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 · Hokusai de la semejanza en la diversidad. Pero Aubrey no llegó a la edad de 110. No obstante, es muy estimado y se daba cuenta del significado de su libro. «Me acuerdo», dijo

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Título: Vidas imaginariasTítulo original: Vies imaginaires, 1896

De la edición:Licencia Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 InternacionalSe permite copiar y compartir esta edición por cualquier medio, siempre y cuando no se haga con fines comerciales, no se modifique el contenido, se respete su autoría y esta nota se mantenga.

De la traducción:Licencia Reconocimiento-CompartirIgual 4.0 InternacionalSe permite la reproducción, redistribución, remezcla, retoque y transforma-ción de esta traducción al español, incluso con fines comerciales, siempre y cuando todas sus obras derivadas se licencien bajo estas mismas condiciones, se respete su autoría y esta nota se mantenga.

Primera edición, 2019

Diseño, formación y portada: Erika Rivera Iñiguez y Karla PreciadoViñetas: Karla PreciadoCuidado de la edición y corrección: Alejandro González, Carlos Armenta, Erandi Barbosa, Francisco Estrada y Julio Rivas RojasTraducción: Francisco Estrada y Alejandro GonzálezGestión editorial: Militza Ledezma

El Quinqué Amarillo Publicaciones, S. C. de R.L. de C. V.Rinconada del Nardo 415 Col. Rinconada Santa RitaC. P. 44690Guadalajara, Jalisco

Este libro se realizó con el apoyo del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes a través del Programa de Fomento a Proyectos y Coinversiones Culturales 2018.

isbn: 978-607-96834-8-1Impreso en México

www.elquinqueeditorial.com

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7Prefacio

p r e f a c i o

La ciencia histórica nos deja en la incertidumbre respecto a los individuos. Sólo nos revela los puntos

donde se relacionaron con las acciones generales. Nos dice que Napoleón estaba enfermo el día de Waterloo, que se debe atribuir la excesiva actividad intelectual de Newton a la continencia absoluta de su temperamento, que Alejandro Magno estaba ebrio cuando mató a Clito y que la fístula de Luis xiv pudo ser la causa de algunas de sus decisiones. Pascal razonaba sobre la nariz de Cleo-patra, si hubiera sido más corta, o en torno a un grano de arena en la uretra de Cromwell. Todos estos hechos indi-viduales sólo tienen valor porque modificaron los acon-tecimientos o porque habrían podido desviar su curso. Se trata de causas reales o posibles. Es mejor dejárselas a los sabios.

El arte es lo opuesto de las ideas generales; describe sólo lo individual y desea sólo lo único. No clasifica: desclasifica. Por más vueltas que le demos al asunto, nuestras ideas generales pueden asemejarse a las que ocurren en el planeta Marte y tres líneas que se intersecan

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forman un triángulo en todos los puntos del universo. Pero miren la hoja de un árbol, con sus nervaduras caprichosas, sus tintes variables según la sombra o el sol, la protuberancia provocada por la caída de una gota de lluvia, la picadura que ha dejado un insecto, el rastro plateado de un pequeño caracol, las primeras trazas del dorado mortal que marca el otoño; busquen una hoja exactamente idéntica en todos los bosques del mundo: los desafío. No hay ciencia de las membranas de un foliolo, de los filamentos de una célula, de la curvatura de una vena, de la manía de un hábito, de los pliegues de un carácter. Que tal hombre haya tenido la nariz torcida, un ojo más arriba que el otro, nudosa la articulación del brazo; que haya tenido la costumbre de comer a tal hora una pechuga de pollo, que haya preferido la malvasía en vez de un Château-Margaux: ¡eso es lo que no tiene paralelo en el mundo! Tan bien como Sócrates, Tales habría podido decir gnothi seauton; pero no se habría rascado la pierna en prisión de la misma manera antes de beber la cicuta. Las ideas de los grandes hombres son patrimonio común de la humanidad: cada uno de ellos no era dueño más que de sus propias rarezas. El libro que describiría a un hombre con todas sus anomalías sería una obra de arte semejante a las estampas japonesas donde se ve eternamente la imagen de una pequeña oruga atisbada una sola vez a una hora particular del día.

Las historias guardan silencio respecto a estas cosas. En la árida colección de materiales que proveen los tes-timonios, no hay muchas fisuras singulares e inimitables. Los biógrafos antiguos son particularmente avaros. Al

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tomar en consideración sólo la vida pública o la gramá-tica, no nos transmitieron más que los discursos y los títulos de los libros de los grandes hombres. Es Aristó-fanes mismo quien nos dio la alegría de saber que era calvo, y si la nariz chata de Sócrates no hubiera servido para hacer comparaciones literarias, si su costumbre de caminar con los pies descalzos no hubiera formado parte de su sistema filosófico de desprecio por el cuerpo, habríamos conservado de él únicamente sus interroga-torios de moral. Los chismorreos de Suetonio no son sino rencorosas polémicas. El ingenio de Plutarco a veces hizo de él un artista; pero no supo comprender la esencia de su arte, puesto que imaginó «paralelos», ¡como si dos hombres propiamente descritos en todos sus detalles pudieran asemejarse! Estamos obligados a consultar a Ateneo, a Aulio Gelio, a los comentaristas y a Diógenes Laercio, que creyó haber compuesto una especie de historia de la filosofía.

El sentimiento de lo individual se desarrolló más en la era moderna. La obra de Boswell sería perfecta si no hubiera juzgado necesario citar la correspondencia de Johnson ni las digresiones sobre sus libros. Las Vidas de personas eminentes de Aubrey son más satisfacto-rias. Aubrey tuvo, sin duda alguna, el instinto de la biografía. ¡Pero qué molesto es que el estilo de este excelente anticuario no esté a la altura de su concepción! Su libro habría sido la recreación eterna de los espíritus avezados. Aubrey no mostró jamás la necesidad de establecer un vínculo entre los detalles individuales y las ideas generales. Le bastaba que otros hubieran otorgado

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la celebridad a los hombres en los que él se interesaba. No se sabe la mayoría de las veces si se trata de un matemá-tico, de un estadista, de un poeta o de un relojero. Pero cada uno de ellos tiene rasgos únicos, que lo diferencian para siempre de los demás hombres.

El pintor Hokusai esperaba alcanzar, cuando cumpliera 110 años, el ideal de su arte. En ese momento, decía, cada punto, cada línea trazada por su pincel estarían vivos. Por vivos hay que entender que serían individuales. Nada más semejante que los puntos y las líneas: la geometría se funda en ese postulado. El arte perfecto de Hokusai exigía que ya nada fuera diferente. Por eso el ideal del biógrafo sería diferenciar infinitamente el aspecto de dos filósofos que han inventado casi la misma metafísica. De ahí que Aubrey, que se ocupa solamente de los hombres, no alcance la perfección, ya que no supo cumplir con la milagrosa transformación que buscaba Hokusai de la semejanza en la diversidad. Pero Aubrey no llegó a la edad de 110. No obstante, es muy estimado y se daba cuenta del significado de su libro. «Me acuerdo», dijo en su prefacio a Anthony Wood, «de una expre-sión del general Lambert: that the best of men are but men at the best, de la que encontrarán ustedes diversos ejemplos en esta basta y apresurada colección. Tampoco estos arcanos deberán ser expuestos a la luz del día sino hasta dentro de unos treinta años. ¡Conviene, en efecto, que tanto el autor como los personajes (cual nísperos) se hayan podrido primero!».

Podríamos descubrir entre los predecesores de Aubrey algunos rudimentos de su arte. Es así que Diógenes Laercio

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nos enseña que Aristóteles llevaba sobre el estómago una bolsa de cuero llena de aceite caliente y que en su casa se encontró, al morir, una gran cantidad de ánforas de barro. No sabremos nunca qué es lo que Aristóteles hacía con tantas vasijas. Y el misterio resulta tan agra-dable como las conjeturas en las que nos sume Boswell en torno al uso que le daba Johnson a las cáscaras secas de naranja que solía conservar en sus bolsillos. Aquí Diógenes Laercio se alza casi al nivel sublime del inimi-table Boswell. Pero se trata de placeres escasos. Aubrey, por su parte, nos los ofrece en cada línea. Milton, nos dice Aubrey, «pronunciaba la letra r muy marcada». Spenser «era un hombrecillo, usaba el cabello corto, una pequeña gorguera y puños estrechos». Barclay «vivía en Inglaterra por la época tempore R. Jacobi. Era en ese entonces un viejo de barba blanca y usaba un sombrero de plumas, lo que escandalizaba a ciertas personas serias». A Erasmo «no le gustaba el pescado, a pesar de ser originario de una ciudad pesquera». Sobre Bacon: «Ninguno de sus sirvientes se atrevía a aparecer frente a él sin botas de cuero español, pues de inmediato percibía el olor del cuero de becerro, que le desagradaba». El doctor Fuller «tenía la cabeza tan metida en su trabajo que, al pasearse y meditar antes de la cena, se comía un pan de dos centavos sin darse cuenta». Sobre Sir William Davenant hace la siguiente observación: «Estuve en su entierro; tenía un ataúd de nogal. Sir John Denham aseguró que era el ataúd más bello que jamás había visto». Escribió a propósito de Ben Johnson: «Escuché decir al Sr. Lacy, el actor, que tenía la costumbre de usar un abrigo semejante

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a una bata de dormir, con aberturas bajo las axilas». He aquí lo que le sorprendió de William Prinne: «Su manera de trabajar era así. Se ponía un gorro alargado hecho de piqué que le cubría los ojos por unas dos o tres pulgadas al menos y que le servía como pantalla para protegerse de la luz, y cada tres horas más o menos, su sirvienta debía llevarle un pan y un tarro de cerveza para reavivar sus ánimos; de tal manera que trabajaba, bebía y masticaba su pan, y esto lo entretenía hasta la noche, cuando disfrutaba de una buena cena». Hobbes «perdió mucho de su cabello en su vejez; sin embargo, en su casa, tenía la costumbre de estudiar con la cabeza al desnudo, y decía que nunca se resfriaba, pero su mayor molestia era impedir que las moscas llegaran a posarse sobre su calva». No nos dice nada sobre la Oceana de John Harrington pero nos cuenta que el autor «en el año de 1660 fue encerrado en la Torre de Londres, donde permaneció hasta su traslado al castillo de Portsea. Su estancia en dichas prisiones (al ser un caballero de espíritu elevado y de cabeza caliente) fue la causa procatártica de su delirio o su locura, que no fue furiosa dado que conversaba de manera bastante razonable y era de trato muy agradable; pero se le ocurrió la fantasía de que su sudor se convertía en moscas y a veces en abejas, ad cetera sobrius; y mandó construir una casita de tablas en el jardín del Sr. Hart (frente al parque St. James) para hacer un experimento. La volteaba hacia el sol y se sentaba enfrente; luego mandaba traer colas de zorro para espantar y masacrar todas las moscas y abejas que pudiera encontrar; enseguida cerraba las ventanas.

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Sólo hacía este experimento en tiempo de calor, de manera que algunas moscas se escondían en las rendijas y en los pliegues de las cortinas. Al término quizá de un cuarto de hora, el calor hacía salir de su hoyo a una mosca o dos o más. Entonces gritaba: «¿Acaso no ven claramente que salen de mí?».

Esto es cuanto nos dice respecto a Meriton: «Su ver-dadero nombre era Head. El Sr. Bovey lo conocía bien. Nació en… Era librero en Little Britain. Estuvo entre los bohemios. Tenía un aspecto de pícaro, con su mirada presuntuosa. Era capaz de cambiarse a cualquier forma. Se declaró en bancarrota dos o tres veces. Al final se volvió librero, en sus últimos años. Se ganaba la vida con sus garabatos. Le pagaban 20 centavos por hoja. Escribió varios libros: The English Rogue, The Art of Wheadling, etc. Se ahogó en altamar de camino a Plymouth alre-dedor de 1676, cuando tenía unos 50 años».

Finalmente, hay que citar su biografía de Descartes:

sr. renatus des cartes

«Nobilis Gallus, Perroni Dominus, summus Mathema-

ticus et Philosophus, natus Turonum, pridie Calendas

Apriles 1596. Denatus Holmiae, Calendis Februarii,

1650» (encontré esta inscripción al pie de su retrato rea-

lizado por C. V. Dalen). Cómo pasó su tiempo durante

su juventud y por qué método se volvió tan sabio, lo

cuenta al mundo en su tratado titulado Del método. La

Sociedad de Jesús se jacta del hecho de haber tenido el

honor de educarlo. Vivió varios años en Egmont (cerca de

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La Haya) donde dató varios de sus libros. Era un hombre

demasiado sabio como para cargar con una esposa; pero,

al ser hombre, tenía los deseos y apetitos de uno; por eso

mantenía una bella mujer de buena condición a quien

amaba y con quien tuvo varios hijos (creo que dos o tres).

Resultaría muy sorprendente que, al haber salido de las

entrañas de semejante padre, no hubieran recibido una

buena educación. Era tan eminentemente sabio que todos

sus pares lo visitaban y muchos de ellos le suplicaban que

les mostrara sus… de instrumentos (en aquella época la

ciencia matemática estaba estrechamente ligada al cono-

cimiento de los instrumentos, y así nombraba Sir H. S.

a la práctica de los trucos). Entonces abría un cajoncito

bajo la mesa y les mostraba un compás con una de las

patas rota; y luego, como regla, utilizaba una hoja de

papel plegada en dos.

Está claro que Aubrey tuvo perfecta consciencia de su trabajo. No crean que desconocía el valor de las ideas filosóficas de Descartes o de Hobbes. No es eso lo que le interesaba. Nos dice muy claramente que Descartes mismo había ya explicado su método al mundo. No ignora el hecho de que Harvey descubrió la circulación de la sangre, pero prefiere notar que este gran hombre pasaba sus insomnios paseándose en camisón, que tenía mala letra y que los médicos más célebres de Londres no hubieran dado ni un centavo por una de sus recetas. Aubrey está seguro de habernos esclarecido acerca de Francis Bacon al explicarnos que tenía ojos vivos y delicados, color avellana e iguales a los de una víbora.

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Pero no es un gran artista al nivel de Holbein. No sabe fijar para la eternidad a un individuo por medio de sus rasgos especiales sobre un fondo de semejanza con el ideal. Le da vida a unos ojos, a una nariz, a la pierna, a la mueca de sus modelos: no sabe animar su rostro. El viejo Hokusai veía bien que había que volver individual lo más general. Aubrey no tuvo la misma perspicacia. Si el libro de Boswell tuviera sólo diez páginas, sería la obra de arte esperada. El buen sentido del doctor Johnson se compone de los lugares comunes más vulgares; expre-sado con la violencia extraña con la que Boswell supo pintarlo, adquiere una calidad única en este mundo. Solamente este pesado catálogo se asemeja a los propios diccionarios del doctor: se podría extraer una Scientia Johnsoniana, con todo e índice. Boswell no tuvo el valor estético de escoger.

El arte del biógrafo consiste justamente en escoger. No hace falta preocuparse por ser veraz; debe crear algo dentro de un caos de rasgos humanos. Leibniz dice que para hacer el mundo Dios escogió el mejor entre los posibles. El biógrafo, como una divinidad inferior, sabe escoger entre los posibles humanos aquel que es único. No debe equivocarse en el arte más de lo que Dios se equivocó con la bondad. Es necesario que el instinto de ambos sea infalible. Pacientes demiurgos han reunido para el biógrafo ideas, cambios de fisonomía, aconteci-mientos. Su obra se encuentra reunida en las crónicas, las memorias, la correspondencia y los escolios. En medio de este burdo compendio, el biógrafo selecciona con qué componer una forma que no se asemeje a ninguna otra.

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De nada vale que se parezca a otra que ya haya sido creada por un dios superior, siempre y cuando sea única, como cualquier otra creación.

Los biógrafos desafortunadamente han creído por lo general ser historiadores. Y por eso nos han privado de retratos admirables. Supusieron que sólo la vida de los grandes hombres podía interesarnos. El arte es ajeno a estas consideraciones. A los ojos del pintor, el retrato de un hombre desconocido pintado por Cranach tiene tanto valor como el retrato de Erasmo. No es gracias al nombre de Erasmo que esta pintura es inimitable. El arte del biógrafo residiría en dar tanto valor a la vida de un pobre actor como a la vida de Shakespeare. Es un instinto primario el que nos hace notar con placer la contracción del esternomastoideo en el busto de Alejandro Magno, o el mechón sobre la frente del retrato de Napoleón. La sonrisa de Mona Lisa, de la que nada sabemos (se trata, quizá, de un rostro de hombre) resulta más misteriosa. Una expresión facial dibujada por Hokusai nos lleva a meditaciones más profundas. Si se intentara cultivar el arte en que sobresalieron Boswell y Aubrey, no haría ninguna falta describir minuciosamente al hombre más grande de su época o resaltar las características de los más célebres del pasado, sino contar con el mismo cuidado las existencias únicas de los hombres, así hayan sido divinas, mediocres o criminales.

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17Empédocles • Supuesto dios

e m p é d o c l e s•

Supuesto dios

Nadie sabe cuál fue su linaje, ni cómo vino a la tierra. Apareció cerca de las doradas márgenes del río

Acragas, en la bella ciudad de Agrigento, poco después de la época en que Jerjes mandó azotar el mar con cadenas. La tradición recoge solamente que su abuelo se llamaba Empédocles: nadie lo conoció. Sin duda eso hay que interpretarlo como que era hijo de sí mismo, tal como corresponde a un Dios. Pero sus discípulos aseguran que antes de recorrer en su gloria los campos de Sicilia, ya había pasado cuatro existencias en nuestro mundo y que

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había sido planta, pez, pájaro y muchacha. Usaba un manto púrpura sobre el que dejaba caer su largo cabello; tenía alrededor de su cabeza una cinta de oro, sandalias de bronce en sus pies y llevaba guirnaldas tejidas de lana y de laureles.

Por la imposición de sus manos curaba a los enfermos y recitaba versos, a la manera de Homero, con acentos pomposos, montado sobre un carro, y con la cabeza levantada hacia el cielo. Una numerosa tropa de gente lo seguía y se postraba frente a él para escuchar sus poemas. Bajo el cielo puro que alumbra los trigales, los hombres llegaban de todas partes para ver a Empédocles, con los brazos cargados de ofrendas. Los tenía boquiabiertos mientras les cantaba de la bóveda divina, hecha de cristal, la masa de fuego que llamamos sol, y el amor, que todo lo contiene, semejante a una vasta esfera.

Todos los seres, decía, son sólo pedazos sueltos de esta esfera de amor donde se introdujo el odio. Y eso que llamamos amor es el deseo de unirnos y de fundirnos y de confundirnos, tal como estuvimos otrora, en el seno del dios globular que la discordia rompió. Invocaba el día en que la esfera divina se hincharía, luego de todas las transformaciones de las almas. Puesto que el mundo que conocemos es obra del odio y su disolución será obra del amor. Así cantaba en las ciudades y los campos; y sus sandalias de bronce traídas de Laconia tintineaban en sus pies, y frente a él los címbalos sonaban. Mientras tanto, de la garganta del Etna surgía una columna de humo negro que arrojaba su sombra sobre Sicilia.

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19Empédocles • Supuesto dios

Semejante a un rey del cielo, Empédocles vivía cubierto de púrpura y ceñido de oro, mientras que los pitagó-ricos se arrastraban en sus delgadas túnicas de lino, con su calzado hecho de papiro. Se decía que Empédocles sabía hacer desaparecer las lagañas, disolver los tumores y extraer los dolores de los miembros; se le suplicaba que hiciera cesar las lluvias y los huracanes; conjuró las tempestades sobre un círculo de colinas; en Selinunte, expulsó la fiebre luego de mandar desviar el cauce de dos ríos hacia el lecho de un tercero; y los habitantes de Selinunte lo adoraron y le levantaron un templo, y acu-ñaron medallas donde su efigie se situaba cara a cara con la efigie de Apolo.

Otros afirman que fue adivino y que, instruido por los magos de Persia, dominaba la necromancia y la ciencia de las hierbas que enloquecen. Un día en que cenaba en casa de Anquitos, un hombre furibundo irrumpió en la sala, blandiendo su espada. Empédocles se levantó, le tendió el brazo y cantó los versos de Homero sobre el nepentes que otorga la insensibilidad. De inmediato la fuerza del nepentes envolvió al furibundo, y éste se quedó quieto, con la espada desenvainada, olvidándolo todo, como si hubiera bebido el suave veneno mezclado con el vino espumoso de una crátera.

Los enfermos se le acercaban fuera de las ciudades y Empédocles se veía rodeado de una multitud de meneste-rosos. Había mujeres que se unían a su séquito. Besaban los faldones de su manto precioso. Una se llamaba Pantea, hija de un noble de Agrigento. Debía ser consagrada a

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Artemisa, pero se había escapado lejos de la fría estatua de la diosa y consagró su virginidad a Empédocles. No se les vieron jamás señales de amor, dado que Empédo-cles conservaba una insensibilidad divina. No profería palabra alguna si no era en metro épico y en dialecto jonio, a pesar de que el pueblo y sus fieles sólo usaban el dorio. Todos sus gestos eran sagrados. Cuando se aproxi-maba a los hombres, era para bendecirlos o sanarlos. La mayor parte del tiempo permanecía en silencio. Ninguno de sus seguidores pudo nunca sorprenderlo mientras dormía. Se le vio únicamente majestuoso.

Pantea estaba vestida de lana fina y oro. Su cabello estaba arreglado según la rica moda de Agrigento, donde la vida transcurría apaciblemente. Llevaba los senos ceñidos por un estrofa rojo y la suela de sus san-dalias estaba perfumada. Por lo demás, era bella y de talle alargado, y de color muy deseable. Es imposible asegurar que Empédocles la amó, aunque tuvo piedad de ella, porque el viento asiático engendró la peste sobre los campos sicilianos. Muchos hombres fueron tocados por los negros dedos de la plaga. Incluso los cadáveres de las bestias se esparcían a la orilla de la praderas y se veían, aquí y allá, ovejas peladas, muertas con el hocico abierto hacia el cielo, con las costillas salidas. Y Pantea languideció de esta enfermedad. Cayó a los pies de Empédocles y no respiró más. Los presentes levan-taron sus miembros rígidos y los bañaron en vino y hierbas aromáticas. Desataron el estrofa rojo que ceñía sus senos jóvenes y la cubrieron de vendajes. Su boca

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21Empédocles • Supuesto dios

entreabierta fue sostenida con un lazo y sus ojos vacíos no reflejaban más la luz.

Empédocles la vio, se quitó la diadema de oro que le ceñía la frente y se la puso a la joven. Colocó sobre sus senos la guirnalda de laurel profética, cantó versos desco-nocidos sobre la transmigración de las almas y le ordenó tres veces que se levantara y anduviera. La muchedumbre era presa del terror. Al tercer llamado, Pantea salió del reino de las sombras y su cuerpo se reanimó y se puso de pie, completamente envuelto con vendas fúnebres. Y el pueblo vio que Empédocles era invocador de muertos.

Pisiánates, padre de Pantea, vino a adorar al nuevo dios. Se pusieron mesas bajo los árboles de sus tierras para ofrecerle libaciones. A los costados de Empédo-cles había esclavos que sostenían grandes antorchas. Los heraldos proclamaron, al igual que en los misterios, el silencio solemne. De repente, en la tercera vigilia, las antorchas se apagaron y la noche envolvió a los adoradores. Y una voz fuerte clamó: «¡Empédocles!». Cuando se hizo la luz, Empédocles había desaparecido. Los hombres no lo volvieron a ver.

