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  • F E D E R I C A M O N T S E N Y

    " H E R O I N A S "

    Ediciones C .N.T . T O U L O U S E ( H . - G . )

  • E STIMO oportuno, explicar la génesis de esta obrita, para situarla en el contexto de los acontecimientos de que fué reflejo en la época. «Heroínas» fué escrita en el mes de enero de 1935,

    cuando aún no se habían apagado todos los focos de desis-tencia mantenidos por los revolucionarios de Asturias, des-pués de la sangrienta represión desencadenada contra la insurrección de octubre de 1934.

    Generó en mi, como eco de lo que habían sido las pági-nas de bravura escritas en aquellos días de 1934 por tos hombres y mujeres de Asbuñas. En los momentos en que la escribí, aún existían por las montañas de León u del país cántabro guerrillas de desesperados que no querían rendirse a la fuerza pública. Muchas mujeres formaban parte de ellas, jóvenes libertarias y socialistas, que habían unido su suerte a la de sus padres, novios, hermanos o Compañeros.

    La figura de María Luisa Montoya era, pues, la suma y síntesis de ese heroísmo femenino, entroncado con una trama sentimental y novelesca.

    Pero lo extraordinario ha sido que, más tarde, mucho más tarde, en el mes de diciembre de 1960, leía en «La Vanguardia» de Barcelona el suelto que literalmente copio;

    «Barcelona, 13. — i E n e l salón d e Justicia del Gobierno Militar se celebró Consejo de guerra contra Teresa Pía Messeguer, más conocida por «La Pastora» y que se hizo tristemente famosa por acaudillar una partida de forajidos, autores de gran número de fechorías en las Comarcsa de Tortosa y el Maestrazgo.

    »La Pastora fué capturada el verano pasado, en el Piri-neo leridano. La causa ha quedado vista para sentencia.»

    No pude saber Cuál había sido esta sentencia. Pero lo que sí supe es que Teresa Pía Messeguer había sido una mujer que, con un grupo de guerrilleros, se mantuvo du-rante muchos años por las montañas del Pirineo catalán no queriendo entregarse al franquismo; que fué capturada

  • 4 —

    por traición y que su figura es ya legendaria en la comarca del Maestrazgo.

    Es decir, 24 años después, una mujer vivió en la realidad lo que hice yo vivir en la novela a María Luisa Montoya. Nadie sabe donde la realidad termina y empieza la ficción.

    En el momento en que estas lineas se escribieron, ca-lientes todavía las cenizas de los incendios producidos en Asturias por las fuerzas de López Ochoa, y las de la Legión y las Mehallas que mandaba un general poco conocido llamado Franco, hermano del célebre aviador Ramón

    Franco, que, con Rada y Ruiz de Alda, se había convertido en Iiéroe de la travesía del Atlántico; caliente todavía la •sangre derramada por los verdugos de Asturias; en el mo-mento en que estas líneas fueron escritas, repito, las imá-genes eran vivas y muchas de ellas quedan recogidas en «Heroínas». La misma muerte de la Bruja de las Minas fué un episodio sufrido por una. pobre mujer que ayudaba a los guerrilleros y a la que la fuerza armada mató, no con sus balas, pero si con el inhumano simulacro de fusila-miento, ardid de guerra practicado abundantemente en aquel prolegómeno de revolución y de guerra que fueron la insurrección y la represión de Asturias.

    Queden ahí estas páginas como testimonio de una época. Y que todas las mujeres de Asturias, las mujeres de España, se sientan honradas y representadas en las siluetas feme-ninas que desfilan por la obrita. María Luisa, Carmen, Juana, Gertrudis, otros tantos tipos de mujer arrancados a la realidad española, que ha superado, supera y superará todas las fantasías.

  • LA MAESTRA

    L o s chiqui l los se levantaron bulliciosamente, al dar María L u i s a la señal de que la sesión de la tarde había terminado.

    Un sol dulce cubría aún los campos circundantes. La tarde moría serenamente, en la paz infinita de los atarde-ceres en la montaña. U n a b r u m a azulada f lo taba por en -c i m a de los montes próximos, y los rayos solares, cayendo oblicuamente, ir isaban de rojo el tramonto.

    La joven aproximóse a la puerta, v iendo cómo los m u -chachos marchaban en orden. Las niñas, instintivamente, formaban grupo aparte, más parlanchín, más coquetón, bus -cando y a , con sus risas y chi l l idos , la ocasión de l lamar la aterjción de los varones.

    María L u i s a contempló un buen rato el panorama que ante e l la se extendía. La escue'a estaba situada en las afueras de l pueblo , en una casa nueva y rodeada de árboles jóvenes. Durante el día habría sido m u y calurosa, de no templar la temperatura el aire que bajaba de la sierra. P o r la noche quedaba oculta y solitaria, al borde de la carretera que va de Orbejo a Paradiño.

    La muchacha no tenía miedo. Un año largo hacia ya que moraba en la casona, pasando las largas noches de invierno sola con sus libros y sus perros. De las c inco , en que par -tían los chiqui l los , hasta las once en que se acostaba, i ban un puñado de horas. La mujer que le lavaba la ropa y le aseaba la casa marchaba también alrededor de las c inco , y la joven quedaba absolutamente sola.

    En verano salía a dar largos paseos, hasta que se le hacía noche. L l e g a b a a veces hasta la misma boca de la m i n a , encontrándose con grupos de mineros que la saludaban al pasar. La sabían m u v seria, encerrada siempre en su casa, continuamente abstraída en sus sueños interiores, y la miraban con cierto respeto, aun los más ajenos a su manera de pensar.

  • En Orbejo había otra maestra: la nacional , ya entrada en años y famosa por su m a l genio. E m p e z a r o n a l lamar a María L u i s a la maestra joven,, cuando llegó a la aldea, y el nombre de la maestra Joven le quedó al cabo de l t iempo.

    E r a María L u i s a alta, robusta, de hermoso pelo negro y ojos de un castaño luminoso, profundos y pensativos. No podía ser considerada hermosa, pero había en su persona tal aire de distinción y de inte l igencia , una elegancia n a t u -ral tan discreta y tan señora, aue pocos hombres dejaban de encófitrarla atractiva. .

    Cayó en el pueblo , produciendo en él u n a revolución, pronto aquietada por su manera de ser, tan seria y tan cal lada. La trajo como maestra racionalista e l Sindicato de Mineros que en él existía, afecto a la Confederación N a c i o -nal del Trabajo . Orbejo , pequeño por sus habitantes, era, sin embargo, e l centro de u n a act iva producción hul lera . En sus minas trabajaban miles de hombres, que desparramá-banse por los pueblos vecinos, siendo Orbejo el centro a que afluían numerosas aldeas aún más pequeñas y despla-zadas de l corazón de las minas.

    La escuela de María L u i s a comenzó con u n a veintena de alumnos de ambos sexos; pero al cabo del año, tenía ya más de c ien, que gober naba con firme mano la muchacha, ut i l i zando a los mayorcitos para dar lección a los pequeños, ensayando métodos pedagógicos nuevos, que le daban exce-lentes resultados.

    E r a n raras las tardes que, en verano, permanecía con los chiqui l los en la casa. L a s lecciones las daba al aire l ibre , en largos paseos a los montes y fuentes cercanos. Cantabr ia , tan rica en naturaleza, le br indaba m i l ocasiones de enseñar a sus pequeños, mostrándoles la marav i l l a viviente de l mundo cercano.

    Pronto acudieron a su escuela hasta los chiqui l los hijos de personas desafectas a las ideas vinculadas a la existencia d e l pequeño centro educativo. Cundió la voz de que ense-ñaba más y mejor que la otra maestra. En verdad, los c h i -quilos que acudían a la escuela racionalista eran más cultos y estaban' mejor educados que los de la otra. María L u i s a les enseñaba el amor a las personas y a los animales, d o m i -naba los malos caracteres, estimulaba los buenos; conseguía el difícil mi lagro de hacer de u n a legión de salvajillos u n a m u l t i t u d de pequeñas indiv idual idades con carácter propio , no exento de respeto y de maneras afables y urbanas.

    La enseñanza bisexual , conseguida aún con criaturas de padres más o menos preocupados, era un verdadero triunfo de las ideas modernas. L o s chiqui l los convivían juntos d u -rante la jornada, v se mezclaban en los juegos y ln las horas

  • — 7 —

    de asueto. La m i r a d a v ig i lante de María L u i s a no dejaba escapar detalle. Y no fué poco su trabajo hasta encauzar b ien aquellos temperamentos desordenados, en los que existía — contagio de l medio ambiente — el deseo de la v io lenc ia y d e l atropello de los más débiles; la tendencia a la b u r l a y a los juegos más brutales.

    La veían enérgica a la par de dulce, y sin un golpe, sin un castigo, con el dominio de un carácter poderoso sobre las demás almas, lo mismo si son infantiles que adultas, los controló a todos.

    Acabó por dominar moralmente a lodo el pueblo. Pararon las malas, lenguas, cuando v ieron su existencia tan recogida y tan modesta. Ningún hombre entraba en aquel la basa más allá de las ocho de la noche. Ni novio la conocían, y c u a n -tos mozos intentaron rondarla , retrocedieron ante la seriedad de su mi r ada .

    Los ricachos de la v i l l a y de los pueblos vecinos l legaron también a codic iarla . El médico de l pueblo , v iudo y buen mozo, fué qu ien más lejos llegó en su asedio. Pero todo fué inútil. La maestra joven era p laza que no se rendía.

    ¿De dónde llegó María L u i s a ? Acudió por correspondencia a l leer un anuncio que publicó la Junta de l Sindicato en l a ' Prensa obrera, a raíz de haberse construido, la casita para la escuela. Escribió simplemente, ofreciéndose con su título, sin recomendaciones de ningún orden.

    Vivía entonces en Gijón, en u n a pensión de señoritas estu-diantes, y había acabado la carrera de maestra. Llamábase María L u i s a M o n t o y a y era huérfana de padre y madre. Crióla u n a tía algo adinerada, profesora N o r m a l , soltera y vie ja , un tanto extravagante, que hizo de e l la ese t ipo un poco nuevo de mujer a ¡a moderna, que vive en Residencias de Estudiantes y viaja sola y Ubre.

    María L u i s a tenía veintitrés años cuando llegó a Orbejo . No había ejercido en n inguna escuela más, s in deseo de ejer-cer la enseñanza en los colegios de l Estado y v iv iendo en Gijón, hasta entonces, con la pequeña pensión que le daba su tía y lo que ganaba mediante algunos trabajos de t r a -ducción.

    Tenía una vasta cu l tura ; dominaba perfectamente varios id iomas y tenía derecho a esperar algo más que aquel la es-cuela de pueblo, sol i taria y perd ida entre montes y minas.

    Pero fué el la m i s m a quien trazóse y eligió su destino.^ Había soñado, durante mucho t iempo, con encontrar u n a cosa parec ida, con inaugurar aquel la existencia de apostolado en u n a escuela así, repitiendo en España la histor ia de las n i h i -listas rusas. E r a un corazón ardiente, además de u n a i n t e l i -gencia imaginat iva y mística. D e l mismo modo que, en la

  • — 8 — •

    E d a d M e d i a , tantas mujeres apasionadas y deseosas de re-nunciación y de sacrificio, se hacían monjas, misioneras y soldados, ocultando su sexo, en aquel la nueva cruzada en persecución de- otras fórmulas de convivencia social . María L u i s a se hizo maestra. Y salió en busca de almas que mode-lar, de existencias q u e d i r i g i r , de conciencias que formar, absolutamente v i rgen de desengaños, con todo su ser entre-gado generosamente a la obra.

