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Revista de la Escuela de Estudios Generales, Universidad de Costa Rica
Enero-junio, 2017 • Volumen 7, número 1 • EISSN 2215-3934 • pp. 1-34
Recibido: 08-Febrero-2016 Aceptado: 02-Mayo-2016
Un iconotexto liminar. Análisis iconológico de los grafiti de firma
DOI: http://dx.doi.org/10.15517/h.v7i1.27623
Juan A. González de Requena Farré
Académico de la Universidad Austral de Chile
Correo electrónico: [email protected]
Todos los derechos reservados. Universidad de Costa Rica. Esta revista se encuentra licenciada con Creative
Commons. Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 Costa Rica.
Correo electrónico: [email protected] / Sitio web: http://revistas.ucr.ac.cr/index.php/humanidades
Juan A. González de Requena Farré
Vol. 7 (1), 2017 / EISSN: 2215 – 3934 2
Un iconotexto liminar. Análisis iconológico de los grafiti de firma
Resumen
A liminal iconotext. Iconological analysis of graffiti signature
Abstract
Se realiza una exégesis iconológica del grafiti de firma, basada en la
propuesta de Panofsky: se exploraran sus motivos y se reconstruirán
algunas tradiciones que sustentan sus modos de significación
sentido, para concluir con una interpretación del trasfondo epocal y
comprensión cultural que le da sentido. En este trabajo, se sostiene
que el grafiti de firma constituye un tipo de icononimia o idio-grafía
sin guion, en el que imagen y texto se hacen tan inseparables, como
indecidible resulta el sentido de este tipo de inscripción, que oscila
entre la auto-expresión agonista y la desregulación simbólica
asociada al globalismo banal.
Palabras claves: Grafiti,
estética, teoría del arte,
semiología, cultura.
This article aims to make a iconological exegesis of graffiti
signature, based on the proposal of Panofsky: we explore its motifs,
and some traditions that sustain its ways of meaning will be rebuilt,
concluding with an interpretation of the epochal background and
cultural understanding that give sense to it. This paper argues that
graffiti signature is a type of icononimia or idio-graphy without a
script, in which image and text become so inseparable, as
undecidable is the meaning of such inscriptionn, ranging from
agonist self-expression to symbolic deregulation associated with
banal globalism.
Keywords: Graffiti,
aesthetics, art theory,
semiotics, culture.
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Un iconotexto
sin guion
En la sobresaturada iconosfera de nuestras ciudades se ha vuelto habitual la
aparición de cierto tipo de inscripciones estilizadas, normalmente designadas
como grafitis; recubren no solo los muros y murallas de todo tipo de
construcciones, edificios e instalaciones —públicos o privados, comerciales
o habitacionales, habitados o deshabitados—, sino también el conjunto del
mobiliario urbano y las superficies —internas o externas— de los vehículos
del transporte público. Esta extraña profusión de imágenes, signos y símbolos
gráficos genera irritación entre los propietarios de los inmuebles, malestar
entre los usuarios de los espacios públicos y medios de transporte,
preocupación entre las autoridades, indiferencia entre la mayoría de los
peatones, fascinación comprometida entre los cultores del género, así como
cierto interés reflexivo entre algunos intelectuales, científicos sociales y
estudiosos del arte contemporáneo.
Las lecturas de esas inscripciones estilizadas tan pronto enfatizan la
dimensión de problema social, de expresión marginal, de transgresión juvenil
o de acto vandálico, como buscan en el grafiti los nuevos códigos estéticos,
los lenguajes artísticos emergentes, los modos de significación implicados, las
formas de agencia política, o bien los estilos y trasfondos culturales. De ese
modo, la batalla cotidiana por las superficies, los estilos y la notoriedad, o la
lucha institucional contra el vandalismo y por la preservación de los espacios
públicos, continúan por otros medios, bajo la forma de un conflicto de las
interpretaciones del grafiti.