Un esclavo espantado contó que había visto una flecha roja que surcaba las tinieblas hacia la cima del Etna. Los fieles escalaron las laderas áridas de la montaña bajo el pálido brillo del alba. El cráter del volcán vomitaba un haz de llamas. Encontraron, sobre el poroso brocal de lava que rodeaba el abismo ardiente, una sandalia de bronce deformada por el fuego.

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23Heróstratos • Incendiario

h e r ó s t r a t o s•

Incendiario

La ciudad de Éfeso, donde nació Heróstratos, se extendía sobre la desembocadura del Caístro, con

sus dos puertos fluviales, hasta los muelles de Panormo, desde donde se veía, sobre el mar profundamente teñido, la línea brumosa de Samos. La ciudad rebosaba de oro y finas telas, de lanas y rosas, desde que los magnesios, con sus perros de guerra y esclavos lanzadores de jaba-linas, habían sido vencidos a orillas del Meandro, y desde que la magnífica Mileto había sido arrasada por

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24Marcel Schwob

los persas. Era una ciudad apacible, donde se festejaba a las cortesanas en el templo de Afrodita Hetaira. Los efesios vestían túnicas amórginas, transparentes, vestidos de lino hilado en rueca color violeta, púrpura y azafrán, sarápides color amarillo manzana y blancos y rosas; telas de Egipto color jacinto, con los destellos del fuego y los móviles matices del mar, y calasiris de Persia, de tejido tupido, ligero, con su fondo escarlata salpicado de pepitas de oro en forma de cuenco.

Entre el monte Prion y un alto acantilado escarpado se veía, a la orilla del Caístro, el gran templo de Artemisa. Habían hecho falta 120 años para construirlo. Pinturas rígidas adornaban sus aposentos interiores, cuyos techos eran de ébano y ciprés. Las pesadas columnas que lo sostenían habían sido embadurnadas de minio. La sala de la diosa era pequeña y ovalada. En medio, se erguía una prodigiosa piedra negra, cónica y reluciente, gra-bada de doraduras lunares, que era nada menos que la propia Artemisa. El altar triangular estaba tallado tam-bién en piedra negra. Otras mesas, hechas de losas negras, estaban perforadas con agujeros regulares para dejar escurrir la sangre de las víctimas. De las paredes colgaban anchas cuchillas de acero con mangos de oro, que ser-vían para abrir las gargantas, y el piso de madera pulida estaba cubierto de vendas ensangrentadas. La gran piedra oscura tenía dos pechos duros y puntiagudos. Así era la Artemisa de Éfeso. Su divinidad se perdía en la noche de las tumbas egipcias y había que adorarla según los ritos persas. Poseía un tesoro guardado dentro de una especie de colmena pintada de verde, cuya puerta piramidal

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25Heróstratos • Incendiario

estaba erizada de clavos de bronce. Allí, entre los anillos, las grandes monedas y los rubíes, yacía el manuscrito de Heráclito que había proclamado el reinado del fuego. El filósofo en persona lo había puesto ahí, al pie de la pirámide, cuando estaba en construcción.

La madre de Heróstratos era violenta y orgullosa. No se supo nunca quién fue su padre. Heróstratos declaró más tarde que era hijo del fuego. Su cuerpo estaba marcado bajo el pecho izquierdo con una media luna, que pareció encenderse cuando lo torturaban. Aquellos que asis-tieron su nacimiento predijeron que estaría sometido a Artemisa. Fue colérico y permaneció virgen. Su rostro estaba corroído por líneas oscuras y el color de su piel era negruzco. Desde su infancia le gustaba estar al pie del alto acantilado cercano al Artemision. Veía pasar las procesiones de ofrendas. Debido a que se ignoraba cuál era su raza, no pudo convertirse en sacerdote de la diosa a la que se creía consagrado. El colegio sacerdotal tuvo que prohibirle varias veces la entrada al naos, donde esperaba correr la tela preciosa y pesada que velaba a Artemisa. Eso lo llenó de odio y juró violar el secreto.

El nombre de Heróstratos no le parecía comparable a ningún otro, tal como su propia persona le parecía superior a toda la humanidad. Deseaba la gloria. Primero se unió a los filósofos que enseñaban la doctrina de Herá-clito: pero de la parte secreta no sabían nada, dado que se hallaba encerrada en la pequeña celda piramidal del tesoro de Artemisa. Heróstratos sólo hizo conjeturas sobre la opinión del maestro. Se endureció al grado de despreciar las riquezas que lo rodeaban. Su disgusto

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por el amor de los cortesanos era extremo. Se creía que reservaba su virginidad a la diosa. Pero Artemisa no se apiadó de él. Le pareció peligroso al colegio de la Gerusía, que vigilaba el templo. El sátrapa permitió que se le exiliara a los arrabales. Vivió en las faldas del Koresos, en una cueva excavada por los antiguos. Desde allí acechaba por las noches las lámparas sagradas del Artemision. Hay quienes suponen que algunos persas ini-ciados llegaron a conversar con él. Pero es más probable que su destino le fuera revelado de golpe.

En efecto, confesó bajo tortura que había compren-dido de repente el sentido de las palabras de Heráclito: el camino hacia arriba, y por qué el filósofo había enseñado que la mejor de las almas es la más seca y la más ardiente. Confesó que su alma, en ese sentido, era la más perfecta y que había querido proclamarlo. No dio otro motivo a sus acciones más que la pasión por la gloria y la alegría de escuchar proferir su nombre. Dijo que sólo su reinado habría sido absoluto, puesto que no había conocido padre y que Heróstratos habría sido coronado por Heróstratos, que era hijo de su obra y que su obra era la esencia del mundo: que así habría conseguido ser al mismo tiempo rey, filósofo y dios, único entre los hombres.

En el año 356, la noche del 21 de julio, al no haber salido la luna en el cielo y al haber adquirido el deseo de Heróstratos una fuerza inusitada, resolvió violar la habitación secreta de Artemisa. Se deslizó por el camino serpenteante de la montaña hasta la ribera del Caístro y ascendió las gradas del templo. Los guardias de los

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sacerdotes dormían a un lado de las lámparas sagradas. Heróstratos tomó una y penetró en el naos.

Se percibía un fuerte olor a aceite de nardo. El caba-llete negro del techo de ébano resplandecía. El óvalo de la habitación estaba dividido por la cortina tejida de hilos de oro y púrpura que escondía a la diosa. Heróstratos, jadeando de excitación, la arrancó. Su lámpara alumbró el cono terrible de senos erguidos. Heróstratos los agarró con ambas manos y besó ávidamente la piedra divina. Luego lo rodeó y advirtió la pirámide verde donde se hallaba el tesoro. Tomó los clavos de bronce de la puer-tita y la arrancó. Hundió sus dedos entre las joyas vír-genes. Pero sólo tomó el rollo de papiro donde Herá-clito había inscrito sus versos. Bajo la luz de la lámpara sagrada los leyó y lo supo todo.

De inmediato gritó: «¡El fuego, el fuego!».Tiró de la cortina de Artemisa y acercó la mecha

ardiente a la parte inferior. La tela ardió primero con lentitud, luego, debido a los vapores de los aceites perfu-mados que la impregnaban, la llama ascendió, azulada, hacia el artesonado de ébano. El terrible cono reflejaba el incendio.

El fuego envolvió los capiteles de las columnas y trepó a lo largo de las bóvedas. Una a una, las placas de oro dedicadas a la poderosa Artemisa cayeron de sus soportes sobre las losas con un estruendo metálico. Luego, el haz fulgurante estalló sobre el techo e iluminó el acantilado. Las tejas de bronce se desplomaron. Heróstratos se irguió en medio del resplandor, clamando su nombre en mitad de la noche.

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Todo el Artemision fue una pila rojiza en medio de las tinieblas. Los guardias atraparon al criminal. Lo amor-dazaron para que dejara de gritar su propio nombre. Fue arrojado a las mazmorras, atado, durante el incendio.

Artajerjes, de inmediato, envió la orden de torturarlo. Confesó sólo lo que ya se dijo. Las doce ciudades de Jonia prohibieron, bajo pena de muerte, transmitir el nombre de Heróstratos a las edades futuras. Pero el rumor lo hizo llegar hasta nosotros. La noche en que Heróstratos abrasó el templo de Éfeso vino al mundo Alejandro, rey de Macedonia.

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29Crates • Cínico

c r a t e s•

Cínico

Nació en Tebas, fue discípulo de Diógenes y conoció también a Alejandro. Su padre, Ascondas, era rico y

le dejó 200 talentos. Un día, al ir a ver una tragedia de Eurípides, se sintió inspirado por la aparición de Télefo, rey de Misia, vestido con harapos de mendigo y una cesta en la mano. Se puso de pie en medio del teatro y anunció a voz en cuello que distribuiría a quien los quisiera los 200 talentos de su herencia, y que en adelante los ropajes de Télefo le bastarían. Los tebanos estallaron en risas y se amontonaron frente a su casa; sin embargo, él

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reía más que ellos. Les arrojó su dinero y sus muebles por la ventana, tomó una capa de lienzo y una alforja, y se marchó.

Al llegar a Atenas, vagó por las calles, donde des-cansaba recostándose contra las murallas, en medio de los excrementos. Puso en práctica todo lo que acon-sejaba Diógenes, aunque el tonel le parecía superfluo. En opinión de Crates, el hombre no era ni caracol ni cangrejo ermitaño. Vivía desnudo en medio de la basura y recogía las cortezas de pan, las aceitunas podridas y las espinas de pescado seco para llenar su alforja. Decía que aquella alforja era una ciudad amplia y opulenta donde no habría parásitos ni cortesanas, y que producía para su rey suficiente tomillo, ajo, higos y pan. Así era como Crates llevaba su patria al hombro y de ella se nutría.

No se involucraba en los asuntos públicos, ni siquiera para burlarse, y tampoco le interesaba insultar a los reyes. No aprobaba ese aspecto de Diógenes que, al gritar un día «¡Hombres, acérquense!», golpeó con un palo a los que habían venido diciéndoles «¡Llamé a hombres, no a excrementos!». Crates fue amable con los hombres. No se preocupaba de nada. Estaba familiarizado con las llagas. Lo que más le pesaba era no tener un cuerpo lo bastante flexible para poder lamérselas como hacen los perros. Deploraba también la necesidad de comer ali-mentos sólidos y de beber agua. Pensaba que el hombre debía bastarse a sí mismo, sin ninguna ayuda externa. Ni siquiera iba a buscar agua para lavarse. Se confor-maba con tallarse el cuerpo contra las murallas si la mugre lo incomodaba, al darse cuenta de que los asnos

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hacen lo mismo. Rara vez hablaba de los dioses y en nada le preocupaban: le importaba poco que los hubiera o no, y sabía bien que no podrían hacerle nada. Es más, les reprochaba haber hecho infelices a los hombres a pro-pósito, al dirigir sus miradas hacia el cielo y al privarlos de la facultad que tienen la mayoría de los animales, que andan en cuatro patas. Dado que los dioses decidieron que había que comer para vivir, pensaba Crates, debían dirigir el rostro de los hombres hacia la tierra, donde crecen las raíces: no se puede vivir de aire o de estrellas.

La vida no fue generosa con él. Padeció de lagañas, a fuerza de exponer sus ojos al polvo acre del Ática. Una desconocida enfermedad de la piel lo cubrió de tumores. Se rascaba con las uñas, que no se cortaba nunca, y notaba que eso tenía un doble beneficio, puesto que éstas se gas-taban al tiempo que aliviaba su comezón. Su larga cabe-llera se volvió como de fieltro espeso y la acomodaba en su cabeza de tal modo que lo protegiera de la lluvia y del sol.

Cuando Alejandro fue a verlo, no le dirigió palabras punzantes, sino que lo consideró como a cualquier espec-tador sin hacer ninguna diferencia entre el rey y la muche-dumbre. Crates no tenía opinión alguna sobre los pode-rosos. Le importaban tan poco como los dioses. Sólo los hombres le interesaban y la manera de pasar la existencia con la mayor simplicidad posible. Los reproches de Dió-genes le daban risa, al igual que sus intentos de reformar las costumbres. Crates se consideraba infinitamente por encima de preocupaciones tan vulgares. Transformaba la máxima inscrita en el frontispicio del templo de Delfos, y decía: «Vive tú mismo». La idea de cualquier conocimiento

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le parecía absurda. Sólo estudiaba las relaciones de su cuerpo con lo que necesitaba, dedicándose a reducirlas tanto como pudiera. Diógenes mordía como perro, pero Crates vivía como perro.

Tuvo un discípulo de nombre Metrocles. Era un joven rico de Maronea. Su hermana, Hiparquía, bella y noble, se enamoró de Crates. Consta que ella quedó prendada y que ella vino a su encuentro. Parece imposible, pero es cierto. Nada la asqueaba, ni la suciedad del cínico, ni su pobreza absoluta, ni el horror de su vida pública. Él le previno que vivía a la manera de los perros, en las calles, y que buscaba huesos en las pilas de basura. Le advirtió que no esconderían nada de su vida en común y que la poseería públicamente, cuando se le diera la gana, como hacen los perros con las perras. Hiparquía se esperaba todo aquello. Sus padres intentaron retenerla: ella amenazó con matarse. Se apiadaron de ella. Entonces dejó el pueblo de Maronea, completamente desnuda, con el cabello suelto, cubierta sólo por una manta vieja, y vivió con Crates, vestida tal como él. Se dice que tuvo un hijo con ella, Pasicles; pero nada puede asegurarse al respecto.

La tal Hiparquía fue, al parecer, buena con los pobres y compasiva; acariciaba a los enfermos con sus manos; lamía sin ninguna repugnancia las heridas sanguinolentas de quienes sufrían, convencida de que eran para ella lo que las ovejas son a las ovejas, lo que los perros, a los perros. Si hacía frío, Crates e Hiparquía dormían apre-tujados a los pobres y se esforzaban por compartirles el calor de sus cuerpos. Les prestaban el apoyo mudo que los animales se prestan los unos a los otros. No tenían

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ninguna preferencia por quienquiera que se les acercaba. Les bastaba que fueran hombres.

Esto es todo cuanto ha llegado a nosotros respecto a la mujer de Crates; no sabemos cuándo murió, ni cómo. Su hermano Metrocles admiró a Crates y lo imitó. Pero no hallaba sosiego. Su salud se vio perturbada por con-tinuas flatulencias que no podía retener. Crates supo su desventura y lo quiso consolar. Comió un choinix de altramuces y fue a ver a Metrocles. Le preguntó si era la vergüenza por su enfermedad lo que lo afligía tanto. Metrocles le confesó que no podía soportar esa desgracia. Entonces Crates, hinchado como estaba de altramuces, soltó sus gases en presencia de su discípulo y le aseguró que la naturaleza sometía a todos los hombres al mismo mal. Le reprochó enseguida haberse avergonzado ante los otros y le propuso que siguiera su ejemplo. Luego soltó aún más gases, tomó a Metrocles de la mano y se lo llevó.

Los dos permanecieron juntos durante mucho tiempo en las calles de Atenas, sin duda con Hiparquía. Se hablaban muy poco. No tenían vergüenza de nada. Aunque hurgaban en las mismas pilas de basura, los perros parecían respetarlos. Puede pensarse que, si hubieran sido obligados por el hambre, se habrían peleado entre ellos a mordidas. Pero los biógrafos no registraron nada al respecto. Sabemos que Crates murió de viejo; que acabó por vivir siempre en el mismo lugar, recostado bajo el cobertizo de un almacén del Pireo, donde los marineros guardaban los fardos del puerto; que dejó de vagar en busca de carne que roer, que ni siquiera quiso estirar la mano y que lo encontraron, un día, desecado de hambre.

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35Séptima • Encantatriz

s é p t i m a•

Encantatriz

Séptima fue esclava bajo el sol africano, en la ciudad de Hadrumeto. Y su madre, Amena, fue esclava y la

madre de ésta fue esclava y todas fueron bellas y oscuras, y los dioses infernales les revelaron filtros de amor y de muerte. La ciudad de Hadrumeto era blanca y las piedras de la casa donde vivía Séptima eran de un rosa trémulo. La arena de la playa estaba salpicada de conchitas arrastradas por el mar templado desde la tierra de Egipto, en el lugar donde las siete bocas del Nilo diseminan siete barros de colores distintos. En la casa marítima donde

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vivía Séptima, se escuchaba morir la franja plateada del Mediterráneo, y a sus pies, un abanico de líneas azules resplandecientes se desplegaba hasta alcanzar el cielo. Las palmas de las manos de Séptima estaban rojizas por el oro y la punta de sus dedos estaba pintada; sus labios olían a mirra y sus párpados ungidos se estremecían con suavidad. Así andaba por el camino de los arrabales, llevando a la casa de sirvientes una canasta de panes blandos.

Séptima se enamoró de un joven libre, Sextilio, hijo de Dionisia. Pero no se les permite ser amadas a quienes conocen los misterios subterráneos, ya que son devotas del adversario del amor, que se llama Anteros. Y así como Eros dirige el brillo de los ojos y afila las puntas de las flechas, Anteros desvía las miradas y mitiga la rigidez de las saetas. Es un dios bienhechor que habita entre los muertos. No es cruel como el otro. Posee el nepentes que procura el olvido. Como sabe que el amor es el peor de los dolores terrenales, odia y cura el amor. Sin embargo, es incapaz de expulsar a Eros de un corazón ocupado. Por lo tanto, se apodera del otro corazón. Así es como Anteros lucha contra Eros. Por eso fue que Sex-tilio no pudo amar a Séptima. En cuanto Eros puso su antorcha en el pecho de la iniciada, Anteros, irritado, se apoderó de aquel a quien ella quería amar.

Séptima reconoció el poder de Anteros en la mirada gacha de Sextilio. Y cuando el temblor purpúreo se apoderó del aire de la noche, salió por el camino que va de Hadrumeto hacia el mar. Es una ruta apacible donde los amantes beben vino de dátil, apoyados contra los

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37Séptima • Encantatriz

pulidos muros de las tumbas. La brisa oriental sopla su perfume sobre la necrópolis. La luna nueva, aún velada, vaga por allí, incierta. Muchos muertos embalsamados reinan sobre Hadrumeto desde sus sepulturas. Ahí dormía Fuanisa, hermana de Séptima, esclava como ella, y que murió a los dieciséis años, antes de que ningún hombre hubiera respirado su aroma. La tumba de Fuanisa era estrecha como su cuerpo. La piedra oprimía sus senos ceñidos de vendajes. Muy cerca de su pequeña frente una larga losa frenaba su mirada vacía. De sus labios enne-grecidos surgía aún el vapor de las especias con que la habían empapado. En su mano casta brillaba un anillo de oro verde incrustado con dos rubíes pálidos y turbios. Fantaseaba eternamente en su sueño estéril con cosas que nunca conoció.

Bajo la blancura virginal de la luna nueva, Séptima se tendió cerca de la estrecha tumba de su hermana, sobre la tierra fértil. Lloró y apretó su rostro contra la guir-nalda esculpida. Acercó su boca al conducto por donde se vierten las libaciones y su pasión se desató:

—¡Ay, hermana mía! —dijo— regresa de tu sueño para escucharme. La lamparita que alumbra las primeras horas de los muertos se ha extinguido. Has dejado resbalar de tus dedos la ampolleta colorida de cristal que te habíamos dado. El hilo de tu collar se ha roto y las pepitas de oro se han esparcido alrededor de tu cuello. Nada nuestro es tuyo ya y ahora aquel que tiene por cabeza un halcón te posee. Escúchame: ya que tienes el poder de llevar mis palabras. Ve a la celda que ya sabes y suplícale a Anteros. Suplícale a la diosa Hathor. Suplícale a aquel

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cuyo cadáver despedazado fue arrastrado por el mar en un cofre hasta Biblos. Hermana mía, ten piedad de un dolor desconocido. Por las siete estrellas de los magos de Caldea, yo te lo conjuro. Por los poderes infernales que se invocan en Cártago, Iao, Abriao, Salbaal, Batbaal, recibe mi encantamiento. Haz que Sextilio, hijo de Dionisia, se consuma de amor por mí, Séptima, hija de nuestra madre Amena. Que arda en la noche, que me busque cerca de tu tumba, ¡ay, Fuanisa! O llévanos a los dos a la morada tenebrosa, poderosa. Ruega a Anteros que enfríe nuestros alientos si le impide a Eros que los encienda. Muerta perfumada, recibe la libación de mi voz. ¡Akrammachalala!

De inmediato la virgen cubierta de vendajes se levantó y surgió de debajo de la tierra, enseñando los dientes.

Séptima, avergonzada, corrió entre los sarcófagos. Hasta la segunda vigilia permaneció en compañía de los muertos. Espió la luna fugitiva. Ofreció su pecho a la mordida salada del viento marino. Fue acariciada por los primeros brillos dorados del día. Luego regresó a Hadru-meto con su largo camisón azul flotando tras de ella.

Mientras tanto, Fuanisa, rígida, vagaba por los círculos infernales. Aquel que tiene por cabeza un halcón no recibió sus quejas. Y la diosa Hator se quedó tendida en su pedestal pintado. Y Fuanisa no pudo encontrar a Anteros, ya que ella no conocía el deseo. Pero su corazón marchito sintió la piedad que los muertos le tienen a los vivos. Entonces, la segunda noche, a la hora en que los cadáveres se liberan para cumplir con los encantamientos,

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39Séptima • Encantatriz

hizo que sus pies atados se movieran por las calles de Hadrumeto.

Sextilio se estremecía regularmente por los suspiros del sueño, con el rostro vuelto hacia el techo de su alcoba, surcada de rombos. Y Fuanisa, muerta, cubierta de vendas odoríferas, se sentó a su lado. No tenía sesos ni vísceras; pero le habían vuelto a poner su corazón disecado en el pecho. En ese momento, Eros luchó contra Anteros, y se apoderó del corazón embalsamado de Fuanisa. De inmediato comenzó a desear el cuerpo de Sextilio, para que se recostara entre ella y su hermana Séptima en la casa de las tinieblas.

Fuanisa posó sus labios pintados sobre la boca viva de Sextilio y la vida se le escapó cual si fuera una burbuja. Luego se dirigió a la celda de esclava de Séptima y la tomó de la mano. Séptima, dormida, cedió a la mano de su hermana. El beso de Fuanisa y el abrazo de Fuanisa dieron muerte, casi a la misma hora de la noche, a Séptima y Sextilio. Tal fue el desenlace fúnebre de la lucha de Eros contra Anteros, y las potencias infernales recibieron, al mismo tiempo, a una esclava y a un hombre libre.

Sextilio yace en la necrópolis de Hadrumeto, entre Séptima la encantatriz y su hermana virgen Fuanisa. El texto del encantamiento está escrito en la placa de plomo, enrollada y perforada con un clavo, que la hechi-cera introdujo por el conducto para las libaciones de la tumba de su hermana.

