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Ilustración de la cubierta: Ilustración de Daniel Schwartz.© Daniel Schwartz.

Ilustración de la cubierta: Ilustración de Daniel Schwartz ... · Y eso que habíamos dispuesto para ella la habitación más bonita de la casa, que daba a la fachada y se comunicaba

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Ilustración de la cubierta: Ilustración de Daniel Schwartz.© Daniel Schwartz.

Georges Simenon El t ren

COLECCIÓN ANDANZAS 1ª Edición: noviembre de 1999 ISBN: 84-8310-115-7

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NARRATIVA (F). Novela España (01/11/1999) ISBN: 84-8310-115-7 152 pág.

Andanzas El tren

GEORGES SIMENON

Georges Simenon nació en Lieja en 1903 en una familia de escasos medios. Pese a ser un alumno dotado, abandonó pronto la escuela y, muy joven, trabajó de reportero en Lieja. En 1922, ya en París, se introdujo en los ambientes de Montmartre y publicó con seudónimo numerosas novelas populares. En 1931 inició la célebre serie de novelas protagonizadas por el comisario Maigret. Tras una época de grandes viajes, inició una gran amistad con Gide y comenzó a publicar las llamadas «novelas duras». Durante la segunda guerra mundial ocupó el cargo de alto comisario para los refugiados belgas, pero la necesidad de mantener a la familia le impidió dejar la escritura. Acabada la guerra, se instaló en Norteamérica, y en 1955 volvió definitivamente a Europa. En 1972 decidió abandonar la narrativa, si bien siguió escribiendo textos autobiográficos, y murió en Lausana en 1989. Desde que en 1993 Tusquets Editores inició la publicación de la obra de Georges Simenon han aparecido treinta y seis novelas y cuarenta y dos casos de la serie Maigret.

EL TREN

«Hace tiempo que quería escribir esta novela, pero necesitaba encontrar el tono. No me hace falta ser brujo ni adivino para reconstruir esta atmósfera», confesó Georges Simenon a su editor, Sven Nielsen, en 1961. En efecto, para escribir El tren, se documentó profusamente sobre la invasión de Europa por los alemanes, pero dejó madurar toda la información casi un año, cosa inusual en él, que acostumbraba a concebir y escribir novelas en semanas, a lo sumo en un mes. Entretanto escribiría Betty (Andanzas 321), una novela sin relación alguna con la guerra.

La vida anodina de Marcel Féron, comerciante de aparatos de radio en Fumay, marido y feliz padre de familia, da un vuelco cuando el 10 de mayo de 1940 los alemanes invaden Francia. Junto con su mujer, que está embarazada, y su hija, Marcel huye de la zona de combate, pero en el tren separan a la familia, y el vagón en que viaja Marcel es desenganchado a mitad de trayecto. El convoy sufre varios ataques aéreos, y en una de las múltiples paradas sube de repente al vagón Anna Kupfer, una joven misteriosa con la que Marcel, como en una burbuja en la que ni el pasado ni el futuro existieran ni fueran cuestionados, inicia una intensa relación. Ya en el campo de refugiados, Marcel averigua un día que su mujer e hijos están en un hospital a poca distancia. Sin dudarlo, acude a su lado y, ante la puerta del hospital, se despide de Anna. Pasan los meses, y la vida vuelve a su curso normal; la familia incluso regresa a Fumay. Pero, una noche, Anna aparece de nuevo…

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GEORGES SIMENON

Le train

El tren

Traducción de Vicente Muñoz Puelles Título original: Le train 1ª edición: noviembre 1999 © 1999 Estate of Georges Simenon. Todos los derechos reservados © de la traducción: Vicente Muñoz Puelles, 1999 Diseño de la colección: Guillemot-Navares Reservados todos los derechos de esta edición para Túsquets Editores, S.A. - Cesare Cantú, 8 - 08023 Barcelona ISBN: 84-8310-115-7 Depósito legal: B. 42.747-1999 Fotocomposición: Foinsa - Passatge Gaiolà, 13-15 - 08013 Barcelona Impreso sobre papel Offset-F Crudo de Papelera del Leizarán, S.A. Liberdúplex, S.L. - Constitución, 19 - 08014 Barcelona Impreso en España

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El tren

1 Cuando me desperté, las cortinas de tela cruda filtraban en la habitación una luz amarillenta que me

resultaba familiar. Nuestras ventanas, en el primer piso, carecían de postigos. En ninguna casa de la calle los hay. Escuché el tictac del despertador, en la mesilla de noche, y a mi lado la respiración acompasada de mi mujer, casi tan profunda como la de los pacientes que el cine nos muestra a veces en plena operación. Estaba encinta de siete meses y medio. Como ya le había ocurrido con Sophie, el tamaño del vientre la obligaba a dormir boca arriba.

No tardé en deslizar una pierna fuera de la cama. Jeanne se movió y murmuró con voz distante: -¿Qué hora es? -Las cinco y media. Siempre me he levantado temprano, sobre todo después de mis años en el sanatorio, donde en verano

pasaban a ponernos el termómetro a partir de las seis de la mañana. Mi mujer ya no se percataba de lo que sucedía alrededor. Uno de sus brazos ocupaba, extendido, el

lugar que yo había dejado. Me vestí sin hacer ruido, realizando en su orden acostumbrado los movimientos rituales de cada

mañana y. mirando de vez en cuando a mi hija, que por entonces aún tenía su cama en nuestra habitación. Y eso que habíamos dispuesto para ella la habitación más bonita de la casa, que daba a la fachada y se comunicaba con la nuestra.

Pero se negaba a dormir allí. Dejé el cuarto llevando las zapatillas en la mano y sólo me las puse al llegar al pie de la escalera. Fue

entonces cuando oí las primeras sirenas de los barcos, que sonaban del lado de la esclusa del Uf, a casi dos kilómetros. El reglamento exige que las compuertas estén abiertas para las embarcaciones desde el amanecer, y cada mañana se repite el mismo concierto.

En la cocina encendí el gas y puse agua a calentar. De nuevo, el día se anunciaba soleado y cálido. Durante aquella época sólo hubo días radiantes, y aún sería capaz de señalar, hora por hora, la posición de las manchas de sol en las distintas habitaciones de la casa.

Abrí la puerta del patio, que habíamos cubierto con una vidriera para que mi mujer pudiese hacer la colada hiciese el tiempo que hiciese y para que mi hija jugase allí. Aún me parece ver el cochecito de la muñeca y a ésta algo más lejos, sobre las losas amarillas.

Procuraba no entrar de inmediato en mi taller, porque intentaba seguir ciertas normas, como solía decir entonces, en relación con mi empleo del tiempo. Un empleo del tiempo que había ido estableciéndose poco a poco, y que respondía más a mis costumbres que a mis necesidades.

Mientras el agua se calentaba, llené de maíz una vieja palangana de esmalte azul, de fondo herrumbroso, que no servía para otra cosa más que para dar de comer a los pollos, y atravesé el jardín. Teníamos seis gallinas blancas y un gallo.

El rocío centelleaba sobre las legumbres y sobre nuestro único macizo de lilas. Las flores violetas, que aquel año habían brotado temprano, ya empezaban a marchitarse, y escuché las llamadas de los barcos que surcaban el Mosa y también el jadeo de sus motores.

Me apresuro a declarar que yo no era ni un hombre desgraciado ni un hombre triste. A los treinta y dos ya había cumplido con creces todos mis planes, todas mis esperanzas.

Tenía una mujer, una casa y una hija de cuatro años quizás un poco demasiado inquieta, pero el doctor Wilhems, aseguraba que con la edad el nerviosismo le desaparecería.

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Me había instalado por mi cuenta y mi clientela aumentaba cada día, en particular, claro está, durante los últimos meses. Todos querían tener una radio para escuchar las noticias. No dejaba de vender aparatos nuevos y de reparar los viejos. Y, como vivíamos a dos pasos del muelle donde los barcos atracaban de noche, contaba con la clientela de los marineros.

Me acuerdo que oí abrirse la puerta de nuestros vecinos de la izquierda, los Matray, una pareja de ancianos muy tranquilos. El señor Matray, que trabajó durante treinta y cinco o cuarenta años como cajero en la Banca de Francia, es también madrugador y empieza cada día saliendo a respirar el aire de su jardín.

Todos los jardines de la calle se parecen. Cada uno tiene la anchura de la casa, y están separados entre sí por unos muretes que son lo bastante altos como para que apenas se llegue a ver la cabeza de los vecinos.

Desde hacía poco, el viejo señor Matray había tomado la costumbre de interrogarme, con el pretexto de que mis aparatos me permitían captar las ondas cortas.

-¿No hay noticias esta mañana, señor Féron? Ese día volví sobre mis pasos antes de que me plantease, la pregunta y vertí el agua hirviendo sobre el

café. Los objetos familiares se encontraban en su sitio, el que Jeanne y yo les habíamos buscado o el que ellos mismos, con el tiempo, habían acabado ocupando.

Si mi mujer no hubiera estado encinta, habría empezado a oír sus pasos en el primer piso, porque por lo común solía levantarse poco después de mí. Sin embargo, el primer café me lo preparaba yo mismo antes de entrar en el taller. Así que seguíamos nuestros propios ritos, como supongo que sucede en todas las familias.

El primer embarazo había resultado penoso, y el parto difícil. Jeanne atribuía el nerviosismo de Sophie a los instrumentos que fue necesario emplear y que podían haber dañado la cabeza de la niña. Desde que había vuelto a quedarse embarazada, temía un alumbramiento difícil y le obsesionaba la idea de traer al mundo un hijo anormal.

El doctor Wilhems, en quien había depositado su confianza, sólo conseguía tranquilizarla por unas horas, y de noche no conciliaba el sueño. Mucho después de habernos acostado, la oía cómo buscaba una postura cómoda, y casi siempre acababa por preguntar en un susurro:

-¿Duermes, Marcel? -No. -Me pregunto si a mi organismo no le falta hierro. He leído en un artículo... Intentaba conciliar el sueño, pero con frecuencia se hacían las dos de la madrugada antes de

conseguirlo, y no era raro que a continuación se levantase de pronto lanzando un grito. -He vuelto a tener una pesadilla, Marcel. -Cuenta. -No. Prefiero no pensar más en eso. Es demasiado horrible. Perdóname por no dejarte dormir, tú, que

trabajas tanto... Últimamente se levantaba hacia las siete y entonces bajaba a preparar el desayuno. Con mi taza de café en la mano, entré en el taller y abrí la puerta vidriera que da al patio y al jardín. En

esas circunstancias yo disfrutaba del primer rayo de sol del día, un poco a la izquierda de la puerta, y sabía exactamente cuándo alcanzaría mi banco de trabajo.

No es un banco de trabajo verdadero sino una mesa grande, muy pesada, que procede de un convento y que adquirí en una reventa. Encima siempre hay dos o tres radios en reparación. Las herramientas están a mi alcance, colocadas en un tablero adosado a la pared. Las radios llenan los estantes de madera blanca que he instalado por toda la habitación, y llevan en una etiqueta el nombre del cliente.

Por fin me decidí a pulsar los mandos. Retrasar ese momento casi se había convertido en un juego. Yo me decía, contra toda lógica: «Si espero un poco más, puede que ocurra hoy».

Ese día me di cuenta enseguida de que por fin sucedía algo. Nunca había notado tanta saturación en el

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aire. En cualquier longitud de onda que escogiese, las emisiones se superponían, las voces, los silbidos, las frases en alemán, en holandés, en inglés y en francés, y en el espacio se percibía algo así como los primeros compases de un gran drama.

«Esta noche, las tropas del Reich han lanzado un ataque masivo contra...» Todavía no se trataba de Francia -al menos no se decía que lo fuese- sino de Holanda, que acababa de

ser invadida. Lo que yo escuchaba era una emisora belga. Busqué París, pero París permaneció silencioso. La franja de sol temblaba sobre el suelo gris y, al fondo del jardín, nuestras seis gallinas blancas se

agitaban en torno del gallo al que Sophie llamaba Nestor. ¿Por qué me pregunté de pronto lo que iba a ocurrirle a nuestro pequeño gallinero? Casi me enternecí pensando en su suerte.

Hice girar otros mandos, buscando en las ondas cortas, donde podía decirse que todo el mundo hablaba al mismo tiempo. Capté también brevemente una música militar que perdí enseguida, de modo que nunca he sabido a qué ejército pertenecía.

Un inglés leía un mensaje, repitiendo cada frase: cómo si se la dictase a un corresponsal, y acto seguida localicé un transmisor que nunca había escuchado un transmisor de campaña.

Debía de estar muy cerca y supuse que pertenecía a uno de esos regimientos que desde octubre, desde el inicio de aquella guerra anunciada, acampaban en la región.

Las voces de los dos interlocutores sonaban con tanta claridad como si estuvieran hablando por teléfono, y calculé que se encontraban en los alrededores de Givet. Cuestión que, por otra parte, carece de importancia.

-¿Dónde está tu coronel? El que había hablado tenía un fuerte acento del Mediodía. -Sólo sé que no está aquí. -Pues debería estar. -¿Qué quieres que haga? -Tienes que encontrarlo. Se habrá acostado en algún sitio, ¿no? -Si lo ha hecho, no ha sido en su cama. -¿En qué cama, entonces? Se escuchó una risotada. -Unas veces por aquí, y otras por allá. Unos chasquidos me impidieron oír cómo continuaba. Distinguí los cabellos blancos y el rostro

sonrosado del señor Matray por encima del muro, en el sitio donde había colocado una vieja caja a guisa de escabel.

-¿Algo nuevo, señor Féron? -Los alemanes han invadido Holanda. -¿Es oficial? -Lo dicen los belgas. -¿Y París? -París transmite música. Le oí precipitarse en su casa gritando: -¡Germaine! ¡Germaine! ¡Ya está! ¡Han atacado! También yo pensé que ya estaba, pero las palabras no tenían el mismo sentido para mí que para el

señor Matray. Me avergüenza un poco decirlo: me sentía aliviado. Ahora me pregunto incluso si desde octubre, es decir, desde lo de Múnich, no había estado esperando aquel minuto con impaciencia, si no me había sentido decepcionado, cada mañana, al pulsar los mandos de la radio y enterarme de que los ejércitos continuaban enfrentados, sin decidirse a combatir.

Era el 10 de mayo. Viernes, casi seguro. Un mes antes, a principios de abril, el 8 o el 9, me había sentido esperanzado cuando los alemanes invadieron Dinamarca y Noruega.

No sé cómo explicarme y me pregunto si habrá alguien que pueda entenderme. Se me objetará que no

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arriesgaba nada porque, a causa de mi miopía, yo estaba excluido del servicio a perpetuidad. Tengo dieciséis dioptrías, lo que significa que, sin mis gafas, estoy tan perdido como un hombre en la noche o en medio de una niebla espesa.

Me aterra la idea de quedarme sin gafas, la posibilidad, por ejemplo, de caerme en la calle y romperlas, y siempre llevo un par de repuesto en el bolsillo. No hablo de mi salud, de los cuatro años pasados en el sanatorio, de los catorce a los dieciocho, de los controles a los que he tenido que someterme hasta estos últimos años. Todo eso no está relacionado con la impaciencia que intento definir.

La verdad es que al principio yo había tenido pocas posibilidades de llevar una vida normal, y todavía menos de crearme una posición decente y de fundar una familia.

Sin embargo, me había convertido en un hombre feliz, que conste. Amaba a mi mujer. Amaba a mi hija. Me gustaban mi casa, mis costumbres y hasta mi calle tranquila y soleada, que iba a parar al Mosa.

No es menos cierto que el día de la declaración de guerra me sentí aliviado. Me sorprendí diciendo en voz alta:

-Tenía que ocurrir. Mi mujer me miró con asombro. -¿Por qué? -Por nada. Estaba seguro. Para mí, no era ni Francia ni Alemania, ni Polonia, ni Inglaterra, ni Hitler, ni el nazismo ni el

comunismo lo que estaba en juego. Apenas habría podido citar el nombre de tres o cuatro ministros franceses, por haberlos escuchado en la radio.

¡No! Aquella guerra, que estallaba de pronto tras un año de calma aparente, era un asunto personal entre el destino y yo.

De niño ya viví una guerra en esta misma ciudad, en Fumay, porque en 1914 yo tenía seis años. Vi partir a mi padre de uniforme una mañana en la que llovía a cántaros, y mi madre estuvo con los ojos enrojecidos todo el día. Durante casi cuatro años escuché el fragor de los cañones, sobre todo cuando íbamos a algún sitio elevado. Me acuerdo de los alemanes y de sus cascos puntiagudos, de los capotes de los oficiales, de los carteles en las paredes, del racionamiento, del mal sabor del pan, de la falta de azúcar, de mantequilla y de patatas.

Una tarde de noviembre vi a mi madre que volvía a casa desnuda, con los cabellos cortados al cero, lanzando insultos y palabras soeces a unos jóvenes que la seguían.

Yo tenía diez años. Vivíamos en el centro, en un primer piso. Por todas partes sonaban gritos, música, petardos.

Se vistió sin mirarme, con aire de loca, mientras pronunciaba sin cesar palabras que nunca le había oído. Luego, cuando ya estaba arreglada, con un pañuelo alrededor de la cabeza, se percató de mi presencia.

-La señora Jamais se ocupará de ti hasta que tu padre vuelva. La señora Jamais era la propietaria y vivía en la planta baja. Yo estaba demasiado asustado para llorar.

No me abrazó. Antes de salir vaciló un poco, y después se fue sin decirme nada más, la puerta de la calle se cerró con un portazo.

No intento explicarme. Quiero decir que sin duda esto no tiene nada que ver con mis sentimientos de 1939 o de 1940. Cuento los hechos como los recuerdo, honestamente.

Contraje la tuberculosis cuatro años más tarde. Tuve dos o tres enfermedades más, una tras otra. En suma, que cuando la guerra estalló, tuve la impresión de que la suerte me daba una nueva

oportunidad, y no me sorprendió porque estaba casi seguro de que eso me ocurriría algún día. Esta vez no se trataba de un microbio, de un virus, de una malformación congénita de cierta parte del

ojo; los médicos nunca se han puesto de acuerdo sobre mis ojos. Era una guerra que obligaba a combatir entre sí a decenas de millones de hombres.

Me doy cuenta de que la idea era ridícula. Todo lo que sabía es que se estaba preparando, y que desde

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octubre la espera se había hecho insoportable. No lo entendía y me preguntaba por qué no ocurría lo que tenía que ocurrir.

¿Iban a anunciarnos un día, como cuando lo de Múnich, que las cosas se habían arreglado, que la vida volvía a su curso normal, que aquel pánico universal sólo había sido un error?

De haber sucedido aquello, ¿no habría significado que algo no encajaba en mi destino? El sol calentaba ahora con tibieza, invadió el patio, se posó sobre la muñeca. La ventana de nuestra

habitación se abrió y mi mujer me llamó: -¡Marcel! Me incorporé, abandoné el taller, miré hacia arriba. A mi mujer le habían salido manchas en la cara,

como durante su primer embarazo. Su rostro, de piel demasiado tensa, me conmovía pero al mismo tiempo me resultaba un poco extraño.

-¿Qué pasa? -¿Lo has oído? -Sí. ¿Es cierto? ¿Han atacado? -Han invadido Holanda. Y la voz de mi hija, detrás, preguntaba: -¿Qué pasa, mamá? -Acuéstate. No es la hora. -¿Qué ha dicho papá? -Nada. Duerme. Bajó casi de inmediato, todavía con aspecto de quien acaba de salir de la cama y las piernas un poco

separadas a causa del vientre. -¿Crees que les dejarán pasar? -No sé nada. -¿Qué dice el gobierno? -Nada aún. -¿Qué vamos a hacer, Marcel? -Todavía no lo he pensado. Voy a ver si dan más noticias. Éstas seguían llegando de Bélgica, con una voz destemplada, dramática. La voz anunciaba que, a la

una de la madrugada, los Messerschmitt y los Stukas habían sobrevolado Bélgica y habían dejado caer sus bombas en muchos puntos.

Los Panzers habían penetrado en las Ardenas y el gobierno belga pedía solemnemente a Francia ayuda para su defensa.

Los holandeses, por su parte, abrían sus diques e inundaban gran parte de su territorio. Se hablaba de que, en el peor de los casos, se detendría al invasor en el canal Albert.

Mientras, mi mujer preparaba el desayuno y ponía la mesa. Yo la oía trajinar con la vajilla. -¿Hay algo nuevo? -Los tanques cruzan la frontera belga por todas partes. -¿Entonces...? Mis recuerdos de algunos momentos del día son tan precisos que podría hacer de ellos un relato

minucioso, mientras que de otros retengo sobre todo el sol, los olores de la primavera, el azul de un cielo como el de mi primera comunión.

La calle entera se despertó. La vida empezaba en otras casas parecidas a la nuestra. Mi mujer abrió la puerta de la calle para recoger el pan y la leche y yo la oí hablar con nuestra vecina de la derecha, la señora Piedboeuf, la mujer del maestro. Tenían una niña ejemplar, sonrosada y con rizos, de grandes ojos azules y pestañas de muñeca, que siempre iba vestida como para una fiesta, y un coche pequeño en el que, desde hacía un año, paseaban los domingos.

Ignoro qué se contaron las dos mujeres. Por los ruidos que me llegaban del exterior comprendí que no

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se encontraban solas, que la gente se interpelaba de un umbral a otro. Cuando Jeanne volvió estaba pálida, y parecía más cansada que de costumbre.

-¡Se van! -me anunció. -¿Adónde? -Hacia el sur, no importa adónde. He visto al final de la calle unos coches, sobre todo belgas, que

pasaban con colchones en el techo. Ya los habíamos visto pasar cuando lo de Múnich, y en octubre algunos belgas habían vuelto al sur de

Francia; eran los ricos, que podían permanecer a la espera. -¿Piensas quedarte aquí? -No lo sé. Era sincero. Aunque había previsto lo ocurrido con tanta anticipación y lo había esperado con tanta

ansiedad, no había tomado decisión alguna. Era como &i aguardase una señal, como si prefiriera que el azar decidiese por mí.

Ya no era responsable. Quizá sea eso lo que intento explicar todo el tiempo. La víspera aún tenía que dirigir mi vida y la de los míos, ganar dinero, hacer que todo funcionase como debía.

Ya no. Acababa de perder mis raíces. Ya no era Marcel Féron, comerciante de aparatos de radio en un barrio casi nuevo de Fumay, cerca del Mosa, sino un hombre más entre muchos millones, a los que unas fuerzas superiores iban a golpear a su antojo.

Ya no dependía de mi casa, de mis costumbres. Era como si de pronto hubiera dado un salto en el espacio.

Las decisiones ya no me concernían. Empezaba a notar, en lugar de mis propios latidos, una suerte de palpitación general. Ya no vivía a mi ritmo sino al de la radio, la calle, la ciudad que se despertaba con mayor rapidez que de costumbre.

Comimos en silencio en la cocina, como siempre, prestando atención a los ruidos exteriores, aunque procurando que Sophie no se diera cuenta. Era como si nuestra hija, que nos observaba a mí y a su madre sin decir nada, tampoco se atreviese a hacer preguntas.

-Bébete la leche. -¿Habrá leche allí? -¿Cómo que allí? -Bueno... A donde vamos a ir. Unas lágrimas se deslizaron por las mejillas de mi mujer, que volvió la cabeza, y yo miré sin emoción

las familiares paredes, los muebles que cinco años antes de casarnos habíamos escogido uno a uno. -Ahora vete a jugar, Sophie. Cuando se quedó sola conmigo, mi mujer me dijo: -Convendría que fuese a ver a mi padre. -¿Para qué? -Para saber qué van a hacer. Sus padres todavía vivían y tenía tres hermanas, todas casadas. Dos estaban en Fumay y una de ellas

vivía con un pastelero en la Rue du Chateau. Gracias a su padre había podido establecerme por mi cuenta, porque quería lo mejor para sus hijas y no

se las habría dado en matrimonio a un obrero. También me había obligado a comprar la casa, que debía pagar en veinte años. Me quedaban por

abonar quince años de mensualidades, pero a sus ojos yo era propietario y eso le tranquilizaba. «Puede ocurrirle cualquier cosa, Marcel. Está curado, pero siempre puede haber una recaída.» Había empezado como minero en los pizarrales, con Delmotte, y era jefe de cantera. También tenía su

casa, su jardín. «Hay modos de comprar una casa para que, si se muere el marido, la mujer no tenga que pagar nada.» ¿No era extraño pensar en cosas así aquella mañana, cuando nadie en el mundo podía estar seguro del

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porvenir? Jeanne se vistió, se puso su sombrero. -¿Cuidarás a la pequeña? Fue a ver a su padre. Los coches, cada vez más numerosos, pasaban todos en dirección sur, y dos o tres

veces me pareció oír el zumbido de unos aviones. No arrojaron bombas. Quizás eran franceses o ingleses, pero no podía saberlo porque volaban muy alto y el sol me deslumbraba.

Abrí la tienda mientras Sophie jugaba en el patio. No es una verdadera tienda, porque la casa no fue construida como local comercial. Los clientes deben atravesar el pasillo, y una ventana sirve de escaparate. Pasa igual en la lechería, que está un poco más lejos. Es algo frecuente en las afueras, al menos en el norte. Eso nos obliga a dejar abierta la puerta de entrada, y además he instalado una campanilla en la de la tienda.

Dos marineros se presentaron a recoger sus radios No estaban reparadas, pero insistieron en llevárselas de todos modos. Uno bajaba hacia Rethel y el otro, un flamenco, quería volver a su país como fuese.

Me afeité y me aseé mientras vigilaba a mi hija desde la ventana, y veía todos los jardines de la calle rebosantes de verdor reciente y de flores. La gente conversaba por encima de los muros, y a través de las ventanas abiertas escuché una conversación en el primer piso de la casa de los Matray.

-¿Cómo piensas llevarte todo eso? -Lo necesitaremos. -Puede que lo necesitemos, pero no sé cómo vamos a trasladar esas maletas hasta la estación. -Tomaremos un taxi. -¡Si lo encontramos! Me pregunto si aún habrá trenes. De pronto tuve miedo. Me imaginé a la multitud fluyendo por todas las calles hacia la pequeña

estación, como los coches que en aquel momento circulaban en dirección sur. Pensé que teníamos que irnos, que ya no era una cuestión de horas sino de minutos, y sentí haber dejado que mi mujer fuese a ver a su padre.

¿Qué consejo podría darle él? ¿O es que sabía algo que yo ignoraba? En el fondo, ella pertenecía aún a su familia. Se había casado conmigo, vivía conmigo, me había dado

una hija y de nuevo estaba embarazada de mí. Llevaba mi nombre pero no había dejado de ser una Van Straeten, y con el menor pretexto corría a casa de sus padres o de alguna de sus hermanas.

-Tendré que pedirle su opinión a Berthe... Era la mujer del pastelero, la más joven y la que mejor matrimonio había contraído, razón por la que,

sin duda, Jeanne la consideraba como un oráculo. Si había que irse, tenía la certeza de que ya era hora de hacerlo, del mismo modo que de pronto estaba

seguro, sin saber muy bien por qué, de que había que abandonar Fumay. No tenía coche y para hacer las entregas utilizaba una carretilla de mano.

Sin esperar a que mi mujer volviese, fui al desván para bajar las maletas y un baúl negro en el que guardábamos la ropa vieja.

-¿Cogemos el tren, papá? Mi hija había subido sin que yo la oyese y me miraba hacer. -Creo que sí. -Aún no lo sabes. Estaba poniéndome nervioso. Me molestaba que Jeanne se hubiera ido y temía que se produjese algún

acontecimiento, como la llegada de los tanques alemanes a la ciudad o un bombardeo aéreo, que pudiera separarnos.

