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José Pascual Ascencio Ramón Gil Olivo El Colegio de Michoacán Mi nombre es José Pascual Ascencio. Parece que nací en 1920. ¿Entonces, cuánto tengo? Ya soy viejo, ¿verdad? Ya tengo sesenta y cinco. Yo no sabía ni cuántos años tenía. Pero el otro día platicando con el padre me decía que cuántos años tenía. Pues no sé, le dije. Perdí la cuenta. Pero ahí donde está el cura está el acta de matrimonio. Me dijo que parece que me faltan tres años para estar casado ya cincuenta años. Sí, yo nací aquí en Tarecuato. Apenitas me acuerdo de mi abuelo. De los dos abuelos me acuerdo, de mi abuelito, o sea del papá de mi papá, y del papá de mi mamá también me acuerdo, así apenas, como en un sueño me acuerdo. Pero el papá de mi mamá era un hombre rico. Yo lo veía muy bien vestido siempre. Claro que no usaba pantalón, pero usaba calzón, pero muy limpio todo el tiempo. Y encima usaba un poncho. No sé en qué tiempo fue la revolución cristera. En- tonces perseguían a los padres. El de aquí, el padre Torres, se fue porque llegaron los soldados, y los soldados eran, pues, los que perseguían a los padres. Los cristeros no, porque los cristeros eran una con los padres. Yo nací allá arriba. Por allá vivíamos. La casa estaba retirada. Mi abuelo fue un señor muy listo. Mi mamá cuenta que mi abuelo no tenía nada. Era pobre. Cuando se casó con mi abuela, de allí viene la riqueza. Que mi abuela, la mamá de mi mamá, que ella tenía un papá que se dedicaba como arriero, pero ya viejito el Nota: El presente texto es el resultado de varias conversaciones efectuadas en Tarecuato, Mich., y grabadas en cinta magnetofónica. Se han elimi- nado las preguntas y se ha conservado el texto lo más fielmente posible.

José Pascual Ascencio - El Colegio de Michoacánallí vino su riqueza, de la riqueza de su suegro. Nadie nunca supo de dónde había salido ese dinero. Pero yo me pregunto „cómo

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Page 1: José Pascual Ascencio - El Colegio de Michoacánallí vino su riqueza, de la riqueza de su suegro. Nadie nunca supo de dónde había salido ese dinero. Pero yo me pregunto „cómo

José Pascual Ascencio

Ramón Gil Olivo El Colegio de Michoacán

Mi nombre es José Pascual Ascencio. Parece que nací en 1920. ¿Entonces, cuánto tengo? Ya soy viejo, ¿verdad? Ya tengo sesenta y cinco. Yo no sabía ni cuántos años tenía. Pero el otro día platicando con el padre me decía que cuántos años tenía. Pues no sé, le dije. Perdí la cuenta. Pero ahí donde está el cura está el acta de matrimonio. Me dijo que parece que me faltan tres años para estar casado ya cincuenta años. Sí, yo nací aquí en Tarecuato. Apenitas me acuerdo de mi abuelo. De los dos abuelos me acuerdo, de mi abuelito, o sea del papá de mi papá, y del papá de mi mamá también me acuerdo, así apenas, como en un sueño me acuerdo. Pero el papá de mi mamá era un hombre rico. Yo lo veía muy bien vestido siempre. Claro que no usaba pantalón, pero usaba calzón, pero muy limpio todo el tiempo. Y encima usaba un poncho. No sé en qué tiempo fue la revolución cristera. En­tonces perseguían a los padres. El de aquí, el padre Torres, se fue porque llegaron los soldados, y los soldados eran, pues, los que perseguían a los padres. Los cristeros no, porque los cristeros eran una con los padres. Yo nací allá arriba. Por allá vivíamos. La casa estaba retirada. Mi abuelo fue un señor muy listo. Mi mamá cuenta que mi abuelo no tenía nada. Era pobre. Cuando se casó con mi abuela, de allí viene la riqueza. Que mi abuela, la mamá de mi mamá, que ella tenía un papá que se dedicaba como arriero, pero ya viejito el

Nota: El presente texto es el resultado de varias conversaciones efectuadas en Tarecuato, Mich., y grabadas en cinta magnetofónica. Se han elimi­nado las preguntas y se ha conservado el texto lo más fielmente posible.

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señor. Que tenía dos muías. Y cuenta mi mamá que ellos vivían allá por los tiraderos y que se iban por allí y que una vez, sería de noche o sería de día, no sé, que se le apareció un animal allá arriba, un gallo, colorado, que se le atravesó en el camino. Que ese gallo giro se le aparecía cada vez que él iba para allá. Y cuenta que otra vez se le aparecieron un par de toritos, pero pintos los toritos, pintitos, un par de toritos, que también se le atravesaron en el camino así. Pero un día de tantos se le apareció el dinero, en efectivo el dinero. Que iba a llevar leña, porque antes eso estaba más duro, de eso yo también me acuerdo, cuando yo nací, cuando me casé, yo también llevaba leña aquí a Zamora, en un caballito. Tem­prano como a estas horas ya estábamos en Zamora, no, ya estábamos de regreso. Pero salíamos como a la una de la m añana de aquí para allá, por eso nos amanecía llegando a Zamora. Llegaba uno bien cansado. Vendíamos la leña don­de primero salía el marchante. Pero eso que te estoy diciendo de mi abuelo yo creo que sí fue cierto. El ya no podía ver porque ya estaba viejito, pero siempre andaba por allí, con dos muías por delante y él a caballo. Y siempre traía un bordón para apoyarse. Entonces cuenta mi mamá que allí en el camino vio un fuego, pero retirado, como unos cien metros de retirado, una luz pues. Que se acercó y la luz se fue más para allá. Entonces se preguntó qué será esto, hombre. Y así se fue tras de ella. Y allí donde nosotros decimos Los Metates, es una vereda, hasta allí fueron a dar. Allí salían antes los ladrones, según dicen, pero allí estaba una cosa casi blanca, una bolsa harinera, un costal de manta, estaba allí atravesa­do. Y dijo qué será esto. Y al pasar así, con el bordón le hizo así y sonó y que vio que el costal estaba lleno de dinero. No, pues, allí nomás tiró la leña, cargó el dinero en una muía, lo tapó con el capote y dijo ¡ámonos pa’trás! Pero ya no duró mucho tiempo, fíjese. Mi mamá cuenta que ya no vivió mu­cho. Que no hizo nada con el dinero. Que fue por allí y lo enterró. Y ya cuando mi abuela se casó, que le dijo a su esposo: pues fíjate que mi papá tiene un dinero. No, pues no le hubiera dicho. ¡Vamos! Pues vamos. Entonces cuentan que con ese dinero mi abuelo empezó a comprar tierritas acá y acá y acá, que en ese tiempo estaban bien baratas, y puso una como cantinita. Pues muy listo. Agarró tierra de pilón. De