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41Lucrecio • Poeta

l u c r e c i o•

Poeta

Lucrecio surgió dentro de una gran familia que se había retirado de la vida civil. Sus primeros días

pasaron a la sombra del porche negro de una alta casa erigida en la montaña. El atrio era sobrio y los esclavos, mudos. Estuvo rodeado, desde pequeño, por el desprecio de la política y los hombres. El noble Memio, que tenía su edad, padeció en el bosque los juegos que Lucrecio le impuso. Juntos se asombraron ante las arrugas de los viejos árboles y observaron el temblor de las hojas bajo el sol, como un velo verdoso de luz cubierto de manchas

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42Marcel Schwob

de oro. Con frecuencia contemplaron el lomo rayado de los cerdos salvajes que olisqueaban el suelo. Atravesaron vibrantes chorros de abejas y bandas móviles de hormigas en marcha. Y un día llegaron, al salir de un matorral, a un claro totalmente rodeado de viejos alcornoques, asen-tados tan cerca entre sí que el círculo de sus copas abría en el cielo un pozo de azul. La quietud de este refugio era infinita. Era como estar en un amplio camino claro que llevaba a lo alto del aire divino. Allí Lucrecio fue conmovido por la bendición de los espacios calmos.

Junto a Memio, abandonó el templo sereno del bosque para estudiar elocuencia en Roma. El anciano caballero que se hacía cargo de la casa alta le asignó un profesor griego y le instó a no volver hasta que dominara el arte de despreciar las acciones humanas. Lucrecio nunca lo volvió a ver. El anciano murió solo, execrando el tumulto de la sociedad. Cuando Lucrecio regresó, llevó a la casa alta y vacía, al atrio sobrio y entre los esclavos mudos, a una mujer africana, bella, bárbara y malvada. Memio había regresado a la casa de sus padres. Lucrecio había visto las facciones sangrientas, las guerras entre partidos y la corrupción política. Estaba enamorado.

Y al principio su vida fue un encanto. Contra los tapices de los muros, la mujer africana apoyaba la masa enma-rañada de su cabellera. Todo su cuerpo se acomodaba a la longitud de los divanes. Rodeaba las cráteras llenas de vino espumoso con sus brazos cargados de esme-raldas translúcidas. Tenía una extraña manera de alzar un dedo y de sacudir la frente. Sus sonrisas brotaban de una fuente profunda y tenebrosa como los ríos de África.

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43Lucrecio • Poeta

En vez de hilar la lana, la desmenuzaba pacientemente en pequeños copos que volaban a su alrededor.

Lucrecio deseaba ardientemente fundirse con aquel hermoso cuerpo. Estrechaba sus senos metálicos y tra-baba su boca sobre sus labios de un violeta oscuro. Las palabras de amor pasaron del uno al otro, las suspiraron, los hicieron reír y se desgastaron. Tocaron el velo flexible y opaco que separa a los amantes. Su voluptuosidad ganó en furor y deseó cambiar de persona. Llegó hasta el extremo agudo en que se expande alrededor de la carne, sin penetrar hasta las entrañas. La africana se replegó hacia su corazón extranjero. Lucrecio se desesperó por no poder consumar el amor. La mujer se volvió altanera, taciturna y silenciosa, al igual que el atrio y los esclavos. Lucrecio vagó por el salón de los libros.

Fue ahí que desplegó el rollo en el que un escriba había copiado el tratado de Epicuro.

De inmediato comprendió la variedad de las cosas de este mundo y la inutilidad de afanarse en pos de las Ideas. El universo le pareció semejante a los pequeños copos de lana que los dedos de la africana esparcían por las habita-ciones. Los racimos de abejas y las columnas de hormigas y el tejido cambiante de las hojas se volvieron para él conjuntos de conjuntos de átomos. En todo su cuerpo sintió un pueblo invisible y discorde, ávido de separarse. Y las miradas le parecieron rayos más sutilmente cor-porales, y la imagen de la hermosa bárbara un mosaico agradable y colorido, y sintió que el fin del movimiento de esta infinidad era triste y vano. Así como las sangui-narias facciones de Roma, con sus tropas de partidarios

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44Marcel Schwob

armados e injuriosos, contempló cómo se arremolinaban las manadas de átomos teñidos de la misma sangre y que se disputaban una oscura supremacía. Y vio que la disolución de la muerte sólo era la emancipación de esta turbulenta turba que se abalanza hacia otros miles de movimientos inútiles.

Instruido así por el rollo de papiro, en el que las palabras griegas como los átomos del mundo estaban entretejidas las unas a las otras, Lucrecio salió al bosque por el porche negro de la casa alta de los ancestros. Divisó el lomo de los cerdos rayados que todavía tenían la nariz vuelta hacia la tierra. Luego, al atravesar los matorrales, se encontró de pronto en medio del templo sereno del bosque, y sus ojos se sumieron en el pozo azul del cielo. Fue allí que se detuvo a descansar.

Desde allí contempló la inmensidad hormigueante del universo; todas las piedras, todas las plantas, todos los árboles, todos los animales, todos los hombres, con sus colores, con sus pasiones, con sus instrumentos, y la historia de aquellas cosas diversas, y su nacimiento, y sus enfermedades, y su muerte. Y entre la muerte total y necesaria, percibió con claridad la muerte única de la africana, y lloró.

Sabía que el llanto viene de un movimiento particular de pequeñas glándulas que están debajo de los párpados, y que son agitadas por una procesión de átomos surgida del corazón, cuando el corazón mismo ha sido impactado por la sucesión de imágenes coloridas que se desprenden del cuerpo de una mujer amada. Sabía que el amor no es sino el resultado de la inflamación de los átomos que

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45Lucrecio • Poeta

desean unirse con otros átomos. Sabía que la tristeza provocada por la muerte no es sino la peor de las ilu-siones terrenales, ya que la muerta había dejado de ser desdichada y de sufrir, mientras que aquel que lloraba por ella se afligía de sus propios males y pensaba tene-brosamente en su propia muerte. Sabía que de nosotros no queda ningún doble simulacro que derrame lágrimas sobre su propio cadáver tendido a sus pies. Sin embargo, a pesar de conocer con exactitud la tristeza y el amor y la muerte, y que no son sino imágenes vanas cuando se les contempla desde el espacio apacible en el que es nece-sario encerrarse, siguió llorando, y deseando el amor, y temiendo la muerte.

Por eso, al volver a la alta y oscura casa de los ances-tros, se acercó a la bella africana, que cocía, sobre un brasero, un brebaje en una olla de metal. Pues también ella había reflexionado por su cuenta, y sus pensamientos se habían remontado a la fuente misteriosa de su sonrisa. Lucrecio observó el brebaje que todavía estaba hir-viendo. Se aclaró poco a poco y se volvió semejante a un cielo turbio y verde. La bella africana apuntó con la mirada y levantó un dedo. Entonces Lucrecio se bebió el filtro. E inmediatamente después su razón desapareció, y olvidó todas las palabras griegas del rollo de papiro. Y por primera vez, enloquecido, conoció el amor; y por la noche, envenenado, conoció la muerte.

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47Clodia • Matrona impúdica

c l o d i a•

Matrona impúdica

Era hija de Apio Claudio Pulcro, cónsul. Apenas cumplió unos cuantos años, se distinguió de sus

hermanos y hermanas por el resplandor flagrante de sus ojos. Tercia, su hermana mayor, se casó pronto; la más joven cedió enteramente a todos sus caprichos. Sus hermanos Apio y Cayo eran ya avaros con las alcan-cías de cuero y los carritos de nueces que les hacían; más tarde, se volvieron ávidos de sestercios. Pero Clodio, bello y femenino, fue compañero de sus hermanas. Clodia las persuadía con miradas ardientes de vestirlo con una

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túnica con mangas, de peinarlo con un pequeño gorro de hilo de oro y de ceñirlo bajo los pechos con un cinturón flexible; luego lo cubrían con un velo color fuego y lo llevaban a las pequeñas recámaras donde se metía en la cama con ellas tres. Clodia fue su preferida, pero también le quitó la virginidad a Tercia y a la más pequeña.

Cuando Clodia cumplió dieciocho años, su padre murió. Ella se quedó a vivir en la casa del monte Palatino. Apio, su hermano, se encargaba de la propiedad y Cayo se preparaba para la vida pública. Clodio, siempre delicado e imberbe, se acostaba entre sus hermanas, ambas llamadas Clodia. Comenzaron a ir en secreto a los baños con él. Ellas le daban un cuarto de as a los grandes esclavos que los masajeaban, luego hacían que se lo devolvieran. Clodio era tratado como sus hermanas en su presencia. Ésos fueron sus placeres antes del matrimonio.

La más joven se casó con Lúculo, quien se la llevó a Asia, donde le hacía la guerra a Mitrídates. Clodia tomó como esposo a su primo Metelo, hombre honesto y tosco. En aquellos tiempos de revueltas, él mostró un espíritu conservador y cerrado. Clodia no podía soportar su rústica brutalidad. Soñaba ya con cosas nuevas para su querido Clodio. César comenzaba a adueñarse de las conciencias; Clodia juzgó que había que vencerlo. Mandó traer a Cicerón por medio de Pomponio Ático. Sus allegados eran socarrones y elegantes. A su lado se encontraba Licinio Calvo, el joven Curión, apodado la Hijita, Sexto Clodio, que le hacía los mandados, Egnacio y su banda, Catulo de Verona y Celio Rufo, que estaba enamorado de ella. Metelo, sentado pesadamente, no

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decía palabra. Se hablaba de los escándalos de César y Mamurra. Después Metelo, nombrado procónsul, partió a la Galia cisalpina. Clodia se quedó sola en Roma con su cuñada Mucia. Cicerón quedó completamente hechizado por sus grandes ojos llameantes. Pensó que podía repu-diar a Terencia, su mujer, y supuso que Clodia dejaría a Metelo. Pero Terencia descubrió todo y amedrentó a su marido. Cicerón, temeroso, renunció a sus deseos. Terencia le pidió aún más, y Cicerón se vio obligado a romper relaciones con Clodio.

El hermano de Clodia, mientras tanto, tenía en qué ocuparse. Le hacía el amor a Pompeya, mujer de César. La noche de la fiesta de la Buena Diosa, sólo debía haber mujeres en casa de César, que era el pretor. Pompeya ofrendó ella sola el sacrificio. Clodio se vistió, tal como su hermana solía disfrazarlo, de tañedora de cítara y se metió a casa de Pompeya. Una esclava lo reconoció. La madre de Pompeya dio la alarma y el escándalo se volvió público. Clodio se quiso defender y juró que estaba, a esa hora, en casa de Cicerón. Terencia obligó a su marido a negarlo todo: Cicerón testificó en contra de Clodio.

A partir de entonces Clodio cayó de la gracia del partido noble. Su hermana acababa de pasar los treinta. Estaba más ardiente que nunca. Tuvo la idea de hacer adoptar a Clodio por un plebeyo para que pudiera convertirse en tribuno del pueblo. Metelo, que había regresado, adivinó sus proyectos y se burló de ella. En ese tiempo, cuando no tenía a Clodio entre sus brazos, se dejaba amar por Catulo. Su marido, Metelo, le parecía odioso. Clodia decidió deshacerse de él. Un día, al volver

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exhausto del Senado, ella le ofreció de beber. Metelo cayó muerto en el atrio. Desde ese momento, Clodia era libre. Dejó la casa de su marido y pronto volvió a enclaustrarse con Clodio en el monte Palatino. Su hermana se escapó de casa de Lúculo y volvió con ellos. Los tres retomaron su vida juntos y ejercieron su odio.

Primero, Clodio, convertido en plebeyo, fue desig-nado tribuno del pueblo. A pesar de su gracia femenina, tenía una voz fuerte y penetrante. Consiguió que Cicerón fuera exiliado; mandó arrasar su casa frente a sus ojos y juró la ruina y la muerte de todos sus amigos. César era procónsul en la Galia y nada podía hacer. Sin embargo, Cicerón ganó influencias por medio de Pompeyo y con-siguió que se le llamara de nuevo al año siguiente. La furia del joven tribuno fue extrema. Atacó violentamente a Milón, amigo de Cicerón, que comenzaba a aspirar al consulado. Se apostó de noche e intentó asesinarlo, aba-tiendo a sus esclavos que cargaban antorchas. El favor popular de Clodio disminuía. Se cantaban cancioncillas obscenas sobre Clodio y Clodia. Cicerón los denunció en un discurso violento en el que Clodia era tratada de Medea y de Clitemnestra. La rabia del hermano y la hermana terminó por estallar. Clodio quiso incendiar la casa de Milón, y unos esclavos guardianes lo mataron a palos en las tinieblas.

Entonces Clodia cayó en la desesperación. Había tomado y luego rechazado a Catulo, luego a Celio Rufo, luego a Egnacio, cuyos amigos la habían llevado a las tabernas bajas: pero sólo amaba a su hermano Clodio. Por él había envenenado a su marido. Por él había atraído

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y seducido a bandas de incendiarios. Cuando murió, su vida no tuvo objeto. Ella era aún bella y ardorosa. Tenía una casa de campo en el camino de Ostia, jardines cerca del Tíber y en Bayas. Allí se refugió. Trató de distraerse bailando lascivamente con otras mujeres. Pero no le bastó. Su mente estaba ocupada por los estupros de Clodio, a quien veía aún imberbe y femenino. Recor-daba que alguna vez había sido capturado por piratas de Cilicia, quienes habían abusado de su tierno cuerpo. También rememoraba cierta taberna a la que había ido con él. El frontón de la puerta estaba pintarrajeado con carboncillo, y los hombres que allí bebían despedían un olor fuerte, y tenían el pecho velludo.

Fue así que Roma la atrajo de nuevo. Vagó durante las primeras noches en vela por las encrucijadas y los pasajes estrechos. La esplendorosa insolencia de sus ojos era siempre la misma. Nada podía apagarla, y ella intentó todo, incluso mojarse bajo la lluvia y acostarse en el lodo. Fue de los baños a las celdas de piedra; conoció los sótanos donde los esclavos jugaban a los dados, los salones bajos donde se emborrachaban los cocineros y los cocheros. Esperó a los viandantes en las calles empedradas. Pereció cerca del amanecer, luego de una noche sofocante, a causa de la extraña reaparición de una costumbre que había sido suya. Un batanero le había pagado un cuarto de as; la acechó al crepúsculo del alba en el callejón para recuperar su moneda, y la estranguló. Luego tiró su cadáver, con los ojos bien abiertos, en las aguas amarillas del Tíber.

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53Petronio • Novelista

p e t r o n i o•

Novelista

Nació en los tiempos en que los saltimbanquis vestidos con ropajes verdes hacían saltar puerquitos amaes-

trados por aros de fuego; en que los porteros barbudos, con sus túnicas color cereza, pelaban chícharos en vajilla de plata frente a elegantes mosaicos a la entrada de las villas; en que los libertos, colmados de sestercios, aspi-raban en las ciudades de provincia a cargos municipales; en que los rapsodas cantaban, a la hora del postre, poemas épicos; en que la lengua estaba repleta de palabras de ergástula y de ampulosas redundancias venidas de Asia.

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Su infancia transcurrió en medio de tales elegancias. Nunca se ponía dos veces una lana de Tiro. La platería que se caía al suelo en el atrio se barría junto con la basura. Las comidas estaban compuestas de cosas deli-cadas e inesperadas, y los cocineros variaban sin cesar la arquitectura de las vituallas. No había que asombrarse, al abrir un huevo, de encontrar un papafigo, ni tener miedo de rebanar una estatuilla copiada de Praxíteles y esculpida en foie gras. El yeso que sellaba las ánforas estaba diligentemente cubierto de oro. Las cajitas de marfil indio guardaban perfumes ardientes destinados a los invitados. Las jarras estaban perforadas de diversas maneras y llenas de aguas de colores que sorprendían al brotar. Toda la cristalería imitaba monstruosidades irisadas. Al tomar ciertas urnas, las asas se rompían entre los dedos y los flancos se abrían para dejar caer flores pintadas artificialmente. Pájaros de África con mejillas color escarlata cacareaban dentro de sus jaulas de oro. Detrás de rejas incrustadas en las ricas paredes de las murallas, chillaban muchos simios de Egipto con cara de perro. En recipientes preciosos reptaban animales delgados que tenían escamas blandas y rutilantes y los ojos rayados de azul.

Así vivió Petronio de manera indolente, pensando que el mismo aire que respiraba había sido perfumado para su uso. Cuando alcanzó la adolescencia, luego de haber guardado su primera barba en un cofre adornado, comenzó a observar a su alrededor. Un esclavo llamado Siro, que había servido en la arena, le mostró cosas que desconocía. Petronio era pequeño, negro y bizco de un

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ojo. No era de raza noble. Tenía manos de artesano y una mente cultivada. De ahí que disfrutara acomodando las palabras e inscribiéndolas. Sus palabras no se parecían a nada de lo que los antiguos poetas habían imaginado, ya que se esforzaban por imitar todo lo que rodeaba a Petronio. No fue hasta más tarde que tuvo la desafortu-nada ambición de componer versos.

Conoció gladiadores bárbaros y charlatanes de feria, hombres de miradas oblicuas que parecían observar las verduras y se robaban pedazos de carne; niños de pelo chino que paseaban con senadores; viejos parlanchines que disertaban sobre los asuntos de la ciudad en las esquinas; lacayos lascivos y muchachas advenedizas; vendedoras de frutas y patrones de posadas, poetas miserables y sirvientas pícaras, sacerdotisas sospechosas y soldados errantes. Les echaba encima su ojo bizco y capturaba exactamente sus maneras y sus intrigas. Siro lo llevó a los baños de esclavos, las celdas de prostitutas y los refugios subterráneos donde los comparsas del circo practicaban con sus espadas de madera. A las puertas de la ciudad, entre las tumbas, le contó las historias de los hombres que mudan de piel, aquellas que los negros, los sirios, los taberneros y los soldados que vigilaban las cruces de suplicio se transmitían de boca en boca.

Hacia sus treinta años, Petronio, ávido de esta libertad diversa, comenzó a escribir historias de esclavos errantes y libertinos. Reconoció sus costumbres en medio de los artificios del lujo; reconoció sus ideas y su lenguaje entre las conversaciones refinadas de los festines. Solo, frente a su pergamino, apoyado sobre una mesa con olor a

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madera de cedro, dibujó con la punta de su cálamo las aventuras de un populacho ignorado. A la luz de sus altas ventanas, bajo las pinturas en los revestimientos de las paredes, se imaginó las antorchas humeantes de las hostelerías, y los ridículos combates nocturnos, los moli-netes con candelabros de madera, las cerraduras forzadas a hachazos por esclavos de la justicia, las correas gra-sientas llenas de tachuelas y los reproches de los procu-radores de barrio en medio de la aglomeración de gente pobre vestida con cortinas desgarradas y trapos sucios.

Dicen que cuando acabó los dieciséis libros de su invención, mandó traer a Siro para leérselos y que el esclavo se reía y gritaba a voz en cuello dando manotazos. En ese momento, concibieron el proyecto de llevar a la práctica las aventuras compuestas por Petronio. Tácito refiere falsamente que Petronio fue árbitro de elegancia en la corte de Nerón, y que Tigelino, celoso, hizo que ordenaran su muerte. Petronio no se desmayó delica-damente en una tina de mármol, murmurando versitos lascivos. Se escapó con Siro y terminó su vida recorriendo los caminos.

Su apariencia le permitió disfrazarse con facilidad. Siro y Petronio cargaron, por turnos, la pequeña bolsa de cuero que contenía sus enseres y sus denarios. Dur-mieron al aire libre cerca de los túmulos de las cruces. Vieron relucir tristemente por las noches las lamparitas de los monumentos fúnebres. Comieron pan acedo y aceitunas aguadas. No se sabe si robaron. Fueron magos ambulantes, médicos charlatanes de pueblo y compañeros de soldados vagabundos. Petronio olvidó por completo

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el arte de escribir tan pronto como vivió la vida que había imaginado. Tuvieron jóvenes amigos traidores, a los que amaron, y que los dejaron a las puertas de algún municipium quitándoles hasta el último as. Se entregaron a todos los desenfrenos en compañía de gladiadores fugitivos. Fueron barberos y mozos de termas. Durante varios meses vivieron de los panes funerarios que hur-taban de los sepulcros. Petronio asustaba a los viajeros con su ojo apagado y su negrura que parecía maliciosa. Desapareció una noche. Siro pensó que lo encontraría en la celda mugrosa donde había conocido a una mujer de cabellera revuelta. Pero un salteador ebrio le había clavado una cuchilla ancha en el cuello, mientras yacían juntos, a campo abierto, sobre las losas de una sepultura abandonada.

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59Sufrah • Geomante

s u f r a h•

Geomante

La historia de Aladín cuenta por error que el mago africano fue envenenado en su palacio y que arro-

jaron su cuerpo ennegrecido y resquebrajado por el poder de la droga a los perros y los gatos; es verdad que su hermano fue engañado por esta apariencia y ordenó ser apuñalado, luego de haberse vestido con la túnica de la santa Fátima; pero también es cierto que el magrebí Sufrah (ya que ése era su nombre) solamente se adormeció por la gran potencia del nar-cótico, y se escapó por una de las veinticuatro ventanas

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del gran salón, mientras Aladín besaba tiernamente a la princesa.

Apenas puso un pie en la tierra, luego de haber des-cendido cómodamente a lo largo de un tubo de oro por donde se desaguaba la gran terraza, el palacio desapa-reció y Sufrah quedó solo en medio de las arenas del desierto. No le quedaba ni una sola de las botellas de vino de África que había ido a buscar a la bodega, a petición de la embustera princesa. Desesperado, se sentó bajo el sol ardiente, y sabiendo bien que la extensión de tórrida arena que lo rodeaba era infinita, se enredó la cabeza con su capa y esperó la muerte. No poseía ya ningún talismán; ya no tenía perfumes para hacer sufu-migaciones; ni siquiera una vara de zahorí que le pudiera indicar un manantial escondido en las profundidades para apaciguar su sed. La noche llegó, cálida y azul, pero alivió un poco la inflamación de sus ojos. Se le ocurrió entonces la idea de trazar sobre la arena una figura de geomancia y preguntar si su destino era perecer en el desierto. Con sus dedos marcó las cuatro grandes líneas, compuestas de puntos, y puestas bajo la advocación del Fuego, del Agua, de la Tierra y del Aire a la izquierda; y a la derecha, del Meridión, del Oriente, del Occidente y del Septentrión. Y en los extremos de esas líneas, unió los puntos pares e impares con el fin de componer la primera figura. Para su regocijo, vio que era la figura de la Fortuna Mayor, lo cual significaba que escaparía al peligro, pues la primera figura se debe ubicar en la primera casa astrológica, que es la casa de quien realiza la pregunta. Y, en la casa llamada «Corazón del cielo»,

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volvió a encontrar la figura de la Fortuna Mayor, lo que le demostró que triunfaría y alcanzaría la gloria. Pero en la octava casa, la casa de la Muerte, se situó la figura del Rojo, que anuncia la sangre o el fuego, un presagio siniestro. Cuando terminó de trazar las figuras de las doce casas, sacó de ellas dos testigos y de éstos un juez, con el fin de asegurarse de que su operación había sido correctamente calculada. La figura del juez fue la de la Prisión, por lo cual supo que encontraría la gloria, con gran riesgo, en un lugar cerrado y secreto.

Seguro de que no moriría ahí y en ese momento, Sufrah se puso a reflexionar. No tenía esperanzas de recuperar la lámpara, que había sido transportada con todo y el palacio al centro de China. Sin embargo, pensó que nunca había indagado quién era el verdadero amo del talismán y el antiguo poseedor del gran tesoro y del jardín de los frutos preciosos. Una segunda figura de geomancia, que leyó según las letras del alfabeto, le reveló los caracteres s. l. m. n., los cuales trazó sobre la arena, y la décima casa confirmó que el dueño de aquellos caracteres era un rey. Sufrah supo de inmediato que la lámpara mara-villosa había formado parte del tesoro del rey Salomón. Entonces, estudió con atención todos los signos, y la Cabeza de Dragón le indicó lo que buscaba, pues estaba unida por la Conjunción a la figura del Doncel, que señala las riquezas escondidas bajo tierra, y a la de la Cárcel, en la que puede leerse la posición de las bóvedas selladas.