    — II —

    ALEJANDRO PEREDA

    Habían l legado hasta el p ie de la fuente, s i tuada m u y cerca de la m i n a M a y o r , la más antigua, prolífica como buena madre , que aún vac iaba h u l l a de sus entrañas pro -fundas.

    Los chiqui l los , incansables, corrían por las verdes praderas, persiguiendo entre carcajadas un rebaño de cabras saltarinas, que Ies corneaban bull ic iosas, famil iar izadas ya con su presencia. i María L u i s a se sentó en un pequeño altozano, desde el que dominaba a los pequeños, y abrió el l ibro que l levaba siempre como recurso y como compañía.

    Un rumor de voces l e h izo levantar la cabeza. H a c i a donde ella estaba avanzaba un grupo de hombres, trajeados elegan-temente: por la apariencia , altos empleados de las minas. Hab laban en voz a l ta , alegremente, y por el t imbre de sus voces la maestra pensó que eran jóvenes.

    Al irse aproximando, María L u i s a creyó reconocer a uno de los que venían. E r a un muchacho alto, moreno, de cabe-llos rizados, guapo y recio, famoso en sus años universitarios por los «fados», que cantaba a las estudiantas guapas.

    María L u i s a , reconociendo también al ingeniero de las m i -nas y a dos o tres de los empleados en las oficinas, bajó la cabeza y se puso a leer s in ánimos de ser reconocida por su antiguo compañero de estudios.

    Pero fué éste el que, al ver que los otros ca l laban y le señalaban con u n a m i r a d a a la maestra, la miró a su vez y, al reconocerla, adelantó alégrenmete dos pasos hac ia e l la , exclamando:

    —María L u i s a ! ¿Usted por aquí? Levantó la joven los ojos, s in fingir sorpresa.

    En efecto, Pereda. ¿Qué casual idad nos ha reunido? —Peregr ina , a fe mía. ¿Qué hace usted en este poblacho? —Regento una escuela.

    i —¿Y se ha contentado usted con tan poca cosa? ¿No podía

  • — 9 —

    aspirar a mejor p laza? Su tía se ha portado m u y mal . C o n un poco de in f luenc ia habría podido quedarse en Gijón o en Oviedo .

    — N o culpe usted a mi tía. F u i yo l a que solicité l a p laza ; me encanta esta v i d a .

    Pereda se había separado de sus compañeros, sentándose junto a María L u i s a . Recordó que, hacía tres años, había estado un poco enamorado de e l la y la miró c o n ojos interesados. El campo le sentaba bien a María L u i s a , y es-taba más bel la que antes, con las meji l las sonrosadas y los hermosos ojos más bril lantes y más vivos.

    —¡Qué guapa está usted! — d i j o él, sonriendo'—. Se ve que le prueba esta v ida .

    E l l a fijó en Pereda sus pupi las límpidas. — S i e m p r e será usted el mismo, Ale jandro. ¿Aun no tiene

    novia? — H e tenido dos o tres, pero ahora estoy vacante... y s in

    compromiso. ¿Y usted? — Y o no cuento, Pereda. Ya sabe usted que soy m u y rara

    y que a mi no puede tratárseme como a las demás muje -res.

    —¿Qué hace usted aquí, sola, s in marido , s in familia.*, y s in un amigo siquiera? ¿Qué escuela regenta usted?

    — U n a racionalista, organizada por e l Sindicato d e M i -neros.

    —'¡Ah, caramba! Yo creía que estaba usted en la nacio-na l . Entonces aun es más curioso. ¿Cómo ha venido a p a -rar aqui? ¿Quién la trajo?

    — Y o s o l a ; un anuncio en un periódico obrero me l l a -mó la atención, ofrecí mis servicios, f u i aceptada, y hace ya un año que estoy aquí. C r e o que están contentos de la labor real izada con esta legión de salvajil los, hoy niños sociables y b ien educados.

    — ¿ N o sabe usted a qué vengo yo aquí? — S i no me l o dice , l o ignoraré siempre. —Pues a organizar un grupo socialista, por encargo de

    las Juventudes de Oviedo , que necesitan controlar toda esta zona.

    — M e alegro, hombre, de que a l f i n haga algo de pro -vecho... A u n q u e no estoy m u y segura de que realmente sea útil lo que está usted haciendo.

    —'¿No sabe usted nada?... Bueno . Déme su dirección e iré luego a su casa y charlaremos... D i g o , si usted me lo permite.

    —¿Por qué no? A u n recuerdo nuestros años de estu-diantes.

    — A h o r a voy a reunirme con mis a m i g o s ; hace ya rato

  • — 10 —

    que les he dejado y acabarán por enfadarse. —(¿Pertenecen esos también al grupo en ciernes? —'¡Oh, no! Sé el terreno que piso. U n o hay simpatizante ;

    el ingeniero es amigo mío de la in fanc ia , y por eso he ido a verles. Además, me interesaba entrar en las minas y ha -cerme amigo d e l personal.

    —(¡Qué se trae usted entre manos, mala cabeza! Cas i , ras: no puedo concebirle , convert ido en conspirador.

    —-No sabe usted nada. He cambiado mucho. Ahora soy casi un hombre público. Me veTá usted d iputado por esta provincia . Y usted, ¿no aspira a algo parecido?

    —'¡Oh, no! Esas glorias no me conmueven. Me contento con la obra anónima de formar conciencias, de modelar a l -mas de niños.

    Pereda se había levantado, y María L u i s a le tendió la mano.

    —.Hasta m u y pronto — d i j o Ale jandro , estrechándosela. Los acompañantes le esperaban en un extremo de' la p l a -

    zoleta en que estaba s i tuada la fuente, charlando en grupo. Por la ac t i tud que observaban, no d ir ig iendo la vista h a -

    c ia donde estaban María L u i s a y Pereda, pensó la joven que hablaban de e l la . Y no se equivocaba.

    C u a n d o se les reunió Ale jandro , el ingeniero preguntó con mal i c ia :

    — ¡ A h , tunante! ¿De modo que conoces a esta chica? —Sí. ¿Qué tiene de part i cu lar que la conozca? Hemos

    estudiado juntos en O v i e d o y hacía dos años que no la veía. Me h a ' d i cho que está de maestra en una escuela...

    —Sí, la d e l S i n d i c a t o ; la de los anarquistas. — N o me explico cómo ha venido a parar aquí. Es de

    una f a m i l i a adinerada ; le costeaba los estudios una tía rica y soltera.

    —'¿Qué clase de muchacha era? Aquí no se la conocen amoríos y l l e v a una v i d a m u y seria. Al contrario de lo que pensaban muchos. ¡Figúrate! U n a muchacha que viene sola a regentar u n a escuela la i ca ; que vive sola, etc., etc. ¿Quién no piensa mal?

    — Y a . Y tú el pr imero . Pues chico, era de lo más serio que había en la Un ivers idad , y continúa siéndolo. M u y es-tudiosa, m u y inteligente, m u y noble con los compañeros ; todos la queríamos.

    —-¡Con qué entusiasmo la defiendes! — N o he de defenderla. ¿Acaso la habéis atacado? — N o nos has dejado t iempo, hombre. ¿Te gustaba, eh,

    te gustaba? — ¡ Y me sigue gustando, vaya ! Pero e l la no es como las

    otras.

  • L a s voces de los hombres se perdieron entre la lejanía de l bosque y d e l follaje. María L u i s a , que había vuelto a bajar la vista sobre su l ibro , la levantó, mirándoles alejarse.

    La presencia de Pereda levantaba ante su memor ia u n a m u l t i t u d de recuerdos. Volvían a repasar ante e l la aquellos días de la Univers idad de Oviedo , cuando, l lena de i lus io -nes, con toda la salud y el orgul lo noble y ambicioso de su a lma, estudiaba el bachil lerato. Decidióse por la carre-ra de maestra al cabo de larga vacilación. Tía Hortens ia quería que estudiase la de Derecho ; le parecía más nuevo y más l u c i d o eso de tener una sobrina abogado. Soñaba con uno de esos grandes procesos folletinescos, que con -sagran a un hombre o a una mujer a expensas de la cabe-za de otro. María L u i s a , por el contrario, aun s in ninguna inquietud ideal , por rec t i tud de carácter y bondad de a l -ma, sentía invencible repugnancia por la abogacía, carre-ra de oportunistas y para la que se requerían condiciones que e l la no reunía.

    Pereda, estudiaba, en ^cambio, para abogado, con entu-siasmo. E r a ambi c i o so ; deseaba ser alguien ; en su fuero interno soñaba seguramente con llegar a regir los destinos de España. Para aquel mozo bilioso y alegre, emprende-dor y audaz, la muchacha, tan equi l ibrada , tan senci l la y tan seria, era un violento contraste. Soñó con poseerla, y la persiguió con sus asiduidades s in pel igro, mezc la de c a -maradería y de f l i r t que le hacían tan agradable a las de -más mujeres. Pronto se dio cuenta de que María L u i s a «no era como las otras». Así lo decía él, pensando ya se-riamente en que María L u i s a le hubiera convenido para esposa.

    ¡Pero cuan lejos estaba la muchacha de aquel destino! Pronto escapó a la visión modesta de Ale jandro , desapare-ciendo de su vista . Y he aquí que pasados los años, se la encontraba en aquel rincón de Cantabr ia , ejerciendo obs-curamente do maestra, s i n ambición n inguna, serena y ab-negada como apareciera siempre ante sus ojos.

    María L u i s a sonrió involuntariamente, recordando aquel capricho de Pereda. Vivía s in contacto amoroso de h o m -bre ; esto es, s in que la rodeara varón alguno al que h u -biese deseado atraer y agradar. Su v i d a era ascética y casta hasta lo increíble o lo que no podían creer aquellos señori-tos de pueblo que la habían asediado. Pereda caía en me-dio de el la , trayéndole recuerdos gratos y como esfuma-dos ; el vaho de la v i d a y del amor, sin pena .ipartado de su camino.

  • — 12 —

    III . — EL EMISARIO Entrada ya la noche, l lamaron a la puerta de la casita

    que, a l lado de la escuela, ocupaba la maestra. María L u i s a calculó en seguida que debía ser Pereda.

    Estaba sola ; u n a mujer vec ina le l i m p i a b a cada día, la t a -sa y c u i d a b a de dejarle medio arregladas la cena y la co-mida ; después se marchaba. María L u i s a encontrábase so-la en su casita desde las seis de la noche hasta las ocho de la mañana siguiente.

    Fué a abrir s in temor, encontrándose de manos a boca con el mozo.

    —¿He venido demasiado tarde? —exclamó el joven. — M e es igua l una hora que otra. Desde las c inco, que

    cierro la escuela, hasta las d iez , que me acuesto, cualquier hora es buena.

    —¿Vives aquí completamente sola? — C o m p l e t a m e n t e . Sólo me acompaña unas cuantas ho-

    ras una asistenta que me ayuda a poner orden en mi casa, mientras yo estoy en el colegio bregando con los chiqui l los .

    —¿Y no te aburre esta v ida? María L u i s a sonrió, levantando los hombros. — N o . . . No tengo t iempo. E n t r e repasar los cuadernos de

    los chiqui l los y leer un poco, se me va la noche. A ve-ces ni de cenar me acuerdo.

