones de confianza en las familias y en los mercados en las diferentes sociedades es un factor clave en las considerables diferencias de las distintas culturas econó­micas: en el tamaño de las empresas, en la concentración o difusión de hol- dings de capital, etc.

Dado que en China la confianza no se extiende con facilidad a indi­viduos ajenos a la familia, es improbable que los negocios puedan tomar la forma que han asumido en Japón, donde las relaciones de confianza se suelen extender mucho más allá de la red de parentesco. Una econo­mía de mercado completamente capitalista en la China continental sería tan diferente de la japonesa como del capitalismo occidental. Probable­mente, comprendería muchos pequeños negocios familiares florecientes y pocas grandes compañías del tipo que es corriente en Japón; no esta­ría basada en una clase medía como la que ha existido allí desde hace mucho tiempo ni tampoco daría lugar necesariamente a ella. De hecho, este tipo de capitalismo parece estar surgiendo a consecuencia de las rá­pidas reformas de mercados en varias regiones de China. Tiene muchos precursores en la diáspora china. Como han señalado Micklethwaite y Wooldridge:

la «red de bambú» empresarial de los negocios familiares creada por los chinos expatriados no es tan sólo otra variante interesante sino un modelo completamente alternativo y que parece ser cada vez más poderoso [...]. En

80 Falso amanecer

Filipinas, los chinos expatriados constituyen sólo el 1 % de la población del país pero controlan más de la mitad del mercado de valores. En Indonesia, las proporciones equivalentes son 4% y 75%, en Malasia 32% y 60 % [...]. En 1996, los 51 millones de chinos expatriados controlaban una economía valorada en 700 miles de millones de dólares, más o menos del mismo vo­lumen que la de los 1.200 millones de chinos del continente.4

El crecimiento de los mercados globales no significa tampoco que la cultura empresarial estadounidense vaya a copiarse en todo el mundo. La creencia estadounidense de que las empresas son, sobre todo, vehículos de ganancias para los accionistas no es compartida en la mayor parte de los países en que imperan otros tipos de capitalismo.

En Alemania, en los consejos directivos de las empresas se represen­tan intereses de muchos otros «participantes», no sólo de los accionistas. Allí resultaría inconcebible que cualquier gran empresa se retirara de su mercado de trabajo nativo tan rápida y totalmente como lo hicieron mu­chas compañías estadounidenses cuando se trasladaron desde California a México. Un mercado global construido a imagen y semejanza de las prácticas comerciales estadounidenses socavará los mercados sociales cons­truidos según el modelo alemán de la posguerra, pero no convertirá al capitalismo alemán en una variación del individualismo de mercado es­tadounidense. Más bien dará lugar a una transmutación del capitalismo, tanto en Alemania como en Estados Unidos.

Ninguna cultura económica en ninguna parte del mundo puede re­sistirse a los cambios impuestos por la existencia de mercados globales. En todos los casos, incluyendo el de Estados Unidos, el resultado será el de la creación de tipos noveles de capitalismo. Los mercados globales imponen una modernización forzosa a las economías de todo el mundo; no establecen réplicas de viejas culturas empresariales. Se crean nuevos capitalismos y se destruyen los viejos.

Tampoco la expansión de las comunicaciones globales produce nada que se parezca a una convergencia entre culturas. La visión del mundo estadounidense que se distribuye a través de la CNN — según la cual, contrariamente a las apariencias y a las realidades subyacentes, los valo­res estadounidenses son universales y las instituciones estadounidenses

4. Micklethwaite, John y Wooldridge, Adrian, The Witch Doctors, Londres, Heine- mann, 1996, pag. 294.

Lo que la globalización no es 81

son la solución a los problemas mundiales más difíciles de resolver— es un producto efímero del actual liderazgo estadounidense en el ámbito de las tecnologías de la comunicación. Las empresas de comunicación que modifican sus productos según las necesidades de diferentes culturas, como por ejemplo la MTV, pueden albergar esperanzas razonables de se­guir siendo globales. Si la CNN sigue fijada a su visión del mundo «ame- ricocéntríca», es probable que pronto no sea nada más que una empresa nacional de comunicaciones entre muchas otras.

Al permitir que individuos pertenecientes a diferentes culturas geográficamente distantes interactúen mediante los nuevos medios de comunicación, la globalización expresa y profundiza las diferencias cul­turales. Las poblaciones del sudeste asiático que están dispersas en di­ferentes países europeos refuerzan sus vínculos culturales cuando mi­ran los canales de televisión vía satélite que emiten en sus lenguas y que incorporan su historia y sus valores. Los kurdos exiliados en países eu­ropeos preservan su cultura común mediante un canal de televisión kurdo.

La proliferación universal de imágenes similares es un efecto super­ficial de los medios de comunicación globales. Estas imágenes disuelven las culturas comunes y las reemplazan con trazos y fragmentos. Sin em­bargo, los modernos medios de comunicación también pueden facilitar a las distintas culturas — como han hecho en Japón, en Singapur, en Mala­sia y en China— la reafirmación de su identidad y la de sus diferencias con respecto a la tardomodemidad occidental y entre sí.

Las economías pueden volverse más integradas entre sí —como ha ocurrido con la de Japón y la de Estados Unidos en las décadas recien­tes— sin por ello convergir en la manera en que converge el comercio. Pese al importante crecimiento de los flujos comerciales entre los dos países, la cultura empresarial de las compañías japonesas sigue siendo muy diferente a la de cualquier compañía estadounidense. Ninguna com­pañía japonesa ha experimentado reducciones ni reestructuraciones se­mejantes a las que se han vuelto rutinarias en casi todas las empresas es­tadounidenses importantes. Estas diferencias reflejan unas divergencias entre sus culturas madres que no dan señal de reducirse.

82 Falso amanecer

L a g lo b a l iz a c ió n a n t e s d e 1914 y e n l a a c t u a lid a d*

El mundo de antes de 1914 se asemejaba a un mercado global. Eran pocas las fronteras realmente importantes. El dinero, las mercancías y las personas circulaban libremente. Las bases tecnológicas del mercado global del siglo XIX eran los cables telegráficos intercontinentales y los barcos a vapor de la segunda mitad del siglo. Desde entonces, los puer­tos de todo el mundo pasaron a estar vinculados entre sí y se fijaron pre­cios mundiales para muchas mercancías. Además, hacia el final del si­glo XIX (más o menos entre 1878 y 1914) existió un sistema financiero internacional que limitaba la autonomía económica de los gobiernos na­cionales. En esa belle époque, los Estados-nación soberanos estaban tan eficazmente constreñidos en relación a las políticas económicas que po­dían llevar a cabo por el patrón oro entonces en vigor como lo están aho­ra por la movilidad del capital. En todos estos elementos podemos reco­nocer en el mundo anterior a 1914 un precursor del mercad^ global de la actualidad.

Sin embargo, es un grave error concluir que hemos vuelto a la eco­nomía internacional del siglo XIX. Todas las magnitudes de la actual globalización económica —la velocidad, tamaño e interconexiones de los movimientos de mercancías e información a través del planeta— son inmensamente más importantes que las de cualquier período ante­rior de la historia. Consideremos algunas de estas magnitudes: durante el período de la posguerra, el comercio mundial se ha multiplicado por doce, en tanto que la producción se ha multiplicado sólo por cinco; en casi todos los países, las importaciones y las exportaciones constituyen una proporción de la actividad económica mucho mayor que en el pa­sado; según los resultados de un estudio académico, los vínculos co­merciales entre una muestra fija de 68 países han crecido desde un 64 % en 1950 a un 95 % en 1990;5 incluso en el vasto mercado esta­dounidense, donde lo común es que el comercio entre las pequeñas compañías sea puramente interno, una quinta parte de las empresas de menos de 500 empleados exportaron bienes o servicios en 1994, y esa proporción va en aumento.6

5. Nierop, Tom, System s and Regions in G lobal Politics, Londres, John Wiley, 1994, capítulo 3.

6. Micklethwaite y Wooldridge, op. cit., pág. 245.

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Poca duda cabe de que, al menos desde la década de los ochenta, la proporción entre el comercio mundial y el producto nacional bruto ha sido mayor que la que nunca hubo en la economía internacional abierta que existió antes de la primera guerra mundial.7 El volumen del comercio ha experimentado una expansión enorme y sin precedentes.

Actualmente hay un mercado mundial de capitales como nunca lo hubo antes y poderosos indicios de que los inversores de muchos países están diversificando sus valores en cartera, tanto de acciones como de obligaciones y que, a consecuencia de ello, en las décadas de los ochenta y los noventa los intereses de capital han tendido a la convergencia.8 Esto ha ocurrido en mayor medida con las obligaciones públicas que con las acciones, pero la tendencia es innegable.9 Cada vez es más frecuente que las tasas de interés se fijen en todos los países según las condiciones mun­diales, no en función de circunstancias o de políticas de un país concre­to. Los flujos de inversión privada desde los países industriales avanzados a los países recientemente industrializados se multiplicaron por veinte entre los años 1970 y 1992.10 11

Quizá lo más significativo sea que las transacciones en los mercados de cambio internacionales han llegado actualmente a la apabullante suma de alrededor de 1,2 billones de dólares diarios: el nivel del comercio mundial multiplicado por más de cincuenta. Alrededor del 95 % de esas transacciones son de naturaleza especulativa y muchas usan nuevos y complejos instrumentos financieros derivados basados en mercados de futuros y operaciones de opción.11 Según Michel Albert, «el volumen dia­rio de transacciones en los mercados de cambio internacionales del mun­

7. Véase Krugman, Paul, «Growing World Trade: Causes and Consequences», Brookings Papers on Economic Activity, n° 1,1995.

8. Véanse datos sobre esta cuestión en Frankel, J., The Internationalization o f Equity M arkets, Chicago, University of Chicago Press, 1994; Akdogan, H. The Integra­tion o f International C apital M arkets, Londres, Edward Elgar, 1995.

9. Sobre la tendencia a la globalización de los precios de las acciones, véase Bryan, Lowell y Farrell, Diana, M arket Unbound: Unleashing G lobal Capitalism , Nueva York, John Wiley, 1996, capítulo 2.

10. GATT, International Trade 1993-1994, vol. 1, Ginebra, GATT, 1994; UN De­velopment Programme, Human Development Report 1994, Oxford, Oxford University Press, 1994; UNCTAD, World Investm ent Report 1994, Ginebra, UNCTAD, 1994.

11. W all Street Journal, 24 de octubre de 1995; Bank of International Settlements, Annual Report, 1995.

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do suma alrededor de novecientos mil millones de dólares, cantidad equivalente al PNB anual de Francia y unos doscientos millones de dóla­res más que el total de las reservas en moneda extranjera de los bancos centrales de todo el mundo».12

Esta economía financiera virtual tiene un impresionante potencial para trastornar la economía subyacente real, como se vio con el colapso en 1995 del Barings, el banco británico más antiguo. Junto al desarrollo acelerado de los mercados globales de capital sobre los que se apoya, la economía virtual es un fenómeno desconocido en la historia económica mundial. Nada semejante existía antes de 1914.

El crecimiento y el poder de las empresas multinacionales son enor­mes y tampoco tienen precedentes. Las multinacionales controlan alre­dedor de una tercera parte de la producción mundial y dos terceras par­tes del comercio mundial. Lo más significativo es que alrededor de una cuarta parte del comercio mundial tiene lugar dentro de las empresas multinacionales.13 En 1993, según un estudio de la ONU, el producto combinado de las multinacionales se acercaban los 5,5 billones 43e dóla­res: casi tanto como el total de Estados Unidos.14

Es cierto que siglos atrás también existían compañías que se dedica­ban al comercio y a las inversiones internacionales: la Compañía de la Bahía de Hudson y la Compañía de las Indias Orientales son ejemplos de ello. En este sentido amplio, las multinacionales se originaron con el co­lonialismo europeo, pero el papel de las multinacionales en el mundo actual es de una magnitud totalmente diferente: las multinacionales son capaces de dividir el proceso de producción en operaciones discretas y situarlas en diferentes países del mundo; son menos dependientes que nunca de las condiciones internas de los países; pueden elegir los países cuyos mercados de trabajo, impuestos y regímenes regulatorios e infraes­tructuras les sean más convenientes; la promesa de inversión interna di­recta y la amenaza de su retirada tienen una influencia significativa en las opciones políticas de los gobiernos nacionales; en la actualidad, las empresas pueden poner límites a las políticas de los Estados y hay pocos precedentes históricos de un poder privado semejante.

12. Albert, Michel, Capitalism against Capitalism , Londres, Whurr Publishers, 1993, pag. 188.

13. UNCTAD, World Investm ent Report, 1994.14. Micklethwaite y Wooldridge, op. cit., päg. 246.

Lo que la globalización no es 85

Ello no quiere decir que las multinacionales sean instituciones trans­nacionales sin hogar que se mueven a través de las fronteras sin coste y que no expresan ninguna cultura empresarial nacional en particular. Muchas compañías mantienen fuertes raíces en sus economías y culturas originarias. Ruigrok y van Tulder, que estudiaron la cuestión de manera sistemática y comprehensiva, llegaron a la conclusión de que, entre las mayores compañías del mundo, pocas son completamente globales, si es que alguna lo es. Incluso compañías como British Aerospace, que opera mayoritariamente en el extranjero, mantienen la mayor parte de sus acti­vos en su país originario.15 Hirst y Thompson subrayan que las compa­ñías multinacionales «normalmente tienen alrededor de dos tercios de sus activos en la región o país del que provienen y allí venden más o me­nos la misma proporción de sus bienes y servicios».16

Además, muy pocas multinacionales son organizaciones multicultu­rales genuinas. Uno de los raros ejemplos existentes es ABB, una corpo­ración sueco-suiza que incluye a 1.300 compañías diferentes.17Bien puede que ABB sea más genuinamente multicultural que cualquier otra corpo­ración, posiblemente es única en este sentido. Casi todas las multinacio­nales expresan y encarnan una cultura nacional madre única. Esto ocurre especialmente con las empresas estadounidenses.

Está de moda considerar que las empresas multinacionales constitu­yen una especie de gobierno invisible que reemplaza al Estado-nación en muchas de sus funciones, pero en realidad, suelen ser organizaciones muy débiles y amorfas. Son ejemplos de la pérdida de autoridad y de la erosión de valores comunes que afectan prácticamente a todas las insti­tuciones sociales tardomodernas. No es cierto que el mercado global esté originando corporaciones que asumen las funciones que hasta ahora de­sempeñaban los Estados soberanos. Lo que el mercado global ha hecho, más bien, es debilitar y vaciar ambas instituciones.

15. Ruigrok, W. y van Tulder, R,, The Logic o f International Restructuring, Londres, Roudedge, 1995.

16. Hirst, Paul y Thompson, Graham, «Globalization», Soundings, vol. 4, otoño de 1996, pág. 56.

17. Véase Micklethwaite y Wooldridge, op. cit., págs. 243-244.

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Hay un influyente cuerpo de opinión que niega que las tendencias actuales supongan algo realmente nuevo. Se argumenta que, dado que el movimiento histórico que llamamos «globalización» empezó hace varios siglos y dado que, según la mayor parte de las mediciones, la apertura global de la economía internacional era alta en el orden económico li­beral anterior a 1914, la globalización de finales del siglo XX no es un fenómeno nuevo. Esta opinión revisionista contiene tanto elementos verdaderos como erróneos. Es un correctivo útil para la concepción utó­pica de la globalización adelantada por algunos pensadores del mundo de los negocios. Kenichi Ohmae expresa el punto de vista canónico de lo que podría llamarse la visión del mundo de McKinsey —la concep­ción propagada por las escuelas de negocios estadounidenses— cuando escribe: «Con el fin de la guerra fría, las conocidas pautas de alianzas y oposiciones entre las naciones industrializadas se quebraron sin reme­dio. De manera menos visible pero mucho-más importante, t í propio Estado-nación moderno — ese producto de los siglos XVIII y XIX— ha empezado a derrumbarse».18 Al criticar a esos teóricos de la hipergloba- lización, los revisionistas ayudan a entender el presente, pero están ata­cando a un hombre de paja.

Nadie, excepto unos pocos utopistas de la comunidad de los ne­gocios, espera realmente que el mundo se convierta en un verdadero mercado único del que los Estados-naciones desaparezcan para ser reemplazados por empresas multinacionales desarraigadas. Semejan­te expectativa es una quimera de la imaginación corporativa. Su papel es el de mantener la ilusión de la inevitabilidad de un libre mercado mundial.

Quienes se muestran escépticos ante la globalización tienen razón cuando señalan el papel ideológico de estas fantasías, que refuerzan la creencia de que los gobiernos nacionales actuales no tienen verdaderas opciones. En palabras de Hirst y Thompson, «la globalización es un mito adecuado para un mundo sin ilusiones, pero también es un mito que nos roba la esperanza [...] dado que sostiene que la democracia social occi­dental y el socialismo del bloque soviético están acabados. El impacto

E s c e p t ic is m o a n t e l a g l o b a l iz a c ió n

18. Ohmae, Kenichi, The End o f the Nation-State: The R ise o f Regional Economies, Londres, HarperCollins, 1995, pag. 7.

político de la “globalización” no puede definirse más que como la pato­logía de las expectativas hiperreducidas».19

Sin embargo, el propio escepticismo de Hirst y Thompson sobre la globalización está al servicio de un objetivo político. Al argumentar que el mercado mundial actual tiene precedentes, defienden como aún via­bles unas respuestas políticas a la globalización —como la democracia so­cial europea— que pertenecen al pasado.

Argumentan que «la economía internacional era, en muchos senti­dos, más abierta en el período anterior a 1914 que lo que ha sido nunca desde entonces [...]. El comercio internacional y los flujos de capitales, tanto entre las economías en proceso de industrialización rápida como entre éstas y sus distintos territorios coloniales, eran más importantes en relación a los niveles de PNB antes de la primera guerra mundial que en la actualidad [...]. Así, pues, el período actual no carece, en modo alguno, de precedentes».20 Este punto de vista ignora algunos de los contrastes más significativos entre la economía internacional anterior a 1914 y el mercado global actual.

Como señalaron el teórico político David Held y sus colegas, «medi­das en precios constantes, las clásicas ratios de patrón oro (del comercio como una proporción del PNB) han sido superadas en la década de 1970 y las ratios actuales son mucho más altas [...]. Además, gran parte del cre­cimiento del PNB de posguerra ha sido en servicios no comercializables, especialmente servicios públicos [...]. Los niveles de los impuestos —así como los costes de los transportes— han sido más bajos que los clásicos niveles de patrón oro desde la década de los setenta, lo que indica que los mercados están más abiertos en la actualidad». Y concluyen: «A finales del siglo XIX, surgió un sistema comercial global, pero era menos extenso que el actual y normalmente estaba menos imbricado en los mercados y la producción nacionales».21 Esta parece una evaluación razonable.

19. Hirst, Paul y Thompson, Graham, Globalization in Question, Cambridge, Po- lity Press, 1996, pág. 6. Unos argumentos igualmente escépticos sobre la globalización pueden encontrarse en Bairoch, P., «Globalization, Myths and Realitiés», en Boyer, R. y Drache, D., States A gainst M arkets - The Lim its o f G lobalization, Londres, Roudedge, 1996. Véase también Bairoch, P. y Kozul-Wright, R., «Globalization Myths: Some His- torical Reflections on Integration, Industrialisation and Growth in the World Economy», UNCTAD Discussion Paper, n° 113.

20. Hirst y Thompson, Globalization in Question, op. cit., pág. 31.21. Held y otros, New Political Economy, pág. 6.

Lo que la globalización no es 87

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Una diferencia fundamental entre la economía internacional de la ac­tualidad y la de antes de 1914 es que el poder y la influencia están aban­donando a las potencias occidentales. Los términos del comercio mun­dial, el funcionamiento del sistema financiero a través del patrón oro y todos los demás aspectos significativos de la economía anterior a 1914 fueron impuestos y mantenidos por Estados europeos.

Es cierto que el comercio ha crecido principalmente entre los países occidentales industrializados (si cometemos el absurdo de incluir en «O c­cidente» a Japón). Empero, las pautas del comercio actual son muy dife­rentes a lo que eran. Como David Held y otros observan:

El comercio siguió creciendo en relación a la renta y concentrándose en los países industrializados, en contraste a la clásica era del patrón oro, cuando el intercambio de los productos entre países desarrollados y en de­sarrollo comprendía a la mitad o más del comercio total [...]. El comercio intraindustria llevó al crecimiento relativo en empresas con^economías de escala y dinamismo tecnológico, mientras que los crecientes nivefes de ren­ta aumentaron la demanda de variedad, por lo que la solicitud de produc­tos importados diferenciados subió, principalmente en los países indus­trializados [...] Esto [...] incrementó significativamente las importaciones de bienes manufacturados en los países desarrollados, con la excepción de Japón.

Más aún, los países recientemente industrializados ya no pueden ser considerados como un bloque homogéneo. Las rentas y salarios en algu­nos de ellos —Corea del Sur, Taiwán, Singapur— son en realidad más altas que en los países no especializados del Occidente industrializado, como Gran Bretaña. Las ventajas comparativas, que en la época anterior a 1914 favorecían a los países europeos, actualmente les son desfavora­bles en muchas áreas de la actividad económica.

Si la economía abierta anterior a 1914 era un producto del control europeo sobre los territorios y las economías de casi todas las demás so­ciedades del mundo, el mercado global de cuya infancia caótica herpos sido testigos no está basado en una hegemonía semejante. ¿Quéjpotencia occidental puede afirmar de manera plausible que ejerce una influencia significativa sobre China? Ni siquiera Estados Unidos, en la actualidad, ejerce sobre China nada parecido a la influencia que solían tener las po­tencias imperiales en el período anterior a 1914.

Lo que la globalización no es 89

En este aspecto, el período de globalización avanzada en el que vivi­mos es verdaderamente un período sin precedentes. Desde luego, si la es­tabilidad en tiempos de crisis del mercado global actual no puede conside­rarse segura es en parte porque no existe ninguna potencia hegemónica comparable a la Gran Bretaña de antes de 1914 o a los Estados Unidos de después de la segunda guerra mundial. Si hay una analogía históri­ca reciente para el mundo posterior a 1989 no es la del mundo de antes de 1914. Puede que sea la del volátil período de entreguerras posterior a 1919.

La economía mundial exhibe en la actualidad muchos rasgos que, se­gún las propias explicaciones de Hirst y Thompson, lo acercan más a un mercado globalizado desordenado que al mercado internacional compa­rativamente ordenado que existió antes de 1914. Estos autores captan con precisión aspectos de las realidades actuales cuando nos dicen que «a me­dida que los mercados se vuelven verdaderamente globales, el sistema in­ternacional se hace autónomo y socialmente desimbricado. Las políticas internas, ya sea las de las corporaciones privadas o las de los reguladores públicos, se ven obligadas a tener siempre en cuenta los determinantes predominantemente internacionales de su esfera de operaciones».22

Los Estados soberanos no se enfrentan en la actualidad a la disci­plina predecible de un patrón oro casi automático. En lugar de ello, se ven constreñidos por los riesgos e incertidumbres, por las percepciones y por las reacciones de los mercados globales. Las opciones políticas abiertas a los Estados-naciones en los años noventa no se les presentan como un menú con precios fijos. Los gobiernos de los Estados sobera­nos no saben con antelación cómo reaccionarán los mercados. Hay po­cas reglas de rectitud monetaria o fiscal, si es que hay alguna, cuya vio­lación resulte en penalizaciones predecibles. Al margen de ello, sin duda, las políticas ultrarriesgosas en términos de, digamos, inflación o deuda gubernamental serán castigadas por los mercados de valores atentos, pero no puede saberse por anticipado cuál será el grado de se­veridad de esas respuestas del mercado. Los gobiernos nacionales de los años noventa están volando a ciegas.

La concepción de la globalización expuesta por los académicos es­cépticos como Hirst y Thompson subestima lo novedoso de la situación de finales del siglo xx. La economía actual es inherentemente menos es­

22. Hirst y Thompson, op. cit., pág. 10.

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table y más anárquica que el orden económico internacional liberal que quedó colapsado en 1914. Los escépticos de la globalización, igual que esos hiperglobalizadores a los que tan eficazmente critican, comercian con ilusiones. No pueden aceptar que la globalización ha vuelto a la econo­mía mundial actual radicalmente diferente de cualquier economía inter­nacional que haya existido en el pasado; ello acabaría con sus esperanzas de establecer una democracia social renovada. Tienen razón en su creen­cia de que un mundo radicalmente globalizado es menos gobernable: una economía mundial semejante vuelve inviable su concepción de «key- nesianismo continental».23 En realidad, este mundo mucho menos go­bernable es el resultado inevitable de las fuerzas que han estado operando durante las dos últimas décadas.

H ip e r g l o b a l iz a c ió n : u n a u t o pía em presa ria l

Una corriente de opinión que rivaliza corría anterior reconoce lo no­vedoso del mercado global. Sostiene que los mercados globales han vuel­to prácticamente irrelevantes a los Estados-naciones y concibe la econo­mía global como habitada por Estados-naciones sin poder y por empresas multinacionales desarraigadas. A medida que los poderes de los Estados soberanos se desvanecen, los de las multinacionales crecen, y en el mo­mento que las culturas nacionales se convierten en poco más que en pre­ferencias de los consumidores, las compañías se vuelven cada vez más cos­mopolitas en sus culturas empresariales.

Los autores pertenecientes a esta corriente de opinión presentan como inevitable lo que en realidad es un resultado sumamente improba­ble de la actual tendencia hacia la creación de un libre mercado global. Estos autores confunden el estado final que ese proyecto impulsa con el desarrollo real de la globalización económica. Presentan una transforma­ción histórica que no tiene estado final y que está subvirtiendo, tanto el capitalismo estadounidense como sus rivales, como un proceso que lleva a la aceptación universal de los libres mercados estadounidenses.

Las teorías de la «hiperglobalización» —así denominaron^ Held y otros24 a estas concepciones— presentan unos mercados globales en los

23. Hirst y Thompson, op. cit., pág. 163 y sigs.24. Held y otros, New Political Economy.

Lo que la globalización no es 91

que tiene lugar algo parecido a la competición perfecta. Según esta con­cepción ilusoria, las empresas transnacionales pueden moverse libremen­te y sin costes alrededor del mundo para maximizar sus beneficios, las di­ferencias culturales han perdido todo impulso político sobre gobiernos y empresas, y, como en los mercados perfectamente competitivos de la teo­ría económica, se considera que los participantes de este modelo de la economía global —Estados soberanos y compañías multinacionales, por ejemplo— disponen de toda la información que necesitan para tomar sus decisiones.

En realidad, están navegando en una niebla de riesgos e incertidum­bres de cuyos peligros sólo ellos son conscientes. La imagen de un mun­do sin fronteras gobernado por transnacionales sin hogar es una utopía empresarial, no una descripción de una realidad presente o futura.

Kenichi Ohmae se adscribe a esta concepción utopista: «Durante más de una década, algunos de nosotros hemos estado hablando de la progre­siva globalización de los mercados de bienes de consumo, como los va­queros Levi’s, las zapatillas deportivas Nike y los fulares Hermès, un pro­ceso impulsado por la exposición global a la misma información, a los mismos iconos culturales y a los mismos anuncios [...]. En la actualidad, sin embargo, el proceso de convergencia es más veloz y profundo. Va mu­cho más allá del gusto y afecta dimensiones mucho más fundamentales re­lacionadas con las concepciones del mundo, la mentalidad e incluso los procesos cognitivos». Ohmae llega a la conclusión de que esta convergen­cia cultural que impulsa el mercado hace del Estado-nación una institu­ción marginal en la vida económica: «En una economía sin fronteras, los mapas centrados en los Estados que solemos usar para tratar de entender la actividad económica son deplorablemente engañosos. Debemos [...] enfrentamos por fin a la embarazosa e incómoda verdad: la de que la vie­ja cartografía ya no sirve. Se ha convertido en una mera ilusión».25

En la misma tónica, Nicholas Negroponte afirma que «igual que una bola de naftalina, que pasa directamente del estado sólido al gaseoso, es­pero que el Estado-nación se evapore [...]. Sin duda, el papel del Estado- nación cambiará de una manera fundamental y no habrá más sitio para el nacionalismo que el que hay para la viruela».26 Bryan y Farrell escriben:

25. Ohmae, Kenichi, The End o f the Nation-State, The R ise o f Regional Econom ies, Londres, HarperCollins, 1995, pags. 15,19-20.

26. Negroponte, Nicholas, Being D igital, Londres, Hodder and Stoughton, 1995.

92 Fabo amanecer

«Cada vez más, millones de inversores globales, que operan a partir de su propio interés económico, determinan las tasas de interés, las de cambio y la asignación de capital, sin preocuparse por los deseos o por los obje­tivos de los líderes políticos nacionales».27 Robert Reich se refiere a la «irrelevancia creciente de la nacionalidad de las empresas» y aconseja que «dado que las empresas de todas las naciones se han transformado en redes globales, la cuestión importante — desde el punto de vista de la riqueza nacional— no es a qué ciudadanos les pertenecen las cosas, sino qué ciudadanos aprenden a hacer las cosas, con lo que pueden añadir más valor a la economía mundial y por lo tanto aumentar su propio valor potencial».28 John Naisbitt afirma: «Estamos avanzando hacia un mundo de mil países [...]. El Estado-nación está muerto, no porque los Estados- naciones estén subsumidos en super Estados, sino porque están divi­diéndose en partes más pequeñas y más eficientes, igual que ocurre con las grandes compañías».29

Ni los Estados ni los mercados son instituciones orden^da^del tipo que ese modelo concibe. Hay unas pocas corporaciones transnacionales genuinas de la clase a la que Ohmae y otros utopistas empresariales se re­fieren. La mayoría de las compañías multinacionales mantienen fuertes raíces en determinados países y culturas empresariales; la propiedad, los consejos ejecutivos, los estilos de gestión y las culturas comerciales si­guen siendo fundamentalmente nacionales. Las compañías estadouni­denses que más se aproximan al modelo de Ohmae lo hacen porque en­carnan los valores locales y una cultura empresarial nativa, no porque sean globales.

Las pocas compañías del mundo que se comportan de manera conse­cuente con respecto a su economía nativa, como unas multinacionales sin raíces, no lo hacen porque posean ciertas propiedades que comparten con otras empresas internacionales, sino porque su cultura empresarial se rige según los valores corporativos estadounidenses, que adjudican una im­portancia mayor a la obtención de beneficios que a los costes sociales o a las lealtades nacionales.

27. Bryan y Farrell, op. cit., päg. 1.28. Reich, Robert B., The Work o f N ations: Preparing Ourselves fo r 21st Century Ca­

pitalism , Nueva York, Alfred A. Knopf, 1991.29. Naisbitt, John, G lobal Paradox, Londres, Nicholas Brealey Publishing, 1995,

päg. 40.

Lo que la globalización no es 93

Según un extenso estudio, sólo alrededor de cuarenta grandes em­presas en el mundo generan al menos la mitad de sus beneficios en el ex­tranjero, mientras que menos de veinte mantienen al menos la mitad de sus instalaciones productivas en el extranjero.30 Además, como Hirst y Thompson han señalado, las funciones clave de las empresas, como las de investigación y desarrollo, se mantienen bajo un estrecho control in­terno: «Las compañías japonesas parecen reticentes a localizar funciones esenciales en el extranjero, como I+D o partes del proceso de produc­ción de alto valor añadido». Y concluyen: «Las compañías nacionales con un ámbito de operaciones internacional parecen más plausibles en la actualidad y en el futuro cercano que las auténticas empresas transna­cionales».31

Los defensores del modelo de la hiperglobalización cometen un gra­ve error al considerar que los Estados soberanos son instituciones margi­nales. Para las multinacionales, los Estados soberanos no son unos acto­res marginales en la economía mundial cuyas políticas pueden burlarse con facilidad, sino unos actores clave cuyo poder bien merece la pena cor­tejar. Puede que, en realidad, la influencia de los Estados soberanos so­bre algunos aspectos de la actividad empresarial sea en la actualidad ma­yor que en el pasado.

Las empresas multinacionales actuales no tienen la protección de los gobiernos que algunas de ellas disfrutaron cuando el imperialismo esta-, ba en su auge. Si bien es cierto que las multinacionales pueden elegir en todo el mundo qué impuestos y regímenes regulatorios prefieren, tam­bién lo es que los riesgos políticos han aumentado en muchas partes. Allí donde los Estados son frágiles, es más difícil regular la producción y el capital móviles, pero también para las multinacionales es más difícil esta­blecer relaciones empresariales duraderas con los gobiernos. Esto consti­tuye una limitación tanto al poder de los Estados como al de las multi­nacionales.

La competición actual entre los Estados por las inversiones de las empresas multinacionales permite a éstas ejercer una influencia que no poseían en un orden mundial más jerarquizado, a la vez que limita la li­bertad de acción de los Estados soberanos. La influencia que los Esta­dos pueden ejercer sobre las empresas debe mantenerse en un entorno

30. Ruigrok y Van Tulder, op. cit.31. Hirst y Thompson, op. cit., pág. 12.

94 Falso amanecer

global en el que la mayor parte de las presiones competitivas que los afectan limitan el control de los gobiernos sobre sus economías a un es­trecho margen.

Los Estados soberanos siguen siendo el terreno clave para la bús­queda de influencia por parte de las empresas multinacionales. Estas ejercen influencia sobre las políticas de los Estados soberanos y ade­más ejercitan su ingenio tratando de eludir su jurisdicción. Es la típica in­teracción entre Estados soberanos y empresas de finales del siglo XX.

Poca duda cabe de que el TLC (el Tratado de Libre Comercio nor­teamericano entre Estados Unidos, México y Canadá) se impuso a pesar de la oposición política interna en Estados Unidos debido sobre todo a las bien organizadas actividades de los grupos de interés de las grandes multinacionales estadounidenses.

Los teóricos de la hiperglobalización, igual que sus críticos escépti­cos, confunden la economía mundial actual con el retorno a una situa­ción anterior de orden. La realidad del mercado mundial de fipaleg del si­glo XX es que ni los Estados soberanos ni las empresas multinacionales pueden controlarlo.

G l o b a l iz a c ió n y c a p it a l ism o d e s o r d e n a d o

Los teóricos de ambos grupos —los escépticos y los entusiastas— pintan con colores irreales el nuevo entorno global en el que los Estados se ven obligados a actuar. Los Estados soberanos no habitan, como a fi­nales del siglo XIX, en un entorno internacional familiar que limita sus opciones de maneras predecibles; están inmersos en un entorno extraño en el que el comportamiento de las fuerzas globales del mercado es cada vez menos predecible o controlable. No son las instituciones y conven­ciones de gobernanza internacional quienes limitan las actuaciones de los Estados sino los riesgos e incertidumbres que acompañan a un mercado internacional que tiende a la anarquía.

El hecho de que las empresas multinacionales dediquen unos recur­sos considerables a influenciar las políticas de los gobiernos es m# argu­mento a favor de la idea de que el Estado soberano no es innecesario. En la mayor parte del mundo, las instituciones estatales son un territorio de importancia estratégica fundamental en el que se libra la competición en­tre las empresas.

Ninguna de las dos principales corrientes de opinión ha percibido que el surgimiento de una economía global es un momento decisivo en el desarrollo de una especie tardomoderna de capitalismo desordenado y anárquico.32 El capitalismo actual es muy diferente del de las fases ante­riores de desarrollo económico sobre el que Karl Marx y Max Weber mo­delaron sus descripciones, así como de los capitalismos gestionados esta­bles del período de posguerra.

La clase obrera industrial ha disminuido en tamaño y en importancia económica. Ello ha tenido lugar en paralelo a la reducción de las indus­trias manufactureras y a la transformación de las economías tardomoder- nas, que han pasado a ser postindustriales, en conjunto. Ha tenido lugar una transformación a gran escala, pasándose de formas de organización del trabajo «tayloristas» —producción en masa mediante trabajo asala­riado situado en fábricas— a mercados de trabajo flexibles. En estos nue­vos mercados de trabajo, las clásicas instituciones capitalistas del trabajo asalariado y del puesto de trabajo propio están restringidas a una pro­porción menguante de la población.

Gran parte de la fuerza de trabajo carece en la actualidad incluso de la seguridad económica que daba el trabajo asalariado. Su mundo es el del trabajo a tiempo parcial, los contratos temporales y el empleo por cuenta propia, en el que no hay una relación estable con un único em­presario identificable. Junto a estos cambios ha tenido lugar un colapso de las negociaciones colectivas nacionales y una importante disminu­ción de la influencia de los sindicatos sobre el proceso de producción.

La base económica de los partidos políticos se ha debilitado, al mismo tiempo que la influencia de los grupos de presión que persiguen un objetivo único ha aumentado. Las ideologías que articulaban la vida política en el período de posguerra son obsoletas. Esta transfor­mación se ha visto acentuada con el surgimiento de un nuevo consen­so económico. En esta nueva ortodoxia, el papel de los gobiernos nacio­nales en la supervisión de las economías internas mediante políticas de gestión macroeconómica se ha reducido o marginado y su principal ta­rea es la de diseñar y poner en práctica políticas microeconómicas, promoviendo con ellas una flexibilidad todavía mayor del trabajo y la producción.

Lo que la globalización no es 95

32. Me siento en deuda, en algunos aspectos, con el análisis de Lash, Scott y Urry, John, en su obra The End o f O rganised Capitalism , Cambridge, Polity Press, 1987.

96 Falso amanecer

La erosión de la vida burguesa debido a la inseguridad laboral cada vez mayor está en el centro del capitalismo desordeñado. En la actuali­dad, la organización social del trabajo está en una situación de flujo casi continuo, con incesantes mutaciones bajo el impacto de la innovación tec­nológica y de la competición del mercado desregulado.

Los efectos de las nuevas tecnologías de la información no se reducen a una escasez cada vez mayor de muchos tipos de puestos de trabajo menos especializados o que requieren menos conocimientos sino que incluyen la total desaparición de profesiones enteras. Para gran parte de la población, ciertas instituciones burguesas tradicionales, como las carreras profesionales estructuradas y las vocaciones, han dejado de existir.

El resultado es una reproletarización de gran parte de la clase obre­ra industrial y una desburguesificación de lo que queda de la antigua cla­se media. El libre mercado parece dispuesto a lograr lo que el socialismo nunca pudo conseguir: la eutanasia de la vida burguesa.

Los imperativos de la flexibilidad y de la movilidad impuest<& por los mercados de trabajo desregulados ejercen una presión especial sobre las formas tradicionales de vida familiar. ¿Cómo pueden reunirse las familias para comer cuando ambos padres trabajan por turnos? ¿Qué sucede con las familias cuando los mercados de trabajo separan a los padres?

La empresa ha perdido gran parte de sus funciones de institución so­cial. El aumento de los contratos temporales tiende a reducir a un peque­ño grupo la fuerza de trabajo permanente de las compañías tardomoder- nas. Un ejemplo límite de esta evolución puede ser el de Microsoft, una compañía global que domina los mercados de varías tecnologías moder­nas pero cuya fuerza de trabajo real se reduce a un núcleo de unos pocos miles de personas.

En los casos límite, las compañías se están convirtiendo en vehícu­los de recaudación y de distribución de beneficios, y los pocos emplea­dos que les quedan suelen tener una participación en el capital. Estratos enteros de antiguos empleados de rango medio han sido despedidos me­diante reestructuraciones empresariales que tienen un impacto benéfico inmediato en los balances de resultados. En todas partes del mun^o, pero especialmente en los países anglohablantes, las empresas se están descar­gando de los costes sociales de los empleados que les quedan. Lo hacen, por ejemplo, transfiriendo sus responsabilidades en materia de pensiones a sus empleados de manera individual.

El debilitamiento de las compañías como instituciones sociales va en paralelo al proceso de mercantilización del trabajo, que se ha convertido en un producto que se vende por piezas a las corporaciones. Las empre­sas han abandonado muchas de las responsabilidades que hacían que el mundo del trabajo resultara humanamente tolerable en el pasado; algu­nas de ellas no están lejos de ser unas instituciones virtuales.

La inestabilidad inherente a los mercados globales anárquicos se ha in­tensificado debido al crecimiento de una economía virtual enorme y de gran impulso en la que las divisas se intercambian por beneficios a corto plazo. No hay un marco estable para la gestión del sistema monetario in­ternacional. Desde que en 1971-1973 se produjo el derrumbamiento de los acuerdos de posguerra de Bretton Woods que regulaban la cooperación monetaria internacional, no ha habido acuerdos sobre el establecimiento de tipos de cambio fijos; de ahí que el régimen monetario internacional ac­tual sea una anarquía de monedas flotantes. Hay sobrevaloraciones recu­rrentes de determinadas monedas y espasmos intermitentes de coordinación política entre las principales potencias (como los acuerdos Plaza de 1985) para impedir el derrumbamiento del sistema. Las fluctuaciones de los tipos de cambio pueden tener un efecto desestabilizador tan profundo en la actividad económica que el actual régimen monetario mundial ha sido llamado «capitalismo de casino».35

Hemos sido testigos de una gran transformación, desde una situa­ción en la que la manufactura y la prestación de servicios eran las activi­dades económicas principales, a otra en la que la actividad principal pasó a ser el comercio en activos financieros. La ingeniería financiera se ha convertido en una actividad más rentable que la producción.

Estos efectos del capitalismo desordenado pueden observarse en sociedades tan diferentes entre sí como Italia, Suecia y Australia. Me­nos presentes en Alemania y Japón, se han desarrollado más en las eco­nomías anglosajonas: Estados Unidos, Gran Bretaña, Australia y Nue­va Zelanda sobresalen como portaestandartes de este nuevo tipo de capitalismo.

Pero la creencia de que el capitalismo llevará a un desorden similar en todas partes es un error fundamental. La capacidad para comerciar global y rápidamente tiende a proyectar estos rasgos del capitalismo des­organizado a todos los países, pero el impacto que ejercerá sobre la vida 33

Lo que la globalización no es 97

33. Véase Strange, Susan, Casino Capitalism , Oxford, Basil Blackwell, 1986.

98 Falso amanecer

social y económica de cada uno de ellos es muy diferente tanto en pro­fundidad como en amplitud.

En países como España, en el cual la familia amplia sigue siendo fuer­te, la subclase de hogares sin empleo, que es un rasgo tan deprimente de las sociedades anglosajonas, apenas existe. Ello es así a pesar de que en Es­paña, incluso en mayor grado que en las demás economías de la Europa continental, el desempleo ha alcanzado unos niveles muy altos en los últi­mos tiempos. Esto puede atribuirse en parte al hecho de que, en la Euro­pa continental, durante las dos últimas décadas, la política no ha estado dominada por objetivos tales como el de la desregulación del mercado de trabajo. Pero es improbable que la persistencia de estas diferencias se ex­plique mediante esta única razón, o incluso que ésta sea la razón principal.

Ninguno de los países de la Europa continental ha vivido nunca una era de laissex-faire\ ni sus instituciones de mercado tampoco han alcanza­do la independencia de las regulaciones de otras instituciones sociales ca­racterística del libre mercado anglosajón. Ninguna sociedad-europea tie­ne la larga y profunda experiencia individualista en los ámbitos de las formas de vida familiar y de la posesión de la propiedad que distingue a Inglaterra, Estados Unidos y otras sociedades anglosajonas.

En todos los países, la presión del capitalismo, nueva y más volátil, está transformando la vida económica. El impacto de los mercados glo­bales anárquicos en las culturas económicas de la Europa continental institucionaliza unos altos niveles de desempleo estructural. En estas socie­dades, la principal fuente de división social es el desigual acceso al empleo.

Puede que, mediante la combinación de un mercado de trabajo considerablemente desregulado, la disminución de los beneficios socia­les y el experimento de encarcelamiento masivo que ha colocado a más de un millón de estadounidenses entre rejas, se consiga mantener ba­jas las tasas de desempleo en Estados Unidos, donde la principal fuen­te de división social no es, con toda probabilidad, la falta de acceso al trabajo en sí, sino las desigualdades en ingresos y riqueza, junto con las desigualdades en materia de salud, educación, seguridad ciudadana y tipos de trabajo al alcance de los diferentes sectores de la población.

El capitalismo nativo que está surgiendo en China no se asieita en las grandes empresas que se han desarrollado en el capitalismo anglosajón. Aparte de las empresas estatales, las compañías chinas son pequeñas y de propiedad familiar. Los desórdenes del capitalismo en China no provie­nen de la pérdida de funciones sociales de las empresas o de la fragmen­

tación de las familias sino de la falta de solidaridad entre los diferentes sectores de la sociedad y de una importante degradación del medio am­biente. El capitalismo ruso exhibe unos desórdenes similares.

Estas divergencias surgen de importantes diferencias históricas entre las culturas y entre las instituciones sociales, así como de sus permanentes reflejos en las diferentes políticas públicas de los Estados-naciones. El ca­pitalismo desordenado limita la autonomía de los gobiernos nacionales pero no suprime las diferencias que éstos mantienen entre sí.

Lo que la globalización no es 99

E l ca pita lism o a n á r q u ic o y e l E sta do

En la actualidad, los Estados-naciones deben actuar en un mundo en el que todas las opciones son inciertas. No es como si tuvieran ante sí una lista de posibles elecciones en las que figurara el precio de cada una. Los gobiernos nacionales se ven inmersos en entornos no simplemente de ries­go sino de incertidumbre radical. En teoría económica, el riesgo supone una situación en la que los costes de las diversas acciones pueden cono­cerse con una probabilidad razonable, mientras que la incertidumbre es una situación en la que esas probabilidades no pueden conocerse. Muchas de las políticas que los gobiernos saben que pueden proseguir no tienen consecuencias a las que puedan adjudicar determinadas probabilidades.

Peor aún, a menudo los gobiernos no pueden saber si la respuesta de los mercados mundiales a sus políticas consistirá sólo en volverlas costo­sas o las hará completamente inviables; están en una situación en la que incluso la envergadura de las opciones de que disponen es incierta. Esta permanente incertidumbre radical es lo que más limita el poder de los Es­tados soberanos.

La reducción de la influencia de los Estados soberanos es un síntoma de una tendencia más amplia, la de la dispersión o el debilitamiento de las competencias obtenidas por las instituciones del Estado al principio de la época moderna. Incluso el poder para hacer y para acabar una guerra me­diante el monopolio efectivo de la fuerza armada que definió al Estado so­berano desde sus comienzos ha dejado de pertenecerle de manera inequí­voca. Cualesquiera que fueran los horrores de la guerra en el siglo XIX, ésta tenía unos objetivos limitados y los Estados que la libraban eran ca­paces de concluirla. Ése era el tipo de guerra de la clásica teorización de Clausewitz.

100 Falso amanecer

Desde la segunda guerra mundial, la guerra clausewitziana entre los representantes de los Estados soberanos ha sido parcialmente reempla­zada por guerras entre ejércitos irregulares, grupos tribales o étnicos y or­ganizaciones políticas como la Organización para la Liberación de Pales­tina (OLP) y el Ejército Republicano Irlandés (IRA).34 La pérdida de control sobre la guerra que en alguna medida han experimentado los Es­tados soberanos no ha vuelto más pacífico al mundo sino menos gober­nable y aún más inseguro.

Las compañías multinacionales no han ganado el poder y la auto­ridad que los Estados soberanos han perdido y están tan expuestas como los gobiernos a los caprichos de las sociedades tardomodemas. Las em­presas globales no son actores libres capaces de desafiar a la opinión pú­blica sin riesgos ni costes, también ellas se ven zarandeadas por las trans­formaciones de las culturas públicas de los Estados en los que actúan. La Shell, una gran compañía petrolera, fue despojada del uso de una plata­forma marítima en Brent Spar mediante una campaña de /Greenpeace que los medios de comunicación orquestaroncon habilidad. La^hell de­mostró ser un objetivo tan vulnerable ante las acciones políticas de obje­tivo único como cualquier Estado democrático contemporáneo.

Esto no significa que las multinacionales vayan a soportar gustosa­mente —como política consistente— los costes sociales y ambientales de sus actividades. En un libre mercado global no pueden hacerlo. Además de las presiones crecientes de la competencia global, las compañías mul­tinacionales se ven confrontadas en la actualidad a esporádicos estallidos de atención de los medios de comunicación capaces de desviarlas de su resuelta persecución de beneficios a corto plazo.

Así pues, en los contextos tardomodernos, el poder ha escapado del control de Estados y empresas. Ambas instituciones se vuelven cambian­tes y evanescentes a medida que los mercados globales y las nuevas tec­nologías transforman a las culturas de las cuales toman prestadas su legi­timidad e identidad.

Los Estados soberanos actúan en la actualidad en un entorno tan transformado por las fuerzas del mercado que ninguna institución —ni siquiera la mayor empresa transnacional o el Estado soberano m is pode­roso— consigue dominarlo. En este entorno, las fuerzas más incontrola­

34. Véase van Craveld, Martin, On Future War, Londres, Brassey, 1991, donde hay una brillante exposición sobre el declive de la guerra clausewitziana.

Lo que la globalización no es 101

bles son las que surgen de un torrente de innovaciones tecnológicas. Es la combinación de esta corriente incesante de nuevas tecnologías, com­petición de mercado descontrolada e instituciones sociales débiles o fractu­radas lo que produce la economía global de nuestros tiempos.

Como los gurúes de la gestión nos recuerdan constantemente, los Es­tados-naciones y las empresas multinacionales sólo pueden sobrevivir y prosperar en la actualidad si usan nuevas tecnologías para adquirir un margen de ventaja sobre sus rivales. Lo que la mayoría de ellos no perci­be es que esa ventaja competitiva es inherentemente efímera en el con­texto anárquico del capitalismo global desorganizado. A fines del siglo XX no hay refugio —ni para las empresas ni para los gobiernos— para pro­tegerse de la tempestad global de la destrucción creativa.

La ventaja decisiva que una compañía multinacional logra sobre sus rivales proviene, en último término, de su capacidad para generar nuevas tecnologías y para desplegarlas de manera eficaz y provechosa. A su vez, esto depende en gran medida de las maneras en que las compañías facili­ten la conservación y la generación del conocimiento. En el contexto competitivo tardomoderno, las organizaciones empresariales que no cap­turen ni exploten nuevos conocimientos, que desperdicien las reservas de entendimientos tácitos entre sus empleados o que no los estimulen a adquirir nuevos conocimientos, pronto irán a pique.

La economía global desespecializa a los individuos y a las organiza­ciones porque el entorno en el que viven y trabajan se vuelve irreconoci­ble. Ello lleva a que las reservas de conocimiento local y tácito de los in­dividuos les sean cada vez menos útiles. Un importante problema que no ha sido resuelto por las organizaciones empresariales —excepto parcial­mente por las compañías japonesas—35 es el de combinar la necesaria continuidad institucional, a fin de aprovechar el conocimiento local de los empleados, con la capacidad de innovación organizativa requerida para obtener el mayor rendimiento de las nuevas tecnologías.

Los Estados soberanos no van a volverse obsoletos; seguirán siendo importantes estructuras de mediación cuyo control se disputarán las em­presas multinacionales. Este papel central de los Estados soberanos con­

35. Un estudio interesante de las organizaciones empresariales como mecanismos epistémicos, creadores de conocimiento, es el de Nonaka, Ikujiro y Takeuchi, Hirotaka, The Knowledge-Creating Company: How Japanese Com panies Create the Dynamics o f In­novation, Nueva York y Oxford, Oxford University Press, 1995.

102 Falso amanecer

vierte en sin sentido los argumentos de los hiperglobalistas, de los uto­pistas empresariales y de los populistas, según los cuales las multinacio­nales han suplantado a los Estados soberanos como los verdaderos go­bernantes del mundo. Además, explica por qué los mercados globales buscan obtener influencia sobre los Estados y por qué éstos no pueden ignorarlos. Asimismo, pone de manifiesto que los gobiernos cuentan con un estrecho margen de actuación para ayudar a sus ciudadanos a contro­lar el riesgo económico, aunque es probable que esta función protectora se extienda en el futuro, en paralelo a las demandas de apoyo de los ciu­dadanos contra la anarquía del capitalismo global.

Los Estados soberanos tienen aún otra función: la de tomar el con­trol de los recursos naturales necesarios para el crecimiento económico. En Asia central y oriental, la lucha por el control del petróleo es una fuente de rivalidades diplomáticas tan importante en la actualidad como en el siglo xix. Bien podría ser una causa de guerra. A medida que au­menta la escasez de recursos naturales, los Estados soberanps se ven arrastrados a la competición militar para satisfacer las necesidad^ de la existencia.36

El declive del poder estadounidense supone el surgimiento de un mundo verdaderamente multipolar. En un mundo semejante, la compe­tición entre los Estados soberanos será cada vez más —no menos— im­portante e intensa.

36. Sobre la interacción contemporánea entre escasez de recursos y conflicto mili­tar, véase Homer-Dixon, T., «On the Threshold: Environmental Changes as Causes of Acute Conflict», International Security, Harvard y MIT, Boston, otoño de 1991.

Capítulo 4

DE CÓMO LOS LIBRES MERCADOS GLOBALES FAVORECEN LAS PEORES CLASES DE CAPITALISMO: ¿UNA NUEVA LEY

DE GRESHAM?

[...] una ley o principio general relativo a la circulación del dinero, que el señor M acleod ha llam ado, de m anera muy apropiada, la ley o teorema de Gresham en honor a sir Thom as Gresham , quien percibió esta verdad con claridad hace tres siglos. E sta ley, expresada sucintam ente, consiste en que el mal dinero expulsa al buen dinero, pero el buen dinero no pue­de expulsar al mal dinero.

W. S . J evons1

En la teoría monetaria, la ley de Gresham nos dice que el mal dinero expulsa al bueno. En el libre mercado global se da una variación de la ley de Gresham: el mal capitalismo tiende a expulsar al bueno. En cualquier competencia regida por las leyes del laissez-faire global, diseñadas a ima­gen del libre mercado estadounidense, las economías sociales de mercado de Europa y Asia están sistemáticamente en desventaja. No tienen futuro, a menos que consigan modernizarse mediante unas reformas profundas y rápidas.

Los Estados soberanos, obligados por el libre mercado global, están librando una guerra de desregulación competitiva. Ya está funcionan­do un mecanismo de armonización a la baja de las economías de mercado. Todos los tipos de capitalismo existentes en la actualidad se están me­tiendo en un crisol. En esta competición, el socialmente dislocado libre mercado estadounidense cuenta con unas importantes ventajas.

En teoría económica, Keynes admitió que la movilidad internacional del capital financiero recortaría las políticas de pleno empleo de los go­biernos nacionales. No podía prever que la movilidad global del capital haría volver a los gobiernos a un mundo en el que la gestión económica nacional sólo es viable marginalmente. Los gobiernos nacionales actuales ya no pueden aplicar las ambiciosas políticas contracíclicas que sacaron a 1

1. Jevons, Stanley W., Money and the Mechanism o f Exchange, Londres, Kegan Paul, Trench Trubner, 1910, pág. 81.

104 Falso amanecer

sus economías de la recesión en el período de posguerra. El conservadu­rismo fiscal —la gestión prudente de la deuda pública— les es impuesto por los mercados mundiales.

Pocos eran quienes en la era keynesiana preveían que la movilidad mundial del capital y de la producción llevaría a una degradación de los sistemas regulatorios y sociales de los Estados soberanos. Desde el co­lapso soviético, la competición entre la planificación central y el capita­lismo ha sido reemplazada por la rivalidad entre los diferentes tipos de capitalismo: estadounidense, alemán, japonés, ruso y chino.

En esta nueva rivalidad, los libres mercados estadounidenses ope­ran en detrimento tanto de las economías sociales de mercado europeas como de las asiáticas. Esto es así a pesar del hecho de que los mercados sociales europeos soportan los costes sociales de las empresas de ma­nera diferente a los asiáticos. Ambos están amenazados por el modelo estadounidense porque cada empresa soporta unas obligaciones socia­les que ya no existen en Estados Unidos. Al mismo tiempo, e^capitalis- mo chino está surgiendo como un rival de la"versión estadounidense porque puede ir más lejos que el libre mercado norteamericano en su competencia desleal con los mercados sociales de Europa y del resto de Asia.

Todos los modelos conocidos de instituciones de mercado están ex­perimentando mutaciones a medida que la competición global se dispu­ta a través de las estructuras de los Estados soberanos. Es erróneo pensar que se trata de una competencia que cualquiera de los modelos existen­tes puede ganar. Todos ellos están siendo erosionados y reemplazados por unos tipos de capitalismo nuevos y más volátiles. El principal resul­tado de esta nueva competición es que las economías sociales de merca­do del período de posguerra se volverán inviables y al mismo tiempo las economías de libre mercado, que son las ganadoras nominales de la com­petición, experimentarán una transformación.

De c ó m o e l m a l c a pita lism o e lim in a a l b u en o

Los costes sociales que las empresas soportan en las economías de mercado les permiten funcionar como instituciones sociales sin minar la cohesión de las sociedades más amplias en las que operan. Al mismo tiempo, estos costes se convierten en cargas si se compite con empresas

De cómo los libres mercados globales favorecen las peores clases de capitalismo 105

que operan en libres mercados. Las empresas estadounidenses tienen po­cas obligaciones de este tipo.

Las ventajas inherentes que disfrutan las empresas que operan en eco­nomías de libre mercado no son coyunturales ni temporales sino sistémicas. No pueden compensarse completamente con la educación y capacidades superiores que las economías sociales de mercado han alcanzado a menudo, ni con las mejores inversiones en infraestructuras, como carreteras y otros bienes y servicios públicos, ni con la cohesión social que ese sistema econó­mico promueve. El mejor desempeño mostrado por los mercados sociales en estas áreas no los capacitará para soportar los niveles de suministro de protección social y los tipos de gestión y regulación que los distinguían en el pasado.

En el largo camino de la historia, puede que los mercados sociales europeos sean tan producdvos como los libres mercados estadouniden­ses. A corto plazo, en el marco de las rivalidades en un libre mercado glo­bal, no pueden, sencillamente, ser competitivos a nivel de costes.

Las condiciones que confieren una ventaja estratégica al libre merca­do con respecto a las economías sociales de mercado del período de pos­guerra son las de un libre comercio global desregulado en conjunción con una movilidad de capital global sin restricciones.2 En un mercado global librecambista, tendrán ventaja (en igualdad del resto de las condi­ciones) las empresas cuyos costes sean bajos. Esto es así ya se trate de cos­tes de trabajo, de costes regulatorios o de costes impositivos.

Consideremos los costes medioambientales. Si, en un país dado, los costes medioambientales se «internalizan» con un régimen impositivo que obliga a reflejarlos en los costes de las empresas, pero esas empresas están obligadas a competir en un mercado global con las de otros países que no soportan esos costes medioambientales, las primeras estarán en desventaja de manera sistemática.

Con el tiempo, o bien las empresas que operan en regímenes de res­ponsabilidad medioambiental serán expulsadas del negocio, o bien los marcos regulatorios de esos regímenes serán arrastrados hacia un deno­

2. Sobre las importantes críticas al libre comercio global con las que me siento en deuda, véase Daly, Hermán E., «From Adjustment to Sustainable Development: The Obstacle of Free Trade», en The C aseA gainst Free Trade: GATT, NAFTA, and the Glo- halization ofC orporate Power, San Francisco, Earth Island Press, 1993, págs. 121-132. Véase también, Mander, Jerry y Goldsmith, Edward, The Case A gainst the G lobal Eco- nomy and For a Tum Toward the Local, San Francisco, Sierra Books, 19%.

106 Falso amanecer

minador común más bajo en el que sus desventajas competitivas se redu­cirán. Este tipo de mecanismo equilibrador es un elertiento esencial del libre mercado global.

El libre mercado global «externaliza» costes que los mejores regíme­nes «internalizan». En las economías sensibles a las cuestiones medioam­bientales, las políticas impositivas y regulatorias se diseñan de tal manera que las empresas deben asumir los costes que sus actividades imponen a la sociedad y a la naturaleza. Esto ha sido así desde hace mucho tiempo en los países de la Europa continental. Los libres mercados globales im­ponen fuertes presiones sobre este tipo de políticas. Los bienes produci­dos por empresas responsables en cuestiones medioambientales son más caros que los bienes producidos por las empresas que tienen libertad para contaminar.

La regulación global de los estándares medioambientales, un ideal inspirador, es una posibilidad utópica. No es posible ponerla en práctica allí donde más se necesita; existen, por ejemplo, pocas medidas eficaces de protección medioambiental en Rusia o en China. En ambos países, en parte como herencia del período de planificación económica centraliza­da y en parte como consecuencia de las reformas de los mercados, la de­gradación medioambiental es de unas proporciones cataclismáticas. Sin embargo, ambos países son inducidos a entrar en el libre mercado global en el que sus bienes tendrán que competir con los producidos en merca­dos sociales responsables en cuestiones medioambientales.

Algunas de las economías industriales más avanzadas del mundo son lo suficientemente ricas como para resistir las presiones para rebajar sus estándares medioambientales. Pueden compensar a las empresas que quedan en desventaja en la competición con empresas basadas en econo­mías donde la regulación es baja. Si las sociedades avanzadas pueden proteger su medio ambiente de esta manera, es en parte porque pue­den exportar su contaminación trasladando la producción a países del tercer mundo en el que los estándares medioambientales son más fle­xibles. Los países avanzados pueden seguir limpios a expensas de otras partes del mundo, que se vuelven más sucias.

El impacto total de los libres mercados globales sobre el mec|[o am­biente mundial se mantendrá sin cambios. El libre mercado seguirá ac­tuando a nivel mundial para descargarse de los costes que en un tipo de capitalismo anterior y más responsable eran soportados por las empresas. El resultado será que cada vez más partes de la tierra se volverán día a día

menos habitables. Al mismo tiempo, el precio que deben pagar esas po­cas sociedades lo suficientemente ricas como para mantener su medio ambiente local habitable aumentará; y si a pesar de ello esas sociedades siguen imponiendo los costes de la contaminación y otros costes sociales medioambientales sobre las empresas, los beneficios caerán y el capital emigrará.

Otra alternativa que pueden adoptar las sociedades es la de aplicar políticas en las que el control de la contaminación se pague directamen­te con fondos públicos. Puede que con esas medidas consigan proteger su medio ambiente local de algunos tipos de degradación, aunque no conseguirán aislarse del impacto global de la contaminación local de los países más pobres. Como demostró Chemobil, algunas clases de conta­minación tienen un alcance muy amplio.

De cómo los libres mercados globales favorecen las peores clases de capitalismo 107

E l lib r e c o m e r c io g l o b a l d e sr e g u l a d o y l a m o v ilid a d

INTERNACIONAL DEL CAPITAL

Según la teoría clásica del libre comercio, el capital es inmóvil. La doctrina de las ventajas comparativas de Ricardo — que se sigue invocan­do regularmente en defensa del libre mercado global desregulado— dice que cuando las empresas o industrias comparativamente ineficientes se reducen en un país dado, otras crecen y absorben el capital y el trabajo li­berados por las actividades en declive. Dentro de cada país comercial, el capital se desplazará hacia aquellas actividades económicas en las que re­sulte más productivo. La ventaja comparativa de Ricardo se aplica inter­namente a las naciones comerciales, no externamente a las relaciones que mantienen entre ellas. Significa que, en un régimen de libre comercio sin restricciones, la asignación de recursos será productiva al máximo dentro de cada nación comercial y por lo tanto, por inferencia, en todo el mun­do. En la medida en que el mundo se convierta en un mercado único, la eficiencia y la productividad de cada país se verán maximizadas.

Ricardo entendió que el razonamiento sólo era válido si el capital no tenía una movilidad internacional importante.