Sufrah batió sus palmas, pues la figura de geomancia mostraba que el cuerpo del rey Salomón se conservaba en aquella misma tierra de África, y que aún llevaba en

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el dedo su sello omnipotente que otorga la inmortalidad terrestre, de modo que el rey debía estar dormido desde hacía miríadas de años. Sufrah, alegre, esperó el alba. A la media luz azul del amanecer, vio pasar unos beduinos saqueadores, que tuvieron piedad de su desventura cuando les imploró, y le dieron una bolsita de dátiles y un odre lleno de agua.

Sufrah se puso en marcha hacia el lugar señalado. Era un lugar árido y pedregoso, entre cuatro montañas desnudas, alzadas como dedos hacia los cuatro rincones del cielo. Ahí trazó un círculo y pronunció unas palabras; y la tierra tembló y se abrió, y dejó ver una losa de mármol con un anillo de bronce. Sufrah tomó el anillo e invocó tres veces el nombre de Salomón. De inmediato la losa se levantó, y Sufrah descendió por una escalera estrecha hacia el subterráneo.

Dos perros de fuego salieron de dos nichos opuestos y vomitaron llamas entrecruzadas. Pero Sufrah pronunció el nombre mágico y los perros desaparecieron gruñendo. Luego encontró una puerta de hierro que giró silencio-samente en cuanto la tocó. Recorrió un pasillo cavado en pórfido. Candelabros de siete brazos ardían con luz eterna. Al fondo del pasillo había una sala cuadrada con muros de jaspe. En el centro, un brasero de oro arrojaba un fuerte resplandor. Sobre un lecho construido con un solo diamante tallado, que parecía un bloque de fuego frío, estaba tendida una figura vieja, de barba blanca, con la frente ceñida por una corona. Cerca del rey yacía un grácil cuerpo disecado, sus manos se tendían aún para estrechar las suyas; pero el calor de los besos se

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había extinto. Y, sobre la mano colgante del rey Salomón, Sufrah vio brillar el gran sello.

Se acercó de rodillas y, arrastrándose hasta el lecho, alzó su arrugada mano, hizo deslizar el anillo y lo tomó.

Al instante se cumplió la oscura predicción geomán-tica. El sueño inmortal del rey Salomón fue interrumpido. En un segundo, su cuerpo se desmoronó y se redujo a un pequeño puñado de huesos blancos y pulidos que las delicadas manos de la momia parecían seguir pro-tegiendo. Pero Sufrah, vencido por el poder de la figura del Rojo en la casa de la Muerte, eructó en un torrente bermejo toda la sangre de su vida y cayó en el letargo de la inmortalidad terrenal. Con el sello del rey Salomón en el dedo, se recostó cerca del lecho de diamante, pre-servado de la corrupción durante miríadas de años, en el lugar cerrado y secreto que había leído en la figura de la Prisión. La puerta de hierro cayó de nuevo sobre el pasillo de pórfido y los perros de fuego comenzaron a velar al geomante inmortal.

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65Frate Dolcino • Hereje

f r a t e d o l c i n o•

Hereje

Aprendió a conocer las cosas santas en la iglesia de Orto San Michele, donde su madre lo alzaba para

que pudiera tocar con sus manitas las bellas figuras de cera colgadas ante la Santa Virgen. La casa de sus padres colindaba con el baptisterio. Tres veces al día, al alba, al mediodía y al atardecer, veía pasar dos frailes de la orden de San Francisco que mendigaban pan y cargaban los pedazos en una cesta. Con frecuencia los seguía hasta la puerta del convento. Uno de los monjes era muy viejo: afirmaba haber sido ordenado todavía por San Francisco

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en persona. Le prometió al niño que le enseñaría a hablar con los pájaros y con todas las pobres bestias de los campos. Pronto Dolcino comenzó a pasar sus días en el convento. Cantaba con los frailes y su voz era fresca. Cuando sonaba la campana para pelar las verduras, los ayudaba a limpiar las hierbas alrededor de la gran tina. Roberto el cocinero le prestaba un viejo cuchillo y le permitía tallar las escudillas con su paño. A Dolcino le gustaba mirar en el refectorio la pantalla de la lámpara en la que se veían pintados los doce apóstoles calzados con sandalias de madera y pequeños mantos que les cubrían los hombros.

Pero su más grande placer era salir con los frailes cuando se iban a mendigar pan de puerta en puerta, y cargar su canasta tapada con una tela. Un día en que caminaban así, a la hora en que el sol se hallaba en lo alto del cielo, les negaron la limosna en varias casas bajas a la orilla del río. El calor era fuerte: los frailes tenían mucha sed y mucha hambre. Entraron a un patio que no conocían y Dolcino, soltando su canasta, exclamó con sorpresa. Aquel patio estaba cubierto de frondosas viñas, completamente lleno de un verdor delicioso y claro; había leopardos que saltaban junto a muchos otros animales de ultramar, y se veían, sentados, muchachas y muchachos vestidos con telas brillantes que tocaban apaciblemente sus fídulas y cítaras. Allí la calma era profunda; la sombra, espesa y olorosa. Todos escuchaban en silencio a quienes cantaban y el canto era extraordi-nario. Los frailes no dijeron nada; su hambre y su sed estaba satisfecha; no se atrevieron a pedir nada. Con

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gran pesar, se decidieron a salir; pero a orillas del río, al voltear hacia atrás, no vieron ninguna abertura en la muralla. Creyeron que había sido una visión de nigro-mancia, hasta que Dolcino destapó su canasta. Estaba llena de panes blancos, como si Jesús con sus propias manos hubiera multiplicado las ofrendas.

Así le fue revelado a Dolcino el milagro de la mendicidad. Sin embargo, no entró en la orden, pues había recibido una idea más elevada y más singular de su vocación. Los hermanos lo llevaban por los caminos cuando iban de un convento a otro, de Bolonia a Módena, de Parma a Cremona, de Pistoya a Lucca. Y fue en Pisa donde se sintió arrastrado por la verdadera fe. Dormía sobre la cresta de un muro del palacio episcopal, cuando lo despertó el sonido de una buccina. Una multitud de niños que llevaban ramos y velas encendidas rodeaba en la plaza a un hombre salvaje que soplaba una trompeta de bronce. Dolcino creyó ver a San Juan Bautista. Este hombre tenía una barba larga y negra; estaba vestido con un manto de cilicio oscuro marcado con una ancha cruz roja desde el cuello hasta los pies; alrededor de su cuerpo llevaba puesta una piel de animal. Vociferaba con una voz terrible: Laudato et benedetto et glorificato sia lo Patre; y los niños lo repitieron en voz alta; luego añadió: sia lo Fijo, y los niños repitieron; luego añadió: sia lo Spiritu Sancto; y los niños dijeron lo mismo que él; luego cantó con ellos: ¡Alleluia, alleluia, alleluia! Al final tocó la trompeta y se puso a predicar. Su palabra era áspera como el vino de montaña, pero a Dolcino lo atrajo. Dondequiera que el monje del cilicio

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tocaba su buccina, Dolcino iba a admirarlo, deseando una vida como la suya. Era un ignorante agitado por la violencia; no sabía una palabra de latín; para ordenar la penitencia, gritaba: ¡Penitenzagite! Pero anunciaba de forma siniestra las predicciones de Merlín, y de la Sibila, y del abad Joaquín, que se encuentran en el Libro de las Figuras; profetizaba que el anticristo había venido en la forma del emperador Federico Barbarroja, que su ruina estaba consumada y que muy pronto las Siete Órdenes se alzarían después de él, siguiendo la interpretación de la Escritura. Dolcino lo siguió hasta Parma, donde, inspirado, lo comprendió todo.

El Anunciador precedía a Aquel que debía venir, el fundador de la primera de las Siete Órdenes. Sobre la piedra erigida en Parma en la que, desde hacía años, el podestà se dirigía al pueblo, Dolcino proclamó la nueva fe. Decía que había que vestirse con esclavinas de tela blanca, como los apóstoles que estaban pintados en la pantalla de la lámpara del refectorio de los Hermanos Menores. Aseguraba que no bastaba con bautizarse; así que, para regresar enteramente a la inocencia de los niños, se fabricó una cuna, hizo que lo envolvieran en pañales y le pidió pecho a una mujer simple que lloró de piedad. Para poner a prueba su castidad, le rogó a una burguesa que convenciera a su hija para que se acostara pegada a su cuerpo, completamente desnuda, en una cama. Men-digó un saco lleno de denarios y los distribuyó entre los pobres, los ladrones y las mujeres de la calle, declarando que ya no hacía falta trabajar, sino vivir como los ani-males en el campo. Roberto, el cocinero del convento,

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se escapó para seguirlo y alimentarlo en una escudilla que le había robado a los pobres frailes. La gente pia-dosa creyó que habían vuelto los tiempos de los Caba-lleros de Jesucristo y los Caballeros de Santa María, y de aquellos que antaño habían seguido, errantes y enloque-cidos, a Gerardino Secarelli. Extasiados, se amontonaban alrededor de Dolcino y murmuraban: «¡Padre, padre, padre!». Pero los Hermanos Menores hicieron que lo echaran de Parma. Una jovencita de casa noble, Mar-gherita, corrió tras él por la puerta que da al camino de Placencia. Él la cubrió con un sayo marcado con una cruz y se la llevó. Los porqueros y los vaqueros los observaban desde el lindero de los campos. Muchos abandonaron sus animales y se les unieron. Mujeres prisioneras, que los hombres de Cremona habían mutilado cruelmente cor-tándoles la nariz, les imploraron y los siguieron. Tenían la cara envuelta con un paño blanco; Margherita las ins-truyó. Se establecieron en una montaña boscosa, no muy lejos de Novara, y practicaron la vida en común. Dolcino no estableció ni regla ni orden alguna, convencido de que ésa era la doctrina de los apóstoles, y de que todas las cosas debían compartirse caritativamente. Los que querían se alimentaban con bayas de los árboles; otros mendigaban en los pueblos; otros robaban ganado. La vida de Dolcino y de Margherita fue libre bajo el cielo. Pero la gente de Novara no quiso comprenderlo. Los campesinos se quejaban de los robos y del escándalo. Mandaron traer una banda de hombres armados para rodear la montaña. Los Apóstoles fueron echados por los lugareños. A Dolcino y Margherita los ataron sobre

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un asno, con la cara vuelta hacia la grupa; los llevaron hasta la plaza mayor de Novara. Fueron quemados allí en la hoguera misma, por orden de la justicia. Dolcino pidió una sola gracia: que les dejaran puestas, durante el suplicio, entre las llamas, como los Apóstoles en la pan-talla de la lámpara, sus dos esclavinas blancas.

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71Cecco Angiolieri • Poeta rencoroso

c e c c o a n g i o l i e r i•

Poeta rencoroso

Cecco Angiolieri nació lleno de rencor en Siena, el mismo día que Dante Alighieri en Florencia. Su padre, enri-

quecido en el comercio de la lana, se inclinaba a favor del Imperio. Desde su infancia, Cecco tuvo envidia de los pode-rosos, los despreció y murmuró oraciones. Muchos nobles ya no querían someterse al papa. Sin embargo, los gibelinos habían cedido. Pero entre los mismo güelfos estaban los Blancos y los Negros. Los Blancos no repudiaban la inter-vención imperial; los Negros permanecían fieles a la Iglesia,

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a Roma, a la Santa Sede. Cecco tuvo el instinto de volverse Negro, tal vez porque su padre era Blanco.

Lo odió casi desde su primer aliento. A los quince años, reclamó su parte de la fortuna, como si el viejo Angiolieri hubiera muerto. Su negativa lo irritó y dejó la casa paterna. Desde entonces nunca dejó de quejarse con quien fuera y con los cielos. Llegó a Florencia por el camino real. Los Blancos seguían reinando allí, incluso después de haber expulsado a los gibelinos. Cecco mendigó su pan, constató la dureza de su padre y acabó por albergarse en la pocilga de un zapatero que tenía una hija. Se llamaba Becchina y Cecco creyó que la amaba.

El zapatero era un hombre simple, devoto de la Virgen, de la que llevaba medallas consigo; estaba convencido de que su devoción le daba derecho a fabricar sus zapatos con mal cuero. Conversaba con Cecco de la santa teología y de la excelencia de la gracia, a la luz de una vela de resina, antes de la hora de acostarse. Becchina lavaba los platos y su cabello estaba constantemente revuelto. Se burlaba de Cecco por tener la boca torcida.

Por aquel entonces, comenzaron a extenderse por Florencia los rumores del amor excesivo que le había profesado Dante degli Alighieri a la hija de Folco di Ricovero Portinari, Beatrice. La gente letrada se sabía de memoria las canciones que le había dedicado. Cecco las escuchó recitar y las reprobó con vehemencia.

—Ay, Cecco —le dijo Becchina—, te burlas de ese tal Dante, pero tú no podrías dedicarme unos versos tan hermosos a mí.

—Ya veremos —dijo Angiolieri, riendo con sorna.

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Y primeramente compuso un soneto donde criticaba la métrica y el sentido de las canciones de Dante. Luego, le escribió versos a Becchina, que no sabía leer, y que se reventaba de risa cuando Cecco se los declamaba, porque no podía soportar las muecas amorosas de su boca.

Cecco era pobre y desnudo como una piedra de iglesia. Amaba a la madre de Dios con furor, lo que le ganaba la indulgencia del zapatero. Los dos se veían con unos miserables eclesiásticos a sueldo de los Negros. Se esperaba mucho de Cecco, que parecía un iluminado, pero no había dinero para darle. Así, a pesar de su fe loable, el zapatero tuvo que casar a Becchina con un vecino gordo, Barberino, que vendía aceite. «¡Y el aceite puede ser santo!», le dijo piadosamente el zapatero a Cecco Angiolieri para excusarse. La boda se realizó por las mismas fechas en que Beatrice se casó con Simone de Bardi. Cecco imitó el dolor de Dante.

Pero Becchina no murió. El 9 de junio de 1291, Dante dibujaba sobre una tablilla y era el primer aniversario de la muerte de Beatrice. Resultó que había dibujado un ángel cuyo rostro se parecía al rostro de la bien amada. Once días después, el 20 de junio, Cecco Angiolieri (al estar Barberino ocupado en el mercado de aceites) se ganó de Becchina el favor de besarla en la boca, y compuso un ardiente soneto. El odio no disminuyó en su corazón. Quería oro además de amor. No pudo sacárselo a los usureros. Esperó conseguirlo de su padre y partió para Siena. Pero el viejo Angiolieri le negó a su hijo incluso un vaso de vino flojo, y lo dejó sentado en la calle, delante de su casa.

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Cecco había visto en la sala un saco de florines recién acuñados. Eran la renta de Arcidosso y de Montegiovi. Se moría de hambre y de sed; sus ropas estaban rasgadas, su camisa apestaba a humo. Regresó, polvoriento, a Flo-rencia, y Barberino lo echó de su tienda, por culpa de sus andrajos.

Cecco volvió por la noche a la pocilga del zapatero, a quien encontró cantando una dócil canción para María entre el humo de su vela.

Se abrazaron y lloraron piadosamente. Después del himno, Cecco le contó al zapatero del odio terrible y desesperado que sentía por su padre, vejestorio que ame-nazaba con vivir tanto como el Judío Errante Botadeo. Un sacerdote que entraba para conversar acerca de las necesidades del pueblo lo convenció de esperar su liberación en condición monástica. Condujo a Cecco a una abadía donde le dieron una celda y un viejo hábito. El prior le impuso el nombre de fray Enrique. En el coro, durante los cantos nocturnos, tocaba con la mano las losas austeras y frías como él. La rabia le apretaba la garganta cuando pensaba en las riquezas de su padre; le parecía más fácil que el mar se secara antes que su padre muriera. Se sentía tan desposeído que por momentos creyó que le hubiera gustado ser marmitón de cocina. «Es algo», se decía, «a lo que uno bien podría aspirar».

En otros momentos, lo poseía la locura del orgullo: «Si fuera el fuego», pensaba, «quemaría el mundo; si fuera el viento, haría soplar huracanes; si fuera el agua, lo ahogaría en el diluvio; si fuera Dios, lo hundiría en el espacio; si fuera el papa, ya no habría paz bajo el

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sol; si fuera el emperador, rodarían cabezas a diestra y siniestra; si fuera la Muerte, iría a buscar a mi padre… si fuera Cecco… ésa es toda mi esperanza». Pero era el frate Arrigo. Entonces regresó a su odio. Se consiguió una copia de las canciones para Beatrice y las comparó pacientemente con los versos que le había escrito a Becchina. Un monje errante le contó que Dante hablaba de él con desdén. Buscó la manera de vengarse. La supe-rioridad de los sonetos a Becchina le parecía evidente. Las canciones para Bice (la llamaba por su nombre común) eran abstractas y pálidas; las suyas estaban llenas de fuerza y de color. Primero, le envió versos de insulto a Dante; luego, pensó en denunciarlo al buen rey Carlos, conde de Provenza. Finalmente, como nadie reparó ni en sus poesías ni en sus cartas, se quedó en la impotencia. Al final se hartó de alimentar su odio en la inacción, se despojó de su hábito, volvió a ponerse su camisa sin broche, su chaqueta gastada, su capucha deslavada por la lluvia y regresó a buscar la ayuda de los Hermanos devotos que trabajaban para los Negros.

Una gran alegría lo esperaba. Dante había sido deste-rrado: no quedaban sino partidos oscuros en Florencia. El zapatero le murmuraba humildemente a la Virgen el próximo triunfo de los Negros. Cecco Angiolieri olvidó a Becchina en su voluptuosidad. Anduvo por los arroyos, comió puntas de pan duro, corrió detrás de los enviados de la Iglesia que iban a Roma y regresaban a Florencia. Vieron que podría servir. Corso Donati, violento jefe de los Negros, regresó a Florencia y, poderoso, lo empleó junto a otros más. La noche del 10 de junio de 1304, una

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turba de cocineros, tintoreros, herreros, curas y mendigos invadió el barrio noble de Florencia donde estaban las hermosas casas de los Blancos. Cecco Angiolieri blandía la antorcha resinosa del zapatero, quien lo seguía a la dis-tancia, admirando los decretos celestiales. Incendiaron todo y Cecco encendió la madera de los balcones de los Cavalcanti, que habían sido amigos de Dante. Esa noche sació su sed de odio con fuego. Al día siguiente, le envió versos de insulto a Dante «el Lombardo» a la corte de Verona. Ese mismo día, se convirtió en Cecco Angiolieri, como lo había anhelado desde hace tantos años: su padre, tan viejo como Elías o Enoc, murió.

Cecco corrió a Siena, forzó las tapas de los cofres y hundió sus manos en los sacos de florines nuevos, se repitió cien veces que ya no era el pobre fray Enrique, sino noble, señor de Arcidosso y de Montegiovi, más rico que Dante y mejor poeta. Después pensó que era un pecador y que había deseado la muerte de su padre. Se arrepintió. Garabateó un soneto en el acto para solicitarle al papa una cruzada contra todos aquellos que insultaran a sus padres. Ávido de confesarse, volvió aprisa a Florencia, abrazó al zapatero, le suplicó que intercediera por él ante María. Corrió a la tienda del vendedor de ceras santas y compró un cirio de gran tamaño. El zapatero lo encendió fervorosamente. Ambos lloraron y le rezaron a Nuestra Señora. Hasta tardes horas de la noche, se escuchó la apacible voz del zapatero que cantaba alabanzas, se rego-cijaba con su tea y enjugaba las lágrimas de su amigo.

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77Paolo Uccello • Pintor

p a o l o u c c e l l o•

Pintor

Su verdadero nombre era Paolo di Dono, pero los florentinos lo llamaban Uccelli, o «Pablo Pájaros»,

debido a la gran cantidad de figuras de pájaros y de animales pintados que llenaban su casa, ya que era demasiado pobre para alimentar animales o para procurarse aquellos que no conocía. Se dice incluso que en Padua realizó un fresco de los cuatro elementos y que le dio como atributo al aire la imagen del camaleón. Pero nunca había visto uno, de modo que representó un camello panzón con el hocico abierto. (El camaleón,

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explica Vasari, se asemeja a una lagartija seca, mientras que el camello es un animal grande y desgarbado). Pues a Uccello no le preocupaba la realidad de las cosas, sino su multiplicidad y lo infinito de las líneas; de ahí que pintara campos azules, y ciudades rojas, y caballeros vestidos con armaduras negras sobre caballos de ébano con la boca en llamas, y lanzas dirigidas como rayos de luz hacia todos los puntos del cielo. Tenía la costumbre de dibujar mazzocchi, que son unos círculos de madera recubiertos de paño que se ponen en la cabeza para que los pliegues de la tela sobrante rodeen todo el rostro. Uccello los pintó puntiagudos, otros cuadrados, otros con facetas en forma de pirámides y de conos, según todas las apariencias de la perspectiva, de tal manera que encontraba un mundo de combinaciones en los pliegues del mazzocchio. Y el escultor Donatello le decía: «¡Ay, Paolo, cambias la sustancia por su sombra!».

Pero el Pájaro continuaba su obra paciente, y agrupaba los círculos, y dividía los ángulos, y examinaba todas las criaturas en todos sus aspectos, e iba a pedir la interpre-tación de los problemas de Euclides a su amigo el mate-mático Giovanni Manetti; luego se encerraba y llenaba sus pergaminos y sus tablas de puntos y de curvas. Se dedicó perpetuamente al estudio de la arquitectura, con la ayuda de Filippo Brunelleschi; pero no tenía la inten-ción de construir. Se limitaba a observar la dirección de las líneas, desde los cimientos hasta las cornisas, y la convergencia de las rectas en sus intersecciones, y la manera en que las bóvedas convergían en sus claves, y el escorzo en abanico de las vigas del techo que parecía

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unirse en el extremo de los largos salones. Representaba también todos los animales y sus movimientos, y los gestos de los hombres, con el fin de reducirlos a líneas simples.

Luego, tal como el alquimista que examinaba las mezclas de metales y órganos y las observaba fusionarse en su horno para encontrar oro, Uccello vertía todas las formas en el crisol de las formas. Las reunía, y las com-binaba, y las fundía, para conseguir su transmutación en la forma simple de la que dependen todas las demás. Por eso Paolo Uccello vivió como un alquimista en el fondo de su pequeña casa. Creyó que podría convertir todas las líneas en un solo aspecto ideal. Quiso concebir el universo creado tal como se reflejaba en los ojos de Dios, quien ve surgir todas las figuras de un centro complejo. A su alrededor vivían Ghiberti, della Robbia, Brunelleschi, Donatello, cada uno orgulloso y maestro de su arte, bur-lándose del pobre Uccello, y de su locura por la perspec-tiva, compadeciéndose de su casa llena de arañas, vacía de provisiones; pero Uccello era aún más orgulloso. Con cada nueva combinación de líneas esperaba haber des-cubierto el modo de crear. La imitación no era la meta que se había fijado, sino el poder de desarrollar sobera-namente todas las cosas, y la extraña serie de capuchas con pliegues le parecía más reveladora que las magníficas figuras de mármol del gran Donatello.

