38
IV. Mis recuerdos del Parlamento Oratoria parlamentarista · Cortes de la República · Prieto · Azaña · Lerroux. El león cansado y "la táctica" · Personalidades de la derecha republicana · Las figuras del grupo parlamentario socialista · Diputados de la "CEDA" • Giménez Fernández · Mis relaciones con los grupos monárquicos y tradicionalista · José Calvo Sotelo · Goicoechea · Don Ramiro de Maeztu · José María Pemán · José Antonio en las Cortes · Cambó · Ortega y Gasset · Madariaga · Y después... · Constitución irregular de las Cortes • Mi primera actuación en esas Cortes · Mi enmienda a la Ley de Sucesión · Reforma de la Administración Local · Mi última intervención · Los plenos, caja de resonancia de monólogos oficiales No fui yo partidario del régimen parlamentario ni durante la República cuando representé en el Congreso de los Diputados a mis electores de la "Unión de Derechas" de Zaragoza, integrado en la minoría de Acción Popular; ni cuando, más tarde, en curso ya el drama irreversible de la guerra, me correspondió ejercer funciones de Gobierno. Pero mis reservas no comportaban un indiscriminado menosprecio por el Parlamento en si, entendido como órgano deliberante donde los asuntos públicos se ponían a la luz y donde la clase política se ponla a prueba. Me parecía que podía ser una institución útil si se acertaba a purgarla de sus excesos y confieso que llegué a él con alguna ilusión. Esto es también lo que, poco más o menos, pensaba José Antonio Primo de Rivera y así me lo manifestó un día, después de asistir a un debate de altura en el Congreso. Por ello aunque él hubiera anunciado públicamente en 1933 que se disponía a ir al Parlamento " sin fe y sin respeto" lo cierto es que se mantuvo en él con interés, tomando muy en serio las posibilidades que aquel ámbito ofrecía y el argumento que en aquel escenario se representaba. Tanto que incluso hubo camaradas suyos que le echaron en cara su asiduidad a las sesiones, cosa que les parecía excesiva. Por otra parte, el Parlamento había atraído mi curiosidad desde edad temprana; siendo todavía estudiante, cuando los debates políticos del Congreso eran un verdadero espectáculo nacional. Yo los seguía con mucho interés desde la prensa y en ocasiones me acercaba a presenciarlos y a escuchar a los grandes tribunos de aquella época en que la oratoria todavía era uno de los más indispensables instrumentos del político. Para ello solía acudir a la amabilidad del diputado por Castellón de la Plana, don Emilio Santa Cruz, que salía casi siempre por el articulo 29 de la Ley Electoral, donde, como muchos recordarán, se establecía que sin necesidad de elección alcanzaba el acta de diputado el candidato presentado cuando fuera único, lo que en Castellón capital sucedía así por el predominio que allí tenían los republicanos radicales de Lerroux, mientras en la provincia la lucha solía ser reñida entre liberales, conservadores y carlistas, siendo estos últimos muy fuertes en el Maestrazgo – la tierra de Cabrera- y en Villarreal de los Infantes .

IV. Mis recuerdos del Parlamentoñer.es/documentos/libros/memoria... · Por su nuevo estilo oratorio -ordenado, preciso, sereno- Cambó llamaba ya siendo muy joven la atención

  • Upload
    lynga

  • View
    242

  • Download
    0

Embed Size (px)

Citation preview

IV. Mis recuerdos del Parlamento

Oratoria parlamentarista · Cortes de la República · Prieto · Azaña · Lerroux. El león cansado y "la táctica" · Personalidades de la derecha republicana · Las figuras del grupo parlamentario

socialista · Diputados de la "CEDA" • Giménez Fernández · Mis relaciones con los grupos monárquicos y tradicionalista

· José Calvo Sotelo · Goicoechea · Don Ramiro de Maeztu · José María Pemán · José Antonio en las Cortes ·

Cambó · Ortega y Gasset · Madariaga · Y después... · Constitución irregular de las Cortes • Mi primera actuación en

esas Cortes · Mi enmienda a la Ley de Sucesión · Reforma de la Administración Local · Mi última intervención · Los plenos,

caja de resonancia de monólogos oficiales No fui yo partidario del régimen parlamentario ni durante la República cuando representé en el Congreso de los Diputados a mis electores de la "Unión de Derechas" de Zaragoza, integrado en la minoría de Acción Popular; ni cuando, más tarde, en curso ya el drama irreversible de la guerra, me correspondió ejercer funciones de Gobierno. Pero mis reservas no comportaban un indiscriminado menosprecio por el Parlamento en si, entendido como órgano deliberante donde los asuntos públicos se ponían a la luz y donde la clase política se ponla a prueba. Me parecía que podía ser una institución útil si se acertaba a purgarla de sus excesos y confieso que llegué a él con alguna ilusión. Esto es también lo que, poco más o menos, pensaba José Antonio Primo de Rivera y así me lo manifestó un día, después de asistir a un debate de altura en el Congreso. Por ello aunque él hubiera anunciado públicamente en 1933 que se disponía a ir al Parlamento " sin fe y sin respeto" lo cierto es que se mantuvo en él con interés, tomando muy en serio las posibilidades que aquel ámbito ofrecía y el argumento que en aquel escenario se representaba. Tanto que incluso hubo camaradas suyos que le echaron en cara su asiduidad a las sesiones, cosa que les parecía excesiva. Por otra parte, el Parlamento había atraído mi curiosidad desde edad temprana; siendo todavía estudiante, cuando los debates políticos del Congreso eran un verdadero espectáculo nacional. Yo los seguía con mucho interés desde la prensa y en ocasiones me acercaba a presenciarlos y a escuchar a los grandes tribunos de aquella época en que la oratoria todavía era uno de los más indispensables instrumentos del político. Para ello solía acudir a la amabilidad del diputado por Castellón de la Plana, don Emilio Santa Cruz, que salía casi siempre por el articulo 29 de la Ley Electoral, donde, como muchos recordarán, se establecía que sin necesidad de elección alcanzaba el acta de diputado el candidato presentado cuando fuera único, lo que en Castellón capital sucedía así por el predominio que allí tenían los republicanos radicales de Lerroux, mientras en la provincia la lucha solía ser reñida entre liberales, conservadores y carlistas, siendo estos últimos muy fuertes en el Maestrazgo – la tierra de Cabrera- y en Villarreal de los Infantes .

Oratoria parlamentarista En aquella época juvenil pude ver y oír a algunas de las grandes figuras de la última etapa de la Restauración, oradores fáciles y elegantes, algunos - como diría Azorín de don Antonio Maura- “artistas de la palabra y del gesto". Entonces un político sin cualidades oratorias no era de recibo. A Maura le escuché más de una vez, era orador y actor excepcional. Menos brillante pero seguro, enérgico, claro y eficaz, era don Juan de la Cierva, a quien el mismo Azorín, antes socialista, siguió como subsecretario de Instrucción Pública, ganado por la firmeza, el carácter y el sentido de autoridad del político conservador. Dato, aunque con poca brillantez, era buen conocedor del medio y resultaba un parlamentario eficaz. Sánchez Guerra, verboso, florido, barroco, no perdía nunca el tono de un periodista provinciano. Adornaba sus discursos con citas constantes de sus poetas preferidos, el Duque de Rivas, Núñez de Arce, Martínez de la Rosa, Espronceda, etcétera, ya un poco pasados en aquel tiempo. Intelectualmente ni hablando ni escribiendo era un hombre riguroso y los artículos que con motivo de su destierro enviaba al ABC desde Paris eran mediocres. Enjuto, preciso y lúcido era Bergamín, el gran abogado, quizás el primero de su época, Allí también Alhucemas, Romanones, Fernández Priva, Piniés y otros muchos. Uno de los tribunos de mayor elocuencia era el tradicionalista Vázquez Mella, antibritánico furibundo que casi nunca se olvidaba - con pretexto de Gibraltar o de cualquier otro tema menos importante- de atacar a la "pérfida Inglaterra" y hacia fonéticamente esa transposición de letras alargando mucho la I y la r. Conocí yo entonces -luego seriamos los dos diputados en las Cortes de la. República- al elocuente orador Melquíades Álvarez, republicano primero y más tarde jefe del Partido Reformista que, al postular la indiferencia de las formas de régimen, aceptaba la Monarquía. En su partido figuraban grandes personalidades como don Gumersindo de Azucárate y otras en las que aún no se presagiaba su futuro relieve: Azaña, Barcia. Pedregal. Como es sabido, don Melquíades Álvarez fue asesinado, en la llamada Cárcel Modelo de Madrid en la horrible noche del 22 de agosto de 1936, que yo viví, siendo jefe del Gobierno Giral y Presidente de la Republica Azaña; los dos habían pertenecido al partido reformista del que aquél fuera Jefe. Se dice que tuvieron gran disgusto al saber que había sido asesinado pero los dos siguieron, sin embargo, en sus puestos de Jefe del Gobierno y Presidente de la República, con lo que se ganaron en la historia de la indignidad política puestos todavía más altos Por su nuevo estilo oratorio -ordenado, preciso, sereno- Cambó llamaba ya siendo muy joven la atención. Con justicia ha comentado José Pla que Cambó, a diferencia de otros oradores, era un regalo para los periodistas que tenían la obligación de reseñar sus discursos pues se encontraban con piezas de una gran sustancia y de un orden perfecto, mientras el trabajo para dar una idea de los discursos difusos y barrocos de otros oradores era un trabajo difícil y en ocasiones casi imposible. Luego hablaré de Cambó en la República y después de la guerra civil. Recuerdo también como personalidad destacada del viejo Parlamento de la Monarquía, a Lerroux, orador sin duda alguna pero pomposo, endomingado y teatral; siempre he recordado que en uno de sus discursos de entonces decía cosas como ésta: "El arzobispo de Toledo cuyo anillo no beso pero ante cuya grandeza me inclino...", Era hombre muy dado a la pomposidad y al patetismo; muchos años después, ya en las Cortes de la República, al presentar ante ellas su sexto Gobierno- aquel en el que entró Gil Robles

como Ministro de la Guerra- se expresó así: "Yo he venido aquí a cumplir el deber que me incumbe desde mi Huerto de los Olivos, donde he rezado la oración apasionada de los que lo sacrifican todo por amor..." Nada menos. Me llamó especialmente la atención la capacidad de polemista de Indalecio Prieto, entonces todavía joven. Cuando le oí por primera vez intervenía en el que fue un día grave problema político -la expulsión de los alumnos de la Escuela Superior de Guerra- conduciendo su alegato de un modo implacable. Luego, en mis visitas al Congreso durante las Cortes Constituyentes de la República, y en mi asidua asistencia a las mismas como Diputado en las legislaturas de 1933 y 1936, tendría ocasión de admirar repetidamente su gran talento natural y su tremendo temperamento de parlamentario. Cortes de la República Como relato en otro capítulo, me llevó a la experiencia personal, interesante, de la vida parlamentaria la atemorizada inhibición de los prohombres de la Derecha aragonesa cuando al llegar la República me invitaron a asumir el riesgo de la primera batalla electoral que siguió al 14 de abril: la de las Cortes Constituyentes. Derrotado en ella, volví a presentar mi candidatura ya con mayores medios, y en un ambiente menos encogido, en las elecciones que se celebraron el año 33 en las que resulté elegido, triunfante la "Unión de Derechas", y quedando luego adscrito, con alguna independencia, a la minoría de "Acción Popular" en el Congreso. Celebradas las elecciones los candidatos electos enviábamos nuestras credenciales a la Secretaria de las Cortes. Como fase previa a la constitución de las mismas se nombraba una "Mesa de edad". Por razón de sus años fue en aquella ocasión Presidente de ésta el industrial Honorio Riesgo. (En realidad le correspondía a Romanones que era más viejo, pero él, por lo que fuera, o por coquetería, no apareció por allí.) Y secretarios, por igual razón cronológica -sólo que a la inversa- los de menos edad: Paco Moreno Herrera, marqués de la Eliseda, el más joven de los diputados que tenia sólo veinticuatro años y en el régimen anterior hubiera necesitado previa dispensa para ocupar su escaño, pues la ley exigía los veinticinco; los otros eran Morayta, Luciano de la Calzada y Amores. Daban éstos lectura a la lista de credenciales y acto seguido se procedía a la constitución interina del Congreso cuya primera actuación era elegir las Comisiones de actas y de incompatibilidades. Recuerdo muy bien aquellas ceremonias repetidas en la Legislatura siguiente, 1936, Cortes del Frente Popular. En estas últimas, por la misma razón de sus años correspondió la Presidencia de la Mesa de edad al almirante don Ramón Carranza, marqués de Villapesadilla, un anciano de gran prestancia, que conservaba bien dibujado el rostro, con facciones correctas y una pequeña barba blanca. Era un hombre atildado, de maneras corteses y de mucho carácter, Habla sido alcalde de Cádiz - un buen alcalde- durante la Dictadura del general Primo de Rivera, a quien siempre se mantuvo fiel; tenia por José Antonio, una especie de cariño paternal y, aunque se hacia cargo de sus grandes calidades de inteligencia y valor personal, no creo que entendiese casi nada de su pensamiento político, que en determinados momentos más bien le inquietaba. Terminada la discusión de las actas - en la que yo intervenía siempre como miembro de la Comisión, ya para apoyar sus dictámenes, ya para impugnarlos formulando voto

particular-, tenia lugar la constitución formal del Congreso y al presidente de la Mesa de edad le correspondía decir: "Queda constituida la Cámara", como hizo con voz un tanto velada el almirante Carranza abandonando su efímera presidencia; pero, apenas había iniciado el descenso por los escasos peldaños que daban acceso a la tribuna presidencial, los diputados de la mayoría gritaron: "Ahora se añade un 'Viva la República"; y él -don Ramón- volvió a ocuparla para contestar con energía: "No me da la gana.” Prieto Pues bien, como antes decía, al referirme al Parlamento monárquico, Prieto poseía extraordinarias facultades de polemista, y aunque combativo, agresivo. y en ciertas ocasiones desgarrado y aun grosero (más que vulgar), tenia un talante no antipático a lo que contribuía su constitución física de hombre gordo que no llegaba a la obesidad. Era muy ocurrente, ingenioso, fácil, con talento y amor propio tesoneros que le llevaban a informarse a fondo de los temas y a documentar sólidamente sus discursos. Fueron notables, por ejemplo, algunas de sus intervenciones en materia de Obras Públicas y de Hacienda que él conoció siendo Ministro1. En materia de Hacienda, en relación con los presupuestos de la Dictadura, recibió un día una buena lección de Andrés Amado, que era buen conocedor de todos los servicios del Ministerio y del sistema fiscal y se había preparado concienzudamente. Sin duda ninguna, Amado en aquella ocasión venció a Prieto. Pero la lección recibida no fue vana, pues éste se entregó afanosamente al tema y se puso en condiciones de tratarlo con gran información y conocimiento en espera de ocasión para tomarse la revancha. Y la ocasión se la dio el jefe de Andrés Amado, el mismísimo Calvo Sotelo que, vuelto de su destierro de París, llegaba al Parlamento rodeado de una gran expectación. Después del rotundo triunfo de Amado sobre Prieto tenia razón Calvo Sotelo para pensar que ocurriría lo mismo -y con ventaja- cuando tuvo que intervenir en un debate sobre la labor hacendística de la Dictadura, pero se encontró con aquel consumado polemista que picado en su amor propio, e informado a fondo sobre el asunto, daba una réplica contundente y rigurosa. La realidad es que aquello fue un mal comienzo para Calvo que, claro es, conoció luego mejores días, con su talento, su capacidad de trabajo y su pundonor como más adelante explico; pero para Prieto fue uno de los triunfos más sonados de su carrera parlamentaria. Podría referirme a otras muchas intervenciones del Diputado socialista por Bilbao, como orador y como interruptor- rápido e ingenioso casi siempre-. Ya me he referido en otro lugar a la defensa que hizo de José Antonio Primo de Rivera, cuando llegó a las Cortes el suplicatorio que permitiera procesarle por un delito de tenencia de armas. Aparte de nuestros encuentros en los pasillos del Congreso, yo había visto a Prieto alguna vez en el hall del Hotel Palace donde tenía tertulia José Félix Lequerica, con el que Prieto tenia amistad; allí alguna vez encontré también al ilustre periodista Manuel Aznar, a Cacho Zabalza y alguien más; por cierto que he oído contar varias veces a Juan Ignacio Luca de Tena que un día Prieto dirigiéndose a los amigos de Lequerica les dijo: 1.Hablo elogiosamente de Prieto por el gusto de la objetividad y el rigor, sin tomar en consideración el error y la confusión en que, en sus escritos desde el exilio, incurrió atribuyéndome actuaciones en las que nada tuve que ver por no ser de mi competencia, como en otro lugar explico.