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Con frecuencia se señala que el fenómeno no es totalmente nuevo, ya que
desde la antigüedad encontramos inscripciones estilizadas y mensajes
gráficos anónimos (como los descubiertos en las paredes de Pompeya), del
mismo modo que hallamos cierto tipo de grafiti tallado o escarbado en las
sillerías de los coros de las iglesias medievales, y, con la creciente
alfabetización, se multiplican los nombres y consignas en los bancos y
pupitres de las escuelas y universidades modernas (Blume, 1985).
Ciertamente, por los más diversos pasajes de las grandes ciudades de una
modernidad capitalista, industrializada y concentrada urbanamente, se
despliega un complejo repertorio de huellas tanto de las muchedumbres
solitarias y los individuos anónimos, cuanto de los movimientos sociales y de
las formaciones políticas; todo tipo de lemas, apodos, insultos, imprecaciones,
sugerencias, propuestas, recados o recordatorios, irrumpe masivamente en los
espacios liminales y en las fronteras socioeconómicas, en las barriadas y en
los guetos, en los lugares de paso y en los callejones sin salida, en los grandes
monumentos y en los habitáculos escatológicos más infames.
No obstante, en la ciudad tardomoderna o postmoderna, globalizada y
multicultural, es donde el fenómeno del grafiti se manifiesta como una
eclosión masiva, irrefrenable, permanente y fluida, gracias a un complejo
plexo de condiciones sociales, económicas y culturales: en el mercado,
resultan sumamente accesibles recursos gráficos como las latas de aerosol
industrial o los rotuladores de marca; existen nuevos medios de reproducción
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técnica de la imagen, y se difunden rápidamente los mensajes y
reproducciones a través de las redes descentradas de las nuevas tecnologías
de la información y la comunicación; los espacios liminares y fracturas del
orden social y urbano se multiplican, como consecuencia de la precarización
laboral o de las nuevas formas de segregación y exclusión; además, asistimos
a la fragmentación y redefinición constante de las identidades, las
solidaridades y los relatos culturales, y se reestructuran los ámbitos de la
intimidad, de la privacidad y de la publicidad, al mismo tiempo que resultan
colonizados por la creciente mercantilización y sujeción a los códigos de la
moda bajo el capitalismo de consumo contemporáneo; por último, vemos
desplegarse nuevas demandas sociales y formas contraculturales que
expresan variopintas estrategias de resistencia política y estética.
En la historia reciente, los usos de la inscripción urbana no responden a un
único perfil, ya que los usos contestatarios y contraculturales del grafiti
cohabitan frecuentemente con la reproducción del lenguaje del odio y las
marcas excluyentes. Al fin y al cabo, no hay que olvidar que el partido
nacionalsocialista alemán empleó estratégicamente la pintada mural como
un instrumento de estigmatización en la primera fase del holocausto, es
decir, en la identificación y marcado de la víctima judía. Ciertamente,
también existen usos subversivos de la escritura de grafitis en el movimiento
estudiantil francés de mayo del 68 o en los movimientos de izquierda
latinoamericanos, que hicieron de la escritura mural un medio de agitación
y propaganda. Sin embargo, el grafiti urbano contemporáneo no constituye
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automáticamente un medio de resistencia antisistema ni se identifica de
modo obvio con la expresión autónoma de la iniciativa de los sectores
populares excluidos; también se ha puesto al servicio del marcado territorial
por parte de pandillas callejeras, que reproducen cierta subcultura machista
de la violencia, eventualmente vinculada a formas ideológicas tan
funcionales al sistema como el reconocimiento en el imaginario del deporte-
espectáculo de masas (tal y como ocurre en las barras bravas
latinoamericanas y los hooligans europeos).
Actualmente, en los muros de una misma ciudad podemos encontrar pintadas
de odio racial y eslóganes reaccionarios de ultraderecha, al lado de réplicas
antifascistas, lemas anarquistas, logos animalistas o de reivindicación étnica,
tags adolescentes, grafitis estilizados sin ninguna connotación política, y
tachaduras de todo lo anterior. En todo caso, conviene no confundir la pintada,
que representa mensajes textuales sin mayor estilización, y el grafiti de firma,
que no tiene mayores pretensiones de articular algún mensaje y exhibe una
marcada voluntad de estilo en la inscripción mural, aunque no parece gozar de
la autoconciencia estética propia de una forma de arte (Reyes-Sánchez , 2012).
