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Humberto Giannini C) Humberto Giannini, 1965 Inscripción Na 30.730 Talleres de la Editorial Universitaria, S. A. San Francisco 454 Santiago - Chile Proyectó la edición Mauricio Amster REFLEXIONES acerca de la CONVIVENCIA HUMANA Santiago, 1965 FACULTAD DE FILOSOFIA Y EDUCACION UNIVERSIDAD DE CHILE

Humberto Giannini - Reflexiones acerca de la comviviencia humana

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Humberto Giannini

C) Humberto Giannini, 1965 Inscripción Na 30.730

Talleres de la Editorial Universitaria, S. A.

San Francisco 454 Santiago - Chile

Proyectó la edición Mauricio Amster

REFLEXIONES acerca de la

CONVIVENCIA HUMANA

Santiago, 1965

FACULTAD DE FILOSOFIA Y EDUCACION

UNIVERSIDAD DE CHILE

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INDICE

Prefacio 9

Al Prof.

E. CASTELLI

Cap.

E L ESTAR DEL SER 14

Cap. II L A BUSQUEDA DEL SER TOTAL 31

Cap. /1/ CAUSA Y PRINCIPIO DEL SER 50

Cap. IV LA BUSQUEDA DE LA VERDAD 67

Cap. V EL DESEO DE CONVIVIR 94

Cap. VI SOBRE LA TOLERANCIA 103

Apéndice L A DISYUNTIVA 133

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PREFACIO

ERA AUN bastante joven cuando se desató la Segunda Guerra Mundial y poco o nada sabía del profundo vínculo que existe, según me parece ahora, entre una natural dispo-sición a crear sistemas filosóficos absolutos y otro no menos natural impulso a vivir en perpetuo estado de guerra. Años más tarde, al encontrarme en mis estudios con la filosofía ale-mana del siglo pasado y del presente —la de un Scheler, la de un Jaeger e incluso la de Heidegger— creí comprender que esa guerra y todas las guerras estaban ya justificadas »teó-ricamente« en los espíritus de esos pensadores, y por tanto, en el corazón de las universidades y en gran parte de la inte-lectualidad alemana.

Con el fin del nacismo se abría un proceso al ser del hom-bre civilizado: proceso inconclusivo, porque es muy difícil juzgar masas de hombres armados. Por lo demás, el nacismo era también una teoría del hombre, una de las posibles in-terpretaciones del ser-para-la muerte.

Pero la guerra aún no terminaba allí. El segundo acto, el lanzamiento de la bomba atómica sobre Hiroshima, llevó a muchos a preguntarse con horror qué argumento sería válido,

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si es que había alguno, para salvar al hombre de la furia del hombre.

¿Y es que existe, en verdad, algún argumento? Pienso que no, si a un argumento puede oponérsele otro

que lo destruya: a aquel que juzga, por ejemplo, como un crimen, el lanzamiento de la bomba atómica sobre Hiroshi-ma, puede respondérsele que se decide eliminar un número determinado de seres humanos, justamente para evitar que, con la prolongación de la guerra, muera una cantidad in-mensamente mayor.

Esto es verdad, pero para un mundo en que la verdad se identifica con un cálculo de probabilidades. El sentimiento que lleva al primer argumento, es decir, a calificar de crimi-nal cierta decisión, evoca oscuramente el origen religioso de aquel sentimiento.

Pero siendo el cálculo (la conveniencia) el fundamento del convenir del hombre contemporáneo, la emergencia de aquel sentimiento se tiene por socialmente inconveniente o suicida.

Así, problemas de indudable »actualidad« —los de una catástrofe en acto— han informado mi inquietud filosófica: el problema de la responsabilidad de cada cual, en un mun-do en que lo conveniente es, como dice un pensador de nues-tros días, lo único capaz de convencer, conveniencia que resulta, sin embargo, incompatible con una vida orientada por reales normas éticas de convivencia.

En segundo término, un problema al parecer más abstrac-to en su planteamiento, pero que viene a dar a lo mismo: parece que en el sistema filosófico con derivación política (y todo sistema la tiene de hecho), la existencia del prójimo apenas si tiene sentido; su vida o muerte están confiadas a la consecución de una especie de cálculo quizá mucho más sutil que el del político empírico, pero no por eso menos im-placable.

Una vida no debe ser mediatizada. Este »no debe« es es-

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cándalo para toda forma de monismo filosófico' en el cual el individuo es mera expresión de un momento del Absoluto que se despliega en el suceder mundano. Pero, a su vez, la mediatización del individuo es un escándalo para la con-ciencia ética, un sentimiento que no sabe traducirse en argu-mento si éste ha de ser reducido a un momento del cálculo.

¿En qué sentido la vida de cada cual es un absoluto? ¿Y qué es este absoluto? Quererlo saber ha significado para mí vivir con simpatía la vida cotidiana, vida en la cual el pró-jimo se aproxima con un nombre, con un rostro y con una intimidad que siempre se revela irreductible a la nuestra. La vida en común es, por lo general, un permanente espiar la vida ajena para disponer de ella; la vida común en el amor y la amistad, un angustioso anhelo de aclaración y de aper-tura. Un anhelo que, con el andar de los arios parece, la más de las veces, defectivo o ilusorio. Porque si es cierto que sólo la buena fe es capaz de salvar un vínculo, no salva, con todo, de la posibilidad del malentendido, es decir, de la soledad. Y la vejez trae consigo la nostalgia de las últimas palabras que nunca fueron proferidas. Y la tristeza de lo irremediable.

Este, el núcleo problemático de las reflexiones que siguen. Por el hecho de estar la existencia de quien escribe estas pá-ginas opresivamente ligada a estos problemas, ha querido co-menzarlas de una manera casi autobiográfica, lo que, si para muchos puede ser un defecto, para quien las publica repre-senta una justificación.

La pregunta »¿Cómo es posible convivir —convivir huma-namente— más allá de la pura conveniencia?« la había antes planteado a quienes, guiados por una preocupación parecida y en el marco de un contenido pesimismo han dejado entrever

1Como veremos más adelante, el monismo filosófico es el único sistema coherente. A este sistema absoluto de la razón lo llamamos también idealismo.

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la esperanza de un futuro que les parece abierto a las mejo-res posibilidades'.

Pero la pregunta permanece porque la respuesta que ha- bla, por ejemplo, del cumplimiento histórico de la esencia del hombre, esa respuesta es, a mi parecer, antihistórica, pues- to que excluye de la esencia final el proceso que la hizo posible. »En la explicación dialéctica el hombre sale a la ver-dad a través de un proceso que procede más allá de las inten- ciones y de la temporalidad singulares. Este proceder significa, en buenas cuentas, un extra'ñar«2.

Por otra parte, la técnica es una manera práctica de me-diatizar al prójimo. Esto se ha dicho hasta la saciedad3.

Las siguientes reflexiones están dirigidas a la búsqueda de un absoluto »empírico«, común. De aquí deriva la asistematici-dad de este escrito. Es búsqueda (y a veces, una casuística desconcertante), no es doctrina. Pero una búsqueda que bus- ca sus límites más allá de lo empírico. Llámese si se quiere nostalgia religiosa.

El contenido de sus capítulos: — La doctrina del ser en cuanto ser es defectiva; revela una

nostalgia: la pérdida en el hombre de su intimidad con el mundo: Capítulos i, u y

— En el Cap. tv se plantea el problema de la verdad, pre-guntándonos qué sentido puede tener el de »verdad« si no es el de acuerdo, es decir, el que supone una tras-cendencia.

— Para entendernos precisamos de la Verdad: de la emer-gencia de un valor absoluto en las cosas humanas. Sin

1-Me refiero a las obras de dos pensadores nuestros: Entre Hegel y Marx, de Juan Rivano y El Desafío Espiritual de la Sociedad de Masas de Jorge Millas.

2Comentario a una obra de J. Rivano. Rev. de Fil. N9 1, 1963. 3Entre las últimas publicaciones, la obra de A. Piga "Nuevo Hu-

manismo y Tecnocracia" (Epek, Madrid, 1963) , representa una finí-sima reflexión sobre este problema.

ésa, sin éste, todo acuerdo o es mala fe o postergación de la esencia del hombre. El Cap. v es, pues, una refle-xión sobre el acuerdo.

— El último capítulo representa una aclaración, extraída de los ideales comunes, acerca de lo dicho en el Cap. anterior: una reflexión sobre la tolerancia (posibilidad de asimilar lo extraño, esto es, lo que siendo extraño, de alguna manera pide nuestra participación). Este capítulo apareció hace algún tiempo en la Revista Ma-pocho; he tratado ahora de mejorar algo su exposición. Hay, además, algún aporte nuevo al problema. Es natu-ral su inclusión en el presente trabajo, dado que nuestras reflexiones giran en torno a un solo problema: el de la convivencia.

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Cap. 1

EL ESTAR DEL SER

». ..Uno se acercó para preguntar a Antonio qué hacía éste para ser grato a Dios. Hablóle Anto-nio: Haz que donde vayas tengas a Dios delante de tus ojos; une a las cosas que haces el testimonio de las Sagradas Escrituras; y, en cualquier parte que estuvieres, no anheles cambiar fácilmente de lugar. Ponte a observar estas cosas y serás salvo«.

VITA ANTONII, Jacopo da Voragine

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HA OCURRIDO un accidente en la vía pública... Un transeúnte se aproxima al grupo que se ha agolpado alrede-dor de la víctima... »¿Está muerto?« inquiere el rezagado. Esta pregunta, precisa, se dirige a alguien en función de la mera actualidad de un hecho. ¿Por qué no se pregunta si el peatón ha muerto? Simplemente porque no se expresaría con la pregunta lo que se quiere saber. »¿Ha muerto?« significa acercarnos un sucederse a través de un momento de la histo-ria de ese mismo sucederse, el suceso; significa tener a la vis-ta cierta continuidad entre algo que sabíamos de esa vida y lo que preguntamos ahora: participar en el tiempo ajeno, es-bozar una especie de evocación. Pero el curioso es del todo extraño a la historia de esa existencia y llega al lugar del su-ceso sólo para saber si allí hay vida o muerte. El otro, para el curioso, es el anónimo que está al fondo de su muerte; y la muerte, el sujeto de esa contingencia.

A los hombres siempre »nos pasa algo« y en este pasaje per-demos el imperio de la acción verbal y, por tanto, nuestra más propia continuidad histórica. En gran medida, el cuida-do que nos merece la vida ajena (Mitsein) —la Cura che

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stringe e morder— no logra hacerse manifiesta sino como curiosidad. (Se registra la biografía de nuestros conocidos, anotando su pura actualidad, su »cómo está«). El tiempo aje-no, así como parte del nuestro se da en explosiones, en ráfagas temporales; por eso, en cierto sentido, jamás podemos hablar de un tiempo absolutamente común y participativo. Hace un momento estábamos en esto y, de repente, nos encontramos estando en algo distinto y discontinuo. Lo que cabe entre dos instantes de tiempo por más cercanos que se encuentren uno del otro, no es temporalidad: lo que cabe es algo entitativo; un tanto de ser. Y en ese brevísimo lapso estamos, pues, de otra manera; en ese brevísimo pasaje hemos perdido el hilo de nuestro flujo interior. Así, si manara de la mano de Dios el fluir de las conciencias, sólo Dios podría contar la historia y contar el tiempo de una vida (un, dos, tres. . . ha muerto). Nosotros llegamos siempre atrasados a donde estamos. Este, uno de los aspectos »naturales« de la naturaleza del hombre.

Se debe a la filosofía contemporánea el hecho de haber des-tacado con energía el estar del hombree como algo radical de su ser y de haber insistido en que la conciencia del »yo soy«, es decir, el ser de la conciencia, es inseparable del sentir el propio cuerpo, del mundo y del prójimo como constitutivos de ese mismo »yo soy«. Estos me enseñan su ser para que yo justamente logre vislumbrar el mío, puesto que lo que me »pasa« me pasa en relación a ellos. Pero cuerpo, mundo pró-jimo los descubro como algo que ya es antes y después de que yo sea; ellos son y yo he sido arrojado a este encuentro. El pro-

I-Dante, Infierno, Cap 2Como podremos ver más adelante, el estar de una cosa en tal o

cual lugar representa una modalidad fundada en la situación huma-na. Esto, de diversas maneras, lo ha destacado la filosofía contem-poránea. Dice Ortega, por ejemplo, que »estamos en aquellas ideas que son nuestras creencias«, que estamos en el lenguaje, etc. Todas estas modalidades del estar constituyen »el mundo«. Y éste es el que posibilita la comprensión óntica de las cosas.

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Mema. es, pues, que yo no me siento solidario con el destino del ser al cual me encuentro consignado y desde el cual em-piezo a comprenderme.

Para Heidegger, como sabemos, el hombre »es« este su apriorístico estar radicado en la protensión (intencionalidad) propia de la existencia: su estar radicado en el éxtasis. Como pro-yecto y pre-visión el hombre es la apertura —la luz— en que los entes revelan su ser más propio. ¿Cómo es esto posi-ble? Liberar su ser más propio significa que el ente revele lo que le toca de ser, es decir, su solidaridad esencial con un mundo que lo hace inteligible. Pero »mundo« no quiere de-cir en el lenguaje del autor de »Ser y Tiempo« el universo, el continente cósmico de todo lo que hay de entitativo; mundo es la apertura, la estructura de fondo de mi propia existencia desde la cual la realidad volantera del mundo es atraída y capturada, es decir, comprendida en su transparencia sintác-tica, local y topográfica; mundo es, en fin, —cuando compren-demos con »autenticidad« nuestra •existencia— una realidad mía, insolidaria con el ser de las cosas que no poseen un mun-do (aun cuando estén físicamente en un espacio).

Dentro de este horizonte primordial —mi mundo— la pre-gunta por el ser de esto o aquello, la pregunta que el hombre hace a las cosas, no salta más allá de la mera función antropo-métrica del preguntar, es decir, se contiene en un concreto asegurárselas en cuanto medida, en cuanto posibilidades del esencial ser-proyecto del inquiriente. Lo que el hombre va encontrando aun antes de preguntar son, empleando un tér-mino de Zubiri, cosas-sentidos: enseres, instituciones, signos. El complejo de una intencionalidad común realizada en no importa qué materia prima (nOrri Vial) •

A este traer para el sujeto individual un mundo en el que la intencionalidad cela y margina casi por completo »la ma-teria« inintencionada de la naturaleza se le llama »tradi-ción«. En otras palabras, es la tradición el horizonte funda-

mental donde se encuentran los seres humanos en su estar en el mundo.

Pero se dirá, ¿No es la »naturaleza« el medio, el substrato determinante que ciñe y acucia al hombre y que recoge para sí todo lo que presta a las intenciones, a la técnica, a la tra-dición?' ¿Qué es el hombre y la obra que construye sobre el lomo de la naturaleza sino el aspecto »consciente del propio desplegarse de ésta?« Justamente a propósito de la pregunta por la posibilidad de trascender las intenciones y, en cierta medida, la tradición; a propósito de la pregunta por la po-sibilidad de habérnosla con el ser puro y simple, extraño en su naturaleza al ser de nuestra conciencia, toda la tradición platónica2, religiosa en su raíz misma ha dado una respuesta negativa y el cristianismo, heredero de aquélla, con el dogma teomórfico de la creación ha venido a justificar un antropo-morfismo que el propio Platón condenara en la República y que opusiera, por primera vez en la historia de la filosofía, a un estricto saber teo-lógico3.

La vida de nuestras conciencias se mueve en un ingente esfuerzo de reconocimiento —saber dónde estamos absoluta-mente y qué somos aquí en este estado—, se mueve en un es-

'Una cama, un manto y cualquier objeto de esta especie, en la medida en que cada uno tiene derecho a este nombre, es decir, en la medida en que es un producto del arte, no posee ninguna tenden-cia natural al cambio, sino en la medida en que son, por accidente, o de piedra o de madera o de algo mixto, y sólo bajo esta relación. (Arist. Fís., u, 192 b, 15) . Es decir, todo cambia en cuanto naturaleza (T150:I 65)

2Ligada al viejo Platón del Timeo. 3Platón (La República) y Aristóteles (Metafísica), emplean el

término teología como discurso o doctrina relativa a Dios, a fin, jus-tamente, de separar esta doctrina de la mitología, es decir, del arte del mitopoios que narra a propósito de ciertos personajes divinos su-cesos siempre nuevos sin preocuparse si la nueva narración contra-dice o no a las precedentes. Con el cristianismo, hasta Abelardo, theologia es sinónimo, en general, de »narración fantástica acerca de los dioses paganos«.

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fuerzo por salir al fundamento de nuestro estar. ¿Por qué el estar?, cuya primera traducción filosófica fue: ¿Por qué el ser y no más bien la nada? Estas preguntas —que preguntan por la razón del ser y por la razón del estar abandonado al ser—sólo se pueden contestar o con una »historia«: el mito del hombre, o con una ontología: una teoría del ser en cuanto ser; se responden o con el lenguaje narrativo en el cual la di- mensión temporal es esencial o se responden con el lenguaje apofántico, sine temporal. En lo que sigue, hablaremos de ambas formas de vincularse al »fundamento«.

El antropomorfismo cristiano —para citar una narración—posee como fundamento un saber gnoseológico: sin el dogma de un Eficiente que crea de la nada, el conocimiento de las cosas externas se volvería un problema insoluble2; posee, ade-más, como fundamento, un saber ético cuya importancia teo-rética corre paralela al primero: sólo es digno de ser conocido lo ya sabido como deseable (platónica preeminencia del va-lor). Esta última afirmación ligada, como sabemos, al dogma del pecado original. Ahora bien, el conocimiento de la cosa en sí3 —el conocimiento de la naturaleza— representa, en am-bos sentidos, para el cristiano, un trascender los límites de la inteligibilidad: un peregrinar hacia la nada (desde el punto de vista gnoseológico) y hacia la nadificación del existente (desde un punto de vista ético).

Y estos »saberes« operan desde el fondo en el alma de to-do un largo período histórico.

'Para Aristóteles el lenguaje narrativo o el dramático de la poéti-ca emplea verbos de acción y es imitativo en cuanto recrea el mo-vimiento anímico de los personajes, objeto de la narración (o dra-ma); el lenguaje filosófico, en cambio, emplea el verbo ser cuya función se limita a conectar sine tempore lo que está unido en la realidad y separar lo que está separado.

2Acerca de esta materia: Cap. u. 3Cosa en sí (ensimismada) : la que no revela en su ser la inten-

ción que la hace ser y trascenderse en su ser.

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La cultura corresponde a un intento de asimilar lo extra-ño, lo absolutamente extraño en que viene a caer el hombre: la naturaleza; y para ello, ha buscado el concurso de los Dio-ses o de Dios, el mithos1. Para el hombre occidental, durante un largo período de su historia, los muros circundantes de un villorrio no sólo constituyen los límites de un ámbito de dominio jurídico-político y una advertencia contra el vecino o el advenedizo; son, igualmente, como lo expresara Platón por boca de Sócrates, los cotos de la comprensibilidad: más allá de éstos, en lo abierto de la naturaleza, el hombre se pierde, no »está« en parte alguna; para el hombre occidental ha quedado asociado desde tiempos antiquísimos un senti-miento pánico de la existencia a lo trunco (procesual), in-forme y desmesurado del ser y del acaecer naturales. Allá, en los extramuros, Dionisios y las bacantes (el dionisismo y la »irracionalidad«); aquí, muro adentro de la ciudad, el dios de la pre-visión y de la medida: el joven Delfos. El hombre occidental »se integra a la naturaleza« —ésta le resulta tole-rable— sólo en la medida en que la asimila como paisaje, como »fondo«, o se la apropia como campo de cultivo, como conquista deportiva, como botín o posibilidad de explota-ción. Esto es, como cultura. E incluso, lo más abierto y pre-sente del ser natural, el cielo que con sus giros vuelve cada día sobre ese villorrio medieval marcando el límite entre expansión y recogimiento, entre siembra y cosecha, no es en absoluto el mismo cielo- universal que invade la naturaleza terrena y que confabula con ella en espacios sin medida. Para el ciudadano medieval el tiempo manante de su cielo provin-ciano poseía una dimensión sagrada y ritual, constituía una

'Esto, Vico lo expresa soberbiamente en su Scienza Nuova. Un agudo estudio a propósito de las relaciones entre naturaleza e his, toria, en el ensayo de Félix Schwartzmann, »Significado de las rela-ciones entre naturaleza e historia para el conocimiento histórico«, Rey. de Filosofía, 1957, N9 2-3.

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técnica de la anamnesis platónica, un instrumento de la evo-cación sin la cual el hombre no tiene paradero.

Así Pier Damiani, enemigo declarado de la dialéctica, in-vitando al tocador de campanas (significator) a considerar la importancia de su oficio, le dice entre otras cosas:

Sepa quien da la señal de las campanas que nadie más que él debe evitar las distracciones. Pues, si, en efecto, alguna ho-ra sagrada —por premura o por retardo— no está en su pues-to, sin duda será turbado el orden de todas las sucesivas.. Por esto, no se ponga a confabular, no se estretenga en largas conversaciones ni con éste ni con aquél, ni desespere de sa-ber qué hacen los seculares y, siempre, premuroso, mante-niendo el cuidado del oficio que se le encomendara, observe el movimiento incansable de las esferas celestes, el paso de los astros y el incesante correr del tiempo que huye. Practi-que también el salmodiar si desea tener una regla cotidiana para distinguir las horas, de tal manera que, cuando a causa de la densidad de las nubes no logre ver la luz del Sol y las diversas constelaciones, tenga una forma de medir el tiempo en el ritmo del salmodiar. . . Medite, quien está encargado de dar las horas, en el sabio aviso de cuánto debe estar atento y vigilante en todo momento a la tarea que le ha sido asignada, de modo que una empresa de tal importancia —acordar lo efímero y lo eterno— no venga a turbar el orden en que esto está establecido'.

Si en una época histórica determinada el tañer de las cam-panas no se pierde entre una infinidad de sonidos y de rui-dos mundanos, esto tiene su relativa importancia; y si el tañer de las campanas provoca una automática detención del impulso mundano (lleva, por ejemplo, a santiguarse) —por más »inconscientes« que este impulso y este gesto sean— esto también posee un significado bastante profundo. El oficio del significator consiste, pues, en recordar cada día el acuer-

1S. Pier Damiani, De Divina Omnipotencia, Cap. xvn, Vallecchi-Ed. Tr. del autor.

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do entre lo efímero y lo eterno, en un poner los corazones en resonancia con el significado histórico-cósmico de las ho-ras'. Este »saber« es, por cierto, totalmente diverso de lo que pueda averiguarse acerca del ser »en sí« (ontológico) de la temporalidad. Baste un ejemplo: he leido en un interesante trabajo de Koyré que la construcción de un reloj implica el conocimiento de toda la teoría física actual. Tal teoría permi-te la fabricación de cronómetros de una enorme exactitud. Podría uno imaginarse que calcular la hora en una de estas máquinas y vincularse al latir del cosmos sea una misma cosa para quien está consciente de la implicación. Pero esto no es así: hacer cálculos es algo bien diferente de acordar. Y cuan-do se habla de conocimiento todo el problema de la »ade-cuación« reside en este punto preciso: si una teoría —y la exac-titud que de ella deriva— es intraducible a la contabilidad que manejamos de nuestro propio vivir, el acuerdo entre lo efímero y lo eterno será imposible o, lo que es lo mismo, los grandes números de la astronomía o de los procesos atómicos resultarán insignificantes y discordes. Por otra parte y en co-nexión con lo anteriormente dicho, existe una ética fundada en el »gran Todo« como la que inspira a Spinoza, y una ca-suística ética como la que practican los hombres de la Edad Media, centradas cada una en dos formas irreconciliables de contar el tiempo.

2

»Quien mira más, más altamente se diferencia, y el dirigirse al gran libro de la naturaleza —objeto propio de la filosofía—es un modo de alzar los ojos& Estas son palabras de un titán que inauguró los tiempos modernos del pensar científico:

sentido de la historicidad de lo cotidiano, es decir, la perma-nente referencia al significado recordatoria de todas las cosas, fue uno de los elementos más vivos de la edad media. Un hermoso documen-to de esto es Les Belles Heures (y Les trés riches heures), Duc de Berry.

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Galileo Galilei. El inicio de la filosofía naturalista griega comenzó también con ese alzar los ojos y sólo entendiendo ese diferenciarse (de que habla Galileo) como extrañamiento, se entiende también que la filosofía fuese en su estado prime-rizo extrañeza y admiración. A esta aventura de los ojos, en los antiguos, la filosofía natural de los tiempos modernos aña-de la aventura de la razón por el abismo sin fondo de la ma-thesis universalis. (Lo en »sí« por excelencia). ¿Oué queda ahora del tañer conciliatorio de las campanas propio de la experiencia medieval? O ¿Qué valor asumirá esa experien-cia para una filosofía que empieza a investigar desde ese mo-mento las categorías del pensar puro en conexión con las ca-tegorías de un ser desintencionalizado?

Sabe el hombre religioso que en su vida cotidiana no hay tiempo natural ni número alguno que no esté en función de un tiempo sagrado y significativo. Este vincularse al cosmos a través de la historia y a través de la metahistoria (mithos) implica una comprensión del ser bastante diversa de la que Heidegger asigna en Ser y Tiempo al hombre »inauténtico« o de la que, en general, asigna la filosofía »al conocimiento vulgar«:

La interpretación ontológico-existencial de Heidegger res-pecto a la cotidianidad no debería arrojar otro resultado que éster:

a) No existe un »sujeto« sin mundo ni un yo aislado sin los Otros.

b) Los Otros son encontrados; su existencia no está »fun-dada« en mi pensamiento.

c) En el empleo del instrumento es co-descubierta »la na-turaleza« a la luz del producto natural.

Es decir, la cotidianidad está provista de una »propia for-ma de conocimiento«2: la comprensión del Ser, fundada en

1Si realmente es una fenomenología. 2»En los caminos, en las calles, en los puestos, en las construccio-

nes, la naturaleza es descubierta en un sentido determinado por la

2,2

e& poder-ser del hombre, en vista del cual el complejo de re-ferencias —el mundo— deja desde siempre encontrar al ente

r comorme al mundo. Mas, este conocimiento en vista de su propio poder ser no se aquieta en la mera conformidad al mundo, ni se disuelve el »sí mismo« de ese poder-ser en el modo de ser de un se dice intedeterminado, como quiere Hei-degger.

La cotidianidad representa el ámbito en el que las cosas adquieren un sentido, y no puramente instrumental, justa-mente porque en tal sentido le va el sentido al poder-ser del hombre.

Por lo que respecta a la experiencia religiosa, que es una manera de ser de la vida cotidiana, débese incluso agregar: el cristianismo es, en lo que dice de las cosas, un teomorfis-mo radical y, por tanto, no puede ser menos que un antro-pomorfismo consecuente. Aquí no tiene sentido el ser en sí de las cosas ni del mundo; el único asidero de inteligibilidad consiste en su ser para. . . Pero resultaría del todo ilegítimo detener el análisis en este punto.

Cuando hablamos de hombre religioso no tenernos presen-te al hombre que medita con cierta frecuencia y preocupa-ción acerca de la posibilidad de un ser Supremo o en la ne-cesidad racional de su existencia; tampoco tenemos a la vis-ta las opiniones más o menos banales que pueda emitir el propio hombre religioso para justificar intelectualmente lo que hace. Lo importante es saber qué hace, porque justamen-

Cura. La construcción de un techo tiene en cuenta la posibilidad de las tempestades, la disposición de la iluminación pública, de la os-curidad, es decir, del específico aparecer y desaparecer de la luz del día, de la »posición del sol«. En los relajes se tiene siempre en cuenta una determinada constelación del sistema universal. Si miramos el reloj hacemos inexplícitamente empleo de la »posición del sol«, so-bre cuya base fue establecida la regla de la pública medida astronó-mica del tiempo. En el empleo del reloj, que es medio utilizable in-mediato y común, es con-utilizada la naturaleza como mundo am-biente »Heidegger, Essere e Tempo«, Bocca, Milán, 1953, pág. 84.

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te allí puede estar todo el sentido de lo que no logra decir. Y esto que hace consiste en un atreverse a participar en(la comunión religiosa. Porque podemos estar muy ciertos de que algo que rnaius cogitari nequit existe e incluso de cine está vinculado a nuestra existencia tal como nos lo propone una determinada religión positiva y, no obstante, no atrever-nos a dirigir nuestra voz a aquello así pensado. Por cierto en la actitud que se atreve hay un diferenciar y no un disolver, como piensa Heidegger, del »yo« en la opinión ambiente.

»Atreverse a comunicar« posee para nosotros un sentido literal; nada tiene de expresión metafórica: se trata de atre-verse con la voz. Mientras no osemos alzarla tal vez pense-mos en Dios y por más apasionado que sea nuestro pensamien-to, »todavía« no nos exponemos a su existencia.

Supongamos que de repente nos asalte la duda de que la persona que está al otro lado del hilo telefónico y a la cual dirijo, afectuoso, mis palabras (incluso gesticulando y sonrien-do como si estuviera presente) esté entretenida en otras cosas y no me escuche. O, para emplear la duda metódica: que tal persona no exista y que me conteste su secretaria mecánica, o que a quien yo creo un ser .viviente sea un robot construido para engañarme constantemente. ¿No bastaría un relámpago -dubitativo de tal especie para derrumbar mi discurso telefó-nico? Si el hombre contemporáneo se atreve a pegarse a un receptor, .a hablarle, sonreírle y a gesticular ante él, y si a no-sotros que lo observamos no nos resulta totalmente ridículo seguir sus movimientos, esto se debe a que existe la absoluta confianza en que una técnica hace posible substituir la pre-sencia real del otro y sólo en esta confianza logramos parti-cipar en el acto imaginativo de la substitución. La voz (el momento físico del lenguaje) es tensión hacia otra voluntad; sin este tender no tenemos lenguaje y el lenguaje ajeno (diri-gido a algo oculto para nosotros) resulta tan ridículo como ver bailar sin escuchar la música. Pues bien, el hombre reli-gioso es aquel que está en el secreto musical del rito: y no lo

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agobia el sin sentido —la náusea— porque sabe que al otro lado de la línea, ayudado de la técnica ritual, Dios se pone a escuchar. El existente está en una relación de entrega a la técnica ritual y esta entrega supone comprender nuestra exis-tencia de una manera radicalmente distinta a la de los entes intramundanos: sentir que la comunicación es algo privativo del hombre. Esto es lo que se ha dicho siempre cuando se afirma que la religión implica un vínculo del yo al tú. Dios no es sólo el sentido último que atraviesa, animándolo de su sentido, la significabilidad del mundo; Dios no es mera-mente el en-vista-de mi propia salvación: Dios es antes que nada ese ser-ausente con el cual me atrevo a comunicar en la oración y en la plegaria. Si la divinidad fuese absoluta-mente trascendente al mundo el tú se transformaría en ello —lo que se dice, el das Man acerca de Dios— y así la comuni-cación sería imposible; si la divinidad fuese más íntima a mi mismo que yo mismo' el descubrirme »públicamente« ante ella no tendría sentido. Todos dirían en su intimidad: »Dios no puede engañarme«. La realidad de la opinión y del sen-tir ajenos apenas si me serían visibles, estando cada cual se-guro y protegido en los más profundos penetrales y moradas de su ser; en el primer caso no sabría cómo dirigir mi voz a un principio, por más espiritual que éste fuese; en el segundo, no sabría cuándo y cómo me diferencio de Dios.