A ratos iba a mirar la calle desde la habitación de Sophie, que en realidad nunca había servido de nada, porque mi hija se negaba a dormir en ella.

Delante de tres casas estaban cargando los coches. Una de ellas era la casa contigua a la nuestra. Michele, la hija del maestro, llena de rizos y vestida de blanco como si fuese a misa de domingo, llevaba

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en la mano una jaula con un canario y esperaba a que sus padres acabaran de sujetar un colchón al techo del automóvil.

Me acordé entonces de nuestras gallinas y de Nestor, el gallo al que Sophie apreciaba tanto. Hasta lo llamábamos el gallo de Sophie. Tres años antes, yo había tendido una alambrada al fondo del jardín y construido un gallinero en forma de casita.

Jeanne quería huevos frescos para su hija. El motivo, por supuesto, era su padre, que siempre había criado gallinas, conejos y palomas. También tenía palomas mensajeras, y los domingos en que había concurso pasaba horas inmóvil al fondo de su jardín, acechando el regreso de las aves al palomar.

Dos Dos o tres veces por semana, nuestro gallo se escapaba volando por encima de los muros y tenía que buscarlo de casa en casa. Unos vecinos se quejaban de los destrozos que hacía en sus jardines, otros de que sus cantos les despertaban.

-¿Podré llevarme mi muñeca? -Sí. -¿Y el cochecito? -El cochecito no. No habrá bastante sitio en el tren. -¿Y dónde va a dormir mi muñeca? Estuve a punto de decirle, irritado, que hasta entonces la muñeca

había pasado las noches sobre el enlosado del patio. Mi mujer volvió al fin. -¿Qué haces? -Preparo las maletas. -¿Has decidido que nos vayamos? -Creo que es lo más prudente. ¿Qué hacen tus padres? -Se quedan. Mi padre ha jurado no abandonar su casa, ocurra lo que ocurra. También he pasado por

casa de Berthe. Se pondrán en camino dentro de poco. Tienen que apresurarse, porque parece que hay atascos en todas partes, sobre todo por Mézières. En Bélgica, los Stukas bajan en oleadas para ametrallar los trenes y los coches.

Ni protestaba contra mi decisión ni parecía tener prisa por irse, quizás a causa de su padre. ¿Hubiera preferido quedarse en casa?

-Cuentan que los campesinos se marchan en carretas con todo lo que pueden llevarse y azuzando a sus animales, que van delante. He visto la estación de lejos. La plaza está abarrotada de gente.

-¿Qué piensas llevarte? -No lo sé. Las cosas de Sophie, en todo caso. Y haría falta algo para comer, sobre todo por ella. Si

pudieses encontrar leche condensada... Fui a la tienda de comestibles de la calle de al lado y, en contra de lo que esperaba, no había nadie

comprando. Cierto que, desde octubre, casi todos los habitantes habían hecho acopio de provisiones. El tendero, con su delantal blanco, estaba tan tranquilo como de costumbre y me avergoncé un poco de mi ansiedad.

-¿Todavía le queda leche condensada? Me señaló un estante lleno. -¿Cuánta quiere? -Doce botes. No esperaba que pudiera venderme tanta. Compré también muchos paquetes de chocolate, jamón, un

salchichón entero. No había normas ni indicaciones. Nadie era capaz de predecir lo que acabaría siendo valioso.

A las once todavía no estábamos preparados y Jeanne nos retrasó aún más con sus vómitos. Dudé, me dio lástima. Me preguntaba si en su estado tenía derecho a conducirla hacia lo desconocido. No protestaba; iba y venía, rozando con su enorme vientre los muebles y las puertas.

-¡Las gallinas! -gritó de pronto. Quizás esperaba confusamente que tuviéramos que quedarnos por las gallinas, pero yo ya lo había

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pensado antes que ella. -El señor Reversé las juntará con las suyas. -¿No se van? -Voy corriendo a preguntárselo. Era en el muelle. Los Reversé tenían dos hijos en la guerra y una hija monja en un convento de Givet. -Estamos a merced de la Providencia -me dijo el anciano-. Si ha de protegernos, lo hará igual aquí que

en cualquier otro sitio. En la penumbra, su mujer desgranaba un rosario. Le comuniqué mi intención de darle mis gallinas y

mi gallo. -¿Cómo podré recogerlos? -Le dejo la llave. -Es una gran responsabilidad. Estuve tentado de llevárselas de inmediato, pero pensaba en los trenes, en el gentío que acudía a la

estación, en los aviones en el cielo. ¿Acaso era el momento de ponerse a correr tras unas aves de corral? Tuve que insistir.

-Es probable que nunca volvamos a recuperar lo que dejamos... No lo sentía. Al contrario, aquello me proporcionaba una especie de alegría lúgubre, como cuando se

destruye algo que se ha construido pacientemente con las manos. Lo que contaba era partir, abandonar Fumay. Poco importaba si fuera de allí nos esperaban otros

peligros. Era una fuga, cierto, pero en lo que a mí concernía no era una huida de los alemanes, de las balas o de las bombas, ni de la muerte.

Juro, después de haber pensado mucho en ello, que al menos yo lo sentía de ese modo. Tenía la impresión de que, para los demás, la partida no tenía demasiada importancia. Para mí, ya lo he dicho, había llegado la hora del encuentro con el destino, la hora de una cita que había concertado con el destino hacía mucho tiempo.

Jeanne refunfuñaba al dejar la casa. Por mi parte, yo ni siquiera me volví al tomar las varas de la carretilla. A fin de cuentas, como le había dicho al señor Reversé para que se hiciese cargo de mis pollos, dejaba la casa abierta para que los clientes pudieran recoger sus radios si querían hacerlo. Simple honestidad por mi parte. Además, si querían robarnos, ¿qué les impedía forzar la puerta?

Todo eso ya quedaba atrás. Yo empujaba mi carretilla y Jeanne caminaba por la acera con Sophie, que apretaba su muñeca contra el pecho.

Me costaba sortear los obstáculos, y en un momento determinado creí haber perdido a mi mujer y a mi hija, a quienes encontré un poco más adelante.

Una ambulancia militar pasó a toda velocidad haciendo sonar la sirena, y más allá vi un auto belga con señales de balas.

Como nosotros, había muchos más que se dirigían a la estación cargados de maletas, de baúles. Una mujer ya mayor me pidió permiso para colocar el suyo en mi carretilla y se puso a empujar también.

-¿Cree que todavía habrá un tren? Me han dicho que la línea estaba cortada. -¿Dónde? -Hacia Dinant. Mi yerno, que trabaja en la vía, ha visto pasar un tren de heridos. Había cierto extravío en las miradas, pero eso se debía sobre todo a la impaciencia. Queríamos salir de

allí. Intentábamos llegar a tiempo. Cada uno pensaba para sí que parte de aquella gente se quedaría atrás y sería sacrificada.

¿Corrían mayores riesgos los que se quedaban? Tras los cristales de las casas, unos rostros observaban a los fugitivos. Me parecía encontrar en todos ellos una calma que tenía algo de glacial.

Conocía a la perfección las instalaciones de los trenes de velocidad media, adonde iba a menudo a recoger paquetes. Me dirigí allí, haciendo señas a los míos para que me siguieran, y eso fue lo que nos permitió conseguir un tren.

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Había dos en las vías. Uno era un tren militar en el que los soldados, con el pecho al descubierto, contemplaban a la gente con ojos burlones.

Aún no dejaban subir al otro. Al menos no a todos. Unos policías contenían a la multitud. Yo había abandonado mi carretilla. Dos mujeres jóvenes con brazales de tela iban y venían, ocupándose de los ancianos y de los niños.

Una de ellas se fijó en el vientre de mi mujer y en nuestra hija, que iba de su mano. -Por aquí. -Pero mi marido... -Los hombres tendrán sitio después, en los vagones de mercancías. Nadie discutía. Se obedecía, a gusto o a disgusto. Jeanne se volvió sin entender lo que ocurría,

esforzándose en distinguirme entre tantas cabezas. Grité: -¡Señorita! ¡Señorita! La joven del brazal de tela se volvió hacia mí. -Déle esto. Es la comida de la pequeña. También era toda la comida que llevábamos. Las vi subir a un coche de primera clase. Desde el estribo, Sophie hizo un gesto con la mano, dirigido

hacia donde suponía que me encontraba, porque ya no podía reconocerme entre tanta gente. Me zarandeaban. Tanteé mi bolsillo para asegurarme de que mis gafas de recambio se encontraban

todavía allí, esas gafas que siempre habían sido mi eterna preocupación. -¡No empujen! -gritaba un hombre pequeño y con bigote. Y un policía repetía: -¡No empujen! El tren tardará en salir al menos una hora.

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2 Señoras y señoritas con brazales de tela seguían embarcando en los vagones de pasajeros a los

ancianos, a las embarazadas, a los niños de corta edad y a los inválidos, y yo no era el único que se preguntaba si al final quedaría lugar en el tren para los hombres como yo. Consideraba con cierta ironía la posibilidad de ver partir a mi mujer y a mi hija mientras que a mí se me obligaba a permanecer en la estación.

Los gendarmes se cansaron de aguantar a la multitud empujando. De pronto dejaron de constituir una barrera, y nos precipitamos hacia los cinco o seis vagones de mercancías enganchados a la cola del convoy.

En el último instante yo le había dado a Jeanne, junto con las provisiones, la maleta que contenía los efectos de la pequeña y una parte de los suyos. Me quedaba otra maleta, la más pesada, y con la otra mano arrastraba con cierta dificultad el baúl negro, que a cada paso chocaba contra mis piernas. No sentía el dolor. Ya no pensaba, en nada.

Subí, empujado por los que me seguían, y me esforcé en mantenerme lo más cerca posible de la puerta corredera. Conseguí colocar el baúl contra el tabique y me senté encima, agotado, con la maleta sobre las rodillas,

Al principio sólo veía la mitad inferior de mis compañeros, hombres y mujeres, y hasta que pasó un rato no distinguí sus rostros. Me pareció que no conocía a nadie y eso me sorprendió, porque Fumay es una ciudad pequeña, de unos cinco mil habitantes. Cierto que habían acudido algunos campesinos de los alrededores. Y un barrio populoso, que yo conocía mal, se había quedado vacío.

Cada uno se instaló con rapidez, dispuesto a defender su espacio, y una voz gritó desde el fondo del vagón:

-¡Completo! ¡Vosotros, no dejéis que entren más! Se oyeron unas risas nerviosas, las primeras, que produjeron cierta relajación. El primer contacto se

hacía menos duro. Empezábamos a instalarnos en la huida, rodeados de nuestras maletas y bultos. Las puertas correderas se habían quedado abiertas a ambos lados del vagón y mirábamos sin

demasiado interés al gentío que había acampado en espera de un próximo tren, los puestos de comida y de bebida que habían sido tomados por asalto, las botellas de cerveza y de vino que pasaban de mano en mano.

-Oye, tú... Sí, tú, el pelirrojo... ¿No podrías ir y traerme una de litro? Por un momento pensé en ir a ver cómo se habían instalado mi mujer y mi hija, y aprovechar para

decirles que había encontrado un sitio. Pero no me atreví por miedo a perder el tren si me ausentaba. No esperamos una hora, como el policía había anunciado, sino dos horas y media. En ocasiones el tren

se sobresaltaba, oíamos cómo los herrajes chocaban entre sí y conteníamos el aliento, creyendo que por fin íbamos a ponernos en camino. Una de las veces fue para añadir vagones al convoy.

Los hombres que se habían quedado cerca de las puertas correderas abiertas informaban a quienes, desde el interior, no podían ver nada.

-Han añadido por lo menos ocho vagones. Ahora llegan hasta la mitad de la curva. Una especie de solidaridad se creaba entre quienes ya se encontraban instalados y quienes estaban más

o menos seguros de partir también. Un hombre que había bajado al andén contaba los vagones: -¡Veintiocho! -anunció. Poco nos importaban los que seguían llegando a los andenes y a la plaza de la estación. La nueva

oleada ya no nos concernía, y en el fondo hubiéramos preferido que el tren partiera antes de que nos

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alcanzase. Vimos a una anciana en una silla de ruedas, a quien una enfermera empujaba hacia los vagones de

primera clase. Llevaba un sombrero malva con un pequeño velo blanco, y en las manos guantes de hilo blanco.

Más tarde, unas camillas tomaron la misma dirección y me pregunté si harían apearse a las personas ya instaladas, porque empezaba a rumorearse que se evacuaba el hospital.

Tenía sed. Dos de mis vecinos saltaron a las vías, corrieron hasta el andén y volvieron con botellas de cerveza.

No me atreví a imitarles. Poco a poco me habituaba a los rostros que me rodeaban, hombres de edad en su mayor parte, porque

los demás habían sido movilizados, mujeres de pueblo y del campo, un muchacho de unos quince años con el cuello largo y delgado y la nuez de Adán saliente, y una niña de nueve o diez años con la trenza anudada con un cordón de zapato.

Llegué a reconocer a una persona e incluso a dos. En primer lugar a Fernand Leroy, que había ido conmigo a la escuela y era empleado de la librería Hachette, que estaba junto a la pastelería de mi cuñada.

Desde el extremo opuesto del vagón, donde apenas podía moverse entre tanta gente, me hizo un saludo y se lo devolví, aunque hacía años que no tenía ocasión de hablar con él.

El segundo era un personaje pintoresco de Fumay, un viejo borracho a quien todo el mundo llamaba Jules y que distribuía prospectos a la salida de los cines.

Me costó identificar un tercer rostro, aunque estaba mucho más cerca de mí, porque la mayor parte del tiempo me lo había ocultado un hombre que abultaba el doble. Se trataba de una chica gruesa, de unos treinta años, que en ese momento estaba comiéndose un bocadillo, una tal Julie, que tenía un pequeño café cerca del puerto.

Vestía una falda de sarga demasiado ceñida, que se plegaba a lo largo de sus muslos, y un camisero blanco, empapado de sudor, a través del cual se le veía el sostén.

Olía a polvos de tocador y a perfume, y aún recuerdo cómo del roce con el pan se le despintaba el carmín de los labios.

El tren militar había salido hacia el norte. Minutos después oímos que un convoy llegaba y ocupaba la misma vía, y alguien gritó:

-¡Ya está aquí de vuelta, otra vez! No era el mismo, sino un tren belga todavía más atestado que el nuestro y que sólo transportaba

civiles. Llevaba gente hasta en el estribo. Algunos se arrojaron sobre nuestros vagones. Presurosos, los policías vociferaron órdenes. El altavoz

se ocupó de advertir que nadie estaba autorizado a abandonar su sitio. Pero algunos de los recién llegados consiguieron deslizarse con habilidad por entre las vías, en

particular una joven de cabellos oscuros con un vestido negro cubierto de polvo, que carecía de equipaje y ni siquiera llevaba bolso.

Se coló tímidamente en nuestro vagón, pálida y con una expresión triste, y nadie le dijo nada. Los hombres se contentaron con intercambiar miradas significativas, mientras ella iba a un rincón y se acurrucaba.

Ya no podíamos ver los automóviles y estoy seguro de que a ninguno de nosotros le importaba. Los que estaban cerca de las puertas sólo miraban la porción de cielo visible, un cielo siempre azul, preguntándose si no aparecería una escuadrilla alemana en cualquier momento y bombardearía la estación.

Desde la llegada del tren belga se difundía el rumor de que las estaciones habían sido bombardeadas al otro lado de la frontera, y algunas personas mencionaban la estación de Namur.

Me gustaría ser capaz de describir la atmósfera y sobre todo el estado de ansiedad de nuestro vagón. En el tren aún inmóvil empezábamos a formar un pequeño mundo aparte, que permanecía como en

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suspenso. Separado del resto, podía decirse que nuestro grupo sólo aguardaba una señal, un toque de silbato, un

chorro de vapor, el ruido de las ruedas sobre los raíles, para replegarse de inmediato sobre sí mismo. Y eso ocurrió por fin, cuando ya empezábamos a perder la fe. ¿Qué habrían hecho mis compañeros si se hubiera anunciado que la línea estaba cortada, que los trenes

ya no circulaban? ¿Habrían vuelto a sus hogares con sus bártulos? Creo que yo, por mi parte, no me habría resignado, que habría preferido caminar sobre las traviesas, a

lo largo del balasto pedregoso. Era demasiado tarde para retroceder. Se había producido la ruptura. Me parecía insoportable la idea de volver a mi calle, a mi casa, a mi taller, a mi jardín, a mis hábitos, a las radios etiquetadas que esperaban en sus estantes a que yo las reparase.

La muchedumbre de los andenes empezó a deslizarse lentamente detrás de nosotros, y para mí fue como si nunca hubiera existido, como si la ciudad misma donde, salvo mis cuatro años de sanatorio, había transcurrido mi vida, hubiese dejado de ser real.

Ni siquiera pensaba en Jeanne ni en mi hija, sentadas en su vagón de primera clase, más alejadas de mí que si estuviesen a centenares de kilómetros.

No me preguntaba qué hacían, cómo habían soportado la espera, ni si Jeanne había vuelto a tener vómitos.

Me preocupaban más mis gafas de recambio, y a cada movimiento de mis compañeros me protegía el bolsillo con la mano.

En cuanto salimos de la ciudad surgió a la izquierda el bosque público de Manise, donde a menudo pasábamos la tarde de los domingos. No parecía el mismo bosque, quizá porque lo contemplaba desde la vía. La retama crecía en abundancia, y el tren discurría con tanta lentitud que podía distinguir a las abejas que iban zumbando de flor en flor.

Nos detuvimos bruscamente y todos nos miramos con idéntico temor en los ojos. Un ferroviario corría a lo largo de la vía. Gritó unas palabras que no comprendí y el tren volvió a arrancar con un estremecimiento.

No tenía hambre. Me había olvidado de la sed. Miraba el desfile de la vegetación a pocos metros de mí, en ocasiones a un metro escaso, y las flores silvestres, blancas, azules, amarillas, cuyo nombre ignoraba y que me parecía ver por primera vez. El perfume de Julie me llegaba en vaharadas, sobre todo en las curvas, mezclado con el olor fuerte pero, agradable de su sudor.

Su café era pomo mi tienda. No era del todo un verdadero café. Cuando estaban echados, unos visillos impedían atisbar el interior.

El mostrador era pequeño, sin revestimiento de metal, sin un espacio detrás para enjuagar los vasos. La estantería, con cinco o seis botellas, era una simple estantería de cocina.

A menudo había echado una ojeada al pasar, y aún puedo ver en la pared, al lado de un reloj de cuco parado y del bando sobre la embriaguez pública, el anuncio de un calendario que representaba a una joven rubia, con un vaso de cerveza espumeante en la mano. Me llamaba la atención que el vaso tuviese la forma de una copa de champán.

No tiene interés, lo sé. Lo hago constar porque entonces pensé en ello. Había otros olores en nuestro vagón, sin contar el del vagón mismo, que había transportado ganado hacía poco y que todavía olía a establo.

Algunos de mis compañeros comían salchichón o paté. Una campesina llevaba un queso enorme, que cortaba con un cuchillo de cocina.

Aún nos contentábamos con intercambiar miradas curiosas, prudentes, y sólo los que procedían del mismo pueblo o del mismo barrio se comunicaban en voz alta, casi siempre para comentar los lugares por los que pasábamos.

-¡Mira! ¡La granja de Dédé! Me pregunto si se habrá quedado. En cualquier caso, sus vacas están en el prado.

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Atravesábamos apeaderos, pequeñas estaciones desiertas donde había canastos de flores bajo las farolas y carteles turísticos en los muros.

-Córcega, ¿has visto? ¿Por qué no iremos nosotros a Córcega? Después de Revin circulamos más deprisa, y antes de llegar a Monthermé distinguimos un horno de

cal, que destacaba entre las hileras de las casas de obreros. En el momento de entrar en la estación, la locomotora lanzó un silbido chirriante, como un gran tren

expreso. Tras dejar atrás los edificios y los andenes repletos de soldados, se detuvo en un decorado de vías desiertas y cabinas de guardagujas.

Muy cerca de nuestro vagón, una bomba de agua dejaba caer grandes gotas de una en una, y de nuevo sentí sed. Un campesino que había saltado del tren orinaba a pleno sol sobre los raíles contiguos, sin perder de vista la locomotora. La escena causaba risa. Había necesidad de reír y algunos bromeaban a su costa. El viejo Jules dormía, con una botella empezada en la mano y, sobre el vientre, un saco que contenía más botellas.

-¡Vaya, si están desenganchando la máquina! -anunció el hombre que meaba. Bajaron dos o tres más. Yo no me atrevía. Me parecía que debía aferrarme a algo costara lo que fuese,

que eso era particularmente importante para mí. Un cuarto de hora más tarde, una nueva locomotora nos llevaba en sentido inverso, pero en lugar de

atravesar Monthermé entramos en una vía secundaria que seguía el curso del Semois en dirección a Bélgica.

En otro tiempo yo había hecho aquella misma excursión con Jeanne, antes de que se convirtiese en mi mujer. Me pregunto si no fue precisamente aquel día, un domingo de agosto, cuando se decidió nuestra suerte.

El matrimonio no podía tener el mismo sentido para mí que para alguien normal. ¿Había existido algo realmente normal en mi vida desde la tarde en que vi a mi madre volver a casa, desnuda y con los cabellos cortados?

Pero no fue ese acontecimiento lo que más me afectó. Entonces no lo comprendí ni intenté comprenderlo. Desde hacía cuatro años se achacaban tantas cosas a la guerra que un misterio más no podía conmoverme.

La señora Jamais, la propietaria de nuestra casa, era viuda y se ganaba bastante bien la vida con la costura. Se ocupó de mí durante una decena de días hasta el regreso de mi padre, a quien no reconocí de inmediato. Llevaba todavía el uniforme, un uniforme diferente del que vestía al irse. Su bigote olía a vino agrio, y los ojos le brillaban como si estuviese acatarrado.

En verdad, apenas le conocía, y el único retrato que teníamos de él, en el aparador de la salita, era el que se había hecho con mi madre el día de su boda. Siempre me preguntaba por qué ambos estaban de perfil. ¿Es posible que a Sophie también le intrigue que nosotros posemos de perfil en nuestra foto de matrimonio?

Sabía que era empleado del señor Sauveur, el comerciante de granos y de abonos químicos cuyas oficinas y almacenes, que ocupaban gran parte del muelle, estaban unidos mediante una vía privada a la estación de mercancías.

Mi madre me había mostrado al señor Sauveur en la calle, un hombre más bien pequeño, grueso, pálido, que entonces debía de andar por los sesenta y que caminaba lentamente, con precaución, como si temiera el menor tropiezo.

-Tiene una enfermedad del corazón. De un momento a otro puede caer muerto en plena calle. En su última crisis se salvó de milagro y hubo que llamar con urgencia a un gran especialista de París.

Le seguí con la mirada mientras me preguntaba, con la ingenuidad propia de la infancia, si aquel desenlace no se produciría delante de mí. No comprendía que, bajo una amenaza semejante, el señor Sauveur pudiera ir y venir como todo el mundo sin que se le viera triste.

-Tu padre es su brazo derecho. Empezó con él haciendo recados, a los dieciséis años, y ahora hasta

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tiene firma. ¿De qué podía ser aquella firma? Más tarde supe que mi padre era realmente su apoderado y que su

puesto tenía tanta importancia como mi madre insinuaba. Recuperó su empleo y nos habituamos poco a poco a vivir solos en nuestro apartamento. Aunque

nunca hablábamos de mi madre, la foto de matrimonio permaneció en el aparador. Me costó algún tiempo entender por qué el humor de mi padre cambiaba tanto de un día para otro, a

veces de una hora a la siguiente. Podía mostrarse tierno, sentimental, sentarme en sus rodillas, cosa que me molestaba un poco, decirme con lágrimas en los ojos que sólo me tenía a mí en el mundo y que eso le bastaba, que un hijo era lo único importante en la vida...

Después, horas más tarde, parecía sorprenderse de encontrarme en casa, me daba órdenes como a una sirvienta, maltratándome y gritando que yo no valía más que mi madre.

Acabé por oír que bebía, o más exactamente, que había empezado a beber a causa del dolor que le había causado no encontrar a su mujer al volver y enterarse de lo ocurrido.

Creí esa historia durante mucho tiempo. Luego empecé a reflexionar. Me acordé del día de su regreso con los ojos brillantes, de sus gestos vacilantes, de su olor, de las botellas que fue a buscar enseguida al ultramarinos.

Oí al vuelo retazos de conversación cuando hablaba de la guerra con sus amigos y supuse que había sido en el frente donde había contraído el hábito del alcohol.

No le quiero. No le quise nunca, y tampoco cuando, vacilante, llevaba a casa a una mujer recogida en la calle y me encerraba con llave en mi cuarto, mientras mascullaba juramentos.

No me gustaba que la señora Jamais me mimase y me tratase como a una víctima. Yo la evitaba. Había tomado la costumbre de hacer los recados después de la escuela, de preparar las comidas, de lavar los platos.

Una tarde, dos personas se presentaron con mi padre, a quien habían encontrado inerte en la acera. Quise buscar a un médico, pero me aseguraron que era inútil, que mi padre sólo necesitaba dormir la borrachera. Les ayudé a desvestirlo.

El señor Sauveur sólo lo aguantaba por piedad, eso también me constaba. Muchas veces se había dejado insultar por su apoderado, que al día siguiente le pedía perdón llorando.

Poco importa. Lo que quiero aclarar es que mi vida era distinta de la de los niños de mi edad, y que a los catorce años hubo que enviarme a un sanatorio situado encima de Saint-Gervais, en Saboya.

Al partir, solo en el tren -era la primera vez que viajaba en tren-, estaba convencido de que no regresaría con vida. Esa idea no me entristecía, y empezaba a entender la serenidad del señor Sauveur.

En todo caso, nunca sería un hombre como los demás. Ya en la escuela, mi mala vista me mantuvo alejado de los juegos. Y he aquí que además estaba afectado de una enfermedad considerada como una tara, una enfermedad casi vergonzante. ¿Qué mujer iba a correr el riesgo de casarse conmigo?

Viví cuatro años allá arriba, un poco como en el tren. Quiero decir que el pasado y el porvenir no contaban, ni lo que sucedía en el valle, ni menos aún en las ciudades lejanas.

Tenía dieciocho años cuando me dieron el alta y me enviaron de vuelta a Fumay. Encontré a mi padre más o menos como lo había dejado, salvo que sus rasgos eran más blandos, su mirada triste y perezosa.

Al verme aguardó mi reacción y comprendí que estaba avergonzado, y que en el fondo deseaba mi regreso.

Necesitaba una actividad sedentaria. Entré como aprendiz con el señor Ponchot, que tenía la mayor tienda de pianos, discos y aparatos de radio de la ciudad.

En la montaña yo había adoptado la costumbre, que luego conservé, de leer hasta dos libros diarios. Cada mes, y luego cada tres meses, acudía a la consulta de un especialista de Mézières, de cuyas recomendaciones desconfiaba.

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Regresé a Fumay en 1926. Mi padre murió en 1934 de una embolia, mientras que el señor Sauveur seguía como siempre. Yo acababa de conocer a Jeanne, que era vendedora en la guantería Choblet, a dos casas de donde yo trabajaba.

Yo tenía veintiséis años; ella veintidós. Paseamos por la calle hasta el anochecer. Fuimos juntos al cine, donde le tomé la mano, y el domingo por la tarde conseguí que le dejaran ir conmigo al campo.

Me parecía increíble. Para mí no era sólo una mujer, sino el símbolo de la vida normal, ordenada. Juraría que fue precisamente entonces, en el curso de aquella excursión al valle del Semois, para la que

había tenido que pedir la autorización de su padre, cuando tuve la certidumbre de que era posible, de que aceptaría casarse y fundar una familia conmigo.

