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¡Hay que cambiar la fresa! Publicado por Bru Rovira, PERIODISTA. Publicado por HOT DOWN Reportaje realizado con el apoyo de Intermón Oxfam “¿Hay que cambiar el mundo?” le pregunto a Charifa al final de una larga entrevista. Charifa no responde inmediatamente. Se toma su tiempo para pensar, cosa que hace sin bajar la mirada, aguantando un largo silencio. “¿El mundo?”, repite con voz inaudible, rumiando la pregunta como si fuera un objeto extraño, quizá una pregunta trampa. “¡Lo que hay que hacer es cambiar la fresa!”, suelta finalmente con un entusiasmo, una alegría y una convicción que nos hace reír a todos los que la hemos estado escuchando mientras el intérprete iba traduciendo del árabe el relato sobre su larga experiencia como trabajadora de la fresa; y cómo, poco a poco, pasó de ser una niña asustada, una niña que lloraba en soledad la dureza del trabajo, los viajes nocturnos en las furgonetas que las llevaban a las fábricas o a los campos como si fueran ganado, los malos

¡Hay que cambiar la fresa! - CCOO de Industria€¦ · Deberíais estar agradecidos En los años 90, Marruecos era un productor de fresas con escasa incidencia en el mercado internacional

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¡Hay que cambiar la fresa!

Publicado por Bru Rovira, PERIODISTA. Publicado por HOT DOWN

Reportaje realizado con el apoyo de Intermón Oxfam

“¿Hay que cambiar el mundo?” le pregunto a Charifa al final de una larga

entrevista.

Charifa no responde inmediatamente. Se toma su tiempo para pensar, cosa

que hace sin bajar la mirada, aguantando un largo silencio.

“¿El mundo?”, repite con voz inaudible, rumiando la pregunta como si

fuera un objeto extraño, quizá una pregunta trampa.

“¡Lo que hay que hacer es cambiar la fresa!”, suelta finalmente con un

entusiasmo, una alegría y una convicción que nos hace reír a todos los que

la hemos estado escuchando mientras el intérprete iba traduciendo del

árabe el relato sobre su larga experiencia como trabajadora de la fresa; y

cómo, poco a poco, pasó de ser una niña asustada, una niña que lloraba

en soledad la dureza del trabajo, los viajes nocturnos en las furgonetas que

las llevaban a las fábricas o a los campos como si fueran ganado, los malos

tratos del capataz, el acoso, la esclavitud, como dice ella y tantas otras

trabajadoras corroboran, y se convirtió en una militante social. Una mujer

de 23 años que no baja la cabeza y dice lo que piensa.

Estamos en Marruecos, en la provincia de Larache.

Mires por donde mires: fresas.

Allí donde el campo se presenta ajardinado y la mano del hombre ha

cubierto el horizonte de una inquietante superficie plastificada que el sol

convierte en espejo y la luna en agua de lago: fresas. Allí donde los

hangares y las factorías se levantan como construcciones modernas:

fábricas de fresas. Fresas por doquier.

El mar de plástico de Andalucía se está desplazando hasta la costa del

norte de África. Los empresarios se aprestan a invertir cada vez más hacia

el sur. Nuestros parados pronto podrán acceder al mundo del trabajo

caminando sobre un espejismo de plástico antes de hundirse en el

Estrecho para descubrir que la tierra prometida es casi siempre la que se

deja escapar.

Invertir, dice la Real Academia de la Lengua, también puede significar

“cambiar el orden natural de las cosas”.

Deberíais estar agradecidos

En los años 90, Marruecos era un productor de fresas con escasa incidencia

en el mercado internacional. Hoy sus campos de cultivo y sus fábricas de

enfriamiento y empaquetado han multiplicado la producción hasta más de

100.000 toneladas al año, la mayoría de las cuales están destinadas a la

exportación hacia la Unión Europea —el 70%—, a los Emiratos Árabes e,

incluso, a la China. Marruecos quiere triplicar esta cantidad hasta llegar a

las 300.000 toneladas el año 2020.

Las empresas productoras, las grandes multinacionales que controlan el

mercado y la distribución mundial y se reparten la parte más sustanciosa

de los millonarios beneficios siguen siendo las mismas, todas ellas

propiedad de los países del norte.