Para el cristianismo la divinidad es comunicativa porque el verbo se hizo voz carnal y cuerpo sometido »a las leyes del mundo«; es comunicativa porque la historia de Cristo es lo único que realmente »pasa« todavía, porque sólo para esta historia evocar e invocar son sinónimos. (Se evoca algo que fue; se invoca algo que es).

El pasaje, pues, de pensar en Diosa »hablar« con Dios es por la angostura de un Hombre. Para asumirlo en toda su significabilidad metahistórica, esto es, para salir al encuentro

IGirdano Bruno, Gli Eroici Furori.

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de la historia original, el existente ha de vincularse a la his-toria a través del testimonio histórico, ha de vincularse al »se dice«, al »se cree«, ha de participar en el mithos' en el original sentido de esta palabra, pues, sin esta reconciliación con el juicio común que vio y creyó, el cristianismo correría el riesgo de volverse una teoría pura del Ser.

Así, la Revelación surgida en el ámbito mismo de la his-toria, representa el don de vislumbrar en un hecho pasado, en cierto lugar y cierto tiempo, la reconciliación entre eternidad y devenir, entre ser sintáctico —socios en una comunidad—y ser sustantivo, Coram Deo.

Antes hemos dicho que el problema del Ser se puede o narrar como la historia de nuestro »problema« o como una ontología: como una descripción (categorial) de lo que es, independiente del hombre, en sí. Veremos más adelante que, por más piadosa que sea la intención, una ontología que pro-cede con el rigor debido a su dignidad, revela al término de sus conclusiones, ser inconmensurable con el sentir religioso. La pregunta tantas veces formulada, ¿es posible una filosofía cristiana?, tiene en un sentido bien determinado una respues-ta negativa y justamente en la medida en que la filosofía le-jos de ser una aclaración del significado antropomórfico de todo lo que es en vista del destino humano representa, por el contrario, una teoría del ser en sí de los entes: una onto-logía.

1-»Mithos significa en la epopeya homérica »hecho traducido a palabras«; después de Homero: »el hacerse conocer-divino de un evento... Además, theos quiere decir mithos; es con el predicado theos —el evento divino— que empieza el mito, es decir, la verdad de ese hecho«, Karl Kerenyi, Theos und Mithos, Archivio di Filoso-fía, 1961. Nosotros sólo empleamos la palabra mito en el sentido que señala Kerenyi. El mito no se demuestra ni tampoco en cuanto mito, discierne las posibilidades hermenéuticas del drama inicial. Para eso está la Mitología, no el mito. Si el mito perteneciese al orden de lo incontrovertible (la historia documentada) el hombre no tendría his-toria o ésta sería la repetición absurda del hombre razonable.

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En cuanto al problema del conocimiento —¿qué puedo conocer?—, para el cristiano el problema recae inmediatamen-te sobre el sentido y el valor que este conocimiento pueda te-ner: ¿qué debo conocer?'. Una sucinta expresión medieval, unida a una no menos sucinta aclaración de Castelli, me pare-ce una poderosa confirmación de lo que venimos diciendo: Esta es la cita: Ignoti nulla cupido (ningún apetito de lo ig-norado). Glosa Castelli: »no se puede desear sino lo deseable, lo conocido como deseable. Lo ignorado no es deseable jus-tamente porque es desconocido«2.

Si la filosofía es la pregunta por el ser en cuanto ser y no en cuanto deseable y la pregunta por el ser del preguntar en cuanto mero conocer, acaso bastaría esta cita como res-puesta a la pregunta por la posibilidad de una filosofía cris-tiana. Pero hay razones para afirmar que la búsqueda de un objeto incondicionado del deseo, si bien no siempre explí-cita, no es ajena a la filosofía misma o, para citar otro escri-to del mismo autor, si no ocurriera que incluso la filosofía intelectualista de los tiempos modernos, cuyo objeto está fuera del hombre (teoría del ser o teoría de las faunas y ca-tegorías del pensamiento) , »no se detenga en sus construc-ciones e, in extremis se encuentre al término de ellas una in-vitación a creer«. Y, por cierto, una invitación a creer no puede fundarse en la impugnabilidad de una doctrina, pues en tal caso hablar de invitación estaría fuera de lugar: se in-

1-»Algunos hermanos se interrogan acerca del movimiento del cie-lo, si se mueve o está fijo, y por qué si se mueve se le llama »firma-mentum... ect«. A los cuales respondo que muchos mucho han estu-diado estas cosas con sutiles y laboriosas razones y que unos las han considerado de una manera, los otros, de otra; cosa que yo no tengo tiempo de tratar ni de discutir, ni deben tenerlo aquellos que enca-minamos hacia la salvación y el bien de la Iglesia«. San Agustín, ci-tado por Galileo en carta a Cristina de Lorena, Rev. de Filosofía, 1964, Stgo.

2Lo demoníaco en el Arte, E. Castelli, Ed. Universitaria, 1960, Stgo.

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vita a creer e incluso lo que se demuestra, porque eso que se dice es digno de crédito, posee un valor para el hombre. »Es, pues, sobre el bien que se apoya; e identificar bien y ra-zonable es algo gratuito«'.

Empieza la historia de la filosofía con la pregunta por el Ser: ¿qué es en medio de tanta composición, apariencia y des-aparecimiento? Esta pregunta tal como se plantea y más tar-de se continúa formulando involucra una réplica a la res-puesta dramática, radicalmente histórica propia del mito. No obstante, hay que recordar que Aristóteles —con quien la teo-logía griega muestra su madurez sistemática justamente cuan-do reconducimos toda su especulación categorial al funda-mento último (no categorial) del movimiento—, llamó beodos a todos aquellos pensadores naturalistas que al plantearse el problema del cambio y de la generación no atisbaron la ne-cesidad de poner una causa del movimiento y de los princi-pios, causa que, en tanto deseable en sí, lleva eternamente cada cosa hacia su más propio bien.

El Nous aristotélico traduce, pues, en algún aspecto, la visión pasional de Empédocles y la finalista de Anaxágoras y las eleva a la más alta expresión sistemática y conceptual. No es menos evidente, en este cierre cosmológico de la filosofía categorial, el subterráneo platonismo de Aristóteles y, con esto, la ulterior posibilidad de un encuentro más o menos armónico, en la concepción religiosa medieval, entre los dos grandes sistemas de la antigüedad: el sistema »físico« de Aris-tóteles y el metafísico del Timeo de Platón. Esta concepción independiente de todas las contradicciones que .toman su ori-gen en los modos de hablar del ser, puede reducirse a la afir-mación de que el ser del mundo —y de todas las cosas del mundo— se fundamenta en un esfuerzo anhelante de ser en vista de lo deseable.

El cristianismo encontró, pues, como marco de su nana-ción metahistórica e histórica una cosmovisión vibrante de

'Existencialismo Teológico, E. Castelli, Rey. Mapócho, 1963, Stgo.

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espiritualidad y, decretando la mortalidad de las viejas divi-nidades celestes de la cosmología griega, puso al universo las coordenadas temporales absolutas, en conexión con el mito del hombre. Para el nuevo mithos es la mortalidad humana lo único que importa y ésta no puede ser explicada a partir de los entes, en general, ni a partir de un motor inmóvil, ni tampoco a partir de ese mismo ente que es el hombre —ani-mal rationale—, en cuya comprensión del ser le va su propio ser.

»La intelectualidad griega —dice Kierkegaardl—, era dema-siado feliz, demasiado ingenua, demasiado estética, demasia-do irónica, demasiado bromista para llegar a comprender que alguien con su saber, conociendo lo justo, pudiera hacer lo injusto«. Esto en cuanto a la ética intelectualista demitizan-te del espíritu socrático. En el mito cristiano, en cambio, el hombre no puede referirse a sí mismo ni a través de sí mismo ni a través de ninguno de los entes, en cuanto entes pensados: levantar los ojos hacia el cielo —el arriba absoluto—, signifi-ca actualizar el drama »de aquí abajo«, drama en el cual es-tá comprometido todo el universo.

El geo y el antropocentrismo son, pues, dos realidades (categorías) religiosas, no físicas, aun cuando la física volvie-se al sistema ptolomeico. He aquí un aspecto de la religión, »escandaloso« para la filosofía y la ciencia. »Mientras yo no sepa qué es el universo —dice Ortega— mi vida no tiene sen-tido, porque es ella una mínima palabra y fragmento de una frase enorme, cósmica que sólo en su integridad posee signi-ficación«. Pero este es todavía el pathos filosófico, expresión de la pregunta por el ser integral, pregunta que se inicia en Miletos »donde el hombre colonial tiene que enfrentarse por sí mismo con el universo, es decir, tiene que explicárselo por su propia cuenta, sin recurrir al mito recibido, al hábito de fórmulas tradicionales«2.

1Soren Kierkegaard. La Enfermedad Mortal. 20rtega, Apuntes sobre el pensamiento.

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2 acobi, De las cosas divinas, Aubier, 1949.

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Para la existencia religiosa, por el contrario, es esa enorme frase cósmica la que no logra articularse con sentido si nues-tra vida no lo tiene; aquella se vuelve un sucederse ciego de fenómenos y ésta, el fenómeno en que el sinsentido se fabrica una conciencia. Este mundo de fenómenos se vuelve para mí un odioso fantasma si aquí se encierra toda la verdad, si no alcanza otro significado más profundo ni revela nada fue-ra de sí; un fantasma odioso frente al cual maldigo mi con-ciencia en que surge este disgusto e invoco ser aniquilado«2.

LA BUSOUEDA DEL SER TOTAL

»El tiempo es como la eternidad y la eternidad como el tiempo mientras tú no sabes hacer la diferencia«.

SILESIO

UNA REINA fuera del tablero de ajedrez es una reina »en general«. Este ente físico, uno y el mismo en cuanto fí-sico, apenas instalado en la significabilidad cerrada del table-ro rescata su ser más originario y propio. Para ello no basta, sin embargo, colocarla en su »punto de partida«. Las piezas de ajedrez son significativas cuando se están jugando sus po sibilidades, es decir, cuando un tiempo inicial —la apertura—empieza a moverse en busca del poder-ser espacial —defini-torio— de cada pieza.

Algo similar, y cuya adecuada interpretación merecería mayores desvelos, sucede con el juego infantil. Para el niño, el mundo aludido por los mayores o, simplemente, el mun do que entrevé sólo con el hecho de asomarse a la ventana, es un mundo preñado de angustia. Es posible, como se ha dicho tantas veces, que el juego infantil sea imitación; pero habría que agregar que esta imitación posee algo de la mi-mesis dramática y que, consecuentemente, tiene una función catártica. Lo que ahora nos interesa es ver cómo el niño cierra espacio y tiempo significativos, haciéndolos operosos para la existencia que los vive y maneja y oponiéndolos al

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ser abierto y angustioso de un espacio y un tiempo desme- didos.

El cierre del ámbito lúdico va representando en la evolu- ción del juego un elemento ineliminable para la compren-sión de la correlativa evolución anímica. En cierto sentido, los primeros juegos infantiles representan una modalidad con-creta de jugar con el mundo, de aventurarse en él: el ámbito del juego queda indeterminado, se confunde o coincide con el ámbito inmediato de las »cosas serias«. Al mismo tiempo, cada jugador entra en el juego y sale de él con una facilidad que parece confirmar la indeterminación de límite a que he-mos aludido.

A medida que el niño va creciendo, la actividad lúdica se vuelve más y más convencional: con el artificio de la cancha, de la sala con las rígidas reglas dentro de las cuales las cosas están unívocamente definidas por un espacio y un tiempo interior. El espacio lúdico, en cuanto espacio cerrado, es »abs-tracto«, puesto que por convención dejan de tener significado en a los diversos estratos y sistemas de normas y de leyes (co-nocidas) que rigen el »espacio abierto« dentro del cual el espacio de los jugadores queda inmerso y aislado'.

En esta actividad lúdica ya evolucionada se podría pensar que la angustia se ha »especializado« y que los dos mundos aparecen con toda nitidez: el mundo de la plenitud (juego) y el mundo de la ambigüedad significativa (un tiempo y un espacio abiertos) 2.

'Quien disputa un balón, por ejemplo, asume el ser definido por las »líneas de fuerza propias del campo y sólo tiene sentido lo que con aquéllas tenga una relación inmediata«.

2Volviendo al ejemplo de la cancha de football: quien disputa un balón ante un público asume el ser definido por las líneas de fuerza propias del campo y en ese ámbito reducido de la significabilidad gana o pierde ser con cada movimiento. Cuando se produce un sus-penso (un pitazo del árbitro) el jugador reabsorbe la espacialidad ambiente; la mirada del público se vuelve incómoda: »físicamente« está en un sinsentido transitorio.

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Hemos dicho que el espacio reglamentado es »abstracto«: no el juego mismo: se juega con el cuerpo (y a veces con una corporalidad imaginada) Así, el cuerpo —que sale o entra en el juego— pasa de la espacialidad lúdica a la real, y perte-nece a ambas.

No sucede lo mismo en juegos como el de damas o el de cartas. En estos juegos el jugador se encuentra justamente en el límite de dos espacialidades inencajables entre sí, esto es, que no poseen un espacio común por el cual pueda transi-tarse con sentido de la una a la otra. Y, sin embargo, también en este caso participa de las dos.

Estas distinciones me parecen significativas porque la idea de estar en el límite entre dos espacios y la idea de estar su-mergido y ser en una sola espacialidad constituyen más que una metáfora del vínculo existente entre ser en el mundo —ser en la espacialidad y temporalidad abiertas del mundo cotidiano— y la comprensión del mundo propia de un siste-ma de proposiciones fundadas teóricamente.

Hoy, más que en ninguna época, podemos afirmar que la ciencia físico-matemática, que es un sistema de proposi-ciones teóricamente fundadas, represente el paradigma de toda objetividad científica. Pero, al mismo tiempo, hoy más que nunca, el concepto de objetividad se ha vuelto un con-cepto puesto en crisis no por los filósofos, sino por los mismos investigadores. ¿Cómo es esto posible? El hecho es que el saber científico, por su íntima exigencia de saber circunscrito, per-mite al investigador una especie de doble percepción del inundo y, por lo mismo, una participación en dos órdenes de realidades, cuya pacífica coexistencia resulta, además, del hecho de suprimir entre ambos órdenes todo nexo, del he cho de tratarlos como universos de sentido sin traducción po sible'. Y así, como comprendemos la pasión con que el astro

'»El valor del sentido común tiene su fundamento en su carácter de ser común, esto es, lo subentendido en todo discurso. Un ejem-plo: se sabe que la forma de un coleóptero no es la que cogemos a

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nomo escruta los infinitos puntos y movimientos en el fir-mamento y siente la estremecedora verdad de su propia in-significancia, así también comprendemos que ese mismo as-trónomo sienta, luego, más que infinita su desgracia si, por ejemplo, se ha silenciado su nombre en alguna publicación, y comprendemos que quiera »restablecer la verdad«, su per-sonal verdad, entre unos contados y efímeros mortales. Com-prendemos ambos sentimientos porque el mundo del acaecer cósmico es uno y el mundo de los vínculos familiares, pro-fesionales, políticos, religiosos es otro; mundos intraducibles por más que pretenda disimular la desgracia que experimen-ta al descubrir la incomprensión que de él tienen sus seme-jantes, amparándose en la comprensión que él tiene del uni-verso. En resumen: esta última, será más bien una »consola-ción de la filosofía« y no de la ciencia; un juicio de valor y un enjuiciamiento del hombre.

La ductibilidad, la agilidad del investigador para adecuar su ojo al paso de un orden de significaciones a otro, siempre fue tenido como signo de socrática sabiduría: lo contrario, como torpe vanidad. Por cierto, el hombre de ciencias, habi-tuado a tratar uno y el mismo objeto en la doble perspecti-va de »objeto de mi investigación« y »objeto con el que me encuentro en la vía pública« y a tratarlos en ambos casos ateniéndose a la realidad del objeto, puede de repente en-contrarse con que el objeto así disociado en dos realidades —la de la percepción ambiental y la de la contemplación teó-rica— se resista a ser dos y exija ser repuesto en su más propio

simple vista. El microscopio (la ciencia, la doctrina) nos permite aprehender, se dice, su verdadera forma. El hombre diferenciado lo sabe y no obstante se conduce respecto del coleóptero como aquellos que ignoran la doctrina. Un ejercicio de laboratorio es algo que se diferencia del saber común, pero su diferencia no altera el sentido común, incluso respecto del objeto de experimentación, porque el valor del sentido común trasciende la doctrina«. E. Castelli, Indagine Quotidiana, Bocca, Milano, 1956.

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lugar. Pensar y decidir cuál es ese su lugar propio, absoluto, significa hacer filosofía2.

Pero, en general, esto no sucede así. El sabio es sabio por limitación voluntaria de su saber, por dejar vivir en pleni-tud dos mundos extraños uno del otro, y por creer en ambos. Y esto lo diferencia justamente del filósofo cuya vida en to-das partes y en todo momento debería ser, por necesaria exi- gencia de su saber, inequívoco testimonio de un solo pensar definitorio y valorante.

Los vínculos, pues, entre el filósofo y su sophia y el cientis-ta y la episteme son, respectivamente, semejantes al juego en que mi cuerpo es parte significativa —en juego— y aquél en que los entes jugados poseen otra espacialidad que la de mi cuerpo. Con la notable diferencia que en el primer caso el filósofo tiende a absorber la »espacialidad abierta exterior«. En cuanto filósofo es un ser uniespacial.

2Un buen ejemplo de esto lo tenemos en la carta que Galileo diri-ge a Cristina de Lorena. Allí se afirma que una proposición obtenida a través de necesarias demostraciones y arregladas experiencias no puede contradecir ninguna afirmación bíblica y que, en caso de surgir algún desacuerdo, son los teólogos los llamados a verificar si la in-terpretación de la página Sagrada conviene o no al espíritu de sus primeros anunciadores, lo que habrá de redundar en una mayar in-teligencia de las escuelas y en una mayor libertad de las ciencias fren-te a sus propios problemas. Pero la Iglesia defendía sus prerrogativas porque en esta discusión con la ciencia le iba algo muy grave: aceptar que con demostraciones necesarias y arregladas experiencias pudiera invalidarse una categoría religiosa, la del geocentrismo, era aceptar que el mundo no sea como un sistema de signos que el hombre debe interpretar en vista de su propia salvación, era aceptar el mundo co-mo un datum, campo de la conquista teorética. El argumento gali-leano no tocaba, pues, la seriedad del argumento ontológico implícito en la obstinación de los teólogos, así como el discurso de éstos no tocaba las razones científicas de Galileo. Y sin embargo, se trataba de un mismo »objeto«: el mundo. En un caso, digámoslo, bajo la mirada del telescopio; en el otro, con el alma y el cuerpo adentro.

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Pero, ¿hasta dónde, se dirá, es legítimo mantener con jus- ticia esta similitud entre juego y filosofía?1.

Un niño muestra a su padre un rompecabezas. Despreocu- padamente, empieza el padre a construir con los caprichosos pedazos de madera, la figura de Caperucita en el bosque, tal como lo propone la lámina. Pasan horas y el padre, solo, con-tinúa allí en la angustiosa búsqueda de la solución: por una parte, la tentación de reconstruir un ser (»no me muevo de aquí hasta que resuelva el problema«), y, por otra, la nece-sidad de volver al espacio de los asuntos serios (»me doy por vencido«) , etc. Esta, la »angustia« de un hombre que juega con problemas.

No puede desconocerse que la filosofía tiene, en cambio, una raíz infinitamente más profunda, más seria: en buenas cuentas, es mi existencia la que sobra o la que falta en ese rompecabezas que me he dado en solucionar. Toda solución implica, pues, que yo pueda encajarme sin violencia en el es-pacio abierto de una significabilidad total, cósmica. Pero, ¿qué sucede una vez que he logrado inserirme teóricamente en »el mundo«? Hay otros hombres (sería un juego negar su realidad) . Y lo que soy yo tienen que serlo ellos, todos, desde el primero hasta el último hombre de la historia: lo que yo sé de mí mismo en cuanto esencia humana deben po-der saberlo o haberlo sabido, y lo que yo quiero, por ser eso que quiero el valor y la verdad de la existencia, deben que-rerlo o haberlo querido, puesto que de otra manera, entre ellos y yo habría una diferencia de ser que me reduce para siempre a una soledad mucho más dramática que la que me llevó a preguntarme por mi puesto en el Cosmos: toda solu-ción sería aparente.

l»Si bien es cierto que el tema y contenido de la filosofía tiene un carácter intensamente dramático y patético, al ser teoría y mera combinación de ideas, su índole propia es jovial como corresponde a un juego... Como se juega al disco y al pancracio, se juega a filo-sofar«, Ortega, La Idea de Principio en Leibniz y la evolución de la teoría deductiva, Cap. 32.

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Debo, entonces, volverme hacia ellos. La filosofía ni en sus comienzos ni al final de sus construcciones es juego ni de-porte. Implica, como ya se ha dicho, una invitación a creer. Este impulso hacia los demás, esta búsqueda del consenso y del proselitismo representan, entonces, una confesión: no es-tamos solos y la existencia de otro ser, de un solo hombre quizá, puede constituir argumento suficiente para invalidar una teoría sobre la existencia. ¿Y para confirmarla? No, si la teoría en cuestión la posee un sujeto impersonal —la ciencia o la filosofía— y la vida ajena resulta el objeto de ese saber; sólo puede confirmarla en los rarísimos casos en que ambas realidades se confunden, es decir, cuando la vida se hace exhortación.

La realidad del hombre está más allá del hombre; éste tie-ne que conquistársela y para hacerlo ha de tender hacia algo digno de ser pretendido. Ese más-ser le viene al hombre de la porfía del éxtasisl. Por eso, cuando un filósofo demuestra, por ejemplo, que todo lo que el hombre busca como real y vale-dero es mera ilusión y nirvana, lo que hace el filósofo es ne-gar al hombre el ser: lo deja sin ser y sin razón de ser. En este sentido, una existencia es siempre una razón más seria que una teoría.

La búsqueda del consenso implica, pues, aquella confe-sión (no estamos solos) ligada a esta certeza: cuanto yo sé de-be interesar también a los otros seres humanos, a todos: en ello les va su ser. Si yo, acerca de ellos y de la oculta intención que los hace vivir y actuar, supiera más que ellos mismos, eso, sería castigo infinitamente más terrible que el que Apo-lo inferió a Casandra decretando que nadie en el mundo cre-yese en sus profecías; porque Casandra sólo profetizaba so-bre las vicisitudes de la vida, mas, el filósofo profetiza sobre el Ser, sobre lo definitivo.

¿Pero, conozco realmente al hombre? Si mi conocimiento del hombre no interesa o no convence a los hombres con-

1Ex-tasis: en el sentido de trascenderse hacia un valor.

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cretos que me escuchan, entonces, yo no conozco realmente al hombre, pues, aún no sé explicarme por qué después de es- cuchar mi discurso vuelve a recaer en su inveterado error. El absoluto imparticipable se vuelve mi pesadilla; y mien- tras no logre liberarme de él, multiplicándolo, no sabría có-mo diferenciarme de ese absoluto, de ese sistema absoluto de la verdad que he descubierto: mientras no logre liberarme de él, los hombres, todos los hombres, me son extraños, más extraños que la naturaleza antes que desentrañara su secre-to. Entonces, el rompecabezas del mundo, en el cual tan ade-cuadamente había encajado mi propia existencia, propone un nuevo enigma: ¿Por qué la historia del hombre es la histo-ria del error?1.

Para que empiece a ser la historia de la verdad —la verdad es »el« valor que hace que la historia de la verdad sea, a su vez, la verdadera historia —debo ir hacia el prójimo y cam- biar mi discurso lógico por una retórica, es decir, por la vía de la persuación. Encontrar a los otros, convencerlos importa un compromiso radical con la condición del ser humano e importa, a la vez, comprenderse a sí mismo, reconociéndose solidario con un anhelo común que un discurso es capaz de suscitar.

Ahora bien, está claro que al movernos hacia el prójimo a fin de convencerlo renunciamos de hecho a una filosofía sin presupuestos. El mundo de la conciencia natural es algo que ni por un instante puede ser puesto entre paréntesis sin

1La historia es consistente, no es un absurdo, sólo a condición de pensarla desde el absoluto. Absurdas son las ilusiones individuales; absurdo, el individuo. Se puede demostrar la absurdidad de la voz humana que grita desde el fondo de la historia: »yo soy«, »mi dios es«, »he dicho toda la verdad» y agregar para consuelo de esa voz que, en el fondo, error, mal y absurdo fueron momentos necesarios, del Absoluto. Pero, ¿quién habla ahora?, pues esas palabras no co-rren cabalgando el flujo de la historia: pretender ser transhistóricas, y han salido del alma del proceso para explicarlo, no para ser ex-plicadas por él. Para explicarlo desde la altura del Ser.

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distorsionar mi propia realidad. Escribo y me dirijo a los

oros no porque piense en voz alta, sino porque una espe-cie de participación ontológica de mis semejantes me es irn-prescindible para tener razón. Un argumento estrictamente lógico acaso venza los otros puntos de vista, no los elimina. Y vencer es, en todo caso, imponer las condiciones, es decir, no poder evadir la pesadilla de la soledad absoluta. Así el problema último de la filosofía consiste en encontrar el pun-to preciso en que pueda removerse la voluntad ajena.

Esto es lo que el filósofo debe a una condición previa a su ser filósofo, lo que debe a su estado natural de »estar« con otros en el mundo. Querérnoslo' ocultar significa permane-cer en el estadio lúdico de la filosofía, pasar insomnes una vida, armando y desarmando las piezas insignificantes de nuestro problema lógico sin lograr jamás triunfar sobre su insignificabilidad.

2

No sólo la ciencia hace experimentos, que también los ha hecho la filosofía; al menos una vez en su historia y con con-secuencias desastrosas para sí misma. Me refiero al experi-mento de la duda metódica.

En el dudar si esto o aquello sea verdadero, legítimo, real, es el Ser que echa sus sombras sobre nuestro espíritu opa-cando el ser pretendido de algo que en sí no posee luz pro-pia. En último término, la duda viene de la luz y no de la som-bra. La experiencia (no el experimento) de una duda radi-cal —el oscurecimiento completo— no podría durar sino es-casos instantes, los suficientes para acabar con nuestra vida, pues, resulta imposible asistir, como dice Ortega, »instante tras instante a la destrucción de cada uno de nuestros actos y estados, al asesinato incesante de nuestras vidas«'.

La duda como método, la justificación de la duda, es una modalidad del creer: creer en el método, aun cuando no se -

10p: cit., pág. 295.

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pamos a qué ser o no ser nos lleve ese camino. Descartes no podía dudar en serio porque de partida puso toda su fe en el instrumento de la duda, en su razón dubitante. A esto/ se podría objetar: es inexacto que Descartes pusiera al principio de las Meditaciones su fe en cosa alguna. A lo que creo justo responder: a) poner la fe no es lo mismo que declararla. Y cuando omitimos los medios a través de los cuales llegamos a un resultado, lo que hacemos es dar fe —con esta omisión—de esos medios, y b) es efectivo que Descartes puso en duda la sustancialidad de su ser, pero no así la bondad del »mé-todo« que le servía para tales propósitos.

En resumen: en un experimento el sujeto que lo realiza no está en juego; de allí que sea ilegítimo emplearlo en filosofía. Ahora, pese al intimismo con que Descartes condu-ce sus reflexiones, éstas más se acercan al experimento que a una real experiencia filosófica; en ellas predomina más el artificio del juego que el aspecto serio y dramático del filo-sofar.

Y todo el pensamiento posterior debió pagar el experi-mento cartesiano que dejaba, junto a la evidencia formal del yo soy el enigma de una realidad opaca al ser de la concien-cia y no reducible a nociones claras y distintas.

En breve tiempo, siguió a la teoría cartesiana de las dos substancias el monismo de Spinoza a quien se le ha llama-do con razón teólogo del cartesianismo; a éste, el gran in-tento espiritualista del piadoso Berkeley. Había que ajustar la filosofía a la »realidad«, pero al mismo tiempo, se suponía como algo evidente en sí que la realidad era, en último tér-mino, filosófica. Y he aquí los azares del problema:

El punto de partida —el yo pienso—, en la medida en que el discurso filosófico se atiene a una racionalidad sin con-cesiones, va a parar a la negación de la multiplicidad de las conciencias'. Es cierto que nuestro pensador no avanzó hasta

1Ver más adelante y, especialmente, Cap. iv.

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el fondo por la vía que él mismo señalara: tenía demasiado respeto galo por el bon seas para atreverse a proponer seme-jante despropósito. Tampoco Berkeley, piadoso en su inten-ción especulativa, sacó la conclusión solipsista celada en su idealismo empírico. Fue Spinoza quien empujó, sin violen-tarlos, los datos de la inteligencia, las posibilidades implíci- tas en el punto de partida que estableciera Renato Descartes. Y Hegel, creador de la más grande aventura filosófica de to- dos los tiempos, declaraba tiempo más tarde, que ser spino-ziano es el inicio esencial de toda filosofía, lo que significa en buenas cuentas que ser filósofo implica invertir el sentido de todo lo que constituye nuestra experiencia pre-filosófica.

F. H. Jacobi, a quien está ligada la apasionante discusión en torno al spinozianismo y sus consecuencias religiosas2 hizo afirmaciones que hoy parecen casi proféticas; y con razón alguien lo ha llamado, junto a Kierkegaard, iniciador del mo- vimiento existencialista.

El comienzo del filosofar —piensa Jacobi— es inesencial para el filosofar mismo (se refiere a una filosofía sistemáti-ca); es fatal, empero, que toda filosofía, pensada hasta sus últimas consecuencias, termina en spinozianismo, es decir, en la negación de la multiplicidad de la vida, puesto que —y aho-ra cito textualmente al autor de las Cartas a Mendelssohn-»pertenece a una indefectible tendencia de la filosofía es-peculativa el hacer desigual la igual certeza que el hombre natural tiene de estos dos principios: yo soy. )11by cosas fuera de mí«.

Y en otro lugar: »La filosofía especulativa para alcanzar la ciencia total de la verdad, no puede recorrer, sino dos ca-minos: el materialismo o el idealismo. Uno, tentativa de ex-plicarlo todo partiendo de una materia autosuficiente; el otro,

2Sobre Jacobi y la discusión en torno al spinozianismo ha apare-cido últimamente una obra de excepcional riqueza informativa y solidez de exposición: F. H. Jacobi, Valerio Verra, Ed. Filosofía, Turín, 1963.

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partiendo de una inteligencia, supuestamente autónoma. Mas, ambas tentativas tienen idéntica meta: el materialismo espe-culativo, que elabora su propia metafísica debe por sí mismo/ transformarse en idealismo, puesto que, fuera del dualismo, para un pensamiento que vaya hasta el fondo, ya sea al prin-cipio o al término de sus especulaciones, sólo existe egoísmo«1.

