1
02 GUATEMALA, DOMINGO | elAcordeón 02 02 ´ 2 2 | 16 DE NOVIEMBRE DE 2008 03 GUATEMALA, DOMINGO | elAcordeón 03 03 ´ 3 3 | 1 6 DE NOVIEMBRE DE 2008 P ermítanme iniciar mi inter- vención, que no quiero que sea larga, pues el verdade- ro protagonista esta tarde debe ser Eduardo Halfon, con la cita de unos versos de un poeta polaco judío de nombre descono- cido. Esos versos rezan así: A todos nos acompaña una sombra, pero sólo unos pocos conocen esa luz que nos habla.” En el libro que presentamos esta tarde, no les quepa la menor duda, hay una luz que nos habla. Y nos habla a media voz, pero también con la f irmeza de saber que lo que nos está contando es ref lejo de una revelación más antigua que la muerte. Me costaría mucho destacar uno entre el conjunto de cuentos, dado que para el que se les dirige todos constituyen una unidad con clara independencia de sus partes. Con todo, voy a fijar mi mirada en el que lleva por título El boxeador polaco, porque fue un cuento que desde que lo leí me estremeció y mantuvo mi ánimo en sus- penso merced a una habilidad fuera de lo común para yuxtaponer los tiempos en un presente cuya carga de trascendencia opri- me al personaje narrativo. Es un relato que podría usarse –creo que ya se lo indiqué al autor en una carta– para enseñar a un aspi- rante cómo escribir cuentos. En él se nos narra de manera muy sucinta una historia emocionante, la de la peripecia de super- vivencia del abuelo polaco del narrador en el malhadado campo de exterminio nazi de Auschwitz. La intensidad emocional de este relato comienza cuando el personaje se pregunta a sí mismo cómo plantear la pregunta que nunca debe hacerse, la pre- gunta de cómo pudo sobrevivir alguien al horror, además de con el hecho de subra- yar el efecto salvador que tiene la palabra. Una palabra o un conjunto de ellas que una vez enunciadas frente a una situación de peligro ya no se recordaban porque habían dejado de ser importantes o simplemente porque habían cumplido ya con su propó- sito como tales, y entonces habían desapa- recido para siempre junto con el boxeador polaco, el salvador del abuelo del narrador, que alguna noche oscura las había pronun- ciado. En el relato con que se abre el libro, Lejano, ya puede leerse, a modo de aviso para navegantes, que un cuento siempre cuenta dos historias y que un relato visible esconde otro invisible. Ambas verdades, créanme, van a ir desovillándose cuento a cuento en El boxeador. Libro en el que hay más, mucho más de lo que podemos ver, y que estando sólo sugerido, como dice el propio alter ego de Halfon, tanto monta, se encuentra igualmente presente entre líneas. Nos hace f ijar la mirada en cosas que en realidad nos están diciendo otras sólo con señalarnos simplemente el lugar donde acontecieron unos hechos. En el cuento al que vengo ref iriéndome, se nos desvela que una ilusión solamente funciona si confiamos en ella, y confiare- mos en ella en la medida en que en ningún momento a lo largo del libro nos abandone a nosotros, los lectores. Alg una vez cualquiera de nosotros, aunque sólo sea por unos instantes, no sabemos quiénes somos. Ése es, a mi juicio, el leitmotiv del tercer cuento de este volu- men, T waineando, y quizás también del segundo, Fumata blanca, donde la peri- pecia narrada se diluye con naturalidad en perplejidad hacia los otros, hacia el propio yo, hacia la esencia inaprensible que habita en lo real. Un congreso en Durham sobre Mark Twain; una historia de amor fugaz mejor dicho, de amago de amor f ugaz– con una mochi lera europea de turismo por Centroamérica en Fumata blanca; la E SA LUZ QUE NOS HABLA intensidad de la relación profesor-alumno que lleva –volviendo a Lejano– al maes- tro a perseguir el porqué de la renuncia de su brillante pupilo de origen indígena a continuar sus estudios becados en la uni- versidad. En Epístrofe ya se nos advierte desde la primera f rase que ese cuento, como todo otro cuento, quedará inconcluso o al menos parecerá quedar inconcluso. Y también cómo se gestiona el genio, cómo se reconoce el estilo y lo complicado que resulta saber cuál es éste cuando en ese relato se nos habla de dos heterodoxos del piano, uno por el lado jazzístico, Thelonius Monk, y otro por el clásico, el gran pianista judío Lazar Berman, que por cierto, y sin ánimo de enmendarle la plana a nuestro autor, no estaba tan reñido con Chopin como se asegura, y como prueba de lo que af irmo sólo hay que escuchar sus magis- trales interpretaciones de los Estudios del