Así vivía el Pájaro, con su cabeza pensativa envuelta en su capa. No sabía ni lo que comía ni lo que bebía, sino que era exactamente igual a un ermitaño. De tal modo que, en un prado, cerca de un círculo de viejas

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piedras hundidas entre la hierba, un día divisó a una muchacha que reía, con la cabeza ceñida por una guir-nalda. Llevaba un vestido largo y delicado sostenido a la cadera por un listón pálido. Sus movimientos eran tan gráciles como los tallos que su cuerpo arqueaba. Su nombre era Selvaggia, y le sonrió a Uccello. Él notó la flexión de su sonrisa, y cuando ella lo miró, Uccello vio todas las pequeñas líneas de sus cejas, y los círculos de sus pupilas, y la curva de sus párpados, y los entre-lazamientos sutiles de su cabello, e hizo describir en su pensamiento a la guirnalda que ceñía su frente una multitud de posturas. Pero de aquello Selvaggia no supo nada, porque sólo tenía trece años. Tomó de la mano a Uccello y lo amó. Era la hija de un tintorero de Florencia, y su madre había muerto. Otra mujer había llegado a su casa y había golpeado a Selvaggia. Uccello se la llevó a la suya.

Selvaggia se quedaba acuclillada todo el día frente al muro en el que Uccello trazaba las formas universales. Jamás comprendió por qué prefería observar las líneas rectas y las líneas arqueadas en lugar de ver la tierna figura que se alzaba ante él. Por la noche, cuando Bru-nelleschi o Manetti venían a estudiar con Uccello, ella se dormía después de medianoche, al pie de las rectas entrecruzadas, en el círculo de sombra que se extendía bajo la lámpara. Por la mañana, se despertaba antes que Uccello y se alegraba porque se hallaba rodeada de pájaros pintados y de animales de colores. Uccello dibujó sus labios, y sus ojos, y su cabello, y sus manos, y fijó todas las actitudes de su cuerpo; pero nunca pintó su

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retrato, tal como hacían los otros pintores que amaban a una mujer. Pues el Pájaro no conocía la alegría de limi-tarse al individuo, no se quedaba en un solo lugar: quería planear, en su vuelo, por encima de todos los lugares. Y las formas de las actitudes de Selvaggia fueron arro-jadas al crisol de las formas, junto a los movimientos de los animales, y las líneas de los planetas y las piedras, y los rayos de luz, y las ondulaciones de los vapores terrestres y de las olas del mar. Sin acordarse de Selva-ggia, Uccello parecía estar eternamente encorvado sobre el crisol de las formas.

Mientras tanto, no había qué comer en la casa de Uccello. Selvaggia no se atrevía a decirle a Donatello ni a los demás. Se quedó callada y murió. Uccello representó la rigidez de su cuerpo, y la unión de sus manitas flacas, y la línea de sus pobres ojos cerrados. No supo que estaba muerta, como tampoco había sabido si había estado viva. Pero arrojó estas nuevas formas junto a todas aquellas que ya había reunido.

El Pájaro se hizo viejo, y nadie entendía ya sus pinturas. Sólo veían una confusión de curvas. Ya no reconocían ni la tierra, ni las plantas, ni los animales, ni los hombres. Desde hacía muchos años, trabajaba en su obra suprema, que ocultaba de todas las miradas. Debía abarcar todas sus investigaciones y era la imagen de éstas en su concepción. Era Santo Tomás incrédulo, tentando la llaga de Cristo. Uccello terminó su pintura a los ochenta años. Mandó llamar a Donatello y la destapó piadosamente ante él. Donatello exclamó: «¡Ay, Paolo, vuelve a cubrir tu pintura!». El Pájaro interrogó al gran

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escultor, pero no quiso decir nada más. De manera que Uccello supo que había consumado el milagro. Pero Donatello sólo había visto un revoltijo de líneas.

Algunos años después, encontraron a Paolo Uccello muerto de agotamiento en su camastro. Su rostro estaba radiante de arrugas. Sus ojos estaban fijos en el misterio revelado. Sostenía en su mano estrictamente cerrada un pequeño redondel de pergamino lleno de entrelaza-mientos que iban del centro a la circunferencia y que volvían de la circunferencia al centro.

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83Nicolas Loyseleur • Juez

n i c o l a s l o y s e l e u r•

Juez

Nació el día de la Asunción, y fue devoto de la Virgen. Era su costumbre invocarla en todas las circunstan-

cias de su vida y no podía escuchar su nombre sin que los ojos se le llenaran de lágrimas. Luego de haber estudiado en una pequeña buhardilla de la calle Saint-Jacques bajo la férula de un clérigo flaco, en compañía de tres niños que mascullaban la doctrina de Donato y los Salmos de la penitencia, aprendió trabajosamente la lógica de Ockham. Fue así que pronto se volvió bachiller y maestro en artes. Las venerables personas que lo instruían notaron en él

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una gran dulzura y una encantadora afectación. Tenía unos labios gruesos de los que se deslizaban palabras de adoración. Desde que obtuvo su bachillerato de teología, la Iglesia puso sus ojos en él. Ofició primero en la diócesis del obispo de Beauvais, que supo de sus cualidades y se sirvió de él para avisar a los ingleses que asediaban Chartres sobre los diversos movimientos de los capitanes franceses. Cuando tuvo alrededor de 35 años, lo nom-braron canónigo de la catedral de Ruán. Allí, se volvió buen amigo de Jean Bruillot, canónigo y poeta, con quien salmodiaba bellas letanías en honor a María.

A veces le reprochaba a Nicole Coppequesne, quien estaba en su capítulo, su desafortunada predilección por Santa Anastasia. Nicole Coppequesne no dejaba de admirarse de que una muchacha tan sensata hubiera encantado a un prefecto romano hasta el punto de hacer que se enamorara, en una cocina, de las marmitas y los calderos que besaba con fervor; a tal punto que, con el rostro todo ennegrecido, se veía igual a un demonio. Pero Nicolas Loyseleur le mostró cuán superior fue el poder de María al devolverle la vida a un monje ahogado. Se trataba de un monje lúbrico, pero que nunca se había olvidado de venerar a la Virgen. Una noche, al levantarse para ir a sus malas obras, tuvo la precaución, mientras pasaba frente al altar de Nuestra Señora, de hacer una genuflexión y de saludarla. Su lubricidad hizo, esa misma noche, que se ahogara en el río. Pero los demonios no consiguieron llevárselo, y cuando los monjes sacaron su cuerpo del agua, al día siguiente, abrió de nuevo los ojos, reanimado por la gracia de María. «¡Ah! Esta devoción

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es un remedio selecto», suspiraba el canónigo, «y una persona venerable y discreta como usted, Coppenesque, debe sacrificar por ella su amor a Anastasia».

La gracia persuasiva de Nicolas Loyseleur no fue olvidada por el obispo de Beauvais cuando comenzó a instruir en Ruán el proceso de Jeanne la Lorenesa. Nicolas se vistió con hábitos cortos, laicos, y, con su tonsura oculta debajo de una capucha, se introdujo en la pequeña celda redonda, debajo de una escalera, donde estaba encerrada la prisionera.

—Jeannette —dijo, manteniéndose en la sombra —me parece que Santa Catalina me envía con usted.

—¿En nombre de Dios quién es usted? —dijo Jeanne.—Un pobre zapatero de Greu —dijo Nicolas—. ¡Ay

de nuestro desafortunado país! Los godons me han cap-turado como a usted, hija mía... ¡alabada sea usted por los cielos! Mire, la conozco bien; y la he visto una y otra vez cuando venía a rezarle a la santísima Madre de Dios en la iglesia de Santa María de Bermont. Y con usted he oído con frecuencia las misas de nuestro buen cura Guillaume Front. ¡Ay!, ¿se acuerda usted bien de Jean Moreau y de Jean Barre de Neufchâteau? Son mis compañeros.

Jeanne se puso a llorar.—Jeannette, tenga confianza en mí —dijo Nicolas—,

me ordenaron clérigo cuando era niño. Y, fíjese, aquí tengo la tonsura. Confiésese, hija mía, confiésese con toda libertad, pues soy amigo de nuestro gracioso rey Charles.

—De buen grado me confesaré con usted, amigo mío —dijo la buena de Jeanne.

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Habían hecho un agujero en el muro; y en el exterior, en un peldaño de la escalera, Guillaume Manchon y Bois-Guillaume registraban los minutos de la confesión. Nicolas Loyseleur decía:

—Jeannette, persista en su palabra y sea constante; los ingleses no se atreverán a hacerle daño.

Al día siguiente, Jeanne se presentó ante los jueces. Nicolas Loyseleur se situó con un notario, oculto en una ventana, detrás de una cortina de sarga, con el fin de confirmar las acusaciones y dejar en blanco los descargos. Pero los dos otros escribanos protestaron. Cuando Nicolas reapareció en la sala, le hizo señas a Jeanne para que no pareciera sorprendida, y presenció con seriedad el interrogatorio.

El 9 de mayo, opinó en la gran torre del castillo que los tormentos debían ser inmediatos.

El 12 de mayo, los jueces se reunieron en casa del obispo de Beauvais, con el fin de deliberar si era útil torturar a Jeanne. Guillaume Erart pensaba que no valía la pena, al haber material suficientemente vasto y sin tortura. El maestro Nicolas Loyseleur dijo que le parecía que, como medicina para su alma, sería bueno que fuera sometida a tortura; pero su consejo no prevaleció.

El 24 de mayo, Jeanne fue llevada al cementerio de Saint-Ouen, donde la hicieron subir al cadalso de yeso. Descubrió a su lado a Nicolas Loyseleur que le hablaba al oído mientras Guillaume Erart le predicaba. Cuando la amenazaron con quemarla, se puso pálida; mientras el canónigo la sostenía, le guiñó el ojo a los jueces y dijo: «Abjurará». Le guió la mano para marcar con una

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cruz y un círculo el pergamino que le habían acercado. Luego la acompañó por una puertita baja y le acarició los dedos:

—Jeannette mía —le dijo—, ha tenido una buena audiencia, Dios mediante; ha salvado su alma. Jeanne, confíe en mí, porque si usted así lo quiere, será liberada. Reciba sus ropas de mujer, haga todo lo que se le ordenará; de otro modo estará usted en peligro de muerte. Y si usted hace lo que yo le digo, se salvará, va a estar muy bien y no sufrirá; estará bajo el poder de la Iglesia.

El mismo día, luego de cenar, fue a verla a su nueva prisión. Era una habitación mediana del castillo a la que se llegaba subiendo ocho peldaños. Nicolas se sentó en la cama, cerca de la que había un gran madero atado a una cadena de hierro.

—Jeannette —le dijo—, ve usted cómo Dios y Nuestra Señora le han tenido hoy una gran misericordia, ya que la han recibido en la gracia y misericordia de nuestra Santa Madre Iglesia; habrá que obedecer con mucha humildad a las sentencias y recomendaciones de los jueces y las figuras eclesiásticas, renunciar a sus antiguas fantasías y ya no volver a ellas, pues de lo contrario la Iglesia la abandonará para siempre. Tenga, ropas honestas de mujer virtuosa; Jeannette, cuídelas mucho; y hágase cortar pronto ese cabello que le veo y que lleva cortado en círculo.

Cuatro días después, Nicolas se metió en la noche a la habitación de Jeanne y le robó la camisa y la saya que le había dado. Cuando le anunciaron que se había vuelto a poner sus ropas de hombre:

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—¡Ay —dijo—, es relapsa y ha caído en lo más hondo del mal!

Y en la capilla del arzobispo, repitió las palabras del doctor Gilles de Duremort:

—Nosotros, los jueces, no podemos sino declarar hereje a Jeanne y entregarla a la justicia secular, supli-cando que la trate con benevolencia.

Antes de que la llevaran al lóbrego cementerio, Loyse-leur fue a exhortarla en compañía de Jean Toutmouillé.

—¡Ay, Jeannette —le dijo—, ya no esconda la verdad! Ahora ya sólo queda pensar en la salvación de su alma. Hija mía, créame: en un momento, en medio de la asamblea, usted se humillará y hará, de rodillas, su confesión pública. Que sea pública, Jeanne, humilde y pública, como medicina para su alma.

Y Jeanne le suplicó que le recordara hacerlo, pues temía no atreverse delante de tanta gente.

Se quedó para verla arder. Fue entonces cuando se manifestó visiblemente su devoción a la Virgen. Tan pronto como escuchó las invocaciones de Jeanne a Santa María, comenzó a llorar a lágrima tendida. A tal punto lo conmovía el nombre de Nuestra Señora. Los soldados ingleses creyeron que se apiadaba de ella, lo abofetearon y lo persiguieron con la espada en alto. Si el conde de Warwick no le hubiera dado su ayuda, lo habrían dego-llado. Se montó a duras penas en un caballo del conde y huyó.

Durante largas jornadas, erró por los caminos de Francia, sin atreverse a volver a Normandía y temiendo a la gente del rey. Al fin llegó a Basilea. Sobre el puente

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89Nicolas Loyseleur • Juez

de madera, entre las casas puntiagudas, cubiertas de tejas estriadas en ojivas, y las torres cónicas azules y amarillas, de repente se sintió deslumbrado por las luces del Rin. Creyó que se ahogaba, como aquel monje lúbrico, en medio del agua verde que se arremolinaba ante sus ojos; la palabra María se le ahogó en la garganta, y murió con un sollozo.

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91Katherine la Encajera • Mujer de la vida

k a t h e r i n e l a e n c a j e r a

•Mujer de la vida

Nació a mediados del siglo XV, en la calle de la Par-cheminerie, cerca de la calle Saint-Jacques, durante

un invierno en el que hacía tanto frío que los lobos corrían sobre la nieve por París. Una anciana, que tenía la nariz roja bajo su caperuza, la recogió y la crio. Al principio jugaba bajo los porches con Perrenette, Gui-llemette, Ysabeau y Jehanneton, que usaban pequeñas sayas y sumergían las manitas enrojecidas en los arroyos para atrapar pedazos de hielo. Miraban también a la

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gente que estafaba a los viandantes en el juego de mesa llamado alquerque de nueve. Y bajo los tejadillos, ace-chaban las cubetas llenas de tripas y las largas salchichas bamboleantes y los grandes ganchos de fierro donde los carniceros colgaban los cuartos de carne. Cerca de Saint-Benoît le Bétourné, donde están las escribanías, escuchaban rechinar las plumas y apagaban las velas en las narices de los escribanos, al anochecer, a través de los tragaluces de las tiendas. En el Petit Pont, se burlaban de las vendedoras de arenques y escapaban rápidamente hacia la plaza Maubert, se escondían en las esquinas de la calle de Trois-Portes; luego, sentadas sobre el borde de la fuente, parloteaban hasta la bruma de la noche.

Así pasó la primera infancia de Katherine, antes de que la anciana le enseñara a sentarse frente a una almo-hadilla de encajes y a entrecruzar pacientemente los hilos de todas las bobinas. Más tarde, se volvió diestra en su oficio, así como Jehanneton que se había vuelto sombrerera, Perrenette lavandera, Ysabeau guantera, y Guillemette, la más afortunada, salchichera, con su carita color carmesí que relucía como si hubiera sido untada con sangre de puerco fresca. Aquellos que habían jugado al alquerque de nueve ya empezaban otro tipo de empresas; algunos estudiaban en el monte Sainte-Ge-neviève, otros barajaban cartas en Trou-Perrette, otros chocaban sus jarros con vino de Aunis en la Pomme de Pin y otros se peleaban en la taberna de la Gorda Margot. Al mediodía, se les veía a la entrada de la taberna, en la calle aux Fèves, y a medianoche, salían por la puerta de la calle aux Juifs. En cuanto a Katherine, se dedicaba a

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entrelazar los hilos de sus encajes, y las noches de verano tomaba el sereno en el banco de la iglesia, donde estaba permitido reír y platicar.

Katherine vestía una camiseta de tela cruda y una sobrevesta de color verde; los atavíos la enloquecían por completo y nada odiaba tanto como el rodete que distingue a las muchachas que no son de linaje noble. Amaba por igual los testones, los blancos y, sobre todo, los escudos de oro. Por eso fue que se juntó con Casin Cholet, quien era sargento de vara del Châtelet; al amparo de su oficio, ganaba dinero mal habido. Con frecuencia cenaba en su compañía en la hostería de la Mule, frente a la iglesia des Mathurins; y, después de cenar, Casin Cholet iba a robar gallinas al otro lado de los fosos de París. Las traía debajo de su gran tabardo y se las vendía muy bien a la Machecroue, viuda de Arnoul, hermosa vendedora de aves de la puerta del Petit-Châtelet.

Y muy pronto Katherine dejó su oficio de encajera, pues la anciana de nariz roja se pudría ya en el osario des Innocents. Casin Cholet le encontró a su compañera un cuartito bajo, cerca de Trois-Pucelles, y allí la iba a ver al atardecer. No le prohibía asomarse por la ventana, con los ojos ennegrecidos con carboncillo y las mejillas emba-durnadas de albayalde; y todos los jarros, tazas y platos de frutas en que Katherine le daba de comer y beber a quienes pagaban bien, habían sido robados en la Chaire, o en los Cygnes, o en la posada del Plat-d’Étain. Casin Cholet desapareció un día en que había empeñado el vestido y el cinto de plata de Katherine en las Trois-Lavandières. Sus amigos le dijeron a la encajera que había sido azotado en

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la culata de una carreta y echado de París, por orden del preboste, por la puerta Baudoyer. No lo vio nunca más; y sola, ya sin ánimos de ganar dinero, se volvió mujer de la vida, viviendo por todas partes.

Primero, esperaba en las puertas de las hosterías; y los que la conocían la llevaban detrás de los muros, bajo el Châtelet, o contra el colegio de Navarre; luego, cuando hizo demasiado frío, una vieja complaciente la dejó entrar a la casa de baños, donde la matrona le dio asilo. Vivió en un cuarto de piedra alfombrado de juncos verdes. Le dejaron el nombre de Katherine la Encajera, aunque ya no hiciera más encajes. De vez en cuando le daban la libertad de pasearse por las calles, a condición de que volviera a la hora en que la gente acostumbra ir a los baños. Katherine paseaba frente a las tiendas de la guantera y de la sombrerera, y muchas veces se quedaba largo rato envidiando el rostro sanguíneo de la salchichera, que reía entre sus carnes de puerco. Después regresaba a los baños, que la matrona alumbraba en el crepúsculo con velas que ardían en rojo y se derretían lentamente detrás de los vidrios negros.

Al final, Katherine se cansó de vivir encerrada entre cuatro paredes y se lanzó a los caminos. Desde entonces ya no fue parisina, ni encajera, sino como aquellas que vagan por los alrededores de las ciudades de Francia, sentadas en las lápidas de los cementerios, para dar placer a los que pasan. Estas muchachas no tienen más nombre que el que conviene a su rostro, y Katherine recibió el nombre de Hocico. Andaba por los prados, y en la noche, acechaba a la orilla de los caminos, y se veía su mueca

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blanca entre las moreras de los setos. Hocico aprendió a soportar el miedo nocturno en medio de los muertos, cuando sus pies tiritaban al rozar las tumbas. No más testones, no más blancos, no más escudos de oro; vivía pobremente de pan y queso, y de su escudilla de agua. Tuvo amigos desdichados que de lejos le susurraban: «¡Hocico, Hocico!», y ella los amó.

Su mayor tristeza era oír las campanas de las iglesias y las capillas, pues Hocico se acordaba de las noches de junio en que se sentaba, con su saya verde, sobre los bancos de los santos portales. Era la época en la que envidiaba los atavíos de las señoritas; ahora ya no le quedaban ni rodete ni caperuza. Con la cabeza desnuda, esperaba su pan recargada sobre una losa burda. Y en la noche del cementerio, entre el fango espeso en el que se hundían sus pies, añoraba las velas rojas de los baños y los juncos verdes de la habitación cuadrada.

Una noche, un rufián que se hacía pasar por hombre de guerra le cortó la garganta a Hocico para robarle el cinturón. Pero no encontró en él bolsa alguna.

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97Alain el Gentil • Soldado

a l a i n e l g e n t i l•

Soldado

Sirvió al rey Charles vii desde la edad de doce años como arquero, después de haber sido raptado por

hombres de guerra en el país llano de Normandía. Fue raptado de la siguiente manera. Mientras quemaban las granjas, desollaban las piernas de los labradores con cuchillos de monte y tiraban a las muchachas sobre catres de tijera rotos, el pequeño Alain se agazapaba en una vieja pipa de vino desfondada a la entrada del lagar. Los hombres de guerra voltearon la pipa y encontraron dentro a un chiquillo. Se lo llevaron sólo con su camisa

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y su cotardía. El capitán ordenó que le dieran una jaque-tilla de cuero y una vieja caperuza que provenía de la batalla de Saint-Jacques. Perrin Godin le enseñó a tirar con el arco y a clavar limpiamente su saeta en la diana. Pasó de Burdeos a Angulema, del Poitou a Bourges, vio Saint-Pourçain, donde se encontraba el rey, franqueó la marca de Lorena, visitó Toul, regresó a Picardía, entró en Flandes, atravesó Saint-Quentin, viró hacia Normandía, y durante veintitrés años recorrió Francia en compañía armada, donde conoció al inglés Jehan Poule-Cras, de quien aprendió a maldecir en godon, a Chiquerello el Lombardo, que le instruyó a curar la fiebre de San Antonio, y a la joven Ydre de Laon, quien le enseñó a abatir las falsabragas.

En Ponteau de Mer, su compañero Bernard d’Anglades lo convenció de desentenderse de las ordenanzas reales, asegurándole que ambos se darían la gran vida embau-cando a los ingenuos con dados trucados, a los que llaman «entumidos». Lo hicieron, sin abandonar sus pertrechos, y fingían jugar, a orillas de los muros del cementerio, sobre un tamborete robado. Un mal sargento del provisor, Pierre Empognart, hizo que le enseñaran las sutilezas de su juego y les dijo que no tardarían en ser aprehendidos, por lo que debían jurar descarada-mente que eran clérigos, con el fin de escapar de los hombres del rey y de reclamar la justicia de la Iglesia, y para ello debían cortarse al ras la coronilla y deshacerse con prontitud, de ser necesario, de sus cuellos dentados y sus mangas de colores. Él mismo los tonsuró con las tijeras consagradas y les hizo mascullar los siete Salmos y

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el versículo Dominus pars. Luego, cada uno se fue por su lado, Bernard con Bietrix la llavera, y Alain con Lorenete la candelera.

Como Lorenete quería una sobrevesta de paño verde, Alain acechó la taberna del Cheval Blanc en Lisieux, donde habían bebido un jarro de vino. Regresó por la noche al jardín, hizo un agujero en el muro con su jabalina y se metió a la sala, donde encontró siete escudillas de estaño, una caperuza roja y una sortija de oro. Jaquet el Grande, ropavejero de Lisieux, se las cambió muy bien por una sobrevesta como la que deseaba Lorenete.

En Bayeux, Lorenete se quedó en una casita pintada, donde se decía que estaba la casa de baños de mujeres, y la matrona de los baños no hizo sino reírse cuando Alain el Gentil se la quiso llevar. Lo acompañó a la puerta y, empuñando una vela y una piedra en la otra mano, le preguntó si no quería que se la refregara en el hocico para ayudarlo a hacer pucheros. Alain se escapó, tumbándole la vela y arrancándole del dedo a aquella buena mujer lo que le pareció una sortija preciosa: pero no era más que cobre dorado, con una gran piedra rosa falsificada.