"Yo no comprendo por qué tienen tanta admiración y les interesa tanto lo que cuenta José Félix, porque yo sé más cuentos que él, tengo más ingenio que él, y además yo creo en Dios." Creyese o no creyese - eso era cosa suya- contra toda la pasión política con que desde la derecha se le atacó, hay que decir que Prieto tenía un corazón noble y clemente. Sin duda se equivocó muchas veces y bastará evocar la gran locura de la revolución de Asturias de 1934 para evidenciarlo. Pero en otras ocasiones fue clarividente. Así, por ejemplo, cuando se levantó contra la orientación que tomaba su partido, después de las elecciones del 36, favoreciendo un clima revolucionario que sólo podía conducir a la catástrofe. Él vio llegar la hora de la guerra con consternación y sufrió por los desmanes sangrientos de los primeros meses revolucionarios. Los que estábamos entonces encerrados, escondidos, en Madrid, no podemos olvidar aquellas palabras suyas, en los días más críticas y terribles, con las que pedía a los milicianos, en un discurso radiado, "pechos acerados para el combate y piedad para la retaguardia"; ninguna otra voz sonó tan claramente como la suya cuando la vesania criminal cubría toda España. Pero estas consideraciones nos llevarían lejos. Estoy abocetando el retrato de un parlamentario brillante, y aquellos episodios, en los que él se encontró desbordado, impotente y pesimista, eran el final de los debates. Azaña Por desgracia, si Prieto fue el mayor parlamentario de la República, no fue su primer hombre. Este papel correspondió a Azaña, hombre extraño y poco atractivo; lo digo sin ignorar ninguna de las cualidades intelectuales que le adornaban. Fue sin duda un escritor considerable y en algunas de sus páginas incluso magistral, pero sin más que leer alguno de sus libros más interesantes y cuidados, como El jardín de los frailes, por ejemplo, se da uno cuenta de su psicología compleja, hiriente y herida, orgullosa e ingrata. En ese libro habla mal de todo y de todos. Excepcionalmente elogia al padre Rafael, pero no puede terminar sin decir. También de él, algo desagradable, y le l1ama "mansuelo”. Yo conocí a Azaña cuando vine a Madrid a estudiar en la Universidad Central. Un pariente mío, muy amigo suyo, me lo presentó en el Ateneo y los dos firmaron la hoja para mi presentación como socio en la "docta casa". Azaña me acogió con una pequeña cortesía y, queriendo hacer humor, comentó que me metía muy joven en un lugar nefando. Era entonces Secretario del Ateneo y lo dominaba. Desde aquellos días hasta su gran ascensión política sólo en contadas ocasiones lo volví a encontrar. Era murmurador y maldiciente, con su lenguaje descarnado. Azaña sufría un triple resentimiento: como hombre, como escritor y como jurista. Enamorado de una muchacha agraciada, hija por cierto de un intelectual amigo suyo, tuvo un gran fracaso en sus aspiraciones sentimentales, pues ella contrajo matrimonio con un hombre de mayor atractivo físico que él- cosa no difícil- aunque fuera menos importante. Azaña es uno de los hombres de nuestro tiempo que ha escrito y hablado mejor castellano, aunque como escritor no alcanzó el éxito que tal vez merecía y esto le precipitó en su resentimiento contra todo y contra todos. Como luego vimos que le ocurrió también en el plano político, su hipercriticismo insatisfecho le llevó en la vida

intelectual a negar la importancia de sus grandes contemporáneos: ni Baraja, ni Valle-Inclán, ni Machado, ni Ortega se libraron de sus desdenes: sólo por él mismo, por sí mismo, parecía sentir alguna complacencia. Con razón Unamuno, proféticamente, advirtió: "¡Cuidado con Azaña, que es un escritor sin lectores y es capaz de hacer una revolución para tenerlos!" Es un ególatra. Desprecia a todos, sólo se salvan Shakespeare y Cervantes. Yo creo que el paso de Azaña por la política española fue una desgracia para España y para él, aunque diré que me parecen excesivas y falsas tanto la imagen monstruosa que durante la República formamos de él los hombres de la derecha- que le hizo objeto de un trato despiadado y grosero, detestándolo y censurándole en todo, en lo malo y en lo bueno-, como la que hoy, quizá por un movimiento compensatorio, se nos quiere ofrecer completamente inversa: la del gran hombre de estado sin pueblo, la del gran hombre derrotado por la mediocridad. El Azaña que yo conocí, observé y vi actuar en el Parlamento era en versión política, como antes he apuntado, el mismo insatisfecho que en la vida intelectual. Fue un parlamentario frío y seguro. Un orador riguroso, con ideas, y con una sobria elegancia, pero crispaba o helaba el ambiente y su soberbia negativa podía incluso convertirse en frivolidad. Por hacer una frase era capaz de destruir el efecto de un discurso responsable o de dar un aspecto de hostilidad a una medida de gobierno previamente pensada. Era casi siempre hiriente y despreciativo, lo que no conviene a ningún político, pero menos que a nadie a un político de cuyas dotes de carácter, y de cuyo valor personal, dudaban incluso sus más próximos allegados. Azaña, navegando con una cierta altura en el orden de las ideas, al expresarlas generaba incomodidad, y la cara agria de la República la representó él de un modo eminente. Tuvo un anticlericalismo cerrado. Cuando se vio con toda claridad que realmente no poseía las cualidades esenciales del gobernante- carácter, decisión, flexibilidad y valor- fue cuando ascendió a la Presidencia de la República. Antes hubo un momento en que pareció que Azaña podía ser un verdadero hombre de Estado: fue cuando llegó por segunda vez a la Presidencia del Gobierno y presentó al Parlamento el que acababa de formar. En aquella ocasión pronunció un buen discurso prometedor, que yo mismo comenté con elogio en los pasillos del Congreso y mi comentario fue recogido en la prensa con escándalo de algunos de mis compañeros de minoría, y exhumado más tarde, en Salamanca, para atacarme políticamente, por el, ¡entonces!, insatisfechísimo Jorge Vigón, hostil a la "Falange", a Franco y a todo, para convertirse mucho más tarde al "franquismo", alcanzando la cartera de Obras Públicas, y sin haber adoptado, como artillero, en Madrid -del que salió en la víspera del Alzamiento con Valdeiglesias, según éste nos ha contado- , una actitud a favor de los sublevados como hizo el artillero Orad de la Torre con gran utilidad para los republicanos . Si él hubiera hecho otro tanto, nos podíamos haber evitado la guerra. Pero después de aquel buen discurso, en el que se presentaba como hombre enérgico y responsable dispuesto a mantener el país en orden, pronto se puso de manifiesto su debilidad. Azaña se dejó arrastrar por la corriente y caído, más que exaltado a la Presidencia de la República, se resignó a lo peor y dejó el Gobierno en manos de uno de

sus más indotados colaboradores, tanto en el orden del pensamiento como en el de la acción. Comenzada la guerra civil, Azaña flotó en su cargo -ya meramente simbólico- sin voluntad, sin autoridad personal, sin mando efectivo, resignándose a sufrir todas las humillaciones que diariamente le infligieron Largo Caballero, Negrín y los partidos catalanes, de tal modo que sólo su falta de valor puede explicar el lamentable espectáculo de su estancia en Barcelona, donde, sin dignidad, pasó por todo con tal de no perder la guardia personal que se le había asignado, y que siempre le parecía insuficiente. Su medrosidad la acreditan los hechos y la opinión y el testimonio de los políticos y los hombres que estuvieron más próximos a él. Su debilidad le llevaba a disfrazarse con desplantes, amenazas y provocaciones: "Estamos en pie de guerra", " ¿pacificar los espíritus?; ¡que se pacifiquen ellos!” "Me es agradable afirmar delante del director de El Debate mi resolución de romper el espinazo al que toque a la República." "Los burgos podridos." "Las glorias, a los museos", etcétera. Pero de todo este jaquear no quedaba nada cuando la realidad, grande o pequeña, se le enfrentaba. (Muy expresivo de su carácter es lo sucedido - mucho tiempo antes- en la redacción de un periódico de Valladolid, donde con ocasión de la muerte de la reina Cristina - persona intachable formuló al director una pregunta que envolvía muy grave injuria contra la señora. La respuesta del director fue llamarle canalla y lanzarse sobre él para abofetearle, y cuando protegido pudo alcanzar la calle, cuenta Francisco Cossío que tuvo una reacción acobardada y le dijo: "¿Cómo iba yo a creer que le hiciera tanta impresión una inocente pregunta?") Siempre fue así, entonces y luego; el mismo intelectual orgulloso, displicente y sectario, que para ser ecuánime y razonable tuvo que sentir la proximidad de la muerte, Creo que, en medio de su vida tan azarosa durante su mando político y la guerra civil, la gran satisfacción que experimentó fue la de escribir sus Memorias con su pluma punzante y mordaz. Cuando habla de la visita que le hace con ánimo conciliador don Ángel Herrera, a quien llama "jesuita de capa corta", lo ridiculiza diciendo que no sabe si su visitante se cree realmente ser sutil, astuto y temible, o si adopta ese estilo por escuela. "En todo caso es risible y sin ningún interés. Tanta recámara se explica a la primera ojeada, y estamos al cabo de la calle. Herrera se despide con frías ceremonias” Le gustaba especialmente ridiculizar situaciones y personas. La República había prohibido a los generales españoles el uso del fajín con borlas sustituyéndola por un cinturón al estilo de los generales de otros países, alemanes, americanos, franceses, etcétera. Esto había causado entre ellos gran malestar, La cosa no valía la pena y los pocos a quienes de verdad consideraba adictos el Gobierno republicano se lo hicieron comprender a Azaña - Ministro de la Guerra a la sazón- y éste, sin que tuviera carácter obligatorio, les "permitió" que pudieran usarlo. Inmediatamente nos cuenta que una nutrida representación de ellos acudió a su despacho para agradecerle aquel permiso y comenta: "Por cierto, el general Caminero llevaba uno tan grande que más que fajín parecía una colcha." Rodeado, salvo alguna excepción, de hombres pequeños -que nadie le había impuesto- los maltrata. "En todas partes -escribe- la espuma de la tontería cunde, cunde, y casi me ahoga, éstos son mis colaboradores."

Después de tantos juicios negativos, me considero obligado a decir algo más sobre Azaña. La dureza, la inhumanidad de sus discursos, sus expresiones hirientes y despectivas eran un caparazón externo que, como dije antes en relación con su falta de valor, no corresponden con la realidad, pues hay que decir, en su honor, que Azaña no era un hombre sanguinario. No lo fue en el 10 de agosto ni después y me consta, de un modo directísimo, que en julio de 1936, producido ya el Alzamiento militar, él hubiera querido evitar la guerra, la tragedia, el derramamiento de sangre. Tal vez influyera también el miedo en su estado de ánimo; pero así fue, y es sabido que algunos de los horrores cometidos bajo su mando (pienso ahora otra vez en el criminal asalto a la Cárcel Modelo en la noche del 22 de agosto de aquel año donde fue asesinado, con otros muchos presos más, su antiguo jefe político don Melquíades Álvarez) le causaron gran amargura. También hay que decir que fue un hombre honrado desprovisto de codicia. Fue un déspota incruento, tal vez por desprecio más que por caridad. Por lo demás, cuando se dice que Azaña no era un gobernante para España y que pudiera haberlo sido, incluso con brillantez, en un país como Francia, se dice una verdad. Él hubiera podido administrar una democracia bien constituida y consolidada; pero en España había que construir un sistema político entero, y algo más, un verdadero Estado. Azaña no tenía empuje para ello. Y fue aquí, en España y no en otro sitio, donde le tocó actuar. En todo caso en su formación - o en su afición- política había dos fallos: la economía y el campo - como muy acertadamente ha hecho notar Brenan- no le interesaban; y la política exterior tampoco, o al menos - como observa Madariaga en el fino capitulo que le dedica en libro reciente-, no le apasionaba como la política interior; sólo le interesaba intelectualmente. Como jurista su resentimiento fue total: fracasó en el ensayo del ejercicio profesional como abogado. Fue pasante en un bufete sin tener el menor éxito y se creía tratado con poca justicia. Logró ingresar en el Cuerpo de Letrados de la Dirección General de los Registros y del Notariado al que pertenecieron maestros ilustres como Sánchez Román y Jerónimo González; juristas distinguidos como Rafael Atard, Casto Barahona, Navarro de Palencia que fue fundador con el insigne civilista, mi inolvidable maestro don Felipe Clemente de Diego, de la importante Revista de Derecho Privado; y más tarde Moro Ledesma, Pío Cabanillas, Ballarín, etcétera., y allí tampoco se hizo sitio, no obstante la simpatía política con que todos - todos o casi todos liberales- le veían. Recuerdo que mi maestro, y de tantos juristas y profesionales del Derecho, don Jerónimo González, que era, además de muy competente, hombre muy amplio y bondadoso, hablando de Azaña me decía: "Es una lástima, no tiene afición a estos estudios y está ahí recluido en el Negociado de últimas voluntades." Caro Baraja lo describiría acertadamente en este aspecto como "un letrado con las ansias, las vacilaciones y amarguras de un letrado triste". Luego, en las Cortes, se desahogó un día negando la existencia del Poder judicial, en lo que, a la vista de ciertas cosas, habría que darle la razón. Desde su amarga experiencia creo que-a diferencia de la insinceridad con la que otros titulares del Poder, bien instalados, y que de cerca conocemos, tratan el tema- pudo ser sincero cuando escribió un día su ansia de rescatar su intimidad, de romper con la política donde se sentía aprisionado.

Lerroux. El león cansado y "la táctica" Aunque Azaña no sea ciertamente hombre de mi predilección, he de decir que hay que bajar muchos peldaños en la escala de los valores humanos –intelectuales y morales- para ponerse al nivel del otro dirigente republicano a quien correspondió la sucesión de Azaña en el Gobierno después del triunfo electoral de las derechas en 1933: don Alejandro Lerroux y García, que si alguna vez había sido un león ahora era un león cansado, domesticable - esto lo fue siempre- y en franca decadencia. Lo decía él mismo en el Congreso: "Yo no soy ni sombra de lo que he sido." No lo era en efecto, pues, vulgar pero fogoso en otros tiempos, ahora la fogosidad se apagaba y lo que quedaba era una especie de menestral endomingado, satisfecho de haber llegado a la meta del poder sin importarle el precio. En su manifiesta declinación incluso su desparpajo de otro tiempo había disminuido mucho. Tuvo una cierta apostura de tribuno de la plebe veteada de picardía. No era antipático, aunque tampoco fuera propiamente simpático y poco a poco fue perdiendo los exiguos restos de respetabilidad que pudiera haber tenido. Recuerdo que un día alguien pronunciando un discurso en la Cámara se refirió a un político diciendo "ése es un caballero" y Lerroux, sintiéndose excluido de tal condición, le corrigió interrumpiéndole con estas palabras: "Aquí todos somos caballeros" y sonó en la Cámara una carcajada general. Ya dejo dicho en otro lugar que yo no fui partidario de la operación de colaboración con la República en la que se embarcó Gil Robles en inteligencia con Lerroux. ¡Era la famosa táctica! El eticismo republicano encarnó entonces- pero ya demasiado tarde- en el sevillano don Diego Martínez Barrio, que dirigió la maniobra necesaria de la escisión del partido radical. Diré incidentalmente que Martínez Barrio desempeñó en el Parlamento un papel digno. Sin cultura importante, tenía más categoría moral que su jefe y gozaba de una reputación limpia. Con algunos ribetes de orador provincial cumplió su difícil papel con dignidad. De muchos de los diputados que le quedaron a Lerroux después de la escisión, Guerra del Río, Rocha. Emiliano Iglesias, etcétera, es más piadoso no hablar. De los que jugaron algún papel en las crisis siguientes se puede recordar al valenciano Samper, que tenía cara de pez, y fue un raro, y un tanto pintoresco, descubrimiento de don Niceto. Era una persona insignificante. En uno de los gobiernos lerrouxistas hizo su presencia en el banco azul un hombre de escasa entidad física, pequeño y delgado. No era diputado; casi nadie le conocía allí como político. Se trataba de César Jalón, que había acreditado su competencia taurina escribiendo en la prensa con el seudónimo "Clarito". Ministro de Comunicaciones en etapa muy corta, se desenvolvió Jalón con inteligencia y discreción, especialmente en controversia con Cambó con ocasión de una Ley de Bases para los servicios de Correos y Telégrafos. Personalidades de la derecha republicana