Estaba ebrio de agradecimiento. Con gusto me habría arrodillado ante ella. Si hablo tanto de Jeanne es para subrayar la importancia que tenía para mí.

Pero en el vagón de ganado ya no pensaba en ella, que estaba embarazada de siete meses y medio y para quien aquel viaje debía de resultar particularmente penoso. Mi mente estaba en otra parte. Me preguntaba por qué se nos conducía a una línea secundaria que no llevaba a ninguna parte, salvo quizás a un lugar aún más peligroso que aquel del que acabábamos de huir.

Cuando nos detuvimos en pleno campo, cerca de un paso a nivel que cortaba el camino comunal, oí que alguien decía

-Despejan las vías para dejar pasar a las tropas. Seguro que necesitan refuerzos. El tren no se movía. De pronto sólo se escuchaban cantos de pájaros y el murmullo de una fuente. Un

hombre saltó al talud, luego otro. -Dígame, jefe, ¿vamos a quedarnos mucho tiempo aquí? -Una hora o dos. A menos que haya que pasar la noche. -¿No hay riesgo de que el tren salga sin avisar? -La locomotora regresa a Monthermé, de donde nos enviarán otra. Me aseguré de que realmente desenganchaban la máquina, y cuando la vi alejarse sola en medio de un

paisaje de bosques y prados salté al suelo. Antes que nada fui a beber de la fuente en el hueco de la mano, como cuando era niño. El agua tenía el mismo gusto que antaño, el sabor de la hierba y el de mi propio cuerpo recalentado.

Bajaba gente de todos los vagones. Tras algunos titubeos, empecé a caminar con decisión a lo largo del convoy, al tiempo que intentaba atisbar en su interior.

-¡Papá! Mi hija me llamaba agitando la mano. -¿Dónde está tu madre? -Aquí. Dos mujeres de mediana edad, que seguramente no se hubieran apartado por todo el oro de mundo, se

habían puesto delante y apenas me dejaban verla. Por su expresión parecían condenar la agitación de mi hija.

-Abre, papá. Yo no puedo. A mamá le gustaría hablar contigo. El vagón era de un modelo antiguo. Cuando conseguí abrir la puerta, descubrí a ocho personas

sentadas en dos filas, inmóviles y enfurruñadas como en la sala de espera de un dentista. Mi mujer y mi hija eran las únicas que no tenían sesenta años, y en el extremo opuesto había un anciano que seguramente era nonagenario.

-¿Estás bien, Marcel? -¿Y tú? -Bien. Me preguntaba cómo te las apañarías para comer. Suerte que hemos parado. Nosotras llevamos

las provisiones. Flanqueada por sus vecinas de caderas monumentales, apenas podía moverse, y tuvo dificultades para

tenderme una barra de pan y el salchichón entero.

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-Y vosotras? -No soportamos el ajo, ya lo sabes. -¿Lleva ajo? -En el ultramarinos, por la mañana, no me había percatado de eso-. ¿Cómo te has instalado? -Bastante bien. -¿No podrías encontrar un poco de agua? Me han dado una botella antes de salir, pero hace tanto calor

que ya nos la hemos bebido toda. Me tendió una botella, que yo corrí a llenar a la fuente. Allí encontré, arrodillada y lavándose el rostro,

a la joven del vestido negro que se había subido a nuestro vagón después de que llegase el tren belga. -¿Dónde ha encontrado esa botella? -me preguntó. Su acento extranjero no era ni belga ni alemán. -Alguien se la dio a mi mujer. No insistió, se secó con un pañuelo y me dirigí al coche de primera. A medio camino, me fijé en una

botella de cerveza y la recogí como si fuera un objeto valioso. Mi mujer no lo entendió. -¿Bebes cerveza? -No. Es para llenarla de agua. Era curioso. Nos hablábamos como desconocidos. No exactamente. Como parientes lejanos que no se

han visto en mucho tiempo y no saben qué decirse. ¿Sería a causa de las mujeres mayores? -¿Puedo bajar, papá? -Si quieres. Mi mujer se inquietó. -¿Y si el tren volviese a partir? -Ya no tenemos locomotora. -Entonces, ¿vamos a quedarnos? En aquel momento oímos la primera detonación, sorda, lejana, que no por eso dejó de sobresaltarnos, y

una de las ancianas se santiguó, cerrando los ojos como si cayera un trueno. -¿Qué será eso? -No lo sé. -¿Hay aviones a la vista? Miré al cielo, tan azul como por la mañana salvo por dos nubes doradas que se desplazaban

lentamente. -No dejes que se aleje, Marcel. -No le quito los ojos de encima. Con Sophie de la mano, caminamos a lo largo de las vías. Buscaba una segunda botella, y tuve la

suerte de encontrar una mayor que la primera. -¿Qué haces? Mentí a medias. -Hago provisión de botellas. Porque me disponía a recoger una tercera, que había contenido vino. Mi intención era darle al menos

una a la mujer de negro. La veía de lejos, de pie ante nuestro vagón, y su vestido de satén polvoriento, su silueta, sus cabellos

alborotados parecían ajenos a todo lo que le rodeaba. Desentumecía las piernas, sin preocuparse de lo que pasaba, y yo distinguía sus tacones muy altos y puntiagudos.

-¿Tu madre no se ha encontrado mal? -No. Hay una mujer que habla sin parar y que dice que bombardearán el tren. ¿Es verdad? -Esa mujer no sabe nada. -¿Crees que no lo bombardearán? -Estoy seguro. -¿Dónde vamos a dormir? -En el tren.

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-No hay camas. Fui a lavar las tres botellas y las enjuagué varias veces para quitarles en lo posible el gusto a cerveza y

a vino, y las llené con agua fresca. Volví a mi vagón, siempre con Sophie, y le tendí una de las botellas a la joven. Me miró con asombro, miró a mi hija, me dio las gracias con un movimiento de cabeza y subió al

vagón para poner su botella a buen recaudo. Sólo, había una casa a la vista, además de la del guardabarrera, una granja muy pequeña y alejada, al

lado del ribazo. En el patio, una mujer con un delantal azul daba de comer a sus aves de corral como si la guerra no existiese.

-¿Es aquí donde estás? ¿En el suelo? -Me siento en el baúl. Julie estaba con un hombre de tez rojiza y cabello gris y espeso, que la miraba con ambigüedad, y de

vez en cuando los dos estallaban en esas risas que uno sorprende en los cenadores de las tabernas. El hombre, con una botella de vino tinto en la mano, hacía que su compañera bebiera de ella. Julie tenía manchas de color violeta en el camisero y sus grandes senos se convulsionaban con cada carcajada.

-Vamos con tu madre. -¿Ya? Nuevas categorías empezaban a dibujarse. De un lado estaba el mundo de los coches de viajeros y del

otro el de los vagones de ganado y de mercancías. Jeanne y mi hija pertenecían a uno y yo al segundo, del que inconscientemente aparté a Sophie con cierta precipitación.

-¿No comes? Comí sobre el balasto, ante la puerta abierta. No podíamos decirnos gran cosa, con aquellas dos filas

de rostros cuyas miradas iban desde mi mujer hasta mi hija y yo. -¿Crees que volveremos a salir pronto? -Tienen que dejar paso a los convoys de tropas. Cuando la vía quede libre, nos tocará a nosotros.

¡Vaya! Ahí llega la locomotora. Se la oía y se la veía, solitaria, con un humo blanco que parecía seguir las ondulaciones del valle. -Vuelve pronto a tu sitio. ¡Me preocupa tanto que puedan quitártelo! Aliviado porque podía irme, abracé a Sophie pero no me atreví a hacer lo mismo con Jeanne delante de

todo el mundo. Una voz acre me soltó: -¡Podría cerrar la puerta! Prácticamente cada domingo de verano, al principio con Jeanne y luego con ella y mi hija, íbamos al

campo a merendar, con frecuencia para almorzar en la hierba. Sin embargo, no eran el aroma ni el sabor de aquellos días el que recuperaba entonces, sino el aroma y

el sabor de mis recuerdos de infancia. Desde hacía años me sentaba los domingos en un claro, allí jugaba con Sophie y recogía flores para

trenzarle coronas, pero ahora todo eso me resultaba indiferente. ¿Por qué el mundo recuperaba de nuevo su antiguo sabor? Hasta el zumbido de las avispas me

recordaba el de otra época, cuando yo observaba, conteniendo el aliento, a una abeja que revoloteaba en torno a mi rebanada de pan.

Cuando volví al vagón, los rostros me resultaron más familiares. Una suerte de complicidad surgía entre nosotros, haciéndonos guiñar el ojo, por ejemplo, tras observar el comportamiento de Julie y de su tratante de ganado.

Digo tratante de ganado por decir algo. Los nombres no tienen importancia y tampoco la profesión exacta. Tenía aire de tratante y en mi interior era así como lo llamaba.

Estaban enlazados por la cintura, y la gruesa mano masculina aplastaba el seno de Julie cuando el tren empezó a circular de nuevo, tras algunos sobresaltos.

La mujer de negro, apoyada en el tabique del fondo, a dos metros de mí, no tenía dónde sentarse.

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Cierto que, como tantos otros, habría podido sentarse en el suelo. En un rincón había cuatro personas que incluso jugaban a las cartas como si estuvieran en la mesa de una taberna.

Volvimos a pasar por Monthermé y poco después llegué a entrever la esclusa de Leverzy, donde una decena de barcas de motor trepidaban sobre el agua deslumbrante. Los marineros no necesitaban ningún tren para alejarse, pero las esclusas parecían estar allí para detenerlos y comprendí perfectamente su impaciencia.

El cielo viraba al rosa. Tres aviones pasaron muy bajo, con la reconfortante escarapela tricolor. Nos sobrevolaron tan cerca que podía distinguirse el rostro de uno de los pilotos. Juraría que nos saludó con la mano.

Llegamos a Mézières en el crepúsculo, y nuestro tren, sin entrar en la estación, fue a colocarse en un desierto de vías. Un militar cuyo grado no llegué a reconocer pasó a lo largo del convoy gritando:

-¡Atención! ¡Que nadie baje! Está absolutamente prohibido apearse del tren. Por otra parte, no había andén. Poco después, unos cañones montados sobre plataformas pasaron a toda

velocidad por nuestro lado. Acababan de perderse de vista cuando sonó una sirena, mientras la misma voz ordenaba:

-Que todos permanezcan en su sitio. Es peligroso bajar del tren. Que todos... Ahora se oía el zumbido de varios aparatos. La ciudad estaba a oscuras, y en la estación, con todas las

luces apagadas, los viajeros se precipitaban sin dudarlo hacia los pasos subterráneos. No creo que tuviera miedo. Me quedé inmóvil, escrutando los rostros que tenía enfrente y escuchando

los ruidos de los motores, que se hicieron más intensos y parecía que se alejaban. Se produjo un gran silencio y nuestro tren permaneció allí, como si estuviera abandonado, en medio de

una complicada red de vías por las que se arrastraban unos vagones vacíos. Recuerdo, entre otros, un vagón expreso que llevaba en grandes letras amarillas el nombre de un comerciante de vinos de Montpellier.

Permanecíamos en suspenso, sin decir nada, esperando la señal del fin de la alarma, que no sonó hasta media hora después. La mano del tratante, durante todo ese tiempo, había abandonado el pecho de Julie. Retomó su posición, más insistente, y el hombre pegó su boca a la de su vecina.

Una aldeana refunfuñó: -¡Debería darles vergüenza, delante de una niña! Y él replicó, con la boca embadurnada de carmín de labios: -¡Algún día también la niña tendrá que aprender! ¡O es que tú no lo aprendiste en tu época? Era un tipo de grosería, de vulgaridad, al que yo no estaba acostumbrado. Aquello me recordaba la

andanada de insultos que mi madre dirigía a los jóvenes que la perseguían riendo. Busqué con la mirada a la joven morena, que miró en otra dirección como si no hubiese oído nada y no advirtiese mi interés.

Nunca he llegado a estar borracho, por la sencilla razón de que no bebo ni vino ni cerveza. Sin embargo, creo que al caer la noche me hallaba en un estado cercano al de un hombre que ha bebido más de la cuenta.

Tal vez a causa del sol de la tarde, que se había hecho sentir en el valle de la fuente, tenía un prurito en los párpados, que me ardían; notaba las mejillas enrojecidas, los miembros hinchados, el cerebro vacío.

Me sobresalté cuando alguien, tras frotar una cerilla para consultar su reloj, anunció a media voz: -Las diez y media. El tiempo transcurría a su vez deprisa y lentamente. A decir verdad, ya no había tiempo. Unos dormían, otros hablaban en voz baja. Yo me adormilé sobre el baúl negro, con la cabeza contra

el tabique y, más tarde, entre sueños, mientras el tren permanecía inmóvil, rodeado de noche y de silencio, tuve conciencia de unos movimientos rítmicos muy cerca de mí. Tardé algún tiempo en comprender que eran Julie y su compañero, que hacían el amor.

No me escandalicé, aunque, quizás a causa de mi enfermedad, siempre fui muy púdico. Seguí el ritmo como si fuera una música y confieso que, poco a poco, una imagen precisa se formó en mi mente, y sentí

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que un calor difuso se propagaba por todo mi cuerpo. Cuando volví a dormirme, Julie murmuraba, probablemente a otro vecino: -¡No! Ahora no. Mucho más tarde, hacia medianoche, notamos una serie de sacudidas, como si el tren maniobrara.

Había gente que hablaba y que iba y venía a lo largo de la vía. Alguien decía: -Es el único medio. Y otro: -Sólo acepto las órdenes del comandante militar. Se alejaron discutiendo, y el tren se puso en marcha para detenerse de nuevo al cabo de unos minutos. Yo apenas prestaba atención ya a unos movimientos que me resultaban incomprensibles. Habíamos

abandonado Fumay y, mientras no nos hiciesen regresar, el resto me era indiferente. Hubo toques de silbato, más choques entre los vagones, más paradas seguidas del ruido de los chorros

de vapor. Nada sé de lo que ocurrió esa noche en Mézières y en el resto del mundo, salvo que se luchaba en

Holanda y en Bélgica, que decenas de miles de personas se lanzaban a las carreteras, que los aviones, un poco en todas partes, ocupaban el cielo, y que a veces la DCA se ponía a disparar al azar.

Oímos ráfagas a lo lejos y el paso de un interminable convoy de camiones por una carretera que debía discurrir cerca de la vía.

En nuestro vagón, donde la oscuridad era completa, los ronquidos creaban una curiosa intimidad. A veces sonaba un ruido intestinal, o alguien, víctima de alguna pesadilla, gemía sin darse cuenta.

Cuando abrí definitivamente los ojos, estábamos en movimiento y la mitad de mis compañeros se había despertado. Comenzaba el día, todavía lechoso, iluminando una campiña que no conocía, colinas medianamente altas con bosques y vastos claros ocupados por granjas.

Julie dormía, con la boca entreabierta y el corsé desabrochado. La joven del vestido negro estaba sentada con la espalda apoyada en el tabique, y un mechón de cabellos le caía sobre la mejilla. Me pregunté si habría permanecido así toda la noche y si habría conseguido dormir. Su mirada se encontró con la mía. Me sonrió, a causa de la botella de agua.

-¿Dónde estamos? -preguntó uno de los que estaba a mi lado al despertarse. -No lo sé -respondió el que estaba en la puerta, con las piernas colgando-. Acabamos de pasar por una

estación que se llama Lafrancheville. Pasamos por otra, desierta y florida. En un panel negro y blanco leí: BOULZICOURT. El tren iniciaba una curva, en un paisaje casi llano. El hombre de las piernas colgantes se quitó la pipa

de la boca para exclamar cómicamente: -¡Mierda! -¿Qué pasa? -¡Esos canallas han acortado el tren! -¿Qué dices? Nos precipitamos hacia él y protestó, agarrándose con ambas manos: -¡Dejad de empujar! Vais a tirarme a la vía. Ya veis que sólo hay cinco vagones delante de nosotros,

¿no? Entonces, ¿qué ha sido de los otros? ¿Dónde encontraré ahora a mi mujer y a mis chicos? ¡Mierda! ¡Mierda! ¡Me cago en Dios!

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-Yo sabía que la máquina no podía arrastrar tantos vagones. Han acabado por darse cuenta y se han

visto obligados a partir el tren en dos. -Lo primero que debían haber hecho es avisarnos, ¿no? ¿Qué será ahora de las mujeres? -Puede que nos esperen en Rethel. O en Reims. -¡A menos que, como a los soldados, nos las devuelvan cuando esta puta guerra termine, si es que

termina algún día! De manera automática intenté separar la parte de comedia y de sinceridad que había en aquellos

lamentos y en aquella cólera. ¿No se trataba ante todo de una especie de juego que los hombres representaban porque delante había testigos?

Por mi parte, yo no me sentía emocionado ni realmente inquieto. Permanecí en mi sitio, inmóvil, acaso un poco sorprendido. En determinado momento tuve la sensación de que unos ojos buscaban los míos con insistencia.

No me equivocaba. El rostro de la mujer de negro estaba vuelto hacia mí, más pálido que al comienzo del día, más turbado que la víspera. Con la mirada intentaba transmitirme un mensaje de simpatía, y al mismo tiempo yo creía adivinar una pregunta, que podía traducirse como: «¿Hasta qué punto le ha afectado el golpe? ¿Le ha hecho mucho daño?».

Eso me resultaba embarazoso. No me atrevía a mostrar mi relativa indiferencia, que habría interpretado mal. Así pues, adopté un aire afligido, pero no en exceso. Me había visto en la vía con mi hija y seguramente había deducido que mi mujer me acompañaba también. Para ella yo acababa de perderlas; y, aunque fuese de manera provisional, era cierto que las había perdido.

«¡Valor!», me decían sus ojos castaños, mirándome por encima de las cabezas de los demás. A lo que yo respondía con la sonrisa del enfermo a quien se intenta reconfortar con buenas palabras,

sin que por eso sienta menos dolor. Estoy casi seguro de que, si nos hubiéramos encontrado más cerca el uno del otro, me habría apretado la mano a escondidas.

Comportándome de aquel modo yo no tenía intención de engañarla, como podría parecer. Simplemente no era el momento, en medio de tanta gente, de explicarle lo que yo sentía.

Más tarde, si los azares del viaje nos ayudaban a acercarnos y si ella me daba ocasión, yo le diría la verdad, que no me avergonzaba.

No me encontraba más sorprendido de lo que acababa de ocurrirnos que el día anterior, al enterarme de la invasión de Holanda y de las Ardenas. Más bien al contrario. La idea de que era un asunto entre el destino y yo se había reforzado. Ahora estaba claro. Se me separaba de mi familia, lo que representaba claramente un golpe dirigido hacia mí.

El cielo se aclaraba con rapidez, con un aspecto tan puro e inocente como la víspera, cuando en mi jardín yo daba de comer a las gallinas sin saber que lo hacía por última vez.

Me enternecía el recuerdo de mis gallinas, la imagen de Nestor, con la cresta carmesí, que se debatiría ferozmente cuando el viejo señor Reversé intentara atraparlo.

Yo imaginaba la escena, entre los dos muretes pintados con cal, los aleteos, las plumas blancas volando, los picotazos y quizás al señor Matray, si no había conseguido irse, subido sobre su caja para mirar por encima del muro y dar consejos como de costumbre.

Eso no me impedía pensar al mismo tiempo en aquella mujer, que acababa de dar testimonio de su simpatía por mí cuando yo sólo le había dado una botella recogida en la vía.

Mientras se arreglaba sus cabellos con los dedos húmedos de saliva, me pregunté a qué categoría

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pertenecía. No encontré respuesta. En el fondo no me importaba. Se me ocurrió ofrecerle el peine que llevaba en el bolsillo, y un vecino me lanzó una mirada significativa.

Se equivocaba. Yo no lo hacía por eso. Circulábamos con bastante lentitud y estábamos lejos de cualquier población cuando empezamos a oír

un zumbido regular que no identificamos enseguida, y que al principio sólo era una vibración del aire. -¡Los veo! -exclamó el hombre de la pipa, con las piernas aún en el vacío. Para alguien que no tuviera vértigo, el suyo era el mejor puesto. Supe después que era instalador de carpinterías metálicas. Al inclinarme los vi también, porque yo no estaba lejos de la puerta corredera. El hombre contaba: -Nueve..., diez..., doce. Son doce. Sin duda es lo que llaman una escuadrilla. Si ahora fuese la época y

no hicieran tanto ruido, juraría que son cigüeñas. Conté sólo once, en lo alto del cielo. A causa de un efecto de luz, parecían blancos y luminosos, y

formaban una «V» regular. -¿Qué va a hacer aquél? Pegados los unos a los otros, mirábamos hacia arriba cuando noté la mano de la mujer sobre mi

hombro, donde bien podía haberla puesto sin darse cuenta. El último avión de uno de los palotes de la «V» acababa de separarse de los otros y parecía descender

en picado contra el suelo, hasta el punto de que lo primero que pensamos fue que se caía. Aumentaba de tamaño a una velocidad asombrosa al tiempo que bajaba en espiral, mientras los otros, en lugar de seguir rumbo hacia el horizonte, iniciaban un gran círculo.

El resto sucedió con tanta rapidez que no llegamos a pasar verdadero miedo. El aparato que caía en picado había desaparecido de nuestra vista, pero oíamos su gruñido amenazador.

Hizo una primera pasada sobre el tren en toda su longitud, desde delante hacia atrás, tan bajo que por reflejo tuvimos que acurrucarnos.

Sólo se alejó para repetir la maniobra, con la diferencia de que esta vez escuchamos sobre nuestras cabezas el continuo disparo de la ametralladora y otros ruidos, como si la madera estallase.

En nuestro vagón se oyeron gritos, y también en los otros vagones. El tren avanzó todavía un poco y después, como un animal herido, se detuvo tras algunas sacudidas.

Durante algún tiempo se hizo un gran silencio, el del miedo, que yo afrontaba por primera vez, y sin duda me sentí tan intranquilo como mis compañeros.

Sin embargo, continué mirando el espectáculo del cielo, el aparato que ascendía como una flecha, sus dos cruces gamadas bien visibles, la cabeza del piloto que nos lanzaba una última mirada y los otros, allá arriba, girando en redondo hasta que su compañero volvió a su sitio.

-¡Canalla! Ignoro quién profirió la exclamación. Nos sirvió de alivio a todos y nos arrancó de nuestra

inmovilidad. La chica lloraba. Una mujer, empujando hacia delante con los brazos, repetía con aire de no saber muy

bien qué estaba diciendo: -Déjenme pasar... Déjenme pasar... -¿Está herida? -Mi marido. -¿Dónde está su marido? Inconscientemente buscamos una forma tendida en el suelo. -En otro vagón. En el que ha sido alcanzado. Lo he oído... Sin escuchar a nadie, se deslizó hasta los grandes guijarros del balasto y se puso a correr gritando: -¡François! ¡François! No teníamos buen aspecto ni ganas de mirarnos unos a otros. En cuanto a mí, fue como si todo

sucediese a cámara lenta, aunque seguramente sólo era una ilusión. Conservo también el recuerdo de

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momentos de silencio, en medio de ruidos aislados que por contraste parecían más intensos. Un hombre, luego otro, y un tercero, se apearon, y su primer reflejo fue orinar sin tomarse la molestia

de alejarse ni, en el caso de uno de ellos, darnos la espalda. Algo más lejos se elevaba un lamento continuo, una especie de aullido animal. En cuanto a Julie, se irguió con el corsé fuera de su falda ajada y, con el tono de una mujer procaz,

dijo: -¡Maldito cerdo! Lo repitió dos o tres veces. Quizá seguía repitiéndolo cuando me apeé también y ayudé a la mujer de

negro a deslizarse hasta el suelo. Fue entonces cuando la interrogué: -¿Cómo se llama? No encontró la pregunta estúpida ni fuera de lugar, porque me contestó: -Anna. No parecía interesarse por mi nombre, pero se lo dije: -Soy Marcel. Marcel Féron. Quería orinar como los otros, pero no me atrevía en su presencia y sentía dolor al aguantarme. Más allá de la vía había un prado con hierba muy alta, alambradas de púas y, a unos cien metros, una

granja blanca donde no se veía a nadie. Unas gallinas se habían puesto a cacarear juntas alrededor de un montón de basura, presas de agitación como si también les afectase el miedo.

Los ocupantes de los demás vagones se habían apeado, tan desorientados y aturdidos como nosotros. Delante de uno de los coches, el grupo era más compacto, más grave. Unos rostros se volvieron. -Han herido a una mujer por allá -vino a anunciarnos alguien-. ¿No habrá un médico entre ustedes? ¿Por qué me pareció tan grotesca la pregunta? ¿Acaso viajaban los médicos en furgones de ganado?

¿Podía pasar por médico alguno de nosotros? Al otro extremo del convoy, con la cara y las manos negras, el fogonero de la locomotora gesticulaba

con los brazos. Poco después supimos que el maquinista había muerto, alcanzado por una bala en pleno rostro.

-¡Que vuelven! ¡Que vuelven! El grito se extinguió. Todos imitaron a los que primero habían tenido la idea de tirarse sobre el vientre,

al pie del terraplén, en el prado. Hice cómo los demás. También Anna, que ahora me seguía como un perro sin amo. En lo alto los aviones describían un nuevo círculo, un poco más al oeste, y esta vez no nos perdimos la

maniobra. Vimos a un aparato descender en barrena, alzarse cuando parecía que iba a estrellarse, volar a ras del suelo, remontar y virar sobre el ala para repetir el trayecto disparando con su ametralladora.

Se encontraba a dos o tres kilómetros de nosotros. No distinguíamos el objetivo, oculto por un bosque de abetos, pero podía ser un pueblo o una carretera. Y ya estaba remontando para volver a unirse con el grupo que le aguardaba arriba y acompañarlo hacia el norte.

Fui, como los demás, a mirar al maquinista muerto: tenía parte del cuerpo sobre la plataforma, cerca del fogón que se había quedado abierto, y la cabeza y los hombros colgando en el vacío. En lugar de su rostro había una masa negra y roja, de donde la sangre manaba en gruesas gotas que se estrellaban contra las piedras grises del balasto.

Era mi primer muerto de la guerra. Era casi mi primer muerto aparte de mi padre, cuyo cadáver ya estaba arreglado y compuesto cuando volví a casa.

Sentí náuseas pero procuré que no se me notase, porque Anna estaba cerca de mí y en aquel momento me tomó del brazo con tanta naturalidad como una joven que pasea por la calle con su enamorado.

Creo que ella estaba menos impresionada que yo. Y sin embargo yo no lo estaba tanto como cabía esperar. En el sanatorio, donde a menudo había muertos, no nos dejaban verlos. Las enfermeras se ocupaban de ello. Venían a buscar a algún paciente a su cama, a veces en medio de la noche. Sabíamos lo

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que eso significaba. Había una habitación especial para morir y otra, en el sótano, donde se guardaba el cuerpo hasta que la

familia lo reclamaba o se le enterraba en el pequeño cementerio del lugar. Aquellos muertos eran distintos. No tenían el sol, la hierba, las flores, las gallinas que cacareaban, las

moscas que volaban alrededor de nuestras cabezas. -No podemos dejarlo así. Los hombres se miraron. Hubo dos, ya de cierta edad, que se ofrecieron a echar una mano al fogonero. No sé dónde pusieron al maquinista. A lo largo del tren vi orificios en las paredes, arañazos alargados

que mostraban la madera tan clara como cuando se derriba un árbol. Una mujer había sido herida, y al parecer casi le habían arrancado el hombro. Se la oía gemir como a una parturienta. Sólo la rodeaban otras mujeres, sobre todo mayores, porque los

hombres se alejaban en silencio, incómodos. -No es un espectáculo agradable. -¿Qué hacemos? ¿Quedarnos aquí hasta que vuelvan a acribillarnos? Vi a un viejo sentado en el suelo, con el rostro cubierto por un pañuelo ensangrentado. Alcanzada por

una bala, una botella le había estallado en la mano, y los pedazos de vidrio le habían desgarrado las mejillas. No se quejaba. Sólo se le veían los ojos, que expresaban una especie de estupor.