Las semillas y los fertilizantes tampoco han cambiado de manos y

pertenecen casi exclusivamente a las firmas norteamericanas.

Pero a medida que la competencia presiona sobre el precio final, todas

estas empresas transnacionales buscan sin tregua la manera de abaratar la

producción. Para comprar barato, hay que producir barato. Esta es la

consigna. ¿Cómo hacerlo para conseguirlo? ¿A quién le toca pagar con las

rebajas?

El nuevo capitalismo ya hace tiempo que deslocalizó el beneficio

empresarial en la maraña del mundo financiero transnacional. También la

deslocalización de sus empresas registradas en paraísos fiscales le permite

escaquear los impuestos de los países donde residen los máximos

beneficiarios, al tiempo que aumentan sin complejos las diferencias entre

ricos y pobres —es decir el acuerdo social de la gran revolución

democrática de los derechos civiles.

¿Dónde se podría, pues, abaratar la producción?

Si no se quiere reducir el beneficio empresarial, ajustar la distribución y la

comercialización, solo queda dar una nueva vuelta de tuerca sobre la

espalda de los obreros. ¡Hay que penalizar los salarios!

Y puesto que los trabajadores de los países ricos no aceptan sin resistirse

una explotación sin condiciones —la esclavitud como dice Charifa—, porque

tienen una serie de derechos adquiridos, nada mejor que desplazar la

cadena productiva allí donde sea más manejable y sumisa, trasladándola

hacia los países más pobres, donde los nuevos obreros del siglo XXI

deberán cumplir al menos dos condiciones.

La primera es que la necesidad les predisponga a trabajar al precio que sea

y a someterse a las reglas que marcan las empresas, casi siempre

extranjeras, casi siempre con sus despachos y altos ejecutivos situados a

miles de kilómetros del lugar de trabajo.

La segunda condición es que tengan escasa o nula capacidad para

defenderse, asociarse, sindicarse y que vivan en un régimen autoritario con

un poder político frágil, a poder ser corrupto.

Ambas condiciones se daban perfectamente entre los obreros textiles de

Bangladesh que perecieron debido al hundimiento de una fábrica bajo

cuyas ruinas, además de los 1127 cuerpos sin vida que ya se han

rescatado, aparecieron los restos de las etiquetas de las grandes marcas

internacionales para las que trabajaban (entre ellas las españolas Mango y

El Corte Inglés).

“Deberíais estar agradecidos por tener al menos un trabajo”. “Si nosotros

nos vamos os moriríais de hambre”, suelen decir las empresas extranjeras.

Y no se trata de una amenaza sin fundamento. Al contrario. Las marcas

que controlan el mercado internacional, montan y desmontan las fábricas,

compran o dejan de comprar en los talleres, según les convenga.

Durante la revolución de Túnez, los obreros de las grandes multinacionales

extranjeras pensaron que la revolución quería decir también una mejora

social de las relaciones laborales y los salarios, decididos por la dictadura en

connivencia con los inversores extranjeros. Y se encontraron que si

protestaban las fábricas se iban hacia otros países, en busca de obreros

dispuestos a bajar la cabeza. Esto es lo que hizo, para poner solo un

ejemplo, la japonesa Yazaki, dedicada a componentes electrónicos, cuando

decidió cerrar y deslocalizar dos de sus fábricas de montaje después de que

los trabajadores osaran pedir ¡que les pagaran las horas extras y los

domingos trabajados!

Naima tiene pánico a los escorpiones y a los encargados

Pero estamos en Marruecos para hablar de la fresas. Y es ahora

Naima quien tiene la palabra:

“Empecé a trabajar en los campos —explica—. La diferencia entre el campo

y la fábrica es que en el campo trabajas bajo el sol, desde que sale hasta

que se pone. Siempre inclinada, con una caja atada a la espalda. Es muy

duro. Muy cansado. Para protegernos del sol llevamos el sombrero

tradicional taraza, que cubrimos con un paño de lana roja que absorbe el

calor y sobresale como una visera para proteger la vista. El resto de la cara

nos la cubrimos con un pañuelo. Lo que a mí me daba miedo eran los

insectos. A mi hermana le picó una abeja y a una amiga un escorpión. En

la fábrica al menos estás bajo un techo. Aunque las condiciones de trabajo

tampoco son buenas”.