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allí vino su riqueza, de la riqueza de su suegro. Nadie nunca supo de dónde había salido ese dinero. Pero yo me pregunto

„cómo le fue a salir al mero paso ese dinero. Yo creo que el gallito también tenía algo que ver en eso. Este abuelo no estaba muy alto, pero era muy listo. De mi abuela también me acuerdo. Ella era muy alta. Ambos eran purépechas y habla­ban el purépecha. Ellos eran muy sanos, porque más antes había curanderos que curaban con yerbas. Y ahora nos da­mos cuenta que curaban con esas yerbas malas, amapola, mariguana, pero uno no sabía qué era. Tenían mucha fama esos señores que curaban, pues cómo no si era droga la que le ponían a uno. Me acuerdo yo que había una yerba llamada listoncillo y decían que ese listoncillo era la droga más fuerte. Mi mamá sembraba aquí eso y así vendía ella. Porque cuan­do alguien se enfermaba venía aquí y le decían:

—Señora, mi hijo está muy malo. ¿Tiene listoncillo?—Pues sí. Ahí tome unas cabecitas de listoncillo.Y ahí mismo delante de todos nosotros las cortaba. —Y unas hojas de amapola negra —le decía.Cuando tomaba uno eso, se sentía luego luego alegre,

como si no tuviera nada. ¡Y agarraron una fama esos seño­res! Todo mundo decía:

—Esa gente sí es buena.Aquí en Tarecuato había tres señoras. Y verdaderamen­

te sí les tomamos fe. Un día le voy a platicar cómo estuvo. Me acuerdo de que a mi papá lo llevaron preso a Zamora. Ibamos con mi mamá allá a llevarle de comer porque creo que no les daban de comer. Yo estaba chiquillo. Entonces, cuando re­gresamos de Zamora me agarraron unos fríos y a los quince días comencé con un calenturón. Entonces una de esas seño­ras le dijeron a mi mamá que me pusiera las tecatas de chirimoya y las tecatas de zapote blanco y no sé que más yerbas me pusieron. Pues me alivié, pero ¿qué pasó? Al otro día me comenzó a salir sangre de la nariz. Como a las ocho y media me vieron. Y no se paraba. Y luego muriéndome yo, ya eran chorros los que salían. Era como hemorragia o algo así. Como a las tres de la tarde me desmayé. La gente mestiza que aquí vivía y me hacían esto y me hacían lo otro y nada. Y entonces vino esa curandera, y mi mamá dijo:

—Yo creo que ya está muerto.

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Y la señora les preguntó a los mestizos:—¿Y ustedes qué le están haciendo?—Pues nada.—¿Pero cómo nada? Si eso es peligroso.Entonces dijo mi mamá:—¿Qué hago?—Yo no puedo ir ahorita —dijo ella—, pero anda y com­

pra un trapo nuevo y largo y amárralo por dondequiera, aquí y aquí, por dondequiera. Me amarraron con tiritas así con esos listoncitos, fuerte fuerte, aquí y acá y aquí y los brazos y todo. Se me paró la sangre. Y ya hasta allí. De eso me andaba volviendo loco. A la gente la veía como que hablaba así, como que tenía una boca así, y oía yo bien cuando la gente hablaba allá lejos y me sentía yo como que tenía los brazos así de gruesos y grandes y como que tenía una cabezota. La señora dijo que era debilidad. Y como al mes y medio me sentí bien. Pero me agarraba por ratitos. Pero los brazos los sentía así y todo el cuerpo lo sentía pesado, no sé como, y fuerte me sentía, fuerte así. Entonces mi mamá dijo:

—¿Qué será bueno?La señora dijo:—Cuando yo le dije que le hiciera eso, ¿sí se le paró? - S í .—¿Y qué alimento le dieron al muchacho cuando se

alivió?—Nada.—¿Pero cómo nada? No ves que estaba vacío y luego

malo. Esa es la debilidad y es lo que le agarró. Ese muchacho se va a volver loco si no le da nada. Inmediatamente corra y

? vaya y cómprese y déle un huevo crudo.Me lo dieron e inmediatamente se me quitó y después ya

no volví a sentir eso. A lo mejor todo eso fue a causa de lo que ! me dieron, porque sí dicen que el zapote blanco sí contiene eso I; que tiene la mariguana. Por eso dicen que las hojas del zapote l blanco, si tú no puedes dormir, te las colocas aquí en la } cabecera, así junto, y que te duermes, mayormente si te lo j pones tierno. Las hojas, pero ellos me dieron tecata. Esas } curanderas sí sabían curar. La señora que me curó era una ;• señora gorda, bien parecida la señora, era mamá de un señor | que le decían Ramón Fabián. Roberta creo que se llamaba. Y

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había otra señora, una flaquita era esta señora, larga, se llamaba Desider. Las dos Desideres. La otra también se lla­maba así. Todas ellas purépechas, de aquí de Tarecuato. Puesas ésas eran las únicas que me curaron. Ellas curaban de todo. También eran parteras. Ya murieron esas señoras. Pero todavía hay una señora como esa Roberta que también cura. Se llama Margarita. Es muy buena curandera, porque su abuela era también curandera.

Yo a mi abuelo lo recuerdo como en sueños. Vestía peor que un limosnero. Traía zapatos pero vestía calzón blanco. Así lo veo yo y a caballo el hombre, porque ya era rico, pues. Y como un rico traía peones como el caramba. Pero sí la supo hacer. Aún hay algunos viejitos que cuentan que mi abuelo tenía mucha tierra. Claro, pues era listo. Tenía bastante tierra, como unas doscientas hectáreas.