La derecha republicana había tenido su hora en el primer bienio de las Cortes republicanas. Por la figura de Sánchez Román, distinguidísimo jurista con buena y fría inteligencia, aunque no era un político, guardo el respeto que merece y la estimación que no destruye una absurda acusación que desde Méjico me hizo de haber falsificado el testamento de José Antonio. La figura de Miguel Maura, aparte de su error político siempre me resultó simpática; y, especialmente, por la dignidad con que vivió su destierro, y los últimos años de su vida, mereció todo respeto. Miguel Maura, valiente, despierto, con talento natural y simpatía humana, fue una promesa nacional desaprovechada, pues si, nuestros prejuicios desde la derecha le excluyeron del juego, los sectarismos de la izquierda no le permitieron entrar en él a fondo. Lo que en términos de proyecto hubiera podido representar la insincera y deprimente alianza "CEDA" -lerrouxísmo, lo hubiera representado Maura con mucha más autenticidad y eficacia. Pero no tuvo, no se le dejó espacio, y la guerra civil lo redujo al limbo utópico de la tercera España; esto es, de la España que no pudo ser. Del mismo don Niceto Alcalá Zamora no he de ocultar aspectos positivos junto a la ironía y la prevención, pues su retórica caudalosa, floreal, parecía ya entonces cosa de museo. Y su actuación como presidente de la República, aunque menos pasiva que la de Azaña, fue también infortunada, pese a su buena formación jurídica. Sólo le traté con motivo de un informe suyo en la Audiencia de Zaragoza donde yo fui su antagonista. Él venia, sin duda, confiado en la facilidad de su triunfo; bastaría para lograrlo un informe suyo grandilocuente, efectista y superficial, preparado sin demasiado trabajo. Es lo que ocurría también con las grandes figuras del toreo cuando iban a plazas poco calificadas de provincias: un toreo espectacular, sin profundidad, con largas afaroladas y algún otro adorno con truco. (Dispénsenme los grandes taurinos la falta de propiedad que puedan tener estas palabras mías, de mal aficionado.) Pero en Zaragoza le esperaba a don Niceto un letrado joven que había estudiado seriamente en sus años universitarios y que midiendo, de una parte, la valía de una figura profesionalmente consagrada como la de Alcalá Zamora y teniendo, de otra, la legitima ambición de no desmerecer en su confrontación con él, había fundamentado sólidamente su tesis para oponerse eficazmente al recurso y al razonamiento de su contendiente. Tal vez abrumadoramente, más allá de lo necesario y usual, y admito que pude incurrir en alguna licencia polémica con la dosis de impertinencia que no es rara en la juventud. Alcalá Zamora encajó mal la vivacidad de mi dialéctica y consumió su turno de rectificación o réplica con destemplanza y agresividad; el mismo tono con que yo le correspondí en el mío. En medio de ese ambiente de reciproca vehemencia, el patriarca de los juristas aragoneses, don Marceliano Isábal, en su calidad de letrado consistorial, como coadyuvante mí o- o más propiamente de la Administración municipal- habló en tono mesurado dedicando palabras de gran consideración al letrado forastero, neocorreligionario suyo (lo llamo así porque don Niceto- ex Ministro del Rey- estrenaba su republicanismo -eran los años de la Dictadura del general Primo de Rivera mientras que el anciano Isábal traía esa fe política desde los días de la I República) y de gran elogio para mi discurso y mi conducta. Terminado el acto, el patricio aragonés -excelente persona- tuvo especial empeño en reconciliarnos y nos pidió a los dos- a don Niceto y a mi- que, con la nobleza de buenos contendientes, nos estrecháramos las manos, como así lo hicimos, y , más aún, el buen don Marceliano me dijo: “Ahora, Serrano, sería por su parte un gesto elegante salir esta tarde a la estación, como nosotros lo haremos, porque don Niceto regresa a las cuatro,

en el rápido, a Madrid." Así lo hice, y allí me encontré con un don Niceto muy distinto, lleno de amabilidades verbales, que me llamaba joven e ilustre compañero. Se había olvidado del pleito; hablaba de política sin cesar - era ya un conspirador - y me entregó el ejemplar del Murciélago que acababa de salir; se trataba de un folleto clandestino contra la Dictadura y la Monarquía. Desde la ventanilla, con afabilidad, se despidió de todos cuando el tren partía, y ya nunca más volvimos a tener relación personal. Añadiré que el recurso, que él había defendido con pasión y brillantez ante el tribunal, no prosperó. No tengo más elementos para juzgarle en el aspecto humano. Se decía de él que era receloso, desconfiado y astuto. Francisco Cossío ha escrito que seria un buen personaje de Pirandello que sentía en torno suyo los espectros. Pero, aparte de sus errores, en un enjuiciamiento sereno y decente hay que decir de él que mantuvo las costumbres de austeridad personal y de decoro público que habían sido normales a lo largo de los tiempos de la Restauración. La familia del Presidente no se hizo nunca presente en la vida oficial y su mujer, sus hijos, sus cónyuges, observaron una discreción plausible, sin intentar, o realizar -como otros hicieron luego-, interferencias políticas ni comerciar con la influencia. Y él acabó sus días en el destierro, con dignidad, con independencia y con modestia. Las figuras del grupo parlamentario socialista La fuerza más consistente de la República fue, sin duda alguna, el " Partido Socialista", que como es muy sabido vivió la experiencia republicana con dos talantes distintos, sucesivos, que podrían representarse en las figuras de Indalecio Prieto y de Largo Caballero. En la primera fase estuvo inspirada en el talante democrático; y su objetivo pareció ser el consolidar la República, cediendo a las fuerzas burguesas lo que había que ceder. En la segunda fase, que se inicia con la derrota electoral de las izquierdas en el año 33, el talante que prevalece es el revolucionario y clasista. La República se entiende como una vía para el socialismo revolucionario. Pese a la gran responsabilidad que le incumbe a Prieto en la intentona de octubre de 1934, también es cierto, repito, que éste intentó desviar luego la corriente revolucionaria de su partido corrigiendo la embriaguez que le produjo la victoria , por otra parte no aplastante, de las elecciones de febrero de 1936 (Frente Popular). Pero entonces el hombre era ya Largo Caballero, enemigo absoluto de la República democrática, implacable en sus peores días de revolucionario en activo. Mientras la imagen parlamentaria de Prieto -que he evocado más arriba- fue brillante, la de Largo Caballero fue siempre opaca -hombre sin ninguna cultura ni palabra- y en el último periodo atrozmente dura y provocativa. En las ocasiones en que Largo Caballero hablaba era siempre para amenazar; como si dijéramos hablaba en el Parlamento pero desde la calle, una calle que estaba ya ocupada por piquetes de guardia y desfiles de milicias. Fue grande su responsabilidad ante el país y ante su propio partido, al que desnaturalizó por su afán de no quedar atrás de los anarcosindicalistas y otras organizaciones revolucionarias. Así destruyó el papel beneficioso que un partido socialista responsable pudo jugar en la política española.

No faltaron en la minoría socialista hombres de relieve intelectual; buenos dialécticos, junto a otros que formados en las luchas sindicales, llevaban al Parlamento un cierto estilo de rudeza. Persona destacadísima en el primer Parlamento de la República fue su Presidente, el profesor universitario don Julián Besteiro, hombre de formación marxista pero postulante de un socialismo evolutivo. Persona tan poco sospechosa de socialista como Cambó dijo en una de sus intervenciones parlamentarias que Besteiro era un suscitador de ideas que cuando intervenía en un debate elevaba su nivel y estimulaba a intervenir en él. Era un hombre con cara grande, alargada, un poco equina, alto y delgado, bien vestido, tenía un aspecto distinguido, con un señorío a la manera británica. Era cortés y sabía imponer su autoridad con energía, con aplomo y con equilibrio. En los últimos días de su vida (Besteiro desaprobó siempre el horror de la guerra civil. Sin faltar por ello a la lealtad a su partido) demostró que, además, a diferencia de lo que hicieron los gritones, era capaz de asumir con altura y valor responsabilidades graves, y hemos de reconocer que, dejarle morir en prisión fue por nuestra parte un acto torpe y desconsiderado. Su dignidad, su respetabilidad, se acrecentaron. Durante mi actuación como diputado no tuve la fortuna de ser presidido por él. pues lo sucesivos presidentes de las Cortes republicanas fueron don Santiago Alba, al que ciertamente -hombre de notorio talento- no le faltaban habilidad ni oficio ni gran vocación parlamentaria, y don Diego Martínez Barrio, que se condujo correctamente sin incurrir en agresividades verbales tan corrientes allí, incluso practicadas por algún conspicuo derechista. Don Fernando de los Ríos seguía en el aliño y el atuendo de su persona el modelo de los hombres de la "Institución Libre de Enseñanza": barba muy cuidada, vestidos pulcros, representaba el matiz del socialismo; humanista y no marxista. Es a él a quien en un Congreso internacional socialista al invocar la libertad contestó rápida y enérgicamente Lenin: "¿Libertad para qué?". Por oficio universitario y por temperamento, su estilo personal moderado le acercaba a Besteiro. He leído en alguna publicación cuyo nombre no recuerdo, que el poeta García Lorca estableció irónicamente ese parentesco entre los dos en unas coplillas graciosas:

Viva Fernando Viva Fernando

de los Ríos Urrutí barbas de santo,

padre del socialismo de guante blanco.

Besteiro es elegante, pero no tanto.

(Ya en el terreno de cosas pintorescas recuerdo también cuánto se comentó que en una controversia interna del partido socialista en la que Prieto se manifestaba con un lenguaje desgarrado y hasta soez, Fernando de los Ríos, también enfurecido, usando de la interjección más fuerte de su repertorio, exclamó: "¡Cáspita!")

Menos severo y menos lógico que Besteiro -más emocional-, las intervenciones de don Fernando no fueron frecuentes, pero si con buen tono cultural. Igualmente, aunque en tono más violento, intervino alguna vez y principalmente en debates de tipo técnico jurídico, el profesor Jiménez de Asúa, en el que pese a su cargantería, quienes fuimos sus discípulos en la Universidad de Madrid hemos de reconocer su calidad de universitario muy competente especialista, que, después del trabajo continuado de muchos años, publicó en el exilio un completísimo tratado de Derecho Penal considerado como el más acabado de este tiempo. Por su gran labor y su dedicación a la cátedra le guardamos siempre, repito, gratitud que le era debida, y por eso cuando la Historia nos distanció definitivamente y yo controlé la prensa del país tuve empeño -alguna vez no logrado- en que no fuera objeto de ataques innecesarios que eran entonces, en aquellas circunstancias, casi inevitablemente corrientes. Diputados de la "CEDA" Entre los miembros de la minoría de la "CEDA" hubo sin duda hombres competentes -Giménez Fernández, Fernández Ladreda, Casanueva…-, pero dejando aparte el caso de Gil Robles, extraordinario polemista parlamentario a quien no negaré sus condiciones de orador incisivo, y del que me ocupo en otras páginas de mi libro, no abundaban los parlamentarios de casta. Giménez Fernández De entre aquéllos, la persona a la que seguí con mayor respeto y afecto fue, sin duda, la que representaba la posición más opuesta a la mía; posición que yo no podía compartir, pero que me veía obligado a comprender y respetar porque la tomaba con claridad y limpieza; dejando de lado las dobles intenciones de la llamada "táctica" establecida por "el Jefe", que analizo en otro lugar de este libro. Me estoy refiriendo, al hablar de posiciones inequívocas, al diputado por Segovia don Manuel Giménez Fernández, hombre un poco ingenuo, de sólida formación universitaria y de moralidad sobresaliente. Simpático y cordial, preconizaba y practicaba en la minoría el principio de la plena aceptación de la República, al contrario que yo y algunos otros, pues sosteníamos el de su repudio más radical. En su actitud le acompañaban pocas personas, si se excluye el grupo valenciano -la "derecha regional"- capitaneado por Lucia que, llegado el momento, pagaría su actitud a precio muy alto. Giménez Fernández y sus amigos eran de verdad demócratas cristianos; calificativo político que no podía extenderse a toda la organización de “Acción Popular" que respecto a la democracia tenía grandes y nada ocultos prejuicios. Yo los tenía desde luego y no los recataba; había otros en cambio que los recataban para infiltrarse cómodamente en una situación o sistema que, como mínimo, hubieran querido cambiar de arriba abajo, orientándose por las ideas corporativistas que entonces estaban de moda y ocultando mal sus preferencias por un sistema autoritario ("Jefe, Jefe, Jefe" le gritaban a Gil Robles hombres y mujeres en las concentraciones) más o menos paternalista. (Pastel de liebre sin liebre, que decía José Antonio.)

Giménez Fernández no estaba en ello, pues él creía en la voluntad popular, en el Parlamento, en la división de poderes en la democracia, en suma, y consideraba que la forma republicana, en tanto el pueblo la mantuviese, era tan buena como otra para realizar en ella la doctrina social católica que era su referencia más constante. En el Parlamento estuvo bien cuando llegó a ser Ministro y antes y después de serlo. Quizá era orador algo atropellado y tenía una voz poco entonada, pero organizaba bien sus ideas y hablaba siempre con conocimiento de la materia. Como es sabido, se interesó especialmente por los temas agrarios. (Ministro de Agricultura, con ideas y responsabilidad, nunca había sido labrador y en ese terreno incurría en pequeños errores que la oposición, su oposición - nosotros mismos- le rectificábamos a coro. Así un día, en medio de la pasión hostil que en los grupos mismos de la derecha despertaba, recuerdo que decía hablando desde el "banco azul" -banco del Gobierno-, "cuando se planta el trigo...” Y le interrumpíamos: "se siembra, se siembra". Con una sonrisa reconocía él su coladura, pidiendo perdón, y continuaba: "…en cambio, por ejemplo, donde se siembra la viña...", y el coro gritaba: " ¡se planta, se planta!") Él quería retocar la reforma agraria - empeño indispensable del régimen de la época- pero no impedirla ni deshacerla. Defendió y sacó adelante una Ley de Arrendamientos Rústicos, y en general tuvo que batirse en ese frente más contra los propios amigos que contra sus adversarios. Todo lo que hacía, toda su actitud, respiraba sinceridad, honradez y buen sentido. Además de ser hombre claro era hombre generoso. En las últimas Cortes, cuando ya la minoría entera se batía a la defensiva, él tomó de hecho la dirección de la misma, con gusto sin duda por parte de Gil Robles, porque el hemiciclo, antiguo teatro de sus triunfos, se le hacía ahora tan incómodo que apenas lo visitaba. Tal vez se pensará que Giménez Fernández irritaba menos, pero también es verdad que aguantaba más. No tuvo inconveniente sino, por el contrario, mucho interés en compartir conmigo la defensa de José Antonio Primo de Rivera frente a un gran atropello. Y no se limitó a cubrir el expediente, sino que luchó con ardor sin recatar la simpatía personal que le inspiraba la figura de José Antonio con independencia de sus ideas. Aquella colaboración nos acercó más en el plano humano y la relación de afecto continuó ya siempre, incluso durante y después de la guerra cuando estaba en Sevilla en situación incómoda y poco segura. Yo le hice llegar algunos mensajes de amistad y me ocupé de que no se le molestara. Sé por numerosas referencias que él me correspondió siempre haciéndome las mejores ausencias pero sin pedirme nunca el menor favor. Dentro de la minoría había -como ya he explicado en otro capitulo de este libro- tendencias o grupos; yo no pertenecí nunca a ninguno, pero sí puedo decir que, con mi independencia, dos o tres compañeros diputados jóvenes (no de la "JAP", con la que nunca tuve nada que ver contra lo que alguna vez se ha escrito): secundaban mis puntos de vista o me acompañaban con amistad especial. Así, por ejemplo, sucedió con el conde de Mayalde, Ruiz Valdepeñas y algún otro. Fuera de la minoría estuvo muy cerca de mí el pobre Fermín Daza, especialmente próximo a José Antonio, y no lejos el jiennense Genaro Navarro, con ingenio, su buen sentido y guardando siempre fidelidad a su jefe Miguel Maura. Cuando Primo de Rivera dejó de ser Diputado pudo contar con nuestra inmunidad parlamentaria para no pocas asistencias. Alguna vez consideramos la conveniencia de renunciar a nuestros puestos parlamentarios para unirnos formalmente a la organización