— ¿Ahora estas en una fábrica?

—Llevo ya seis años en las fábricas, y esta temporada lo he hecho en el

turno de noche. Hoy entro a las 20 horas y saldré, quizás, a las 6 de la

mañana.

— ¿Se gana más de noche?

—Se gana lo mismo. Hace dos días tuvimos un problema: nos dieron 20

toneladas de fresas y nos dijeron que tardáramos el tiempo que

tardáramos en arreglarlas y empaquetarlas, nos pagarían nueve horas de

trabajo. ¡Lo hicimos en siete horas! ¡Estábamos contentas! Pero solo nos

pagaron siete horas. Dijeron que lo habían dicho para probarnos. Ayer lo

hicimos en diez horas. Y para castigarnos nos contaron ocho horas.

— ¿Cómo es el trabajo?

—Tenemos solo un descanso para comer desde las 0:30 hasta la 1 de la

mañana. Cuando llegamos, a las 19:45, comemos un poco y nos vestimos

con los delantales. Luego cada una va a su puesto.

— ¿Cuál es el tuyo?

—El cuchillo. Corto: esto es lo que hago. Corto y corto sin parar. Corto el

tallo de la fresa. Las fresas que van a la exportación son las mejores. Deben

ir enteras. Las fresas que están tocadas, van aparte. Nunca te paras.

Trabajas de pie. Está prohibido hablar entre nosotras. Incluso por

cuestiones de trabajo. Los jefes controlan el ritmo de la cadena y si tienes

algún problema levantas el brazo.

— ¿Qué haces si quieres beber o ir al lavabo?

—No puedes beber. Si quieres ir al lavabo levantas el brazo. Entonces el jefe

te apunta. A veces lo pides a las once de la noche y no te dan permiso

hasta las tres de la mañana. Tampoco te puedes lavar las manos. No

usamos guantes, están prohibidos. Y si a veces tienes escozor o necesitas

lavarte, debes esperar.

— ¿Cómo es la relación con los encargados?

A veces se acercan y empiezan a gritar. “¡Deprisa, más deprisa!” “¡Trabaja,

pon atención!”. Da miedo. Lo podrían decir de un modo más agradable.

Nosotros trabajamos al máximo, hacemos cuanto podemos. ¿Por qué

tienen que gritar de esta manera? A veces nos amenazan: “si no vas más

deprisa te mando al váter”. No a un despacho. Al váter. Y si te mandan al

váter, luego te descuentan de la paga el tiempo que ha durado el castigo.

A veces, las más jóvenes, las chicas más bonitas, tienen ciertos privilegios.

— ¿Por ejemplo?

—Las dejan caminar un poco, ir al lavabo, beber agua. A mí no me dejan

moverme. Rezo todo el tiempo a Dios para que lleguen las seis de la

mañana. Nunca me he puesto enferma porque si enfermas un solo día

tienes que llevar un certificado médico que lo justifique. El certificado

cuesta 100 dírhams —diez euros—, que es más que un jornal. Así que

prefiero trabajar. Aunque esté enferma.

— ¿No te has planteado cambiar de trabajo?

—No me lo puedo permitir. Tengo una hija pequeña y aunque me quede

sin una gota de sangre, trabajaré para que ella pueda estudiar.

— ¿Te gustaría que tu hija trabajara en la fresa?

— ¡Solo si fuera jefa!

— ¿Quieres verla explotando a los otros?

—No podría hacerlo jamás. Es muy dulce, quizá cuando ella crezca el

trabajo haya mejorado…

Naima supera los 30 años y se encuentra al límite de edad para trabajar en

un sector donde la mayoría tienen entre los 14 y los 28 años. La temporada

de la fresa suele durar unos seis meses, si las cosas van bien. El año pasado

trabajó desde diciembre hasta febrero. Este año empezó en enero y piensa

que tendrá trabajo hasta julio. Antes, cuando terminaba la temporada de

la fresa, solía ir al tomate, pero dice que ya no tiene fuerzas para cargar las

cajas, así que ahora hace trabajos domésticos. Por cada quincena en la

fábrica le pagan unos 900 dírhams —90 euros—, de los cuales debe deducir

10 dírhams para el transporte diario —es decir 150 la quincena— y le

quedan 750, lo que suma unos 150 euros al mes.