El dualismo de que habla Jacobi es, por una parte, un supuesto ineliminable de la experiencia, en general2 —no existe el yo sin el tú—, y, por otra, una especie de instinto »racional« (como lo dice el mismo Jacobi) , que se expresa en la siguiente afirmación: Dios es un ser viviente que subsiste en sí y trasciende el mundo. Ahora bien, toda filosofía co-herente —y sólo pueden serlo idealismo y materialismo— debe-ría superar el prejuicio de la escisión, propio de la conciencia inmediata o natural. El resultado, si aprehendido en todas sus necesarias implicaciones, no puede ser otro que »Yo soy el Dios«. Tertium non datur3. Y así como el dualismo es el supuesto ineliminable en la experiencia del prójimo, como trataremos de mostrar —mi argumento por muy imbatible que sea no es suficiente para batir a quien no cree lo que di-go, ni mi amor por muy arrollador que sea, suficiente para borrar nuestros límites—, así como es la condición del respeto que debo a la existencia ajena, es también el »criterio« de la vida religiosa y un inconveniente decisivo e insuperable para

11'. H. Jacobi. Des choses Divines et de Leur Révélation, Aubier, 1949.

2Hablamos de experiencia y no de experimentos, como hemos tratado de aclarar a propósito de la duda metódica. En qué sentido el dualismo sea un aspecto ineliminable de la experiencia trataremos de precisarlo en el Cap. 'v. En el Cap. III, en cambio, intentaremos desarrollar la afirmación de Jacobi, que dice: todo pensamiento consecuencial es egoísmo. Y esta otra: el materialismo especulativo termina en idealismo.

3»Saber« que el filósofo se guarda de comunicar, puesto que, o le parece, una conclusión absurda o, en caso contrario, sería absurdo comunicarla.

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quien pretenda remontarse a una teoría del Ser en cuanto Ser.

»El punto de partida es inesencial.. .«. Es el medio ele-gido —la razón consecuencial— y su empleo »hasta el fondo« lo que determina el surgimiento de la fórmula blasfematoria. En otras palabras, la coherencia lógica, como criterio absolu-to de verdad.

Famosa fue durante la primera Edad Media —Boecio, San Agustín, etc.— la discusión en torno al problema de cómo debería entenderse la libertad del hombre si se aceptaba que Dios, conociendo en el presente eterno de su ser cada tempo-ralidad individual, se la tiene sabida, es decir, si cada existen-te está ya cerrado y esencificado para el Ser Supremo'. Cier-ta concepción voluntarística, extremada en más de algún autor, pudo llevar a afirmar lo que más tarde y a propósito de las consecuencias inmediatas de la reflexión del genial sa-cerdote inglés, Berkeley, se ha denominado solipsismo teoló-gico: Sólo Dios es libre, sólo Dios es. Pero la posibilidad de que el discurso humano llevase a infinitizar el ser de la pro-pia conciencia discursiva, esto es, llevase a la negación de una realidad »fuera de mí« —excluido Dios, por cierto—, era, dentro del contexto teológico-filosófico del cristianismo, re-motísima.

El problema tenía otro sentido: aquello que crea el hom-bre, en cuanto obra humana, adquiere una existencia sepa-rada; se pone a vivir con las propias reservas de su ser. Las criaturas, en cambio, no salen jamás de su condición de »es-tar en la voluntad de Dios«. De ahí que para el nominalismo

1Este, para nuestra sensibilidad actual no es ningún problema, ya que todo el mundo anda sólo preocupado de la libertad política. Pero ¿se puede ser libre si alguien »nos sabe«, así como se conocen las relaciones interiores de un triángulo? ¿Y si el psicólogo nos co-nociese, por ejemplo, en nuestros más profundos secretos, seríamos li-bres? Si un ser humano pudiese conocer mi vida a tal punto de po-der pre-decirme, mi libertad sólo consistiría en eliminarlo. Pero a Dios, por hipótesis, no se le puede eliminar...

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teológico el conocimiento esencial sea imposible; de ahí que desprendido del transfondo religioso y voluntarístico del cual ha surgido se transmute en nominalismo gnoseológico, sensua-lismo. Conocemos hic et nunc.

Mucho menos remota, empero, y justamente porque la voluntad y la intención de Dios tiene el Ser de todo, la ten-tativa de deificar el Cosmos, tentativa que llega a su máxima expresión a inicios de la época moderna, con Bruno y más tarde con Spinoza.

He aquí, pues, que al ir desarrollando la Edad Moderna estas dos inclinaciones místicas de la especulación tradicio-nal: el misticismo naturalista —Deus in rebus— y el volunta-rismo teológico —Ego sum qui est, Solus Ipse— a corto andar nos encontramos con la fórmula de Ratio sive Natura, de Spi-noza, teólogo éste del subjetivismo cartesiano y el más rigu-roso representante del panteísmo occidental.

Esto es lo que quiere hacer ver Jacobi cuando habla de identidad entre idealismo y materialismo: la radicación de Dios en el mundo (panteísmo) es una y la misma cosa que la infinitización de la conciencia pensante (subjetivismo) . . . »y al principio o al término de las especulaciones no existe otra cosa que egoísmo«.

La principal tarea de la filosofía moderna, como ya he-mos adelantado, la dejó planteada Descartes con la famosa contraposición entre res cogitans y res extensa. Esta contra-posición, tal como en los nuevos tiempos se plantea, no tuvo cabida en la filosofía anterior. La conciencia medieval es la conciencia del desgarramiento, la conciencia de estar suspen-so entre dos mundos conflictivos o, como dice Kierkegaard, de vivir una dialéctica infinita entre dos términos. Nada auto-riza a suponer que la rígida contraposición cristiana entre cuerpo y alma, entre espíritu y naturaleza, sobrepase el pla-no estrictamente ético y que sea, como para la modernidad, una contraposición teóricamente insuperable mientras se man-tengan ambos términos. Mundo natural es lo que está de al-

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guna manera disponible para el hombre, lo que le sirve. Pero es, también, lo que se puede volver en un momento deter-minado de la historia humana, el objeto de la riña, por repre-sentar igualmente una posibilidad de dominar y vencer a otros hombres. Mundo natural es, asimismo, el firmamento —mundo común y referencia común—; naturaleza, por últi-mo, soy yo, con mis inclinaciones, apetitos, con todo lo que me »llega« por el hecho de estar en el mundo. En cada caso y en todos ellos juntos, mundo es la posibilitación real de una existencia como libertad para Dios. Por esto mismo, el mundo »en sí« que escrutaba el sabio medieval (el alquimista, por ejemplo) era un mundo fáustico, demoníaco: antinautral'. No se trata en la concepción cristiana de la naturaleza, de esta-blecer una relación teóricamente conflictiva entre res cogitans y res extensa, puestas frente a frente, sino de un conflicto en el que el mundo aparece como traición si obliga más y de-tiene al viator. Así, cuerpo y naturaleza representan »lo otro« del espíritu sólo en la medida en que el hombre se elige a sí mismo a partir de lo creado (la caída) y no de Dios que es la manera de elegirse a sí mismo. Devenir sí mismo signifi-caba reconciliarse con la temporalidad, con lo efímero.

En resumen: los términos de »naturaleza« y »alma« sólo se oponen tendencialmente: eligiéndose el hombre a través de la naturaleza —y San Buenaventura, San Anselmo, Ber-keley, afirman que la naturaleza es una especie de lenguaje de Dios—, evoca o revoca el llamado a ser para siempre. El objeto del conocimiento natural no es, pues, un ininteligible puesto frente a la conciencia, sino, por el contrario, el sig-nificante por excelencia.

Con la teoría de las dos substancias, ajena como hemos

'Todo el mundo, porque es sombra, vía, vestigio, es un libro es-crito por dentro y por fuera... Leer este libro es propio de los más altos contempladores y no de los filósofos naturales, puesto que éstos sólo saben acerca de la naturaleza de las cosas en sí y no en cuanto vestigios, »BUENAVENTURA«.

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dicho a la experiencia religiosa medieval, el filósofo francés plantea por primera vez »el problema« del conocimiento en los términos en que ha llegado hasta nuestros días.

»Yo pienso, existo«, es una formulación que en verdad describe un conocimiento fundamental y definitivo. Allí des-cubre la filosofía un principio irrefutable de libertad creado-ra y autosuficiencia: puedo dudar de todo, y en la medida en que dudo, en la medida en que me hago libre de las con-diciones que se me presentan como objetivamente ya hechas, puestas frente a mí, por más que esta negación se haga uni-versal e infinita, descubro ahí mismo la persistencia de mi pensar, de mi ser, como el supuesto incondicional de la ne-gación misma. Todo, pues, adolece de una contingencia ra-dical; todo puede ser negado, salvo el yo que piensa el ser. Ser es, entonces, ser pensado (esse est cogitari). Pero, el Ser, ¿es algo más que ser pensado? Por cierto que Descartes cree que sí y para demostrar su creencia empieza a traicionar todo el rigor que se había prometido. A partir de ese momento su filosofía se convierte en un realismo fundado en la teología: un realismo dogmático. Pues: que haya algo independiente de mi pensar —Dios, en primer término—, esto no puedo de-mostrarlo ni a partir de la idea de una relación causal necesa-ria, pues, a mayor título que las cosas esta relación es una cogitatio, ni a partir de la idea de perfección'. Más, por un momento, supongamos probatorios estos argumentos: Dios existe. Que la divinidad me garantice, luego, la realidad de las res extensae, si pensadas con claridad y distinción, este es un argumento que rebasa todos los límites de un argumentar estricto y carece, por otra parte, de toda fuerza persuasiva. Es un mero pecado de intelectualismo.

La filosofía moderna, consciente de la gratuidad de un ar-gumento que pretende fundamentar el ser real de las cosas en un mero acto de fe intelectual —Dios no puede engañar-

'A propósito de la idea de perfección —»argumento ontológico«—remitimos al apéndice de este ensayo.

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me— y madurando ya la pregunta, ¿cómo puedo saber con evidencia que hay algo fuera de mi pensar?, a partir de ese momento tornará decididamente el camino de la »supera-ción« de las contradicciones dualísticas. Y, como lo ha hecho notar Heidegger', el camino será una velada reformulación laica de la doctrina cristiana de la verdad, fundada en el dog-ma de la creación. El nuevo planteamiento de esta concep-ción será el siguiente: Sólo es posible conocer (rescatar sin residuos), aquello mismo que el espíritu ha puesto fuera de sí. Vico, por ejemplo, sostendrá en sus discusiones anticarte-sianas, que sólo es posible un conocimiento real de la histo-ria, porque la historia la hace el hombre, al paso que, nada cierto y esencial podríamos saber de la naturaleza porque a la Naturaleza la hizo Dios. Verum est factum.

Kant con idéntico principio llega a conclusiones bastante diversas: Hacemos todo lo que es universal y necesario; por tanto, »hacemos« a Dios, en cuanto Ser incondicionado. La naturaleza, en cuanto sistema válido de leyes, es un construir nuestro con materiales que no hacemos, pero que tampoco, por principio, podemos conocer.

Así, mientras que en la filosofía cartesiana la conciencia no puede, sin una especie de malabarismo intelectual, salir de sí, para el pensamiento posterior la posibilidad de salir de sí empieza a coincidir con la exigencia de contenerse en sus límites. Los límites`: el mundo que, como formas y categorías, es parte constitutiva del ser de la conciencia. Y este es el cri-terio de verdad propio del kantismo. La pregunta por el sa-ber con fundamento acerca de lo que trasciende mi concien-cia no sólo se limita a las cuestiones últimas e inevitables de toda metafísica natural —Dios, el alma—, sino que compro-mete también el conocimiento de lo físico, de lo experimen-tado. Como sabemos, a la primera pregunta —¿qué podemos saber de los problemas últimos?— Kant contesta: absoluta-mente nada porque el fundamento de todo conocimiento

'»De la Esencia de la Verdad«, Martín Heidegger.

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real es la intuición; a la segunda, que parecía más modesta —¿qué podemos conocer de las cosas mismas?—, contesta con otra negativa que, empleando una imagen que W. James em-plea a propósito de la instrospección, se podría resumir de la siguiente manera: para conocer cómo están las cosas en la oscuridad, para conocer las cosas como ellas son en sí, fuera de la conciencia, lo único que podemos hacer es encender la luz. Es decir: conocemos la oscuridad sólo —y no de otra manera que— a la luz de la conciencia.

Oue exista la oscuridad, el misterio, más allá de lo que aparece, más allá del fenómeno, Kant jamás lo puso en du-da. Lo que negó tiene que ver con la legitimidad racional de pronunciar juicios y construir teorías a propósito del nou-meno, o cosa en sí.

Pero el noumeno con su inquietante y misterioso existir se constituyó en escándalo para el pensamiento posterior a Kant: el ser —corno ser en sí— no tenía, en verdad, ninguna razón de ser. Desde ese momento la filosofía continental ha venido haciendo un camino de sucesivas rectificaciones con miras a superar los desajustes de cada sistema anterior y, en la me-dida en que el pensamiento, constreñido por las reglas implí-citas al juego, ha debido atenerse a una coherencia lógica ca-da vez más estrecha y omninclusiva, sentido común y filoso-fía, metafísica natural y pensamiento especulativo, se han vuelto extraños y excluyentes: un escándalo recíproco.

La afirmación de Jacobi: toda filosofía demostrativa —ya parta de principios objetivos o subjetivos—, es fatalismo y, por tanto, ateísmo' sacó de quicio a Hegel, quien, refiriéndose a la polémica en torno al spinozismo, había declarado que, en todo caso, en la doctrina del pensador holandés había de-masiado Dios y que, por tanto, la de Spinoza era una devo-ción infinitamente más cierta que la de aquéllos que preten-

1F. H. Jacobi, Cartas a Moisés Mendelssohn, 21 abril, 1785.

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den salvar finitud y mundanidad denigrando a aquél que los ha destruido junto con su mundo'.

¿Es un argumento denigrar o maldecir? El paso del diálo-go a la agresión o al mutismo seguramente son síntomas de intolerancia. Mas, no habría que describir siempre la intole-rancia como un hecho exclusivamente subjetivo. Quien sabe si no esté en función de algo realmente intolerable, y por lo mismo, irracional. Ahora, una doctrina en la que hay dema-siado Dios y éste nos »destruye« junto con nuestro mundo, es, humanamente hablando, intolerable, irracional.

Y, en este caso, la irracionalidad proviene justamente del hecho de haber conducido la razón hasta sus últimas capaci-dades formales.

En resumen, volvemos a lo primero: incluso en una doc-trina intelectualista hay, al fondo, una invitación a creer y el problema que surge es el de saber si las buenas razones que se han dado (las lógicas) en un sistema representen una razón suficiente para que de hecho se crea en él. En otras palabras, si es suficiente la razón demostrativa para conven-cer de que esto es mejor que aquello, a fin de que una ver-dad se haga participativa.

La posibilidad de la participación, por otra parte, está fundada en el supuesto de que Otro —a quien me dirijo—es libre frente a mis palabras y frente a mi acción, porque si no lo fuese, no sería en absoluto un tú, sino un yo mismo que me explicito mediante mis propias representaciones. Este es el problema.

1Y dice, además: Una filosofía que afirma que Dios, y sólo Dios es, no debería, por cierto, ser tildada de ateísmo... Y sin embargo, a los pueblos que adoran como dioses a los monos, a las vacas o a las estatuas, se les atribuye religión, Hegel, Enciclopedia de las cien-cias filosóficas, Lógica N9 50.

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Cap. III

CAUSA Y PRINCIPIO DEL SER

Ergo age, comprendas ubi sit Natura Deusque namque ibi sunt rerum causae, vis principiorum, sors elementorum, edendarum semina rerum formae exemplares, activa potentia promens omnia, substantis celebrata nomine priori: est quoque materies, passiva potentia substant, consisten, adstans, veniens quasi semper in unum; nam minimo tamquam adveniens formator ab alto adstat, ab externis qiu digerit atque figuret'.

BRUNO

SE R E P E T I A con insistencia en el siglo pasado que un pensamiento filosófico no sistemático no era, en verdad, fi-losofía. Va oculta en este juicio una grave imposición a la filosofía e, indirectamente, a la realidad. Porque, cuando se trata de un sistema práctico es justamente dicha práctica la que establece límites al sistema. Pero, cuando el sistema se identifica con la trabazón racional de todo lo pensable, ¿cómo es que lo pensable se hace articulación, sistema? ¿Y cómo pue- de cerrarse a sí mismo?

En el punto que tomemos la conexión entre objetos pea-

'Ponte, pues, a comprender dónde está la Naturaleza y Dios; pues-to que allí se encuentran las causas de las cosas, la fuerza de los prin-cipios —la suerte' de los elementos, la semilla de las cosas que han de producirse—, las formas ejemplares, la potencia activa que sumi-nistra todas las cosas y es celebrada con el nombre de primer subsis-tente —allí está también la materia, potencia pasiva substante, consis-tente-concurrente y como conformándose siempre en la unidad—, pues no existe en absoluto un formador que desde lo alto concurra y desde la exterioridad organice y figure. 'De Immenso et innumerabilibus', Cap. x.

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sables, ésta no debe ser sino una »regla« de pensabilidad que nos va haciendo el camino de tránsito —sine saltu— hacia cualquier objeto posible del pensamiento. Cuando el pensar se detiene es porque encuentra algo heterogéneo a él, aun cuando se trate del término ad quem de ese pensar. Una de esas modalidades en que el pensamiento recoge sus mallas y se olvida de sí mismo la constituye la percepcióni.

(Empleamos el término 'heterogéneo' y así, pareciera que tenemos ya decidida nuestra posición a favor de un realismo clásico que dice más o menos: lo percibido es heterogéneo porque corresponde a una materia »exterior« a nuestro pen-samiento, y éste debe elaborar una complicadísima fórmula de transmutación —imagen, abstracción, etc.— a fin de alige-rar al objeto de su carga de ininteligibilidad y hacerlo pasar del mundo del espacio al seno del espíritu. Sé que el idealis-mo tiene para estos argumentos respuestas contundentes y definitivas, y en ese aspecto su crítica ha sido más que bene-ficiosa).

Pero, ¿Y si la relación que defiende el realismo fuese la inversa, es decir, si todo lo exterior lo fuera justamente por- que no lo podemos reducir a conocimiento (o a nuestra vo-luntad)? ¿Y si la extensión —la res extensa— no fuese otra cosa que una modalidad de nuestra finitud? O, ¿si ocurrriera que, en la medida en que algo es conocido absolutamente, dejase ipso facto de ser externo2? La técnica, por ejemplo —conocimiento de la posibilidad de algo en relación a algo y, en tal sentido, una especie de conocimiento absoluto—, puede convertir a la Naturaleza en un 'aspecto' de la deci-

"En estas consideraciones tenemos a la vista el pensamiento conse-cuencial, el que opera por 'reglas' y principios. En este sentido, la percepción es un corte; en otro, es intuición (cierta aprehensión de lo que no está dado, en lo dado) .

2Los 'objetos geométricos', por ejemplo, serían 'ideales' debido a que la objetividad física, en cuanto figura externa, nos es totalmen-te y sin residuos conocida. El ámbito común del ser y del conocer.

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'El sentido de esa 'blasfemia' es algo que investigaremos en el Cap. 1Sínolo = síntesis de materia y forma.

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sión humana. Pero como la decisión de unos, es 'externa' al saber de otros, la técnica de la destrucción y del vasallaje, se vuelve entonces una nueva naturaleza (natura corrupta) en la intimidad del mundo civilizado.

Si en la percepción el pensamiento renuncia a sí mismo para dejarse determinar por algo que no es él, resulta enton-ces que la percepción representa la ruptura del continuum, del sistema.

Un sistema absoluto —el sistema de todo lo pensable-- debe, pues, interiorizar la percepción, mejor, la causa de la percepción. E interiorizada, el concepto de causa --concepto necesario y derivado de la experiencia perceptiva— es absor/ bido por el concepto de principio, o 'regla' universal del aparecer.

He aquí un esbozo del camino que recorre el idealismo. Jacobi comprendió primero que nadie que sólo mediante una reelaboración de la teoría aristotélica de las cuatro cau-sas quedaba la filosofía en condiciones de construir un siste-ma de absoluta coherencia interna y autofundamentación; afirmaba, sin embargo, que un sistema así construido es 'bias-fematorio'l. Para mostrarlo, tradujo una obra, hasta entonces desconocida en Alemania: De causa, Principio e Uno, escrita por Giordano Bruno hacia fines del siglo xvi, pues vio con certeza que allí estaban en ciernes todos los elementos de la nueva filosofía. • Vamos a seguir de cerca esta reelaboración de Giordano Bruno para saber, al término de ella, qué quiso decir Jacobi al calificar de ateísmo el 'dios en demasía' de Bruno y Spinoza.

Es Bruno el primer autor moderno que intenta llevar a término la disolución de la filosofía óntico y clasificadora en que superficialmente se mantenían las escuelas, inaugu-rando una cosmología que muy poco tenía que ver en verdad

con las investigaciones astronómicas de su tiempo; era, la suya, en realidad, una ontología cosmológica: una cosmontología.

Por otra parte, debe ligarse esta disolución a un retorno al origen mismo de la filosofía, a la cosmovisión de los pensa-dores itálicos y jónicos, cuyo ocaso, en la antigüedad, lo seña-lan Platón, al separar y divinizar las esencias, en un dualismo formal insostenible, y Aristóteles —como hemos visto— al dar doble curso a su filosofía primera: por una parte, a una Teo-logía, en cuanto Dios es principio y causa del primer móvil e, indirectamente, de todo lo que está sujeto a movimiento y cambio; por otra, a una ontología categorial, que correspon-de a la búsqueda del ser en cuanto ser.

Bruno, al arremeter contra el espíritu clasificatorio en que se mantenían las escuelas, va a enfrentarse directamente con el maestro de todas ellas: Aristóteles.

Ahora bien, del Ser —afirma Aristóteles— se habla de dis-tinas maneras: ya sea según sus categorías, ya sea como forma o materia, ya sea como potencia y acto. Pero antes que nada, `es' aquello determinado en sí, sínolol de forma y materia, o para emplear una expresión dinámica, el substrato del cam-bio; o para emplear una expresión lógica, lo que no puede predicarse de nada. Ser es ser un Tóge T6 un qué separado y, en cierta medida, autosuficiente.

El doble curso aristotélico —la filosofía como teología y la filosofía como teoría de la substancia primera, que en abso-luto estaban desligadas entre sí— es, por la incorporación de los dogmas cristianos, profundamente conmovido en su inti-midad, aun cuando permaneciera en muchos aspectos la apa-riencia de una continuidad metafísica entre el momento grie-go y el momento cristiano de la filosofía.

Bruno va a demostrar que, dentro del cuadro cosmológico aristotélico, el fundamento racional de la trascendencia de un Dios es totalmente ilusorio, y que, derrumbada tal con-cepción, toda la teoría su bstancialista igualmente se viene por

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tierra. Así, partiendo de los principios aristotélicos (la teo-ría de las causas) , llega indefectiblemente a un sistema cerra-do en que el universo, en cuanto Uno, se da a sí mismo sus propios fundamentos. Y esta realidad, como Uno y no como absurda co-presencia de entes variados y extraños el uno al otro, es lo que importa, según Bruno, al auténtico pensar fi-losófico.

Y en este preciso sentido: regreso desde la teoría causal aristotélica a la inspiración cosmontológica de los primeros pensadores, la obra de Bruno representa la más seria y siste-mática novedad de la reflexión moderna, sin que esto signi-fique negar que el deterioro del trabajado edificio aristoté-lico-escolástico viniese ya cumpliéndose desde dentro, gracias al nominalismo teológico (voluntarismo) y al averroísmo parisino y padovano. Sin embargo, la perspectiva en que se instala la confrontación es en cada caso diferente. También Giordano Bruno aparece como un nominalista y, a veces, como tantos otros pensadores del renacimiento, como un antimetafísico. Pero los motivos que tiene para ser ambas cosas son dependientes de su gran concepción cosmontológica ya ella están articulados.

La cpwsts, entendida a la manera presocrática de filosofar: la optung, como manando realidades, es lo único estable y es-tante frente a la variedad de los infinitos mundos; la pre-sencia de las cosas, la suma de co-presencias que constituyen el mundo natural del científico, tiene su fundamento en una actividad interna e incansable del espíritu Divino. (`Dios es más íntimo a ti que no lo eres tú mismo'). Esta actividad divi-na, como tal, no 'es', no existe en el sentido en que existen o son las cosas del mundo, ni de ella nada positivo puede predi-carse ya que lo es todo. Predicar es separar, discernir (omnis determinatio est negatio) ; no puede, por tanto, ser conocida como 'objeto'. Todo cuanto surge, permanece y perece, pro-viene de lo Uno, contracto complicatum, y al prolongarse lo Uno en lo que surge, es este surgir lo Uno exp/icatum,

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divino, e infinito. A esta 'explicación' de lo Uno la llamamos naturaleza ((pais), hombre, hormiga, o lo que se quiera de determinado. Todo proceso de realización y de desrealización tiene su causa, su fundamento, y traducción en el ser-Uno, indiferente, indiferenciado e infinito. `Deus esse infinitum in infinitum, ubique in omnibus; non supra, non extra sed praesentissimum, sicut entitas non est extra et supra entis, non est natura supra et extra naturalia, bonitas extra bona nulia est. Distinguitur autem essentia ab esse tantum logicae, sicut ratio ab cuius est ratio". Este, el núcleo de su pensamiento.

El vínculo entre fundamento no-ente y los entes determi- nados deberá ser, pues, un vínculo del todo diverso a la cau-salidad como conexión empírica entre fenómenos, en el sen-tido en que se empieza a emplear este término en la filosofía moderna; tampoco podrá entenderse, como ya hemos visto, cual vínculo entre algo que trasciende el mundo —Dios— y el mundo mismo, es decir, como processio ad extra. Para con- cebir este productor universal, 'causa' de los entes, hemos de abandonar por completo la idea de cadenas causales insoli- darias y suponer estados cósmicos totalitarios.

Siguiendo a Aristóteles, llama Bruno a la forma y a la materia, principios del ser individual (sínolo, para Aristó-teles; para Bruno: contracta); al instante y al lugar, principios del movimiento; a las premisas, principios del pensar diana-ético2. Vuelve a formular, además, lo que sólo a medias había determinado el Estagirita, esto es, que el término 'principio' debemos entenderlo de una manera más general que el de causa, puesto que toda causa es principio sin que la recíproca sea verdadera.

'Dios es lo infinito en lo infinito, en todas partes en todas las cosas: no fuera de ellas sino con máxima presencia, así como la entidad no está fuera y sobre los entes, ni la naturaleza sobre y fuera de las cosas naturales. La bondad fuera de lo bueno no es nada. Sólo lógicamente se suele distinguir la esencia del ser, así como la razón de aquello de lo que es razón, Bruno, De Immenso et Innumerabllibus.

2Arist. Lib. y, 1 y 2; Fís. Lib. zzi, 2.

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¿Cómo entender esta diferencia y qué significado preciso tiene la afirmación de la mayor generalidad del principio? Bruno se limita en esto a repetir los ejemplos que aparecen en el Libro v de la Metafísica de Aristóteles. Oue sea impor-tantísimo saber qué encierra esta diferenciación, se ve en el esfuerzo de Bruno por reducir las cuatro causas tradicionales a un solo principio. Y la importancia de esta reducción se vuelve a comprobar, además, en la polémica de Jacobi contra Spinoza y en la respuesta de HegeP.

En la concepción aristotélica, el principio material actúa de la siguiente manera: la materia es siempre materia de, es decir, un qué ya determinado pasible de sufrir nuevas deter-minaciones —por clovatc; o por tári— a partir de las anteriores. Así, la materia de algo representa siempre una especie de límite ontológico al cual le sobreviene un segundo límite —la forma—; límite este último que determina la inteligibilidad del proceso, determinando asimismo para el ser y el conocer `lo posterior' y lo anterior' absolutos que va alcanzando el ente natural al actuar progresivamente su ser. En cuanto al movimiento, éste es un 'qué' determinado, uno y continuo en la medida en que el móvil es uno y dos son los límites entre los cuales se mueve. Algo similar ocurre con el movimiento dianoético del alma, cuyos límites-principios los constituyen las dos premisas.

En todos estos casos, los principios no sólo se constituyen como origen, no sólo son interiores al ser principiado y lo siguen en su destino sino que, además, representan el funda- mento de la inteligibilidad en sí de los entes. Recordemos que cuando Aristóteles critica a los primeros pensadores griegos

'Jacobi, obstinado en su concepción unilateral de la mediación, toma (cartas sobre Spinoza, 2? ed., pág. 416) la causa sui (el effectus sui es lo mismo) , esta absoluta verdad de la causa como un mero formalismo. Sostiene asimismo que Dios no debe ser determinado como razón de ser, sino esencialmente como causa. Un examen más profundo de la naturaleza de la causa le hubiese mostrado que así no alcanzaba el fin que se proponía. Hegel, op. cit., pág. 154.

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dice que sólo se ocuparon del principio material de las cosas, es decir, de sus elementos, sin que averiguaran ni cómo esta-ban con-formados estos elementos para hacer surgir la diver-sidad (no se preocuparon de la forma), ni a partir de qué, ni hacia dónde. Causas dinámico-temporales estas dos últimas.

En resumen, los principios constituyen más bien la inteli-gibilidad del ente como individuo (sínolo) ; las causas, la inteligibilidad del cambio, de tal manera que toda causa es principio puesto que da origen a algo, pero no todo lo que está como origen está necesariamente como causa, porque para ser causa eficiente, al menos, debe dar algo —trascender-se— y no estar simplemente constituyendo algo corno límite o elemento. El problema queda así circunscrito a la dilucida-

ción de lo que sea origen constituyente y origen donante. Corno donante, la causa final representa la causa de las causas, el secreto en vista de lo cual todo se hace o se produce; sin la cual, la misma causa eficiente no sería nada más que un víncu-lo fáctico, en sí ininteligible. Este 'en vista de' es el Acto puro, Dios, y lo que mueve directamente hacia él, la inteligencia cósmica' (Amor che muove l'sol e l'altre stelle). La causa eficiente que opera en la zona sub-lunar del universo es la repercusión del movimiento inteligible del primer cielo: una manera de mantener en esta parte del mundo, la dirección hacia Dios.

Pero, prescindiendo del hecho que en la producción de algo haya un 'en vista de', el mismo producir fuera de sí encel-da una significación que ha colocado siempre a la filosofía en graves responsabilidades. Mas este 'producir fuera de sí' pue-de tener diversos alcances. Es evidente que toda la teoría causal aristotélica recibe más tarde, como hemos dicho, una sacudida desde sus cimientos con el dogma cristiano de la creación ex nihilo.

Teniendo presente las distinciones que hace Aristóteles entre cambio, por una parte —movimientos cualitativo, cuan-titativo y local— y generación absoluta, por otra parte y, ate-

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niéndonos exclusivamente a esta última, podemos afirmar que el dar del donante es un acto, además de trascendente, transi-tivo en el sentido más riguroso del término. Veamos cuál es este sentido.