militante que José Antonio dirigía, pero en definitiva pensamos que ni podíamos prestarle mejores servicios que en el Parlamento, ni hubiera sido correcto que, elegidos por las fuerzas y organización de la " Unión de Derechas", apareciéramos allí como representantes de una organización a la que nuestros electores no habían dado sus votos. Mis relaciones con los grupos monárquico y tradicionalista Mi especial posición antirrepublicana dentro de la minoría de "Acción Popular" me llevó a seguir con la mayor atención y a establecer buena relación con el grupo parlamentario monárquico, al que alguna vez me sumé con mi voto a despecho de la disciplina maquinal de mi partido. Así sucedió, por ejemplo, cuando la minoría de “Renovación Española" presentó una "proposición no de ley" - Honorio Maura la defendió como primer firmante- para que se declarase incompatible con la profesión militar la pertenencia a la masonería 2 . El grupo monárquico de " Renovación " componía en cierto modo un bloque con el grupo carlista en el que yo tenía bastantes amigos, personas de mérito desigual: Rodezno, Bilbao, Lamamié de Clairac, Cárcer y el zaragozano Jesús Comín, hombre éste de carácter abierto y gran vitalidad al que sus paisanos gastaban bromas con el apellido convirtiéndolo en verbo, y añadiéndole otros dos que expresaban también el goce de la vida. Era un hombre de ingenio directo y decidido. En el Parlamento brilló especialmente como interruptor afortunado y a punto estuvo de nublar con ello la fama de ocurrente y mordaz que se había hecho Pérez Madrigal desde su divertida interrupción a Ossorio y Gallardo cuando éste pronunciaba un discurso enfático, y preocupado por la suerte de los hijos exclamaba: "¡Qué vamos a hacer de nuestros hijos!", y el jabalí radicalsocialista le atajó rápidamente diciendo: "Por de pronto al de Su Señoría lo hemos hecho ya Subsecretario." (Se llamaba Ossorio Florit y le habían nombrado Subsecretario de Justicia.) Aunque no coincidí con don Víctor Pradera en el Parlamento, era seguramente el hombre de mayor categoría intelectual en el grupo carlista. Serio, elocuente, un poco abrumador a veces, disponía de una buena cultura y hábito literario. Era persona muy responsable. El conde de Rodezno le seguía en importancia. Hablaré o he hablado de su personalidad en otro lugar y conviví con él en el primer Gobierno de la guerra. Era simpático sin extraversión, inteligente con desgana, poco grandilocuente, sobrio y hasta un poco desmayado, pero, sin embargo, tenía como arador un punto de arrogancia y desdén que a veces irritaba a sus adversarios. Bastantes peldaños más abajo quedaba don Esteban Bilbao, que era un orador f1orido,-dilatorio, ligeramente enfadoso, más apto para la tribuna de los Juegos Florales o del mitin que para el escaño parlamentario, que era el banco de prueba de la oratoria consistente. Creo que en el Parlamento habló sólo dos veces y las dos con escasa fortuna. Se consideraba, y le consideraban algunos de los suyos, heredero de Nocedal, de Donoso Cortés y de Vázquez de Mella: pero sólo había heredado de ellos el énfasis. Sus discursos, al menos en cuanto a originalidad de pensamiento, estaban vacíos, y

2 Me apresuré a firmar también un escrito dirigido a las Cortes y redactado por los monárquicos en el que se pedía al Gobierno se aplicaran los beneficios de la amnistía a Vegas Latapié, Oficial Letrado del Consejo de Estado separado del servicio en noviembre de 1932 por abandono de destino; se había ausentando de España para evitar ser encarcelado gubernativamente como lo habían sido otros directivos de “Acción Española”. Entre otros firmaban el escrito Maeztu, Calvo Sotelo, Sainz Rodríguez, Rodezno, Eliseda y también Gil Robles.

cuando no tenía enfrente multitudes adictas y predispuestas a entusiasmarse con las brillantes recitaciones que de lo obvio hacía, sino adversarios de mala intención con herramientas de disección preparadas, todo aquello no servía para nada. En lo preparado quemaba fuegos de artificio, y en lo improvisado se trabucaba. Cuando se discutía en las Cortes el Estatuto vasco en relación con Álava, pidió la palabra. Habían intervenido en aquel debate, aparte de los vascos militantes, algunas de las primeras figuras de la derecha parlamentaria: Maeztu. José Antonio, Calvo Sotelo, el viejo Oriol, etcétera. Esteban Bilbao pronunció un discurso bueno, repitiendo algo de lo que ya José Antonio había formulado con rigor, pero para terminarlo, incapaz de frenar el hábito del latiguillo final, se lanzó al argumento de la españolidad de los vascos más ilustres alargándose en una enumeración exhaustiva, interminable, y dijo: " Porque vasco fue el canciller Ayala, vasco Esteban de Garibay, vasco Ercilla, vasco Elcano, vasco Legazpi, vasco el padre Vitoria, vasco Malón de Chaide, vasco Azpilicueta, vasco Ignacio de Loyola, vasco Francisco Javier…", y al llegar a ese punto, un bárbaro, un diputado valenciano "blasquista", ordinario, fuerte y con cara rústica, le cortó diciéndole: "¡Che!, y aún te has olvidado de uno: 'vasco Uzcudun". El pobre don Esteban quedó tan desconcertado que ya terminó disminuido en su fe de orador. Tuvo después otra intervención poco relevante. No, el Parlamento no estaba hecho para los "pico de oro"; y digo eso y no lo contrario, esto es, que aquel pico de oro no estaba hecho para el Parlamento por que el destino, conquistado a golpe de mansa conformidad, depararía aún a don Esteban una larga etapa de triunfos parlamentarios, eso sí, en un Parlamento hecho para las condiciones de su peculiar elocuencia que no podía sufrir la prueba de la réplica o de la interrupción. Como es bien sabido, don Esteban Bilbao y Eguía (elevados a Condado estos apellidos) fue durante largos años Presidente de las "Cortes Españolas" del régimen franquista, y desde su alto escaño presidencial peroró con frecuencia y abundancia torrencial en medio del general aplauso de la asamblea. Es que se estaba otra vez en el clima del "mitin de derechas" en donde había nacido su fama de orador. Allí pudimos - yo poco, porque me dispensé de ese espectáculo-, pudieron oírsele numerosas necrologías, presentaciones, resúmenes, mensajes y elogios ditirámbicos al Poder. Cierto es que alguna vez también allí se trabucaba, se confundía en los nombres, o, como anotó algún maligno, hacia discrepar el gesto de la palabra: llevando la mano al corazón cuando se refería a la cabeza, y a la cabeza cuando hablaba del corazón, como ocurre alguna vez en un doblaje cinematográfico. Pero eso eran pelillos a la mar. Hablaba, y eso era lo importante, pontificaba y electrizaba el ambiente y él se sentía dominarlo. En una ocasión le dijo en Roma a un amigo mío que le hablaba de la docilidad gregaria de las tales Cortes españolas: "No crea, no crea, esas Cortes son muy difíciles de gobernar. En fin, era un buen hombre. Murió feliz, como corresponde a un ciudadano dócil, y a un encantador de serpientes, y al llegar al cielo de la Historia se encontró con que allí le alcanzaba como corona y vinculo de gloria el Condado. (Los diputados de otro tiempo, ineducados, groseros, habían sido, como mucho, la pesadilla de su sueño.) Entre lo que ya era paisaje dentro del grupo carlista recuerdo a jóvenes como Arellano, Zamanillo, y a un anónimo Diputado andaluz - Tejera- cejijunto, magro y cárdeno, que sólo abría la boca para exclamar, extendiendo un dedo acusador, cuando se oía pronunciar cierto nombre, "¡masón!", y poco después, ante una nueva nominación, extendía de nuevo el brazo para decir: "¡también masón!" Era como si dijéramos el contable de la ortodoxia.

José Calvo Sotelo El grupo monárquico tuvo un líder indiscutible en la persona de José Calvo Sotelo, cuando con su regreso de París dejó en la sombra al inefable Goicoechea y Cosculluela, jefe de la minoría. Durante su destierro en París, Calvo Sotelo se había convertido en el mito para la derecha española discrepante de la línea flexible de la "CEDA". Su vuelta, cuando fue acordada la amnistía -y él habla sido elegido Diputado-, despertó gran expectación. Incluso José Antonio, según creo, tenia la esperanza de poder descargar en él una tarea que no había aceptado sin pena, si bien esta esperanza duró poco porque los primeros contactos entre los dos hombres -predestinados a la misma tragedia- resultaron negativos, y José Antonio mantuvo desde entonces una posición critica y distanciada con el antiguo colaborador de su padre, al que encontró, por ideas y por estilo, completamente opuesto a la imagen que él tenía de una política nacional superadora. Naturalmente esta decepción no afectó ni al grupo intelectual de "Acción Española", ni al grupo político de "Renovación" que en seguida se sintieron interpretados por Calvo. A decir verdad Calvo Sotelo no entró con buen pie en el Parlamento, pecó de confiado y suficiente, como ya he explicado al hablar de Indalecio Prieto. Pensó Calvo sin duda que si su fielísimo Andrés Amado había podido humillar con facilidad al socialista Prieto en un debate anterior a su venida, predominantemente técnico, él lo aplastaría con toda facilidad. El resultado fue inverso y subrayando su circunstancial descalabro las minorías de la izquierda secundadas por parte del público de las tribunas gritarían: "¡A París, a París!" Calvo Sotelo no era sin embargo hombre para desalentarse y volvió al Parlamento con su amor propio y una firme decisión de no aflojar la guardia. No era Calvo Sotelo un orador fácil, le faltaba elegancia expresiva e incluso vocalizaba con una cierta oscuridad fonética, pero argumentaba fuerte, seguro, con sus ideas y sus datos, era combativo y sabía hacer resaltar su talento con su enorme capacidad de trabajo, su gran preparación y fuerza de voluntad. Tal vez no inspiró en todas partes grandes simpatías, pero sí respeto. En ocasiones me firmó "enmiendas", especialmente en el largo proceso de la Ley de Administración Local en la que yo tuve una parte muy activa. Alguna vez José Antonio, siempre hipercrítico con él, me reprochó que recabara su asistencia por que decía que era un "aproximativo". A mí sin embargo me interesaba por su autoridad, su experiencia y su competencia en la materia. Cuando la figura de Calvo Sotelo cobró importancia extraordinaria fue cuando el Parlamento, pasadas las elecciones del 36, tenía un clima muy áspero y amenazante con visos de convención, y donde las mayorías dejaran de ser razonadoras para ser pasionales o activas y conminatorias. Hablar entonces en el Parlamento era cosa muy seria; era un acto de riesgo indudable que requería una gran dosis de aplomo y de valor. Traspasada de hecho en cierto modo, o vacante, la jefatura de la minoría3 por la actitud de Gil Robles, que apenas si entraba alguna vez en el salón de sesiones, dejó el campo libre a Calvo Sotelo para convertirse en el jefe verdadero, efectivo y único de la

3 Yo fui uno de los Vicepresidentes. Esto ocurrió cuando Gil Robles estaba retraído, en las Cortes del Frente Popular, pocos meses antes de la catástrofe. El nombramiento me sorprendió pues yo no estaba en la línea táctica de aquél. El otro Vicepresidente nombrado también entonces fue Pabón, que había sido Director General de Trabajo con Salmón, Ministro del ramo en el Gobierno de colaboración con Lerroux que se formó después del triunfo electoral derechista del 33. Sin duda se quiso dar así espacio a las corrientes distintas de la minoría parlamentaria.

oposición. Hay que decir que Calvo Sotelo se mantuvo firme esgrimiendo arsenales de datos para acusar al Gobierno que desamparaba el orden público, y para denunciar a las minorías de la izquierda social que llevaban al Parlamento los ecos de los desórdenes callejeros convertidos en instrumentos de presión. Cada intervención suya era un tumulto. "La Pasionaria" le arrojó una amenaza que efectivamente se cumpliría y el Jefe del Gobierno, Casares Quiroga, respondía a las fundadas denuncias de Calvo Sotelo con una notificación de responsabilidad tan grave y explicita que en virtud de ella cuando se consumó el asesinato de Calvo Sotelo nadie pudo dejar de considerarlo, al menos, como inductor de él. Fue en aquella ocasión cuando Calvo Sotelo, con una gran firmeza, con voz un poco trémula, patética, con las palabras casi ahogadas en medio del tumulto amenazador y agresivo de sus adversarios, pronunció las muy conocidas, llenas de emoción, en las que, anchas sus espaldas, aceptaba su destino. "La vida podéis quitarme, más no. Es preferible morir con honra que vivir con vilipendio." Así pues, si Calvo Sotelo no había sido en las horas primeras el parlamentario máximo, en aquellas horas calientes, consciente de su deber y seguramente también de su destino, desafiando el peligro, hizo entrega heroica de su persona a la causa que defendía y alcanzó un nivel relevante, el más alto, que es el que quedará ya siempre unido a su imagen desde que la tragedia - tragedia para todos- quedó consumada. (Gil Robles pronunció, después del crimen, un severo y muy fundado discurso de acusación ante la Comisión Permanente, antes de marcharse a San Juan de Luz.) Goicoechea Muy distinta sería la figura pública, y luego la trayectoria biográfica, del otro jefe monárquico Goicoechea y Cosculluela. En la figura, en el atuendo, en la gesticulación, en el tono verbal, Goicoechea era un hombre anticuado, afectado, que podía llegar a producir un efecto cómico con su cuerpo fajado y su cabeza de ave tropical; empleo este símil, aunque ya esté muy usado, en gracia a su evidencia. Su retórica era prolija, abrumadora y, para decirlo de una vez, casi siempre cursi. No es que le faltaran facultades, hábito y recursos para decir cosas. Un día, por ejemplo, habló con discreción sobre las relaciones entre la Iglesia y el Estado y el propio Azaña, el desdeñoso Azaña, sentado en escaño más alto y algo alejado del suyo, que seguía el discurso con aire distraído, de pronto se volvió a él para decirle: "Eso está muy bien dicho." Por cierto que la mayor parte de los diputados del grupo y otros también de la derecha gesticularon con mal gusto, diciendo a Azaña que no les interesaban sus aplausos, a lo que éste correspondió con un simple encogimiento de hombros. En general sus discursos eran sartas de tópicos sobrecargados de citas de autores, filósofos -casi siempre de segunda mano-, oportunas o inoportunas. Creo que fue en aquel discurso donde al final lo estropeó con su retoricismo malo diciendo al Gobierno: "De qué os sirve haber montado un aparato republicano, cuando es como si hubierais elaborado unos magníficos vasos de pórfido pero que estuvieran vacíos del líquido de la ciudadanía." Era preciso reconocer que con un retoricismo de ese género la oposición tenía que encresparse. De las épocas posteriores conservo de su intervención seudoparlamentaria algún recuerdo que otro. Durante la guerra civil se esforzó por reivindicar su jefatura del grupo "Renovación Española" con lo que deseaba desempeñar el primer papel en la dirección de los asuntos políticos. Pero en aquellos forcejeos no obtuvo ningún

