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¡Hay que cambiar la fresa!
Publicado por Bru Rovira, PERIODISTA. Publicado por HOT DOWN
Reportaje realizado con el apoyo de Intermón Oxfam
“¿Hay que cambiar el mundo?” le pregunto a Charifa al final de una larga
entrevista.
Charifa no responde inmediatamente. Se toma su tiempo para pensar, cosa
que hace sin bajar la mirada, aguantando un largo silencio.
“¿El mundo?”, repite con voz inaudible, rumiando la pregunta como si
fuera un objeto extraño, quizá una pregunta trampa.
“¡Lo que hay que hacer es cambiar la fresa!”, suelta finalmente con un
entusiasmo, una alegría y una convicción que nos hace reír a todos los que
la hemos estado escuchando mientras el intérprete iba traduciendo del
árabe el relato sobre su larga experiencia como trabajadora de la fresa; y
cómo, poco a poco, pasó de ser una niña asustada, una niña que lloraba
en soledad la dureza del trabajo, los viajes nocturnos en las furgonetas que
las llevaban a las fábricas o a los campos como si fueran ganado, los malos
tratos del capataz, el acoso, la esclavitud, como dice ella y tantas otras
trabajadoras corroboran, y se convirtió en una militante social. Una mujer
de 23 años que no baja la cabeza y dice lo que piensa.
Estamos en Marruecos, en la provincia de Larache.
Mires por donde mires: fresas.
Allí donde el campo se presenta ajardinado y la mano del hombre ha
cubierto el horizonte de una inquietante superficie plastificada que el sol
convierte en espejo y la luna en agua de lago: fresas. Allí donde los
hangares y las factorías se levantan como construcciones modernas:
fábricas de fresas. Fresas por doquier.
El mar de plástico de Andalucía se está desplazando hasta la costa del
norte de África. Los empresarios se aprestan a invertir cada vez más hacia
el sur. Nuestros parados pronto podrán acceder al mundo del trabajo
caminando sobre un espejismo de plástico antes de hundirse en el
Estrecho para descubrir que la tierra prometida es casi siempre la que se
deja escapar.
Invertir, dice la Real Academia de la Lengua, también puede significar
“cambiar el orden natural de las cosas”.
Deberíais estar agradecidos
En los años 90, Marruecos era un productor de fresas con escasa incidencia
en el mercado internacional. Hoy sus campos de cultivo y sus fábricas de
enfriamiento y empaquetado han multiplicado la producción hasta más de
100.000 toneladas al año, la mayoría de las cuales están destinadas a la
exportación hacia la Unión Europea —el 70%—, a los Emiratos Árabes e,
incluso, a la China. Marruecos quiere triplicar esta cantidad hasta llegar a
las 300.000 toneladas el año 2020.
Las empresas productoras, las grandes multinacionales que controlan el
mercado y la distribución mundial y se reparten la parte más sustanciosa
de los millonarios beneficios siguen siendo las mismas, todas ellas
propiedad de los países del norte.
Las semillas y los fertilizantes tampoco han cambiado de manos y
pertenecen casi exclusivamente a las firmas norteamericanas.
Pero a medida que la competencia presiona sobre el precio final, todas
estas empresas transnacionales buscan sin tregua la manera de abaratar la
producción. Para comprar barato, hay que producir barato. Esta es la
consigna. ¿Cómo hacerlo para conseguirlo? ¿A quién le toca pagar con las
rebajas?
El nuevo capitalismo ya hace tiempo que deslocalizó el beneficio
empresarial en la maraña del mundo financiero transnacional. También la
deslocalización de sus empresas registradas en paraísos fiscales le permite
escaquear los impuestos de los países donde residen los máximos
beneficiarios, al tiempo que aumentan sin complejos las diferencias entre
ricos y pobres —es decir el acuerdo social de la gran revolución
democrática de los derechos civiles.
¿Dónde se podría, pues, abaratar la producción?