Un acto es transitivo cuando el ente agente da aquello mismo y único que ha recibido'. Así, son de esta especie el dar una orden y re-transmitirla, el convencer una persona a otra y ésta a una tercera, de algo determinado; contagiar, mover, etc. Todas estas acciones son transitivas porque se supone (o lo supone el lenguaje) que el 'ser' transmigrante es uno y el mismo a través de todos los relatos (sujetos y complementos indirectos). Otro tanto ocurre con el acto de crear; por la creación un ente , otorga el ser a otro ente y este puede a su vez crear, es decir, transmitir el ser (o el acto de ser) uno y el mismo en la cadena de seres creados. El ser, más que un tránsito, cumple un salto sobre la nada, fundándose y fundan-do. Esto es lo que queremos decir, afirmando que el ser , va en los entes como trascendencia transitiva. Pero esta implicación, digámoslo, lingüística del dogma cristiano de la creación —im-plicación por la cual el ser es el ser de un ente, y que puede conducir a la afirmación de un primer sujeto del trascender del ser— es extraña al pensamiento de Aristóteles, en lo que concierne al problema de un origen absoluto; no así en cuan-to al problema de la trascendencia relativa.

En el orden natural el ser-causa sólo puede dar aquello que posee en acto y el ser-efecto es tal efecto según lo que al ser-en-potencia (pasiva) corresponde por naturaleza. Lo que equivale a decir: debemos suponer dos entes (ambos en acto de existir), estando el uno en acto y el otro en potencia respec-to a lo mismo. Un solo ente no podría darse nada a sí propio porque en tal caso estaría en acto y en potencia respecto de eso y en el mismo instante. Se daría lo que no posee, lo que parece absurdo. La relación eficiente supone, entonces —y lo

'Lenguaje, transitividad y metafísica. Hto. Giannini. Rev. de Fil. N9 1, 1961.

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mismo vale para la final— la actualidad de por lo menos dos existencias, ya que tanto la actualidad como la potencialidad es propia de entes actuales. Y esta relación es la que nosotros llamamos relación de trascendencia en la causa eficiente )) final.

Ahora, el 'donante universal —el primer cielo— extrae su poder-donar de su tender hacia lo deseable en sí, causa últi- ma de su movimiento eterno.

Es evidente que Bruno intuyó que las causas dinámico- temporales representaban el obstáculo más serio para su pro-pio pensamiento, fiel en numerosos otros aspectos, al de Aris- tóteles.

La idea de un exterior y de un interior —pensará el Nola- no—, el concepto de trascendencia, nacen de una falsa analogía entre el hacer humano —que opera sobre la corteza de las cosas cuando fabrica o construye y que para conocer el ente y actuar sobre él, niega constantemente el ser-uno— y el 'ha-cer' infinito y unitario de una naturaleza que actúa desde el centro de sí misma. 'En otras palabras, el eficiente corresponde a una realidad local, óntica, co-producto del campo aparencial del Ser Uno y del horizonte humanol y que imposibilita com-

'Campo aparencial: ha de tenerse en cuenta que este término posee en el caso de Bruno y de muchísimos otros pensadores sólo secunda-riamente una significación subjetiva: el surgir de lo aparente llega a ser una modalidad del sujeto a quien aparecer algo, para quien al-go es relativo, justamente porque en primer término el ser se da en sus modos de apariciones. Todo lo determinado y finito es aparien-cia. Hay por cierto una• ilusión de la finitud, determinada por el ho-rizonte de cada sujeto. La posición del percipiente es siempre cen-tral (omnicentrismo) y este centro se va desplazando con el sujeto y de un sujeto a otro. Esta situación es, por lo demás, ineliminable, por lo tanto, esencial. Así deja de ser ilusoria. Ontológicamente hablan-do, dada la infinitud del universo y la omnipresencia del espíritu, toda mirada, todo punto, todo acontecimiento, es y no es central. Hay, pues, una especie de coincidencia entre el parecer filosófico y el aparecer real. Este último es la realización y la desrealización de lo infinito como finito (como ente y suma de entes)

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prender 'naturalmente' la verdad ontológica que se encuentra al fondo de esas apariencias. Si suponemos, en cambio —pien-sa Bruno— lo que parece confirmársele a quien contempla con ojos vigilantes y furor heroico, esto es, que el eficiente de los contracta es interior a ellos y que opera desde el centro; si su-ponemos que su acto es uno e indivisible, resulta entonces que este acto, siendo lo permanente, lo constitutivo y originario y del cual los contracta no son más que modos de aparecer, resulta también que este acto es el auténtico principio, tal cual lo hemos descrito, y que, como principio de las aparien-cias y cambios, es imoxenevov, substrato.

Pero, ¿qué ha pasado en tanto con las otras causas? Lo que no es principio en el sentido de interioridad y permanencia, no puede ser otra cosa que aparecer (expresión del principio) y accidente. Aparecer, porque en el movimiento de extensión y contracción —procesión y reversión— de lo Uno, las cosas y las almas reflejos" no poseen autonomía de ser; accidentes, porque el alma-Uno, el eficiente universal, se realiza todo en todo e infinitamente, y porque no hay una esencia que haya que ir a buscar ni en las formas materiales —pasajero ropaje que asumen las cosas—, contrariamente a lo que pensaba Aris-tóteles, ni hay que ir a buscarlas a un tentos oúQavós, como que-ría Platón. Así, pues, la materia y la forma que constituyen el individuo son, como este último, categorías aparenciales propias del plano óntico: accidentes y apariencias, en el doble sentido de, a) manifestación, aparecer, y b) horizonte huma-no de comprensión.

Ahora mirando a la profundidad ontológica a la que tiende Bruno y partiendo de la definición aristotélica de materia —aquello que no es en sí determinado, ni una cantidad, ni una cualidad, ni ninguna de las otras determinaciones del Ser, no tiene sentido para el filósofo italiano preguntarse

1...¡Si el espejo se quiebra y se multiplica en innumerables frag-mentos (el mundo material), el sol se refleja en cada uno de ellos y parece multiplicarse... Lampas trigenta statuaruni. Bruno, III.

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si la materia existe, puesto que existir es justamente ser deter-minado y no existir, una relación de un ser determinado-posible a otros seres ya actualmente determinados. Esto es, existencia y no existencia representan categorías ónticas de la finitud.

Y, no obstante, la materia es el infinito sujeto de las formas materiales, el principio de los cuerpos, principio que, por ser indeterminado, él mismo no es algo corporal: es alma que precede y sucede a toda existencia corporal. 'Por tanto, siendo la materia algo incorporal, principio de lo corporal, cae tam-bién el dualismo entre espíritu y materia.

La materia es virtualidad —posibilidad de hacerse todo—una especie de substrato 'del cual, con el cual y en el cual la naturaleza efectúa sus operaciones". La indeterminación de la materia, su no-existencia, le viene de su misma exuberan-cia de formas, formas con las cuales se crea y se recrea, acce-diendo a la existencia y destruyendo sus propios reflejos. En este punto, Bruno se debate por evitar lo que al menos puede parecer una división funcional del alma-materia-Uno. ¿Cómo puede esta unidad sacar a la existencia sus infinitas formas materiales? Porque —se le puede argüir a Bruno— de alguna manera la infinita capacidad de hacerlo todo, propia del alma cósmica, es algo funcionalmente distinto de la infinita capaci-dad de serlo todo, propia de la materia-alma universal. La solución bruniana, si bien insuficiente, no deja de ser profun-da y original: la capacidad infinita de hacer está ligada nece-sariamente a una capacidad infinita de ser hecho, es decir, la capacidad del ser activo no puede ser infinita sino en rela-ción a un infinito ser-posible y entonces, ambas capacidades (activa y pasiva) se confunden.

Puede ocurrir, en el orden de lo finito, que una cierta capacidad activa no encuentre los medios instrumentales o el objeto paciente adecuados con los cuales y en el cual pueda realizarse. En tal caso, sabiendo la finitud de la capacidad no

I-De causa, Principio et Uno, Lib. u.

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exigimos ni pretendernos que se realice con cualquier cosa y en cualquier cosa. Pero algo distinto es hablar de una capa-cidad de hacerlo todo, la cual necesariamente deberá poseer como correlato este 'todo' que no puede ser finito, pues la menor defección del lado de la pasividad traería consigo una defección del lado de la actividad: quedaríamos relegados en el mundo de la finitud. Así, por ejemplo, podemos suponer también que una noésis infinita —un pensamiento intuitivo que pudiera pensarlo todo: tanto lo posible como lo real, co-mo lo imaginario y lo absurdo— necesariamente debería tener corno correlato un noetón infinito.

La realidad de cada uno de estos correlatos consiste en 'ser', a cada momento y no en la línea del tiempo, todas sus posibi-lidades; serlas de una manera necesaria y libre a la vez, sin que podarnos llamar a lo Uno —ámbito de esta correlación—ni existencia (ya que a lo Uno no se opone ni la no existencia ni lo imposible), ni ser, ni realidad; sin que podamos decir ni que es materia ni forma, ni móvil ni inmóvil, ni alterado ni alterante, ni mensurable ni especial; debemos decir que es alma, divinidad, Uno. El ser de Parménides.

¿Y el hombre? El hombre se encuentra 'frente' y opuesto a esta 'realidad' en la medida en que se ve a sí mismo, en el horizonte de las determinaciones accidentales, como un alma sujeta a destino personal, como una cosa separada, en 'espera de una vida mejor' o, temiendo otra peor más allá del mundo, según el valor de sus acciones; se encuentra 'frente' y opuesto a esta realidad en la medida en que se constituye él mismo una apariencia que mide apariencias, pero sin que por esto sea menos substancia universal, ni menos ni más espíritu que todo lo que accede a la existencia y expresa allí su universa-lidad, sin que por esto le esté vedado decir verdades 'locales' y hacer obras justas. Mas, otra cosa es ser la verdad, otra cosa vivir la vida universal no como fragmento disgregado y apa-rencial, sino como supremo amor e identidad: 'No se conoce a dios, nos hacemos dioses'.

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Pero, ¿qué tiene que ver, nos preguntaremos ahora, el idea-lismo moderno con las filosofías panteizantes de Bruno y Spinoza?

Retomemos el problema de la relación entre filosofía del ser en cuanto ser y religión. Nos preguntábamos si era posible una filosofía religiosa y, en particular, cristiana. Las reservas que nos hicimos se irán despejando en el curso de los capí-tulos siguientes. Ahora nos preguntamos otra cosa: ¿Es posible una filosofía neutral respecto del problema de Dios? Es evi-dente que Jacobi, por ejemplo, ha de respondernos negativa-mente: No, ni aun en el caso de tratarse de una filosofía del método, como la de Descartes o la de Kant, pues, si 'pensados hasta el fondo' sus penúltimos resultados, llegamos indefec-tiblemente a un sistema absoluto, a la negación de una reali-dad fuera de mí, donde el 'mí' es el sujeto incondicionado que piensa hasta el fondo su propio pensamiento.

Cuando hablamos de sistema filosófico no nos referimos a cualquier doctrina acerca de la realidad. La filosofía se carac-teriza por un originalísimo impulso: insertar la palabra 'hom- bre' en la frase infinita del cosmos y de la historia. O de otra manera: saber cómo predicar al sujeto 'hombre' la frase infi-nita del universo. En este sentido, cualquier pensamiento de interés filosófico es búsqueda de una sintaxis absoluta, es pretensión sistemática. Mas, sólo una doctrina logra una ex-presión teorética coherente y definitiva. ¿A qué se debe esto? Simplemente al hecho de que al ser humano sólo se le puede medir de dos modos. Como algo físico, sometido a las leyes físicas y determinado por ellas, no existe problema alguno para incluirlo en el 'sistema' de la naturaleza, y habrá de ser, entonces, más o menos, lo que es esa naturaleza común, digni-ficado, tal vez con el título ennoblecedor de animal rationalet.

1La definición del hombre como VIS« 214yov (animal rationale), ser viviente racional comprende el modo de ser de Io:Sov como una simple-presencia, un acontecimiento. El logos se entiende como un agregado ennoblecedor, cuyo modo de ser no es menos oscuro que el del ente que resulta. Heidegger, Ser y Tiempo', N9 10, pág. 61.

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Pero, he aquí el problema que surge cuando lo medimos en su logos diferenciador: el hombre coincide entonces con toda la naturaleza, es el pensamiento de ella', su intérprete, 'pastor del Ser'.

La filosofía no quiere partir sino de lo 'dado' y lo absolu-tamente dado es mi pensamiento (Descartes). Para salvar los fenómenos —la contingencia pura— no me es legítimo hacer otra cosa que meter en mi espíritu todos los fenómenos del mundo y de la historia. Esta debería ser la conclusión. Todo sistema está condenado al más rotundo fracaso, es decir, a la incoherencia interna si no logra configurar la frase en que el hombre es a la vez sujeto y predicado. Esta frase está represen-tada por una proposición de identidad.

Cree Jacobi que es indiferente que se llame a este sistema de la identidad materialismo o espiritualismo absoluto. Pien-so, por el contrario, que un materialismo consecuente va a parar al idealismo. En efecto, un sistema (el materialista, en este caso) explicativo supone la imbricación lógica de todo; en él no hay cabida para dos seres, porque justamente dos seres desatan el misterio, la irracionalidad de la relación. Así, el sistema, si quiere ser consecuente, deberá quedar confiado al criterio absoluto de una razón consecuencial, el continuum de que hablábamos al principio de este capítulo. Pero es pre-cisamente por esto que el materialismo resulta ser una forma defectiva de idealismo.

Pongámonos en la situación de un sistema de materialismo filosófico. La 'función identificadora de la razón' tiende a disolver la explicación dinámico-temporal de las causas —como hemos visto en la filosofía de Bruno— en una relación de prin-cipio a principiado. Esta disolución es necesaria en vista de lo

'Aquí el lenguaje resulta exquisitamente ambiguo: 'pensamiento de ella' puede significar: la naturaleza es pensada por el hombre; pue-de significar también: el hombre es el lugar en el que la naturaleza se piensa.

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que se pretende, pues, mientras tengamos dos entes distintos jamás tendremos sistema alguno de una sola realidad.

Mas, en el caso de la filosofía esto es más dramático de lo que pudiera parecer a primera vista: el principio debe dar cuenta tanto de la conciencia que descubre el principio —lo que no puede ser otra cosa que autoconciencia propia del principio mismo— como de las conciencias que no atinan a `expresarse' sino como un momento negativo e inconsciente de tal principio. En otras palabras: dado que la existencia de un solo principio —y una pretensión de absoluta logicidad no puede estar divorciada de la pretensión de reducir toda mani-festación a uno solo— involucra el principio y, a la vez, el conocimiento del principio, si éstos fueran dos cosas distintas, el sistema total de la verdad no se explicaría a sí mismo y, entonces, no sería absoluto sino parcial. La disyuntiva: o el principio es, con el mismo derecho, principio del conocimien-to del principio o el hombre queda, estupefacto, al margen de la realidad. Expresar lo verdadero, lo absolutamente verda-dero, implica, si nos atenemos al rigor lógico de la investiga-ción, ser la verdad, coincidir con el único principio, ser el 'sí mismo' de él, su conciencia reflexiva.

La filosofía de Giordano Bruno es un buen ejemplo de esta conclusión: nos hacemos dios. ¿Y cómo evitar esta conclusión, supuesto que ella no sea deseable? No existe otra vía —piensa Jacobi-- que aceptar el dualismo con todas las contradicciones que implica; aceptar la fe natural que dice que hay un mun-do fuera de mí, que lo dado no es mi pensamiento del mundo, sino mi estar en el mundo, pensando, sintiendo y actuando.

La existencia humana, además de ser un constante anhelo de comprender este mundo, es asimismo un anhelo de tras-cenderlo. De esto último sólo la experiencia nos puede dar fe. Para comprender este mundo no debo desestimar la doble situación que ya hemos descrito: el mundo me 'comprende', me contiene, pero de tal manera que yo soy, también, medida

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de mi continente. Para comprenderlo debo dejarlo ser como él es en mi medida.

¿Oué significa dejarlo ser en mi medida? Antes que nada: hablar de él con sentido. Porque la comprensión del mundo implica la palabra; y hablar con sentido, hablar a otros seres humanos y querer decir la verdad.

Estas tres condiciones `de sentido' —discurso, realidad del Otro y común anhelo hacia 'el objeto' de la verdad— entran en el pensar filosófico como 'supuestos': supuestos que son, a la vez, los supuestos ineliminables del sentido común. La filosofía moderna los había olvidado; por eso, sentido común y especulación filosófica se habían vuelto un recíproco escán-dalo: por parte de la filosofía, no saber cómo explicar lo que es donación y diversidad; por parte del sentido común, vivir la contradicción, que la filosofía pone de manifiesto, y acep-tarla, contra la filosofía. Más, esta aceptación no sólo trae el dolor al mundo; trae también la sonrisa y la esperanza.

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Cap. w

LA BUSOUEDA DE LA VERDAD

—¿Cómo, pues, saber la verdad? —Diciéndola siempre.

UNAMUNO

»E L ESTUDIO de la verdad, por un lado, es difícil; por otro, fácil. Es prueba de esto el hecho que nadie puede apre-henderla adecuadamente, ni puede equivocarse por entero, estando todos en grado de decir algo sensato sobre la natu-raleza«. Con estas palabras empieza Aristóteles el Libro II de la Metafísica. Y hay en ellas un tanto de ambigüedad: dejan pensar, en efecto, que todos saben o dicen algo sensato sobre la naturaleza de la verdad, como también, que el hecho de decir algo sensato acerca de la naturaleza de las cosas represen-te el punto de convergencia en el que la verdad aparece en su propia naturaleza.

Si nos movemos en el ámbito de esta última interpretación, `lugar' de la verdad será entonces una conciencia que pro-pone lo que es y que al proponerlo sensatamente hace algo conforme a su propia naturaleza. Y la verdad misma: una instancia fundamental del pensamiento que, al pensar la rea-lidad, al dejarse determinar por ella, 'es' en relación a ella y sólo en relación a ella. A este proponer regido, determinado por la naturaleza de los objetos reales se le ha llamado tradi-cionalmente 'juicio verdadero' y a la teoría que así describe

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la naturaleza de la verdad, doctrina de la adecuación (del acuerdo)

Tal doctrina, diáfana a primera vista, ha ido encontrando las más serias objeciones teóricas y, en cierto sentido, la filo-sofía crítica la ha invalidado en forma irrevocable. Y no obs-tante su espuria evidencia, una y otra vez 'se recae en la faci-lidad de este concepto propio del sentido común'I. Dice Mar-tín Heidegger que la idea de adecuación, arraigada a través de toda una tradición filosófica, sólo viene a encontrar su aca-bamiento teorético en la teología cristiana y que de allí se prolonga por el subsuelo del pensar filosófico moderno incluso hasta aquél que la rechaza como irracional o absurda.

Pero, ¿cómo debemos interpretar la afirmación de Heideg-ger: el prejuicio común y tradicional respecto a la verdad ha encontrado su acabamiento teórico en la formulación teoló-gica cristiana? Pues, en lo que concierne a este tema, ¿no representa la escolástica, como se suele decir, una mera repe-tición del pensar aristotélico?

Veamos, pues, el concepto tradicional de verdad tal como nos lo presenta Aristóteles. No puede ser reducido éste a un solo esquema, es decir, al esquema de una ontología o análisis categorial de las cosas que hay en el mundo y a sus modos de ser. La filosofía aristotélica ofrece, como antes hemos visto, otra perspectiva y sólo a través de esta última es lícito postu-lar cierta continuidad entre mundo heleno y medievo, o una especie de perfeccionamiento que se cumpliría en la reflexión que hace este último acerca del tema de la verdad. De repeti-ción no es lícito hablar, en ningún caso.

¿Qué tiene Aristóteles por verdadero? Del ser —dice— se

1L'Essenza della Veritá, Heidegger, Fratelli Bocca, pág. 5. Y en la misma página: '¿En qué concuerda el juicio 'estas dos monedas son iguales' con las monedas mismas? Las monedas son objetos fí-sicos, el juicio no; las primeras suenan, con ellas se puede comprar. Nada de esto es válido para un juicio en cuanto tal. ¿Qué significa, entonces, que la verdad sea adecuación del juicio a la cosa?'

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habla de diversos modos: uno de éstos, el ser-accidente; otro, el ser-verdadero. Están, además, corno categorías, las formas o figuras del ser: lo que es una cosa, la cualidad, el cuanto, el dónde, el cuándo, etc. Por último, también se habla del ser en potencia y en acto. Ahora, respecto al ser-verdadero, no una sino innumerables veces, insiste el Estagirita en que lo verdadero y lo falso no son más que cierta composición que se opera en el pensamiento discursivo, que no representa una modalidad de las cosas y ni siquiera del pensamiento por lo que concierne a las unidades simples (la percepción propia o la aprehensión de la esencia, por ejemplo); que, finalmente, debemos dejar de lado en la investigación de los primeros principios tanto el ser-accidente como el ser en el sentido de verdadero, puesto que la causa de aquél es indeterminable —no hay ciencia del accidente— y la causa de éste reside en la cons-titución peculiar del pensamiento' y puesto que ambos con-ciernen al ser en otro sentido del que importa y no ponen en claro su verdadera naturaleza.

Abandonemos, pues, la tentación de hacer pensar a Aristó-teles la palabra dUITEta (verdad) tal como habría sido pensa-da en su origen y como la evoca su etimón: la verdad consiste en una capacidad de anudar (síntesis) y separar (diéresis) conceptos categoriales —estos a su vez provienen de categorías reales de lo que es— mediante un verbo posicional: el verbo ser. El verbo ser no describe algo real constitutivo sino la cons- titución misma del ser substancial o sínolo. He aquí la esencia de la verdad, mas no su 'fundamento'.

En el Libro u, 1,4 de la Metafísica, se define la filosofía como la ciencia de la verdad, es decir, como la ciencia que habla de lo que es siempre y no de lo que es a veces, en movi-miento y por accidente2 en fin, como la ciencia de Dios, su-

1Cito algunos pasajes en que aparecen estas aclaraciones: Met; 4, 5 —De Interpretatione; 1-16, 9, 12; Anal. in, 6,430.

2'Es justo llamar a la filosofía ciencia de la verdad, puesto que el fin de la teoría es la verdad; de la práctica, el obrar, y puesto que

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premo inteligible sólo filosofando. La inteligencia humana es fiel al imperativo de un tenso permanecer en la dirección de lo inteligible en sí, pues éste es el más alto fin de la vida humana.

Pero ya hemos señalado que, por otra parte, la incesante rotación del primer cielo —fundamento del tiempo, número éste del ser y del llegar a ser— explica cómo todo lo que vive y se agita en el mundo sublunar llegue a su sazón esencial, y que el primer cielo, eficiente del mundo, extrae su fuerza ope-rativa de un puro anhelar la inalcanzable majestad del divino inmóvil. Así, todo el universo —e incluso el hombre— se está encaminando eternamente hacia Dios y en este su esfuerzo 'es".

¿Podría, entonces, entenderse la teoría aristotélica de la verdad, haciendo caso omiso de la fundamentación cósmico-teológica por la cual la causa final —Dios-- opera como tensor del mundo? ¿Y podría haber encontrado la teología cristiana en la inmediata tradición filosófica visión más espiritualizada de la realidad, como coordenadas de su narración histórica y metahistórica?

Sin embargo, ni aun esta universal justificación espiritua-lista del proceso natural, propia de Aristóteles, logró contener el proceso de contaminación escéptica que parece seguir a los grandes sistemas explicativos. La filosofía griega desposeyó o contribuyó a desposeer al hombre de la dignidad que otrora

si bien es cierto que incluso los prácticos consideran el estado de las cosas, no miran a lo eterno, sino a una relación momentánea entre las cosas'.

1Todo ente se esfuerza en ser ente, tanto como puede según su naturaleza, esto es, en ser como es el ente auténtico, Dios, y en estar liberado de la nada. Así entiende Aristóteles la producción de las plantas y animales en su esforzarse, tanto como pueden, en parti-cipar en el ser-siempre y escapar de la nihilidad de lo pasajero: W. Brocker, Aristóteles, trad. castellano, Edit. Universitaria, Santiago, pág. 204.

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le otorgara el mithos': donde no hay intención —o drama mítico en que las intenciones encontradas representan el sen-tido del drama— no hay historia; y donde no hay historia sólo hay naturaleza: desolación del Ser, sin sentido.

En la filosofía aristotélica, conciencia mundo y Dios co- existen como lo fundado con su fundamento, mas, cada exis- tencia se agota en su propio dinamismo y separación: lo fun-dado en su anhelar eternamente el fundamento; el fundamen- to, en no salir de sí mismo. Desde la dirección que se le mire, trátase de una participación frustrada. Dios no conoce el mun- do ni al ser en el mundo —el hombre— que anhela la intelec-ción de Dios. El hombre es pues, aun poseyendo la más alta dignidad entre los entes, un hecho bruto, algo natural entre cosas naturales.

Irrumpe en Occidente el mito cristiano —el misterio de la Revelación— renovando desde sus cimientos el sentido de la vida humana. Y la teología que posteriormente deriva de la narración testamentaria ilumina, desde sus propios supuestos, el ser de la verdad. La verdad, ontológicamente entendida, es cooriginaria al Acto eficiente creador. Por este Acto la inten-cionalidad de la causa final interna a la esencia de los entes se cierra espiritualmente con la causa inicial. La esencia no es ahora algo en sí, un dinamismo ciego de las cosas, sino recti-tud ontológica —el hacer lo que debe hacer cada ente— pro-puesta por la intención Infinita. La verdad implica, pues, una voluntad comunicativa de verdad y de bien sosteniendo

1Mithos significa en sus orígenes la palabra que expresa el Ser, la palabra veraz. Nosotros, al subrayar el término; nos remitimos a ese significado y no al que más tarde llegó a tener, incluso en Grecia: narración inaudita y falsa. El mito dignifica la vida humana porque le da un sentido, a tal punto que la historia se vuelve un 'fenómeno' mítico (el realizarse del mito entre dos absolutos: el principio y el fin) . Que el mito sea un fenómeno histórico es algo que puede afir-mar quien se encuentre 'fuera' del mito. Esto significa que la exis-tencia histórica gana o pierde su mito y, paralelamente, desde el fondo, que el mito gana o pierde la historia.

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el ser del mundo. Correlativamente, la verdad óntica —el vínculo de sentido entre cosa mundana y mente finita— es inseparable de un mantenerse (la mente finita) en el camino que conduce más allá del mundo. La voluntad de bien es con-sustancial al ser de la verdad. Por esto mismo, el conocimiento de una naturaleza supuestamente autónoma —en sí— y desin- tencionalizadal representa ahora para el cristiano un trascen-der los límites de la inteligibilidad —concupiscentia intelli- gendi—. Como dijimos antes: un peregrinar hacia la nada, desde el punto de vista gnoseológico, y hacia la nadificación de la existencia, desde un punto de vista ético-religioso. En esto consiste, a nuestro parecer, el acabamiento que se cumple en la religión cristiana del concepto de verdad como ade-cuación.

Bien recuerda Heidegger2 que el concepto de adaequa-tio rei et intellectus expresa en la concepción cristiana dos relaciones distintas: la verdad es la adecuación del conoci-miento (intellectus) a la cosa, pero igualmente, de la cosa (res) al conocimiento.

Las cosas son verdaderas porque existir es exhibir sin resi-duo (entiéndase: sin libertad) la intención que quiso la exis-tencia de ese determinado existente y con ese determinado modo de existir. La verdad del hombre, la verdad óntica en cambio, es la conquista siempre inestable de su esencia pro-metida, jamás actual. El hombre es el querer de sus actos; y un querer que cada día resume y define su existencia; un querer que involucra el conocimiento del mundo y de la naturaleza circundante, pero éstos, no como algo en sí, sino

1La materia es, humanamente hablando, materia de una inten-ción, el fondo que colabora o resiste a que la intención se realice (se haga real) . Conocer representa, en este sentido, recoger la inten-ción, aprehender un eidos platónico y no aristotélico. Por otra parte, llamo 'en sí' (o ensimismado) lo que no revela en su ser la inten-ción que lo hace ser o trascenderse en su ser.

20p. cit., pág. 6.

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como la articulación de una promesa: un mundo y una na-tura integrados en el mithos, y en medio de los cuales, el hom-bre, ser ontológicamente trunco, ha de conquistarse o per-derse a sí mismo.

El riesgo de perderse es connatural a la modalidad existen-cial de estar en lo ajeno (no ser jamás actual). Y el mundo representa lo absolutamente extraño si no sabemos su mithos. Extraño, por más que sepamos calcular distancias siderales o penetrar los abismos de la materia.

El fenómeno de extrañamiento humano comenzó en los tiempos modernos y paralelo a él, un fenómeno de espiritua-lización del cosmos que tiene su máxima expresión en el idea-lismo del siglo pasado. ¿Se ha superado, con todo, el concepto tradicional (y mítico) de verdad? O ¿Es posible superarlo? A estas preguntas quisiéramos responder en las siguientes pá-ginas.

2

La filosofía moderna se fue convirtiendo en una pulquérrima y casi exclusiva reflexión acerca del conocimiento humano. Al darse esta tarea, el filósofo ha actuado como si el saber qué sea el conocimiento verdadero implicase un no reconocer el objeto por aquello que es inmediatamente conocido; corno si el conocimiento empezase por un desconocer. Así la filosofía nacida de la maravillosa capacidad griega de la extrañeza vino a dar en la época moderna a una forma de extrañamiento casi insuperable. El pensamiento moderno, e incluso su titánica culminación en la dialéctica del Espíritu de G. W. F. Hegel, representa en el fondo un juicio radical contra la experiencia vivida (contra el conocimiento inmediato).

Pero el idealismo alemán que con Hegel parecía haber ce-rrado la discusión filosófica, fue encontrando a mediados del siglo xix reservas y oposiciones que culminaron, por una par-te, en la explosión existencialista de nuestra centuria —la Kierkegaard Renaissance— y, por otra, en la elaboración de

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un realismo más maduro y advertido. Y entre idealismo y rea-lismo han venido cristalizando variadas postulaciones gnoseo-lógicas —fenomenología, neo-positivismo, intuicionismo, etc.-emparentadas todas ellas por la urgente necesidad de redimir la experiencia (cada posición cualificando de paso lo que esta experiencia implica) de las consecuencias extremas de los gran-des sistemas especulativos del siglo pasado; emparentadas, ade-más, por una común modalidad de enfrentar el problema del conocimiento: todas reducen éste a un fenómeno »natural«. En qué consista la reducción lo veremos a propósito de la pug-na entre realistas e idealistas.

Por lo que respecta al realismo, ya en su punto de partida, si no desea caer en algún momento de su discurso en campo antagónico, debería cargar con una contradicción teóricamen-te insuperable: esto es, afirmar la existencia de algo »en sí« a lo cual el experimentador pensante (el »en: sí« interno) se allega para aprehenderlo. Contra esta afirmación, el idealis-mo exhibe las cartas de triunfo advirtiendo simplemente que esta instancia de la experiencia resulta asaz contradictoria. En efecto, lo pensado como algo en sí depende del pensar y la medida en que depende del pensar también la deter-mina el pensamiento. Así, el pensar la realidad implica una sola evidencia: la realidad del pensar. Este aparece, entonces, corno un punto de partida intransferible si es que realmente se quiere construir una filosofía sin supuestos y sin contradic-ciones iniciales.