reconocimiento. Se concedía, incluso en ese campo, audiencia más bien a personas de gran formación intelectual como Sainz Rodríguez, a Vegas Latapié (me refiero a éste con toda objetividad, ya que era uno de mis más enconados oponentes políticos) u otras del mismo estilo. Goicoechea hablaba aquí o allá teniendo siempre poca audiencia y sin que nadie lo tomara de verdad en consideración. Sabido es que no entró a formar parte del Gobierno ni recibió misión oficial alguna. Pero él no se resignaba. Un día vino a verme el propietario del Heraldo de Aragón, Mompeón Motos (enfrentado políticamente a mí durante la República, pero hombre caballeroso, mantuve desde el Gobierno afectuosa amistad con él), para sugerirme que yo podía hacer mucho a favor de valores con los que había que contar, como por ejemplo Goicoechea. Seria éste, me dijo, hombre de una gran fidelidad para ustedes, y me confesó que tenía Goicoechea la ilusión de que se le hiciera Ministro de Hacienda. Cosa que nos pareció un tanto desatinada. Ya fuera yo del Gobierno, después de muchos movimientos, afanes y lisonjas, consiguió ser nombrado Comisario de la Banca Oficial, que era el puesto mejor retribuido del régimen, abdicando de anteriores convicciones, lo que, como es natural, cayó mal entre sus correligionarios. (Recuerdo una carta muy enérgica -y circulada- que le dirigió Luca de Tena.) Sus correligionarios, o ex correligionarios, le censuraban especialmente y lo llamaban con el mote de "la Bien Pagada". Don Ramiro de Maeztu Entre los diputados monárquicos a los que me vengo refiriendo, mi predilección en el interés y en el respeto iba sin duda hacia don Ramiro de Maeztu. Éste era caso aparte. Conocía yo su pasado intelectual, en aquellas épocas en que se sentía próximo al gran aragonés Joaquín Costa - figura que siempre tuvo gran atractivo para mí-, y era amigo de Ortega, y en que desde Londres enviaba a la prensa española glosas cultísimas sobre acontecimientos científicos o sociales que eran rigurosas novedades para el público culto español. Su formación intelectual y sus ideas me interesaban singularmente. Había leído su ensayo sobre Don Quijote, Don Juan y la Celestina, su Crisis del humanismo y seguía con interés sus trabajos, escritos y conferencias, éstas en "Acción Española" casi siempre. Más, aparte de este aspecto de mi admiración por él, a mí me atraía la personalidad humana de don Ramiro y creía ver en él una gran bondad, punto de crédito por el que normalmente se pasa de la admiración al afecto. No hace mucho tiempo, en una disertación que tuvo lugar en la Academia de Ciencias Morales y Políticas a cargo de Vegas Latapié, éste tuvo la amabilidad de recordarme al terminar -cuando yo le hablé con cariño de don Ramiro- que él conocía bien mis sentimientos ante el interés y el gusto con que estando en el poder di facilidades o contribuí a hacer algo por su viuda, y su familia. Don Ramiro, con su nariz aquilina, fuerte y seco su cuerpo, mirada y gesto un poco triste, como de cansancio, respiraba entereza, franqueza y honradez. Era un hombre muy independiente que sabía decir con naturalidad lo que pensaba de los enemigos como de los amigos. Le recuerdo muy bien un día en el Parlamento cuando uno de sus correligionarios -Diputado muy de Calvo Sotelo- formuló en las Cortes un ruego en términos de una vaciedad lamentable. Era un personaje pueblerino pero pretencioso que ahuecaba la voz tratando de hacer menos evidente la oquedad de su pensamiento; se ocupaba de un asunto sobre su pueblo y lo hizo de un modo y con unas actitudes que resultaban un tanto ridículas. Calvo Sotelo le oía " aguantando el tipo", ¡qué remedio!, era un caballo blanco, aunque pequeño según Amado decía. Pero don Ramiro, que no

tenía caballos ni blancos ni negros, acodado al pupitre con la cabeza sobre los brazos, al terminar el Diputado "rogante" me dijo: "¿Pero cree usted que con esta gente, Serrano, se puede ir a ningún lado?". La manera de hablar de don Ramiro en la Cámara era culta y precisa, aunque con frecuencia hablaba como conversando con gran cuidado verbal, con su voz, profunda y con una prosodia empastada. En este sentido fue notable su intervención en el debate sobre el Estatuto de Álava. Él era muy poco vasquista y defendía a ultranza la castellanía del espacio alavés." ¡Pero, señores, cómo va a ser un pueblo vasco Vitoria! El canciller Ayala dice: 'Vitoria, que es la ciudad más bonita de Castilla '." y don Ramiro repetía por dos veces aquellas palabras y añadía: "Pero, señores, cómo puede sostenerse eso que aquí se quiere del pueblo alavés. En el caserío de Álava se presencian escenas como ésta: Un padre que sale de casa, extiende la mano que se humedece y se vuelve hacia la ventana y grita: Chica, échame la chaqueta porque cae el orbajo." Valga lo que valga como dictamen etnológico, como muestra de un estilo oratorio, el pasaje me parece superior. Era su estilo. Don Ramiro no se hacia ciertamente ilusiones sobre el futuro y veía con mucha claridad venir la tormenta. Su oposición a las mixtificaciones que le quedaban al lado tenía como fundamento ese pesimismo estoico. "Nos matarán -decía y repetía-: ¡Nos matarán!" 'Y lo mataron. Llegada la hora aceptó su destino con un gran valor y con un elevado espíritu cristiano, como todo el mundo sabe. No abandonó Madrid en la hora crítica para marchar a Burgos como algunos de sus amigos hicieron, sino que se quedó en Madrid, fue en seguida detenido y conducido a la cárcel de Ventas. Allí llevaba en el bolsillo una pequeña cruz y cuando le sacaron para asesinarle dijo con ella en la mano: "Vosotros no sabéis por qué me matáis pero yo sí sé por qué muero." No representaba, ciertamente, una escena. No podía tener la menor esperanza de que sus palabras se repitiesen nunca; hablaba de verdad, como siempre, en el acierto o en el error, lo había hecho; y creo que esas palabras suyas autentifican otras muchas de su vida que algunos-con pequeñez de alma y de imaginación- quisieron a veces tomar por insinceras. Él fue sincero siempre, hasta en sus primeros errores. Emigrante de un clima falso, pero emigrante convencido, como dijo Fernando Quintanar, emigrante leal, esforzado y generoso. Me preocupó siempre su relación con José Antonio Primo de Rivera, pues aunque José Antonio tenia estimación por los valores intelectuales de Maeztu y le distinguía por encima de los otros colaboradores de su padre -en un debate parlamentario, replicando a los nacionalistas vascos, dijo que Maeztu con Unamuno eran las mejores cabezas de aquel país-, al hablar de él lo hacia sin efusión, incluso no escatimando la crítica. Estimando yo muchísimo a los dos, esto a mí me entristecía. Es posible que la mala influencia del resentimiento de Sánchez Mazas, que no quería bien a Maeztu, su paisano, determinara esta actitud de José Antonio. Acaso se tratase de una antipatía visceral y quizá de la relación del hombre del 98 con el grupo de " Acción Española". Quede consignado el hecho que a mí, repito, me apenaba profundamente y me parece que también a don Ramiro, quien sabiendo que yo era su amigo me habló siempre de él con cordialidad, con elogio, con interés... y con reserva. "Mire, Serrano, ese hombre me da miedo. Reconozco todo lo que vale, pero ha tenido una actitud tan rara con nosotros, los colaboradores de su padre... y luego no sé, no sé eso del fascismo...", pero el tono, repito, era siempre de estimación y cariño aunque también de extrañeza, preocupación y duda.

José Maria Pemán En estos recuerdos sumarios sobre la vida parlamentaria de la República no puede faltar aquí la imagen de un hombre que llegó al Congreso con una gran aureola de popularidad; popularidad que no había de apagarse pese a la poca fortuna de sus intervenciones en un ámbito que, a todas luces, no era adecuado a su talento. Hablo de José María Pemán. Pemán era la estrella literaria de la derecha; monárquico con "Acción Española", pero también católico con la "Asociación de Propagandistas" de Ángel Herrera y había sido asimismo un propagandista muy directo de la Dictadura y de la "Unión Patriótica". Luego había escrito un libro satírico - no exento de calidades- sobre el advenimiento de la República: De Madrid a Oviedo, pasando por las Azores, y había puesto en escena su Divino Impaciente, místico-lírico-dramático, a la mayor gloria de la disuelta Compañía de Jesús. Pero sobre todo era el orador predilecto de los públicos piadosos y nostálgicos que maldecían el 14 de abril. La oratoria de Pemán era fluida, metafórica, brillante y fácil de entender, con la que alcanzó éxito extraordinario. Hablando daba la ilusión de una gran facilidad improvisadora, lo que no correspondía a la realidad, pues, en su misma fluidez sin vacilaciones, se delataba el texto antes escrito y memorizado. La distancia entre la oratoria de tribuna o escenario y la oratoria parlamentaria es muy grande. La primera es un monólogo libre que funciona bien cuando se tienen en cuenta las inclinaciones del auditorio, casi siempre adicto. La segunda ha de plegarse rigurosamente a un tema dado; se produce de cara al opositor y con frecuencia debe, al menos en parte, improvisarse. Exige, pues, densidad en la preparación, rigor de conocimientos concretos y flexible prontitud para acomodar la expresión al momento. La oratoria parlamentaria era un género que a Pemán - orador de lujo- le venía de nuevas. Pemán se estrenó con ocasión del debate político a que daba origen siempre toda crisis de Gobierno. En aquella ocasión había un Gobierno Lerroux sucedido por otro Gobierno Lerroux; esto es, presidido por el mismo hombre y con sólo dos o tres ministros nuevos. Al levantarse Pemán para hablar, la expectación fue grande entre amigos y enemigos, aunque a algunos les entusiasmasen y a otros les irritasen sus facultades oratorias, que nadie ponía en duda, pero que allí no funcionaron. Empezó pidiendo la benevolencia de todos "pues vais a escuchar a un Diputado novicio", y siguió diciendo: "Vimos un Gobierno que se había atascado, que no marchaba, que se retira al taller a reparar y que ahora vuelve a presentarse aquí con tres neumáticos cambiados y a nosotros nos parece que la reparación es insuficiente por que la avería estaba en el motor," y terminó pidiendo al Gobierno una declaración clara y explicita de un "propósito de la enmienda y una rectificación de conducta". Cuando terminó la oración, Lerroux lo trató con tono despiadado. "Señores diputados, voy a dar satisfacción a la legítima curiosidad del diputado señor Pemán y no ha de impedir que lo haga así el que haya comenzado su discurso con literatura de garaje para venir a parar a literatura de púlpito," En su rectificación Pemán terminó diciendo que ante el peligro para la Patria nos uniríamos todos como se unen en la tabla salvador a los náufragos cuando están a punto de perecer. A continuación Prieto se refirió al discurso de Pemán diciendo que "era rico en metáforas, algunas verdaderamente originales y otras que ya me suenan al oído, como esa de la tabla del náufrago que creo haber escuchado antes de ahora".

Creo que ya no habló Pemán allí más que otra vez y, hostigado por las interrupciones, lo hacia de modo inseguro y algo nervioso, pero de pronto, haciendo un esfuerzo, pareció encarrilarse con facilidad sacando de la memoria un párrafo metafórico que había ya usado en actuaciones extraparlamentarias: "Yo he imaginado ese tinglado de malas costumbres como un río de suciedad y de mentira que pasaba entre dos anchas orillas nacionales de indignación y de protesta." El diputado Matesanz (Presidente del Consejo de Cámaras de Comercio), que se sentaba detrás de los escaños donde juntos estábamos aquella tarde José Antonio y yo, comentaba para sí mismo: "Así, así, Pemán, improvise, " José Antonio se volvió en tono de media voz corrigiendo al animador: "Pero, por Dios, don Mariano, si este párrafo es un viejo amigo nuestro... A Pemán le faltaban facultades parlamentarias aun siendo un orador profesional y él era sobradamente inteligente para comprenderlo. Pero su fracaso en las Cortes de ninguna manera representó un certificado de invalidez. Sus talentos indiscutibles son otros, si bien a mi juicio llegan a la mayor altura en géneros que se consideran menores como el artículo o el ensayo breve de tono costumbrista o moralizante para el que ha conseguido grandes aciertos, donaires de expresión muy agudos y tono de humor comprensivo y convincente. Esto, claro es, sin hablar de su gran simpatía y de la benignidad de creyente sin fanatismo con que casi siempre se conduce frente a los demás, aunque sean sus peores enemigos. Pemán, maestro en evocaciones brillantes y punzantes, con singulares dotes de observación y perspicacia, con habilidad y con ironía para decir cosas difíciles, sabe por experiencia cómo son compatibles el juicio crítico y la estimación afectuosa. José Antonio en las Cortes José Antonio, tan pronto quedaron constituidas las Cortes (noviembre de 1933), impaciente por intervenir en los debates y exponer sus ideas, cuando Gil Robles comenzó a hablar del concepto panteísta del Estado - de la divinización del Estado que anula la personalidad individual, y era contraria a sus principios políticos y religiosos, condenando también las dictaduras de derechas o de izquierdas- le dijo: "¿Me permite Su Señoría una interrupción?" En ella, en síntesis, manifestó que la solución estaba en un sistema político autoritario de integración nacional. Tal vez la interrupción fuera precipitada y demasiado larga, para los usos de la Cámara. Gil Robles le escuchó desde la altura de su veteranía parlamentaria, maestro ya en esos escarceos, muy seguro de sí y arropado además por los diputados de su minoría –la más numerosa-, y en cuanto José Antonio hubo terminado se dirigió a él con ironía diciéndole: "¿Es lo que necesitaba Su Señoría para hacer ese ensayo literario?", y siguió con su discurso y con su argumentación favorita. Es indudable que José Antonio quedó incómodo. Más tarde el presidente, Santiago Alba - que había sido enemigo de su padre- , caballerosamente, le concedió la palabra y así pudo explayarse con más tranquilidad: su idea, o su aspiración, afirmaba, no era la divinización del Estado. Lo que, a su juicio, lo divinizaba es "la creencia en que la voluntad del Estado - que una vez manifestaron los reyes absolutos y que ahora manifiestan los sufragios populares- tiene siempre razón. Los reyes absolutos podían equivocarse, el sufragio popular puede equivocarse, porque nunca es la verdad ni es el bien una cosa que se manifieste o se profese por voluntad. El bien y la verdad son

categorías permanentes de razón". Y añadió que para él no era sólo mala la Dictadura, fuera de derechas fuera de izquierdas, sino el hecho mismo de que hubiera una posición política de derechas y de izquierdas, porque un pueblo es una integridad de destino, de esfuerzo, de sacrificio y de lucha que avanza en la Historia. Diré que sus primeras intervenciones tal vez no tuvieron el tono de soltura que correspondía a las maneras de la casa, pero lo fue adquiriendo y llegó más tarde a manifestarse con ingeniosa facilidad, logrando convertirse en uno de los diputados a quienes la Cámara escuchaba con mayor atención. Un buen ejemplo nos lo ofrece su intervención en el debate que se produjo con motivo del suplicatorio dirigido a las Cortes por la Sala Segunda del Tribunal Supremo para proceder judicialmente contra él por un delito de tenencia de armas. Para aclaración de los lectores menos próximos a estas cuestiones parlamentarías recordaré que el fuero de los diputados - inmunidad- no permitía a los tribunales su procesamiento sin la oportuna autorización de la Cámara. Prieto pronunció con este motivo el gran discurso a que me he referido en las primeras páginas de este capítulo. Y José Antonia dio comienzo al suyo diciendo: "Yo faltaría a mi propia autenticidad si en este instante no empezara con toda la sinceridad de mi alma, dándole las gracias por su actitud." (Es bien sabido que en una de las primeras sesiones de aquella legislatura, cuando Prieto injurió al Dictador calificando de "gran latrocinio" el contrato de la Telefónica, José Antonia se había abalanzado sobre él para agredirle.) Aprovechó José Antonio su intervención en este debate, más que para su autodefensa, para presentar ante la Cámara, y con la mayor resonancia ante el país, una imagen de sí misma y de su partido; rectificando algunas manifestaciones que antes hiciera Prieto, dijo que él no era ni un sentimental ni un romántico, ni un hombre combativo, ni siquiera un hombre valeroso, pues tenia "estrictamente la dosis de valor que hace falta para evitar la indignidad", y explicó que si, como muchos correligionarios de Prieto suponían, él fuera un defensor del orden social existente " se habría ahorrado la molestia de salir a la calle parque personalmente estoy bien instalado en ese orden social y me habría limitado a confiar que lo defendieran los partidos conservadores, unos republicanos, y otros republicanos in partibus infidelium ". Aludía a la "CEDA", claro es, y al oír estas palabras hubo risas en la Cámara. Afirmó que, por el contrario, había latente en España una revolución que tenía dos direcciones; la de la justicia social profunda que no había más remedio que implantar y la de rejuvenecer un sentido tradicional también profunda, que tal vez no residiera donde muchos pensaban. En relación con el suplicatorio del Tribunal Supremo para procesarle coincidió con la argumentación que Prieto había expuesto anteriormente sosteniendo que la "presunción constitucional" estaba a favor de la no concesión; y era necesario examinar las circunstancias de cada caso concreto para concederla o denegarla según el grado de peligro social. La Comisión de suplicatorios, presidida por un señor Pellicena, sostenía por el contrario que la concesión era una operación meramente automática y ante esta absurda actitud José Antonio recordó, con humor, la historia que Eugenio d'Ors había escrito sobre el dueño de una tienda que tenía un elefante tan impuesto en todas las rutinas del comercio que cuando aquél murió pudo seguir al frente de ella. Pues bien, si la concesión o denegación del suplicatorio había de ser cosa automática y de rutina, sin discriminación o ponderación de hechos y circunstancias, como se pretendía por los señores de la Comisión, ésta podría "constituirse perfectamente con sólo elefantes. La Comisión, impermeable a los argumentos de los oradores y a la historia dorsiana - paquidérmicamente-, se mantuvo en sus trece y hubo que votar. La votación fue