    Pereda paseó su m i r a d a por la salita recibidor , senci l la -mente amueblada.

    — N o estás m a l alojada. —-Estoy mejor aún. E n t r a . Levantó un portier y le h izo penetrar en una habitación

    que le servía de comedor y de despacho. Había allí unas butacas cómodas, una buena mesa, un sofá, u n a chimenea que se encendía en inv ierno y hasta — l u j o inus i tado— un piano.

    A le jandro dejóse caer sobre uno de los butacones. E s -pontáneo, en la i n t i m i d a d de aquel « tête à tête », había vuelto a sus labios el tuteo de sus años de condiscípulos. A d m i r a b a en si lencio a aque l la mujer animosa, de gustos tan sencillos, que se resignaba a aque l la existencia en el campo y que vivía sola, s in perder e l humor ni la f e m i -n i d a d , tan r a r a y tan atractiva.

    Fué franco. — M i r a , María L u i s a , voy a serte m u y expedito. He ven i -

    do aquí con una misión especial. De su éxito, depende mi porvenir y el que, en unas próximas elecciones, me veas salir victorioso en la política, escalar altos sitios, ser d i p u -tado..., quizá ministro . Y parece que el destino se haya complac ido en asociar tu persona a este porvenir mío, que

  • — 13 —

    ahora se decide. Hace mucho t iempo que me he d icho que n inguna mujer sería u n a esposa más idea l que tú, tan i n -teligente, tan buena, tan seria, tan discreta, tan d is t inguida . Te encuentro aquí como desplazada de tu medio , rea l izan-do una hermosa labor de sacrif icio, anónima... y poco d i -vert ida. V o y a hacerte una proposición : si ganamos, ¿que-rrás ser mi esposa? D i g o si ganamos, porque si perdemos, me va en el lo l a cabeza.

    María L u i s a le m i r a b a con ojos pensativos. Más que la declaración, a la que no daba importancia , intrigábale aquel tono y aquel la manera de plantear e¿ asunto.

    — H a b l e m o s en serio, Ale jandro. ¿Qué barrabasada vais a hacer?

    —¿Quién? —Vosotros , los socialistas. —'¿Quién te ha dicho que sean los socialistas? — M e lo has d icho t i i esta tarde, hablándome de ese G r u -

    po juveni l que venías a organizar. Te veo hecho un líder, un personaje político, un hombre de part ido. ¿Has triunfar do, pues?

    — N o hemos tr iunfado aún, pero triunfaremos. —¿Y qué perseguís? —Colec t ivamente , e l Poder. — Y personalmente también, ¿verdad? —¿Por qué no decir lo? Sí. Me creo más capacitado que

    otros para asumir la responsabil idad de una dirección, des-pués de l hecho revolucionario que se está gestando. Soy ambicioso, pero s in ru indad , capaz de l sacrif icio y de la ga -llardía. Vamos a jugamos la v i d a , como hombres y como partido, a cara o cruz , y yo no seré de los que retroce-dan ni hagan traición a sí mismos. Si tr iunfo , si t r iun fa -mos, te asocio a mi v i d a ; si perdemos... no me importará ya nada.

    Dejóse l levar de la fiebre interior que le exaltaba, y co-gió las muñecas de María L u i s a .

    — E s c u c h a : es preciso que hablemos. Me han d icho que tú tienes m u c h a inf luencia en el Sindicato, que los m i n e -ros te quieren y te respetan, que estás algo metida, en esos nuevos medios. A mí me interesa que alguien me presente a la Junta ; a lguien que responda de mí y que pueda ga-rantizar que soy el emisario de un pacto serio. Nos inte -resa estar en relación directa con los trabajadores y con las directivas de los Sindicatos de los pueblos. No basta que se hable de pactos establecidos entre los Comités su -periores. Es necesario ese contacto de codos con la masa, que sólo se establece tendiendo una r e d de relaciones en los propios centros de explotación. ¿Tienes tú probab i l ida -

  • — 14 —

    des de presentarme a a lgu ien que me v a y a introduciendo entre el elemento s igni f icado de estas minas, perteneciente a la C . N . T . ?

    —¿Qué es lo que me propones, Ale jandro? — A l g o con lo que nada habéis de perder, ni tú ni tus

    nuevos amigos. Vamos a real izar un golpe de audacia , tan pronto las circunstancias nos parezcan propicias. U n a revo-lución-social ha de hacerla un pueblo . Nosotros iremos, con el la , a la proclamación de l socialismo de Estado y a la o cu -pación del Poder . Vosotros... haréis lo que podáis. Si po -déis ir más lejos, enhorabuena. L a s guerras, lo mismo po -líticas que sociales, las ganan los más audaces y los que cuentan con el mayor número. N a d a arriesgáis con probar. O seguiréis como hasta ahora, o ganaréis un c ien por c i en -to. Esto quiero dec ir a los trabajadores todos, y part icular -mente a los que pueden in f lu i r en su ánimo en esta zona minera . ¿Hay algún obstáculo que se oponga a ayudarme, María L u i s a ?

    —A ayudarte, sí. A complacerte en tu deseo más s i m -ple : ser presentado a la Junta d e l Sindicato , no. E s t o lo podemos hacer hoy o mañana, o cuando sea. Yo sólo diré que te conozco, que sé q u i e n eres, para que no te crean un agente provocador o un emisario de m a l agüero. Tú h a -rás el resto.

    A le jandro se inclinó hacia e l la . —'¿Y no quieres ayudarme? —¿A qué? Mi concepto es otro. Todo esto que te apa -

    siona, me deja a mí fría. Es otra, más alta y más modes-ta , la misión que voluntariamente he elegido.

    —Y a la p r i m e r a parte de la propuesta, ¿qué contestas? —¿Cuál es la pr imera par te? — L a proposición de un i r nuestras vidas, s i e l éxito nos

    acompaña. María L u i s a sonrió : —'¿Estás seguro de que no me lo has propuesto para ver

    si así me seducías y me convertías en una. al iada tuya? E l semblante d e Pereda ensombrecióse. C o n vio lencia

    y energía prorrumpió : — N o , María L u i s a . Eso es cuenta aparte. Tú sabes que

    no es de ahora esa preferencia por t i . Eres la única mujer que me ha interesado de cuantas he conocido ; he pensa-do en ti siempre, y cuando desapareciste de mi vista, te lloré como un b ien perdido , diciéndome que había sido un imbécil al dejarte perder. Ahora . . . vuelvo a hallarte en estas extrañas circunstancias. Pero , tanto si me ayudas co-mo si no ; lo mismo si me acompaña la suerte como si me

  • — 15 —

    es adversa, te he quer ido y te quiero , ¿Qué contestas a esto?

    La mirada de María L u i s a perdióse en e l espacio que desde la ventana veíase. El día había muerto, dejando aún esa luz vagarosa de los atardeceres de otoño. U n a l u n a pequeña y alargada como una daga turca br i l l aba en me-dio de l f i rmamento pálido, y las primeras estrellas cente-l leaban como ojos diminutos .

    — N a d a , Ale jandro. A u n sueño. —'¿Aun sueñas? —Sí. Y tú eres una r e a l i d a d ' sólida, corpulenta, alegre,

    varonil . . . ¡Pero tan lejos de mi sueño! —¿En qué sueñas? * — i ¡ Q u ó sé yo! He sido una soñadora impenitente. He per-

    seguido, durante muchos años, la quimera de un hombre ideal , en el que se reuniera todo, materia y espíritu, cuer-po y a lma, excelsitudes e ímpetus viri les . En el fondo, tov-das las mujeres somos iguales. Príncipe encantador o sím-bolo de la justicia y de la fuerza, todas perseguimos la misma ilusión, en la que rec lama sus derechos el genio de la especie.

    Pereda la miró con curiosidad. —¿Y yo no soy nada de esto? — P a r a otra mujer, todo, s in duda . Par?, mí... no. —'¡¡Qué rara eres, María L u i s a ! —murmuró él. Aproximóse a la muchacha. La soledad, la obscuridad de

    la estancia, la noche envolvente, su perfume de mujer her-mosa y sana, le perturbaban. E r a una naturaleza sanguínea, una v i r i l i d a d floreciente, de deseos violentos e irresistibles. En aquel momento deseó estrecharla entre sus brazos, as-pirar el perfume de su cabellera, despertar en la soñadora el sexo, como dormido en un lago de paz y de dulzura .

    Se acercó a la joven hasta tocarla. María L u i s a se h a -bía puesto en p ie y apoyó sus manos en los hombros de l muchacho.

    — E s t a t e quieto —murmuró con ternura,—. No quieras aparecer más malo de lo que en real idad eres. Tú lo has dicho. Yo.. . no soy colmo las otras.

    —1¡María L u i s a ! — repitió él, con pasión contenida. Sus manos recorrieron los brazos de la joven hasta el

    hombro, deslizándose luego por su c intura y estrechándola con fuerza contra sí. C o n un movimiento vigoroso, bruta l casi, María L u i s a le rechazó.

    — ¡No seas grosero! — d i j o con dureza—i. ¡A mi no se me gana as í !

    D i o la l lave de la luz , mirándole a irada, con e l ceño

  • — 16 —

    fruncido, los labios contraidos y una expresión de cólera reconcentrada que él no conocía.

    —'¡Perdóname! —murmuró Pereda, pasándose el pañuelo por la frente. Estaba rojo, congestionado, de excitación y de vergüenza.

    —Siéntate. Tomarás algo —di j o María L u i s a , vo lv iendo la calma a su semblante.

    Pero el muchacho se irguió. — N o , prefiero i rme. Dio dos pasos hacia la puerta , olvidándose de cuanto le

    había d i cho : de sus proyectos, de lo que había pedido de el la , de todo.

    — V u e l v e mañana a esta misma • hora y te presentaré a. la Junta .

    No contestó Pereda , poniéndose el abrigo con tanta tor-peza que no acertaba con una manga. M a r í a L u i s a l e a y u -dó, no pud iendo contener la r isa.

    — ¿ L o ves? ¡Si todos los hombres sois unos niños! E s -táis tan pagados de vosotros mismos, que os desconcierta el ap lomo de u n a mujer y os volvéis tímidos y aturdidos co-mo chiqui l los .

    La alta si lueta de Pereda se alejó a grandes pasa» por e l camino .

    María L u i s a estuvo un momento en e l umbra l de la puerta , mirándole marchar . Después la cerró, volviendo- a su gabinete de trabajo. Sentóse ante la mesa, cogiendo los cuadernos de los chiqui l los . Pero su mente estaba lejos. S i n querer, pensaba en la escena con Pereda. Y un estremeci-miento recorrió su c a m e poderosa y joven. Al f i n y al c a -bo, A le jandro era guapo, joven, varon i l , arráyente colmo hombre .

    Sacudió la cabeza, enojada con e l la misma. —¡Pero qué es eso, María L u i s a ! —murmuró, frunciendo

    el gracioso entrecejo—. ¿Te dejarás dominar por el sexo? A lgunas veces, en sus horas de soledad, le acometían p e n -

    samientos negros. E r a n como l lamadas violentas de la m a -teria , tan poderosa en su naturaleza sana ; eran también como cansancios de l a lma, consumida en un fuego interior generoso, en u n a exaltación idea l intensa. Pensaba en la muerte ; la acometía el terror sagrado de todas las perso-nas de v i d a exuberante y que aman la existencia, al de -cirse :

    — A l f ina l , todo está destinado a pudrirse . S i hemos de morir , s i al f i n a l de todos los caminos nos acecha el mis -mo f i n fata l , ¿por qué no extraer de la v i d a el goce ínte-gro ; por qué no aprovecharla, apasionadamente ; por qué

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    no sentir en toda su intensidad la embriaguez de los goces que ella nos depara?