[...] la in seguridad im aginaria o real del capital cuando éste no está bajo el control inm ediato de su dueño, junto con la reticencia natural de todo hom bre a dejar el país de su nacim iento y sus relaciones pon ién dose a

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merced, con todas sus costumbres formadas, de un gobierno extraño y de nuevas leyes, limita la emigración del capital. Estos sentimientos, cuyo debilitamiento me apenaría, inducen a la mayor parte de los pro­pietarios a conformarse con una baja tasa de beneficios en su propio país, en lugar de buscar un empleo más ventajoso para su riqueza en na­ciones extranjeras.3

El contraste entre la necesidad teórica de tener un libre comercio global sin restricciones y las realidades del mundo de fines del siglo XX necesita pocos comentarios. Cuando el capital es móvil, buscará ventajas absolutas emigrando a países con los costes medioambientales y sociales más bajos posibles para las empresas y donde se puedan obtener los ma­yores beneficios. Tanto en la teoría como en la práctica, el resultado de la movilidad del capital global es el de invalidar la doctrina de la ventaja comparativa de Ricardo. Sin embargo, sobre esa base endeble se apoya el edificio del libre comercio global desregulado.4

El argumento contra la libertad global sin restricciones en Comercio y en movimientos de capital no es fundamentalmente de tipo económico, sino más bien que la economía debería servir a las necesidades de la socie­dad, y no la sociedad a los imperativos del mercado. En términos estricta y estrechamente económicos, es cierto que un mercado libre global es in­creíblemente productivo. De la misma manera, en la lucha entre las eco­nomías de libre mercado y los sistemas de mercado social, los libres mer­cados suelen tener una productividad superior. No hay demasiadas dudas de que el libre mercado es el tipo de capitalismo más económicamente efi­ciente. Para la mayor parte de los economistas, esto cierra la cuestión. Sin

3. Ricardo, David, On the Principies o f Political Economy and Taxation, Har- mondsworth, Penguin, 1971, pág. 155.

4. Como señala Michael Porter en su ya clásica The Com petitive A dvantage o f N ations, Londres, Macmillan, 1990, pág. 12: «L a teoría estándar (de las ventajas com­parativas) supone que las economías de escala no existen, que las tecnologías son idén­ticas en todas partes, que los productos no se diferencian entre sí y que el conjunto de factores nacionales es fijo. La teoría también considera que factores como el trabajo especializado y el capital no se trasladan de una nación a otra. Todos esos supuestos guardan poca relación, en la mayor parte de las industrias, con la auténtica competen­cia». Una exposición pionera reciente de la teoría de las ventajas comparativas es la de Dombusch, R.; Fisher, S. y Samuelson, Paul, «Comparative Advantage, Trade and Pay- ments in a Ricardian Model with a Continuum of Goods», American Economic Review , vol. 67, diciembre de 1977, págs. 823-839.

embargo, lo que las economías sociales de mercado hacen no es, en modo alguno, irracional. La práctica japonesa de emplear trabajadores que no son económicamente productivos en diversas ocupaciones que requieren escasas habilidades no es ni poco razonable ni ineficiente, con tal de que uno de los criterios de eficiencia por el que se juzgue esa política sea el de mantener la cohesión social evitando el desempleo masivo.

Como algunos economistas han admitido siempre, la persecución de la eficiencia económica sin tener en cuenta los costes sociales es en sí mis­ma irracional y, en efecto, prioriza las demandas de la economía sobre las necesidades de la sociedad. Esto es precisamente lo que impulsa la com­petición en un libre mercado social. La indiferencia ante los costes socia­les, que es una deformación profesional de los economistas, se ha conver­tido en un imperativo de todo el sistema.

Las ineficiencias económicas de las restricciones sobre el libre co­mercio son tan manifiestas que todo aquel que se muestre crítico con el libre comercio global desregulado es fácilmente acusado de ignorancia económica.5 Pero el argumento económico para un libre comercio global desregulado obliga a hacer abstracción total de las realidades sociales. Es cierto que las restricciones sobre el libre comercio global no mejora­rán la productividad, pero alcanzar la máxima productividad a expensas de la destrucción social y de la miseria humana es un ideal social anómalo y peligroso.

LO S LIBRES MERCADOS GLOBALES Y LOS SALARIOS QUE CAEN

Cuando el capital es tan móvil como en la actualidad, tenderá, si el resto de los factores se mantiene invariable, a gravitar hacia los países cu­yos trabajadores ganen los salarios más bajos en términos absolutos. Claro que es muy raro que los demás factores no varíen, especialmente los costes en que las empresas incurren y que no corresponden a los costes del tra­

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5. Ésta es la estrategia de los argumentos de dos notorios autores contemporáneos que defienden el libre comercio global sin restricciones: Irwin, Douglas A., A gainst the Tide: An Intellectual H istory o f Tree Trade, Princeton, Princeton University Press, 1996 y Krugman, Paul, Pop Internationalism , Cambridge, Mass, MIT Press, 1996. Véase una versión moderna clásica de la teoría de las ventajas comparativas en Ohlin, Betil, Interre­gional and International Trade, Cambridge, Mass, Harvard University Press, 1933.

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bajo. La calidad de la infraestructura y de los servicios en los diferentes países varía considerablemente, así como los costes y Ibs riesgos asociados a la inestabilidad política, al imperio de la ley local y a la corrupción. La educación de la fuerza de trabajo, la ubicación de la planta, los costes de transporte, el contexto político y muchos otros factores son importantes.

Los salarios bajos de algunos países, por ejemplo los de África cen­tral y oriental, reflejan el hecho de que esos países son emplazamientos poco atractivos para el capital productivo. Los salarios altos de otros, como Singapur, reflejan sus excelentes niveles educativos de la fuerza de trabajo, un imperio de la ley incorrupto y una situación política estable.

Los costes de trabajo per capita para Osram —la compañía de origen alemán que es la segunda mayor productora del mundo de bombillas eléctricas— , para producir bombillas eléctricas en China, equivalen a la quinta parte de sus costes en Alemania, pero hay que multiplicar por treinta y ocho el número de personas necesarias para producir el mismo número de ellas. Con este ejemplo, vemos que los costes per capita más bajos del trabajo barato son contrarrestados con creces por las capacida­des y los niveles de producción más bajos.6

Además, los niveles salariales de toda economía se determinan en el mercado de trabajo interno, no a partir de los niveles salariales de otros países. El taxi al que me subo en Piccadilly no compite con los taxis de Lahore. Sin embargo, cada vez son más las capacidades cuyo precio se fija a nivel global. Muchos servicios pueden exportarse allí donde el tra­bajo necesario para realizarlos es más barato, como ha ocurrido con las líneas aéreas que transfirieron la confección de billetes y la teneduría de libros a la India. Pero la mayor parte de los salarios se sigue fijando en los mercados internos.

El declive de la capacidad negociadora de los trabajadores en los paí­ses del opulento Norte no proviene sólo del libre comercio global. Pen­sarlo sería exagerar el impacto del comercio internacional y de los flujos de capital en las economías nacionales. El desempleo en los países avan­zados es demasiado importante como para ser atribuido únicamente al comercio con países con salarios bajos.

Las nuevas tecnologías y la pérdida de especialización de u^a parte de la población debido a una educación inadecuada son causas funda-

6. Sobre esta comparación, véase Marsh, Peter, «A shift to flexibility», Financial Times, 21 de febrero de 1997.

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molíales del desempleo a largo plazo en las sociedades occidentales avan­zadas. Las crecientes desigualdades en las rentas se han amplificado debi­do a la desregulación del mercado de trabajo y a las políticas impositivas neoliberales, pero la causa de fondo de la caída salarial y del desempleo creciente es la expansión mundial de las nuevas tecnologías.

Las economías recientemente industrializadas y las antiguas econo­mías industriales no pueden clasificarse en categorías sencillas, homo­géneas y mutuamente excluyen tes en lo que respecta a los salarios. En algunos países recientemente industrializados, como Corea del Sur, Taiwàn y Singapur, los salarios correspondientes a muchas ocupaciones son más altos que en algunos países avanzados, especialmente Gran Bretaña y Estados Unidos. Ese es el motivo por el que los desplaza­mientos Sur-Norte por parte de las multinacionales asiáticas, que se instalan en regiones de trabajo barato en el primer mundo, no son in­frecuentes en la actualidad.

La decisión, a principios de 1997, del conglomerado empresarial co­reano Lucky Goldstar de instalar una fábrica en Newport, Gales, dio lu­gar a la exportación de empleos desde Corea a una región europea per­teneciente hasta entonces al primer mundo que tiene salarios bajos y bajos costes de trabajo extrasalariales. (Recibió un subsidio considerable del gobierno británico como estímulo.) Un año antes, Ronson trasladó sus instalaciones de producción de mecheros desde Corea a Gales y aho­rró casi un 20 % en costes salariales.7

Estos ejemplos muestran que ya no son las fuerzas de trabajo del pri­mer mundo las que más sufren el impacto del laissez-faire global sobre la seguridad laboral. Como demostró la manifestación masiva de trabaja­dores en Seúl, en enero de 1997, la reducción en la seguridad global es un fenómeno mundial.

Tampoco los países del primer mundo son homogéneos en lo que respecta a los costes laborales. Los salarios que la Siemens paga a sus tra­bajadores alemanes son altos, pero ello es en parte porque, debido a una educación y a una preparación laboral muy superior, la productividad de los trabajadores alemanes de Siemens es de alrededor del doble que la de los trabajadores de las plantas estadounidenses.8

7. «Come to low-wage Wales», Independent, 13 de enero de 1997.8. Sobre esta comparación, véase Marsh, Peter, «A shift to flexibility», Financial

Times, 21 de febrero de 1997.

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Sin embargo, una consecuencia del libre comercio global desregula­do será, de todos modos, la reducción de los salarios de los trabajadores —especialmente los operarios manufactureros no especializados— de los países avanzados. Si se levantan las barreras al comercio internacio­nal, el precio de los factores de producción, incluyendo el trabajo, ten­derá a convergir. Es lo que los economistas llaman la «ecualización del factor precio», y es a esto a lo que se refieren cuando hablan de un futu­ro en el que «tu salario se fijará en Pekín».9

Las nuevas tecnologías de la información hacen que muchos bie­nes, incluyendo una gama de servicios cada vez más amplia, se produz­can en países en desarrollo a unos costes que sólo son una fracción de los costes de trabajo en que las empresas incurrirían si los bienes se pro­dujeran en sociedades industriales más maduras. Como sucintamente lo expresó la Organización Internacional del Trabajo: «Las decisiones actuales sobre los emplazamientos están en estrecha sintonía con los costes de trabajo».10 Esta es una verdad importante. La teoría de Ricar­do, en la que el capital sólo era móvil dentmxle su país de “bricen y la producción era prácticamente inmóvil a nivel internacional, ha deja­do de ser relevante.

Nuestro mundo difiere del de Ricardo en otro aspecto fundamental: las tasas de crecimiento de la población en los nuevos países industriali­zados aumentan rápidamente. Esto refuerza la presión del libre comercio global desregulado para que bajen los salarios en las economías indus­triales maduras. En la mayor parte de éstas, las tasas de crecimiento de la población son bajas y el trabajo —al menos el trabajo especializado— es un recurso escaso que exige una recompensa. En muchos países recien­temente industrializados, en los que la población está creciendo con ra­pidez, la oferta de trabajo —incluyendo algunas clases de trabajo espe­cializado— es prácticamente inagotable.

Cuando el crecimiento de la población es tan desigual, el trabajo en los nuevos países industrializados opera en detrimento del trabajo en las economías industriales maduras. En el momento en que el capital y la pro­ducción circulan libremente por el mundo, tienden a quedarse allí don­de el trabajo es más abundante y menos caro. En la actualidad,

9. Freeman, R., «Are your wages set in Peking7», Journal ofEconom icPerspectives, 9, verano de 1995.

10. World Labour Report, Ginebra, International Labour Organisation, 1992.

puedení

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hacerlo, indiferentemente de si el trabajo que necesitan es especializado o no. En palabras de Michael Lind:

En el plazo de una generación, la floreciente población del tercer mundo contendrá no sólo miles de millones de trabajadores no especializados, sino cientos de millones de científicos, ingenieros, arquitectos y otros profesio­nales capacitados y dispuestos a trabajar con un nivel de calidad interna­cional cobrando una pequeña parte de lo que sus colegas estadounidenses esperan. Los liberales que defienden el libre comercio suponen que un Es­tados Unidos con salarios elevados y personal altamente especializado no tiene nada que temer de un tercer mundo con salarios bajos y trabajadores poco especializados. No tienen ninguna respuesta, sin embargo, a la posi­bilidad —más bien la probabilidad— de que una competencia extranjera de salarios bajos y alta especialización crezca cada vez más. En estas circuns­tancias, ni una mejor capacitación de los trabajadores estadounidenses ni las inversiones en infraestructura bastarán [...]. Es difícil resistirse a la con­clusión de que el capitalismo social de mercado civilizado y el libre comer­cio global sin restricciones son inherentemente incompatibles.11

Un estudio realizado en 1993 sobre diez mil compañías alemanas de tamaño medio descubrió que la tercera parte de ellas estaba planeando transferir parte de su producción a otras regiones del mundo, como por ejemplo la Europa oriental poscomunista, donde los salarios eran más bajos y la legislación social y medioambiental más débil. Muchas compa­ñías están transfiriendo las tareas de programación de sus ordenadores a la India, donde los programadores ganan sólo una pequeña parte —alre­dedor de 3.000 dólares— de lo que exigen los de los países europeos o de Estados Unidos. Sería posible citar muchos otros ejemplos.11 12

Esas reducciones salariales provocadas por el libre mercado en las economías desreguladas son aún mayores debido a las nuevas tecnolo­gías de la información. Muchas ocupaciones están siendo diezmadas por las nuevas tecnologías. Si la de cajero de banco es una profesión destina­da a desaparecer, lo mismo ocurre con la de músico de repertorio. En ambos casos, se trata de trabajos que pueden ser sintetizados o imitados

11. Lind, Michael, The Next American Nation: The New Nationalism and the Fourth American Revolution, Nueva York, The Free Press, 1995, pag. 203.

12. Debo estos ejemplos a «Who competes? Changing landscapes of corporate control», The Ecologist, vol. 26, n° 4, julio-agosto de 1996, pag. 135.

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a bajo coste. Las nuevas tecnologías ejercen una presión hacia la baja en los ingresos de muchas ocupaciones incluso en ausencia de un libre mercado global. La sustitución de tecnología por trabajo humano crea unos dilemas que ninguna sociedad (excepto, quizá, Japón) ha conse­guido resolver.13

Ricardo reconoció que las innovaciones tecnológicas podrían des­truir empleos. No compartía la moderna creencia según la cual de los efectos colaterales de las nuevas tecnologías, surgirían automáticamente nuevos empleos. Como él mismo señaló, «del descubrimiento y el uso de maquinaria puede esperarse la disminución del producto bruto, y siem­pre que ello ocurra resultará perjudicial para la clase trabajadora, dado que algunos perderán el empleo y llevará a parte de la población al paro [...] la opinión que mantienen las clases trabajadoras de que el empleo de maquinaria es a menudo negativo para sus intereses no está fundada en prejuicio ni error, sino que es conforme a los principios correctos de la economía política».14

Como se ha señalado, el capital emigrará ados países en K>s ^ue los bienes para los consumidores de los países ricos puedan producirse con los costes de trabajo más bajos,15 y éstos rara vez serán los países en los que los bienes se consumen. Como ha comentado William Pfaff, «evi­dentemente no es ninguna coincidencia que el poder de negociación del sindicalismo occidental haya sufrido un declive importante y progresivo desde que empezó la globalización. Hasta los años setenta, la inversión en general estaba confinada al trabajo local de producción para un mer­cado nacional. Cuando resultó no sólo posible desde el punto de vista tecnológico sino también económicamente ventajoso manufacturar bie­nes para consumidores de países ricos en los mercados de trabajo pobres y desregulados de Asia, América latina o África, los trabajadores de los

13. Al respecto, véase Rifkin, Jeremy, The End o f Work: The Decline o f the G lobal Labor Force and the Dawn o f the Post-M arket Era, Nueva York, G. P. Putnam, 1995.

14. Ricardo, David, Principles o f Political Economy and Taxation, Londres, J. M. Dent, 1991, págs. 266-267. Véase una argumentación más reciente que apoya la de Ri­cardo en Samuelson, Paul, «Mathematical vindication o£ Ricardo on machinery», Jour- nal o f Political Economy, vol. 96, 1988, págs. 274-282 y Samuelson, P., «Ricajdo was right!», en Scandinavian Journal o f Economics, vol. 91,1989, págs. 47-62.

15. Véase Minford, Patrick, «Free trade and long wages - still in the general inte­rest», Journal des Econom istes et des Etudes Humaines, vol. 7, n° 1, marzo de 1996, págs. 123-129.

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países avanzados perdieron su capacidad de negociación».16 Varios estu­dios académicos han corroborado esta observación.17

En los países del primer mundo, lo que ha eclipsado el poder del tra­bajo organizado es la combinación sin precedentes de los cambios tecno­lógicos veloces y la libertad global en comercio y movimientos de capital, con la desregulación del mercado de trabajo en las sociedades industria­les avanzadas y el rápido crecimiento de la población en los países en de­sarrollo.

LOS MERCADOS LIBRES GLOBALES Y LA DESAPARICIÓN DE LA SOCIALDEMOCRACIA

Los socialdemócratas de Gran Bretaña y de otros países europeos que imaginan que las economías sociales de mercado con las que están familiarizados pueden reconciliarse con un libre mercado global, no han entendido las nuevas circunstancias en las que se encuentran las socieda­des industriales avanzadas.

Las economías sociales de mercado se desarrollaron en un nicho eco­nómico especial. Su destino es el de ser transformadas o destruidas por la industrialización de Asia y por la entrada a los mercados mundiales de los países poscomunistas.

Las consecuencias de competir con países en los que se ha impuesto un régimen de desregulación, de impuestos bajos y de reducción del Es­tado de bienestar son las de una armonización forzosa a la baja de las po-

16. Pfaff, William, «Job security is disappearing around the world», International H erald Tribune, 8 de julio de 1996, pág. 8.

17. Véase Wood, Adrian, North-South Trade, Employment and Inequality - Chan­ging Fortunes in a Skill-Driven World, Oxford, Clarendon Press, 1994 y «How trade hurts unskilled workers», en Journal o f Economic Perspectives, vol. 9, n° 3, págs. 57-80. Véase también Minford y otros, «The Elixir of Growth», en Snower y de la Dehesa (comps.), Unemployment Policy, Londres, Centre for Economic Policy Research, 1996. Existe un contraargumento que subraya la importancia de los controles a la inmigración como medio por el que los Estados-naciones puedan proteger a sus trabajadores contra la competición globalizada, especialmente en el sector de los servicios no comercializa- bles. Según este punto de vista, la globalización del trabajo estaba más avanzada a fina­les del siglo xix que en la actualidad. Véase Cable, Vincent, Daedalus, vol. 124, n° 2, ju­nio de 1995.

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líricas en los Estados que mantienen economías sociales de mercado. Las políticas que llevan a la desregulación del mercado de trabajo y al recor­te de la asistencia pública se adoptan como estrategias defensivas en res­puesta a políticas aplicadas en otros países. La competición impositiva entre Estados avanzados lleva a agotar las finanzas públicas y hace que el Estado del bienestar resulte económicamente inviable. Como señaló un editorial del Financial Times: «Al erosionar la base de ingresos, la com­petición impositiva puede volverse excesiva [...]. Las guerras de ofertas entre países pueden llegar a socavar la base de ingresos colectiva. Esto aumenta la carga impositiva de las industrias con menor movilidad y del trabajo en relación al capital».18

La rivalidad impositiva es sólo un mecanismo a través del cual, la com­petencia entre los gobiernos por el capital móvil y por las industrias opera reduciendo los beneficios sociales y subiendo los impuestos del trabajo. Las operaciones de los mercados globales de valores reducen o eliminan gran parte de la libertad que los gobiernos de los mercados sociales del mun­do tuvieron en el pasado para proseguir políticas eontracíclicas. Los gobier­nos se ven obligados a volver a una situación prekeynesiana en la que te­nían pocos instrumentos efectivos de gestión macroeconómica. Están condenados a esperar bajadas cíclicas en la actividad económica, cuales­quiera que sean sus costes sociales y económicos.

Al penalizar a los gobiernos que intentan estimular la actividad eco­nómica pidiendo prestado o realizando obras públicas, los mercados los obligan a volver a un mundo prekeynesiano en el que los gobiernos res­pondían a las recesiones con el desastroso recurso deflacionario de reducir los gastos. Así, los mercados de valores del mundo imitan las realizacio­nes del patrón oro, pero lo hacen sin copiar su carácter semiautomático, algo que confería cierto grado de estabilidad a las economías regidas de este modo. Los mercados de valores globales operan en un contexto de in­certidumbre en los mercados, que hace que las subidas y bajadas especu­lativas (como el crash del mercado global de valores de principios de 1994) resulten inevitables. El mecanismo del patrón oro ha sido reempla­zado por los reglamentos de un casino.

Los mercados globales de capital hacen algo más. Vuelven injiable la socialdemocracia. Por socialdemocracia entiendo la combinación de pleno empleo financiado con el déficit, un Estado de bienestar amplio y

18. «Living with tax rivalry», Financial Times, 14 de enero de 1997.

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unas políticas impositivas igualitarias como las que existieron en Gran Bretaña hasta finales de la década de los setenta o como las que sobrevi­vieron en Suecia hasta principios de la de los noventa.

El régimen socialdemócrata implicaba una economía cerrada. Los movimientos de capital estaban limitados por unas tasas de cambio fijas o semifijas. Muchas de las principales políticas de la socialdemocracia no pueden sostenerse en economías abiertas: éste es el caso del pleno em­pleo financiado con el déficit y el de los Estados de bienestar del período de posguerra, así como el de los pactos igualitarios socialdemócratas. Todas las teorías socialdemócratas de la justicia (como la teoría igualita­ria de John Rawls) presuponen una economía cerrada.19

Sólo dentro de un sistema cerrado de distribución podemos saber si los principios de la justicia que dictan esas teorías se satisfacen. En tér­minos más prácticos, sólo en una economía cerrada pueden aplicarse los principios igualitarios. En las economías abiertas se volverán inviables debido a la libertad del capital —incluyendo el «capital humano»— para migrar.

Los regímenes socialdemocráticos suponen que los altos niveles de suministros públicos podrían financiarse sin problemas a partir de los impuestos generales. Esta proposición ya no es válida. Ni siquiera es cier­ta para lo que la teoría económica define como bienes públicos reales. La lógica de la movilidad descontrolada de capital hace que la financiación de bienes públicos se vuelva cada vez más difícil para todos los Estados. Según la manera estándar de concebirlos, los bienes públicos son servi­cios de los que todos disfrutan; no pueden dividirse o partirse y deben pagarse a partir de los impuestos para que no se produzca una cantidad menor a la necesaria. En la literatura técnica sobre teoría económica y ad­ministración pública en la que este punto de vista estándar está presente, los bienes públicos son cosas tales como la ley y el orden, la defensa na­cional y la conservación medioambiental.

La solución clásica para los problemas de financiación y de suminis­tro de bienes públicos es la de la coerción mutuamente aceptada. Todo el mundo está de acuerdo en que se verá beneficiado si se producen bienes públicos. Se resuelve el problema clásico de la trampa de los bienes pú­blicos —la de quienes intentan disfrutar de ellos sin pagar la parte que les

19. Véase una crítica de la teoría de Rawls en mi obra Liberalism s, Londres, Rout- ledge, 1989, capítulo 6.

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corresponde— exigiendo que todos contribuyan a través del sistema im­positivo. Esta solución clásica se derrumba cuando ño se gravan impues­tos sobre el capital móvil y las corporaciones. Si las fuentes de ingresos —capital, empresas e individuos— son libres de emigrar hacia regímenes de bajos impuestos, la coerción mutuamente aceptada no funciona como modo de pagar los bienes públicos. Los tipos y niveles impositivos re­caudados para pagar los bienes públicos en cualquier Estado no pueden superar de manera significativa los de otros Estados comparables en di­versos aspectos.

La movilidad global del capital y la producción en un mundo de economías abiertas ha hecho que las políticas principales de la social- democracia europea resulten inviables.20 Con ello han convertido al actual desempleo masivo en un problema que no tiene una solución sencilla.

Las teorías monetaristas que dominan actualmente los bancos cen­trales de todo el mundo y las instituciones financieras transnacionales niegan que no sea posible alcanzar al mismo tiempo la estabilidad de pre­cios y el pleno empleo. Las credenciales intelectuales de estas doctrinas no son especialmente impresionantes. Parecen presuponer una concep­ción de la vida económica tendente al equilibrio del tipo de la que Key- nes criticó con éxito. En nuestra época, la concepción de la vida econó­mica basada en el equilibrio ha sido revivida de manera anacrónica por las teorías de las «expectativas racionales» que emanan de la Universidad de Chicago. Son unas teorizaciones controvertidas que no cuentan con una aceptación general, ni siquiera entre los economistas de la corriente principal.21

Sin embargo, estas dudosas teorías han inspirado los programas de ajuste estructural del Banco Mundial que, en países tan lejanos como Mé­xico y Nigeria, han conducido a unas depresiones profundas y duraderas de la actividad económica real al intentar alcanzar rectitud fiscal. Los mercados globales de valores simulan estos programas de ajustes estruc­turales e imponen a los países del primer mundo las disciplinas deflacio-

20. He desarrollado este argumento más sistemáticamente en mi monografía A fter SocialDem ocracy, Londres, Demos, 1996, reimpresa como capítulo 2 de m i'b ra End- gam es: Questions in Late Modern Political Thought, Cambridge, Polity Press, 1997.

21. Una crítica potente a las teorías de equilibrio de las «expectativas racionales» está desarrollada en la obra de Shackle, G,, Epistem ics and Economics, Cambridge, Cambridge University Press, 1976.

De cómo los libres mercados globales favorecen las peores clases de capitalismo 119

natías que han fracasado de manera ostensible como medidas de emer­gencia en los países en desarrollo.

Las teorías en las que el equilibrio del mercado se alcanza a partir de las expectativas racionales de los participantes en el mismo no son com­partidas por aquellos que han hecho fortuna gracias a su comprensión de cómo funcionan los mercados en la práctica. George Soros, comentando la teoría económica que subyace a los acuerdos alcanzados en Maas­tricht, según los cuales un nuevo Banco Central Europeo que supervisa­rá una única moneda europea será el encargado de alcanzar el objetivo principal de lograr la estabilidad de los precios, ha comentado: «A todo esto subyace una errónea teoría económica basada en el equilibrio. John Maynard Keynes demostró que el pleno empleo no es el resultado natural del equilibrio de mercado. Para conseguir el pleno empleo, una economía necesita políticas gubernamentales específicamente diseñadas para ese fin [...] la mano invisible no nos dará un equilibrio feliz».22

La conclusión de Soros se aplica con la misma fuerza o más al pro­yecto de establecer un mercado global único autorregulador, que a la propuesta de crear una moneda única europea controlada por un Banco Central Europeo cuya única obligación es la de mantener un nivel de pre­cios estable.

Al desestabilizar a todo gobierno nacional que intente derribar esas doctrinas — como el de François Mitterrand a principios de la década de los ochenta— , los mercados mundiales de valores y de divisas pueden ope­rar de manera que sus predicciones se autoejecuten. Cierran el paso a todo Estado que intente aumentar el empleo mediante una expansión de la ac­tividad económica apoyada en el aumento del déficit. En palabras de Hirst y Thompson:

La cantidad de transacciones a corto plazo en los mercados de cambio internacionales —un billón de dólares diarios— supera en mucho los flujos de comercio exterior y de inversión directa. Esto significa también que los mayores bancos centrales sencillamente no disponen de suficientes reservas (individual o colectivamente) como para defender una tasa de cambio de­terminada si los mercados han decidido que subirá o que bajará. Los acto­res comerciales y los comentaristas tienen, sin duda, prejuicios; impulsan la inflación baja, las políticas básicas basadas en «dinero sano» [...]. Sin duda,

22. Soros, George, «Can Europe work? A plan to rescue the union», Foreign Af- fairs, septiembre-octubre de 1996, vol. 75, n° 5, pág. 9.

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estas políticas inhiben el crecimiento y establecen el interés a corto plazo de las principales instituciones financieras como la sabiduría económica su­prema.23

Durante la década de los ochenta, el mayor Estado-nación, Estados Unidos, pudo llevar a cabo políticas expansionistas de tipo keynesiano cuando emprendió su vasto rearme, pero es dudoso que en las presen­tes circunstancias pudiera intentar hacer algo similar. La experiencia del presidente Clinton a principios de su primera administración, cuan­do los mercados de valores impusieron unas altas tasas de interés como instrumento de disuasión contra una flexibilidad fiscal potencial, le en­señó que incluso el «prestatario de último recurso» mundial es vulne­rable a los juicios del mercado global en lo que respecta a las obligacio­nes públicas.

El largo experimento sueco de pleno empleo, que a principios de los años noventa ya estaba en serias dificultades, debió concluirse debido al poder del mercado de valores global. William Greider ha desacótete caso paradigmático de los mercados globales en acción:

Suecia sintió el embate del mercado en el verano de 1994, cuando los principales compradores internacionales de sus acciones fueron a la huelga, anunciando que dejarían de comprar. Las tasas de interés a largo plazo al­canzaron vertiginosamente las dos cifras, y ese mismo año subieron cuatro puntos, con lo que el precio del dinero pasó a ser el más alto jamás reque­rido por ninguna nación industrial avanzada, excepto Italia. Aunque Sue­cia había elegido un gobierno conservador que estaba decidido a reducir su celebrado Estado del bienestar, el déficit anual aún estaba .por encima del 10 % del PNB y la deuda acumulada del gobierno había crecido de mane­ra explosiva, de un 44% del PNB en 1990 al 95 % en 1995. Para mitigar el boicot de los tenedores de obligaciones, el banco central de Suecia se vio obligado a endurecer aún más la concesión de créditos y el Primer ministro anunció rápidamente los planes gubernamentales de reducir el gasto toda­vía más. Sin embargo, la economía de Suecia —que en una época había sido un modelo de socialdemocracia próspera y estable— estaba ya pro­fundamente afectado, con un desempleo de alrededor del 16 %. Las nue­vas medidas no harían más que empeorar las cosas. En las siguieres elec-

23. Hirst, Paul y Thompson, Grahame, «Globalization», Soundings, vol. 4, otoño de 1996, pág. 58.

De cómo los libres mercados globales favorecen las peores clases de capitalismo 121

dones, los votantes suecos hicieron volver a los socialistas al poder, aunque éstos habrían de enfrentarse al mismo dilema.24

Lo que ocurrió en Suecia tiene implicaciones para las economías so­dales de mercado de todo el mundo. Contrariamente a lo que afirman muchas interpretaciones convencionales, el núcleo del pleno empleo sueco no estaba en las activas políticas de empleo ejercidas por los sucesivos go­biernos socialdemócratas, sino en la voluntad de estos gobiernos de usar al Estado como el empleador de último recurso.25 Eso fue vetado por los mercados de valores. La lección para otros gobiernos comprometidos con el objetivo de evitar el desempleo masivo para mantener la cohesión so­cial es que no podrán hacerlo aplicando políticas que los mercados de va­lores consideren imprudentes desde el punto de vista fiscal.

Los mercados de valores han acabado con las políticas de pleno em­pleo de la posguerra. Ningún gobierno occidental cuenta hoy en día con un sustituto creíble para las políticas que protegieron a las sociedades oc­cidentales contra el desempleo masivo en la era keynesiana. El número de individuos excluidos del acceso al trabajo ha ido creciendo en la ma­yor parte de las sociedades occidentales durante los últimos veinte años o más. Esto ha tenido lugar a pesar del crecimiento económico impor­tante y casi continuado de todos los países avanzados. En la actualidad, no es posible alcanzar el objetivo de lograr el pleno empleo mediante po­líticas socialdemócratas.

Imaginar que las economías sociales de mercado del pasado puedan renovarse y mantenerse intactas bajo las presiones hacia la armonización a la baja que sufren es la más peligrosa de las muchas ilusiones asociadas al mercado global. En realidad, los sistemas sociales de mercado están siendo progresivamente llevados a su autodesmantelamiento, de manera que puedan competir en términos más o menos igualitarios con econo­mías en las que los costes medioambientales, sociales y laborales sean

24. Greider, William, One World, Ready or N ot: The M anic Logic o f G lobal Capita­lism , Nueva York, Simon & Schuster, 1996, pág. 281.

25. El argumento de que fue su voluntad de que el Estado actuara como empleado de último recurso, y no su activa política de empleo, lo que permitió a la Suecia social- demócrata evitar el desempleo generalizado, se desarrolla convincentemente en Free­man, R. B., Swedenborg, B. y Topel, R., Reform ing the Welfare State: Economic Troubles in Sweden’s Welfare State, Estocolmo, Centre for Business and Policy Studies, Occasio­nal Paper n° 69, 1995.

122 Falso amanecer

más bajos. La cuestión a la que se enfrentan las economías sociales de mercado no es la de si pueden sobrevivir con sus instituciones y políti­cas actuales: no pueden. La cuestión es si los ajustes que se necesitan se harán a través de una nueva ola de reformas neoliberales o mediante po­líticas que dirijan a los mercados hacia la satisfacción de las necesidades humanas.

E l lib r e m er c a d o g l o b a l v er su s l o s m er c a d o s so c ia l e s e u r o p eo s

Alemania es el caso test para quienes piensan que los mercados socia­les de la posguerra pueden sobrevivir en un libre mercado global. Las se­ñales no son alentadoras. Las mismas condiciones que lo hicieron tan exi­toso durante las décadas posteriores a la segunda guerra mundial están actuando en detrimento del modelo alemán actual. El modelo alemán de la posguerra tenía dos piedras angulares: un Estado del biengsta£ genera­lizado y unas corporaciones empresariales en Tas que el interés de una se­rie de accionistas estaba representado en los órganos de gobierno de las empresas. Esas dos piedras angulares han sido sacudidas por el entorno competitivo en el que Alemania se encuentra desde la reunificación.

Quienes apoyan el «modelo del Rin» del capitalismo alemán no han entendido que el nicho que lo protegía de la competencia en el que el mercado social alemán se desarrolló desapareció con la reunificación de Europa, la industrialización de Asia y las nuevas presiones que impulsan a la desregulación competitiva. Michel Albert percibe claramente que la rivalidad económica que domina actualmente el mundo es el capitalismo contra el capitalismo,26 y sin embargo no consigue aprehender su lógica. Reconoce que la internacionalización de los mercados financieros y el crecimiento del comercio mundial están implicados en las dificultades del modelo del Rin, pero todavía espera que la «liebre estadounidense» sea superada por la «tortuga del Rin», por más que reconoce la posibili­dad de que el mal capitalismo expulse al bueno.27

La economía social de mercado alemana difiere fundamental y radi­calmente del capitalismo de libre mercado estadounidense. Contede de­recho de voto a las partes interesadas —empleados, comunidades loca­

26. Albert, Michel, Capitalism A gainst Capitalism , Londres, Whurr Publishers, 1993.27. Albert, op. tit., pag. 191.

De cómo los libres mercados globales favorecen las peores clases de capitalismo 123

les, banqueros, a veces proveedores y clientes— en los órganos de go­bierno de la empresa. Los trabajadores de las grandes compañías (de más de ochocientos empleados) tienen representación asegurada en los órganos de control junto a los representantes de accionistas y otras partes interesadas. La dispersión de poder entre una buena cantidad de personas en el sistema alemán es fundamental para explicar los ba­jos niveles de desigualdad económica en comparación con las economías anglosajonas.

El capitalismo alemán otorga un peso mucho menor a los beneficios que ninguna otra economía de libre mercado. Los mercados de valores y las adquisiciones hostiles no son sus elementos fundamentales. Una bue­na cantidad de empresas, incluyendo compañías de tamaño grande y me­dio, siguen siendo de propiedad familiar. De la misma manera, el merca­do de trabajo alemán contrasta profundamente con el de Estados Unidos y con los que siguen el modelo estadounidense (como Gran Bretaña); los salarios se fijan a través de negociaciones colectivas en las que participa todo el sector implicado y los puestos de trabajo son muy seguros.

En Alemania, la cultura de «tala y quema» y de empleo temporal que hizo posibles las reestructuraciones empresariales de principios de los noventa en Estados Unidos es inaudita o se rechaza. Si los trabaja­dores alemanes pierden su empleo, cobran un seguro de desempleo de alrededor de dos tercios de su salario (los británicos cobran alrededor de un tercio y en EE.UU. se cobra todavía menos). En los mercados so­ciales alemanes, el tratamiento del trabajo como una mercancía comer - cializable es un fenómeno muy limitado. El presidente de la Siemens, la compañía electrónica estrella de Alemania, Heinrich von Pierer, declaró: «El principio de “contrata y despide” no existe aquí y no quiero que exis-

1 0ta nunca».

Estas características de la economía alemana surgen de un viejo con­senso cultural y político en cuanto a la forma que debe darse a los mer­cados. Están diseñados para proteger y para impulsar la cohesión social y también para promover la eficiencia económica. Este consenso econó- 28

28. Información proveniente de Goodhart, David, The Reshaping o f the German Social M arket, Londres, Institute of Public Policy Research, pág. 22. Véase también Ca- dot, Olivier y Blime, Pierre, Can Industrial Europe be Saved?, Londres, Centre for Eu­ropean Reform, 1996, donde se hace una cuidadosa evaluación de la situación y pers­pectivas de la industria europea.

124 Falso amanecer

mico es fundamental para la cultura política liberal democrática que Ale­mania ha construido desde la segunda guerra mundial. Aunque no es previsible que ésta se abandone, tampoco puede renovarse a sí misma si no se emprenden reformas de largo alcance.

La filosofía económica que el modelo alemán encarna (la filosofía del ordoliberalismo)29 considera que las libertades de los mercados son pro­ductos legales y sociales, no derechos humanos fundamentales. Concibe la economía de mercado no como un estado de libertad natural producido por la desregulación sino como una institución sutil y compleja que ne­cesita de reformas recurrentes para mantenerse en buen estado. Según esta filosofía económica, las economías de mercado no son entidades au­tónomas sino extensiones de instituciones nucleares como la comunidad local o el Estado democrático.

El modelo alemán que conocemos fue inaugurado por Ludwig Er­hard como una materialización del ordoliberalismo. La filosofía econó­mica —llamada a veces «escuela de Friburgo»— nunca desapareció por completo en Alemania, pese a la emigración'forzosa de muchos de sus exponentes durante el período nazi. Erhard lanzó la liberalización eco­nómica alemana desafiando las políticas orientadas hacia la planificación de la ocupación aliada y de la ideología del laissez-faire. Probablemente, la liberalización económica de la Alemania de posguerra debió poco a la influencia de los aliados.30

La economía de mercado tal como la filosofía ordoliberal la concibe está profundamente imbricada en la cultura alemana de posguerra. ¿Por qué una institución social civilizada y exitosa habría de ser intercambia­da por la inseguridad endémica, las divisiones sociales y la multiplicación de ghettos del libre mercado estadounidense? En palabras de David Good- hart: «El modelo estadounidense ha producido un país dinámico y vital que abre sus puertas a muchos de los individuos más pobres de la tierra. Pero si fuera posible elegir de manera libre e informada, ¿dónde elegiría

29. He analizado la filosofía ordoliberal de manera más sistemática y extensa en mi monografía, The Postcommunist Societies in Transition: a Social M arket Perspective, Lon­dres, Social Market Foundation, 1994, reimpresa como capítulo 5 de mi ob^a Enligh­tenment’s Wake, Londres, Routledge, 1995.

30. Se ha sostenido que quienes aconsejaron a Erhard que lanzara la liberalización económica de Alemania fueron dos consejeros económicos aliados, Karl Bode y E. F. Schumacher (este último, autor de la obra Sm all is Beautiful). Véase Ascherson, Neal, «When Soros debunks capitalism», Independent on Sunday, 2 de febrero de 1997, pág. 22.

nacer la mayor parte de la gente si no supieran a qué clase o grupo étni­co habrían de pertenecer, en Detroit o en Colonia?».31

Sin embargo, es imposible que un modelo alemán renovado asuma una forma parecida a la del modelo alemán de la posguerra. Los grandes errores políticos que se cometieron en el proceso de la reunificación ale­mana sólo explican parcialmente esta imposibilidad. El nivel de paridad en el que las monedas de Alemania oriental y occidental se fusionaron fue un error fundamental. El gobierno y la clase empresarial germano-oc­cidental no estaban preparados para una Alemania oriental tan semejan­te a las demás economías de Europa del Este: en su mayor parte derro­chadoras, contaminadas y con tecnología arcaica. Una evaluación más realista del deterioro germano-oriental podría haber evitado esos errores políticos a Alemania occidental.

Algunos de los costes de la unificación eran inevitables. Alemania oc­cidental no pudo evitar asumir las obligaciones de la seguridad social ger­mano-oriental: era un imperativo de la constitución alemana. Pero esto alimentó la crisis fiscal alemana, lenta aunque explosiva, provocada por la falta de fondos para el sistema de pensiones.

Una vez que todo esto se ha tomado en cuenta, hay algo que queda claro: ningún otro país, excepto quizá Japón, podría haber soportado y mantenido esa absorción de una economía en bancarrota que tuvo lugar en el proceso de unificación. Desde luego, ninguno de los Estados an­glosajones podrían haber empezado siquiera a hacer algo así.

Algunos de los problemas de la economía alemana se deben al es­fuerzo de cumplir con las condiciones fiscales altamente deflacionarias del tratado de Maastricht. La enorme importancia que el canciller Kohl otorgó al objetivo de la moneda única europea condujo a políticas que llevaron al estrangulamiento de la demanda en la economía. Si el proyec­to de la moneda única se derrumba, puede esperarse que esas políticas se abandonen.

Las causas más profundas de las actuales dificultades del mercado social alemán tienen que ver con el mundo en el que una Europa unifica­da debe vivir. La unificación europea ha permitido la entrada de cientos de millones de trabajadores en los mercados mundiales. Sus altos niveles educativos y sus bajos salarios los vuelven atractivos para las corporacio­nes multinacionales y los inversores internacionales. Este nuevo entorno

De cómo los libres mercados globales favorecen las peores clases de capitalismo 125

31. Goodhart, David, op. cit., pág. 80.

126 Falso amanecer

competitivo deshace inevitablemente la red de acuerdos salariales, con­diciones de trabajo y empleo seguro que sostenían al modelo alemán.

Aunque ninguna compañía alemana ha emulado la práctica estadou­nidense ni reubicado todas sus instalaciones en el Este poscomunista, las compañías alemanas están trasladando de manera constante parte de su producción a la República Checa, Polonia y otros países de Europa oriental. Cuando el número de trabajadores empleados por compañías alemanas en el extranjero alcance proporciones semejantes al de las com­pañías estadounidenses, británicas y holandesas, las empresas alemanas se verán en dificultades para mantener las relaciones participativas que tenían en el pasado.

En algún momento, en la vida de las empresas alemanas las relacio­nes sociales entre las partes interesadas perderán importancia. La fuer­za centrípeta de las diferencias salariales en una Europa unificada desata­rá los nudos de la confianza y de la costumbre que unían a las empresas como instituciones sociales en el mercado social alemán de l|t posgue­rra. Es probable que las desigualdades económicas aumenten a rftedida que las relaciones entre las partes interesadas pierdan centralidad. Un rasgo fundamental del mercado social de la posguerra —su efecto com­presor sobre las desigualdades de renta y riqueza— correrá el riesgo de desaparecer.

La expansión de las empresas alemanas en el extranjero lleva inevita­blemente a que su papel en la sociedad alemana cambie. En 1997, la Sie­mens esperaba eliminar seis mil puestos de trabajo en Alemania, aumen­tando al mismo tiempo su producción en el extranjero. En 1999, tendrá más empleados en el extranjero que en Alemania. Esta expansión inter­nacional aumenta la necesidad que tiene la Siemens de capital extranje­ro. Como reconoció su presidente Heinrich von Pierer, citado antes en su calidad de opositor al «emplea y despide» anglosajón: «Participamos en una competencia global por el crédito y por el capital de inversión».32 Otras empresas alemanas, como por ejemplo Hoechst, la compañía de productos farmacéuticos o Thyssen, la acería, han-tomado medidas para elevar rápidamente sus beneficios y los precios de sus acciones.

La competición global por el capital de inversión lleva a dar uij peso mayor a las acciones en las políticas corporativas, pero debilita el com­promiso de la compañía hacia otras partes interesadas.

32. Entrevista en The European, 16 de enero de 1997, pág. 28.

De cómo los libres mercados globales favorecen las peores clases de capitalismo 127

Un mercado social empieza a desmoronarse cuando las relaciones empresariales que se han mantenido durante mucho tiempo y que están basadas en la confianza se convierten en transacciones contractuales a corto plazo. Hay muchos signos de que este desmoronamiento se está produciendo actualmente en Alemania. En los tratos con sus proveedo­res, las grandes compañías son más propensas a centrarse en reducciones de costes a corto plazo que en el mantenimiento de relaciones estables a largo plazo. Muchas compañías están diseñando estrategias para flexibi- lizar a la baja los costes laborales. La contratación de un ejecutivo de la General Motors responsable de la reducción de costes para gestionar la sección de adquisiciones de la Volkswagen en 1993 fue un momento simbólico en la lenta metamorfosis del mercado social en Alemania. Igual­mente sintomático es el hecho de que dos de las cuatro adquisiciones hostiles de la posguerra de Alemania hayan tenido lugar en los últimos seis años.

Nada de esto significa que el mercado social alemán vaya a asimilar el modelo estadounidense. Lo impedirá el complejo sistema alemán de hol­dings cruzados, así como el carácter coparticipativo de las instituciones. Estas limitaciones a la política empresarial contrarrestarán el creciente poder de los intereses de los accionistas. Los mercados de capitales no ob­tendrán en la economía alemana el poder que han conseguido en el capita­lismo estadounidense (y en el británico). Las compañías alemanas no se convertirán en unas corporaciones virtuales y huecas cuyas funciones prin­cipales sean las de recaudar cuentas y distribuir beneficios, pero ya están en un camino que lleva a la transformación del mercado social tal como se ha conocido durante toda una generación en la Alemania de posguerra.

No obstante, el mercado social alemán no está a punto de colapsar- se: cuenta con demasiados recursos y tiene demasiada legitimidad políti­ca como para ello. Hay muchos ajustes que pueden hacerse para adap­tarlo a las nuevas circunstancias competitivas en las que se encuentra. Las compañías alemanas están bien equipadas para emprender una estrategia de «especialización flexible» en la que los métodos tradicionales de pro­ducción de masas se reemplacen por el uso versátil de una fuerza de tra­bajo muy especializada que produzca bienes más diversificados y hechos a medida.33 La «clase media» de compañías pequeñas y medianas alema-

33. Sobre la «especialización flexible» en Alemania, véase Goodhart, David, op. cit., págs. 59-62.

128 Falso amanecer

ñas, a menudo de propiedad familiar y a veces de más de un siglo de an­tigüedad, es fuerte e innovadora. Los medios de investigación y desarro­llo con que cuentan las empresas alemanas siguen siendo ejemplares.

Es erróneo pensar que la única manera en que el capitalismo alemán puede evolucionar hacia una mayor flexibilidad sea emulando las prácti­cas estadounidenses, en las que la flexibilidad va mano a mano con la in­seguridad profesional. El acuerdo histórico de principios de 1997 entre el sindicato metalúrgico IG Metall, uno de los mayores sindicatos de Ale­mania, y la dirección de la Osram muestra hasta qué punto el modelo ale­mán puede responder a la intensificación de la competición global. La Osram estaba estudiando planes de transferir la nueva línea de produc­ción de Alemania a un emplazamiento en Italia, donde los costes labora­les son un 40 % inferiores. Según un informe de la DIHT, la organización que agrupa a las cámaras de industria y comercio alemanas, el 28 % de los fabricantes germano-occidentales estaba considerando proyectos si­milares para los tres años siguientes, y casi dos terceras parpes de ellos citaban como razón principal los costes laborales. La realidad déla agu­dizada competición mundial está clara para la Osram. Las tres cuartas partes de sus empleados trabajan fuera de Alemania y el 90 % de sus ven­tas corresponde a clientes extranjeros. La compañía estudia constan­temente el emplazamiento de su producción. En estas circunstancias, el sindicato se mostró dispuesto a firmar un acuerdo que incrementara la flexibilidad de los tumos para alargar la semana laboral. Es más que pro­bable que éste y otros sindicatos lleguen a acuerdos similares y de mayor alcance en el futuro cercano y a medio plazo.34

Esos acuerdos demuestran las posibilidades que tiene el mercado social alemán de adaptarse a la competencia del mercado global sin abandonar las prácticas que lo diferencian del libre mercado estadou­nidense. Sin embargo, ninguno de los ajustes que el mercado social ale­mán pueda hacer para explotar sus ventajas comparativas impedirá que tenga lugar la metamorfosis que ya se está produciendo. La lógica de los bajos costes de trabajo en la Europa poscomunista, junto a la movi­lidad de la producción alemana, lleva a que lo que acabe surgiendo del flujo actual difiera tanto del modelo alemán de posguerra comq|del li­bre mercado.

34. Sobre el acuerdo sindical entre la Osram e IG Metall, véase Marsh, Peter, «A shift to flexibility», Financial Times, 21 de febrero de 1997, pág. 14.

No hay posibilidades de que el modelo alemán se convierta en un ©odelo para las economías de la Unión Europea. En una UE posterior a la guerra fría y ampliada que incluya algunos Estados poscomunistas jun­to a la Gran Bretaña posthatcherista, las culturas económicas y las cir­cunstancias de los Estados miembros de la UE son demasiado diversas. El proyecto socialdemócrata de extender el capitalismo del Rin más allá de los países de la Unión Europea es un anacronismo.

La Unión Europea no puede aislarse de las presiones de la desre­gulación competitiva. Un «keynesianismo continental»35intentaría rein­ventar un régimen socialdemócrata que ha dejado de ser viable a nivel de cualquier Estado-nación o de una Europa transnacional. Sin embar­go, ni siquiera una Europa mucho más integrada y equipada con una moneda única y una política fiscal podría escapar a las consecuencias de la competencia de fuerzas de trabajo muy educadas y con bajos sala­rios que la reunificación europea y la industrialización de Asia le han impuesto.

Las políticas monetarias y fiscales de la UE que se consideren dema­siado laxas darán lugar a represalias por parte de los mercados globales. Unos mercados de divisas mundiales no regulados con alergia crónica a las políticas de creación de puestos de trabajo a través de empréstitos pú­blicos venderán la moneda europea y provocarán una crisis. Si la UE aplica políticas contracíclicas que se consideren demasiado expansionis- tas, los valores de la UE caerán en los mercados mundiales. En conse­cuencia, los tipos de interés y el desempleo aumentarán.

Incluso una economía tan amplia y variada como la de la UE no pue­de esperar eludir las limitaciones de la competencia del mercado global impuestas por capitales y compañías sin raíces. Una Unión Europea inte­grada económicamente no podrá resistirse a los mercados mundiales en mayor medida que Estados Unidos. El keynesianismo continental es un callejón sin salida.

La socialdemocracia europea ha sido eliminada de la agenda de la his­toria. Pero eso no significa que el capitalismo alemán esté acabado; al con­trario, tenga o no tenga éxito el proyecto de la moneda única europea, Ale­mania volverá a convertirse en lo que era hace cien años, en una de las mayores potencias económicas del mundo, orientándose hacia el Este para ampliar su influencia económica.

De cómo los libres mercados globales favorecen las peores clases de capitalismo 129

35. Hirst y Thompson, Soundings, op. cit.

130 Falso amanecer

En el próximo siglo, el capitalismo alemán tendrá mucha fuerza, pero sólo la ejercerá por completo tras un período de reforma profunda y traumática.

La crisis de las economías sociales de mercado europeas es profunda. Aunque intenten apuntalar las estructuras endebles que han heredado, de todos modos sufrirán muchos de los peores desórdenes del capitalis­mo global. No es posible escapar a los males del capitalismo desordena­do mediante políticas que intenten renovar las economías sociales de mercado de la era de la posguerra.

Capítulo 5

ESTADOS UNIDOS Y LA UTOPÍA D EL CAPITALISMO GLOBAL

E stados Unidos está particularm ente m al equipado para e l papel que se ha autoasignado. E l optim ism o doctrinario de las creencias populares estadounidenses, evidente en todos los niveles oficiales de la sociedad, es un optim ism o que la nación desarrolló y ha conseguido m antener desde 1865 gracias a una prosperidad generalizada y a l aislam iento nacional. D ebido a esas circunstancias fortu itas, E stados U nidos se ha convertido hoy en una sociedad en la que, m ediante una alquim ia poderosam ente op­tim ista, se consigue transform ar el pesim ism o profètico del judaism o y las im posiciones de ascetism o, hum ildad y caridad con autosacrificio del cris­tianism o, en los consuelos sentim entales y vulgares de una burguesía [...]. E sos fenóm enos [...] están íntegram ente vinculados a la política interna­cional de Estados Unidos, la cual considera posible — e incluso inm inen­te— que se produzca un cam bio fundam ental en las instituciones y en el com portam iento de la hum anidad en general. Son signos d el continuado y (sin em bargo) invencible aislam iento de la civilización estadounidense de las principales experiencias de la historia y d é la política occidental mo­derna. Ponen en evidencia su aislam iento nacional de la percepción de la tragedia y desolación hum anas, o de la irracionalidad y perversidad. O, en un sentido m ás profundo, m uestran que Estados Unidos ha dejado de per­cibirlas.

Edmund Stillman y William Pfaff1

El laissez-faire global es un proyecto estadounidense, pero Estados Unidos no ha sido siempre partidario de un libre mercado mundial. Du­rante gran parte de su historia alimentó el sentimiento de tener una misión única en el mundo aislándose de éste. Estados Unidos ha representado el papel —en la línea de Thomas Jefferson— de «la gran esperanza del mun­do», pero sólo en los últimos tiempos esa esperanza ha sido equiparada con el alcance universal de los libre mercados.

Un libre mercado global corresponde al proyecto de la Ilustración de lograr una civilización universal y está patrocinado por el último gran ré­gimen ilustrado: Estados Unidos es el único país militantemente com- 1

1. Stillman, Edmund y Pfaff, William, The Politics ofH ysteria: The Sources ofTwen- tieth Century Conflict, Londres, Víctor Gollancz, 1964, págs. 222-223.

132 Falso amanecer

prometido con el proyecto de la Ilustración que qued^ en el mundo. Al mismo tiempo, debido a la fuerza y a la profundidad de los movimientos fundamentalistas allí asentados, frustra cualquier esperanza de moderni­dad de la Ilustración.

Casi todos los Estados contemporáneos profesan lealtad hacia algu­nos de los ideales de la Ilustración europea. Casi todos son signatarios de la Declaración de los Derechos Humanos de la ONU. Esta declaración fue un producto de la segunda guerra mundial, en la que los aliados se unieron contra un Estado nazi que desdeñaba la Ilustración y todas sus obras, desplegando al mismo tiempo una tecnología moderna al servicio de la esclavitud racial y de un genocidio especialmente terrible. La des­trucción del régimen nazi por parte de los aliados dio al credo de la Ilus­tración otro impulso vital en una civilización universal emergente. El resultado más significativo del desmoronamiento del pacto global de posguerra es el rechazo, en gran parte del mundo, de este ideal de la Ilustración. ^ f ^

En China, Malasia y Singapur, en Egipto, Argelia e Irán, en la Rusia poscomunista y en parte de los Balcanes, en Turquía y en la India, el fin de la guerra fría ha dado rienda suelta a unos poderosos movimientos po­líticos que rechazan todas las ideologías occidentalizadoras. El porvenir del régimen occidentalizador más antiguo del siglo, el de la Turquía de Ataturk, es incierto, dados los movimientos islámicos que surgen en su seno y que desafían a las instituciones laicas y occidentalizantes.

Los países europeos, especialmente Francia, reconocen su lealtad a los valores de la Ilustración, pero este reconocimiento se matiza con la concien­cia de las abrumadoras diferencias que existen entre las culturas y con el reconocimiento de que la supremacía europea que la Ilustración daba por sentada se ha ido para no volver. La mayor parte de los países eu­ropeos han sido parcialmente configurados por el pensamiento de la Ilus­tración, pero todos ellos son actualmente culturas postilustradas.

Sólo en Estados Unidos se mantiene vivo el proyecto ilustrado de la civilización global como credo político. Durante la guerra fría, este credo de la Ilustración era encarnado por el anticomunismo; en la era posco­munista, impulsa el proyecto estadounidense de construir un lib̂ fe mer­cado global.

Los alrededor de cuarenta años que siguieron al fin de la segunda guerra mundial fueron absorbidos por el conflicto global entre dos ideo­logías de la Ilustración: el liberalismo y el marxismo soviético. Ambas doc­

Estados Unidos y la utopía del capitalismo global 133

trinas emanan del propio núcleo de la «civilización occidental». Tanto el marxismo clásico como el comunismo soviético fueron florecimientos tardíos de antiguas tradiciones occidentales. Sus fundadores estaban en lo cierto al considerarse herederos de una tradición que incluía las teorías económicas clásicas de Adam Smith y David Ricardo y las filosofías de Hegel y de Aristóteles. El conflicto entre el comunismo soviético y la de­mocracia liberal no fue un choque entre Occidente y el resto del mundo. Fue una pelea familiar entre ideologías occidentales.

El colapso soviético no fue una victoria de «Occidente» sobre uno de sus enemigos sino la ruina del más ambicioso régimen occidentalizante del mundo. Su resultado no ha sido el de la aceptación en todos los paí­ses de las instituciones y valores occidentales, sino el regreso de Rusia a todas las ambigüedades históricas de su relación con Europa y el mundo.

El mundo que está surgiendo del fin de la guerra fría no puede verse con claridad a través de la lente de una filosofía de la Ilustración. Un país cuyas políticas estén basadas en las esperanzas de la Ilustración verá sus ex­pectativas frustradas una y otra vez. No estará preparado para el regreso de la historia al mundo de la postilustración.

El principal problema al que Estados Unidos se enfrenta en la actua­lidad es que sus instituciones y políticas están basadas en una ideología de principios de la era moderna que tiene poca vigencia en las condicio­nes tardomodemas actuales. Puede que este problema resulte imposible de resolver.

El resurgimiento de religiones, de viejas enemistades étnicas y de ri­validades territoriales, así como el uso de las nuevas tecnologías para hacer la guerra y no para crear riqueza, no está muy de acuerdo con las expec­tativas de la Ilustración sobre la secularización y la propagación de la paz a través del comercio. Más bien revelan un retorno a las fuentes clásicas de los conflictos políticos y militares entre y dentro de los Estados.

Según las ideologías de la Ilustración, tanto las liberales como las marxistas, esos conflictos no son endémicos a la condición humana sino fases en el desarrollo del progreso humano.

Los neoconservadores que mantienen que los Estados democráticos capitalistas son la única forma legítima de gobierno, y que esos gobier­nos nunca irán a la guerra entre sí, están tan cautivados con la ilusión de que es posible trascender las fuentes históricas del conflicto humano como el marxista más corriente. Con ello repudian las prácticas tradi­cionales de la diplomacia, con la que se intentaba contener y moderar las

134 Falso amanecer

fuentes de los conflictos destructivos sin concebir la posibilidad de su erradicación.

El resurgimiento de la etnicidad, el territorio y la región como fuer­zas decisivas de la guerra y de la política convierten en una parodia a cualquier diplomacia que se base en ideas de la Ilustración tales como las de homo economicus o civilización universal. Quienes mantienen la con­vicción de que la modernidad mundial erradicará estas fuerzas, obvia­mente no se han preguntado por qué la liberalización económica y el fun- damentalismo religioso suelen ir juntos tan a menudo.

Igual que la de la ex Unión Soviética, la política exterior estadouni­dense se ha basado en unas expectativas propias de la Ilustración más que en la comprensión de los intereses nacionales. La guerra fría fue un conflicto entre variantes opuestas del mismo proyecto de la Ilustración. En el mundo tardomoderno de la postilustracíón en el que Estados Uni­dos está obligado a vivir, una política exterior fundada en esas ideas uni­versalistas tendrá poca influencia sobre los hechos. f

Como Henry Kissinger ha observado concisamente: «Una definición clara del interés nacional ha de ser una guía igualmente fundamental para la política estadounidense».2 Si la política exterior de Estados Unidos si­gue estando guiada por la creencia en que las fuentes históricas de los conflictos se están desvaneciendo, quedará sin timón en este mundo que está surgiendo tras la Ilustración.

Estados Unidos no está recorriendo un camino que todas las demás sociedades seguirán, sino que se está desvinculando de otras culturas «oc­cidentales» debido a lo extremado de su experimento en ingeniería social de libre mercado y a la intensidad de los movimientos fundamentalistas que ese experimento está haciendo surgir.

Como ocurre en otros países, los movimientos fundamentalistas son una respuesta de la sociedad estadounidense a la negligencia con que un sistema económico radicalmente modernista la está tratando.

E l a s c e n d ie n t e n e o c o n se r v a d o r e n E st a d o s U n id o s

La filosofía económica del libre mercado no se ha visto desafiada en Estados Unidos por ningún reto serio desde la década de los ochenta. En

2. Kissinger, Henry, Dtplomacy, Nueva York, Simón & Schuster, 1994, pág. 811.

Estados Unidos y la utopía del capitalismo global 135

esa época, la ortodoxia del libre mercado estableció su ascendiente sobre la cultura pública estadounidense; quedó atrincherada por los aconteci­mientos de 1989, con la caída del Muro de Berlín y la fase final del co­lapso del régimen soviético.

El colapso soviético dio un nuevo aliento vital a la desfalleciente con­vicción estadounidense de que el país encarnaba la edad moderna en una medida superior que cualquier otro país. El «declinismo» —la per­cepción de que el poder y la prosperidad de Estados Unidos se esta­ban apagando— quedó eliminado. El mundo parecía estar convergien­do hacia los valores e instituciones estadounidenses. Desde entonces, la modernidad, el libre mercado y el alcance universal de sus instituciones se han convertido virtualmente en sinónimos en la mente pública esta­dounidense.

El proyecto actual de construir un único mercado global es la misión universal estadounidense captada por su ascendiente neoconservador. El utopismo de mercado ha conseguido con éxito apropiarse del credo que Estados Unidos es un país único, el modelo de una civilización universal que todas las sociedades están destinadas a emular.

Anteriormente, en este mismo siglo, la tradición mesiánica estadou­nidense tuvo una expresión noble y generosa en el liberalismo roosevel- tiano que ayudó a derrotar al nazismo en Europa. Actualmente, el libre mercado ha desplazado a esta tradición liberal estadounidense y ha avan­zado mucho en su objetivo de convertirse en la religión civil extraoficial de Estados Unidos.

El ascendiente del libre mercado en el reciente discurso estadouni­dense es un fenómeno muy notorio. Ha deslegitimado el liberalismo en la cultura pública estadounidense. Ser percibido como liberal resulta políticamente incorrecto. Las opiniones liberales en Estados Unidos de hoy son la voz de una minoría asediada; los liberales estadounidenses han sido reducidos a la marginalidad a través de una estrategia conser­vadora en la que el liberalismo ha sido representado como una ortodo­xia atrincherada.

Sin embargo, el liberalismo es dominante en Estados Unidos sólo en el sentido de que ha dejado de existir una filosofía auténticamente con­servadora. Las elegantes apologías a la imperfección de Santayana y de Lippmann, de Mencken y de Voegelin son apenas recuerdos históricos en un momento en el que los conservadores se han convertido en unos violentos evangelistas del capitalismo global. En la actualidad, el conser­

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vadurismo estadounidense es una especie excéntrica y sectaria de la ideo­logía de la Ilustración, del libertarismo del siglo xix.

La estrategia de la derecha para mejorar su ascendiente sobre la opi­nión pública estadounidense en los años ochenta no era complicada. Buscaba la identificación de sus instituciones con el libre mercado. La historia de Estados Unidos difícilmente permite una ecuación tan clara; igual que Inglaterra, adoptó una versión temprana de laissez-faire en su vida económica interna durante el siglo XIX. A diferencia del caso inglés, el libre mercado de Estados Unidos se parapetó en el proteccionismo y, hasta el fin de la guerra civil, en la esclavitud.

El gobierno de Estados Unidos nunca observó la regla de no in­terferencia en la vida económica. Las bases de la prosperidad estadou­nidense estaban protegidas por los muros de los elevados aranceles; el gobierno federal y el estatal participaron activamente en la construc­ción de vías férreas y autopistas; el ensanchamiento hacia el Oeste tuvo lugar gracias a todo un arsenal de subsidios gubernamentales. Fuera de la esfera económica, el gobierno estadounidense era, con su perse­cución de la virtud, más intrusivo en la libertad personal que ningún otro país occidental moderno; ninguno de ellos, por ejemplo, ha in­tentado imponer la Prohibición. Describir Estados Unidos como un país con una historia de gobierno mínimo requiere un considerable esfuer­zo de imaginación.

Sin embargo, el capitalismo sin restricciones de Estados Unidos ante­rior a la primera guerra mundial intentó demostrar su legitimidad invo­cando una filosofía económica de laissez-faire y una doctrina minimalista de gobierno. Esas concepciones se desplegaban a menudo para atacar a los reformistas progresivos rompemonopolios de la generación posterior y defender los muchos monopolios establecidos en el siglo XIX como un resultado natural de la competencia descontrolada. La edad de oro del laissez-faire estadounidense es un mito histórico, pero el uso que se hace de él para apoyar el libre mercado estadounidense actual tiene muchos precedentes históricos.