Mas, intrasferible sólo lo es mi propia conciencia. Que ha-ya una multiplicidad de »almas pensantes«, esto, no puedo establecerlo a partir del inmediato experimentar los conteni-dos de mi pensamiento, puesto que así como al objeto indis-tinto lo he declarado objeto de »mi« conciencia (no hay ra-zón para postular algo fuera de mí) , ahora, por una razón de simple coherencia lógica, debo declarar que aquello que denomino »otro ser humano« es un ente físico, corno los otros, ante mi conciencia y por iguales razones, objeto de mi

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experimentar pensante. Este, el primer punto de llegada. ¿Có-mo salir de tan extraña e intolerable conclusión? No queda, al parecer, otro camino que el declarar relativamente iluso-rias las fronteras sensibles que separan el yo del tú, es decir, negar que la experiencia de una multiplicidad de sujetos obe-dezca a algo real. Lo real: la vida de un Sujeto absoluto, prin-cipio de todas las apariencias y de la dispersión propia del experimentar inmediato.

No obstante, la unidad de este Principio, aun así, arrastra algo de contradictorio y abisal: los individuos (el aspecto aparencial del Espíritu operante) se muestran irreductibles en sus encontrados intereses, creencias, opiniones; lo que ayer o lo que aquí la sociedad tuvo por bueno, hoy o en otro lugar lo tiene por deleznable. Y como nada puede estar fuera del Principio —pues, entonces, habría dos principios y por tanto, dos pretenciones de absoluto: un yo y un tár—, la reflexión que pretenda determinarlo en toda su concreción deberá in-cluir la contrariedad como un momento suyo de él y señalar, además, el punto en que el Principio domina sus propias con-tradicciones. Dicho de otro modo: el Principio (Espíritu ab-soluto) deberá dar cuenta, si es realmente uno y absoluto, tanto de la conciencia que descubre el principio y domina, pensando desde él, la aparente contrariedad de lo que se ma-nifiesta, así corno de las conciencias errabundas en la opinión y en la inmediatez. Estas no pueden representar sino el mo-mento negativo, inconsciente del Principio. Así, el conoci-miento de éste —el aprehender el ser del Principio— es con-sustancial al ser del Principio mismo, conocimiento de sí, modalidad de vida del Principio. Esto es evidente. Pues en caso contrario habría, ya lo hemos señalado en otro lugar, dos Principios: el aprehendido y un Principio que determina el aprehender el Principio.

De tal necesidad surge una nueva conclusión desconcer-tante: explicar los errores a partir del Principio significa his-torizarlo, relativizar su ser. Pero resulta que el momento en

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que el Principio se restituye a sí mismo —el momento auto-rreflexivo del Principio— está en mí que pienso el principio, y no en las sombras consagradas al caso y a la apariencia; no en quienes no conocen o niegan el Principio. Ergo, yo soy el absoluto. Se vuelve, pues, al »yo soy« cartesiano, pero ahora no como a un principio metódico de fundamentación de la verdad, sino como al Principio metafísico del cual surge y al cual vuelve la pregunta.

He aquí la conclusión de un hegelianismo que pretenda ser coherente y contra el cual el realismo puede oponérsele só-lo a condición de aceptar la contradicción inicial a que antes nos hemos referido, esto es, resignándose a inaugurar su pen-samiento como una no-filosofía.

El realismo, que no niega la vida del prójimo, no sabe có-mo pensarla; el idealismo la piensa hasta el fondo, pero por lo mismo, no puede menos que negarla, y, aunque se vea obligado a cada paso a declarar que la experiencia natural que dice que hay un mundo y una multiplicidad de sujetos no sólo está incluida en su pensamiento sino que —y esto es lo que importa a la filosofía— explicada y justificada racio-nalmente, todo el problema reside justamente aquí: si la ló-gica interna de un sistema ha de imponerme algo que la expe-riencia natural rechaza y si, posteriormente, resulta infruc-tuoso el esfuerzo de rehacer mi experiencia ateniéndome al imperativo del proceso lógico, entonces, esa ley universal que somete mi experiencia sin transfigurarla es enajenante, y no es universal puesto que excluye un aspecto ineliminable de mi pensar: el sentido de lo dado en mi experiencia.

La doctrina del Sujeto Unico —yo soy el absoluto— parece imbatible, mas también resulta lícito suponer que el pensa-dor ha ido más allá de lo que pretendía, si es que realmente pretendía, salvar la experiencia de la contradicción, de la fi-nitud y del mal, esto es, transfigurar su experiencia y la ajena. Si buscaba la participación en los valores más altos de la exis-

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tencia. Sin embargo, la experiencia vivida quedó como algo irreductible al fondo del proceso racional de su intento.

Hay dos formas en que el filósofo no se reconoce en su propio pensamiento: cuando cae en una patente contradic- ción y cuando va más allá de lo que pretendía, es decir, cuan-do la coherencia lógica (lo contrario de la contradicción) lo lleva ante una conclusión odiosa. La última, una extraña mo-dalidad del pensamiento, digna de meditarse'.

El filósofo escribe para convencer y esto implica una con-fesión: »no estoy solo« o, en lenguaje idealista, »el espíritu no está todo en este momento suyo que llamo »yo«. Esta confe-sión —do repetimos una vez más— está ligada a una certeza: »si mi verdad resulta imparticipable —no interesa a nadie o nadie la comprende— de allí deriva un nuevo impedimento para que yo pueda diferenciarme de lo absoluto o una nueva razón para que mis semejantes me sean »esencialmente ex-traños«. Pero no deseo ni lo uno ni lo otro y el no desearlo

Castelli llama a esta forma: conclusión abisal. `...Es decir, que no puede ser contenida en los límites de las premisas porque éstas están todavía ligadas a la interpretación corriente del mundo de la experiencia, y la conclusión hace a éste insignificativo. Y aquí es pre-ciso distinguir bien entre insignificativo e insignificante. Insignifi-cativo es aquello que no tiene significación; insignificante aquello que no otorga significación.

La conclusión solipsista es al mismo tiempo insignificativa e insig-nificante. Todavía más: hay una lógica del principio de contradic-ción: no se puede atribuir al sujeto del juicio el ser y el no ser, al mismo tiempo; es decir: lo absurdo es impensable. Pero existe un principio de contradicción existencial por el cual la conclusión insig-nificativa es precisamente impensable, esto es, absurda (y en este caso lo que es puramente lógico equivaldría a lo absurdo) . En re-sumen: dos insignificaciones: la del principio de no-contradicción (que podría llamarse de inconsecuencia, siguiendo el cual, si pro-clamo el ser, no puedo no proclamarlo) y por otra parte, la de un espíritu de consecuencia que sería absoluto. Así, el solipsismo es una aberración, teóricamente refutable. (Castelli, Existencialismo Teo-lógico. Rev. Mapocho, N9 1, año 1963, pág. 44) .

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absolutamente significa que más allá de la coación lógica, la experiencia vivida cobra sus derechos nuevamente y que su irreductibilidad equivale a la irreductibilidad de un valor.

¿No habrá, pues, algún vínculo entre valor, sentido y ver-dad? La »extraña.« idea de adecuación no la ha pensado por su cuenta la filosofía; la encontró ya hecha en el ámbito de la ex-periencia. Y es justamente en el proceso histórico de interpre-tación de esa experiencia donde ésta ha ido quedando, a nues-tro parecer, definitivamente oscurecida.

La indagación cotidiana de la verdad termina allí donde empieza la filosófica: es decir, termina en la percepción por la cual algo se da en persona. La experiencia perceptiva represen-ta un criterio conclusivo, salvo cuando el objeto de mi bús-queda es la intención ajenas.

Mi experiencia, por otra parte, es solidaria en algún punto con otras experiencias; solidaria en un mundo común. Cues-tionar la realidad, poner entre paréntesis mundo y prójimo, reducir mi experiencia a un representar objetos significa eli-dir el auténtico conflicto en el que mi experiencia posee un sentido. Mundo y prójimo es lo que »hay«; mi experiencia como tal, cuenta con ellos y no existe mayor enigma en su estar allí de ellos como en el hecho de que yo les esté de al-guna manera consignado.

La relación al mundo —estar, como dice Heidegger, con-signado a él— y la vinculación al prójimo —no alcanzar jamás su intimidad— son formas radicalmente deficitarias y con-flictivas de mi propio ser, y porque mi conciencia es aquello que está al fondo de mi mirada y el mundo y los otros lo que mi mirada no puede evadir, por eso hay en mi experiencia integral un problema. O, empleando el lenguaje de Ortega,

1Un signo de esto es que durante siglos cada vez que el filósofo ha querido poner en duda la veracidad de la información sensible va a buscar a la tradición 3 ó 4 ejemplos relativos a la ilusión percep-tiva: el ejemplo del bastón, de la torre..., etc.

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mi problema más originario consiste en la necesidad de saber a qué atenerme.

En la verdad del conocimiento me va el ser que es siempre »mi« ser. Y me va un ser que no poseo jamás plenamente, puesto que ni poseo el ser de mis semejantes: su querer ser o sus intenciones, ni tampoco poseo el ser del mundo: la posible intencionalidad de su ser. Si a uno y otro los conociera abso-lutamente yo sería un ser denso y compacto; pero, al menos el prójimo »no sería«, ya que su ser consiste, justamente, en ser otro, en estar siempre separado de mi conciencia por algo que yo no sé de éli. Y no obstante el no poseer la intenciona-lidad —que sería el real y perfecto conocer— no involucra exis-tir desvinculado del prójimo y del mundo como ocurriría si yo sólo fuese una conciencia pensante objetos en general.

En primer término, mi cuerpo es la vinculación fáctica que tengo conmigo mismo, con los otros y con el mundo. Por-que: a) para resguardar el ser de mi conciencia debo cuidar de mi cuerpo, que es mortal; b) porque mi cuerpo es el modo en que me presento y dejo llegar al otro (por mi cuerpo dejo de ser anónimo o transparente) ; y, por último, c) porque mi cuerpo es la medida absoluta del universo, esto es, los cálculos de distancia y magnitud de éste son significativos sólo en re-lación a mi cuerpo. El hecho de que el hombre experimente la angustia de su insignificancia frente a ellas es más que un signo de que sin la traducción de tales números a medida hu-mana, el saber de las ciencias físicas sería un saber ciego (in-significante, sinsentido).

En segundo término, hemos dicho que la intimidad ajena es inalcanzable. Sólo la buena fe —el creer lo que el otro lla-ma su buena y verdadera intención— puede hacernos vivir y

y yo no somos dos sino uno... esta frase no deja de llenar-me de asombro... No tienes nunca la intención de considerarme otro ser. Y cuando no se es más que uno no se da nada y es terrible por-que esto puede volverse un pretexto para no pensar más que en uno mismo'. 1\ TARCEL.

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participar en la experiencia de la comunión humana. Y esta comunión corresponde a un continuo anhelo de comunicarse en la verdad y en los valores, de »estar en lo mismo« dirigidos por una común intención. Justamente porque la intención común posee raíces no empíricas y separadas —la intimidad de cada cual— y una dirección supraindividual y ontológica' (verdad y valores exigibles) veremos que el lenguaje y sólo el lenguaje, asume el privilegio de ex-ponernos, pro-poniendo para nosotros un mundo común, y que, en este sentido, el len-guaje define la »esencia« humana.

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¿Oué es el lenguaje? Hablar es una manera de abrirse acceso hacia el ser de algo y, evidentemente, se habla para señalar, advertir, aclarar, ocultar o, en la intimidad de nuestro dis- curso interior, para destacar un aspecto o una manera de ser de las cosas o de nosotros mismos. Lo que no resulta siempre evidente o, más bien, lo que permanece oculto en la fácil evi-dencia de lo primero es que aquello sobre lo cual hablamos no se encuentra ante los ojos y que es desde su ser-ausente, re-lativo o absoluto, de donde brota el lenguaje como desde su fundamento.

El lenguaje propone, pues, lo que no está puesto como obiectum; veri-fica (hace verdadero) tanto lo verificable, es decir, lo que es susceptible de devenir presente en el curso del tiempo, como lo inverificable. La palabra está, en este sentido, en función de la distancia que media entre ser y ente". Así, mientras lo inverificable es altamente significativo y fun-dante, en el extremo opuesto, en el acto de percibir, acto por el cual algo se da y se da en la plenitud que buscaba la mira-da indagadora, la palabra no puede ser sino como un rebalse

'Verdad y valor no son 'cosas'. Aquí empleamos en este sentido negativo el término 'ontológico'.

-Ser es lo que hace que el ente sea tal o cual cosa. El ser no es algo que esté a la vista, sino lo que hace 'visible' al ente.

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que la cosa produce »al caer« en el alma: una interjección. Mas, el acto por el cual algo se da en sí mismo e íntegramente representa el caso límite del conocer: lo que aparece —move-dizo y trunco, en escorzo y perspectiva— solicita en su moda-lidad habitual de aparecer, diversas formas de integración. Nuestra existencia mueve, entonces, al pensamiento desde la realidad inestable de la percepción, por el terreno de la posi-bilidad conformativa y estructural del lenguaje que propone no sólo para integrar y reconocer, mediante el nombre, lo da-do y lo presente, sino también para transitar de un dato a otro, de una realidad a otra. El hablante habla y se hace entender desde un mundo significativo que es tal por lo que aquél pone de suyo en el discurso y porque lo pone desde una estructura significativa mediante la cual ya está con los otros en el mundo. Y esta última traspasa cierta comunicación de sentido en la cual el pensamiento antes que fundar está fundado. El lenguaje es la posibilidad de mundificar lo que aparece y hacerlo significado común.

No son, sin embargo, el ser-ausente del objeto y la posibi-lidad conformativa y estructural del lenguaje los únicos fun-damentos de la comunicación real. Oue exista además de mi »yo« otros sujetos libres, esto no lo puedo demostrar. Pero, en la comunicación de sentidos hay siempre un sujeto (un testi-monio) que sostiene el sentido de la comunicación y que se sitúa frente a mí como »distancia«.

Estos fundamentos del lenguaje —distancia inter-subjetiva, ausencia de lo propuesto y estructura— conformarán el núcleo de nuestra reflexión acerca del problema de la verdad. Em pezaremos por el aspecto intersubjetivo, aspecto en el cual ya se insinúa, a nuestro entender, no sólo la relativa ausencia de los dialogantes sino también algo de los otros dos aspectos aho-ra señalados.

Hablamos para acercarnos la realidad y, cooriginariamente, para acercarla a otros o para alejar a éstos de aquélla. El he-cho de acercarnos la realidad, cuando se trata de la realidad

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última, de la fundamental, está ligado esencialmente, como hemos dicho, a un intento de imponerla de algún modo a nuestro prójimo. De imponerla, porque a todos nos va en ella el ser. La posibilidad de la mala fe del proponente es, en este caso, algo que de hecho queda excluido.

Pero no es esto lo que sucede cuando se trata de una ver-dad cotidiana; aquí mi intención está a menudo en conflicto con la intención ajena; aquí parece natural y humano que el vecino movido por sus propios intereses pretenda con sus palabras o actitudes substraerme algo de la realidad. En la preocupación cotidiana el problema de la verdad no mira tanto a las cosas como a la intención ajena, a cuya declaración sobre las cosas por lo general, quedamos consignados. Antes que empezara a ser pensable el engaño de la realidad- era ya patente la realidad del engaño: horno lupas homini. Existen-cialmente, el término que se opone a »verdad« no es »error« sino mentira. ¿Pero cómo se hace patente el engaño de al-guien? Sabemos, por ejemplo, cuándo un ser, moviéndose en cierta dirección oculta para nosotros, nos entretiene con una palabra abandonada a sí misma, segada de la existencia que la pronuncia. Nos decimos: no hay unidad, no hay consisten-cia en ese ser. Pero esto no es todo. Sabemos que nuestro inter-locutor sabe algo para sí propio, algo que dicotomiza su ser y sustenta su estar distorsionado. Lo sabemos porque tenemos ante nuestros ojos un cuerpo significativo, atrozmente signi-ficativo, cuya significabilidad le viene justamente del hecho de ser propiedad de ese sujeto que se presenta como tal en el acto mismo en que experimentamos su presencia, y que ya ex-perimentamos como distancia. Este su saber oculto no se di-suelve en mi propio saber acerca de él como se disuelve en el sueño el sueño del sueño; estoy fuera de la vida de ese »sis-tema significativo« y sólo debo contar como elementos de jui-cio su palabra y la significación aparente de sus actos. Mas estos elementos no pueden ser decisivos respecto a la realidad de sus verdaderas intenciones. Sin embargo —y esta es la pa-

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radoja íncita en el tender hacia nuestros semejantes— pese a que nos vemos constreñidos a aceptar que cuanto sabemos del prójimo por nuestra propia iniciativa es improcedente —no procede de su real fundamento—, transcurre la vida cotidiana en una renovada hermenéutica de las intenciones ajenas, con-denando, justificando, asumiendo lisa y llanamente el ser de las otras conciencias. Son nuestros semejantes (símiles) y las ideas que nos »formamos« acerca de ellos, como la idea de ninguna otra cosa, importan un conato de ad-similatio. Este conato lleva en su trazo inicial un anhelo participativo, me-tafísico, por esencia.

¿Qué supuestos implica este anhelo y cómo llega a cum-plirse?

Se dice que el amor importa un volverse el ser amado. En este caso, el ser amado, es el término ad quem de la asimila-ción. No se precisa ir muy lejos en la historia de un romance para descubrir que la pretendida fusión de las almas tuvo su origen en una idea errada que tenía el amado de la amada; que había fundido su alma a esa idea y que la amada era otra cosa, algo separado de su idea: un ser incomprensible. In-comprensible, pero amable.

La experiencia decepcionante de no haber alcanzado la vida ajena puede llevar a quien ama a concluir que tal anhelo es, por lo general, ilusorio y que la posibilidad del malen-tendido, ineliminable. Mas, el anhelo subsiste.

Cuando el doctrinario —el filósofo sistemático o el psicó-logo— juzga las intenciones ajenas a partir de principios (las asimila a éstos) y no a partir de un anhelo existencialmente dirigido, podrá, seguramente, demostrar al enamorado, por ejemplo, que su amada no es ni ese ser incomprensible ni original, sino »un caso«, un derivado que la conciencia refle-xiva está en condiciones de transparentar desde su origen. Con todo, el problema 1.1/timo es siempre el mismo: se trata de participar una verdad, de devolver en cierto sentido la origi-nalidad del Otro convenciéndolo de que nuestro argumento

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es verdadero. Y quien lo intente está obligado a suponer to-do lo que el acto de convencer supone, es decir, que se con-viene a partir de un poder ilurninante de las »razones« y no del poder coercitivo de un razonamiento. Un acuerdo so-bre la solución, de un problema estrictamente formal no es un acuerdo: o se comprende el problema o se desrazona a propósito de él, como hemos visto anteriormente; los que lle-gan a idéntico resultado, suponiendo que sea válido, son co-mo viajeros de un mismo tren, en compartimientos separa-dos. Las »razones« del acuerdo o del desacuerdo poseen, en-tonces, derechos más válidos sobre una teoría que, racional y sin supuestos no convence y que, llevada a sus últimas con-secuencias lógicas, resulta indeseablel.

¿En qué razones se fundamenta, entonces, el acuerdo hu-mano? ¿Y por qué pese a la innegable racionalidad de un de-terminado argumento es posible todavía un profundo des-acuerdo respecto a su alcance y valor? Y si es exacto que el hecho de asentir o diferir acerca de algo no queda consignado al mero ser lógico y categorial de la conciencia ni al capricho de la intimidad vacía de un »yo mismo« que se mantendría contracto en la más profunda exclusión, justamente, por ser caprichoso, ¿en qué se funda, entonces, ese »yo mismo« inte-rior que dando significación a mis actos e iniciativas, más allá de la simple consistencia de éstas y aquéllos, me deja descu-bierto y disponible para mí y para el prójimo?2.

Lo que digo de mí cuando no hablo simplemente de lo que me pasa, lo que digo de mí mismo justamente allí don-de comprometo mi ser en lo que digo, representa una mo-dalidad de revelarme bastante distinta a la de una introspec-ción (fenomenológica), por ejemplo. Mi más auténtica re-velación consiste en un tender hacia un »yo mismo« que no está dado por entero en el hacérseme consciente. Lo que

"Es indeseable que quien me escucha no sea libre frente a mis palabras.

2Es decir, vence la extrarieidad de un ser respecto a otro ser.

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digo de mí mismo no representa una relación fáctica, una especie de eco de aquello que soy: representa la dialéctica en- tre lo que deseo ser (el acto intencional de mi ser) y lo que digo ser.

La mentira de quien declare, por ejemplo, amar a alguien no consiste tanto en el hecho de no amar realmente a esa persona, como en el hecho de, al menos, no quererla amar, pues, el quererla amar significaría diferenciarla, si bien es cierto que este diferenciar parece defectivo respecto al di-ferenciar propio del amor. En el primer caso, la razón del diferenciar se confunde con un diferenciar de la razón. Y justamente allí está el defecto. En el amor se discute siem-pre por algo absoluto, es decir, por aquello que absuelve (li-bera) . La razón, en cambio, remite de una razón a otras y luego, a otras; sólo las últimas son absolutorias: liberan del proceso indefinido de razonar. Querer el bien, querer la be-lleza, querer la verdad son maneras absolutas de justificar una acción, de justificarse. Pero, en el amor no se trata de absol-ver mi propia existencia, sino más bien la del ser amado. Pa-rece, entonces, que el querer amar, además de la posibilidad de que no se ame todavía lo que se quisiera amar, sugiere que existe más de alguna razón poderosa para que se le ames: los bienes incondicionales que posee (es bella y todos ama-mos la belleza) ; es buena, y todos amamos el bien, etc. Una modalidad del querer ser de nosotros mismos y no una justifi-cación absoluta de la existencia que pide amor y que respecto

'Contrariamente a lo que puede pensarse, 'querer quererte' no implica necesariamente el que lo que se quiere querer no se quiera actualmente. Bien puede ser e querer co-presente con la actualidad de lo querido. Ninguna imposibilidad: el ser bondadoso quiere a cada instante ser bueno y el hombre de fe quiere a cada momento la fe que tiene. Y si hay aquí alguna argucia no es mía sino de mi lengua. Porque, en efecto, cuando la distancia temporal entre el que-rer y lo querido tiende a ser nula el querer como voluntad se con funde con el querer del cariño de tal modo que el 'quiero quererte' queda muy próximo al 'yo quiero mi quererte'.

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a nuestro amor propio aparece como el residuo existencial de los bienes que se desean en ella y de ella.

Yo quiero mi querer sólo cuando mi querer representa »las últimas razones« de mi acción; el querer a un individuo, en cambio, no está ligado a una necesidad de quererlo que-rer: es posible maldecir el amor en el que estamos enajena-dos, renegar de él. No querer amar lo que se ama —renegar de ese amor, maldecirlo— no representa, como querríamos (ya que nos enajena) una modalidad que indique el camino hacia un autárquico »si mismo«. La consciencia no posee un espa-cio propio al cual pueda regresar sin extraviarse o vanificarse. Este es el sentido más profundo de su inespacialidad. No pue-de volver al mero representar (el »pienso« del yo pensante) ni vestirse con el »yo« de la sucesión fenoménica de los proce-sos psíquicos, ni identificarse con la aparente autonomía del capricho. Estos modos de la consciencia están aún separados, por más íntimos que parezcan al sujeto pensante, del yo real, de la intimidad que venimos llamando el »si mismo« de cada cual, y que me hace ser un sujeto entre y ante otros sujetos. Tampoco encuentro el ser de mi consciencia íntima en el uni-versal explicitarse de un principio categorial actuante en mí, en formas y categorías del pensar, pues, en tal caso, ¿qué sen-tido tendría hablar de intimidad? La intimidad real es menos »íntima« que el mero pensar o que el mero obrar. La inti-midad real no carece de indicios. Quien vive ocupado, por ejemplo, entre las obligaciones de la vida común, a cada ins-tante deberá decidir no sobre objetos sino sobre valores ín-citos en la acción misma. Y la intimidad consiste, en este caso, en vivir el conflicto.

El »si mismo« remite a algo extramundano1 y en este aspec-to, la acción, en general (y sus medios), está permanentemen-te en tela de juicio, es defectiva respecto a un querer ser de la consciencia. Pero el anhelo de la consciencia no se cumple en las cosas, sino ante otra consciencia (divina o humana).

lIntramundos. Son los 'objetos' del mundo.

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En el tender real hacia el sí mismo, hacia el valor que ha-ce ser a\la consciencia lo que quiere, el yo se encuentra bus-cando al tú. Para volver al problema del querer querer: el sí mismo no `tiene su fundamento en la existencia del otro, pero necesariamente ha de »pasar« por ella, ha de com-prometerse.

Ninguna duda de que todos los hombres concuerdan en que el amor (caritas) , la verdad, la belleza, etc., son valores deseables por ellos mismos: el hombre los quiere; y quererlos es idéntico, en estos casos, a quererlos querer. En todo esto la intimidad ajena tiende a encontrarse con la mía, se tocan en un punto donde somos tal pretensión y donde exigimos que los demás la sean. Es esta con-veniencia común y esta exi-gencia universal lo que determina el sentido más hondo de la racionalidad del hombre. Porque a propósito de esta función ennoblecedora del logos, si ella se contuviera exactamente en los límites de la zona calculatoria o demostrativa, en la ma-thesis universalis de los modernos, se podría decir que tam-bién razonan las arañas, las abejas y las hormigas.

En el querer de mi conciencia, en el hecho de querer no otra cosa que el valor de la acción —valor en el cual encuentro mi manera absoluta de ser—, no tengo sosiego; soy en cada ac-ción mía un tender que se quiebra o decae o posterga •por mil motivos, pero sin el cual mi acto no tendría sentido. Sería in-sensato. Pues bien, aun cuando el pensamiento —la razón pu-ra— aprehendiese lo real y el sentido común lo ilusorio, el hecho de que todos coincidan en que la teoría del Sujeto úni-co (Solipsismo), no sólo es indeseable, sino insensata, muestra que la experiencia de la cual ha nacido la preocupación filo-sófica del hombre mantiene sus derechos sobre la razón librada a un movimiento puramente consecuencia'. Es decir, la ex-periencia de la cual ha nacido la preocupación filosófica co-rresponde a una inquietud de la razón que la razón filosó-fica, casi siempre, desconoce. Dos maneras irreconciliables de entender lo racional.

Racional —y esta es una manera de entenderlo— es el ser

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que se dirige, vacilando, hacia un alimento que no fue/otor-gado a las bestias. No se diferencia el hombre de éstas(por la cantidad de mundo que posee cada cual, sino por el riesgo que corre el uno en la continua proximidad a la nada/. Razonar es, pues, una forma de orientarse y no se puede vivir orien-tados hacia el significado de las cosas sin comprometer una orientación hacia el prójimo. Como ha dicho un pensador con-temporáneo', la razón n'est bias donative, elle est seulement reconnaissante. En el reconocer la significación de algo está su potencia de llegar a comprender y querer lo comprendido. Ser, entonces, ese sí mismo a que aspira ser y cooriginariamen-te algo más que una subjetividad cerrada.

En otro lugar hemos señalado que la religión es mithos. En la religión lo que no es significado, aun poseyendo un ser categorial determinado, es la Nada misma. La religiosidad del hombre representa, pues, una lucha cotidiana contra la insignificabilidad del ser, y la razón, su órgano orientador. Cuando hemos hablado de las »razones últimas« del razonar (orientación absoluta) y del sin sentido del razonar por el ra-zonar hasta sus últimas consecuencias, hemos creído estable-cer una distinción radical entre filosofía, por una parte, y religiosidad y sentido común, por otra. Así, creemos empezar a responder a la pregunta de Heidegger: ¿por qué se recae en el fácil concepto teológico y común de verdad? Nuestro segundo paso será investigar el problema de la significación en relación con el tema de la verdad2.

Significativo es el ente que a través de su constitución apunta hacia algo distinto de él, para hacerlo notar. Mien-tras menos ser propio (ser en sí) posee un objeto, mientras más se trasciende en la exposición de otro, tanto más significativo

1E. Castelli. Existencialismo Teológico, Rev. Mapocho No 1, 1963. 2Hemos hablado, hasta el momento, de la distancia intersubje-

tiva y de la posibilidad de vencerla. La posibilidad de vencerla reside justamente en la dirección de la intimidad. Ahora, debemos hablar acerca de la función conformativa y estructural' del lenguaje.

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se revela, tanto más donative. Pero, ¿no es acaso el lenguaje aquello que buscamos como máxima exposición, en su ser fáctico, de algo distinto y heterogéneo a 'él?

La palabra en plena eficiencia es transparente, no se deja ver ella misma como existencia, nos lanza sin trámite al ser de lo nombrado. Podríamos decir que la palabra es ex-posi-ción sin perspectivas ni escorzos y que en el acto mismo de exponer, la palabra retrae su materia existencial a un fondo de mínima densidad. En este aspecto, el lenguaje posee una característica similar a la del instrumento. También en éste, el estar constituido de tal o cual materia queda recoleto an-te la percepción que coge directamente su »intencionalidad« (su »para qué es esto«) . Y tal vez, por esta similitud se está siempre tentado a tener el lenguaje como uno de los tantos instrumentos sociales de que se sirve el hombre, y esto como algo evidente en sí. Pero veamos hasta dónde vale tal simi-litud.

Incluso tomando el lenguaje como una relación que surge entre objetos pensados y objetos reales, la relación que crea el lenguaje posee un privilegio. Y de ello vamos a hablar ahora.

¿Qué es una relación? Hablando con rigor lógico, es im-posible definir una relación en cuanto tal, porque cualquier cosa que se diga (relación es. . . entre...), el verbo que des-criba lo que pasa »entre« estas dos objetividades que están en relación implicará ya la »existencia« de una relación. La idea de relación es, pues, originaria y representa una moda-lidad de ser de un ente en el encuentro (relación) con otro ente. Sólo porque dos o más entes son y se encuentran en tal o cual aspecto o apertura de su ser, siendo, además, cada cual un sí mismo, pueden entrar en comunicación.

¿Cómo se abre, pues, el ser del lenguaje en su apertura a lo que no es él? Decíamos que el lenguaje posee un privile-gio y es justamente éste: la apertura de la palabra coincide con la extensión total de su propio ser: el lenguaje es para

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y sólo para el encuentro; sólo »existe« en la medida en ,que revela el ser de algo, en la medida en que expone transpa-rentándose él mismo para esa exposición.

Un instrumento también »es« en vista de algo determina-do; también su esencia se identifica con la específica función a la que está entregado, pero esto no impide que en un mo-mento cualquiera se ofrezca a la percepción ambiental con una utilidad accesoria u ocasional, o que se le retire de «la circulación», substrayéndolo del espacio funcionalmente or-denado, porque otros instrumentos han llegado a desplazar-lo, o que, por último, se le acoja en un tiempo y en un espacio de contemplación sea ya por su valor estético o por su poder evocadorl.

El lenguaje no posee tal variedad de planos ontológicos entre los que pueda hacer transcurrir su existencia. En el acto habitual de expresar —modestia de los fundamentos que realmente fundamentan— la expresión se disuelve en el es-fuerzo mismo, no exige parte alguna de la conquista. La pa-labra no es nada fuera de la relación; todo lo es en ella: o existe como pura donación de ser, como entrega directa de sentido o existe —densa de materia— como hecho bruto, co-mo radical extrañamiento: sin sentido.