Mi ábuelita era una mujer alta y delgada. También se vestía a la usanza purépecha. Y mi papá era una persona muy humilde, campesino. Nunca llegó él a vestirse bien vesti­do. No había la facilidad de vestirse, porque los pantalones y esas cosas, yo me acuerdo que mi papá cuando me enviaba a la escuela me compraba pantalón de pechera. Eso fue lo que comenzó primero, y todo el mundo usaba pues de eso. Mi papá era muy humilde pues, pero muy trabajador. Campesino. El compró tierra. Del abuelo nos dieron, pero no lo que debería ser. A mi tío Ascencio sí, pero mi mamá decía que no podía­mos decir nada porque él sabía mucho. Estaban al revés. Ahora yo me doy cuenta que los herederos tienen que tener partes iguales y que cuando se hacen los papeles, tienen que firmarse, yo firmo, tú firmas, todos firman. Y si aquél dice que él se queda con más porque es más listo, entonces quiere decir que no estuvieron de acuerdo sus hermanos con la herencia de él. Pero el tío ya andaba muy apurado. Ahora dice: Ya mis sobrinos me quieren quitar mi dinero. No sabe­mos por qué apareció ese dinero, pero mi abuelo no lo trabajó. Ese dinero fue hallado, pero como no era tonto, no lo trabajó, porque muchos decían que era dinero del diablo, dinero mal­decido. Y muchas personas decían: Si es así, ese dinero va a tener mal fin, porque es dinero maldecido.

Mi mamá tuvo nada más un hermano y dos hermanas, Isabel y Alejandra. Mi mamá se llama Josefa. Había otra

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pero se murió, antes de tener el niño se murió. Mi mamá no hablaba el español, nomás el purépecha. Casi no entienden. Dice mi mamá que en ese tiempo la gente no entendía nada de español. Tenían bastante maíz, bastante trigo, pero que no podían vender su trigo porque cuando venían las gentes que compraban trigo ellos se escondían porque no podían hablar.Y todavía me acuerdo yo que mi tío Martín, que se crió un poco más despertado, un día veníamos en el camino para acá, venían unas personas y que se mete a un solar corriendo y ahí vamos todos tras de él. ¿Por qué sería? No quería hablar el español. Hasta hace poco que la gente comenzó a tener roce con la gente. Del padre Balta para acá. No sé en qué estuvo esc pero la gente estuvo muy alzada.

Mi papá trabajaba en el campo, cultivando su trigo. Mi papá .1 0 quería que yo trabajara. Allí estuvo lo malo. Como yo era el único hijo... después nació ese otro hermano, pero en ese tiempo era yo el único hijo. Yo le decía:

—Deme la tierra para sembrar.Pero él me decía:—Cómo vas a poder tú. Tú no puedes.Y hasta se me enojó. Bueno, yo también para qué quería

trabajar. Tenía todo aquí. Hasta mejor salía. Pero cuando me casé me costó un trabajo. Por eso agarré una enfermedad que hasta la fecha no se me quita. Eran nervios. De tanto pensar. De cómo le iba a hacer cuando me casé porque mi padre me cortó muy feo, muy feo, como si yo no fuera su hijo. No sé por qué, a qué se debería eso, pero eso fue lo que pasó. Híjole, pues yo me sentía muy triste pues. Con familia y luego no saber trabajar. Cuando iba a la leña, no podía, no tenía fuerzas porque no estaba impuesto pues a trabajar. Después mi papá me llevó a un rancho y allí yo cuidaba unas vacas. Y o andaba a caballo. Y un día en el camino me agarró un tormentón, ¡pero un tormentón!, y bajaba mucha agua. Había mucha gente ahí esperando a que se bajara la creciente.

Pero a mí me dijeron:—Métete tú. A ti no te hace nada el agua, tú traes buen

caballo.Y ahí voy yo de buen creído. Me metí y ha de haber sido

como a unos seis o siete metros donde sentí que algo agarró las chapas del caballo y se sumió para adentro. Y nada más

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me acuerdo que dije:—¡Santo Cristo!Y de lo otro no me acuerdo más y ni los que estaban allá

vieron cómo estuvo. Ellos después me platicaron que vieron cómo el caballo me echó de cabeza para abajo y el caballo arriba. El.caballo salió como a unos treinta metros de retirado, sin nada, sin aparejos, sin nada, con unas cortadas en la cabeza como si le hubiera dado con machete. Y a mí no me vieron, ¿cómo estuvo eso? Nomás sentí que se hizo un remoli­no así de grande, y hasta allí. Perdí el conocimiento, y cuando desperté estaba afuera, a la orilla de la corriente. El que me dijo que me metiera era un amigo mío que se llamaba Gaspar Elíseo, pero no era de aquí. Ese era de San Felipe.

—No, José, a ti no te pasa nada. Traes buen caballo.Y ahí voy yo de creído. Y regresé a la casa sin nada,

como a las once de la noche. No sé cómo no me ahogué. Yo creo que ese fue un milagro de Dios. Porque yo desaparecí debajo del agua y salí por allá en otra parte. El caballo no se murió. Salió con unas heridas así en la cabeza y en la espal­da. Estaba tiemble y tiemble. ¡Viera qué triste! Temblaba de miedo, porque ya se lo llevaba la creciente. Era un caballo nuevo y bonito. Bonito era el caballo. Era un caballo pinto, pero grandote el caballo. No chaparro. Grande, pues, estaba bien alimentado, porque como vivíamos allí en el rancho andaba suelto por allí. Pronto se curó porque era nuevo. Después yo lo vendí a un muchacho de La Cantera que se llama Daniel Méndez. Era maestro él. Luego le quebró la pata el caballo. Sí, el caballo al jinete, a Daniel. Eso fue porque era malditillo el muchacho, le gustaba el vino. Anda­ba por acá borracho y entonces fue que le quebró la pata. Dicen que se cayó. ¡Quién sabe cómo estuvo! Pero lo cierto es que le quebró la pata. Hasta allí supe de ese caballo. Después ya no lo volví a ver. Mi papá no me dijo nada porque yo vivía en el rancho, pero le conté a mi señora lo que había pasado, y me dijo:

—Bueno, menos mal. *Y a la m añana llegó mi mamá toda apurada porque todo

mundo decía que yo me había muerto. Pero no fue así. Me salvé yo.

El rancho era un ranchito, pequeño, como muchos que

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hay por acá. Allí fue donde yo comencé a sembrar, porque yo no sabía. Sembrábamos maíz. Allí en el rancho duré como dos años, como hasta la edad de diecisiete años. Después seguí siempre ya en la agricultura, hasta que me vine para acá. Para trabajar, yo conseguía animales rentados aquí con un vecino de Guáscaro, a un viejito que se llamaba Felipe Maciel. Pero todo el maíz se me iba en los animales. Después me metí a la resina. Allí también sufrí mucho, porque los señores esos lo trataban a uno muy mal. Me metí a eso porque vi que lo que yo trabajaba en el campo no me rendía. Un día el padre Baltazar me dijo que si no acompañaba yo al montero ambulante. El montero ambulante es el que iba a ver los montes a ver cómo estaba. Y el montero ambulante pensaba que yo sabía leer. Lo que sí es cierto es que yo era muy listo para todo. Le intelegía.