Ahora bien, la ambivalencia funcional del grafiti se traduce en que, dentro de
una misma ciudad, podamos encontrar un tipo de grafiti localmente arraigado
en algún barrio, que exprese endógenamente la integración comunitaria y
territorial de sectores populares, así como la apropiación estética del entorno
urbano, al margen de las intervenciones oficiales sobre la práctica o de la
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domesticación comercial del estilo. Sin embargo, también topamos con un
tipo de grafiti exógeno y extraterritorial —normalmente en sectores de la
ciudad con una vida subcultural y ambiente bohemio particulares—, que
fomenta la exploración lúdica y la experimentación formal, los estilos
transgresores y la innovación crítica, en el marco del escaparate cultural
underground. Incluso, podríamos dar con otro tipo de grafiti
instrumentalizado y perfectamente funcional a la institucionalización y
comercialización de la inscripción urbana, que se limita a decorar por encargo
locales, comercios o espacios urbanos, para lograr cierto ahorro en limpieza
de pintadas descontroladas y conseguir una modernización estética aparente
de las marcas, negocios y organismos públicos (Figueroa-Saavedra , 2007).
El grafiti contemporáneo no constituye un fenómeno homogéneo y compacto,
ya que, desde los años sesenta hasta la actualidad, ha asumido muy diferentes
formas y funciones. En efecto, el grafiti urbano ha dado lugar a todo un
repertorio diversificado, en el que cabe reconocer cierta “historia natural” de
este género de inscripciones. En un primer estadio, predominan la escritura
lineal con aerosol, la reproducción masiva de nombres o sobrenombres y la
multiplicación de firmas sin demasiada elaboración gráfica (como los
conocidos tags de Taki 183 o Julio 204 en las calles de Nueva York).
En un segundo escenario —como consecuencia de la saturación creciente del
medio por la difusión e imitación masivas del simple tag, y debido al creciente
control y represión del fenómeno— se plantean presiones selectivas para un
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tipo de inscripción distintiva en lugares públicos visibles, y asistimos a la
creciente sofisticación estilística de los diseños (con estilos nuevos de
escritura como el bubble, de formas redondeadas, o los bloques yuxtapuestos
del block) y repertorios cromáticos más variados; pero también se aprecia una
cada vez más monumental dimensión de las firmas, que comienzan a
perfilarse como auténticas realizaciones estéticas (pieces), aunque estén
marcadas por la rapidez y oportunidad de la ejecución (como las firmas de los
célebres escritores de grafiti de New York Super Kool 223, Phase II, Seen,
Lee, Dondi o Blade, entre otros). Este estadio de creación de grafiti resulta
inseparable del contexto social de las barriadas afroamericanas y latinas, de
las pandillas callejeras y del movimiento contracultural del hip hop, que
introdujo toda una estética y un abanico de apuestas estilísticas en el ámbito
de la música, la danza, la vestimenta y, por supuesto, en la imaginería urbana
y el estilo visual (Ferrell, 1993).
En el tercer estadio, el grafiti evoluciona hacia formas más reconocidas
públicamente de creación artística, de modo que se impone la
experimentación formal (con la tridimensionalidad, el color, la introducción
de medios como las plantillas, y soportes como el cartel o las pegatinas), la
ampliación de los motivos más allá de la caligrafía (figuración, abstracción,
caricatura) y la diferenciación estética de estilos (el wild style, con sus
laberínticas tramas, las figuras tridimensionales del model pastel, o los colores
decadentes del dirty, etc.); pero también asistimos a la creación de colectivos
creativos contraculturales, a la internacionalización del fenómeno, a la
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etnificación de algunos estilos y a la comunicación global entre los creadores.