El sin sentido lingüístico significa esencialmente no po-der alcanzar cierta configuración, no encontrar el lugar co-mún desde el cual se expanden armoniosamente los elemen-tos de las proposiciones con sentido. Sólo en el hecho de no

1Una llave, por ejemplo, siendo en su ser más íntimo una especie de intención materializada, en el percibir ambiental es cogida en eso mismo que es más propiamente: algo que está allí, en su lugar, para abrir o cerrar esa determinada puerta. Ocasionalmente puede ser empleada para hacer presión sobre algo; un buen día es retirada de la circulación porque la puerta ya no está en uso y, muchos años más tarde, expuesta en un museo por la hermosura de su confección, o en el salón de una casa, como las llaves de Toledo, porque evoca algo de la historia de esa casa. Puede, en fin, ser el objeto de la mi-rada teórica que indaga el 'en sí' de la llave (res extensa, etc.) .

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poseer sentido o parecer que no lo posee viene a percibirse el momento »físico« de la palabra; por este hecho, su existen-cia retraída —su materia— se nos viene encima, empañando la transparencia en que el lenguaje vive habitualmente co-mo ser para el Ser.

¿Pero, cómo se puede demostrar esta fidelidad? Con una pregunta similar volveríamos más atrás aún de la duda carte-siana (cómo puedo demostrar que exista algo exterior a mi consciencia). Pero, si fuera imposible demostrar su infideli-dad de esto resultaría que los supuestos del lenguaje son abso-lutos, es decir, que la inteligibilidad (significabilidad) del ser está entregada a la palabra. »Adecuación« significaría, en-tonces, proponer lo ausente confiándonos al ser siempre pre-vidente del lenguaje.

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En la proposición declarativa —nos atendremos al hablar teó-rico— hay mucho más que un mero reunir o separar sujetos y predicados. Mucho más también que una traducción de la imagen visual, por ejemplo —correlato de una percepción visual—, a una secuencia fónica. En la primera descripción olvida la »lógica« dos problemas: que en la referencia con-creta a las cosas (en el hablar real o realidad del hablar) el sujeto gramatical está en relación a sus predicados y even-tuales »objetos« mediante ricas y múltiples formas de ac-ción verbal l y, además, que la estructura s-P, es decir el es-quema que bosqueja un sujeto ligado a su determinación implica ya una manera ineliminable de intuir la realidad.

La segunda descripción no pasa de ser un supuesto injustifi-cado e inútil de ciertas teorías gnoseológicas: cuando se per-cibe algo no hay imagen (consciente al menos), de lo perci-bido. La imagen es un vicario de lo que no está frente a nos-

1Transitividad, lenguaje y metafísica. H. Giannini. Revista de Fi-losofía.

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otros. Pero, hay un inconveniente más general aún: incluso la imagen no es algo separable de mi ser fenoménico, sino en la medida en que puedo confirmar su ser, nombrándola, recordándola, »pensándola«.

La voluntad de pensar representa siempre, cualquier sea el grado en que se logre, nostalgia de visión; como la acción, nostalgia de obra'. En la visión se aquieta el pensamiento, mas, por un instante; vuelve, luego, a su peregrinar, pues, cada visión se ofrece como menesterosa (salvo quizá la visión estética) de nuevas visiones, es decir, urgida de un pensa-miento que le sirve de apertura y tránsito para una nueva integración. El pensar es, como pensaba Aristóteles, movi-miento. Mas, el móvil que es el pensamiento articulado en concretas referencias y concretas relaciones, no se mueve en la nada (ni directamente en el ser): se mueve en la posibili-dad que es, a la vez, posibilidad lingüística y ser. . . posible. Sólo allí la concreta intención de nombrar es acogida e insu-flada de plenitud significativa; por ella el pensar concreto cursa su sentido y se hace discursivo. El pensar —llamémoslo dianoético— busca salida al ser al través del ser preformativo del lenguaje. En el lenguaje oído o dicho el pensamiento em palma a su propio origen: el ser. Y como afirma Heidegger, el ser es siempre el ser de un ente, es decir, de la estructura to-tal en la cual viene acogida cualquier concreta significación. La estructura significativa total —sintaxis o semántica univer-sal— representa la »teoría« a partir de la cual la realidad es pensada, a partir de la cual el pensamiento piensa sus objetos y establece sus conexiones. Y no podríamos pensar tal teoría sin pedir a ella el horizonte desde el cual un pensamiento cristalizado —dianoético— puede moverse. Este horizonte, ¿es el ser mismo que habla a fin de que el hombre aprenda a hablar? Al menos debemos reconocer que es la modalidad

'Y la obra nostalgia de valores, (estéticos, éticos, económicos, etc.)

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de traer lo real o posible a la proposición, de hacerlos pensa-bles'

La sintaxis, en cuanto portadora de una »metafísica natu-ral«, sólo puede rechazarse »de palabra«; jamás de »hecho«. Rechazar de palabra significa, de nuevo, pedir al horizonte ontológico rechazado el fundamento de las palabras. (Se pue-den cambiar las palabras —traducir— o la disposición de ellas en un bosquejo significativo, siempre que se sigan las leyes generales de la sintaxis) . El rechazo de la sintaxis metafísica implicaría, pues, traducir lo que dice el hombre a una nueva sintaxis. Mas traducir representa, justamente, efectuar un cambio óntico —de palabras— al interior de una sintaxis co-mún que posibilita este cambio (significación total u ontoló-gica). Creemos haber demostrado, entonces, que la infidelidad del lenguaje es indemostrable y que, así, igual que la percep-ción, representa un criterio absoluto de conocimiento.

La posibilidad estructural de inteligibilidad y sentido —sen-tido »formal« de la verdad o falsedad de cualquier concreta de-claración acerca de algo— pertenece a la experiencia común; es algo en lo cual la filosofía ya se encuentra. El pensamiento teorético está, pues, fundado en la metafísica natural.

Hemos visto antes que la acción y el pensamiento poseen sentido »material« porque mientan algo que los trasciende: los valores (lo infundado racionalmente es fundamento de la acción y del pensamiento) . Y esto es lo que queríamos señalar en estas reflexiones: que la experiencia común es un criterio de orientación que posee más derechos que el de la filosofía más rigurosa y consecuente. El concepto de verdad como ade-cuación está ligado a la experiencia común (vivida); su recha-zo implica una y otra vez un sinsentido existencial e, incluso, teórico. Su aceptación, la renuncia a una filosofía sin presu-puestos.

»De la metafísica —del Misterio— no podremos librarnos«.

'Para orientarnos debemos ya estar orientados.

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Cap. V

EL DESEO DE CONVIVIR

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UN ACUERDO, cualquier acuerdo, posee el carácter de una mutua promesa, de un compromiso. O, más bien, en la constitución »objetiva« del acuerdo, débese señalar el com-promiso (aspecto »subjetivo«) como una condición de aquél. »eEstamos de acuerdo?«, significa, »¿Se compromete Ud. con-migo en este asunto?«. Pero apenas tratamos de precisar esta relación se nos vienen encima otros problemas. Por ejem-plo: se rompe un compromiso porque una de las partes ha ido más allá de lo acordado. Esta alega, en cambio, haberse mantenido conforme a lo que estaba implícito en el acuerdo, etc. No se está de acuerdo en qué se estaba de acuerdo o has-ta dónde se estaba. Imposible resolver el litigio porque lo que se acuerda no es ni objetivo ni subjetivo y trasciende la inmediatez de lo dado.

Cómo la trascienda, he aquí lo que importa tanto para determinar a partir de qué fundamento convergen y se re-conocen dos intenciones, como para fijar con más precisión el »objeto« mismo del acuerdo.

Parece, en primer término, que a la solidez y permanencia de los juicios intersubjetivamente aceptados corresponda

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cierta solidez e inatacabilidad de sus fundamentos y que sólo en la medida en que de éstos se viene a parar a aquéllos, or-denando las experiencias y conduciéndolas por las vías lega-les del discurso, se pueda hablar de intersubjetividad estricta o fundada, es decir, de condiciones y reglas para las cuales la subjetividad no debiera poner otra cosa que su buena vo-luntad y alcance a fin de lograr un acuerdo y una conducta mental o práctica estables.

Según esto, la filosofía —investigación de los principios del ser y del pensar— debería ser el remedio universal contra la dispersión de las opiniones. Pero, lo sabemos, esto jamás ha sido así: la filosofía ha llegado incluso a ser sinónimo de renovada disputa acerca de los fundamentos y acerca del sen-tido de los fundamentos, es decir, acerca de las reglas que hacen fructificar los fundamentos y generar la vida de un sistema.

A este respecto debemos decir lo siguiente: a) El sentido de un fundamento es lo fundamental. Mas tal sentido no se deja determinar por la contracción del lenguaje que sirve para expresar ese fundamento (A es A, por ejem-pla)1. Apenas se toca la expresión en la que el fundamento se explicita, el sentido se despliega, se prolonga, se confunde y, así, la filosofía se ve obligada a ser cada vez más original, esto es, a remontarse a un fundamento del fundamento, etc. y, en esta búsqueda, a postergar el acuerdo. (Una última razón no es razonable si no puede ser razonada y, si lo es, evidente-mente, no será la última). b) Pero supongamos que la experiencia —lo dado inmediata-mente a la percepción— sea fundamenta de la verdad y, por tanto, de un acuerdo intersubjetivo posterior. Digo, por

l'A es A' representa un esquema, y como esquema puede consti-tuirse en axioma lógico. Pero, el sentido de 'A es A' no es axiomático. El sentido de 'A es A' subordina la Lógica a la discusión filosófica.

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ejemplo: imagino que todos estaremos de acuerdo en que la tinta de estas letras es negra. Evidentemente, todos esta-remos de acuerdo: pero el acuerdo sólo en apariencia versa sobre el ser-negro de la tinta. En realidad, el acuerdo que se pretende es otro, verbigracia: cualquiera que sea nuestra si-tuación subjetiva, en condiciones normales, la estructura de la percepción es idéntica para todos los percipientes. Sobre un hecho actual no hay acuerdo, salvo si a partir de su pro-pia estructura el hecho insinúa una variedad de sentidos ca-da uno de los cuales lleva a niveles ontológicos diversos, es decir, a un desacuerdo sobre la »ubicación« ontológica del hecho mismo. c) Por último, suponiendo incluso que el hecho sea algo previo a toda interpretación y que el fundamento sea la última fron-tera del discurso, si del uno o del otro se asciende a una con-clusión incontrovertible mediante la vía igualmente incon-trovertible de la lógica, entonces, ¿en qué se ha convenido? ¿Sobre qué hay acuerdo? ¿O qué significado —que no sea el de la contravención— tendría que alguien se negara a cap-tar aquello que resulta de tal proceso? Porque, cuando se trata de dar o no dar asentimiento a algo se supone que quien no lo otorga debe de tener »alguna razón« aún no declarada para hacerlo, mas, poseyendo todas las razones la estructura misma del argumento, no tiene sentido alguno que el arbi-trio individual la apoye: quien contra-viene el argumento o no lo conoce o desrazona a propósito de él. En las cosas sim-ples —dice Aristóteles, Metaf. L. ix, Cap. 10—, tales como la esencia y los principios es posible la verdad y el error sólo en el sentido de cogerlos, no cogerlos significa ignorarlos, mien-tras que cogerlos es ya enunciarlos.

Quien no ve el hecho que ahora todos vemos (esta tinta es negra) adolece ciertamente de un mal o de un defectos;

iSobre esto estamos de acuerdo justamente porque el primer juicio no corresponde a un acuerdo sino a una necesidad empírica. 'Pero los colores son impresiones y nadie puede demostrar que lo que para

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quien no concluye lo que debe concluir a partir de los datos de un problema geométrico, está también en defecto respec-to de aquellos que concluyen correctamente: en ambos casos, sería absurdo hablar de desacuerdo; el sujeto inconcluyente está »fuera« del sistema válido de verdad, lisa y llanamente. El sistema acapara, en cierto sentido, todas las razones. Enton-ces, toda vez que nos enfrentamos a un discurso de tal guisa —el discurso mostrativo y el discurso geométrico— tendre-mos el legítimo derecho a estimar la verdad independiente de todo asentimiento.

Pero, siendo la filosofía sistemática un intento de coheren-cia absoluto (el sistema de todos los sistemas), aquí el pro-blema de la verdad (y del acuerdo) debe plantearse de una manera radicalmente distinta. No querer aceptar la conclu-sión, por ejemplo, de que todo lo real es racional e incluso disentir a tal punto de llegar al suicidio, es un hecho que puede alterar la verdad de que todo lo real sea racional.

Por todas estas razones, parece que en ningún caso el acuerdo pueda identificarse con un proceso lógico, aun cuan-do así tienda por, lo general, a pensarse.

El problema de la verdad debe ser planteado de una ma-nera radicalmente distinta porque entre ellas, entre filosofía y ciencia, hay una intención cognoscitiva radicalmente diversa.

No se puede, en filosofía, como es legítimo hacerlo provi-soriamente en la ciencia, establecer sobre cuestiones litigio-sas, una convención »productiva«. Pero el término de con-vencional ha ya conquistado a tantos espíritus en nuestro siglo que es conveniente repetir una y otra vez que para el filósofo tal vocablo no posee sentido alguno y que no lo posee porque »convención« es relativo a un límite fuera del cual

mí es negro lo sea también para Ud.' Esta réplica muestra sólo que el hecho ha adquirido un nuevo sentido y que la necesidad empírica requiere de un fundamento, etc. ...

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lo puesto entre paréntesis por la convención tiene sus moti-vos o sus razones que ahora (en el ahora científico) parecen irrelevantes para lo que está dentro de los límites. Pues bien, la tregua ofrecida por el paréntesis de las convenciones sólo es factible cuando un hombre, por ejemplo, para estudiar una realidad se acomoda en otra realidad que se llama silla y mientras escruta la primera tiene por cierto que la segun-da no ofrece problemas teoréticos. No es éste el caso del fi-lósofo, quien al meditar pretende situarse más allá de todo puesto y de todo supuesto y, por tanto, de todo límite.

'En 1959, en un momento en que el pleito internacional parecía derivar hacia un rápido y fatal desenlace, escuchaba en las aulas de la Universidad de Roma una lección de Ugo Spirito acerca de Idealis-mo hegeliano, lección que bruscamente, al presentir la tensión que había en todos nosotros, desvió hacia un análisis de los fundamentos filosóficos de una convivencia pacífica. Más o menos expresó lo si-guiente: 'Las ciencias han abierto en este siglo la posibilidad de la unificación del saber, de todo saber, al confirmar día a día que la materia informe no se encuentra en parte alguna, que todo en ella es forma, transparencia, racionalidad, es decir, acto espiritual de crea-ción: al extender sus métodos a la comprensión del hombre, expli-cando las leyes comunes que rigen la vida de todo lo existente y obli-gándolo a tener que reconocer que él es un objeto como todos los ob-jetos y que su pretensión de responsabilidad y autonomía son quimé-ricas; y, en fin, al dejar en descubierto que los valores metafísicos son valores ligados al yo y, por ende, al capitalismo y, así, a la filo-sofía del confort y de la propiedad individual y que allí donde en-tra la metafísica (el dualismo) entra con ella la discordia, al paso que, con el discurso único de la Ciencia (Monismo) se crean las con-diciones inmediatas del acuerdo, del planeamiento, del programa y de la colaboración colectivas en todos los aspectos de la vida.

El argumento de Spirito parecía en ese momento totalmente in-oportuno. Más tarde, reflexionando sobre él, pensé que había tenido sobradas razones para afirmar que la historia de las Ciencias ofrecía mucho de diálogo fructífero, pero que el motivo principal estaba muy lejos de ser el que pretendía el filósofo idealista; que más bien

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Con el calificativo de convencional se ha dicho, en verdad, muy poco si existen razones para convenir esto y no aquello, por más que se disimule la ambigüedad recurriendo al ex-pediente de afirmar que tales razones son de índole práctica y no teórica, defensa que, con reconocer la falta de derecho teórico y el origen arbitrario de su establecimiento, reconoce de paso que con otro acto arbitrario pueden ser invalidadas. ¿Pero puede desvincularse el derecho práctico del derecho teórico?

Es legítimo hablar de convencionalidad científica, siempre que se tenga presente que esto es posible porque el conoci-miento científico es un conocimiento parcial de entidades consistentes —y no necesariamente existentes. Las ciencias físico-matemáticas no ven, por ejemplo, contradicción alguna en aceptar, por una parte, la convencionalidad de más de uno de sus postulados (»libre creación del espíritu«) y, por otra, en orgullecerse de representar el paradigma de la objetividad teórica. ¿Cómo es posible que estas dos afirmaciones hechas por un mismo investigador no sean totalmente contradicto-rias o ininteligibles? O, ¿debemos suponer en las ciencias una dosis de idealismo arbitrario?

¿En qué especial relación .está la »razón teórica« con el objeto que investiga? Mientras la razón proyecta su inquie-tud de principios a la naturaleza, mientras la razón es »razón« natural«, en cierta medida, no encuentra límite alguno para no crear existencias y esto justamente porque la naturaleza no está jamás acabada existencialmente. Esta unidad —la na-turaleza— desde los albores de la filosofía fue requerida en la modalidad de una razón reductora (Meyerson) , esto es,

residía en algo diametralmente opuesto: en que el científico tiene la posibilidad de moverse entre dos mundos que por lo general, no han resultado existencialmente conflictivos entre sí: el mundo común, no científico donde el investigador deja en estado de libertad su más propio ser metafísico, y el mundo cerrado de su disciplina. Mas esto ya lo hemos analizado en otro capítulo.

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de un pensamiento que para comprender algo ha de descom-poner una existencia aparente en elementos explicativos. Es, pues, la indeterminación, el inacabamiento esencial del ser físico, lo que acucia el afán siempre renovado de una razón reductora.

Frente a esta realidad, siempre trunca, escorzada y en irre-ductible perspectiva, sumergidas en ella y desplazándose den-tro de su lábiles horizontes, están las formas vivientes, reali-dades absolutas e irreductibles. Una existencia no se puede deducir, como la existencia del éter o la de un protón.

La razón, ciega a la posibilidad de establecer un criterio existencial de »existencia« no posee otra alternativa que és-ta: o explicar la naturaleza como unidad cerrada y autosu-ficiente o hacerla derivar de un Ser que, al volver parcialmen-te inteligible el ser del mundo, nos destierra por eso mismo, del orden de la naturaleza'.

Así, pues, tanto la autolimitación de la tarea científica, así como la irrelevancia o relatividad del concepto de exis-tencia favorecen en la investigación del científico —y sólo en ella— la posibilidad de hacer convivir términos tales como »convención« y »rigor objetivo« y, por estos mismos hechos, la filosofía —la ciencia de lo que es absolutamente— no pue-de emplear el recurso de la convención. Ahora, en el plano de la convivencia real de los hombres, la tregua de la con-vención no representa otra cosa que una modalidad de la ma-la fe o de la ignorancia: de la mala fe, puesto que un com-promiso existencial, que en el momento de sellarlo deja abier-ta la posibilidad de su invalidez, crea la condición de su inva-lidez: es un contrato. De la ignorancia (del ignoramus), ver-dad sobre la cual debería fundarse la tolerancia. Mas el igno-ramus sugiere otros vínculos que el de las convenciones.

En la convivencia cotidiana sólo debería revocarse lo que

'El dogma de la creación es efectivamente un dogma, pero contra él sólo existe otro dogma: el dogma de la autosuficiencia del mundo. Ambos son alternativas de la razón.

loo

está desligado de la evocación, pues dejar abierta la posibi-lidad de revocar los acuerdos significa fundar la existencia común sobre un fraude, es decir, sobre la nada.

Existe una tercera posibilidad de concretar un acuerdo: aquello que se conviene parece (es verosímilmente así) y no de otra manera. Este acuerdo, de tal modo resguardado, es frágil y transitorio como tantas cosas de la vida, pero revela recién, el sentido de la palabra »convenir«, sentido fundado en la posibilidad de un riesgo existencial. Es aquí principal-mente donde un determinado acto de asentimiento está cons-tantemente expuesto a un renovado proceso hermenéutico, es decir, a una posible diferenciación (de heterodoxia, cuan-do se trata de política o de religión).

El acuerdo —o el desacuerdo— que surge de la imperiosa necesidad de estar juntos; y del hecho de tener de alguna ma-nera que decidir lo que son y lo que no son las cosas, cons-tituye mucho más que un mero proceso de sincronización, como en el primer caso, ni tampoco es el producto de una convención temerosa de abrir los abismos semánticos, como en el segundo. La curiosidad pública, por ejemplo, está fun-dada en esta necesidad de saber »a qué atenerse« y como a ella le falta ese vínculo existencial que determina el ser más profundo de toda convicción, es decir, de toda creencia, las maneras de movilizar a la opinión pública en este o en aquel sentido, empleando los más ingeniosos substitutos de la pre-sencia real, son infinitos.

Mas toda real convicción está fundada en un hecho aún más original: el sentimiento de un absoluto operante en la historia contingente y efímera de cada individualidad. Un absoluto que poco o nada tiene que ver con el Absoluto de la filosofía idealista'.

Para convenir con otro ha de arriesgarse el malentendido o la mala fe. Este es el precio. El verdadero acuerdo consá-

'Nosotros lo llamábamos en la Introducción de este estudio, 'ab-soluto empírico'.

o

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grase más allá de la mera conclusión. Hablando more geo-metrico: si la conclusión lógica es la horizontal que cierra y aquieta el proceso explícito (lo público e intersubjetivo) del parecer común, cada intentio es oblicua a ella y la atra-viesa cargando un plus que planta allende el límite conclu-sivo y que, sin embargo, pretende venir de éste. Al convenir en algo se presume un proceso común (el con-venir) y es esta presunción la esencia y la energeia del acuerdo mismo.

A la postre, la razón que rubrica la avenencia de ideas y sentimientos sólo se presume: explicitarla parece inconve-niente, pues bien pudiera desplazar el punto de convergen-cia y retrotraerlo hacia un fondo donde el estado interpreta-tivo libre y sin fundamentos insinúa su inaccesible origina-lidad: parece inconveniente porque los hombres se encuen-tran en »lo mismo« movidos por repentinas fulguraciones. »Razonar demasiado es dispersarse«. Este sentimiento perte-nece a la experiencia común —que es también la experiencia de las intenciones malogradas— y a propósito de este senti-miento el filósofo debería hacerse más de alguna pregunta inquietante.

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Cap. VI

SOBRE LA TOLERANCIA

A. Enrique Bello, varón justo y tolerante

LA EXIGENCIA de respeto para el pensar y el sentir ajenos representa un desiderátum común. Lo que la sociedad reglamenta, codifica o limita es la conducta humana y sobre ésta recae la sanción social (no sobre el pensamiento) . Mas esta autolimitación del poder social sería del todo pacífica si no fuese en sí contradictoria o peregrina y si no condujese a tener que reconocer lo que no se quiere. En primer término, el pensar y el sentir ajenos —su intimidad— para ser respetados deben sernos manifiestos, conocidos. La intimidad ajena que respecto a ciertas cosas niega lo que yo afirmo (o afirma lo que niego) me inquieta mucho más de lo que debiera hacer-lo »un simple hecho íntimo«, porque de algún modo estorba la nuestra y vive al acecho de la realidad para quitárnosla. En el lenguaje político, por ejemplo, se habla de »ideas corrosi-vas«, o se dice: han entrado al país peligrosísimas ideas de »contrabando«, etc., lo que muestra que todo el mundo esti-ma como algo difícil que las ideas se conformen con vivir al fondo de las conciencias. De allí que surja un sentimiento opuesto al de respeto: un sentimiento de confrontación per-manente y, a veces, de agresividad. Se vive esta oposición, y

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se sufre. Es decir: se vive y se sufre en esta contradicción la imposibilidad de superarla. Por eso me parece legítimo un esfuerzo que intente poner al descubierto qué debe el hom-bre a la tolerancia (al respeto de la intimidad ajena) y qué a la intolerancia (a la verdad, al »verdadero ideal«). Creo que en estos términos ha de plantearse el problema.

Hemos hablado recién de un sentimiento común de res-peto, opuesto a otro sentimiento común de permanente con-frontación. Y a propósito de estos términos debemos hacer ciertas observaciones preliminares:

A muchos pensadores ha parecido legítimo contraponer a las »aventuras y sorpresas« del teorizar, la realidad de un sentimiento común o, para decirlo con Jacobi, de un instinto que, frente a determinadas afirmaciones sobre la realidad, puede erigirse como criterio de verdad y de orientación ab-solutos'. Poder erigirse no significa que de hecho y frente a cualquier problema pretenda ser un criterio seguro. A veces representa un criterio decisivo. Eso es todo. No es ahora nues-tro intento volver sobre una materia que ha estado presente en todas nuestras reflexiones anteriores, ni perfeccionarla con una especie de definición final: hay realidades que no pueden ser ni definidas ni mostradas. Si se habla de ellas lo más que puede hacerse es tratar de aislarlas, a golpes de ne-gaciones, de otras realidades. Y el término de »experiencia o sentimiento común« apunta a una de esas realidades. Y bien, a propósito de este término es preciso hacer notar lo siguiente:

En nuestro tiempo, más que en ninguna otra época quizá, existe el ansia de saber acerca del Otro: saber del Otro a fin

1. ..Une telle verité positive, inmédiate se decouvre á nous dans et par le sentiment d'un instint qui s'éléve au- dessus de tout intérét sensi-ble, inconstant, fortuit et qui se manifest irrésistiblement comme l'instint fondamental de la nature humaine. Des choses Divines et leur Revélation, F. H. Jacobi, Aubier, 1955.

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de saber de nosotros mismos. Por una parte, la intimidad ajena parece estar demasiado a la vista, demasiado tendida en el mundo público; por otra, el descubrimiento de una in-timidad no cogida por el sujeto de esa intimidad, ahogada en él —la vida »profunda« del psicoanálisis—, devuelve de una manera dramática la opacidad del prójimo (y una rela-ción humana resulta siempre una sorpresa). »Tema de nuestro tiempo«, en la novela, en el teatro, en el cine: el »problema« de la comunicación, es decir, el problema de encontrar una experiencia común a partir de la cual la comunicación se ha-ga posible. Porque, evidentemente, la experiencia común ha sido trastornada y cuánta tensión e incertidumbre hay en la vi-da contemporánea podrían, en cierto sentido, ser descritas desde esta perspectiva: desvelo individual y colectivo por re-encontrar una experiencia solidaria.

Nuestro tema —la tolerancia— está inmediatamente vincu-lado a este problema y, además, al problema de la posibilidad de tal experiencia. No me propongo, por otra parte, algo tan intrincado como un análisis de las causas del trastorno alu-dido: sólo en la medida en que no hacerlo pudiera prestarse a algún equívoco deseo precisar una de esas causas.

El proceso de asimilación (adsimilatio) no tiene para el espíritu menos importancia que la que cumple en el organis-mo: conocer es incorporarse lo que era extraño: hacerlo simile. Hay, pues, un sentido en que el conocimiento se presenta co-mo una forma de tolerancia y este sentido no debe descuidarse en la explicación de la tolerancia misma. En todo conocimien-to existe, de partida, un proceso de antropomorfización que luego se va eliminando parcialmente con el progresar mismo del saber teorético. Dicífil responder, hasta qué punto sea po-sible eliminarlo. Pero un conocimiento que termine elimi-nando las imágenes, un conocimiento iconoclasta, por más riguroso y omniexplicativo que sea, no es verdadero conoci-miento: es una técnica. Y he aquí el problema: si, por una parte, el conocimiento antropomórfico parece imperfecto e

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improductivo, por otra parte un conocimiento en que la ima-gen y la analogía no entren para nada representa algo menos que un auténtico saber.

Hablar de la experiencia común significa, en buenas cuen-tas, retrotraer las cosas no a la primera impresión que ellas han producido, al dato sensorial »intersubjetivamente váli-do«, ya que, en verdad, en el espíritu no hay nada »primero«, sino dejarlas expresarse en su estado de asimiladas.

La experiencia es selección, y una selección que nada tie-ne que ver con un agente que discierna a partir de criterios de selección. Muy por el contrario, desde la experiencia son las cosas las que han arneado los criterios con que nos volve-mos hacia ellas para preguntar. La experiencia, para decirlo con otras palabras, es el boquete que han abierto las cosas a fuerza de reiterar su ser en el espíritu no mortificado aún pol-la teoría.

Ahora bien, en nuestros tiempos la opinión pública repre-senta el anteponerse deformador de algo que no es todavía —y no tiene por qué llegar a serlo—, experiencia común: un reflejo anárquico, no asimilado, el surgir extemporáneo (el suceso) en el ámbito de las expectativas inmediatas. Y como este anteponerse hostiga y distrae la real experiencia con lo diverso, con lo arbitrario, con lo descomunal y advenedizo resulta dificilísimo descubrir cuándo un determinado enjui-ciamiento surge de un puro opinar descomprometido y cuán-do expresa un sentir común permanente.

La opinión pública se forma, se deforma o se cambia por-que en el fondo no tiene un mundo a partir del cual pueda instalarse como experiencia. Los órganos informativos que mantienen hoy la sensación de continuidad entre individuo y 'mundo en que vivimos' centran la existencia cotidiana en un falso mundo. Quien compra tres periódicos al día, quien instala un receptor como único real compañero de mesa (só-lo a él se le escucha) para informarse de las noticias 'al minu-to', de los comentarios, de los rumores, ha caído en la trampa

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del proceso puro, en la trampa de un tiempo objetivo. La opinión pública —que hasta cierto grado ha sido creada por los medios colectivos de expresión— lejos de ser un abstracto, representa, por el contrario, un aspecto real aunque bastante ilegítimo de la dimensión individual. Quiero decir con esto que el juicio del hombre común, antes que existiesen meca-nismos aptos para hacerlo 'participar' por simple curiosidad en un mundo caótico de impresiones que no constituyen experiencia ni piden compromiso, ese juicio del hombre co-mún era un juicio que valía la pena tener en cuenta ya que estaba ligado a un horizonte existencial concreto, y ligado por ende, a una auténtica participación. Por eso la intención de movilizar o consultar la opinión pública, por más loable o socialmente necesaria que sea, muestra un qué de irresponsa-bilidad: la opinión pública no es digna de fe, porque nunca se sabe hasta qué punto es indicio de algún compromiso con la realidad o un puro y arbitrario decir porque sí. Pero dado que ella se ha vuelto el medio necesario de la circulación de ciertos ideales permanentes, hácese irrecusable plantearnos el problema del alcance real de estos ideales que hace circular la opinión pública, y saber hasta dónde en el eventual proceso de hacerlos suyos el hombre contemporáneo los reconoce, los prueba, los palpa en la efectividad de su conducta.

En definitiva, como el hombre de nuestros tiempos se reve-la más corno opinión pública que como sujeto de experiencia solidaria, es el problema de la sinceridad ética del ser huma-no en la situación que le toca vivir en nuestros tiempos, es ese problema el que nos ha obligado a desarrollar ciertas distinciones.

2

Existe una insinceridad por defecto cuando alguien pudien-do expresar su ser en la palabra, deja la palabra vacía y su ser

'La decisión, la reflexión íntima es una modalidad de detener el tiempo: se comprende, un tiempo significativo para la existencia.