-Han encontrado a alguien para cuidarla. -¿Quién? -Una curandera, en el tren. Me fijé en ella. Era una anciana pequeña, adusta, fuerte, con un moño en la parte superior de la cabeza.

No viajaba en nuestro vagón. Sin darnos cuenta fuimos reagrupándonos por vagones. Delante del nuestro, el hombre de la pipa

seguía protestando sin convicción. Era uno de los pocos que no había ido a ver al conductor muerto. -¿Qué esperan, maldita sea? ¿Es que no hay nadie capaz de hacer funcionar esa jodida máquina? Recuerdo que alguien subió por el balasto, llevando por las patas un pollo muerto, y que se sentó para

desplumarlo. No intenté entenderlo. Puesto que nada ocurría como en la vida ordinaria, todo resultaba natural.

-El fogonero busca a un tipo fortachón para alimentar la caldera, mientras intenta sustituir al maquinista. Cree que podrá, puesto que el tráfico no es el habitual.

Para asombro de todos, el tratante se ofreció voluntario, sin hacerse de rogar. Eso parecía divertirle, como sucede con los espectadores que suben al escenario cuando los llama un ilusionista.

Se quitó la chaqueta, la corbata y el reloj de pulsera, y se lo confió todo a Julie antes de dirigirse a la locomotora.

Desplumado a medias, el pollo colgaba de una varilla del techo. Tres de nuestros compañeros, sudorosos y resoplando, volvieron con gavillas de paja.

-Dejadles sitio. El joven que tenía unos quince años había conseguido en la granja abandonada una cacerola de

aluminio y una sartén para freír. ¿No habría otros haciendo lo mismo en mi casa? Recuerdo comentarios jocosos, que nos hacían reír a pesar nuestro. -¡Con tal de que no haga caer el tren por el talud! -¿Y los raíles, estúpido? -¿No descarrilan los trenes hasta en tiempo de paz? Entonces, ¿qué? ¿Quién de nosotros es el

estúpido? Un grupo se afanó aún durante algún tiempo alrededor de la locomotora y al final nos sorprendió oírla

silbar como un tren normal. Arrancamos lentamente, casi al paso, sin sacudidas, antes de tomar velocidad poco a poco.

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Diez minutos después nos cruzamos con una carretera que pasaba sobre la vía y que estaba atestada de carruajes y de ganado. Aquí y allá, los automóviles intentaban escapar del atasco. Dos o tres campesinos, más graves y sombríos que nosotros, alzaron las manos para saludarnos. Me pareció que nos miraban con envidia.

Supongo, pero no lo comprobé entonces, que era la carretera departamental que va de Aumagne a Rethel. En todo caso nos acercábamos a Rethel, como se deducía de las señales y de las casas, cada vez más abundantes en el paisaje, el tipo de casas que uno encuentra en las inmediaciones de las ciudades.

-¿Viene de Bélgica? Fue lo mejor que se me ocurrió preguntarle a Anna, que estaba sentada a mi lado en el baúl. -De Namur. En plena noche se les ocurrió la idea de soltarnos. Había que esperar a que fuese de día

para recuperar nuestros objetos personales, porque nadie tenía la llave del lugar donde los guardan. Pero preferí correr a la estación y saltar al primer tren. -No repliqué. Debí de parecerle sorprendido, de todos modos, porque añadió-: Estaba en la prisión de mujeres.

No le pregunté por qué. Casi me parecía natural. No era más extraordinario, en todo caso, que encontrarme en un vagón de animales, con mi mujer y mi hija en otro tren, Dios sabía dónde, o que haber visto a un maquinista muerto en su locomotora y a un anciano herido por una botella que una bala de ametralladora había hecho estallar en su mano. Después de aquello, todo era natural.

-¿Es usted de Fumay? -Sí. -¿Era su hija? -Sí. Mi mujer está embarazada de siete meses y medio. -La encontrará en Rethel. -Quizá. Los demás, que habían sido soldados y que tenían más práctica que yo, extendieron la paja sobre el

suelo para la noche siguiente. Se formaba así una especie de gran cama común. Algunos se acostaron inmediatamente en ella. Los jugadores de cartas se pasaban una botella de aguardiente, que no abandonaba su círculo.

Entramos en Rethel y allí, por primera vez, tomamos conciencia de que no éramos hombres como los otros, sino refugiados. Hablo en plural aunque no recibí confidencia alguna de mis compañeros. Sin embargo, creo que, en tan poco tiempo, habíamos llegado a reaccionar más o menos de igual modo.

Un mismo tipo de cansancio, por ejemplo, se leía en los rostros, un cansancio muy distinto del que se experimenta después de una noche de trabajo o de insomnio.

Quizá no habíamos llegado a sentir indiferencia, pero cada uno había renunciado a pensar por sí mismo.

¿Pensar qué, por otra parte? No sabíamos nada. Lo que sucedía quedaba fuera de nuestro control y era inútil reflexionar o discutir.

A lo largo de muchos kilómetros, por ejemplo, me preocupó el asunto de las estaciones. Las estaciones pequeñas y los apeaderos, como ya he dicho, estaban vacíos, sin un empleado siquiera que al paso del tren apareciese con su silbato y su bandera roja. Las más importantes, en cambio, rebosaban de gente, y habían tenido que organizar servicios de orden en los andenes.

Acabé por encontrar una respuesta que me pareció acertada: los trenes omnibús, que llevaban vagones de todas clases y se detenían en todas las estaciones, habían sido suprimidos.

Lo mismo sucedía con las carreteras. La circulación por algunas de ellas, que parecían desiertas, probablemente había sido prohibida por razones militares.

Alguien de Fumay, a quien no conocía, me contó precisamente aquella mañana, mientras yo estaba sentado al lado de Anna, que existía un plan de evacuación de la ciudad y que lo había visto en un cartel, en la alcaldía.

-Habían dispuesto unos trenes especiales que debían conducir a los refugiados a los pueblos de

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acogida, donde todo estaba preparado para recibirlos. Es posible. No había visto el cartel. Raramente ponía los pies en la alcaldía, y cuando llegamos a la

estación, mi mujer, Sophie y yo saltamos al primer tren que vimos. Lo que me hizo creer que mi vecino debía de tener razón .fue que en Rethel nos esperaban enfermeras,

boy-scouts y todo un servicio de acogida. Había camillas preparadas, como si supieran lo que nos había ocurrido, pero poco después me enteré de que nuestro tren no era el primero que había sido ametrallado en pleno trayecto.

-¿Y nuestras mujeres? ¿Y nuestros hijos? -se puso a gritar el hombre de la pipa, antes incluso de que nos detuviéramos por completo.

-¿De dónde vienen? -nos preguntó una señora de blanco, ya de cierta edad, que parecía pertenecer a la buena sociedad.

-De Fumay. Conté al menos cuatro trenes en la estación. El gentío llenaba las salas de espera y aguardaba tras las

barreras, porque se habían colocado barreras como para los cortejos oficiales. Aquello estaba repleto de soldados, de oficiales.

-¿Dónde están los heridos? -¡Maldita sea! ¿Y mi mujer? -Puede que vaya en el tren que ha salido hacia Reims. -¿Cuándo? Cuanto más amable se mostraba su interlocutora, más agresivo, hosco y enérgico se volvía él, porque

empezaba a tomar conciencia de sus derechos. -Hace alrededor de una hora. -¿Y no habría podido esperarnos? Las lágrimas le acudían a los ojos porque estaba preocupado, y quizá tenía necesidad de sentirse

desgraciado. Eso no le impidió arrojarse sobre los bocadillos que unas jóvenes llevaban de un vagón a otro en

grandes cestas. -¿A cuántos tenemos derecho? -Eso depende del hambre que tengan. No vale la pena guardar provisiones. Encontrarán alimentos

frescos en la próxima estación. Nos sirvieron tazones de café caliente. Una enfermera pasaba preguntando: -¿Hay heridos, enfermos? Habían preparado unos biberones y una ambulancia aguardaba al final del andén. En la vía contigua,

un tren de flamencos parecía a punto de salir. Habían comido y nos miraban con curiosidad mientras devorábamos los bocadillos.

Los Van Straeten son de origen flamenco. Se instalaron en Fumay hace tres generaciones y ya no hablan su lengua original. Sin embargo, en las pizarreras a mi suegro todavía le llaman el Flamenco.

-¡Al tren! Atención... Hasta entonces se nos había retenido durante horas enteras en las estaciones o en cualquier vía de

aparcamiento. Ahora se nos despedía con la mayor rapidez posible, como si tuvieran prisa por desembarazarse de nosotros.

No pude leer, porque había demasiada gente en el andén, los titulares de los periódicos que se mostraban en el quiosco. Sólo sé que había uno muy grande con la palabra TROPAS.

Ya estábamos en marcha y una joven con un brazal corría todavía a lo largo del tren para repartir sus últimos trozos de chocolate. Lanzó un puñado en nuestra dirección, y llegué a atrapar uno para Anna.

En Reims y en otros lugares encontraríamos los mismos centros de acogida. El tratante había vuelto a su sitio después de haber disfrutado del derecho a lavarse en los aseos de la estación, y presumía de héroe. Oí que Julie le llamaba Jef. Tenía en la mano una botella de Cointreau, que compró en la fonda junto con

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dos naranjas, cuyo perfume se propagaba por el vagón. Fue entre Rethel y Reims, hacia el final de la tarde, porque no se circulaba muy deprisa, cuando una

campesina se levantó refunfuñando: -¡Tanto peor! No voy a ser yo quien se ponga enferma ahora. Se acercó a la puerta abierta, colocó una caja de cartón en el suelo, se puso en cuclillas e hizo sus

necesidades sin dejar de mascullar entre dientes. Aquello también era una señal. Las convenciones cedían, al menos las que se habían mantenido la

víspera. Nadie protestaba ya al ver al tratante reposar la cabeza en el vientre rollizo de Julie. -¿No tendrá un cigarrillo? -me preguntó Anna. -No fumo. Me lo habían prohibido en el sanatorio y luego había perdido las ganas. Mi vecino le pasó uno. Yo

tampoco llevaba cerillas encima, y a causa de la paja me inquieté al verla fumar, aunque otros fumaban desde la víspera. Quizás era una especie de envidia por mi parte, un rechazo para el que no tengo explicación.

Permanecimos largo tiempo detenidos en un barrio de Reims, mirando la parte trasera de las casas, y también en la estación, donde nos anunciaron que nuestro tren partiría media hora más tarde.

Se produjo entonces un desplazamiento general hacia la fonda, los lavabos y la oficina de información, donde nadie había oído hablar de las mujeres, los niños y los enfermos de 'un tren procedente de Fumay.

No cesaban de pasar trenes en todos los sentidos, convoys de tropas, de municiones, de refugiados. Aún me pregunto por qué no se produjeron más accidentes.

-¿No le habrá dejado su mujer un mensaje? -sugirió Anna. -¿Dónde? -¿Por qué no se lo pregunta a esas señoras? Se refería a las enfermeras, a las jóvenes del servicio de acogida. -¿Qué nombre dice? La mayor de ellas extrajo de su bolsillo un cuadernillo donde se veían nombres escritos por manos

diferentes, con frecuencia un tanto torpes. -¿Féron? No. ¿Es una belga? -Es de Fumay. Va con una niña de cuatro años, que lleva en los brazos una muñeca vestida de azul. Estaba convencido de que Sophie no habría soltado su muñeca. -Está encinta de siete meses y medio -me esforcé por continuar. -Vaya entonces a ver a la enfermera, por si se hubiera encontrado mal. Era un despacho que había sido acondicionado y que olía a desinfectante. ¡No, no la conocía! Por allí

habían pasado varias mujeres encintas. Una de ellas había tenido que ser trasladada de urgencia a la maternidad para dar a luz, pero no se llamaba Féron y su madre iba con ella.

-¿Está preocupado? -No demasiado. Yo sabía de antemano que Jeanne no me habría dejado ningún mensaje. No era propio de su carácter.

La idea de molestar a una de aquellas señoras distinguidas, de escribir su nombre en un cuaderno, de llamar la atención, nunca se le habría ocurrido.

-¿Por qué se lleva todo el tiempo la mano al bolsillo izquierdo? -Por mis gafas de recambio. Tengo miedo de perderlas o de romperlas. Habían vuelto a repartir bocadillos, una naranja, por persona, café con azúcar a voluntad. Algunos se

habían guardado unos terrones en el bolsillo. Al ver una pila de almohadas en un rincón pregunté si era posible alquilar dos. Me contestaron que no

lo sabían, que la encargada estaba ausente y que tardaría una hora en volver. Entonces, disimulando un poco, me hice con dos almohadas. Cuando subí al vagón, mis compañeros

se precipitaron en busca de las otras.

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Siempre que pienso en ello, me asombra que, durante todo aquel largo viaje, Anna y yo apenas nos dijésemos nada. Como de común acuerdo, estábamos siempre juntos. Incluso cuando, como en Reims, tuvimos que separarnos para ir cada uno al lavabo, descubrí que me esperaba en la puerta del de los hombres.

-He comprado una pastilla de jabón -me anunció con una alegría infantil. Olía a jaboncillo, y sus cabellos, que había mojado para peinárselos, permanecían húmedos. Puedo recordar las veces que subí a un tren antes de aquel viaje. La primera fue a los catorce años,

para ir a Saint-Gervais. Me habían entregado una cartulina con mi nombre, mi destino y una nota que decía:

«En caso de accidente o de dificultades, se ruega diríjanse a la señora de Jacques Delmotte, Fumay, Ardenas».

Cuatro años después, cuando volví a casa, a los dieciocho, ya no necesitaba una nota semejante. Después sólo fui a Mézières, periódicamente, para ver al especialista y que me hicieran la radioscopia. La señora Delmotte era mi benefactora, como decía la gente, y yo había acabado también por adoptar

aquel calificativo. No recuerdo las circunstancias que la llevaron a ocuparse de mí. Fue poco después de la guerra de 1914 y yo no había cumplido aún los once años.

Debieron de contarle la huida de mi madre, la conducta de mi padre, mi situación de niño casi abandonado.

En aquella época yo frecuentaba la parroquia y, cierto domingo, nuestro vicario, el abad Dubois, me anunció que una señora me invitaba a merendar con ella el jueves siguiente.

Como todos en Fumay, yo conocía el nombre de Delmotte, porque la familia era propietaria de las principales pizarreras, y en consecuencia en la ciudad cada uno dependía de ellos más o menos directamente. Aquellos Delmotte eran para mí los patronos Delmotte.

La señora de Jacques Delmotte, que debía de rondar los cincuenta años, era la Delmotte de las buenas obras.

Todos eran hermanos, hermanas, cuñados o primos; su fortuna tenía un origen común, pero formaban al menos dos clanes distintos.

¿Se avergonzaba la señora Delmotte, como pretendían algunos, de la dureza de su familia? Viuda joven, había conseguido que su hijo fuera médico, y luego él había muerto en el frente.

Desde entonces vivía en compañía de dos sirvientes en una gran casa de piedra en cuya galería exterior pasaba las tardes. Desde la calle se la veía tejer para los ancianos del asilo, con un vestido negro adornado con un cuello estrecho de encaje blanco. Menuda y sonrosada, desprendía un olor azucarado.

En aquella galería me hizo beber chocolate y comer pasteles al tiempo que me interrogaba sobre la escuela, sobre mis compañeros, sobre qué me gustaría ser más tarde, etcétera. Evitó hablarme de mi madre y de mi padre y me preguntó si me gustaría ayudar en misa, de modo que fui monaguillo durante dos años.

Me invitaba cada jueves, y a veces otro chico o alguna chica merendaba con nosotros. Se servían invariablemente pasteles secos, hechos en casa, de dos clases, unos de un amarillo claro, al limón, y los otros marrones con especias y almendras.

Aún me acuerdo del olor de la galería, del calor en invierno, que no era como en otros lugares y que me parecía más sutil y envolvente.

La señora Delmotte vino a verme cuando tuve lo que al principio se consideró una pleuresía seca, y fue ella quien me llevó en su coche, que conducía Désiré, a un especialista de Mézières.

Tres semanas después, y gracias a ella, fui admitido en el sanatorio, donde no habría encontrado plaza sin su intervención.

También fue ella quien, cuando me casé, nos regaló la copa de plata que se encuentra en el aparador de la cocina. Quedaría mejor en un comedor, pero no tenemos.

Creo que la señora Delmotte jugó indirectamente un papel importante en mi vida y, más

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indirectamente todavía, en que debía marcharme de Fumay. En cuanto a ella, no tuvo necesidad de partir porque, convertida ya en una dama de avanzada edad, se

encontraba, como cada año en la misma estación, en su apartamento de Niza. ¿Por qué me ponía a pensar en ella? Porque el caso es que pensaba en ella en aquel vagón de ganado,

donde la oscuridad reinaba de nuevo, mientras me preguntaba si me atrevería a tomar la mano de Anna, cuyo hombro se apoyaba en el mío.

La señora Delmotte había hecho de mí un monaguillo y Anna salía de la cárcel. No me preocupaba saber por qué había sido condenada ni a qué pena.

De pronto me acordé de que no llevaba equipaje ni bolso de Cano, de que no había sido posible abrir las puertas y devolver sus efectos a las detenidas. Era probable, pues, que no llevara dinero consigo. Y sin embargo, muy poco antes me había anunciado que acababa de comprar un jaboncillo.

Tendidos uno al lado del otro, Jef y Julie se besaban en la boca y yo percibía el olor de su saliva. -¿No le apetece dormir? -¿Y a usted? -¿Podríamos acostarnos? -Quizá. Por más que quisiéramos evitarlo, chocábamos con nuestros vecinos; parecía haber piernas y pies en

todas partes. -¿Está bien? -Sí. -¿No tiene frío? -No. A mi espalda, el tipo que yo había tomado por un tratante de ganado se incorporaba insensiblemente

sobre su vecina, que, al separar las rodillas, me rozaba los riñones. Estábamos todos tan apiñados, y yo me encontraba tan alerta, que supe el momento exacto de la penetración.

Anna también, estoy seguro. Su rostro tocó mi mejilla, sus cabellos, sus labios entreabiertos, pero ella no me abrazó y yo no intenté abrazarla.

Otros permanecían despiertos y debieron de darse cuenta. El movimiento del tren nos sacudía a todos. Después de cierto tiempo, el ruido de las ruedas sobre los raíles se convertía en música.

Puede que vaya a expresarme con crudeza, por inexperiencia, precisamente porque siempre he sido un hombre púdico, incluso en mis pensamientos.

No me había sublevado contra mi modo de vida. Lo había escogido. Había elaborado con paciencia un ideal que, hasta la víspera, y lo repito con toda sinceridad, me había satisfecho.

Ahora me encontraba allí, en la oscuridad, con la canción del tren, los fulgores rojos y verdes que pasaban, los hilos telegráficos y otros cuerpos tendidos en la paja. Muy cerca, al alcance de mi mano, tenía lugar lo que el abad Dubois llamaba el acto carnal.

Un cuerpo de mujer, tenso, vibrante, se apretó contra el mío, y una mano se deslizó para levantar el vestido negro y para deslizar las bragas hasta los pies, que se desprendieron de ellas con un movimiento gracioso.

Seguíamos sin abrazarnos. Era Anna quien me atraía y me hacía rodar sobre mí mismo, mientras permanecíamos en silencio como serpientes.

La respiración de Julie se hizo más entrecortada en el preciso instante en que Anna me ayudó, y bruscamente me encontré dentro de ella.

No grité, aunque estuve a punto de hacerlo. Estuve a punto de pronunciar unas palabras inconexas, de dar las gracias, de decir amor mío o incluso de quejarme, porque aquella felicidad me hacía daño. El daño de intentar alcanzar lo imposible.

Hubiera querido expresar mi ternura por aquella mujer a la que yo no conocía la víspera pero que era un ser humano, que a mis ojos se convertía en el ser humano por excelencia.

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La hubiera asesinado sin darme cuenta. Mis manos se esforzaban en tomarla por completo. -Anna... -¡Calla! -Te amo. -¡Calla! Por primera vez yo pronunciaba un «te amo» así, desde el fondo de mi ser. ¿Es posible que no la amara

a ella, sino a la vida? No sé cómo decirlo: yo estaba en su vida. Me hubiera gustado quedarme allí durante horas, no pensar en otra cosa, permanecer como una planta al sol.

Nuestras bocas se encontraron, húmedas. No pensé en preguntarle, como en el transcurso de mis experiencias juveniles:

-¿Puedo? Podía, puesto que ella no se inquietaba, puesto que no me rechazaba sino que me retenía en su interior. Nuestros labios acabaron por separarse, al tiempo que nuestros miembros se relajaban. -No te vayas -dijo en un susurro. No podíamos vernos, pero me acariciaba la frente con dulzura y seguía con su mano, como un escultor,

las líneas de mi rostro. Sin alzar la voz me preguntó: -¿Te ha gustado? ¿Me había equivocado, acaso, al pensar que había concertado una cita con el destino?

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4 Como de costumbre, me desperté al alba, hacia las cinco y media de la mañana. Ya había algunas

personas, campesinos en su mayoría, sentadas en el suelo del vagón con los ojos abiertos. Para no despertar a los demás, se limitaron a saludarme con la mirada.

Aunque por la noche había permanecido cerrada una de las puertas correderas, se notaba el penetrante frescor que precede a la salida del sol. Por temor a que Anna se enfriase, le cubrí los hombros y el pecho con mi chaqueta.

Todavía no la había contemplado realmente. Aproveché mientras dormía para examinarla con atención, y me conmovió lo que iba descubriendo. Me faltaba experiencia. Hasta entonces sólo había visto dormir a mi mujer y a mi hija, y conocía bien la expresión que las dos tenían al acercarse el alba.

Cuando no estaba encinta, oprimida por el peso de su cuerpo, Jeanne parecía más joven al amanecer que durante el día. Con los rasgos lisos, como de goma, recuperaba una expresión de niña, inocente y satisfecha como la de Sophie.

Anna era más joven que mi mujer. Le calculé veintidós años, veintitrés como mucho, pero aquella mañana me di cuenta de que su rostro era el de alguien más maduro. También tuve la revelación, mirándola de cerca, de que pertenecía a una raza distinta.

No sólo porque llegaba de otro país, aunque no sabía de cuál, sino porque tenía otra vida, otros pensamientos, otras maneras de sentir que las personas de Fumay y que cuantas yo conocía.

En lugar de abandonarse para desprenderse de la fatiga, se replegaba sobre sí misma, a la defensiva, con una arruga en medio de la frente, y a veces las comisuras de su boca temblaban como si le recorriese un dolor o una imagen desagradable.

Su carne tampoco se parecía a la de Jeanne. Era más firme, más densa, con músculos capaces de tensarse de pronto, a la manera de los gatos.

Ignoraba dónde estábamos. Unos álamos bordeaban los prados y los campos de trigo todavía verdes. A los lados dejábamos atrás paneles con anuncios, como en todas partes, y pasamos cerca de una carretera casi desierta donde nada hacía pensar en la guerra.

Tenía agua en mis botellas, una toalla, una brocha y todo lo que necesitaba en mi maleta. Aproveché para afeitarme, porque desde la víspera me avergonzaban unos pelos rojizos, de medio centímetro, que me cubrían las mejillas y el mentón.

Cuando acabé, Anna me miraba inmóvil, y no pude saber cuánto tiempo hacía que estaba despierta. Seguramente había aprovechado la ocasión, como había hecho yo poco antes, para observarme con

curiosidad. Le sonreí mientras me secaba el rostro y ella me devolvió la sonrisa, de una manera que me pareció forzada, o como si tuviera la mente en otro lugar.

Seguía viendo la arruga en su frente. Al erguirse sobre un codo reparó en mi chaqueta, que la cubría. -¿Por qué has hecho esto? Si ella no hubiese hablado primero, yo no habría sabido si tutearla o tratarla de usted. Me lo había

estado cuestionando en vano. Gracias a ella, todo resultaba más fácil. -Antes de que saliera el sol hacía bastante fresco. Tampoco reaccionaba como Jeanne. Jeanne habría insistido en sus agradecimientos, se habría creído

obligada a protestar, a mostrarse emocionada. Anna me preguntó simplemente: -¿Has dormido? -Sí.

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Hablaba en voz baja por consideración a los que aún dormían, pero se abstuvo de saludar con la mirada, como yo había hecho, a los compañeros ya despiertos que nos observaban.

Me pregunto si no fue eso lo que me había llamado la atención en ella la víspera, desde el momento en que se introdujo en nuestro vagón. Anna no vivía realmente con los demás. No participaba. Estaba a solas entre la multitud.

Parece ridículo decir esto después de lo sucedido la tarde anterior. Sin embargo, yo me entiendo. Me había seguido a lo largo de la vía aunque yo no la había llamado. Yo le había dado una botella vacía, sin pedirle nada a cambio. No le había hablado. No le había preguntado nada.

Había aceptado sentarse en mi baúl sin sentir la necesidad de darme las gracias, igual que acababa de hacer con mi chaqueta. Y, al acercarse nuestros cuerpos, había desnudado su vientre y dirigido mis movimientos.

-¿No tienes sed? Quedaba agua en la segunda botella y yo la vertí en un vaso de cámping, que mi mujer había puesto en

la maleta. -¿Qué hora es? -Las seis y diez. -¿Dónde estamos? -No lo sé. Se pasaba los dedos por los cabellos, sin dejar de mirarme, con aire reflexivo. -Eres un hombre tranquilo -acabó por decir-. Siempre estás tranquilo. La vida no te da miedo. No

tienes problemas, ¿verdad? -Esos dos, ¿no pueden callarse de una vez? -gruñó la gruesa Julie. Sonreímos y nos sentamos en el baúl para ver el paisaje. Le tomé la mano. Me dejó hacer, un poco

sorprendida, creo, sobre todo cuando me la llevé a los labios para depositar un beso en la punta de sus dedos.

Mucho después, ver salir a la gente de misa en un pueblo me recordó que estábamos en domingo, y me quedé perplejo al pensar que dos días antes, a esa hora, en nuestra casa, estaba preguntándome si partiríamos,

Volvía a verme arrojando maíz a las gallinas mientras me calentaba agua para el café, y después evoqué la cabeza del señor Matray apareciendo sobre el muro, mi mujer en la ventana con el rostro hinchado y cansado a la vez, más tarde la voz de mi hija inquieta.

Creía oír aún el diálogo burlesco, en la radio, sobre el coronel a quien no encontraban, y lo entendía mejor ahora que yo mismo estaba en cierto modo perdido en medio de la vorágine.

De nuevo circulábamos lentamente. Siguiendo una curva de la vía rodeamos casi por completo el pueblo, que se erguía en un montículo.

Ni la iglesia ni las casas tenían la misma forma ni el mismo color que las de nuestro pueblo, pero en el atrio los fieles se comportaban según los mismos ritos.

Los hombres, todos de negro y ya de cierta edad porque los demás estaban en el frente, formaban grupos en la pendiente a medida que salían. Se adivinaba que no tardarían en acudir a la cantina.

Las ancianas iban de una en una, presurosas, rozando los muros, en tanto que las jóvenes de vestidos claros y los adolescentes se esperaban mutuamente, con los misales en la mano, y los niños se lanzaban enseguida a correr.

Anna continuaba observándome y yo me preguntaba qué sabría de las misas dominicales. Antes del nacimiento de Sophie, Jeanne y yo asistíamos a la misa principal de las diez. A continuación dábamos una vuelta por la ciudad, saludando a los conocidos, antes de pasar por casa de su hermana para recoger nuestro pastel.