Actualmente, y desde los años noventa, estos diferentes estadios del grafiti
coexisten en una extraña asincronía y se hacen presentes a través de todo el
convulso y fracturado espacio público de las ciudades de todo el orbe.
Si bien existe un complejo entramado social e histórico que sobredetermina
las formas y funciones del grafiti en la sociedad contemporánea, existe
cierta especificidad semiótica en el modo de significación y en el tipo de
lenguaje visual del grafiti de firma. Por una parte, el grafiti de firma
introduce un icono-texto por antonomasia: funde el texto verbal y el
lenguaje visual de tal manera, que neutraliza o deconstruye la clásica
oposición entre mensajes icónicos y signos verbales. Hay todo un sistema
de oposiciones que separan la imagen y la palabra: se suele contraponer la
capacidad de identificación ostensiva de la imagen icónica y la modalidad
de designación categorial o conceptual de la palabra; se contrasta la relación
isomórfica o análoga de la imagen con lo representado y, por otra parte, la
relación arbitraria e inmotivada entre el significante y el significado
lingüístico; asimismo, se distingue la simple reproducción de la apariencia
mediante imágenes, frente a la denominación lingüística convencional y
abstracta (Gubern , 1987).
Sin embargo, el grafiti de firma constituye un tipo de texto intrínsecamente
icónico que es, simultáneamente, la imagen estilizada de una nominación
lingüística o, en ciertos casos, de un sobrenombre alfanumérico. En fin, el
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grafiti de firma es un icono-texto sin guion, un iconotexto en sentido pleno,
“constituido por elementos pictóricos y verbales en ósmosis y amalgama
recurrente” (Gari, 1995, p. 26). Aunado a lo anterior, el grafiti de firma
desborda la retórica convencional de la imagen, tal como la concibió Roland
Barthes (1986a); no en vano, este tipo de inscripción urbana incorpora
simultáneamente dos formas concebibles de relación entre imagen y texto,
esto es, el anclaje y fijación selectiva de las connotaciones de la imagen
mediante el texto y, por otro lado, el relevo productivo e incitación recíproca
entre imagen y texto, como ocurre en el cómic o en el cine.
Y es que el grafiti de firma entrecruza ambas modalidades funcionales —la
fijación individualizadora de la imagen y la incitación estilizada de nuevas
formas de inscripción imaginaria del lenguaje— hasta el punto de suspender
cualquier viso de funcionalidad en la relación; finalmente, la transducción o
transcodificación afuncional entre lenguaje e imagen —o entre denotación
ostensiva y connotación estética— parece imponerse como patrón de relación
semiótica, que suspende cualquier pretensión de atribuir una significación
calculable o un sentido naturalizado. Por lo demás, podría decirse que el
grafiti introduce una relación suplementaria —un vínculo suspendido, o una
intimidad dislocada y fuera de lugar— no solo entre texto e iconicidad, sino
también entre caligrafía y alusión fugaz, entre el gesto y el signo, entre el
trazado y el mensaje, entre el soporte y la inscripción (Barthes, 1986b). Como
iconotexto por excelencia y sin guion, el grafiti de firma no es la imagen
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ilustrativa de un texto ni la articulación verbal de una apariencia icónica, sino
un gesto suplementario con la materialidad del grafismo.
Hay otros sentidos en los cuales el grafiti de firma puede caracterizarse como
un iconotexto sin guion: este tipo de inscripción urbana suele carecer de un
marco oficialmente reconocido —hasta el punto de resultar criminalizado, ser
prohibido y estar sujeto a persecución de la autoridad—; pero, además,
desdibuja la línea de separación entre la dimensión interna de la práctica del
grafffiti, la pragmática de su ejecución performativa o las lógicas inmanentes
de su lenguaje subcultural y, por otra parte, los aspectos presuntamente
externos de carácter político, sociológico o psicológico. En ese sentido, el
grafiti de firma se perfila como un iconotexto sin guion en virtud de su
condición indecidiblemente liminar y ambivalente.