—Aquí y aquí —me decía—. ¿De quién es este predio?—Este predio es de fulano.—¿Y aquí de quién?—De Sutano.Le gustó al menos mi modo y todos los días sin que el

padre le urgiera venía por mí. Ibamos. Me dijo que me iba a dar de radiador, pero le dije que no sabía escribir.

—¡Ah! Ahí está lo malo. De todas maneras no se va a quedar así. Te vamos a dar un monte.

Y eso fue lo que yo hice por no saber leer, por no saber escribir. Porque allí se trataba de apuntar y sacar cuentas y esas cosas. Pero uno pues no sabe. Pero sí le gustó al señor mi manera. El padre me platicó que el señor le dijo que yo era muy listo. Lo que pasó es que yo no sabía. Ahí fue donde yo no pude. El montero ambulante venía directamente de allá de la compañía. Era de la compañía resinera, pues. De Uruapan. No me acuerdo cómo se llamaba el patrón de la compañía, el que empezó con la resina, pero ya después fueron varios. Pero ese señor fue el primero. Este señor no era purépecha. Al­guien me platicó que él era de Tocumbo. No me acuerdo yo cómo se llamaba ese señor. Pero se apellidaba Fernández. El señor Fernández. Muy buena gente el hombre. Era más o menos como de su estatura, alto. Una persona a todo dar. Entonces el montero le dijo al encargado de aquí que me dieran el mejor monte. Y me dieron un monte que está allá

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arriba, que pasa por aquí cerca. El nombre de ese monte es muy difícil. En tarasco se llama Kepicua. Ya depués me agarré varios montes. En realidad, ese trabajo no lo aprove­ché. Me iba muy bien. Empecé a agarrar un vicio del carajo. Yo no sabía cómo resinar. Pero eso no es difícil. No, nada de difícil. Nada m ás afilabas tú muy bien tu hachita, le sacabas la tecatita y ahí va pa’bajo. Y se espera uno cada ocho días. Y así duré mucho tiempo. Como unos diez años. Yo sacaba resina cada quince días. En ese tiempo era muy poco. Yo sacaba como unas doce cargas. Unos cien pesos, ciento vein­ticinco. Por ahí ganaba. Pero en aquel tiempo valía el dinero. Porque hoy ya no.

Pero antes de eso yo fui matador de reses. Eso fue cuan­do me agarró esa enfermedad que yo me sentía muriéndome. Sentía que me atacaba el corazón. Anduve con los mejores doctores y nadie pudo adivinar. Al último me iban a operar. El padre Balta me dijo:

—Alístate, confiésate y dile a tus padres que ya te van a operar.

Y yo decía:—Pues si así es ni modo.Entonces mi señora tenía una prima que se había casa­

do con un matador. Ya murieron esos señores. Estuvieron en México viviendo. Jesús Amezcua se llamaba. Le dijo a mi señora:

—Háblale a tu esposo que venga. ¿Pues qué siente?—¡Ah! Porque yo no tenía dinero. Tenía yo un novillo.

¿Cuánto podían darme por el novillo? En ese tiempo era barato.

—Vayan y díganle a don Jesús a ver si compra el novi­llo, para que me preste dinero. Que me voy a operar.

Ahí fue donde le dijo que qué era lo que tenía yo, que por qué me iban a operar. Una operación era peligroso. Después de peligroso, pues cuesta mucho dinero. Pero si los familiares no dejan, no lo operan.

Le dijo:—Corre, ve y dile.Ya fui yo. Me dice:—¿Pues qué sientes?Le digo yo:

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—Pues siento esto y esto otro.—¿Sientes algo mal donde toco yo? ¿Entonces qué?—Pues siento aquí que me ahogo, así.—¡Válgame! ¿Pues qué sera? Yo tengo un amigo que es

doctor que siempre nos ha dicho a nosotros que si el doctor dice que sí necesitas la operación, entonces sí, ni modo, te vas a curar. Pero si no, ¿cómo? ¡Te vas a curar solo! Bueno, no le cortemos, no le cortemos.

En esos méritos días era cuando va uno a pasar la fiesta en San Juan Nuevo. Entonces me dice:

—¡Vamos a San Juan Nuevo!Y yo le digo a ese Jesús:—Yo no puedo ir, porque no traigo pues dinero.No llevaba más que ochenta pesos. Puros de a peso.

¡Traía una paca! Pero era todo lo que yo llevaba.—Mejor te espero aquí —le dije.Me dice:—¿Cómo vas a estar esperando tanto tiempo aquí? Voy

a venir pasado mañana. Pero no puedo decirte a qué horas. No te apures por el dinero, yo traigo billetes.

Traía pacas de billetes. Era rico el señor. Ahí mismo en Jacona le dieron como cuatro mil pesos. En ese tiempo eran cien miles.

—¡Vamos! Yo pago el pasaje, no te apures.—Bien.Entonces encontramos a un primo mío que estuvo en

Estados Unidos que también curaba. Es que estuvo mucho tiempo malo de su piel y allá aprendió a inyectar y esas cosas y ahora cura también. Así como enfermero.

Ya le dice él:—¡Vamos!Que él tenía miedo de que yo me fuera a desmayar,

porque sentía él que yo estaba muy mal, que me veía yo muy feo. Pues fuimos. Y comenzamos a platicar sobre la vida de mi primo.

—¿Cómo te fue, Pancho?—Pues a todo dar, fíjese don Jesús.Acababa de regresar de los Estados Unidos. Iba con

nosotros porque decía que debía una manda. Aquí así es la costumbre de nosotros. Yo no sé si dondequiera. Que debía

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una manda al Santo Cristo y ya que ustedes van y yo tam­bién voy, pues vamos. Ya después me platicaba don Jesús que él tenía miedo de que yo me fuera a desmayar en el camino y que por eso llevaba a mi primo, para no ir él solo, por miedo de que yo me fuera a desmayar.