Después, Alain anduvo errante, y en Maubusson se reencontró, en la hostelería de Papegaut, con Karandas, su compañero de armas, que comía tripas con otro hombre llamado Jehan el Pequeño. Karandas llevaba aún su guja y Jehan el Pequeño tenía una bolsa con cordones atada al cinturón. La hebilla del cinturón era de fina plata. Después de haber bebido, los tres acordaron ir a Senlis por el bosque. Se pusieron en marcha al atar-decer, y cuando se hallaban en pleno bosque, sin luz,

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Alain el Gentil empezó a arrastrar la pierna. Jehan el Pequeño iba adelante. Y en la oscuridad, Alain le clavó violentamente su jabalina entre los hombros mientras Karandas le hundía su guja en la cabeza. Cayó boca abajo y Alain, a horcajadas sobre él, le cortó la garganta con su daga, de lado a lado. Después le atiborraron el cuello con hojas secas, para que no hubiera un charco de sangre en el camino. La luna apareció en un claro: Alain cortó la hebilla del cinturón y desató las agujetas de la bolsa, en la que había dieciséis leones de oro y treinta y seis patardos de vellón. Guardó los leones y le lanzó la bolsa con la morralla a Karandas, por las molestias, con la jabalina en alto. Allí, se separaron, en medio del claro, Karandas maldiciendo la sangre de Dios.

Alain el Gentil no se atrevió a pisar Senlis y regresó dando rodeos hasta la ciudad de Ruán. Al despertar, pasada la noche, debajo de un arbusto florido, se vio rodeado de jinetes que lo ataron de manos y lo condu-jeron a prisión. Casi en el postigo, se escabulló tras de la grupa de un caballo, y corrió a la iglesia de Saint-Patrice, donde se aposentó junto al altar mayor. Los sargentos no pudieron pasar del atrio. Alain, sintiéndose a salvo, merodeó libremente por la nave y el coro, vio los her-mosos cálices de ricos metales y vinajeras buenas para fundir. Y la noche siguiente tuvo como compañeros a Denisot y Marignon, ladrones como él. Marignon tenía una oreja cortada. Lo único que sabían era comer. Envi-diaban a los ratoncitos que anidaban entre las losas y engordaban mordisqueando migas de pan consagrado. La tercera noche tuvieron que salir, muertos de hambre.

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101Alain el Gentil • Soldado

Los hombres de la justicia los apresaron y Alain, quien proclamaba ser clérigo, había olvidado arrancar sus mangas verdes.

De inmediato pidió ir al retrete, descosió su jaqueta y hundió sus mangas en los desechos; pero los carceleros le advirtieron al preboste. Un barbero fue a rasurarle com-pletamente la cabeza a Alain el Gentil, para borrarle la tonsura. Los jueces se rieron del pobre latín de sus salmos. En vano juró que un obispo lo había confirmado con una cachetada, cuando tenía diez años: no pudo llegar al final de los padrenuestros. Lo torturaron como hombre laico, primero sobre el potro pequeño, luego sobre el grande. Al fuego de las cocinas de la prisión, confesó sus crímenes, con los miembros todos deshechos por los tirones de las cuerdas y la garganta rota. El lugarteniente del preboste pronunció la sentencia cuando estaba en las últimas. Fue atado a la carreta, arrastrado hasta la horca y colgado. Su cuerpo se tostó al sol. El verdugo se quedó con su jaqueta, sus mangas descosidas y una bonita caperuza de paño fino, forrada de petigrís, que había robado en una buena hostería.

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103Gabriel Spenser • Actor

g a b r i e l s p e n s e r•

Actor

Su madre fue una mujer de la vida llamada Flum que regenteaba un saloncito bajo al fondo de Rotten Row,

en Picked-hatch. Un capitán con los dedos cargados de joyas de cobre y dos galanes vestidos con jubones flojos iban a verla después de cenar. Albergaba a tres señoritas, cuyos nombres eran Poll, Doll y Moll, que no podían soportar el olor del tabaco. Así que con frecuencia subían a meterse a la cama, y corteses caballeros las acompa-ñaban, luego de haberles hecho beber un vaso de vino de España tibio para disipar los vapores de las pipas. El

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pequeño Gabriel se quedaba en cuclillas bajo el manto de la chimenea para ver cómo se asaban las manzanas que echaban a los jarros de cerveza. También iban actores, que tenían las más diversas apariencias. No se atrevían a presentarse en las grandes tabernas a donde iban las compañías de título. Algunos hablaban en fanfarronadas; otros balbuceaban como idiotas. Mimaban a Gabriel, que aprendió versos sueltos de tragedia y bromas rústicas de los escenarios. Le dieron un pedazo de paño carmesí con las franjas desdoradas, además de una máscara de terciopelo y un viejo puñal de palo. Así desfilaba solo frente a la chimenea, blandiendo un tizón a manera de antorcha, y su madre Flum bamboleaba su triple mentón de la admiración que le tenía a su hijo precoz.

Los actores lo llevaron al teatro la Cortina Verde, en Shoreditch, donde se puso a temblar ante los arrebatos de rabia del pequeño comediante que echaba espuma por la boca interpretando a gritos el papel de Hieronimo. Ahí también se veía al viejo rey Leir, con su barba blanca raída, que se arrodillaba para pedir perdón a su hija Cordella; un payaso imitaba las locuras de Tarleton, y otro, envuelto en una sábana, aterrorizaba al príncipe Amleth. Sir John Oldcastle hacía reír a todo el mundo con su gran barriga, sobre todo cuando tomaba por la cintura a la posadera, que le permitía aplastarle el pico de su cofia y deslizar sus dedos gordos en la bolsa de bucarán que traía atada al cinturón. El Loco cantaba canciones que el Idiota nunca entendía, y un payaso con gorro de algodón sacaba la cabeza a cada rato por la abertura de las cortinas, al fondo del tablado, para hacer

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muecas. Había también un juglar con unos monos y un hombre vestido de mujer que, según Gabriel, se parecía a su madre Flum. Al final de las obras, los beadles llegaban a ponerle una ropa de tafetán doble azul y gritaban que iban a llevárselo a Bridewell.

Cuando Gabriel cumplió quince años, los actores de la Cortina Verde se dieron cuenta de que era bello y delicado y que podría interpretar los papeles de mujeres y de jovencitas. Flum le peinaba hacia atrás su cabello negro; tenía la piel muy fina, los ojos grandes, las cejas altas, y Flum le había perforado las orejas para colgarle un par de falsas perlas dobles. Entró entonces a la compañía del Duque de Nottingham, y le hicieron vestidos de tafetán y de damasco, con lente-juelas, telas de plata y telas de oro, corpiños con lazos y pelucas de cáñamo con largos rizos. Le enseñaron a pintarse en la sala de ensayos. Primero se sonrojaba al subir al escenario; luego respondía con melindres a las galanterías. Poll, Doll y Moll, a quienes llevó Flum, muy preocupada, declararon con grandes risas que era toda una mujer y se ofrecieron a desatarle el corpiño después de la obra. Lo acompañaron de vuelta a Picked-hatch, y su madre lo obligó a ponerse uno de sus vestidos para mostrarle al capitán, quien de burla le hizo mil declaraciones e hizo como si le pusiera en el dedo un burdo anillo sobredorado que tenía engastado un carbúnculo de vidrio.

Los mejores camaradas de Gabriel Spenser eran William Bird, Edward Juby y los dos Jeffes. Decidieron, un verano, ir a actuar a las aldeas del campo con actores

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errantes. Viajaron en un coche cubierto con un toldo, donde pasaban la noche. En el camino de Hammersmith, una tarde, vieron salir de la cuneta a un hombre que les mostró el cañón de una pistola.

—¡Vuestro dinero! —dijo—. Soy Gamaliel Ratsey, ladrón de caminos reales por la gracia de Dios, y no me gusta esperar.

A lo que los dos Jeffes respondieron, entre gemidos:—¡No tenemos dinero, Vuestra Merced, sólo estas

lentejuelas de cobre y estas piezas de camelote teñido, y somos actores pobres y errantes como Vuestra Señoría.

—¿Actores? —exclamó Gamaliel Ratsey—. Eso sí que es admirable. No soy un ratero, ni un pillo, y soy amigo de los espectáculos. Si no tuviera un cierto respeto por el viejo Derrick, que se las arreglaría para treparme a la escalera y dejarme meneando la cabeza, no saldría de la orilla del río ni de las tabernas alegres con sus banderas, donde vos otros, caballeros, tenéis la costumbre de mostrar tanto ingenio. Sed, pues, bienvenidos. La noche es bella. Levantad vuestro tablado y actuad para mí vuestro mejor espectáculo. Gamaliel Ratsey os escuchará. No es cosa ordinaria. Podréis contarlo.

—Eso nos va a costar algunas velas —dijeron tímida-mente los dos Jeffes.

—¿Velas? —dijo Gamaliel con nobleza—. ¿Cómo que velas? Aquí yo soy el rey Gamaliel, como Elizabeth es reina en la Ciudad. Y como rey os trataré. Tomad cuarenta chelines.

Los actores se bajaron, temblorosos.

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107Gabriel Spenser • Actor

—Sírvase, Vuestra Majestad —dijo Bird—, ¿qué hemos de actuar?

Gamaliel reflexionó, y miró a Gabriel.—A fe mía —dijo Gamaliel—, una hermosa obra para

esta doncella, y que sea muy melancólica. Ha de ser encantadora en el papel de Ofelia. Hay flores de la digital aquí al lado, verdaderos dedos de muerto. Amleth, eso es lo que quiero. Me gustan bastante los caprichos de esa composición. Si yo no fuera Gamaliel, de buena gana interpretaría a Amleth. ¡Venga! ¡Y no os equivoquéis con las estocadas de esgrima, mis excelentes troyanos, mis valientes corintios!

Encendieron las linternas. Gamaliel observó el drama con atención. Después del final, le dijo a Gabriel Spenser:

—Bella Ofelia, le dispenso mis elogios. Podéis partir, actores del rey Gamaliel. Su Majestad está satisfecha.

Luego desapareció en la penumbra.Cuando el coche se ponía en marcha, al alba, lo vieron

de nuevo cerrándoles el paso, con pistola en mano.—Gamaliel Ratsey, salteador de caminos —dijo—,

viene a recuperar los cuarenta chelines del rey Gamaliel. ¡Venga, rápido! Gracias por el espectáculo. No cabe duda: los caprichos de Amleth me gustan infinitamente. Bella Ofelia, mis respetos.

Los dos Jeffes, que guardaban el dinero, lo regresaron a la fuerza. Gamaliel se despidió y partió a galope.

Luego de esta aventura, la compañía regresó a Londres. Contaron que un ladrón había estado a punto de raptar a Ofelia, con vestido y con peluca. Una muchacha llamada

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108Marcel Schwob

Pat King, que venía con frecuencia a la Cortina Verde, afirmó que no le sorprendía. Tenía gorda la cara y redonda la cintura. Flum la invitó para que conociera a Gabriel. Le pareció muy lindo y lo besó tiernamente. Después regresó con frecuencia. Pat era la novia de un obrero ladrillero, fastidiado de su oficio, y que tenía la ambición de actuar en la Cortina Verde. Su nombre era Ben Jonson, y estaba muy orgulloso de su educación, pues era clérigo y tenía ciertas nociones de latín. Era un hombre grande y cuadrado, lleno de costurones de escrófulas, y cuyo ojo derecho estaba más arriba que el izquierdo. Tenía la voz fuerte y tronante. Aquel coloso había sido soldado en los Países Bajos. Siguió a Pat King, agarró a Gabriel por la piel del cuello, y lo arrastró hasta los campos de Hoxton, donde el pobre Gabriel tuvo que hacerle frente, espada en mano. Flum le había pasado en secreto una cuchilla diez pulgadas más larga. Con ella atravesó el brazo de Ben Jonson. A Gabriel le perforó el pulmón. Murió sobre la hierba. Flum corrió a buscar a los condestables. Se llevaron a Ben Jonson maldiciendo a Newgate. Flum esperaba que lo colgaran. Pero recitó sus salmos en latín, demostró que era clérigo, y sólo le marcaron la mano con un hierro candente.

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109Pocahontas • Princesa

p o c a h o n t a s•

Princesa

Pocahontas era la hija del rey Powhatan, quien reinaba sentado sobre un trono en forma de cama y cubierto

por una gran capa de pieles de mapache cosidas, de la que todas la colas quedaban colgando. Fue criada en una casa tapizada de esteras, entre sacerdotes y mujeres que tenían la cabeza y los hombros pintados de rojo encendido y que la entretenían con sonajas de cobre y cascabeles de serpiente. Namontak, un sirviente fiel, cuidaba a la princesa y organizaba sus juegos. A veces la llevaban al bosque junto al gran río Rappahanok, y treinta vírgenes

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110Marcel Schwob

desnudas bailaban para distraerla. Estaban teñidas de diversos colores y ceñidas con hojas verdes, llevaban en la cabeza cuernos de chivo y pieles de nutria en la cintura y, agitando sus mazas, saltaban alrededor de una hoguera crepitante. Terminado el baile, dispersaban las llamas y acompañaban a la princesa de regreso a la luz de los tizones.

En el año 1607, la tierra de Pocahontas fue turbada por los europeos. Hidalgos arruinados, truhanes y buscadores de oro fueron a atracar en el río Potomac, y construyeron chozas de tablones. A esas chozas les dieron el nombre de Jamestown y a su colonia la llamaron Virginia. Virginia no era, en aquellos años, más que un miserable fuertecillo construido en la bahía de Chesapeake, en medio de los dominios del gran rey Powhatan. Los colonos eligieron presidente al capitán John Smith, que antaño se había aventurado hasta tierras turcas. Vagaban por las rocas y vivían de moluscos de mar y del poco trigo que podían obtener por el tráfago con los indígenas.

Fueron recibidos primero con gran ceremonia. Un sacerdote salvaje fue a tocar frente a ellos una flauta de caña; alrededor de su cabello atado llevaba una corona de pelo de ante teñida de rojo, y abierta como una rosa. Su cuerpo estaba pintado de color carmesí, su cara de azul; y tenía la piel salpicada de lentejuelas de plata nativa. Así, con el rostro impasible, se sentó sobre una estera, y se fumó una pipa de tabaco.

Luego otros se alinearon en formación de cuadro, pintados de negro y de rojo y de blanco, y algunos a dos colores, cantando y bailando delante de su ídolo Oki,

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111Pocahontas • Princesa

hecho de pieles de serpiente rellenas de musgo y ornadas con cadenas de cobre.

Pero pocos días después, mientras el capitán Smith exploraba el río en una canoa, de pronto fue asaltado y amarrado. Se lo llevaron en medio de terribles alaridos a una casa comunal donde fue custodiado por cuarenta salvajes. Los sacerdotes, con sus ojos pintados de rojo y sus rostros negros atravesados por grandes franjas blancas, rodearon dos veces el fuego de la casa de guardia con un reguero de harina y de granos de trigo. Luego, John Smith fue llevado a la choza del rey. Powhatan estaba vestido con su capa de pieles y los que se hallaban a su alrededor tenían el cabello decorado con plumón de pájaro. Una mujer le llevó al capitán agua para lavarle las manos y otra se las secó con un manojo de plumas. Mientras tanto, dos gigantes rojos colocaron dos piedras planas a los pies de Powhatan. Y el rey levantó la mano, lo que significaba que John Smith iba a ser acostado sobre las piedras y que le aplastarían la cabeza a mazazos.

Pocahontas tenía apenas doce años y asomaba tími-damente la cabeza entre los consejeros pintarrajeados. Gimió, se lanzó hacia el capitán y puso la cabeza contra su mejilla. John Smith tenía veintinueve años. Llevaba los bigotes enhiestos, la barba en abanico, y tenía el rostro aguileño. Le dijeron que el nombre de la hija del rey, quien le había salvado la vida, era Pocahontas. Pero ése no era su verdadero nombre. El rey Powhatan hizo las paces con John Smith y lo puso en libertad.

Un año después, el capitán Smith acampaba con su tropa en el bosque fluvial. La noche era densa; una

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lluvia penetrante sofocaba todos los ruidos. De repente, Pocahontas le tocó el hombro al capitán. Había atrave-sado, sola, las terribles penumbras del bosque. Le susurró que su padre quería atacar a los ingleses y matarlos mientras cenaban. Le suplicó que huyera, si quería vivir. El capitán Smith le ofreció espejitos y cintas; pero ella se puso a llorar, y respondió que no se atrevía. Huyó, sola, hacia el bosque.

Al año siguiente, el capitán Smith cayó de la gracia de los colonos, y, en 1609, se embarcó a Inglaterra. Allí, escribió libros sobre Virginia, donde explicaba la situa-ción de los colonos y explicaba sus aventuras. Hacia 1612, un tal capitán Argall, luego de ir a comerciar con los potomac (que eran el pueblo del rey Powhatan), se llevó por sorpresa a la princesa Pocahontas y la encerró en un navío como rehén. El rey, su padre, se indignó; pero no le fue regresada. Fue así como languideció presa hasta el día en que un caballero de buenas maneras, John Rolfe, se prendó de ella y la tomó por esposa. Se casaron en abril de 1613. Se dice que Pocahontas le confesó su amor a uno de sus hermanos, que fue a verla.

Pocahontas llegó a Inglaterra en el mes de junio de 1616, donde suscitó, entre las personas de sociedad, una gran curiosidad por visitarla. La buena de la reina Ana la recibió cariñosamente y mandó que le grabaran un retrato.

El capitán John Smith, que iba a partir de nuevo a Virginia, llegó a rendirle honores antes de embarcarse. No la había visto desde 1608. Tenía veintidós años. Cuando Smith entró, Pocahontas giró la cabeza y

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escondió su rostro, sin responderle ni a su marido ni a sus amigos, se quedó sola durante dos o tres horas. Luego mandó llamar al capitán, levantó la mirada y le dijo:

—Usted le había prometido a Powhatan que lo suyo sería de él, y él ha dicho lo mismo; siendo extranjero en su patria, usted lo llamaba padre; siendo extranjera en la suya, así lo llamaré a usted.

El capitán Smith arguyó razones de etiqueta, porque era hija de rey. Ella continuó:

—Usted no tuvo miedo de venir al país de mi padre, y lo asustó, a él y a toda su gente, excepto a mí: ¿le daría miedo entonces que yo lo llamara aquí padre mío? Le diré padre mío y usted me dirá hija mía, y seré para siempre de la misma patria que usted… Allá me habían dicho que usted estaba muerto…

Y le confesó en voz baja a John Smith que su nombre era Matoaka. Los indios, temiendo que se apoderara de ella por un maleficio le habían dado a los extranjeros el falso nombre de «Pocahontas».

John Smith partió a Virginia y nunca volvió a ver a Matoaka. Ella se enfermó en Gravesend, a principios del año siguiente, palideció y murió. Aún no cumplía veintitrés años.

Su retrato está rodeado por este exergo: Matoaka alias Rebecca filia potentissimi principis Powhatani impera-toris Virginiæ. La pobre Matoaka es representada con un sombrero alto de fieltro, con dos guirnaldas de perlas, con una gran gorguera de encaje rígido y sosteniendo un abanico de plumas. Tenía el rostro delgado, los pómulos alargados y grandes ojos dulces.

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115Cyril Tourneur • Poeta trágico

c y r i l t o u r n e u r•

Poeta trágico

Cyril Tourneur nació de la unión de un dios desco-nocido con una prostituta. La prueba de su origen

divino se halla en el ateísmo heroico bajo el que sucumbió. Su madre le heredó el instinto de la revolución y de la lujuria, el miedo a la muerte, el temblor de la voluptuo-sidad y el odio a los reyes; de su padre recibió el amor por coronarse, el orgullo de reinar y la alegría de crear; ambos le dieron el gusto por la noche, la luz roja y la sangre.

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La fecha de su nacimiento se ignora, pero apareció en un día negro, en un año de peste. Ninguna protec-ción celeste veló por aquella mujer de la vida que fue preñada por un dios, pues su cuerpo fue mancillado por la peste unos cuantos días antes de parir y la puerta de su pequeña casa fue marcada con una cruz roja. Cyril Tourneur vino al mundo con el sonido de la campana del sepulturero; y así como su padre había desaparecido en el cielo común de los dioses, una carreta verde arrastró a su madre hasta la fosa común de los hombres. Se cuenta que las tinieblas eran tan profundas que el enterrador tuvo que iluminar el umbral de la casa apestada con una antorcha de resina; otro cronista asegura que la bruma sobre el Támesis (que bañaba el pie de la casa) se tiñó de escarlata, y que de las fauces de la campana de llamada se escapó la voz de los cinocéfalos; en fin, parece indu-dable que una estrella flameante y furiosa se manifestó encima del tragaluz triangular, hecha de rayos fúlgidos, retorcidos, mal anudados, y que el niño recién nacido sacó el puño por el tragaluz, mientras la estrella sacudía sobre él sus rizos de fuego amorfos. Así entró Cyril Tourneur a la vasta concavidad de la noche cimeria.

Es imposible descubrir lo que pensó o hizo hasta la edad de treinta años, cuáles fueron los síntomas de su divinidad latente, cómo se convenció de su propia realeza. Una nota oscura y aterrorizada contiene la lista de sus blasfemias. Afirmaba que Moisés no había sido más que un juglar y que un tal Heriots había sido más hábil que él. Que el primer principio de la religión no era

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más que mantener a los hombres en el terror. Que Cristo merecía más la muerte que Barrabás, aunque Barrabás hubiera sido ladrón y asesino. Que si se proponía escribir una nueva religión, la establecería siguiendo un método más excelso y más admirable, y que el Nuevo Testamento estaba escrito en un estilo repugnante. Que él tenía tanto derecho a acuñar monedas como la reina de Ingla-terra, y que conocía a un tal Poole, preso en Newgate, muy ducho en la mezcla de metales, con cuya ayuda pretendía acuñar algún día oro con su propia imagen. Un alma piadosa ha tachado en el pergamino otras afirmaciones aún más terribles.

Pero estas palabras fueron recogidas por una persona del vulgo. Los gestos de Cyril Tourneur indican un ateísmo más vengativo. Se le representa vestido con una larga toga negra, portando en su cabeza una gloriosa corona de doce estrellas, con el pie sobre el globo celeste y alzando un globo terráqueo con la mano derecha. Recorrió las calles durante las noches de peste y tormenta. Era pálido como los cirios consagrados y sus ojos relumbraban lán-guidamente como incensarios. Hay quienes afirman que tenía en el flanco derecho la marca de un sello extraor-dinario; pero fue imposible verificarlo después de su muerte, ya que nadie vio su cadáver.

Se hizo amante de una prostituta de Bankside que fre-cuentaba las calles de la ribera, y la amó exclusivamente. Era muy joven y de figura inocente y rubia. En ella los rubores parecían llamas vacilantes. Cyril Tourneur le dio el nombre de Rosamonde y tuvo con ella una hija a la

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que amó. Rosamonde murió trágicamente, por atraer la atención de un príncipe. Se sabe que bebió de una copa transparente un veneno de color esmeralda.

Fue entonces que la venganza, en el alma de Cyril, se mezcló con el orgullo. Noctámbulo, recorrió el Mall, a lo largo del cortejo real, agitando en su mano una antorcha de penacho llameante, con el fin de alumbrar al príncipe envenenador. El odio a toda autoridad le subió hacia la boca y las manos. Se volvió acechador de caminos reales, no para robar, sino para asesinar reyes. Los príncipes que desaparecieron en esa época fueron alumbrados por la antorcha de Cyril Tourneur y asesinados por él.