El sabor de la fresa

Hajar era encargada en una fábrica.

La mayoría de las 20.000 mujeres que trabajan en la fresa suelen venir de

las aldeas, los douars, donde son reclutadas todavía muy jóvenes. A pesar

de que la ley prohíbe trabajar antes de los 18 años muchas niñas empiezan

a trabajar a los 14, especialmente en los cultivos, sin apenas haber

terminado la educación primaria. Un estudio reciente explica que una

tercera parte de estas mujeres sufren acoso sexual.

Hajar es una mujer de ciudad, que vive en Larache. Estudió hasta los 17

años, lo que le permitió trabajar como encargada. Pero lo que vio en la

fábrica no le gustó y un día decidió denunciarlo a las organizaciones civiles

que, auspiciadas por Intermón Oxfam, luchan por mejorar las condiciones

de trabajo.

“Me tocaba controlar el trabajo y los horarios de las chicas”, explica.

— ¿Es decir?

—Una parte del trabajo consistía en apuntar en una libreta los horarios; a

qué hora entran, a qué hora salen. Luego me encargaba de la producción.

Por ejemplo: tengo 20 chicas y 20 toneladas de fresa. Cuento cuántas

toneladas hace cada chica. Se trata, claro, de un trabajo sensible porque es

un trabajo sobre las personas. Y hay mucha presión para que se trabaje sin

errores, con un rendimiento máximo.

—Tenías, pues, un trabajo de responsabilidad.

—Mucha. Porque también me tocaba controlar a los transportistas, saber

las chicas que llevaban en cada viaje ya que a menudo el sueldo de las

chicas se paga directamente al transportista, que es quien ha reclutado a

las chicas por los pueblos y luego reparte el dinero.

— ¿Cómo calificarías tu trabajo?

—Muy difícil. Yo venía de un ambiente familiar agradable, una vida

protegida. En la fábrica descubrí otro mundo: una especie de infierno, con

comportamientos criminales, gente a la que a veces conocía pero que no

podía mirar a la cara por la vergüenza de saber lo que estaban haciendo.

— ¿Crímenes, dices?

—Crímenes: el acoso sexual está muy presente. Cuando un jefe o un

encargado quieren a una niña no paran hasta que la consiguen. Y si la

niña no cede, la despiden o la ponen en un sitio donde ella misma decide

irse porque es incapaz de aguantar.

— ¿Tú misma has visto estos casos?

—Claro. Por ejemplo, cuando ven una chica que les gusta, se acercan y le

piden el teléfono. O le dicen, espera en tal sitio a tal hora. A veces las sacan

de la cadena y las ponen junto a la puerta del frigorífico. Y algunos se las

llevan dentro.

— ¿Podrías explicar un caso concreto?

—Claro. Lo que le ocurrió a una chica, a una amiga mía. Todos sabíamos

que esta chica tenía una relación con un jefe, una relación forzada. Un día

el jefe la vio hablar con un transportista y empezó a pegarle delante de

todo el mundo.

— ¿Por esto dejaste la fábrica?

—No vi nada bueno en la fábrica. Solo cosas malas. Para los jefes las

mujeres son una presa a la que pueden devorar. Todos meten presión,

gritan, insultan. No eres nada.

—Y a ti te tocaba el trabajo de policía…

—El de controlar. A veces el jefe venía y decía: a esta mujer le descuentas

dos horas porque no ha hecho bien el trabajo. Yo lo apuntaba con el lápiz

pero luego lo borraba. No era peligroso porque la lista la entregaba

directamente a la administración y no lo detectaban.

— ¿Por qué decidiste denunciar la situación?

—La gente piensa que las fábricas y los campos de cultivo son un paraíso.