Yo lo pagaba. Exigía pagarlo, y aceptaba sólo un descuento del veinte por cien. Con frecuencia, el pastel estaba todavía tibio y, de camino a casa, aspiraba el olor del azúcar.

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Después de nacer Sophie, Jeanne tomó la costumbre de ir a la misa de las siete mientras yo cuidaba a la niña, y cuando ésta supo andar, yo la llevaba a misa de diez, mientras mi mujer preparaba el desayuno.

¿Habría misa principal aquella mañana, en Fumay? ¿Quedarían aún suficientes fieles? ¿Habrían bombardeado o invadido los alemanes la ciudad?

-¿En qué piensas? ¿En tu mujer? -No. Era verdad. Jeanne sólo figuraba de forma incidental en mis pensamientos. Yo evocaba con la misma

frecuencia al viejo señor Matray y a la hija de pelo rizado del maestro. ¿Habría conseguido el coche de éste abrirse camino en la confusión de las carreteras? ¿Habría ido el señor Reversé a recoger al pobre Nestor y a nuestras gallinas?

No me sentía emocionado. Me planteaba estas preguntas con objetividad, casi como un juego, porque todo se había hecho posible, incluso que, por ejemplo, Fumay hubiera sido completamente arrasada y hubiesen fusilado a sus habitantes.

Era tan plausible como la muerte de nuestro maquinista en la cabina de su locomotora, o incluso como, para mí, haber hecho el amor en medio de cuarenta personas con una joven a la que dos días antes no conocía y que salía de la prisión.

Otros viajeros, cada vez más, se habían ido sentando como nosotros, con la mirada soñolienta, y algunos extraían las vituallas de sus equipajes. Nos acercábamos a una ciudad. Yo había leído, en los letreros indicadores, nombres que no me resultaban familiares, y cuando vi que estábamos en Auxerre, tuve que recordar el mapa de Francia.

No sé por qué me había hecho a la idea de que atravesaríamos París. Lo habíamos evitado, pasando seguramente por Troyes durante la noche.

Ahora, bajo una gran techumbre acristalada, descubrimos una estación cuya atmósfera no se parecía en nada a la de aquella en la que nos habíamos detenido.

Se notaba que era una auténtica mañana de domingo, un domingo de antes de la guerra, sin servicio de acogida, sin enfermeras, sin jóvenes con brazales de tela.

Una veintena de personas en total esperaban en los bancos verdes de los andenes, y el sol, que se filtraba por los cristales sucios y se convertía en polvo de luz, daba al silencio y a la soledad algo de irreal.

-Dígame, jefe, ¿vamos a quedarnos mucho tiempo? El empleado miró la cabecera del tren y luego el reloj, quién sabe para qué, porque contestó:

-No sé nada. -¿Tenemos tiempo de ir a la fonda? -Seguramente se quedarán una hora larga. -¿Adónde nos llevan? Se alejó alzando los hombros, dando a entender que el tema sobrepasaba su competencia. Me pregunto si no nos molestó -digo nos a propósito- el hecho de no haber sido recibidos, de que en

cierto modo nos hubiesen abandonado bruscamente a nuestra propia suerte. Alguien aventuró, interpretando a su manera el sentimiento general:

-Entonces, ¿ya no nos alimentan? Como si se hubiera convertido en un derecho. En cualquier caso, estábamos en un lugar civilizado. Así que le dije a Anna: -¿Vienes? -¿Adónde? -A tomar un bocado. Una vez en el andén, donde tuvimos la impresión de acceder de pronto a un espacio mucho más

amplio, nuestro primer reflejo fue mirar nuestro tren de un extremo a otro, y nos desilusionó comprobar que no era el mismo.

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No sólo la locomotora era otra, sino que detrás del ténder conté catorce vagones belgas, vagones de pasajeros, de apariencia tan pulcra como los de los trenes normales.

En cuanto a nuestros vagones de animales y de mercancías, sólo quedaban tres. -¡Los canallas han vuelto a partirnos en dos! Se abrieron las puertas de los vagones de delante y la primera persona en apearse fue un sacerdote

enorme, atlético, que se dirigió con aire de autoridad al jefe de estación. Discutieron. El funcionario pareció asentir y el sacerdote se dirigió enseguida a quienes se habían

quedado en el vagón y ayudó a una monja de cofia blanca a bajar al andén. Cuatro religiosas, entre las cuales había dos muy jóvenes, de rostro anodino, hicieron apearse y

alinearse a unos cuarenta ancianos, vestidos con trajes idénticos de lana gris. Era un asilo que se replegaba. Acto seguido nos enteramos de que el tren al cual se nos había

enganchado mientras dormíamos llegaba de Louvain. Los hombres eran todos muy viejos, más o menos achacosos. Blancas y espesas, las barbas habían

crecido sobre unos rostros dibujados con tanta fuerza como los de los cuadros antiguos. Lo extraordinario era su docilidad, la indiferencia que se leía en sus ojos. Se dejaron conducir a la

fonda de segunda clase, donde se les instaló como en un refectorio y donde el sacerdote hablaba a media voz con el administrador.

De nuevo, Anna me miró. ¿Pensaba en el cura y en las monjas, sospechaba que ese mundo me resultaba familiar? ¿O bien los ancianos en fila le recordaban la prisión y una disciplina que yo no conocía, pero que ella había experimentado?

No sé nada. Nos sondeábamos mutuamente, para volver a adoptar enseguida un aire neutro. LOS FUERTES DE LIEJA, EN MANOS DE LOS ALEMANES Leí este titular en un diario del quiosco y, en caracteres más pequeños: PARACAIDISTAS ATACAN EL CANAL ALBERT -¿Qué quieres comer? ¿Te gustan los croissants?-Asintió con la cabeza-. ¿Café con leche? -Solo. Si hay tiempo, preferiría asearme antes. ¿Te molestaría dejarme tu peine? Como había tomado asiento en una mesa y todas las demás estaban ocupadas, no me atreví a

levantarme para seguirla. Mientras franqueaba la puerta acristalada sentí una brusca contracción en el pecho, porque se me había ocurrido la idea de que quizá no volvería a verla.

Por la ventana vislumbré una plaza tranquila, unos taxis estacionados, un hotel para viajeros, un pequeño bar pintado de azul donde el camarero limpiaba los veladores de la terraza.

Anna podía irse. Nada se lo impedía. -¿Tienes noticias de tu mujer y de tu hija? Fernand Leroy estaba de pie delante de mí con una botella de cerveza en la mano, la mirada irónica.

Contesté que no, procurando no sonrojarme, porque comprendí que estaba al corriente de lo que había ocurrido entre Anna y yo.

Nunca me gustó Leroy. Hijo de un ayudante de caballería, en la escuela nos explicaba: -En la caballería, un ayudante es mucho más importante que un lugarteniente o que un capitán en otro

cuerpo. Se las arreglaba para que los otros fuesen castigados en su lugar y los maestros se dejaban contagiar

por su aire cándido, lo que no le impedía hacer muecas a sus espaldas. Luego supe que había suspendido dos veces el examen de bachillerato. Su padre había muerto. Su

madre trabajaba como cajera en un cine. Entró en la librería Hachette y se casó, dos o tres años más tarde, con la hija de un rico empresario.

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¿Se casó con ella por su dinero? Es algo que no me incumbe. De buena fe le pregunté: -¿Tu mujer no está contigo? -Creía que lo sabías. Hemos pedido el divorcio. De no ser por él hubiera ido en busca de Anna. Parecía que había transcurrido mucho tiempo. Mis

manos estaban húmedas. Era presa de una impaciencia que nunca había sentido, sólo comparable, aunque más intensa, a la que había experimentado el viernes en la estación de Fumay, cuando me preguntaba si llegaríamos a partir.

Una camarera se acercó y le pedí café y croissants para dos, mientras Leroy recuperaba su despreciable sonrisa. Me dije a mí mismo que personas así son capaces de ensuciar todo con una mirada, y seguí detestándolo mientras esperaba.

Cuando vio a Anna empujar la puerta, se alejó en dirección al bar y me soltó: -Os dejo a los dos. Cierto, a los dos. Éramos dos. Mi mirada debía de traicionar mi alegría, porque Anna murmuró, en

cuanto se sentó delante de mí: -¿Tuviste miedo de que no volviera? -Sí. -¿Por qué? -No lo sé. De pronto me sentí desamparado y estuve a punto de echarme a correr detrás de ti. -No tengo dinero. -¿Y si lo tuvieras? -Ni siquiera entonces me habría ido. No precisó si era por mí. Simplemente me pidió una moneda para la mujer de los lavabos y fue a

llevársela. Los ancianos comían en silencio, como en el asilo. Habían acercado las mesas. El sacerdote estaba en

un extremo, la religiosa de más edad en el otro. Eran las diez y media de la mañana. Sin duda para hacer dos comidas de una vez, o porque se ignoraba lo que nos esperaba más adelante, se les había hecho servir a cada uno queso y un huevo duro.

Algunos, que ya no tenían dientes, masticaban con las encías. Uno de ellos babeaba tanto que una religiosa le había puesto una servilleta de papel alrededor del cuello, y seguía todos sus movimientos con atención. Había muchos con los ojos rojos, y grandes venas azules resaltaban en sus manos.

-¿No vas a refrescarte también? No sólo fui, sino que saqué de mi maleta una muda para cambiarme. En los lavabos, mis compañeros

de vagón se lavaban con el torso desnudo, se afeitaban, se peinaban los cabellos mojados. La toalla sin fin, montada en un rulo, estaba negra y olía a diablos.

-¿Sabes con cuántos tipos lo ha hecho esta noche? Se me cortó el aliento, y comprendí que estaba celoso. -¡Tres, además del fortachón! Los conté, en vista de que, por así decirlo, no podía dormir. Sólo hace

falta, amigo mío, que suelten el dinero, como en su cafetucho. ¿Has ido al cafetucho alguna vez? -Una vez, con mi cuñado. -¿Quién es tu cuñado? -Debiste de verlo cuando te casaste y cuando inscribiste a tus hijos. Es empleado del registro civil. -¿Está aquí? -No tienen derecho a irse. ¡Al menos eso dicen! O les ocurrirá sólo a algunos, porque con mis propios

ojos vi a un oficial de policía que se largaba en moto con su mujer detrás. ¿De qué me preocupaba? No había motivo, porque tengo el sueño ligero y Anna había dormido

prácticamente entre mis brazos. También me enteré allí, en los lavabos, de que durante la noche se habían producido más relaciones en

el extremo del vagón opuesto al nuestro, entre otras con una campesina enorme, que había pasado la

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cincuentena. Se contaba incluso que, cuando ya otros habían estado con ella, el viejo Jules había probado suerte y que ella había aceptado porque le sabía mal rechazarlo.

¿No era curioso que nadie hubiera hecho el menor intento de acercarse a Anna? La habían visto subir sola. Sabían, pues, que no me acompañaba, que nuestro encuentro era fortuito. No había razón alguna, al menos desde el punto de vista de aquellos hombres, para que yo gozase de un privilegio exclusivo.

Sin embargo, se contentaban con observarla de lejos. Es cierto, y eso me extraña ahora, que nadie le había dirigido la palabra. ¿Habían adivinado que no

pertenecía a su raza? ¿Desconfiaban? Volví con ella. El jefe de estación había ido dos veces a conversar con el sacerdote. Así que, mientras

los ancianos estuvieran sentados a la mesa, no corríamos el riesgo de ver partir al tren. -¿Sabe adónde vamos, jefe? El hombre de la pipa se presentó recién afeitado y con los bolsillos llenos de paquetes de tabaco, de los

que había hecho provisión. -Por ahora, mis instrucciones son enviarles a Bourges por Clamecy, pero eso puede cambiar de un

momento a otro. -¿Y después? -Ya se arreglarán en Bourges. -¿Puede bajarse uno donde quiera? -¿Tiene usted ganas de dejar el tren? -Yo no. Pero a alguien podría tentarle. -No veo cómo impedirlo, ni por qué. -Allá arriba nos impidieron salir de los vagones. El jefe de estación se rascó la cabeza y examinó seriamente la situación. -Eso depende de si se les considera evacuados o refugiados. -¿Qué diferencia hay? -¿Se les ha obligado a partir a la fuerza, en grupo? -No. -En ese caso, son más bien refugiados. ¿Pagaron sus billetes? -No había nadie en las ventanillas. -En principio... Estaba resultando demasiado complicado para él y, tras un gesto evasivo, se precipitó hacia el andén

número tres, donde estaba previsto un tren, un verdadero tren, con viajeros ordinarios que conocían sus destinos y que habían pagado por sus asientos.

-¿Ha oído lo que ha dicho? Asentí con un gesto. -¡Si al menos supiera dónde encontrar a mi mujer y a mis chicos! ¡Antes nos trataban como a soldados

o como a prisioneros de guerra: hagan esto, prohibido bajar al andén, reparto de zumos y bocadillos, las mujeres delante, los hombres detrás, hacinados como ganado! Cortaban el tren cuando querían, nos ametrallaban, nos separaban..., en fin, que no éramos personas.

»Y aquí, de pronto, libertad completa. ¡Hagan lo que quieran! Váyanse si el corazón se lo pide... Quizás al día siguiente o esa misma tarde la estación de Auxerre sería distinta. Guardo un buen

recuerdo del lugar porque, en vista de que teníamos tiempo, Anna y yo salimos a dar una vuelta. Era agradable estar en una plaza de verdad, con adoquines auténticos, y pasear entre personas que todavía no se preocupaban de los aviones.

Vimos a los grupos que regresaban lentamente de misa y entramos en el pequeño bar pintado de azul, donde bebí un refresco mientras Anna, tras dedicarme una mirada furtiva, pedía un aperitivo italiano.

Era la primera estación, después de nuestra partida, de la que veíamos la fachada exterior, con su gran reloj y su marquesina de vidrio pulimentado, la sombra del vestíbulo que contrastaba con la plaza soleada

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y los diarios abigarrados expuestos en el quiosco. -¿De dónde vienen? -De Fumay. -Creía que era un tren belga. -Hay vagones belgas y vagones franceses. -Ayer por la tarde estuvieron los holandeses. Al parecer los conducían a Toulouse. ¿Y a ustedes? -No se sabe. El camarero alzó la cabeza y me miró con aire incrédulo. Sólo después comprendí su reacción. -¿Cómo, no lo saben? Entonces, ¿dejan que la suerte decida por ustedes? Unas poblaciones habían entrado en guerra, otras todavía no. Por eso habíamos visto a lo largo de las

vías pueblos tranquilos en los que cada uno se dedicaba a sus ocupaciones, y otros invadidos por convoys de todas clases.

Eso no dependía sólo de la proximidad del frente. Además, ¿había acaso un solo frente? En Bourges, por ejemplo, a media tarde, encontramos un servicio de acogida como en el norte, un

andén atiborrado de familias que aguardaban entre maletas y baúles. También eran belgas. Me pregunté cómo habían podido llegar antes que nosotros. Habían tenido que

seguir otra línea menos transitada que la nuestra y que pasar por una aventura similar, aunque más grave, cerca de la frontera.

Los habían ametrallado muchos aviones. Todos, hombres, mujeres y niños, se habían apeado para guarecerse en la cuneta. Los alemanes habían vuelto dos veces a la carga, dejando la locomotora fuera de servicio, matando o hiriendo a una decena de personas.

Se nos prohibió que bajáramos del tren para evitar que nos mezclásemos, pero cuando nos daban de beber y de comer se entablaban conversaciones con la gente que estaba en los andenes.

En Auxerre compré dos cestas de comida. Sin embargo, tomamos también los bocadillos, que pusimos aparte porque nos estábamos volviendo prudentes.

Los belgas del andén estaban tristes, agotados. Habían caminado dos horas sobre las traviesas y los guijarros del balasto antes de alcanzar una estación, llevando consigo cuanto podían y dejando atrás buena parte de sus enseres.

Como de costumbre, el hombre de la pipa era el mejor informado, en primer lugar a causa de su posición estratégica y en segundo porque no dudaba a la hora de hacer preguntas.

-¿Ve usted a aquella rubia de allí, con un vestido de topos azules? Llevó a su hijo muerto hasta una estación... Al parecer se trataba de un pueblo muy pequeño. Fueron todos a verlos y ella le entregó el bebé al alcalde, que es granjero de oficio, para que lo enterrase.

La mujer comía distraídamente con la mirada vacía, sentada sobre una maleta marrón reforzada con cuerdas.

-Un tren fue a buscarlos y trasladó a los otros muertos y a los heridos hasta una estación más importante, no saben cuál. Aquí les han hecho bajar porque necesitaban sus vagones, y están esperando desde las ocho de la mañana.

También ellos nos miraban con envidia, sin entender lo que sucedía. Una enfermera fresca, bonita, sin una sola mancha en su uniforme almidonado, daba el biberón a un bebé mientras la madre registraba su bolsa en busca de pañales de repuesto.

No vimos llegar su tren. Ignoro, pues, cuándo y adónde fueron. Cierto que yo tampoco sabía dónde se encontraban mi mujer y mi hija.

Intenté informarme. Pregunté a la mujer que parecía dirigir el servicio de acogida y me contestó con calma:

-No teman nada. Todo está previsto. Se confeccionarán unas listas. -¿Dónde encontraremos esas listas? -En el centro donde les acogerán. ¿Es usted belga?

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-No. De Fumay. -Y cómo es que está en un tren belga? Oí esa pregunta diez, veinte veces. Un poco más y se nos hubiera reprochado nuestra presencia. A

causa de quién sabe qué error, nuestros tres desdichados vagones no estaban donde debían estar y casi se nos hacía responsables.

-¿Adónde se envía a los belgas? -En principio, a Gironde y a Charentes. -¿Este tren también va allí? Como el jefe de la estación de Auxerre, prefirió contestar con un gesto vago. Contrariamente a lo que pudiera creerse, pensaba en Jeanne y en mi hija sin demasiada inquietud,

incluso con cierta serenidad. Por un momento me quedé sobrecogido al conocer la historia del tren ametrallado y del niño muerto al

que su madre había tenido que abandonar en una pequeña estación. Después me dije que eso sucedía en el norte, que el tren de Jeanne iba delante del nuestro y que por

consiguiente habría franqueado la zona peligrosa antes que nosotros. Quería a mi mujer. Era tal como había deseado y me había dado exactamente lo que esperaba de una

compañera. No tenía ningún reproche que dirigirle. No estaba buscándolo, y por eso Leroy me había molestado tanto con su sonrisa equívoca.

Jeanne no tenía nada que ver con lo que ocurría ahora, no más que la misa de las diez, por ejemplo, la pastelería de su hermana o los aparatos de radio etiquetados de mi taller.

Hablo de «nosotros» al referirme a los ocupantes de nuestro vagón, porque en algunos puntos sé que nuestras reacciones eran las mismas. Pero en cuanto a este asunto sólo hablo por mí, aunque estoy seguro de que no fui un caso aislado.

Se había producido una ruptura. Eso no significaba que el pasado no existiera y menos aún que yo renegase de mi familia y dejase de quererla.

Lo que ocurría era, simplemente, que por un periodo de tiempo indeterminado yo vivía en otro plano, donde había unos valores que nada tenían en común con los de mi antigua existencia.

Podría decirse que yo vivía en dos planos a la vez, pero que, para lo más inmediato, el que contaba era el nuevo, representado por nuestro vagón con olor a establo, por unos rostros que días antes me habían resultado desconocidos, por las cestas de bocadillos de las señoritas con brazales de tela y por Anna.

Estoy convencido de que ella me comprendía. No intentaba animarme diciéndome, por ejemplo, que mi mujer y mi hija no corrían peligro alguno y que las encontraría pronto.

Un comentario que había hecho por la mañana me volvía a la memoria: «Eres un hombre tranquilo». Me creía seguro de mí mismo y supongo que por eso estaba conmigo. En aquel momento yo lo

ignoraba todo sobre su vida, aparte de su alusión a la prisión de Namur, y tampoco ahora sabía más. Era evidente que Anna no tenía ataduras y que no contaba con puntos de apoyo firmes.

De hecho, ¿no era ella la más fuerte de los dos? En la estación de Blois, si no me equivoco, donde aún nos esperaba un servicio de acogida, ella fue la

primera en preguntar: -¿No ha pasado un tren de Fumay? -¿Dónde está Fumay? -En las Ardenas, en la frontera belga. -¡Pasan tantos belgas! También en las carreteras podíamos ver ahora los coches belgas, que iban muy juntos y en dos

columnas, de modo que se producían atascos en todas partes. También había coches franceses, mucho menos numerosos, sobre todo de los departamentos del Norte.

Yo no conocía la región de Loire, que brillaba al sol, y distinguimos dos o tres castillos históricos que me resultaban familiares gracias a las postales.

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-¿.Has estado aquí antes? -le pregunté a Anna. Titubeó antes de responder que sí, apretándome el extremo de los dedos. ¿Adivinaba que me

molestaba un poco, que hubiera preferido que no hubiese pasado por allí? Era absurdo. ¿Pero no se había vuelto todo absurdo y no era eso lo que yo quería? El tratante dormía. La gruesa Julie había bebido demasiado y se sostenía el pecho con las dos manos,

mirando la puerta como quien espera vomitar de un momento a otro. Había botellas desperdigadas por la paja, y comida. El chico de quince años había conseguido dos

mantas militares en alguna parte. Cada uno tenía su sitio reservado, su rincón, que estaba seguro de volver a encontrar después de

haberse apeado en el andén, si es que nos permitían apearnos. Me pareció que éramos menos numerosos que a la salida, que faltaban cuatro o cinco personas, pero

como no las había contado no podía jurarlo, salvo en el caso de la niña, a quien las religiosas, al ver que estaba con nosotros, habían trasladado a su vagón como si fuéramos demonios.

En Tours, por la tarde, se nos sirvió sopa en grandes cuencos, trozos de carne hervida y pan. Cuando empezó a hacerse de noche, me apresuré a recuperar nuestra intimidad de la noche anterior. Debía de notarse mi ansiedad, porque Anna me miró con una pizca de ternura.

Según las últimas noticias nos dirigíamos a Nantes, donde se decidiría nuestro destino definitivo. Envolviéndose en una manta, alguien exclamó: -¡Buenas noches, amigos! Todavía se veían brillar algunos cigarrillos y aguardé, inmóvil, con los ojos fijos en las señales

luminosas, que a veces confundía con las estrellas. Jef dormía. No por eso dejó de haber movimientos furtivos donde estaba Julie. De pronto, la voz de

ésta rompió el silencio. -¡No, encantos! Esta noche duermo. Que se sepa. Anna rió en mi oreja y aún esperamos media hora

más.

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Un anciano del hospicio murió durante la noche. No sé cuál de ellos era porque lo bajaron en Nantes

por la mañana, con el rostro cubierto por una toalla. El cónsul de Bélgica se encontraba en el andén y el sacerdote le acompañó a la oficina del subjefe de estación para cumplir las formalidades.

Allí el servicio de acogida fue más importante que en otros lugares, no sólo por el número de damas con brazales de tela, sino porque había personas que parecían encargarse del destino de los refugiados.

Yo tenía la ilusión de ver el mar por primera vez en mi vida. Pronto me di cuenta de que estaba lejos, de que nos encontrábamos en un estuario, pero distinguí los mástiles y las chimeneas de los barcos, y escuché las sirenas. Cerca de nosotros se apearon unos marineros, un tren entero. Formaron en el andén y con paso militar abandonaron la estación.

El tiempo era tan increíblemente radiante como los días anteriores, y pudimos asearnos y desayunar antes de volver a partir.

Me inquieté por un momento cuando un subjefe de estación se puso a discutir con alguien que tenía aspecto de oficial mientras señalaban nuestros tres maltrechos vagones, como si hablaran de la posibilidad de desengancharlos.

Era como si, incorporados al tren belga en contra de nuestra voluntad, constituyéramos un problema, pero al final nos dejaron ir.

Quien nos sorprendió de veras fue la gruesa Julie. Poco antes de que sonara el silbato apareció en el andén, radiante, lozana, con un vestido de algodón estampado de flores sin una sola arruga.

-¿Qué creéis que ha hecho Julie, encantos, mientras seguíais aquí, revolcándoos en la paja? Se ha ido a tomar un baño, un baño caliente, de veras, en una bañera del hotel de enfrente, y aún ha tenido tiempo de comprarse un vestido.

Bajábamos hacia la Vendée, donde, una hora después, atisbé el mar en la lejanía. Emocionado, busqué la mano de Anna. Yo había visto el mar en el cine y en las fotos de colores, pero no había imaginado que fuese tan claro, ni tan vasto e inmaterial.

El agua era del color del cielo y, como reflejaba la luz y el sol, estaba a la vez arriba y abajo, ya no había ningún límite y la palabra infinito acudió a mi mente.

Anna comprendió que para mí era una experiencia nueva. Sonreía. Los dos nos encontrábamos de un humor chispeante. Durante todo el día hubo una sensación de alegría en el vagón.

Sabíamos más o menos lo que nos esperaba, porque el cónsul había recorrido los primeros vagones para reconfortar a sus compatriotas, y el hombre de la pipa, siempre al acecho, nos había informado.

-Parece que, para los belgas, el destino es La Rochelle. Es lo que podría llamarse su estación de confluencia. Han instalado allí una especie de campo con barracones, camas y todo lo necesario.

-¿Y nosotros, que no somos belgas? -Ya se irá viendo. Circulábamos lentamente y yo leía los nombres de localidades que me recordaban algunos libros que

había leído: Pornic, Saint Jean-de-Monts, Croix-de-Vie... Divisamos la isla de Yeu, que, a causa del deslumbramiento del sol, habría podido tomarse por una nube que se estiraba a ras del agua.

Durante horas nuestro tren pareció comportarse de forma caprichosa, como si fuéramos de excursión, introduciéndose en líneas secundarias para detenerse en pleno campo y volver enseguida atrás.

Ya no teníamos miedo de apearnos ni de subir de un salto, porque sabíamos que el conductor nos esperaría.

Por fin comprendí por qué ejecutábamos tantas maniobras y habíamos tardado tanto en llegar desde las

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Ardenas. Los trenes regulares, con viajeros ordinarios que pagaban su billete, circulaban todavía y en las

grandes líneas había además un tráfico intenso de convoys militares y de municiones, que tenían prioridad.

En casi todas las estaciones, al lado de los empleados ordinarios, empezamos a ver a un oficial que impartía órdenes.

Como no pertenecíamos a ninguna de esas categorías, de vez en cuando se nos desviaba a una vía de estacionamiento para dejar sitio.

Asistí a una conversación telefónica, en una bonita estación atestada de geranios, en la que un perro yacía atravesado en la puerta del despacho del jefe. Este último, acalorado, se había echado la gorra hacia atrás y jugueteaba con el banderín que tenía sobre el escritorio.

«¿Eres tú, Dambois?» Otro jefe de estación me explicó que no se trataba de un teléfono ordinario. Si no me equivoco, se le

llama selector, y cada uno sólo puede comunicar, en un sentido y en el otro, con la estación más próxima. Así es como se anuncian los trenes.

«Tengo aquí al 237. No puedo retenerlo por más tiempo, porque espero el 161. ¿Tu vía de estacionamiento está libre? ¿Está abierta la fonda de Hortense? Avísale que va a recibir un montón de clientes... ¡Bien! Gracias. Te lo envío.»

Así pasamos tres horas en una estación minúscula, al lado de un hostal pintado de rosa. Las mesas fueron tomadas al asalto. Bebimos y comimos. Anna y yo nos quedamos fuera, bajo un pino, y a ratos nos sentíamos incómodos por no saber qué decirnos.