Según ha argumentado Jeff Ferrell (1993), el grafiti puede ser considerado
una expresión criminalizada de la experiencia de sectores juveniles
socialmente excluidos a través de fronteras de clase y raza, y al mismo
tiempo ser visto como una estética compartida de subculturas locales que,
desde los márgenes del sistema y mediante la innovación estilística, resisten
al control institucional y a la intolerancia del modelo económico y de la
autoridad política. Desde ese punto de vista, el grafiti aúna la práctica
estética con la historia subalterna, la desigualdad social y la inmediatez de
la situación; involucra tanto los aspectos estilísticos como las identidades
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colectivas subculturales implicadas en la ejecución performativa de la
inscripción urbana.
Así pues, —según Ferrell— cabe pensar que el grafiti es un delito estético o
bien la realización del estilo como delito; incorpora una compleja dialéctica
entre estructuras sociales, recursos estilísticos, prácticas estéticas y
oportunidades o circunstancias de ejecución. En todo caso, los marcos de
desigualdad social y dominación político-económica, que limitan el acceso a
los recursos culturales y condicionan las formas de expresión estética, no
determinan los cauces a veces sutiles a través de los cuales la inscripción
urbana subvierte el imaginario público.
En la intersección entre el acto político, la performance artística y el estilo
interpersonal, el grafiti se inscribe liminalmente en el espacio público como
una revuelta estética o un modo de insubordinación estilístico, sin otro guion
que la acción directa, solamente enmarcada por la excitación placentera al
ejecutar un tipo de creación colectiva antagónica a la ley, la propiedad privada
y el arte oficial. En fin, podríamos decir que el grafiti suspende los límites del
control social y personal, de modo que sus prácticas de sabotaje estético se
sitúan al margen de las rutinas cotidianas, fuera de los encuadramientos
dispuestos por la autoridad y más allá de los lineamientos del imaginario
colonizado y los estilos prefabricados del capitalismo de consumo. De ese
modo, a través de una resistencia descentrada y de una revuelta creativa contra
los marcos estéticos de la autoridad, el grafiti permitiría redefinir
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constantemente los límites del espacio público, del arte público y de los estilos
colectivos (Ferrell, 1993).
Cuando examinamos el imaginario estético y los rituales performativos de la
inscripción urbana, sus producciones y prácticas, se pone de manifiesto la
condición liminar de ese iconotexto sin guion que es el grafiti de firma. Como
plantea Rafael Schacter (2014), junto a los aspectos formales involucrados en
la renovación del régimen visual urbano, el grafiti implica un profundo
compromiso estético y ético con el cultivo de un arte público independiente,
sin recompensa, aunque con riesgos y costes personales.
El grafiti entrelaza la extrañeza estética y la implicación práctica
comprometida, la contemplación distanciada de la obra y la performance
fronteriza y marginal. Además del disfrute de la acción directa concreta y de
la actuación situacional en la esfera pública, la inscripción urbana parece
introducir vínculos comunitarios no dependientes de fronteras locales, sino
solo acotados por la práctica itinerante y el trabajo en redes cosmopolitas.
Así las cosas, el grafiti se asocia a una ambivalente labor de ornamentación y
estilización del espacio público; aporta un recubrimiento decorativo de la
suciedad y desorden urbanos, si bien dicha labor ornamental exhibe un doble
talante posible, tan pronto consensual y legitimador, cuanto agonístico y
transgresor. En ese sentido, la inscripción urbana explora los márgenes
internos de la relación entre orden y ornamentación; es decir, se sitúa en el
doblez entre la disposición adecuada de las estructuras y la decoración
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superficial de algunos ámbitos, y se hace cargo de la inestable exterioridad
suplementaria que rige el nexo entre ordenación y ornamento. Según
Schacter, el grafiti redefine los límites estructurales del orden público
mediante la estilización ornamental extraterritorial y marginal, con propuestas
de nuevas prácticas, imaginarios y códigos comunicativos consensuales libres
de dominación, ajenos al control instrumental y a la mercantilización. Pero
también ejecuta performativamente la impugnación transgresora del orden
establecido, al articular el disenso y posibilitar la inscripción disruptiva de
otros registros colectivos y la construcción de otras realidades sociales.