compositor romántico. El boxeador polaco reúne una serie de relatos de diversa índole que, sin embar- go, tienen puntos en común. Sobre todo, la literatura y sus mecanismos, la vida y sus durezas y, por qué no señalarlo, sus extrañezas, el mal. Estos cuentos son, a mi juicio, tan buenos que aun al lector menos avisado le revelan una voz narrativa madura, con gran conocimiento del géne- ro y con gran habilidad para desplegarlo en forma de imágenes, pausas, extraídas, no les quepa la menor duda, del lenguaje poé- tico. Es un libro, pues, en el que hay poesía, dolor, estupefacción y unas grandes dosis, como la preceptiva narrativa exige, unas grandes dosis, repito, de realidad. De s de Twaineando, cuyo pre t ex t o temático, repito, es un congreso de escrito- res alrededor de la f igura de Mark Twain, hasta el relato que da título al libro, en el que se nos narra la historia del número tatuado en el campo de concentración de Auschwitz en el brazo del abuelo del narra- dor (y por cierto, detalle mencionado en otros de los cuentos del volumen y que se resuelve prodigiosamente en forma de his- toria al final del libro), Halfon mantiene una regularidad y un dominio de los recur- sos propios de un escritor muy dotado y de una voz propia muy consolidada. Son sinnúmeros, y lo recalco, los recur- sos que nuestro autor despliega en cada uno de sus relatos para lograr que f un- cionen. Y lo consigue en todos y cada uno de ellos. Desde apuntes del desenlace al principio hasta la ocultación sutil de datos para crear pequeñas catarsis de extrañeza y, ante todo, y lo más personal, una especie de talento para las sinestesias que irrum- pe en los cuentos cambiando su dirección o estableciendo puntos de contacto con todos los niveles de realidad, desde el lin- güístico hasta el de las cosas, los animales, el hombre común, los nazis imaginarios y reales a un mismo tiempo, etcétera. Para terminar me gustaría simple - mente hacer hincapié en algo en lo que se reflexiona en el relato que cierra el libro de Eduardo Halfon, El discurso de Póvoa. En qué es la realidad. El autor reconoce que no sabe la respuesta y aún menos cómo puede concebirla. Aunque de pronto rectifica y se le ocurre que lo único posible para lograr entender algo de eso que creemos lo real es volcarse sobre la propia experiencia. La literatura no es más que un buen truco, como el de un mago o un brujo, que hace a la realidad parecer entera, que crea la ilu- sión de que la realidad es una o que tal vez la literatura necesite construir una reali- dad destruyendo otra, es decir, destruyén- dose a sí misma y luego construyéndose de nuevo a partir de sus propios escombros. Y al f inal concluye en algo que suscribo ple- namente: que al escribir sabemos que hay algo muy importante que decir respecto a la realidad, y que lo tenemos al alcance, muy cerca, en la punta de la lengua, y que no debemos olvidarlo. Pero siempre, sin duda, lo olvidamos. Nunca se puede estar seguro de lo que se escribe, uno muere, como dice más o menos W.S. Merwin en uno de sus poemas, sin saber si algo de lo que se escribió era bueno, y si le hace falta saberlo, mejor que no escriba. De ahí que dijese al principio de mi intervención que lo que se nos cuenta en este libro es ref lejo de una revelación mucho más antigua que la muerte. (Texto leído durante la presentación de “El boxeador polaco” en Ginebra y Madrid, Octubre de 2008. ) “El boxeador Polaco”, que acaba de publicar la editorial española Pre- Textos, es el más reciente libro del escritor guatemalteco Eduardo Halfon. Una reunión de ocho cuentos independientes entre sí que pueden leerse como una unidad, como una novela construída a retazos. Un libro en el que hay poesía, dolor, estupefacción y unas grandes dosis de realidad. A continuación reproducimos una apreciación de la obra debida a su editor Manuel Borrás y un fragmento de uno de los cuentos. P O R | MANUEL BORR ÁS PO R | E D UARD O HALF O N 69752. Que era su número de teléfono. Que lo tenía tatuado allí, sobre su antebrazo izquierdo, para no olvidarlo. Eso me decía mi abuelo. Y eso creí mientras crecía. En los años setenta, los números telefónicos del país eran de cinco dí gitos. Yo le decía Oitze, porque él me decía Oitze, que en yiddish significa alguna cur- silería. Me gustaba su acento polaco. Me gustaba mojar el meñique ( único rasgo físi - co que le heredé: ese par de meñi ques cada día más combados) en su vasito de whisky . Me gustaba pedirle que me hiciera dibu- jos, aunque en reali