Se apostaba en los caminos de la reina, cerca de los pozos de grava y los hornos de cal. Elegía a su víctima de entre la comitiva, se ofrecía a alumbrarle el camino a través de las zanjas, la llevaba hasta la boca del pozo, apagaba su antorcha y la empujaba. La grava llovía después de la caída. En seguida, Cyril, inclinado sobre el borde, dejaba caer dos enormes piedras para ahogar los gritos. Y, el resto de la noche, velaba el cadáver que se consumía entre la cal, cerca del horno rojo oscuro.

Cuando Cyril Tourneur hubo saciado su odio hacia los reyes, fue presa del odio a los dioses. El aguijón divino que había en él lo incitó a crear. Soñó que podría fundar una generación entera de su propia sangre y propagarse como dios sobre la tierra. Miró a su hija y la encontró virgen y deseable. Para cumplir sus designios a la vista del cielo, no encontró lugar más significativo que un cementerio. Juró vencer a la muerte y crear una nueva humanidad en medio de la destrucción establecida

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por órdenes divinas. Rodeado de viejos huesos, quiso engendrar huesos nuevos. Cyril Tourneur poseyó a su hija sobre la losa que cubría un osario.

El final de su vida se pierde en un resplandor oscuro. No se sabe qué mano nos hizo llegar la Tragedia del Ateo y la Tragedia del Vengador. Una tradición consi-dera que el orgullo de Cyril Tourneur se creció aún más. Mandó erigir un trono en su jardín negro, y tenía costumbre de sentarse en él, coronado de oro, bajo el rayo. Muchos lo vieron y huyeron, aterrorizados por los largos penachos azulados que saltaban sobre su cabeza. Leía un manuscrito de poemas de Empédocles, que nadie ha vuelto a ver desde entonces. Expresó con frecuencia su admiración por la muerte de Empédocles. Y el año en que desapareció fue de nuevo año de peste. El pueblo de Londres se había retirado a las barcas amarradas en mitad del Támesis. Un meteoro aterrador se paseó bajo la luna. Era un globo de fuego blanco, animado por una siniestra rotación. Se dirigió a la casa de Cyril Tourneur, que parecía pintada de reflejos metálicos. El hombre vestido de negro y coronado de oro esperaba sobre su trono la llegada del meteoro. Hubo, como antes de las batallas teatrales, un toque lúgubre de trompetas. Cyril Tourneur se vio envuelto por un resplandor de sangre rosa volatilizada. Unas trompetas, erguidas en la noche, sonaron, como en el teatro, una fanfarria fúnebre. Así fue arrojado Cyril Tourneur a un dios desconocido en el taciturno torbellino del cielo.

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121William Phips • Pescador de tesoros

w i l l i a m p h i p s•

Pescador de tesoros

W illiam Phips nació en 1651 cerca de la desembo-cadura del río Kennebec, en medio de los bosques

fluviales donde los constructores de navíos iban a cortar su madera. En un pueblo pobre de Maine soñó, por primera vez, con una fortuna plena de aventuras, mientras miraba tallar las tablas marinas. El brillo incierto del océano que golpea Nueva Inglaterra le trajo los destellos del oro ahogado y de la plata asfixiada bajo la arena. Creyó en la riqueza del mar y deseó obtenerla. Aprendió a construir barcos, consiguió una cierta solvencia y se fue a Boston.

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Su fe era tan fuerte que repetía: «Un día comandaré un barco del Rey y tendré una hermosa casa de ladrillo en Boston, en la Avenida Verde».

En esa época yacían en el fondo del Atlántico muchos galeones españoles cargados de oro. Este rumor colmaba el alma de William Phips. Se enteró de que una gran nave se había hundido cerca de Puerto de la Plata; reunió todas sus posesiones y partió a Londres, con el fin de equipar un navío. Asedió el Almirantazgo con peticiones y permisos escritos. Le dieron el Rosa de Argel, que contaba con dieciocho cañones, y, en 1687, izó velas hacia lo desco-nocido. Tenía 36 años.

95 hombres partían a bordo del Rosa de Argel, entre los que se hallaba un primer maestre, Adderley, de Pro-vidence. Cuando se enteraron de que Phips se dirigía hacia La Española, no se alegraron mucho, puesto que La Española era la isla de los piratas y el Rosa de Argel les parecía un buen navío. Primero, sobre una pequeña tierra arenosa del archipiélago, se reunieron en consejo para convertirse en caballeros de fortuna. Phips, desde la proa del Rosa de Argel, escudriñaba el mar. Sin embargo, había una avería en la carena. Mientras el carpintero la reparaba, escuchó el complot. Corrió al camarote del capitán. Phips le ordenó cargar los cañones, los apuntó a la tripulación amotinada en tierra firme, dejó a todos sus hombres «cimarrones» en aquel escondrijo desierto y partió con unos pocos marineros leales. El maestre de Providence, Adderley, alcanzó el Rosa de Argel a nado.

Tocaron tierra en La Española con el mar en calma, bajo un sol ardiente. Phips preguntó en todos los fondeaderos

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123William Phips • Pescador de tesoros

por la nave que había naufragado hacía poco más de medio siglo, a la vista del Puerto de la Plata. Un viejo español se acordaba y le indicó el arrecife. Se trataba de un escollo alargado, redondo, cuyas pendientes des-aparecían bajo el agua clara hasta los temblores más profundos. Adderley, inclinado sobre la cubierta, se reía al ver los pequeños remolinos de olas. El Rosa de Argel navegó lentamente alrededor del arrecife y todos los hombres examinaban en vano el mar transparente. Phips daba patadas al castillo de proa, entre las dragas y los garfios. Una vez más, el Rosa de Argel dio la vuelta al arrecife, y por doquier el suelo lucía idéntico, con sus surcos concéntricos de arena húmeda y los manojos de algas inclinadas que se estremecían con las corrientes. Cuando el Rosa de Argel emprendió su tercera vuelta, el sol se escondió y el mar se tornó negro.

Luego se volvió fosforescente. «¡He aquí los tesoros!», exclamó Adderley en la noche, apuntando con el dedo hacia el oro nebuloso de las olas. Pero la aurora cálida se alzó sobre el océano tranquilo y claro, mientras el Rosa de Argel recorría siempre la misma órbita. Y durante ocho días, navegó así. Los ojos de los hombres estaban agotados a fuerza de escrutar la limpidez del mar. Phips ya no tenía provisiones. Había que partir. Se dio la orden y el Rosa de Argel comenzó a virar. Entonces Adderley divisó en un flanco del arrecife una bella alga blanca que titilaba, y quiso que la sacaran. Un indio se zambulló y la arrancó. La trajo colgando muy recta. Estaba muy pesada y sus raíces enredadas parecían estrechar un guijarro. Adderley lo sopesó y golpeó las raíces contra

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el puente para quitarles algo de peso. Una cosa resplan-deciente rodó bajo el sol. Phips lanzó un grito. Era un lingote de plata que bien valía 300 libras. Adderley agitaba estúpidamente el alga blanca. Todos los indios se zambulleron de inmediato. En unas cuantas horas, la cubierta se cubrió de sacos endurecidos, petrificados, con incrustaciones calcáreas y revestidos de conchitas. Los abrieron con escoplos y martillos; de los hoyos se escaparon lingotes de oro y de plata, y monedas de a ocho. «¡Alabado sea Dios!», exclamó Phips, «¡somos ricos!». El tesoro valía 300,000 libras esterlinas. Adderley repetía: «¡Y todo esto salió de la raíz de una pequeña alga blanca!». Murió loco, en las Bermudas, unos días después, balbuceando esas palabras.

Phips transportó su tesoro. El rey de Inglaterra lo ordenó Sir William Phips, y lo nombró High Sheriff en Boston. Allí, fiel a su quimera, se mandó construir una hermosa casa de ladrillo rojo en la Avenida Verde. Se convirtió en un hombre importante. Fue él quien comandó la campaña contra las posesiones francesas, y le quitó la Acadia a Monsieur de Meneval y al caballero de Villebon. El rey lo nombró gobernador de Massachus-sets, capitán general de Maine y de Nueva Escocia. Sus cofres estaban repletos de oro. Emprendió el ataque de Quebec, luego de haber recaudado todo el dinero posible en Boston. La empresa fracasó y la colonia quedó en la ruina. Entonces Phips emitió papel moneda. Con el fin de elevar su valor, cambió por ese papel toda su reserva de oro. Pero su fortuna había cambiado. La coti-zación del papel bajó. Phips lo perdió todo, se quedó

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125William Phips • Pescador de tesoros

pobre, endeudado y sus enemigos lo acechaban. Su prosperidad sólo duró ocho años. Partió a Londres, en la miseria, y, al desembarcar, fue arrestado por 20,000 libras, por orden de Dudley y Brenton. Los sargentos lo transportaron a la prisión de Fleet.

Sir William Phips fue encerrado en una celda desnuda. Sólo había guardado el lingote de plata que le había dado la gloria, el lingote del alga blanca. Estaba agotado por la fiebre y la desesperación. La muerte lo prendió del cuello. Se resistió. Incluso allí, fue atormentado por su sueño de tesoros. El galeón del gobernador español Bobadilla, cargado de oro y plata, había naufragado cerca de las Bahamas. Phips mandó buscar al alcaide de la prisión. La fiebre y la furiosa esperanza lo habían consumido. Le enseñó al alcaide el lingote de plata con su mano seca y murmuró con un estertor agónico:

—Déjeme zambullirme; éste es uno de los lingotes de Bo-ba-di-lla.

Luego expiró. El lingote del alga blanca pagó su ataúd.

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127El capitán Kid • Pirata

e l c a p i t á n k i d•

Pirata

No se ha llegado a un acuerdo sobre la razón por la que este pirata recibió el nombre de cabrito (Kid). El

acta con la que Guillermo III, rey de Inglaterra, le comi-sionó la galera la Aventura en 1695, comienza con las palabras: «A nuestro fiel y bien amado capitán William Kid, comandante, etc. Salve». Pero lo cierto es que, desde entonces, era su nombre de guerra. Unos dicen que tenía la costumbre, al ser elegante y refinado, de usar siempre, en combate y en sus maniobras, unos delicados guantes de piel de cabrito con reverso de encaje de Flandes; otros

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aseguran que en sus peores matanzas exclamaba: «Yo que soy dulce y bueno como un cabrito recién nacido»; otros incluso afirman que guardaba el oro y las joyas en sacos muy flexibles, hechos de piel de cabra joven, y que esa usanza le vino del día en que saqueó una nave cargada de azogue, con el que llenó mil bolsas de cuero que aún están enterradas en el flanco de una pequeña colina de las islas Barbados. Basta saber que su pabellón de seda negra llevaba bordadas una calavera y una cabeza de cabrito, y que su sello estaba grabado del mismo modo. Quienes buscan los numerosos tesoros que escondió en las costas de los continentes asiático y americano hacen desfilar frente a ellas un pequeño cabrito negro, que debería gemir en el punto donde el capitán enterró su botín; pero ninguno ha tenido éxito. El mismo Barbanegra, quien había sido informado por un antiguo marinero de Kid, Gabriel Loff, no encontró en las dunas sobre las que se encuentra construido hoy en día el Fuerte Providence más que gotas dispersas de azogue rezumando a través de la arena. Todas esas excavaciones son inútiles, ya que el capitán Kid declaró que sus escondites permanecerían desconocidos eterna-mente por culpa del «hombre del balde sangriento». Kid, en efecto, fue atormentado por dicho hombre durante toda su vida, quien se aparece para proteger los tesoros de Kid, desde su muerte.

Lord Bellamont, gobernador de Barbados, irritado por el enorme botín de los piratas en las Indias Occidentales, equipó la galera la Aventura, y obtuvo del rey, para el capitán Kid, el cargo de comandante.

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129El capitán Kid • Pirata

Desde mucho tiempo atrás, Kid envidiaba al famoso Ireland, que saqueaba todos los convoyes; prometió a Lord Bellamont tomar su chalupa y traerlo con todo y sus compañeros para mandarlos ejecutar. La Aventura cargaba 30 cañones y 150 hombres. Primero Kid llegó a Madeira, donde se surtió de vino; luego a Boa Vista, para cargar sal; finalmente, a Santiago, donde se apro-visionó completamente. De allí izó velas con rumbo a la entrada del Mar Rojo, donde, dentro del Golfo Pérsico, está ubicada una islita que se llama la Llave de Bab.

Es allí donde el capitán Kid reunió a sus compañeros y les ordenó izar el pabellón negro con la calavera. Juraron todos, sobre el hacha, obediencia absoluta al regla-mento de los piratas. Cada hombre tenía derecho a voto e igual derecho a provisiones frescas y licores fuertes. Los juegos de cartas y de dados estaban prohibidos. Las luces y velas debían estar apagadas a las ocho de la noche. Si un hombre quería beber más tarde, bebía en el puente de la nave, a oscuras y a cielo abierto. La compañía no recibiría ni mujeres ni jovencitos. Aquel que los introdujera disfra-zados sería castigado con la muerte. Los cañones, pistolas y los machetes debían mantenerse cuidados y relucientes. Las querellas se resolverían en tierra firme, con sable y pistola. El capitán y el cuartel maestre tendrían derecho a dos partes; el maestre, el contramaestre y el cañonero, a una y media; los otros oficiales a una y un cuarto. Descanso para los músicos el día del sabbat.

El primer navío que encontraron era holandés, coman-dado por el schipper Mitchel. Kid izó el pabellón francés y le dio caza. El navío mostró de inmediato los colores

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franceses; por lo que el pirata lo interpeló en francés. El schipper tenía un francés a bordo, quien respondió. Kid le preguntó si tenía pasaporte. El francés dijo que sí: «Bueno, por Dios», respondió Kid, «en virtud de su pasaporte, lo apreso como capitán de este navío». Y en seguida lo mandó colgar de la punta del mástil. Luego hizo venir a los holandeses, uno por uno. Los interrogó y, fingiendo no entender flamenco, ordenó para cada prisionero: «¡Francés… al tablón!». Se amarró un tablón que salía por la borda. Todos los holandeses corrieron por él, desnudos, delante de la punta del machete del contramaestre, y saltaron al mar.

En ese momento, el cañonero del capitán Kid, Moor, alzó la voz: «Capitán», exclamó, «¿por qué mata usted a estos hombres?». Moor estaba ebrio. El capitán se volvió, tomó un balde y le dio con en él en la cabeza. Moor cayó, con el cráneo partido. El capitán Kid mandó lavar el balde, al que los cabellos se le habían pegado con la sangre coagulada. Ningún hombre de la tripulación quiso volver a usarlo para mojar el trapeador. Se dejó el balde atado a la borda.

Desde ese día, al capitán Kid se le aparecía el hombre del balde. Cuando capturó la nave mora Queda, tripulada por hindúes y armenios, con 10,000 libras de oro, a la hora del reparto del botín el hombre del balde sangriento estaba sentado sobre los ducados. Kid lo vio claramente y maldijo. Bajó a su cabina y vació una taza de licor. Luego, ya de regreso en el puente, ordenó tirar el viejo balde al mar. Durante el abordaje de un rico buque mercante, el Mocco, no encontró con qué medir las partes de polvo de

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oro del capitán. «Un balde lleno», dijo una voz detrás del hombro de Kid. Cortó el aire con su machete y se enjugó los labios, que echaban espuma. Luego mandó colgar a los armenios. Los hombres de la tripulación parecían no haber entendido nada. Cuando Kid atacó el Golon-drina, se acostó en su catre después del reparto. Cuando se despertó, se sintió empapado en sudor, y llamó a un marinero para pedirle algo con qué lavarse. El hombre le llevó el agua en una palangana de estaño. «¿Es así como se comporta un caballero de fortuna? ¡Miserable! ¡Me traes un balde lleno de sangre!». El marinero huyó. Kid lo hizo desembarcar y lo abandonó cual cimarrón, con un fusil, una botella de pólvora y una de agua. La única razón por la que enterró su botín en diferentes sitios aislados, entre las arenas, era la convicción de que todas las noches el cañonero asesinado venía a vaciar el oro del compartimiento de carga con su balde para tirar las riquezas al mar.

Kid fue aprehendido a la altura de Nueva York. Lord Bellamont lo envió a Londres. Fue condenado a la horca. Lo colgaron sobre el muelle de la Ejecución, con sus ropas rojas y sus guantes. En el momento en que el verdugo le cubría los ojos con la capucha negra, el capitán Kid se resistió y gritó: «¡Carajo! ¡Sabía bien que me pondría su balde en la cabeza!». El cadáver ennegrecido permaneció colgado en las cadenas durante más de veinte años.

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133Walter Kennedy • Pirata iletrado

w a l t e r k e n n e d y•

Pirata iletrado

El capitán Kennedy era irlandés y no sabía leer ni escribir. Alcanzó el grado de teniente bajo las órdenes

del gran Roberts por el talento que tenía para la tortura. Dominaba perfectamente el arte de torcer una mecha alrededor de la frente de un prisionero hasta hacerle saltar los ojos, o de acariciarle el rostro con hojas de palma ardiendo. Su reputación se consagró en el juicio que, a bordo del Corsario, se le hizo a Darby Mullin, bajo sospecha de traición. Los jueces se sentaron recar-gados contra la cabina del timonel, delante de un gran

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tazón de ponche, con pipas y tabaco; luego el proceso comenzó. Iba a votarse la sentencia cuando uno de los jueces propuso fumar una pipa más antes de la delibera-ción. Entonces Kennedy se levantó, se sacó la pipa de la boca, escupió y habló en estos términos:

—¡Carajo! Señores y caballeros de fortuna, que me lleve el diablo si no colgamos a Darby Mullin, mi viejo camarada. ¡Darby es un buen chico, carajo! Que se joda quien diga lo contrario, ¡por algo somos caballeros, diablos! Hemos remado juntos, ¡carajo! ¡Y lo quiero de todo corazón, mierda! Señores y caballeros de fortuna, lo conozco bien; es un cabrón de veras; si vive, nunca se arrepentirá; que me lleve el diablo si se arrepiente, ¿o no, mi buen Darby? Colguémoslo, con un carajo, y con permiso de la honorable compañía, me voy a echar un buen trago a su salud.

Aquel discurso pareció admirable y digno de las más bellas alocuciones militares registradas por los antiguos. Roberts quedó encantado. Desde aquel día, Kennedy ganó en ambición. A la altura de Barbados, mientras Roberts se hallaba perdido en una chalupa persiguiendo un barco portugués, Kennedy obligó a sus compañeros a elegirlo capitán del Corsario, e izó velas por su cuenta. Hundieron y saquearon numerosos bergantines y galeras, cargados de azúcar y de tabaco de Brasil, sin contar el polvo de oro y los sacos llenos de doblones y de monedas de a ocho. Su bandera era de seda negra, con una calavera, un sable, dos huesos cruzados y debajo un corazón atrave-sado por un dardo, de donde caían tres gotas de sangre. Con esa tripulación, encontraron una apacible chalupa de

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135Walter Kennedy • Pirata iletrado

Virginia cuyo capitán era un cuáquero piadoso, llamado Knot. Este hombre de Dios no tenía a bordo ni ron, ni pistola, ni sable, ni machete; estaba vestido con un largo hábito negro y tocado con un sombrero de ala ancha del mismo color.

—¡Carajo! —dijo el capitán Kennedy— ¡Vaya que vive bien y alegre! Eso me gusta. No le haremos daño a mi amigo, el señor capitán Knot, vestido de manera tan divertida.

El señor Knot se inclinó, e hizo una reverencia fingida y silenciosa.

—Amén —dijo el señor Knot—. Sí sea.Los piratas le dieron regalos al señor Knot. Le obse-

quiaron treinta cruzados de oro portugués, diez rollos de tabaco de Brasil y bolsitas de esmeraldas. El señor Knot recibió con gusto los cruzados, las piedras preciosas y el tabaco.

—Éstos son regalos que está permitido aceptar, para darles un uso piadoso. ¡Ah, quisiera el Cielo que nuestros amigos, que surcan los mares, estuvieran todos animados por sentimientos semejantes! El Señor acepta todas las res-tituciones. Son, por así decirlo, los miembros del becerro y los pedazos del ídolo Dagon, lo que ustedes le ofrecen, amigos míos, en sacrificio. Dagon reina todavía en estos países profanos y su oro provoca malas tentaciones.

—¡Me importa un carajo Dagon! —dijo Kennedy— ¡Cállate el hocico, carajo! Agarra lo que te estamos dando y échate un trago.

Entonces, el señor Knot se inclinó apaciblemente pero rechazó su cuarto de ron.

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136Marcel Schwob

—Señores, amigos míos… —dijo.—¡Caballeros de fortuna, carajo! —exclamó Kennedy.—Señores, amigos míos y caballeros —recomenzó

Knot—, los licores fuertes son, por así decirlo, aguijones de tentación que nuestra carne débil no podría soportar. Ustedes, amigos míos…

—¡Caballeros de fortuna, carajo! —exclamó Kennedy.—Ustedes, amigos míos y afortunados caballeros

—recomenzó Knot— que están curtidos por las largas pruebas del Tentador, es posible, probable, diría yo, que no sufran ningún inconveniente; pero sus amigos estarían incómodos, gravemente incómodos…

—¡Al diablo con los incómodos! —dijo Kennedy— Este hombre habla admirablemente, pero yo bebo mejor. Nos llevará a Carolina a ver a sus excelentes amigos que poseen sin duda los otros miembros del becerro que él dice. ¿No es verdad, señor capitán Dagon?

—Así sea —dijo el cuáquero—, pero Knot es mi nombre.

Y se inclinó otra vez. Las grandes alas de su sombrero temblaban al viento.

El Corsario echó el ancla en la caleta favorita de aquel hombre de Dios. Prometió traer a sus amigos, y volvió, en efecto, esa misma noche, con una compañía de soldados enviados por el señor Spotswood, gobernador de Carolina. El hombre de Dios les juró a sus amigos, los afortunados caballeros, que sólo era con el propósito de impedirles introducir en aquellas tierras sus licores ten-tadores. Y cuando los piratas fueron arrestados:

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137Walter Kennedy • Pirata iletrado

—¡Ah, amigos míos! —dijo el señor Knot— Acepten todas las mortificaciones, tal como lo hice yo.

—¡Carajo! Mortificación es la palabra —maldijo Kennedy.

Lo subieron encadenado a un transporte para ser juzgado en Londres. La prisión de Old Bailey lo recibió. Firmó con cruces todas sus declaraciones: la misma marca que en sus recibos de despojo. Su último discurso fue pronunciado sobre el muelle de la Ejecución, donde la brisa del mar balanceaba los cadáveres de antiguos caballeros de fortuna, colgados en sus cadenas.

—¡Carajo! Vaya que es un honor —dijo Kennedy, mirando a los colgados—. Van a colgarme junto al capitán Kid. Ya no tiene ojos, pero sin duda que es él. Nadie más que él hubiera vestido semejante traje de paño carmesí tan fino. Kid fue siempre un hombre elegante. ¡Y sabía escribir! ¡Conocía las letras, mierda! ¡Una mano tan bella! Disculpe, capitán —saludó al cuerpo seco del traje carmesí—. Pero uno también ha sido caballero de fortuna.

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139El mayor Stede Bonnet • Pirata por capricho

e l m a y o r s t e d e b o n n e t

•Pirata por capricho

El mayor Stede Bonnet era un caballero retirado del ejército que vivía en sus plantaciones de la isla de

Barbados, hacia 1715. Sus campos de caña de azúcar y de cafetales le generaban ingresos, y fumaba con placer el tabaco que cultivaba él mismo. Luego de estar casado, no había sido feliz en matrimonio, y se decía que su mujer le había trastornado el seso. En efecto, su manía no se apoderó de él sino hasta poco después de los cuarenta,

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140Marcel Schwob

y al principio sus vecinos y sus criados la consintieron inocentemente.