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oculto. Existe una insinceridad por superabundancia cuando alguien para expresar su ser real se enmascara en su ser 'lo' querido. Castelli llama a este último hecho 'enmascaramiento por una voluntad de mejor traducción". Voluntad certera porque antes que nada somos lo que querernos ser.

La mentira (la insinceridad) surge allí donde es posible contar con 'cosas' que pueden estar o no estar (lo contin-gente). No hay mentira sobre lo necesario; pero tampoco la hay absolutamente cuando queriendo ser lo que no somos, declaramos serlo. Lo que queremos ser —y no lo que desea-mos tener— ya nos pertenece como comprensión de un ser-más de nuestra existencia, como comprensión en la que se define el ser de nuestra existencia, fundándose en el ser de lo comprendido. La realidad espiritual, la más plena, puede autogenerarse, pues, mediante una especie de mentira, o sea, afirmando como realidad un puro realizable. Y esta es una de las formas más dramáticas en la conquista de nuestra propia realidad: fingir para ser2.

1Nos escondemos, enmascarándonos, para asumir la realidad de la imagen que el enmascaramiento simboliza; no un puro ocultarse, si-no un ocultarse en otro. Una tentativa de mejor traducción. La más-cara no resulta entonces de una ansia de deformación: es búsqueda de la conformidad; potenciamiento de ser. E. Castelli, Lo demoníaco en el Arte (Lo fantástico) , Ed. Universitaria, pág. 21.

2Fingir para ser: En otro lugar ya hemos destacado que el ser en sí no tiene realidad existencial inmediata. El ser es el ser disponible a nuestra elección. En un sentido general la alternativa queda así plan-teada: o se es sujeto o se es objeto en la historia y en el mundo.

Ciertas formas de esquizofrenia, en su período latente han paten-tizado cómo se va desarrollando en la intimidad del ser predispuesto al derrumbe psíquico, una dialéctica, más bien un complejísimo ri-tual por el que la conciencia, a espaldas de su propia 'esencia' pacta con poderes que a primera vista parecían agredir a mansalva. Es de-cir, la víctima ha abierto la puerta al asesino: más aún, se ha disfra-zado de asesino para suicidarse. Este fenómeno, estremecedor, es otra modalidad del enmascaramiento: el ser agobiado por el desequilibrio existencial busca salida a través del fingimiento. 'Simula' un estado

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Un valor es tal porque es deseable, universalmente desea-ble. Y si es deseable —digno del deseo universal— es racional: la racionalidad le viene de la tensión incondicionada hacia él, y el deseo (el tender) , de cierta presencialidad del valor —del ser del valor— comprehendida en el deseo. El ideal, en la medida en que asume valores, corresponde, pues, a una especie de percepción sui generis. Así, quien afirme que un ideal es bello y noble, pero irrealizable, emite una opinión mucho más contundente de lo que pudiera parecer a primera vista: niega la realidad —el ser 'ideal'— del ideal.

Si bien es cierto, entonces, que defender un ideal político o religioso o en general, defender un estilo de vida cuya práctica resulta difícil o imposible incluso para quien lo defiende, represente un aspecto de la insinceridad (e incluso de la insinceridad inherente a la opinión pública), es posible que esta insinceridad implique potenciación y no defecto. Es por la tensión espiritual misma —cuando la hay— que se prue-ba la realidad operante del valor.

de desconexión, de fuga, de arrebato, a fin de suprimir frente a una determinada responsabilidad el trágico destina de sujeto. Remeda un derrumbe en la pura objetividad (como en el vértigo y el desma-yo; cuando se pierde 'el sentido') . En toda esta complicadísima es-tructura de la enfermedad deberemos sospechar, prever un grado su-perior: si simula, entonces, simula que simula, y en este desdobla-miento continuo consiste su mal. El proceso continúa y en la multi-tud indefinida de actitudes opuestas y simultáneas, de máscaras que se superponen sin reposo, en este 'dejar hacer' activo el sujeto simu-lador queda, como en las representaciones mímicas de Marcel Mar-ceaux, adherido a su máscara. Queda en él, aún, cierta convulsión existencial, angustiosa, desarticulada, que quisiera desdibujar, desde su origen, el primer gesto que encubrió. Pero, de nuevo, el olvido encubre lo que quiere revelarse y entonces, el gesto se vuelve pura convulsión y el mal, locura. Platón ya lo había señalado: si el olvido no es dialéctico, si se trata de un absoluto olvidarse, se ha perdido irremediablemente la técnica del movimiento regresivo hacia el origen, se ha perdido la técnica que abre y cierra nuestro acceso al sentido común.

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Es un hecho que si le pedimos parecer a la opinión pública ésta se mostrará siempre pronta a tomar el partido de la tole-rancia contra el intolerante. Por cierto, esta elección es in abstracto. Deberíamos averiguar, por el contrario, si la tole-rancia representa un valor reconocido por la experiencia co-mún y, en cuanto exigible, de dónde saca su exigibilidad sin aniquilarse en esa misma exigencia'.

Sin discusión alguna, son los tiempos modernos los que han insistido sobre el valor ético de la tolerancia2. Paralela-mente, en este período, 'el hecho íntimo' ha sido redescubier-to y elevado a condición de la realidad. Más bien, se ha apo-derado de la realidad (como ciencia y como técnica).

Si mi 'intimidad' fuese inespacial no tendría sentido la exigencia de tolerarla (que los demás la toleren) . Mas la inti-midad no es tan ajena e inocente respecto del mundo: ella crea, descubre, expropia espacios y mundos y en esa actividad se encuentra junto y contra otras intimidades. En tales condi-ciones no va a ser muy sencillo averiguar hasta qué punto estamos dispuestos a ser tolerantes.

Hay algo, en cambio, que el hombre común repite siem-pre: que la verdad es una y que quien no está por la verdad

'En este caso preciso, la experiencia común constituye para nos-otros, un criterio de verdad... o, al menos, un punto de partida ineliminable si en verdad queremos hacer una especie de 'fenomeno-logía' de la situación humana.

2Evidentemente hay muchas excepciones. Cito otra vez a F. H. Jaco-bi: 'A mon jugement c'est seulement vantardise hypocrite due á la stu-pidité que d'assurer étre tolérant á l'egard de toutes les opinions, celles-lá étant seules exclues qui rendraient intolérant. Toute vie exclut, toute existente individuelle, tout bien particulier aussi; et, pour celá, on a le droit et le devoir de lutter contre l'aggresseur, de le traiter en enemi, car, par sa nature, il ne peut étre dominé que par des exclusions et par la guerre... Malgré ma maniére équitable de penser, je ne sois point du tout tolérant et ne veux pas le moins du monde étre régardé comme tel'. Op. cit. p. 378.

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está en la ignorancia o en el error. El problema de la toleran-cia parece, en una primera aproximación, encontrar respuesta, preguntándonos cuáles han de ser los medios éticamente legí-timos para atraer hacia la verdad a los profanos, si no es un acto de intolerancia reconocer la obligación de hacerlo. Po-dría objetarse que el hombre dirigido a enderezar el juicio de sus semejantes, en sus propios juicios y actitudes debería dar cabida a la posibilidad de equivocarse. Esto es muy cierto cuando se trata de juicios y actitudes ocasionales (en el ámbi-to de la onticidad): falso y extraño a la esencia de un ideal. Pues, teóricamente, el hombre habita provisionalmente en todo lo que construye y todo lo que hace es construir. Esto es teóricamente verdadero; existencialmente, falso. Para poder vivir el hombre habita lo definitivo y, si bien es cierto que la historia de la ciencia y de la técnica le sugieren prudencia y le enseñan que ninguna palabra es definitiva ni absoluta, también es cierto que la ciencia y la técnica han representado solamente un aspecto de la relación que el hombre entabla con el ser.

No hay ideólogo, religioso, político dispuesto a renunciar a la racionalidad de su juicio axiológico. Cuesta —acaso es imposible— colocar al ser humano en un acto de pura dona-ción y gratuidad. Para el 'creyente' lo creíble es siempre lógico y racional. La logicidad y racionalidad —`fundamentos' de su adhesión— no son, sin embargo, en el discurrir habitual, con-ceptos acotados y distintos sino puras fulguraciones de sentido. Esta confusión entre motivos, causas y razones, entre valor y ser, entre el aspecto lógico y el psicológico' propia de la adhe-

'Por ejemplo: si se pregunta a alguien cuál es la razón de su creen-cia religiosa, es muy posible que conteste con un motivo: 'Porque me la enseñaron desde niño' (respuesta comunísima) . Ouien mira con simpatía este juicio banal, encontrará una poderosa razón detrás del aparente motivo: 'Creo porque no tengo una razón suficiente para no creer'. Este juicio tan apacible y escéptico (creo porque alguien me lo dijo) dice mucho más de lo que aparenta e innumerables ejem-

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Sión de la experiencia común, posibilita justamente que la creencia sea común y que todo un conglomerado humano se mueva, en un momento, en busca de lo creíble. En otras pala-bras: se nos insta a que adhiramos a cierta creencia porque es la más racional, pero en el fondo, domina siempre el impulso, puesto que, sólo en cuanto creíble (en cuanto es una mortifi-cación y en cuanto es una aspiración) se tiene algo por racio-nal. Lo que se quiere decir cuando se afirma la racionalidad de ciertos contenidos resulta totalmente diverso u opuesto según hable el filósofo o el sentido común. Ya lo dijo Hegel: `Lo que el sentido común considera irracional es lo racional; y lo que para él es racional, la irracionalidad misma'. A este respecto, conviene agregar a lo dicho, otras aclaraciones.

Recuerdo que hace algunos años, en el Liceo, leía y comen-taba los 'Diálogos' de Berkeley. Cuando Filonus termina por demoler la teoría de la inherencia de las cualidades sensibles a un supuesto substrato material, ninguna resistencia, más bien, admirada contención de los alumnos. Me pareció, en-tonces, que la conclusión tenía que deslizarse sin tropiezos. Cuando la di, saltó un muchacho: ¡Pero, señor, eso es absur-do! ¡No es lógico! Y todo el curso coreó su protesta. Esta y otras reacciones a propósito de ciertos argumentos impecables de la filosofía me han impulsado a meditar más de una vez sobre aquello que un pensador contemporáneo osara afirmar, así, perentoriamente: que no todo lo que es incontrovertible es también verdadero. Esta afirmación no tendría por qué admirar a nadie puesto que incontrovertible sólo significa: lo que no puede ser refutadol.

plos de la obstinada fidelidad al decir tradicional, nos muestran, en estos últimos tiempos, que este juicio tiene posibilidades positivas de desarrollo. Los hombres, en general, no discuten sobre la esencia de Dios (el desacuerdo sería inmediato) . Dicen: 'escuchó mi ruego, luego existe'. 'Es bueno, luego existe' (el valor tiene ser) . lEn buenas cuentas, todo juicio inverificable participa por principio de la incontrovertibilidad, aunque, con igual derecho podría

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Pues bien, el argumento que resta toda validez a la supo-sición de la existencia de un substrato material, es evidente-mente correcto e incontrovertible en el sentido de que al acep-tar sus premisas venimos necesariamente a parar a esa y no a otra conclusión. lEs dudoso, en cambio, el valor de la incontro-vertibilidad de ciertos juicios que, además de atraer a su con-trario, son por principio inverificables y carentes de toda evi-dencia propia. Por ejemplo: sólo percibimos nuestras propias ideas y sensaciones.

Mis alumnos, admirados de la apodicticidad de las premisas fueron empujados a una conclusión que se negaban a aceptar. Y ante la necesidad de concluir aquello que no se puede aceptar, la actitud común califica de absurda toda la inten-ción argumental. Negarse a concluir lo inevitable y negarse justamente en nombre de 'lo lógico' representa una modalidad felicísima de ser dialécticos, desrazonando.

cipar también el juicio contrario. Existen formas de contrariedad aptas para fabricar un sin número de proposiciones incontrovertibles y no por esto evidentes. Afirmar, por ejemplo, que hay algo por principio incognoscible. Todas las pruebas que se den para mostrar que todo se va conociendo caerán por sí solas: se conoce lo cognosci-ble. Se trata, por cierto, de un juicio fabricado para demoler a su contrincante, y no para vivir por su cuenta. Es el mismo caso de quien afirma que existen crímenes perfectos. Es irrefutable: quien quisiera verificar lo contrario, señalando casos, concretos en que el criminal ha sido descubierto, contra esto se responderá: los crímenes descu-biertos son, justamente, los imperfectos. Una caricatura del argumen-to ontológico. Pero acerquémonos más a nuestro propio asunto. Se puede emitir el siguiente juicio: 'Toda verificación es falsa (inco-rrecta) '. Esta proposición o es verdadera o falsa; si verdadera, es in-verificable porque si se verificara sería falso que toda verificación es falsa, etc. Cuando Berkeley pregunta `¿y qué otra cosa percibimos aparte de nuestras propias ideas y sensaciones?' afirma, en verdad, un juicio inverificable: verificar es percibir (según el juicio univer-sal de Berkeley: percibir una o dos ideas) . El juicio 'Todo lo que percibimos son ideas o sensaciones' implica la verificación como una subclase de sí mismo, la somete a su propio criterio.

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Retomemos ahora nuestro asunto: la deseabilidad del ideal parece, por un lado, condición suficiente de su racionalidad y su racionalidad, condición necesaria de su universalidad (esto es: lo deseable universalmente es racional). Si se identi-fican, pues, lo mejor con lo racional y, además, parece justo (racional) querer para todos lo mejor, resulta más que justo imponer nuestras razones. No hacerlo sería criminal. Vistas así las cosas, la intolerencia es coextensiva a todo ideal operante y su contraria, una criminal indiferencia: un antihumanismo.

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`Todo fanatismo exhibe siempre una orientación antropoló-gica: es el hombre, la interpretación de su naturaleza y la conducción de su vida lo que mueve definitivamente al faná-tico'. Este, un pensamiento de Jorge Millas, en su ensayo. El desafío Espiritual de la sociedad de Masas'. El •aserto es, sin lugar a dudas, exacto. Cabe preguntarse todavía cuáles han de ser los límites de una real preocupación antropológica que no toque las fronteras ardientes del fanatismo.

Sin descanso se repite que el hombre es un animal social. Aceptemos la definición. Nadie, sin embargo, imaginará al hombre, primero, aislado y luego, por conveniencia y circuns-tancia, unido a otros hombres. La sociabilidad del hombre es un hecho metafísico y en cierto sentido todo hombre es un universal, es toda su especie.

Nadie, entonces, podrá liberarse definitivamente de la res-ponsabilidad de intentar, al menos una vez en su existencia, conciliar su propio bien con el bien común. La preocupación antropológica es, por tanto, y aunque sea de soslayo, una de las preocupaciones permanentes del ser humano y no califica al fanático en lo suyo más propio. ¿Será entonces el intento de conducción de la vida humana el aspecto determinante? No me parece. Preguntémonos qué sería de un ideal que no conspirase contra la realidad presente. ¿Vamos, acaso, a pen-

i-Ed. Univ., pág. 109.

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sar que su destino es ir de academia en academia cosechando aplausos, refutando objeciones y que el destino del político será el de tramitar los ideales como lo haría un funcionario? En absoluto. Un ideal en la medida en que tiene vigencia actúa como motor, tira la realidad hacia arriba.

Ese atalaya sublime que fue Platón, para explicar este mundo —para salvar los fenómenos— debió en cierta medida negarlo. Mas, su explicación es válida (convincente) sólo si este mundo puede realizar, de alguna manera, algo de aquel inundo intemporal e incorruptible; si esta especie de no ser, presente como pura deseabilidad, tiende al Ser en la modali-dad de la tentación, del ken.

Y allí está Platón, revolucionario y utópico, buscando en el mundo fenoménico un punto en que el ser pueda instalarse.

Un ideal no realizable no es racional, ya lo hemos afirma-do. Este es un sentimiento pegado a todo ideal: un ideal es siempre revolucionario.

Tampoco es desde esta perspectiva, por lo visto, donde se nos muestra el fanático. Hay, sin embargo, en la obra de Jorge Millas, una agudísima caracterización del fanatismo: `Ence-guecido por el resplandor de un bien único, separado del resto de la vida, el fanático no ve cosas a su luz sino sólo la luz: la suya es 'una conciencia encandilada'. Y agrega un poco más adelante: 'el fanático no sólo ha absolutizado el preferir, sino el saber'. Nos parece, con todo, que el problema de la prefe-rencia no puede ser puesto, simplemente, al lado del proble-ma del saber, puesto que ambos están ligados de tal suerte que esta ligazón viene a constituir, en definitiva, todo el problema. Se prefiere lo que se tiene por mejor, por más justo y más bello. Quien arguya que el preferir inventa razones para afir-marse como legítimo, está del lado del escéptico (de una valo-rativa escéptica). No es ésta una acusación: simplemente se constata algo que coge por la espalda a un aserto. El autor de estas reflexiones no es un escéptico si bien acepta, como antes se ha visto, la prioridad del preferir sobre el saber. Agre-

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ga, no obstante, que el preferir (el desear más intensamente) es un saber.

Evidentemente, no cualquiera invitación fanatiza. Los hombres no están prontos a cada momento a correr a la plaza pública o a quemar o a levantar ídolos. Alguien, cuya impor-tancia en la emergencia del proceso es central, dice algo. Ni tampoco esta palabra que dice es una palabra cualquiera. Los hombres recogen la palabra dicha y la palabra tiene la virtud de recoger a los hombres, electrizándolos, lanzándolos corno una bola de nieve por la pendiente de la masa social. Quien se les enfrenta cae arrollado. La palabra atraviesa la tranquila superficie del alma, donde el hombre navega y sortea los pe-ligros, con ese curioso sistema de valores 'según la circuns-tancia'. La palabra hiere el centro de la vida y desde el centro lo conmueve todo. Inútil hablar de razones y de actitud dialo-gante. El diálogo-acción existe, por cierto, pero adentro, en la bola. La palabra escuchada y transmitida es la verdad: prefe-rirla significa ponerse en las condiciones más óptimas para no escuchar otras palabras. La palabra-verdad es interpretan-te y sistemática, cose todos los jalones de una existencia, crean-do un círculo de fuego en torno suyo.

El fanático 've' y escucha algo que para nosotros resulta invisible e inaudito y nosotros no podemos demostrar al faná-tico que no ve lo que ve ni que no 'es' lo que ve. Podría incluso agregarse que el contenido ideológico de aquello que fanatiza puede presentarse corno un bastión inexpunable a nuestras razones; y el fanático sabe por qué estamos contra su palabra-verdad. El fanático es sistemático por expansión de un único sentimiento'

Hay muchas formas de ser sistemáticos. Un sistema de vida, por ejemplo (hábitos celosamente regulados), implica renun-ciar a priori a las contingencias del día, por más amables y

'Una idea fija es expresión de máxima movilidad, puesto que está en todas partes para capturar e imponerse. De esta movilidad surge el sistema.

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positivas que éstas puedan ser. Una existencia ordenada, siste mática sólo tiene el defecto de pretender que el universo ven-ga a ella a las horas prefijadas. Si la verdad, si el amor pasan antes o después, tanto peor para la verdad, tanto peor para el amor. En cierto sentido todos llegamos a ser sistemáticos, porque a la postre nos cansamos de estar a la espera de lo inusitado.

En general, un sistema —sea éste económico, científico o práctico— representa un ámbito de atracción limitada que aco-ge aquello que concuerda con la significación del ámbito. Lo que está más allá, es siempre una realidad a la cual se renuncia o se accede por otra vía. Ya hemos visto en otro capítulo la importancia de esta delimitación.

Pero nosotros queremos hablar ahora del sistema de expli-cación antropológica, puesto que nuestro tema es la tolerancia y la 'preocupación antropológica' la que nos vuelve fanáti-cos o intolerantes.

Yo puedo entender las vicisitudes de la historia como la actualización de un proceso triádico determinado. Entiendo la Historia, es cierto. No entiendo, sin embargo, quién pasa por la Historia ni quién la hace: una manera de entender al hombre y una manera de no entenderlo en absoluto. Pero, se ha dicho muchas veces que nuestro siglo tiene una especial sensibilidad para la historia". Todo un período de la filosofía

'Recuerdo, hace muy poco: le comentaba a un conocido una noti-cia curiosa del cable: un ayunador hindú había logrado mantenerse en estado de levitación durante varios minutos, interrumpiendo con su hazaña el tránsito de una populosa calle de Bombay. ¡Ah! —me res-pondió este aprendiz de psicólogo— ese no es más que un fenómeno de `autosugestión' ¡Nada más!

Hay un oscuro deseo de muerte en nuestro lenguaje, en nuestra edu-cación y en el lenguaje de nuestra educación. Lo confirman innume-rables ejemplos: en algunos liceos chilenos al estudio de la historia se le ha dado el soberbio nombre de `¡estudios sociales!'. El nombre de `historia' no les ha parecido digno tal vez por el hecho de que la historia es el relato de lo que pasó de una vez para siempre,

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contemporánea (y de la política contemporánea) está asociado al Historicismo. E Historicismo es, sin embargo, un nombre desconcertante para una teoría que narra la historia de lo necesario. Y viene al caso la pregunta, ¿fue la Edad Media, como se ha dicho tanto, un período ahistórico? Cuando se contempla un tríptico, por ejemplo, del siglo xm, en el que junto a la figura del Santo o del Héroe se narra plástica y sin-téticamente su historia, cuando recordamos la difusión que tenían por aquellos siglos las 'Vitae' y las crónicas, entonces nos cuesta creer en la ceguera histórica de esos hombres. Es que la historia, para nuestros historiadores, es hoy otra cosa; historia es la intelección de un proceso, de unos antecedentes históricos y de unos consecuentes. Y en este torbellino la Idea explica siempre al hombre.

El fanatismo (y la intolerancia) tiene que ver con una explicación exhaustiva del hombre, con una explicación que deja 'sin razones' al adversario. Si el fanático se encontrara de repente ante algo totalmente incomprensible, algo que no hiciera sistema con la idea fija que lo aprisiona, su 'concien-cia encandilada' empezaría a recuperar los matices de la rea-

relato que cada cual puede contar a su manera. El sociólogo, empe-ro, no refiere lo que pasa o lo que va pasando: refiere lo que es, la ley de las frecuencias: la sociología es inteligible; la historia, en abso-luto. Dentro de medio siglo —pensaba don Miguel de Unamuno— el olvido vendrá a caer sobre esta flamante sociología, no mucho después que caiga sobre aquella pretenciosa filosofía de la Historia, nacida bajo las fantasmagorías del no menos pretencioso idealismo alemán. Una volverá a representar lo que es: una técnica capaz de determinar esta-dísticamente en qué relación está el incremento de la propaganda de un producto con el aumento de consumo del mismo. La otra--la filosofía de la Historia— será demolida, cada vez que resurja, por la historia concreta. Ningún mortal puede decidir qué es la historia, desde su minúscula historicidad. Quedará, pues, la historia de lo que fue y de lo que se dijo de la historia; y quedará como siempre ha sido, la historia de hombres diferenciados que en la masa pastosa de los hechos se han levantado, como el hindú, y han mostrado algo de extraordinario y significativo para el hombre.

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lidad y aquel ser incomprensible le devolvería la diversidad y la riqueza del mundo. De ahí que nosotros insistamos en el problema de la comprensión.

Hay dos modalidades de comprender: una, la del ideólogo que dice: 'Está bien, hombre, yo lo comprendo; Ud. expresa perfectamente lo que representa'. A esta modalidad de com-prensión yo la llamo idealista: no me permite ser lo que creo

ser o, lo que es lo mismo, me niega el ser. Para nulificar este juicio no tengo otro medio que a mi vez y con el mismo argumento nulificar la existencia de quien dice haberme com-prendido. El argumento crea dos intolerantes en torno a una incontrovertibilidad.

En una época no muy lejana, la teoría psicoanalítica de Freud —aquel formidable sistema de explicación antropoló-gica— hizo escuela de fanáticos entre hombres verdadera-mente talentosos. El sistema era cerrado, incontrovertible: quien rechaza la explicación psicoanalítica —aseguraban los extremistas— debe ser internado. Ponerse, pues, contra el psi-coanálisis era revelar un síntoma de un mal inconsciente que explicaba tal resistencia. Jung, para no ser menos, explica la génesis de la visión antropológica de su maestro Freud a partir de una caracterización del pueblo hebreo: Freud no habría podido concebir algo que no fuese expresión de una raza 'míti-camente' agotada, algo que no fuera fatalismo, racionalismo por desvitalización.

El marxismo, que en una escala mucho más universal lo-gra en nuestros días una adhesión incondicionada, como teo-ría exhibe la misma herramienta que cierra o vanifica la liber-tad del discurso ajeno: quien se opone a los planteamientos marxistas revela un mal que sólo el marxismo sería capaz de extirpar.

¿Se puede comprender sin deducir el juicio o el sentimien-to ajeno de mis propios principios? Creo que sí, puesto que la comprensión no está necesariamente ligada a principios pri-meros, ni exclusivamente, a percepciones sensibles. Somos

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también, como hemos venido repitiendo, tendencia y por esto solemos reconocernos en un mismo 'proyectar'. Y nos) comprendemos realmente si en la comprensión del Otro hacia mí, va incluido mi querer-ser lo que él ha comprendido. `Hombre, acaso yo en su situación hubiese hecho lo mismo'. Esta declaración, lejos de reducir la conducta ajena a pura necesidad ideal, la asumo imaginativamente como propia, y así la absuelve. Asumir, aunque sea por vía de hipótesis, la experiencia ajena significa correr el riesgo de todo lo que esa experiencia implica. Pero es evidente que comprender así y manejar sistemáticamente una jerarquía de valores resultan ser actitudes incompatibles.

No me importa que una nueva conclusión parezca preci-pitada. Hay mil maneras de sentirla como justa y eso me basta: los hombres no podemos ser siempre coherentes sin ser fanáticos o despiadados. La incoherencia resulta de la imposibilidad de permanecer fieles a los ideales sin entrar en conflicto con esa realidad reptámbula que el ideal quiere levantar. Y sólo un ser despiadado puede ignorar que en ese conflicto la existencia individual o el grupo tenido como obstáculo para la realización del ideal, no sólo es digno de amor y de respeto, sino que es siempre un dardo que rasga el sistema; con su complejísima historia, con sus motivos, con sus creencias, con su solo anhelo de estar en la verdad.

La coherencia puede ser un bien sublime o un mal espan-toso. Creo que es imposible decidir a priori cuándo es lo pri-mero o es lo segundo. Pero podría pensarse que la coheren-cia no deba poseer más vida que el acto en que se cumple; que ella nace de la revelación de una presencia a la que re-torna como entrega, y gratitud de quien supo entender. Más allá de este acto, más allá de la presencia ser consecuentes equi-vale a cerrarnos el paso a una nueva revelación. Augusto Pérez, el héroe de Niebla, salía cada mañana a vagar y a so-ñar con la mujer que amaba. Y su imaginación, entonces tejía las cosas más tiernas y deseadas: qué le diría si llegaba

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a encontrarla, cómo iba a declararle su amor. Mientras te-jía estos sueños la amada pasaba a su lado, admirada de la despreocupación de Augusto. El enamorado no la veía. Tan intenso era su amor o, más bien, la idea de su amor si es verdad que el amado debe presentir a la amada.

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¿Cómo podemos entendernos con el intolerante? El fanatis-mo masivo en medio de la tolerancia se vuelve indestructi-ble. Sólo la intolerancia puede hacerle frente: intolerancia a la intolerancia (on a le droit et ae devoir- de lutter con-tre l'aggresseur, de la traiter en enemi, car, par sa nature, il ne peut etre dominé que par des exclusions et par la gue-rre) 1. Pero entonces, es contradictorio afirmar que un grupo representa la tolerancia, puesto que ambos grupos preten-den suprimir un aspecto intolerable de la vida social. Y nue-vamente nos encontramos frente a un argumento incontro- vertible.

¿Cómo, pues, entendernos con el intolerante? ¿Cuál es el llamado preciso para que él y nosotros estemos en lo mis-mo? La tentación de la verdad es la más fuerte y todo hom-bre es respetable en su lucha por imponerla. Más digno, por cierto, es proponerla y dejar que ella se imponga desde su propio privilegio y con su propia luz. Desde sí misma la ver-dad se impone sólo a quien está dispuesto a dejarse nombrar por el nuevo y real significado de las cosas. Hay, evidente-mente, voluntades que trabajan por las apariencias, sabién-dolas apariencias. Contra esas voluntades la lucha tiene otro sentido. Nada hay que demostrarles: son enemigos abiertos de la verdad y nosotros, sus enemigos inflexibles. Pero exis-ten otros hombres que no perciben ni el atentado ni la víc-tima, ni saben escuchar, ni entender el mensaje. Estos hom-

1Jacobi. Op. cit.

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bres son intolerantes por puro letargo espiritual. Débeseles convencer o reducir. Así piensa el político.

Si se trata de convencer a un pueblo o a toda la humanidad, los medios para elevar nuestra voz adquieren una importan-cia primordial. No se puede elevar la voz sin acallar otras voces (los medios de expresión y sólo ellos posibilitan que lo que era un diálogo se convierta en propaganda) . A la pos-tre, la nuestra representa una lucha por sofocar la voz ajena. Para proponer hemos de imponer. Así Macchiavelli pena en toda la ética social contemporánea.

La guerra por decir la última palabra, la definitiva y so-berana, parece inevitable mientras esta preocupación antro-pológica no nos abandone. Necesitamos de la. 'libertad de enseñanza' para sembrar el fruto axiológico, necesitamos de la 'libertad de expresión' para hacerlo madurar y solidifi-carse en las profundidades de la opinión pública, necesita-mos de la 'libertad de afiliación' para hacerlo multiplicarse. La meta inmediata es el Poder —el poder, tal como suena: sin complementos que lo limiten— y, para lograrlo, la gue-rra. Inevitable como el dolor o el fracaso, segura como la muerte, la guerra es coextensiva a esa preocupación antropo-lógica que jamás abandona al hombre.

Se dice que la guerra no es más que un epifenómeno, que quien desee averiguar las causas profundas que la provocan, vuelva su mirada hacia los aspectos •económicos subyacentes y que sólo entonces descubrirá el fenómeno en su origen. No se combate por ideales, según esta teoría; se combate por mercados. Es posible que la juventud inglesa o la juventud alemana haya sido engañada respecto a las verdaderas causas del último conflicto europeo, pero no es menos cierto que un pretexto es bueno en cuanto es apto para desencadenar la acción no confesada. Lo que explica verdaderamente algo es, pues, el pretexto (la retórica) que expuesto hace casi inevi-table la prosecución de un hecho. Iluso, pues, imaginarse que la guerra pueda evitarse suprimiendo las condiciones de

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la 'verdadera causa', es decir, 'las contradicciones del mundo capitalista'. Los hombres corren a los cuarteles impulsados por el pretexto y por el pretexto se dejan matar. Si es enton-ces un buen pretexto es también una buena 'razón': se non é

yero é ben trovato.

Quien muere por algo no puede equivocarse ni puede ser engañador. Esta es su suprema coherencia. El error tiene que ver con la temporalidad y la muerte nos libera de ella. De-cidir una guerra es decidir la muerte verdadera y aunque nos horrorice es éste el clima de toda 'guerra santa'. Si el hom-bre pudiera herir de muerte a su enemigo, amándolo, la gue-rra sería otro absurdo de la vida y. no una forma criminal de imponer nuestros proyectos de bien universal.