Pues ellos iban platicando muy ameno y a mí me intere­só también la plática. Y llegando a Uruapan, dicen:

—¿Qué vamos a comer?Y dice mi primo:—Sabes, tanto tiempo yo en los Estados Unidos tenía

ganas de carnitas y aquí venden unas carnitas muy sabro­sas.

—Pos vamos.Compraron como cuatro kilos de carnitas para tres nos­

otros y unas cervezas a todo dar. Yo también comí a gusto.Luego fuimos al hotel. Ya en la noche empezaron a decir

ellos:—Vamos a salir.Mi primo era muchacho, recién casado. Me dice:—¿Cuántas veces tú has...?Les dije:—Andeh ustedes y yo aquí los espero.—Vamos, hombre —dicen—. Te vas a morir y para que

le cuentes algo a San Pedro. Tú nunca sales, tú no sabes cómo.

Y en realidad yo no sabía nada en ese tiempo. No cono­cía qué era eso. No sabía de veras, no es por nada.

—Ya te vas a morir. Para que le cuentes algo.Bueno, pues nos fuimos. Y yo, pues, me admiré mucho.

Bueno, luego luego salieron las muchachas y cada quien agarró una. Y yo otra, y me dice:

—¡Qué milagro que veniste!Como si me hubiera conocido. Y yo, pues, no conocía a

nadie. Y comenzaron ellos a bailar y a tomar. ¡Unas mucha­chas tan bonitas! Era un lugar donde se baila. La que me tocó a mí era una gordita. No muy gorda. No muy alta tampoco. Jovencita, de unos diecisiete o dieciocho años. Lo que nunca había platicado lo platiqué con esa muchacha. Y la hice llorar. Yo le decía que me casaba con ella, que luego luego me casaba con ella. Y lloró.

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—Ojalá y tú me dijeras la verdad y me sacaras de este infierno, porque éste es un infierno. No vivimos en paz, ¡No- más vieras!

Le dije yo:—¿Por qué te veniste?—Por un fulano.Que la había largado el novio. Era nuevecita. Vestía no

muy bien, pero bonito. El lugar tenía piso, bonito pues, piso de cemento, mesitas de madera. Yo no bailé con ella, para qué le platico, pero don Jesús y mi primo José ellos sí bailaron. Con ella sentía como cuando tuve la primera novia. ¡Y se me fue la enfermedad! Y nadie me cree. Yo no sé qué sería eso. Era de lo tanto que sufrí cuando mi papá me cortó. Yo creo que de eso fue. Pero ahí me curé con la muchacha. Luego me decían:

—Bueno, ¿estabas malo o te estabas haciendo tarugo?Pero de ai p’allá andaba yo reteagusto. Al padre Balta

los doctores le habían dicho que no me hallaron qué enferme­dad era esa. Que yo ya no tenía curación. Y cuando supo que ya estaba bien, todos los días venía y me preguntaba:

—Dime cómo te curaste, dime cómo te curaste.Y yo me decía: ¿cómo le voy a decir a este santo padre?

Me da vergüenza decirle que así. Y hasta un día que fuimos fuera, en el camino me dice:

—¡Dígame!Hasta se me enojó porque no le decía.Dijo:—Mira, al doctor y al padre se le dice.Me dije: ¡Ah, caray, entonces es cosa seria! Bueno, le voy

a contar. Ultimadamente qué.—Sabe, padre, que así y así y así fue. —Puso una carota.—¡Ah, caray! —dijo—. Mira, es cierto. El hombre no

necesita nada más estar trabajando. Necesita distracción.Por eso desde esa vez yo voy a Uruapan. Porque el

doctor me dijo que saliera, que platicara con amigos. Salir a una parte más emocionante y bonita para olvidar eso que te traes, las apuraciones. En ese tiempo Uruapan no estaba tan bonito como ahora. Nunca dejó de estar bonito Uruapan, pero no estaba así como ahora. Nos íbamos en camión, por­que ya había camiones. Pero empezaban. Nos costaba el

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pasaje de Zamora a Uruapan dos cincuenta. El padre Balta- zar llegó poco después de que yo me casé, y según dicen que duró treinta años aquí. Yo me acuerdo cuando llegó. Estaba nuevo. Ahora sí está viejo. Hace dos años que lo vi y ya estaba muy acabado. Todavía no estaba tan viejo cuando se fue. No sé, andará enfermo, no sé, pero ya lo vi yo muy acabado.

Después de que le conté cómo me había curado, el padre Balta me dijo:

—Mira, José, te voy a dar un norte bonito, fíjate.Y me llevó con sus amigos en Zacapu, con los matadores

de reses.—Este negocio es de los mejores.Me estimaba como amigo de a deveras. Me llevó allí

para que yo oyera lo que él platicara, para que no fuera yo a creer que me engañaba o que me decía mentiras. Entonces cuando llegamos allí le dijo al señor ese:

—¿Cómo te va?—Bien, bendito sea Dios yo estoy bien.—¿Cómo te está yendo en tu negocio?—Bien.Y el padre Balta le preguntó, así como para que yo oyera:—¿Tienes algo más de lo que tenías?—Antes no tenía ni un lazo, nada. Ahora tengo mi buen

caballo, tengo mi casita. Es todo lo que tengo, padre, no tengo más.

—¿Y dinero?—Tengo algo de dinero.Ahí con él comimos unos tacos, y luego ya cuando sali­

mos el padre me dijo:—Mira, este señor no tenía nada y ahora tiene su buena

casa, su buen caballo, sus hijos bien vestidos. Este trabajo es de lo mejor, y a ti este trabajo es el que te conviene porque tú no vas a poder trabajar en el campo. El campo es duro.

De ese modo me invitó el padre a que yo trabajara en eso.Y me dijo que el dinero que me hiciera falta él me lo facilitaba.Y gracias a él trabajé en eso. Y también otros señores. Y o tuve buenos cuates, nomás que uno desaprovecha. Y yo los des­aproveché. Si yo no fuera tan tonto, muy rico sería. Uno de Guáscaro me ofrecía dinero. El dinero que quieras, me decía.

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¡Pero agarré un vicio! Ahí sí se acabó mi salud. El mismo padre me dijo que no hiciera esas cosas porque es peligroso, más teniendo ese trabajo de matador. Y yo comencé a traba­jar de matador. Yo diariamente traía algo de dinero. Pero en ese tiempo no valían mucho los animales como ahorita. Un animal muy pesado valía trescientos pesos, pero yo diario cargaba ochocientos, novecientos pesos en la bolsa. No mi­les, ¿ves? Es bonito. Me gustó el trabajo, aquí mismo en Tarecuato. Y no creas que es tan fácil. Es necesario juntarse con alguien que conozca, porque en las tratadas es donde está el dinero, porque si tú pagas más de lo que se debe, entonces pierdes. Por eso me decían que me pusiera muy agusado. Me puse en contacto con un primo. Ibamos él y yo y me fijaba cómo trataba. Me decía cuál animal era el gordo y cuál no.