dad l o sabía hacer un dibuj o, trazado verti ginosamente, siempre idéntico, de un sinuoso y desfi gurado som- brero. Me gustaba el col or remolacha de la salsa ( jrein, en yiddish ) que él vertía encima de su bola blanca de pescado (guefiltefish, en yiddish). Me gustaba acompañarlo en sus caminatas por el barrio, ese mismo barrio donde al guna noche, en medio de un inmenso terreno baldío, se había estrellado un avión lleno de vacas. Pero sobre todo me gustaba aquel número. Su número. No tardé tanto, sin embargo, en com- prender su broma telefónica, y la impor- tancia psicol ógica de esa broma, y eventual- mente, aunque nunca nadie lo admitía, el ori gen histórico de ese número. Entonces, cuando caminábamos juntos o cuando él se ponía a dibujarme una serie de sombreros, yo me quedaba viendo aquellos cinco dí gitos y , extrañamente feliz, j ugaba a inventarme la escena secreta de cómo l os había conse- gui do. Mi abuel o boca arriba en una camilla de hospital mientras, sentado a horcajadas sobre él, un inmenso comandante alemán (vestido de cuero negro) le gritaba número por número a una anémica enfermera ale- mana ( también vestida de cuero negro ) y ella entonces le iba entregando a él, uno por uno, los hierros calientes. O mi abuelo sentado en un banquito de madera frente a una media l una de al emanes en batas blancas y guantes blancos y l uces blancas atadas alrededor de sus cabezas, como de mineros, cuando de repente uno de los alemanes balbucía un número y entraba un payaso en monocicl o y todas las l uces blancas l o il uminaban de blanco mientras el payaso Ðcon un gran marcador cuya mágica tinta verde jamás se borrabaÐ escribía ese número sobre el antebrazo de mi abuel o, y todos l os cientí - ficos alemanes aplaudían. O mi abuelo, de pie ante una taquilla de cine, insertando el brazo izquierdo a través de la redonda apertura en el vi drio por donde se pasan l os bill etes, y entonces, del otro lado de la venta- nilla, una alemana gorda y peluda se ponía a aj ustar los cinco dí gitos en uno de esos sella- dores como de fecha variable que usan los bancos (los mismos selladores que mi papá mantenía sobre el escritorio de su oficina y con los que tanto me gustaba jugar ) , y luego, como si fuese una fecha importantísima, estampaba ella con ímpetu y para siempre el antebrazo de mi abuelo. A sí jugaba yo con su número. Clandestinamente. Hipnotizado por aque- llos cinco dígitos verdes y misteriosos que, mucho más que en el antebrazo, me parecía que él llevaba tatuados en al guna parte del alma. V erdes y misteriosos hasta hace poco. A media tarde, sentados sobre su viejo sofá de cuero color manteca, estaba tomán- dome un whisky con mi abuel o. Noté que el verde ya no era verde, sino un grisáceo diluido y pálido que me hizo pensar en al go pudriéndose. El 7 se había casi amal gamado con el 5. El 6 y el 9, irre- conocibl es, eran ahora dos masas hincha- das, deformes, fuera de foco. El 2, en plena huida, daba la impresión de haberse sepa- rado unos cuantos milímetros de todos los demás. Observé el rostro de mi abuel o y de pronto caí en la cuenta de que en aquel juego de niño, en cada una de aquellas fantasías de niño, me lo había imaginado ya viej o, ya abuelo. Como si hubiese nacido un abuelo o como si hubiese envejeci do para siempre en el momento mismo que recibió aquel número que yo ahora examinaba con tanta meticulosidad. Fue en Auschwitz. Al principio no estaba seguro de haber- lo escuchado. Subí la mirada. Él estaba tapándose el número con la mano derecha. Llovizna ronroneaba sobre las tej as. Esto, dijo frotándose suave el antebrazo. Fue en Auschwitz, dijo. Fue con el boxea- dor, di jo sin mirarme y sin emoción al gu- na y empleando un acento que ya no era el suyo. Me hubiese gustado preguntarle qué sintió cuando finalmente, tras casi sesen- ta años de silencio, di j o al go verídico sobre el ori gen de ese número. Preguntarle por qué me lo había dicho a mí. Preguntarle si soltar palabras almacenadas durante tanto tiempo provoca al gún efecto libera- dor. Preguntarle si palabras almacenadas durante tanto tiempo tienen el mismo saborcillo al deslizarse ásperas sobre la l engua. Pero me quedé callado, impaciente, escuchando la lluvia, temiéndole a al go, qui- zás a la violenta trascendencia del momento, quizás a que ya no me dijera nada más, qui- zás a que la verdadera historia detrás de esos cinco dí gitos no fuera tan fantástica como todas mis versiones de niño. EL B O XE A D O R POL ACO (FRAGMENTO )