    Vencíase a sí misma. Renacía en e l la aque l orgul lo ínti-mo que era la garantía de su pu l c r i tud , de la pureza vale-rosa y abnegada de su v ida .

    Ahora , como tantas veces, logró aquietarse el a lma, v o l -ver a su equi l ibr io tranqui lo y sonriente. Cogió otra vez los cuadernos y púsose a corregir los garabatos de los c h i -qui l los , las cuentas, los problemas pueriles, las páginas de dibujo y de geometría. Así le pasaron las horas, hasta que dieron las once. Cenó frugalmente y acostóse, de nuevo serenada, de nuevo reintegrada a su existencia de o lv ido de sí misma, de trabajo y de desintegración de sí propia .

    I V . — LA ENTREVISTA A q u e l l a misma tarde, antes de cerrar la escuela, mandó

    un ch iqu i l l o con una nota para Menéndez, e l que era pre -sidente de la Junta de l Sindicato , diciéndole que necesitaba ver a todo el Comité por la noche.

    A las seis y media compareció. Pereda, ya tranquil izado, de nuevo en posesión de su alegría y de su desenfado.

    No hablaron para nada de la escena de l día anterior. María L u i s a vistióse para ir a l pueblo , mientras A le jandra hojeaba unos álbumes en la salita, y a las siete salieron en dirección de Orbejo .

    E r a ya noche cerrada. El otoño avanzaba, y los atarde-ceres descendían sobre el valle u n a b r u m a húmeda y fría. Es taba el c ielo un poco encapotado y comenzaba a fres-quear. A n d a b a n los dos mozos el uno junto al otro. M a -ría L u i s a conocía b i en el camino y guiaba a Pereda por los atajos que acortaban la ruta . Caminaron casi todo el trecho en silencio, rumiando los dos sus pensamientos.

    Antes de veinte minutos estaban en Orbejo. María L u i s a condujo a Pereda al local de l S indicato y le guió hasta la secretaría, donde, un poco intr igada, les esperaba la Junta en pleno.

    La joven había cavi lado mucho, durante aque l día, acer-ca de l alcance de aquel diálogo entre Pereda y la d irect iva del Sindicato. Además, no quería que los otros pensasen que e l la tenía interés en favorecer una aproximación entre los elementos socialistas y los obreros que mi l i taban en la C . N . T . , la mayoría b ien conocidos por sus ideas ácratas. Su posición en el pueblo era un poco • especial. Sólo hacía un año que estaba allí, no sabían de dónde procedía, y, a u n -que en aquel t iempo se hubiese conquistado el aprecio y la confianza de todos, no estaba segura de hallarse a salvo de toda d u d a y de toda sospecha.

  • 18 —

    Cuando estuvieron reunidos, con la Junta, Pereda y M a -ría L u i s a , la joven, s in más preámbulos, di jo :

    — O s he reunido deseando complacer a este amigo, con -discípulo mío, y al que conozco de la Univers idad de O v i e -do. Según me ha dicho , trae u n a misión especial, encomen-dada por las Juventudes Socialistas. Desea entablar diálo-go con los elementos de la C . N . T . de esta cuenca minera , con el f i n de ponerse de acuerdo para determinados he-chos. Se me ha d i cho más de lo que quería saber, y por-que conozco al señor Pereda y le creo incapaz de server intereses que no sean los por él confesados, he dado este paso ; s implemente, atestiguando que le conozco y que no se trata de ningún agente provocador. A h o r a yo me retiraré y ustedes conversarán. Ha terminado mi misión.

    Pereda h izo un movimiento de protesta. — N o , no, María L u i s a . Deseo que estés presente. —Y yo, por e l contrario, deseo no estarlo. Los compañe-

    ros se sentirán más l ibres y ya también. La joven se levantó y salió de la estancia, emprendiendo

    la vue l ta hacia su casa. Pereda, un poco nervioso a l verse solo con aquellos h o m -

    bres, a los que no conocía, que le miraban con ojos i n q u i -sitivos y curiosos, h izo un esfuerzo por sobreponerse y re -cobrar su ap lomo hab i tua l .

    C o n voz calurosa, y poniendo en sus palabras todo el entusiasmo de su ambición, habló durante una hora y me -dia . L o s mineros le escuchaban silenciosos, examinándole. Menéndez era un hombie de mediana edad, bajo de esta-tura , con largo mostacho negro y espesas cejas. T i p o de cántabro puro , calmoso y cazurro, seguro de sí mismo y con una vo luntad de hierro.

    C u a n d o Pereda hubo gastado toda su oratoria, exclamó al f in :

    — U n a cosa nos interesa especialmente. ¿Hay pacto pre -v io establecido entre los Comités Regionales de la U . G . T . y de la C . N . T ?

    Pereda aseguró que sí. Menéndez frunció el entrecejo ; — N o me gusta este asunto. H u b i e r a preferido que e '

    pacto no existiera. De ese modo, cada comarca quedaba autónoma. Quedaba, también mejor la posición de nuestra organización y quedaban mejor aun los componentes de organismos que no t ienen ningún carácter ejecutivo y que no h a n de hacer más que c u m p l i r los mandatos de los t ra -bajadores organizados. En f i n : nosotros, de momento, no podemos contestar nada .

    Necesitamos saber hasta dónde alcanza el compromiso

  • — 19 —

    contraído; necesitamos saber también qué' es lo que sois capaces de hacer vosotros.

    Los demás miembros de la Tunta aprobaron con un m u r -m u l l o las palabras de Menéndez.

    No p u d o sacarles de allí Pereda. Se marchó disgustado, emprendiendo otra vez el camino de la escuela.

    Llegó a e l la que ya eran más de las d iez de la noche. María L u i s a acababa de dar la última, mano a los t rabaj ; líos de los niños. Al o ir l lamar, supuso que era Pereda, y corrió a abrir la puerta.

    —¿Qué ha pasado? — L o que me temía. Desconfían. No han quer ido dar

    una respuesta concreta. — E s natural que así sea. No t ienen motivos para confiar

    mucho en las promesas de los socialistas. Vuestro paso por el Poder no es n inguna garantía de l ibertad ni de be-nefic io para los trabajadores.

    — N o somos los mismos. Aquéllos hoy se h a n visto arro-llados por las Juventudes de l Part ido , que son las l ú e realmente empujan y orientan este movimiento . ¿Cuándo se había visto que los socialistas intentasen hacer u n a revo lu -ción con fines b i e n concretos : la proclamación de l Soc ia-l ismo de Estado y de una d ic tadura socialista?

    María L u i s a le escuchaba pensativa : —Cuánto más hablas, menos me gusta esto. Deberíais

    dejar a l pueblo la l ibre in ic iat iva . Proc lamad en buena hora el socialismo de Estado y la d i c tadura allí donde sólo por la fuerza podáis apoderaros de la dirección de la sociedad. Pero dejad a las regiones mejor preparadas el de -recho de organizar la v i d a conforme a sus posibi l idades. En muchos puntos de España, no sería el socialismo de Estado lo que dominaría. Costaría m u y poco implantar el c o m u -nismo l ibertario . . —¡ Ilusiones ! Yo conozco mejor que vosotros la real s i -tuación de España. S i n un régimen de fuerza, s in un go-bierno poderoso, sin una d ic tadura , en u n a palabra , nada podrá hacerse. Si perdemos esta ocasión, la cogerán maña-na los comunistas de Estado, y será peor. Si no nos a y u -dáis, estamos perdidos.

    María L u i s a le miró, s o n r i e n d o : — ¿ D e manera que queréis d i r i g i r e l movimiento vos-"

    otros, pero tenéis conciencia c lara de que si no lo hacen todo, o u n a buena parte, los elementos de la C . N . T . , es-táis perdidos? ¡Mira que sois pintorescos!

    — B u e n o , dejemos esto... Es preciso que me ayudes, M a -ría L u i s a . Tú tienes sobre esa gente u n a fuerza mora l que yo no tengo. H a b l a con Menéndez; habla con todos. Q u e

  • — 20

    manden un enviado a Oviedo o a Gijón que se entreviste con el Comité y que compruebe que es cierto cuanto yo he dicho y de qué manera está todo preparado para l a n -zarse al movimiento en fecha próxima. Estos mineros son desconfiados. T e m e n que les engañe. Me interesa contar con el Sindicato de Orbejo , porqXie él es la l lave de la cuenca minera .

    La joven, después de reflexionar, exclamó : — L o único que puedo hacer es repetir a la Junta lo que

    tú acabas de decirme. Que hagan ellos lo que estimen más conveniente. No puedo ni quiero comprometerme a más.

    Pereda la miró, sonriente. —'¡Qué buena eres, María L u i s a ! ¿De verdad me perdo-

    nas lo de la otra noche? —¡Tonto ! — ¿ N o llegarás a quererme, aunque sólo sea un p o q u i -

    t in? — E s o no cuadra en todo un señor conspirador. Vete a

    Ofjjejo y acuéstate. Yo me estoy cayendo de sueño. Pereda se levantó, s in ganas de volver a las andadas.

    Pero estuvo en la ca l le un buen rato, mirando la l u z de la ventana de María L u i s a , pensando en que debía estarse desnudando, y s in resolverse a marchar. Por un momento, todos sus planes ambiciosos se borraron de su mente. A q u e -l la mujer le interesaba con v io lenc ia ; deseábala tanto más cuanto más inaccesible la veía, y hubiera sido capaz, por conseguirla, de cometer cualquier tontería.

    María L u i s a apenas pudo dormir aquel la noche. Le preocupaba cada vez más el asunto de la conspiración, en el que se veía envuelta, incluso a pesar suyo.

    Vaciló mucho , antes de ir a encontrarse con Menéndez. Al mediodía, cuando los ch iqui l los se fueron, dirigióse e l la al tajo de la m i n a donde sabía que trabajaba.

    T u v o que andar casi tres cuartos de hora. Lo encontró que acababa de comer, con su mujer al lado y su m u c h a -cho, que contaba d iez y seis años y hacía ya uno que t r a -bajaba en la explotación minera .

    — Q u i s i e r a hablarle un minuto , Menéndez — dijo la jo-ven.

    El minero, suponiendo de qué se trataba, se levantó y se fueron un trecho más lejos.

    — A y e r noche, después de la entrevista, volvió Pereda a mi casa. Me molesta terriblemente este asunto. Pero insis-tió tanto, que al cabo le prometí que les diría a ustedes lo- que él desea. Que vaya un delegado á Gijón o a O v i e -do y que compruebe como el pacto es un hecho desde primeros de l mes y cómo está todo preparado p a -

  • — 21 —

    ra lanzarse al movimiento. D i c e que de la ayuda que se les dispense depende el éxito o el fracaso, y que si no son ayudados se lanzarán también, aunque saben que al cabo serán vencidos.