Si tuviera que describir el lugar, sólo podría hablar de las manchas de sombra y del sol, del tono rosado del día, del verde de la viña y de los groselleros, de mi amodorramiento, de un bienestar animal. Me pregunto si aquel día no estuve lo más cerca posible de la felicidad perfecta.

Como en mi infancia, sentía los olores, la vibración del aire, los ruidos imperceptibles de la vida. Creo haberlo dicho ya, pero como no escribo de un tirón, sino que garrapateo unas líneas aquí, una página o dos allá, cuando me siento a salvo, a escondidas, es inevitable que me repita.

Al empezar mi relato estuve a punto de hacerlo preceder de una advertencia, menos por su utilidad que por sentimentalismo. En el sanatorio, en efecto, la biblioteca contenía sobre todo obras anteriores a 1900, y entre los autores del siglo pasado estaba de moda incluir una advertencia, un preámbulo o un prefacio.

El papel de aquellos libros, amarillento, con manchas marrones, era más grueso, más satinado que el de los libros de ahora, y tenía un olor agradable que para mí ha quedado asociado para siempre a los personajes de las novelas. La tela negra de la cubierta estaba tan brillante como los codos de una chaqueta vieja. Encontré esa misma tela en la biblioteca pública de Fumay.

Renuncié a la advertencia para que no parezca que me doy importancia. Cierto que es posible que me repita, que me embrolle, es decir, que me contradiga, porque si escribo es sobre todo para aproximarme a la verdad.

En cuanto a los sucesos de los que fui testigo, pero que no me atañen personalmente, utilizo mi memoria lo mejor que puedo. Para encontrar algunas fechas sería necesario investigar en las hemerotecas, y no sé dónde consultarlas.

Estoy seguro de la fecha del viernes 10, que ahora debe figurar en los libros de historia. También estoy seguro, grosso modo, del itinerario que seguimos, aunque ya en el tren algunos de mis compañeros empezaron a citar nombres de estaciones por las que no habíamos pasado.

Una carretera que por la mañana estaba vacía podía bullir de vida una hora más tarde. Todo transcurría terriblemente deprisa y terriblemente despacio. Aún se hablaba de combates en Holanda, de que los Panzers se encontraban ante Sedan.

Es posible, en fin, que mi memoria me haga cometer errores. Como decía a propósito de la última mañana en Fumay, yo podría reconstruir algunas horas minuto a minuto, mientras que de otras sólo

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recuerdo la atmósfera general, el ambiente. Eso me ocurre también con el tren, sobre todo a causa de la fatiga, esa especie de agotamiento, de

vacío cerebral que era consecuencia de nuestro modo de vida. Ya no teníamos responsabilidades ni iniciativas que tomar. Nada dependía de nosotros, ni siquiera

nuestra propia suerte. Un detalle me intriga, por ejemplo, porque soy más bien escrupuloso y suelo insistir en una idea hasta

que está a punto. Cuando hablé del avión que ametralló nuestro tren, del fogonero que gesticulaba al lado de su locomotora y del maquinista muerto, no mencioné al jefe del tren. Sin embargo debió de haber uno, alguien que se ocupaba de tomar decisiones.

No lo vi. ¿Existía? ¿No existía? Una vez más, las cosas no sucedían exactamente según la lógica. En cuanto a la Vendée, sé que mi piel, mis ojos, mi cuerpo entero nunca se han empapado de sol con

tanta avidez como aquel día, y puedo decir que saboreé todos los matices de la luz, todos los verdes de los prados, los campos y los árboles.

Una vaca, acostada a la sombra de un roble, blanca y marrón, con su hocico húmedo animado por un movimiento sin fin, dejaba de ser un animal familiar, un espectáculo banal, para convertirse...

¿Convertirse en qué? No encuentro las palabras. Soy algo torpe. La verdad es que nunca he llegado a llorar mirando a una vaca. Aquel día, en la terraza del hostal pintado de rosa, mis ojos permanecieron fijos largo tiempo, maravillados, contemplando una mosca que giraba en torno a una gota de refresco.

Anna se dio cuenta. Tuve conciencia de que sonreía y le pregunté por qué. -Acabo de verte como debiste de ser a los cinco años. Era agradable recuperar incluso hasta los olores del cuerpo humano, el del sudor en particular. Por fin

descubría un lugar donde la tierra estaba al mismo nivel que el mar y la mirada abarcaba los campanarios de cinco pueblos.

La gente seguía inmersa en sus ocupaciones, y cuando nuestro tren se detenía, se contentaban con mirarnos de lejos, sin sentir la necesidad de acudir a examinarnos y hacernos preguntas.

Noté que había muchas más ocas y patos que entre nosotros, que las casas eran tan bajas que el techo podía tocarse con la mano, como si los habitantes tuvieran miedo de que el viento pudiera llevárselas.

Vi Luçon, que me hizo pensar en el cardenal Richelieu, y luego Fontenay-le-Comte. Habríamos podido llegar a La Rochelle por la noche, pero el jefe de la estación de Fontenay vino a explicarnos que sería difícil bajar del tren en la oscuridad e instalarnos en el centro de acogida.

Conviene recordar que, a causa de los vuelos nocturnos de los aviones, las lámparas de gas y todas las; luces exteriores estaban pintadas de azul, y que los habitantes tenían la obligación de poner cortinas negras en sus ventanas, de suerte que por la noche, en las ciudades, los peatones iban provistos de linternas y los coches circulaban al paso, con las luces cortas.

-Ya les encontrarán un lugar tranquilo para dormir. Parece que habrá reparto de alimentos. Era verdad. Nos aproximamos al mar para luego alejarnos de nuevo, y al final nuestro tren, que no

seguía ningún horario y parecía buscar cobijo, acabó por detenerse en un prado, cerca de un apeadero. Eran las seis de la tarde. Aún no se notaba el frescor del crepúsculo. Casi todo el mundo bajó para

desentumecer las piernas, salvo los ancianos a los que vigilaban el sacerdote y las monjas, y vi mujeres maduras de rostro severo que se inclinaban para recoger margaritas y botones de oro.

Alguien insinuó que los ancianos con uniforme de paño gris eran deficientes mentales. Es posible. En La Rochelle los esperaban unas enfermeras y otras religiosas, que los hicieron entrar en dos autocares.

Tuve una idea y me acerqué a Dédé, el chico de quince años, para comprarle una de sus mantas. Fue más difícil de lo que esperaba. Discutió con tanta aspereza como un viejo campesino en la feria, pero al final me salí con la mía.

Anna nos observaba sonriendo, incapaz, supongo, de sospechar el motivo de nuestra transacción. Yo disfrutaba. Me sentía joven. O, mejor dicho, no me sentía de ninguna edad. -¿De qué hablabas con tanta pasión?

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-Una idea mía. -Lo adivino. -A que no. -¡Incrédulo! Como si ella fuera una jovencita y yo un adolescente. -Di lo que piensas, para ver si lo has adivinado. -No quieres dormir en el tren. Era verdad, y me asombraba que lo supiera. A mis ojos era una idea un poco loca, que sólo podía

ocurrírsele a alguien como yo. Nunca había tenido la ocasión de dormir al aire libre, de niño porque mi madre no me dejaba y porque, por otra parte, en la ciudad hubiera sido difícil, y más tarde a causa de mi enfermedad.

Desde que el jefe de estación había hablado de encontrarnos un lugar tranquilo en el campo, yo había estado pensando en ello, y acababa de adquirir una manta que nos protegería del rocío y garantizaría nuestra intimidad.

Llegó un coche amarillo, con una enfermera jovial y cuatro boy-scouts entre los dieciséis y los diecisiete años. Traían bocadillos, dos recipientes de café caliente y barras de chocolate. Llevaban también mantas, pero las reservaban para los ancianos y los niños.

Las puertas se abrían y cerraban. Durante una hora larga, mientras el día se apagaba lentamente, hubo una algarabía confusa en la que destacaban sobre todo voces en flamenco.

Fue necesaria esa parada nocturna para que yo descubriese que había bebés en los vagones belgas. La enfermera estaba al corriente gracias al selector telefónico. Se había provisto de los biberones necesarios y de una gran bolsa de pañales.

Eso no interesaba en nuestro vagón. No porque se tratase de belgas, sino porque los niños no pertenecían a nuestro grupo. Hasta los franceses de los otros dos vagones de mercancías, que habían subido al mismo tiempo que nosotros en Fumay, nos resultaban ajenos.

Se habían formado células estancas, que se bastaban a sí mismas. Y cada célula contenía células menores, como los jugadores de cartas o como la pareja que formábamos Anna y yo.

Unas ranas empezaron a croar, y se escucharon ruidos nuevos en los prados y en los árboles. Paseábamos sin ir de la mano, sin tocarnos. Anna fumaba uno de los cigarrillos que le había comprado

en Nantes. La idea de hablar de amor no se nos ocurría, y hoy me pregunto si aquello era en verdad amor. Quiero

decir amor en el sentido que por lo general se da a la palabra, porque para mí era mucho más. Ella ignoraba lo que yo hacía en la vida y no parecía sentir curiosidad. Sabía que yo había estado

enfermo de tuberculosis porque, hablando de las horas de sueño, le había dicho: -Cuando yo estaba en el sanatorio, apagaban las luces a las ocho. Me miró en el acto. Ese gesto era característico en ella y también su mirada, que me costaría describir.

Podría decirse que se le había ocurrido una idea de improviso, no una idea nacida de la reflexión sino algo palpable y al mismo tiempo fugaz, que su instinto le hacía captar al vuelo.

-Ahora lo entiendo -murmuró. -¿Qué es lo que entiendes? -A ti. -¿Y qué has descubierto? -Que te has pasado años encerrado. No insistí, pero creo que entendí a mi vez. También ella había estado encerrada. Poco importa el

nombre del lugar donde uno está condenado a vivir entre cuatro paredes. ¿Quiso decirme que eso dejaba una marca, que era esa marca lo que ella había creído encontrar en mí y

que hasta entonces no había sabido a qué atribuirla? Volvimos despacio hacia el tren oscuro, donde sólo se distinguía la lumbre de los cigarrillos y se oían

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unos cuchicheos. Recogí la manta. Buscamos un lugar, el nuestro, en la tierra blanda, en medio de la alta hierba y en un

terreno de suave pendiente. Un grupo de tres árboles nos ocultaba de las miradas, y una boñiga que alguien había pisado

desprendía su olor. La luna no iba a alzarse hasta las tres de la madrugada. Permanecimos un momento indecisos, cada uno de pie ante el otro, y para disimular la ansiedad me

puse a arreglar la manta. Vuelvo a ver a Anna tirando su cigarrillo, que todavía brilló un rato en la hierba, la veo quitándose el

vestido con un gesto que yo observaba por primera vez, y luego la ropa interior. Se me acercó desnuda, sorprendida por el frescor, que la hizo temblar una o dos veces, y me atrajo con

suavidad hacia el suelo. Comprendí enseguida que ella quería que aquélla fuese mi noche. Había adivinado que para mí era una

celebración, como había adivinado muchos de mis pensamientos. Fue ella quien tomó cada iniciativa, y también quien retiró la manta, para que nuestros cuerpos

estuviesen en contacto con el suelo, con el olor de la tierra y de la vegetación. Cuando por fin se levantó la luna, yo estaba despierto. Anna se había puesto de nuevo su ropa y nos

habíamos envuelto en la manta, apretados el uno contra el otro para no sentir el frescor de la noche. Veía sus cabellos oscuros de reflejos rojizos, su perfil exótico, su piel pálida, de una textura distinta a

cuantas había conocido. Hasta tal punto nos habíamos impregnado el uno del otro que compartíamos un solo olor. No sé qué pensaba al mirarla así. Me sentía grave, ni alegre ni triste. No me inquietaba el porvenir y

me negaba a que pudiera influir en el presente. De pronto me di cuenta de que, en las últimas veinticuatro horas, no me había preocupado ni una sola

vez por la suerte de mis gafas de recambio, que quizá yacían en algún lugar del prado o en la paja de nuestro vagón.

De tarde en tarde, una sacudida animaba su cuerpo y el pliegue de su frente se hacía más acusado, como si tuviera una pesadilla o padeciese algún dolor.

Al final me dormí. En lugar de despertarme por mí mismo, como tenía por costumbre, un rumor de pasos me sacó del sueño. Alguien andaba cerca. Era el hombre de la pipa, a quien yo llamaba el conserje. Me llegó una vaharada de su tabaco, inesperada en aquella madrugada campestre.

Era otro tempranero como yo, seguramente un solitario, pese a su mujer y a sus hijos, a los que reclamaba con un mal humor exagerado. Caminaba con el mismo paso con que yo recorría por las mañanas mi jardín, y nuestras miradas se encontraron.

Me pareció que tenía un aire bondadoso. Con sus hombros caídos y su ancha nariz, era como los gnomos bonachones de los libros ilustrados.

Anna se despertó con un sobresalto. -¿Ya es hora? -No creo. El sol aún no ha salido. Una ligera niebla subía de la tierra, y unas vacas mugían en un establo lejano, donde vislumbramos un

poco de luz. Seguramente se disponían a ordeñarlas. La víspera habíamos descubierto un grifo detrás del edificio de ladrillo del apeadero. Fuimos a él para

asearnos. No había nadie más alrededor. -Sostén la manta. Anna se desvistió en un abrir y cerrar de ojos, y se echó agua helada sobre el cuerpo. -¿Querrías ir corriendo a traerme el jabón? Está en la paja, detrás de tu baúl. Una vez seca y vestida de nuevo, me ordenó: ¡Ahora tú! Dudé, buscando un pretexto. -Empiezan a despertarse -dije.

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-¿Y qué? ¿Qué importa si te ven desnudo? La imité, con los labios azules por el frío, y me frotó la espalda y el pecho con la toalla. Volvió el coche amarillo con la misma enfermera y los mismos scouts, con aspecto de niños muy

crecidos o de hombres todavía por hacer. Nos dieron café, pan con mantequilla, biberones para los bebés. Ignoro qué sucedió en el tren esa noche, ni si fue cierto el rumor que corrió de que una mujer había

dado a luz. Me extrañaría, porque no oí nada. Nos trataban como a escolares en vacaciones, y la enfermera, que sin embargo aún no tenía los

cincuenta años, nos hablaba como si estuviera en una clase infantil. -¡Señor! ¡Cómo huele a pies aquí! Deprisa, al campo, hay que lavar todo eso, queridos. Y tú, abuelo,

¿te has bebido esas botellas tú solo? Se fijó en Julie. -Tú, la regordeta, ¿a qué esperas para despertarte? ¿Te haces la remolona? ¡Nos vamos! Dentro de una

hora llegaréis a ta Rochelle. Allí, por fin, el mar estaba cerca de verdad. El puerto, que lindaba con la estación, mostraba a un lado

los barcos de vapor y al otro las barcas de pesca. Velas y redes se secaban al sol. Pronto tomé posesión de aquel paisaje que me entraba por los poros. No me fijé si había muchos trenes

en las vías, y nada vi. Tampoco reparé gran cosa en las personas más o menos importantes que iban y venían dando órdenes, chicas vestidas de blanco, militares, boy-scouts.

Ayudaban a los ancianos a apearse, y el sacerdote los contaba como si temiese perderlos u olvidarlos. -Todos al centro de acogida, frente a la estación. Tomé mi baúl y la maleta, que Anna había intentado quitarme de las manos, y sólo dejé que llevara la

manta y nuestras botellas vacías, que aún podían servirnos. Unos soldados armados nos miraron pasar y se volvieron hacia mi compañera, que me seguía de cerca

como si de pronto se sintiera perdida y tuviera miedo. No supe por qué hasta un poco más tarde. En el exterior, los scouts nos asignaron unos barracones de

madera de abeto todavía clara que habían sido edificados en un parque público, a dos pasos de la dársena. Un barracón más pequeño, apenas mayor que un quiosco de periódicos, servía de oficina. Como los demás, tuvimos que hacer cola ante la puerta abierta.

Nuestro grupo se había dispersado. Estábamos mezclados con los belgas, que eran más numerosos, y no teníamos la menor idea de lo que se esperaba de nosotros.

De lejos asistimos al embarco de los ancianos en los autocares. También salieron dos ambulancias. Veíamos las torres de la ciudad a cierta distancia, y unos refugiados, ya instalados en el campo, se acercaron a mirarnos con curiosidad. Muchos eran flamencos y se alegraban de encontrar a sus compatriotas.

Uno, que hablaba francés, me preguntó con un fuerte acento: -¿De dónde eres? -De Fumay. -Entonces no tienes que venir aquí, ¿sabes? Es un campo de belgas. Anna y yo intercambiamos miradas inquietas, mientras esperábamos nuestro turno a pleno sol. -Preparen los documentos de identidad. Yo no tenía, porque por entonces no eran obligatorios en Francia. Tampoco tenía pasaporte, porque

nunca había ido al extranjero. Observé que algunos de los que salían de la oficina se dirigían a los barracones, y que a otros se los

enviaba a la acera a esperar algo, sin duda un medio de transporte que debía conducirlos a otro lugar. Cerca ya de la puerta, oí fragmentos de conversación. -¿Qué oficio tienes, Peeters? -Soy ajustador, pero, después de la guerra... -¿Quieres trabajar?

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-No soy un holgazán, te lo aseguro. -¿Tienes mujer, hijos? -Mi mujer está allá. Es la del vestido verde, con los tres críos. -Podrás trabajar desde mañana en la fábrica de Aytré y tendrás el mismo salario que los franceses.

Espera en la acera. Se os llevará a Aytré, donde os encontraremos alojamiento. -¿Es verdad eso? -El siguiente. Era el viejo Jules, que, aunque había llegado de los últimos, se había colado en la fila. -Tu documento de identidad. -No tengo. -¿Lo has perdido? -Nunca lo tuve. -¿Eres belga? -Francés. -Entonces, ¿qué haces aquí? -Espero que me lo digan ustedes. El hombre conversó en voz baja con alguien a quien yo no veía. -¿Tienes dinero? -Ni para pagarme una botella. -¿Tienes familia en La Rochelle? -No tengo familia en ninguna parte. Soy huérfano de nacimiento. -Luego nos ocuparemos de ti. Vete a descansar. Notaba a Anna cada vez más nerviosa. Fui el segundo francés en pasar. -Documento de identidad. -Francés. El hombre me miró, aburrido. -¿Van muchos franceses en el tren? -Tres vagones. -¿Quién se ocupa de ustedes? -Nadie. -¿Qué piensa hacer? -No lo sé. Señaló a Anna. -¿Es su mujer? No dudé ni un segundo en decirle que sí. -Instálense en el campo hasta nueva orden. No puedo decirle más. Esto no estaba previsto. Tres de los barracones eran nuevos, espaciosos, con dos filas de jergones sobre sus somieres. Había

personas todavía acostadas; quizás eran enfermos o gente que había llegado por la noche. Algo más lejos habían levantado una vieja carpa de circo de gruesa lona verde, donde se habían

contentado con extender paja sobre el suelo. Fue allí donde Anna y yo colocamos nuestras cosas en un rincón. El campo había sido construido hacía

poco, y todavía debía poblarse. Quedaban muchos lugares vacíos, pero yo presentía que eso no duraría y pensaba que nos dejarían más tranquilos en la tienda que en los barracones.

En una tienda más pequeña, un tanto miserable, unas señoras pelaban patatas y limpiaban las legumbres que había en unos cubos.

-Gracias -murmuró Anna. -¿Por qué? -Por lo que dijiste. -Tenía miedo de que no te dejasen pasar.

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-¿Qué habrías hecho? -Me habría ido contigo. -¿Adónde? -No importa. Llevaba poco dinero conmigo, ya que la mayor parte de nuestros ahorros estaba en el bolso de Jeanne.

Pero habría podido trabajar. No me molestaba hacerlo. De momento, sin embargo, conservaría mi calidad de refugiado. Me contentaría con permanecer en

aquel campo, cerca del puerto, de los barcos, y errar entre los barracones donde las mujeres lavaban su ropa interior y la ponían a secar, donde los niños se tiraban por tierra, con el trasero desnudo.

No había salido de Fumay para tener que pensar y tomar responsabilidades. -Si les hubiese confesado que soy checa... -¿Eres checa? -De Praga, con sangre judía por parte de madre. Mi madre es judía. No hablaba en pasado, lo que daba a entender que su madre vivía. -No tengo mi pasaporte, se quedó en Namur. Por mi acento habrían sido capaces de tomarme por una

alemana. Confieso que tuve mis sospechas y me puse de mal humor. ¿Acaso no era ella quien de algún modo me

había escogido, casi inmediatamente después de nuestra salida de Fumay? En nuestro vagón yo era el único varón con menos de cincuenta años, a excepción del joven de las

mantas. Estaba a punto de olvidarme de mi antiguo condiscípulo Leroy y de pronto me pregunto por qué no estaba cumpliendo el servicio activo.

En todo caso, yo no me había esforzado. Era ella quien había venido a mí. Recordaba sus gestos precisos, la primera noche, al lado de Julie y de su tratante.

No tenía equipaje ni dinero. Había acabado mendigando un cigarrillo. -¿En qué piensas? -En ti. -Lo sé. Pero ¿qué es lo que piensas? Pensaba estúpidamente que ella había previsto, ya en Fumay, que le reclamarían sus papeles un día u

otro, y en que se había asegurado de que alguien respondiera por ella. ¡Yo! Estábamos de pie entre dos barracones. En el pasillo que formaban quedaba todavía un resto de hierba

pisoteada. La ropa interior se secaba en las cuerdas. Vi que sus pupilas se quedaban fijas y que sus ojos se anegaban. No la creía capaz de llorar y sin embargo lágrimas auténticas se deslizaban por sus mejillas. Al mismo tiempo, sus puños se cerraron y su rostro se ensombreció tanto que temí que a través del llanto fuese a lanzarme un aluvión de insultos y reproches. Quise agarrarla de la mano, pero la retiró.

-Perdón, Anna. -Sacudía la cabeza, esparciendo los cabellos sobre las mejillas-. No lo he pensado realmente. Ha sido sólo una idea vaga, de las que se nos ocurren a veces.

-Lo sé. -¿Me entiendes? Se secó los ojos con el dorso de la mano y sorbió por la nariz sin coquetería. -Ya está -dijo. -¿Te he hecho mucho daño? -Se me pasará. -También me duele a mí. Fue una necedad. Enseguida me di cuenta de que no era cierto. ¿Estás seguro? -Sí. -Ven. Me llevó hasta el borde del muelle y miramos, más allá de los mástiles balanceados por la marea, las

dos grandes torres, como los torreones de una fortaleza, que flanqueaban la entrada del puerto.

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-¡Arena! Yo hablaba a media voz, sin volverme hacia ella, con los ojos deslumbrados por el sol y los colores. -¿Sí? -Te amo. -¡Calla! Su garganta se hinchó un poco, como si tragara saliva. Después habló de otra cosa, con una voz que

volvía a ser natural. -¿No tienes miedo de que te quiten el equipaje? Me puse a reír, incapaz de acallar las carcajadas, y la abracé mientras las gaviotas, en su vuelo,

pasaban a dos metros escasos de nuestras cabezas.

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Por un lado están las conmemoraciones oficiales, las fechas, que constan en los libros. Supongo que

cada uno, según el lugar donde se encontraba en aquella época, su situación familiar y sus preocupaciones personales, tiene su propia lista de recuerdos destacados. Los míos se refieren todos al centro de acogida, al «centro», como lo llamábamos simplemente, y consisten en la llegada de cierto tren, en la instalación de un barracón nuevo, en incidentes en apariencia banales.

Sin saberlo, habíamos llegado entre los primeros, dos días después de que los trenes desembarcaran a los refugiados belgas, de suerte que el centro apenas había sido usado.

¿Habían sido concebidos para aquello los barracones todavía nuevos, edificados desde hacía muchas semanas? No se me ocurrió preguntarlo. Probablemente sí, puesto que, bastante antes del ataque alemán, las autoridades habían evacuado una parte de Alsacia.

Nadie, de todos modos, esperaba que los acontecimientos se desarrollasen a tal velocidad, y era evidente que se improvisaba cada día.

La mañana de nuestra llegada, los diarios informaban ya de combates en Monthermé y sobre el Semois; al día siguiente los alemanes construyeron puentes en Dinant para sus tanques, y el 15 de mayo, si no me equivoco, al mismo tiempo que se anunciaba el repliegue del gobierno francés, los periódicos citaban de nuevo, con grandes caracteres, los nombres de poblaciones como Montmédy, Raucourt, Rethel, que tanto nos había costado alcanzar en tren.

Todo eso existía tanto para mí como para los otros, cierto, pero ocurría en un mundo lejano, teórico, del cual yo me encontraba como separado.

Me gustaría definir mi estado anímico, no sólo durante los primeros días sino durante todo el tiempo que pasé en el centro.

La guerra existía, más tangible cada día, y era real, como habíamos comprobado cuando ametrallaron nuestro tren. Aturdidos, habíamos atravesado una zona caótica donde no se luchaba todavía, pero donde los combates iban a sucederse.

Ya había ocurrido. Los nombres de las ciudades, de los pueblos que habíamos leído al pasar, bajo el sol, ahora los encontrábamos con grandes caracteres en la primera página de los diarios.

Esa zona, tras la cual nos había sorprendido encontrar a gente saliendo de misa y ciudades endomingadas, se ampliaba más cada día, y otros trenes seguían el camino del nuestro, otros coches circulaban a duras penas por las carreteras congestionadas, con un colchón en el techo, cochecitos de niño, ancianos enfermos y muñecas.

Esa larga procesión ya había llegado a La Rochelle y desfilaba bajo nuestros ojos en dirección a Burdeos.

Hombres, mujeres, niños morían de igual manera que nuestro maquinista, con los ojos abiertos bajo el cielo azul. Otros sangraban, como el anciano que sostenía un pañuelo enrojecido delante de su rostro, o gemían como la mujer del hombro arrancado.

Confesarlo debería avergonzarme: yo no participaba en aquel drama. Era algo que sucedía en el exterior, que ya no nos afectaba personalmente.

Podría decirse que yo sabía, al partir, lo que iba a encontrar: un pequeño círculo a mi medida, que se convertiría en mi refugio y en el cual era indispensable que encajase.

Como el centro estaba destinado a los refugiados belgas, nosotros, Anna y yo, vivíamos allí de forma irregular. Por eso procurábamos pasar inadvertidos, y no acudimos a los primeros repartos de comida que se hicieron, por miedo a llamar la atención.

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Habían instalado un horno bajo al aire libre, luego dos, luego tres, luego cuatro, con fuentes enormes, cubas auténticas como las que utilizan en las granjas cuando la matanza del cerdo.

Más tarde se levantó otro barracón prefabricado para la cocina, con mesas fijas a las que podíamos sentarnos para comer.

Seguido de Anna, que siempre permanecía a mi lado, yo observaba las idas y venidas. No me costó entender la organización del campo, que era, de hecho, una improvisación continua.

Un hombre se ocupaba de todo, el belga que me había interrogado y a quien yo evitaba en la medida de lo posible. Le ayudaban cierto número de chicas y de scouts; entre ellos los scouts de mayor edad de Ostende, que habían llegado en uno de los primeros trenes.

Entre los refugiados se escogían los útiles y los inútiles; es decir, los que eran capaces de ponerse a trabajar y los ancianos, mujeres y niños, a los que sólo cabía mantener:

En teoría, el campo era un lugar de parada, donde las personas sólo habrían tenido que pasar unas horas o una noche.

Las fábricas trabajaban para la defensa nacional, Aytré, en La Pallice y en otros lugares, y reclamaban mano de obra. En un bosque cercano se necesitaban leñadores para suministrar leña a las panaderías.

Unos autocares trasladaban a los especialistas y a sus familias a esos lugares, donde los comités locales se esforzaban para alojarlos.