Según el mito fundador de Estados Unidos, la constitución encarna . unos principios que son intemporales y universalmente válidos. Eqjesta mitología, Estados Unidos no es un régimen concreto que ha surgido en determinadas circunstancias y que desaparecerá en algún momento, sino la encamación de unas verdades universales cuyo futuro está asegurado por la historia.

Estados Unidos y la utopía del capitalismo global 137

En el pensamiento de la derecha, que durante las dos últimas déca­das ha tenido una importancia ascendente,3 los principios universales de los padres fundadores, la afirmación estadounidense de modernidad ejemplar y las instituciones del libre mercado se han asimilado entre sí. La consecuencia de ello ha sido que la expansión del Ubre mercado se ha descrito como la piedra angular de la modernidad y se la ha identificado con la extensión de los valores estadounidenses.

Si la autoridad de las instituciones estadounidenses es universal y si el libre mercado es una institución central, el ámbito del libre mercado estadounidense debe ser global. Los libres mercados no se entienden sim­plemente como una determinada manera de organizar una economía de mercado, con su propia mezcla de ventajas e inconvenientes, sino como un imperativo de la libertad humana en todas partes.

En esta versión de la derecha del «credo estadounidense», se ha lle­vado a cabo discretamente una inversión surrealista de la historia. El dogma de que los libres mercados son los mecanismos de creación de ri­queza más eficaces no se aplica al capitalismo actualmente existente en casi ningún aspecto. En las economías emergentes más exitosas del mun­do, la modernización no ha significado la adopción de los libres merca­dos al estilo del estadounidense sino que ha conllevado una intervención estatal continuada a gran escala.

Para los países recientemente industrializados más exitosos — Singa- pur, Malasia, Taiwán, Japón y actualmente China— , la adopción de los li­bres mercados llevaría a imitar una etapa de desarrollo a la que Estados Unidos llegó en los primeros años de la era moderna. Para estos países asiáticos, la adopción de libres mercados equivaldría a una retirada del mundo tardomoderno. De hecho, ninguno de ellos ha intentado emular el libre mercado estadounidense, y ninguno de ellos lo hará nunca.

La ideología del libre mercado que Estados Unidos está propagando en la actualidad no es —excepto, y de una manera perversa y paradójica, en el propio Estados Unidos— un vehículo de modernización, sino una re­liquia de la Ilustración del siglo xvn. Pertenece al mundo de John Locke, no al nuestro. Su afirmación de los derechos humanos universales enraiza­da en los dictados de una deidad cristiana, su insistencia en que las cos­

3. Véase una explicación bien fundamentada sobre el ascendiente conservador en Estados Unidos en Hodgson, Godfrey, The World Turned Right Side Up: A History o f the Conservative Ascendancy in America, Boston y Nueva York, Houghton Mifflin, 1996.

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tumbres estadounidenses son un dictado del derecho natural, así como su sistema de gobierno limitado y propiedad privada, son beatitudes adantis- tas que enmascaran el mundo plural en el que Estados Unidos debe vivir.

Esta arcaica visión del mundo tampoco casa con la hibridez creativa de la vida estadounidense. Como muchos elementos del discurso contem­poráneo estadounidense, la concepción del Ubre mercado encarna una herencia cultural que se contrapone a las fuerzas más poderosas e inno­vadoras del mundo de hoy.

Sería erróneo tomar la filosofía económica del Ubre mercado a pies jun- tillas e interpretar que su efecto es el de hacer retroceder en el tiempo a Es­tados Unidos. En la práctica, la construcción del Ubre mercado en Estados Unidos de finales del siglo XX está lejos de ser un ejercicio de nostalgia. Es un tour de forcé de alta modernidad. Liberar los mercados no es un proyec­to conservador sino el programa de una contrarrevolución económica y cul­tural. En Estados Unidos, como en el resto del mundo, el fundamentalismo no es el regreso a la tradición. Es una exacerbación de la modernidad.

La remodelación de la sociedad estadounidense para ad ap tarla los imperativos del Ubre mercado, algo que ha involucrado el uso del poder corporativo y del gobierno federal, ha dado lugar a unos niveles de desi­gualdad económica que no se conocían desde la década de los veinte, mucho más importantes que los de cualquier otra sociedad industrial avanzada actual. Esa remodelación ha incluido un experimento de en­carcelación masiva, junto con una retirada de las clases altas a urbaniza­ciones valladas que ha causado en Estados Unidos una división social mucho mayor que la de algunos países latinoamericanos, como Argenti­na o Chile. Ha desplegado, asimismo, unas poUticas sociales destinadas a proteger valores familiares que las fuerzas del mercado ya han destruido. Ha ido a la par con una cruzada nativista contra el «relativismo» y el «multiculturalismo», esos enemigos mal definidos que, a efectos prácti­cos, corresponden a la vida que llevan la mayor parte de los estadouni­denses en la actualidad.

Este no es un programa de continuidad cultural o institucional en Estados Unidos. Como algunos de sus publicistas más sinceros han ad-, mitido, es el plan estratégico de una guerra civil cultural. En la prjjptica, ha supuesto una ruptura con el capitalismo liberal que condujo a la su­premacía económica estadounidense de la posguerra.

El alcance del bandazo estadounidense a la derecha es aún incier­to. En Estados Unidos, como en todas partes, los libres mercados es­

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tán dando lugar a la aparición de unos poderosos contramovimientos políticos y sociales. El riesgo económico crónico que sufre la mayoría de la población es un campo fértil para los políticos populistas. En la política de inseguridad, la ventaja no suele corresponder a los políticos que adoptan una agenda de mayor desregulación y de retracción del gobierno.

El destino de un demagogo derechista como Newt Gingrich, que pasó rápidamente de la centralidad política a una marginalidad paradóji­ca, apoya la afirmación del ex reaganiano David Stockman de que «la abortada revolución de Reagan demostró que el electorado estadouni­dense quiere una democracia social moderada para protegerse de las pun­tas más afiladas del capitalismo».4

Cuando los activistas reaganianos afirmaron haber puesto en marcha una revolución en Estados Unidos, no estaban exagerando, y así se de­mostró después. La derecha estadounidense ya no puede identificarse con una política de continuidad institucional y de cohesión social; sus políticas no son de recortes sino de cambios radicales; sus metas exigen una ingeniería social a gran escala, no una actitud reverente hacia el lega­do de la historia; su retórica no evoca prudencia ni imperfectibilidad sino que es un rimbombante panegírico a la tecnología, una demonización del gobierno y una insistencia militante en que la solución a todos los males sociales está en las fuerzas del mercado.

En los años ochenta, en Estados Unidos, en Gran Bretaña y en algu­nos otros países, una filosofía difunta fue revitalizada para dar raciona­lidad a las grandes rupturas en política y sociedad que las metas de la derecha dictaban entonces. El discurso que los objetivos y las estrategias de la derecha dictaban cambió, demostrando que éste no era un credo conservador sino paleoliberal.

El mismo Ronald Reagan no era ningún liberal. Puede que no tuvie­ra la intención de emprender la contrarrevolución económica que de he­cho se produjo. La economía política del reaganismo no estaba especial­mente orientada hacia el mercado, era una especie de proteccionismo keynesiano militarizado. Se incurrió en grandes déficit presupuestarios para financiar recortes impositivos y gastos militares. Gran parte de la in­dustria estadounidense recibió una mayor protección gracias al aumento

4. Stockman, David, The Triumph ofP olitics: The C risis in American Government and How it A ffects the World, Nueva York, 1986, pág. 422.

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de subsidios y aranceles. Las políticas fiscales y comerciales reaganianas tenían poco que ver con el régimen de presupuestos equilibrados y de li­bre comercio que los gobiernos de la «nueva derecha» habían intentado introducir en Gran Bretaña y en Nueva Zelanda. Excepto por sus polí­ticas impositivas y desregulatorias, puede que lo que ocurrió como con­secuencia de la presidencia de Reagan sea más significativo que lo que él hizo durante el transcurso de la misma.

El principal efecto indirecto de la presidencia de Reagan fue el de condonar la desigualdad económica de Estados Unidos y producir una cultura laboral en la que los costes sociales empresariales se ignoraban manteniendo al mismo tiempo la buena conciencia. Como escribió God- frey Hodgson: «La estagnación de las rentas estadounidenses y el creci­miento de la desigualdad fueron las principales consecuencias de las ac­ciones de la gestión corporativa, tanto directamente en las industriales como indirectamente, como resultado de las modas intelectuales adopta­das por el sector financiero. La desregulación política dejó las manos li­bres a los gestores. El clima político los alentó a tomar menos en dienta las consideraciones no económicas. Las corporaciones empresariales im­pusieron una mayor desigualdad, a la que la doctrina conservadora otor­gó racionalidad».5

Las libertades de los consejos de dirección de las empresas en una eco­nomía desregulada —para emplear y despedir, para reducir y para rees­tructurar, para concederse opciones de participación y generosas primas— no se consideraban privilegios otorgados dentro de una variante específica del capitalismo sino que se entendían como el ejercicio de unos derechos humanos inalienables. El capitalismo estadounidense era libertad en ac­ción. La estructura del libre mercado coincidía con los imperativos de los derechos humanos. ¿Quién se atreve a condenar las florecientes desigual­dades y el derrumbamiento social engendrado por los libres mercados cuando éstos no son más que el derecho a la libertad individual en el ám­bito económico?

Las bases filosóficas de estos derechos son endebles y mal construi­das. No hay una teoría creíble en la que las libertades particulares del ca­pitalismo desregulado tengan la categoría de derechos universales^Las concepciones más plausibles de los derechos humanos no están basadas en las ideas sobre la propiedad del siglo XVII sino en nociones modernas

5. Hodgson, op. cit., pág. 303.

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de autonomía. Incluso estas nociones no son universalmente aplicables; captan sólo la experiencia de aquellas culturas e individuos para quienes el ejercicio de la elección personal es más importante que la cohesión so­cial, el control del riesgo económico y otros bienes colectivos.

En verdad, los derechos nunca son la primera línea de la teoría o de la práctica moral o política. Son conclusiones, resultado de largas cade­nas de razonamientos a partir de premisas comúnmente aceptadas. Los derechos tienen poca autoridad o contenido en ausencia de una vida éti­ca común, son convenciones que sólo duran mientras expresan un con­senso moral. Cuando el desacuerdo ético es profundo y amplio, el recur­so a los derechos no permite resolverlo y, desde luego, puede hacer que el conflicto se vuelva peligrosamente ingestionable.

Recurrir a los derechos humanos para arbitrar conflictos profundos —en lugar de intentar moderarlos a través de los compromisos de la po­lítica— es la receta de una guerra civil de baja intensidad. El conflicto es­tadounidense sobre el aborto ha sido agravado por una cultura legalista de derechos humanos no negociables que ha hecho estallar la guerra ac­tual. Es un conflicto que actualmente no puede ser arbitrado ni resuelto. La cultura de los derechos incondicionales sólo consigue acelerar el ca­mino de Estados Unidos hacia la ingobernabilidad.

Las pretensiones de las teorías contemporáneas sobre derechos hu­manos son desmesuradas, pero están bien diseñadas para cerrar los dis­cursos políticos.6 En Estados Unidos —tal como ha quedado remodelado por la influencia neoconservadora— , la autoridad de los derechos huma­nos se ha usado para proteger las acciones del libre mercado del escruti­nio público y de los retos políticos. Se ha hecho uso de una ideología de los derechos humanos para conferir legitimidad a un nuevo sucesor del capitalismo liberal estadounidense.

Al dar forma a una cultura pública en la que ya no era posible dife­renciar los imperativos del libre mercado de los intereses de las corpora­ciones estadounidenses y de las demandas de libertad individual, la pre­sidencia de Reagan estableció no sólo la agenda de George Bush sino también la de Bill Clinton.

6. He examinado el legalismo liberal estadounidense en sus variedades de izquier­da y de derecha en Enlightenm ent’s W ake, capítulo 1: Politics and Culture at the Cióse o f the Modern Age, Londres, Routledge, 1995, y en Endgam es: Questions in Late Modern Political Thought, Cambridge, Polity Press, 1997, capítulo 2.

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Se trazó la línea que concluía con la era liberal del gobierno estadou­nidense cuando, en agosto de 1996, el presidente Clinton firmó la ley de reforma de la seguridad social. Al liberar al gobierno federal de la mayor parte de sus responsabilidades en el terreno de la protección social, Clin­ton anuló la reforma más importante de Roosevelt. En el clima político creado por la influencia neoconservadora, puede que Clinton no tuviera posibilidad de elección para hacer lo que hizo: evitar los peores excesos de la plataforma republicana de derechas aplicando la parte de ésta que contaba con apoyo electoral.

Freud creía que la civilización exigía un equilibrio en el que los indi­viduos intercambiaban autorrealización por seguridad. Concebía la polí­tica como la administración racional de la represión que ese intercambio necesariamente supone. Esta concepción ilustrada casa poco con la prác­tica política de Estados Unidos de los últimos años del siglo XX. Hay mu­chos estadounidenses preparados para intercambiar seguridad por la búsqueda de la felicidad, pero a menudo se muestran reticentes a admi­tir que están haciendo ese intercambio. - " <■

Una de las tareas de un líder político es la de conciliar las elecciones que su sociedad ya ha hecho. En el caso de Clinton, su tarea ha sido la de crear la ilusión de que una sociedad en la que la elección individual es el único valor indisputado puede satisfacer la necesidad humana de estabili­dad. Clinton lo ha hecho en connivencia con el pueblo estadounidense, manteniendo el autoengaño de que una política de ley y orden puede ser un sustituto de las instituciones sociales que los libres mercados han des­truido. Actuando como un chamán político a través del cual las contra­dicciones de su cultura pueden articularse sin percibirse ni resolverse, puede que Bill Clinton resulte ser el prototipo de político hábil del período posmoderno.

Como otras ideologías ilustradas, el utopismo de mercado inspira a sus seguidores una orgullosa falta de atención hacia la historia. Nunca se cansan de contarnos que las ideas tienen consecuencias; no se han dado cuenta de que raramente esas consecuencias son las que se espera­ban o ansiaban, y nunca son sólo ésas. Entre las consecuencias de la cons­trucción del libre mercado estadounidense en los años ochenta se,cuen­ta la nüeva inseguridad económica de las clases medias estadounidenses.

Estados Unidos y la utopía del capitalismo global 143

La n u ev a in s e g u r id a d e c o n ó m ic a e s t a d o u n id e n s e

Pensar que la cultura estadounidense de fines del siglo XX es una cul­tura de la satisfacción es un anacronismo. Estados Unidos, hoy, no es una sociedad en la que una mayoría opulenta considera con desprecio com­placiente a una subclase sumida sin remedio en la pobreza y la exclusión. Es una sociedad en la que la ansiedad está muy presente. Para la mayor parte de los estadounidenses, la isla de seguridad sobre la que viven no ha sido tan pequeña desde los años treinta.

Es notorio que esas preocupaciones no son un efecto colateral de la estagnación económica. Sucede más bien lo contrario. En los últimos quince años, la economía estadounidense ha experimentado una expansión casi continua, la productividad y la riqueza nacional han crecido con re­gularidad y la reestructuración de la industria ha permitido reclamar los mercados que se habían creído perdidos para siempre en favor de Japón. Igual que ocurrió con la Inglaterra de mediados de la época victoriana, la liberación de los mercados en los Estados Unidos de finales del si­glo XX dio lugar a un crecimiento económico espectacular e irrepetible.

Al mismo tiempo, los ingresos de la mayor parte de los estadouniden­ses se han estancado e, incluso para aquellos cuyas rentas han aumentado, el riesgo económico personal ha crecido de manera perceptible. La mayo­ría de los estadounidenses temen sufrir, en mitad de la vida, un desastre económico del que sospechan que nunca se recuperarían. Pocos piensan en la actualidad en una profesión para toda la vida, muchos esperan, no sin razón, que sus ingresos podrían caer en el futuro. Éstas no son cir­cunstancias capaces de alimentar una cultura de la satisfacción.

J. K. Galbraith escribió en 1993: «Lo que es nuevo en las llamadas eco­nomías capitalistas —y éste es un punto fundamental— es que la satisfacción predominante y las creencias resultantes de esa satisfacción corresponden actualmente a la mayoría, no sólo a unos pocos. Operan bajo la convincen­te cobertura de la democracia, aunque no se trata de una democracia de todos los ciudadanos sino de quienes, en defensa de sus ventajas sociales y económicas, realmente van a votar. El resultado es que el gobierno no se acomoda a la realidad o a las necesidades corrientes sino a las creencias de los satisfechos, quienes, en la actualidad, son la mayoría de los que votan».7

7. Galbraith, J. K., The Culture o f Contentment, Harmondsworth, Penguin, 1993, pág. 10.

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Puede que éste sea un retrato preciso de Estados Unidos durante la presi­dencia Reagan, pero no lo describe tal como es a finales de los años noventa.

Estados Unidos ha dejado de ser una sociedad burguesa. Se ha con­vertido en una sociedad dividida, en la que una mayoría ansiosa está apre­tada entre una subclase sin esperanzas y una superclase que rechaza toda obligación cívica. En los Estados Unidos de la actualidad, la economía po­lítica del libre mercado y la economía moral de la civilización burguesa han tomado rumbos divergentes, y es muy posible que para siempre.

Aquel aburguesamiento que fue el tema de innumerables libros de texto de sociología ha dado marcha atrás. Esa teoría predecía la integra­ción a largo plazo de la clase trabajadora en la clase media. Se apoyaba en las tendencias que se dieron en la mayoría de los países occidentales avanzados durante la generación siguiente a la segunda guerra mundial. Sociólogos, economistas y políticos practicantes de todos los partidos consideraban que el aburguesamiento era una tendencia imparable a lar­go plazo. Ahora no están preparados para su retrocesión.

La clase media está redescubriendo la situación de inseguric&d eco­nómica y desposesión que afligía al proletariado del siglo XIX. Desde lue­go que, por más que hayan estado estancadas durante los últimos veinte años, las rentas de la clase media estadounidense siguen siendo mucho más altas que las de los obreros de ahora o de entonces. De todos modos, con su dependencia cada vez mayor de unos puestos de trabajo día a día más inseguros, la clase media estadounidense se asemeja al proletariado clásico de la Europa del siglo XIX. Está experimentando unas dificultades económicas similares a aquellas que afrontaron los obreros que perdie­ron el apoyo protector de las instituciones de protección social y los sin­dicatos de trabajadores.

Otro riesgo endémico es el del derrumbamiento de la familia. El in­cremento del riesgo económico que produce la transformación del capi­talismo en los Estados Unidos de finales del siglo XX tiene lugar en una sociedad en la que las familias son más frágiles y están más divididas que en casi cualquier otro país. En 1987, la duración media de los matrimo­nios estadounidenses era de siete años.8

¿En cuántos hogares estadounidenses se come en familia? ¿Cuántos niños viven en el mismo barrio o en la misma ciudad que sus padres? Si

8. Statistical A bstract o f the United States: 1991, Washington DC, tablas 129,133, págs. 87-88.

un estadounidense se queda sin trabajo, ¿puede contar con el apoyo de su familia, como sí pueden hacerlo los españoles y los italianos en Euro­pa? Las familias estadounidenses están más fracturadas que las de cual­quier país europeo, incluyendo Rusia, donde la familia ha sobrevivido a más de setenta años de comunismo.

Una de las razones por las que las familias son tan débiles en Estados Unidos tiene que ver con los niveles extremadamente altos de movilidad que se exige a los trabajadores. Los mercados de trabajo desregulados imponen una obligación de viajar a través del mapa de EE.UU. que su­pera de lejos a la que existe en cualquier país europeo. En el Reino Uni­do —una sociedad más inestable que la mayoría de las sociedades eu­ropeas— los trabajadores tienen veinticinco veces menos probabilidades de ser trasladados a una región diferente del país que los trabajadores es­tadounidenses.9 Especialmente cuando la necesidad económica obliga a la familia a tener dos sueldos, como ha ocurrido en Estados Unidos du­rante los últimos veinte años, los imperativos del mercado de trabajo pueden empujar a los miembros de una pareja en direcciones difícilmen­te reconciliables, y a menudo ocurre así. Pero ésta es sólo una de las ma­neras en las que la acción de una economía que ha sido reestructurada como libre mercado entra en conflicto con las instituciones tradicionales. La obligada falta de compromiso con respecto a un determinado lugar actúa también en detrimento de la estabilidad de los barrios.

Sin embargo, pese a las demandas mucho mayores que un mercado de trabajo desregulado plantea a sus trabajadores y pese a los costes psi­cológicos sociales y familiares que supone a las familias y los barrios, los mejores índices de empleo con que a menudo se intenta justificar esta si­tuación suelen exagerarse. Un estudio sugiere que alrededor del 10 % de la fuerza de trabajo (alrededor de 13,5 millones de personas) está subem­pleada. Esta cifra incluye a 4,5 millones de trabajadores a tiempo parcial que desearían trabajar a tiempo completo y que han buscado trabajo sin éxito en los últimos doce meses. La oficina de estadísticas laborales de EE.UU. estima que 12,2 millones de personas son trabajadores eventua­les con contratos de trabajo temporales.10

Estados Unidos y la utopía del capitalismo global Í45

9. Puga, D., The R ise and F all o f Regional Inequalities, Londres, Centre for Econo­mic Performance, noviembre de 1996.

10. The State o f Working Am erica, Washington, Economic Policy Institute, diciem­bre de 1996.

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Como ha señalado uno de los economistas más prestigiosos del Reino Unido: «El paro abierto es, desde luego, más bajo en EE.UU., pero si pa­samos a considerar todas las formas de desempleo, hay poca diferencia entre Europa y EE.UU.: entre 1988 y 1994, el 11 % de los hombres de en­tre veinticinco y cincuenta y cinco años de edad estaban sin trabajo en Fran­cia, comparados con el 13 % en el Reino Unido, el 14 % en EE.UU. y el 15 % en Alemania».11

Además, el empleo en EE.UU. ha crecido tan rápidamente en parte porque la productividad estadounidense ha sido baja, en torno a la mitad de la de la mayoría de los países europeos. Dada esta discrepancia en la productividad, difícilmente puede sorprender que EE.UU. haya conse­guido generar alrededor del doble de empleos por unidad de producción que los países de la Europa continental.

Por último, todas las estimaciones del nivel de empleo en Estados Unidos deberían tener en cuenta las tasas de encarcelación del país: más de un millón de personas que estarían buscando trabajo si las políticas penales estadounidenses se parecieran a las de*cualquier otro paí» occi­dental están entre rejas en EE.UU. Parece que quienes desean exportar el mercado de trabajo estadounidense al mundo, a culturas radicalmente diferentes como la británica o la alemana, no se han planteado la pre­gunta de si los altísimos niveles de movilidad laboral impulsada por el mercado podrían explicar el hecho de que, mientras que en Gran Breta­ña menos de una de cada mil personas está en la cárcel, la proporción en Estados Unidos se acerca a una de cada cien. Una vez que este contexto más amplio se tome en consideración, la superioridad estadounidense en términos de creación de empleo parece pequeña, quizás incluso ilusoria.

La nueva inseguridad de la mayoría estadounidense se ha desarrolla­do en este contexto. Luttwak ha señalado:

Cuando industrias enteras aparecen y desaparecen mucho más rápido que antes, cuando las empresas se expanden, se reducen, se funden, se se­paran, se «redimensionan» y se reestructuran a un ritmo sin precedentes, todos sus empleados, excepto los que ocupan los niveles más altos, deben ir a trabajar cada día sin saber si al día siguiente seguirán teniendo trabajo! Esto ocurre así con prácticamente todos los empleados de la clase inedia, incluyendo los profesionales. Al carecer de las salvaguardas formales de las 11

11. Layard, Richard, «Clues to Prosperity», Financial Times, 17 de febrero de 1997.

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leyes europeas de protección del em pleo o de los beneficios prolongados del postem pleo, de las familias sobre las que la mayor parte del resto de la hum anidad sigue apoyándose para sobrevivir en los tiem pos difíciles, de los sustanciosos ahorros líquidos con que cuentan sus hom ólogos de las clases m edias de todos los dem ás países desarrollados, la m ayor parte de los tra­bajadores estadounidenses dependen por com pleto de sus puestos de traba­jo para mantener su seguridad económica, por lo que se ven obligados a vi­vir en condiciones de inseguridad aguda crónica.12

A través de la influencia que ejerce sobre las familias, el libre merca­do estadounidense debilita una de las instituciones sociales mediante la cual la civilización capitalista liberal se renueva a sí misma y, debido a su impacto sobre la distribución de los ingresos, pone en peligro la situación social de igualdad que los observadores, desde De Tocqueville en ade­lante, han considerado siempre como uno de los logros fundamentales de Estados Unidos.

La d e s ig u a l d a d c r e c ie n t e y l a m a y o r ía e s t a d o u n id e n s e

El declive de los ingresos en Estados Unidos afecta a la mayoría tra­bajadora, especialmente a la mayoría de los individuos pobres que traba­jan. Estados Unidos es la única sociedad avanzada en la que, mientras que la productividad ha estado creciendo con regularidad durante las dos úl­timas décadas, los ingresos de la mayoría —de ocho personas de cada diez— se han estancado o caído. Este crecimiento de la desigualdad eco­nómica no tiene precedentes históricos. No ha ocurrido en ninguna otra democracia avanzada, ni siquiera en los dos países anglófonos, Gran Bre­taña y Nueva Zelanda, donde más sistemáticamente se impusieron políti­cas de libre mercado en los años ochenta. Tampoco ocurrió durante la era del libre mercado del siglo XIX en Inglaterra o en Estados Unidos.

Las ganancias semanales promedio —ajustadas a la inflación— , del 80 % de trabajadores corrientes estadounidenses cayeron en un 18 % en­tre 1973 y 1995, pasando de 315 a 285 dólares a la semana. Al mismo tiempo, entre 1979 y 1989, el salario real anual de los principales ejecuti­vos de las empresas estadounidenses aumentó un 19 %, o dos tercios si se

12. Luttwak, Edward, «Turbo-charged capitalism and its consequences», London Review o f Books, 2 de noviembre de 1995, pág. 7.

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considera el salario una vez descontados los impuestos.13 Luttwak señala que, según algunas de las mejores evaluaciones, el 1 % fnás rico de las fa­milias estadounidenses, que controlaba el 31 % de la riqueza total priva­da de la nación en 1983, controlaba más del 36 % de la misma en 1989.14

En su estudio pionero sobre los efectos del reaganismo en la desi­gualdad estadounidense, Kevin Phillips escribió:

En 1987, con el fin de reestructurar las tasas impositivas globales vi­gentes, los economistas de la oficina presupuestaria del Congreso tomaron todos los impuestos federales —renta individual, seguridad social, renta empresarial e impuestos al consumo— y calcularon el cambio de su impac­to combinado sobre diferentes estratos de renta después de 1977. Las fa­milias situadas por debajo del decil superior, que soportaban una carga desproporcionadamente alta de la seguridad social y del crecimiento de los

- impuestos al consumo y que se veían menos beneficiadas por las reduccio­nes impositivas, acababan pagando unos impuestos reales más altos. En cambio, las familias más ricas pagaban impuestos más bajos, en gran medi­da debido a la importante reducción aplicada adas rentas no safariaíes (be­neficios de capital, interés, dividendos y rentas).

Phillips llega a la conclusión de que «esos cambios explican en gran medida tanto la oleada de consumo como la creciente desigualdad del ingreso. El 5 % más rico de los estadounidenses (y en particular el 1 % más rico) eran los nuevos beneficiarios de las políticas impositivas».15

Godfrey Hodgson ha resumido los hechos y sus implicaciones de manera concisa y convincente:

Entre 1973 y 1993 [...] los ingresos del 60% de los estadounidenses más pobres cayeron un 3,2 %, desde el 34,9 al 31,7 %. Esa diferencia en las cifras parece pequeña, pero el 3 % de la renta nacional de Estados Unidos no es una cantidad trivial. Estamos hablando de alrededor de 200 miles de millones de dólares que solían ir las tres quintas partes más pobres de la población y que ahora van a una quinta parte más rica [...]. Durante todo el período, desde finales de los años setenta, la economía de Estados Unidos ha

13. Oficina de estadísticas laborales, 29 de enero de 1996, y Mishel, L., y Bernsteiri, J., The State o/W orking America, Washington, Economic Policy Institute, 1994Í

14. Luttwak, Edward, The Endangered American Dream, Nueva York y Londres, Simón & Schuster, 1993, pág. 163.

15. Phillips, Kevin, The Politics o/R ich and Poor: Wealth and the Electorate in the Reagan Afterm ath, Nueva York, Harper Perennial, 1991, pág. 82.

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experimentado un crecimiento sustancial en términos reales. Durante el mis­mo período, la renta del estadounidense medio apenas ha crecido, sólo a fi­nales de la década de los ochenta alcanzó el nivel que había tenido en 1973.16

Los ingresos estancados de la mayoría en el sistema capitalista de Estados Unidos del tipo «el ganador se queda con todo»17 no son un re­sultado inevitable de la innovación tecnológica. Las comparaciones con las economías en las que la tecnología no está menos desarrollada sugie­ren convincentemente que son un resultado de las políticas públicas. Se­gún estimaciones de investigaciones fiables, en 1990, el salario de los altos directivos de las empresas estadounidenses era de alrededor de ciento cincuenta veces el salario del trabajador medio, cuando en Japón era die­ciséis veces más elevado y en Alemania, veintiuna.18

Estas desigualdades son el resultado de las políticas estadouniden­ses, no de las presiones a las que todas las sociedades avanzadas se en­frentan. Los recortes impositivos han tenido un impacto directo, pero las medidas fiscales también han afectado los ingresos y la distribución de la riqueza. Como ha señalado Michael Lind: «A diferencia de cualquier otra democracia del primer mundo, Estados Unidos ha usado, desde la época de Reagan, el endeudamiento a gran escala, en lugar de los impues­tos, como método más o menos permanente de financiar el gasto público en tiempos de paz».19 Esta política de gran endeudamiento contribuye a inclinar la balanza en favor de aquellos que poseen activos financieros y en contra de los asalariados corrientes.

Esas políticas han situado a Estados Unidos en una posición que se parece, en términos de distribución de ingresos y de riqueza, a la de Fili­pinas o Brasil y no a ninguna de las demás economías importantes del mundo. Incluso en la Rusia poscomunista puede que los niveles de desi­gualdad sean más bajos.20

16. Hodgson, op. cit., pág. 302.17. Véase Frank, Robert H. y Cook, Philip J., The W inner-Take-All Soáety, Lon­

dres y Nueva York, The Free Press, 1995.18. Crystal, Graef, In Search ofE xcess: The Overcompensation o f American Execu-

tives, Nueva York, W. W. Norton, 1991, págs. 207-209.19. Lind, Michael, The Next American N ation: the New Nationalism and the Eourth

American Revolution, Nueva York y Londres, The Free Press, 1995, pág. 189.20. Layard, Richard y Parker, John, The Corning Russian Boom , Nueva York, The

Free Press, 1996, pág. 301: «la desigualdad (en la Rusia poscomunista) está todavía muy por debajo de la de Estados Unidos; se acerca al nivel de la de Gran Bretaña».

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El distinguido banquero y comentarista financiero estadounidense Félix Rohatyn ha resumido el proceso que EE.UU. está experimentando: «Lo que está ocurriendo es una vasta transferencia de riqueza de los tra­bajadores estadounidenses poco especializados de clase media a los due­ños de activos de capital y a una nueva aristocracia tecnológica con un importante elemento de compensación vinculado a valores cotizables en bolsa».21 En los Estados Unidos de la actualidad, el asalariado está en se­gundo lugar detrás del corta-cupones. ¿Entendían los votantes estadouni­denses que eligieron y luego reeligieron a Ronald Reagan que el resultado de sus políticas impositivas y fiscales sería el de establecer en Estados Unidos un régimen de rentistas estilo latinoamericano?

Estados Unidos no es en la actualidad el paradigma de la sociedad «posthistórica» a la que Francis Fukuyama se ha referido. Está entrando en un nuevo y difícil período de su historia, en el que las viejas enemista­des entre razas y clases se expresarán en maneras que no podemos prever.

El g r a n e n c a r c e l a m ie n t o e s t a d o u n id e n s e

Las tasas de criminalidad de Estados Unidos siempre han sido más altas que las de la mayoría de los países europeos. Lo que es nuevo es la manera en que en Estados Unidos se recurre a una política de encarcela­miento masivo que sustituye a los controles de las comunidades que las fuerzas desreguladas del mercado han debilitado o destruido. Al mismo tiempo, los estadounidenses ricos tienden cada vez más a dejar de coha­bitar con sus conciudadanos y a trasladarse a comunidades de. propieta­rios valladas. Unos 28 millones de estadounidenses —más del 10 % de la población— viven actualmente en edificios cuya seguridad está a cargo de guardias particulares, o en urbanizaciones privadas.22

A fines de 1994, sólo algo más de cinco millones de estadounidenses sufría algún tipo de limitación legal. Según las cifras del departamento de justicia, alrededor de un millón y medio de ellos estaba en cárceles esta­

21. Rohatyn, Felix, «Requiem for a Democrat», discurso en la Universidad4le Wake Forest, Winston-Salem, NC, 17 de marzo de 1995. Debo ésta referencia a Simon Head, «The new, ruthless economy», New York Review o f Books, 29 de febrero de 1996, pág. 47.

22. «Many seek security in private communities», New York Times, 3 de septiem­bre de 1995.

tales, federales o locales; esto equivale a uno de cada ciento noventa y tres habitantes, o trescientos setenta y tres de cada cien mil. (Compárese esta proporción con la de ciento tres de cada cien mil individuos correspondien­te a la llegada de Ronald Reagan a la presidencia en 1980.) Tres millones y medio de estadounidenses estaban en libertad vigilada o bajo palabra.23

La tasa de encarcelamiento estadounidense de finales de 1994 era cua­tro veces mayor que la de Canadá, cinco veces mayor que la de Gran Bre­taña y catorce veces mayor que la de Japón. Sólo la Rusia poscomunista tenía una mayor proporción de ciudadanos entre rejas.24 En California, al­rededor de ciento cincuenta mil personas están en la cárcel. La población carcelaria californiana es ocho veces más numerosa que a principios de la década de los setenta y supera a la de Gran Bretaña y Alemania juntas.25

A principios de 1997, alrededor de uno de cada cinco estadouniden­ses adultos varones estaba entre rejas y alrededor de uno de cada veinte estaba bajo libertad vigilada o bajo palabra. Esta es una proporción diez veces mayor que la de los países europeos.26

La tasa de encarcelamiento varía considerablemente entre los dife­rentes sectores de la población. En 1995, alrededor del 7 % de la pobla­ción negra estadounidense pasó algún tiempo en la cárcel.27 Los negros tienen aproximadamente siete veces más probabilidades de entrar en pri­sión que los blancos. Uno de cada siete hombres negros ha estado preso en algún momento de su vida. En 1992, más del 40 % de todos los hom­bres negros de entre dieciocho y treinta y cinco años de edad que vivían en el distrito de Columbia estaban en la cárcel, en libertad vigilada, en li­bertad bajo palabra a la espera del juicio o eran prófugos de la justicia.28

Estas cifras sugieren que las desigualdades de raza y de clase social se entrelazan en Estados Unidos de manera semejante a lo que ocurre en al­gunos países latinoamericanos.29 Asimismo, justifican la idea de «brasili-

Estados Unidos y la utopía del capitalismo global 151

23. The Times, 11 de diciembre de 1995, pág. 38.24. Shelley, Louise I., «American crime: an international anomaly?», Comparative

Social Research, 1985, págs. 81-89.25. «Crime and punishment», Financial Times, 8-9 de marzo de 1997, pág. 7.26. Layard, Richard, «Clues to prosperity», Financial Times, 17 de febrero de 1997.27. The Times, 11 de diciembre de 1995, pág. 38.28. New Republic, 25 de mayo de 1992, pág. 7.29. Sostuve que Estados Unidos estaba sufriendo un proceso de brasilización en

1990. Véase mi artículo «The Brazilianization o f the United States», Fortune, vol. 122, n° 5,1990.

152 Falso amanecer

zacíón» de Estados Unidos desarrollada por Michael Lind: «El principal peligro al que se enfrentan los Estados Unidos del siglo xxi no es la bal- canización sino lo que podría llamarse la brasilización. Por brasilización no entiendo la separación de culturas por raza sino la separación de razas por clase social».30

La proporción extraordinariamente alta de hombres negros encar­celados en Estados Unidos tiene unas consecuencias que han pasado desapercibidas para los defensores a ultranza de los valores familiares. Una de las principales causas de la existencia de hogares monoparenta- les en las ciudades del interior del país es la ausencia de los padres pre­sos. ¿Cómo puede revitalizarse la familia en esas ciudades cuando un elevado número de la población masculina pasa gran parte de su vida en la cárcel?

En parte, desde luego, la puritana «guerra a las drogas» estadouni­dense es la culpable de la situación. Alrededor de cuatrocientos mil indi­viduos de la floreciente población carcelaria de EE.UU. están, presos por razones de drogas; muchos son negros. Al mfsmo tiempo, el u^> de las drogas en EE.UU. es más endémico y está menos controlado que en cual­quier país desarrollado. Las vinculaciones entre encarcelamiento masivo, derrumbe familiar, guerra a las drogas y conflicto racial en EE.UU. tienen raíces muy profundas. Puede que sea demasiado tarde como para acabar con ellas.31

Esa confluencia de divisiones y antagonismos étnicos y económicos de Estados Unidos no se da en ningún otro país del primer mundo. El li­bre mercado ha producido una mutación del capitalismo estadounidense que, a consecuencia de ello, se está pareciendo cada vez más a los regíme­nes oligárquicos de algunos países latinoamericanos y no a la civilización capitalista liberal de Europa o del propio Estados Unidos en fases más tempranas de su historia.

Las tasas de encarcelamiento en Estados Unidos son paralelas a las tasas de criminalidad violenta. Considérense las cifras de homicidios y de

30. Lind, Michael, The N ext American Nation, op. cit., pág. 216. Sobre la revitali- zación del racismo conservador en Estados Unidos, véase Lind, Michael, Up frrrni Con- servatism : Why the Right is W rongfor Am erica, Nueva York, The Free Press, *996, ca­pítulo 8.

31. Véase una potente argumentación favorable a la reforma de la política de dro­gas de EE.UU. en Soros, George, «A new leaf for the law», G uardian, 22 de febrero de 1997.

Estados Unidos y la utopía del capitalismo global 153

episodios criminales a mano armada: en 1993, la tasa de homicidios mas­culina era de 12,4 de cada 100.000 individuos, comparada con la de 1,6 de la Unión Europea y la inferior a 1 (0,9) de Japón.32 En 1994, 0,98 de cada 100.000 individuos en Japón habían sido víctimas de asesinato, comparados con 9,3 estadounidenses, mientras que para las violaciones las cifras eran de 1,5 en Japón y 42,8 en EE.UU. Respecto a los robos, hubo 1,75 casos por 100.000 individuos en Japón y 255,8 en Estados Unidos.33

Para todos los crímenes violentos, exceptuando el homicidio, los ni­veles estadounidenses son considerablemente más altos que los de la Ru­sia poscomunista. En 1993, por cada 100.000 individuos se produjeron 264 robos (contra 124 en Rusia) y 43 violaciones (comparadas con las 9,7 de Rusia).34 Sin embargo, es preocupante que los niveles de crímenes contra la propiedad en Gran Bretaña hayan sobrepasado recientemente a los de EE.UU., aunque éstos siguen estando muy por delante de todos los demás países occidentales avanzados en lo que respecta a los niveles de violencia letal.

Los asesinatos de niños son especialmente corrientes en Estados Uni­dos. Casi tres cuartas partes de todos los asesinatos de niños en el mundo industrializado tienen lugar en EE.UU., que posee, de lejos, las tasas más altas de suicidio infantil, de homicidio y de muertes relacionadas con armas de fuego de los veintiséis países más ricos del mundo.35

Parte de la explicación reside en la incorregible cultura de las armas estadounidense. La otra parte tiene que ver con el hecho de que la re­dundancia económica de la familia ha dejado a más niños sin control que en otros países. En 1987, la mortalidad infantil en East Harlem y en la ciudad de Washington era más o menos la misma que en Malasia, Yu­goslavia o la ex Unión Soviética.36 En 1995, un niño nacido en Shangai tenía menos posibilidades de morir en su primer día de vida, más posibi­

32. The Economist, 22 de octubre de 1994, «Survey», pag. 4.33. Lipset, S. M., American Exceptionalism : A Double-Edged Sword, Nueva York y

Londres, W. W. Norton, 1996, pag. 227.34. Layard y Parker, op. cit., pag. 150.35. Fuente: Center for Disease Control and Prevention, «Young America and how

it dies», International H erald Tribune, 8-9 de febrero de 1997.36. Davis, Christopher y Feisbach, Murray, Basing Infant M ortality in the USSR in

the 1970s. Serie P-25, n° 74, Washington DC, US Bureau of the Census, septiembre de 1980.

154 Falso amanecer

lidades de aprender a leer y podía esperar vivir dos años más (sesenta y seis años) que un niño nacido en Nueva York.37

Las altas tasas de criminalidad y de encarcelamiento de EE.UU. van en paralelo a unos niveles igualmente excepcionales de litigios y de nú­mero de abogados. Estados Unidos tiene por lo menos la tercera parte de los abogados en activo del mundo. En 1991, había alrededor de 700.000 abogados, y se estimaba una cifra de alrededor de 850.000 para prin­cipios de siglo. En la actualidad, hay más de 300 abogados por cada 100.000 estadounidenses, comparados con 12 por cada 100.000 en Ja ­pón, algo más de 100 por cada 100.000 en Gran Bretaña y algo menos de 100 por cada 100.000 en Alemania.38 Los pagos por indemnizaciones por responsabilidad civil ascendieron a alrededor del 2,5 % del PNB de Es­tados Unidos en 1987, cuando en Japón era de alrededor de ocho veces menos (0,3 %).39

Estas cifras de encarcelamientos, crímenes violentos y litigios retra­tan una sociedad en la que la ley se ha convertido casi en la qpica institu­ción social que funciona y donde las cárceles'están entre los potos me­dios de control social que quedan.

Las comunidades privadas valladas, cuyas altas paredes y mecanismos de seguridad electrónicos protegen a sus habitantes de los peligros de la so­ciedad de la que han desertado, son la contrapartida de las cárceles esta­dounidenses. Son un símbolo del vaciamiento de otras instituciones socia­les —la familia, el barrio, incluso la empresa— que en el pasado mantenían a la sociedad en funcionamiento. La combinación de cárceles de alta tecno­logía, comunidades de propietarios valladas y empresas virtuales es recono­cible como un emblema de Estados Unidos de principios del siglo xxi.

En los Estados Unidos de finales del siglo xx, el libre mercado se ha convertido en un mecanismo de una modernidad perversa. Los pro­fetas de los Estados Unidos de hoy no son Jefferson ni Madison y menos aún Burke, sino Jeremy Bentham, el pensador británico ilustrado del si­glo XIX que soñaba con una sociedad hipermodema reconstruida según el modelo de una cárcel ideal.

37. Kristof, N. D., y Wudunn, S., China Wakes: The Struggle fo r the Soul o f a Rising Power, Londres, Nicholas Brealey Publishing, 1995, pág. 16.

38. Statistical A bstract o f the United States: 1991, Washington DC, tabla 320, pág. 188; tabla 2, pág. 7; tabla 319, pág. 188.

39. Lipset, op. cit., págs. 227-228.

Estados Unidos y la utopía del capitalismo global 155

P o r q u é l a h is t o r ia n o s e h a a c a b a d o

Hoy día, igual que en el pasado, el pensamiento estadounidense está impregnado de una sensación de cambio en el país. Sin embargo, con unas pocas excepciones, no consigue captar qué es lo realmente nuevo en las circunstancias actuales de Estados Unidos.

Estados Unidos persiste en su tendencia a identificar la modernidad en todo el mundo con relación a sí mismo, en un momento en el que la modernización del Sudeste asiático está avanzando rápidamente gracias a que ignora o repudia el modelo estadounidense. Estados Unidos se ve a sí mismo como el paradigma de la «civilización occidental» precisamente en el momento en que sus semejanzas con otras sociedades «occidenta­les» son más débiles que nunca.

Las más influyentes de las recientes contribuciones a la reflexión so­bre el lugar que Estados Unidos ocupa en el mundo tardomodemo no consiguen trazar las rutas que necesita para navegar en el mundo actual. Esto ocurre con la concepción de Francis Fukuyama sobre el fin de la his­toria y con la tesis de Samuel Huntington sobre el choque de civilizacio­nes. Ambas están incorregiblemente orientadas hacia Norteamérica y dan una visión del mundo que la mayor parte de los asiáticos y de los europeos son incapaces de reconocer. La afirmación de Fukuyama de que el «capi­talismo democrático» constituye la «forma final del gobierno humano» y que su extensión mundial es «el triunfo de la idea occidental»40 fue reba­tida por un giro en los acontecimientos que muchos de sus críticos de Eu­ropa y Asia habían anticipado. Cuando acabó el conflicto entre las ideas de la Ilustración, el mundo volvió al terreno clásico de la historia.41

40. El artículo original de Francis Fukuyama, «The end of history», fue publicado en National Interest, en el verano de 1989. Su libro The E n d o f History and the Last Man, en el que la tesis del artículo original se reafirma sin revisiones importantes, fue publicado en 1992 por The Free Press, Nueva York.

41. En un artículo de octubre de 1989, en respuesta a Fukuyama, escribí: «estamos retrocediendo a una época que es histórica en sentido clásico, y no hacia adelante a la era vacía y posthistórica proyectada en el artículo de Fukuyama. La nuestra es una épo­ca en la que la ideología política, tanto la liberal como la marxista, tiene una influencia cada vez menor sobre los hechos, mientras que unas fuerzas más antiguas y más pri­mordiales, de tipo nacionalista y religioso, fundamentalista y pronto, quizá, maltusianas, se enfrentan entre sí [...]. Si la Unión Soviética se acaba desintegrando, esa catástrofe be­néfica no inaugurará una nueva era de armonía posthistórica sino una vuelta al clásico terreno de la historia, un terreno de rivalidades entre las grandes potencias, diplomacias

156 Falso amanecer

Fukuyama pudo argumentar que la historia había acabado porque él consideraba como modelos de los grandes conflictos históricos las rivali­dades entre las ideologías del siglo XX. Pero ésta es una generalización irreflexiva a partir de un período histórico breve. Como máximo, la ideo­logía política ha sido una fuente importante de conflicto social y militar entre 1789 y 1989. En este período, que se extiende desde la Revolución francesa hasta el colapso soviético, las guerras se hacían —o al menos se justificaban— en nombre de las religiones políticas rivales provenientes de la Ilustración europea. Con una perspectiva más amplia o más refina­da, sin embargo, vemos que son pocas las guerras que han estallado a causa de antagonismos ideológicos principalmente.

Durante casi toda la historia de la humanidad, las guerras han surgi­do debido a conflictos territoriales y dinásticos, a enemistades religiosas y étnicas, y a partir de los intereses económicos divergentes de los Estados soberanos. Ello era así incluso en la era de la Ilustración, entre 1789 y 1989. Los conflictos entre turcos y armenios del siglo XIX, en^re <^atólicos y protestantes en Irlanda en los años veinte y "durante los últimos treinta años, y entre los griegos y los turcos en Chipre en los años sesenta, junto con muchos otros en todo el mundo, no eran en modo alguno ideológicos. Eran luchas por territorio y religión, etnicidad y ventajas económicas.

Unicamente durante el período de alrededor de cuarenta años de la guerra fría —y entonces sólo de manera intermitente y parcial— las dife­rencias ideológicas fueron fuente importante de conflicto entre Estados. Cuando acabó la guerra fría, acabó también el papel de la ideología como causa de guerra. Pero ello sólo significó que unas fuentes de guerra y de conflicto mucho más antiguas volvieron con fuerzas renovadas. Como siempre había ocurrido antes de la guerra fría, cuando ésta acabó, las guerras volvieron a producirse por razones territoriales, de etnicidad y de religión.

Pensar que la historia acabaría porque un conflicto entre las efímeras ideologías de la Ilustración había llegado al fin demuestra una falta de amplitud de miras difícil de concebir. El que esas especulaciones absur­das puedan haber parecido creíbles en algún momento ilustra con elo­cuencia la situación de la vida intelectual y política de este fin <ée siglo.

secretas, y reivindicaciones y guerras irredentistas». Véase N ational Review, 27 de octu­bre de 1989, págs. 33-35, reimpreso como capítulo 17 en mi libro Post-liberalism : Stu­dies in Political Thought, Londres y Nueva York, Routledge, 1993, págs. 245-250.

Estados Unidos y la utopía del capitalismo global 157

Fukuyama confundió modernización con occidentalización. Consi­deremos el acontecimiento histórico que, más que ningún otro, despertó este triunfalismo soberbio. El colapso soviético fue el rechazo a un pro­yecto occidental, el proyecto marxista de la modernización económica a través de una planificación centralizada, pero esto no significa que Rusia aceptara otra ideología modernista occidental: el credo neoliberal de la privatización y de los libres mercados.

Tampoco la reforma de mercados china ha sido motivada por el im­pulso de copiar modelos o de absorber valores occidentales. Siempre ha sido una evolución de la propia China y que debe poco, si es que debe algo, a los consejos o al ejemplo occidentales. Es indudable que la refor­ma del mercado de China ha exigido una retirada del modelo marxista occidentalizante de desarrollo económico y político aplicado en el perío­do maoísta. En China, como en muchas otras partes del mundo, la mo­dernización de la economía no ha conllevado la occidentalización de la sociedad o del gobierno y ha sido acompañada del florecimiento del ca­pitalismo nativo y del rechazo de la influencia occidental.

La interpretación de Fukuyama de la historia reciente del mundo sólo es plausible si se cree que éste se está aproximando insensatamente a la situación estadounidense y que Estados Unidos es la sociedad ejem­plar «posthistórica» en la que las fuentes tradicionales de conflicto están desapareciendo. En Europa y Asia esas afirmaciones suelen escucharse con un incrédulo desdén.

Para los observadores de fuera y, desde luego para muchos estadou­nidenses, es obvio que las fuentes históricas de la conflictividad social y política —divisiones raciales, étnicas y religiosas, por ejemplo— están muy presentes en los Estados Unidos de finales del siglo xx.

E l « c h o q u e d e c iv il iz a c io n e s» v e r su s l a e v a n e s c e n c ia d e « O c c id e n t e »

La tesis de Samuel Huntington del «choque de civilizaciones»42 re­conoce que la modernización y la occidentalización actuales no son ten­dencias convergentes sino divergentes.

42. Huntington, Samuel P., The Clash o f Civilizations and the Rem aking o f World Order, Nueva York, Simón & Schuster, 1996 (trad. cast.: Choque de civilizaciones, Bar­celona, Paidós, 1997).

158 Falso amanecer

Para Huntington, son las fallas tectónicas entre civilizaciones y no los intereses divergentes de los Estados los que configurarán los conflictos del mundo de la posguerra fría. Según él: «La rivalidad de las superpo- tencias es reemplazada por el choque de civilizaciones. En este nuevo mundo, los conflictos más penetrantes, importantes y peligrosos no ten­drán lugar entre clases sociales, entre ricos y pobres o entre otros grupos de­finidos en términos económicos sino entre pueblos pertenecientes a dife­rentes entidades culturales [...]. Y los conflictos culturales más peligrosos son aquellos que se dan a lo largo de las fallas tectónicas de las civiliza­ciones».43 La aseveración de Huntington de que el fin de la guerra fría su­pone el fin de las ideologías como fuente principal de conflicto interna­cional es correcta. La inferencia que hace a partir de este hecho es que en el futuro los «conflictos civilizacionales» serán la causa principal de las guerras.

La tesis de Huntington de que los choques de civilizaciones son la principal causa de las guerras presenta muchas dificultades adicionales. Las «civilizaciones» que constituyen el mundo actual no son fáciles de identificar: es difícil saber qué lugar ocupa América latina en la descrip­ción; tras algunas dudas, los judíos son considerados como un apéndice de «Occidente»; la Grecia contemporánea se clasifica como no perteneciente a la «civilización occidental»; la civilización tibetana, que es antigua, remo­ta y con una larga tradición literaria, queda excluida, quizá porque no tie­ne futuro en la China contemporánea. Es difícil encontrar justificaciones razonables para esos juicios.

Hay algunos otros ejemplos de categorizaciones arbitrarias o anó­malas; la taxonomía de Huntington de las civilizaciones no es del todo confiable. Parece creer que en el mundo actual hay entre seis y nueve ci­vilizaciones: sínica (china), japonesa, hindú, islámica, occidental, latinoa­mericana, budista, ortodoxa y africana.

Huntington tiene dudas sobre si algunas de esas culturas merecen el título honorario de civilización. Los criterios que deben cumplirse para convertirse en miembro de ese club exclusivo no están claros y los que in­voca tácitamente reflejan, en su mayor parte, la obsesión estadounidense con el multiculturalismo: un pueblo o una cultura es una civilización si es una minoría políticamente activa en Estados Unidos, en caso contrario se la ignora.

43. Huntington, op. cit., pág, 28.

Incluso aceptando su taxonomía, la afirmación de Huntington de que las guerras de nuestro tiempo son conflictos entre «grupos civiliza- cionales» no cuadra con la realidad. Las «olas humanas» de soldados de a pie que perecieron en la guerra Irán-Irak murieron en un conflicto que tenía lugar dentro de una única «civilización». El genocidio de los tutsi por parte de los hutu fue «intracivilizacional», igual que el de la Cambo- ya de Pol Pot. Huntington podría responder que esos conflictos eran lo­cales, mientras que los choques de civilizaciones que describe son globa­les. Sin embargo, la primera guerra mundial bien puede ser descrita como una guerra civil europea. La guerra de Corea y la guerra de Viet- nam no fueron conflictos civilizacionales sino compromisos estratégicos entre Estados que justificaban sus reivindicaciones invocando ideologías «occidentales». En la segunda guerra mundial, países «occidentales», como Gran Bretaña y EE.UU., se aliaron con un país «ortodoxo», la URSS, contra otro Estado «occidental», la Alemania nazi. Es fácil en­contrar ejemplos como éstos.

Actualmente, como en el pasado, las guerras suelen librarse entre pueblos de diferentes nacionalidades o etnias, no entre miembros de di­ferentes «civilizaciones». Ya sea que las guerras sean libradas por Estados soberanos o por milicias irregulares, la lógica de la competición militar suele dar lugar a alianzas que reúnen a diferentes «civilizaciones». En el conflicto entre Armenia y Azerbaiyán, Irán estaba de parte de la cristia­na Armenia, no del islámico Azerbaiyán. El caleidoscopio bizantino de las cambiantes alianzas en los Balcanes y en Asia central no ofrece ningún apoyo a las grandes simplificaciones de Huntington.

Como apuntó perspicazmente Robert Kaplan: «La hipótesis de Huntington sobre una guerra entre el Islam y la cristiandad ortodoxa no queda corroborada por las redes de alianzas existentes en el Cáucaso. Pero ello es así, sólo porque Huntington ha errado al identificar cuál es la guerra civilizacional que está teniendo lugar allí. Los turcos azeríes, quizá los musulmanes chiítas más laicos del mundo, perciben su identi­dad cultural no en términos de religión sino en términos de su raza turca. De la misma manera, los armenios combaten con los azeríes no porque éstos sean musulmanes sino porque son turcos, vinculados a los mismos turcos que masacraron a los armenios en 1915».44

44. Kaplan, Robert D., The Ends O f the Earth: A Journey at the Dawn o f the Twenty-Eirst Century, Nueva York, Random House, 1996, pág. 270.

Estados Unidos y la utopía del capitalismo global 159

160 Falso amanecer

La taxonomía de las civilizaciones de Huntington no sólo no se co­rresponde con las realidades culturales sino que tampoco consigue pro­yectarse a las guerras más actuales. A pesar de ello, ésta no es la principal objeción a su explicación. La tesis de que la humanidad está dividida en civilizaciones que chocan entre sí tiene unos puntos débiles importantes que ni siquiera una aplicación históricamente más matizada de ella po­dría evitar. La idea de la división de los pueblos y de las culturas en civi­lizaciones que compiten entre sí forma parte de la interpretación ilustra­da de la historia que Huntington está atacando.

La idea de «civilización» presupone que todas las sociedades «civili­zadas» están hechas de la misma pasta, todas ellas son encarnaciones de jun único esquema de valores cuyo opuesto es la «barbarie». Este era el punto de vista de muchos pensadores de la Ilustración en todas sus dife­rentes expresiones: francesa (Condorcet, Diderot, Voltaire), alemana (Kant, Marx), escocesa (Hume, Smith, Ferguson), inglesa (Bentham, John Stuart Mill) y estadounidense (Thomas Jefferson, Benjamin Franjdin). Fue la idea que los principales críticos de la Ilustración, sobre todo J . G. Herder, intentaron reemplazar por el concepto de la irreductible diversidad de las culturas humanas.

Herder y otros pensadores de la contra Ilustración45 usaron la idea de la diversidad fundamental de las culturas para atacar el vehículo a tra­vés del cual se estaba propagando la idea de la civilización universal en esa época: el imperialismo cultural francés. Es una crítica al universalis­mo ilustrado que no ha perdido relevancia en la actualidad, ahora que Estados Unidos ha sucedido a Francia e Inglaterra en el papel que estas potencias ocuparon en un tiempo.

La r e a l id a d d e f in a l e s d e l s ig l o x x :E st a d o s U n id o s v e r su s e l r e s t o

Huntington ataca la concepción ilustrada de los valores universales. Este punto de vista simplificado^ basado en el supuesto de que todos, los pueblos civilizados tienen los mismos valores y quieren las mismas fosas, fue lo que apuntaló el dualismo entre civilización y barbarie de la Ilustración.

45. Sobre la descripción de Berlín de la contra Ilustración, véase mi obra Berlín, Londres y Princeton, NJ, HarperCollins y Princeton University Press, 1995.

Estados Unidos y la utopía del capitalismo global 161

No necesitamos introducir las tesis del «relativismo» para rechazar este engaño. Contrariamente a lo que los relativistas afirman,46 hay males y bienes que son universalmente humanos. La seguridad frente a la muer­te violenta o al hambre no son «bienes» culturalmente variables. Además, hay estándares éticos y ascéticos que nos permiten identificar los grandes logros de las distintas culturas: la litada de Homero es un logro cultural mayor que el guión de E l silencio de los corderos, de la misma manera que el templo Zen de Ryoanji es superior a una iglesia que se puede ver sin ba­jar del coche. Pero de la realidad de los bienes y males universales no se desprende que un sistema político y económico —por ejemplo el «capita­lismo democrático»— sea lo mejor para toda la humanidad. Los valores humanos universales pueden ser encamados por distintos regímenes.

Es de sentido común el que algunas sociedades se desempeñan me­jor que otras en términos económicos, educativos y culturales. Sin em­bargo, nada sugiere que las culturas «occidentales» estén siempre a la ca­beza de la liga. Los neoconservadores estadounidenses que denostan la creencia actual de que todas las culturas son iguales lo hacen a partir de la inocente creencia de que su cultura es la mejor.

Huntington no está mucho menos orientado hacia Norteamérica. Critica el universalismo, que es el fundamento tácito de prácticamente todo el pensamiento estadounidense, pero se mantiene firmemente den­tro de la tradición dualista e incluso a veces maniquea que ha guiado des­de hace mucho tiempo a la política exterior de Estados Unidos. Sus ar­gumentos siguen la clasificación bipolar de las culturas en civilizadas y bárbaras de la Ilustración. Divide al mundo en dos: «Occidente y el res­to». «Occidente» es uno; «el resto» son muchos.

La civilización occidental no es universal pero, según Huntington, es única. Tiene una sola identidad que se ha mantenido durante un largo pe­ríodo de tiempo y que abarca muchos países. Huntington afirma que esta singular identidad «occidental» está actualmente en peligro. Nos dice que «la principal responsabilidad de los líderes occidentales [...] es preservar, proteger y renovar las cualidades únicas de la civilización occidental. Dado que es el país occidental más poderoso, la responsabilidad corres­ponde mayoritariamente a los Estados Unidos de América».47 Estados

46. He criticado el relativismo contemporáneo de la obra de Richard Rorty en su variedad más plausible en mi libro Endgam es, op. cit., capítulo 4.

47. Huntington, op. d t., pág. 311.

Unidos debería desempeñar esta tarea, aconseja, alimentando la «civili­zación atlántica» que une a las sociedades de América del Norte y Euro­pa occidental a través de mecanismos como el de un Área de Libre Co­mercio Transatlántica (ALCTA).

Sin esto, Huntington prevé un futuro poco prometedor: «Los pue­blos de Occidente —nos advierte sombrío— deben permanecer unidos; de lo contrario, con toda probabilidad, quedarán colgados por separado».48

Sin embargo, en Ja actualidad, la propia idea de la «civilización occi­dental» es cuestionable. Puede que «Occidente» haya sido una realidad cuando era equivalente a la cristiandad occidental, pese a que las guerras de la Reforma se cuenten entre las peores de la historia. La idea tenía cierto asidero cultural cuando tanto Estados Unidos como Europa po­dían considerarse descendientes del proyecto común de la Ilustración, pero estas afinidades históricas están desvaneciéndose rápidamente. En las actuales circunstancias, el discurso sobre «Occidente» es un síntoma de retraso intelectual, que proviene de la solidaridad estratégica entre Europa occidental y Estados Unidos forjada durante la segundar guerra mundial y la guerra fría.

Sin embargo, tras la guerra fría, las relaciones entre Estados Unidos y Europa tienen más en común con las que existieron en el período de en­treguerras, cuando EE.UU. era considerado —y se consideraba a sí mis­mo— sui generis. El grandioso proyecto de ampliación de la OTAN, lide­rado por Estados Unidos, evoca la reconstrucción wilsoniana de Europa tras la primera guerra mundial. Actualmente no existe ninguna «civili­zación occidental» que Estados Unidos pueda liderar. La singularidad a la que Huntington se refiere no es la de «Occidente»; es la de Estados Unidos.

Considérese uno de los componentes de la civilización occidental al que se refiere Huntington: la religión. En la actualidad, mientras que la mayor parte de los países europeos son poscristianos, Estados Unidos si­gue siendo un país de religiosidad extendida, intensa y a menudo funda- mentalista. No es sólo que los porcentajes de asistencia a la iglesia y de aceptación de que se tienen creencias religiosas sean mucho más altos que en cualquier otro país occidental, es que muchos estadounidenses mantienen creencias y prácticas religiosas que se han convertido en mar­ginales en prácticamente el resto del mundo. Casi el 70 % de los esta­

162 Falso amanecer

48. Huntington, Samuel, «The West v. the rest», Guardian, 23 de noviembre de 1996.

Estados Unidos y la utopía del capitalismo global 163

dounidenses cree en el diablo, en comparación con la tercera parte de los británicos, la quinta parte de los franceses y la octava parte de los suecos. Alrededor de la cuarta parte de los estadounidenses son cristianos que han recuperado la fe, para quienes la posesión diabólica no es una metá­fora sino la realidad literal.

Robert Mapplethorpe —el talentoso fotógrafo cuyos estudios sado- masoquistas causaron cierto revuelo en Estados Unidos a principios de los noventa— exhortaba a sus sujetos fotográficos a «hacerlo por Satán». En cualquier otro país europeo, el conjuro de Mapplethorpe habría sus­citado interrogantes sobre su equilibrio psicológico; en Estados Unidos evocaba una presencia cultural real.

En la profundidad y el alcance de su religiosidad, Estados Unidos se distingue de todos los demás países avanzados. Los gobiernos de sus cincuenta Estados aceptaron financiar con fondos federales el absurdo proyecto de promover la abstinencia sexual entre los adolescentes esta­dounidenses. En julio de 1997, la Coalición Cristiana presentó en el Con­greso una enmienda constitucional que podría convertir en obligatoria la enseñanza de las tesis creacionistas en las escuelas estadounidenses.49 Decir que Estados Unidos es una sociedad laica es absurdo; sus tradicio­nes laicas son más débiles que las de Turquía.