GUATEMALA, DOMINGO 022 16 DE N O VIEMBRE …otrolunes.com/35/files/2015/01/elperiodico-guatemala-Esa...Me gustaba su acento polaco. Me gustaba mojar el meñique (único rasgo físi

  • Upload
    others

  • View
    10

  • Download
    0

Embed Size (px)

Citation preview

Page 1: GUATEMALA, DOMINGO 022 16 DE N O VIEMBRE …otrolunes.com/35/files/2015/01/elperiodico-guatemala-Esa...Me gustaba su acento polaco. Me gustaba mojar el meñique (único rasgo físi

02 G U AT E M A L A , D O M I N G O | elAcordeón0202´22 | 1 6 D E N OV I E M B R E D E 2 0 0 8 03 G U AT E M A L A , D O M I N G O | elAcordeón0303´33 | 1 6 D E N OV I E M B R E D E 2 0 0 8

Permítanme iniciar mi inter-vención, que no quiero quesea larga, pues el verdade-ro protagonista esta tardedebe ser Eduardo Halfon,con la cita de unos versos de

un poeta polaco judío de nombre descono-cido. Esos versos rezan así:

“A todos nos acompaña una sombra,pero sólo unos pocos conocen esa luz quenos habla.”

En el libro que presentamos esta tarde, no les quepa la menor duda, hay una luzque nos habla. Y nos habla a media voz,pero también con la firmeza de saber quelo que nos está contando es reflejo de una revelación más antigua que la muerte.

Me costaría mucho destacar uno entre el conjunto de cuentos, dado que para elque se les dirige todos constituyen una unidad con clara independencia de suspartes. Con todo, voy a fijar mi mirada enel que lleva por título El boxeador polaco, porque fue un cuento que desde que lo leí me estremeció y mantuvo mi ánimo en sus-penso merced a una habilidad fuera de lo común para yuxtaponer los tiempos en un presente cuya carga de trascendencia opri-me al personaje narrativo. Es un relato quepodría usarse –creo que ya se lo indiqué alautor en una carta– para enseñar a un aspi-rante cómo escribir cuentos. En él se nos narra de manera muy sucinta una historia emocionante, la de la peripecia de super-vivencia del abuelo polaco del narrador enel malhadado campo de exterminio nazide Auschwitz. La intensidad emocional deeste relato comienza cuando el personajese pregunta a sí mismo cómo plantear la pregunta que nunca debe hacerse, la pre-gunta de cómo pudo sobrevivir alguien alhorror, además de con el hecho de subra-yar el efecto salvador que tiene la palabra.Una palabra o un conjunto de ellas que una

vez enunciadas frente a una situación depeligro ya no se recordaban porque habíandejado de ser importantes o simplementeporque habían cumplido ya con su propó-sito como tales, y entonces habían desapa-recido para siempre junto con el boxeadorpolaco, el salvador del abuelo del narrador,que alguna noche oscura las había pronun-ciado.