Ven que se cobra un sueldo. ¡Al menos tienen un trabajo!, dicen. Ven que

incluso puede existir un contrato. Ven los uniformes. Las instalaciones

modernas. Los grandes camiones que van y vienen. Pero en realidad no

son un paraíso. Son el infierno. Y yo quería que cayese el velo.

—Perdiste el trabajo, claro.

— ¡Hubiera sido peor quedarse! ¡Imagina la venganza! Las mujeres sufrimos

más que los hombres, porque hay una gran discriminación. Se trata de una

cuestión cultural: cuando los hombres cometen errores, nadie les abronca.

Pero a la mujer se le grita, se la maltrata, cualquier hombre te puede

humillar, el chófer, el encargado, basta que sea un hombre para que se

atreva a dar órdenes y levantar la voz. O pretenda forzarte. Ahora tengo

una peluquería y colaboro como militante para mejorar la vida de las

trabajadoras de la fresa.

— ¿No quieres casarte?

—Cuando encuentre al hombre adecuado.

— ¿Cómo debería ser este hombre?

—Hay hombres que se acercan a mí, pero cuando empiezan a preguntar

sobre la peluquería, te das cuenta que ya están haciendo planes, piensan

en cómo podrían gestionar mi vida, el negocio, en vez de pensar en mí

como persona. Entonces me los saco de encima. Me digo: esto no es lo que

busco.

— ¿Te gusta comer fresas?

—Me gustan. Esta pregunta suelo hacerla a menudo a mis amigas que

siguen en la fresa y siempre contestan que las detestan, que no pueden

llevarse una fresa a la boca sin sentir dolor, asco. Yo he dejado de

comprarlas. Cuando voy al mercado miro las fresas y pienso: estas son las

fresas que provocan tanto sufrimiento.

Mujeres invisibles, inexistentes, que viajan como el ganado

Hemos encontrado a Hajar en Rabat, durante un seminario organizado por

Intermón Oxfam junto a otras 20 organizaciones locales que trabajan para

conseguir unas condiciones de trabajo dignas y presionan sobre las

empresas extranjeras para que acepten el cumplimiento de estos derechos,

de manera que las fresas que llegan a Londres, Barcelona, Bruselas, París o

Qatar no sean un fruto de la vergüenza; fresas de sangre como ya se las

llama en Grecia, donde este mes unos matones a sueldo de un empresario

dispararon contra trabajadores de Bangladesh que estaban protestando

porque no les pagaban el salario adeudado.

Uno de los primeros escollos con los que se encuentran las trabajadoras de

la fresa en Marruecos es su propia inexistencia civil pues la mayoría de ellas

ni siquiera tienen un papel que certifique su identidad y no constan en

ningún registro. Si quieren presionar a los empresarios y obligarles a pagar

la seguridad social, lo primero que deben hacer es procurarse su propia

carta de identidad. El siguiente paso será un contrato laboral, acordar un

salario mínimo y presionar al empresario para que las inscriba en la

seguridad social, cosa que la mayoría prefiere no hacer para ahorrar

dinero. Mejorar las condiciones de transporte se ha convertido también en

objetivo prioritario de estas organizaciones que, desde hace dos años,

organizan “caravanas de sensibilización” en Larache y Moulay Bousselham,

para explicar a las chicas de los douars cuáles son sus derechos y ayudarlas

a gestionar sus documentos. Desde que Intermón Oxfam empezó sus

actividades en este sector, las altas de la seguridad social en Larache han

aumentado un 52%.

Nadia, Farima, Fara y Jamira forman un pequeño grupo de chicas que

hablan animadamente mientras hacemos una pausa durante el seminario

para tomar café.

Les propongo que me expliquen el problema del transporte, y se disparan:

“es un sector sin ley”, “nos meten como animales en furgonetas, viajamos

de pie, 50, 60 chicas”, “el viaje puede durar a veces una hora o una hora y

media y llegamos a casa tan cansadas que, después de 12 horas, no nos

queda ánimo ni para comer”.