Como ha señalado Lipset, esta diferencia entre Estados Unidos y to­dos los demás países avanzados está aumentando, no disminuyendo: «La fuerza de la religión en Estados Unidos no da ninguna muestra de debi­lidad. Encuestas de la Gallup y de otros [...] indican que los protestantes estadounidenses son los que más asisten a la iglesia y que los estadouni­denses son los cristianos más fundamentalistas [...]. En 1991, el 68 % de la población adulta pertenecía a una iglesia y el 42 % asistía semanal­mente a los servicios religiosos, una proporción mucho más alta que la de cualquier otra nación industrializada».50

La excepcional religiosidad estadounidense ha sido subrayada por muchos observadores desde De Tocqueville. Su persistencia en la actua­lidad y su fuerza cada vez mayor sugieren que el modelo científico-social estándar que heredamos de los pensadores sociales de la Ilustración eu­ropea, según el cual la modernización se desarrolla en paralelo a la secu­

49. Véase «G od ’s soldiers get political», Independent on Sunday, 27 de julio de 1997, pág. 16.

50. Lipset, op. cit.

164 Falso amanecer

larización, es completamente erróneo. Estados Unidos no encaja con el modelo de sociedad moderna heredado de la Ilustración, sin embargo, está más impregnado de sus supersticiones e ilusiones que cualquier otra cultura tardomodema.

El «credo americano» establece una conexión esencial, no acciden­tal, entre Estados Unidos y la modernidad. Actualmente ese credo ha sido maniatado por la influencia neoconservadora. La resistencia del mundo a ser reconstruido como libre mercado universal no sólo pone en peligro la hegemonía conservadora en EE.UU. sino también la visión del mundo estadounidense de la que los conservadores se han apropiado. El descubrimiento de que la vía estadounidense es una singularidad que en modo alguno marca el curso de la historia universal del mundo moderno será el catalizador de grandes cambios culturales. Debería tener el efecto de despojar a Estados Unidos de la imagen de paradigma de la moderni­dad que tiene de sí mismo.

En parte es el inveterado universalismo de la cultura estadoi/nidense lo que explica la intensidad sectaria de sus debates sobre el «multiculluralis- mo». En la larga y vasta historia de la especie, las sociedades multicultura­les son el rasgo común de la humanidad. Todos los imperios del mundo —como el Romano, el Chino, el Otomano, el de los Romanov, el Británico y el de los Habsburgo— abarcaron una copiosa diversidad de culturas. Cada uno tenía una cultura dominante, y a veces algunos tenían metas uni­versalistas, pero ninguno de ellos intentó nunca de manera coherente con­vertir a sus súbditos a un único modo de vida o conjunto de creencias.

Una fundación estadounidense de derechas concedió una importan­te suma de dinero destinada a cursos sobre «civilización occidental» a una universidad de primera línea para comprobar con aflicción, algunos años más tarde, que no se había gastado. La razón era que los académi­cos no pudieron ponerse de acuerdo sobre qué era la «civilización occi­dental». Parece que a nadie se le ocurrió que las dificultades se resolverían gastando el dinero en feminismo o en multiculturalismo. Porque, como ocurre con muchos otros movimientos sociales tardomodernos, éstos son —en sus manifestaciones más radicales y sectarias— unos fenómenos es­pecíficamente estadounidenses. Si esos movimientos sociales radicales no pertenecen a la «civilización americana», no hay nada que pueda en­trar en esa categoría.

Un ángulo muerto en la explicación de Huntington es su afirmación de que el universalismo es inmoral porque lleva al imperialismo. Sin em­

Estados Unidos y la utopía del capitalismo global 165

bargo, los imperios pueden ser —y a menudo han sido— multiculturales; y el imperialismo puede no ser siempre inmoral. Sólo en Estados Unidos esas premisas de Huntington son aceptadas sin ningún cuestionamiento.

Una objeción más poderosa con respecto al universalismo es que es in­compatible con la mentalidad que se necesita para mantener un papel imperial en el mundo. Los imperios duraderos —el Otomano, el de los Habsburgo, el Romano— se mantuvieron gracias a que legislaron en fa­vor de la diversidad cultural. No intentaron construir el mundo a su ima­gen y semejanza ni establecieron sus políticas de acuerdo a la creencia de que el mundo los reverenciaba en secreto. Sin embargo, ni el orden mun­dial posthistórico de Fukuyama ni el bloque occidental de Huntington son concebibles sin un papel imperial mundial para Estados Unidos.

De hecho, nada resulta más ajeno a la mentalidad estadounidense de hoy que la mentalidad imperial. La intervención estadounidense en Bos­nia fue inspirada por la creencia de que un conflicto intratable desde el punto de vista político y militar podía resolverse mediante la imposición de una constitución inteligentemente concebida. Era la expresión de la «ilusión de Dayton»: la de que una corta intervención podía extender a otros regímenes y culturas los valores y procedimientos estadounidenses —una cultura legalista de derechos y un modelo de negociación entre Es­tados y comunidades que se deriva de la práctica del derecho corporati­vo— con una autoridad estrictamente local.

La clase empresarial y la clase política estadounidenses están actuan­do a partir de la premisa de que pueden proyectar los valores estadouni­denses hasta el último rincón de la tierra y sin incurrir en las bajas o en los gastos en que normalmente incurren los imperios. Es una suposición curiosa y que sólo tiene sentido si las élites se imaginan que Estados Uni­dos está exento, de alguna manera, de las cargas que toda potencia im­perial ha debido soportar a lo largo de la historia.

E sta d o s U n id o s c o m o u n a n a c ió n p o st o c c id e n t a l e m e r g e n t e

Huntington afirma que un obstáculo importante para la reafirma­ción del liderazgo estadounidense de la «civilización occidental» es el re­chazo de una parte significativa de la población estadounidense de una identidad «occidental». Explica al lector: «Los multiculturalistas esta­dounidenses [...] desean crear un país de muchas civilizaciones, es decir,

166 Falso amanecer

un país que no pertenezca a una civilización y carente de un núcleo cul­tural. La historia muestra que ningún país constituido así puede durar mucho como sociedad coherente. Unos Estados Unidos multicivilizacio- nales no serán Estados Unidos; serán las Naciones Unidas».51

Como ocurre con la corrección política, los excesos del multicultura- lismo son un blanco fácil. El avance del exclusivismo étnico a finales del siglo XX en Estados Unidos —en el movimiento separatista liderado por Louis Farrakhan, por ejemplo— es un obstáculo para la renovación de cualquier tipo de sociedad civil liberal, a la vez que un impedimento para la existencia de un sentimiento coherente de identidad nacional. Si «mul- ticulturalismo estadounidense» equivale a esos proyectos de separatismo étnico, el destino de Estados Unidos será el de oscilar entre la ilusión ilustrada de la universalidad y las feas realidades de la balcanización.

Huntington ignora a muchos Estados pasados y presentes que han conseguido con éxito mantenerse como multiculturales durante largos períodos: en el mundo actual, Estados Unidos y España son Estacas mul­tinacionales razonablemente coherentes. Nueva Zelanda, Singapur y Ma­lasia son sociedades multiculturales estables. No es nada cierto que todas las entidades políticas modernas estables sean monoculturales. Tampoco todos los Estados modernos están destinados a volverse multiculturales: Japón seguirá siendo un Estado monocultural en el futuro previsible.

El «choque de civilizaciones» no tiene en cuenta las vastas transforma­ciones culturales que están teniendo lugar en el mismo Estados Unidos. Ya no es realista concebir este país como una sociedad inequívocamente «oc­cidental». Muchos elementos señalan que más o menos en el término de una generación se habrá convertido en un país postoccidental. Las ten­dencias demográficas permiten suponer que en el plazo de alrededor de una generación habrá casi una mayoría de estadounidenses asiáticos, negros e hispanos. Según la oficina del censo de EE.UU., hacia el año 2050, los estadounidenses hispanos superarán al total combinado de negros, asiáti­cos e indios estadounidenses, mientras que los blancos no hispanos ha­brán disminuido desde el 73,1 % de la población en 1996, al 52,8 %.52

Como consecuencia de estos cambios demográficos, Estados Unidos „ será muy diferente de otros países del continente americano, comofChile y

Argentina, que siguen siendo claramente europeos en su composición ét­

51. Huntington, op. d t., pág. 306.52. «Hispanic numbers explode in US», Guardian, 31 de marzo de 1997, pág. 8.

Estados Unidos y la utopía del capitalismo global 167

nica y tradiciones culturales. ¿Por qué habríamos de esperar que una po­blación en la que los estadounidenses descendientes de europeos se está volviendo una minoría acepte las tradiciones culturales y políticas europeas? Y, desde luego, ¿por qué se habría de considerar deseable algo así?

Una población que dejará de ser predominantemente europea pro­ducirá unas élites políticas que dejarán de ser culturalmente afines a los países de Europa. Esta es una evolución que ya es evidente en las trans­formaciones que tuvieron lugar dentro de las clases políticas estadouni­denses cuando finalizó la presidencia Bush. La vieja élite de la Costa Este cuya visión del mundo se había configurado con la segunda guerra mun­dial y con la guerra fría y que culturalmente se mantenía leal al atlantis- mo, ya se ha vuelto políticamente marginal.

Esto no significa que las nuevas élites se sientan hispánicas o asiáti­cas. En general se están volviendo más específicamente estadounidenses, pero la identidad estadounidense que encarnan ya no es un producto de una ideología europea de principios de la era moderna. Encarnan la identidad de una nación postoccidental emergente.

Australia y Nueva Zelanda son quizá los ejemplos más claros de la transformación de viejas colonias europeas en Estados multiculturales postoccidentales. Son sociedades multiculturales más logradas que Esta­dos Unidos, en parte porque no se ven obligadas a soportar la carga de la ilusión de tener encomendada una misión universal.

¿ES REFORMABLE EL LIBRE MERCADO ESTADOUNIDENSE?

Los Estados Unidos de la actualidad no son el régimen de igualdad democrática descrito y elogiado por De Tocqueville. Tampoco es la so­ciedad de oportunidades en expansión que encarnaba el New Deal de la posguerra. Es un país dividido por conflictos de clase, movimientos fun- damentalistas y guerras raciales de baja intensidad. Las soluciones políti­cas a esos males suponen la reforma del libre mercado. Es dudoso que esa reforma sea una posibilidad política real en los Estados Unidos de hoy.

En un clima político en el que los ideales y las políticas del New Deal han sido deslegitimados por la influencia conservadora, las cuestiones de justicia económica sólo surgen en los rincones más apartados de la vida administrativa. Ross Perot, Ralph Nader y Pat Buchanan aprovecharon la desconfianza popular hacia las élites políticas. Todos ellos intentaron mo­

168 Falso amanecer

vilizar las preocupaciones de los votantes con respecto a las nuevas desi­gualdades económicas de Estados Unidos en beneficio de sus respectivas campañas.

Puede que el hecho de que sólo en la campaña de 1996 de Pat Bu- chanan los temas de justicia económica ejercieran un impacto importan­te en la corriente principal de la vida política estadounidense sea un au­gurio de lo que depara el futuro. Buchanan aunó cuestiones de justicia económica a una cultura de guerra fundamentalista y a una hostilidad na- tivista hacia el resto del mundo. Pese al atractivo populista de esa combi­nación, Buchanan fue rápidamente marginado, y ese es el destino proba­ble de cualquier futura campaña electoral similar.

Se mantienen las dudas sobre si el manifiesto descontento entre los votantes puede suscitar alguna respuesta de la corriente principal de la política estadounidense. A través de una reglamentación laxa de las con­tribuciones financieras a las campañas electorales, el dinero tiene más in­fluencia en Estados Unidos que en cualquier otra entidad pqlíti^a occi­dental. ¿Qué razón hay para suponer que semejante sistema político pueda responder eficazmente al descontento de una angustiada mayoría? Sin embargo, una entidad política en la que el descontento popular se ex­presa principalmente a través de movimientos que están al margen de la vida política no es una democracia operativa.

Los neoconservadores han identificado el libre mercado con la pre­tensión de Estados Unidos de ser el ejemplo de las naciones modernas. Se han apropiado de la imagen que Estados Unidos tiene de sí mismo como modelo de civilización universal al servicio de un libre mercado global. Para un público alimentado de semejantes ilusiones, los próximos años serán traumáticos.

En las economías más exitosas del mundo, el libre mercado es un em­blema de atavismo, no un símbolo del futuro. Los países de Asia oriental son muy diferentes entre sí, en sus instituciones políticas, en sus sistemas económicos y en sus tradiciones culturales. Lo que tienen en común es su rechazo al apego casi religioso a los libres mercados evidenciado en la po­lítica estadounidense y su repudio al ideal ilustrado de civilización univer­sal que el libre mercado global encarna.

El servilismo hacia los dogmas del libre mercado no puede engen­drar la modernización en este final de siglo. En la lucha entre el libre mercado estadounidense y los capitalismos dirigidos de Asia oriental, es el libre mercado el que pertenece al pasado.

Estados Unidos y la utopía del capitalismo global 169

La percepción de que los países que no suscriben ninguno de los dogmas del «credo americano» están superando a Estados Unidos es de­masiado dolorosa como para penetrar en la conciencia pública. Aceptar que determinados países pueden modernizarse sin necesidad de reveren­ciar las costumbres del individualismo, inclinarse frente al culto de los derechos humanos o compartir la superstición ilustrada sobre el progre­so hacia una civilización mundial equivale a admitir que la religión civil de Estados Unidos es una falsificación.

Para la mayoría de los estadounidenses, aceptarlo resulta intolerable. Para no verse obligados a hacerlo, las pruebas que demuestran que los países que han repudiado el modelo estadounidense tienen el mayor cre­cimiento económico, las mayores tasas de ahorro, los mejores niveles educativos y la mayor estabilidad familiar se niegan y se combaten infa­tigablemente. Admitir estas pruebas equivaldría a afrontar los costes so­ciales del libre mercado estadounidense, como el debilitamiento de la cohesión social y el hecho de que su productividad es prodigiosa, pero también lo son sus costes humanos. En la actualidad, los costes del libre mercado son temas tabú en el discurso estadounidense; sólo unos pocos liberales escépticos los mencionan. Si el hecho de que los libres mercados y la estabilidad social se contraponen pudiera admitirse, el conflicto en­tre ellos no desaparecería pero quizá podría mitigarse.

El principal dilema de la política pública actual es el de cómo reconci­liar los imperativos de los mercados desregulados con las necesidades hu­manas duraderas. Mediante la eliminación de esta cuestión de la agenda po­lítica, los neoconservadores han denegado a Estados Unidos la posibilidad de mostrar cómo el libre mercado podría volverse más humanamente tole­rable. El «modelo económico americano» no es, de hecho, totalmente homo­géneo. En la Costa Oeste, puede que algunas empresas hayan logrado combi­nar un alto grado de flexibilidad con sensibilidad respecto a las necesidades humanas de sus empleados y de la sociedad. Mientras que la posibilidad de que los libres mercados puedan entrar en conflicto con las necesidades vi­tales humanas se niegue, este «modelo califomiano» no puede evaluarse con propiedad, y menos aún emularse en el resto de Estados Unidos.53

El escenario más verosímil de las próximas décadas es el de que Es­tados Unidos preservará la imagen que tiene de sí mismo como modelo

53. Sobre el «modelo californiano», véase Leadbeater, Charles, Britain - the Cali­forn ia o f Europe, Londres, Demos Occasionai Paper, 1997.

170 Falso amanecer

universal orientándose cada vez más hacia adentro. Esto permitirá filtrar las percepciones y eliminar cualquiera que pueda perturbar su confianza en que el mundo está avanzando a su manera.

Sin embargo, Estados Unidos no se retirará al aislacionismo y al proteccionismo. Demasiados intereses empresariales se verían afectados por esa retirada. El constante recurso a la «producción plantación», en la que la manufacturación se sitúa en zonas de bajos costes laborales en el extranjero, ha llevado a que una quinta parte de todas las importaciones a EE.UU. provengan de subsidiarios extranjeros de empresas multina­cionales estadounidenses.54 El capital estadounidense vetará la protec­ción comercial. En los próximos años, el aislamiento estadounidense no será económico o militar sino cognitivo y cultural.

El credo estadounidense actual según el cual EE.UU. es una nación universal supone que todos los humanos nacen estadounidenes y se con­vierten en otra cosa por accidente o por error. Según este credo, los valo­res estadounidenses son compartidos por toda la humanidacj, o lo serán pronto. Desde luego que estas fantasías mesiánicas son corriente. En el siglo XIX, eran Francia, Rusia e Inglaterra quienes afirmaban ser naciones universales. Ahora, incluso más que en el pasado, ésta es una peligrosa presunción.

Estados Unidos ha incorporado las ilusiones y las supersticiones de la Ilustración a la imagen que tiene de sí mismo. En otras épocas, esto po­dría importar menos. En la actualidad, puede hacer imposible la tarea más difícil de la época: la de idear formas de coexistencia pacífica y pro­ductiva de pueblos y regímenes que siempre serán diferentes.

54. Lind, op. cit., págs. 198-199.

Capítulo 6

ANARCOCAPITALISMO EN LA RUSIA POSCOMUNISTA

L os bolcheviques [...] representan una filo so fía de vida foránea, que no puede im ponerse a l pueblo sin producir unos cam bios de instintos, há­bitos y tradiciones tan profundos que agotan com pletam ente las fuen tes vitales de la acción, causando apatía y desesperación entre las víctim as ig­norantes de la Ilustración m ilitante.

Bertrand Russell1

Con pocas excepciones, los autores rusos sienten un auténtico despre­cio p or la m ezquindad de Occidente. Incluso aquellos que m ás han adm i­rado a Europa, lo hicieron porque no consiguieron com prenderla en abso­luto. N o quieren com prenderla. E s por ello que siem pre han interpretado las ideas europeas de m anera tan fan tasiosa.

L. Shestov1 2

En Rusia tuvieron lugar dos experimentos de utopismo occidental durante este siglo. El primero fue el bolchevismo. En su primera fase, la más radical —comunismo de guerra— produjo desindustrialización y hambruna; condujo a la «revolución desde arriba» de Stalin, en la que la colectivización de la agricultura destruyó las granjas de campesinos de Rusia. El segundo fue la terapia de choque. Aplicada brevemente tras el colapso soviético, la terapia de choque pretendía construir un libre mer­cado en la Rusia poscomunista, pero en lugar de ello, produjo una especie de anarcocapitalismo dominado por la mafia.

Los dos experimentos utopistas tuvieron unos enormes costes hu­manos. Ambos fueron intentos de modernización fracasados, guiados por teorías o modelos que tenían poca relevancia para la historia y las cir­cunstancias de Rusia.

Entre 1918 y 1921, los bolcheviques intentaron transformar Rusia en una economía comunista. El comunismo de guerra que intentaron impo­ner a Rusia durante esos años encarnaba una auténtica concepción mar-

1. Russell, Bertrand, The Practice and Theory o f Bolshevism, Londres, George Allen y Unwin, 1920, pag. 118.

2. Shestov, L., A ll Things A re Possible, Londres, Martin Seeker, 1920, pag. 238.

172 Falso amanecer

xista. Pretendía abolir el capitalismo, en el que la propiedad privada, el intercambio de mercado y la institución del dinero ocüpan un lugar cen­tral, y construir una economía de propiedad colectiva y racionalmente planificada.

El comunismo de guerra era consistente con algunos rasgos rusos, como la hostilidad hacia el autoenriquecimiento comercial y el senti­miento del papel mesiánico del país, que siempre han sido rasgos de la cristiandad ortodoxa rusa, sin embargo, no era una simple expre­sión de las tradiciones rusas. Libró una guerra contra el mir, la comu­nidad campesina, y contra todas las tradiciones de la vida campesina rusa, encarnando una brutal modernización desde arriba que tenía antecedentes en la despótica occidentalización impuesta por Pedro el Grande.

El comunismo de guerra se vio inevitablemente condicionado por las paradojas de la historia rusa, pero sus raíces estaban en la Ilustración eu­ropea a la que pertenecía el marxismo clásico.3 Igual que el «gran salto hacia adelante» en China, el comunismo de guerra era una utopír occi­dental. Los bolcheviques no se vieron obligados a recurrir a él por las exi­gencias de la guerra; fue una encamación marxista del proyecto ilustrado de crear una civilización universal.

Tras el colapso soviético de 1991, en Rusia se emprendió otro pro­yecto occidentalizante. A través de las políticas de terapia de choque apli­cadas por Yegor Gaidar, el gobierno poscomunista de Boris Yeltsin in­tentó seguir los consejos de las organizaciones transnacionales y de los consejeros occidentales y trasplantar a Rusia una economía de mercado al estilo estadounidense.

Como era predecible, y sin duda inevitable, el intento fracasó. Surgió un nuevo tipo de capitalismo ruso, diferente de cualquier capitalismo oc­cidental y de aquellos que se habían desarrollado en otros países posco­munistas. El futuro de Rusia está en este capitalismo nativo, no en el mo­delo que Gaidar, como el ultimo en una larga línea de occidentalizadores rusos, intentó imponer en vano al país en 1992-1993.

Las políticas aplicadas por el gobierno de Yeltsin desde el abandono, de la terapia de choque hacen pensar qüe Yeltsin y sus consejeros lyn re­

3. Véase una descripción de la influencia de las tradiciones europeas y rusas en el leninismo en Besancon, Alain, The R ise o f the G ulag: Intellectual Origins ofLeninism , Nueva York, Continuum, 1981.

Anarcocapitalismo en la Rusia poscomunista 173

conocido que la modernización según el modelo de una economía de mercado occidental no es practicable en Rusia. Y puede que tampoco sea deseable.

En la Rusia actual, el desarrollo económico y la construcción del Es­tado son inseparables. Deben ir juntos para poder crecer más que el ca­pitalismo criminal del período inmediatamente posterior al fin del co­munismo. Un Estado moderno con instituciones eficaces que apliquen las leyes es una precondición para una modernización sostenible.

La modernidad que Rusia debe alcanzar aún no puede ser simple­mente la de una nación europea, sino que será, de modo inevitable, la de un país que tiene intereses y tradiciones tanto europeas como asiáti­cas. No es posible trasplantar las instituciones económicas ni las polí­ticas de ningún otro país a las circunstancias únicas de la Rusia posco­munista. Los discursos huecos que afirman que Rusia es un Estado en transición no responden la única pregunta que importa: ¿Transición ha­cia qué?

El capitalismo anárquico que reemplazó la planificación centralizada soviética es seguramente una etapa en el desarrollo económico ruso, no su punto final. Pero no está evolucionando en la dirección de ninguna economía occidental sino que se está convirtiendo en una especie híbri­da de capitalismo que cada vez se parece más al de la Rusia prerrevolu- cionaria. Este no es el libre mercado que describen los libros de texto occidentales recientes, sino un capitalismo en el que una importante in­tervención estatal coexiste con grandes áreas de actividad empresarial desregulada.

Si Rusia se desarrolla de esta manera, estará reanudando una moder­nización autóctona, iniciada durante las últimas décadas del zarismo, de la que fue apartada por la primera guerra mundial y por setenta años de go­bierno soviético.

C o m u n ism o d e g u er ra so v ié t ic o y t er a pia d e c h o q u e

POSCOMUNISTA

Igual que la Unión Soviética a lo largo de sus alrededor de setenta años de historia, el comunismo de guerra fue un intento de modernizar Rusia según un modelo occidental. Richard Pipes ha escrito que «el co­munismo de guerra en general no era una “medida temporal” , sino un in­

174 Falso amanecer

tentó ambicioso, y que finalmente resultó ser prematuro, de introducir el verdadero comunismo».4

Como todas las utopías, el comunismo de guerra requería un cambio sin precedentes en la naturaleza humana para poder establecerse. Como señaló Figes: «El objetivo último del sistema comunista era transformar la naturaleza humana. Era un propósito compartido por los demás regíme­nes conocidos como totalitarios del período de entreguerras. Esta era, después de todo, una era de utopismo optimista con respecto al potencial de la ciencia para cambiar la vida humana [...]. El programa bolchevique estaba basado en los ideales de la Ilustración —sus raíces provenían tanto de Kant como de Marx—, lo que explica la simpatía que sienten hacia él los liberales occidentales, incluso en esta era posmodema».5

Lenin reconoció que el comunismo de guerra era una utopía. Los bolcheviques, observó, eran ingenieros de almas. En su proyecto utopis­ta de Estado y revolución, concibió una sociedad comunista en la que no habría ni ejército ni policía y en la que las restantes funciones del Esta­do podrían ser desempeñadas por cualquiera. Acorto plazo, ¡Íodíía ser necesario mantener algunas de las prácticas del capitalismo. A más lar­go plazo, la economía racional carecería de dinero, propiedad privada y Estado, y sin embargo sería una economía centralmente planificada.

Lenin pensó que esas metas eran alcanzables. En esto siguió a Marx y fue respaldado por Trotsky. A través de su defensa de la «militarización del trabajo», Trotsky fue uno de los principales arquitectos del comunis­mo de guerra; de la misma manera, Stalin volvió a una versión de este tipo de comunismo tras el breve experimento bolchevique con los mer­cados de la Nueva Política Económica. El núcleo del sistema soviético fue siempre la certeza de que los seres humanos debían ser remodelados para satisfacer las necesidades de una economía nueva y «racional». La idea de que la economía existe para satisfacer las necesidades de los seres humanos fue rechazada.

Desde un principio, el comunismo soviético emuló las técnicas de gestión eficiente de las sociedades capitalistas más avanzadas. Lenin in­tentó implementar el «taylorismo», las teorías de «gestión científica» del

4. Pipes, Richard, The Russian Revolution, 1890-1919, Londres, Collins Harville, 1990, págs. 671-672.

5. Figes, Orlando, A People's Tragedy: The Russian Revolution, 1891-1924, Lon­dres, Jonathan Cape, 1996, pág. 733.

ingeniero estadounidense F. W. Taylor,6 7 que usaba el trabajo a destajo y estudios de tiempo y movimiento para intentar remodelar la psicología del trabajador, según una concepción satirizada en la novela antiutopis­ta del escritor ruso Zamyatin, Nosotros.1

La doctrina bolchevique requería que los seres humanos funcionaran como recursos económicos. En su intento de transformar en profundidad la psicología humana, desarrolló una «ciencia de la gestión». Las similitu­des entre la ingeniería social bolchevique y la doctrina y la práctica actual de los constructores de libres mercados en todo el mundo son instructivas.

En Rusia —igual que en Camboya, Rumania, China y en los prime­ros años de la Cuba de Castro— , el intento de construir un sistema eco­nómico del que se hubiera eliminado el intercambio de mercado fue un camino hacia el desastre. Al destruir los precios, no se mantuvo nin­gún medio de que alguien —ya fueran los consejos de planificación del Estado o los gerentes de las empresas— pudiera evaluar los costes relati­vos o la escasez de los bienes. Peor aún, se eliminó todo incentivo para que los trabajadores dirigieran sus esfuerzos allí donde más se necesita­ran y, a su vez, esto hizo que el recurso a la coacción resultara inevitable.

Como lo expresó Figes: «Sin el estímulo del mercado, que seguían rechazando por motivos ideológicos, los bolcheviques no tenían cómo influir en los trabajadores sin recurrir a la fuerza [...]. Esta fue la base de la militarización de la industria pesada: las fábricas de importancia estra­tégica quedarían situadas bajo la ley marcial, con una disciplina militar en el taller y el ausentismo persistente en el “frente industrial” castigado con el fusilamiento por deserción».8

El rechazo del intercambio de mercado como práctica organizadora fundamental de una economía moderna lleva inexorablemente a depen­der de la coacción estatal. Los costes humanos de esta utopía incluyen millones de muertos y un sin número de vidas destrozadas. Sus benefi­cios económicos han demostrado ser insignificantes, especulativos o ilu­sorios. Quienes sufrieron o murieron a causa del proyecto soviético sufrie­ron o murieron por nada.

Anarcocapitalismo en la Rusia poscomunista 175

6. Hasta 1991 no se publicó un estudio serio sobre la vida y la obra de Taylor. Véa­se Wrege, Charles D. y Greenwood, Ronald ] ., Federick W. Taylor: Myth and Reality, Homewood, Illinois, Irwin, 1991.

7. Véase Figes, op. d t., pág. 744.8. Figes, op. d t., pág. 724.

176 Falso amanecer

Pipes resume el trayecto del comunismo de guerra soviético: «En su forma madura, que alcanzó sólo en el invierno de 1920-1921, el comu­nismo de guerra comprendía cierto número de medidas radicales desig­nadas para situar toda la economía de Rusia —tanto la fuerza de traba­jo como la capacidad productiva y los mecanismos distributivos— bajo la gestión exclusiva del Estado». Estas medidas incluían una nacionali­zación de gran alcance, la liquidación del comercio privado, la elimina­ción del dinero como unidad de intercambio y de cuenta, la imposición de un único plan económico global y la introducción del trabajo obliga­torio.9

El comunismo de guerra fracasó en todos sus objetivos. Según la teoría marxista, la organización económica comunista sería mucho más produc­tiva de lo que el capitalismo había sido nunca. Sin embargo, el verdade­ro resultado de las medidas radicales aplicadas durante el período del comunismo de guerra fue el de una caída masiva de la producción in­dustrial.

«El objetivo económico concreto de las políticas industriales s6viéti- cas bajo el comunismo de guerra era, desde luego, aumentar la producti­vidad. Los datos estadísticos, sin embargo, demuestran que las conse­cuencias de estas políticas fueron precisamente las contrarias [...]. Bajo el comunismo de guerra, el “proletariado” ruso cayó en un 50% , la pro­ducción industrial en tres cuartas partes y la productividad industrial en un 70 % .» Pipes llega a la conclusión de que «los programas utopistas que Lenin había aprobado no hicieron más que destruir la industria rusa y diezmar a sus clases trabajadoras».10

El resultado del comunismo de guerra fue un gran paso hacia atrás. Rusiá, que antes de la primera guerra mundial había sido una de las eco­nomías con crecimiento más rápido del mundo, fue desindustrializada. También la agricultura sufrió un retraso considerable. El comunismo de guerra contribuyó a la hambruna de 1921-1922 a través de sus políticas de requisición de cereales a los campesinos. Incluso cuando, en 1921, Lenin relajó la política de requisición, se mantuvo aferrado al proyecto utopista de la abolición del intercambio de mercado en los productos agrícolas: «Al abandonar la requisición de cereales, Lenin se aferró de manera compulsiva a la esperanza de que podría evitar conceder liber­

9. Figes, op. á t., págs. 672-673.10. Figes, op. cit., págs. 695-697.

tad de comercio, de que no tendría que permitir que el mercado man­chara la pureza de las relaciones comunistas [...]. El utopismo se resistía a morir. Pero la realidad demostró ser más fuerte».11 Cuando Lenin mo­dificó la política de requisición, la amenaza de la hambruna era ya clara. Según fuentes soviéticas, la hambruna se cobró más de cinco millones de vidas.11 12

El comunismo de guerra fue abandonado. En 1921, los bolcheviques se vieron obligados a pedir ayuda internacional, con el resultado de que «en determinado momento, la agencia de socorro estadounidense y otras organizaciones de ayuda internacional estaban alimentando a más de diez millones de bocas».13 Hubo una rebelión de trabajadores en Kronstadt y se introdujo la «nueva política económica», que duró hasta alrededor de 1926-1927 y restauró el intercambio de mercado, especialmente en pro­ductos agrícolas. Como señala Becker, Lenin introdujo la NPE «para dar un respiro al partido, reemplazando la requisición de cereales por im­puestos y reabriendo lo mercados de comestibles como parte de la retira­da generalizada de la utopía sin dinero y sin propiedad privada que había tratado de crear a partir de 1918».14

Las grandes hambrunas que Rusia sufrió más tarde (como la de 1932-1933) no fueron resultado del intento de socializar la industria sino de la colectivización de la agricultura. Igual que el comunismo de guerra, la colectivización soviética de las explotaciones agrícolas fue una aplica­ción directa de la doctrina marxista. Tanto el propio Marx como Georgi Plejanov, el primer gran pensador marxista ruso, creían que el futuro de la agricultura requería la industrialización de las explotaciones agrícolas y la erradicación de las tradiciones campesinas.

Marx veía el futuro de la agricultura como una evolución similar a la de la industria del siglo xix. Las pequeñas propiedades campesinas se­rían reemplazadas por gigantescas granjas-factorías. En parte, esto se debía a que Marx había tomado la fábrica capitalista del siglo XIX como modelo de organización racional de la producción, pero también tenía

11. Nekrich, M. y Heller, A., Utopia in Power: The H istory ofth eSoviet Union from 1917 to the Present, Nueva York, Summit Books, 1986, págs. 115-136.

12. Citado en Nekrich y Heller, op. cit., pág. 120. La fuente citada figura como Pro- kopovich, Narodnoe khoziaistvo SSR, 1, pág. 59.

13. Becker, J., Hungry Ghosts: China’s Secret Fam ine, Londres, John Murray, 19%, pág. 38.

14. Becker, op. cit., pág. 38.

Anarcocapitalismo en la Rusia poscomunista 177

178 Falso amanecer

que ver con la creencia de Lenin en que la sociedad no podría ser socia­lista hasta que estuviera formada mayoritariamente por proletarios in­dustriales.

El dogma marxista de que las explotaciones agrícolas debían indus­trializarse era el núcleo del proyecto bolchevique de la modernización de Rusia. El resultado de la colectivización y la «deskulakización» (la elimi­nación del campesinado rico) fue que las tradiciones del campesinado ruso fueron virtualmente destruidas. Algunas técnicas agrícolas sobrevi­vieron en las pequeñas parcelas privadas, de las que a menudo dependió la supervivencia de las personas corrientes, tanto en el período de la te­rapia de choque poscomunista como en el de la colectivización soviética. Sin embargo, el precio de la política bolchevique de obligar a Rusia a aceptar una modernización según el modelo de desarrollo industrial eu­ropeo del siglo XIX fue el permanente debilitamiento de su capacidad de alimentarse a sí misma.

Según las estimaciones de Conquest, entre 1930 y 1937, pnce millo­nes de campesinos murieron en la Unión Soviética y otros tres r&illones y medio perecieron en el gulagP Ellman ha calculado que entre siete y ocho millones de personas murieron de hambre en la URSS en 1933.15 16 El resultado fue el mismo, aunque a una escala aún mucho mayor, cuan­do Mao usó la colectivización agrícola soviética como modelo para la modernización de China.

En la última década del zarismo se había emprendido otro camino hacia la modernización. En una ley promulgada el 9 de noviembre de 1906, el primer ministro reformista P. A. Stolipin había liberado a los campe­sinos de las obligaciones que tenían hacia sus comunas y los había auto­rizado a pedir una participación en ellas, que ahora serían propiedad pri­vada. A consecuencia de ello, entre 1906 y 1916, poco menos de la cuarta parte de los hogares campesinos de la Rusia europea rellenaron solicitu­des para hacerse con la propiedad privada de sus parcelas. .

Hay una controversia considerable sobre los efectos de las reformas de Stolipin. No puede saberse si éstas podrían haber impedido la revolu­ción en Rusia si Stolipin no hubiera sido asesinado en 1911 y si la prime­ra guerra mundial no hubiera desviado a la Rusia zarista de su sqpda re­

15. Conquest, Robert, H arvest o f Sorrow, Oxford, Oxford University Press, 1986.16. Ellman, Michael, «A note on the number of 1993 famine victims», Soviet Stu­

dies, 1989, citado en Becker, op. cit., pag. 46.

formista. Sin embargo, está claro que, a diferencia del comunismo de guerra y de la colectivización agrícola, las reformas de Stolipin promo­vieron una modernización que satisfacía muchas de las necesidades y cir­cunstancias particulares de Rusia.

Tanto el comunismo de guerra como la colectivización expresaban el mismo proyecto marxista, que era el de construir una economía en la que el intercambio de mercado se hubiera eliminado. A pesar de episodios como la «nueva política económica» de la década de 1920 y la perestroi­ka de Gorbachov, y pese a los mercados negros que fueron endémicos en la URSS a lo largo de toda su historia, ese proyecto animó a la Unión So­viética durante toda su existencia.17

Desde su inicio hasta su fin, el régimen soviético se embarcó en el proyecto destinado al fracaso de modernizar Rusia según un modelo marxista occidental. Es innegable que en determinados momentos los ru­sos apoyaron ese proyecto, e incluso puede que ese apoyo haya sido ma­yor durante las peores épocas estalinistas. Es una perversidad afirmar, como ha hecho Alexander Zinoviev, que el estalinismo era el ejercicio del poder popular; pero es cierto que algunas de las peores atrocidades del es­talinismo, así como algunas de las peores atrocidades de la revolución cul­tural china, no hubieran podido tener lugar sin la colaboración activa de las personas corrientes.18

Sin embargo, la razón de ser del Estado soviético durante toda su existencia fue la de una modernización cuyos orígenes y objetivos eran claramente «occidentales». En la primera biografía de Lenin para la que se usó material de los archivos disponibles desde el colapso soviético, Volkongonov señala que «el comunismo de guerra [...] era la base y la esencia de la política de Lenin, y sólo su colapso total le obligó a aferrar­se al chaleco salvavidas de la NPE. El comunismo de guerra [...] no mu­rió por completo, sino que sobrevivió en varias formas incluso hasta fi­nales de la década de 1980».19 El proyecto bolchevique que el sistema

17. He analizado los orígenes marxistas del totalitarismo soviético en «Totalitaria­nism, reform and civil society», en mi libro Post-liberalism : Studies in Political Thought, Londres y Nueva York, Routledge, 1993, capítulo 12.

18. Véase la versión de Zinoviev en The Reality o f Communism , Londres, Gollancz, 1984; Homo Soviéticas, Londres, Gollancz, 1985; Perestroika in Partygrad, Londres, Pe­ter Owen, 1990; Katastroika, Londres, The Claridge Press, 1990.

19. Volkogonov, Dimitri, Lenin: L ife and Legacy, Londres, HarperCollins, 1995, pág. 334.

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180 Falso amanecer

soviético encarnó a lo largo de su historia era el de la imposición de una modernidad occidental a Rusia, pero sin capitalismo. ’

La consecuencia de este proyecto fue el descarrilamiento de la mo­dernización autóctona iniciada por el zarismo tardío. Uno de los princi­pales legados soviéticos al gobierno poscomunista de Rusia es el de una economía agrícola en ruinas. Como Rusia es actualmente una sociedad urbana, su menguante población rural vive aislada y también en la po­breza. Entre 1991 y 1995 su número cayó de treinta y ocho millones y medio a treinta y cinco millones, ya que quienes pudieron escaparon a las ciudades. Las cosechas han disminuido y la cosecha de 1996 fue apenas algo mejor que la de 1995, a su vez la peor en treinta años.20

La producción soviética de cereales nunca alcanzó la lograda en las últimas épocas zaristas, pero mantener una producción semejante a la so­viética ha resultado ser una meta inalcanzable para la Rusia poscomunis­ta. Los proyectos mal concebidos de privatización de tierra no han hecho más que aumentar las dificultades de unos trabajadores rurales p t̂ra quienes el capitalismo campesino ni siquiera es un recuerdo. Si la colectivización creó un proletariado rural en Rusia, la «descolectivización forzosa» ha producido una subclase rural.

El pensamiento que inspiró la reforma del mercado en Rusia difie­re del leninismo en el sistema económico que pretendía instalar. Pero sus consecuencias en términos de sufrimiento humano y de devasta­ción económica han sido en algunos aspectos sorprendentemente pa­recidas.

Igual que la utopía concebida por Lenin, el libre mercado global pre­tende construir un estado de cosas que nunca ha existido hasta ahora en la sociedad humana y que va mucho más allá del libre mercado inglés de mediados de la época victoriana y del orden económico internacional liberal que existió hasta 1914. En un libre mercado global, los movimien­tos de bienes, servicios y capital están libres de controles políticos im­puestos por cualquier Estado soberano, y los mercados han sido des­vinculados de sus sociedades y culturas originales. Ésta es una utopía divorciada de la historia, hostil a las necesidades humanas vitales y en úl­timo término tan autodestructiva como todas las que se intentaran apli­car en nuestro siglo.

20. «Russian farm reform’s fruit; a rural underclass», International H erald Tribune, 2 de abril de 1997.

El laissez-faire global no requiere regímenes totalitarios. No provoca una expansión del Estado que lo lleve a incorporar a todas las demás institucio­nes sino que lo reduce a sus funciones más específicamente represoras. Mu­chas de las funciones de control social se trasladan a los mercados, que mol­dean la opinión pública y dan forma a las preferencias de los consumidores.

El mercado libre global es una utopía postotalitaria. Necesita que la fuerza se ejerza principalmente en la periferia de su poder y en las etapas más tempranas de su construcción.

Tanto el sistema soviético como el libre mercado son experimentos de racionalismo económico. Los partidarios del libre mercado nos dicen que la productividad sin precedentes de un sistema económico racional eliminará las causas de los conflictos sociales y de la guerra. Los marxis- tas soviéticos solían aseguramos que la planificación socialista converti­ría la escasez en cosa del pasado. Tanto unos como otros nos dicen que la productividad creciente resolverá por sí misma la mayor parte de los pro­blemas sociales; tanto unos como otros exaltan el crecimiento económi­co por encima de todas las demás metas y valores.

Igual que los bolcheviques, las tropas de choque del libre mercado son decididamente hostiles a cualquier tradición que se interponga en el camino de lo que consideran progreso económico. Si para poder cumplir sus objetivos hace falta sacrificar unas pocas culturas, los partidarios del libre mercado aceptarán ese precio sin amilanarse.

El laissez-faire global y el proyecto comunista que animó a la ex Unión Soviética tienen muchos enemigos en común: ambos son hostiles a las di­ferencias nacionales y culturales en la vida económica y a la herencia de la tradición y de la historia, les molesta el atraso de los campesinos y de la vida de pueblo y son intolerantes con respecto al individualismo sin control de la burguesía y a la refractariedad de la clase trabajadora.

Las principales víctimas del libre mercado global son, igual que las del comunismo de guerra y las del sistema soviético, los campesinos y —en menor medida pero de todos modos considerable— los trabajadores in­dustriales urbanos y la clase media profesional.

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T era pia d e c h o q u e : o tra u to pía o c c id e n t a l

El de ser usada como campo de experimentación de las utopías occi­dentales parece ser el sino de la Rusia del siglo xx. El comunismo sovié­

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tico era una de esas utopías, pero también lo eran las reformas de Gor­bachov y las políticas de terapia de choque que siguieron al colapso so­viético.21

El sistema soviético que Gorbachov intentó renovar no era refor­mable. Carecía de legitimidad política en Rusia y en el «extranjero pró­ximo» de las nacionalidades soviéticas. Fuera de su enorme sector mili­tar, la economía soviética sólo funcionaba en la medida en que albergaba mercados negros y mercados grises. La «era del estancamiento» de Brez- nev fue, para algunas personas de varias regiones de la Unión Soviética, una era de despegue económico, ya que institucionalizó la corrupción y permitió el florecimiento del intercambio de mercado.

El programa de reformas de Gorbachov empezó como una campaña anticorrupción. Su objetivo principal fue el de lograr una «aceleración» (;uskoriniye) de la economía. Uno de sus primeros resultados fue el en- lentecimiento económico, seguido por el colapso. El sistema soviético de planificación centralizada no pudo funcionar sin esos mercado^ que con­denaba como criminales.

Las políticas de terapia de choque que fueron impuestas tras la desa­parición del régimen soviético eran, en parte, apenas el reconocimiento de que el sistema económico anterior había sufrido un colapso generali­zado. Pero también eran un intento de reconstruir Rusia sobre el mode­lo de otra utopía occidental. Eran políticas que habían logrado algunos de sus objetivos en otros países, aunque en Rusia resultaron inoperantes.

Cuando se aplicó la terapia de choque, a finales de 1991, era imposible que se produjera una transición gradual a partir de la planificación cen­tralizada. La vieja economía soviética ya estaba prácticamente desin­tegrada. Las políticas de Gorbachov de reforma estructural de la econo­mía (perestroika) y de liberalization política (glasnost) habían producido un caos. No sólo las instituciones de planificación centralizada sino gran parte del aparato del Estado soviético se habían derrumbado y se carecía de la maquinaria necesaria para aplicar un programa de reformas gra­duales. El desmantelamiento por etapas de las viejas instituciones y polí­ticas no era una de las opciones posibles del primer gobierno poscomu­nista ruso.

21. He analizado la última etapa del zarismo en «Totalitarianism, reform and civil society», en mi libro Post-liberalism , op. cit., págs. 164-168. Véase también Gatrell, P., The Tsarist Economy 1850-1917, Londres, B. T. Batsford, 1986.

Anarcocapitalismo en la Rusia poscomunista 183

El principal legado que Boris Yeltsin recibió de Mijail Gorbachov fue la imposibilidad de aplicar medidas graduales. Los principales apoyos a las reformas de Gorbachov provenían de los creadores de opinión de los paí­ses occidentales; en la ex Unión Soviética la perestroika era ridiculizada y despreciada.

Tan manifiestamente irrealizables eran las reformas de Gorbachov que, cuando empezó el verano de 1989, los observadores occidentales podían ver con claridad que la Unión Soviética había llegado a una si­tuación prerrevolucionaria: «Lo que está ocurriendo en la Unión Soviéti­ca no es la etapa media de una reforma sino los comienzos de una revo­lución cuyo desarrollo nadie puede prever».22

Las políticas de Gorbachov habían desvelado un sistema cuya legiti­midad era tan leve que incluso aquellos que más se habían beneficiado de él, los integrantes de la nomenklatura comunista, estaban poco dispues­tos a recurrir a la represión para defenderlo. Curiosamente, un vasto im­perio con una terrible historia de represión dejó de existir sin que ni los gobernantes ni los gobernados ejercieran una violencia significativa. Cuando el golpe de Estado lanzado contra Gorbachov el 19-21 de agos­to de 1991 abortó, resultó evidente que la nueva era postsoviética era irreversible.23

El nombramiento, en noviembre de 1991, de Yegor Gaidar para su­pervisar la transición de Rusia a una economía de mercado demostró que Yeltsin comprendía que ya no era posible —si es que alguna vez lo había sido— aplicar reformas según una serie de secuencias ordenadas. Era inevitable aplicar algún tipo de terapia de choque con medidas rá­pidas, radicales y de largo alcance en vez de reformas parciales e incre­méntales.

Sin embargo, los modelos en que se basó la terapia de choque rusa —el control exitoso de la inflación en algunos países latinoamericanos y la emulación de ese éxito por parte de la Polonia ex comunista— tenían poca aplicabilidad en Rusia. La longevidad del régimen comunista y el ta­maño enorme de su complejo militar-industrial, responsable de alrede-

• 22. Gray, John, «The risks oí collapse into chaos», Financial Times, 13 de septiem­bre de 1989, pág. 25.

23. Hice un análisis del golpe de Estado soviético a poco de producirse en mi mo­nografía The Strange Death o f Perestroika: Causes and Consequences o f the Soviet Coup, Londres, Institute for European Defence and Strategic Studies, septiembre de 1991.

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dor de un tercio del PNB,24 eran unos rasgos únicos. En términos más generales, la inexistencia en Rusia de unas instituciones civiles semejan­tes a las que había hecho de Polonia el primer país poscomunista, junto a la ausencia de una tradición de comercio privado legítimo, hizo que las precondiciones necesarias para una terapia de choque exitosa estuvieran ausentes, ya que ésta supone una sociedad fuerte y una economía robusta, por más que esté reprimida, y no puede crear estas condiciones, por tan­to, cuando se la aplica en ausencia de ellas, los resultados que se obtienen son predeciblemente perversos.

El abandono de la terapia de choque en 1993-1994 dejó claro que Yeltsin se había dado cuenta de que la situación de Rusia, así como su historia, hacía que cualquier trasplante de un modelo económico occi­dental resultara imposible.

Los costes y el fracaso de la terapia de choque son innegables, pero ello no significa que hubiera una política alternativa plausible de refor­ma económica a finales de 1991. Era lógico sostener que los capibios par­ciales eran imposibles en la situación catastrófica"de 1991-1993, aunque era poco razonable esperar que las políticas que se habían aplicado con cier­to éxito en Bolivia o en Polonia tuvieran resultados similares en Rusia, dadas las circunstancias imperantes.25

Muchos de los costes humanos causados por estas políticas no po­dían evitarse, fueron impuestos al gobierno de Yeltsin como un sino his­

24. OECD Economic Survey: The Russian Federation, París, Centre for Coopera- tion with Economies in Transition, 1995.

25. Véase mi monografía, Post-Com m unist Societies in Transition; A Social M arket Perspective, Londres, Social Market Foundation, 1994, reimpresa como capítulo 5 de mi libro Enlightenm ent’s Wake: Politics and Culture at the Cióse o fth e M odern Age, Lon­dres y Nueva York, Roudedge, 1995. Véanse las potentes críticas a la terapia de choque en Steele, Jonathan, E ternalR ussia, Londres, Faber, 1994; Goldman, Marshall, Lost Op- portunity: Why Economic Reform s in Russia H ave Not Worked, Nueva York, Norton, 1994; Ellman, M., «Shock Therapy in Russia: Failure or Partial Success?», Radio Free Europe/Radio Liberty Research Report, 3 de abril de 1992.

Jeffrey Sachs respondió a mi crítica en Understánding Shock Therapy, Londres, So­cial Market Foundation, 1994. Samuel Brittan hizo una útil descripción de las jjiferen- cias entre mis propios puntos de vista y los de Jeffrey Sachs en «Post-communism: the rival models», Financial Times, 24 de febrero de 1994; una descripción más extensa del debate entre Sachs y yo puede encontrarse en Skidelsky, Robert, The World A fter Com- munism, Londres, Macmillan, 1995, págs. 166-172. Véase también Skidelsky, Robert (comp.), R ussia's Stormy path to Reform , Londres, Social Market Foundation, 1995.

tórico: el de los legados del sistema soviético y el fracasado programa de reformas de Gorbachov. Pero parte de la tragedia de la terapia de choque vino del hecho de que ésta era un intento de importar a Rusia un sistema económico construido según el modelo de las teorías de Adam Smith.

Era una ironía casi inevitable que esta teoría smithiana de moderni­zación económica tuviera mucho en común con las teorías marxistas en las que se habían basado las instituciones soviéticas. Como comentó Jo- nathan Steele, «la teoría de Karl Marx sobre la inevitabilidad histórica ha sido asumida por la nueva generación de ingenieros sociales instalados en el Fondo Monetario Internacional, en el departamento de Estado de EE.UU., en los gobiernos europeo-occidentales y en las editoriales de los principales periódicos occidentales».26

Un rasgo constante de todas estas doctrinas es su racionalismo eco­nómico. En su comentario sobre la teoría de la historia materialista mar- xista que apuntaló el proyecto bolchevique en Rusia, Bertrand Russell es­cribió en 1920:

Desear el propio beneficio económico es algo relativamente razonable; a Marx, que heredó de los economistas ortodoxos británicos la psicología racionalista del siglo xvni, el autoenriquecimiento le pareció el objetivo na­tural de las acciones políticas del hombre. Pero la psicología moderna ha buceado en aguas mucho más profundas del océano de locura sobre el cual flota con inseguridad la pequeña barca de la razón humana. El moderno es­tudioso de la naturaleza humana ya no puede asumir el optimismo intelec­tual de épocas pasadas. Sin embargo, ese optimismo persiste en el marxis­mo, volviendo rígidos y procrusteanos a los marxistas en su abordaje de la vida de los instintos. La concepción materialista de la historia es un ejem­plo significativo de esta rigidez.27

El propio Russell era un optimista. La concepción racionalista de la vida política según la cual el interés económico individual es fundamen­tal no desapareció con el marxismo soviético sino que volvió a Rusia, se­tenta años más tarde, con la economía neoliberal. Otro tipo de racio­nalismo animó el corto experimento ruso de modernización económica mediante una terapia de choque.

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26. Steele, Jonathan, «Russia: boom or bust», Observer, 29 de diciembre de 1996, pág. 16.

27. Russell, B., op. cit., pág. 85.

186 Falso amanecer

La base intelectual de las políticas de terapia de choque aplicadas en Rusia fue la de una creencia casi marxista en la supremacía política del interés económico individual, interpretada de una manera cruda como equivalente al crecimiento de la renta y a la expansión de las opciones del consumidor. Al igual que la teoría del materialismo histórico que guió la práctica política bolchevique, las teorías neoliberales sobre las que se basó la terapia de choque no tuvieron en cuenta ni las necesida­des humanas permanentes ni las particulares circunstancias y tradicio­nes de Rusia.

Gaidar construyó sus políticas bajo la influencia de economistas como Jeffrey Sachs, quien tomó el capitalismo estadounidense como modelo de las economías de mercado en todas partes: «E l capitalismo global es seguramente el arreglo institucional más promisorio para lo­grar una prosperidad mundial que el mundo nunca ha visto antes».28 29 Sachs cree que la manera de promover la prosperidad mundial es unl­versalizar las instituciones del libre mercado estadounidense. No ve ninguna razón por la que Rusia deba ser una excepción a esta propo-

29sicion.La verdad es que ni la situación de Rusia de principios de la década

de 1990 ni su historia anterior permitían la reconstrucción de la economía según las líneas de ningún modelo occidental. Sólo una extraordinaria ce­guera de la historia permitía que los consejeros occidentales como Sachs imaginaran que la cuestión de la identidad europea o asiática de Rusia, por resolver desde los tiempos de Pedro el Grande, se podría solucionar con unos pocos años de reforma de los mercados.

El núcleo del programa de Gaidar era la liberalización de los precios. El 2 de enero de 1992 se eliminaron los controles de los precios para el 90 % de los bienes comercializables. Al día siguiente, las colas habían de­saparecido de las tiendas [...] y los precios habían subido un 250 %. Los salarios subieron sólo alrededor del 50 %, por lo que durante un tiempo las empresas tuvieron beneficios mucho mayores. Cuando los precios fueron liberados, gran parte de la economía estaba dominada por mono­polios, por lo que aquellos afortunados que los controlaban recibieron

28. Sachs, Jeffrey, «Nature, nurture and growth», The Econom ist, 14 de junio de 1997, pág. 24.

29. Véase una defensa de los puntos de vista de Sachs en Sachs, Jeffrey, Understan­ding Shock Therapy, op. cit.

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unas ganancias inesperadas, mientras que la situación de la mayor parte de la población empeoraba.

Sobre la liberalización de precios de Gaidar, Skidelsky ha señalado que «en ese primer año, los rusos sufrieron terriblemente, su nivel de vida cayó hasta un 50 %. Si lograron mantenerse fue sólo gracias a sus parcelas de tierra, cultivando su propia comida».30

El segundo componente del programa de Gaidar de terapia de cho­que, la privatización, incluía muchas injusticias que dieron a la renova­ción poscomunista del capitalismo ruso un inicio poco auspicioso. Las privatizaciones fueron iniciadas en julio de 1992 por Anatoli Chubais, un economista de Leningrado que en noviembre de 1991 se había con­vertido en jefe del comité de la propiedad estatal de la Federación Rusa. A finales de 1994, el gobierno de Gaidar había privatizado tres cuartas partes de las industrias medianas y grandes de Rusia, con lo que más de la mitad del PNB de Rusia pasó a ser generado por el sector privado.31

La historia subsiguiente de la privatización rusa corrobora la adver­tencia que hizo Sherr a mediados de 1992: «El [...] riesgo es que Occi­dente [...] promuevá formas dudosas de privatización, que podrían be­neficiar a pocos y perjudicar a muchos. El resultado podría ser, y no por primera vez en la historia de Rusia, el rechazo de los valores y la influen­cia occidentales».32

Igual que con la liberalización de los precios, las ganancias de la pri­vatización se repartieron de forma no equitativa. A los trabajadores y a los directivos se les permitió comprar paquetes de acciones en condicio­nes especiales, con el resultado de que se convirtieron en accionistas ma- yoritarios en el 70 % de todas las empresas. Los bonos que se repartieron entre el público en general dándoles el derecho a comprar acciones fue­ron adquiridos por los trabajadores y directivos. En muchos casos, los di­rectivos consiguieron enriquecerse gracias a las propiedades del ex Esta­do soviético.

Como ocurrió también en la mayoría de los demás países poscomu­nistas, la privatización en Rusia favoreció al cerca de millón y medio de

30. Skidelsky, op. cit., pág. 152.31. Sobre el programa de privatización de Rusia, véase Blasi, J . R., Kroumova, M.

y Ruse, D., Krem lin Capitalism : Pnvatizing the Russian Economy, Londres e Ithaca, Cor- nell University Press, 1997.

32. Sherr, James, «Russia’s defence industry - conversión or rescue?», Jan e’s Inte- lligence Revietv, julio de 1992, pág. 299.

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miembros privilegiados del partido más que a cualquier otro sector de la población y se da la probabilidad de que el trasvase de propiedades de empresas que pertenecían antes al Estado hada una rica minoría siga produciéndose durante algún tiempo, a medida que los trabajadores ven­den sus participaciones para obtener d dinero líquido que necesitan para satisfacer las necesidades de la vida cotidiana.

No obstante, a finales de 1994, más del 40 % de las partidpaciones del común de las compañías privatizadas rusas seguía perteneciendo a sus trabajadores y más del 10 % al Estado. Parece probable que esta pauta plural de propiedad se mantenga. El capitalismo ruso no evolucionará hacia d moddo anglosajón de propiedad accionarial; se mantendrá como un sistema pluralista en el que participarán muchas empresas gestionadas por sus dueños, como en Alemania.

El tercer demento de las políticas de terapia de choque de Gaidar fue la estabilizadón de las finanzas d d Estado. En línea con la ortodoxia preconizada por el FMI, Gaidar intentó equilibrar el presupuesto de modo que el dinero no se emitiera sólo para financiar las actividades gubernamentales. Para ello, los gastos militares se redujeron en alrede­dor de dos tercios y los subsidios industriales disminuyeron de manera drástica. Hubo una severa reducción monetaria. El resultado fue que a principios de 1996, la tasa de inflación había caído en alrededor del 40% . En términos estrictamente antiinflacionarios, la política fue un éxito.

Rusia nunca tuvo una «política de estabilización» como la que cortó en seco la inflación en Polonia (una subida repentina y en una sola vez de los precios, seguida de una relativa estabilidad). Eso ha llevado a algunos de los partidarios de la terapia de choque a argumentar que en realidad ésta no se aplicó en Rusia.33 Pero su argumento es, en el mejor de los ca­sos, poco concluyente, dado que la misma situación política que excluyó el gradualismo también hizo imposible aplicar una sacudida monetaria única. En la imaginería popular rusa, los cambios en la moneda están aso­ciados al régimen de Stalin. Un programa de reforma económica iniciado con un cambio en la moneda no sólo habría resultado impopular sino también extremada y peligrosamente ilegítimo.

33. Véase una versión moderada del argumento de que la terapia de choque no fue aplicada de manera consistente en Rusia en Layard, Richard y Parker, Jon, The Corning Kussian Boom , Nueva York, The Free Press, 1996, págs. 65 y sigs.

Los resultados políticos de la terapia de choque no favorecieron a quie­nes la apoyaron. En las elecciones parlamentarias de diciembre de 1993, el partido de Gaidar, Elección Democrática de Rusia, obtuvo sólo el 13 % de los votos, mientras que el Partido Liberal Demócrata (de equí­voca denominación) de Vladimir Zhirinovsky, antisemita y xenófobo, al­canzó el 24 %. La terapia de choque, que había sido la única estrategia económica disponible, dejó de ser políticamente viable. Sus costes socia­les se habían vuelto intolerables.

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Los COSTES SOCIALES DE LA TERAPIA DE CHOQUE RUSA

La pobreza y la criminalidad no eran en absoluto desconocidas en la historia de la Unión Soviética. Sin embargo, la terapia de choque contri­buyó a empobrecer a la mayoría rusa y criminalizó la economía en un gra­do sin precedentes.

El colapso de la actividad económica y la desintegración de los servi­cios estatales hicieron caer el nivel de vida de la mayoría y llevó a una indi­gencia total a una parte de la población. Alrededor de la mitad de las clases medias y profesionales se arruinaron. Las tasas de nacimiento y de espe­ranza de vida cayeron de una manera más pronunciada que en ningún otro país en tiempos de paz. Al mismo tiempo, el debilitamiento del Estado ha dejado expuestos a todos los rusos a la explotación del crimen organizado.

En su estudio sobre los efectos de la reforma del mercado, Peter Truscott señala: «Las reformas económicas de la Federación Rusa tuvie­ron un efecto devastador sobre la mayoría de la población rusa».34 Entre diciembre de 1991 y diciembre de 1996, los precios del consumo subie­ron mil setecientas veces. El resultado fue que el 80 % de la población rusa no tiene ningún tipo de ahorros.35 Los trabajadores con bajos sala­rios rondan la tercera parte de la población (entre cuarenta y cuatro y cincuenta millones de personas) pero corren el riesgo de caer dentro de la categoría de los indigentes, el 15-20 % de la población (de veintidós a treinta millones de personas) que no pueden comprar medicamentos o

34. Truscott, Peter, Russia First: Freaking with the West, Londres, I. B. Tauris, 1997, pag. 128.

35. Wolf, Martin, «Russia’s missed chance», Financial Times, 18 de marzo de 1997, pag. 18.

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ropa nueva. Alrededor del 50 % de la población (de sjete a quince millo­nes de personas) sufren severas privaciones y desnutrición.

En total, alrededor de cuarenta y cinco millones de rusos han caído en la pobreza desde que empezó la transición a la economía de merca­do en 1991.36 Al mismo tiempo, los «nuevos rusos» que se beneficiaron de las reformas del mercado —entre el 3 y el 5 % de la población, entre 4,4 y 7,2 millones de personas— tenían unos ingresos medios mensua­les de entre quinientos y cien mil dólares en 1995.37

Víctor Iliushin, nombrado secretario de Estado por Boris Yeltsin tras las elecciones presidenciales de 1996, ha afirmado que la cuarta parte de los ciudadanos rusos viven por debajo del nivel de subsistencia oficial de setenta dólares al mes, mientras que los ingresos reales de la población han caído un 40%. La desigualdad económica ha aumentado terrible­mente. Layard y Parker afirman que «los nuevos ricos tienen más dinero que el que nunca tuvo la nomenklatura [...] pero aun así la desigualdad es todavía menor que la que existe en Estados Unidos; se acercar al ,givel de la de Gran Bretaña».38 Sin embargo, son muchas más las personas que viven en una situación de pobreza casi absoluta en la Rusia poscomu­nista que en Gran Bretaña o en Estados Unidos.

El desempleo ha subido a unos niveles que no pueden estimarse con precisión. Un informe de la Organización Internacional del Trabajo esti­ma el desempleo en un 9,5 % en julio de 1996, pero señala que es un por­centaje probablemente inferior al real, ya que las magras ayudas no alien­tan a los trabajadores a inscribirse como desempleados y también hay empresas que mantienen a los trabajadores en sus registros para evitar pagos de impuestos y de seguros de desempleo, pero no les pagan sala­rios. Además, en 1994, casi cinco millones de personas trabajaban a tiem­po parcial, y entre la quinta y la tercera parte de aquellos que tenían em­pleo estaban en situación de excedencia forzosa.39

El informe de la OIT sugiere que más de la tercera parte de la po­blación pertenece a la categoría de «desempleados obviados» y se refiere a las cifras oficiales de desempleo rusas como una «ficción administrati­

36. Russian Economic Trends, Londres, Whurr Publishers, Monthly Upd$e, 12 de junio de 1996, págs. 5 ,16; citado en Truscott, op. cit., págs. 130,145.

37. Truscott, op. cit., pág, 130.38. Layard y Parker, op. cit., pág. 301.39. Birman, I., «Gloomy prospects for the Russian economy», Europe-Asia Studies,

vol. 48, n° 5,1996, pág. 745.