En el relato con que se abre el libro,Lejano, ya puede leerse, a modo de avisopara navegantes, que un cuento siemprecuenta dos historias y que un relato visibleesconde otro invisible. Ambas verdades,créanme, van a ir desovillándose cuentoa cuento en El boxeador. Libro en el que rrhay más, mucho más de lo que podemosver, y que estando sólo sugerido, comodice el propio alter ego de Halfon, tantomonta, se encuentra igualmente presenteentre líneas. Nos hace fijar la mirada encosas que en realidad nos están diciendootras sólo con señalarnos simplemente ellugar donde acontecieron unos hechos.En el cuento al que vengo refiriéndome,se nos desvela que una ilusión solamentefunciona si confiamos en ella, y confiare-mos en ella en la medida en que en ningúnmomento a lo largo del libro nos abandonea nosotros, los lectores.

Alguna vez cualquiera de nosotros,aunque sólo sea por unos instantes, nosabemos quiénes somos. Ése es, a mi juicio,el leitmotiv del tercer cuento de este volu-men, Twaineando, y quizás también del segundo, Fumata blanca, donde la peri-pecia narrada se diluye con naturalidad enperplejidad hacia los otros, hacia el propioyo, hacia la esencia inaprensible que habita en lo real. Un congreso en Durham sobreMark Twain; una historia de amor fugaz–mejor dicho, de amago de amor fugaz–con una mochilera europea de turismopor Centroamérica en Fumata blanca; la

ESA LUZ QUE NOS HABLA

intensidad de la relación profesor-alumnoque lleva –volviendo a Lejano– al maes-tro a perseguir el porqué de la renuncia de su brillante pupilo de origen indígena a continuar sus estudios becados en la uni-versidad.

En Epístrofe ya se nos advierte desde la primera frase que ese cuento, comotodo otro cuento, quedará inconcluso oal menos parecerá quedar inconcluso. Y también cómo se gestiona el genio, cómose reconoce el estilo y lo complicado queresulta saber cuál es éste cuando en eserelato se nos habla de dos heterodoxos delpiano, uno por el lado jazzístico, TheloniusMonk, y otro por el clásico, el gran pianista judío Lazar Berman, que por cierto, y sinánimo de enmendarle la plana a nuestroautor, no estaba tan reñido con Chopincomo se asegura, y como prueba de lo queafirmo sólo hay que escuchar sus magis-trales interpretaciones de los Estudios delcompositor romántico.

El boxeador polaco reúne una serie de relatos de diversa índole que, sin embar-go, tienen puntos en común. Sobre todo,la literatura y sus mecanismos, la vida y sus durezas y, por qué no señalarlo, susextrañezas, el mal. Estos cuentos son, a mi juicio, tan buenos que aun al lectormenos avisado le revelan una voz narrativa madura, con gran conocimiento del géne-ro y con gran habilidad para desplegarlo enforma de imágenes, pausas, extraídas, noles quepa la menor duda, del lenguaje poé-tico. Es un libro, pues, en el que hay poesía,dolor, estupefacción y unas grandes dosis,como la preceptiva narrativa exige, unasgrandes dosis, repito, de realidad.

Desde Twaineando, cuyo pretextotemático, repito, es un congreso de escrito-res alrededor de la figura de Mark Twain,hasta el relato que da título al libro, en elque se nos narra la historia del númerotatuado en el campo de concentración deAuschwitz en el brazo del abuelo del narra-dor (y por cierto, detalle mencionado enotros de los cuentos del volumen y que seresuelve prodigiosamente en forma de his-toria al final del libro), Halfon mantieneuna regularidad y un dominio de los recur-sos propios de un escritor muy dotado y deuna voz propia muy consolidada.