    — Q u e existe el pacto, ya lo sé. Pero lo que nos inte -resaría averiguar es si realmente va de veras ; y s i , aparte los Comités, están conformes con el movimiento y con a y u -darse mutuamente las masas, trabajadoras y los militantes más destacados. Hemos pens'ado en enviar un delegado a la capi ta l , para que se vea con L u i s Salcedo y los de -más amigos, y nos aconsejen. E s t a región fué contraria al pacto y, más que nada, a que el tal se hubiese establecido antes de consultar la vo luntad de los Sindicatos. Pero si el movimiento estalla, tenemos el deber de secundarlo, pro-curando sacar de él el máximo de beneficio posible. ¿Lc-parece a usted ese muchacho serio y de confianza?

    María L u i s a le explicó cuanto sabía de Pereda, callán-dose la cuestión de que hubiese sido un pretendiente suyo. Pero Menéndez, con su cazurrería de hombre del campo, lo adivinó. Al cabo di jo :

    — B u e n o , mire : ¿Le gustaría a usted hacer un viajecito a Ov iedo? La mandaríamos a casa de Salcedo, a que se en-terase. Además, esto le será bueno. Viajará ; saldrá del pueblo y se meterá un poco en nuestras cosas. Ha demos-trado usted intel igencia en este asunto. No ha querido meterse en nada y se ha portado con discreción. A u n po-dremos sacar algo de usted.

    No la tuteaban, sabiéndola de otro mundo y no habién-dose franqueado nunca con nadie.

    María L u i s a enrojeció. D a b a más importancia a aquel elogio rudo , de boca de Menéndez, al que admiraba, obre-ro recio, s in cu l tura , pero con una admirable y profunda luc idez de juicio , que a todos los cumplimientos m u n d a -nos, oídos con profusión en O v i e d o y en el medio en que había v iv ido hasta entonces.

    La perspectiva de l viaje a Oviedo , con la v is i ta a aquel L u i s Salcedo, de l que había oído hablar en muchas oca-siones •—era hi jo de Orbe jo y se marchó a la cap i ta l de jovenzuelo, trabajando allí y dando a la vez conferencias y mítines—, la alegraba infinitamente. Renovaba su exis-tencia y representaba una entrada of ic ial en aquel mundo al que se había acostumbrado a contemplar como tota l -mente superior y distinto.

    —¿Qué me dice usted de la i d a a Oviedo? —• inquirió Menéndez, sonriente.

    — Q u e sí, que acepto ; aunque temo. ¿No podría acom-pañarme alguien?

  • — 22 —

    —¿Teme usted ir sola? — ¡Oh, no l Es otra cosa lo que temo. No quisiera por

    nada de este m u n d o que supusieran que por mi amistad con Pereda mi misión no había sido desempeñada con abso-luta lealtad.

    — V a m o s , vamos, María L u i s a . Nos conocemos todos. S a -bemos que es usted una muchacha seria y honrada. ¿Cree usted que nosotros no tenemos ojo? Al cabo de un año de estar aquí, y de mostrarse tan trabajadora y tan de -cente, hemos sacado ya u n a conclusión de su conducta. Sabemos que merece nuestra confianza. Y si no la me -reciera, Salcedo lo comprendería en seguida.

    —•¡Cuánta inf luencia tiene entre ustedes L u i s Salcedo! — N o es inf luencia . Le conocemos todos de chico y sa-

    bemos que es honrado e inteligente. ¿No sabe usted que es hi jo de Orbejo? Yo le conozco de cuando era así de c h i -quitín... L o s otros le h a n oído en mítines y le conocen t a m -bién de mozalbete. V a l e mucho y sabemos que su juic io no fa l la , cuando examina un asunto. E s o no es tener i n -f luencia . Vendrá cualquier espantajo de la pol í t ica; c u a l -quiera incluso de esos que l l aman líderes, y nosotros nos quedaremos tan tranquilos . Salcedo es otra cosa. Es un obrero como nosotros y que tiene el valor mora l de sus manos callosas y de sú lealtad a u n a causa que sólo per-secuciones le ha dado.

    María L u i s a escuchaba en si lencio. En su a lma generosa y ardiente, las palabras de Menéndez hal laban eco. V o l -vió a su casa d e c i d i d a a ir a Oviedo y pensando, aun sin querer, en la imagen desconocida de L u i s Salcedo.

    V

    LUIS SALCEDO

    El tren corría en dirección a Oviedo . C r u z a b a las ver -des l lanuras, el campo surcado de montañas, la Naturaleza poderosa y exuberante de Cantabr ia . María L u i s a , senta-da junto a la ventani l la , abandonaba muchas veces el l ibro que i b a leyendo, sobre las rodi l las , para mirar el paisaje y entregarse a sus pensamientos.

    Dentro de pocas horas estaría en Oviedo . En e l bolso l levaba la dirección de Salcedo y una carta-presentación de los compañeros de Orbejo . Sentía una impac ienc ia mez-c lada de inqu ie tud : el día antes había rec ib ido carta de Pereda, preguntándole cuándo llegaría. No contestó a la mis iva , esperando, para volver a verle, a tener la entre-vista con Salcedo. No le gustaba tampoco encontrarse en

  • — 23 —

    Oviedo con Ale jandro . Además, su misión había de ser c u m -p l i d a , transmitiendo sus impresiones a Menéndez y sus amigos, antes de adelantar n i n g u n a respuesta al joven so-cialista.

    Llegó a Ov iedo b i en anochecido. N a d i e la esperaba en la estación y, con la malet i ta en la mano, emprendió el camino de la casa de Salcedo.

    Llegó a el la ál cabo de

  • — 24 —

    compañera contuvo el ademán de Salcedo, inc l inado hacia ella para besarla, diciéndole en voz baja:

    — H a y una vis i ta . Salcedo levantó la v ista , atisbando á María L u i s a de

    pie en medio de l comedorcito. Salcedo era alto, recio , de rostro bronceado y enérgico.

    Los ojos, un poco hundidos, bri l lantes y de mirada pro -funda, m i r a b a n con rect i tud y escudriñadoramente. D a b a la sensación de ser fuerte e intel igente, u n a de esas n a t u -ralezas privi legiadas que surgen por generación espontá-nea entre el pueblo español. No podía decirse que era guapo, pero era varoni l y arráyente por su espíritu y por su voz, sonora y simpática.

    Antes de que Salcedo le dijese nada , María L u i s a se apresuró a explicarle , tendiéndole la carta de l Sindicato de Orbejo.

    — E s t a carta lé ilustrará sobre mi persona. La cogió L u i s s in decir pa labra , leyéndola rápidamente.

    Después levantó la vista y la fijó, c on u n a sonrisa, en la muchacha.

    —¡ Vamos I ¿Es usted la maestra de Orbejo de que me había hablado otras veces Menéndez? En esta carta me d icen que trae u n a misión que me explicará usted misma, y además que cu ide de buscarla alojamiento y de que nada le falte.

    Volvióse hacia su mujer ; —¿Qué te parece, C a r m e n ? Puede quedarse aquí mismo,

    ¿verdad? —¿Por qué no? H a y la salita de delante, e n . l a que estará

    perfectamente. —'¡Oh! No quis iera causarles tanta molestia. Tengo f a m i -

    l ia en O v i e d o y si quieren no necesitan br indarme alo ja -miento.

    — S i prefiere usted irse c o n s u f a m i l i a , usted misma. Pero p a r a nosotros sería, no una molestia, s ino una satis-facción tenerla aquí por los dos o tres días de su estancia en Oviedo . La dejamos en l ibertad . D e c i d a usted misma.

    María L u i s a se echó a reir . Miró a la compañera de S a l -cedo, que la m i r a b a también con simpatía, y d i jo :

    —-¿A usted qué le parece que .debo hacer? — P u e s quedarse. Aquí estará mejor que con su fami l ia . —-Pues me quedo. —Póngase cómoda, y luego cenaremos y hablaremos. La joven esposa d e l mi l i tante cogió la maleta de María

    L u i s a , conduciéndola a la salita que tenían preparada para las visitas.

  • — 25 —

    —Aquí tiene agua y cuanto necesite. Lávese y p ido usted si algo le fa l ta .

    —-Muchas gracias... C a r m e n — di jo la joven maestra, tendiendo la mano a la compañera de Salcedo.

    C u a n d o ésta salió, di jo a L u i s : —'¡Qué simpática es! —Sí, a lo menos esta es la impresión que d a . María L u i s a cambió su traje de calle por un quimono

    de colores claros, lavándose y recogiéndose el pelo. C u a n d o salió, estaba tan fresca y tan bonita , que los ojos de S a l -cedo, masculinos al cabo, expresaron silenciosa admiración.

    — B u e n o , siéntese y hable. Mientras C a r m e n servía la sopa, María L u i s a comenzó

    a explicarse. Contó la l legada de Pereda a Orbejo , cuanto le había.dicho; la entrevista con los mineros y lo que éstos deseaban saber.

    — C o n o z c o a Pereda — di jo Salcedo —. Es un joven abogado socialista de mucho porvenir'. No le falta la a m b i -ción ni el talento. Me intr iga esa especie de acción sub-terránea de las Juventudes, que empujan a los líderes y les l levan a comprometerse en esa aventura. En f i n , María L u i s a : le diré a usted todo mi pensamiento. C r e o que vamos a ir a un fracaso, pero que no podemos dejar de ayudarles, si se lanzan al m '•vimiento. Fracaso, tanto si ganan como si p ierden. L a s ideas quedarán ahogadas por la marejada autoritaria de los jefes y sólo en contadas regiones los anarquistas podremos l levar la revolución ade-lante. Pero se trata, realmente, de algo m u y serio y que no puede ser desechado. Mi opinión, que puede transmitir a Menéndez, es: si los socialistas se lanzan al m o v i m i e n -to, debemos secundarles y procurar que la revolución no quede detenida en una d ic tadura o un socialismo de E s -tado. Part iendo de la base de que los obreros h a n de tener consignas propias y no h a n de dejarse dominar ni d i r ig i r por los caudillos comunistas, ni socialistas, ni sindicalistas. Este es mi criterio.

    María L u i s a escuchaba con atención profunda. Veía en su frente ancha y contraída el cerebro poderoso, la mente lúcida que dominaba por la inte l igencia y el prestigio l i m p i o de sus manos productoras.

    E involuntariamente le comparó con Pereda. ¡Qué d i fe -rencia había de l uno a l otro! La idea leal , desinteresada, noble ; la entrega generosa a u n a causa que no podía darle beneficios, en éste; en el otro, la ambición, el deseo de Poder y de mando, la creencia en su alto destino, el engreimiento de l pastor de mult itudes.

    Después charlaron de m i l cosas más. Salcedo hacía pre-

  • guntas sobre Orbe jo y María L u i s a contestaba. C a r m e n asistía a la conversación s in mezclarse en e l la , envolviendo a L u i s en la m i r a d a luminosa de sus hermosos ojos. Pocfll a poco, María L u i s a se fué franqueando. Explicó su i n f a n -c ia y su adolescencia, su v i d a sin hogar, en ías Residencias de Estudiantes ; e l año pasado en Orbejo , completamente sola. L o s dos esposos se interesaron por el la , adiv inando la bondad y la excelsitud de aquel la naturaleza, casual -mente caída en los medios obreros y anarquistas.

    A través del diálogo, el í; iva de María, L u i s a se trans-parentaba, mostrándose con toda su altivez senci l la , en su misticismo innato, en aquel desinterés por sí misma, que era el mejor y más extraordinario adorno de su carácter. Quizá nunca se había franqueado como entonces, sintién-dose comprendida y escuchada con simpatía.

    Se dieron cuenta de que eran las doce, cuando aún debían lavarse los platos.