Anarcocapitalismo en la Rusia poscomunista 191

va» que oculta los verdaderos niveles de desempleo «de la manera más cruel posible».40

El creciente desempleo fue el resultado de un colapso de la actividad económica de proporciones históricas. Desde 1989, las dimensiones de la economía rusa se han reducido a la mitad, una caída mayor que la que sufrió Estados Unidos durante la «gran depresión». A mediados de 1997, el PNB ruso seguía cayendo, con lo que la contracción de la actividad económica rusa desde 1991 era de alrededor del 40 %.41

El Estado ruso ha dejado de pagar a muchos de sus empleados y de­pendientes. Según el Centro de Estudios Estratégicos e Internacionales de Washington: «El gobierno no ha estado pagando a sus empleados, a las fuerzas armadas, médicos, maestros y científicos [...]. Los salarios, sueldos y transferencias de sesenta y cinco a sesenta y siete millones de ciudadanos estaban atrasados a finales de 1996 [...]. Los treinta y seis mi­llones de pensionistas [...] no recibían a tiempo sus pensiones».42

La dificultad para medir los verdaderos niveles de desempleo en Ru­sia proviene del número creciente de muertes prematuras. La cifra de personas en edad laboral que murieron por causas vinculadas al consu­mo de alcohol aumentó más del triple entre 1990 y 1995.43 El número de suicidios de hombres en edad laboral subió un 53 % entre 1989 y 1993.44 Otra causa de muertes prematuras en la Rusia postsoviética es la crimi­nalidad: en 1994 fueron declarados treinta mil asesinatos en Rusia, una tasa per capita tres veces superior a la de EE.UU. y veinte veces más alta que la británica y la europea.45

Los rusos tienen veinte veces más probabilidades de morir a con­secuencia de un envenenamiento accidental que los estadounidenses.46 Parte de la explicación reside en uno de los legados del período soviéti­

40. Russian Unemployment and Enterprise Restructuring: Reviving D ead Souls, G i­nebra, ILO, 1997.

41. «Russian GD P continues to shrink», Financial Times, pág. 2.42. Citado en The Econom ist, 12 de julio de 1997, «Russia Survey», pág. 5.43. «Grim jobs picture emerges in Russia», Financial Times, 6 de febrero de 1997,

Pág- 2.44. UNICEF, «Crisis in mortality, health and nutrition: Central and Eastern Euro­

pe in transition», Economic and Transition Studies, n° 2, agosto de 1994, pág. 53.45. Truscott, op. cit., pág. 139.46. Informe de la Comisión Presidencial de Rusia sobre las mujeres, la familia y la

demografía, citado en el Independent, 15 de mayo de 1997.

192 Falso amanecer

co: un nivel de contaminación que no tiene igual en̂ ninguna parte del mundo fuera de China. Murray Feshbach y Alfred Friendly explican en su obra pionera Ecocidio en la URSS que la contaminación era parcial­mente responsable de la creciente mortalidad infantil en la Unión Sovié­tica, que había llegado a unos niveles semejantes a los de los países del ter­cer mundo y las ciudades estadounidenses: «Después de reducir la tasa de mortalidad del primer año de vida de los niños desde un 80,7 de cada mil en 1950 a un 22,9 en 1971, la URSS —un caso único en las naciones industrializadas— vio subir nuevamente la mortalidad infantil, según cál­culos oficiales, a 25,4 de cada mil en 1987, más o menos el mismo nivel que Malasia, Yugoslavia, East Harlem o la ciudad de Washington». Fesh­bach y Friendly concluyen: «Aunque los vínculos entre degradación me­dioambiental y enfermedad son, de manera inevitable, suposiciones más que hechos demostrados, hay pocas dudas sobre las dimensiones de la contaminación en sí misma. Pocas áreas industrializadas de la Unión So­viética están libres de riesgos medioambientales y el 16 % rea te­rrestre del país, en la que vive una quinta parte de la población, sufre al­gún tipo de enfermedad ecológica grave».47

La contaminación medioambiental que Feshbach y Friendly docu­mentan fue un legado de la actitud bolchevique hacia la naturaleza.48 En esto, como en la mayoría de los demás aspectos, los bolcheviques eran acé­rrimos seguidores de Marx. Consideraban que, en el mejor de los casos, la naturaleza era un recurso explotable de acuerdo con los objetivos del hom­bre, y en el peor, un enemigo que se debía conquistar. La actitud prome- teica occidental hacia el mundo natural guió las políticas soviéticas durante la vida del régimen. Ésta fue también una de las causas de su colapso.

La lenta respuesta que el gobierno soviético dio al desastre de Cher- nobil fue una de las razones que provocaron la expansión de los prime­ros movimientos políticos populares en la URSS. Estos movimientos medio­ambientales movilizaron unas amplias coaliciones a partir de la oposición a los vastos proyectos de construcción de embalses en Siberia. Junto a los movimientos nacionalistas en el «extranjero próximo» soviético, fue-

47. Feisbach, Murray y Friendly Jr., Alfred, Ecocide in the USSR: H ealth tfid Natu- re underSiege, Londres, Aurum Press, 1992, págs. 4 ,9 .

48. He analizado la destrucción soviética del medio ambiente natural y sus vincu­laciones con el humanismo marxista en mi libro Beyond the New Rtght: M arkets, G o­vernment and the Common Environm ent, Londres y Nueva York, Roudedge, 1993, págs. 130-133.

ron estos movimientos ecológicos de masas, mucho más que la disiden­cia de los intelectuales, los verdaderos catalizadores internos del colapso soviético.

La contaminación en Rusia es apocalíptica en sus dimensiones y en las consecuencias que tiene para el hombre. En el lugar de nacimiento de Gengis Khan —Baley, en la región de Chita, en el extremo oriental de Ru­sia— más del 95 % de los niños son deficientes mentales, las tasas de nacimientos de niños muertos son cinco veces más altas que la media rusa, las tasas de mortalidad infantil 2,5 veces más altas y las de los casos de síndrome de Down cuatro veces más altas. Los nacimientos de niños con seis dedos en las manos y en los pies, con labios leporinos, con bocas de lobo, con deformidades en la espalda, con cabezas enormes o sin brazos o piernas son corrientes. En Baley, las arenas radiactivas de las minas de uranio que proporcionaron el material de la primera bomba atómica de la Unión Soviética se usaron para construir casas, hospitales, escuelas y par­vularios. En 1997, esa herencia se sumó a la desintegración postsoviética de la asistencia pública. El personal del hospital local no había recibido su sueldo desde hacía diez meses y el director no podía pagar la calefac­ción del hospital en invierno.49

La propia población rusa se está reduciendo rápidamente. En 1985, los hombres de cincuenta años tenían una esperanza de vida inferior a la de los hombres que habían llegado a la misma edad en 193 9.50 Durante el año 1993, la esperanza de vida masculina cayó de sesenta y dos años a cin­cuenta y nueve, la misma que en la India y en Egipto.51 Para 1995, la es­peranza de vida en Rusia era más baja que la de China.52

Desde 1985, la tasa de natalidad se ha reducido casi a la mitad. La población de Rusia está disminuyendo en la actualidad a un ritmo de un millón al año, con una tasa de mortalidad que supera la tasa de natalidad 1,6 veces.53 Es probable que la población caiga alrededor de la quinta par­

Anarcocapitalismo en la Rusia poscomunista 193

49. «Russia’s hidden Chernobyl», Guardian, 15 de julio de 1997, pág. 10.50. Feisbach y Friendly, op. cit., pág. 4.51. Layard y Parker, op. cit., pág. 300.52. Layard y Parker, op. cit., pág. 115.53. «Russian death rate alarms doctors», The Times, 9 de junio de 1997. Véase tam­

bién Ellman, M., «The increase in death and disease under “katastroika”», Cambridge Journal o f Economics, 1994, págs. 329-355; y Shapiro, J . C , «The Russian mortality cri­sis and its causes», en Aslund, Anders (comp.), Russian Economic Reform at R isk, Lon­dres, Pinter, 1995.

194 Falso amanecer

te en los próximos treinta años, de ciento cuarenta y siete a ciento veinti­trés millones, un colapso demográfico sin precedentes.

La esperanza de vida de un hombre ruso de dieciséis años era más alta hace un siglo que en la actualidad. A pesar de dos guerras mundia­les, una guerra civil, la hambruna y los millones de muertos de las purgas y del Gulag, un hombre de dieciséis años tenía una probabilidad un 2 % mayor de llegar a los sesenta que la que tiene en la actualidad.54

La esperanza de vida de los rusos ha seguido cayendo durante el pe­ríodo de las reformas de mercado. Como señaló The Economist: «Tras cinco años de reforma económica, la esperanza de vida ha caído de se­tenta y cuatro años a setenta y dos para las mujeres en 1992, y de sesenta y dos años a cincuenta y ocho para los hombres. Esto sitúa a Rusia más o menos a la par de Kenia».55

La asistencia pública ha sido una de las mayores víctimas de la refor­ma económica soviética. En el período soviético, los gastos sanitarios al­canzaban un 3,4 % de los gastos del Estado. Actualmente,est^i en un 1,8 %. Los rusos que no pueden pagar un tratamiento médico no lo re­ciben. Truscott observa que «con un salario mensual medio, en marzo de 1996, de setecientos cuarenta mil rublos (ciento cincuenta y tres dólares), el precio establecido para una operación de corazón de bypass en un hos­pital estatal el mismo año era de veintiocho a treinta y cinco millones de rublos, algo totalmente fuera del alcance del ruso medio».56

En parte a consecuencia de esta situación, la tuberculosis, la hepati­tis y la sífilis han aumentado mucho. El sida se está extendiendo rápida­mente a través de una pandemia de uso de drogas intravenosas, aunque su incidencia actual no puede medirse a causa de la decadencia del siste­ma público. El número de casos de difteria registrados ha subido de ochocientos en 1991, a cuarenta mil en 1994.57

El resumen que hace Stephen Cohén de los costes humanos de la re­forma de mercado en Rusia parece acertado: «Para la gran mayoría de las familias, Rusia no ha experimentado una transición, sino el colapso in­

54. Informe encargado al Servicio de Referencia de la Población (EE.UU.) por la Comisión Presidencial de Rusia sobre las mujeres, la familia y la demografía^itado en el Independent, 15 de mayo de 1997.

55. The Econom ist, 12 de julio de 1997, «Russia Survey», pág. 5.56. Truscott, op. cit., pág. 131.57. Morvant, P., «Alarm over falling life expectancy», Transitions, Praga, n° 25, oc­

tubre de 1995, págs. 44-45. Citado por Truscott, op. cit., págs. 132,145.

terminable de todo aquello que es esencial para vivir una existencia de­cente: desde el de los salarios reales, la asistencia social y la asistencia sa­nitaria hasta el de las tasas de nacimientos y de esperanza de vida; desde el de la producción industrial y agrícola hasta el de la educación univer­sitaria, la ciencia y la cultura tradicional; desde el de la seguridad en las calles hasta el de la persecución del crimen organizado y del robo de los burócratas; desde el de las todavía enormes fuerzas militares hasta el de la salvaguardia de los mecanismos y materiales nucleares».58

Las esperanzas que sus partidarios occidentales y rusos albergaban con respecto a la terapia de choque eran ilusorias. El sistema de Adam Smith de libertad natural presupone la existencia de un Estado eficaz, incluyendo la regulación legal. Sin ello no puede confiarse en los beneficios del intercam­bio de mercado, que se convierte en cambio en otro sistema de explotación.

En Rusia, la terapia de choque de Gaidar fue aplicada por un gobier­no que estaba en estado ruinoso. La regulación de la ley no existía. No había existido en Rusia desde 1917. Gran parte de la población rusa rece­laba del intercambio de mercado y temía que condujera a la explotación. Estos prejuicios populares expresaban viejos recelos rusos con respecto al comercio, recelos reforzados por la experiencia de los mercados negros soviéticos; el anarcocapitalismo que nació de la terapia de choque que su­frió el ruinoso Estado soviético los reforzó aún más.

Anarcocapitalismo en la Rusia poscomunista 195

A n a r c o c a p it a l is m o e n l a R u s ia p o s c o m u n is t a

En menos de una década, Rusia había pasado de ser un régimen to­talitario operativo a estar en una situación cercana a la anarquía. La caí­da del Estado soviético no fue, como parecen haber pensado muchos ob­servadores, un triunfo de la política occidental de privatizaciones. Fue un acontecimiento mundial histórico cuyas consecuencias se sufrirán duran­te generaciones, quizá siglos.

El tipo de capitalismo que está surgiendo en Rusia en la actualidad está profundamente marcado por sus antecedentes soviéticos. Los mer­cados criminalizados que florecieron en los huecos y en los intersticios del Estado soviético crecen ahora en sus ruinas.

58. Cohen, Stephen E, «In Fact, Russians are deep in terrible tragedy», Internatio­nal H erald Tribune, 13 de diciembre de 1996, pág. 8.

196 Falso'amanecer

El anarcocapitalismo ruso es un sistema económico marcado por un Estado debilitado, corrupto y, en algunas regiones y contextos, virtual­mente inexistente, por una regulación legal débil o ausente, que incluye la falta de un derecho de propiedad, así como por la presencia del crimen organizado, que impregna toda la vida económica. Aunque éstos son ras­gos que en alguna medida están presentes en todos los países poscomu­nistas, este tipo tan desarrollado de anarcocapitalismo es raro. Florece allí donde el Estado ya estaba de por sí criminalizado y donde las institu­ciones civiles autónomas habían sido destruidas durante el período co­munista, como en Rusia.

Este sistema económico no es una fase transitoria de una evolución hacia una economía de mercado estilo occidental. Pero ello no significa que no se esté desarrollando. Con el tiempo, quizás en el plazo de más de una generación, puede que el anarcocapitalismo de la Rusia poscomunis­ta evolucione hasta convertirse en algo similar al muy exitoso capitalismo estatalizado que impulsó el rápido desarrollo económico de Rusi^ en las últimas décadas del régimen zarista.

Igual que en Japón, el capitalismo de finales del siglo XIX fue impul­sado en Rusia por un Estado desarrollista. Durante el medio siglo ante­rior a la primera guerra mundial, la Rusia zarista fue un Estado que ex­perimentó un rápido desarrollo, similar a Prusia o a Japón en las tasas de crecimiento y en las dimensiones de la modernización alcanzada.

Al contrario de lo que suele pensarse, Rusia está lejos de haber sido un Estado asiático estancado desde tiempos inmemoriales. Rusia abolió la servidumbre en 1861, un año antes de que Abraham Lincoln aboliera la esclavitud en Estados Unidos. Según los estándares del siglo XX, la Rusia del último período zarista no era especialmente represora. En 1895, la Ojrana, la policía secreta zarista, tenía sólo ciento sesenta y un empleados a tiempo completo, apoyados por un cuerpo de gendarmes de menos de diez mil hombres, mientras que en 1921, la policía soviética bolchevique, la Cheka, tenía más de un cuarto de millón de hombres, sin contar el Ejército Rojo, el NKVD y los milicianos.59

«59. He considerado la última época del zarismo con más detenimiento en «Totali­

tarianism, reform and civil society», en mi libro Post-liberalism , op. cit., págs. 164-168. Sobre los niveles de represión mucho más bajos en la Rusia zarista que en la Unión So­viética, véase Dziak, John D., Chekisty: a H istory o f the K G B, Lexington, Mass., Le­xington Books, D. C. Heath, 1988.

Según Layard y Parker, a finales del siglo XIX, «Rusia entró en un período de rápido crecimiento económico, comparable al de la Gran Bretaña de principios del siglo XIX, a Estados Unidos de la década de 1870 o a la China actual. Desde 1880 a 1917, Rusia colocó más vías fé­rreas que ningún país del mundo en esa época, su producción industrial creció a una tasa anual de 5,7 % en todo el período, produciéndose una aceleración en los cuatro años anteriores a la primera guerra mundial, en los que se pasó del 1 al 8 % ».60 Los últimos años del zarismo no fue­ron una era de estancamiento sino de una modernización que avanzaba velozmente.

No obstante, ésta no era una edad de oro. El zarismo de los últimos tiempos estaba agrietado por sus políticas de rusificación, antisemitismo y por el peso muerto de la burocracia. Estaba sobrecargado no sólo por el legado de la servidumbre sino, más profundamente, por la ausencia de algo parecido a la nobleza independiente del feudalismo europeo. Rusia había carecido de una clase semejante desde los gobiernos centralizado- res de Iván IV («el Terrible») y Pedro el Grande. A diferencia de Japón, el moderno legado ruso no era tanto feudal sino absolutista. A diferencia de China, la modernización en Rusia siempre ha tenido que enfrentarse al legado de la servidumbre.

Sin embargo, en comparación con otros Estados en desarrollo y con lo que vino después, la última etapa del zarismo fue un éxito. No puede saberse cuán estable habría sido el desarrollo sin la primera guerra mun­dial, pero pocas dudas caben de que la historia convencional del período final del zarismo subestima la modernización que éste alcanzó.

El capitalismo estatalizado de las grandes empresas, a menudo oligo- polísticas, que funcionaba paralelamente a un capitalismo salvaje y fron­terizo en Siberia y en otras regiones, surgido en las últimas décadas del siglo XIX, parece ser el modelo que seguirá el desarrollo económico de Rusia en el siglo XXI.

Este desarrollo no será estable. Incluirá diversas luchas entre ciudad y campo, entre distintas regiones y entre intereses económicos en con­flicto, con el trasfondo de un Estado ruso que seguirá siendo más débil, en la mayoría de los aspectos, que su predecesor zarista.

El capitalismo ruso que está naciendo en la actualidad está inevita­blemente deformado por las circunstancias de su concepción. Las refor­

Anarcocapitalismo en la Rusia poscomunista 197

60. Layard y Parker, op. cit., pág. 28.

198 Falso amanecer

mas de mercado en Rusia tuvieron lugar en un contexto en el que no sólo la economía sino también el Estado soviético se Había derrumba­do. Sin embargo, la herencia soviética ha condicionado profundamente las primeras etapas del desarrollo económico postsoviético. Concebido oscuramente en los rincones sombríos del Estado soviético, el capitalis­mo ruso actual no podría haber nacido sin sus muchos vínculos con la criminalidad.

La simbiosis del Estado con el crimen organizado tiene en Rusia una larga historia; siempre ha estado en el centro de las instituciones soviéti­cas. El Estado soviético carecía de toda ley: no tenía nada semejante a un poder judicial independiente, las leyes le daban un poder discrecio­nal prácticamente ilimitado. Para los ciudadanos corrientes era imposi­ble mantenerse dentro de los límites de la ley, aunque sólo fuera porque la propia ley podía significar cualquier cosa que las autoridades decidie­ran. La vida económica funcionaba en un clima de continua desatención a los reglamentos. f

En la Unión Soviética, la corrupción no representaba un problema, era una solución para un sistema económico que de otro modo habría re­sultado inoperante.61 Según la percepción de la gente, era inevitable que alguna empresa estuviera asociada con la criminalidad y, a menudo, esas asociaciones eran reales. Como señaló Alain Besancon en 1976:

junto a la no-economía soviética hay otra real que corresponde a la defini­ción estándar de economía: la gestión racional de la escasez, expresada en términos contables. Pero esta economía no es oficial, existe fuera de la ley y no puede usar mecanismos públicos de medición. Por lo tanto es clan­destina, ilegal y primitiva, pareciéndose a veces al vasto comercio árabe en la época de «las mil y una noches», a veces al comercio de los compradores chinos y a veces a los tratos que concluía la mafia estadounidense y a las ac­tividades de la Cosa Nostra en Nueva York y en Chicago. Como tal, genera una parte considerable de la riqueza nacional y permite que el sistema ofi­cial de producción funcione.62

61. Véase un clarificador análisis de la economía soviética, que subraya la imposi­bilidad de reformarla en Rutland, Peter, The Myth o f the Plan: Lessons o f Soviet Plan­ning Experience, Londres, Hutchinson, 1985.

62. Besancon, Alain, The Soviet Syndrome, Nueva York y Londres, Harcourt Brace Jovanovich, 1978, págs. 30-31.

El propio Estado soviético actuaba como una organización mañosa. Durante la era Breznev se reforzaron los vínculos entre las mafias y la no- menklatura que habían existido durante décadas. La criminalización de la economía y del gobierno en Rusia antecede en mucho al colapso soviéti­co: éste fue reforzado por las reformas económicas de Gorbachov, que produjeron una situación de escasez que no hizo más que incrementar el papel de las organizaciones criminales en la economía informal. Quienes imaginan que el crimen organizado no existía en el período soviético sólo demuestran que no han conseguido entender el Estado soviético o la eco­nomía que éste creó.63

La caída de la Unión Soviética fue de por sí una oportunidad para practicar el crimen a gran escala: «En sus últimos dieciocho meses, la Unión Soviética se convirtió en un paraíso para los intrépidos y para los poco es­crupulosos; toda su producción y sus recursos, todas sus fuentes de riqueza fueron liberados y pasados de mano en mano. Tuvo lugar otra gigantesca re­distribución de despojos. Era el acaparamiento de activos de una nación».64

En el sistema soviético, el empresariado y el crimen organizado se habían fusionado. Cuando tuvo lugar la desintegración, las bandas cri­minales y los burócratas gubernamentales estaban en una posición que les permitió beneficiarse considerablemente de las reformas del merca­do. Era inevitable que la mafia actuara como la comadrona del capitalis­mo poscomunista ruso.

Lo que estalló en 1989-1991 no fue un despotismo o una tiranía de tipo clásico identificada en las tipologías convencionales de la ciencia po­lítica, fue un régimen totalitario en el que casi todos los activos disponi­bles eran de propiedad estatal. No cabe duda de que esos activos se ha­bían usado durante mucho tiempo para beneficiar a una pequeña élite privilegiada: la nomenklatura. En la situación de casi anarquía en la que el gobierno ruso intentó aplicar sus reformas, la nomenklatura, a menu­do en connivencia con las bandas criminales, consiguió expropiar activos estatales y convertirlos en propiedad personal de sus miembros.

63. Sobre la criminalización de la economía y el gobierno soviético, véase Chalidze, Valery, Crim inal R ussia: Essays in Crime in the Soviet Union, Nueva York, Random House, 1977; Simis, Konstantin, USSR: The Corrupt Society: The Secret World o f Soviet Capitalism , Nueva York, Simón & Schuster, 1982; y Vaksberg, Arkady, The Soviet M a­fia , Londres, Weidenfeld y Nicolson, 1991.

64. Pryce-Jones, David, The War That Never Was: The F all o f the Soviet Empire, 1985-1991, Londres, Phoenix, 1995, pág. 382.

Anarcocapitalismo en la Rusia poscomunista 199

200 Falso amanecer

Como señaló Stephen Handelman: «Las principales reservas de ca­pital disponible para inversión interna tras el colapso soviético (fuera de los préstamos del extranjero) eran las arcas del partido comunista y los obshchaki, los cofres del tesoro de los ladrones mundiales. El capital se canalizó a empresas comerciales, bancos, tiendas de lujo y hoteles, y no sólo estimuló el equivalente del primer despegue de consumo ruso sino que también fundió a burócratas y gángsters en una forma específica­mente rusa de jefe criminal: el camarada criminal».65

En la Rusia poscomunista, el crimen organizado es ubicuo. Alrede­dor de las tres cuartas partes de las empresas privatizadas y de los bancos comerciales se ven obligados a pagar entre el 10 y el 20 % de su volumen de negocios a las organizaciones mafiosas. Aunque todas estas estimacio­nes son necesariamente especulativas — dado que, igual que ocurría con la economía ex soviética, gran parte de la economía rusa está sumergi­da— los ingresos de la mafia podrían llegar a un 40 % del PNB de Rusia, y alrededor del 40 % de las nuevas empresas podrían haber adqu irió su capital inicial, de fuentes controladas por la mafia.66 Durante la primera mitad de 1995, los secuestros y los asaltos a mano armada aumentaron un 100 y un 600 % respectivamente. Los asesinatos por encargo son mone­da corriente. Desde 1992, ochenta y cinco banqueros han sido atacados y cuarenta y siete asesinados. Se cree que hay alrededor de ciento cin­cuenta organizaciones mafiosas que — según el Ministerio de Interior ruso— controlan entre treinta y cinco y cuarenta mil empresas y alrede­dor de cuatrocientos bancos.

Las mafias rusas no son étnicamente homogéneas ni suelen actuar de manera concertada. Una parte significativa de la reciente explosión de criminalidad violenta se debe probablemente a la competición entre cla­nes mañosos rivales. Sin embargo, la mayor parte de las organizaciones mafiosas tienen un origen común en las actividades criminales del ex Es­tado soviético. En los últimos días de éste, a finales de diciembre de 1991, alrededor de treinta jefes de organizaciones criminales rusas se reunieron en Moscú para discutir cómo protegerse de las nuevas bandas prove­nientes del Cáucaso: de Georgia, Chechenia y Armenia. También discu­

65. Handelman, Stephen, Comrade Crim inal, New Haven y Londres, Yale Univer- sity Press, 1995, págs. 335-336.

66. Las estimaciones provienen del Servicio Nacional Británico de Inteligencia Cri-' minal. Citadas en Truscott, op. cit., pág. 138.

Anarcocapitalismo en la Rusia poscomunista 201

tieron sobre cómo corromper a los oficiales del nuevo régimen que per­cibían en el horizonte.67 Algunos de los principales beneficiarios de la cri­minalidad organizada rusa no son los propios criminales sino los funcio­narios estatales que ellos sobornan.

En palabras de Handelman, «los que ganaban miles de millones eran, en su mayoría, los mismos que ganaban millones en la era soviética, ya sea organizando ventas de bienes estatales en el mercado negro o mediante el sistema bizantino del soborno. El viejo Estado, en efecto, había provoca­do la criminalización del nuevo».68

La situación de corrupción y de anarquía de las instituciones estatales colapsadas que heredó el primer gobierno poscomunista fue una de las ra­zones por las que la terapia de choque no pudo tener en Rusia la limitada eficacia que tuvo en otras partes. Otra razón fue la militarización de la eco­nomía soviética. En ninguno de los países en los que se aplicó la terapia de choque, la producción militar era tan importante en la vida económi­ca. Suponer que las prescripciones del liberalismo económico smithiano podían ser operativas en semejantes circunstancias era una insensatez.

Cuando el Estado soviético se derrumbó, dejó tras de sí el complejo militar industrial (CMI) más grande del mundo. Este empezó a colapsar- se enseguida, y la terapia de choque aceleró su descomposición. El CMI soviético en descomposición resultó ser un terreno fértil para las bandas criminales carroñeras rusas. Según Handelman:

Seis meses después de la desintegración de la URSS, las compras del sector de la defensa habían caído en más del 40 % y trescientos cincuenta mil trabajadores se quedaron sin empleo. Un año más tarde, había tantas plantas inactivas, que se calcula que un millón de trabajadores recibía sala­rios para no hacer nada [...]. En la ciudad de Yekaterinburgo, donde alre­dedor de la cuarta parte de la fuerza de trabajo (es decir unas quinientas mil personas) estaba empleada en la industria militar, las bandas locales eran uno de los compradores más importantes de las granadas y lanzadoras de proyectiles que antes iban a parar al Estado. Los jefes de pandillas y los co­merciantes del mercado negro proporcionaban también las influencias y los contactos internacionales necesarios para comercializar materias primas es­tratégicas, armas y metales en el extranjero.69

67. Handelman, op. cit., págs. 18-20.68. Handelman, op. cit., págs. 127-128.69. Handelman, op. cit., págs. 233-234.

202 Falso amanecer

El CMI soviético fue una de las primeras víctimas de la reforma del mercado. En 1992, el Banco Mundial calculaba que empleaba a más de cinco millones de personas (alrededor del 7,5 % de la fuerza de trabajo). Según una estimación reciente rusa, los ex empleados del CMI y sus fa­milias suman más de treinta millones de personas, alrededor de la octava parte de la población.70

Con las políticas de terapia de choque de Gaidar, los suministros de defensa se redujeron en alrededor de un 70 %. Para 1993, el producto to­tal de la industria de defensa rusa se había reducido a la mitad. En su ma­yor parte, esto no reflejaba una reconversión de la producción militar a usos civiles sino simplemente el declive de la actividad del CMI. En pa­labras de Arbats: «En 1992, se descubrió que los empleados de las mil cien plantas del CMI recibían unos salarios medios más bajos que los de cualquier otra rama de la industria, debido a las severas reducciones gu­bernamentales (68%) en las asignaciones para compras de tecnología militar y armamento [...]. No existen fondos para llevar a cafyo una re­conversión, muchas fábricas del CMI han cerrado por completo y no hay dinero para salarios ni pensiones».71

El gobierno ruso intentó frenar el declive de la industria de defensa mediante la promoción de la venta de armas. A consecuencia de ello, para el verano de 1996, según el servicio de investigación del Congreso de EE.UU., Rusia se había convertido en el mayor exportador mundial de ar­mas hacia el mundo en desarrollo, siendo China su principal cliente.72 Los gastos de defensa de Rusia habían caído a un nivel cercano al normal en los países democráticos occidentales. No obstante, el papel del CMI en la economía y en el Estado ruso es, y seguirá siendo, considerablemente mayor.

Además, gran parte de lo que queda del CMI ruso ha dejado de estar bajo el control total del gobierno. En la actualidad, es un complejo com­puesto por muchas estructuras autónomas y semiprivatizadas. Según Sherr: «Las principales industrias de armas del Estado (ruso) se han convertido en entidades semicomercializadas que operan a partir de agendas mixtas».73

70. Golovanov, Yaroslav, «Mech i molet» (La espada y el martillo), Vek, 1993. Esta fuente es citada por Arbats, Yevgenia, R G B: State within a State, Londres y Nueva York, I. B. Tauris, 1993, pág. 388, nota 56.

71. Arbats, op. cit., págs. 335-336.72. Truscott, op. cit., pág. 114.73. Sherr, James, «Russia: geopolitics and crime», The World. Today, febrero de

1995, pág. 36.

Anarcocapitalismo en la Rusia poscomunista 203

La disolución parcial del CMI ruso, que fue la piedra angular de la ex Unión Soviética, ha llevado a muchos observadores a temer que el Es­tado ruso se derrumbe por completo. Algunos temen otro «tiempo de di­ficultades» (como el de 1598-1613), un período, quizá prolongado, de anarquía a gran escala o de guerra civil. Señalan la guerra en Chechenia como un indicador de las dificultades que tienen las fuerzas militares ru­sas para reprimir incluso las insurrecciones pequeñas y prevén la progre­siva fragmentación de la Federación Rusa.

El inversor-especulador Jim Rogers ha anunciado: «Según mis pre­dicciones, la fragmentación continuará. Para cuando termine, espero ver cincuenta países, cien países [...]. El gobierno de la ex Unión Soviética se ha traspasado al señor de la guerra, a ese líder político que siempre sale a la superficie cuando se derrumba el poder central [...]. Cuando un imperio se vuelve inestable y anárquico, sobreviene un período en el que los señores de la guerra luchan entre sí. En la actualidad, entre los señores de la guerra soviéticos hay pandillas, mañosos, dictadores, li­beradores y comunistas [...]. Es muy probable que el pueblo ruso aco­ja favorablemente a cualquier demagogo que venga con las promesas más generosas».74

Este es un escenario exagerado, pero que contiene algún elemento de verdad. A diferencia de China, Rusia se enfrenta a un problema hob- besiano de orden. La Federación Rusa es una construcción hecha con los restos de un imperio, no un Estado-nación moderno; sin embargo, fuera del intento de secesión de Chechenia, no hay movimientos secesionistas militarmente importantes dentro de ella. Un desmantelamiento generali­zado de la Federación Rusa exige un grado de militancia que pocos de los pueblos que la integran exhiben en la actualidad. En los últimos años, no ha ocurrido nada que indique la generalización del gusto por las aventu­ras militares entre los rusos o entre la mayoría de los pueblos no rusos de la Federación.

Resulta más probable que el temor a otro «tiempo de dificultades» —el período de anarquía y de guerra civil de finales del siglo XVI, cuyo recuerdo histórico perdura en las canciones y en el folklore rusos— ac­tuarán como catalizadores para reforzar el Estado ruso. La criminaliza- ción actual del capitalismo ruso hará aumentar las demandas de ampliar

74. Rogers, Jim, «N o new money for an oíd empire», Financial Times, 5 de octubre de 1990, pág. 2.

204 Falso amanecer

todavía más los importantes poderes presidenciales inaugurados por Yeltsin.

Resulta difícil exagerar la debilidad actual del Estado ruso. Sin em­bargo, las instituciones estatales rusas, en particular las que se ocupan de la ley y el orden, en algún momento se renovarán. La tradición rusa de un fuerte poder ejecutivo exige unas instituciones eficaces de gobierno. El programa de reforma militar de Yeltsin, que pretende reemplazar las fuer­zas de conscriptos de la ex Unión Soviética por un ejército moderno de soldados profesionales, demuestra que la reconstrucción institucional ya ha empezado.

La renovación del Estado ruso no tiene por qué ser un paso hacia una dictadura autoritaria. Otros Estados democráticos, como Francia bajo el gobierno de De Gaulle, tenían instituciones que daban amplios poderes al ejecutivo. El crecimiento de unas instituciones semejantes en Rusia podría representar un paso hacia adelante en la construcción de un Estado moderno capaz de ejercer un papel estratégico en el desarrollo del capitalismo ruso similar al que tuvo el Estado "én los últimos tieínpos del zarismo.

La reconstrucción de la Federación Rusa como un Estado-nación mo­derno es, de todos modos, una tarea intimidante. Exige una audaz expe­rimentación de delegación de competencias mediante instituciones fede­rales y el desarrollo de un sentimiento nacional ruso que no esté basado en la exclusión étnica. No se satisfarán las necesidades de seguridad in­dividual a menos que haya un sistema judicial confiable e independiente. En un país cuyas tradiciones han sido siempre imperiales y autoritarias, nada de esto se desarrollará con rapidez.

Sin un Estado moderno eficaz, el entorno natural de Rusia no puede protegerse contra la explotación y la degradación, que esta vez ya no es­tán al servicio de los pretenciosos planes económicos del período soviéti­co sino al de los beneficios comerciales a corto plazo, que en gran medi­da van a parar a las arcas de la mafia. Sin un Estado moderno y eficaz, la arruinada asistencia social rusa no podrá ser reparada ni podrá darse le­gitimidad popular a las instituciones del mercado.

Fuera de la ideología bolchevique, ninguna otra ideología h^sido nunca tan inadecuada a la modernización rusa que la que promueve los libres mercados a través de un gobierno mínimo. En la Rusia actual, una economía moderna de mercado nacerá como producto de un gobierno fuerte.

Anarcocapitalismo en la Rusia poscomunista 205

Si las tendencias actuales de las políticas de Yeltsin son un indicador de las políticas postYeltsin, puede afirmarse que el Estado ruso ha asu­mido un papel estratégico en el desarrollo del capitalismo. Ello refuerza una verdad esencial: Ni la marcha forzada hacia la industrialización de los bolcheviques ni la terapia de choque que Rusia sufrió a lo largo del si­glo permitieron que el país alcanzara una genuina modernidad.

Cualquier estrategia de construcción de instituciones estatales en Rusia conlleva unos riesgos claros: Podría reforzar el poder de las mafias en lugar de debilitarlo; si se asociara con un nacionalismo étnico estrecho de miras, podría revivir unos dolorosos recuerdos históricos en los pue­blos no rusos de Rusia y en los pueblos vecinos, lo que podría conducir fácilmente a la xenofobia y sin una aplicación independiente de las leyes, podría convertirse en otro mero ejercicio de represión. Un Estado ruso fuerte bien podría degenerar en una tradicional tiranía.

Sin embargo, no existe una alternativa real a la construcción de ins­tituciones estatales en Rusia. Aceptar que el país sea arrastrado a la anar­quía equivale a ceder el territorio político de un gobierno fuerte a una coalición atávica de ex comunistas y neofascistas. Semejante coalición de fuerzas reaccionarias no es más capaz de dar paso a una modernización sostenible que los románticos occidentalizantes que intentaron aplicar la terapia de choque. Las políticas de Yeltsin indican que éste entiende que Rusia necesita un enfoque más ecléctico y selectivo para lograr una mo­dernización que convenga a un país a caballo entre Europa y Asia.

L a R u s ia e u r o a siá t ic a

En algunos países, el fin del dominio soviético ha dado lugar a un rá­pido retorno a las tradiciones e instituciones europeas. En la República Checa, en Hungría, en los Estados Bálticos y en Eslovenia, pertenecer al bloque soviético significaba estar excluido a la fuerza del modo de vida europeo. Para esos países, el período poscomunista fue un redescubri­miento de los «tiempos normales». Esos tiempos han sido identificados con distintos períodos —unas veces con las repúblicas democráticas de los años de entreguerras, otras con el Imperio de los Habsburgo— pero su origen europeo está fuera de duda.

Esta transición hacia las instituciones y valores «occidentales» ha te­nido lugar no porque la occidentalización y la modernización sean uni­

206 Falso amanecer

versalmente una y la misma, sino porque las tradiciones de estos países específicos siempre han sido las de los pueblos europeos. Para ellos la historia no ha terminado con la caída del comunismo sino que se ha rea­nudado tras una interrupción de medio siglo.

Sin embargo, en algunos países poscomunistas la cuestión es más complicada. Para Polonia, «Europa» —noción que en la práctica equiva­le a las instituciones de la Unión Europea— es una solución para viejos problemas que promete resolver unos dilemas históricos que surgen de la posición —en términos geográficos y estratégicos— del país, situado en­tre Alemania y Rusia. La de si «Europa» colmará esas expectativas es otra cuestión. Lo que está claro es que el papel europeo actual es el de dar res­puesta a las persistentes cuestiones de seguridad y de identidad nacional que han sido fuente de tragedias en la historia de Polonia.75

En otros países, el fin del período comunista ha dado otro soplo de vida a unas tradiciones europeas que nunca habían sido dominantes pero que durante mucho tiempo habían luchado por serlo. Jim Ruma­nia, la caída del régimen comunista, que no se produjo con el derribo de Ceausescu sino varios años después con las elecciones de 1996, ha re­vitalizado una lucha entre los que consideran que Rumania es un país europeo atrasado y los que consideran que sus tradiciones cristianas or­todoxas no le permiten convertirse en un Estado europeo más. Sin em­bargo, esas diferencias culturales y políticas no han tenido impacto en la política nacional de Rumania, cuya meta ha sido estrechar más las rela­ciones con la Unión Europea y con la OTAN. Tan sólo en Serbia las fuerzas po líticas «antioccidentales» han sido las dominantes en el perío­do poscomunista. *

En Rusia, la profunda distancia entre la generación formada por la experiencia soviética y los nuevos rusos que alcanzaron la madurez en la época del colapso soviético hace que una vuelta atrás sea imposible, sólo es un viejo sueño de un ayer mejor. Hay pocas posibilidades de que se produzca un giro antioccídental como el que abogan algunos eslavófi­los actuales (entre los cuales puede contarse a Solzhenitzin). Si, como es probable, Rusia deja de imitar a los países occidentales, no necesita por ello volverse antioccidental en política exterior.

75. Véase un excelente análisis sobre el papel político de la idea europea en los paí­ses poscomunistas en Judt, Tony, A G rand Illusion? A n Essay on Europe, Londres y Nueva York, Penguin Books, 1997.

Anarcocapítalísmo en la Rusia poscomunista 207

El abandono de la terapia de choque significó, de todos modos, un paso atrás fundamental para los occidentalizadores rusos. Las elec­ciones parlamentarias y presidenciales que se celebraron entre 1993 y 1996 mostraron que, aunque una parte de la población rusa es favorable a las reformas económicas según el modelo occidental, se trata de una minoría.

Los desastrosos resultados de Mijaíl Gorbachov en las elecciones pre­sidenciales, en las que obtuvo menos del 1 % de los votos, tuvieron mu­chas causas, pero una de las fundamentales fue seguramente el rechazo a la concepción claramente occidentalizante del porvenir de Rusia que él encarnaba. En el futuro previsible, la mayoría rusa no apoyará una mo­dernización económica de línea estrictamente occidental, por ello, el pro­yecto de modernizar Rusia según este modelo ha descarrilado.

En el programa electoral de las elecciones presidenciales, Yeltsin se refirió en estos términos a Rusia, «un Estado euroasiático que, con sus re­cursos y su singular situación geopolítica, va a convertirse en uno de los mayores centros de desarrollo económico y de influencia política».76 77 Esta afirmación clave revela el papel central que tienen las teorías «euroasiáti- cas» en el pensamiento ruso poscomunista.

Para los «euroasiáticos», debido a la singular historia y situación de Rusia —su geografía, la diversidad de sus pueblos, su historia como cen­tro de la cristiandad ortodoxa y sus antecedentes de intentos fracasados de occidentalizarse— , hacer una elección final e inequívoca entre Asia y Europa, entre el «Este» de la cristiandad ortodoxa y el «Oeste» de la Re­forma, entre el Renacimiento y la Ilustración, resulta imposible.

El movimiento euroasiático data de los años veinte. En esa época, irnos pensadores emigrados escribieron un manifiesto titulado Éxodo ha­cia el Este: Presagios y realizaciones: Una profesión de fe euroasiáticaJ1 Se­gún el resumen de Layard y Parker, la concepción euroasiática sostiene que Rusia es «una civilización política» en sí misma.78 Nekrich y Heller dicen de los euroasiáticos que para ellos «Rusia no era sólo Occidente sino también Oriente, no sólo Europa sino también Asia. De hecho, no

76. Yeltsin, Boris, Programme o f Action fo r 1996-2000, 27 de mayo de 1996, pág. 109, citado en Truscott, op. cit., pág. 8, nota 9.

77. Trubestskoi, Nikolai (príncipe), Florovsky, George y Savitsky, Pyotr, lskhod kvostoku (Exodo hacia el Este), Sofía, 1921.

78. Layard y Parker, op. cit., pág. 34.

208 Falso amanecer

se trataba de Europa en absoluto sino de Eurasia».79 Igual que en la dé­cada de 1920, los euroasiáticos actuales están influidos’ por pensadores rusos del siglo XIX, como por ejemplo Konstantin Leontiev.80

Truscott cita a Ruslan Jasbulatov, el portavoz del Parlamento ruso, quien en 1992 afirmó que «mientras que [Pedro el Grande] impuso ele­mentos de la cultura occidental a Rusia [...], el tejido cultural y espiritual del pueblo permaneció intacto. El resultado es Rusia, que no es ni Euro­pa ni Asia sino una parte del mundo muy especial y muy peculiar». Al evaluar el papel del pensamiento euroasiáticos en la configuración de la política rusa, Truscott concluye:

Occidente ha asumido que Rusia desarrollaría, tras su emergencia del período soviético, un sistema político y económico basado en los de Europa y Estados Unidos. Aunque esto puede haberse intentado al comienzo de la etapa de Yeltsin, ya no es así en la actualidad. Las elecciones de la Duma de 1993 y 1995 y las elecciones presidenciales de 1996 muestran de manera ine­quívoca que esto no ocurrirá, ya que el modelo occidental de deihoctacia y la economía de mercado han sido completamente rechazados por el pueblo ruso [...]. El resultado ha sido [...] un nuevo enfoque en las relaciones con Occidente. Rusia adoptará un enfoque más selectivo, absorbiendo ciertas ideas y valores occidentales (incluyendo especializadones tecnológicas y co­merciales) y desarrollará al mismo tiempo un modelo de democracia y de economía orientada hacia el mercado típicamente rusas.81

Una política euroasiática cuadra con muchas de las circunstancias de la Rusia postsoviética: su diversidad geográfica y étnica, su entorno es­tratégico y sus recursos naturales. Layard y Parker resumen el razona­miento táctico que dicta una política euroasiática para Rusia:

Durante las cuatro décadas de la guerra fría, ellos [los euroasiáticos] sostenían que el mundo estaba dividido entre el Occidente capitalista y el Este comunista. Al desaparecer esa división, será reemplazada por una divi­

79. Nekrich y Heller, op. cit., pág. 178. He analizado brevemente el movimiento eu- roasiático en «Totalitarianism, reform and civil society», Post-liberalism , op. c it.f págs. 177-178.

80. Véase una útil descripción del pensamiento de Leontiev en Berdyaev, N., Leon­tiev, Londres, Geoffrey Bles, The Centenary Press, 1940.

81. Truscott, op. cit., págs. 2 ,5-6.

Anarcocapitalismo en la Rusia poscomunista 209

sión entre el Norte rico y el Sur pobre. Rusia está a caballo entre los dos. Aunque geográficamente pertenece al Norte, los euroasiáticos consideran que económicamente forma parte, más bien, del Sur. Incluso si las reformas tienen éxito, afirman, habrán de pasar treinta años antes de que Rusia pue­da ingresar en el club de los países ricos. Incluso entonces, sus intereses se­guirán siendo diferentes de los de otros Estados del Norte. La relación que tiene Rusia con el Sur pobre no la tiene ningún otro país del Norte. En par­ticular, Rusia tiene fronteras con el Sur pobre: con el transcáucaso, con los Estados de Asia central y con China. Y tiene que ser particularmente cui­dadosa en sus relaciones con las naciones islámicas, ya que siete de sus ve­cinos son musulmanes y la propia Rusia alberga a dieciocho millones de ellos. En ese sentido, en 1995, estaba envuelta en tres guerras que involu­craban a naciones no rusas: en Tayikistán, en Chechenia y en Bosnia [...]. Por su propia seguridad, por lo tanto, Rusia no puede darse el lujo de ig­norar a sus vecinos del sur y del sudeste.82

En términos estratégicos, los argumentos rusos a favor de una políti­ca euroasiática son difíciles de rebatir. A diferencia de cualquier otro país europeo, Rusia es una potencia del Pacífico. Sus relaciones comerciales y de defensa con China son más importantes, desde una perspectiva a lar­go plazo, que sus relaciones con ningún Estado «occidental».

Sin embargo, la fuerza del pensamiento euroasiático en la Rusia pos­comunista no refleja únicamente esas realidades estratégicas. Expresa la verdad más profunda de que Rusia nunca ha conseguido identificarse inequívocamente ni con Europa ni con Asia. La estrategia euroasiática encama esta continuada ambivalencia de Rusia.

LO S RECURSOS DEL CAPITALISMO RUSO

El capitalismo local que parece estar surgiendo en Rusia se enfrenta a unos formidables obstáculos, pero también cuenta con algunas importan­tes ventajas compensatorias. La Federación Rusa produce más del 10 % del petróleo mundial, el 30 % del gas y entre el 10 y el 15 % de los minerales metálicos no ferruginosos. Los recursos naturales de Rusia son enormes.83

82. Layard y Parker, op. cit., págs. 281-282.83. Economist Intelligence Unit, E IU Country Profile 1995-1996: The Russian Fe-

deration , 1997, pág. 12.

210 Falso amanecer

En algunos aspectos, los recursos humanos de Rusia no son menos impresionantes. Los rusos siguen siendo uno de los pueblos mejor edu­cados del mundo, y su nivel de alfabetización y de capacidades matemá­ticas supera en mucho el de Estados Unidos y el de muchos países eu­ropeos. Un informe de 1996 que comparaba los niños de San Petersburgo con los de Sunderland concluyó que los niveles de motivación educativa en San Petersburgo eran altos. Los niños rusos «tendían a percibir la edu­cación como un fin en sí mismo [...]. La alfabetización y la cultura son tradicionalmente muy valoradas por la sociedad [...] querían convertirse en personas educadas». Pese al desarrollo de la identidad euroasiática de Rusia, los rusos conocen y entienden mejor la historia y el canon cultural europeo que los pueblos más indiscutiblemente «europeos».

En contraste con los rusos, los niños británicos entienden la educa­ción fundamentalmente como un medio de adquirir cualificaciones labo­rales. Pese a este enfoque pragmático, la elección de las asignaturas que hacen los niños británicos parece estar más condicionada por la aversión a la dificultad intelectual que por la percepción de su utilidad.8*

Igual que el de Japón y el de Singapur, el sistema escolar ruso refleja las tradiciones y los valores de la Europa burguesa del siglo XIX. Aunque los niveles educativos en el campo son a veces muy bajos, en términos ge­nerales sigue siendo un país en el que la educación se considera un valor en sí mismo. Esto le otorga una ventaja sobre los países occidentales, que se inclinan ante la «economía del conocimiento» pero cuyas escuelas se ven obligadas a funcionar en una cultura proletarizada en la que la edu­cación tiene un valor primordialmente utilitario.

En comparación con la mayor parte de las sociedades occidentales, Rusia es un país en el que la vitalidad cultural es inagotable. Puede que su actual combinación de posmodernismo punk y de tradiciones que re­surgen, de capitalismo salvaje y de rebelión popular contra el comercio parezca inestable a ojos occidentales. Pero, aunque puede que esas con­tradicciones sean una fuente de futuros conflictos políticos, no son inevi­tablemente destructivas. Igual que en los tiempos prerrevolucionarios, pueden ser una fuente de creatividad cultural y económica.

Los tejidos conectivos de la vida social se han renovado en Rusia en un grado sorprendente. La familia amplia, que prácticamente ha dejado 84

84. «Attitude is what gives Russians the edge», Times EducationalSupplem ent, 1 de enero de 1992.

de existir en el mundo capitalista anglosajón, ha sobrevivido al comunis­mo soviético en Rusia.85 Su supervivencia explica en parte la capacidad de los rusos de lidiar con las dificultades relacionadas con la reforma del mercado. Como observan Layard y Parker: «Dos instituciones han sido cruciales para la supervivencia: la familia ampliada y la parcela de tierra privada. La familia amplia [...] es un elemento importante en el sistema de seguridad social. Los hijos adultos casi siempre ayudan a sus padres ancianos, y también ayudan a sus hermanos si éstos tienen dificulta­des».86 La debilidad comparativa del «individualismo» en Rusia ha per­mitido que la ayuda mutua en el marco de la familia amplia se mantenga en un grado desconocido para muchas sociedades occidentales, particu­larmente las anglosajonas.

La clase media rusa, que creció poco a poco durante el período so­viético, se ha debilitado con el caos y las privaciones que siguieron a la te­rapia de choque. Sin embargo, resulta paradójico que uno de los legados del período soviético sea una tradición burguesa de preparación y adqui­sición de capacidades que ha permitido a los jóvenes integrantes de la clase media adaptarse a la nueva situación y, en muchos casos, ganar mu­cho más dinero que sus padres. Estos rusos mantienen la capacidad de funcionar, y a veces incluso de prosperar, en circunstancias desesperadas. En esto están bien equipados para hacer frente a la anarquía de los mer­cados globales.

En términos de recursos naturales y humanos, por lo tanto, Rusia si­gue siendo uno de los países más favorecidos del mundo. Pero también es uno de los peor gobernados. La renovación de las instituciones del E s­tado ruso es una precondición fundamental para que el actual anarcoca­pitalismo poscomunista se convierta en un capitalismo ruso local similar al que floreció en los últimos tiempos del zarismo. Sin las instituciones de un Estado moderno, el cordón umbilical que conecta el capitalismo ruso con la ex Unión Soviética y con la mafia no podrá cortarse. Hasta que no tenga un Estado fuerte y eficaz, Rusia no tendrá una economía de merca­do genuina, sino una especie de sindicalismo criminal. Hasta que no haya resuelto su problema hobbesiano, no podrá convertirse en un Estado moderno.

Anarcocapitalismo en la Rusia poscomunista 211

85. Sobre la fuerza de la familia rusa en tiempos soviéticos, véase Mehnert, Klaus, Soviet Man and H is World, Nueva York, 1961, capítulo «Family and Home».

86. Layard y Parker, op. cit., pág. 106.

212 Falso amanecer

La filosofía occidental importada durante el corto período de la te­rapia de choque no fue diseñada para afrontar las circunstancias y las ne­cesidades específicas de la Rusia actual. La principal diferencia entre ese credo neoliberal y el leninismo no era la relativa a los fines de la política sino que tenía que ver con los medios, y no siempre. En los años 1989- 1993, esas dos estrategias occidentalizantes de modernización llegaron al fin del camino y la búsqueda de una modernización local se emprendió otra vez.

Al retomar una vía de desarrollo que había sido bloqueada por la pri­mera guerra mundial, por el comunismo y, durante un breve tiempo, por la terapia de choque, la Rusia postsoviética no se está oponiendo a «O c­cidente», sino que está reconociendo la realidad de que el intento de mo­dernizar a Rusia emulando a Occidente ha fracasado. Una Rusia euroa- siática no occidental no tiene por qué ser una Rusia antioccidental.

La manera en que Rusia interactúa con Europa occidental y con Es­tados Unidos depende principalmente de los gobiernos de estps países, que en las actuales circunstancias tienen la iniciativa en la mayoría^ie las cuestiones económicas y de seguridad. Lo único que las potencias occi­dentales pueden conseguir con políticas triunfalistas es dificultar el sur­gimiento de un Estado ruso moderno. Si hay riesgos de que Rusia se pueda convertir en un Estado weimariano, esos riesgos aumentan si los occidentales la tratan como si lo fuera.

De hecho, el surgimiento de una Rusia euroasiática no tiene por qué amenazar en absoluto los intereses vitales de ningún Estado occidental. Si, mientras Rusia desarrolla una economía de mercado que refleje su histo­ria y sus necesidades actuales, surgen conflictos, éstos se deberán a que el capitalismo ruso no puede adaptarse al marco procrusteano del mercado libre global.

Capítulo 7

EL OCASO DE OCCIDENTE Y LA ASCENSIÓN DE LO S CAPITALISMOS ASIÁTICOS

[...] para E stados Unidos, ser desplazados, no en e l m undo sino sólo en e l Pacífico occidental, p or un pueblo asiático durante tanto tiem po des­preciado p or decadente, débil, corrupto e inepto, es muy d ifíc il de acep­tar desde e l punto de vista em ocional. E l sentim iento de suprem acía cul­tu ral de los estadounidenses h ará que este aju ste resulte muy d ifíc il de adm itir.

L os estadounidenses creen que su s ideas — las de la suprem acía d el in­dividuo y la libertad de expresión sin lím ites— son universales. Pero no lo son; nunca lo han sido.

Lee Kuan Yew1

E l fracaso to tal d el m arxism o [...] y e l terrible derrum bam iento de la Unión Soviética sólo son los antecedentes d el colapso del liberalism o oc­cidental, la principal corriente de la m odernidad. L ejos de constituir una alternativa a l m arxism o y la ideología dom inante en e l fin de la historia, e l liberalism o será la próxim a pieza de dom inó en caer.

Takeshi Umehara1 2

C ualquier intento de im poner la propia voluntad o los propios valores a los dem ás o de unificar e l mundo según un determ inado m odelo de «ci­vilización» fracasará de m anera irrem ediable [...]. N ingún sistem a econó­mico es bueno para todos los países. Cada uno debe seguir su propio cami­no, como ha hecho China.

Q iao Shi, politburó chino3

En enero de 1850, lord Palmerston, el secretario de Estado británi­co, ordenó a la armada británica bloquear el Pireo y capturar barcos grie­gos. Lo hizo para obligar al gobierno griego a satisfacer las demandas de

1. Kuan Yew, Lee, entrevista, New Perspectives Quarterly, vol. 13, n° 1, invierno de 1996, pág. 4.

2. Umehara, Takeshi, «Ancient Japan shows post-modernism the way», New Pro­gressive Quarterly, 9, primavera de 1992, pág. 10.

3. Shi, Qiao, entrevista, New Perspectives Quarterly, vol. 14, n° 3, verano de 1997, págs. 9-10.

214 Falso amanecer

Don Pacífico, un ciudadano portugués de Gibraltar que también era súbdito británico. Don Pacífico reclamaba treinta mil libras esterlinas que, según él, se le debían en compensación a los daños que habían su­frido su casa y sus propiedades durante un motín en Atenas en 1848. Las reclamaciones de Don Pacífico eran dudosas, pero, en un discurso en la Cámara de los Comunes en junio de 1850, Palmerston defendió su ma­nera de proceder citando la frase civis romanus sum (soy un ciudadano de Roma) del Nuevo Testamento. La interpretación de Palmerston de la fra­se capturaba el espíritu de la pax britannica en su apogeo: «Por lo tanto — declaró Palmerston— , también un súbdito británico, en cualquier país en el que pueda encontrarse, deberá sentirse confiado en que el ojo vigi­lante y el brazo poderoso de Inglaterra lo protegerán contra la injusticia y el daño».4

Casi un siglo y medio más tarde, el eje del mundo se inclinó. En Sin- gapur, en 1994, un estudiante estadounidense, Michael Fay, fue senten­ciado a recibir diez golpes de vara por pintar graffiti en un lugjir publico. Tras unas importantes gestiones diplomáticas estadounidenses, incluyendo la intervención personal del presidente Clinton, el castigo fue reducido a cuatro golpes; no fue anulado.

Al responder así a la intervención estadounidense, Singapur demos­traba que se había producido una importante transformación en la dis­tribución del poder en el mundo. En el cénit de la pax britannica de me­diados del período Victoriano, Lord Palmerston podía afirmar que tenía la autoridad necesaria como para actuar unilateralmente en defensa de los intereses de los súbditos británicos de cualquier parte del mundo, sin im­portar la jurisdicción nacional bajo la cual pudieran encontrarse. En el pun­to culminante del poder de Estados Unidos tras la guerra fría, una pe­queña ciudad-Estado era capaz de desafiarlos.

Singapur rechazó la universalidad de los valores occidentales, des­deñó la intervención de Estados Unidos y las doctrinas de derechos humanos que estaba propagando en Asia oriental, reafirmó sus propios valores contra el modelo liberal de derechos humanos y la cultura eco­nómica de individualismo de mercado que Estados Unidos estaba in­tentando implantar en todo el mundo y señaló sus propios logros |lc ciu­dad-Estado posliberal —estable, cohesiva, con un alto nivel educativo y rápido crecimiento— como prueba de que su modelo de modernización

4. Ridley, Jasper, Lord Palm erston, Londres, Constable, 1970, pág. 387.

y desarrollo era superior a todo lo que «Occidente» tuviera para ofre­cerle.5

El orden económico internacional liberal del mundo de antes de 1914 dependía de la capacidad y la voluntad de Gran Bretaña de usar su poderío naval en cualquier parte del mundo. Actualmente no existe esa voluntad por parte de Estados Unidos: su posición de liderazgo en cuan­to a tecnología militar le convierte en la potencia del mundo más verda­deramente global, pero su población es reacia a soportar los costes fi­nancieros y humanos que tiene el ser un régimen imperial.

Hay otra profunda diferencia entre la belle époque y nuestro fin de siècle tardomoderno: antes de 1914, casi nadie cuestionaba la identifica­ción de modernización con occidentalización; ni siquiera los movimien­tos anticolonialistas del siglo XX —en la India, en China y en la mayor parte del mundo sujeto al control imperial europeo— pusieron en duda la idea de que liberar a sus países del poder occidental significaba mo­dernizarlos según un modelo occidental.

En la mayor parte del mundo en desarrollo, el marxismo funcionó como la ideología de las revoluciones occidentalizantes. En Turquía, uno de los modernizadores políticos mejor dotados de la historia, Kemal Attaturk, fundó el régimen occidentalizante más duradero del siglo de acuerdo con el principio de que convertirse en un Estado moderno reque­ría una profunda ruptura con las tradiciones culturales nativas.

Hasta finales de la guerra fría, modernización y occidentalización fueron consideradas equivalentes en casi todo el mundo. La única ex­cepción era Japón.

El ocaso de Occidente y la ascension de los capitalismos asiáticos 215

M o d e r n iz a c ió n l o c a l : e l c a s o p a r a d ig m á t ic o d e J a p ó n

Cuando, en 1853, el comodoro Perry obligó a Japón a abrirse al co­mercio por primera vez desde que el país se cerró al mundo exterior en 1641, hizo algo más que perturbar un modo de vida que había permane­

5. Véase un serio análisis del proceso de modernización de Singapur en Hill, M. y Kwen Fee, Lian, The Politics o f Natíon Puilding and Citizenship in Singapore, Londres y Nueva York, Routledge, 1995. Un análisis muy crítico del desarrollo económico de Singapur y de los demás pequeños dragones, véase en Bello, W. y Rosenfeld, Stephanie, Dragons in D istress: A sia’s M iracle Econom ies in Crisis, Londres, Penguin, 1992.

216 Falso amanecer

cido inalterable durante más de doscientos años. Perry terminó con un experimento probablemente único en la historia humana. Durante el pe­ríodo Edo, Japón había renunciado a la tecnología de guerra tempra­no-moderna y había cambiado el fusil por la espada.6 La élite gobernan­te japonesa hizo lo que las teorías occidentales sobre el progreso científico consideran imposible: volver atrás en la evolución tecnológica.

La llegada de los barcos negros del comodoro Perry hizo que la sutil y vigilante élite japonesa entendiera que la forma de vida aislada y pacífi­ca que había disfrutado durante más de doscientos años no tenía futuro. Sabía qué podía esperar de las potencias occidentales a partir de lo sucedi­do con China en las guerras del opio. En su carta al shogun, el comodoro Perry amenazó con que si el país no se abría al comercio, sería visitado por «grandes barcos de guerra», quizás en la primavera.7 Los barcos ne­gros de Perry terminaron con el experimento japonés de aislamiento y baja tecnología, un experimento que ha «demostrado [...] que una eco­nomía que no crece es perfectamente compatible con una vida próspera y civilizada».8 Al mismo tiempo, situó a Japón en una ambiciosa carrera hacia la modernización, lo que le llevó a entrar en el siglo xx con una flo­ta que destruyó a la armada imperial rusa en Tsushima en 1903.

La gran casa comercial de Mitsui se ha mantenido desde el cerrado período Edo y durante toda la era de modernización, la restauración Meiji (1868-1912) y la ocupación aliada tras la segunda guerra mundial, convirtiéndose en una de las mayores instituciones japonesas actuales. Su longevidad señala una verdad fundamental sobre la industrialización de Japón: que no supuso, como ocurrió en algunos países de la Europa continental, una ruptura decisiva con el orden social feudal.

Las empresas japonesas crecieron como injertos de instituciones he­redadas de la era medieval. La moderna economía industrial que Japón empezó a desarrollar en las últimas décadas del siglo XIX encarnaba un or­den social cuyas piezas más vitales se han mantenido intactas. Liderada por su clase guerrera, la de los samuráis, la modernización de Japón fue po­sible porque el orden feudal que fue su punto de partida no se había roto.

6. Véase una deliciosa descripción de este período único en Perrin, Noel,^jw/«g Up the Gun: ] aparís Reversión to theSword, 1543-1879, Boston, Nonpareil Books, 1979.

7. Véase Walworth, Arthur, Black Ships O ff Japan, Nueva York, Alfred Knopf, 1946.

8. Perrin, op. cit., pág. 91.

El ocaso de Occidente y la ascension de los capitalismos asiáticos 217

El modelo marxista según el cual los avances tecnológicos provocan divisiones y rupturas en las viejas estructuras sociales es de poca aplica­ción al caso japonés. Tampoco la historia liberal de la sociedad que evo­luciona a través del crecimiento del conocimiento y de la innovación de las ideas. Ninguna narración de la modernización modelada según las historias occidentales es capaz de capturar la experiencia japonesa.9

Las teorías económicas neoclásicas sólo tienen un valor limitado para explicar la vida económica japonesa actual. Las compañías japonesas compi­ten entre sí por los mercados de una manera tan despiadada como en cualquier otra parte, pero el capitalismo japonés difiere profundamente del individualismo de mercado anglosajón en el que los grandes teóri­cos de la sociedad basaron su modelo de capitalismo, así como del mode­lo definido por el consenso de Washington.

En sus relaciones con sus empleados y con el resto de la sociedad, las instituciones de mercado japonesas se apoyan más en redes de confianza que en una cultura contractual. Sufren mucho menos los trastornos de la estructura de las comunidades que las circundan que las compañías esta­dounidenses. Sus relaciones con las instituciones del Estado son estre­chas y continuas. La vida ética que el capitalismo japonés expresa no es individualista y no da signos de estar volviéndose tal.

Estas diferencias profundas y duraderas entre el capitalismo japonés y el de Inglaterra y Estados Unidos señalan una verdad esencial. Tanto los partidarios como los críticos del capitalismo se han aferrado a la idea de que el individualismo es uno de sus rasgos principales. Pero las vincu­laciones entre capitalismo e individualismo no son ni necesarias ni uni­versales, son accidentes históricos. Los primeros teóricos del capitalismo —Adam Smith, Adam Ferguson, Karl Marx, Max Weber y John Stuart Mili— las tomaron erróneamente por leyes universales porque los datos sobre los que basaban sus teorías se limitaban en su mayor parte a los de unos pocos países occidentales.

Sólo se puede empezar a entender a Japón cuando se acepta que ha­cia finales del siglo xix ya se había modernizado. Ya hacía mucho tiempo que tenía unos niveles de alfabetización altos, su vida urbana se estaba extendiendo rápidamente, las nuevas tecnologías se habían absorbido y

9. Véase la ambiciosa argumentación que sostiene que el caso de Japón se limita o falsea mucho en las ciencias sociales occidentales en Williams, David, Japan and the Enem ies o f Open Political Science, Londres y Nueva York, Routledge, 1996.

218 Falso amanecer

se había establecido un Estado centralizado. Japón había adquirido esas marcas de modernidad sin occidentalizar sus estructuras sociales o sus tra­diciones culturales. El catalizador de la modernización de Japón fue el trauma del contacto con las amenazantes potencias occidentales, pero la modernización japonesa fue, de todos modos, una modernización nativa.

Las filosofías de la historia de la Ilustración nos dicen que los países se modernizan imitando a las sociedades occidentales. Estas filosofías y las teorías de la modernidad que se apoyan en ellas ya habían sido falsea­das por Japón a principios del siglo XX.