Si no se quiere reducir el beneficio empresarial, ajustar la distribución y la
comercialización, solo queda dar una nueva vuelta de tuerca sobre la
espalda de los obreros. ¡Hay que penalizar los salarios!
Y puesto que los trabajadores de los países ricos no aceptan sin resistirse
una explotación sin condiciones —la esclavitud como dice Charifa—, porque
tienen una serie de derechos adquiridos, nada mejor que desplazar la
cadena productiva allí donde sea más manejable y sumisa, trasladándola
hacia los países más pobres, donde los nuevos obreros del siglo XXI
deberán cumplir al menos dos condiciones.
La primera es que la necesidad les predisponga a trabajar al precio que sea
y a someterse a las reglas que marcan las empresas, casi siempre
extranjeras, casi siempre con sus despachos y altos ejecutivos situados a
miles de kilómetros del lugar de trabajo.
La segunda condición es que tengan escasa o nula capacidad para
defenderse, asociarse, sindicarse y que vivan en un régimen autoritario con
un poder político frágil, a poder ser corrupto.
Ambas condiciones se daban perfectamente entre los obreros textiles de
Bangladesh que perecieron debido al hundimiento de una fábrica bajo
cuyas ruinas, además de los 1127 cuerpos sin vida que ya se han
rescatado, aparecieron los restos de las etiquetas de las grandes marcas
internacionales para las que trabajaban (entre ellas las españolas Mango y
El Corte Inglés).
“Deberíais estar agradecidos por tener al menos un trabajo”. “Si nosotros
nos vamos os moriríais de hambre”, suelen decir las empresas extranjeras.
Y no se trata de una amenaza sin fundamento. Al contrario. Las marcas
que controlan el mercado internacional, montan y desmontan las fábricas,
compran o dejan de comprar en los talleres, según les convenga.
Durante la revolución de Túnez, los obreros de las grandes multinacionales
extranjeras pensaron que la revolución quería decir también una mejora
social de las relaciones laborales y los salarios, decididos por la dictadura en
connivencia con los inversores extranjeros. Y se encontraron que si
protestaban las fábricas se iban hacia otros países, en busca de obreros
dispuestos a bajar la cabeza. Esto es lo que hizo, para poner solo un
ejemplo, la japonesa Yazaki, dedicada a componentes electrónicos, cuando
decidió cerrar y deslocalizar dos de sus fábricas de montaje después de que
los trabajadores osaran pedir ¡que les pagaran las horas extras y los
domingos trabajados!
Naima tiene pánico a los escorpiones y a los encargados
Pero estamos en Marruecos para hablar de la fresas. Y es ahora
Naima quien tiene la palabra:
“Empecé a trabajar en los campos —explica—. La diferencia entre el campo
y la fábrica es que en el campo trabajas bajo el sol, desde que sale hasta
que se pone. Siempre inclinada, con una caja atada a la espalda. Es muy
duro. Muy cansado. Para protegernos del sol llevamos el sombrero
tradicional taraza, que cubrimos con un paño de lana roja que absorbe el
calor y sobresale como una visera para proteger la vista. El resto de la cara
nos la cubrimos con un pañuelo. Lo que a mí me daba miedo eran los
insectos. A mi hermana le picó una abeja y a una amiga un escorpión. En
la fábrica al menos estás bajo un techo. Aunque las condiciones de trabajo
tampoco son buenas”.
— ¿Ahora estas en una fábrica?
—Llevo ya seis años en las fábricas, y esta temporada lo he hecho en el
turno de noche. Hoy entro a las 20 horas y saldré, quizás, a las 6 de la
mañana.
— ¿Se gana más de noche?
—Se gana lo mismo. Hace dos días tuvimos un problema: nos dieron 20
toneladas de fresas y nos dijeron que tardáramos el tiempo que
tardáramos en arreglarlas y empaquetarlas, nos pagarían nueve horas de
trabajo. ¡Lo hicimos en siete horas! ¡Estábamos contentas! Pero solo nos
pagaron siete horas. Dijeron que lo habían dicho para probarnos. Ayer lo
hicimos en diez horas. Y para castigarnos nos contaron ocho horas.