    C a r m e n exclamó: —'¿Sabéis la hora que es? Está dando la media noche,

    y aun tengo que lavar los platos. -—No te a p ú r e s e o s lavaremos juntas. Espontáneamente, el tuteo se había establecido entre

    ellas. Y en la coc ina , en medio de los utensilios familiares, continuó la char la . A h o r a fué C a r m e n la que habló de sí misma. No era más que u n a humi lde obrera, tejedora en u n a fábrica. Conoció a Salcedo en un m i t i n , al que acudió l l evada por su padre. Se enamoraron pronto, y hacía año y medio que estaban unidos. Contaba ahora veintidós años y L u i s tre inta ; ocho más que el la . Se unie -r o n s in di f icultades , pues los padres de el la eran algo conscientes y Salcedo les fué m u y simpático, por su m a -nera de ser recta y honrada.

    E r a n perfectamente fel ices; cada día, se querían más y e l la estaba más contenta de haber juntado su suerte a la de aque l hombre , tan dist into de los otros. Había estado preso varias veces ; e l la continuaba trabajando en la fá-b r i ca , deseando no perder la ocupación, que tan necesaria le era en las malas épocas.

    María L u i s a la escuchaba con simpatía, viéndola tan enamorada; en el fondo tan niña aún y tan puer i l . Pero en el curso de l diálogo se había dado cuenta de que C a r m e n conocía todos los asuntos de Salcedo y de que era ca l lada e intel igente, guardando dentro de sí tesoros y virtudes s in d u d a - aun ignorados.

    —'¿No temes por Salcedo, viéndole mezclado en asuntos tan peligrosos? — preguntó María L u i s a , en un resto de

  • — 27 —

    sus temores de muchacha educada para la v ida tranqui la v media .

    — S i , temo, pero ¿qué remedio queda? Además, que estoy muy conforme con sus ideas y dispuesta en todo momento a compartir sus . sinsabores y sus peligros. La vida es así. Nos la impone la injust ic ia de esta sociedad y el deseo de luchar por otro m u n d o mejor.

    —Tienes razón — murmuró María L u i s a pensativa —. ¡Qué otra existencia, dist inta de la de los demás seres, es la que vivís vosotros, v i v e n cuantos comparten estas luchas y estos anhelos! El m u n d o desconoce tanto esfuerzo noble, tanto sacrif icio, esta dignificación de la v ida que vosotros representáis. D i g o vosotros, porque a u n me siento fuera de este mundo. V e n g o de otro m u y distinto, s in más guía que mis inquietudes y mi buena vo luntad . Espero llegar a donde ya habéis l legado vosotros, s i n embargo.

    A q u e l l a noche apenas durmió la muchacha. Le sor-prendió el nuevo día dando aún vueltas en la cama. Cuando cogió el sueño, durmióse tan profundamente, que no oyó como C a r m e n y Salcedo se marchaban al trabajo. Levantóse sin saber la hora que era. Se vistió y salió al comedor. Sobre la mesa halló un papel , en el que le daban instrucciones. No habían quer ido despertarla. Tenía en la cocina el desayuno; a las doce volverían de l trabajo y comerían juntos. Entre tanto, que hiciese lo que quisiera; era la dueña de la casa.

    Le divirtió la forma original de dejarla, entregada a sí misma, en la casa de dos personas que sólo hacía horas que la conocían. Desayunó con apetito el café con leche y tostadas con manteca que le habían dejado, y después se puso a asear la coc ina y a pasar la escoba y quitar el polvo de l piso. V i e n d o que sólo eran las once, pensó en preparar la comida. Pero no sabía dónde tenía C a r m e n los trebejos e ignoraba además qué clase de v ida l levaban los das esposos.

    Resolvió esperar, pues. A las doce y cuarto hizo su apa-rición Salcedo, el pr imero. C a d a uno tenía un llavín y en-traban y salían s in l lamar.

    Al ver a María L u i s a con las mangas arremangadas y comprobar que había aseado toda la casita, púsose a reir alegremente.

    —-¡Vaya! ¡Cuánto trabajo ha hecho en tan poco t iempo! —Más haría, si supiera qué coméis y dónde está lo que

    hay que guisar — N o se preocupe A h o r a encenderé el fuego y empezaré

    a poner la comida. El pr imero que l lega de los dos, lo hace. Esta es la consigna.

  • — 28 —

    — E l fuego está ya encendido. Lo que no sé es qué poner en él. A falta de otra cosa, he puesto agua.

    —¡Pues de pr imera ! ¡Qué auxil iar tan excelente nos ha salido!

    No la tuteaba, viéndola aún fuera de su medio. María L u i s a lo notó y exclamó:

    — ¿ C ó m o es que el tuteo ha ¿urgido espontáneo entre C a r m e n y yo , y... tú no me tuteas?

    Salcedo se echó a re i r : —¡Qué se yo ! Bueno , de ahora en adelante se acalx') la

    ceremonia Trabajaban los dos en la coc ina, alegremente. En más de

    una ocasión sus manos se rozaron y la turbación, una turba-ción del ic iosa, invadió a María L u i s a .

    Llegó C a r m e n alrededor de la una, encontrando la comida hecha. C o m i e r o n , perd ido ya todo sentimiento de extrañeza, y después sal ieron los tres. C a r m e n y L u i s , a su trabajo. María L u i s a , a ver a sus famil iares, según dijo

    En rea l idad lo que h izo fué deambular por las calles de Oviedo . Le gustaba aque l paseo por rincones que habían sido teatro de su adolescencia. Había nac ido en Gijón, sin embargo; pero allí pasó los años de estudianta. Tenía una tía anciana, y al caer la tarde fué un momento a verla. No deseaba que la convidasen, y eludió toda invitación.

    Salía de cosa de esta última, cuando topó de manos a boca con Pereda. V e r d a d e r a casual idad, que la desconcertó, pues hubiera prefer ido no verle.

    —¡Qué casual idad haberte hal lado ! Habrías sido capaz de no mandarme u n a línea.

    —Mañana vue lvo a Orbejo . —¿Y qué resultado ha tenido tu viaje? — N i n g u n o podía tener. Salcedo no ha hecho más que

    exponerme su criterio . S o n los mineros de Orbejo los que h a n de decidir .

    —>¿Y tú no influirás en ellos en ningún sentido? — Y o , no. Iban andando, el uno junto al otro. María L u i s a , vestida

    con elegancia, con su porte d is t inguido y su hermosa cabeza al t iva , l l amaba la atención de los paseantes. Pereda la encon-traba más apetecible que nunca . De nuevo olvidóse de todos %us planes revolucionarios, y di jo con voz contenida:

    —¡María L u i s a , no te vayas mañana! Pasaremos el día juntos. Iremos al campo... D o n d e quieras.

    La joven sacudió la cabeza. — N o , no. L a escuela m e espera.

  • — 29 —

    —¡Qué cruel eres! Sabes que te quiero, que cada día me gustas más, y juegas conmigo.

    Se habían detenido a la sombra de los árboles d e l Paseo Grande . L a s luces de los faroles se perdían entre el follaje, y la noche era suave y t ib ia , propic ia a los enamorados.

    Pereda cogió las manos de la muchacha. De nuevo sintió ésta aquel la sensación de placer turbador recorrerla el cuer-po. Separó las manos, mirando a Pereda a los ojos.

    — E s u n m a l juego este, Ale jandro. N o quiero, ¿entiendes? Echó a andar, sintiendo el cuerpo de Pereda pegado al

    suyo. La deseaba ahora con v io lencia . Sentía e l la e l aliento entrecortado d e l mozo y le adiv inaba excitado hasta el frenesí.

    —'¡María L u i s a ! — murmuró de nuevo él, con voz ar-diente. —• Piensa que me voy a jugar la v i d a . Que quizá la perderé. Y no te soy desagradable: lo siento, lo adivino.

    Pero la joven ya no le escuchaba. C l a r a y nítida, aparecía ante sus ojos otra imagen : veía el comedor de casa de S a l -cedo; le veía a él y a C a r m e n , tan amantes y tan unidos. ¡Oh, una cosa así, ideal y p u r a ; un amor completo , de l cuerpo y de l espíritu; una compenetración total ; u n a v i d a de amor eterno, l ea l y s imple ; esto es lo que e l la ambic ionaba!

    Y junto al rostro encendido de Pereda, a sus labios sen-suales, a sus facciones acusadas, dominadoras, vio el sem-blante enérgico y noble de Salcedo. E r a otro hombre ; otro mundo moral , otro hemisferio, ante el que e l la sentía respeto y ternura. A Salcedo podía amársele con el a lma y con el cuerpo. Pereda era la tentación de los sentidos, murmurada y turbadora en las noches propicias.

    Se volvió de cara a él, mirándole largamente. — N o — murmuró •—., no. No quiero, Pereda. Busca lejos

    de mí. Encontrarás, para esposa, otras mujeres mejores que yo. Y para amante, tampoco sirvo. Créeme. Esto es un c a -pr icho , en el que te obstinas.

    — N o es un capricho —. insistió él con f i rmeza —. A u n q u e no quieras creerlo, a ti es a la única mujer que he querido. Nos separaremos ahora, quizá para no vernos nunca más.

    Se estremeció María L u i s a . Pasó por su mente como la visión subconsciente; como la anticipación de la tragedia que después había de consumarse. Le tendió la mano temblorosa.

    —¡Quién sabe! Quizá más tarde nos encontraremos todos. Le escapó de entre las manos, alejándose en la noche de

    una callejuela. Pereda quedó en medio de l paseo, viéndola

    despechada que le impulsaba al abandono y al o lv ido de la mujer esquiva.

    alejarse, luchando entre cólera

  • — 30 —

    — VI —

    LA REVOLUCION

    Al día siguiente salió María L u i s a para Orbejo. Salcedo y su compañera querían retenerla un par de días más, pero la joven se obstinó en marchar.

    S in saber por qué, sentíase molesta y descontenta de sí misma, como desplazada de su medio . Había perdido ade-más la serenidad mora l , aquel hermoso equi l ibr io que tan fácil y amabte le hacía la v i d a en la escuela. Añoraba a los chiqui los y a los campos y las fuentes del va l le de Orbejo .

    El tren salía a las cinco de la tarde. Salcedo comenzó aquel día los turnos de noche, y pudo acompañarla. Carmen trabajaba hasta las siete, y se despidieron después de comer.

    La tarde que pasaron juntos Salcedo y María L u i s a la emplearon charlando. Salcedo, conf iado ya a la muchacha , le habló en detalle d e l movimiento que se planeaba, al que empujaban los socialistes, y en el que los elementos de la C. N . T . de Asturias se creían en el deber de coadyuvar. Habló largo y tendido, exponiendo sus puntos de vista, contrarios a la colaboración, pero que, por su pundonor de hombre y de revolucionario , no le d ic taban tampoco otro camino que el de la ayuda y la acción, cuando las circunstancias lo determinasen.

    María L u i s a le escuchaba con interés creciente. C u a n d o se enardecía, el rostro de L u i s , s in atractivo determinado, se transfiguraba y volvíase hermoso. B r i l l a b a la intel igencia en su m i r a d a y su frente aparecía como aureolada de luz .

    ¡Cuan raro y s ingular encanto tuvieron aquellas horas de in t imidad y de char la afectuosa! Pasaron como un minuto , s in que ni e l uno ni e l otro se d ieran cuenta de que trans-currían.