nominal, con lo que en las páginas del "Diario de Sesiones de las Cortes", a dos columnas, figuran los nombres de los diputados que dijeron sí - esto es, que votaron a favor del procesamiento- y de los que dijimos no. En la columna de los diputados que dijimos no - 65- figuran nombres de significación política tan conocida y distinta como Calvo Sotelo y Prieto, Ramiro de Maeztu y Azaña, Rodezno y Besteiro, Fernando de los Ríos y Sainz Rodríguez, Amado y Teodomiro Menéndez; y cinco del grupo de la "CEDA": el mío, las de Finat, Ruiz Valdepeñas, Calzada, Ibáñez y Atance; estos dos últimos procedían de la "Unión Patriótica" fundada por el general Primo de Rivera. Esta coincidencia de nombres bien podía servir de estimulo para el presente y el futuro, como un acto de civilización. Los nombres de todos los otros diputados de la " CEDA" allí presentes figuran en la otra columna, en la de los que dijeron sí -esto es, los que votaron a favor del procesamiento- con Samper, Lerroux, Guerra del Río, Madrigal, etc., y así hasta 137 . El debido rigor, el respeto a la verdad histórica, me obliga a consignar, - sin embargo, que el "Jefe" se abstuvo, ni sí ni no; como el Procurador romano, Gobernador de Judea, Tiberio Imperante. Aún ocurrió más, como he recordado en otro lugar de este libro; terminada la votación, Prieto -tesoneramente- presentó una proposición incidental para que, al menos, "se acordara la suspensión del procedimiento judicial hasta que expirase el mandato parlamentario", pero José Antonio, con su causticidad, se apresuró a decir: "Yo rogaría a la Cámara que incluso no se diera trámite a esa proposición, si ello ha de obligar a la minoría de la "CEDA" a retorcerse el corazón otra vez, porque espectáculos así resultan crueles." (Ya puede imaginarlo el lector: risas, rumores, protestas. De todo.) La verdad es que en distintos sectores de "Acción Popular" se hostigaba insistentemente a José Antonio. Con motivo de uno de esos ataques, un día, recién abierta la sesión de Cortes, me contó en tono divertido que por la mañana sus hermanas Carmen y Pilar habían ido a las oficinas que en la calle de Serrano tenía "Acción Popular" para darse de baja. Luego -esa misma tarde- estábamos sentados los dos en el bar del Congreso, cuando llegó allí - a la barra- Gil Robles, con el aire de triunfador que en aquellas calendas siempre le acompañaba, y José Antonio que, con su espíritu crítico, reconocía las notables facultades de parlamentario y agitador del jefe de la "CEDA" – quemado, a su juicio, en la tentativa imposible de la " táctica"-, con humor dijo : "Oye, ¿por qué no nos acercamos los dos a él para convencerle que igual que han hecho mis hermanas, también se dé de baja en 'Acción Popular' ?" Tanto en el Congreso como fuera de él gentes de la derecha le atacaron ásperamente y le combatieron con malignidad. Algunos -bastantes- de los que así procedían se aprovecharon y medraron luego ocupando buenos puestos en la política y en la economía en un régimen que en buena parte se establecía sobre su sacrificio; gentes que incluso mientras se creyó en la vaga posibilidad de que hubiera escapado a la muerte, y pudiera presentarse en zona nacional, siguieron detestándolo o temiéndole. Y sólo cuando su muerte fue segura no tuvieron inconveniente en glorificarle, de la misma manera que ocurrió en importantes cosas y personas del Régimen. Pero me estoy saliendo del tema, pues esto ya no es el Parlamento, sino materia de un capítulo entero dedicado al estudio de su personalidad, su juventud, su madurez y la evolución de su pensamiento político, que culmina en su defensa ante el llamado

Tribunal popular de Alicante. Terminaré aquí diciendo que tuvo en el Parlamento otras intervenciones importantes: su discurso sobre la Reforma Agraria - uno de los temas que desarrolló mejor y donde era más explícito-, sobre la inmoralidad administrativa con motivo del asunto Nombela, las sanciones impuestas a Italia por la Sociedad de Naciones, etc., pero destacaré especialmente su participación en el debate sobre los problemas universitarios en el que alcanzó un buen éxito contestando con ingenio y gran desenvoltura a sus interruptores. Y es que la Universidad fue la pasión más genuina de su vida y por ello siempre sería, como dije en otro lugar, su musa más feliz. Suspendido el debate - ya en los pasillos-, periodistas, políticos, incluso diputados gubernamentales, se acercaron a felicitarle y él, con su mordacidad hipercrítica, me decía: "¿Tan mal habré estado para que estos señores lo hayan encontrado tan bien?" Finalmente, sobre su vida parlamentaria aún cabría recordar que no fue sólo un Diputado activo sino también un agudo comentarista o cronista de las sesiones. En esos comentarios figura alguna de las páginas literariamente más finas que él escribió. Cambó Conocí a Cambó durante la Dictadura, si mal no recuerdo, en Barcelona, donde tuve ocasión de saludarle. Más tarde, cuando los dos fuimos diputados en las Cortes de la República, no tuvimos relación especial, ni buena ni mala, pues nos limitamos a cruzar el saludo fuera del hemiciclo y a dirigirnos alguna breve interrupción dentro de él, en las sesiones. La verdad es que sin trato personal, no tenia Cambó gran atractivo, pues daba la impresión de un hombre frío, duro, estirado y altivo. Tenía el aire de la superioridad consciente basada en la riqueza, en el talento y en su condición de viajero por un mundo al que miraba con atención y quería -razonablemente- que fuera también mirado y mejor conocido por España. Políticamente se daba en él la paradoja - o la contradicción- de ser el español mejor informado de la política internacional mientras se encerraba para su actuación pública en un marco regionalista. Aunque en el fondo -de verdad- lo que él quiso, y en parte hizo, fue luchar al mismo tiempo por Cataluña y por una España grande. (No quiero con esto referirme al manifiesto que lleva este titulo, redactado por Prat de la Riba.) Tenía Cambó enemigos, gentes que le atacaban duramente, en Cataluña y en el resto del país: pero también un coro que halagaba al mecenas, al poderoso, al hombre de fuerte personalidad. Yo, sin capacidad para la adulación ni el papanatismo, permanecí a en mi nivel de político incipiente, en tanto que él se mantenía en su altura de hombre consagrado. Ni la simpatía nos unía ni la antipatía nos distanciaba. Lo que no quiere decir que yo no advirtiera sus valores, casi desde mi adolescencia, siendo todavía estudiante de bachillerato, y que no hubiera admirado luego su gestión de gran Ministro, lo mismo en Fomento - que por una circunstancia familiar seguí bastante de cerca- que en Hacienda. Siendo diputados los dos, tuvo lugar en las Cortes un debate que, lógicamente, debía habernos aproximado y que más bien nos distanció. Me estoy refiriendo al proceso parlamentario de la Ley Municipal Orgánica aprobada en 28 de junio de 1935. Cambó había iniciado en el Municipio su vida política como concejal regionalista de Barcelona, destacándose en seguida sobre todos los que pedían su autonomía. Poco tiempo después, muy joven aún, fue relevante su intervención como Diputado en los debates

parlamentarios del Congreso - que alcanzaron gran altura- con motivo del proyecto Maura -año 1907- sobre reforma de la administración Local, Municipal y Provincial, para instaurar en ella una vida libre y autónoma. (La discusión del proyecto duró dos años y se pronunciaron más de tres mil discursos.) Veintiocho años después, repito, al empezar 1935, teniendo Cambó 58, si no me equivoco, y siendo ya figura consagrada en el ágora nacional, se volvió a plantear en el Congreso el mismo tema y él consumió, con su probada competencia, un turno en el llamado debate de totalidad, en el que sólo intervenían jefes de grupo o primeros espadas. El suyo y el de Calvo Sotelo - eran las dos grandes autoridades en la materia- fueron los dos más importantes. Pues bien, cerrado aquel turno de totalidad, en el que sólo se hacen consideraciones generales sobre un proyecto, se abrió la discusión concreta sobre el articulado, y desde ese punto fui yo quien prácticamente llevaría la voz de la oposición un día y otro. Con este motivo, los distinguidos municipalistas Llano y Lamoneda publicaron un libro titulado La nueva ley municipal orgánica con comentarios a la discusión parlamentaria, en el que ocupan muchas páginas mis enmiendas y discursos. Había tenido yo ocasión de seguir muy de cerca la aplicación a la realidad del Estatuto de Calvo Sotelo -obra de importancia extraordinaria que ni sus enemigos más enconados se atrevieron a negar- desde la Fiscalía de lo Contencioso en el Tribunal Provincial de Zaragoza, gran observatorio de la vida municipal. Los años, la atención a otras cuestiones políticas prioritarias, habían alejado un tanto a Cambó de estas cuestiones. No me importa incurrir en inmodestia al decir que las enmiendas que yo propuse a casi todas las Bases del proyecto oficial fueron formuladas y defendidas en mis intervenciones orales en la Cámara con el mayor rigor técnico-jurídico, como allí se reconoció incluso por diputados de la mayoría - llegando a considerarse excesivo por algunos aficionados a lo aproximativo – y siendo total o parcialmente aceptadas e incorporadas al texto legal. Es humano: Cambó me miraba como un intruso en la reflexión, formulación y definición de estas materias, que él, desde la gran reputación que alcanzara al discutirse muchos años antes el citado proyecto Maura, consideraba algo así como materia de su propiedad, estancada o acotada. Yo resultaba a sus ojos demasiado joven, sin caer en la cuenta de que mi edad entonces - año "1934- era aproximadamente la misma que Cambó tenía en 1907, año de sus triunfos. Un giro del destino acabó con todo aquello en 1936: la guerra civil. Cambó vivirá en el exilio voluntario o precautorio, París, Hotel Crillon. La nostalgia de España le acerca a Lisboa donde – político poderoso conectado con el sistema financiero industrial de "Sofína", muy extendido por el mundo- cuenta allí con el apoyo de la Compañía del Gas, Pero lo que quiere, sobre todo, es volver a España. A estos efectos, Bertrán y Musitu - año 1940- será su mensajero. Se le hace saber que no existe el menor inconveniente para que el deseo de Cambó se realice. Ahora bien, yo, Ministro de la Gobernación, no estaba dispuesto a que se repitiera el bochornoso atentado sufrido por Alba en el Hotel Palace y le prevengo que ha de aceptar y someterse a todas las medidas, tal vez exageradas, que voy a tomar, Así, fue recibido y acompañado al Hotel Ritz con fuerte protección que se mantendría día y noche. Dos días después me pide audiencia por el mismo conducto y yo le contesto diciendo que él mismo fije día y hora para nuestra conversación. Entre dos filas de falangistas, arma al hombro, cruza el zaguán del Ministerio y entra en mi despacho, emocionado, expresándome una y otra vez su

gratitud por todas las atenciones que se le guardan. Hombre con mundo, empieza tratándome de "señor Ministro". "Nada de eso - replico yo-, Serrano, como en el Parlamento al joven Diputado." Él sonríe y sin duda recuerda. En realidad yo le había recibido y le contemplaba, más que con atención cortés, con la afectuosa consideración que me merecía el gigante caído. "Es mi deber - le dije- proceder así con una ilustre personalidad española; deber que, de añadidura, cumplo con mucho gusto: ' (Quienes no conocieron la guerra civil quizá puedan considerar extraño todo esto, porque no pueden imaginar lo peligroso que era estar en mala postura. Para entender deberán tener en cuenta que junto a nobles ideales y conductas, tiene lugar allí una barbarie bilateral, inhumana, causante de muchas víctimas inocentes.) Hablamos un poco de todo, de España, de Europa, de América y de la guerra. Luego él se instala en Buenos Aires. Dos años más tarde, terminado el verano de 1942, yo dejo de ser Ministro. No han pasado dos semanas desde mi cese; estoy empezando a rehacer con urgencia mi vida y organizando a cuerpo limpio mi trabajo - tengo seis hijos pequeños y una salud muy precaria-, cuando el profesor Trías de Bes me visita en mi casa: "Cambó me encarga le salude y le diga que sabe que usted sale del Gobierno sin dinero, 'lo cual es muy honroso pero también muy incómodo', y se ofrece a prestarle con gusto la ayuda que pueda necesitar en esta primera etapa de su vuelta a la vida profesional, sabiendo por otra parte, seguro del éxito que usted alcanzará, que al proceder así no arriesga nada." Cualquier persona decente puede comprender la impresión que este buen gesto tenía que producirme en aquellas circunstancias. "Dígale al señor Cambó -respondí- que agradezco mucho su delicadeza y su comprensión y si llegara el caso de tener que pedir ayuda no acudiría a nadie antes que a él, ya se trate de amigos, -de personajes promovidos por mí o de parientes.” Es el recuerdo más noble que conservo de aquel primer año de incertidumbres y dificultades en que me vi envuelto al reintegrarme a la vida común, para lo que no había querido hacer la menor previsión. No he podido sustraerme de consignar ese recuerdo interrumpiendo mi relato de la vida parlamentaria. Diré, volviendo a él, que son abundantes las páginas del "Diario de Sesiones de las Cortes" que recogen los discursos parlamentarios de Cambó. En todos ellos, junto a su competencia sobre temas técnicos, económicos, administrativos, datos, cifras, etcétera, encontramos siempre oportunas reflexiones sobre el problema político general. Así, en los debates en torno a la nivelación del presupuesto general, afirma: "Es casi forzoso que la política presupuestaria de una Dictadura sea mala. Una Dictadura tiene que hacer forzosamente lo que se llama una política de prestigio, que más exactamente podríamos llamar una política de vanidad. Los hombres renuncian a la libertad en el momento en que ven en peligro su vida y la vida de su país; pero esta renuncia es transitoria y desaparecido el peligro sienten otra vez el deseo de gozar de su libertad; y una Dictadura para mantenerse mucho tiempo tiene que dar a los hombres y a los pueblos algo en compensación de la libertad que les quita. Tiene que darles una ilusión, darles bienestar; pero dar bienestar artificiosamente es dar pan para hoy y preparar seguramente el hambre para mañana. En la discusión sobre el problema monetario dirá que "así como en España durante muchos años cuando no se encontraba justificación para construir un ferrocarril se decía que era un ferrocarril estratégico - lo que quería decir que era un ferrocarril absurdo- ;

hoy cuando se pretenden realizar obras que no tienen ninguna justificación se dice que son para atender el paro obrero". En los debates de aquel Parlamento, con frecuencia agresivos y violentos, había también cortesía. En aquél las principales intervenciones fueron las de Cambó y Calvo Sotelo. Cambó celebraba la evolución de Calvo Sotelo, lo que "quiere decir que estudia y aprende y que tiene el valor que tienen todos los hombres de entendimiento, de saber rectificar, de no aferrarse al error…”, y añadía "tengo un alto concepto del señor Calvo Sotelo y el día en que se cure, como lo hará muy pronto, ante la lección de la realidad, de sus aficiones dictatoriales y totalitarias será uno de los hombres más útiles para gobernar en España". Lo mismo ocupándose del paro obrero y de la ley que trata de resolverlo. Con ese motivo en discusión de tono elevado replica a Besteiro diciéndole que no se puede prescindir de las leyes económicas que rigen la prosperidad o determinan la miseria de los pueblos y que la política de déficit creciente en los presupuestos con sus consecuencias monetarias desastrosas no conduciría a aliviar el paro obrero sino a agravarlo como lo demuestra la política de despilfarro seguida en algunos países. Un Diputado comunista, de apacible aspecto, Bolívar, le interrumpe: "¡En Rusia no hay paro obrero!", y Cambó contesta: "Es cierto, como tampoco hay paro obrero en los territorios de la India que pertenecen a un maharajá donde hay un amo, amo de la tierra, amo de la industria, amo de los rebaños." Pero contra lo que muchos pensaban, a Cambó no le interesaban sólo los problemas económicos, los intereses materiales; y así al intervenir en la elaboración de la Ley de Cultivos de Cataluña -arrendamientos, aparcerías, rabassa morta- él terminaría diciendo: "Cataluña, contra lo que tantos creen, es un pueblo casi morbosamente sentimental; los conflictos de Cataluña no se han producido jamás por intereses, siempre por sentimientos. Cataluña en su historia se ha asociado y unido siempre a las causas perdidas y románticas porque Cataluña es un pueblo esencialmente romántico; yo os pido que no le hiráis en sus sentimientos: atacad a la Lliga, atacad a la Esquerra, atacadme a mí, pera no ataquéis a Cataluña en sus sentimientos." (Aquí, Cambó, tal vez sin advertirlo, hace también su autorretrato, con palabras que ofrecen muchas coincidencias con otras de José Antonio sobre el mismo tema.) Cambó, como casi todos los hombres interesantes, era complejo y aun contradictorio. Hombre práctico, y por otra parte sentimental; ecuación nada extraña en la psicología de la burguesía que él representó en su más alto nivel. Político de realidades, era, a su modo, un esteta, lo que le hizo apto para comprobar el alto valor que la cultura puede tener en la política: por eso no debe extrañar el deslumbramiento que siempre sintió por la figura de Disraeli, burgués, político y artista. Su atención al proteccionismo catalán fue así no sólo compatible sino complementaria con su contribución al movimiento de la Renaixença de su lengua, a la que tanto contribuyó con su famosa fundación Bernat Metge. Ahora bien, su gusto por las obras de arte tendía más a lo académico que a lo vivo, como lo demuestra una curiosa anécdota que con regocijo y a su manera irónica me contó un día José Antonio: Cambó, ante las aficiones "ultrafinas" de Fernando de los Ríos, dijo irritado que estando con tantos y tan graves problemas ese señor - De los Ríos- no se ocupaba más que de los "títeres", que es así como él llamaba a "La Barraca", el teatro errante, popular y refinado, que dirigió García Larca bajo el patrocinio de aquel Ministro granadino.