— ¿Cómo es el trabajo?
—Tenemos solo un descanso para comer desde las 0:30 hasta la 1 de la
mañana. Cuando llegamos, a las 19:45, comemos un poco y nos vestimos
con los delantales. Luego cada una va a su puesto.
— ¿Cuál es el tuyo?
—El cuchillo. Corto: esto es lo que hago. Corto y corto sin parar. Corto el
tallo de la fresa. Las fresas que van a la exportación son las mejores. Deben
ir enteras. Las fresas que están tocadas, van aparte. Nunca te paras.
Trabajas de pie. Está prohibido hablar entre nosotras. Incluso por
cuestiones de trabajo. Los jefes controlan el ritmo de la cadena y si tienes
algún problema levantas el brazo.
— ¿Qué haces si quieres beber o ir al lavabo?
—No puedes beber. Si quieres ir al lavabo levantas el brazo. Entonces el jefe
te apunta. A veces lo pides a las once de la noche y no te dan permiso
hasta las tres de la mañana. Tampoco te puedes lavar las manos. No
usamos guantes, están prohibidos. Y si a veces tienes escozor o necesitas
lavarte, debes esperar.
— ¿Cómo es la relación con los encargados?
A veces se acercan y empiezan a gritar. “¡Deprisa, más deprisa!” “¡Trabaja,
pon atención!”. Da miedo. Lo podrían decir de un modo más agradable.
Nosotros trabajamos al máximo, hacemos cuanto podemos. ¿Por qué
tienen que gritar de esta manera? A veces nos amenazan: “si no vas más
deprisa te mando al váter”. No a un despacho. Al váter. Y si te mandan al
váter, luego te descuentan de la paga el tiempo que ha durado el castigo.
A veces, las más jóvenes, las chicas más bonitas, tienen ciertos privilegios.
— ¿Por ejemplo?
—Las dejan caminar un poco, ir al lavabo, beber agua. A mí no me dejan
moverme. Rezo todo el tiempo a Dios para que lleguen las seis de la
mañana. Nunca me he puesto enferma porque si enfermas un solo día
tienes que llevar un certificado médico que lo justifique. El certificado
cuesta 100 dírhams —diez euros—, que es más que un jornal. Así que
prefiero trabajar. Aunque esté enferma.
— ¿No te has planteado cambiar de trabajo?
—No me lo puedo permitir. Tengo una hija pequeña y aunque me quede
sin una gota de sangre, trabajaré para que ella pueda estudiar.
— ¿Te gustaría que tu hija trabajara en la fresa?
— ¡Solo si fuera jefa!
— ¿Quieres verla explotando a los otros?
—No podría hacerlo jamás. Es muy dulce, quizá cuando ella crezca el
trabajo haya mejorado…
Naima supera los 30 años y se encuentra al límite de edad para trabajar en
un sector donde la mayoría tienen entre los 14 y los 28 años. La temporada
de la fresa suele durar unos seis meses, si las cosas van bien. El año pasado
trabajó desde diciembre hasta febrero. Este año empezó en enero y piensa
que tendrá trabajo hasta julio. Antes, cuando terminaba la temporada de
la fresa, solía ir al tomate, pero dice que ya no tiene fuerzas para cargar las
cajas, así que ahora hace trabajos domésticos. Por cada quincena en la
fábrica le pagan unos 900 dírhams —90 euros—, de los cuales debe deducir
10 dírhams para el transporte diario —es decir 150 la quincena— y le
quedan 750, lo que suma unos 150 euros al mes.
El sabor de la fresa
Hajar era encargada en una fábrica.
La mayoría de las 20.000 mujeres que trabajan en la fresa suelen venir de
las aldeas, los douars, donde son reclutadas todavía muy jóvenes. A pesar
de que la ley prohíbe trabajar antes de los 18 años muchas niñas empiezan
a trabajar a los 14, especialmente en los cultivos, sin apenas haber
terminado la educación primaria. Un estudio reciente explica que una
tercera parte de estas mujeres sufren acoso sexual.