    L l e g a r o n a, la estación cuando fa l taban pocos minutos para salir el tren. Acomodóse María L u i s a como pudo, saliendo a la ventan i l la a despedir a Salcedo.

    Sus miradas se cruzaron un momento, sosteniéndolas con una insistencia, y turbación que ni el uno ni la otra se explicaron.

    S i n saber por qué, de nuevo la angustia hizo presa en e l corazón de la joven. Le penetró como un puñal la misma idea que la había asaltado, frente a Pereda, la noche antes. Se di jo con certeza espantosa:

    — ¡ N o le volverás a ver más! Y este pensamiento le heló el a lma ; como si aquel en-

  • — 31 —

    cuentro fortuito, fugaz, como si aquel la separación fuese el beso rápido y mi lenar io de dos astros, u n a milésima de se-gundo en el t iempo reunidos en u n a m i s m a órbita, sus ojos expresaron la desesperación de lo irreparable .

    Apenas se dijeron una palabra más. Pero sus manos, fuer-temente unidas, hablaron por ellos. Salcedo, conmovido t a m -bién, s in saber por qué, contempló alejarse el tren, temblán-dole u n a lágrima entre los párpados. La si lueta de María L u i s a , erguida en medio de la . ventani l la , le pareció la v ida que se alejaba. La joven miró Ov iedo hasta, que per-dióse de vista entre la b r u m a del día gris y frío. Sus ojos, anegados en l lanto, continuaban aún v iendo a Salcedo en medio de l muel le , inmóvil y rígido, saludándola con la mano. Después, nada.

    . A

    Llegó a Orbejo bien entrada la noche. En la estación halló a Menéndez que la esperaba, y la acompañó hasta, la escuela, diciéndole:

    —Mañana, antes de las siete, baje usted, que nos r e u n i -remos con la Junta .

    Bajó al día siguiente, contándole el resultado de su i d a a Ov iedo , las palabras de Salcedo, el criterio que se tenía formado acerca de los acontecimientos que se acercaban y las demás impresiones personales sacadas.

    Los mineros permanecían silenciosos, reconcentrados. E l carácter cántabro, cerrado en el interior de cada uno, con una rect i tud y u n a obstinación parecidas a las de los a ra -goneses, recapitulaba y formaba un juicio propio.

    A l cabo exclamó uno, l lamado V a l l e : — B u e n o ; a mí me parece que tenemos que esperar. Si

    se t i ran a la calle los socialistas, les seguiremos y veremos de sacar lo que se pueda del río revuelto. Me parece lo más discreto.

    — P e r o Pereda espera u n a respuesta antic ipada — dijo Menéndez pensativo.

    —Podemos decirle esto mismo. E l l os ya saben que nos-otros, cuando de salir a la calle se trata, nunca nos que-damos en casa.

    La reunión se disolvió pronto. Había, en todos un ner-viosismo, una tensión elevada al máximo. Se presentía que i ban a ocurrir grandes cosas y había en todos el temor de no estar a la altura de las circunstancias, de no tener bas-tante intel igencia para aprovechar la ocasión única que se avecinaba.

  • — 32 —

    El día 4 de octubre amaneció al f i n , erizado .de presa-gios. Empezó sordamente la movilización general. A q u e l l a noche había de ser la de la ofensiva; los obreros conocían las órdenes que se cursaban de fábrica en fábrica, de cuenca minera a cuenca minera , de pueblo a pueblo .

    El 3 por la tarde apareció Pereda en Orbejo . Antes de ver a María L u i s a se entrevistó con los mineros, ya enar-decidos y que, modi f i cando un poco lo ambiguo de su p r i -mer acuerdo, le d i jeron que si se lanzaban a la cal le , po -dían contar con ellos. E r a algo que penetraba en el a m -biente, que lo e lectr izaba, que lo envolvía todo. Ha sido este un movimiento único; puede decirse que el pueblo lo desbordó todo y fué más lejos de lo que unos querían y otros habían previsto.

    Ale jandro , contento por la respuesta, ya categórica y fran-ca , fuese a ver a María L u i s a . Llegó a la escuela, a las cuatro. La joven estaba en medio de la clase, dando una lección de geografía a los alumnos.

    Antes de l lamar , Pereda la contempló un rato a través de las ventanas bajas, hallándola cada vez más apetecible y diciéndose que estaba violentamente encaprichado.

    —(¡Cómo! ¿Otra vez por aquí? — exclamó María L u i s a , al verle.

    — H e venido sólo por unas horas. Me vuelvo esta misma noche a Oviedo .

    —¿Con resultado satisfactorio? — ¿ C ó m o ! ¿No sabes nada? ¡Y yo que creía que la nueva

    act i tud de la Junta era- obra tuya ! Sacudió la cabeza la joven. — N o les he vuel to a ver desde el día siguiente que l l a -

    gué de Oviedo . Pero me alegro. Se había acercado a Pereda y hablaban cerca de la puerta,

    en voz baja, para que los niños no les oyeran. — ¡ Q u é poco me has ayudado, María L u i s a ! — exclamó

    Pereda con acento de reproche. — N o lo siento eso. Mi obra está aquí, educando estos n i -

    ños, formundo estas almas aun nuevas. Lo otro aun no ha conseguido interesarme.

    —Y yo menos que l o otro. H a r t o l o veo. •—No volvamos a las andadas, Ale jandro . ¡Ea! Despidá-

    monos. Son días de acción, que no pueden perderse en jue-gos amorosos.

    — T i e n e s razón. Me voy. No quería venir , pero me ha sido imposib le part i r de Orbejo sin saludarte.

    — T e lo agradezco, hombre. ¡Tendría gracia que n i aun a saludarme vinieras !

    —¿Es que te gusta que venga?

  • — 33 —

    — N i m e gusta n i m e disgusta, pero m e parece algo o b l i -gado, después de haber sido tu . . . agente político.

    — N o bromees. L a cosa e s m u y seria. —Demas iado . ¡Si supieras los tristes presentimientos que

    tengo! Al decir esto María L u i s a , más que en Pereda, pensaba

    en Salcedo ; pero .el mozo sonrió, animado, despidiéndose bajo aquel la impresión grata.

    —-No temas. Triunfaremos. D a m e la mano. ¡Hasta después de la v ictor ia l

    Se alejó a pie, carretera adelante. A n d a b a con paso v ivo , con el corazón l igero. Sentíase fe l iz y toda clase de ha la -güeños pensamientos acudían a su mente. M i r a b a los ver-des campos, los bosques obscuros, el contorno sombrío de la cuenca minera , de la cua l salían grandes espirales de humo, y pensaba :

    — D e n t r o de pocas horas, i odo esto estará en poder nues-tro.

    De nuevo sus ambiciosos sueños se desbordaron. E r a un hombre de carácter ardiente, dominador, voluntarioso. S a -bíase inteligente, culto , colocado m u y por encima de l n ive l de los otros que f iguraban y no f iguraban en el Part ido . Frente a las figuras ya gastadas y caducas de los viejos — L a r g o Cabal lero , Besteiro, Saborit, tantos otros — bullía toda una pléyade de jóvenes ansiosos de acción, violentos y apasionados, capaces de todo, con ta l de llegar. En el fondo, no había en ellos mucho idealismo ; eran esas masas, esa fuerza de empuje, que constituyen el Estado M a y o r y el cuerpo elegido de todo régimen de fuerza : comunis-mo, fascismo o socialismo. Pereda creíase inteligente, apto para los más altos destinos. L l e v a d o por el caballo loco de su fantasía, en el trecho que mediaba entre el l oca l de la escuela y la estación de Orbejo , se vio dictador, dueño ab -soluto de ' la Confederación Española de Repúblicas Soc ia-listas.

    A

    El día. 5 de octubre fué el día nacionalmente señalado para el hecho revolucionario. Pero este hecho sólo se p r d -dujo unánimemente, con la cooperación directa y a'bsoluta de l pueblo , en Asturias. En Cataluña fué u n a revolución of ic ial , amañada y d i r ig ida por la prop ia policía. En el Centro se limitó a unas cuantas escaramuzas y motines ca -llejeros. Sólo hubo algunos reductos aislados — M e d i n a de Rioseco — en donde vivióse una epopeya parecida a la v i -v ida en ViHanueva de la Serena por los soldados sublevados en el movimiento de l 9 de dic iembre.

  • — 34 —

    María L u i s a asistía impasible y desde lejos, al curso y al proceso de la revolución. Veía de qué manera se m o v i -l i zaban los hombres ocupando las fábricas de a r m a s ; los mineros se habían apoderado de los centros de explotación, proclamando en aquel la cuenca, b i e n preparada, e l comu-nismo l ibertario .

    L l e g a b a n las noticias, confusas. Mientras funcionó la r a -d io de Barce lona, recogían las noticias de Cataluña, favora-bles al movimiento . Pero al producirse el 6 la caída de la Genera l idad , fué ya la rad io d e l gobierno la que funcionó, encargada de traer la desconfianza a las filas de los que en Asturias se mantenían en la calle.

    Poco a poco fueron l legando las noticias. Las fuerzas que estaban haciendo maniobras en Astorga, se dirigían h a -cia Asturias .

    La prov inc ia de León les interceptaba el paso, oponién-doles resistencia pueblo a pueblo . En Asturias , después de l sueño tr iunfante de la revolución victoriosa, se aprestaron a organizar la defensa.

    E m p e z a r o n a surgir los primeros choques entre comunis-tas, socialistas y anarco-sindicalistas. Los primeros y los segundos se negaban a armar a los terceros, temiéndoles. José María Martínez, que fué con un grupo de Gijón a en-trevistarse con el E j e c u t i v o revolucionario , fué hallado muer-to antes de que pud ie ran matarle las tropas. N a d a puede decirse aún sobre su f i n , ya que se desconoce totalmente el misterio que rodeó aquel hecho.

    L a s tropas i ban entrando por León y por el mar. Z u m -baban ya los aviones, sembrando de obuses los campos y las ciudades. El día en que cayó Gijón y las tropas empe-zaron la marcha sobre Oviedo , organizáronse en Orbejo las primeras mi l i c ias de mineros que iban a defender la capital .

    E r a un ejército parecido a aquellos ejércitos que sal -varon a F r a n c i a el 98 y 99, d ir ig idos por el general Hoche . Hombres de todas las edades ; mujeres de todas las clases sociales, formaban en las mi l ic ias .

    Ha sido, es esta epopeya de las mujeres en Asturias la que no se ha escrito y quisiera yo escribir algún día. M u -chachas jóvenes que acompañaban a los destacamentos de obreros y campesinos, sirviéndoles la comida , siendo enfer-meras cuando era necesario y soldados cuando se terciaba. Mujeres que manejaban las armas con tanta precisión y tan-ta soltura como los hombres.

    ¿De dónde salieron? N a d i e podrá saberlo nunca, como n a -die sabe de dónde salen los productos específicos y deter-minantes de ufl hecho revolucionario . Surgen por genera-

  • — 35 —

    ción espontánea o son el producto de una elaboración de siglos.

    L a s noticias que i ban l legando a Orbejo eran cada vez más confusas, más contradictorias y más angustiosas. Las tropas i ban penetrando en Asturias , p a l m o a palmo, entre ríos de sangre y en medio de u n a de fensa y de una des-trucción espantosas. Sabíase que habían desembarcado C o -loniales y Legión Extranjera ; que el general que mandaba las fuerzas había lanzado u n a proc lama por med io de av io -nes, comunicando a las vi l las que, si no se rendían y deja-ban pasar sin resistencia a las tropas que i b a n hacia O v i e -do, soltaría a los moros y a los legionarios, dándoles carta blanca. Los pueblos no cejaban en su resistencia, y la L e -gión y los Coloniales hacían estragos. Se contaban por cen-tenas las muertes de mujeres y niños ; los incendios de po-blados, las violaciones de muchachas ; la entrada a cuchi l lo en las poblaciones que más enérgica resistencia oponían.