Son sinnúmeros, y lo recalco, los recur-sos que nuestro autor despliega en cada uno de sus relatos para lograr que fun-cionen. Y lo consigue en todos y cada unode ellos. Desde apuntes del desenlace alprincipio hasta la ocultación sutil de datospara crear pequeñas catarsis de extrañeza y, ante todo, y lo más personal, una especiede talento para las sinestesias que irrum-pe en los cuentos cambiando su direccióno estableciendo puntos de contacto contodos los niveles de realidad, desde el lin-güístico hasta el de las cosas, los animales,el hombre común, los nazis imaginarios y

reales a un mismo tiempo, etcétera.Para terminar me gustaría simple-

mente hacer hincapié en algo en lo que sereflexiona en el relato que cierra el libro deEduardo Halfon, El discurso de Póvoa. Enqué es la realidad. El autor reconoce que nosabe la respuesta y aún menos cómo puedeconcebirla. Aunque de pronto rectifica y sele ocurre que lo único posible para lograrentender algo de eso que creemos lo reales volcarse sobre la propia experiencia. La literatura no es más que un buen truco,como el de un mago o un brujo, que hace a la realidad parecer entera, que crea la ilu-sión de que la realidad es una o que tal vezla literatura necesite construir una reali-dad destruyendo otra, es decir, destruyén-dose a sí misma y luego construyéndose denuevo a partir de sus propios escombros. Y al final concluye en algo que suscribo ple-namente: que al escribir sabemos que hay algo muy importante que decir respectoa la realidad, y que lo tenemos al alcance,muy cerca, en la punta de la lengua, y queno debemos olvidarlo. Pero siempre, sinduda, lo olvidamos. Nunca se puede estarseguro de lo que se escribe, uno muere,como dice más o menos W.S. Merwin enuno de sus poemas, sin saber si algo de loque se escribió era bueno, y si le hace falta saberlo, mejor que no escriba. De ahí quedijese al principio de mi intervención quelo que se nos cuenta en este libro es reflejode una revelación mucho más antigua quela muerte.

(Texto leído durante la presentación de “El boxeador polaco” en Ginebra y Madrid,

Octubre de 2008.)

“El boxeador Polaco”, que acaba de publicar la editorial española Pre-Textos, es el más reciente libro del escritor guatemalteco Eduardo Halfon. Una reunión de ocho cuentos independientes entre sí que pueden leersecomo una unidad, como una novela construída a retazos. Un libro en el que hay poesía, dolor, estupefacción y unas grandes dosis de realidad. A continuación reproducimos una apreciación de la obra debida a su editor

Manuel Borrás y un fragmento de uno de los cuentos.

P O R | MANUEL BORR ÁSP O R | EDUARDO HALFON

69752. Que era su número de teléfono. Quelo tenía tatuado allí, sobre su antebrazoizquierdo, para no olvidarlo. Eso me decía mi abuelo. Y eso creí mientras crecía. Enlos años setenta, los números telefónicosdel país eran de cinco dígitos.

Yo le decía Oitze, porque él me decía Oitze, que en yiddish significa alguna cur-silería. Me gustaba su acento polaco. Megustaba mojar el meñique (único rasgo físi-co que le heredé: ese par de meñiques cada día más combados) en su vasito de whisky.Me gustaba pedirle que me hiciera dibu-jos, aunque en realidad sólo sabía hacer undibujo, trazado vertiginosamente, siempreidéntico, de un sinuoso y desfigurado som-brero. Me gustaba el color remolacha de la salsa (jrein, en yiddish) que él vertía encima de su bola blanca de pescado (guefiltefish,en yiddish). Me gustaba acompañarlo ensus caminatas por el barrio, ese mismobarrio donde alguna noche, en medio de uninmenso terreno baldío, se había estrelladoun avión lleno de vacas. Pero sobre todo megustaba aquel número. Su número.

