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En la vida inútil de Pito Pérez, José Rubén Romero narra un pasaje donde el protagonista se vale de la ambigüedad de una palabra para burlar a un tendero: … Desde el banco en donde me encontraba sentado, veía un comercio grande, muy surtido, quizá el mejor del pueblo, atestado de marchantes en aquella primera hora de la mañana. Dos o tres dependientes, en mangas de camisa, atendían a los parroquianos, y un viejo calvo, ganchudo como alcayata, tal vez el dueño del negocio, escribía ensimismado sobre un libro de cuentas. En lo más alto de las armazones de la tienda, con sus faldas amponas y azules, alineábamos grandes pilones de azúcar, ostentando orgullosos su marca de fábrica: Hacienda de Calahuate. Me vino la idea de apoderarme, por medio de un ardid atrevido, de una de aquellas codiciadas pirámides. Entré al comercio, y dirigiéndome a uno de los dependientes, le pedí un centavo de canela. ¡Mi única moneda superviviente! Cuando tuve la raja en la mano acerquéme al dueño del comercio, y enseñándole mi compra le pedí por favor, poniendo cara de perro humilde, un piloncito de azúcar “-Qué te lo den”- contestó el viejo. Fui al otro extremo del mostrador y con tono garboso dije a otro de los dependientes: “-Dice el amo que me dé un pilón de azúcar”- apuntando con el dedo uno de los panes que moraban cerca del techo. El dependiente, desconfiado, preguntó en voz alta a su jefe: “-¿Se le da un pilón de azúcar a este muchacho?” A lo que el viejo contestó afirmativamente, sin levantar los ojos del libro y creyendo que se trataba de un piloncito con qué endulzar una taza de canela El dependiente bajó el pan de azúcar y yo salí con él en brazos…

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En la vida inútil de Pito Pérez, José Rubén Romero narra un pasaje donde el protagonista se vale de la ambigüedad de una palabra para burlar a un tendero:

… Desde el banco en donde me encontraba sentado, veía un comercio grande, muy surtido, quizá el mejor del pueblo, atestado de marchantes en aquella primera hora de la mañana. Dos o tres dependientes, en mangas de camisa, atendían a los parroquianos, y un viejo calvo, ganchudo como alcayata, tal vez el dueño del negocio, escribía ensimismado sobre un libro de cuentas.

En lo más alto de las armazones de la tienda, con sus faldas amponas y azules, alineábamos grandes pilones de azúcar, ostentando orgullosos su marca de fábrica: Hacienda de Calahuate.

Me vino la idea de apoderarme, por medio de un ardid atrevido, de una de aquellas codiciadas pirámides. Entré al comercio, y dirigiéndome a uno de los dependientes, le pedí un centavo de canela. ¡Mi única moneda superviviente!

Cuando tuve la raja en la mano acerquéme al dueño del comercio, y enseñándole mi compra le pedí por favor, poniendo cara de perro humilde, un piloncito de azúcar

“-Qué te lo den”- contestó el viejo. Fui al otro extremo del mostrador y con tono garboso dije a otro de los dependientes:

“-Dice el amo que me dé un pilón de azúcar”- apuntando con el dedo uno de los panes que moraban cerca del techo. El dependiente, desconfiado, preguntó en voz alta a su jefe:

“-¿Se le da un pilón de azúcar a este muchacho?” A lo que el viejo contestó afirmativamente, sin levantar los ojos del libro y creyendo que se trataba de un piloncito con qué endulzar una taza de canela

El dependiente bajó el pan de azúcar y yo salí con él en brazos…