    El día que cayó O v i e d o en poder de las tropas, la des-esperación se apoderó de todos. No se sabía ya cuántos* hombres faltaban en los hogares ; la cantidad de criaturas que habían quedado huérfanas de padre y madre.

    María L u i s a , desde lo alto de un cerro, contemplaba ca-da día, durante horas -y horas, el humo de los incendios de Oviedo . Oíase retumbar el cañón a lo lejos y traspasaba los oídos el estruendo de las explosiones de los obuses.

    —¿Qué habrá sido de ellos? — preguntábase m i l veces cada minuto .

    Pensaba ya , indistintamente, con una angustia espantosa, en Salcedo y en Pereda ; en C a r m e n , en tantos padres de sus alumnos que habían salido movil izados de Orbejo y que no volverían jamás.

    Al día siguiente de la caída de Ov iedo empezaron a l le -gar, fugitivos a través de las montañas, los que habían con-seguido hu i r de la c iudad , antes de que las tropas la ocupa-ran. Ejército de desesperados ; batallones harapientos ; hom-bres cubiertos de sangre y de lodo, con la mirada de locos.

    Contaban visiones de horror, descripciones de espanto, que helaban la sangre.

    María L u i s a , entre ellos, mientras Ies alimentaban y pro-Curaban tranquil izarlos , inquiría ansiosamente :

    —¡Contad, contad! ¿Qué habéis visto? ¡Cuántas cosas contaban! Imposible transcribirlas todas.

    Fué aquello una guerra espantosa, enloquecedora. Fué aque-l lo peor que una guerra, ya que los horrores de la pror pía guerra europea, fueron repetidos, si no superados.

  • — 36 —

    —Y de a lcedo, ¿qué sabéis? — pudo preguntar al cabo a uno que sabía que le conocía, pues era de Orbejo .

    — ¡ D e Salcedo! ¡Pobre Salcedo! Ya está muerto. Cayó con la casa donde estaban defendiéndose ; había veintiséis. Les cogieron vivos y les pasaron inmediatamente por las ar-mas.

    María L u i s a apoyóse en u n a mesa, para no caer al suelo. Estaba espantosamente pálida. Repuesta un poco, pudo continuar interrogando :

    —Y de su compañera, ¿qué sabéis? — N o sé nada. C u a n d o salimos nosotros, aun vivía. ¡Qué

    mujer! Defendía como u n a leona el la sola la entrada de una calle. C o n u n a ametral ladora en la mano, la, disparaba con tanta precisión, que donde ponía el ojo, segaba al ene-migo. ¡Quién sabe qué habrá sido de e l la !

    —¿Y... Pereda? ¿Sabéis algo de Pereda? Aquel los no sabían nada. Pero otros que v inieron detrás

    de ellos d i jeron que lo habían visto preso, conducido por un pelotón de soldados.

    — ¡ L e condenarán a muerte ! — murmuró María L u i s a , —¿Condenarán? Le habrán ya condenado. A los que les

    encuentran con armas, ju ic io sumarísimo, y fusilados inme-diatamente.

    ¡Qué noche pasó María L u i s a ! Sentía como si todo se hubiera desplomado a su alrededor, como si la v ida se escapara de sus venas ; sentía también como un fuero que le abrasaba las entrañas ; un furor sobrehumano poseerla.

    A u n no habían l legado al límite. A u n les faltaba 0 ver y sentir con sus propios ojos y con su propia carne. La silueta de Salcedo, esfumada en aquel crepúsculo de sangre y h u -mo ; perd ida para siempre en la muerte , había de quedar como ahogada por aquel montón horrendo de cadáveres que crecía, crecía, crecía.

    V I I

    EL PASO DE LOS BARBAROS

    L a s fuerzas de l gobierno i ban subiendo, subiendo. A l frente i b a n las columnas de choque : los Coloniales y la Legión. E r a n ellos los primeros que penetraban en los p o -blados, sembrando el espanto y la confusión, siendo m e n -sajeros de horror y de muerte .

    En los moros, había la vo luptuosidad de la revancha : trataban a los españoles como habían sido tratados por ellos en Marruecos ; v io laban a las mujeres blancas con el do -

  • — 37 —

    ble placer sádico de una especie de restitución de h u m i l l a -ciones. L o s segundos eran los hombres de todas las L e g i o -nes extranjeras ; desplazados de la sociedad, fugitivos de to-das las leyes, puestos fuera d,e la v i d a honrada por todos los códigos, refugiados allí, porque no les pedían cédula ni historia de ningún pasado.

    En Orbe jo les esperaban ya de un momento a otro. S a -bían que la revolución había f racasado ; que el resto de España no había respondido como debía a aquel ensayo he-roico.

    Cuantos hombres había hábiles en el pueblo , decidieron ausentarse de él antes de la l legada de las tropas. T o d a resistencia era inútil y pensaban que, no oponiéndola, q u i -zá se conseguiría que no se cometieran desmanes.

    Quedó el poblado sólo con las mujeres, los niños y los viejos. María L u i s a , como cada tarde, se fué al Cerro . Allí la siguieron Menéndez, V a l l e y un grupo de mineros, que no querían alejarse demasiado de Orbejo para ver a d is -tancia lo que pasaba a la l legada de las fuerzas de l gQ-bierno.

    E r a una tarde de octubre, apacible y serena. Hacía ca -lor aún ; no era raro aquel día en el otoño, estación suave y agradable en el Mediodía de E u r o p a .

    Hacía cosa de una hora que se encontraban en el Cerro María L u i s a y los hombres que con el la se hal laban, cuando oyeron redoble de tambores a lo lejos. Pocos momentos des-pués, descargas de fusilería.

    —¿Contra quién diablos t iran, si nadie les ofrece resisten-cia? — exclamó Menéndez, extrañado.

    —Supongo que de los Caseríos no les habrán hecho algún disparo — murmuró María L u i s a . •

    —¿Qué h a n de hacerles, si no queda, allí más que la m a -dre y los tres chavales?

    El ru ido de los disparos se oía cada vez más próximo. L o s que en el Cerro había alargaban el cuel lo y la vista, para ver si distinguían hacia dónde dirigíanse las descargas. Pronto vieron algo que les erizó los cabellos. Las fuerzas avanzaban sobre Orbejo , arrojando bombas lanzallamas, que prendieron en las primeras casas de l pueblo .

    E l cura, espantado, temiendo que hiciesen una barbar i -d a d con el pueblo , ordenó al sacristán que pusiera un trapo blanco en el campanario .

    Lo vieron o no lo v ieron los sitiadores ; la cuestión fué que cuando se d ieron cuenta de la insignia de paz , habían lanzado sobre Orbejo tantas bombas explosivas, que el po-blado no era más que u n a enorme hoguera. Los morado-

  • res que pudieron escapar, huyeron campo a traviesa l a n -zando gritos. Muchos mur ie ron achicharrados ; otros cayeron víctimas de l fuego de fusilería que no cesaba.

    Pasó esto en el curso breve de una m e d i a hora escasa. Los mineros que había en lo alto d e l Cerro miraban ató-nitos, con los ojos desorbitados, ba lbuc iendo :

    —'¡Pero qué es eso, qué es eso! ¿Es que están locos? ¿Qué hacen, qué hacen?

    Cuando se d ieron cuenta de lo que pasaba, bajaron como rayos, exponiéndose a despeñarse, dispuestos a la defensa, al ataque, a lo que fuese, pensando en las mujeres, en los hijos, en los padres que habían dejado a merced de los sitiadores.

    Se toparon con los que huían, chicuelos y mujeres, ja-deantes y como locos :

    — ¡ N o bajéis, no bajéis! ¡Os v a n a matar a. todos! ¡Todo el pueblo arde! ¡Están locos, locos!

    María L u i s a conservó su sangre fría, erí medio d e l espan-to, de la rabia , de la desesperación de aque l puñado de hombres.

    —¿De qué va a servimos volver al pueblo? — gritó —. Os matarán a vosotros ; no respetarán tampoco las vidas de las mujeres y de los niños. Debíamos suponer lo que pasaría ; que Orbejo no sería una excepción entre tantos pueblos devastados. Vo lvamos al monte. Allí no vendrán a buscamos. La mayor parte vais armados ; hay qu ien tiene arma corta y arma larga. Repartámoslas entre todos, h o m -bres y mujeres, y pensemos que esto habrá de ser una lucha s in cuartel ; al que cojan con v i d a , le pasarán por las armas.

    —'¡Pero- yo quiero saber antes qué han hecho de mis chicos! — gritó un minero de rudo semblante, al que sur-caban lágrimas como puños —>. ¡Hijos de p...! ¡Ojalá no quedara uno !

    — C u a n d o haya pasado e l furor de l pr imer momento, cuando estén aposentados en Orbe jo ó lo dejen, pues pro -bab'emente sólo v a n de paso, bajaréis unos cuantos. Ahora no.

    María L u i s a hablaba con imper io , con energía, con ojos brillantes y el domin io en la voz que decide a los hom-bres y les somete inconscientemente.

    Permanecieron en un altozano próximo a l Cerro un buen rato más. Oyeron de nuevo el redoble de tambores y v i e -ron las columnas de fuerza que se alejaban de Orbejo . Por lo visto, parlamentaron con el cura o con alguien de auto-ridad de la población, que les explicó la situación de l pue-

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    blo , dejado s in hombres, y la poca intervención que Orbejo había tenido en los sucesos.

    Lamentaron el incendio y la muerte de bastantes v e c i -nos, produc ida p o r ' e l fuego de fusilería, y marcharon a marchas forzadas, pues antes de anochecer tenían que reu -nirse con otra co lumna en la cabeza de part ido .

    Los hombres pasaron revista a los que querían bajar a Orbejo , exponiéndose a topar con algún retén de fuerza. Lo hic ieron seis, decididos a todo y armados.

    En Orbejo no había quedado más que un escaso pelo-tón de soldados, que, atrincherados en el Ayuntamiento , contemplaban como los vecinos corrían l levando cubos de agua e intentando apagar el fuego de las viviendas.

    Muchas casas quedaron totalmente quemadas ; otras en parte, muriendo en ellas animales y personas. Los vecinos que lamentaban — era la frase eufemista creada por las circunstancias — la pérdida de algún deudo, buscaban sus restos entre las ruinas humeantes o lo acarreaban a b r a -zos desde las afueras de l pueblo , donde había caído, al intentar hu i r de las l lamas.

    Aparte esto, la paz, en Orbejo , era absoluta. V a l l e bus-caba su casa, y no pudo hal lar la . Buscó a su padre, para-lítico, y le di jeron que estaba asado junto con la v iv ienda . Buscó a su mujer y a sus tres chiqui l los , y halló a dos l l o -rando al lado de l cadáver de la madre y de l más peque-ñín, que había muerto con el la , cuando querían escapar del pueblo.

    V a l l e no di jo una palabra. Se enjugó con la mano los ojos ; cogió a sus dos chiqui l los , uno bajo cada brazo, y salió con ellos de Orbejo,