No tardé tanto, sin embargo, en com-prender su broma telefónica, y la impor-tancia psicológica de esa broma, y eventual-mente, aunque nunca nadie lo admitía, elorigen histórico de ese número. Entonces,cuando caminábamos juntos o cuando él seponía a dibujarme una serie de sombreros,yo me quedaba viendo aquellos cinco dígitosy, extrañamente feliz, jugaba a inventarmela escena secreta de cómo los había conse-guido. Mi abuelo boca arriba en una camilla de hospital mientras, sentado a horcajadassobre él, un inmenso comandante alemán(vestido de cuero negro) le gritaba númeropor número a una anémica enfermera ale-mana (también vestida de cuero negro) y ella entonces le iba entregando a él, uno por uno,los hierros calientes. O mi abuelo sentado enun banquito de madera frente a una media luna de alemanes en batas blancas y guantesblancos y luces blancas atadas alrededor desus cabezas, como de mineros, cuando derepente uno de los alemanes balbucía unnúmero y entraba un payaso en monocicloy todas las luces blancas lo iluminaban deblanco mientras el payaso Ðcon un granmarcador cuya mágica tinta verde jamásse borrabaÐ escribía ese número sobre elantebrazo de mi abuelo, y todos los cientí-ficos alemanes aplaudían. O mi abuelo, depie ante una taquilla de cine, insertandoel brazo izquierdo a través de la redonda apertura en el vidrio por donde se pasan losbilletes, y entonces, del otro lado de la venta-nilla, una alemana gorda y peluda se ponía a ajustar los cinco dígitos en uno de esos sella-

dores como de fecha variable que usan losbancos (los mismos selladores que mi papá mantenía sobre el escritorio de su oficina y con los que tanto me gustaba jugar), y luego,como si fuese una fecha importantísima,estampaba ella con ímpetu y para siempreel antebrazo de mi abuelo.

Así jugaba yo con su número.Clandestinamente. Hipnotizado por aque-llos cinco dígitos verdes y misteriosos que,mucho más que en el antebrazo, me parecía que él llevaba tatuados en alguna parte delalma.

Verdes y misteriosos hasta hace poco.A media tarde, sentados sobre su viejo

sofá de cuero color manteca, estaba tomán-dome un whisky con mi abuelo.

Noté que el verde ya no era verde, sinoun grisáceo diluido y pálido que me hizopensar en algo pudriéndose. El 7 se había casi amalgamado con el 5. El 6 y el 9, irre-conocibles, eran ahora dos masas hincha-das, deformes, fuera de foco. El 2, en plena huida, daba la impresión de haberse sepa-rado unos cuantos milímetros de todos losdemás. Observé el rostro de mi abuelo y depronto caí en la cuenta de que en aquel juegode niño, en cada una de aquellas fantasíasde niño, me lo había imaginado ya viejo, ya abuelo. Como si hubiese nacido un abueloo como si hubiese envejecido para siempreen el momento mismo que recibió aquelnúmero que yo ahora examinaba con tanta meticulosidad.

Fue en Auschwitz. Al principio no estaba seguro de haber-

lo escuchado. Subí la mirada. Él estaba tapándose el número con la mano derecha.Llovizna ronroneaba sobre las tejas.

Esto, dijo frotándose suave el antebrazo.Fue en Auschwitz, dijo. Fue con el boxea-dor, dijo sin mirarme y sin emoción algu-na y empleando un acento que ya no era elsuyo.

Me hubiese gustado preguntarle quésintió cuando finalmente, tras casi sesen-ta años de silencio, dijo algo verídico sobreel origen de ese número. Preguntarle porqué me lo había dicho a mí. Preguntarlesi soltar palabras almacenadas durantetanto tiempo provoca algún efecto libera-dor. Preguntarle si palabras almacenadasdurante tanto tiempo tienen el mismosaborcillo al deslizarse ásperas sobre la lengua. Pero me quedé callado, impaciente,escuchando la lluvia, temiéndole a algo, qui-zás a la violenta trascendencia del momento,quizás a que ya no me dijera nada más, qui-zás a que la verdadera historia detrás de esoscinco dígitos no fuera tan fantástica comotodas mis versiones de niño.

EL BOXEADORPOLACO(FRAGMENTO)