Es cierto que la modernización japonesa involucró muchos présta­mos eclécticos de los países occidentales: se cambió el calendario, se de­sarrolló un sistema bancario, se extendió la educación, se creó un sistema de derecho comercial y se construyeron unos modernos ejércitos de tie­rra y mar. Todas estas innovaciones involucraban, en alguna medida, la emulación de prácticas occidentales, especialmente prusianas (en la re­forma del sistema legal japonés, del sistema escolar y del ejército)^/ britá­nicas (en el desarrollo de la marina japonesa). Oficiales e ingenieros ja­poneses viajaron a países occidentales para asistir a academias y estudiar técnicas de construcción naval, respectivamente.

Sin embargo, ninguna de estas adaptaciones consiguió alterar las es­tructuras sociales o las tradiciones culturales japonesas. Tampoco se pre­tendía hacerlo. La industrialización de Japón fue promovida con el pro­pósito de preservar la independencia nacional. Los occidentalizadores japoneses no se impusieron en el debate recurrente sobre el significado de la modernización.

De manera implícita, y en tiempos más recientes explícita, los deciso- res políticos japoneses rechazaron la idea de que modernización signifi­case convergencia en torno a las mismas instituciones y valores occidenta­les. Como señala Waswo, expresaron con claridad su «rechazo a la llamada hipótesis de convergencia, que afirma que existe una lógica universal de la industrialización y que las relaciones sociales que se dieron en las primeras naciones que se industrializaron (individualismo, un mercado libre de tra­bajo, etc.) deben desarrollarse inevitablemente en todas partes».10

Desde luego, una de las bases en las que se apoya el conseiiso de Washington es una versión de la hipótesis de convergencia. Sin embargo,

10. Waswo, Ann, M odem Japanese Society 1868-1994, Oxford, Oxford University Press, 1996, pág. 102.

el caso de Japón constituye, en mayor medida que el de ningún otro país, una derrota al consenso de Washington sobre el desarrollo económico por parte de la realidad histórica.

Desde el principio, la industrialización japonesa fue impulsada por un Estado desarrollista. Igual que ocurrió en muchos otros países, como por ejemplo en la Rusia zarista, la industrialización rápida tuvo lugar en Japón bajo la égida de un poder gubernamental fuerte, centralizado e intervencionista. En palabras de Paul Kennedy: «Japón tuvo que ser mo­dernizado, no porque lo desearan los empresarios sino porque el “Esta­do” lo necesitaba [...]. El Estado impulsó la creación de una red ferro­viaria, de telégrafos y de líneas de navegación; trabajó en conjunción con la clase empresarial japonesa emergente para desarrollar la industria pe­sada, el hierro, el acero y la construcción naval, así como para moderni­zar la producción textil. Los subsidios gubernamentales se emplearon en beneficio de los exportadores, para impulsar los envíos por barco, para establecer una nueva industria. Detrás de todo esto había un impresio­nante compromiso político de materializar el eslogan nacional de fukoku kyohei (país rico con ejército poderoso)».11

El desarrollo económico e industrial había sido alentado y concertado por las instituciones del Estado en cada una de las etapas de la historia japonesa. Pero la clara distinción entre Estado y sociedad que se ha desa­rrollado en los países europeos desde principios de la época moderna tie­ne pocas resonancias en la historia de Japón. La importancia del wa —ar­monía— como un valor de la vida japonesa es contraria a las relaciones verticales de jerarquía que desde hace mucho tiempo se asocian con las ins­tituciones estatales en Europa. Como ha observado Sayle: «El gobierno ja­ponés no está separado ni por encima de la comunidad, es más bien el lugar en el que los tratos wa se negocian».11 12 En este aspecto, Japón es muy diferente no sólo de los países europeos sino también de China y de Corea.

El Estado centralizado construido en Japón durante el período Meiji se parece mucho a los clásicos Estados-naciones europeos del siglo xix. En muchos aspectos, Japón sigue siendo un Estado-nación decimonóni­co y, aunque es desarrollista —no el Estado mínimo del consenso de

El ocaso de Occidente y la ascensión de los capitalismos asiáticos 219

11. Kennedy, Paul, The R ise and F all o f the Great Powers, Londres, Fontana, 1988, päg. 266.

12. Sayle, Murray, «Japan victorious», New York Review o f Books, 28 de marzo de 1985, pâg. 35.

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Washington—, tampoco es un Estado del bienestar del tipo de los que se establecieron en Europa occidental y en Estados Unicfos tras la segunda guerra mundial. Como ha señalado Peter Drucker: «Considerado a tra­vés de las lentes de la teoría política tradicional, es decir de la teoría po­lítica de los siglos XVIII y XIX, Japón es un país claramente “estatista”. Pero es estatista a la manera en que lo eran Alemania o Francia en 1880 o 1890 en comparación con Gran Bretaña o Estados Unidos».13 En su desarro­llo de posguerra, sin embargo, Japón se diferenció de todas las socieda­des occidentales.

El capitalismo japonés se desarrolló a partir de las empresas tradi­cionales del período feudal.14 La industria siempre se ha organizado en una red muy densa de grandes empresas. En el período Meiji estaban los zaibatsu, unos poderosos holdings controlados por familias. Los zaibatsu de antes de la guerra sobrevivieron el intento que se hizo durante la ocu­pación de imponer una legislación antimonopolio y se convirtieron en los kigyo shugan o grupos intermercado actuales. Tras la ocupación, la ̂gran­des empresas (Mitsui, Mitsubishi, Sumitomo y otras) se volvieron a agru­par, aunque con mucho menos control familiar que antes, ayudando a constituir la red de grupos empresariales que gobierna la economía japo­nesa en la actualidad. Como bien se ha dicho, en Japón «los zaibastu y otros grupos vinculan a las empresas industriales, comerciales y financie­ras en una densa y compleja maraña de relaciones que no existe en nin­gún otro país».15 Estos grandes grupos empresariales coexisten en Japón con una gran diversidad de pequeñas empresas, pero son ellos los que es­tablecen el marco dentro del cual operan estas otras empresas.

Las interconexiones de la economía japonesa con la vida de la socie­dad han sido objetivo del ataque de los negociadores estadounidenses y de las organizaciones transnacionales durante décadas. Puestas en la pi­cota como bastiones proteccionistas, su papel en la alimentación de la cohesión social o bien no se ha comprendido o se ha rechazado. La función

13. Drucker, Peter F., Post-Capitalist Society, Oxford, Butterworth-Heinemann, 1993, pág. 117.

14. Algunos autores sostienen que el sistema económico japonés no puedg clasifi­carse como una variante del capitalismo. Véase una de estas argumentaciones en Saka- kibara, E., Beyond Capitalism : The Japanese M odel ofM arket Economías, Economic Stra- tegy Institute, Lanham, University Press of America, 1993.

15. Caves, R. E. y Uekusa, M., Industrial Organisation in Japan, Washington, DC, Brookings Institution, 1976, pág. 59.

de la pequeña tienda de la esquina en el mantenimiento de las ciudades como instituciones sociales viables no aparece en el consenso de Washing­ton. La posibilidad de que la tienda de la esquina pueda hacer más por salvaguardar la cohesión social que el encarcelamiento masivo se consi­dera extravagante, si es que se considera de alguna manera.

Un perspicaz observador británico ha comentado:

El departamento de justicia estadounidense informa que, según sus úl­timos cálculos, un millón cien mil estadounidenses estaban en la cárcel. Esto significa casi una persona de cada doscientas de la población total: hombres, mujeres y niños [...]. ¿Por qué buscamos en Estados Unidos los modelos económicos y sociales, desde la desregulación y la capacidad in­versora institucional a la organización del trabajo, si producen ese tipo de sociedad? [...]. Ese, sin embargo, es el proyecto de prácticamente todas las instituciones internacionales [...]. La OCDE (en su informe anual sobre Ja­pón) recomendaba una desregulación todavía mayor [...] y el fin de la pro­tección a las tiendas pequeñas [...]. La OCDE se jacta de que una de cada quince tiendas de Japón ha cerrado en los últimos tres años. Las pequeñas tiendas están desapareciendo más rápidamente que nunca. Se obtienen unas modestas ganancias en términos de eficacia al coste de grandes trastornos sociales.16

Las demandas que el consenso de Washington hace sobre Japón van más allá del desmantelamiento de las pequeñas tiendas. Incluyen la re­ducción de las tasas de ahorro, el abandono de la cultura del pleno em­pleo y la adopción del individualismo de mercado. Todas juntas equiva­len a exigir que Japón deje de ser japonés.

El pecado más imperdonable de Japón contra el consenso de Was­hington es el de su cultura de pleno empleo: tiene una tasa de desempleo de alrededor del 3-4 %, cuando la media de los países de la OCDE es de al­rededor del 8 % y una mayor proporción de la población empleada que la media de la OCDE en todas las categorías de trabajadores, incluyendo los jóvenes. En 1993, tenía la tasa de desempleo más baja de todos los países de la OCDE, incluso contando los trabajadores a tiempo parcial.

No es nada cierto que todos los empleados japoneses disfruten de un empleo de por vida, algo poco común fuera de las grandes empresas. Sin

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16. Searjeant, Graham, «Economically, jails cost more than corner shops», The Ti­mes, 11 de diciembre de 1995.

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embargo, el 43 % de los empleados japoneses habían trabajado para el mismo patrono durante más de una década en 1991, frente al 33,5 % de los empleados de una muestra de países de la OCDE. La seguridad del traba­jo se ha preservado en Japón más que en cualquier otro país.

Japón ha mantenido su cultura de pleno empleo a través de la peor recesión que ha sufrido nunca: la caída cataclismática de la actividad económica que siguió al colapso de la «economía de burbuja» en 1989, y ello a pesar de una caída laboral continuada en la industria durante los últimos treinta años. ¿Qué pasaría con el nivel de empleo en Esta­dos Unidos si, como en Japón, el mercado de valores cayera alrededor del 70 %?

Como ha señalado con razón Martin Wolff: «Si se juzga una econo­mía por su capacidad para distribuir las ganancias de las actividades económicas con eficacia, protegiendo al mismo tiempo a quienes son in­capaces de soportar los costes de la recesión, la economía japonesa evo­lucionó tan bien en los años de crisis como en los de gloria».17

La supervivencia de las características principales de la economía ja­ponesa en el período de posguerra —el contrato social no escrito que ga­rantiza un empleo seguro a gran parte de su población— se ve actual­mente amenazada por el libre mercado global. Desarrollado después de la segunda guerra mundial, en parte en respuesta a presiones económicas ta­les como la escasez de capacidades técnicas, pero en parte como una es­trategia para lograr la paz industrial y social, el contrato social japonés que garantiza el pleno empleo ha impedido el crecimiento de un proletariado y, en épocas más recientes, de una subclase. En comparación con la mayor parte de los países occidentales, la japonesa es una sociedad igualitaria en la que casi todo el mundo pertenece a la clase media.

Si los decisores políticos japoneses ceden a las demandas del consenso de Washington, Japón pasará a formar parte del grupo de todas esas socie­dades occidentales en las que el desempleo generalizado, la criminalidad endémica y el colapso de la cohesión social son problemas sin soluciones.

El actual contrato social japonés sobre seguridad del empleo no pue­de sobrevivir en su forma actual. La garantía de una ocupación de por vida en una empresa ya no es creíble, ya que la competencia con otr|fc eco­nomías del sudeste asiático hace inevitable cierta flexibilización en el

17. Las cifras están tomadas del informe de la O CDE para enero de 1997, según las cita Wolf, Martin, «Too great a sacrifice», Financial Times, 14 de enero de 1997.

mercado de trabajo. La cuestión es la de si Japón puede preservar su cul­tura de pleno empleo al tiempo que abandona la garantía de un empleo seguro de por vida en una única empresa que se adoptó en la posguerra.

La japonesa es una sociedad industrial muy madura. En esto Japón se parece más a las economías tardomodernas de Europa occidental que a las nuevas economías industrializadas de Asia oriental que le rodean. Ha logrado un nivel de desarrollo industrial semejante al alcanzado por Inglaterra en dos siglos en un período de alrededor de ciento veinticinco años. Entre 1890 y 1913, la población urbana japonesa se duplicó, pero la cifra de los trabajadores agrícolas siguió siendo más o menos la misma. En 1914, más de tres quintas partes de la población japonesa seguía em­pleada en la agricultura, silvicultura y pesca.18 Sin embargo, durante esos años, Japón fue el único país no occidental del mundo que se embarcó en un ambicioso programa de industrialización que, pese a la catástrofe de la guerra del Pacífico, le permitió desarrollar la economía intensiva en tecnología que tiene en la actualidad.

Buena parte del modelo japonés no se puede exportar. El particular grado de continuidad cultural y de homogeneidad de Japón no lo permi­te. Pero su condición de sociedad industrial muy madura puede brindar­le una oportunidad de alcanzar, en la era tardomodema, algo tan singu­lar como su renuncia a la tecnología durante el período Edo.

Desde el estallido de la economía de burbuja, Japón ha sido una eco­nomía de crecimiento cero. Debido a su situación de deflación de la deu­da, se ha visto en el dilema clásico que Keynes diagnosticó al referirse a los gobiernos que intentan revitalizar la demanda mediante el descenso de las tasas de interés como «tirando de una cuerda». En el Japón de fi­nales de la década de 1990, igual que ocurrió en Estados Unidos durante la «gran depresión», ni siquiera unas tasas de interés del 0,5 % han esti­mulado la demanda de créditos. El crecimiento económico está parado. ¿Ha llegado Japón a esa situación de saciedad temida, aunque no experi­mentada, en los países occidentales, en la que un crecimiento económico a un ritmo similar al alcanzado durante la mayor parte del período de posguerra se ha vuelto insostenible?

Un economista japonés ha recordado a sus lectores la observación de J. S. Mili de que «en una situación estacionaria del capital y de produc­ción, no tiene por qué haber un estado estacionario de la mejora humá­

El ocaso de Occidente y la ascensión de los capitalismos asiáticos 223

i s . Kennedy, Paul, op. cit., pág. 266.

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na».19 ¿Puede lograr el Japón algo similar a la «economía de estado esta­cionario» abogada por John Stuart Mili, en la que el progreso tecnológico se usa para mejorar la calidad de vida en lugar de aumentar simplemente la cantidad de producción?20

En otras partes del mundo, la idea de una economía de crecimiento cero ha demostrado ser una quimera. Quizás en la singularmente madu­ra sociedad industrial japonesa, el colapso del crecimiento económico sea una oportunidad de reconsiderar las ventajas de volver a ponerla en prác­tica. Pero eso obligaría a desafiar el imperativo central del consenso de Washington, según el cual la mejora social es imposible sin un crecimien­to económico sin fin.

L a f r a c a sa d a m o d e r n iz a c ió n d e C h in a :EL MODELO SOVIÉTICO DE MAO

La celebrada afirmación de Mao Zedong dé"que «el hoy de latjnión Soviética es el mañana de China»21 capta el impulso principal de la fra­casada modernización que el régimen maoísta impuso a China. Pese a las numerosas ocasiones en las que los dos Estados entraron en conflicto, la Unión Soviética siempre fue el ejemplo de sociedad moderna para la Chi­na maoísta. Los desastres del período maoísta no pueden entenderse por completo si no se capta bien el papel del marxismo como proyecto occi- dentalizador en China.

El ejemplo soviético sirvió de inspiración al desastroso «gran salto ha­cia adelante» (1958-1960) de Mao, que provocó una hambruna artificial en la que perecieron alrededor de treinta millones de personas. Mao cre­yó, igual que sus mentores soviéticos, que para modernizar la economía de China debía industrializarse la agricultura. Igual que en el caso soviéti­co, el modelo de explotación agrícola en la China de Mao no era el de la pequeña propiedad campesina sino el déla fábrica capitalista del siglo XIX.

19. Tsuru, S., Japan's Capitalism , Cambridge, Cambridge University P res| 1993.20. He examinado la concepción de Mili sobre una economía en estado estaciona­

rio con mayor detenimiento en mi libro Beyond the New Right: M arkets, Government and the Common Environment, Londres y Nueva York, Routledge, 1993, págs. 140-154.

21. Zedong, Mao, citado en Becker, Jasper, Hungry Ghosts: China’s Secret fam ine, Londres, John Murray, 1996, pág. 37.

Una vez más, Mao siguió el ejemplo soviético cuando adoptó una ac­titud prometeica hacia el medio ambiente, una actitud hasta entonces nada común o desconocida en China. Din-ante el periodo maoísta, el uso implacable que se hizo de la tecnología y la negación, basada en la doctri­na marxista, de que China pudiera sufrir un problema maltusiano de po­blación causaron un agotamiento de los recursos naturales del país y una devastación medioambiental todavía peor que la de la Unión Soviética.

Ninguno de estos rasgos del régimen de Mao es propio de las tradi­ciones chinas. En una época tan reciente como la de finales del siglo XIX, muchos chinos creían que los ferrocarriles perturbarían la armonía natural de la naturaleza y, en deferencia a estos sentimientos, la primera vía férrea construida en China, cerca de Shangai, fue comprada por el gobierno y desmantelada.22 Los enormes embalses y las absurdas campañas contra los insectos emprendidas bajo el régimen de Mao ponían en práctica al­gunos aspectos del proyecto de la Ilustración de subyugamiento de la na­turaleza trasmitido a China desde el marxismo clásico a través del ejemplo soviético.

Tampoco el totalitarismo tenía precedentes en la historia de Chi­na. Como ha sostenido Simón Leys, «en la medida en que es totalitario, el maoísmo presenta unos rasgos que son extraños a las tradiciones políticas chinas (por más despóticas que algunas de esas tradiciones puedan haber sido), mientras que parece notoriamente similar a unos modelos por lo demás foráneos, como el estalínismo y el nazismo».23 La afirmación de que el régimen totalitario de Mao es un desarrollo del despotismo tradicional chino no cuadra con el papel incomparablemente más coactivo e invasor

¡ del Estado maoísta.; Leys tiene razón cuando señala que la práctica política china ha sido[ a menudo despótica. El derecho se ha desarrollado en China desde haceí mucho tiempo, pero la institución de un poder judicial, independiente

en sus funciones del poder ejecutivo del Estado, es casi desconocida. Además, en los escritos de la escuela legalista había algo similar a una fi­losofía política de despotismo ilimitado, aunque nunca ha habido en la historia china un régimen tan invasor como el de Mao. En palabras de

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22. Spence, Jonathan D., The Search fo r M odem China, Nueva York, Norton, 1990, [- pags. 249-250.{ 23. Leys, Simon, The Burning Forest: Essays on Chinese Culture and Politics, Nue­

va York, Henry Holt, 1983, pag. 114.

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Ley: «A mediados del siglo XVI, los funcionarios chinos eran un grupo de unas diez a quince mil personas en una población total de alrededor de ciento cincuenta millones. Este pequeño núcleo de gestores se concen­traba exclusivamente en las ciudades, cuando la mayor parte de la pobla­ción vivía en los pueblos [...]. La gran mayoría de los chinos podían pasar la vida entera sin haber tenido nunca un contacto con un sólo representante del poder imperial».24

En la China clásica, el gobierno nunca fue tan invasor como en la ma­yor parte de los Estados modernos y nunca se acercó ni remotamente al grado de control que alcanzó el régimen maoísta. Según Mehnert: «N i si­quiera en los días del Primer Emperador, en el siglo ni d.C., y desde lue­go nunca desde entonces, ha conocido el pueblo chino un gobierno tan severo y totalitario como el del Estado comunista».25

La decadencia del núcleo de la cultura tradicional china, la familia y el clan, empezó en el siglo xix. El colapso de la dinastía Quing en 1912 fue el fin de un largo proceso de descomposición. Los mandatjnes creían que era posible adoptar nuevas tecnologías de Occidente dejando intac­tos el Estado y la sociedad de China. En los tiempos finales de la era Quing se hizo un intento de apropiación de tecnologías occidentales, es­pecialmente vías férreas, y alrededor del inicio del nuevo siglo se proce­dió a reorganizar el ejército. Se consideraron diversas reformas institu­cionales, en especial con respecto a las relaciones del gobierno central y los gobiernos locales, pero no se llegó a mucho y, en 1912, las institucio­nes políticas de la China Quing se derrumbaron.

Se declaró la república, pero la modernización no había empezado realmente. La guerra con Japón y el conflicto entre los nacionalistas del Kuomintang y los comunistas profundizó la decadencia de la sociedad china tradicional, sin que se implantaran unas instituciones modernas.

El régimen de Mao marcó una línea divisoria en la historia de China. Representó el triunfo absoluto de una estrategia de modernización consis­tente en la emulación de un modelo soviético, occidental. Al mismo tiem­po, lanzó una serie de ataques sucesivos sobre lo que quedaba de la vida tradicional en China. De todos modos, el núcleo de la sociedad china se ha mantenido lo suficientemente intacto a través de los grandes avatafes del

24. Leys, op. cit., págs. 133-134 (cursiva en el original).25. Mehnert, Klaus, Peking and Moscow, Londres, Weidenfeld y Nicolson, Lon­

dres, 1963, págs. 104-105.

régimen maoista como para que la cultura económica de la China conti­nental en los tiempos posmaoístas sea una versión reconocible del capita­lismo practicado durante mucho tiempo por los chinos de la diàspora.

Hasta las reformas de mercado introducidas por Deng Xiaoping, China no había empezado a modernizarse sobre la base de sus tradicio­nes. No obstante, en Taiwàn y en las empresas familiares de la diàspora china existía un modelo de capitalismo chino. La China clásica había sido autárquica y había estado aislada del resto del mundo —intelectual y económicamente— durante muchos siglos. La propia idea de que la economía es una esfera separada de la vida social, sujeta a sus propias le­yes, estaba ausente: el término tradicional para referirse a la economía, ching chi, significa, literalmente, «la administración de un excedente».26 La idea occidental de intercambio de mercado como ámbito separado de la vida personal y familiar es extraña a las tradiciones chinas.

Cuando la autarquía se derrumbó, en la segunda mitad del siglo XIX, fue porque China debió aceptar una apertura forzada al comercio con las potencias occidentales. Unos tratados desiguales entre China y los go­biernos occidentales establecieron unos «puertos de tratados» que fun­cionaban no sólo como canales comerciales sino, a partir de 1895, como centros de las industrias extranjeras. Igual que en Japón, y prácticamen­te en todo el resto del mundo fuera de Inglaterra, la industrialización en China fue dirigida por el Estado, pero este Estado estaba indefenso ante las potencias occidentales.

En China, igual que en Japón, la humillación a manos de los Estados occidentales dio lugar a unos movimientos intelectuales que exigían la modernización. Pero en China, en contraste con Japón, modernización significaba, casi siempre, occidentalización. Los modernizadores chinos sólo discutían hasta dónde debía procederse a la occidentalización y so­bre cuál debía ser su filosofía orientativa. Algunos eran partidarios de las ideas liberales progresistas de John Stuart Mili y de John Dewey, otros —algo más tarde— del pensamiento revolucionario de Marx y de sus dis­cípulos soviéticos. Pocos chinos dudaron alguna vez de que modernizar­se significara otra cosa que adoptar los valores occidentales.

Los modernizadores de China no encarnaban los intereses de ningún grupo económico definido. En Japón, la modernización fue impulsada por los samurai, la clase guerrera, que estaba en peligro de perder su po­

El ocaso de Occidente y la ascensión de los capitalismos asiáticos 227

26. Mehnert, op. cit., pág. 138.

228 Falso amanecer

sición social debido a los cambios en la economía. En China no existía ningún grupo semejante capaz de impulsar la modernización.

Todavía había otra diferencia entre China y Japón: China había deja­do de ser un país feudal hacía varios milenios. Mehnert resumió así su ar­gumento principal: «En China no ha habido virtualmente servidumbre campesina desde hace más de dos mil años [...]. Incluso en los años trein­ta de este siglo, cuando la situación se había deteriorado considerable­mente en comparación con épocas anteriores, la clase campesina china consistía, según la seria investigación de J. L. Buck, en un 54 % de indi­viduos que eran únicamente propietarios, en un 17 % de individuos que eran únicamente arrendatarios, y el restante 29 % eran campesinos que tra­bajaban tanto su propia tierra como tierra arrendada».27

La ausencia de feudalismo en China, junto con el hecho de que el régimen maoísta no haya conseguido destruir las tradiciones campesi­nas, es una de las principales razones por las que las reformas económi­cas de Deng han funcionado bastante, mientras que las de Gorbadjpv no funcionaron. No es culpa de Gorbachov sino de una herencia histórica sobre la que él no podía hacer nada.

Las principales diferencias entre la China tradicional y el feudalismo en Europa, Rusia y Japón no fueron tenidas en cuenta por los intelectua­les revolucionarios chinos que a partir de la década de 1920 se imbuye­ron de las teorías marxistas en Moscú. Como ha señalado Becker en su valioso estudio de los orígenes de la mayor hambruna de China: «Los orí­genes de la gran hambruna de Mao están tanto en la historia rusa como en la china».28 Becker aclara así este argumento fundamental:

Las teorías que los comunistas chinos aprendieron en Moscú y de con­sejeros tales como Borodin y Otto Braun se basaban en un análisis del feu­dalismo que existía en Europa y en Rusia en el siglo pasado. Cuando los fu­turos líderes de China, individuos como Deng Xiaoping o Liu Shaoqui, estudiaban en la «Universidad de los trabajadores del Este», sus libros de texto se referían a la liberación de los siervos, a la expulsión de la aristocra-

27. Mehnert, op. cit., pág. 87. La investigación a la que Mehnert se refiere la de Lossing Buck, John, Chínese Farm Economy, Nanking, 1937 (en nota a pie de página en Mehnert, pág. 493). La esposa de Buck, Pearl S. Buck, ganó el premio Nobel de litera­tura por su novela ha buena tierra.

28. Becker, Jasper, Hungry Ghosts: China’s Secret Famine, Londres, John Murray, 1996, pág. 37.

da latifundista y al desmantelamiento de vastas propiedades feudales en Alemania, Franda o Rusia. China era muy diferente, como señalaron tanto los misioneros jesuitas del siglo XVIII como estudiosos al estilo de R. H. Taw- ney en sus escritos de la década de 1920. No había una aristocracia latifun­dista ni un clan dominante de junkers o de terratenientes, ningún derecho de tierra feudal, ni grandes propiedades trabajadas en régimen de trabajo forzoso. Y, a diferencia de Europa, no había tierras comunales, pasturas o bos­ques en manos públicas. Las estadísticas del Ministerio de Agricultura de 1918 demuestran que en China había un porcentaje más alto de propietarios campesinos entre la población agrícola que en Alemania, Japón o Estados Unidos.29

Las teorías marxistas que adoptó la élite intelectual china eran poco aplicables a la situación o a la historia chinas. Sin embargo, fueron la base del modelo de modernización que Mao Zedong impuso a China. Fue la aplicación de una modernización occidental al estilo soviético, durante el «gran salto hacia adelante», lo que causó la peor hambruna de la larga historia de China.

Mao estableció las colectivizaciones agrícolas —a las que algunos miembros del partido comunista chino se oponían por considerarlas « so­cialismo agrario falso, peligroso y utópico»— emulando a Stalin: «Dado que Kruschev, en ese momento a cargo de la agricultura, estaba aplican­do los planes de Stalin de crear unas colectivizaciones aún mayores: unas granjas gigantes, tan grandes como provincias, organizadas en torno a agrociudades».30

El resultado fue desastroso. En la China de 1957, antes del «gran sal­to hacia adelante», la media de edad de los que morían era de 17,6 años; en 1963 era de 9,7. La mitad de los muertos en China en 1963 tenían me­nos de diez años de edad.31

La modernización de Mao fracasó por muchas razones, pero una de las principales fue el hecho de que el proyecto soviético al que emulaba era incompatible con las necesidades de una economía moderna. En la economía que los comunistas heredaron del régimen nacionalista del Kuomintang había muchas grandes empresas estatales. No fue hasta mediados de la década de 1950 que se emprendió la colectivización de la

El ocaso de Occidente y la ascensión de los capitalismos asiáticos 229

29. Becker, op. d t., págs. 28-29.30. Becker, op. d t., pág. 48.31. Spence, op. d t., pág. 583.

230 Falso amanecer

economía. No había ninguna justificación económica para ello. Se hizo porque la economía soviética, el modelo de economía moderna de la Chi­na de Mao, estaba colectivizada.

El «gran salto hacia adelante» no fue sólo un intento de industriali­zar la agricultura china y de colectivizar la industria según un modelo so­viético, también fue un ataque sistemático a las prácticas y creencias tra­dicionales chinas. Las creencias tradicionales campesinas se encontraban bajo estado de sitio desde la victoria comunista de 1949, pero fue duran­te el «gran salto hacia adelante» y luego durante la «revolución cultural» que finalmente estuvieron a punto de ser destruidas: «Todo lo relaciona­do con las creencias tradicionales fue destrozado durante el “gran salto hacia adelante”» .32

El ataque a la China tradicional fue reiniciado con la «gran revolu­ción cultural proletaria» de 1966-1976. Los «cuatro viejos» —viejas cos­tumbres, viejos hábitos, vieja cultura y viejo pensamiento, como los en­camados por libros, dinero, documentos y antiguos tesoros artísticos— fueron tomados al asalto en una de las mayores convulsiones de la histo­ria. Leys ha escrito: «La “revolución cultural” fue una guerra civil a la que se impidió recorrer todo su camino. Actualmente, los propios chinos es­timan que casi cien millones de personas estuvieron, en alguna medida, directamente involucradas en la violencia de la “revolución cultural”, ya sea como participantes activos o como víctimas».33

La «revolución cultural» provocó un retraso de una generación en la economía y en la educación de China. Acabó con muchas tradiciones culturales que habían logrado sobrevivir al «gran salto hacia adelante». Dejó unas profundas heridas psicológicas y sociales. En una media aún mayor que en Rusia durante el período estalinista, la «revolución cultu­ral» debilitó los vínculos de solidaridad social en China. Es posible que sólo la familia, aunque gravemente dañada, se mantuviera como única institución social viviente.

La destrucción de las tradiciones chinas durante el «gran salto hacia adelante» y la «revolución cultural» corrió paralela a la degradación del medio ambiente. A partir de un programa, cuya soberbia era típicamen­te maoísta, diseñado para erradicar todas las pestes, se declaró la glierra a los gorriones chinos. Los gorriones fueron exterminados, lo que pro­

32. Becker, op. cit., pág. 48.33. Leys, op. cit., pág. 167.

El ocaso de Occidente y la ascension de los capitalismos asiáticos 231

dujo una plaga de los insectos que los gorriones controlaban y el consi­guiente daño en las cosechas.

La «guerra contra la naturaleza» soviética fue emulada por otras po­líticas que incluso fueron más destructivas. Se construyeron presas en toda China. La mayoría se hundieron poco después, pero algunas sobre­vivieron hasta la década de 1970. Cuando las de la provincia de Henan se derrumbaron, se produjo el peor accidente de ese tipo de la historia de China, con casi doscientos cincuenta mil muertos.34 35

El legado de Mao a sus sucesores fue un nivel de degradación me­dioambiental más grave, por sus consecuencias, que el de Rusia porque coincidió con un problema de sobrepoblación. La magnitud del daño medioambiental infligido por el régimen de Mao está explicada en el es­tudio pionero de Vaclav Smil, La mala tierra: Degradación medioambien­tal en China?5

El problema maltusiano de China está reconocido por el gobierno, que aplica una política de hijo único que representa uno de los principa­les puntos de diferenciación con el maoísmo. Sin embargo, por más que se siga aplicando ese programa, la población de China crecerá alrededor de una cuarta parte —unos trescientos millones de personas— en los próximos veinte años. Una parte de este aumento se deriva del creci­miento de la población durante el período maoísta, cuando se estimula­ba a los individuos a crear familias numerosas.

Fuera de Bangladesh y Egipto, China es el país en desarrollo con me­nos tierra cultivable del mundo. Alrededor de una décima parte del te­rritorio chino, en el que viven casi dos tercios de la población y del que se obtienen las tres cuartas partes de toda la producción, está por debajo del nivel de inundación de los grandes ríos. El crecimiento de la pobla­ción tiene un impacto directo en el uso de la escasa tierra cultivable chi­na, haciéndola todavía más escasa. Como ha señalado Smil: «Durante los últimos cuarenta años, China ha perdido alrededor de la tercera parte de su tierra cultivable debido a la erosión del suelo, la desertización, los pro­yectos energéticos (hidroestaciones, minas de carbón) y la construcción

34. Becker, op. cit., pág. 77.35. Smil, Vaclav, The Bad Earth: Environm ental Degradation in China, Londres,

Zed Press, 1983. Véase también, del mismo autor, China’s Environm ental Crisis: An In­quiry into the Lim its o f N ational Development, Armonk, New England y Londres, M. E. Sharpe, 1992.

232 Falso amanecer

industrial y de viviendas [...]. Incluso si esas pérdidas fueran compensa­das mediante la regeneración de nuevas tierras (una posibilidad cada vez menor), el crecimiento de la población reduciría de por sí la tierra culti­vable disponible per capita en más de un 10 % durante la década de 1990 y en un 15 % para el año 2025».36

En las primeras décadas del próximo siglo, es probable que China se convierta en el mayor contribuyente al calentamiento global. Puede que para el 2010, China se haya convertido en el principal productor del gas que produce el efecto invernadero y, aparte de sus efectos sobre el resto del mundo, ello podría incrementar la vulnerabilidad de China a las se­quías y a las inundaciones.37

Las implicaciones económicas de estas limitaciones medioambienta­les son graves: «El tamaño de la población de China y la presión que ésta ejerce sobre el medio ambiente impide contemplar de manera simplista cualquier posibilidad de que pueda emular en algún momento a Japón o imitar por entero los logros de los países más pequeños de la regióp, los llamados “dragones” [...]. Los chinos no podrán nunca importar el 98 % de sus combustibles fósiles, como hacen los japoneses, o el 75 % de su co­mida y del grano para alimentar ganado, como hacen los surcoreanos: El mercado mundial no tiene, sencillamente, tanto combustible y comida».38 Estas limitaciones se mantendrán con cualquier política y, si han llegado a ser tan serias, es en parte debido a la no aceptación marxista, por parte de Mao, de que China podría sufrir en algún momento un problema mal­tusiano.

El legado de Mao a sus sucesores fue el de la devastación medioam­biental, un país cada vez menos capaz de alimentarse a sí mismo y una sociedad destruida. Según la perspicaz observación que hizo Roderick MacFarquhar sobre Mao: «Buscó la utopía, pero China casi acaba en un estado de naturaleza».39 Hasta las reformas de Deng, la modernización sostenible sobre la base del capitalismo nativo chino no había empezado todavía.

36. Smil, Vaclav, «A land stretching to support its people», International Je ra ld Tribune, 30 de mayo de 1994, pâg. 8.

37. Smil, China’s Environm ental Crisis, op. cit., pâgs. 129-137.38. Smil, «A land stretching to support its people», op. cit.39. MacFarquhar, Roderick, «Demolition man», New York Review o f Books, 27 de

marzo de 1997, pâg. 14.

E l c a p it a l ism o c h in o

Igual que en otras culturas económicas, el capitalismo chino está im­bricado en las redes y en los valores de la sociedad en general. Algunos rasgos del capitalismo de la China continental actual se derivan de la his­toria política reciente del país, pero sus características fundamentales y per­durables son las que despliegan sus comercios en todo el mundo. Estas características reflejan la posición central de la familia china en la creación de relaciones de confianza. El capitalismo chino de ultramar ha sido uno de los principales motores del éxito de la reforma de mercado y es la me­jor guía para el capitalismo nativo que está surgiendo en el continente chino.

Las principales características de la cultura económica china han sido identificadas por Redding en su obra pionera, E l espíritu del capita­lismo chino,40 Según el resumen de Redding y Whidey, son las siguientes:

1. Tamaño pequeño y estructura organizativa sencilla.2. Generalmente focalizada en un solo producto o mercado con creci­

miento gracias a una diversificación oportunista.3. Mecanismo de toma de decisiones centralizado, con gran peso de un

órgano ejecutivo dominante.4. Importante solapamiento entre propiedad, control y familia.5. Ambiente organizativo paternalista.6. Vínculos con el entorno a través de redes personales.7. Normalmente muy sensibles a cuestiones de costes y eficiencia fi­

nanciera.8. Suelen tener importantes conexiones, aunque informales, con orga­

nizaciones vinculadas, aunque legalmente independientes, que de­sempeñan funciones clave, como suministro de repuestos o comer­cialización.

9. Debilidad relativa para lograr un reconocimiento importante del mer­cado para sus marcas.

10. Alto grado de adaptabilidad estratégica.41

40. Redding, S. G., TheSpirit o f Chínese Capitalism , Berlín, de Gruyter, 1990.41. Redding, S. Gordon y Whitley, Richard D., «Beyond bureaucracy: analysis of

resource coordination and control», en Clegg, S. R. y Redding, S. G. (comps.), Capita­lism in Contrasting Cultures, Berlín, de Gruyter, 1990, pág. 86.

El ocaso de Occidente y la ascensión de los capitalismos asiáticos 233

234 Falso amanecer

Hay alrededor de cuarenta millones de chinos que viven fuera de la República China, en Hong Kong, Singapur, Taiwàn, Indonesia, Malasia y las Filipinas. Su producción colectiva alcanza entre ciento cincuenta y dos­cientos mil millones de dólares.

En estos países, igual que en la diàspora China de todo el mundo, los comercios chinos suelen ser pequeños, y sus relaciones internas y externas son personales y dependientes de la familia. Su suministro y mantenimien­to dependen más del guanxi —vínculos, obligaciones recíprocas y relacio­nes comerciales duraderas— que de obligaciones contractuales. Incluso cuando crecen, los negocios chinos siguen siendo empresas familiares y las decisiones más importantes las toma el jefe de la familia, el padre. Tanto en Taiwàn como en la China continental, las grandes empresas son casi siem­pre de propiedad estatal; cuando los negocios chinos de propiedad fami­liar son grandes, es a menudo en contextos en los que disfrutan de protec­ción política o porque se han especializado en unas industrias y mercados concretos, tales como los de navegación o propiedad inmobiliaria

Aunque está presente en todo el mundo, e f capitalismo chino está más desarrollado en Hong Kong y Taiwàn. El caso de Taiwàn es espe­cialmente interesante, porque allí se ha desarrollado una modernización autóctona de la economía que en el continente chino sólo se ha iniciado en los últimos tiempos.

En las décadas de 1950 y 1960, Taiwàn aplicó una reforma agraria de gran alcance consistente en la redistribución de la tierra cultivable para crear una economía rural de pequeñas explotaciones. Un programa de privatización igualmente amplio, que redujo el porcentaje de empresas de propiedad estatal del 57 % a menos del 20 %, se llevó a cabo a par­tir de los años cincuenta. La economía taiwanesa está protagonizada por pequeños comercios familiares, no hay nada parecido a los largos con­glomerados presentes en Corea y Japón. La tasa de crecimiento de la eco­nomía taiwanesa durante las cuatro últimas décadas ha sido de una me­dia de alrededor del 9 %.

Una de las consecuencias de la modernización económica de Taiwàn es que «en términos de distribución de ingresos, Taiwàn es el más iguali­tario de todos los países capitalistas».42 Estos logros dan credibilicfed al

42. Wu-Yu-Shan, «Marketization of politics, the Taiwan experience», A sian Sur­vey, 4 de abril de 1989, pág. 387, citado en Wilson, Dick, China: The Big Tiger, Londres, Little, Brown, 1996, pág. 365.

argumento de Wilson, según el cual «Taiwàn ha mostrado el camino, ofreciéndole a China un modelo chino de modernidad».43

Los comercios chinos que constituyen el núcleo del capitalismo no cuadran bien con las teorías occidentales sobre la empresa. Como seña­lan Redding y Whitley: «Las concepciones anglosajonas sobre la empre­sa legalmente establecida como la unidad básica de la acción económica resultan inadecuadas para explicar las acciones y las estructuras del chae- bol y de los comercios familiares chinos, ambos con complejos vínculos extraempresariales que influyen en sus decisiones».44 Ni la estructura ni las actividades de los comercios chinos están de acuerdo con el modelo de racionalidad económica que las teorías occidentales asumen como um­versalmente válido.

Igual que la cultura económica japonesa, aunque de maneras radi­calmente diferentes, los comercios chinos desafían la explicación están­dar del crecimiento del capitalismo expuesta por Max Weber y otros sociólogos occidentales. Según la versión convencional occidental, el de­sarrollo del capitalismo supone el desplazamiento de las relaciones fami­liares y personales del centro de la vida económica. El capitalismo con­vierte a la economía en un terreno separado y autónomo, regido por un cálculo impersonal de pérdidas y ganancias y que se apoya, no en las re­laciones de confianza sino en obligaciones contractuales-legales. Según esta explicación convencional, el desarrollo del capitalismo depende de su desvinculación con su sociedad original.

Esta explicación cuadra bastante bien con el desarrollo del capitalis­mo en Inglaterra y en otros países anglosajones, en los que el individua­lismo tiene una larga historia, aunque incluso en esos casos, la explica­ción no tiene en cuenta el papel del poder del Estado en la construcción del entorno —el marco legal y el sistema de propiedad— en el que los mercados autónomos operan pero, para el capitalismo chino, la explica­ción no funciona bien, ya que su éxito depende fundamentalmente de los recursos de confianza con que cuentan las familias.

La importancia de la familia en la cultura comercial china refleja la que tiene en la sociedad, donde en asuntos de peso raramente se confían a alguien de fuera de la familia. En esta característica básica, la cultura económica china difiere tan profunda y radicalmente del capitalismo ja­

El ocaso de Occidente y la ascensión de los capitalismos asiáticos 235

43. Wilson, op. cit.y pág. 379.44. Redding y Whitley, op. a t ., pág. 79.

236 Falso amanecer

ponés como del libre mercado estadounidense. Las relaciones de con­fianza y las obligaciones que se extienden más allá del ámbito familiar, importantes en el Japón feudal y moderno, así como en las sociedades in­dividualistas del mundo anglosajón, siempre han sido débiles o han estado ausentes en China. Las grandes empresas transnacionales características del capitalismo japonés, con sus poderosas culturas y lealtades empre­sariales, abiertas a la dirección del gobierno pero que muestran un alto grado de autonomía en sus estrategias, no tienen una contrapartida en el mundo empresarial chino.45

El capitalismo chino difiere igualmente del capitalismo coreano, donde la economía está dominada por los conglomerados conocidos como chaebol. Los diez mayores chaebol producen más de la mitad de las exportaciones de Corea y los treinta mayores son responsables de las tres cuartas partes de la producción del país.46 Los chaebol coreanos son instituciones paternalistas, cuyas familias fundadoras se mantienen en los puestos de dirección, pero son empresas en las que la cooperación, a me­nudo dirigida al dominio monopolista u oligopoíista de los mercados, se extiende mucho más allá de las familias.

Aunque esto está empezando a cambiar, los chaebol tienen unas im­portantes vinculaciones con el gobierno, que a menudo diseña la estra­tegia global. Un estilo patrimonial de gestión impregna estos conglo­merados, en los que las remuneraciones y las compensaciones están personalizadas. Fuera del salario base, las remuneraciones no dependen del tipo de trabajo que se hace sino de cuán bien un superior juzga que se ha hecho. Hay rivalidades regionales y de clanes entre estas organiza­ciones, y el empleo de por vida no se practica ni se promete en la mayor parte de las empresas coreanas.47

45. Véase un intento de comparar las empresas chinas y japonesas como tipos idea­les en Tam, Simon, «Centrifugal versus centripetal growth processes: contrasting ideal types for conceptualizing the developmental patterns of Chinese and Japanese firms», en Clegg y Redding, op. cit., págs. 153-184.

46. Koo, H., «The interplay of state, social class, and world system in east Asian de- velopment: the cases of South Korea and Taiwan», en Deyo, F. C., (comp.), T he^oliti- cal Economy o f the New A sian Industrialism , Ithaca, Nueva York, Cornell University Press, 1987, págs. 41-61.

47. Biggart, N. Woolsey, «Institutionalized patrimonialism in Korean business», en Orru, M.; Biggart, N. Woolsey y Hamilton, G. G., The Economic Organization o f East A sian Capitalism , Thousand Oaks, Londres y Delhi, Sage, 1995, págs. 215-236.

El ocaso de Occidente y la ascensión de los capitalismos asiáticos 237

El capitalismo chino tiene más en común con el capitalismo italiano, con sus poderosas empresas de base familiar, que con la cultura econó­mica coreana, el libre mercado estadounidense o el capitalismo japonés.

Por razones vinculadas con la historia del país durante el siglo XX, el capitalismo de la China continental difiere en algunos aspectos del de la diáspora china. La economía de la China continental no es una economía completamente capitalista. Sus importantes tasas de crecimiento se ex­plican en parte por el hecho de que los trabajadores chinos tienen menos capacidad negociadora y por lo tanto salarios más bajos que los trabaja­dores de las economías capitalistas que están en una etapa similar de de­sarrollo. Aunque es difícil medirla con precisión, la desigualdad econó­mica en la China de Deng es, con casi total seguridad, mucho mayor que en la inequívocamente capitalista economía de Taiwán.

En la medida en que la cultura económica de la China continental se acerque a la de los chinos expatriados, en el futuro el capitalismo chino será un capitalismo más tradicional que el actual. Según Wilson: «Si se vi­sita casi cualquier parte de China en este momento, se verán fábricas u otras empresas total o parcialmente financiadas por chinos que viven fuera de la China continental, cuyos representantes están reintroduciendo, de manera inconsciente, los valores culturales tradicionales que habían sido destruidos por Mao y prácticamente enterrados».48 Como los chinos expa­triados han tenido un papel tan decisivo en la financiación de la expansión del sector privado, la reforma de mercado de Deng ha dado lugar, en cier­ta medida, a la «retradidonalización» de algunos aspectos de la vida social china, destruida por el fracasado intento de modernización de Mao.

Si la cultura económica de la China continental se acerca más a la de los expatriados chinos, se convertirá en una economía totalmente capita­lista según un modelo local. Ello requerirá varias generaciones de desa­rrollo económico, sin interrupciones debidas a trastornos políticos, ca­tástrofes medioambientales o guerras.49

El optimismo de los empresarios occidentales con respecto a China tiende a subestimar estos hechos, especialmente los muchos períodos de desintegración del Estado, recurrentes en su historia. Quienes prevén la

48. Wilson, op. cit., pág. 394.49. El riesgo de que estalle una guerra en Asia oriental es real. Véase al respecto

Calder, Kent E., A sia’s Deadly Triangle: How Arms, Energy and Growth Threaten to D es­tabilize A sia-Pacific, Londres, Nicholas Brealey, 1997.

238 Falso amanecer

creación de un amplio mercado en China consideran que la degradación medioambiental del país es un inconveniente circunstancial, no una ame­naza que podría acabar por completo con la modernización.

Barton Biggs, presidente de la Morgan Stanley Asset Management de Nueva York, ha descrito la contaminación medioambiental como el pre­cio del desarrollo económico que los chinos están preparados para pa­gar.50 Puede que Biggs esté en lo cierto en lo que respecta a la disposición de muchos chinos a tolerar la contaminación, pero es desde luego signi­ficativo el que los actuales líderes chinos no compartan su despreocupa­ción sobre cuán alto puede resultar este precio, o su optimismo, que fá­cilmente puede reducirse debido a una dificultad técnica. A diferencia de Biggs, los líderes chinos son conscientes de que el país posiblemente no se convertirá nunca en una superpotencia económica.

Aun en caso de que los problemas medioambientales chinos puedan superarse y el programa de modernización económica iniciado por Deng Xiaoping tenga éxito, China no se convertirá en una sociedad desarrolla­da hasta la segunda mitad del siglo que viene. " *

L a m o d e r n iz a c ió n ec o n ó m ic a d e C h in a a partir d e 1979

El fracasado intento de modernización de Mao hizo mucho más difí­cil la tarea de los posteriores modernizadores chinos. En parte, las refor­mas de mercado de la era de Deng Xiaoping (1976-1997 )51 surgieron como una reacción contra la destrucción del «gran salto hacia adelante» y la «revolución cultural», pero no pudieron reparar la mayor parte del daño que el experimento utopista de Mao había causado en el tejido social y en el medio ambiente de China.

50. Sobre las ideas de Biggs, véase Serwer, Andrew, «The end of the world is nigh - or is it?», Fortune, 2 de mayo de 1994. Biggs expresó sus opiniones en el contexto de un de­bate sobre el libro de Robert Kaplan, The Ends o f the Earth: A Journey at the Dawn o f the 21st Century, Nueva York, Random House, 1996. Kaplan dta a Biggs en las págs. 297 y 300.

51. El mejor estudio sobre Deng es el de Evans, Richard, Deng Xiaoping and the M aking o f M odern China, Londres, Penguin Books, 1997. Véase una útil evaliAción sobre el impacto de Deng en Goodman, D. S. y Segal, Gerald, China Without Deng, Sid­ney y Nueva York, Tom Thompson, 1997. Véase también Shambaugh, D., (comp.), Deng Xiaoping: Portrait o f a Chinese Statesm an, Oxford, Oxford University Press, 1995, y Maomao, Deng, Deng Xiaoping: My Father, Nueva York, Basic Books, 1995.

Los orígenes de las reformas económicas de Deng son oscuros. Empe­zaron en julio de 1979, con el establecimiento de cuatro zonas económicas especiales: Zuhai, Shenzen, Shantou y Xiamen. Estas zonas fueron elegidas por su proximidad y el fácil acceso para el capital extranjero. Dos de ellas, Shantou y Xiamen, habían sido puertos establecidos por tratado durante la era imperialista de dominio británico. Según parece, la idea de crear unas zonas económicas especiales partió de dos funcionarios del partido de Guandgdon, quienes se la habrían sugerido a Deng, pero bien puede que la propuesta fuera orquestada por el propio Deng.

En la era posmaoísta, la política china ha consistido en modernizar la economía manteniendo al mismo tiempo un importante control político global. Deng reconstruyó el modelo soviético de Mao y, según una polí­tica de kaifang o «apertura», movilizó capital y tecnología extranjeros al servicio de la modernización económica. Aflojó el control del centro so­bre las regiones, resistiendo al mismo tiempo cualquier tendencia sepa­ratista.52 No intentó orquestar la actividad económica, sino simplemente eliminar los obstáculos que pudieran frenarla. El marco dentro del cual se produjo ese relajamiento del control siguió siendo el del Estado leni­nista construido por Mao.

En términos económicos, la política ha tenido un éxito desigual pero considerable. Las tasas de crecimiento económico en las provincias cos­teras superan el 10 % anual. Un factor fundamental de este éxito ha sido, sin lugar a dudas, el poco caso que hizo China a los ejemplos y consejos soviéticos y occidentales. En China no ha habido terapia de choque. La reforma del mercado ha sido gradual y parcial, más pragmática que doc­trinal. Si los reformadores de China han aprendido lecciones de otros paí­ses, han sido las de Singapur y Taiwán y, en una medida menor pero de todos modos significativa, las de Corea y Japón. No se tomó como mo­delo ninguna sociedad occidental.

La reforma económica de China ha sido un intento de construir una economía de mercado operativa, no de construir un libre mercado. La reforma se ha basado en las capacidades chinas. A diferencia de Rusia, China no debe soportar la carga de la herencia del feudalismo, y las tra­

El ocaso de Occidente y la ascensión de los capitalismos asiáticos 239

52. Véase una descripción de las relaciones centrales-locales en el período maoísta y en el posmaoísta en Boisoit, M. y Child, J., «Efficiency, ideology and tradition in the choice of transactions and governance structures: the case o f China as a modernizing so­ciety», en Clegg y Redding, op. cit., págs. 281-314.

240 Falso amanecer

diciones campesinas no han sido totalmente destruidas por la colectivi­zación. Las reformas de Deng explotaron estas ventajas.

El sucesor de Deng, Jiang Zémin, parece decidido a proseguir con la reconstrucción de la economía planificada iniciada por Deng. En agosto de 1997, el Diario del Pueblo anunciaba: «N o podemos limitarnos a aña­dir la economía de mercado a la base del viejo sistema. Necesitamos una modificación total del viejo sistema».53 Igual que Deng, Jiang Zemin se propone desmantelar las instituciones de la economía planificada, man­teniendo al mismo tiempo al Estado leninista que las creó.

¿Qué es lo que mantiene la legitimidad política de un régimen cuya ideología oficial, el marxismo-leninismo, está tan desacreditada? Un di­lema fundamental al que se enfrenta la élite política china surge de la contradicción entre su ideología marxista residual, que está encarnada por el Partido Comunista, y el atractivo de los valores «chinos» y «con- fucianos» que el régimen explota cada vez más para intentar mantener su legitimidad. ¿Cómo pueden movilizarse los valores tradicionales chinos al servicio de la modernización por parte de un gobierno que es el suce­sor directo del régimen maoísta que intentó modernizar el país haciendo la guerra a la vieja China?

En términos de ideología, China tiene en la actualidad un régimen hue­co. Mientras el nivel de vida siga subiendo, puede que ésta no sea una de­bilidad importante, pero cuando la recesión económica interactúe con las desigualdades regionales y la crisis ecológica, es posible que la falta de una ideología coherente del régimen se convierta en una fuente de inestabilidad.

Los modernizadores chinos de la actualidad se enfrentan a un país cuyo medio ambiente ha sufrido una degradación irreversible y que tiene un importantísimo problema maltusiano de población. En su intento de modernizarse sobre la base del capitalismo indígena del país, deben afron­tar el hecho de que el resultado más perdurable de la fracasada moderni­zación de Mao fue la eliminación de una buena parte de la cultura tradi­cional china.

El rápido crecimiento que ha experimentado China en los últimos tiempos se explica en parte por su bajísimo punto de partida.54 No es fá­

53. « “Thoughts of Jiang” spell end to state planning», The Times, 8 de agosto de 1997, pág. 12.

54. Véase al respecto Little, Ian, Ticking W inners: The E ast A sian Experience, Lon­dres, Social Market Foundation, 1996, capítulo 5.

cil evaluar su PNB actual. Los hechos son difíciles de determinar e inclu­so la base de cálculo es discutible, pero si el sistema estándar de conta­bilidad nacional de las Naciones Unidas se usa como medida, en lugar de la paridad de poder de compra, entonces la economía de China (sin con­tar Hong Kong) es algo mayor que la de España y más pequeña que la de Italia. En cambio, el PNB de Hong Kong es de alrededor de la cuarta parte del de la China continental. Una razón de esta discrepancia es la enor­me población de China; otra es el bajo nivel de los salarios. China es un país que se está desarrollando con rapidez, no una economía capitalista madura.

Sea cual fuere el PNB de China, la estabilidad de su régimen actual depende de que el rápido crecimiento económico prosiga. Aunque el cre­cimiento no se detenga, sus beneficios serán distribuidos desigualmente, y gran parte de China quedará estancada en la pobreza. En 1992, según el Banco Mundial, Shangai y Guangdon tenían unos ingresos per capita de más de ochocientos dólares; en Guizhou, en el interior, eran de alrededor de doscientos veintiséis dólares. Las costas sur y oriental tienen unos in­gresos medios per capita de alrededor del doble de los de las zonas mucho más pobladas del sur y el centro de China.55

Es posible que estas desigualdades aumenten. Los trabajadores mi­grantes constituyen alrededor del 10 % de la población china: son unos ciento veinte millones de personas.56 El Ministerio de Trabajo de China ha previsto que el desempleo alcanzará, en el año 2000, a doscientos sesenta y siete millones de personas, una quinta parte de la población.57 Este pro­nóstico se hizo antes de que se anunciara, a finales de 1997, la decisión de privatizar la mayor parte de las empresas chinas de propiedad estatal.58 Puede que los trastornos sociales y económicos provocados por la refor­ma del mercado sean lo suficientemente importantes como para poner en peligro la integridad del Estado chino.

Las instituciones del Estado en China se han vuelto más débiles, un efecto colateral de la liberalización económica. La corrupción es endémi­

55. Woolf, Martin, «A country divided by growth», Financial Times, 20 de febrero de 1996.

56. MacFarquhar, op. cit., pág. 16.57. Pfaff, William, «In China, the Interregnum won’t necessarily be peaceful», In­

ternational H erald Tribune, 25 de febrero de 1997.58. Véase Poole, Teresa, «China ready for world’s ultímate privatisation», Indepen-

dent, 12 de septiembre de 1997, pág. 11.

El ocaso de Occidente y la ascensión de los capitalismos asiáticos 241

242 Falso amanecer

ca. Cada institución, incluyendo el ELP (Ejército de Liberación del Pue­blo) está —oficial o extraoficialmente— comercializada. A diferencia de Rusia, la cadena de mando no se ha roto en China, pero sí se ha debilita­do debido a la extendida creencia, basada en la experiencia práctica, de que casi todo tiene precio.

El crecimiento económico es demasiado desigual como para que re­sulte confiable como única fuente de lealtad hacia el régimen. Mientras que algunos ámbitos de la economía china despegan, otros van a la ban­carrota. En Shangai, la economía creció un 14 % en 1996, pero sus plan­tas textiles y otras empresas de propiedad estatal se hundieron profun­damente en sus deudas.59 Peor aún: alrededor de las tres cuartas partes de los ahorros del pueblo chino están atados a las deficitarias empresas de propiedad estatal mediante las inversiones de los bancos estatales. Como señala MacFarquhar: «Éste es un desastre financiero y político en pers­pectiva».60

Sin embargo, en comparación con Rusia, la integridad del Estado en China no se ve demasiado amenazada. Los movimientos independentis- tas o autonomistas en el Tíbet y en Sinkiang han sido aplastados despia­dadamente, y la represión en el Tíbet ha sido tan atroz como cualquiera de las que tuvieron lugar en otras partes durante este siglo. Más del 90 % de los ciudadanos chinos pertenecen a la etnia Han, sólo uno de cada veinte chinos pertenece a una minoría nacional. China es prácticamente un país homogéneo desde el punto de vista étnico. Su historia incluye pe­ríodos recurrentes de desintegración del Estado, pero en el momento ac­tual China no tiene un problema hobbesiano.

El régimen chino actual es, sin lugar a dudas, un régimen de transi­ción pero, en lugar de dirigirse hacia un «capitalismo democrático», está reemplazando las viejas instituciones occidentales soviéticas del pasado por un Estado moderno más de acuerdo con las tradiciones, necesidades y circunstancias chinas.

La democracia liberal no figura en la agenda histórica de China. Es muy dudoso que la política de hijo único, que incluso en las actuales cir­cunstancias suele burlarse, pudiera sobrevivir a una transición hacia la democracia liberal. Sin embargo, según la bien fundada creencia c¿e los actuales gobernantes chinos, una eficaz política de población es indis­

59. «Socialism “leaves its post” in Shanghai», Guardian, 11 de marzo de 1997, päg. 11.60. MacFarquhar, op. d t., päg. 16.

El ocaso de Occidente y la ascensión de los capitalismos asiáticos 243

pensable para que la escasez de recursos no desemboque en una catás1 trofe ecológica y en una crisis política.

Los recuerdos que tiene la población del colapso del Estado y de la indefensión nacional durante el período de entreguerras son tan im­portantes que todo experimento de liberalización política que parezca conllevar el riesgo de la casi anarquía de la Rusia postsoviética será con­siderado con suspicacia o con horror por la mayoría de los chinos. Son pocos los que no consideran que el derrumbamiento del Estado es el mal supremo. El régimen actual cuenta con una poderosa fuente de legitimación popular en el hecho de que hasta ahora ha evitado ese desastre.

Una evolución a partir de un Estado blando y semitotalitario hacia un autoritarismo sería un escenario beneficioso para China y no tiene por qué conllevar una dictadura. Los requisitos políticos fundamenta­les que hacen posible la seguridad personal y el crecimiento económi­co sostenido son los de un imperio del derecho sin corrupción y unas instituciones de control gubernamental. Con respecto al control, ya se ha empezado a avanzar en ese sentido con los gobiernos locales. En 1987 se promulgó una ley que permitía a los pueblos elegir a sus go­bernantes y a sus consejos de gobierno. Más de cuatro millones de fun­cionarios municipales lo son actualmente en calidad de representantes electos, no de personas nombradas por el partido.61 El control guberna­mental no tiene por qué suponer que se importe a China la democracia occidental multipartidista, aunque esto le hace más difícil cumplir con el requisito del imperio independiente de la ley, pero sin él no es posible asegurar ni la estabilidad política ni un desarrollo económico continuado.

Dado que sus circunstancias son tan diferentes de las de cualquier otro país, no existe un modelo para el desarrollo económico o político de China. El experimento de Taiwán en capitalismo autóctono enseña mu­chas lecciones, pero puede que Singapur esté más cercano al modelo que puede emularse. Esa ciudad-Estado posliberal tiene muchas ventajas so­bre China: las diferencias de tamaño, historia y composición étnica de los dos países son evidentes; sin embargo, puede que el capitalismo de Sin­gapur, guiado por el imperio de la ley, sea el ejemplo del que China ten­ga más cosas que aprender.

61. Rohwer, Jim, A sia R ising, Londres, Nicholas Brealey, 1996, pág. 162.

244 Falso amanecer

Es posible que no sea del todo viable imitar los logros de Singapur, pero si el régimen chino estuviera dispuesto a abandonar gradualmente los restos de su herencia leninista totalitaria y a convertirse en un Estado moderno y neoautoritario, podría tener una legitimidad política durade­ra. Una China construida según el modelo de Singapur no sería una apro­ximación mejorable a la democracia occidental sino un ejemplo de mo­dernización autóctona semejante a la de Japón.

¿ A sia m o d e r n a y r e t r a so o c c id e n t a l ?

No existe un capitalismo genéricamente «asiático», así como tam­poco existe un capitalismo «occidental». Cada versión del capitalismo ar­ticula la cultura específica en la que permanece imbricado. Esto ocurre también con el libre mercado, que expresa los valores estadounidenses locales individualistas. En Asia, igual que en el resto del mundo, cada tipo de capitalismo tiene ventajas y costes.

Los diferentes capitalismos asiáticos no convergirán: sus culturas sub­yacentes seguirán siendo profundamente diferentes entre sí. Todavía me­nos probable es que asimilen las prácticas de alguna economía de merca­do occidental. Tampoco su desarrollo político será convergente.

La creencia de que la prosperidad arrastra consigo a la democracia li­beral es un artículo de fe, no el resultado de una investigación disciplina­da. A menudo, esa idea es apenas una variante neoliberal del dogma mar- xista de que el desarrollo del capitalismo da lugar a una clase media cada vez más numerosa. La experiencia reciente de muchos Estados va en apo­yo de una concepción marxista diferente: la de que el capitalismo descon­trolado y de «tala y quema» reduce y empobrece a las clases medias.

Aunque fuera cierto que el desarrollo económico produce en todas . partes una clase media cada vez mayor, no por ello promovería la expan­sión de la democracia liberal en Asia. Igual que todo el mundo, los indi­viduos pertenecientes a las clases medias de los países asiáticos tienen muchas necesidades además de las que exige el funcionamiento de las ins­tituciones democráticas. Necesitan que se controle el riesgo económico, de modo que ellos y sus familias puedan tener cierto dominio sobre sus medios de vida, necesitan seguridad contra la criminalidad y la corrup­ción y también buenos servicios públicos e instituciones comunes que les hagan sentirse participantes activos de la sociedad.

E] ocaso de Occidente y la ascensión de los capitalismos asiáticos 245

Los regímenes que satisfagan estas necesidades serán legítimos, sean o no democráticos, mientras que los regímenes que no las satisfagan se­rán débiles e inestables, por más democráticos que sean.

Las profundas diferencias entre el capitalismo asiático y el de los países occidentales no disminuirán con el tiempo. Reflejan diferencias, no sólo en las estructuras familiares sino también en la vida religiosa de las culturas en las que esos distintos capitalismos están enraizados. El mayor sociólo­go del capitalismo, Max Weber, tenía razón cuando vinculaba el desarrollo del capitalismo en Europa noroccidental con el protestantismo.

Los pensadores sociales y los economistas occidentales están errados al suponer que todo capitalismo llegará a asemejarse a la cultura econó­mica —extremadamente individualista— de Inglaterra, Escocia y parte de Alemania y de los Países Bajos. El capitalismo francés o italiano no lo han hecho. En nuestros tiempos, el capitalismo de los países poscomu­nistas con tradiciones religiosas ortodoxas será diferente al de cualquier país «occidental» protestante o católico: ni las instituciones de la socie­dad civil laica, ni el Estado limitado de esos países occidentales se ha desa­rrollado en ninguna cultura ortodoxa. El capitalismo ruso, igual que los demás capitalismos del mundo ortodoxo, será sui generis.