García Larca improvisó esta copla, convertida en himno caricaturesco de "La Barraca":

La farándula pasa bulliciosa y tonante,

es la misma de antaño, la de Lope y Cervantes, trasplantada a este siglo

de locura asonante. Es el carro de "Pestis " (por Tespis)

con motor de explosión. Pese a ese divertido desahogo de humor, a Cambó el arte le importaba extraordinariamente, era su pasión, y pienso que pocas veces en el Palacio de las Cortes, incluso en los años en que allí se escucharon tantas voces ilustres, se había hablado de pintura acreditando tanto interés y tanta sensibilidad como él lo hiciera al tratar de la ley en defensa del Tesoro Artístico Nacional y solicitar la creación de un fondo importante para conseguir retener en España obras que se marchaban al extranjero. Fondo que él consideraba necesario y urgente acrecentarlo para hacer nuevas adquisiciones, pues afirmaba que si el Museo del Prado era uno de los más ricos del mundo también era uno de los más incompletos, porque mientras tenía una espléndida representación de la pintura española, del arte flamenco y de la pintura veneciana (y elogiaba con este motivo a Carlos V y a Felipe II que supieron comprender que Tiziano era el más grande de los artistas de su tiempo), tenía que denunciar la escasez de la pintura florentina: sólo un soberbio Fra Angélico; casi sin representación de la escuela holandesa -un Rembrandt-; pocas telas y mediocres de la pintura francesa entre la que cuenta con dos Watteau de autenticidad dudosa. Sin cuadros de la escuela inglesa, etcétera. Hay que acrecentar el patrimonio artístico - decía-, pues es preciso que en esta materia, como en otras, no nos resignemos a considerarnos una nación del pasado sino que hemos de aspirar a ser una nación del presente y del porvenir, y fue Cambó generosamente consecuente con ese deseo de enriquecer el Museo del Prado para el que dejó a su muerte un legado de importancia, una colección de tablas de Botticelli con una de las historias de Boccaccio. Quedan en el tintero los nombres de otros muchos diputados; ilustres algunos y pintorescos otros. No trato de agotar unos materiales con los que podría escribir un libro entero. Pero de ninguna manera puedo terminar sin dedicar un recuerdo al paso por aquella Cámara de dos españoles insignes: Ortega y Gasset Con Ortega y Gasset no coincidí en el Parlamento, pues él sólo fue Diputado en las Cortes Constituyentes, pero escuché desde una tribuna un gran discurso suyo; era de verdad un orador, un gran orador con pensamiento, con preparación y con espontaneidad. Yo no sé hasta qué punto fueran grandes las esperanzas y las ilusiones que Ortega tuviera el advenimiento de la República pero, como fuere, es bien sabido que duraron poco. Pronto advirtió que se encontraba en un medio muy distinto al que consideraba

necesario para la realización de las funciones legislativas y fiscalizadoras de un Parlamento serio, sobre el que pesaba tan grave misión histórica; y es conocida su alusión condenatoria a los payasos, los tenores y los jabalíes que perturbaban las actividades de la Cámara. Creo recordar que fue ya en uno de sus primeros discursos en las Cortes Constituyentes en el que habló así y de la necesidad de que el Gobierno modificara su política, sosteniendo que "la política tiene que ser un proyecto de futuro común, una empresa en que todos los españoles se sientan con un quehacer"; palabras que tienen tantas resonancias en los discursos y en los escritos de José Antonio. En otro lugar insistió en la necesidad de rectificar el perfil agrio de la República, afirmando que el triunfo obnubila la mente de los triunfadores. A los pocos meses consideró frustrada una ocasión histórica y tras de su "no es eso, no es eso" se retiraría al austero silencio de sus ocupaciones intelectuales. En los últimos años de su vida alcancé el privilegio de un trato frecuente y amistoso con él. En todo caso su gran personalidad desbordaba los límites de la política para extender por todo el ámbito nacional su magisterio, del que se beneficiarían tres generaciones. La guerra civil, como a otros intelectuales, le empujó al exilio e incluso cuando ya oficialmente le era permitido vivir en el país permanecía grandes temporadas en Lisboa, donde tuvo una residencia provisional. Cuando al fin decidió su instalación definitiva en Madrid volvió a despertar - con su pensamiento y la extraordinaria brillantez de su lenguaje, con su ingenio y humor gran interés en los medios intelectuales y también en otros ambientes. Desde su conferencia de "reencuentro" en el Ateneo donde habló sobre el teatro -lo que tal vez se explique como diversión estratégica en aquellas circunstancias- yo le seguí en los distintos cursos sobre humanidades que explicó ante un público extenso y curioso que incluía una nutrida representación de la sociedad elegante. Al darse cuenta de que una parte de ese público oyente se perdía entre sus disertaciones, él, para recogerlo, soltaba de vez en cuando lo que llamaba " un faisán" y que consistía en una digresión menor, ingeniosa y amena. Por cierto, que en una de las reuniones de sociedad que se celebraban en su honor - por el gusto de escucharle, o por la vanidad de tenerle- la mujer del arabista García Gómez, muy graciosamente, le dijo: "Oiga, don José, ¿por qué no nos organiza un día una conferencia sólo a base de 'faisanes'?" Recuerdo también que en la misma reunión, en la que todos estaban pendientes y deseosos de consumir un turno ante el filósofo, cuando le llegó el suyo al embajador Domingo de las Bárcenas habló éste en términos un tanto prolijos y ampulosos, principalmente sobre cosas de la vida diplomática en Madrid y de lo que ocurría en el Ministerio de Asuntos Exteriores. La verdad es que no interesaba demasiado lo que decía, y al advertirlo así quiso sin duda sujetar nuestra atención subrayando sus palabras con énfasis irónico, y de pronto le oímos que se había dirigido a su jefe, que era un varón pío, diciéndole: ¡pero, señor Ministro, está usted hecho un volteriano!, y Ortega, con sorna, replicó: "Oiga, Embajador, ¿no le daría lo mismo, para establecer la comparación, buscar un pecador más modesto?" La verdad es que como estas cosas no iban con sus exigencias intelectuales y sociales no tardó Ortega en cansarse de ellas y volvió a replegarse en un mutismo laborioso hasta su muerte.

Madariaga Madariaga, Diputado a Cortes en las Constituyentes de la República, no lo fue luego en ninguna de las dos legislaturas que siguieron, pero compareció ante el Parlamento y habló desde el "banco azul" como Ministro de Instrucción Pública, y también como Ministro de Justicia interino -vacante la cartera por dimisión de don Ramón Álvarez Valdés- en uno de los gobiernos presididos por Lerroux. Prescindiendo del desacierto de acompañar con su prestigio y preparación a los hombres que formaban en aquel gabinete, su actuación en el Parlamento tuvo que ser para él difícil y en cierto modo contradictoria, obligado a nadar, como pudo, entre la fórmula parlamentaria constitucionalmente establecida y sus principios democráticos organicistas. Fue un equilibrio difícil, pues de una parte quería atemperarse al sistema constitucional, y de otra, en cuanto encontraba un resquicio, salían por él sus reservas referentes al sufragio universal, desechado en su teoría política general. Así, con motivo de una discusión sobre el " referéndum”, confiesa no estar muy impresionado por los argumentos de soberanía popular "porque no soy teorizante ni romántico en materia política". "Lo importante es ir a una educación paulatina del pueblo español en materia política. Sacudir la apatía secular del pueblo español en materia política." Al escribir brevemente sobre estos recuerdos no he de ocultar el interés que siempre tuve por los valores de sus trabajos, pese al trato que me da en algunas páginas de un libro suyo, considerable, por otra parte, como casi todas sus obras. Nada es tan obligado para un político como admitir críticas y censuras, especialmente explicables en determinadas circunstancias de su actuación -la mía-, aunque tal vez pudiera haberlas hecho en términos menos antipáticos y más comprensivos. Fui en mi juventud lector de su libro Anarquía o Jerarquía que me impresionó porque coincidía con un momento de crisis de mi fe política y me ayudó a tomar otro camino. Hoy, en su edad muy avanzada, conserva Madariaga gran lucidez mental y capacidad de trabajo; y sigue siendo, como demuestran sus últimos artículos, un anticomunista militante, un liberal profundo, demócrata organicista. También es uno de los paladines más entusiastas de la idea de Europa, por lo que especialmente merece una consideración personal por mi parte, y ha merecido la prestigiosa distinción del "Premio Carlomagno" que otorga con gran escrúpulo la ciudad de Estrasburgo. (Claro que ser europeísta no es caer en el deslumbramiento aldeano ante cualquier juego del exterior, interesado y sectario, sobre la debilidad del Estado.) Y después… Con el Alzamiento militar terminó la experiencia parlamentaria, que había sido en los últimos meses tumultuosa y dramática. Se acabó con el sistema que estaba destruyendo la misma convivencia civil, y se inició el de concentración autoritaria del poder, que las circunstancias exigían imperiosamente para dirigir y ganar la guerra. Lograda así esta finalidad primordial, terminado el conflicto bélico, pensamos algunos que el anterior y

natural estado de libre arbitrio debía dar paso a un Estado de Derecho, no ciertamente como el que había sido derribado, pero si organizado de manera que se limitara, se moderase, se normatizase el poder y se restablecieran los derechos individuales. A estos efectos la Junta política que yo presidía consumió casi todo el verano de 1940 en el estudio de un proyecto de Constitución, que seguramente hoy no satisfaría a muchos -y tal vez tampoco a nosotros- pero que sin duda hubiera significado un adelanto. Aunque se refiera a ocasión posterior, en mi viejo libro Entre Hendaya y Gibraltar, página 423, decía: "No hubiera sido sensato dar entrada en nuestra casa a un democratismo explosivo, pero era en cambio preciso legitimar formalmente el Régimen español según el criterio general, abriéndolo de paso a nuevas posibilidades propias." Juzgo que fue un error del Gobierno español no hacerlo así a la terminación de la guerra. Esta opinión mía no fue privada, ni reservada por mí en relación con el mundo oficial. En carta que dirigí a Su Excelencia el Jefe del Estado le aconsejaba el cambio de personas, de orientación y la consulta legitimadora. De aquel proyecto de Constitución a que antes venía refiriéndome – año 1940-, se segregó, más o menos, una parte que se refería a la constitución de unas Cortes, sobre la que puso su mano la Secretaría General con poca fortuna como la realidad evidenció. Recuerdo que una tarde en El Pardo, cuando íbamos a entrar al Consejo de Ministros, Franco me dijo: "Mira esto que me ha traído Arrases (entonces él le llamaba siempre así, con s Final, pluralizándole), antes de enviarlo al Boletín:" Se trataba de un proyecto pobre al que incluso le faltaba la indispensable exposición de motivos que rápidamente hube de preparar. Yo estaba entonces atento casi exclusivamente a la política exterior, desinteresado y aburrido de los enredos internos, por lo que apenas me ocupé de otra cosa que de redactar el preámbulo, sin prestar atención al texto del proyecto; recuerdo sin embargo que en él a los componentes de la futura Cámara se les llamaba simplemente miembros, y yo les di el nombre de procuradores como en nuestras Cortes tradicionales tenían; por lo que los "señores procuradores" me deben gratitud, pues sin esa adición mía se llamarían "señores miembros", lo que resultaría demasiado ridículo. Constitución irregular de las Cortes Estas Cortes tuvieron una constitución irregular, incompleta, contraria a lo establecido en el Derecho positivo constitucional, y a la teoría política del régimen; al menos en los años que van desde 1945 a 1967, ya que durante todo ese tiempo la familia no tuvo representación en ellas. La ley de Cortes podría en aquel período - veintidós años- calificarse de inconstitucional, pues mientras el Fuero de los Españoles -1945- reconoce a la familia (estructura básica de la comunidad nacional, según los principios del Movimiento) como vehículo de participación del pueblo en las tareas legislativas, ésta - la familia- no tuvo entrada en las Cortes hasta la ley de 10 de enero de 1967. Me detengo en la constatación del hecho y me ahorro consideraciones y problemas a que esa anomalía puede dar lugar y que están al alcance de todos, sobre la ilegalidad de actos, decisiones y normas.

La verdad es que esas Cortes tuvieron un escaso carácter representativo; primero, por esa falta en su composición a que me refiero y, luego, por causa del ambiente y circunstancias en los procesos electorales. Cuando iniciaron su actividad –año 1943 si mal no recuerdo- yo no era ya Ministro, aunque sí Procurador, y esto de manera fatal e irremediable, por ser, como ex Presidente de la Junta Política, Consejero nato y miembro de aquéllas. Mi cansancio, el escepticismo acumulado en el último año de mi participación en el Gobierno y mi idea sobre la inutilidad de cualquier intento para colaborar críticamente en el proceso parlamentario me tuvieron alejado de las nuevas Cortes. Pero un día se presentó allí un proyecto para restaurar la Jurisdicción contencioso-administrativa, cosa que mucho tiempo antes, casi desde el principio de mi actuación gubernamental, yo había querido hacer, aunque especialmente los dos ministros que habían colaborado más estrechamente con el general Primo de Rivera durante la Dictadura -Jordana y Amado-, amistosamente, se oponían y trataban de disuadirme diciéndome: "Si viera usted, Serrano, los conflictos y los líos, las dificultades que esto nos creó durante la Dictadura." Seguramente para demostrar alguno de mis sucesores que podía lograr lo no conseguido por mí, se presentó el proyecto a las Cortes. Bien, pensé: hágase el milagro aunque lo haga el diablo. Pero el proyecto, precipitado por la razón oportunista que acabo de apuntar, estaba lleno de defectos y de incorrecciones desde el punto de vista de la técnica jurídica; no tenía rigor ni deslindaba conceptos ya clásicos en esta jurisdicción, especialmente a través de la moderna jurisprudencia del Consejo de Estado francés y del Tribunal italiano. Mi primera actuación en esas Cortes La verdad es que yo no tenía ninguna gana de volver a la cosa pública, pero al fin y al cabo el asunto tenía interés para el país, había sido una de mis ideas fijas y así, empujado por algunos amigos, me decidí a intervenir para tratar de mejorar el proyecto oficial a cuyo efecto me reuní con mi amigo Lorente Sanz - hombre de extraordinaria competencia en la materia- y juntos redactamos tres enmiendas de carácter exclusivamente técnico sin la menor finalidad ni intención política. La mezquindad imperante no podía de ninguna manera permitir que yo - en estado de muerte civil-, ni siquiera en ese terreno puramente técnico, enmendara la plana al Gobierno y pudiera tener un pequeño éxito en las tales Cortes. Entonces se movilizó como bombero al señor Goicoechea que tal vez fuera miembro de la Comisión de Justicia y que, como en páginas anteriores he recordado, había sido favorecido con la prebenda mejor retribuida del régimen. Pues bien, éste hizo un discurso atécnico, que era un brindis al sol, argumentando de un modo especioso - con alevosía consciente- contra las enmiendas que nosotros habíamos propuesto. Cometió una serie de tergiversaciones y errores de técnica, pero como las Cortes eran, al menos en el plenario, semicartujas, o cuando más monológales, nosotros no teníamos posibilidad de replicar, como hubiéramos hecho adecuadamente en otras Cortes. En éstas, ni el Reglamento ni el Presidente lo permitieron. En esas sesiones plenarias se adjudicaba, pues, a quien había querido colaborar el humillante papel de oír y callar.