Cuenta Santo Tomás que Archita Trentino, ofendido por su siervo, le dijo: Graviter te punirem, nisi tibi iratus

essem! Comenta luego el Aquinatiense: 'Parece, pues, que la ira impide la debida corrección'. Y más adelante: 'La ira, cuando deriva del juicio racional turba sin duda la razón, pero ayuda a acelerar la ejecución'. A esta ira que deriva del juicio racional la llama, siguiendo a Gregorio, ira per zelum.

El ideal, la preocupación antropológica de la que nos es-tamos ocupando, es zelum: en cuanto pasión por el bien es útil (para la ejecución de ese bien); en cuanto turba 'el jui-cio racional', nociva y esto, según el pensar de Sto. Tomás de Aquino.

1'Por algo', no representa un ente mundano, que los buscadores de oro en California, innumerables veces murieron engañados, yendo detrás de una mina inexistente. De ese algo ya hemos hablado a pro-pósito de la acción que busca un valor.

Los soldados no mueren vanamente, aunque sea muy cierto que todos deseamos la paz. En este sentido el sistema marxista es profun-damente odioso. Pero no sólo él: la literatura y el cine de la llamada filosofía espiritualista de Occidente es la filosofía del antihéroe. Las figuras clásicas del héroe o del santo no tienen vigencia en nuestra cultura. La muerte 'realista' es la muerte por desgaste o accidente.

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Puede declararse una guerra en nombre de la humanidad. Supongamos que al menos algunos hombres la sientan así. ¿Destruye la ira bélica la posibilidad de amar al contendor? La respuesta tiene sentido (o sea: no es un mal chiste) si antes nos preguntamos qué pierde el hombre concreto cuan-do ese hombre pierde su vida. Si 'el ser en el mundo' es via-tor, decretar su muerte, mandarlo a la hoguera, por ejemplo, puede constituir una manera de salvarlo o de eliminar las condiciones que hacían imposible su salvación. Una nueva pregunta surge de inmediato. ¿Pero es posible a un hombre salvar o condenar eternamente a otro hombre? Recurramos a la casuística: un monje es asaltado por un bandolero. Al monje, ante el peligro de perder la vida en manos del ase-sino, le es lícito defenderse. Matarlo significa posibilitar su condena eterna, (quitarle la vida cuando éste estaba en pe-cado mortal); dejarse matar, colaborar a la salvación de un alma, sin arriesgar la propia salud eterna. Colaborar: siem-pre que nuestro holocausto sea un acto convincente. Es la esperanza de convencer a otro hombre lo que movería al monje a dejarse asesinar y no 'un argumento lógico' necesa-rio para el mismo Dios.

El caso opuesto: el de Hamlet. El impulso de asesinar al rey es incontenible. Mas, el rey

está orando. . . Pero así va al cielo y, de tal manera, queda vengado. . . 'Es preciso reflexionar'. Y Hamlet envaina su espada para otra ocasión más propicia: 'No, ¡Vuelve a tu si-tio, espada! y elige otra oportunidad más azarosa. Cuando duerma en la embriaguez, o se halle encolerizado; en el de-leite incestuoso de su lecho; jugando, blasfemando, o en el acto tal que no tenga esperanza de salvación!. ..'. En ese mo-mento Hamlet se ha convertido en la esencia misma del mal. Los litigios humanos deben poseer una proyección meramen-te humana: sólo Satanás trabaja para la perdición eterna.

Todo el mundo sabe, por otra parte, que sólo el juez o el alto funcionario, es decir, quienes no conocen ni aman al

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culpable, pueden castigar sin ira. El juez y el funcionario `deducen' la pena. Quien ama, en cambio, no representa ja-más el medio por el cual se realiza la norma, sino la norma misma que encarnada se desgarra a sí propia en el acto de castigar. No violentarse equivaldría a castigar dos veces al ser amado.

Se suele decir: 'te quiero, por eso me violenté al saber lo que hacías"; 'me violenté, por eso fui más allá de lo debido a nuestro amor'. El amor puede, entonces, justificar una ma-sacre, siempre que la muerte no sea lo último que le suceda al ser querido. Por eso, las masacres de nuestros tiempos de-ben ser calificadas como más criminales que las de otras épo-cas: son masacres sin convicción. Es el litigio por el mundo el que domina.

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Pero el intolerante es un ser convencido y justamente jus-tifica su actitud mostrando aquello que resulta intolerable.

¿Qué es lo intolerable? He aquí una pregunta que podría llevarnos muy lejos. Conformémonos con su más próxima in-teligibilidad. Intolerable: lo que no se puede seguir sufrien-do. Se es paciente, se es comprensivo con alguien o con una situación hasta que su reiterada negatividad no se puede ya resistir.

La tolerancia tenía que ver con esta especie de contención fronteriza; rota, revela lo intolerable. Este ser intolerable re-presenta para quien lo padece un valor negativo que adhie-re al objeto y que hace del sujeto sufriente, justamente, un intolerante. Aceptar la objetividad del disvalor (la corrup-ción del ser) es legalizar la intolerancia, así como lo horren-dum, hace legítimo el terror.

Todos aplaudimos al político que promete ser inflexible con los escándalos, con los nepotismos, con el agio, etc., por-que en una sociedad organizada estos vicios resultan intole-rables. Allí donde hay acción calificada, reconocida como

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negativa, la intolerancia es un bien. Un deber. Cuando se está de acuerdo en que la propiedad es un robo, la lucha con-tra los mecanismos que protegen y animan la adquisición de bienes será inflexible. En esta lucha, quien pide tolerancia no se pronuncia sobre las cosas: se pronuncia sobre estados subjetivos. No creo que afirme que la situación es meramen-te tolerable. Tal afirmación lo convertiría en un ser muy digno de piedad.

¿Qué pide, entonces, el tolerante, es decir, el que se en-cuentra fuera del sistema valorativo que juzga intolerable una situación? ¿Pide algo que tenga algún vínculo real al ser? ¿Es un escéptico? ¿Es un cínico?

En definitiva: No sabríamos cómo entender la tolerancia si no se sigue el proceso desde el momento en que a lo ex-traño, a lo que es realmente extraño a un organismo, se le deja avanzar e incorporarse, y ser lo que es. Entonces el tér-mino asume un carácter mucho más universal, como ya he-mos insinuado a propósito del conocimiento.

Se puede hablar, así, de la tolerancia (o de la intoleran-cia) del hombre respecto a aquello que no es humano. ¿Có-mo debe avanzar y dejarse ver lo que no es humano para que no sea intolerable? ¿Puede, por ejemplo, volverse into-lerable la naturaleza? El alma humana no tolera ni el sin-sentido reiterado (el ser en sí de una naturaleza) como no parece tolerar tampoco un acceso de sentido. (Es posible que la plenitud de sentido de la naturaleza fuese, para los pue-blos mágicos, intolerable en determinadas circunstancias; co-mo fue intolerable para el místico cristiano la naturaleza in-sinuante y demoníaca, o como puede ser intolerable un dios-naturaleza que por el hecho de ser 'nos destruye junto con nuestra mundanidad') . Por cierto, en cada estudio histórico y en toda unidad cultural ha existido una forma de apropia-ción y especial 'asimilación' de la 'naturaleza'. Para el hom-bre contemporáneo, por ejemplo, la naturaleza es tolerable

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simplemente porque permanece al margen de su vida, repre-senta para él una cuasipresencia, un paisaje.

En general, se tolera aquello que no colma nuestra medi-da, tal que puede reducirse o aclimatarse. Un mercado, por ejemplo, tolera cierto aumento en el porcentaje de produc-ción, lo que quiere decir que sin hacer violencias al precio normal del producto y respetando la modalidad habitual del poder consumidor local, ese aumento porcentual será 'na-turalmente' absorbido. La idea de absorber o reducir lo ex-traño, lo que estaba fuera del sistema —sea éste físico, psíqui-co o social— es primordial para entender uno de los matices más paradójicos del término: tolerar es asimilar y disolver lo extraño. La tolerancia debería encontrarse, por lo tanto, en los organismos más fuertemente constituidos. Empero, el recurso a la tolerancia es propia de los débiles, al menos en el juego político.

Por lo visto, parece que la tolerancia apunta a una capa-cidad para resistir algo que nos hostiga, digámoslo así, como el ladrido de un perro lanudo, pero que no nos compromete realmente, puesto que si lo extraño determinase una verda-dera transustancialización del cuerpo tolerante, ya ni siquiera podríamos hablar de tolerancia. El ser sería parmenídeo: subjetividad y objetividad, inmanencia y trascendencia no poseerían sentido alguno y el hombre sería, así, un hueco sin lugar. Es posible que el problema del conocimiento esté jus-tamente aquí.

No se puede tampoco sin trastornar el sentido de las co-sas, pensar como equivalentes los términos de tolerancia y resistencia (verbigracia, tolerancia al frío), pues entonces, deberíamos decir, por ejemplo, que el soldado tuvo mucha tolerancia con el enemigo, cuando precisamente deseábamos decir lo contrario.

La tolerancia parece ser, ahora, una forma de paciencia sin pathos, ya que al cuerpo extraño se lo reduce antes de que pueda alterar el sistema quo lo recibe. Es innegable, por otra

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parte, que para que haya tolerancia debe existir, al menos, un conato de comunicación. Quien escucha o acepta el jui-cio ajeno, quien es impermeable o se queda solo e inviolado en una escaramuza de convivencia, se parece mucho a quien sin contemplaciones rechaza abiertamente lo extraño: ambos son intolerantes.

Observemos al tolerante: allí está concediendo, aunando opiniones contradictorias, comprendiendo, justificando. Este sí que es un espíritu abierto, accesible. Así nos decimos. To-lerancia significa en este caso ideal, ceder a las razones tanto como sea el alcance de esas razones mismas. Esta virtud no puede ser una mera apertura vacía del espíritu, un dejarse determinar en la mera recepción; debe representar, por el contrario, una forma de resistencia (de reacción) homogé-nea a la fuerza de la acción que solicita asentimiento. En otras palabras: las razones insuficientes de la resistencia opues-ta ceden (por eso hay tolerancia) ante el impacto de las ra-zones altamente convincentes del antagonista. Y, sin embar-go, esta cesión no debe entenderse como absoluto abandono del campo de la subjetividad, pues, este último hecho impli-caría una situación de conquista y no de concesión. El ser tole-rante concede la razón a quien 'la tiene' y, en aquello que realmente le importa, aun puede conceder todas las razones. Y, no obstante, no ha renunciado todavía a desvincularse del juicio acerca del absoluto que él postula (Si —dice— concedo esto, no niego esto otro, mas no puedo renunciar a mi opi-nión). El tolerante se enmuralla en la soledad de su senti-miento y la tolerancia viene así a parar en una forma de so-ledad. Soledad que percibe también en los otros cuando se aferran a sus propias razones.

En resumen: nuestra virtud no posee espacio: representa la máxima contracción del espíritu; frente a ella, la intole-rancia es su máxima expansión. En efecto, el intolerante pue-de hablar, como hemos visto, y legítimamente, de lo intole-rable, de lo objetivamente intolerable. La tolerancia es, en

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cambio, como decía Aristóteles a propósito del instante, un límite entre dos contenidos: un límite entre lo que se con-cede resistiendo y lo que se niega, resistiendo también. Mas lo que importa en este caso es la zona de resistencias. Lo que se niega representa el limite para la razón solicitante (la me-dida de su propia eficacia); el ámbito en el cual la negación cobra su fuerza como sentimiento que no ha renunciado en ningún caso a ser legítima pretensión de verdad. Un senti-miento, un prejuicio, un credo.

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El cristianismo parece haber insinuado el camino de la to-lerancia afirmando con pasión que todo es tolerable —la muerte, el dolor, la pobreza, la injusticia humana—, todo, menos desesperar: la falta de esperanza. Pero la esperanza es un don, un misterio que trasciende el discurso y la acción humanas. Un misterio porque siendo un don, nadie puede salvarse contra su voluntad. La oración (por el prójimo) , la palabra y el ejemplo edificante (las obras) serían, pues, los únicos instrumentos efectivos del bien común. Todos los de-más, secundarios.

Pero ni siquiera la Iglesia fue siempre capaz de mante-nerse en este sentimiento: su historia ha sido asociada, no sin razón, a la historia de la intolerancia en Occidente. Los instrumentos meramente temporales aptos para redimir la natura lapsa constituyeron la más fuerte tentación de la Igle-sia, sobre todo después del Concilio de Trento. También el cristianismo, en su forma extrema de quietismo, hacíase sen-tir como inflexibilidad humana, porque era irreductible a la experiencia común que aspira sin reposo los bienes de la tierra.

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En definitiva, después de todas estas dificultades parecerá extraño que aún se afirme que la tolerancia es una virtud.

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Yo no creo que se pueda probar, sin recurrir a una especie de casuística histórica de sesgo relativista, que es una virtud. El relativismo escéptico representa, por lo demás, una forma de intolerancia infinita: intolerancia absoluta por la verdad. Empero, rechazando nosotros el juicio escéptico, creemos to-davía que la tolerancia es una virtud, corno lo es asimismo la intolerancia.

La intolerancia es una virtud allí donde está vigente una experiencia común que sanciona la conducta, es decir, don-de no se discute sobre la realidad de ciertos valores. (Por eso parece sumamente pretencioso juzgar a la Historia). Y el Bien común resulta justamente de guardar estos valores en todos los aspectos de la vida asociada.

Políticamente hablando, el bien de todo el mundo resul-ta de sumas y restas, de amputaciones y de concesiones a los impulsos e intereses individuales y, a veces, de más de algún crimen político. Metafísicamente es distinto; el bien indivi-dual es la disponibilidad para ser cada cual lo que compren-de (como medida de su ser). Somos individuos, somos subs-tancias espirituales irreductibles, porque vivimos de un prés-tamo de la eternidad o de algo absoluto. En este sentido, la vida más banal o el pensamiento más escéptico está en-deudado.

Cuando me acerco a Otro ser humano 'veo' que su subs-tancia es eso, y veo además que eso que es representa un mis-terio, una realidad irreductible a mi experiencia.

Una presencia experimentada en su no-experimentabili-dad, es, entonces, una de las modalidades de la experiencia; una forma de entregar la interioridad sin gasto simbólico. La intolerancia (negativa) resulta de suponer dado y demostra-do lo que el intolerante pretende imponer. Y puede que ten-ga razón. Pero la razón exigible (a la que ya nos hemos re-ferido) no puede traspasar la experiencia ordinaria. Kant, en este aspecto, estuvo en lo justo: las categorías del enten-dimiento no deben extenderse más allá de una experiencia

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posible (ordinaria). Me parece, sin embargo, que el término experiencia no se agota en el análisis kantiano. Y es justa-mente allí donde ella se trasciende a sí misma. Trascendida la experiencia en y con la experiencia misma, trascendidas las categorías formales del entendimiento, la verdad 'objeti-va' pierde también su vigencia. El hecho de perderla no sig-nifica en absoluto quedar a merced del más negro escepticis-mo, porque es justamente una revelación —negativa, es cier-to— la que levanta la validez de la experiencia ordinaria.

Toda comunicación es a través de algo común que sostie-ne el sentido del diálogo. Comunicarse quiere decir trascen-der las presencias e instalarse en los 'supuestos'. El carácter racional y lógico de los supuestos es una pretensión común injustificada racionalmente: un supuesto fundamental. El bien, el amor, en fin, la tolerancia no se anuncian más que por ellos mismos.

Y se rompe la comunicación cuando se viene a descubrir —como sucede en nuestro tiempo— que los supuestos no son comunes o no son significativos. Ahora bien, la imposibili-dad de reducir las diferencias, señala el límite de la posibili-dad intersubjetiva. Experiencia dolorosa que no debería lle-var a la negación del antagonista (o a su destrucción). Sim-plenamente de la experiencia ajena yo no puedo hablar cuan-do se ha retirado de mi alcance; cuando se envagina y se hace creencia, interioridad pura.

La tolerancia positiva implica, pues, el reconocimiento del hombre interior —del sustantivo hombre— que se hace a la aventura de la verdad sin fundamento objetivo; implica una especie de doloroso abandono, pero no sin esperanza de un reencuentro.

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LA DISYUNTIVA

Prueba ontológica de San Anselmo

APtNDICE

NO HAY mejor metáfora para referirse al efecto que pro-duce el descubrimiento de la verdad que la metáfora de la luz: la verdad es iluminante. Puede una generación, una época agobiar sus espaldas sobre un determinado problema que la inquieta: de improviso, hace un hombre una pirueta en el aire con su índice, lo deja caer sobre la pieza precisa del rompecabezas y las nieblas se disipan. Se hace la luz. A este contacto luminoso con la verdad se le suele llamar in-tuición.

Y cuando alguien dice: 'No me convence su argumento', se le podría replicar: 'es que Ud. no ha hecho el esfuerzo re-querido para intuir lo que deseo mostrarle. Lo he conduci-do paso a paso hasta donde el logos nos permite —a Ud. y a mí— ser un solo sujeto lógico: el salto posterior lo debe dar Ud.'. Esta hipotética respuesta pone el problema de la mul-tiplicidad de las conciencias: la imposibilidad de reducir la verdad a un único discurso, al discurso lógico. Este es, a mi entender, el valor iluminante de la prueba anselmiana de la existencia de Dios.

Los críticos del argumento ontológico afirman, por lo ge-

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neral, que esta prueba carece de todo valor lógico'. Quisiera demostrar lo contrario, pero con una reserva: el argumento probaría que quien afirma 'Dios no es' se contradice (los críticos tendrían que probar que no se contradice). Pero la contradicción —y esta es mi reserva— no representa un moti-vo suficiente para que yo, que me contradigo negando la existencia de Dios, me juegue desde ese momento por Dios. El argumento en sí, no es convicente, desconcierta, no posee luminosidad propia. Esto es cierto. Empero, la contradicción del insipiens no es cualquiera contradicción. (No representa la contradicción del acto que resulta de la presencia simul-tánea en el pensamiento de A y no-A, términos entre los cua-les es preciso decidir en función de principios, definiciones o reglas o, simplemente, en función de la experiencia). Aquí se trata en cambio, de querer pensar 'lo máximo a fin de coger el significado de una palabra y, sin embargo, pensar 'algo me- nor'; se trata de la contrariedad de un esfuerzo no llevado a su plenitud, de una contradicción de la voluntad.

En resumen: Hay un mínimo de significación en el tér-mino maius y es esto lo que se reduce a demostrar, cómo ve-remos, la prueba lógica. Para ir más allá de este mínimo, hay que creer (credo ut intelligam) y, entonces, la prueba no se queda ya en lo liminoso; es luminosa. . . para quien no sabe entender el máximo sin Dios.

vKant combate y rechaza la prueba anselmiana de la existencia de Dios —y el mundo entero ha acabado siguiendo sus huellas en esto—por partir de la premisa de que la unidad del ser y del pensar es lo más perfecto'. Hegel, Lecciones sobre la Historia de la Filosofía. To-mo in. El Prof. Begumil Jasinowski, de la Universidad de Chile, me ha hecho ver un hermosísimo ensayo suyo, inédito, 'De la esencia conjunta del cogito cartesiano y del argumento ontológico de la esen-cia divina'. En esa investigación el problema se plantea de una ma-nera original y profunda. Fue justamente el trabajo del Prof. Jasi-nowski lo que me movió a meditar seriamente en este tema, así co-mo su idea de la inseparabilidad entre ser y valor, idea que ha ve-nido desarrollando a través de todos sus cursos de Filosofía medieval.

Veamos ahora el argumento mismo. Los críticos del argumento ontológico de San Anselmo han

coincidido en señalar que no siendo la existencia un atri-buto es ilícito derivarla a partir de un análisis del objeto que se pretende probar como existente. En otras palabras, que de la esencia de algo no se puede extraer su existencia.

No discutimos que así planteada la crítica, ésta parece del todo justificada. Mas, no es San Anselmo quien ha nombra-do algo como 'esencia de la divinidad'. Esa comunísima crí-tica no rebate, entonces, el argumento del arzobispo de Can-torbery, sino el que formulara Cartesio, cinco siglos más tarde.

Dice Anselmo: 'Una cosa es tener el objeto en la inteli-gencia y otra, que comprendamos aquél como existente''. Para negar que algo existe en la realidad debemos poseer ese

algo en la inteligencia y saberlo no-existente. La enunciación que niega la existencia de lo que no es, es tan verdadera co-mo la que afirma el ser de lo que es.

Ahora, ¿cómo se 'tiene' en la inteligencia lo que no es, en cuanto no es? Este problema no se plantea en el Proslogion

sino en De Veritate: 'Seguramente no se tiene costumbre de decir 'verdadera' una enunciación que enuncia el ser de lo que no es y, sin embargo, posee una verdad y una rectitud, puesto que ella hace lo que debe hacer'2.

Lo que debe hacer una enunciación —su verdad— con-

siste en significar. Todo discurso, e incluso el falso —en cuan-to significado, estructura, complejo significable3— significa

lo que es. En este sentido, el no ser absoluto equivale a la no-

discursividad.

lProslogion. Cap. De Veritate, Cap. Cap. iv.

3La teoría del 'complejo significable' es posterior a San Anselmo. Quien primero la expuso fue Gregorio da Rimini (1344) . Mas, tan-to Gregorio como sus continuadores citan a Anselmo y San Agustín para defender su doctrina. Un interesante estudio acerca de esta ma-teria: Hubert Ilie, Le complexe significabile, Vrin, 1946.

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Entonces, ¿Toda enunciación es verdadera? Sí, porque el lenguaje es lenguaje del ser, es para el ser y lleva el ser en su estructura. 'Todo está inventado" y la rectitud del hom-bre (su verdad) no consiste en otra cosa que reconocerse en esta invención. Como ente portador del logos, como animal loquax, no puede escapar a esta invención.

¿Cómo, entonces, es posible el error? Decimos, por ejemplo; 'tal persona es tolerante'; pero

esto resulta falso. Falso, en cuanto de hecho tal persona no es tolerante; verdadero, en cuanto esta enunciación fue creada para describir algo que es (una posibilidad de ser del ser hu-mano) ; para describir algo que hoy, aquí y en este ente singu-lar puede no darse, pero que, empleada para otro sujeto, o para el mismo en otro tiempo o lugar, describe lo que es, coin-cide con el ser. La indeterminación de estos juicios respecto a los valores de verdad y falsedad tal como nosotros los com- prendemos, depende del ser-contingente, que es la modalidad esencial del ser mundano2.

Hay, en cambio, enunciaciones que siempre son verdade-ras, y son siempre verdaderas precisamente porque se refie- ren a un siempre o un nunca, es decir, al ser-necesario, pre-sencialidad en todo tiempo y lugar.

`Dios no es' significaría, entonces: El ser nombrado por esta proposición no es (no existe) absolutamente, aunque en-tiendo perfectamente lo que la palabra quiere decir: 'Dios' es un ser posible fundado en el ser de mi conciencia.

Mas, apenas trato de determinar su ser-posible (en rela-ción a mi conciencia) descubro que no puedo seguir diciendo

1Todo está inventado: la verdad y el bien del ser y la verdad y el bien del lenguaje. Recuerdo a propósito de esto la terrible respues-ta de Goetz a su amante: `¿Por qué hago siempre el mal? 'Porque el bien ya ha sido hecho... Yo sólo invento'. J. P. Sartre, Le diable et le bon Dieu, Paris, 1951.

2E1 ser-posible 'es' con fundamento en el ser, y las verdades, en la Verdad. 'Antes que existiera el mundo era verdad que iba a existir el mundo'. Anselmo Monologion, Esp.

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que 'Dios no es' sin contradecirme. 'Dios no es' resulta ser entonces, una frase que 'no hace lo que debe hacer' (signifi-car) . Es falsa en el primer aspecto que hemos indicado y, el insipiens que la ha proferido, en verdad, no ha dicho nada, su voz no ha logrado articular algo inteligible.

La palabra 'Dios' es, pues, significativa; mienta una ma-nera de ser, no de Dios, puesto que en tal caso tendrían ra-zón los críticos de la prueba: tal como la propone San Ansel-mo, la palabra es significativa en relación a la existencia que la pronuncia. Hie aquí el quid del problema.

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Sea cual fuere la posición filosófica que sustentemos debere-mos reconocer que al menos funcional o intencionalmente, el acto de pensar 'qué es una cosa' se distingue de la estruc-tura esencial (lo que es) de esa cosa: la esencia pertenece al objeto —sea éste real, ideal o imaginario— y es trascendente al acto propio de aprehenderla.

Ahora bien, el enunciado por el cual se presenta a Dios como una palabra significativa, nada dice de lo que es Dios en sí mismo y absolutamente, sino corno está en mi concien-

cia la cogitatio 'Dios', respecto de otras cogitationes. Y, decir `cómo está Dios' en mi conciencia respecto de otras cogitatio-

nes no es de ninguna manera emprenderlas con una 'defini-ción esencial' de la divinidad.

Para que esta diferencia quede establecida de una mane-ra más clara, apoyémonos en un ejemplo: supongamos que cada sonido individual pueda ser descrito en su ser único y diverso de los demás sonidos, indicando su número de osci-laciones por segundo; supongamos, además, que el sonido más agudo que puede percibir el oído humano, corresponda a una frecuencia de onda estadísticamente determinable, —sean 60.000 oscilaciones por segundo— y que a este sonido le asig-nemos el nombre `Ra'.

Cuando decimos que 'Ra' es el sonido máximo que puede

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percibir el oído normal, lo que estamos haciendo es definir directamente una capacidad del aparato auditivo del hom-bre —uno de los límites de la subjetividad— e indirecta y re-lativamente, un hecho real. En el ámbito de la psicología es- to equivale a establecer los umbrales absolutos de la per-cepción.

Creo que, en este caso, resulta perfectamente legítima la analogía con lo que pretende establecer San Anselmo: 'Dios' es algo en mi pensamiento, determinado exclusivamente por lo que hace mi pensamiento para pensarlo; 'dios es el quod que está en mi conciencia corno el umbral absoluto de lo pensable (imaginable)'. Nada se dice, pues, en el argumen- to de San Anselmo, de un Dios en sí mismo, ni de su intimi-dad ni de su esencia.

Este esfuerzo de mi pensar a fin de entrever el mero sig-nificado de la palabra 'Dios', al cumplirse —es decir, al que-dar la palabra oída y comprendida— explicita de paso el sen-tido de todas las demás cogitationes2 que vienen 'detrás' de la denominación 'dios'. ¿Y cómo lo explicita? Pues, de una manera hasta cierto punto imaginativa. En efecto, de todo objeto intencional —de todo objeto en cuanto objeto de mi pensamiento, sin pronunciarme aún sobre su realidad— yo puedo pensar (o imaginar) otro que le sea mayor. Volviendo a nuestro ejemplo de los sonidos: puedo pensar la esencia de un sonido dos veces mayor que `122.', la de un sonido diez, mil, un millón de veces mayores que `1(2.', y así al infinito, sin que por esto tenga el más mínimo derecho para afirmar que, una vez establecida la esencia de cada uno de ellos pue-da después inferir su existencia. Todo objeto es incremen- table, ya sea respecto de sus determinaciones, ya sea respecto

'La religión, por cierto, debe más a un esfuerzo imaginativo que a uno 'intelectual'. Quienes, por eso, le niegan valor de verdad no com-prenden que en ese esfuerzo está su mayor mérito.

2' (Para San Anselmo) ' lo supremo es la pauta por lo que ha de medirse todo lo demás. Hegel, op. cit., pág. 127.

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de sus 'valores propios. Por tanto, de cualquier objeto puedo imaginar uno mayor; de ahí que no sea lícito refutar a San Anselmo pidiendo que imaginemos la isla mayor, ni el nú-mero mayor, ni la virtud mayor, a fin de que, cuando lo ha-yamos concedido, replicarnos: entonces, existe. No es lícito pedirlo porque siempre podremos imaginar una isla, un nú-mero o una virtud mayores y, como se ha dicho, el pensarlos como mayores no implica pensarlos como existentes.

El enigma que nos propone San Anselmo es entonces: só-lo la palabra 'dios', si comprendida, nos obliga a abandonar el ámbito de lo imaginable para saltar a la afirmación de lo real y necesario. Y esto, como se ha dicho, empujando la conciencia al vértice de sí misma.

Pero. ¿Cómo debe ser emprendido este salto? Hay que ad-vertir contra otro descuido de algunos críticos de San Ansel-mo: a lo largo de la prueba ontológica no se emplea jamás el término 'perfección', sino en cada caso, la palabra `maius''. Este hecho debió haber ocupado más la atención de los filóso-fos posteriores, en el sentido de que no se estaba hablando di-rectamente de los atributos de Dios sino de una dinámica de la conciencia, sorprendida en el 'umbral' superior de su movimiento e intención. La diferencia es muy grande para no ser destacada.

¿Oué es lo perfecto? Aquello que ha realizado en sí la esencia que le conviene (perfectum dicitur quasi totaliter factum); que la ha realizado (ha hecho real) y se contiene en ella. Aquello que se posee a sí mismo en cuanto no se le

"Incluso en la traducción del famoso que maius cogitari nequit, debe notarse cierto descuido. Ferretaer Mora, por ejemplo y para citar un solo traductor, en su Diccionario, de Filosofía, vierte este pensamien-to de la siguiente manera: 'aquello mayor que lo cual nada puede ser concebido'. Pero esta traducción resulta ininteligible . 'Lo cual' reproduce a 'aquello': así tendríamos que hay algo mayor que sí mis-mo (!) . El error consiste en no haberse percatado que el término `maius' no está en esta proposición como comparativo: que es un superlativo disimulado.

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escapa por los costados del tiempo o de la accidentalidad su mismidad esencial. Quien pronuncia, pues, un juicio sobre la perfección de algo debe poseer, como criterio y condición de su enjuiciamiento, la idea 'verdadera'', la idea esencial de lo que es tal cosa en cuanto tal cosa y, al trasluz de tal medi-da, medir la concreta real-ización en la cosa actualmente per-cibida, de tal idea.

En resumen: para conocer la perfección o la verdad tras-cendental de algo —su rectitud, como diría San Auselmo-debemos pre-conocer su esencia. Mas de Dios, tal como nos lo muestra el argumento ontológico, no conocemos la esen-cia: sólo sabemos que es algo. . . de lo cual nada mayor pue-de pensarse; que Dios representa el límite de mi esfuerzo de pensar lo mayor. Ahora bien, este esfuerzo no es tal esfuerzo si, al emprenderlo, no afirmo ya que Dios existe.

En efecto, es superior (sea extensiva o intensivamente) aquello que es capaz de abarcar más ser. Aquello que abarca las dos regiones del ser —pensamiento y realidad— es simple-mente mayor que aquello que se reduce a una sola de ellas'. En el Monologion dice Anselmo que es mayor aquello que no es per aliad, sino per se. En la prueba misma para nada recuerda esta definición; se atiene lisa y llanamente al sen-tido más inmediato de la palabra maius.

Pero, la prueba necesita un complemento: para convencer al insipiens éste debería querer la existencia de Dios. Y esto, también lo supo Anselmo.

"Este no es oro verdadero', ejemplo citado por Heidegger en La esencia de la Verdad, pág. 3.

20 más simple aún: es mayor lo que traspasa el límite de mi pen-samiento; mayor que lo que se contiene en él.

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