—Cuando camina el animal se le hace una bola aquí adelante, ese es el gordo —me dijo—. Pero si camina y no se le ve nada, ese es flaco. Y así.

Los instrumentos para matar eran nada más un cuchi­llo y la charra. Yo nada más eso era lo que utilizaba. Todavía ahorita me acuerdo. Tumbábamos al animal. En la gargan­ta le metíamos el cuchillo. Se desangraba. La sangre nos­otros no la utilizábamos, pero otros sí la utilizan para hacer zoricua. Para destazarlo lo poníamos patas arriba. No colga­do, así nomás. De esa parte se empieza a descuerar y ya cuando está descuerado le sacas la menudencia y luego le sacas las otras piezas y luego lo descueras de la otra parte. Así es. Así nos lo enseñaron ellos y yo creo que así es. En purépecha a la vaca se le dice así igual, vaca. La cabeza se llama épipu , las piernas tsikájtakua , las tripas sutúrhi , al hígado se le llama tuasi y al corazón m intsita , a las costillas tsirini y a la panza se le dice casi igual que a las tripas, shituri. El trabajo de matador lo dejé por allí como al año. A mi socio tampoco ya le pareció. Fracasé, en una palabra. Fue ese vicio que me agarró. Entonces yo le decía al padre:

—¿Cómo ve?—Echando a perder se aprende —me decía—. ¿No te da

gusto que te quede por lo menos lo que te comes?—¡Cómo no!—¡Ahí está! Eso es ganancia: por lo menos que te quede

lo que come toda tu familia.

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Era cierto. ¡Viera qué gordito yo estaba! Pero tuve yo ese mal, que no le hice caso a lo que el padre me dijo. Entonces me fui al norte y allá terminé de perder todo lo que me quedaba. Pero ya le estaba agarrando yo muy bien a eso de la tratada. Tenía iln ámigo matador que ya murió, Benjamín Amezcua se llamaba. Traté yo de una yunta de toritos, y fui y le dije al compañero:

—¿Sabes que traté dos animalitos?—Yo no tengo dinero. Cómpralos —dijo.—Si yo tuviera ya los hubiera comprado. No tengo yo ya

nada.Y era cierto. Y a andaba yo quebrando en una palabra. Y

entonces los toros se los pasó a otro amigo. Y allí los dos perdimos; tanto él perdió como yo también perdí. A los pocos días un señor que era carguero para la fiesta de Corpus, no tenía dinero y me vendió una vaca. Por doscientos diez pesos le compré una vaca.

—Yo no tengo dinero —me dijo.—Bien, si no tienes dinero, pues ni modo.Ya quedé yo triste. ¿Qué le iba a decir a ese señor. El ya

estaba contento. Entonces me acordé: voy a decirle a Benja­mín, él sí tiene dinero.

—Fíjate que hice una tratada, hombre —le dije. Y el socio este mío se enojó. Que no tiene dinero.

Dijo:—No te apures. ¿Por cuánto te la dio?—Por doscientos diez pesos.Porque el padre me había dicho: “Nunca eches menti­

ras. ¡Nunca! Con un socio siempre lleva las cosas derecho. Con otras personas sí échales mentiras, porque este negocio en el que ustedes están metidos se trata de pura mentira. Eso sí, tú nunca le digas la verdad a otras personas, nunca les digas cuánto te costó la vaca, porque si dices la verdad, nunca ganarás nada”. Eso sí me dijo. Total, que Benjamín me dijo:

—Pago el animal.Yo cumplí. El hombre se fue muy gustoso. Hizo su fiesta

y me entregó la vaca. Entonces fuimos con Benjamín a verla, y me dice:

—¡Ah, caray! Aquí si no estuvo bien la tratada.

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—¿Por qué?—Porque no vale ese dinero. Está por criar. Pero no le

hace. Ahora hay que buscarle, porque en este tiempo hay personas que buscan animalitos así, para cambios, y ya viene el tiempo. En mayo, pues, cambiarlo por un torito, otro animal, o algo así. De todos modos, no te dé pena. Por allí vamos. Por eso te pongo al tanto, para que te defiendas.

Un tío mío tenía una vaquilla, gorda, pero que no criaba. Entonces yo le dije:

—¿No cambiamos, tío, mi vaca por tu becerra?Dijo:—¡Ah, ya va a criar, hombre!—Ahí está: dos por uno.—¿Y cómo quieres que hagamos el trato?Le dije:—Me das un pilón.—¿Cuánto quieres?—Veinticinco pesos.—De acuerdo. Pero no los tengo los veinticinco.—¿Para cuándo me los das, tío?—Te los voy a dar dentro de quince días.—Bien.Le dije a Benjamín:—¿Sabes? Ya hice una tratada. Como tú me dijiste que

lo cambiara, lo voy a cambiar por una vaquilla.Dijo:—Vamos a ver la vaquilla.La vio y dijo:—Este negocio sí está bueno. Así por el estilo. Este

negocio está muy bien. ¿Cómo le hicieron?—Me va a dar pilón.—Ese es tuyo —dijo—. Ya no me meto yo. Esa es tu

inteligencia.Y la llevó y la mató y me entregó ochenta pesos y con los

veinticinco ahí agarré más. Entonces con ese hombre yo estaba agarrando más billetes que con el socio. Luego vino uno y me ofreció un novillo. Fui y lo traje. Le dije:

—Mira.—¿Cuánto te costó?—Me costó doscientos.