La manía del mayor Stede Bonnet llegaba a tal punto que aprovechaba cualquier ocasión para desdeñar la táctica terrestre y a alabar la marina. Los únicos nombres que le venían a los labios eran Avery, Charles Vane, Benjamin Hornigold y Edward Teach. Eran, según él, intrépidos navegantes y hombres emprendedores. Ace-chaban en aquella época el mar de las Antillas. Si por casualidad alguien los llamaba piratas delante del mayor, éste exclamaba:

—Alabado entonces sea Dios por haber permitido a estos piratas, como usted dice, dar el ejemplo de la vida franca y común que llevaban nuestros antepasados. En aquel entonces no había propietarios de riquezas, ni guardianes de mujeres, ni esclavos para proveer el azúcar, el algodón o el índigo; sino un dios generoso que dis-pensaba todas las cosas y cada uno recibía su parte. He ahí por qué admiro en extremo a los hombres libres que comparten los bienes entre todos y llevan juntos una vida de compañeros de fortuna.

Al recorrer sus plantaciones, el mayor con frecuencia golpeaba el hombro de un trabajador:

—¿No estarías mejor, imbécil, cargando en algún filibote o bergantín los fardos de la miserable planta sobre cuyos retoños derramas aquí tu sudor?

Casi todas las noches, el mayor reunía a sus sirvientes bajo el cobertizo de los granos, donde les leía, a la luz del candil, con las moscas de colores zumbando a su alrededor, las grandes acciones de los piratas de La

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141El mayor Stede Bonnet • Pirata por capricho

Española y de la isla de la Tortuga, ya que unos volantes advertían de sus rapiñas a los pueblos y las granjas.

—¡Excelente Vane! —exclamaba el mayor— ¡Valiente Hornigold, auténtico cuerno de abundancia lleno de oro! ¡Sublime Avery, cargado de joyas del Gran Mogol y rey de Madagascar! ¡Admirable Teach, que has sabido gobernar sucesivamente catorce mujeres y deshacerte de ellas, y que has concebido entregar todas las noches la última de ellas (que tiene apenas dieciséis años) a tus mejores compañeros (por pura generosidad, grandeza de alma y conocimiento del mundo) en tu buena isla de Okerecok! ¡Oh, qué feliz sería aquel que siguiera sus pasos, aquel que bebiera su ron contigo, Barbanegra, señor de la Revancha de la Reina Ana!

Tales eran los discursos que los criados del mayor escuchaban con sorpresa y en silencio; y las palabras del mayor sólo eran interrumpidas por el ligero ruido apagado que los pequeños lagartos hacían a medida que caían del techo, cuando el miedo les aflojaba las ventosas de las patas. Luego el mayor, protegiendo el candil con la mano, trazaba con su bastón entre las hojas de tabaco todas las maniobras navales de aquellos grandes capi-tanes y amenazaba con la «ley de Moisés» (así es como llaman los piratas a una garrotiza de cuarenta golpes) a quien no comprendiera la fineza de los movimientos tácticos propios de los filibusteros.

Al fin el mayor Stede Bonnet no pudo resistir más; y, luego de comprar una vieja chalupa con diez piezas de artillería, la equipó con todo lo que se necesitaba para la piratería: machete, arcabuces, escaleras, tablones,

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ganchos, hachas, biblias (para prestar juramento), pipas de ron, linternas, hollín para ennegrecerse el rostro, pez, mechas para quemar entre los dedos de los mercaderes ricos y hartas banderas negras con calaveras blancas, con dos fémures cruzados y el nombre del navío: la Revancha. Luego, ordenó que subieran a bordo, sin previo aviso, setenta de sus criados y se hizo a la mar, de noche, derecho hacia el oeste, rozando San Vicente, para doblar en Yucatán y surcar todas las costas hasta Savannah (a donde nunca llegó).

El mayor Stede Bonnet no sabía nada de las cosas del mar. Comenzó entonces a perder la cabeza entre la brújula y el astrolabio, confundiendo artimón con arti-llería, botalón con botavara, el trinquete con la trompeta, luces de carronada con luces de cañón, escotilla con esco-billón, y ordenando cargar en vez de arriar. En resumen, tan agitado estaba por el tumulto de palabras descono-cidas y el movimiento inusitado del mar, que pensó en regresar a tierra en Barbados, si el glorioso deseo de izar la bandera negra a la vista del primer buque no lo hubiera mantenido firme en su designio. No había embarcado provisión alguna, pues confiaba en su pillaje. Pero la primera noche no divisaron las luces ni del más insigni-ficante filibote. El mayor Stede Bonnet decidió entonces que había que atacar un pueblo.

Después de formar a sus hombres sobre el puente, les distribuyó machetes nuevos y los exhortó a actuar con la máxima ferocidad; luego mandó traer un balde de hollín con el que se pintó de negro el rostro, ordenándole

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143El mayor Stede Bonnet • Pirata por capricho

a sus hombres que lo imitaran, cosa que hicieron, no sin regocijo.

Finalmente, juzgando, según recordaba, que lo apro-piado era estimular a su tripulación con alguna bebida acostumbrada por los piratas, hizo tragar a cada uno una pinta de ron mezclado con pólvora (al no tener vino, que es el ingrediente ordinario de la piratería). Los criados del mayor obedecieron; pero contrario a la usanza, su rostro no se encendió de furor. Avanzaron casi todos juntos a babor y a estribor e, inclinando sus rostros negros sobre la borda, le ofrendaron aquel brebaje al pérfido mar. Luego de esto, con la Revancha casi encallado sobre la costa de San Vicente, desembarcaron dando tumbos.

Era la hora matinal y los rostros asombrados de los locales no avivaban la cólera. Ni siquiera el corazón del mayor estaba hecho para los gritos. Ordenó entonces, con fiereza, la adquisición de arroz y verduras secas con carne de cerdo salada, que pagó (al modo de los piratas y con harta nobleza, le parecía) con dos barricas de ron y un cable viejo. Luego de esto, los hombres consiguieron a duras penas volver a sacar a flote la Revancha; y el mayor Stede Bonnet, henchido por su primera conquista, volvió a hacerse a la mar.

Izó velas todo el día y la noche, sin saber qué viento lo impulsaba. Cerca del alba del segundo día, luego de echar una siesta recargado en la cabina del timonel, muy incomodado por su machete y su trabuco, el mayor Stede Bonnet se despertó al grito de:

—¡Ea, chalupa!

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Y divisó el cable del botalón de un navío que se balan-ceaba. Un hombre muy barbudo estaba en la proa. Una banderita negra flotaba en el mástil.

—¡Izen nuestro pabellón de muerte! —exclamó el mayor Stede Bonnet.

Y, al acordarse de que su título pertenecía al ejército de tierra, decidió de improviso darse otro nombre, siguiendo los ejemplos ilustres. Entonces, sin ninguna demora, respondió:

—Chalupa la Revancha, comandada por mí, el capitán Thomas, con mis compañeros de fortuna.

Con lo que el hombre barbudo se echó a reír:—Gusto encontrarte, compañero —dijo—. Podremos

navegar en conserva. Vengan a beber un poco de ron a bordo de la Revancha de la Reina Ana.

El mayor Stede Bonnet comprendió de inmediato que acababa de encontrarse con el capitán Teach, Barbanegra, el más famoso de aquellos a quienes admiraba. Pero su alegría fue menor de lo que hubiera pensado. Tuvo la sensación de que iba a perder su libertad de pirata. Taci-turno, subió a bordo del navío de Teach, que lo recibió con gran cortesía, vaso en mano.

—Compañero —dijo Barbanegra—, me agradas muchísimo, pero navegas de forma imprudente. Y, si confías en mí, capitán Thomas, te quedarás en nuestro buen navío y yo mandaré que tu chalupa sea conducida por este buen hombre, muy experimentado, que se llama Richards; y a bordo del navío de Barbanegra tendrás todo el tiempo de disfrutar la existencia libre de los caballeros de fortuna.

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145El mayor Stede Bonnet • Pirata por capricho

El mayor Stede Bonnet no se atrevió a rechazarlo. Lo ayudaron a quitarse su machete y su trabuco. Prestó jura-mento sobre el hacha (ya que Barbanegra no soportaba ver una Biblia) y se le asignó su ración de galletas y de ron, así como su parte de los saqueos por venir. El mayor no se había imaginado que la vida de los piratas estuviera tan reglamentada. Sufrió la furia de Barbanegra y los horrores de la navegación. Después de partir de Barbados como caballero para ser pirata según sus fantasías, fue obligado así a convertirse verdaderamente en pirata a bordo de la Revancha de la Reina Ana.

Llevó esta vida durante tres meses, durante los que ayudó a su amo en trece capturas, luego encontró la manera de regresar a bordo de su propia chalupa, la Revancha, comandada por Richards. Fue un acto inte-ligente de su parte, ya que la noche siguiente Barbanegra fue atacado a la entrada de su isla de Okerecok por el teniente Maynard, que llegaba de Bathtown. Barbanegra murió en el combate y el teniente ordenó que le cortaran la cabeza y que la pusieran en la punta del mástil de proa; y así se hizo.

Mientras tanto, el pobre capitán Thomas se escapó hacia Carolina del Sur y navegó penosamente todavía por varias semanas. El gobernador de Charlestown, advertido de su paso, delegó al coronel Rhet para que lo capturara en la isla de Sullivans. El capitán Thomas se dejó aprehender. Fue llevado a Charlestown con gran pompa, usando el nombre de mayor Stede Bonnet, que retomó en cuanto pudo. Fue llevado al calabozo hasta el 10 de noviembre de 1718, cuando compareció frente

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a la corte del vicealmirantazgo. El jefe de justicia, Nicolas Trot, lo condenó a muerte con el bellísimo discurso que sigue:

—Mayor Stede Bonnet, usted está condenado por dos acusaciones de piratería: pero usted sabe que ha saqueado al menos trece navíos. De tal suerte que usted podría ser acusado de once cargos adicionales; pero dos nos son suficientes —dijo Nicolas Trot—, pues son contrarios a la ley divina que ordena: no hurtarás (Éxodo 20:15) y el apóstol san Pablo declara expresamente que los ladrones no heredarán el Reino de los Cielos (1 Corintios 6:10). Pero además usted es culpable de homicidio: y los asesinos —dijo Nicolas Trot— tendrán su parte en el lago que arde con fuego y azufre, que es la muerte segunda (Apoca-lipsis, 21:8). ¿Y quién, entonces —dijo Nicolas Trot—, podrá habitar con las llamas eternas (Isaías 33:14)? ¡Ay, mayor Stede Bonnet! Tengo toda la razón al temer que los principios de la religión que le fueron inculcados en su juventud —dijo Nicolas Trot— han sido corrompidos por su mala vida y por su excesiva dedicación a la litera-tura y a la vana filosofía de estos tiempos; porque si su dicha hubiera estado en la ley del Eterno —dijo Nicolas Trot— y usted la hubiera meditado día y noche (Salmos 1:2) habría descubierto que la palabra de Dios era una lámpara a sus pies y una lumbrera a su camino (Salmos 119:105). Pero no lo hizo usted así. No le queda entonces más que confiar en el Cordero de Dios —dijo Nicolas Trot— que quita el pecado del mundo (Juan 1:29) que ha venido para salvar lo que se había perdido (Mateo 18:11) y que prometió que no echará fuera al que vaya a él (Juan

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6:37). De tal suerte que si usted quiere volver a él, aunque sea tarde —dijo Nicolas Trot—, como los obreros de la undécima hora en la parábola de los viñadores (Mateo 20: 6-9) aún podrá recibirlo. Mientras tanto, la corte sen-tencia —dijo Nicolas Trot— que usted será conducido al lugar de ejecución donde será colgado por el cuello hasta que la muerte sobrevenga.

El mayor Stede Bonnet, luego de escuchar compungido el discurso del jefe de justicia, Nicolas Trot, fue colgado ese mismo día en Charleston por ladrón y pirata.

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149Los señores Burke y Hare • Asesinos

l o s s e ñ o r e s b u r k e y h a r e

•Asesinos

El Sr. William Burke ascendió desde la condición más baja hasta la eterna celebridad. Nació en Irlanda e

inició como zapatero. Ejerció este oficio durante varios años en Edimburgo, donde se hizo amigo del Sr. Hare, sobre quien tuvo una gran influencia. Durante la cola-boración entre los Sres. Burke y Hare, no hay duda de que el poder inventivo y simplificador le perteneció al Sr. Burke. Pero sus nombres permanecen inseparables en

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el arte tal como los de Beaumont y Fletcher. Vivieron juntos, trabajaron juntos y fueron capturados juntos. El Sr. Hare nunca protestó contra el favor popular que se depositaba particularmente en la persona del Sr. Burke. Tan completo desinterés nunca recibió su recompensa. Es el Sr. Burke quien legó su nombre al procedimiento especial que le granjeó honores a los dos colaboradores. El monosílabo burke vivirá aún por mucho tiempo en labios de los hombres, cuando ya la persona de Hare habrá desaparecido en el olvido que se cierne injusta-mente sobre los oscuros trabajadores.

El Sr. Burke parece haber aportado a su obra la fantasía maravillosa de la isla verde donde había nacido. Su alma debió estar imbuida de relatos de folclor. Hay en sus actos como lejanas reminiscencias de Las mil y una noches. Semejante al califa que erraba por los jardines nocturnos de Bagdad, deseó aventuras miste-riosas, movido por la curiosidad de relatos desconocidos y de personas extranjeras. Semejante al gran esclavo negro armado con una pesada cimitarra, no encontró conclusión más digna a su voluptuosidad que la muerte de los otros. Mas su originalidad anglosajona consistió en sacar con éxito el mayor provecho práctico a las andanzas de su imaginación de celta. Cuando su goce artístico había terminado, ¿qué hacía el esclavo negro, les pregunto, con aquellos a quienes les había cortado la cabeza? Con una barbarie muy árabe los despedazaba en cuartos para conservarlos, salados, en un sótano. ¿Qué provecho sacaba? Ninguno. El Sr. Burke fue infi-nitamente superior.

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151Los señores Burke y Hare • Asesinos

De cierto modo, el Sr. Hare le sirvió de Dunyazad. Al parecer, el poder de invención del Sr. Burke fue particu-larmente estimulado por la presencia de su amigo. La ilusión de sus sueños les permitió valerse de un desván para alojar allí sus pomposas visiones. El Sr. Hare vivía en un pequeño cuarto en el sexto piso de una casa alta y muy poblada de Edimburgo. Un sillón, una gran caja y algunos utensilios de tocador, sin duda, componían casi todo el mobiliario. Sobre una mesita, una botella de whisky con tres vasos. Por regla, el Sr. Burke sólo recibía una persona a la vez y nunca a la misma. Su estilo era invitar a un pasante desconocido, al caer la noche. Erraba por las calles para examinar las caras que despertaban su curio-sidad. A veces elegía al azar. Se dirigía al extranjero con toda la cortesía que habría empleado Harún Al-Rashid. El extranjero subía los seis pisos hasta el cuchitril del Sr. Hare. Le cedían el sillón; le ofrecían whisky de Escocia para beber. El Sr. Burke lo interrogaba acerca de los inci-dentes más sorprendentes de su existencia. Era un oyente insaciable, el Sr. Burke. El relato siempre era interrum-pido por el Sr. Hare, antes de que llegara el amanecer. La forma de interrupción del Sr. Hare era invariable-mente la misma y muy imperativa. Para interrumpir el relato, el Sr. Hare tenía la costumbre de pasar por detrás del sillón y de poner sus dos manos sobre la boca del narrador. Al mismo tiempo, el Sr. Burke iba y se sentaba sobre su pecho. Ambos, en esa posición, imaginaban, inmóviles, el final de la historia. De esta manera, los Sres. Burke y Hare terminaron un gran número de historias que el mundo nunca conocerá.

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152Marcel Schwob

Cuando el cuento era detenido definitivamente, al igual que el aliento del narrador, los Sres. Burke y Hare explo-raban el misterio. Desvestían al desconocido, admiraban sus joyas, contaban su dinero, leían sus cartas. Hubo algunas correspondencias que no carecieron de interés. Luego metían el cuerpo a enfriar dentro de la gran caja del Sr. Hare. En este punto, el Sr. Burke mostraba la fuerza práctica de su espíritu.

Era importante que el cadáver estuviera fresco, pero no tibio, para poder utilizar hasta el último residuo del placer de la aventura.

En aquellos primeros años del siglo, los médicos estu-diaban con pasión la anatomía; pero, por culpa de los principios religiosos, tenían muchas dificultades para conseguir cadáveres que disecar. El Sr. Burke, en tanto espíritu ilustrado, se había dado cuenta de esta laguna en la ciencia. No se sabe cómo se vinculó con un venerable y sabio anatomista, el doctor Knox, que enseñaba en la facultad de Edimburgo. Quizá el Sr. Burke había tomado cursos públicos, aunque su imaginación debió inclinarlo más bien hacia los gustos artísticos. Se sabe con certeza que le prometió al doctor Knox ayudarlo como mejor pudiera. Por su parte, el doctor Knox se comprometió a pagarle por las molestias. La tarifa decrecía según se tratara de un cuerpo joven o de un cuerpo viejo. Estos últimos interesaban muy poco al doctor Knox. Lo mismo opinaba el Sr. Burke —pues normalmente tenían menos imaginación—. El doctor Knox se volvió célebre entre todos sus colegas por su ciencia anatómica. Los Sres. Burke y Hare disfrutaron de su vida como diletantes.

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153Los señores Burke y Hare • Asesinos

Es conveniente, sin duda, situar en esta época el periodo clásico de su existencia.

Porque el genio todopoderoso del Sr. Burke pronto lo arrastró fuera de las normas y reglas de una tragedia donde había siempre un relato y un confidente. El Sr. Burke evolucionó por su cuenta (sería pueril invocar la influencia del Sr. Hare) hacia una especie de romanti-cismo. El decorado del cuchitril del Sr. Hare ya no le bastaba e inventó el procedimiento nocturno en la niebla. Los numerosos imitadores del Sr. Burke han empañado un poco la originalidad de su estilo. Pero he aquí la verdadera tradición del maestro.

La fecunda imaginación del Sr. Burke se había hartado de los relatos eternamente similares de la experiencia humana. El resultado jamás había cumplido con sus expectativas. Llegó a interesarse solamente en el aspecto real, siempre variable para él, de la muerte. La calidad de los actores ya no le importó. Los consiguió al azar. El único accesorio del teatro del Sr. Burke fue una máscara de tela repleta de pez. El Sr. Burke salía durante las noches de bruma, llevando la máscara en la mano. Iba acompañado del Sr. Hare. El Sr. Burke esperaba al primer transeúnte, caminaba frente a él, luego, dándose la vuelta, le ponía la máscara de pez sobre el rostro, de forma súbita y firme. Inmediatamente los Sres. Burke y Hare se apoderaban, cada uno de un lado, de los brazos del actor. La máscara de tela repleta de pez presentaba la genial simplificación de sofocar al mismo tiempo los gritos y el aliento. Además, esto era trágico. La niebla difuminaba los gestos de la actuación. Algunos actores

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154Marcel Schwob

parecían imitar con sus movimientos a un borracho. Al terminar la escena, los Sres. Burke y Hare tomaban un cab y desnudaban al personaje; el Sr. Hare se encargaba del vestuario, y el Sr. Burke llevaba un cadáver fresco y limpio a casa del doctor Knox.

Y es aquí que, a diferencia de la mayoría de los bió-grafos, dejaré a los Sres. Burke y Hare en medio de su aureola de gloria. ¿Por qué destruir un efecto artístico tan bello llevándolos lánguidamente hasta el final de sus carreras, revelando sus fallos y sus decepciones? No hace falta verlos de otro modo que no sea con su máscara en mano, errando por las noches de niebla. Porque el final de su vida fue vulgar y semejante a tantos otros. Parece ser que uno de ellos fue colgado y que el doctor Knox tuvo que dejar la facultad de Edimburgo. El Sr. Burke no ha dejado otras obras.

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155Nota editorial

n o t a e d i t o r i a l

Tal vez no hacía falta otra traducción de Vidas ima-ginarias. Es muy probable que existan más traduc-

ciones en español de este clásico que en cualquier otro idioma. Y algunas, además, muy notables: la clásica de José Emilio Pacheco y un par de biografías traducidas tempranamente por Borges en los años treinta. Aun así, esta nueva traducción al español tiene el mérito de dejar la obra de Schwob donde ya estaba desde hace tiempo: en el dominio público. Al contrario de las otras excelentes versiones disponibles, la traducción de El Quinqué podrá compartirse, modificarse o reutilizarse a través del uso de licencias Creative Commons.

Decidimos incluir el título en nuestra colección no sólo por su importancia en nuestra tradición literaria —Reyes, Borges, Arreola, Bolaño—, sino por la sugerencia ética que encontramos en su práctica: los personajes célebres no tienen el monopolio de la biografía. Los grandes actos no son la única validación para contar la vida de los otros; lo valioso es contar aquellos detalles que hacen única a cada persona.

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156Marcel Schwob

Para nuestra traducción, nos basamos en la primera edición de Vidas imaginarias, digitalizada por la Biblio-teca Nacional de Francia a través del proyecto Gallica. Publicada por la Bibliothèque Charpentier, se impri-mieron diez modestos ejemplares de Vidas… en 1896. A 120 años, a través de nuestra versión física y la digital, esperamos contribuir a la circulación de un texto todavía relevante.

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157Índice

í n d i c e

Prefacio 7

Empédocles • Supuesto dios 17

Heróstratos • Incendiario 23

Crates • Cínico 29

Séptima • Encantatriz 35

Lucrecio • Poeta 41

Clodia • Matrona impúdica 47

Petronio • Novelista 53

Sufrah • Geomante 59

Frate Dolcino • Hereje 65

Cecco Angiolieri • Poeta rencoroso 71

Paolo Uccello • Pintor 77

Nicolas Loyseleur • Juez 83

Katherine la Encajera • Mujer de la vida 91

Alain el Gentil • Soldado 97

Gabriel Spenser • Actor 103

Pocahontas • Princesa 109

Cyril Tourneur • Poeta trágico 115

William Phips • Pescador de tesoros 121

El capitán Kid • Pirata 127

Walter Kennedy • Pirata iletrado 133

El mayor Stede Bonnet • Pirata por capricho 139

Los señores Burke y Hare • Asesinos 149

Nota editorial 155

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Imaginándonos todavía si Marcel Schwob se rascaba la pierna antes de ponerle punto a sus textos,

si tenía la costumbre de comer una pechuga de pollo a las dos de la tarde o si levantaba siempre la misma ceja en todos los retratos,

los trabajadores del taller de Ricardo Fonseca Nuño —ubicado en Audiencia 1242, col. Lomas de San Eugenio,

c. p. 44720 en la ciudad de Guadalajara, Jalisco— terminaron de imprimir estas Vidas imaginarias en octubre de 2019.

En su composición se utilizó la familia tipográfica Sabon lt Std en 11 puntos para el cuerpo del texto.

Para los títulos y folios se usó la tipografía htf Didot en 20 y 11 puntos respectivamente.

Los forros se imprimieron en Sundance Felt Ultra White de 216 g.

Los interiores en Bond ahuesado de 90 g.

El tiraje consta de 1,000 ejemplares.

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