Hajar es una mujer de ciudad, que vive en Larache. Estudió hasta los 17
años, lo que le permitió trabajar como encargada. Pero lo que vio en la
fábrica no le gustó y un día decidió denunciarlo a las organizaciones civiles
que, auspiciadas por Intermón Oxfam, luchan por mejorar las condiciones
de trabajo.
“Me tocaba controlar el trabajo y los horarios de las chicas”, explica.
— ¿Es decir?
—Una parte del trabajo consistía en apuntar en una libreta los horarios; a
qué hora entran, a qué hora salen. Luego me encargaba de la producción.
Por ejemplo: tengo 20 chicas y 20 toneladas de fresa. Cuento cuántas
toneladas hace cada chica. Se trata, claro, de un trabajo sensible porque es
un trabajo sobre las personas. Y hay mucha presión para que se trabaje sin
errores, con un rendimiento máximo.
—Tenías, pues, un trabajo de responsabilidad.
—Mucha. Porque también me tocaba controlar a los transportistas, saber
las chicas que llevaban en cada viaje ya que a menudo el sueldo de las
chicas se paga directamente al transportista, que es quien ha reclutado a
las chicas por los pueblos y luego reparte el dinero.
— ¿Cómo calificarías tu trabajo?
—Muy difícil. Yo venía de un ambiente familiar agradable, una vida
protegida. En la fábrica descubrí otro mundo: una especie de infierno, con
comportamientos criminales, gente a la que a veces conocía pero que no
podía mirar a la cara por la vergüenza de saber lo que estaban haciendo.
— ¿Crímenes, dices?
—Crímenes: el acoso sexual está muy presente. Cuando un jefe o un
encargado quieren a una niña no paran hasta que la consiguen. Y si la
niña no cede, la despiden o la ponen en un sitio donde ella misma decide
irse porque es incapaz de aguantar.
— ¿Tú misma has visto estos casos?
—Claro. Por ejemplo, cuando ven una chica que les gusta, se acercan y le
piden el teléfono. O le dicen, espera en tal sitio a tal hora. A veces las sacan
de la cadena y las ponen junto a la puerta del frigorífico. Y algunos se las
llevan dentro.
— ¿Podrías explicar un caso concreto?
—Claro. Lo que le ocurrió a una chica, a una amiga mía. Todos sabíamos
que esta chica tenía una relación con un jefe, una relación forzada. Un día
el jefe la vio hablar con un transportista y empezó a pegarle delante de
todo el mundo.
— ¿Por esto dejaste la fábrica?
—No vi nada bueno en la fábrica. Solo cosas malas. Para los jefes las
mujeres son una presa a la que pueden devorar. Todos meten presión,
gritan, insultan. No eres nada.
—Y a ti te tocaba el trabajo de policía…
—El de controlar. A veces el jefe venía y decía: a esta mujer le descuentas
dos horas porque no ha hecho bien el trabajo. Yo lo apuntaba con el lápiz
pero luego lo borraba. No era peligroso porque la lista la entregaba
directamente a la administración y no lo detectaban.
— ¿Por qué decidiste denunciar la situación?
—La gente piensa que las fábricas y los campos de cultivo son un paraíso.
Ven que se cobra un sueldo. ¡Al menos tienen un trabajo!, dicen. Ven que
incluso puede existir un contrato. Ven los uniformes. Las instalaciones
modernas. Los grandes camiones que van y vienen. Pero en realidad no
son un paraíso. Son el infierno. Y yo quería que cayese el velo.
—Perdiste el trabajo, claro.
— ¡Hubiera sido peor quedarse! ¡Imagina la venganza! Las mujeres sufrimos
más que los hombres, porque hay una gran discriminación. Se trata de una
cuestión cultural: cuando los hombres cometen errores, nadie les abronca.