Lo mismo vale para los capitalismos asiáticos: el capitalismo indio nunca convergirá con el de países cuya principal herencia religiosa es confuciana, budista o musulmana. Puede que el sistema de castas de la India sea el sistema social más estable del mundo, habiendo sobrevivido los desafíos del budismo, del islam y del secularismo fabiano, y segura­mente condicionará profundamente el crecimiento de cualquier capita­lismo autóctono indio.

El nuevo capitalismo de Asia oriental está libre de la pesada carga oc­cidental de disputa ideológica sobre los méritos de los sistemas económi­cos rivales. Esto es así en parte porque la mayor parte de las tradiciones religiosas de Asia oriental no pretenden ser exclusivas. Esta falta de rei­vindicación de una verdad única es paralela a un enfoque pragmático en política económica.62

En las culturas asiáticas, las instituciones de mercado se consideran instrumentalmente, como medios para la creación de riqueza y de cohesión

62. Véase una defensa de los valores asiáticos desde el punto de vista islámico en Ibrahim, Anwar, «A global convivencia vs. the clash o f civilizations», New Perspectives Quarterly, vol. 14, n° 3, verano de 1997, págs. 31-43.

246 Falso amanecer

social, no teológicamente, como fines en sí mismos. Uno de los atractivos que tienen los «valores asiáticos» es que, al adoptar una aproximación a la vida económica totalmente instrumental, evitan las obsesiones occidenta­les que hacen de la política económica un terreno de conflicto ideológico. La libertad «asiática» con respecto a la teología económica permite que las instituciones de mercado se juzguen y se reformen en referencia a cómo sus actuaciones afectan a los valores y a la estabilidad de la sociedad.63

En la medida en que los capitalismos asiáticos sean guiados por go­biernos que tengan intenciones de preservar la cohesión de las socieda­des para las que trabajan, entrarán inevitablemente en conflicto con el régimen de laissez-faire global. En este conflicto es el laissez-faire occi­dental el que encarna el atraso.

Esto no significa que los países asiáticos puedan aislarse de las ines­tabilidades económicas, los riesgos ecológicos o los peligros culturales de los mercados globales. Las crisis monetarias y los incendios forestales terriblemente contaminantes de finales de 1997 demostraron su vijlnera- bilidad. Unas implicaciones aún mayores tiene el hecho de que la moder­nización económica acelerada de los países asiáticos ha supuesto la acep­tación de valores occidentales en un aspecto crucial, quizá fatal: el de sus relaciones con la naturaleza. En Asia, igual que en todo el mundo, la ma­nera occidental moderna de concebir la tierra como un recurso consumi­ble es la dominante. Bien puede que los límites ecológicos al crecimiento económico acaben por transgredirse en Asia.

Hemos entrado en la era del ocaso de Occidente. No es una era en la que todos los países asiáticos vayan a prosperar y todos los países occi­dentales vayan a sufrir un declive. Es un período en el que la identifica­ción de «Occidente» con la modernidad está terminando. Puede que la propia idea de «Occidente» ya se haya vuelto arcaica: Las viejas polari­dades de «Oriente» y «Occidente» ya no captan la diversidad de cultu­ras y de regímenes del mundo actual.

Una «Asia» monolítica es, en buena medida, algo tan quimérico como la «civilización occidental». El crecimiento inexorable de un mer­cado mundial no da lugar a una civilización universal, sino que hace de la interpenetración de las culturas una condición global irreversible.#

63. Véase una argumentación asiática que defiende que las economías sirven a sus culturas madre en Mohamad, Mahathir e Isihara, Shintaro, The Voice o f A sia, Tokio, Kodansha International, 1995.

Capítulo 8

LOS FINES D EL LAISSEZ-FAIRE

L a situación actual es com parable a la d el fin a l del siglo pasado. E ra una edad de oro del capitalism o, caracterizada p or e l principio d el laissez- faire, igual que ahora. E l período anterior había sido, en algunos aspectos, m ás estable. H abía una potencia imperial, Inglaterra, preparada para despa­char buques de guerra a lugares lejanos porque, como principal beneficiaría del sistem a, tenía un interés especial en m antenerlo. H oy día, E stados Unidos no quiere ser e l policía m undial. E l período anterior tenía e l p a­trón oro, hoy día las principales m onedas flotan y chocan entre s í como placas continentales. Sin embargo, e l régim en de m ercado prevaleciente hace cien años fu e destruido por la prim era guerra m undial. L os ideólogos totalitarios pasaron a prim era fila y a fin ales de la segunda guerra m undial casi no había m ovim ientos de capital entre los distin tos países. ¿E n qué m edida son m ayores las posibilidades de que este régim en se derrum be s i no aprendem os de la experiencia anterior?

G eorge Soros1

No podem os hacer retroceder la historia. Sin em bargo, no deseo aban­donar la creencia de que un mundo que sea una capa razonablem ente p a­cífica de muchos colores, en la que cada una de las partes desarrolle su pro­p ia identidad cultural específica y sea tolerante hacia los dem ás, no es un sueño utópico.

Isaiah Berlín1 2

Es la expansión mundial de las nuevas tecnologías —no la de los li­bres mercados— lo que está creando una economía verdaderamente glo­bal. Todas las economías están transformándose a medida que las tecno­logías se imitan, se absorben y se adaptan. Ningún país puede aislarse de esta ola de destrucción creativa, y el resultado no es un libre mercado universal sino una anarquía de Estados soberanos, capitalismos rivales y áreas desestatalizadas.

1. Soros, George, «The capitalist threat», The Atlantic Monthly, septiembre de 1996.2. Gardels, Nathan, «Two Concepts of Nationalism: an interview with Isaiah Ber­

lin», New York Review o f Books, 21 de noviembre de 1991, pág. 21.

248 Falso amanecer

Las economías dirigidas de los ex países socialistas no pudieron ais­larse del virtuosismo tecnológico del capitalismo. Marx señaló que, en comparación con el capitalismo, «todos los anteriores modos de pro­ducción eran básicamente conservadores».3 Esto demostró ser fatalmen­te cierto para las economías planificadas del siglo XX. Excepto en unas pocas áreas, como la de los armamentos y los vehículos espaciales (un subproducto del programa de construcción de misiles), no consiguieron equiparar la creatividad del capitalismo y carecieron de su capacidad de transformarse a sí mismo, de cambiar la propia base de su productivi­dad. Fueron incapaces de liquidar las viejas industrias pesadas, como las del hierro y el acero, y fueron lentas en la adquisición de las nuevas tecnologías de la información. El resultado de ello es que en la actuali­dad no hay una alternativa al capitalismo, sólo sus variedades en constan­te mutación.

Las economías de libre mercado, definidas estrictamente —y hemos visto cuán locales y específicas son— , no están menos expuestas agesto que cualquier otra variedad de capitalismo. Joséph Schumpeter, quien percibió este aspecto del capitalismo con una claridad inigualable, señaló: «La apertura de los nuevos mercados, extranjeros o internos, y el desa­rrollo organizativo desde la tienda artesanal y la factoría a unas empresas del tipo de la US Steel ilustran el mismo proceso de mutación industrial —si se me permite el uso de ese término biológico— que revoluciona in­cesantemente la estructura económica desde adentro, destruyendo conti­nuamente la vieja, creando de manera constante una nueva. Este proceso de “destrucción creativa” es la característica principal del capitalismo».4

El crecimiento de la economía mundial no inaugura una civilización universal, algo que tanto Smith como Marx pensaron, lo que sí hace es permitir el crecimiento de distintos tipos de capitalismo autóctono, dife­rentes tanto del ideal del libre mercado como entre sí. Se crean así regí­menes que alcanzan la modernidad mediante la renovación de sus propias tradiciones culturales, no mediante la imitación de los países occidenta­les. Existen muchos tipos de modernidad y un número semejante de ma­neras de no alcanzarla.

3. Marx, Karl, Capital, voi. 1, Moscú, 1961, pág. 486, citado por Cohen, G. A., K arl M arx's Theory o f H istory: A Defence, Oxford, Clarendon Press, 1978, pág. 169.

4. Schumpeter, Joseph, Capitalism , Socialism and Democracy, Londres, Unwin Uni­versity Books, 1996, pág. 83.

Los fines del laissez-faire 249

La idea de economía global plural rompe una de las líneas más fuer­tes del pensamiento occidental moderno. Karl Marx y John Stuart Mili creían que las sociedades modernas de todo el mundo se convertirían en réplicas de las sociedades occidentales. Occidente sería necesariamente el modelo de sus imitadoras laicas, las culturas de la Ilustración. La vida económica se desvincularía del parentesco y de las relaciones personales; el capitalismo promovería en todas partes el individualismo y el cálculo racional. Si se estableciera el socialismo, éste desarrollaría la economía ra­cional preconizada por el capitalismo. Modernidad y evolución de una ci­vilización mundial única eran lo mismo.

La historia ha falsificado este credo de la Ilustración. Existen muchas variedades de sociedades modernas. Igual que Japón, China y Rusia en el siglo XIX, Singapur, Taiwán y Malasia se están desarrollando actualmen­te como países modernos tomando prestados, selectivamente, algunos rasgos de las sociedades occidentales, aunque rechazándolas como mo­delo. Las variedades nativas del capitalismo que están surgiendo en Chi­na y en el resto de Asia no pueden quedar limitadas al marco que se ha diseñado para reproducir el libre mercado estadounidense, ya que los gobiernos de estos países no aceptarán unas políticas cuyo efecto sea el de separar las economías de sus culturas originarias, algo que las volvería incontrolables.

El desarrollo de una economía mundial podría constituir un gran avance para la humanidad. Sería el comienzo de un mundo multicéntri- co, en el que las diferentes culturas y regímenes podrían interactuar y cooperar sin que hubiera ni dominación ni guerra. Pero con el vano in­tento de construir un Ubre mercado universal no se está logrando que surja un mundo de esas características a nuestro alrededor.

En un mundo en el que las fuerzas del mercado no están sometidas a ningún control ni reglamentación general, la paz se ve constantemente amenazada. El capitalismo de «tala y quema» degrada el medio ambien­te e inflama las luchas por los recursos naturales. La consecuencia prác­tica de las políticas que promueven una intervención gubernamental mí­nima en la economía es que, en cada vez más regiones del mundo, los Estados soberanos son arrastrados a competir no sólo por los mercados sino por su propia supervivencia. Tal como está organizado actualmente, el mercado global no permite que los pueblos del mundo coexistan ar­mónicamente sino que los obliga a rivalizar entre sí por el control de los recursos sin instaurar ningún mecanismo que permita conservarlos.

250 Falso amanecer

¿E S POSIBLE REFORMAR EL LAISSEZ-FAIRE GLOBAL?

En la actualidad, los mercados globales provocan la fractura de las sociedades y el debilitamiento de los Estados. Los países cuyos gobiernos son muy competentes o que tienen unas culturas poderosas y resistentes tienen un margen de libertad dentro del cual pueden actuar para mante­ner la cohesión social. En los casos en que se ha carecido de esos recur­sos, los Estados se han colapsado o han dejado de ser eficaces, y las so­ciedades han sido devastadas por las fuerzas del mercado, sobre las que los Estados no tienen ningún control.

La historia confirma que los libres mercados no son capaces de au- torregularse; son instituciones inherentemente volátiles, proclives a los despegues y a las caídas especulativas. Durante el período en el que el pensamiento de Keynes era el dominante, se reconoció que los libres mercados son instituciones muy imperfectas. Para trabajar bien necesi­tan no sólo una regulación sino también tina gestión activa. Durafite el período de posguerra, la estabilidad de los libres mercados se mantuvo gracias a los gobiernos nacionales y al régimen de cooperación interna­cional.

Sólo más tarde, una idea prekeynesiana revivió y se convirtió en ortodoxa: la creencia de que, con tal de que las reglas del juego sean claras y se apliquen eficazmente, los libres mercados pueden materia­lizar las expectativas racionales sobre el futuro de quienes participan en ellos.

De hecho, puesto que los propios mercados se configuran a partir de las expectativas humanas, es imposible predecir racionalmente su com­portamiento. Las fuerzas que impulsan los mercados no son procesos mecánicos de causa y efecto sino lo que George Soros há denominado «interacciones reflexivas».5 Dado que los mercados están constituidos por unas interacciones de creencias que son muy efímeras, no son capa­ces de autorregularse.

5. El análisis de Soros sobre los procesos reflexivos en los mercados puede encon-' trarse en su libro The Alchemy o f Finance: Reading the M ind o f the M arket, Nuevé York, Simón y Schuster, 1987, primera parte, y en su libro Underwriting Democracy, Nueva York, The Free Press, 1991, tercera parte. Un análisis en cierto modo paralelo es el de uno de los grandes pensadores económicos olvidados de este siglo, Shackle, G. L. S., en su libro Epistem ics and Economics: A Critique ofEconom ic Doctrines, Cambridge, Cam-

Según la teoría económica estándar, la economía puede entenderse de la misma manera en que entendemos cómo opera una máquina; pero las sociedades humanas fluctúan y cambian constantemente. Las institu­ciones sociales se componen de creencias humanas: un trozo de papel sólo vale como dinero si creemos que es dinero, de otra manera es sólo una rareza. Las teorías que tratan de construir mercados como si fueran máquinas no captan la característica más importante de los mercados: que son un producto de la imaginación y de las expectativas humanas.

Especialmente en los mercados financieros, nuestras expectativas sobre el futuro chocan entre sí. Los mercados financieros no tienden al equilibrio, sino que lo normal es que rebasen los límites. Su volatilidad, en el marco de unas instituciones financieras desreguladas, hace que una eco­nomía mundial organizada como sistema de libres mercados sea básica­mente inestable.

Quienes creen que los libres mercados nos permiten formarnos unas expectativas racionales sobre el futuro ven en el largo auge económico estadounidense que se ha ido produciendo desde principios de la década de los ochenta hasta la actualidad la prueba de que el ciclo comercial es una reliquia bárbara de la historia. Confían en que las economías que se han sometido a los requerimientos del consenso de Washington no tie­nen por qué temer a las caídas repentinas o a las largas depresiones que las sacudieron en el pasado.

La idea de que el ciclo económico ha pasado a ser obsoleto ha sido asumida por Alan Greenspan, presidente del Banco Federal de Reser­vas. Hasta 1989, Greenspan creía que los libres mercados tenían raíces en la naturaleza humana, y que sólo la tiranía impedía que el resto de la humanidad los adoptara. En una actitud digna de elogio, fue el propio Greenspan quien, en una conferencia que dio en el Woodrow Wilson Center en junio de 1997, confesó que, después de 1989, había descu­bierto que «mucho de lo que dábamos por supuesto en nuestro sistema de libre mercado no era en absoluto naturaleza sino cultura. El des- mantelamiento de la función planificadora central no ha establecido automáticamente (el capitalismo de mercado), como algunos habíamos creído».6

Los fines del laissez-faire 251

6. La cita de Greenspan esta tomada de Pfaff, William, «Genuflecting at the altar of market economics», International H erald Tribune, 14 de julio de 1997, pag. 8.

252 Falso amanecer

Greenspan reconoció la importancia que tienen las gormas cultura­les en el mantenimiento de los libres mercados. Pero ¿qué cataclismo ten­drá que producirse en el mercado para que Greenspan se convenza de que la «nueva era» de crecimiento estable no es más que otro mito?

El laissez-faire global podría derrumbarse si se produjera una crisis incontrolable en el mercado de valores y en las instituciones financieras mundiales. La economía virtual de los mercados financieros derivados, enorme y casi imposible de conocer, aumenta los riesgos de que se pro­duzca un cataclismo sistèmico.

¿Cómo haría la fracturada sociedad estadounidense para soportar un colapso de su mercado de valores como el que tuvo lugar en Japón a principios de la década de 1990? En la actualidad, un choque de esa magnitud daría lugar a trastornos económicos y sociales a gran escala en EE.UU. Entre otras consecuencias, un acontecimiento semejante lleva­ría, desde luego, a que la utopía del gobierno mínimo se dejara de men­cionar por completo. El régimen internacional deJibres mercados ng po­dría sobrevivir a un colapso económico en su epicentro.

En realidad, la idea de que una economía de libre mercado es un sis­tema autoestabílizador es arcaica, se trata de una curiosa reliquia del ra­cionalismo de la Ilustración, que se dejará de lado cuando el mercado re­cuerde a los inversores actuales que quienes se consideran inmunes a los efectos de la historia están condenados a repetirla.

Sin embargo, un cataclismo del mercado no es el escenario más plau­sible para el fin de la actual era de laissez-faire. Lo más probable es que el libre mercado vaya desapareciendo a medida que la hegemonía estadou­nidense de la economía mundial sea desafiada por las nuevas potencias emergentes.

Igual que el orden económico internacional liberal anterior a 1914, un libre mercado sólo funciona mientras sus instituciones cuentan con la garantía de una potencia global eficaz. Estados Unidos carece actual­mente de la voluntad, y quizá de la capacidad, de asumir las cargas pro­pias de una potencia imperial como sí las asumió Gran Bretaña durante la belle époque.

Los Estados Unidos de finales del siglo XX son, en mayor m edid! que las demás democracias, una sociedad posmilitar. Sin embargo, es la úni­ca potencia cuyo alcance sigue siendo global; sus continuadas e impor­tantes inversiones en tecnología punta la hacen militarmente superior a cualquier otro Estado.

Los fines del laissez-faire 253

Pese a ello, Estados Unidos no puede mantener ningún compromiso militar que se perciba como prolongado o que conlleve un riesgo signifi­cativo de provocar un elevado número de bajas. Allí donde su liderazgo tecnológico le confiere una ventaja estratégica, como ocurrió en la guerra del Golfo, Estados Unidos puede dirigir una guerra importante. Allí donde, como ocurrió en Somalia, lo que se necesita es la voluntad de de­sempeñar algunas de las funciones propias de un gobierno, aceptando los costes correspondientes durante un período prolongado, incluyendo bajas continuadas, la hegemonía estadounidense ha demostrado ser una quimera.

Con el acelerado proceso de simplificación de las nuevas tecnologías, las fuentes de poder del período tardomoderno están abandonando a los países occidentales. A medida que los países que hasta ahora eran prein­dustriales desarrollan sus propias variedades de capitalismo, se vuelven más reacios a someterse al consenso de Washington.

Si China consigue modernizar su economía con éxito, se convertirá en un hueso duro de roer para las organizaciones transnacionales que le intentan imponer una agenda de libre comercio al estilo estadouniden­se. Lo mismo pasará con Rusia. Las fuerzas de la economía mundial en expansión se abrirán paso a través de las instituciones de libre mercado global.

El laissez-faire global es un momento de la historia de la economía global emergente, no su punto final. O bien el régimen actual evoluciona hacia algo que sus creadores no podían imaginar y que, desde luego, no pretendían, o sus instituciones se volverán ineficaces y marginales.

Si no empiezan a reflejar la diversidad de un mundo más plural, las instituciones transnacionales que encarnan el laissez-faire global perde­rán la autoridad que les queda. Pronto tendrán tan poco poder y serán tan irrelevantes como la Sociedad de Naciones entre las dos guerras mundiales.

Por lo tanto, si lás reglas del libre mercado global no se reforman de manera que satisfagan las necesidades de las potencias económicas emer­gentes, se convertirán en un hazmerreír. Ello ya está ocurriendo en el caso de China, que está violando o ignorando muchos derechos de autor o de propiedad intelectual. Una economía mundial en la que resulta im­posible hacer respetar los derechos de propiedad reconocidos por las or­ganizaciones transnacionales no corresponde a un libre mercado sino a la anarquía.

254 Falso amanecer

Los recursos de Estados Unidos, en su condición de única potencia global que queda en el mundo, no le permitirán alcanzar su objetivo de proyectar a todo el mundo el libre mercado. Son, sin embargo, suficien­tes como para permitirle vetar cualquier reforma del laissez-faire global.

Se necesita un régimen de gobernación global en el que los mercados mundiales se gestionen de forma tal que promuevan la cohesión de las sociedades y la integridad de los Estados. Sólo un marco de regulación global — de divisas, de movimientos de capital, de comercio y de conser­vación medioambiental— puede hacer que la creatividad de la economía mundial se ponga al servicio de las necesidades humanas.

Las políticas específicas que estas instituciones deberían aplicar son menos importantes, para los propósitos de esta investigación, que el re­conocimiento de que se necesita un nuevo régimen global. Un impuesto global sobre la especulación de divisas, como el que propuso el econo­mista James Tobin,7 puede ser un ejemplo del tipo de regulación que ha­ría más estables y productivos a los mercados mundiales.

No puede saberse si estas políticas son realizables o no. Lo que está fuera de toda duda importante es que organizar la economía mundial como un único libre mercado global promueve la inestabilidad, carga a los trabajadores con el peso de los costes de las nuevas tecnologías y del libre comercio sin restricciones y no contiene ningún mecanismo que permita controlar las actividades que ponen en peligro el equilibrio ecoló­gico global. Si —como parece— el calentamiento global es una amenaza real, el libre mercado global carece de instituciones que puedan hacerle frente. Organizar la economía mundial como un libre mercado universal supone, en efecto, poner en peligro el futuro del planeta al suponer que esos grandes riesgos se resolverán por sí solos, gracias a los efectos cola­terales de la búsqueda descontrolada de beneficios. Es difícil concebir una apuesta más temeraria.

Sin embargo, la sustitución del laissez-faire global por un régimen gestionado de la economía mundial es, en el momento actual, un proyec­to casi tan utópico como el del libre mercado universal. Semejante ré­gimen sólo podría establecerse si las grandes potencias económicas del mundo actuaran de acuerdo, y los conflictos de intereses hacen que lafcoo- peración con cualquier otro propósito más ambicioso que el de la mera

7. Tobin, James, «A proposal for international monetary reform», Eastern Econo- mic Journal, julio-octubre de 1978, págs. 153-159.

Los fines del laissez-faire 255

gestión de crisis sea casi imposible de lograr. No existe el consenso nece­sario sobre los medios y los fines de las políticas de control de población y de conservación medioambiental.

Un requisito vital para emprender con éxito la reforma de la econo­mía internacional es el apoyo de la principal potencia mundial. Sin un apoyo activo y continuado de Estados Unidos no podrá haber institucio­nes operativas de gobernación global, pero mientras Estados Unidos continúe comprometido con el proyecto del libre mercado global vetará cualquier reforma en ese sentido. Mientras su política siga basándose en la ideología del laissez-faire que dicta el consenso de Washington, no ha­brá posibilidad de reformar la economía mundial.

¿ E l f in d e l c o n s e n s o d e W a s h in g t o n ?

El ideal de gobierno mínimo que inspira el consenso de Washington es, en el mejor de los casos, un anacronismo. Pertenece a una era en la que las principales amenazas a la libertad y a la prosperidad eran los Es­tados totalitarios. En la actualidad, el bienestar humano y social peligran, principalmente, por el colapso o el debilitamiento de los Estados.

La reforma empieza por la rehabilitación del Estado moderno. En el próximo siglo, la situación de un país como Somalia será una amenaza más importante para el bienestar humano que las actividades de los Es­tados «delincuentes». Igual que Somalia, una buena parte del mundo ca­rece de un gobierno eficaz. En Liberia, Albania, Tayikistán, Pakistán, Co­lombia, Siberia o Chechenia, la amenaza a la paz y al progreso económico no proviene de tiranías o de Estados expansionistas sino de la ausencia de cualquier tipo de gobierno eficaz.

En muchas partes del mundo, el Estado moderno no ha echado raí­ces o se ha colapsado. En esos países, falta la principal precondición de la paz y del progreso económico: unos niveles humanos de trabajo y de conservación del medio ambiente.

Durante la mayor parte de la existencia del mundo contemporáneo, el Estado moderno no ha sido una institución cuya existencia pudiera darse por sentada. Para la mayor parte de la humanidad, la inseguridad hobbesiana —el peligro de la muerte violenta— es una realidad cotidia­na. Sin embargo, hasta que ese problema hobbesiano no se haya resuel­to, ninguno de los rudimentos del bienestar humano podrá asegurarse.

256 Falso amanecer

Sin un Estado moderno que controle los instrumentos de guerra, la paz es imposible. Las guerras posclausewitzianas son un obstáculo más importante a la existencia civilizada que las guerras entre Estados sobe­ranos, porque no existen instituciones capaces de acabar con ese tipo de conflictos. Aun con la desaparición de la guerra clausewitziana, ya no se puede imponer la paz.

Se necesitan unas instituciones estatales eficaces para controlar el im­pacto que los seres humanos ejercen sobre el medio ambiente natural y para limitar la explotación de los recursos naturales en función de inte­reses irresponsables. En Rusia, la degradación del medio ambiente que antes era obra de un Estado totalitario, en la actualidad está siendo lleva­da a cabo por el capitalismo delincuente. Hasta que el problema hobbe- siano de Rusia no se haya resuelto, el medio ambiente natural seguirá destruyéndose.

El consenso de Washington sostiene que el problema hobbesiano del mantenimiento del orden ha sido resuelto. Con ello no sólo hace,,caso omiso de la situación de la mayor parte de la humanidad, que vive en E s­tados debilitados o colapsados, sino que no tiene en cuenta las muchas maneras en las que los mercados mundiales desregulados amenazan la co­hesión de las sociedades y la estabilidad de los gobiernos.

Puede que unos pocos Estados —Singapur, Malasia, Japón, Holan­da, Gran Bretaña, Suecia, Noruega— tengan la capacidad de preservar la cohesión social respondiendo al mismo tiempo a la competencia global, pero la mayoría de los Estados actuales son demasiado débiles, corruptos o incompetentes y no pueden esperar reconciliar los imperativos de los mercados globales y las necesidades de cohesión social y conservación medioambiental.

¿Es realizable una reforma del mercado global que promueva el de­sarrollo de Estados efectivos? Hay señales de que la necesidad de rehabi­litar el Estado está empezando a aceptarse incluso en algunas de las orga­nizaciones transnacionales creadoras del libre mercado global. La fuente principal del consenso de Washington, el Banco Mundial, ha abandonado su apoyo al gobierno mínimo, reconociendo que no puede haber un desa­rrollo económico sostenible si se carece de un Estado moderno efiafe.

El Informe sobre el Desarrollo del Banco Mundial de 1997, titulado E l Estado en un mundo en cambio, empieza con la siguiente declaración: «Desde luego, el desarrollo dominado por el Estado ha fracasado. Pero también ha fracasado el desarrollo sin Estado [...]. La historia ha demos-

Los fines del laissez-faire 257

trado repetidamente que el buen gobierno no es un lujo sino una necesi­dad vital. Sin un Estado eficaz, el desarrollo sostenible, tanto económico como social, es imposible».8 9 El informe prosigue elogiando «la perspica­cia de Thomas Hobbes, que en su tratado de 1651, Leviatán, sostuvo que la vida sin un Estado eficaz que preserve el orden es “solitaria, pobre, de­sagradable, brutal y corta” » ?

El repudio, por parte del Banco Mundial, del dogma del gobierno mínimo debe acogerse favorablemente, pero está muy lejos de ser la reo­rientación de pensamiento que se necesita. Los Estados que no resuelven el problema hobbesiano carecen de legitimidad en todas partes, pero la seguridad frente al desorden civil y a la violencia criminal no es todo lo que las personas exigen de sus gobiernos; les exigen seguridad frente a la miseria, el desempleo y la exclusión. A menos que las funciones protec­toras de los Estados se extiendan para pasar a controlar esos riesgos, los ciudadanos no percibirán a los gobiernos como legítimos.

El Banco Mundial reitera el saber convencional de la década pasada cuando describe «el complemento total de los principales servicios y bienes públicos» como consistente en «unas bases de legalidad, una macroeco- nomía estable, los fundamentos de una sanidad pública, una educación pri­maria universal, una infraestructura de transporte adecuada y una míni­ma red de seguridad».10

Según esta descripción, las funciones propias del Estado se derivan de la teoría económica de los bienes públicos. Es indudable que algu­nas de las funciones del Estado pueden entenderse en esos términos. Al­gunas de las precondiciones para el establecimiento de una economía de mercado moderna son universales. Todas las economías modernas, para satisfacer las necesidades humanas, deben incluir una aplicación de la ley exenta de corrupción, unos derechos de propiedad bien definidos y unas políticas para la conservación del medio ambiente.

Lo que falta en la descripción del Banco Mundial es el reconoci­miento del papel económico del Estado en la preservación y en el impul­

8. The State in a Changing World: World Development Report 1997, World Bank, Oxford, Oxford University Press, 1997, pág. ii. Véase una aguda crítica de las políticas de desarrollo del Banco Mundial en Caufield, Catherine, M asters o f Illusion: The World Bank and the Poverty o f Nations, Londres, Macmillan, 1996.

9. World Bank, op. cit., pág. 19.10. World Bank, op. cit., pág. 59.

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so de la cohesión social. Las políticas que esta responsabilidad dicta no pueden deducirse de las verdades supuestamente universales de la teoría económica sino que serán políticas diferentes, en función de las tradicio­nes culturales de los diferentes pueblos y de los tipos de capitalismo que esos pueblos practiquen.

El Banco Mundial sigue fiel al consenso de Washington en la medi­da en que concede a las diferencias entre culturas, regímenes y tipos de capitalismo una importancia marginal en la determinación del papel eco­nómico del Estado cuando, de hecho, estas diferencias son decisivas. El Banco Mundial no ha aceptado —o quizá no ha percibido completa­mente— la diversidad del capitalismo contemporáneo.

Consideremos dos ejemplos: el capitalismo japonés depende, para su legitimidad política, de la renovación del contrato social que garantiza su cultura de pleno empleo. Sin embargo, las prácticas en materia de em­pleo están sufriendo el asedio de las organizaciones transnacionales, que las tachan de políticas de proteccionismo encubierto. El dilema econó­mico de Alemania tiene algunas características similares. Los altos niveles de protección social son una parte integral del capitalismo consensuado alemán de la posguerra. El Estado no puede abandonar su papel de ga­rante final del pleno empleo, ni puede esperar alcanzar ese objetivo apli­cando una flexibilidad laboral al estilo de la de Estados Unidos. Sin embar­go, la ortodoxia económica internacional sigue exigiendo que Alemania adopte las prácticas de contratación y despido rápido del libre mercado anglosajón.

Ni el Banco Mundial ni las demás organizaciones transnacionales que están involucradas en el intento de construir un libre mercado mun­dial han absorbido aún estas lecciones. La regulación global será sosteni- ble sólo en la medida en que acepte la persistencia de la diversidad de re­gímenes, culturas y economías.

La regulación necesaria en una economía verdaderamente global debe promover un modus vivendi entre distintos tipos de capitalismo que siempre se mantendrán diferentes. Consideremos el caso del comercio: las reglas para la regulación comercial que amenacen las prácticas del ca­pitalismo estadounidense no suelen respetar esa diversidad, y lastjue prohíben a los gobiernos actuar para proteger la cohesión de sus socie­dades y el capitalismo específico que han desarrollado no proporcionan un marco apropiado para el libre comercio. Esas reglas privilegian un tipo de capitalismo en competición con el resto. Lo que se necesita es un marco

en el que los gobiernos puedan proteger los elementos específicos y va­liosos de sus culturas económicas.

Esto no implica la necesidad de ninguna de las políticas asociadas al proteccionismo. Igual que la socialdemocracia, el proteccionismo perte­nece a un mundo que no puede revivir. Los Estados soberanos seguirán amparando aquellas industrias que consideren vitales desde el punto de vista estratégico, pero las políticas clásicas de protección comercial, apli­cadas a economías enteras, son irrealizables o contraproducentes. Cuan­do las compañías pueden dividir sus operaciones y situarlas prácticamen­te en cualquier parte del mundo, cuando es posible contratar servicios en países remotos mediante el uso de las tecnologías de la información, cuando los activos financieros se negocian en el ciberespacio, las políticas proteccionistas están acabadas.

Pero las reglas que estigmatizan como proteccionista cualquier políti­ca que intente preservar una cultura o un modo de vida específicos no promueven la armonía entre las economías del mundo sino que imposibi­litan la cooperación a largo plazo entre ellas. Si no se cambian esas reglas, las nuevas potencias económicas del mundo pasarán a ignorarlas.

Al intentar poner a todas las economías en la camisa de fuerza di­señada por las prácticas específicas del capitalismo estadounidense, las organizaciones transnacionales obligan a los países a adoptar políticas eco­nómicas que no se adaptan a su historia y sus necesidades. Pero las auto­ridades transnacionales no son agentes libres, operan a la sombra de los Estados soberanos a cuyos objetivos y filosofía sirven. En la actualidad, todas las organizaciones transnacionales aplican diferentes variedades de la filosofía neowilsoniana que son dominantes ahora en la política exte­rior estadounidense. Este enfoque de las relaciones internacionales parte del supuesto de que, tarde o temprano, todos los países del mundo acep­tarán el «capitalismo democrático».

Estados Unidos está comprometido en una transformación revolu­cionaria de la economía mundial. Sus políticas comerciales y de compe­tencia condenan a la extinción a todas las restantes civilizaciones econó­micas. Si los colmados japoneses o los mercados garantizados del plátano europeos se consideran restringidos en cuanto a la competencia desde el prisma del libre mercado estadounidense, entonces hay que prohibirlos, cualesquiera que sean los beneficios que aporten a la cohesión social.

Los decisores políticos y creadores de opinión estadounidenses no se han planteado cómo se percibe la situación de su país en el resto del

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260 Falso amanecer

mundo. No se han preguntado por qué la situación estadounidense se ob­serva con suspicacia o temor en toda Europa y en Asia, y por qué sus afir­maciones universalistas se rechazan con incredulidad o con desprecio.

El propósito de subyugar y anexionar todas las economías al libre mercado estadounidense no puede tener éxito. Es un objetivo que exa­cerba los conflictos de intereses entre las potencias económicas mundia­les y que provoca intentos de romper con las organizaciones transnacio­nales lideradas por Estados Unidos, como por ejemplo la propuesta (discutida a finales de 1997 por varios países asiáticos) de que el FMI sea complementado o sustituido por un fondo asiático separado. Puede que el resultado más duradero de la política estadounidense sea que algunos países y regiones se desvinculen de las instituciones transnacionales que encarnan el libre mercado global.

El apoyo de Estados Unidos al consenso de Washington, que inten­ta imponer una única civilización económica a toda la humanidad, pue­de llegar a convertir en conflictos incontrolables las diferencias —hasta ahora controlables— entre los Estados.

El consenso de Washington no durará para siempre. Sin lugar a du­das, sufrirá sacudidas provocadas por choques económicos y transfor­maciones geopolíticas. Es un episodio más en la búsqueda de Estados Unidos de una identidad tras la guerra fría, no más estable ni duradero que cualquier otro aspecto de la opinión pública o la política estadouni­dense. Como el ejemplo del cambio de punto de vista del Banco Mundial indica, ya se está planteando su validez.

Pero el proyecto nuclear de implantar libres mercados en todo el mundo parece destinado a persistir en el futuro previsible. ¿Tendrá que sufrirse una gran crisis universal —económica, medioambiental o mili­tar— para que Estados Unidos entierre su filosofía de laissez-faire y use su poder inigualable para establecer condiciones que hagan posible la gobernación global?

D e sp u é s d e l l a is s e z -f a ir e

«El período inmediatamente posterior a la guerra fría estuvo domina­

do por las visiones alucinatorias de un «nuevo orden mundial». Esa era ya ha terminado. El panorama internacional del próximo siglo puede describirse sólo de manera aproximada, aunque las principales fuentes

de conflicto ya pueden percibirse. Se trata de los clásicos enfrentamien­tos en tomo a la etnia y el territorio, magnificadas por la escasez cada vez mayor de recursos militares y por una terrible herencia de armas de des­trucción masiva.

El actual riesgo de que se repita el «gran juego» en Asia central y oriental, en el que las potencias mundiales compitan por el control del petróleo, presagia lo que podría ser nuestro futuro próximo. Si el consu­mo de energía de China alcanza, a finales de siglo, el nivel de los países la­tinoamericanos, su consumo total de petróleo podría superar al de todos los países de la OCDE juntos. Incluso con niveles de consumo de energía semejantes a los de Corea del Sur, el total de energía que consumiría Chi­na sería equivalente a alrededor del doble del de Estados Unidos en la ac­tualidad. En 1995, China reivindicó su soberanía sobre las aguas, ricas en petróleo, cercanas a Filipinas. China, Taiwán, Japón, Malasia, Brunei, In­donesia y Vietnam han hecho reivindicaciones territoriales sobre áreas conflictivas del este y sur del mar de China, y en casi todas ellas, el pe­tróleo y otros recursos naturales escasos tienen un papel fundamental. No es sorprendente que Asia oriental ya se haya convertido en el centro de una carrera de armas regional.11

La amenaza a la paz no ha desaparecido con el fin de la guerra fría, sólo que la naturaleza de la guerra ha experimentado una mutación. Una consecuencia de la economía global anárquica ha sido la de que el mun­do está inundado de armas. El complejo militar-industrial de la ex Unión Soviética se ha convertido en un mercado de armas. Ni siquiera ha dis­minuido el peligro de la explosión nuclear, incluso puede que haya creci­do, dado que la proliferación irregular del poder nuclear ha facilitado la adquisición de armamento de este tipo por parte de pequeños Estados y organizaciones políticas.11 12

El peligro de terrorismo nuclear se ve incrementado por el gran al­cance internacional de la criminalidad organizada. Estas consecuencias no previstas de la creación de una economía mundial abierta se combi­nan con el debilitamiento del Estado, promovido activamente por el con­senso de Washington.

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11. Véase Calder, Kent E., A sia’s Deadly Triangle: How Arms, Energy and Growth Threaten to D estabilize Asia-Pacific, Londres, Nicholas Brealey, 1997, págs. 50,120,122.

12. Sobre el nuevo peligro nuclear, véase Ude, Fred Charles, «The second coming of the nuclear age», Foreign A ffairs, vol. 75, n° 1, enero-febrero de 1996, págs. 119-128.

262 Falso amanecer

La evolución histórica mundial de lo que llamamos globalización ex­perimenta un ímpetu inexorable. No somos los amos de las tecnologías que impulsan la economía global: estas tecnologías nos condicionan de una manera que aún no hemos empezado a entender. No contamos con instituciones que puedan controlar o evitar sus peligrosos efectos cola­terales. Es más que dudoso, en la actualidad, que una sociedad tardo- moderna pueda restringir el desarrollo tecnológico, incluso cuando sus consecuencias sean dañinas para las necesidades humanas vitales. Estas sociedades están demasiado inseguras con respecto a sus valores y dema­siado aferradas a una concepción de la tierra como recurso que se consu­me al servicio de unos deseos humanos ilimitados, como para emprender una tarea tan heroica.

Los luditas y los fundamentalistas que intentan revertir la marea de la invención y el conocimiento científico exhiben uno de los rasgos princi­pales del mundo moderno que afirman rechazar: la convicción de que los males de la humanidad pueden remediarse mediante un acto voluntario.

El flujo de invención que impulsa la economía mundial no puede controlarse para que sólo nos alcancen sus beneficios. Los males de las nuevas tecnologías suelen ser inseparables de las ventajas que proporcio­nan. Pero podemos esperar modificar el equilibrio haciendo que los efec­tos de la tecnología resulten menos dañinos para el bienestar humano.

La ciencia y la tecnología forman parte de la herencia humana co­mún. Imaginar que podrían ser usadas para lograr (en palabras de Isaiah Berlín) «una capa pacíficamente razonable de muchos colores», un mun­do plural en el que las distintas culturas puedan convivir, no es concebir un ideal irrealizable. Es expresar la esperanza que los pensadores de la Ilustración tienen en común con todas esas religiones y filosofías, anti­guas y modernas, que reconocen el ideal de la tolerancia. La perspectiva de un único libre mercado global autorregulado ha vuelto utópica esta idea de un modus vivendi pacífico.

La consecuencia de ello es que no nos encontramos al borde de la era de abundancia proyectada por los partidarios del libre mercado sino en una época trágica en la que las fuerzas anárquicas del mercado y la dis­minución de los recursos naturales arrastran a los Estados soberanas a unas rivalidades cada vez más peligrosas.

La lección es clara. Tal como está organizado en la actualidad, el ca­pitalismo global está extremadamente mal preparado para hacer frente a los riesgos de conflicto geopolítico que son endémicos en un mundo en

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el que la escasez de los recursos es cada vez mayor. Sin embargo, en nin­guna agenda histórica ni política figura el proyecto de construir un mar­co regulador para la coexistencia y la cooperación entre las diversas eco­nomías del mundo.

La competencia en el mercado global y las innovaciones tecnológicas han interactuado para damos una economía mundial anárquica. Esta eco­nomía está destinada a convertirse en el terreno de importantes conflictos geopoliticos. Thomas Hobbes y Thomas Malthus son mejores guías para el mundo creado por el laissez-faire que Adam Smith o Friedrich von Ha- yek; el mundo actual es un mundo de guerra y de escasez en una medida al menos equivalente a la de la benevolente armonía de la competencia.

Lo más probable es que el régimen de laissez-faire no sea reformado sino que se vaya fracturando y fragmentando a medida que la creciente escasez de recursos y los conflictos de interés entre las grandes poten­cias mundiales hagan cada vez más difícil la cooperación internacional. Las perspectivas son las de una anarquía internacional cada vez más profunda.

¿Nos permitirán los recursos de racionalidad crítica que hemos he­redado de la Ilustración enfrentarnos a los desórdenes que su proyecto más reciente ha creado o impulsado? ¿O la anarquía global en la que es­tamos sumidos es un destino histórico contra el cual debemos luchar pero que no seremos capaces de superar? Seguramente sería una de las ironías más negras de la historia el que el proyecto de la Ilustración de la creación de una civilización mundial terminara en un caos de Estados soberanos y de pueblos sin Estado luchando por las necesidades de la supervivencia.

La expansión de las nuevas tecnologías en todo el mundo no está consiguiendo aumentar la libertad del hombre. Más bien ha conducido a la emancipación de las fuerzas del mercado del control social y político. Esa libertad que estamos concediendo a los libres mercados hará que, en el futuro, la era de la globalización se recuerde como una etapa más en la historia de la servidumbre.

POSFACIO

En su constitución actual, el capitalismo global es inherentemente inestable. Un libre mercado global no es más autorregulatorio que los li­bres mercados nacionales del pasado. Con apenas una década de antigüe­dad, ya sufre unos peligrosos desequilibrios, y sin una reforma radical, la economía mundial corre el riesgo de derrumbarse en una repetición, a la vez trágica y ridicula, de las guerras comerciales, las devaluaciones compe­titivas, los colapsos económicos y la agitación política de la década de 1930.

Los principales partidos de todos los países sostienen que no hay al­ternativa a los libres mercados globales. Esta obra constituye un reto a esa filosofía económica. Cuando Falso amanecer se publicó en Gran Bre­taña en la primavera de 1998, recibió ataques de todos los puntos del es­pectro político. Su argumento principal, que afirma que el capitalismo global es profundamente inestable en su forma actual, fue descrito como salvajemente pesimista, por no decir apocalíptico. Menos de un año más tarde, la validez de la argumentación ha sido ampliamente demostrada.

El recibimiento que ha tenido Falso amanecer confirma una de sus tesis principales: que la opinión pública contemporánea —en política, en los medios de comunicación y en los negocios— se ha desvinculando tan­to de las realidades humanas perdurables, que ya no consigue distinguir entre utopía y realidad. La consecuencia de ello es que no está preparada para el retorno de la historia —con sus habituales conflictos incontrola­bles, elecciones trágicas e ilusiones perdidas— del que estamos siendo testigos en este momento.

En el corto lapso de tiempo transcurrido desde la publicación de este libro, los acontecimientos han corroborado el análisis que en él se expo­ne. Incluso se está empezando a admitir oficialmente que los problemas económicos de Asia no son dificultades locales de países lejanos. Pronto los expertos se verán obligados a enfrentarse al hecho de que lo que se ha

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percibido como una crisis del capitalismo asiático es en realidad una cri­sis emergente del capitalismo global. Pocas dudas caben de que nos esta­mos acercando a un gran trastorno del sistema económico internacional. Podemos apostar con bastante seguridad que dentro de unos pocos años será difícil encontrar una sola persona que admita haber apoyado alguna vez el régimen global que en la actualidad los expertos insisten en consi­derar inmutable.

Falso amanecer sostiene que el libre mercado global no es una ley de hierro del desarrollo histórico sino un proyecto político. Los grandes fa­llos de este proyecto ya han causado mucho sufrimiento innecesario. Sin embargo, la meta confesada del Fondo Monetario Internacional y de otras organizaciones transnacionales similares es establecer una econo­mía global según el modelo de los libres mercados angloamericanos. Los mercados globales son mecanismos de destrucción creativa. Igual que ocurrió con los mercados en el pasado, los libres mercados no avanzan a un ritmo suave y constante sino que progresan en ciclos de despegue y de quiebra, de manías especulativas y crisis financieras. Igual que el capita­lismo del pasado, el capitalismo global logra su prodigiosa productividad actual mediante la destrucción de las viejas industrias, ocupaciones y mo­dos de vida, pero a una escala mundial.

Joseph Schumpeter entendió el capitalismo mejor que cualquier otro economista del siglo XX y percibió que no preservaba la cohesión de la sociedad y que, abandonado a sí mismo, era bien capaz de destruir la ci­vilización liberal. Por eso, Schumpeter aceptó que el capitalismo debía ser domesticado. Se necesitaba la intervención gubernamental para re­conciliar el dinamismo del capitalismo con la estabilidad social. Lo mis­mo ocurre con los mercados globales de la actualidad.

Los actuales creyentes en el laissez-faire global repiten a Schumpeter sin entenderlo. Creen que, al promover la prosperidad, los libres merca­dos fomentan los valores liberales. No se han dado cuenta de que, aun­que el líbre mercado global cree unas nuevas élites, engendra también nuevas variedades de nacionalismo y fundamentalismo. Al corroer las ba­ses de las sociedades burguesas y al provocar una inestabilidad a gran es­cala en los países en desarrollo, el capitalismo global está ponierjflo en peligro a la civilización liberal y también está haciendo cada vez más di­fícil que las distintas civilizaciones puedan convivir en paz.

El laissez-faire global puede haberse convertido en una amenaza para la paz entre los Estados. El actual sistema económico internacional care-

Posfacio 267

ce de instituciones eficaces que conserven la riqueza del medio ambiente natural; se corre el riesgo de que los Estados soberanos sean arrastrados a una lucha por el control de los menguantes recursos naturales de la tie­rra. En el próximo siglo, bien puede que las rivalidades ideológicas entre las naciones sean reemplazadas por guerras maltusianas motivadas por la escasez.

La crisis asiática es una señal de que los libres mercados globales se han vuelto ingobernables. Una burbuja especulativa de proporciones históricas en Estados Unidos, la deflación arraigada en Japón y que está empezando en China, la depresión en Indonesia y en varios países asiáti­cos más pequeños, las crisis económicas y financieras y un problema tras­cendental de sucesión política en Rusia... Éstos no son acontecimientos que auguren estabilidad, sino que muestran el desequilibrio de la econo­mía mundial en general.

En esta nueva introducción, mostraré cómo los acontecimientos re­cientes ilustran y corroboran la argumentación de Falso amanecer. Des­pués describiré algunos de los posibles escenarios futuros y consideraré la cuestión de qué podría hacerse.

¿La actual crisis asiática supone —según la conclusión a la que rápi­damente se ha llegado en los países occidentales— el fin de los modelos de capitalismo asiático? ¿Podrá Japón preservar su cultura económica es­pecífica? ¿Conseguirá la Unión Europea, recientemente equipada con una moneda única, aislarse de los choques de los mercados globales? ¿Po­drá el capitalismo alemán renovarse a sí mismo? ¿Qué será del compro­miso estadounidense hacia los mercados globales cuando la economía de burbuja estadounidense haya estallado?

Éstos son algunos de los interrogantes que sugieren los aconteci­mientos transcurridos desde que este libro fue publicado por primera vez y que quiero considerar. Antes de hacerlo, puede que sea útil resumir el argumento central del libro, que tiene ocho líneas principales.

E l a r g u m e n t o d e F a l s o a m a n e c e r

El libre mercado no es —como supone la actual filosofía económi­ca— un estado de cosas natural que surge cuando se deja de interferir políticamente con el intercambio de mercado. Desde cualquier perspec­tiva histórica larga y amplia, el libre mercado es una aberración rara y de

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corta vida. La norma son los mercados regulados que surgen espontá­neamente en la vida de toda sociedad. El libre mercado es un producto del poder estatal. La idea de que los libres mercados y el gobierno míni­mo van juntos, idea que forma parte del bagaje de la «nueva derecha», es una inversión de la verdad. Dado que la tendencia natural de la socie­dad es controlar los mercados, los libres mercados sólo pueden crearse mediante el poder de un Estado centralizado; son hijos de un gobierno fuerte y no pueden existir sin ellos. Éste es el primer argumento de Falso amanecer.

El argumento está bien ilustrado con la corta historia del laissez-faire en el siglo XIX. El libre mercado se estableció en la Inglaterra de media­dos de la época victoriana en unas circunstancias excepcionalmente fa­vorables. Inglaterra tenía una larga tradición de individualismo. Durante siglos, los pequeños terratenientes agrícolas constituyeron la base de su economía, pero sólo el uso del poder del Parlamento para reformar o destruir los viejos derechos de propiedad y crear nuevos derechos — tra­vés de las leyes de cercamiento que privatizaron gran parte de las tie­rras comunales del país— dio lugar a un capitalismo agrario de grandes latifundios.

El laissez-faire surgió en Inglaterra como producto de una conjun­ción de circunstancias históricas favorables y del poder sin controles de un Parlamento en el que la mayor parte del pueblo inglés no estaba re­presentado. Para mediados del siglo XIX, gracias a los cercamientos, a las leyes de pobres y a la abrogación de las leyes de cereales, la tierra, el trabajo y el pan se habían convertido en mercancías como cualquier otra; el libre mercado se había convertido en la principal institución económica.

Pero el libre mercado duró en Inglaterra apenas una generación. (Al­gunos historiadores incluso han defendido la hiperbólica afirmación de que nunca hubo una era de laissez-faire.) A partir de la década de 1870, la legislación acabó gradualmente con la existencia del libre mercado. Cuando estalló la primera guerra mundial, los mercados habían sido en gran medida re-regulados para satisfacer las necesidades de sanidad pú­blica y de eficiencia económica, y el gobierno proporcionaba activamente una amplia gama de servicios de importancia vital, especialmente escue­las. Gran Bretaña siguió teniendo una variedad de capitalismo conside­rablemente individualista, y el libre comercio sobrevivió hasta la catás­trofe de la «gran depresión», pero el control político sobre la economía

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se había reafirmado. El libre mercado pasó a considerarse como un ex­ceso ideológico o como un mero anacronismo..., hasta que la «nueva de­recha» resucitó en la década de 1980.

La «nueva derecha» consiguió alterar irreversiblemente la vida polí­tica y económica en los países en los que llegó al poder, pero no consi­guió alcanzar la hegemonía a la que aspiraba. En Gran Bretaña, en Esta­dos Unidos, en Australia y en Nueva Zelanda, junto con algunos otros países como México, Chile y la República Checa, unos gobiernos muy in­fluidos por las ideas de los defensores del libre mercado consiguieron desmantelar gran parte de sus herencias corporativistas o colectivistas. Pero en todos los casos, las coaliciones iniciales que hicieron posibles las polí­ticas de libre mercado fueron socavadas por los efectos a medio plazo de esas mismas políticas.

La venta de las viviendas sociales —una de las principales políticas thatcherianas— fue un éxito mientras los precios de las viviendas subían. Cuando cayeron abruptamente y millones de personas sufrieron los efec­tos de la desvalorización, se convirtió en un lastre político. La privatiza­ción de la propiedad pública y la liberación de los mercados sólo eran políticamente ventajosas mientras una economía en expansión enmasca­rara sus efectos más profundos, que eran los de agravar la inseguridad económica. Cuando la crisis económica hizo patentes esos efectos, los go­biernos de la «nueva derecha» empezaron a vivir sus últimos momentos.

En la mayoría de los países, quien se benefició políticamente de la re­forma económica neoliberal fue la izquierda moderada. Igual que a fina­les del siglo XIX, a finales del siglo XX los efectos destructivos de los libres mercados los han vuelto políticamente insostenibles.

Esto nos lleva a la segunda línea argumental de Falso amanecer, la de que democracia y libre mercado no son socios sino competidores. El «ca­pitalismo democrático» —la hueca consigna que alía a los neoconserva- dores de todas partes— designa (u oculta) una relación profundamente problemática. Lo que realmente acompaña a los libres mercados no es un gobierno democrático estable sino una política volátil de la inseguridad económica.

Actualmente y en el pasado, en prácticamente todas las sociedades, el mercado se ha controlado para que no afectara demasiado a las nece­sidades humanas vitales de estabilidad y seguridad. En contextos tardo- modernos, los efectos de los libres mercados han sido normalmente amortiguados por los gobiernos democráticos. La desaparición del libre

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mercado en su forma pura de mediados de la época victoriana coincidió con la extensión de los derechos de voto. De la misma manera que el lais­sez-faire inglés desapareció a medida que avanzaba la democracia, en la mayor parte de los países, los excesos de la década de 1980 han sido mo­derados —bajo las presiones de la competición democrática— por obra de los gobiernos posteriores. Sin embargo, a nivel global, el libre mercado sigue sin ser controlado.

El proyecto histórico que pretendía reconciliar la economía de mer­cado con el gobierno democrático está en lo que parece ser su retirada fi­nal. La socialdemocracia europea sigue existiendo en un buen número de regímenes políticos actuales, pero sus gobiernos carecen de la influencia sobre la vida económica que tenían durante el período del despegue eco­nómico de la posguerra. Los mercados de valores globales no permitirán endeudarse mucho a las socialdemocracias. Las políticas keynesianas no son eficaces cuando se aplican a economías abiertas en las que el capital puede salir a voluntad. La movilidad mundial de la producción pegmite a las empresas situarse allí donde las reglamentaciones y las cargas impo­sitivas resulten menos onerosas.

Los gobiernos socialdemócratas ya no tienen los recursos necesarios para perseguir sus metas por medios democráticos y sociales. A conse­cuencia de esto, en la mayor parte de los países europeos, el desempleo generalizado es un problema que no tiene ninguna solución evidente. En unos pocos casos, unas circunstancias especiales —como las inesperadas ganancias del petróleo en Noruega— han dado a los regímenes social­demócratas otro soplo de vida. Pero en términos generales, la contradic­ción entre la socialdemocracia y los libres mercados globales parece irre­conciliable.

En la actualidad, hay pocas instituciones efectivas de. gobernación económica global, y no hay ninguna que sea ni siquiera remotamente de­mocrática. La de alcanzar una relación humana y equilibrada entre el go­bierno y la economía de mercado sigue siendo una aspiración lejana.

En tercer lugar, el socialismo como sistema económico se ha derrum­bado irremediablemente. En términos tanto humanos como económicos, el legado de la planificación central socialista ha sido ruinoso. La Uhión Soviética no fue un régimen que alcanzó un progreso rápido pagando un coste humano lamentablemente alto, sino un Estado totalitario que mató o arruinó las vidas de millones de personas y devastó el medio am­biente natural. Excepto en el enorme sector militar y en algunas áreas

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de la sanidad pública, son pocos los logros económicos o sociales de la Unión Soviética. En la China maoísta, la pérdida de vidas debido a las hambrunas y al terror impulsado por el Estado, así como la destrucción del medio ambiente natural, pueden haber sido incluso mayores que en la URSS.

Sea lo que fuere lo que nos depare el próximo siglo, el colapso del so­cialismo parece irreversible. Para el futuro previsible no habrá dos siste­mas económicos en el mundo sino sólo variedades de capitalismo.

Cuarto, aunque la explosión del socialismo marxista ha sido bien recibida en los países occidentales, especialmente en Estados Unidos, como un triunfo del capitalismo de libre mercado, no ha sido seguida en la mayor parte de los países comunistas por la adopción de ningún mo­delo económico occidental.

Tanto en Rusia como en China, la desaparición del comunismo ha hecho revivir irnos tipos autóctonos de capitalismo, en ambos casos de­formados por la herencia comunista. La economía rusa está dominada por una especie de sindicalismo criminal. Los orígenes cercanos de este peculiar sistema económico están en la economía ilegal soviética, pero tiene algunos puntos en común con el capitalismo mixto de grandes em­presas controladas por el Estado y de gran actividad empresarial que flo­reció durante las últimas décadas del zarismo. El capitalismo chino tiene mucho en común con el que la diáspora china practica en todo el mun­do, en especial el papel fundamental que desempeñan en los negocios las relaciones familiares, pero también está impregnado de la corrupción y de la comercialización de las instituciones —incluyendo la militar— here­dadas de la era comunista.

Los análisis convencionales suelen describir el colapso del comunis­mo como una victoria de «Occidente», pero de hecho, el socialismo mar­xista fue una ideología prototípicamente occidental. En el largo trayecto de la historia, la desintegración del socialismo marxista en Rusia y China representa una derrota de todos los modelos occidentales de moderniza­ción. El derrumbamiento de la planificación centralizada en la Unión So­viética y su desmantelamiento en China marcaron el fin de un experi­mento de modernización a marchas forzadas en el que su modelo era el de la fábrica capitalista del siglo XIX.

En su quinta línea argumental, Falso amanecer sostiene que, aunque apoyan diferentes sistemas económicos, el marxismo-leninismo y el ra­cionalismo económico del libre mercado tienen mucho en común.

272 Falso amanecer

Tanto el marxismo-leninismo como el racionalismo económico del libre mercado adoptan una actitud prometeica en relación a la naturale­za y muestran escasa compasión hacia las víctimas del progreso económi­co. Ambos son variantes del proyecto de la Ilustración de suplantar la diversidad histórica de las culturas humanas por una única civilización universal. El establecimiento de un libre mercado global es ese proyecto de la Ilustración en su forma más reciente, que quizá sea la última.

Gran parte del debate actual confunde la globalización, un proceso histórico que se ha desarrollado durante siglos, con el efímero proyecto político de establecer un libre mercado mundial. Si se la entiende co­rrectamente, la globalización se refiere a la interconexión cada vez mayor de la vida económica y cultural de partes distantes del mundo. Es una tendencia cuyos orígenes están en la proyección del poder europeo a otras partes del mundo mediante políticas imperialistas desde el siglo XVI en adelante.

En la actualidad, el principal motor de este proceso es la rápida di­fusión de las nuevas tecnologías de la información, capaces de abolir las distancias. Los pensadores convencionales imaginan que la globalización tiende a crear una civilización universal medíante la expansión de las prácticas y valores occidentales y, más específicamente, anglosajonas.

De hecho, el desarrollo de la economía mundial ha ido mayoritaria- mente en la dirección opuesta. La globalización actual es diferente de la economía internacional abierta, establecida bajo patrocinio imperial eu­ropeo en las cuatro o cinco décadas anteriores a la primera guerra mundial. En el mercado global ninguna potencia occidental tiene la supremacía que poseían Gran Bretaña y otras potencias europeas en esa época. No cabe duda de que, a largo plazo, la trivialización de las nuevas tecnologías en todo el mundo socavará el poder y los valores occidentales. La apropiación de tecnologías de armamento nuclear por parte de algunos regímenes an­tioccidentales es sólo un síntoma de una tendencia más amplia.

Los mercados globalizados no proyectan el libre mercado angloesta- dounidense a todo el mundo sino que ponen a todos los tipos de capitalis­mo —sin exceptuar las variedades de libre mercado— en una situación de flujo. Los mercados globales anárquicos destruyen los viejos qppita- lismos e impulsan los nuevos, sometiéndolos a todos a una incesante inestabilidad.

La idea de la Ilustración de una civilización universal no es en nin­guna parte más poderosa que en Estados Unidos, donde se la identifica

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con la aceptación universal de los valores e instituciones occidentales, es decir estadounidenses.1 La idea de que su país es un modelo universal ha sido siempre un rasgo destacado de la civilización estadounidense. Du­rante los años ochenta, la derecha consiguió apropiarse de esta idea de misión nacional al servicio de la ideología del libre mercado. En la actua­lidad, el alcance mundial del poder empresarial estadounidense y el ideal de una civilización universal se han vuelto indistinguibles en el discurso público estadounidense.

Sin embargo, la pretensión de Estados Unidos de ser un modelo para el mundo no es aceptada por ningún otro país. Los costes del éxito esta­dounidense incluyen unos altos niveles de fragmentación social — de cri­minalidad, encarcelamiento, conflictos raciales y étnicos y de colapso de familias y comunidades— que ninguna cultura europea o asiática toleraría.

La idea de que Estados Unidos lidera un bloque en expansión de naciones occidentales es casi la otra cara de la moneda. En las actuales circunstancias, la categoría de «Occidente» ha dejado de tener un signi­ficado definido, excepto en Estados Unidos, donde denota una resisten­cia atávica a las realidades inalterables del multiculturalismo.

Estados Unidos es cada vez más diferente a otras sociedades «occi­dentales», con muchas de sus políticas internas y exteriores opuestas y con sus pronunciadas divisiones y su compromiso militante con los libres mercados, que también les hace distintos. Aunque siguen compartiendo unos intereses vitales, Europa y Estados Unidos se están alejando cada vez más en culturas y valores. En retrospectiva, el período de estrecha coo­peración que se extendió desde la segunda guerra mundial al fin inme­diato de la guerra fría bien puede considerarse como una aberración en las relaciones entre Estados Unidos y Europa.

La pauta histórica más larga en la que la civilización estadounidense se concibe a sí misma como sui generis y con pocas cosas en común con el «viejo mundo» está reafirmándose. Es una curiosa ironía el que la apropiación, por parte de los neoconservadores, del credo estadouni­dense de que el país es un modelo universal parece estar acelerando el proceso por el que Estados Unidos está dejando de ser europeo y «occi­dental».

1. N o todos los pensadores déla Ilustración concibieron la civilización universal en términos eurocéntricos. Véase un análisis al respecto en relación al pensador paradig­mático de la Ilustración en mi libro Voltaire and Enlightenm ent, Londres, Orion, 1998.

274 Falso amanecer

La fusión de la singularidad estadounidense con la ideología de libre mercado es la sexta línea argumental de Falso amanecer. El libre mercado global es un proyecto estadounidense. En algunos aspectos, las compa­ñías estadounidenses se han beneficiado de él, dado que los libres mer­cados han penetrado en economías que hasta entonces estaban protegidas, pero esto no significa que el laissez-faire global sea una mera racionaliza­ción de los intereses empresariales de Estados Unidos.

El libre mercado global no tiene un ganador a largo plazo. No sirve más a los intereses de la economía estadounidense que a los de cualquier otra economía, aunque es cierto que si se produjera un trastorno mayor de los mercados mundiales, la economía estadounidense sufriría más que otras.

El laissez-faire global no es una conspiración del corporativismo es­tadounidense. Es una tragedia —una de las varias que han tenido lugar en el siglo XX— en la que una ideología llena de soberbia ha encallado en necesidades humanas perdurables que no ha conseguido entender^

Entre las necesidades humanas que los libres mercados ignoran, es­tán las de seguridad y de identidad social que antes satisfacían las estruc­turas vocacionales de las sociedades burguesas. Ha surgido una contra­dicción entre las precondiciones de una civilización burguesa intacta y los imperativos del capitalismo global. Esta es la séptima línea argumen­ta!: las inseguridades crónicas del capitalismo tardomoderno, especial­mente en sus variantes de libre mercado más virulentas, corroen algunas de las principales instituciones y valores de la vida burguesa.

Puede que la más notoria de estas instituciones sociales sea la de la carrera laboral. En las sociedades burguesas tradicionales, la mayor par­te de los individuos de clase media podían tener unas expectativas ra­cionales de pasar su vida laboral dedicados a una única vocación. Son pocos los que en la actualidad pueden albergar semejante esperanza. El efecto más profundo de la inseguridad económica no es el de multipli­car el número de empleos que cada uno de nosotros tiene durante su vida laboral sino el de convertir en obsoleta la propia idea de carrera laboral.

En la vida de la mayoría de los trabajadores, una carrera labodl a la antigua usanza, en la que la ascensión profesional ordenaba el ciclo nor­mal de la vida, es apenas un recuerdo. La consecuencia de ello es que los contrastes a los que estábamos habituados entre la vida de la clase media y la de la clase trabajadora han disminuido. La pauta de la posguerra, que

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conducía al aburguesamiento, ha sido revertida, y los trabajadores están siendo, en cierta medida, reproletarizados.