Precisamente por la colaboración que desde la oposición presté a la República en esa materia me había considerado obligado a vencer mi tendencia a la inhibición. Hice todo lo que era posible, pero no era posible nada. Entonces Lorente y yo pensamos que allí no se podía estar. Aun siguiendo en aquel convencimiento, una serie de circunstancias, principalmente por razón del gran interés que para el país habían de tener los temas a tratar, éstos me empujaron a otras tres intervenciones más: La Ley de Sucesión (1947), la de Reforma de la Administración Local (1955) y la de Reforma de la Enseñanza Técnica y de las Escuelas Especiales de Ingenieros y Arquitectos (1957). Mi enmienda a la Ley de Sucesión La Ley de Sucesión había de tener tanta trascendencia en la vida del país que nadie podía desentenderse del proceso de su elaboración. Desde el accidentalismo en materia de formas de régimen, profesado por la mayor parte de los españoles, pensaba yo que la Monarquía, con su función arbitral, se podía aceptar o rechazar, pero que una vez aceptada no se entendía la utilidad que pudiera reportar la alteración de su lógica y su mecánica institucional que constituyen su principal valor. Que a la Monarquía - que hoy sólo podría vivir asentada sobre bases auténticamente populares, lo que a la vez le obligaría más a conservar su pureza y su ser diferenciado para no caer en la confusión ni, sin una recta estimativa de valores, en el barullo- se le podían podar muchas de sus manifestaciones externas de ayer, pero lo que de ninguna manera se podía hacer era amputar su propia esencia. Si esto se hiciera carecería de sentido – se decía en una enmienda presentada por mí- que la elección de quien haya de ocupar el puesto clave o simbólico en la cima del Estado se efectuara en un ámbito reducidísimo de elegibles, cuando a lo ancho del país se podrían encontrar científicos eminentes, políticos preparados, hombres de experiencia y virtud, en número mucho mayor. Recuerdo que cuando el tema se discutía con saludable atención -y hasta casi con pasión- por los caminos llanos del país, un monárquico de tercera generación, Torcuato Luca de Tena, decía: " Si se estableciera un sistema de Monarquía electiva yo sería republicano." ¡Claro! Como acabo de indicar yo presenté una enmienda con su correspondiente articulado, precedida de una amplia exposición de motivos razonada con independencia y serenidad, que el periódico ABC quiso publicar íntegramente pero que la censura lo impidió. Conservo en mi poder las galeradas de imprenta que figuran entre los apéndices de este libro y de las que recojo en este capitulo alguna de sus consideraciones. En relación con el artículo 3.0 del proyecto oficial escribía yo que "sería prudente limitarlo a las normas que regulen el restablecimiento de la Monarquía cuando el caudillaje haya terminado su misión; esto es, que fueran normas para un solo caso, dejando cauce abierto para una segunda ley que la regule según tradición, y en una constitución que pueda someterse a plebiscito..." De manera que en la ley, alterando el automatismo sucesorio de la Monarquía, se designaba -se seleccionaba- un Príncipe como Rey sucesor. Pues bien, admitiendo esto -

por las razones extraconstitucionales que fueran-, lo natural sería que a partir de él - del designado sucesor a título de Rey- quedara ya regulada la sucesión para el futuro según la tradición de la Monarquía: pero no era así, ya que el Infante hijo del Rey designado todavía no era -para un día que Dios quiera remoto- heredero de su padre en cuanto monarca. "Una cosa es evidente: desde el punto de vista de sus ventajas, la Monarquía electiva o selectiva - como quiera llamársela- no difiere de la Monarquía natural o caudillaje: pero, en cambio, al crear un caudillaje forzosamente encarnado en sangre real elimina las ventajas que pudiera tener el caudillaje, pues se opone a la presunta elección del mejor; tiene, por tanto, todos los inconvenientes del caudillaje en orden a la inseguridad sucesoria, y a la vez los de la Monarquía – vinculación a los derechos de la sangre- sin ninguna de las positivas ventajas institucionales de ésta. Si nos atrevemos a convertir el caudillaje en sistema es porque no creemos que exista en España una minoría orgánica, una aristocracia que junte todos los poderes, o ¿será que el sufragio popular o las jerarquías ocasionales sobre el papel poseen la evidencia, la inspiración y la fuerza efectiva para poner a nadie sobre el pavés?" Con relación al artículo 4. ° del proyecto decía allí: "No está justificada la exigencia de treinta años para ejercer el oficio de Rey, que carece de apoyo en la Historia, en el Derecho público y en el Derecho civil. Y tampoco parece que haya razones muy sólidas para excluir del trono a las mujeres." (Precisamente en un país que cuenta con una Reina tan grande como Isabel I.) El juramento de las leyes que el proyecto considera como fundamentales de la nación no asegura nada, puesto que se trata de unas leyes que pueden y aun deben, por su propia naturaleza, modificarse o sustituirse en lo sucesivo; ninguna de las enunciadas como tales tiene una clara razón de permanencia o necesidad. Más bien son leyes contingentes, producto del ambiente y de las circunstancias de un día, que las del futuro pueden alterar. ¡Qué pronto ha ocurrido así! Y si lo que se busca es la tan traída y llevada legitimidad de ejercicio (que no es ningún descubrimiento original, sino nota común a todos los poderes que no sean tiránicos, ya que en todo caso el poder ha de ser legítimo en su ejercicio además de en su título de origen) ese juramento nada garantiza. Sería preferible la existencia de un juramento más genérico, fijando el contenido ideológico que se ha de jurar y la aceptación de una continuidad de propósito con el Alzamiento nacional, con sus razones y sus principios; en una palabra, con el orden moral y nacional por él significado. Así la Monarquía española, por su propia legitimidad, entroncaría con el Alzamiento como remate suyo. Lo que no es contrario al noble e ineludible propósito de realizar la reconciliación de los españoles." (Quien leyere tenga en cuenta a todos los efectos que estas reflexiones están hechas en una enmienda que yo formulé en 23 de abril de 1947.) ¡La gran cuestión estaba prejuzgada! De lo que llegada la hora se hizo y de lo que no se hizo; y de lo que, después de lo hecho, todavía pudo hacerse, y que tampoco se hizo, sería largo de contar y me ocuparé de ello en otro volumen, si Dios lo permite. Reforma de la Administración Local

Ante el proyecto para la reforma de la legislación rectora de la Administración Local, algunos amigos fieles, recordándome mis aportaciones positivas al proyecto que sobre esta materia presentó el Gobierno de la República al Congreso y que en buena parte quedó mejorado por la incorporación de varias de mis enmiendas al texto legal, yo no podía desertar ahora. Esas reflexiones me empujaron al intento ingenuo de hacer otro tanto en esta ocasión. En honor a la verdad debo decir que fui escuchado con toda atención por los procuradores que llenaban el local donde se celebraban las sesiones de la Comisión de Gobernación; por fortuna, todavía viven muchos de ellos, y algunos siguen siendo procuradores. Traté en mi discurso de llevar puntualizaciones de orden técnico al proyecto; expuse conceptos y utilicé material que ya estaba bastante elaborado cuando Calvo Sotelo acometía, con mucha competencia, durante la Dictadura, su importante reforma municipalista, pero como resultado sólo conseguí que el Presidente de la citada Comisión y Subsecretario del Departamento dijera -con una destemplanza que encubría mal su impotencia dialéctica- que todo aquello eran bizantinismos. Yo comenté después que si Bizancio llegase hasta donde se extiende la ignorancia autoritaria de algunos, sería un imperio sin confines... Mi última intervención Por última vez, con motivo del proyecto de ley para la reforma de las enseñanzas técnicas y de las Escuelas Especiales de Ingenieros y Arquitectos, todavía volví a las Cortes, pero esta vez lo hice por razones sentimentales. Conservo una gran atención de todos: los que compartían mis puntos de vista, los neutrales y los contrarios. Lleno el local hasta los pasillos, allí estaban, y consumieron turnos también, José Maria Oriol, Dionisia Martín, Azcárraga, Correa, Romualdo de Toledo, Pemartín y algunos más. Atento igualmente a mi discurso, presidía un Prelado con celo cesariano, velando por el proyecto del Gobierno; y en el momento en que alcanzaba mi discurso un punto importante el Obispo-Presidente me interrumpió así: "Excelentísimo señor, la Presidencia, al igual que todos los procurador es, sigue con la mayor atención y con gran interés su elocuente disertación, pero deplora tener que decirle que en estos momentos termina el tiempo que el Reglamento le concede." Yo, sorprendido -debo confesar que no había estudiado el Reglamento de un organismo tan alejado de mí-, le repliqué: "Excelentísimo y reverendísimo señor, yo propongo a esa ilustre Presidencia que, a cambio de apearme el tratamiento que me da, me conceda breve prórroga de unos minutos que son los que necesito para terminar mi razonamiento." Y como él insistiera en la necesaria -sagrada por lo visto- observancia reglamentaria, fueron los procuradores todos quienes pidieron y obtuvieron para mí aquella prórroga, por lo que les reitero desde este recuerdo, después de tantos años, mi sincera gratitud. Continué, pues, y según me había comprometido terminé mi intervención rápidamente. En el ambiente de la sala se advertía claramente una extensa hostilidad al proyecto oficial. ¿Qué habría ocurrido de haberse procedido entonces - en caliente- a la votación? Yo no lo sé, pero el Presidente de la Comisión, por si acaso, para salvar el criterio ministerial -todo era allí amor propio- yuguló el debate.

No volví más, no tengo espíritu de corifeo. Aquel espíritu que tanto ofendía a José Antonio y del que, proféticamente, tanto temía la llegada.4" No volví y, naturalmente, me negué resueltamente a seguir cobrando las dietas de Procurador. Desde la Pagaduría de las Cortes me enviaban recados insistentes para que las cobrara y ante mi negativa alegaban que eran irrenunciables; pero como la verdad es que cuando se quiere renunciar se renuncia, yo perseveré en mi actitud. Esta pequeña guerra se acabó cuando al llamar por enésima vez a mi Secretaría diciendo que tenían que cerrar la contabilidad y que no sabían cómo proceder en relación con las cantidades pendientes, yo encargué a mi secretario contestar a que las tirasen o se las comiesen, pero que me dejasen en paz. Debo decir que alguna vez tuve la curiosidad de pensar qué fórmula de contabilidad emplearían ante la situación creada. Supongo que ingresarían las cantidades no cobradas por mí en el capítulo presupuestario de "Recursos eventuales del Tesoro”, o tal vez las reintegrarían a la Hacienda en el mismo capítulo y artículo donde se establece la consignación para estas atenciones, sin perjuicio de una rehabilitación posible ante una reclamación mientras no prescribiera el crédito;

4 Yo pedía que no desmontaran una de las pocas cosas bien logradas que teníamos en el país: esas Escuelas de Ingeniería civil y Arquitectura que desde muchos años venían consiguiendo una media de capacidad y aptitud profesional muy elevada, con un prestigio reconocido en Francia, en Italia y en otros países de Europa y América. Mejorad, modernizad, ampliad lo actual, que básicamente es bueno, pero no lo destruyáis, no rebajéis ese nivel de capacidad y prestigio de nuestros ingenieros y arquitectos; y sobre todo no procedáis con ese apresuramiento en tema tan grave. (En tres días se despacharon, de cualquier manera, las enmiendas presentadas y dictaminó la Comisión.) Si decís que admitís el diálogo vamos a practicarlo seriamente para no atraer sobre nosotros el desprecio que merece lo inauténtico. Se faltó a la lealtad polémica: se dijo que mientras en España había 8.402 ingenieros, existían 640.000 en Estados Unidos y demostramos que esta confrontación era incorrecta, porque no se comparaban valores homogéneos, porque en España la palabra ingeniero sólo se aplica a técnicos con estudios superiores, formados en nuestras Escuelas especiales, mientras que en Estados Unidos la palabra "Engineer" no tiene la misma significación especifica, pues allí se aplica con liberalidad a cualquier graduado en cualquiera de las cien especialidades técnicas en más de 500 Universidades , ya estatales, ya privadas. De donde resultaba que esos 640.000 no eran equivalentes a nuestros 8.402, sino que son simples "graduados" en ingeniería, de los cuales sólo un porcentaje reducido obtiene el título de “Master”, y otro menor el título de "Doctor “, con lo cual sólo un 2 por ciento de los 640.000 cursaba, después del Bachillerato, estudios de siete u ocho años, como cursaban aquí nuestros técnicos, de donde resultaría que seria la cifra de 12.800 y no la de 640.000, la que habría que comparar con la nuestra de 8.402 ingenieros. En España, decía, hacen falta ciertamente más técnicos, pero esa masificación que vais a crear, ese proletariado ingenieril, es imprudente; la juventud se sentirá mañana defraudada, y el nivel de competencia disminuirá considerablemente. "Consultad con la vida empresarial y veréis cómo lo urgente y necesario es la creación de grados intermedios entre los ingenieros y los obreros especializados." Desgraciadamente la realidad nos está dando la razón. Y esto ¿en beneficio de quién? "Cui prodest?": en el origen de estos procesos destructivos siempre se encuentran el resentimiento y la frustración. Por aquellos días sé de un Ministro que dijo que no pararía hasta poner el kilo de ingeniero al mismo precio que el kilo de abogado; que por aquellas fechas era académicamente baratísimo. Reformas posteriores han causado aún trastornos mayores y desde los estratos de ayer se está cayendo en picado a la baja realidad actual. Como curiosidad recordaré que terminé llamando la atención sobre una cuestión de léxico "que creo poder encomendar - dije- de manera especial-en defensa del respetabilísimo fuero de algo tan hermoso como es la lengua castellana- al Presidente de esta comisión, desde hace muchos años académico de la Española. Me refería a esa exótica inclusión de los títulos de doctor ingeniero y doctor arquitecto. No es usual ese complejo de dos nombres, dos sustantivos, en el que uno es atributo del otro. En nuestros usos se emplea el sustantivo doctor rigiendo la disciplina: no el sujeto titulado. Y así decimos doctor en Derecho, y en Medicina, y en Filosofía, o en Historia". El Presidente de la Comisión, Prelado y Académico, pero también Consejero Nacional y miembro del órgano directivo del partido -político-, no contestó.

prescripción que por fortuna ya está causada. Someto esta pequeña historia a la curiosidad de los muchos técnicos del Ministerio. Creo que el lector que juzgue con serenidad concederá algún valor a estas cosas dichas en 1957. Los plenos, caja de resonancia de monólogos oficiales En aquellas Cortes la tarea legislativa se realizaba sólo en las Comisiones con fuerte mediatización gubernativa. Los plenos prácticamente no existían más que como caja de resonancia de los monólogos de ministros y ponentes. Desde luego, como ya he dicho, no había derecho de réplica o rectificación y las votaciones eran masivas y corales. Convertidos los miembros del pleno en máquinas de asentir, y siendo incontestables los actores oficiales, se crea así un mundo irreal en el que cualquiera, aun el más impreparado, puede tener la osadía de aspirar a representar este papel; para acabar soñando que todo aquello es real, o fingiendo creerlo. Esos plenos - plenos de oyentes- deprimen y producen como consecuencia, en ocasiones, una total e inconveniente deshabituación del gobernante para los enfrentamientos más elementales. Me contaba un médico amigo, gran autoridad en su especialidad de enfermedades del aparato digestivo - Dámaso Arrese-, que un Ministro, que fue además Embajador y otras muchas cosas - todas bien retribuidas- en vísperas de una comparecencia suya ante el coro parlamentario para tener que informar, ¡leyendo y sin interruptor ni objetante posible!, requería sus servicios porque al pobre se le "soltaban las tripas". No hará falta mucha imaginación para comprender que algunos de aquellos pululantes señores, en una asamblea de libre confrontación, por moderada que fuera, no se habrían tenido cinco minutos en pie. El sistema es malo, el ejemplo cunde por el país, se embota la conciencia ciudadana que aún quisiera brotar, y su espontaneidad ante el Poder público, que, por otra parte, siempre ha sido poca. Hay que decirlo honradamente, y mejor que nadie lo saben hoy un grupo de procuradores inteligentes, estudiosos y activos, que se han ido manifestando en estos años cuando la reforma de aquel viejo y coactivo Reglamento de las Cortes les ha concedido una cierta amplitud y una mayor independencia. Los valores de la raza no se han extinguido y algunos habrá que sean capaces de hablar directamente al país, sin ser meros lectores del pensamiento y propósitos, que otros escriben en la sombra, sin responsabilidad. Habría que dar, urgentemente, con el sistema que permita una representación auténtica del país para realizar la función legislativa y la de control de los actos del Poder y sus adláteres; con solvencia, con responsabilidad y con independencia. Sin reformismo es inútil hablar de aperturismo.