Pero a la mujer se le grita, se la maltrata, cualquier hombre te puede
humillar, el chófer, el encargado, basta que sea un hombre para que se
atreva a dar órdenes y levantar la voz. O pretenda forzarte. Ahora tengo
una peluquería y colaboro como militante para mejorar la vida de las
trabajadoras de la fresa.
— ¿No quieres casarte?
—Cuando encuentre al hombre adecuado.
— ¿Cómo debería ser este hombre?
—Hay hombres que se acercan a mí, pero cuando empiezan a preguntar
sobre la peluquería, te das cuenta que ya están haciendo planes, piensan
en cómo podrían gestionar mi vida, el negocio, en vez de pensar en mí
como persona. Entonces me los saco de encima. Me digo: esto no es lo que
busco.
— ¿Te gusta comer fresas?
—Me gustan. Esta pregunta suelo hacerla a menudo a mis amigas que
siguen en la fresa y siempre contestan que las detestan, que no pueden
llevarse una fresa a la boca sin sentir dolor, asco. Yo he dejado de
comprarlas. Cuando voy al mercado miro las fresas y pienso: estas son las
fresas que provocan tanto sufrimiento.
Mujeres invisibles, inexistentes, que viajan como el ganado
Hemos encontrado a Hajar en Rabat, durante un seminario organizado por
Intermón Oxfam junto a otras 20 organizaciones locales que trabajan para
conseguir unas condiciones de trabajo dignas y presionan sobre las
empresas extranjeras para que acepten el cumplimiento de estos derechos,
de manera que las fresas que llegan a Londres, Barcelona, Bruselas, París o
Qatar no sean un fruto de la vergüenza; fresas de sangre como ya se las
llama en Grecia, donde este mes unos matones a sueldo de un empresario
dispararon contra trabajadores de Bangladesh que estaban protestando
porque no les pagaban el salario adeudado.
Uno de los primeros escollos con los que se encuentran las trabajadoras de
la fresa en Marruecos es su propia inexistencia civil pues la mayoría de ellas
ni siquiera tienen un papel que certifique su identidad y no constan en
ningún registro. Si quieren presionar a los empresarios y obligarles a pagar
la seguridad social, lo primero que deben hacer es procurarse su propia
carta de identidad. El siguiente paso será un contrato laboral, acordar un
salario mínimo y presionar al empresario para que las inscriba en la
seguridad social, cosa que la mayoría prefiere no hacer para ahorrar
dinero. Mejorar las condiciones de transporte se ha convertido también en
objetivo prioritario de estas organizaciones que, desde hace dos años,
organizan “caravanas de sensibilización” en Larache y Moulay Bousselham,
para explicar a las chicas de los douars cuáles son sus derechos y ayudarlas
a gestionar sus documentos. Desde que Intermón Oxfam empezó sus
actividades en este sector, las altas de la seguridad social en Larache han
aumentado un 52%.
Nadia, Farima, Fara y Jamira forman un pequeño grupo de chicas que
hablan animadamente mientras hacemos una pausa durante el seminario
para tomar café.
Les propongo que me expliquen el problema del transporte, y se disparan:
“es un sector sin ley”, “nos meten como animales en furgonetas, viajamos
de pie, 50, 60 chicas”, “el viaje puede durar a veces una hora o una hora y
media y llegamos a casa tan cansadas que, después de 12 horas, no nos
queda ánimo ni para comer”.
El tema de los chóferes es importante porque muy a menudo, como
explicaba Hajar, son los propios chóferes los que se encargan de reclutar a
las chicas y pagarles. De manera que existe un enorme poder del chófer
sobre la trabajadora, que este no desaprovecha: “A veces, al regresar de
noche, corremos el peligro de que abusen de nosotras”, dice Nadia.