El tema de los chóferes es importante porque muy a menudo, como

explicaba Hajar, son los propios chóferes los que se encargan de reclutar a

las chicas y pagarles. De manera que existe un enorme poder del chófer

sobre la trabajadora, que este no desaprovecha: “A veces, al regresar de

noche, corremos el peligro de que abusen de nosotras”, dice Nadia.

Nadia empezó a trabajar a los 14 años. Aunque es ilegal, explica que suele

ser una práctica habitual: “En una fábrica piden, por ejemplo, 50 chicas. El

chófer las recoge. Si el encargado protesta porque algunas chicas son

menores, el chófer dice: o las coges todas, o me las llevo a todas. De

manera que todos prefieren mirar hacia otra parte”.

“Un día —cuenta Nadia— estaba tan cansada que vomité. El chófer paró la

furgoneta y me hizo descender. Me dejó en medio de la carretera, de

noche. Pero dentro de la camioneta las chicas empezaron a protestar y

finalmente el chófer decidió regresar a buscarme”.

— ¿Por qué habéis venido al seminario? —les pregunto.

—Nos han echado del trabajo. Ayer. A las cuatro. Se nos ocurrió protestar.

El encargado nos dijo: no regreséis nunca más, no queremos a chicas que

tengan la cabeza caliente.

“La tragedia”

Algunas empresas extranjeras empiezan a temer que si trascienden las

condiciones de trabajo, quizá el consumidor no quiera llevarse una de sus

hermosas fresas a la boca. Por esto algunas empresas empiezan a ceder

ante la presión. Aunque muchas veces se trate solo de maquillar la

realidad.

Hemos ido a visitar las instalaciones de una multinacional que exporta a

Europa, Japón, Medio Oriente y que tiene como cliente principal a una

importante cadena de supermercados extranjera. El encargado de recursos

humanos nos recibe a condición de que no demos el nombre de la

empresa.

Entonces habla: ellos, dice, han hecho todo lo que exige el código de

trabajo que piden las organizaciones sociales. Todos sus trabajadores están

declarados, cotizan a la seguridad social, tienen sus vacaciones, su salario

mínimo, pero…

— ¿Pero?

—No resulta tan fácil.

— ¿Es decir?

— ¡Debemos competir con otras fábricas que no cumplen estos derechos!

— ¿Y?

—Nuestros clientes, nuestros compradores, no preguntan sobre las

condiciones de trabajo. Preguntan el precio de compra. Ellos pagan lo

mismo a todo el mundo. De manera que los que no se preocupan de las

condiciones laborales, tienen ventaja sobre los que tratan de ser más justos

y más humanos. Y toda la carga recae sobre el productor.

—Que la hace caer sobre el obrero.

—Más o menos.

Más o menos porque incluso las empresas que dicen cumplir los códigos

de buena conducta como la que estamos visitando, muy limpia, por cierto,

con unas instalaciones modernas, de alta tecnología, tienen sus pequeños

trucos:

—El truco del productor —dice el director de recursos humanos—, consiste

en tener una parte de la producción que se hace en buenas condiciones,

pero otra parte de la producción, cuando se necesita mandar mucho

producto, se compra a otras empresas, pequeños productores que no

cumplen las normas. Entonces lo mezclas todo y lo exportas con la marca

que garantiza un trabajo digno.

—Vaya…

¡Es el problema de la competencia desleal! Es el mundo del trabajo. El

mundo global: solo importa el precio. Y si no te ajustas al precio, pierdes. Y

están los rumanos, los egipcios… usted no puede imaginarse lo duro que

es.

El consumidor debería decidir

Said Saadi, socialista, fue ministro de Desarrollo y Solidaridad durante los

años 1998-2000, y el principal promotor del Plan Integral para la

Integración de la Mujer en Marruecos que culminó con la aprobación del

Código de la Familia en el año 2004, un nuevo marco legislativo que

proclama la igualdad de derechos entre los dos cónyuges, la desaparición

de la obediencia de la esposa al marido, la posibilidad para la mujer de

pedir el divorcio y la prohibición de la poligamia.

Encontramos al antiguo ministro en el mismo seminario.

—Si no cambiamos el capitalismo, difícilmente conseguiremos mantener

cualquier reforma…—dice el antiguo ministro, como aperitivo de nuestra

conversación.