Aunque probablemente la «desburguesificación» haya avanzado más en Estados Unidos, la inseguridad económica es cada vez mayor en casi todas las economías del mundo. Este es en parte un efecto colateral de los libres mercados globales, cuyos resultados imitan los de la «ley de Gres- ham» (que dice que el mal dinero expulsa al bueno) al hacer que las va­riedades de capitalismo socialmente responsables se vuelvan cada vez me­nos sostenibles. La movilidad mundial del capital y la producción disparan una «carrera hacia abajo» en la que las economías capitalistas más huma­nas se ven obligadas a desregular y a eliminar impuestos y prestaciones sociales. En esta nueva rivalidad, todas las variedades de capitalismo que competían durante el período de posguerra están experimentando muta­ciones y metamorfosis.

La octava línea argumental de Falso amanecer analiza qué puede ha­cerse. Estados Unidos no tiene el poder hegemónico’ necesario como para hacer del libre mercado universal una realidad, incluso durante un corto lapso de tiempo, pero sí tiene el poder de veto para evitar la reforma de la economía mundial. Mientras Estados Unidos permanezca aferrado al «consenso de Washington» sobre el laissez-faire global no podrá reali­zarse una reforma de los mercados mundiales. Las propuestas como la del «impuesto Tobin» —una tasa mundial sobre transacciones de divisas especulativas que lleva el nombre del economista estadounidense que la propuso— seguirán siendo letra muerta.

En ausencia de una reforma, la economía mundial se fragmentará cada vez más, a medida que sus desequilibrios se vuelvan insoportables; las guerras comerciales harán más difícil la cooperación internacional y la economía mundial se fracturará en bloques, cada uno de ellos arrasado por las luchas por la hegemonía regional.

«El gran juego» en el que las potencias mundiales lucharon hace un siglo por el control del petróleo de Asia central bien podría reem­prenderse en el próximo siglo. Cuando los Estados se conviertan en rivales por el control de los recursos naturales escasos, los conflictos militares serán más difíciles de evitar. Los débiles regímenes autorita­rios intentarán apuntalarse mediante aventuras militares. Slobodan Milosevic, el líder neocomunista de lo que queda de Yugoslavia, po­dría convertirse en el modelo de demagogo autoritario para muchos otros países.

276 Falso amanecer

Cuando el laissez-faire global se derrumbe, la perspectiva para la humanidad parece ser la de una anarquía internacional cada vez más profunda.

La d e p r e sió n a siá tica y l a ec o n o m ía d e bu rbu ja d e E sta d o s U n id o s : ¿ E l c o m ie n z o d e l f in d e l l a is s e z -f a ir e g l o b a l ?

En los países occidentales, la crisis asiática se ha percibido como la demostración de que el libre mercado es la única clase de capitalismo ca­paz de sobrevivir en una economía global. Son pocos los que niegan que, en fases anteriores de desarrollo económico, los capitalismos asiáticos obtuvieron unos logros notorios, pero casi todos coinciden en que ac­tualmente están obsoletos. Según el consenso occidental, los problemas de Asia demuestran que no hay actualmente una alternativa al capitalis­mo angloamericano en ninguna parte del mundo. *

Desde luego, hace sólo unos pocos años, muchos de estos mismos co­mentaristas cantaban loas al capitalismo asiático, presentándolo como un ejemplo que los países occidentales harían bien en emular. Esa actitud de la opinión occidental se ha olvidado. El triunfo del libre mercado será igualmente transitorio y se olvidará igual de rápido.

Puede que actualmente estemos entrando en uno de esos momentos de discontinuidad histórica en el que los paradigmas que dominan la prác­tica y la teoría política se abandonan abruptamente. El triunfo de las ideas keynesianas tras la segunda guerra mundial fue uno de esos momentos. La depresión asiática parece abocada a ser para la ideología del libre mer­cado lo que fueron la «gran depresión» y la segunda guerra mundial para las ortodoxias fiscales y económicas de los años treinta.

La gravedad de la crisis asiática no fue percibida, en ninguno de los momentos de su desarrollo, por los observadores y los decisores políticos occidentales. Una y otra vez, los acontecimientos tomaron desprevenidas a las organizaciones transnacionales esclavas del proyecto del estableci­miento de un único mercado global. Para empezar, estas instituciones in­sistieron en que los problemas de Asia oriental radicaban principábante en sus instituciones financieras y tenían pocas repercusiones económicas serias. Cuando esa interpretación no pudo sostenerse más, argumentaron que Asia estaba experimentando una recesión combinada con problemas estructurales.

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También se quedó corta esta opinión revisada, dada la envergadura de la crisis. Para la segunda mitad de 1998, los bancos occidentales pre­veían que el producto nacional bruto caería durante el año un 20 % en Indonesia, más de un 11 % en Tailandia y un 7,5 % en Corea del Sur.2El desempleo en Indonesia estaba estimado en más de veinte millones, y se preveía que al menos la mitad de la población viviría en la pobreza hacia finales de ese año.

Unos declives de la actividad económica de semejantes magnitudes no suelen anunciar el acercamiento de una recesión. Lo más común es que indiquen el inicio de un período de depresión.

La envergadura de la depresión asi ática que está madurando se ha empezado a percibir, pero sus causas y sus implicaciones para la econo­mía mundial siguen sin entenderse.

La depresión asiática es la primera demostración histórica de que la movilidad global sin restricciones del capital puede tener unas conse­cuencias desastrosas para la estabilidad económica. El capital libre salió de los mercados asiáticos de la noche a la mañana, pero los efectos que su huida provocó sobre las economías reales más afectadas se sentirán du­rante décadas. Las heridas sociales de las crisis económicas infligidas por los movimientos especulativos de capital serán muy duraderas.

Los movimientos de divisas asiáticos de los últimos años de la década de los noventa no se registrarán en la historia como unas fluctuaciones financieras transitorias cuyos efectos se absorbieron pronto sino como los primeros indicadores de una crisis global. Esperar que las convulsio­nes económicas y sociales de Asia oriental, de una gravedad que los paí­ses occidentales no han conocido desde los años treinta, puedan tener lugar sin que se produzcan unos cambios de gobiernos y de regímenes comparables a los experimentados por Europa durante esos años de en­treguerras, demuestra la ignorancia histórica de la opinión informada oc­cidental. El resultado más predecible de la crisis económica asiática es el de un período prolongado de inestabilidad política en la región. A me­dida que la depresión asiática se acelere, su paisaje político será transfor­mado por movimientos revitalizados de nacionalismo antioccidental, súbi­tos cambios de régimen, la reaparición de viejos conflictos étnicos, vastos

2. Cifras citadas por Larry Elliot a partir de las estimaciones del Dresdner Klein- wort Benson en «Fairytale turns to horror story», Guardian, lunes 20 de julio de 1998, pág. 19.

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movimientos poblacionales y renovados experimentos en dictaduras au­toritarias. En esos acontecimientos, las ideas occidentales sobre los libres mercados desempeñarán un papel menor, si es que desempeñan alguno.

La crisis asiática no demuestra que el capitalismo angloamericano haya pasado a ser —aunque sólo fuera por defecto, a partir de la desa­parición de todos los demás modelos— el único sistema económico via­ble. Esta es una interpretación que parece creíble sólo en virtud de la ignorancia de la historia y del persistente racismo occidental. Lo que de­muestra es que todos los capitalismos existentes están en una situación de flujo.

Las economías asiáticas se encuentran en la misma situación que to­das las demás en la actualidad: están experimentando continuas muta­ciones, con consecuencias impredecibles para la cohesión social y la esta­bilidad política. Las economías de libre mercado no están más aisladas de este flujo que cualquier otra economía. Lejos de suponer el triunfo uni­versal del libre mercado, la crisis asiática es el preludio de una épocaxle grandes trastornos para el capitalismo global.

Éste es un proceso para el que la opinión actual está notoriamente poco preparada, especialmente en Estados Unidos. Las percepciones es­tadounidenses de la crisis asiática encarnan algunas curiosas contradic­ciones. Las dificultades económicas de Asia oriental han sido acogidas en Estados Unidos como una señal de que el capitalismo asiático está en una situación de crisis terminal. Si esto fuera cierto, se trataría de una trans­formación en la historia mundial de una gran magnitud y una larga dura­ción. Las economías de Asia se enfrentan a unos problemas enormes, a veces inmanejables, pero no están en una fase de declive que vaya a aca­bar con la adopción por su parte del libre mercado. Los capitalismos asiáticos reflejan las distintas clases de vida familiar, las estructuras socia­les y la historia política y religiosa de los países asiáticos. No son sistemas que puedan transformarse a voluntad de los reguladores transnacionales sino unas instituciones sociales y culturales, en gran medida subterrá­neas, cuyas prácticas están saturadas de historia local y de conocimientos tradicionales.

Sólo esos videntes ciegos a la historia que diseñan las políticas áel Fondo Monetario Internacional pueden imaginar que los países asiáticos se desprenderán de esos legados. Si nos guiamos por la historia, podemos estar seguros de que los capitalismos asiáticos emergerán de la crisis ac­tual transformados de maneras impredecibles, no reconstruidos en base

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a modelos occidentales. Pero aunque los capitalismos asiáticos acabaran convergiendo con los de «Occidente», esa convergencia se produciría mediante un proceso traumático de cambio cultural y político que dura­ría varias generaciones.

En Estados Unidos se confía en que todo seguirá como está durante esta prolongada metamorfosis y se espera que el impacto del colapso eco­nómico asiático sobre su país será leve, o incluso positivo. Al mismo tiempo, los decisores políticos estadounidenses reconocen —o, más bien, insisten— que en los mercados globalizados cualquier gran cambio que se produzca en cualquier lugar afecta la vida económica de todas partes.

Estas mal combinadas expectativas articulan una visión del mundo extremadamente inestable. Estados Unidos cree ser el motor de la globa- lización, pero al mismo tiempo imagina que, de alguna manera, está ais­lado de los desórdenes de la globalización. No entiende que, en tanto que el capitalismo se ha vuelto global, las inestabilidades que le son insepara­bles también serán, inevitablemente, globales.

Cuando miran hacia el pasado, los profetas estadounidenses del «nuevo paradigma» reconocen que el capitalismo es necesariamente des­tructivo y creativo a la vez. Su productividad inigualable se ha consegui­do destruyendo las industrias existentes y haciendo zozobrar formas arraigadas de vida social. Pero cuando observan el presente y el futuro, tienden a pasar por alto estos hechos desagradables. Esperan conseguir —o al menos eso es lo que prometen— la prodigiosa productividad del capitalismo sin nada del dolor y el caos que siempre lo han acompañado.

La disonancia cognitiva entre lo que se espera en Estados Unidos y lo que registra la historia ha producido un sentimiento irreal de confianza que cualquier manifestación de la debilidad económica estadounidense podría destruir con facilidad. Semejante choque podría tener importantes consecuencias.

El boom del mercado de valores estadounidense no ha tenido lugar solamente, o incluso principalmente, debido a la reestructuración econó­mica. No hay duda de que los avances estadounidenses en tecnología de la información han dado a la economía una importante ventaja competi­tiva. De manera similar, los brutales redimensionamientos y las continuas reestructuraciones empresariales de principios de la época de los noven­ta sin duda han reportado a las empresas estadounidenses unas significa­tivas ventajas en términos de costes. En esta medida, el boom estadouni­dense refleja unas ganancias reales en eficiencia económica.

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Las astronómicas valorizaciones de Wall Street tienen otro punto de apoyo fundamental. Reflejan la confianza estadounidense en que el país ha ganado una batalla geoestratégica histórica. El colapso del comunis­mo, la aparente debilidad económica de Europa y la crisis en Asia, esas rápidas transformaciones producidas en menos de una década represen­taron, para muchos estadounidenses, la justificación última del «credo americano».

A finales de la década de los noventa, la opinión pública de Estados Unidos confiaba en que los valores estadounidenses se estaban exten­diendo rápida e irreversiblemente en todo el mundo. La idea de moda de que los ciclos económicos se habían vuelto obsoletos se convirtió en or­todoxia. La perspectiva de un «regreso de la historia», que los observa­dores europeos y asiáticos consideraban una certeza, ni siquiera se consi­deraba, o bien se la descartaba. El «largo boom estadounidense» se había convertido en una burbuja especulativa inflada por un sentimiento hueco y efímero de soberbia nacional. A

La burbuja podría reventar de diversas maneras. En parte se apoya en supuestos sobre la hegemonía militar de EE.UU. que los aconteci­mientos producidos en Asia ya han puesto en duda. La carrera de ar­mamento nuclear en el subcontinente indio no amenaza directamente la seguridad estadounidense, pero la rivalidad nuclear entre la India y Pakistán socava los esfuerzos internacionales liderados por EE.UU. para frenar la proliferación nuclear, y por lo tanto contribuye a hacer más pe­ligroso el mundo.

No puede haber duda de que Estados Unidos ha usado toda su in­fluencia para evitar una carrera de armamento nuclear en el sudeste asiá­tico, aunque tampoco se puede dudar que ha fracasado. En su esfuerzo por frenar la expansión de las armas nucleares, se ha visto obligado a en­frentarse a un hecho desagradable: la globalización no refuerza el poder estadounidense sino que tiende a limitarlo. Estados Unidos sigue siendo la primera potencia militar mundial, pero tiene poco control sobre las tec­nologías, cada vez más difundidas, de las que el poder militar depende en la actualidad.

El poder económico estadounidense está igualmente limitado. Una de­valuación competitiva de la moneda china podría ser un desastre para Asia oriental y un revés considerable para Estados Unidos. Profundizaría la inflación de la región y provocaría una reacción proteccionista en el Congreso de Estados Unidos. Las consecuencias sobre Wall Street po­

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drían ser traumáticas. El interés de Estados Unidos se opone completa­mente a que algo así se produzca, sin embargo, poco puede hacer para impedirlo.

China suele ser elogiada por los gobiernos occidentales como una isla de estabilidad en la crisis asiática. Hasta ahora esto ha sido así porque Chi­na se mantenía, en alguna medida, fuera del libre mercado global. El go­bierno chino ha mantenido un control considerable sobre su economía. Los gobiernos occidentales que alaban a China no han tenido en cuenta el hecho de que su relativa estabilidad es el resultado de su consistente y bien fundado desprecio por las opiniones y consejos occidentales.

La política económica china se determinará, principalmente, a partir de factores políticos internos. Ningún incentivo que pueda ofrecer el go­bierno estadounidense a los gobernantes chinos puede superar la amena­za que les plantea el creciente desempleo. En la actualidad, China está en medio del mayor y más rápido desplazamiento de población del campo a la ciudad en la historia. El desempleo ya afecta a más de cien millones de personas, una cifra que sin duda necesita ser revisada al alza debido a la sacudida causada por la política de permitir la quiebra de muchas em­presas de propiedad estatal; la estrategia del gobierno consiste en volver a emplear a algunos de estos trabajadores en las industrias de exporta­ción. Ha habido unas señales inquietantes de que la deflación se ha apoderado de distintos sectores de la economía china. En estas circuns­tancias, impedir que el desempleo siga creciendo es un imperativo pri­mordial para la supervivencia política.

En Occidente se confía en que el régimen chino actual superará la depresión asiática sin dificultades serias: es dudoso que los gobernantes chinos compartan esta certidumbre. Han sido testigos de la descompo­sición de un régimen totalitario que parecía ser inamovible en Rusia; han observado cómo un aparentemente bien arraigado régimen autoritario se derrumbaba a causa de la crisis económica en cuestión de meses en In­donesia; no pueden tener muchas ilusiones de que no pase lo mismo en China.

Los gobernantes chinos tienen sentido de la historia, a diferencia de la mayor parte de los gobiernos occidentales. Deben saber que, si consi­guen sobrevivir a la depresión que ha engullido a sus vecinos, habrán protagonizado una de las hazañas de habilidad política más sobresalien­tes de la historia y echarán mano a cualquier recurso para permanecer en el poder. La devaluación competitiva de la moneda es una de las mu­

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chas estrategias desesperadas a la que podrán recurrir cuando la situa­ción económica empeore y la agitación social y política aumente. Es ra­zonable prever que tendrán lugar otros episodios similares a los de la pla­za de Iiananmén.

Pero la posibilidad de que se produjera una espiral de devaluacio­nes en Asia oriental es sólo uno de los distintos acontecimientos que po­drían disparar una crisis sistèmica en la economía mundial durante los próximos años. El colapso del rublo ruso tras la devaluación de agosto de 1998 podría tener los mismos efectos. Dentro de Rusia, un rublo des­valorizado podría volver irresoluble el delicado problema de la sucesión de Yeltsin al que se enfrenta el país. Más que un cambio de gobierno, un segundo colapso de la economía rusa podría provocar otro cambio de régimen y el impacto que esto supondría sobre «Occidente», que ha percibido el avance hacia la democracia en Rusia como irreversible, se­ría profundo. Los gobiernos occidentales, mal preparados para esa re­novación del despotismo ruso que en la actualidad parece probable? po­drían percibirla como un peligro para el sistema internacional. De la misma manera, cualquier nuevo régimen ruso sería capaz de explotar los chapuceros intentos de los gobiernos occidentales y las organizacio­nes transnacionales de instalar el capitalismo en Rusia para alimentar los sentimientos antioccidentales. Entre las incalculables consecuencias que traería un cambio de régimen en Rusia, es seguro que la cooperación económica internacional se haría incluso mucho más difícil que en el pasado.

Un colapso económico en Rusia, una mayor deflación y debilita­miento del sistema financiero en Japón que obligara a la repatriación de las obligaciones públicas de Estados Unidos por parte de los holdings ja­poneses, una crisis financiera en Brasil o en Argentina, un crash en Wall Street..., cualquiera de estos acontecimientos, junto a otros que son totalmente imprevisibles, puede provocar, en las presentes circunstancias, un gran trastorno económico mundial. Si alguna de estas eventualidades ocurre, una de las primeras consecuencias será la de un rápido aumento de los sentimientos proteccionistas de Estados Unidos, empezando por el Congreso.

El estadounidense corriente no está preparado para soportar por mucho tiempo una mala situación de la economía. El desmantelamiento del Estado del bienestar federal hace que el creciente desempleo resulte in- sn n ortab le Si m ás de ríen millones de tenedores de fondos de mutuas

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pierden partes importantes de sus ganancias en un cataclismo del merca­do, el apoyo popular para un regreso al proteccionismo resultará irre­sistible.

En la historia de la economía, es corriente que los países sin Estados del bienestar recurran más probablemente que otros al proteccionismo cuando la economía internacional va a peor. Esta es una pauta histórica que seguramente se volverá a dar si la depresión asiática se hace más profunda.

En la actualidad, las deudas personales y las quiebras están llegando a unos niveles históricos en Estados Unidos. Para muchos estadouniden­ses, el consumo actual depende no sólo de que el mercado de valores se mantenga alto sino de que siga subiendo. Cuando baje, éstas personas se sentirán —y serán— considerablemente más pobres. A la permanente psicología de la especulación de masas debe agregarse el ingrediente fun­damental del triunfalismo geopolítico. En esta atmósfera febril, un ate­rrizaje suave es casi imposible. No se puede aplicar un margen de co­rrección del 10 % a la soberbia.

Una caída del mercado de valores en Estados Unidos semejante a la que tuvo lugar en Japón a finales de los ochenta — en la que el mercado cayó más de dos tercios— llevaría al empobrecimiento de gran parte de la clase media. La súbita desaparición de una buena cantidad de la ri­queza generada por el mercado de valores revelaría la inseguridad de las clases medias con la mayor crudeza. El impacto de un crash sobre quie­nes ya son pobres sería aún más duro. No es fantasioso concebir el re­surgimiento de algo parecido a los estadounidenses pobres y nómadas cuyas miserables vidas fueron narradas por John Steinbeck en los años treinta.

Las ramificaciones políticas de un importante retroceso de la econo­mía estadounidense no pueden conocerse por anticipado, pero sabemos que su compromiso para con los libres mercados no es antiguo. En todo caso, es una aberración dentro de la larga historia de Estados Unidos, en la que el proteccionismo ha sido un tema recurrente.

Sería erróneo interpretar el consenso político neocónservador de las dos últimas décadas como la expresión de las convicciones establecidas de la opinión pública estadounidense. El rápido ascenso y todavía más rápi­do descenso del republicanismo radical de derechas de principios de los noventa es una prueba de la volatilidad del electorado estadounidense, así como de su madurez.

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Cualquier retroceso económico importante, profundo o duradero llevará a la desaparición del credo del libre mercado de la vida política estadounidense. Su reemplazo abrupto por un nacionalismo económico constituiría un curioso vuelco de los acontecimientos, dada la devoción mesiánica a los libres mercados universales exhibida por los decisores políticos estadounidenses en los últimos años.3

No forma parte de mis propósitos prescribir cómo debería refor­marse la economía estadounidense. Aun en el caso de tener las suficien­tes competencias para ello, es una tarea que corresponde a los estadou­nidenses. El argumento desarrollado en Falso amanecer es que ningún tipo de capitalismo es universalmente deseable. Cada cultura debería te­ner la libertad de desarrollar su propia variedad de capitalismo y buscar un modus vivendi para convivir con los desarrollados por otras.

Estados Unidos haría mal en tratar de emular las prácticas específi­cas del capitalismo europeo o asiático, igual que es erróneo intentar im­poner a esos capitalismos las prácticas estadounidenses. La reforma eco­nómica debe guiarse por los valores propios de cada cultura. En el caso de Estados Unidos, estos valores son actualmente más individualistas que los de las sociedades europeas y asiáticas. No forma parte de mi ar­gumentación sostener que Estados Unidos debiera intentar importar prácticas económicas que han tenido éxito en culturas radicalmente dife­rentes a la suya.

Puede que en Estados Unidos no haya que concebir alternativas a los libres mercados sino hacerlos más compatibles con las necesidades hu­manas vitales. (Es paradójico que cualquier agenda de reforma en EE.UU. incluirá probablemente la extensión del Ubre mercado a un área en la que actualmente está prohibido: la de la enorme economía subterránea de las drogas.) Cualquier importante caída del mercado provocaría segura­mente un asalto de nacionalismo económico que haría imposible una re­forma económica sutil y delicada como la que se necesita.

A finales de 1997, antes de la publicación de la primera edición de Falso amanecer, escribí: «Cuando los partidarios occidentales del libre mercado se pavonean ante las dificultades económicas de los países asiá­ticos, están demostrando ser —no por primera vez— miopes y soberhjps.

3. Véase un esclarecedor análisis de las políticas de la inseguridad en Estados Uni­dos en Longworth, Richard C., G lobal Squeeze: The Corning Crisis fo r First-W orld Na- tions, Chicago, Contemporary Books, 1998, capítulo 4.

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No hay duda de que algunas economías asiáticas necesitan importantes reformas. Pero la crisis financiera de Asia no augura la expansión univer­sal de los libres mercados. Puede que, más bien, sea el preludio de una crisis deflacionaria global, en cuyo transcurso el propio Estados Unidos rechace el régimen de libre comercio y mercados desregulados que está intentando imponer en Asia y en todo el mundo en la actualidad».4 No veo razones para modificar este pronóstico.

¿ P u e d e J a p ó n pr eser v a r su c u lt u r a e c o n ó m ic a e s p e c íf ic a ?

Japón es la única superpotencia económica asiática, y mantendrá esa posición en el futuro previsible. En su condición de primer país de Asia en industrializarse y mayor acreedor del mundo, tiene unas ventajas que ninguna otra economía asiática posee. Con sus altos niveles educativos y sus enormes reservas de capital, probablemente Japón está mejor equi­pado para la economía basada en el conocimiento del próximo siglo que cualquier otro país occidental. Sin embargo, el país se enfrenta a una cri­sis económica y financiera que hace peligrar la propia existencia de su cultura económica específica.

Si no se soluciona el problema económico japonés, la crisis asiática no puede más que empeorar. Si eso ocurriera, la economía mundial corre el riesgo de seguir a Japón en el camino de la deflación y la depresión. En la actualidad, Japón se enfrenta a una bajada de los precios de los activos en cartera y a un descenso de la actividad económica semejantes a los de Estados Unidos y otros países en la década de 1930. A menos que Japón se libre de la deflación, las posibilidades que el resto de Asia y del mun­do tienen de evitarla son pocas.

Las recetas prescritas por los occidentales para los problemas eco­nómicos de Japón son una mezcolanza incongruente. Actualmente, como en el pasado, las organizaciones transnacionales insisten en que Japón debe reestructurar sus instituciones financieras y económicas según los modelos occidentales —y en concreto estadounidenses— : la solución a los problemas económicos de Japón es su americanización total. Según estas recetas, Japón resolverá sus dificultades económicas sólo a condi­ción de que deje de ser japonés. Esto se afirma a veces sin rodeos. Como

4. «Forget Tigers, keep an eye on China», Guardian, 17 de diciembre de 1997, pag. 17.

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señaló aprobatoriamente un articulista de un periódico neoconservador: «Estados Unidos tiene al FMI para hacer de comodoro Perry».5

Semejante política de occidentalización forzosa no sólo conducirá a la extinción de una cultura única e irremplazable, sino que también lle­vará a la destrucción de la cohesión social paralela a los logros económi­cos extraordinarios de Japón durante el último medio siglo, sin resolver la crisis deflacionaria a la que se enfrenta en la actualidad.

Los gobiernos occidentales exigen que Japón —sólo él, según pa­rece, entre las economías industriales avanzadas— adopte unas políti­cas keynesianas. Según el consenso occidental, Japón debe recortar im­puestos, aumentar las obras públicas e incurrir en unos grandes déficit presupuestarios. Al mismo tiempo, las organizaciones transnacionales occidentales exigen que desmantele el mercado de trabajo que ha garan­tizado el pleno empleo durante los últimos cincuenta años. Si Japón ac­cede a estas demandas, el único resultado será el de importar los dilemas irresolubles de las sociedades occidentales sin resolver ninguno denlos problemas del país.

Las políticas keynesianas que los países occidentales intentan impo­ner a Japón en la actualidad no serán efectivas para evitar la deflación. En primer lugar, esas políticas no tienen en cuenta la propensión cultural de los japoneses a aumentar sus ahorros en tiempos de incertidumbre. En las actuales circunstancias, el dinero liberado por unas nuevas reduccio­nes impositivas no sería consumido sino simplemente añadido a los ahorros existentes. La extendida incertidumbre sobre el estado de la economía ya ha elevado el nivel de ahorro mucho más de lo normal. Por más que los recortes impositivos se consideren permanentes, lo único que harán será producir una tasa de ahorro aún más alta.

Si los ingresos liberados por recortes impositivos de Japón se invier­ten de manera productiva, es probable que sea en el extranjero. Tampo­co la financiación del déficit tendrá el efecto deseado sobre la economía. Cuando el capital tiene una movilidad global, no hay seguridad de que un endeudamiento público más alto consiga estimular la actividad eco­nómica interna. Como reconoció Keynes, las políticas de financiación del déficit sólo son eficaces cuando se aplican en economías cerradas; cuan­do los movimientos de capital son libres, la influencia de tales políticas es

5. Mallaby, Sebastian, «In Asia’s Mirror: From Commodore Perry to the IM F», The N ational Interest, n° 52, verano de 1998, pag. 21.

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leve. En consecuencia, Japón está en una trampa de liquidez de la que las políticas keynesianas no pueden librarlo. Los gobiernos occidentales no parecen haberse dado cuenta de que el régimen de libres movimientos de capital y desregulación financiera que han obligado insistentemente a mantener a Japón durante décadas hace nulos los efectos de las políticas keynesianas que intentan imponerle ahora.

Porque si Japón accediera a las demandas occidentales de desregu­lar su mercado de trabajo, las cosas serían todavía peores. Si se aplica de manera coherente, la desregulación del mercado de trabajo japonés según un modelo occidental —especialmente el de EE.UU.— duplica­ría, e incluso quizá triplicaría el desempleo. Eso, desde luego, es lo que se intenta. Pero el resultado sería el aumento del sentimiento de inse­guridad de la población trabajadora y por lo tanto el reforzamiento de la propensión japonesa al ahorro. Así pues, el objetivo de la reducción de impuestos, que es el de estimular el gasto, se echaría a perder. Es po­sible que la única manera en que el gobierno japonés pueda estimular el gasto sea planificando una inflación que haga que los ahorros resul­ten poco beneficiosos. Pero en otros países, los ahorradores han res­pondido a la inflación ahorrando aún más, incluso perdiendo dinero. No hay motivos para pensar que los japoneses fueran a comportarse de otra manera. En cualquier caso, el resultado inevitable de semejante po­lítica sería el de un colapso del yen. Como esto provocaría una respues­ta equivalente de otros países asiáticos, especialmente de China, es un resultado que los gobiernos occidentales temen más que cualquier otro.

Los decisores políticos occidentales no han entendido que la flexi­bilidad que intentan implantar en el mercado de trabajo japonés se con­trapone a las políticas keynesianas que están tratando de imponer a su gobierno. Ni tampoco parecen haber percibido que las políticas que pue­den ser más efectivas para estimular la demanda en Japón lo harán al pre­cio de disparar una devaluación competitiva en Asia y por lo tanto el proteccionismo en EE.UU. y Europa.

El aumento del desempleo que la desregulación del mercado de tra­bajo intenta producir sería todavía más socialmente dañino en Japón que lo que ha sido en los países occidentales. Tendría lugar en un país que no posee un Estado del bienestar. Según la experiencia de los países occi­dentales, éste no puede construirse de la noche a la mañana.

Si Japón importa unos niveles occidentales de desempleo generali­zado, acabará por verse obligado a establecer un Estado del bienestar al

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estilo occidental. Sin embargo, los gobiernos occidentales están redu­ciendo el Estado del bienestar alegando que ha creado úna subclase de antisociales. Una vez más, se pide a Japón que importe unos problemas que ninguna sociedad occidental está cerca de haber resuelto.

Con o sin un Estado del bienestar al estilo occidental, el desempleo, cada vez más importante, no puede tener otra consecuencia para Japón que un considerable aumento de las desigualdades económicas. Al insis­tir en que Japón abandone el pleno empleo, las organizaciones transna­cionales están exigiendo que renuncie a su variedad particularmente igualitaria de capitalismo, la cual ha preservado hasta ahora la paz social del país.

En contraste con las variedades occidentales de capitalismo, en las que los intereses de los accionistas están por encima de todo, la legitimi­dad social y política del capitalismo japonés se deriva del empleo que ge­nera. Algunas políticas aplicadas por el gobierno japonés en respuesta a la presión incesante de las organizaciones transnacionales dirigidas por los occidentales pueden haber vuelto insostenible este tipo de capitalis­mo específicamente japonés.

El «Big Bang» de 1998, en el que las instituciones financieras fue­ron desreguladas, fue un paso fatídico para Japón. La desregulación fi­nanciera es incompatible con la preservación del capitalismo japonés, orientado a la creación de empleo. Cuando los bancos extranjeros eva­lúen las realizaciones de las compañías japonesas, aplicarán criterios basados en las ganancias de los accionistas y no en los esfuerzos japo­neses para preservar el empleo. En-las joint ventures en que participan empresas japonesas y occidentales habrá presiones para aplicar están­dares angloamericanos de resultados y de productividad. Con el tiem­po, si la desregulación financiera avanza según lo planeado, la densa red de bancos y compañías que mantienen el pleno empleo en Japón empezará a deshacerse.

El resultado que estas presiones tendrán a largo plazo será el de una importación del desempleo de estilo occidental a Japón. Ello signi­ficará el fin del contrato social no escrito que ha contenido los conflic­tos sociales e industriales del país desde los años cincuenta. A m^pos que ese contrato se renueve de una manera nueva y sostenible, la cohe­sión única de la sociedad japonesa empezará a fracturarse. Japón po­dría seguir a otros países asiáticos en el camino hacia la inestabilidad política. Llegado a ese punto, por más remoto que pueda parecer ac-

Posfacio 289

tualmente, la posibilidad de un cambio de régimen no puede descar­tarse por completo.

Cualquier solución a los problemas económicos de Japón debe par­tir de una reforma de su cultura económica autóctona y no de un intento de desmantelarla. El principal fallo de las prescripciones occidentales so­bre la economía japonesa es que parten del supuesto de que Japón es un país occidental, o que tarde o temprano pasará a serlo. Nada en la his­toria japonesa apoya esa creencia. La historia japonesa incluye distintos ejemplos de transformaciones repentinas y radicales de la política nacio­nal, pero ninguna de ellas ha supuesto la renuncia a la cultura autóctona del país. La modernización durante el período Meiji tuvo éxito sobre todo porque era una iniciativa local. De manera similar, la modernización económica sólo tendrá éxito en el Japón actual en la medida en que no sea una política de occidentalización forzosa.

Los votantes japoneses no aceptarán como legítima ninguna reforma de la economía con la que se corra el riesgo de sacrificar la cohesión social. ¿Es posible flexibilizar el mercado de trabajo japonés sin aumentar dema­siado la inseguridad laboral? ¿O el propio crecimiento económico debe­ría redefinirse, de modo que se entendiera como crecimiento en la calidad de los bienes, servicios y estilo de vida? Estos son algunos de los interro­gantes que serán planteados y respondidos en Japón durante los próximos años, pero en ellos no está contenida la solución a la crisis actual.

La posibilidad de que Japón sufra una deflación cada vez más im­portante, que a su vez podría provocar una depresión global, ya no es remota ni hipotética. Es una posibilidad real y cercana. El peligro de la presente situación surge de la presión de los gobiernos occidentales, que están urgiendo a Japón a adoptar políticas que no lo librarán de la defla­ción pero que romperán el contrato social que ha preservado la cohesión social y la estabilidad política desde la segunda guerra mundial.

La presión occidental para que se desregulen los mercados ha deja­do pocas opciones al gobierno japonés, y todas ellas representan graves riesgos para la economía mundial.

¿H ay fu t u r o para la s e c o n o m ía s so c ia l e s d e m er c a d o e u r o p e a s?

La creación de una moneda única dará a la Unión Europea una pre­sencia en los mercados mundiales que nunca había tenido antes. Hasta

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ahora, el debate ha estado focalizado en los obstáculos internos a su éxi­to y no en sus implicaciones para la economía global.6 Sin embargo, estas últimas son potencialmente profundas.

La moneda única no permite a la Unión Europea aislarse de los mer­cados mundiales, pero sí crea una potencia económica capaz de negociar de igual a igual con Estados Unidos. Cuando todos los actuales miem­bros de la UE participen en ella, la zona euro será la mayor economía del mundo y su moneda desafiará la primacía del dólar estadounidense como la dominante del mundo. Cuando el euro se establezca como una mone­da creíble, la posibilidad de que se produzca un colapso del dólar será mayor. El establecimiento del euro adelanta el momento en el que EE.UU. ya no podrá hacer alarde de ser el mayor deudor del mundo. Con el tiem­po, posiblemente bastante pronto, se producirá una inexorable transfor­mación en el equilibrio del poder económico mundial.

Es cierto que las condiciones internas para el éxito de la nueva mo­neda aún no existen. Bajo un régimen de tasa de interés única, algpnos países y regiones languidecerán mientras otros prosperarán. En la UE no existen las condiciones que permitieron a Estados Unidos adaptarse a es­tas divergencias. En el momento actual, Europa carece de movilidad la­boral a escala continental y no tiene mecanismos fiscales que impidan el surgimiento de importantes focos de desempleo en sus regiones más deprimidas.

Una vez que el euro empiece a operar, las instituciones europeas se verán obligadas a remediar estos fallos. Tendrán que desarrollar unas po­líticas que permitan que la economía responda con mayor flexibilidad a los imperativos y limitaciones de un régimen monetario único. Pero ten­drán que reconocer que Europa no es ni será nunca Estados Unidos. Una movilidad laboral como la estadounidense es imposible, e incluso inde­seable, en un continente antiguo con comunidades históricas diversas. Y me atrevo a decir que tampoco habrá nunca un Estado europeo con po­deres como los del gobierno federal de EE.UU. Las instituciones eu­ropeas seguirán evolucionando pero se mantendrán híbridas. Europa continuará gobernada por el cambiante equilibrio de poder de los go­biernos nacionales y las instituciones transnacionales.

6. Véase una clarificadora argumentación sobre el tema en Bergsten, C. Fred, Weak Dollar, Strong Euro? The International Impact o f EM U, Centre for European Reform, Londres, 1998.

Posíacio 291

Los capitalismos europeos seguirán diferenciándose profundamente de los libres mercados estadounidenses. Ningún país europeo —ni si­quiera el Reino Unido— está preparado para tolerar los niveles de des­protección social producidos por el libre mercado en Estados Unidos. Los límites entre el Estado y la sociedad civil seguirán siendo —como en el pasado— permeables y negociables. La memoria histórica y el apego a la tierra obstaculizarán la movilidad generalizada según el modelo esta­dounidense. Por todas estas razones, el libre mercado no desplazará a los mercados sociales en los países de la Europa continental.

Sin embargo, los mercados sociales europeos no pueden sobrevivir en sus formas actuales. Para empezar, el desempleo ha alcanzado unos ni­veles que no son sostenibles de manera indefinida (más del 11 % en el total de la UE). Dado que la población en general está envejeciendo, las implicaciones fiscales de un desempleo de esta envergadura son graves, aunque no son el peligro más importante.

El desempleo generalizado ha agravado la exclusión social y la aliena­ción política en toda Europa. La mayoría de los países de la Europa conti­nental cuentan con influyentes partidos radicales de derechas. En Francia y en Austria, en parte gracias al apoyo que reciben de los grupos social­mente excluidos, los partidos de la extrema derecha dictan los términos de las negociaciones políticas a los partidos moderados. En estos países eu­ropeos, el centro político ya no está definido por valores liberales sino por partidos antiliberales.

En los primeros años de la moneda única, el peligro al que se en­frentan las instituciones europeas es que los ciudadanos las identifiquen con el desempleo generalizado. Los votantes que perciben de esa mane­ra a las instituciones europeas son presa fácil de los partidos de derechas. La derecha radical no tiene muchas posibilidades de entrar en ninguno de los gobiernos nacionales de los países de la UE en los próximos años, pero sí puede condicionar profundamente el entorno en el que las admi­nistraciones centristas formulan sus políticas. En la Europa más amplia de la que la UE forma parte, los partidos de la extrema derecha tienen unas posibilidades mucho mayores de ejercer el poder. Los Estados dé­biles «se balcanizan» con facilidad. Los Estados con importantes mino­rías pueden convertirse fácilmente en víctimas del nacionalismo étnico. Los acontecimientos que tienen lugar en algunas partes de la Europa poscomunista son un elocuente recordatorio de que Europa no ha ago­tado su capacidad para el desorden.7

292 Falso amanecer

En un libre mercado global, los grupos sociales excluidos de la parti­cipación económica retoman para perturbar la vida política como par­tidarios de movimientos extremistas. Zygmunt Bauman hizo una buena descripción de este proceso: «Una parte integral del proceso de globaliza- dón son la segregación espacial, la separación y la exdusión progresivas. Las tendencias neotribales y fundamentalistas, que reflejan y articulan la experiencia de los individuos en los puntos receptores de la globalización, son un producto tan legítimo de ésta como la universalmente ovacionada “hibridización” de la alta cultura: la cultura de la cumbre globalizada».7 8

Los socialdemócratas creen que los mercados sociales europeos pue­den renovarse en el marco del laissez-faire global.9 Pero la movilidad mundial del capital elimina la eficacia de las políticas keynesianas sobre las cuales los regímenes socialdemócratas se han apoyado en el pasado para conseguir el pleno empleo.10 El libre mercado global hace que los costes regulatorios e impositivos del capitalismo socialmente responsable sean más difíciles de mantener. Mientras esta situación se mantenga, los mercados sociales europeos sufrirán incesantes presiones por parte de las fuerzas del mercado global. La exclusión social y la alienación política se­rán unos peligros permanentes.

Esto no quiere decir que el modelo de capitalismo del Rin esté desti­nado a desaparecer. Al contrario, el capitalismo alemán ha emergido del trauma de la unificación como la fuerza económica dominante en Euro­pa. El interrogante para el modelo del Rin es si puede seguir subordina­do a los intereses de los accionistas que participan en las empresas. La respuesta es que no. Los mercados globales harán bajar inexorablemen­te los precios de las acciones de las compañías que lo sigan haciendo. Ni siquiera en una Europa unificada por una moneda única el mercado so­cial alemán puede mantenerse en su estado actual. Ni en Alemania ni en

7. Véase al respecto Hunter, M., «Nationalism Unleashed: Le Pen Moves East», Transitions, vol. 5, n° 7, julio de 1998, págs. 18-28,

8. Bauman, Zygmunt, Globalization: The Human Consequences, Cambridge, Polity Press, 1998, pág. 3.

9. Véase una buena exposición de este punto de vista socialdemócrata en Vand^p- broucke, Frank, Globalization, Inequality and Social Democracy, Londres, The Institute for Public Policy Research, 1998.

10. Véase un análisis más extenso sobre la socialdemocracia en mi monografía Af- ter Social Democracy, Londres, Demos, 1996, reimpresa en mi libro Endgames: questions in late modern political thought, Cambridge, Polity Press, 1997, capítulo 2.

Posfacio 293

ningún otro país de la Europa continental los mercados sociales se asimi­larán a los libres mercados anglosajones. De todos modos, es probable que en el plazo de una generación los mercados sociales europeos se ha­yan vuelto irreconocibles.

La moneda única no puede aislar a Europa de las presiones compe­titivas cada vez más intensas originadas en unos procesos centenarios de globalización. Mucho después de que el laissez-faire global haya pasado a la historia, Europa seguirá necesitando encontrar su lugar en un mundo que ha sido alterado de manera irreversible por la industrialización.

La moneda única tampoco puede proteger a Europa de la lluvia ra­dioactiva del colapso económico de los países vecinos. Si Rusia queda sumida en el caos económico tras una fallida del rublo, puede que el im­pacto económico directo en los países de la UE sea controlable. Pero ¿cómo se enfrentarán países como Polonia al riesgo de que se produzcan unos importantes movimientos de población a través de sus fronteras orientales? ¿Cómo afectaría esa crisis de refugiados a gran escala a la es­trategia de la UE de ampliación hacia el Este?

La moneda única será de poca ayuda para que Europa pueda resol­ver esos problemas, pero sí da a la Unión Europea una ventaja importan­te para responder a una eventual crisis más amplia del laissez-faire global. Si los mercados mundiales empiezan a derrumbarse bajo presiones que ya no pueden contener, Europa será el mayor bloque económico. Su ta­maño y su riqueza le permitirán presionar a favor de reformas que limi­ten la movilidad del capital. La posición central del euro reforzará la voz de Europa cuando insista para que se regule el comercio especulativo de divisas. Incluso en el peor de los casos, el de una depresión global como la de los años treinta, Europa resultaría menos afectada que Estados Uni­dos o que los países asiáticos.

El libre mercado nunca ha tenido en Europa la posición de mando que en determinados momentos ejerció en los países de habla inglesa. No es inconcebible que la Unión Europea asuma el liderazgo en la construc­ción de un nuevo marco para la economía mundial tras el colapso del laissez-faire global.

¿Se p u e d e h a c e r a l g o ?

Hasta ahora no hay consenso en que la economía mundial esté en crisis. En las organizaciones transnacionales y en los principales partidos

294 Falso amanecer

políticos se mantiene la confianza en que la depresión asiática pueda con­tenerse. La necesidad de una reforma radical de la economía mundial no se ha entendido. Esta continuada falta de entendimiento justifica nuestro pesimismo con respecto al futuro.

La crisis asiática no se ha entendido porque, según la visión del mun­do prevaleciente, no podía ocurrir. Según esta visión, los flujos libres de capital promueven la máxima eficiencia económica. Ello es así incluso cuando sus efectos son los de hundir toda una economía, como ocurrió en Indonesia. En la visión del mundo dominante en nuestra época, la efi­ciencia económica se ha desconectado del bienestar humano.

Se necesita una transformación fundamental de la filosofía económi­ca. Las libertades del mercado no son fines en sí mismos, sino recursos, mecanismos concebidos por seres humanos para propósitos humanos.11 Los mercados están hechos para servir al hombre, no a la inversa. En el li­bre mercado global, los instrumentos de la vida económica se han eman­cipado peligrosamente del control social y político.

En las organizaciones transnacionales hay signos de que el fúnda- mentalismo del libre mercado se está cuestionando. El dogma de que el capital debe tener una movilidad descontrolada y otros principios simi­lares del «consenso de Washington» han recibido algunas críticas. No obstante, el libre mercado anglosajón sigue siendo el modelo de las re­formas económicas en todas partes. La idea de que la economía mundial debe organizarse como un mercado único y universal sigue siendo la prevaleciente.

La explicación última del poder del Ubre mercado no puede encon­trarse en ninguna teoría económica. Está en el recurrente utopismo de la civilización occidental. Un libre mercado mundial encarna la idea oc­cidental de la Ilustración de una civilización universal. Esto es lo que explica su popularidad, especialmente en Estados Unidos y es también lo que la vuelve particularmente peligrosa en el momento actual.

La globalización —la expansión a todo el mundo de las nuevas tec­nologías que eliminan las distancias— no convierte los valores occiden­tales en universales. Lo que hace es volver irreversible la existencia de un mundo plural. La creciente interconexión entre las economías mundjples

11. Véase una útil exploración filosófica sobre el mercado y el bienestar humano en O ’Neill, John, The Market: Ethics, Knowledge and Politics, Londres y Nueva York, Routledge, 1998.

Posfacio 295

no supone el desarrollo de una única civilización económica sino que obliga a encontrar un modus vivendi entre culturas económicas que siem­pre serán diferentes.

Las organizaciones transnacionales deberían construir un marco re- gulatorio dentro del cual las diversas economías de mercado puedan flo­recer. En la actualidad hacen lo contrario, buscan forzar una toma revo­lucionaria de las culturas económicas divergentes del mundo.

La historia no apoya las esperanzas de que el laissez-faire global pue­da reformarse fácilmente. Hizo falta que se produjera el desastre de la «gran depresión» y la experiencia de la segunda guerra mundial para que los gobiernos occidentales se desprendieran del dominio de una versión anterior de las ortodoxias del libre mercado. No podemos esperar que surjan unas alternativas factibles al laissez-faire global hasta que no haya habido una crisis económica de mayor alcance que la que hemos experi­mentado hasta ahora. Con toda probabilidad, la depresión asiática se ex­tenderá a gran parte del mundo antes de que la filosofía económica que apoya el libre mercado global se abandone finalmente.

Si no se produce una transformación fundamental de las políticas de Estados Unidos, todas las propuestas de reforma de los mercados globa­les abortarán. En el momento actual, EE.UU. combina una insistencia absolutista en su propia soberanía nacional con la defensa universalista de una jurisdicción mundial. Ese enfoque es totalmente inapropiado para el mundo plural que la globalización ha creado.

El resultado práctico de la política estadounidense sólo puede ser el de que otras potencias actúen unilateralmente cuando la inestabilidad de los mercados globales se vuelva intolerable. En ese momento, el mal cons­truido edificio del laissez-faire global empezará a derrumbarse.

El proyecto del libre mercado global estaba destinado a fracasar. En esto, como en muchos otros aspectos, se parece a ese otro experimento en ingeniería social utópica del siglo xx, el socialismo marxista. Ambos es­tán convencidos de que el progreso humano debe tener como meta el establecimiento de una civilización única,12 niegan que una economía moderna pueda existir en muchas variedades, están preparados para pa­gar un alto precio en términos de sufrimiento de la humanidad a cambio

12. Véase una incisiva crítica a las filosofías sobre el progreso económico basadas en el libre mercado en Bronk, Richard, Progress and the Invisible Hand, Londres, Litde, Brown and Co., 1998.

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de imponer al mundo sus propias ideas y ambos han que4ado encallados en las necesidades humanas vitales.

Si nos dejamos guiar por la historia, podemos esperar que en poco tiempo el libre mercado global haya pasado a formar parte de un pasado irrecuperable. Igual que otras utopías del siglo xx, el laissez-faire global será tragado —junto a sus víctimas— por el agujero de la historia.

ÍNDICE ANALÍTICO Y DE NOMBRES

ABB, 85África:— capital de inversión, 78— salarios, 110Albert, Michel, 83-84, 122 Alemania:— abogados, 154— capitalismo, 80, 122-123, 258— costes de trabajo, 110,111— economía, 97,122-130— intervención estatal, 18— reunificación, 125 Arbats, Yevgenia, 202 Aristóteles, 133 Arzú, Alvaro, 70 Ataturk, Kemal, 215 Australia:— capitalismo, 97-98— libre mercado, 26-27— sociedad multicultural, 166,167

Banco Barings, 84Banco Mundial, 118-119,202,241,256-258 Barnett, Corelli, 27 BBC, 52Becker, Jasper, 177,228Bentham, Jeremy, 154,160Berlin, Isaiah, 247,262Besancon, Alain, 198Beveridge, William, 16,22,32,42Biggs, Barton, 238Blair, Tony, 50Borodin, M., 228-229Bosanquet, Bernard, 27-28Bosnia, intervención de los EE.UU., 165Braun, Otto, 228-229

Brezhnev, Leonid, 182, 199 British Aerospace, 85 British Petroleum, 41 British Telecom, 41 Bryan, Lowell, 91-92 Buchanan, Pat, 167-168 Buck, J. L., 228 Burke, Edmund, 154 Bush, George, 142,167

Callaghan, James, 37-38 Camp, Ai, 68 Canadá:— libre mercado, 26— población carcelaria, 151 Cárdenas, Cuauhtemoc, 66 Castañeda, Jorge, 67 Castro, Fidel, 175 Ceausescu, Nicolae, 206Centro de Estudios Estratégicos e Interna­

cionales, 191Chechenia, guerra en, 203 Chile, servicios públicos, 57-58 China:— capitalismo, 14,78-79, 98-99,104,233-

238— comunismo, 13— consumo de energía, 261— costes de trabajo, 110— cultura empresarial, 235-236— cultura tradicional, 226— diáspora, 79-80,234,237— economía, 76, 88-89— «gran salto hacia adelante», 172, 224,

229-230, 238— guerras del opio, 216

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— hambrunas, 224, 229— medio ambiente, 105-106,192-193,225,

232— modernización económica, 238-244— población, 231-232— reforma de mercado, 157,227, 239-240— «revolución cultural», 179,230-231,238— violación de derechos de reproducción,

253Chubais, Anatoli, 187 Clausewitz, Karl von, 99,256 Clinton, Bill, 62-63, 120,142,214 CNN, 80-81Cohen, Stephen, 194-195 Colosio, Luis Donaldo, 70 Compañía de la Bahía de Hudson, 84 Compañía de las Indias Orientales, 84 Condorcet, Marie Jean de Caritat, marqués

de, 160Conquest, Robert, 178 Corea del Norte, economía, 75 Corea del Sur:— capitalismo, 236— ingresos y salarios, 88, 111

De Gaulle, Charles, 204 De Tocqueville, Alexis, 147-163, 167 Deng Xiaoping, 227, 228-229, 232, 237-

240Dewey, John, 227 Dicey, A. V., 39-40 Diderot, Denis, 160 Drucker, Peter, 220

Ejército Republicano Irlandés (IRA), 100 Ellman, Michael, 178 Erhard, Ludwig, 124 España:— Estado multinacional, 166— papel de la familia, 98 Estados Unidos de América:— abogados, 154— aplicación de la ley, 45-46— ascendiente neoconservador, 134-142— capitalismo, 80, 97,104— clase media, 144— consenso de Washington, 255-260— costes de trabajo, 111-112— desigualdad, 66-67, 147-150

— destrucción de la familia, 144-145— empleo, 145-147 ’— hispanos, 166-167— intervención estatal, 18— ley de reforma de la seguridad social, 142— libre mercado, 12-14,103-106— mercado de trabajo, 23, 98, 145— multiculturalismo, 165-167— New Deal, 14,17, 32,167-168— nueva inseguridad económica, 143-147— población carcelaria, 45, 98,150-154— políticas expansionistas, 120— relaciones con Japón, 215 -216— relaciones con México, 63-66,71-73,76— relaciones con Singapur, 214-215— religión, 162-164— subclase, 44,59— tasas de criminalidad, 153-154— valores de la Ilustración, 12, 132-134

Farrakhan, Louis, 166 Farrell, Diana, 91-92 Ferguson, Adam, 160, 217 Feshbach, Murray, 192 Fiburgo, escuela de, 124 Fidelity, 35Figes, Orlando, 174, 175Fondo Monetario Internacional (FMI):— economía británica, 28-29, 37-38— economía mexicana, 185, 188, 260— influencia, 35-36— objetivos, 12 Foucault, Michael, 54Francia, valores de la Ilustración, 132Franklin, Benjamin, 160Freud, Sigmund, 142Friedman, Milton, 42Friendly, Albert, 192Fukuyama, Francis, 53, 150, 155Funcionarios públicos, 40

Gaidar, Yegor, 172, 183-189, 195,202Galbraith, J . K., 143GATT, 61,64General Motors, 127Gengis Jan, 193Gingrich, Newt, 139Goldman Sachs, 35Goodhart, David, 124

índice analítico y de nombres 299

Gorbachov, Mijafl:— elecciones presidenciales, 207— golpe contra, 183— perestroika, 65-66, 71, 179, 183— programa de reformas, 65-66, 182-183,

199, 227-228Gran Bretaña (Inglaterra):— abogados, 154— abrogación de las leyes de cereales, 20— aplicación de la ley, 45-46— capitalismo, 97-98— consecuencias de las políticas thatche-

rianas, 38-49, 51-54— desarrollo del libre.mercado, 18-27— desigualdad, 47— Estado del bienestar, 22, 26-27, 32-33— Estado multinacional, 166— gobierno de Thatcher, 15-16, 36— «gran depresión», 28— leyes de fábricas, 22, 30— mercado de trabajo, 23, 42-43— población carcelaria, 45, 150-152— política exterior victoriana, 213-214— políticas de libre mercado, 73-74, 140— reforma de la ley de pobres, 20-21, 43— subclase, 44-45,59— tasas de criminalidad, 45— tasas de divorcio, 44

Véase también InglaterraGreen, T. H., 27-28 Greenpeace, 100 Greenspan, Alan, 251 Greider, William, 120 Gresham, sir Thomas, 103 Guillén, Rafael Sebastián, 69

Handelman, Stephen, 200, 201 Hayek, Friedrich von, 19, 42, 263 Healey, Denis, 41Hegel, Georg Wilhelm Friedrich, 133 Held, David, 87-88 Heller, Mijaíl, 207 Herder, J. G., 160Hirst, Paul, 85, 86-87, 89-90, 93, 119 Hobbes, Thomas, 255, 257, 263 Hobbhouse, 27-28 Hobsbawm, Eric, 21 Hobson, J. A., 27-28 Hodgson, Godfrey, 148-149

Hoechst, 126 Homero, 161Hong Kong, capitalismo chino de, 234 Hoskyns, John, 42 Hume, David, 160 Huntington, Samuel, 155, 157-167

IG Metal!, 128 Iliushin, Víctor, 190 India:— capitalismo, 245-246— reformas de mercado, 77— sistema de castas, 245Informe Rowntree sobre renta y riqueza, 47 Inglaterra, véase Gran Bretaña Italia, economía, 97 Iván IV (el Terrible), Zar, 197

Jacques, Martin, 38 Japón:— abogados, 154— capitalismo, 14, 79, 217-224, 258— cultura empresarial, 81— economía, 97— educación, 210— intervención estatal, 18— ocupación aliada, 216— período Edo, 215-216, 223— período Meiji, 216,220— población carcelaria, 151— política de empleo, 109, 221-223— tasa de criminalidad, 153 Jasbulatov, Ruslan, 208 Jefferson, Thomas, 12, 131, 154, 160 Jevons, W. S., 103Jiang Zemin, 240

Kafka, Franz, 55 Kant, Immanuel, 160, 174 Kaplan, Robert, 159 Kelsey, Jane, 58, 60 Kennedy, Paul, 219 Keynes, John Maynard:— influencia en Nueva Zelanda, 56-57, 74— influencia, 16-17,37-38,42,104,129,250— opinión sobre reducción de tasas de

interés, 223— pensamiento del «nuevo liberalismo»,

27-28

300 Falso amanecer

— políticas de empleo, 37-38,42,103,119 Kissinger, Henry, 134Kruschev, Nikita, 229

Layard, Richard, 190, 197, 207,208-209Lee Kwan Yew, 213Lenin, V. L, 174, 176-177, 179-180,212Leontiev, Konstantin, 207-208Leys, Simon, 225-226Lincoln, Abraham, 196Lind, Michael, 113, 149,151-152Lippmann, Walter, 135-136Lipset, S. M., 163Liu Shaoqui, 228-229Lloyd George, David, 28Locke, John, 137-138Lucky Goldstar, 111Luttwak, Edward, 146-147, 148

Macfarlane, Alan, 25, 26 MacFarquhar, Roderick, 232, 242 Madison, James, 154 Madonna, 55 Madrid, Miguel de la, 64 Major, John, 38 ,44 ,46 ,48 Malasia:— gobierno, 15— sociedad multicultural, 166 Malthus, Thomas, 225,231,240,263 Mao Zedong, 178,224-227,228-232 Mapplethorpe, Robert, 163 Marcos, subcomandante, 69,70 Marcuse, Herbert, 54-55Marx, Karl:— análisis del capitalismo, 95— influencia sobre China, 225,227— influencia, 174,176,217— opiniones sobre la agricultura, 177-178— opiniones sobre la naturaleza, 192— opiniones sobre modernidad y tradi­

ción, 53,248-249— pensamiento ilustrado, 12, 160— teoría de la historia, 185 Massieu, José Francisco Ruiz, 70, 71 Massieu, Mario Ruiz, 71 Mehnert, Klaus, 226, 228 Mencken, H. L., 135México:— ajuste estructural, 23, 118-119

— clase media, 67-68— desigualdad, 66-68— devaluación, 35, 62, 68-69— elecciones (1997), 66, 70— libre mercado, 35-36, 65-67, 73-74— mercado de trabajo, 23— modernización, 65— programa de austeridad, 68-69— rebelión de Chiapas, 64, 69— reforma neoliberal, 72-73— relaciones con EEUU, 62-65, 71-72, 76— tráfico de drogas, 71 Micklethwaite, John, 79-80 Microsoft, 96Mili, John Stuart, 12, 160, 217, 224, 227,

249Mitsubishi, 220 Mitsui, 216, 220 Mitterrand, François, 119 Moore, Barrington, 19 MTV, 81

Naciones Unidas, 132 Nader, Ralph, 167-168 Naisbitt, John, 92 Negroponte, Nicholas, 91 Nekrich, Alexander, 207-208 Nigeria, ajuste estructural, 118-119 Nueva Zelanda:— aplicación de la ley, 46— capitalismo, 97— desigualdad, 47, 60— experimento neoliberal, 55-62— libre mercado, 23, 36, 73-74, 140— mercado de trabajo, 23, 57— sociedad multicultural, 166,167— subclase, 59

Ohmae, Kenichi, 66, 91, 92 Organización Internacional del Trabajo

(OIT), 112, 190-191Organización Mundial del Comercio

(OMC), 12, 31, 60-61,72 Organización para la Cooperación^ el

Desarrollo Económico (OCDE), 12, 221,222,261

Organización para la Liberación de Palestina (OLP), 100

Ortiz, Guillermo, 62-63

índice analítico y de nombres 301

Osram, 110,128 OTAN, 162, 206

Pacífico, don, 214 Paine, Tom, 12Palmerston, Henry John Temple, tercer viz­

conde de, 213-214Parker, Jon, 190, 197,207, 208-209, 211Partido Conservador, 39-40, 48Partido Laborista, 37Paz, Octavio, 72Perot, Ross, 167-168Perry, comodoro Matthew, 215-216Pedro I (el Grande), zar, 172,186,197,208Peters, Winston, 61Pfaff, William, 114-115, 131Phillips, Kevin, 148Pipes, Richard, 173-174, 176Plaza, acuerdos, 97Plejanov, Georgi, 177Pol Pot, 159Polanyi, Karl, 11,23-24,31, 35 Polonia, papel europeo de, 206 Posadas, cardenal, 70

Quiao Shi, 213

Rawls, John, 117Reagan, Ronald, 46,139-140,149-151Redding, S. Gordon, 233, 235Reich, Robert, 92Reino Unido, véase Gran BretañaRicardo, David, 22,107-108,112,114,133Ríos Montt, Efraín, 70Rogers, Jim, 203Rohatyn, Félix, 150Ronson, 111Roosevelt, Franklin D., 14,17,32,142 Ruigrok, Windfried, 85 Rumania, política nacional de, 206 Rusia:— anarco-capitalismo, 195-205— capitalismo, 14,172-173— clase media, 211— comunismo de guerra, 171-181— contaminación medioambiental, 106,

191-193— costes sociales de la terapia de choque,

189-195

— criminalidad organizada, 198-201— desempleo, 191— educación, 210— eurasiatismo, 205-209— familias, 145,210-211— industria de defensa, 202-203— intervención estatal, 18— población carcelaria, 151— privatización de tierras, 180— recursos de capitalismo, 209-212— reforma de mercado, 180-181, 189-190— salud, 191-192— tasas de criminalidad, 153— terapia de choque, 181-189— «tiempo de dificultades», 203-204— zarista, 196-197

Véase también Unión Soviética Russell, Bertrand, 171, 185

Sachs, Jeffrey, 186Salinas de Gortari, Cario, 64-66, 70, 71-72Salinas, Raúl, 70-71Salomón Brothers, 35,63Santayana, George, 135-136Sayle, Murray, 219Schumpeter, Joseph, 75,248Scudder, 35Servicio Nacional de Salud, 41-42 Shell, 100Sherr, James, 187, 202 Shestov, Lev, 171 Siemens, 111, 123,126 Singapur:— capitalismo, 243-244— eduación, 210— gobierno, 15— ingresos y salarios, 88, 110, 111— relaciones con EEUU, 214-215— sociedad multicultural, 166 Skidelsky, Robert, 187Smil, Vaclav, 231 Smith, Adam:— influencia en el capitalismo ruso, 185,175— influencia en el marxismo y el comunis­

mo soviético, 133— opinión sobre el hombre económico, 25— opinión sobre la civilización universal,

248— opinión sobre la competencia, 263

302 Falso amanecer

— pensamiento ilustrado, 160— teorías sobre el capitalismo, 217 Sociedad de Naciones, 253 Solzhenitsin, Alexander, 206 Soros, George, 11,119, 247,250 Stalin, Joseph, 171, 174, 188 Steele, Jonathan, 185Stillman, Edmund, 131 Stockman, David, 139 Stolypin, P. A., 178-179 Suecia:— economía, 97, 120— política de empleo, 120 Sumitomo, 220

Taiwan:— ingresos y salarios, 120-121— modernización económica, 234-235,

243Tawney, R. H., 229 Taylor, F. W„ 174-175 Thatcher, Margaret:— caída, 39-40— consecuencias de políticas, 38-50,50-55— desarrollo del thatcherismo, 37-39— desregulación, 57— influencia en el mundo, 29— objetivos de libre mercado, 15-16,36 Thompson, Grahame, 85, 86-87, 89-90,

93,119 Thyssen, 126 Tobin, James, 254Tratado de Libre Comercio de América

del Norte (TLCAN), 63 , 68, 94 Trotsky, León, 174 Truscott, Petter, 189-190, 194,208 Turquía:— modernización, 215— movimientos políticos, 132

Umehara, Takeshi, 213 Unidad Revolucionaria Nacional Guate­

malteca (URNG), 70 Unión Europea, 38, 48, 51, 77, 129, 206 Unión Soviética:— colapso, 65-66,77, 104, 157— comunismo de guerra, 171-181— criminalidad organizada, 198-200— influencia en China, 224-225— «nueva política económica», 179— perestroika, 65-66, 71, 179, 182-183— utopía de la Ilustración, 13-14

Véase también Rusia

Van Tulder, Rob, 85 Voegelin, 135 Volkongonov, Dimitri, 179 Volkswagen, 127 Voltaire, 160Von Pierrer, Heinrich, 123, 126

Wales, costes de trabajo, 111 Waswo, Ann, 218 Weber, Max, 53, 95, 217, 235, 245 Whitley, Richard D., 233, 235 Wilson, Dick, 234-235, 237 Wilson, Woondrow, 162, 259 Wolf, Martin, 222 Wooldridge, Adrian, 79-80

Yeltsin, Boris, 172-173, 183, 190, 204-205, 207

Zamyatin, Yevgeny, 175 Zapata, Emiliano, 69 Zapatistas, 69-70 Zedillo, Ernesto, 35, 68, 70 Zhirinovsky, Vladimir, 189 Zinoviev, Alexander, 179

.■V

John Gray es profesor de Pensamiento Europeo en la London School of Economics. Colaborador de The Guardian y del Times Literary Supplement, es autor, entre otros libros, de Isaiah Berlin, Enlightenment's Wake y Voltaire and Enlightenment