Nadia empezó a trabajar a los 14 años. Aunque es ilegal, explica que suele
ser una práctica habitual: “En una fábrica piden, por ejemplo, 50 chicas. El
chófer las recoge. Si el encargado protesta porque algunas chicas son
menores, el chófer dice: o las coges todas, o me las llevo a todas. De
manera que todos prefieren mirar hacia otra parte”.
“Un día —cuenta Nadia— estaba tan cansada que vomité. El chófer paró la
furgoneta y me hizo descender. Me dejó en medio de la carretera, de
noche. Pero dentro de la camioneta las chicas empezaron a protestar y
finalmente el chófer decidió regresar a buscarme”.
— ¿Por qué habéis venido al seminario? —les pregunto.
—Nos han echado del trabajo. Ayer. A las cuatro. Se nos ocurrió protestar.
El encargado nos dijo: no regreséis nunca más, no queremos a chicas que
tengan la cabeza caliente.
“La tragedia”
Algunas empresas extranjeras empiezan a temer que si trascienden las
condiciones de trabajo, quizá el consumidor no quiera llevarse una de sus
hermosas fresas a la boca. Por esto algunas empresas empiezan a ceder
ante la presión. Aunque muchas veces se trate solo de maquillar la
realidad.
Hemos ido a visitar las instalaciones de una multinacional que exporta a
Europa, Japón, Medio Oriente y que tiene como cliente principal a una
importante cadena de supermercados extranjera. El encargado de recursos
humanos nos recibe a condición de que no demos el nombre de la
empresa.
Entonces habla: ellos, dice, han hecho todo lo que exige el código de
trabajo que piden las organizaciones sociales. Todos sus trabajadores están
declarados, cotizan a la seguridad social, tienen sus vacaciones, su salario
mínimo, pero…
— ¿Pero?
—No resulta tan fácil.
— ¿Es decir?
— ¡Debemos competir con otras fábricas que no cumplen estos derechos!
— ¿Y?
—Nuestros clientes, nuestros compradores, no preguntan sobre las
condiciones de trabajo. Preguntan el precio de compra. Ellos pagan lo
mismo a todo el mundo. De manera que los que no se preocupan de las
condiciones laborales, tienen ventaja sobre los que tratan de ser más justos
y más humanos. Y toda la carga recae sobre el productor.
—Que la hace caer sobre el obrero.
—Más o menos.
Más o menos porque incluso las empresas que dicen cumplir los códigos
de buena conducta como la que estamos visitando, muy limpia, por cierto,
con unas instalaciones modernas, de alta tecnología, tienen sus pequeños
trucos:
—El truco del productor —dice el director de recursos humanos—, consiste
en tener una parte de la producción que se hace en buenas condiciones,
pero otra parte de la producción, cuando se necesita mandar mucho
producto, se compra a otras empresas, pequeños productores que no
cumplen las normas. Entonces lo mezclas todo y lo exportas con la marca
que garantiza un trabajo digno.
—Vaya…
¡Es el problema de la competencia desleal! Es el mundo del trabajo. El
mundo global: solo importa el precio. Y si no te ajustas al precio, pierdes. Y
están los rumanos, los egipcios… usted no puede imaginarse lo duro que
es.
El consumidor debería decidir
Said Saadi, socialista, fue ministro de Desarrollo y Solidaridad durante los
años 1998-2000, y el principal promotor del Plan Integral para la
Integración de la Mujer en Marruecos que culminó con la aprobación del
Código de la Familia en el año 2004, un nuevo marco legislativo que
proclama la igualdad de derechos entre los dos cónyuges, la desaparición
de la obediencia de la esposa al marido, la posibilidad para la mujer de
pedir el divorcio y la prohibición de la poligamia.
Encontramos al antiguo ministro en el mismo seminario.
—Si no cambiamos el capitalismo, difícilmente conseguiremos mantener
cualquier reforma…—dice el antiguo ministro, como aperitivo de nuestra
conversación.
— ¿Se refiere a cambios globales?