— ¿Se refiere a cambios globales?

Así es. Lo que nosotros tratamos de hacer aquí, humanizar el trabajo, crear

leyes, llegar a compromisos, mejorar la vida de cada día está muy bien. Hay

que hacerlo. Pero choca con la realidad del mercado. No deberíamos tener

ninguna confianza en los compradores, las empresas extranjeras, esperar

que sean ellos los que cambien. Lo que ellos quieren es un producto

bueno, de calidad, barato, que se sirva lo más rápido posible. Aunque

nosotros luchemos aquí para mejorar el trabajo, si los consumidores

europeos, asiáticos, de todas partes, no presionan al comprador, es difícil

que consigamos cambiar. Porque el día que tengamos derechos, entonces

irán a buscar obreros en países donde no respeten a las personas. De

manera que hay que cambiar todo el sistema: y el consumidor nos debería

ayudar. Tiene que plantarse. Tiene que enfrentarse a sus propios

gobiernos, a las empresas. ¡Incluso la Unión Europea se ha convertido en

rehén de los lobbies que controlan las multinacionales!

Buenos momentos, buenas sensaciones

Charifa nos invita a visitarla a su casa, en un pequeño douar, aldea, situado

en una colina. Tomamos el té con su familia, en total unas 15 personas.

Todas viven del trabajo de Charifa y su hermana mayor, que también

trabaja en la fresa. Todos dependen de sus dos salarios. La madre de

Charifa nos enseña la cama donde nacieron Charifa, sus hermanos y los

primos, y recuerda cuando Charifa empezó a trabajar. Entonces tenía solo

15 años y era una niña muy tímida, que tuvo que dejar el colegio porque

no podían pagar el transporte hasta la ciudad, cosa que también les

ocurrió —y sigue ocurriendo— a casi todas las niñas del douar. Un día, uno

de los transportistas que acude al douar en busca de nuevas trabajadoras

se llevó a Charifa que iba de la mano de su hermana mayor. Salieron de

casa a las cuatro de la mañana. Regresaron de noche. Desde entonces han

pasado ocho años y Charifa ha cambiado completamente. Ahora mira

directamente a los ojos de los hombres cuando habla (“Antes —dice— a

usted ni siquiera me hubiera atrevido a decirle una sola palabra”), y se ha

convertido en una militante capaz de hablar delante de un auditorio de

200 personas con una voz firme y palabras convincentes: “¡Hay que

cambiar la fresa!”, dice. “¡Podemos mejorar nuestras vidas!”.

La militancia, el hecho de salir de casa, las reuniones, los debates, el

contacto con gente distinta han hecho de Charifa una mujer fuerte. Quizás

un día llegará a diputada. Quizás un día tendrá tareas de responsabilidad.

Sería lo normal en una persona que destaca dentro de su comunidad y

que tiene dotes de líder. Los mineros ingleses de la Revolución Industrial,

por ejemplo, se rebelaron, obtuvieron mejoras en el trabajo, terminaron

con el trabajo infantil, consiguieron el voto de la mujer, reformaron las

viviendas, levantaron escuelas, llegaron al Parlamento… resulta

emocionante sentir la energía que despierta Charifa, toda esta vitalidad, los

ideales, las utopías, pero no podemos obviar lo que vemos: y lo que vemos

de estos nuevos obreros del siglo XXI es que su salario solo es de

supervivencia, no progresa la familia, no sirve para mejorar los pueblos,

construir escuelas, cuando las niñas cumplen 30 años se convierten en

paradas y son sustituidas por sangre joven, quizás sus propios… si hay

suerte, claro: porque a medida que estos trabajadores esclavizados,

obreros de las empresas del norte, toman conciencia, protestan, se

organizan, construyen una sociedad más humana, justa, a medida que lo

hacen, el capital se aleja, se va hacia otros escenarios dejando atrás una ola

de parados.

Ni siquiera la fresa se puede cambiar sin cambiar el mundo, quisiéramos

decirle a Charifa.

Pero callamos: hay que disfrutar los buenos momentos y Charifa y los suyos

están pasando por uno de estos buenos momentos llenos de sentido y de

buenas sensaciones.