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—¡Estos negocios sí son buenos!Me dio ciento cincuenta. Y de ahí, con ese dinero me fui a

los Estados Unidos. Unos amigos iban para allá y me dicen:—¿No vamos p’allá?—Yo sí voy.Y es que estaba ya mal con el socio. A los pocos días él se

fue para México. El también quebró. Yo lo acompañé a Méxi­co. Y llegando ocurrió que a un hermano de él lo corrieron del trabajo por tanto chupar. Entonces dijeron sus compañeros: “Ya corrieron a su hermano; éste sí se va a quedar”. Y así fue. En lugar de su hermano, él entró. Ahí estuvo hasta que se murió, porque ya se murió. Pero yo agarré el vicio. Por eso quebré y me fui para allá. Nos fuimos de alambre, mojados. Este era un primo el que me invitó y otros muchachos. ¡Jijóle, cómo me gustó Estados Unidos! ¡Pero una cosa bonita! Por eso les digo yo a las personas: Si quieren conocer la gloria del mundo, váyanse a los Estados Unidos. ¡De veras! ¡Unas cantinas tan bonitas que le da a uno pena entrar! Uno que no está impuesto, ¿cómo voy a entrar, pues? ¡Bueno, bonitas cantinas! ¡Unos bailes que hacían en ese tiempo! ¡Qué padre! ¡Bonitos bailes y muy en orden! Ahí no hay desorden. El mexicano es bien tonto, pues. Esos que se dicen ranchos en Estados Unidos, son mejores que una ciudad acá. Bonitos campos, bonitas casas, puro jardín. Por eso cuando regresé ¡vieras qué triste nada más de pasar a este lado!; hasta el dinero lo ve uno muy feo. Yo pasé por Reynosa. No sé porqué no será allá eso. Es otra vida en Estados Unidos, sobre todo en ese tiempo. Bien barato todas las cosas. Como con unos cincuenta pesos se vestía uno. Unas camisas de treinta pe­sos, pero bonitas camisas. Nos fuimos en autobús. Desde Guadalajara a San Luis y luego a Reynosa. En unos autobu­ses que no sé si aún anden, los Altos de Jalisco. Por ahí tengo los boletos todavía. Yo guardo todo. No sé en qué año sería eso, pero en ésos nos fuimos. Llegó hasta San Luis y de allí agarramos el tren para Reynosa. Pasamos de noche la fron­tera. Eramos tres los que íbamos, pero se nos pegaron otros. Total que íbamos como diez. Pasamos ahí en unas cosas que les decían “patos” o algo así. Eran unas cosas hechas de varillas y cubiertas con una lona. Pasábamos cuatro ahí en esa lona y el patero con una pala. Las cuatro personas arriba

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de la lona. No se hundía, pero por poco, pues eso no era nada. ¡Qué valor del mexicano! Fíjate, si se desbarata no queda nadie. El río era grande. Nada más esa vez pasamos por allí, porque como me gustó, fui varias veces, pero las otras pasá­bamos nada más brincando un charquito. Nos pasábamos así solitos, ya sin el patero. Primero me llegaba el agua aquí, luego como a la cintura y luego hasta acá, al cuello. Y a sentía la muerte. Pero sí pasábamos. De regreso pasaba uno ya por el puente. Ya venías para México. Cuando pasaba uno a este lado se sentía bien bonito, porque ya vienes para tu México, pues. Yo tenía un tío en la mera frontera, en un ejido que se llamaba creo que Francisco Villa. Más acá de San Fernando. Mi tío me había escrito diciéndome que si quería me quedara con él, pero no quise separarme de mis primos, y me fui con ellos. Nos fuimos más p’adentro, caminando de noche por el campo. Más al rato un carro nos llevó hasta donde nos queda­mos. Muy alegre allí donde llegamos, hombre. Todo teníamos en ese lugar: cine, bailes, restaurantes, bueno, entonces, cuál problema. ¡Un calor que hacía inaguantable! Yo decía: me voy a ir pasado mañana. No debo nada, qué me detiene. Pero el día sábado comenzaba la música antes de la una. ¡Todo aquello tan bonito! Mejor me quedo, decía. Voy a bañarme. Me quedaba. Nomás a ver, pues. Hasta eso que allá no bebía. Me acuerdo que nomás unas dos o tres veces me emborraché, pero bien a perderme de a tiro. Allá la cerveza no es como la de acá. Mucho más mejor. Sabrosa, pero más emborrachadora. O será que andaba uno todo cansado. Era un patrón gringo a donde llegamos. El lugar se llamaba San Perlitas. Otras veces llegamos con mexicanos que ya viven allá, que se llaman..., no me acuerdo cómo se llaman, sí, les dicen chica- nos. ¡Qué trabajadores son! Son raza como nosotros. Pero es mejor trabajar con un gringo, porque el gringo no te roba. El gringo ese era nuevo. Buena gente. El no entendía nada de español. Son muy vivos esos gringos. A puras señas le decía­mos y pronto nos traía lo que queríamos. Mucho algodón tenía sembrado ese gringo. Ahí duramos nada más cuatro meses. Ahí era muy barato en ese tiempo. Nos pagaban dos dólares y cinco centavos el quintal, cien libras, en ese tiempo libras no kilos. Eso nos pagaban. El trabajo ese no era muy duro, porque el algodón no es duro. Traía uno unas bolsas

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muy largas de lona y al algodón, pues nomás le jalaba uno. Las cargaba uno en el hombro. Otros se la amarraban aquí en el pecho y nada más le echaban así. Ese mismo gringo nos llevaba a una tienda allí en su rancho. Unas tiendas muy elegantes, mejor que esas que ahora les dicen Blanco, donde tú encuentras de todo, carne, manzana, cerveza, pantalón, todo. Lo que tú quieras. Nos llevaba y nos decía: “Escojan lo que quieran”, porque él respondía por nosotros. Igual que en Blanco, pagaba uno en la puerta. Creo que él era el dueño. En otro lugar era donde hacían los bailes. Eso no era del gringo. Ahí no iban gringas, eso sí que no. Yo no sé de dónde salían tantas muchachas, pero creo que todas eran de por acá, o tejanas, pero gringas no. Ni gringos tampoco. Pura raza casi. Al gringo no le gusta convivir con mexicanos. Ellos son muy decentes. Aunque también bailan, hacen su desmadre, pero juntarse con mexicanos no. Aunque en otras ciudades gran­des sí hay un cochinero, como en Chicago, ahí se juntan todos, gringos, negros y mexicanos, como cualquier capital, como cualquier ciudad grande. Yo no sabía nada de inglés. Bueno, un poquito. Yo iba con un primo que me decía cómo comprar todo. Una vez me pelié con un amigo y me llevaron al bote. Estaba yo encerrado. ¡Jijóle, qué triste es eso! En primer lugar que tú no entiendes nada del idioma de ellos, y por otro lado que estás lejos de tu tierra. Había un mexicano que se casó con otra gringa y ellas según dicen son las que allá mandan. Y la mató y lo encerraron para toda la vida. Están relocos esos hombres que quieren casarse con gringas.Y ése estaba retejovencito. Era de Guadalajara. Yo también estuve allí preso. Allá si tú haces algo, rápido te pescan, pero así de volada. Allá no es como aquí en México, que matas a uno y no se aparecen en tres horas. Allá tú no acabas de hacer algo cuando ya la policía está allí. Yo no sé en qué consistirá eso, porque así de volada se juntaron como unos cincuenta policías y me llevaron al bote. Y ya me humillé y no dije nada.Y cuando me humillé y no dije nada, yo creo que este hombre se compadeció, porque iba mirándome por el espejo y cuando ya íbamos llegando al lugar al que me llevaba, me preguntó:

—¿Y por qué pelearon?Hablaba él algo el español. Y ya le dije yo por esto y por

esto. Porque a un hermano mío ya para venirnos le robaron

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todo lo que había ganado. Entonces en un cuarto de al lado allí en la casa donde vivíamos fui a preguntarles si habían visto cómo fue que perdió el dinero. Luego luego se levantó uno como queriendo pelear y diciendo:

—¿Y usted cree cabrón que yo lo robé?Le dije:—No señor, yo no le digo que usted haya sido, pero a

fuerzas ustedes tienen que saber, porque nada más ustedes viven en este cuarto.

Quién sabe qué me dijo, pero fue una cosa bien pesada. Cuando menos quise le di una trompada y le salió pero harta sangre. Se veía feo el hombre. Por eso, cuando vinieron los policías así lo vieron bañado en sangre, entonces pensaron que lo andaba matando. Más me asustó otro amigo que es­taba allá, que dijo:

—¿Cómo fue eso?—Así fue.—Ya la regaste —dijo—. Aquí una gota de sangre la

pagas con castigo. Aquí no es como en México.Y ese muchacho al que le di yo, ya una vez había golpea­

do a éste. Por eso me dijo:—Mira lo debieras de haber matado al otro lado, no

aquí. Aquí está duro.Y me dio mucho miedo. No voy a salir nunca, pensé. Por

eso, al verme así, el gringo que me llevaba me decía:—Aquí no hay problema. Tú nada más di la verdad y el

mismo patrón mañana te va a sacar.Cuando me iban a meter ya a la cárcel, me dijo:—¿Cuánto traes?—Ciento veinte dólares.—¿Cómo te llamas?—Fulano de tal.Y los echó en una caja. Dijo:—Cuando salgas, aquí está tu dinero.Y traía yo más suelto.—Llévatelo para allá.Era una cárcel de tres pisos. Y allá arriba estaba yo, y

allí los mismos presos me robaron todo.—¿Qué trais?Me quitaron todo. Yo no me acordaba que allí estaba un

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amigo mío. Había chocado y matado a veinticinco, pero de los mismos mexicanos, no gringos. Aunque decía que eran nada más dos los muertos. No sabía ni manejar y nada más fue de entrometido, porque así es el mexicano, nada más por andar quedando bien. Se quiso hacer muy vivo. Porque allí en ese lugar donde estábamos era de un señor tejano que hablaba bien el español y tenía tres muchachas, bonitas las muchachas, pero lo que se llama bonitas, y éste andaba pues interesado, por eso andaba queriendo quedar bien. Y chocó no con otro carro, sino con un palo por ahí. Ese tejano se llamaba Robles, me acuerdo. Era contratista. Por cada indi­viduo ganaba creo cinco dólares. Reunía como a doscientas gentes. ¿Cuánto dinero le quedaba? Ese era el interés de ese muchacho tarugo. Y por andar haciendo esas cosas fracasó él y se fue al bote. Allí lo conocí yo. El sí era criminal. Y en Estados Unidos al más criminal es al que tienen más castiga­do creo yo, porque los tienen enjaulados como pájaros. ¡Y un calurón que hace! Porque son de fierro esas cárceles. Yo ño estaba allí porque yo andaba en los pasillos, pero de todas maneras hacía un calurón. Y ese amigo me dijo que por qué había hecho eso, que allá estaba muy duro.

—¿Te quitaron el dinero? —me dijo.—Pues sí.—¿Cuánto es?—No sé. Traía suelto.—Eso no es problema. Aquí así es. Cuando lleguen tú

también échales mano.Y ellos, los criminales, los que mataron, eran los que

mandaban. Los tenían aparte. Los veíamos por una puertita. ¡Vieras qué triste! Y luego, para acabarla de fregar, por allí pasaba el tren que iba para el norte. Pitaba tan triste el hijo de la guayaba que daban ganas de llorar. ¡Una cosa triste! Pasaba por allí mero detrás de la puerta de la entrada. Desde antes de llegar comenzaba a pitar.

El mismo Robles se compadeció y le arregló a este mu­chacho. No sé cómo estuvo. Total, que lo vi en el corralón mucho tiempo después. Porque yo caí seguido en el corralón, que es diferente a la cárcel. La cárcel es para los criminales y el corralón para los que echan por acá.

—¿Qué pasó! —le pregunté.

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—Me arregló Robles —me dijo.Duró cinco años en la cárcel, enjaulado como un pájaro.

¡Y con aquel calurón! Y salió porque eran mexicanos y no gringos los que mató. Si hubieran sido gringos no sale nunca. Quesque se andaba casando ya con la muchacha. Quién sabe. Y o allí en el corralón me estaba muriendo de hambre. Y me quería desmayar de tanta hambre ya, cuando otro compa­ñero me jaló de las greñas.

—¡Levántese, cabrón! ¿Por qué se agüita?Y me trajo un vaso de agua y me compuse. El corralón es

un lugar grande con vigilancia por los cuatro vientos. Allí llevan gente de todas partes, hasta con velices y todo, y de allí los echan para sus países. A mí me echaron por Nuevo Lare- do. Eso es la aventura. En ratos yo me decía: “¡Qué bonito! Ando conociendo lo que es la aventura”. Luego nos echaron en un tren hasta Querétaro, sin un cinco, sin nada, pero no nos cobraron tampoco. Yo traía un poquito de dinero, que no me lo vieron porque allí lo esculcaban a uno. Eran cinco dólares que me había guardado aquí en los calcetines. Y nos iban dando de comer hasta Querétaro. Veníamos en un tren que le decía el Aguila Azteca. ¡Pero corría el tren! En ratos me ponía triste y me decía: “Somos aventureros que queríamos ir al norte y venimos del norte”. Bonito, pues.