Así es. Lo que nosotros tratamos de hacer aquí, humanizar el trabajo, crear
leyes, llegar a compromisos, mejorar la vida de cada día está muy bien. Hay
que hacerlo. Pero choca con la realidad del mercado. No deberíamos tener
ninguna confianza en los compradores, las empresas extranjeras, esperar
que sean ellos los que cambien. Lo que ellos quieren es un producto
bueno, de calidad, barato, que se sirva lo más rápido posible. Aunque
nosotros luchemos aquí para mejorar el trabajo, si los consumidores
europeos, asiáticos, de todas partes, no presionan al comprador, es difícil
que consigamos cambiar. Porque el día que tengamos derechos, entonces
irán a buscar obreros en países donde no respeten a las personas. De
manera que hay que cambiar todo el sistema: y el consumidor nos debería
ayudar. Tiene que plantarse. Tiene que enfrentarse a sus propios
gobiernos, a las empresas. ¡Incluso la Unión Europea se ha convertido en
rehén de los lobbies que controlan las multinacionales!
Buenos momentos, buenas sensaciones
Charifa nos invita a visitarla a su casa, en un pequeño douar, aldea, situado
en una colina. Tomamos el té con su familia, en total unas 15 personas.
Todas viven del trabajo de Charifa y su hermana mayor, que también
trabaja en la fresa. Todos dependen de sus dos salarios. La madre de
Charifa nos enseña la cama donde nacieron Charifa, sus hermanos y los
primos, y recuerda cuando Charifa empezó a trabajar. Entonces tenía solo
15 años y era una niña muy tímida, que tuvo que dejar el colegio porque
no podían pagar el transporte hasta la ciudad, cosa que también les
ocurrió —y sigue ocurriendo— a casi todas las niñas del douar. Un día, uno
de los transportistas que acude al douar en busca de nuevas trabajadoras
se llevó a Charifa que iba de la mano de su hermana mayor. Salieron de
casa a las cuatro de la mañana. Regresaron de noche. Desde entonces han
pasado ocho años y Charifa ha cambiado completamente. Ahora mira
directamente a los ojos de los hombres cuando habla (“Antes —dice— a
usted ni siquiera me hubiera atrevido a decirle una sola palabra”), y se ha
convertido en una militante capaz de hablar delante de un auditorio de
200 personas con una voz firme y palabras convincentes: “¡Hay que
cambiar la fresa!”, dice. “¡Podemos mejorar nuestras vidas!”.
La militancia, el hecho de salir de casa, las reuniones, los debates, el
contacto con gente distinta han hecho de Charifa una mujer fuerte. Quizás
un día llegará a diputada. Quizás un día tendrá tareas de responsabilidad.
Sería lo normal en una persona que destaca dentro de su comunidad y
que tiene dotes de líder. Los mineros ingleses de la Revolución Industrial,
por ejemplo, se rebelaron, obtuvieron mejoras en el trabajo, terminaron
con el trabajo infantil, consiguieron el voto de la mujer, reformaron las
viviendas, levantaron escuelas, llegaron al Parlamento… resulta
emocionante sentir la energía que despierta Charifa, toda esta vitalidad, los
ideales, las utopías, pero no podemos obviar lo que vemos: y lo que vemos
de estos nuevos obreros del siglo XXI es que su salario solo es de
supervivencia, no progresa la familia, no sirve para mejorar los pueblos,
construir escuelas, cuando las niñas cumplen 30 años se convierten en
paradas y son sustituidas por sangre joven, quizás sus propios… si hay
suerte, claro: porque a medida que estos trabajadores esclavizados,
obreros de las empresas del norte, toman conciencia, protestan, se
organizan, construyen una sociedad más humana, justa, a medida que lo
hacen, el capital se aleja, se va hacia otros escenarios dejando atrás una ola
de parados.
Ni siquiera la fresa se puede cambiar sin cambiar el mundo, quisiéramos
decirle a Charifa.
Pero callamos: hay que disfrutar los buenos momentos y Charifa y los suyos
están pasando por uno de estos buenos momentos llenos de sentido y de
buenas sensaciones.