En cuanto a las mujeres solas, a las familias sin padre ni marido, a las personas que no podían contribuir, se las enviaba a las ciudades desprovistas de industrias, como Saintes o Royan.

Nuestro objetivo inmediato, el de Anna y el mío, consistía en quedarnos en el campo y conseguir que nos aceptasen.

La enfermera, que había llegado en coche la noche anterior para llevarnos la comida, se llamaba señora Bauche y era, a mis ojos, el personaje principal del lugar, de modo que, como un escolar que quiere obtener el favor de su maestro, le dedicaba toda mi atención.

No era corpulenta sino regordeta, casi gorda, de una edad, como digo, entre treinta y cuarenta años, y nunca he visto a nadie que desplegara tanta energía con tan buen humor.

Ignoro si tenía diploma de enfermera. Pertenecía a la buena sociedad de La Rochelle y estaba casada con un médico o con un arquitecto, no lo recuerdo, porque había otras cuatro o cinco con ella, del mismo lugar, y yo confundía las profesiones de sus maridos.

Desde el momento en que se anunciaba un tren era la primera en llegar a la estación, no para repartir buenas palabras y golosinas, como muchas otras que llevaban brazales, sino para descubrir entre la gente quiénes tenían mayor necesidad de ayuda.

A medida que los acontecimientos se precipitaban, esos casos se hicieron más numerosos y se la veía llevar a los enfermos, a los bebés, a los ancianos más menesterosos a uno de los barracones donde, de rodillas, en blusa blanca, lavaba los pies maltrechos, limpiaba las heridas, y a las mujeres que precisaban cuidados especiales las llevaba tras una manta que servía de cortina.

Casi siempre se quedaba al menos hasta medianoche, efectuando una ronda silenciosa con ayuda de su linterna de bolsillo, consolando a las mujeres llorosas, reprendiendo a los hombres demasiado bulliciosos.

La electricidad, que había sido instalada precipitadamente, funcionaba mal. Cuando me ofrecí a arreglarla, la señora Bauche me preguntó:

-¿Entiende usted de eso? -Es un poco mi oficio. Sólo necesitaría una escalera. -Encuentre una. Yo había reparado en un edificio que estaban construyendo, frente a la estación, en una manzana de in-

muebles nuevos. Me presenté en la obra y, como no había nadie a quien pedirle permiso, me llevé una escalera con ayuda de Anna. Esa escalera se quedó en el campo al menos tanto tiempo como yo, sin que nadie fuese a reclamarla.

También cambié cristales, reparé grifos, conductos de agua a ras de tierra. La señora Bauche no sabía

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mi apellido ni mi procedencia. Me llamaba Marcel y se acostumbró a preguntar por mí cada vez que algo no funcionaba.

Tres o cuatro días después me había convertido en el reparador oficial del lugar. Leroy había desaparecido con la primera hornada, que había sido enviada a Burdeos o a Toulouse. De nuestro vagón sólo quedaba en el campo el viejo Jules, a quien se toleraba porque hacía el payaso.

En la ciudad encontré al hombre de la pipa, a quien yo llamaba el conserje. Parecía muy ocupado y me informó al pasar de que iba corriendo a la prefectura para: exigir noticias de su mujer. No volví a verle.

Eso fue el segundo o el tercer día. La víspera, Anna había lavado sus bragas y su sostén, que había puesto a secar al sol. Al pasear por el campo nos mirábamos con complicidad, pensando que estaba desnuda bajo su vestido negro.

Al final del muelle se erguía una gruesa torre, la del Gran Reloj, más maciza que las que flanqueaban el canal. Para llegar a la calle principal había que pasar bajo ella.

Su bóveda acabaría resultándonos familiar, como las calles de arcadas donde reinaba una animación increíble. Y es que, además de alojar a su propia población y a los refugiados, la ciudad daba cobijo a soldados y a marinos.

Cuando quise comprarle ropa interior de repuesto, Anna no protestó. La necesitaba. Yo me había preguntado si aprovecharía la ocasión para comprarle un vestido claro, como los que se veían en los escaparates. Debió de pensarlo ella también, porque adivinaba todo lo que me pasaba por la cabeza.

-¿Sabes? -le dije-. Te regalaría un vestido... No creyó necesario protestar por educación, como otras habrían hecho, aunque sólo hubiera sido por

guardar las formas, y me miró sonriendo. -¿Ahora mismo? ¿Qué ibas a añadir? -Que yo mismo no sé si hacerlo, por puro egoísmo. Para mí tu vestido negro es como una parte de ti.

¿Entiendes? Me pregunto si no me decepcionará verte vestida de otro modo. -Estoy contenta -murmuró, apretándome las puntas de los dedos. Comprendí que era verdad. Yo también estaba contento. Pasábamos por delante de una perfumería y

me detuve. -¿Nunca usas polvos ni pintura de labios? -Antes, sí. No quería decir antes de mí, sino antes de Namur. -¿Te gustaría volver a tenerlos? -Eso depende de ti. Sólo si me prefieres maquillada. -No. -Entonces, mejor no. Tampoco quiso que le cortaran los cabellos, que ya no eran cortos ni largos. Yo jamás pensaba en ello, no sólo porque me negaba a hacerlo, sino porque no se me ocurría: nuestra

vida en común no tenía futuro. Ignoraba lo que iba a ocurrir. Nadie podía preverlo. Vivíamos en un entreacto, fuera del espacio, y yo

devoraba aquellos días y aquellas noches con glotonería. Yo tenía avidez de todo, del espectáculo cambiante del puerto y del mar, de los barcos de pesca de

diversos colores que partían en fila india a la hora de la marea, del pescado que era desembarcado en cestas o en cajas planas, del gentío, de lo que ocurría en el campo y en la estación.

Pero aún estaba más hambriento de Anna, y por primera vez en mi vida no me avergonzaban mis deseos sexuales.

¡Al contrario! Con ella se convertía en un juego que se me antojaba muy puro. Hablábamos de eso con alegría, con candor, inventando un código entero, adoptando unos signos que nos permitían, en público, comunicarnos ciertos pensamientos íntimos.

El centro de aquel nuevo universo era el vértice de la carpa que desde lejos se veía dominando los

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barracones, y bajo aquel vértice verdoso estaba nuestro rincón en la paja espesa, al que llamábamos nuestra cuadra.

Habíamos colocado allí nuestros objetos personales, los que habíamos sacado de mis maletas y otros que había comprado, como cuencos para la sopa y un infiernillo de alcohol sólido con lo indispensable para preparar fuera de la carpa nuestro café matinal, entre dos barracones, frente a los barcos.

Los demás, sobre todo quienes sólo se quedaban una noche, miraban cómo nos habíamos instalado con sorpresa y, estoy seguro de ello, con envidia, como en otro tiempo me había ocurrido a mí al contemplar una cuadra de verdad en la que los caballos vivían en sus-lechos de paja al abrigo de la intemperie.

También yo hablaba de nuestro lecho de paja y procuraba no cambiarla demasiado a menudo para que quedase impregnada de nuestro olor.

No sólo hacíamos el amor allí, sino un poco en todas partes, a menudo en lugares inesperados. Esa costumbre había empezado en un barco, una tarde en que mirábamos las barcas de pesca que se balanceaban a lo largo del muelle, mientras el rechinar de las poleas imitaba el graznido de las gaviotas.

Consciente de que era más que probable que yo nunca me hiciese a la mar, miré con segunda intención la escotilla abierta de uno de los barcos, sobre cuyo puente había unas cajas de pescado apiladas. Mi mirada se clavó a continuación en Anna y luego otra vez en el barco, y ella se puso a reír con una risa que formaba parte de nuestro lenguaje secreto.

-¿Quieres? -¿Y tú? -¿No tienes miedo de que se nos tome por ladrones y nos detengan? Era después de medianoche. El muelle estaba desierto, y todas las luces camufladas. Se oían pasos a lo

lejos. Lo más difícil fue bajar por la escalera de hierro encastrada en la piedra. Los últimos escalones estaban viscosos, resbaladizos.

Conseguimos llegar a cubierta y nos deslizamos por la escotilla, tropezando, abajo, con otras cajas, con bidones, con otros objetos que no podíamos identificar.

Olía a pescado, a huevas y a petróleo. Anna me dijo: -Por aquí... Encontré su mano, que me guió, y nos desplomamos sobre una litera estrecha y dura, de la que

habíamos retirado un hule que nos molestaba. La marea nos mecía lentamente. A través de la escotilla veíamos un pedazo de cielo y algunas

estrellas. De la estación nos llegó un silbido de tren. No se trataba de un nuevo convoy que llegaba. Los vagones avanzaban y retrocedían, efectuando maniobras como si estuvieran poniendo orden en las vías.

Todavía no existían barreras alrededor del campo. Podíamos entrar y salir a nuestro antojo. Nadie hacía guardia. Nos bastaba con entrar con cuidado para no despertar a nuestros vecinos.

Más tarde levantaron barreras, no para encerrarnos sino para evitar que los merodeadores se mezclaran con los refugiados y cometiesen robos, como ya había ocurrido.

De noche también íbamos con frecuencia a vagabundear por la estación. En cierta ocasión en que no había tráfico alguno nos acostamos en el banco más alejado de los edificios.

Eso nos divertía. Era una especie de desafío, y hasta llegamos a hacer el amor detrás de unas gavillas de paja, a pocos pasos de la señora Bauche, que se cuidaba de unos pies enfermos sin dejar de hablarnos.

Cada día yo dedicaba cierto tiempo a buscar a mi mujer y a mi hija, en la medida de mis posibilidades. No nos habían engañado, ya no sé dónde, si en Auxerre o en Saumur, o quizás en Tours, al hablarnos

de unas listas que se disponían a publicar. Empezaron a exponerlas en la puerta de la oficina, donde cada mañana se formaban grupos que acudían a consultarlas.

Sólo eran listas de refugiados belgas. Muchos se encontraban en Burdeos, en Saintes, en Cognac, en Angouléme. Algunos habían ido hasta Toulouse y muchos vivían en pueblos cuyos nombres nunca había oído hasta entonces.

Miraba las listas por si acaso. Cada día iba también a la estación a ver a uno de los subjefes, que había

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prometido informarme de la suerte de nuestro tren. Había hecho de ello una cuestión de honor y le molestaba no encontrar su rastro.

-Un tren no desaparece así como así -refunfuñaba-, ni siquiera durante la guerra. Acabaré sabiendo dónde está.

Gracias al selector que comunicaba entre sí las estaciones más próximas, había puesto a sus colegas sobre la pista y se empezaba a hablar del tren fantasma.

Anna y yo fuimos a la alcaldía. Delante de cada despacho se aglomeraba la gente, porque en aquella época todos tenían necesidad de una información, de un permiso, de un papel con un cuño oficial.

También allí se exponían listas, esta vez de franceses y francesas, pero mi mujer no figuraba en ellas. -Si busca a alguien, haría mejor en dirigirse a la prefectura. Allí acudimos. El patio resplandecía, los pasillos y las oficinas estaban bañados de sol, con empleados

en mangas de camisa y numerosas jóvenes con vestidos claros. Yo había dejado a Anna en la calle, porque no podía hacerla pasar por mi mujer y al mismo tiempo pedir noticias de ella.

La vi por la ventana, inmóvil al borde de la acera, levantando la cabeza y luego dando unos pasos, grave, soñadora. Ya tenía ganas de volver a estar a su lado y me reprochaba haberla abandonado, aunque fuese por tan poco tiempo.

Repartían cupones de gasolina entre los automovilistas. Cientos de coches llegados de todas partes atestaban la plaza de Armas, los muelles, las calles. Sus propietarios estaban allí, en la prefectura, esperando en la más larga de las colas el famoso cupón que habría de permitirles continuar su éxodo.

La víspera yo había distinguido, en el cortejo de coches que se dirigían a Rochefort, un coche fúnebre de Charleroi en el que se había instalado una familia entera. El equipaje, supongo, debía de ocupar el lugar del ataúd.

¿Busca algo? -Quisiera saber dónde está mi mujer... Parecía haber miles, y pronto íbamos a ser decenas de miles, en el mismo caso. No sólo Bélgica y el

norte continuaban replegándose, sino que el pánico se había- apoderado de los parisienses desde que el gobierno había abandonado la ciudad. Se contaba que, además de los vehículos, un largo cortejo de hombres y de mujeres iba ahora a pie por las carreteras.

En los pueblos próximos a las carreteras nacionales, las panaderías eran tomadas al asalto y en los hospitales no quedaba ni una sola cama libre.

-Llene esta ficha. Déjeme su nombre y su dirección. Por prudencia no mencioné el centro de acogida y puse la lista de correos. Sin embargo, el viejo Jules

y yo no éramos ya los únicos franceses que había en el campo. Aún puedo evocar el más aciago de los trenes, que se presentó en la estación en lo más cálido de una

bella tarde, cuando acababan de pasar por la acera, en fila, las niñas de una escuela que acudían a una fiesta.

Como la señora Bauche, llámabamos trenes aciagos a los que habían padecido más en el trayecto, trenes donde habían muerto personas o las mujeres habían dado a luz sin ayuda.

Hubo un tren de locos, por ejemplo, diez vagones llenos de locos que habían sido evacuados de un asilo. Pese a las precauciones tomadas hubo que perseguir a dos de ellos, que llegaron corriendo hasta la torre del Gran Reloj.

No sé si el tren del que hablo procedía de Douai o de Laon, porque tiendo a confundir esas dos ciudades. Transportaba a muy pocos heridos, que ya habían sido atendidos en el trayecto, pero todos los ocupantes, hombres, mujeres y niños, tenían aún la mirada perdida a causa del terror que habían experimentado.

Una mujer temblaba convulsivamente, y siguió temblando toda la noche y rechinando los dientes, al tiempo que se quitaba la manta de encima.

Otros pronunciaban palabras sin sentido, o repetían sin cesar la misma historia con voz monótona.

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Sucedió cuando los embarcaban en Douai o en Laon, a doscientos metros de la estación repleta de gente. Estaban, esperando a los rezagados, a los padres que habían ido a comprar algo en la fonda cuando, sin que sonara la alarma, unos aviones irrumpieron en el cielo.

-Las bombas caían así, señor... De lado... Cayeron sobre la estación, sobre las casas de enfrente, y todo se puso a temblar, a saltar, los techos, las piedras, la gente, los vagones estacionados cerca de nosotros. Vi una pierna proyectada en el aire, y yo mismo, pese a que nos encontrábamos bastante lejos, fui arrojado al suelo sobre mi hijo.

Sonaron las sirenas por fin y acudieron los coches de bomberos. De los montones de piedras, de ladrillos y de hierros torcidos salían cadáveres, muebles desfondados, a veces un objeto familiar que de milagro había quedado intacto.

Los diarios anunciaban un cambio de gobierno, la retirada de Dunkerque, vías de ferrocarril cortadas en todas partes. Mientras, tanto Anna y yo proseguíamos nuestra pequeña existencia como si fuese a durar siempre.

Anna sabía tan bien como yo que no era verdad, pero nunca aludía a ello. Antes de mí había compartido su vida con otras personas, durante más o menos tiempo, y yo prefería no pensar en lo que ocurriría después de mí.

Me había impresionado mucho verla por la ventana de la prefectura, sola en la acera, como si ya nos hubiéramos separado. El pánico se había apoderado de mí. Cuando volví a reunirme con ella me colgué de su brazo como si hubiéramos pasado muchos días sin vernos.

Juraría que no llovió una sola vez durante aquel periodo, aparte de una tormenta que, ahora lo recuerdo, formó bolsas de agua en el techo de nuestra tienda. El tiempo parecía irreal a fuerza de ser espléndido, y sólo puedo recordar La Rochelle bajo el calor del sol.

Los pescadores nos traían pescado. Cada mañana, los scouts se daban una vuelta por el mercado, donde llenaban sus cestos de legumbres y frutas. Llevaban una carretilla como la mía, la que había quedado abandonada en la estación de Fumay, en la zona de los trenes de velocidad media. Les acompañé muchas veces y les ayudé a empujarla por puro placer, mientras Anna seguía caminando por la acera.

Nos sentimos al borde de la catástrofe, tanto en el campo como en la estación, cuando la radio anunció la capitulación de Bélgica. Para entonces los franceses eran casi tan numerosos como los belgas, y fábricas enteras se replegaban. Vi a flamencos y a valones que lloraban como niños, y a otros que llegaban a las manos y a los que había que separar.

Cada día que transcurría cercenaba un poco mi escaso capital de felicidad. No es la palabra exacta, pero como no encuentro otra, como los hombres hablan siempre de felicidad, también yo estoy obligado a contentarme con esa palabra.

Un día u otro, en la alcaldía, en la prefectura, en la lista de correos, encontraría noticias de Jeanne y de mi hija. El embarazo se acercaba a su fin, y yo confiaba en que el viaje y las emociones no hubieran precipitado el acontecimiento.

Los diarios de París publicaban listas de lectores que deseaban comunicarse con sus familias, y por un momento pensé en utilizar ese medio. El inconveniente era que en Fumay no leíamos ningún diario parisiense. ¿Cuál escoger? Debíamos habernos puesto de acuerdo previamente, pero no era el caso. Y era imposible que Jeanne comprase todos los periódicos cada día.

Los alemanes avanzaban con tal rapidez que muchos hablaban de traición y de quinta columna. Al parecer, en uno de nuestros barracones habían arrestado a un supuesto holandés, que llevaba en su equipaje un transmisor de radio portátil.

Ignoro si es cierto. La señora Bauche, con quien hablé al respecto, no pudo confirmármelo, pero vio a unos policías de civil que fisgoneaban por el campo.

Eso asustaba a Anna, cuyo apellido, Kupfer, era de clara sonoridad germánica. Siempre pensábamos en lo mismo cuando paseábamos por el terraplén, entre el campo y la estación, y contemplábamos los geranios en todo su esplendor.

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El jardinero de la ciudad los había trasplantado, ya en flor, poco después de nuestra llegada. Lo recuerdo temprano por la mañana, con un sol todavía apagado, cumpliendo aquel trabajo tan gratificante, mientras los trenes de refugiados continuaban llegando a la estación y los diarios, en el quiosco, informaban de las catástrofes.

Parece ser que dos horas después, cuando el jardinero seguía todavía allí, una radio alemana, que emitía propaganda en francés, dijo más o menos:

«Es muy amable de su parte, señor Vieiljeux, poblar de flores en nuestro honor las proximidades de la estación. Estaremos ahí dentro de unos días».

El señor Vieiljeux, a quien nunca vi, era el alcalde de La Rochelle, y la radio alemana continuó dirigiéndole mensajes irónicos, demostrando así que estaba al corriente de cuanto sucedía en la ciudad.

La palabra espía se pronunciaba cada vez con mayor frecuencia y las miradas se volvían desafiantes. -Vale más que hables lo menos posible delante de la gente. -Ya lo he pensado. Anna no era locuaz. Yo tampoco. Aunque lo hubiéramos sido los dos, había tantos temas tabú entre

nosotros que no hubiéramos encontrado gran cosa que decirnos. Ni pasado, ni porvenir. Sólo un presente frágil, que devorábamos y saboreábamos juntos. Hacíamos acopio de pequeñas alegrías, de imágenes, de reflejos que, lo sabíamos, nos durarían toda la

vida. En cuanto a nuestra carne, la maltratábamos a fuerza de intentar desesperadamente fundirla en una sola.

No me avergüenza decirlo. Me sentía feliz, con una felicidad que era, comparada con la de cada día, como el sonido normal del violín y el que se obtiene pasando el arco por el lado equivocado del puente. Era algo agudo y exquisito y producía al mismo tiempo una sensación de placer y de dolor.

En cuanto a nuestro apetito sexual, estoy casi seguro de que no éramos una excepción. Menos apretados los unos contra los otros en la carpa de circo que en nuestro vagón de ganado, éramos por lo menos un centenar de personas, entre hombres y mujeres, los que dormíamos en el mismo abrigo. No hubo noche en que no escuchara el rumor de los cuerpos arrastrándose con precaución, y una sucesión de jadeos precipitados y de gemidos amorosos.

Yo no era el único en sentirme desvinculado de la vida ordinaria y de sus convenciones. De un momento a otro los aviones podían aparecer en el cielo y dejar caer su ristra de bombas. Dos o tres semanas más tarde las tropas alemanas estarían allí y nadie tenía ni idea de lo que pasaría.

En el curso de una primera alarma se nos obligó a acostarnos en tierra, en el borde de la dársena, porque el refugio subterráneo que habían acondicionado cerca de la estación de mercancías quedaba demasiado lejos.

La DCA disparó. De la estación salieron unas ráfagas. Se nos dijo enseguida que había sido un error, que sea trataba de aparatos franceses que no habían hecho las señales reglamentarias.

Otros aviones bajaron en picado para colocar minas alrededor de un navío, el Champlain, en la rada de La Pallice. Por la mañana, el barco saltó por los aires. Escuchamos las detonaciones sin saber a qué se debían.

Más tarde unos depósitos de gasolina ardieron a tres o cuatro kilómetros de la ciudad, y el humo negro permaneció en el cielo durante muchos días.

Ya lo he dicho, pero lo repito: los días pasaban a la vez deprisa y lentamente. La noción del tiempo había cambiado. Los alemanes entraban en París, pero Anna y yo no habíamos alterado nuestras pequeñas costumbres. Sólo la atmósfera de la estación se transformaba de día en día, y se hacía más tumultuosa, más desordenada.

Como en Fumay, yo me levantaba el primero. Salía al exterior para preparar el café y me afeitaba ante un espejo colgado de la tela de la carpa. Habían acabado reservando parte de un barracón para el aseo de las mujeres, y Anna se dirigía allí temprano, antes de que comenzara la avalancha.

Paseábamos hacia la estación, donde estaban habituados a nuestra presencia y nos saludaban

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familiarmente. -¿Muchos trenes? -Se espera al personal de la Renault. Conocíamos el paso subterráneo, las vías, los bancos. Mirábamos con ternura los vagones de ganado

donde todavía había restos de paja. ¿Dónde estaría la nuestra, en la que debía de persistir algún vestigio de nuestro olor?

Era raro que, a continuación, la señora Bauche no me necesitase para algún trabajo, reparar una puerta o una ventana, instalar nuevos estantes para los medicamentos o las provisiones.

Luego íbamos a por el rancho, y de vez en cuando nos regalábamos con un extra. Tras atravesar la avenida, entrábamos en un bar íntimo donde yo sabía que a Anna le gustaba tomar un aperitivo mientras yo, para acompañarla, pedía un refresco.

Por la tarde recorríamos la ciudad, y yo volvía a leer largas relaciones de nombres antes de pasar por la lista decorreos.

Por poco que se hubiera adelantado, nuestro hijo podía nacer de un día a otro, y yo me preguntaba quién se ocuparía de Sophie durante la estancia de mi mujer en la maternidad.

Curiosamente, mi mente no conseguía evocar su aspecto. Sus trazos permanecían vagos, indecisos. No me encontraba demasiado inquieto por la suerte de Sophie, porque en el campo habíamos tenido

durante una semana a unos niños que habían perdido a su madre en la carretera y que no sufrían por ello. Jugaban con los otros y parecían tan despreocupados como ellos. Cuando la madre se presentó por fin para buscarlos, permanecieron largo rato inmóviles delante de ella, incómodos, como si los hubieran sorprendido en plena fechoría.

El 16 de junio es una de las fechas que recuerdo. En Orléans, Pétain pedía el armisticio y unos soldados abandonaron de pronto la estación, sin sus armas, pese a la oposición de los oficiales.

Tres días después los alemanes llegaban a Nantes. Habíamos supuesto que como estaban motorizados se desplazarían muy deprisa, y esperábamos verlos a partir del día siguiente.

Pero no fue hasta el 22, un sábado, cuando unos automovilistas nos gritaron al pasar: -¡Están en La Roche-sur-Yon! -¿Los han visto? Asintieron con un gesto mientras se alejaban hacia Rochefort. La noche siguiente fue calurosa. Anna se acostó primero. De pie, sentí que las lágrimas acudían a mis

ojos al ver cómo se hacía un hueco en la paja. Le dije: -¡No! Ven. Nunca me preguntaba adónde ni por qué. Parecía como si se hubiera pasado la vida siguiendo a un

hombre, como si hubiera sido creada para eso. Caminamos largo rato, acompañados del murmullo del mar y del rechinar de los aparejos. ¿Pensaba

quizá que yo buscaba otra vez el cobijo de un barco? La llevé hasta el final del puerto, donde se encuentran los astilleros, y me adentré con ella en el camino

de ronda que termina en la playa. No se oía ruido alguno. No se veían luces en la ciudad, y sólo un farol verde oscuro permanecía

encendido al final de la escollera. Nos acostamos en la arena, cerca de las olas diminutas, y permanecimos largo tiempo sin decirnos

nada, sin hacer nada, acechando nuestros latidos. -¡Anna! Me gustaría que supieras... -¡Calla! Ella no necesitaba palabras. No le gustaban. Creo que hasta le daban miedo. Empecé a abrazarla torpemente, con una impaciencia que iba en aumento y que tenía algo de

terquedad. Por una vez no me ayudó. Estaba inmóvil, con los ojos fijos en mi rostro, y yo no percibía ninguna expresión en los suyos. Pensé por un momento que ya se había ido y la imaginé de nuevo sola,

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como un animal perdido. -¡Anna! -le grité, con el mismo tono con que hubiese pedido socorro-. ¡Tienes que entenderlo! Rodeó con sus manos mi cabeza y murmuró, conteniendo los sollozos: -¡Estuvo bien! No se refería a nuestro abrazo sino a nosotros, a todo lo que había ocurrido en tan poco tiempo.

Lloramos el uno sobre el otro, incluso mientras hacíamos el amor. Entretanto, el mar había llegado hasta nuestros pies.

Yo necesitaba hacer algo, lo que fuera. Le quité su vestido, me despojé de la ropa. Una vez más le dije: -¡Ven! El cielo estaba lo bastante claro como para que su cuerpo se dibujara en la oscuridad, pero no podía ver

sus rasgos. ¿Tuvo realmente miedo? ¿Pensó que podía ahogarla y quizás ahogarme con ella? Su cuerpo se retrajo, lleno de pánico animal.

-¡Ven, tonta! Me puse a correr en el agua, y Anna no tardó en reunirse conmigo. Sabía nadar. Yo no. Se alejó mar

adentro, y luego se puso a describir círculos alrededor de mí. Hoy me pregunto si se equivocaba al tener miedo. En aquel momento todo era posible. Intentamos

hacer un juego de aquel baño, divertirnos como escolares en vacaciones, pero no lo conseguimos. -¿Tienes frío? -No. -Corramos para calentarnos. Corrimos sobre la arena, que se nos adhería a los pies y a las pantorrillas. Yo no había tenido una buena idea al querer salir. De vuelta al campo, una patrulla nos obligó a

permanecer ocultos en un recodo durante casi un cuarto de hora. La carpa nos pareció llena de calor humano y por fin nos acurrucamos en nuestro rincón, donde no

pude conciliar el sueño en toda la noche. Al día siguiente fue domingo. Algunos refugiados se vistieron para la misa. En la ciudad vimos chicas

con tocados claros y niños endomingados que iban con sus padres. Las pastelerías estaban abiertas y compré un pastel todavía tibio, como en Fumay.

Después del almuerzo fuimos a comérnoslo delante de la dársena, sentados sobre la piedra, con las piernas colgando sobre el agua.

A las cinco, unas motos alemanas pararon ante la alcaldía, y un oficial pidió ser conducido ante el señor Vieiljeux.

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7 El lunes por la mañana me noté vacío y deprimido. Anna había tenido un sueño agitado, sacudida por

esos movimientos bruscos a los que yo no me habituaba, y a ratos había hablado con locuacidad en su idioma.

Me levanté a la misma hora que los otros días para preparar el café y afeitarme, pero esta vez no estaba solo fuera de la carpa, y grupos de refugiados aún medio dormidos miraban pasar las motos alemanas.

Tenía la impresión de que había en sus ojos el mismo abatimiento resignado que debía de leerse en los míos. Se trataba de un sentimiento general. Duró muchos días, para algunos muchas semanas.

Se pasaba la página. Todos sabían que una época había terminado, pero nadie podía prever qué iba a reemplazarla.

No era sólo nuestra suerte la que estaba en juego, sino la del mundo del que formábamos parte. Nos habíamos hecho una imagen más o menos terrible de la guerra y de la invasión, y he aquí que

cuando las dos nos alcanzaron comprendimos que eran muy diferentes de cuanto habíamos previsto. Cierto que sólo se trataba del comienzo.

Por ejemplo, mientras se calentaba el agua que había puesto en el pequeño infiernillo sobre el suelo, y los alemanes, muy jóvenes, sonrosados y frescos, seguían desfilando sin ocuparse de nosotros, yo veía de lejos a dos soldados franceses, arma al hombro, que montaban guardia a la entrada de la estación.

No llegaban trenes desde hacía dos días. Los andenes estaban desiertos, como las salas de espera, la fonda, el despacho del comandante militar. Sin órdenes, los dos soldados no sabían qué hacer, y hasta las nueve no dejaron sus armas contra el muro y se fueron.

Mientras me enjabonaba con mi brocha de afeitar, oí en la dársena el característico ruido de los motores diesel, y unos barcos salieron de pesca. Sólo eran tres o cuatro. No dejaba de ser chocante que, mientras el enemigo invadía la ciudad, unos pescadores fuesen como de costumbre a lanzar sus redes. Nadie les retuvo.

Cuando Anna y yo nos dirigimos a la ciudad, las tiendas, los cafés y los bares estaban abiertos, y los comerciantes limpiaban sus locales. Recuerdo en especial a una florista que arreglaba unos claveles en sus búcaros, delante del escaparate. ¿Había, pues, personas capaces de comprar flores en un día como aquél?

Los peatones recorrían las aceras, un poco inquietos y sobre todo sin rumbo, como yo mismo. Hombres con uniforme francés se mezclaban con la muchedumbre.

En medio de la Rue du Palais, uno de ellos le preguntaba a un policía qué conducta debía seguir, y de los gestos del agente deduje que tampoco él lo sabía.

No vi alemanes en las cercanías del ayuntamiento. A decir verdad, no recuerdo haberlos visto andando entre los habitantes del lugar. Como otros días, fui a consultar el listado y después a correos, donde esperé ante la taquilla mientras Anna permanecía de pie, soñadora, cerca de la ventana.

Casi no nos habíamos dicho nada desde la mañana. Nos sentíamos igual de abatidos, y cuando me entregaron un, mensaje a mi nombre no me sorprendí, sino que pensé que era algo fatal, que debía ocurrir precisamente aquel día.

La sangre pareció abandonar mis miembros, que se relajaron, y hasta para alejarme dos o tres pasos tuve que hacer un esfuerzo.

Ya lo sabía. La fórmula estaba impresa en un papel de mala calidad, con unos huecos que habían sido rellenados con lápiz violeta.

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NOMBRE DE LA PERSONA BUSCADA: Jeanne Marie Clémentine Van Straeten, de casada Féron. LUGAR DE ORIGEN: Fumay (Ardenas). PROFESIÓN: sin. PARTIDA EL:... MEDIO DE TRANSPORTE: ferrocarril. ACOMPAÑADA DE: su hija, de cuatro años. LUGAR DE RESPUESTA:... Se me aceleró el corazón y busqué a Anna con los ojos. La veía a contraluz, junto a la ventana desde

donde me miraba sin hacer un solo gesto. LUGAR DE RESPUESTA: Maternidad de Bressuire. Me acerqué a ella y le tendí el papel en silencio. Después, sin pensar con claridad en lo que hacía, me

dirigí a la ventanilla del teléfono. -¿Podría hablar con Bressuire? Esperaba que me dijesen que era imposible. Contra toda lógica, en mi opinión, el teléfono funcionaba

con normalidad. -¿Qué número quiere? -La maternidad. -¿No sabe el número? ¿Ni el nombre de la calle? -Supongo que sólo habrá una maternidad en la población. En mis recuerdos de escolar, Bressuire se encontraba en alguna parte en una región de la que se habla

poco, entre Niort y Poitiers, más al oeste, hacia la Vendée. -Hay diez minutos de espera. Anna me había devuelto el mensaje, que guardé en mi bolsillo. Inútilmente, porque ella ya lo sabía,

dije: -Espero la comunicación. Encendió un cigarrillo. Yo le había comprado un bolso de mano de ocasión, así como una pequeña

maleta de imitación de cuero, para que guardase en ella su ropa íntima y sus objetos de aseo. En el suelo de la oficina de correos permanecía todavía la marca de las gotas de agua que, para barrerlo, habían salpicado sobre él.

Enfrente, al otro lado de una pequeña plaza, unos hombres que parecían ser los notables del lugar discutían en la terraza de un café mientras bebían vino blanco, y el dueño, en mangas de camisa y delantal azul, permanecía de pie cerca de ellos, con una servilleta en la mano.

-Ya tiene Bressuire. Cabina 2. Al otro extremo, una voz se impacientaba. -¡Oiga! La Rochelle... Hable... Sí. Le paso su número. -¡Oiga! ¿La maternidad? -¿Quién está al aparato? -Marcel Féron. Quería saber si mi mujer está todavía con ustedes. -¿Qué nombre ha dicho? -Féron. Tuve que deletreárselo: F de Fernand, É de Émile... -¿Es una parturienta? -Creo que sí. Estaba encinta cuando... -¿Está en una habitación de pago o en una sala gratuita? -Lo ignoro. Somos refugiados y la he perdido en el viaje, así como a mi hija.

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-No se retire. Voy a ver. Por el cristal de la cabina distinguía a Anna, que se había acodado de nuevo en la ventana, y me

producía un curioso efecto ver su vestido negro, sus, hombros, sus caderas que volvían a parecerme distintas.

-Está aquí, sí. Dio a luz anteayer. -¿No puedo hablar con ella? -No hay teléfono en las salas, pero puedo transmitirle su mensaje. -Dígale... -Busqué algo que decirle y de pronto escuché un crepitar en la línea-. ¡Oiga! ¡Oiga! No

corte, señorita.. -¡Hable pues! Dése prisa. -Dígale que su marido está en La Rochelle, que todo va bien, que irá a Bressuire tan pronto como

pueda... Aún no sé si encontraré un medio de transporte, pero... Ya no había nadie en la línea y no sabía si habían escuchado el final de mi frase. No se me había

ocurrido preguntar si era padre de un niño o de una niña, y tampoco si todo había transcurrido bien. Fui a pagar a la ventanilla. Después, como había hecho a menudo durante las últimas semanas, dije: -Ven. Era inútil, puesto que Anna me seguía siempre. En la calle me preguntó: -¿Cómo piensas ir? -No lo sé. -Sin duda los servicios de trenes no se restablecerán hasta dentro de muchos días. Yo no me hacía preguntas. Iría a Bressuire a pie si hacía falta. Sabía dónde estaba Jeanne y tenía que ir

a su lado. No se trataba de un deber. Era tan natural que no lo dudé un solo instante. Seguramente yo conservaba un aire tranquilo, seguro de mí mismo, porque Anna me miraba con cierto

asombro. Al pasar por el muelle me detuve en la tienda donde había comprado el infiernillo de alcohol. Allí vendían sacos de marino de tela gruesa, y yo quería uno para reemplazar el baúl, que, incluso vacío, era demasiado pesado para arrastrarlo por el camino.

Los soldados alemanes seguían sin mezclarse con los transeúntes. Un grupo que había acampado en los límites de la ciudad, junto a las antiguas murallas, en torno a una cocina de campaña, se había ido al amanecer.

Entré por última vez en el campo, en la carpa verde, y vacié el contenido del baúl en el saco de marinero. Al ver el infiernillo de alcohol, se lo tendí a Anna.

-Quédatelo. Ya no lo necesitaré, y de todas maneras no tengo sitio. Lo tomó sin protestar y lo guardó en su maleta. Estaba preocupado, me preguntaba dónde y cómo

íbamos a despedirnos. Había mujeres que dormían aún, y otras que se ocupaban de los niños y nos miraban con curiosidad. -

Te ayudaré. Anna colocó el saco sobre mi hombro y yo me incliné para alcanzar la maleta. Me siguió, con la suya

en la mano. Fuera, entre dos barracones, empecé con torpeza: -En toda mi vida, yo... Su sonrisa me desconcertó. -Voy contigo. -¿A Bressuire? Me alarmé un poco. -Quiero quedarme contigo el mayor tiempo posible. No tengas miedo. Una vez allí, desapareceré. La idea de retrasar la despedida me reconfortaba. No encontramos a la señora Bauche y partimos,

como tantos otros, sin decirle adiós ni darle las gracias. Sin embargo éramos los más antiguos del centro, porque el viejo Jules había sido trasladado al hospital durante una crisis de delírium trémens.

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Nos dirigimos a la plaza de Armas a través de calles cada vez más concurridas. La terraza del Café de la Paix estaba llena. Circulaban los coches civiles y, al fondo de la plaza, hacia el parque, se distinguía el camuflaje abigarra, do de los vehículos alemanes.

No esperaba encontrar un autobús. Pero había uno delante del depósito, porque nadie había dado la orden, de interrumpir el servicio. Pregunté si había uno para Bressuire o para Niort. Me respondieron que no, que la carretera de Niort estaba atestada de vehículos y de refugiados que iban a pie, y que hasta a los alemanes les costaba avanzar entre ellos.

-Hay un autocar para Fontenay-le-Comte. -¿Está en la carretera de Bressuire? -Les acercará. -¿Cuándo sale? -El conductor está llenando el depósito de gasolina. Nos instalamos a pleno sol y al principio estábamos solos entre las banquetas vacías. Subió un soldado

francés, un hombre de unos cuarenta años con la chaqueta al brazo, y más tarde media docena de personas fueron tomando sitio a nuestro alrededor.

Sentados uno al lado del otro, zarandeados por los vaivenes, Anna y yo manteníamos la mirada fija en el paisaje.

-¿No tienes hambre? -No. ¿Y tú? -Tampoco. Una campesina con los ojos enrojecidos de llanto comía, delante de nosotros, una rebanada de paté que

olía a gloria. Seguimos una carretera que al principio discurría cerca del mar y que iba de pueblo en pueblo: Nieuil,

Marsilly, Esnandes, Charron. Veíamos pocos alemanes, sólo un pequeño grupo en la plaza de cada aldea, delante de la iglesia o de la alcaldía. Los habitantes los observaban desde lejos.

Estábamos fuera del itinerario de los refugiados y del grueso de las tropas. En algún lugar creí reconocer el prado y el apeadero donde habíamos dormido la última noche de nuestro viaje. No estoy seguro, porque el paisaje visto desde la vía es distinto del que se ve desde la carretera.

Pasamos delante de una gran central lechera en la que los botes de leche brillaban por docenas al sol. Franqueamos luego un puente sobre un canal, cerca de un merendero con un cenador. Había manteles a cuadros azules, flores en las mesas y, al borde de la carretera, la figura en madera recortada de un cocinero, que ofrecía un menú multicopiado.

En Fontenay-le-Comte los alemanes eran más numerosos y también había más vehículos, incluso camiones, pero sólo en la calle mayor que conduce a la estación. En la estación de autobuses, que se encuentra en una plaza, nos informaron de que no había ninguno con destino a Bressuire.

La idea de alquilar un taxi no se me ocurrió, en primer lugar porque no lo había hecho nunca y en segundo porque no lo hubiera creído todavía posible.

Entramos en un café de la plaza del mercado, para comer algo. -¿Son refugiados? -Sí. De las Ardenas. -Hay gente de las Ardenas que tala árboles en el bosque de Mervent. Tienen un aire un poco salvaje.

En el fondo son muy valientes, muy animosos. ¿Van muy lejos? -A Bressuire. -¿Tiene coche? Éramos los únicos clientes que había en la sala, y un anciano con zapatillas de fieltro se puso a

mirarnos por la puerta de la cocina. -No. Caminaremos si hace falta. -¿Creen que pueden ir a Bressuire a pie? ¿Con esta señorita? Esperen a que pregunte si el camión de

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Martin ha salido. Tuvimos suerte. La casa de Martin, al otro lado de los árboles, era una quincallería al por mayor. Tenía

que hacer reparto en Pouzauges y en Cholet. Esperamos bebiendo café junto a la plaza vacía. Había sitio para nosotros dos al lado del chófer, apretándonos en la cabina. Tras una cuesta bastante

despoblada, atravesamos un bosque interminable. -Los ardenienses están allí -decía nuestro conductor, señalando una tala de árboles y unas cabañas,

alrededor de las cuales jugaban niños semidesnudos. -¿Hay muchos alemanes por aquí? -Ha habido mucho tráfico ayer por la tarde y esta noche. Sin duda se repetirá. Hemos visto sobre todo

motos y cocinas de campaña. Supongo que los tanques vienen a continuación. Se detuvo para dejar un fardo en casa de un herrero, donde un caballo de labor se volvió y relinchó en

nuestra dirección. La jornada empezaba a parecerme demasiado larga y, pese a nuestra suerte, el viaje no terminaba.

En ese momento le guardaba algo de rencor a Anna por acompañarme. Más habría valido, para los dos, acabar en La Rochelle, con mi saco de marinero sobre el hombro y mi maleta en la mano.

Intuyendo mi desazón, Anna se acurrucó entre el conductor y yo. De repente pensé que su cadera cálida tocaba la de nuestro acompañante y me sentí celoso.

Tardamos casi dos horas en alcanzar Pouzauges, aunque sólo topáramos con una columna motorizada de un kilómetro de longitud. Los soldados nos miraron al pasar.

Miraban sobre todo a Anna y algunos le hacían una señal con la mano. -Sólo están a unos veinte kilómetros de Bressuire. Harían bien en entrar en ese café conmigo. Seguro

que les encuentro a alguien que pueda acercarles. Unos hombres jugaban a las cartas con el ceño fruncido. Al fondo, dos más discutían delante de unos

papeles que había entre los vasos. -Oigan, ¿hay alguien que vaya hacia Bressuire? Esta señora y este señor son refugiados que necesitan

llegar allí antes de la noche. Uno de los que discutían y que tenía aspecto de comerciante examinó a Anna de pies a cabeza, antes

de ofrecerse: -Puedo llevarlos hasta Cerizay. No sabía dónde caía Cerizay. Me explicaron que se encontraba a medio camino de Bressuire. Había

imaginado que tendría que soportar dificultades, dar alguna muestra de heroísmo para reunirme con mi mujer, caminar durante días a lo largo de las carreteras y ser importunado por los alemanes.

Casi me decepcionó que todo se arreglara con tanta facilidad. Esperamos casi una hora el final de la discusión. Varias veces los hombres se levantaron e hicieron

ademán de estrecharse la mano, para volver a sentarse y pedir una nueva ronda. Nuestro futuro conductor tenía el semblante congestionado. Dándose aires de importancia hizo subir a

Anna a su lado y yo me instalé en la banqueta posterior. De pronto volví a sentir la fatiga por haber pasado la noche en blanco; los párpados me pesaban, me ardían los labios como si tuviera fiebre. ¿Podría haber cogido una insolación?

Tras algún tiempo dejé de distinguir las palabras que pronunciaban delante de mí. Veía vagamente prados, bosques, uno o dos pueblos adormecidos. Atravesamos un puente sobre un río casi seco y al final nos detuvimos en una plaza.

Le di las gracias, y Anna también. Recorrimos doscientos o trescientos metros antes de descubrir, ante una panadería, un camión cargado de harina en el que estaba pintado el nombre de un molinero de Bressuire.

Así que ni Anna ni yo nos vimos obligados a andar. No estuvimos solos en todo el día. Aún no había anochecido. Estábamos en la acera, cerca de la terraza de un café, tenía mi saco y mi

maleta a los pies. Me volví para sacar unos billetes de la cartera. Anna comprendió y no protestó cuando

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los deslicé en su bolsa. Alrededor todo estaba vacío. Nunca he tenido una impresión de vacío semejante. Detuve a un

muchacho que pasaba. -Dime, chico... ¿La maternidad? -La segunda calle a la izquierda, todo arriba. No puede equivocarse. Adivinando que iba a decirle adiós allí, Anna murmuró: -Déjame acompañarte hasta la puerta. Era una petición tan humilde que no tuve el valor de negarme. En una plaza, los alemanes se afanaban

alrededor de una docena de grandes tanques y unos oficiales gritaban órdenes. La calle de la maternidad estaba en pendiente, bordeada de casas burguesas. Al final se levantaba un

gran edificio de ladrillo. Dejé de nuevo mi saco y mi maleta en el suelo. No me atrevía a mirar a mi compañera. Una mujer

estaba acodada en la ventana, había un niño sentado en el suelo y el sol poniente sólo alumbraba el tejado de las casas.

-Verás... -empecé. El sonido se detuvo en mi garganta y la tomé de las manos. Tuve que mirarla por última vez y vi un rostro que ya me parecía borroso. -¡Adiós! -Sé feliz, Marcel. Le apreté ambas manos. Las solté. Volví a tomar mis dos bártulos, casi tambaleándome. Cuando me

acercaba al umbral de la maternidad, corrió detrás de mí para susurrarme: -He sido feliz contigo. A través de la puerta acristalada, distinguí unas enfermeras en un vestíbulo, una camilla con ruedas, la

recepcionista que hablaba por teléfono. Entré. Me volví. Anna permanecía de pie en la acera. -La señora Féron, por favor.

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8 No ha sido sólo para ordenar mis recuerdos ni con la esperanza de comprender algunas cosas que

siempre me inquietaron por lo que me he puesto a escribir estas notas, a escondidas de mi mujer y de todo el mundo, en un cuaderno que guardo con llave cada vez que alguien entra en mi despacho.

Porque ahora tengo un despacho y una tienda con dos escaparates en la Rue du Chateau, y empleo a más trabajadores que el hijo de mi antiguo patrón, el señor Ponchot, que no ha sabido modernizarse y cuya casa ha permanecido tan sombría y solemne como cuando trabajé allí en otro tiempo.

Tengo tres hijos que van haciéndose mayores, dos chicas y un varón. Jean-François, el chico, nació en Bressuire mientras Sophie estaba al cuidado de unos granjeros de un pueblo vecino, que las habían acogido a ambas cuando las abandonó el tren.

Sophie pareció contenta de verme, pero no sorprendida, y le entraron ganas de llorar cuando un mes después tomamos el tren de nuevo para regresar a Fumay con su madre y su hermanito.

El parto transcurrió sin problemas. Jean-François es el más fuerte de los tres. En cambio, con su hermana menor tuvimos dificultades. Cierto que Jeanne estaba más nerviosa que nunca y se asustaba por nada, convencida de que la desgracia le perseguía.

Isabelle, la tercera, nació en el momento más dramático de la guerra, cuando se esperaba el desembarco. Algunos creían que éste iba a desencadenar los mismos dramas y el mismo desorden que la invasión alemana. Se suponía que todos los hombres aptos iban a ser enviados a Alemania, y los caminos estaban señalados con flechas para que no entorpeciéramos las rutas militares.

Fue también la época de las privaciones. El abastecimiento andaba escasísimo, y era muy poco lo que yo podía conseguir en el mercado negro.

Jeanne dio a luz prematuramente, la recién nacida tuvo que,- pasar un tiempo en la incubadora y mi mujer nunca se repuso del todo. Hablo más desde el punto de vista mental que del físico. Se volvió temerosa y pesimista, y cuando más tarde nos instalamos en la Rue du Chateau, siguió convencida durante largo tiempo de que íbamos de cabeza al desastre, y de que seríamos más pobres que nunca.

Retomé mi vida en el punto en que la había dejado, como era mi deber, mi destino, porque era la única solución posible y nunca había previsto que pudiera ser de otro modo.

Trabajé mucho. Cuando llegó el momento, llevé a mis hijos a las mejores escuelas. Ignoro qué será de ellos. De momento se parecen a los demás niños de nuestro entorno, y aceptan las

ideas que se les inculca. No por eso dejo de acariciar, sobre todo al observar cómo crece mi hijo y al escuchar las preguntas que

me hace, al ver las miradas que me dirige, no por eso dejo de acariciar, repito, una idea. Tal vez Jean-François continúe comportándose como su madre y sus educadores le enseñan, y como

yo mismo hago con mayor o menor sinceridad. También es posible que un día se revuelva contra nuestras ideas, contra nuestro modo de vida, que

intente ser él mismo. Supongo que eso también puede ocurrirles a las chicas, pero es cuando intento imaginarme a Jean-

François dentro de unos años cuando empiezo a inquietarme. Ya tengo entradas en la frente. Necesito gafas, con cristales cada vez más gruesos. Soy un hombre

bastante próspero, corriente, más bien insignificante. Visto desde cierto ángulo, el hogar que formamos Jeanne y yo es más bien la caricatura de una pareja.

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Así que se me ha ocurrido la idea de dejarle a mi hijo, por lo que pueda suceder, otra imagen de mí. Me pregunto si no le convendría descubrir, algún día, que su padre no fue siempre el comerciante y el marido tímido que ha conocido, sin otra aspiración que educar a los suyos lo mejor posible y hacerles subir un pequeño peldaño en la escala social.

Mi hijo, y quizá también mis hijas, se enterarían así de que hubo en mí otro hombre y de que durante unas semanas fui capaz de vivir una verdadera pasión.

Aún no lo sé. Todavía no he tomado una decisión sobre el uso que le daré a este cuaderno y espero tener tiempo por delante para reflexionar.

En todo caso, tenía que dejar aquí constancia de esa idea, como tengo, para ser honesto conmigo mismo y con los otros, que llegar hasta el fin.

Después del invierno de 1940 la vida se reanudó casi con normalidad, salvo por la presencia de los alemanes y por el avituallamiento, que ya resultaba difícil. Volví a incorporarme al trabajo. Los aparatos de radio no estaban prohibidos y aun se compraban más que en el pasado. El gallo Nestor y todas nuestras gallinas, menos una, habían encontrado de nuevo su lugar al fondo del jardín y, en contra de mis temores, no habían robado nada en la casa, ni una radio ni una herramienta. Mi taller estaba exactamente como lo había dejado, con algo más de polvo.

La primavera y el otoño de 1941 debieron de transcurrir sin problemas porque conservo pocos recuerdos, salvo el de que el doctor Wilhems venía a menudo a casa. La salud de Jeanne le preocupaba y, según me confesó más tarde, temía que pudiera ser neurastenia.

Aunque nunca le hablé de Anna a mi mujer, juraría que lo sabe. ¿Le llegó algún rumor, propagado por los refugiados que como nosotros regresaron al pueblo? No recuerdo haber vuelto a encontrarme por entonces con ellos, pero no es imposible.

En cualquier caso, eso no tiene nada que ver con su salud ni con sus temores. Nunca ha sido apasionada ni envidiosa y, como su hermana Berthe, a cuyo marido, el pastelero, se le van los ojos detrás de cada falda, toleraría que tuviese aventuras, a condición de que éstas fuesen discretas y no pusieran nuestro hogar en peligro.

No intento quitarme de encima las responsabilidades. Digo lo que pienso, objetivamente. Si en Bressuire pudo entender que durante algún tiempo había dejado de ser el mismo hombre, a continuación mi comportamiento debió de devolverle la confianza.

¿Llegó a sospechar en algún momento que había estado a punto de no volver a verme? Por otra parte, nada más falso. Nuestra unión no había corrido ningún peligro serio, lo digo a riesgo de rebajarme ante mis propios ojos.

Eran sobre todo los alemanes quienes le daban miedo, un miedo físico, instintivo, sus pasos en la calle, su música, los carteles que colocaban en las paredes y que sólo anunciaban malas noticias.

A causa de mi oficio vinieron dos veces a registrar mi taller y mi casa, y llegaron a excavar en el jardín en busca de transmisores clandestinos.

Por entonces aún vivíamos en la misma calle, cerca del muelle, entre la casa de los viejos Matray y la del maestro, con su hija de pelo rizado. Esta última familia no había vuelto y no se presentó hasta después de la Liberación, porque permaneció toda la guerra cerca de Carcassone, donde el maestro estuvo en la Resistencia.

En mi recuerdo, el invierno de 1941-1942, fue muy frío. Un poco antes de Navidad, cuando ya había caído algo de nieve, el doctor Wilhems se presentó una mañana para ver a Jeanne, que salía de la gripe. Todos la habíamos pasado, pero ella se recuperaba mal de la suya y se mostraba más ansiosa que de costumbre.

Al irse, el doctor me dijo en el pasillo: -Si fuese tan amable de echar un vistazo a mi radio... Me pregunto si no se habrá quemado una de las

bujías. Era de noche desde las cuatro de la tarde. Los faroles estaban pintarrajeados de azul y apenas se veían

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COLECCIÓN ANDANZAS 1ª Edición: noviembre de 1999 ISBN: 84-8310-115-7

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las muestras de los escaparates. Acababa de terminar un trabajo cuando pensé en el doctor Wilhems y me dije que tenía tiempo de visitarle antes de la cena.

Avisé a mi mujer y me puse el abrigo. Con la caja de herramientas en la mano, dejé el calorcillo de la casa por el frío y la oscuridad de la calle.

Apenas había recorrido unos metros cuando una silueta se separó del muro y se me acercó, mientras una voz me llamaba por mi nombre.

-Marcel. La reconocí enseguida. Llevaba un abrigo oscuro y una gorra en la cabeza. Su rostro me pareció más

pálido que nunca. Se puso a mi lado como cuando en otro tiempo yo le decía: «Ven». Parecía helada de frío y emocionada, pero yo permanecí tranquilo y lúcido. -Tengo que hablar contigo, Marcel. Es mi última oportunidad. Estoy en Fumay con un aviador inglés,

a quien he de llevar a la zona libre. Me volví y creí distinguir la silueta de un hombre oculto en el umbral de los Matray. Alguien nos ha denunciado. La Gestapo está buscándonos y nos está pisando los talones. Deberíamos

escondernos unos días en un lugar seguro, el tiempo suficiente para que nos olviden. Jadeaba al andar, cosa que no le ocurría en otro tiempo. Tenía ojeras, y el rostro marchito. Seguí caminando a grandes pasos y, al doblar la esquina del muelle, empecé: -Escucha... -Comprendo. Siempre lo entendía todo antes de que yo abriese la boca. Sin embargo, seguí diciéndole lo que tenía

que decir: -Los alemanes me vigilan. Dos veces han... -Lo entiendo, Marcel -repitió-. No te quiero. Perdona. No tuve tiempo de alcanzarla. Dio media vuelta, y corrió hacia el hombre que la esperaba en la

sombra. No se lo conté a nadie. Una vez reparada la radio del médico, volví a casa. Jeanne ponía la mesa en la

cocina y Jean-François ya estaba comiendo en su silla alta. -¿No te habrás resfriado? -me preguntó ella, mirándome. Todo estaba en su sitio, los muebles, los objetos, tal como los habíamos dejado al salir de Fumay, y

ahora había otro niño en casa. Un mes después vi un cartel todavía húmedo en el muro de la alcaldía. Podían leerse cinco nombres,

entre los cuales estaban el de un inglés y el de Anna Kupfer. Los cinco habían sido fusilados como espías dos días antes, en el patio de la prisión de Mézières.

Nunca volví a La Rochelle. No volveré nunca. Tengo una mujer, tres hijos, un local comercial en la Rue du Chateau.

Noland (Vaud), 25 de marzo de 1961