En suma, el grafiti pone de manifiesto cierta permeabilidad de las fronteras, a
través de una práctica estético-política deconstructiva que tiene lugar en los
límites entre lo público y lo privado, en los umbrales del espacio urbano;
constituye una apuesta liminal marcada por la exterioridad y el trabajo
estilístico en los márgenes, entre la cotidianeidad y lo estéticamente
extraordinario, entre la banalidad diaria y el ritual creativo, pero también entre
la inversión paródica y la subversión transgresora, o entre orden y
ornamentación (Schacter, 2014).
Frente a cierta tendencia a idealizar la significación y la eficacia estético-
políticos del grafiti, tal vez convenga recordar que las inscripciones urbanas
pueden considerarse liminales también en la medida en que se asocian a ritos
de iniciación subcultural y mecanismos de inclusión excluyente que reproducen
a menudo esquemas hegemónicos del orden social. En ese sentido, Nancy
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Macdonald (2002) ha asumido el carácter ilegal del grafiti, en la medida en que
la ejecución masiva y desordenada de pintadas no solo implica daño a la
propiedad pública y privada, en desmedro de los presupuestos públicos y los
impuestos de los contribuyentes; además, el grafiti acarrea riesgos personales
innecesarios para quien realiza la inscripción.
Según Macdonald, el carácter liminal del grafiti no se puede atribuir
únicamente a la voluntad de situarse al margen de la ley, romper con lo
convencional y exponerse personalmente; también cabe relacionar la
inscripción limítrofe del grafiti con cierto proceso de subjetivación y
construcción de la identidad masculina, en virtud del cual el adolescente
anónimo de género masculino, carente de posición y estatus, persigue
encontrar un estilo propio, procura ganar reconocimiento y respeto, y
reafirma cierto estereotipo de masculinidad que resulta inseparable de la
exclusión de género.
Así pues, si nos situamos en el punto de vista del actor —en lugar de
reproducir explicaciones relativas a la estructura del sistema socioeconómico,
o en vez de jugar con interpretaciones deconstructivas de los sistemas
sociosemióticos—, se ponen de manifiesto ciertos rendimientos liminales del
grafiti, que conciernen a los procesos de cambio y transición desde una
posición marginal en que el adolescente no es nadie, hasta la conquista de
cierta posición como macho adulto, que consigue ser alguien al gozar de una
membrecía subcultural.
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Un análisis
iconográfico del
grafiti de firma
En suma, —para Macdonald— el carácter liminal del grafiti se asocia
básicamente a determinado rito transicional o de pasaje, que implica
aventurarse desde una posición excluida a otra de inclusión, mediante una
dedicada práctica al margen de la ley. En ese sentido, la inscripción urbana
operaría como un dispositivo identitario de incorporación en una subcultura
de jóvenes machos, de manera que la performance del grafiti no deja de
reproducir estereotipos de género, esto es, esquemas de inclusión excluyente
funcionales a la construcción simbólica de la identidad. En todo caso, este
proceso de subjetivación no es compacto, sino que involucra un complejo
juego y negociación entre las múltiples identidades y roles que desempeña el
adolescente en la vida cotidiana (Macdonald, 2002). De nuevo, el grafiti de
firma se esboza como un iconotexto carente de guion.
Panofsky (1982) ha caracterizado la iconografía como un tipo de estudio de
la imagen artística en el cual se analizan los distintos los estratos de
significación separadamente: habría que describir el significado fáctico y
expresivo de las formas y motivos representados; a continuación tendríamos
que acceder a los significados convencionales que nos remiten a temas
tradicionales o pautas temáticas históricas; finalmente se llevaría a cabo la
interpretación iconológica que devela los valores simbólicos profundos, las
cosmovisiones y comprensiones culturales de fondo.
Respecto a la descripción de las formas y motivos del grafiti, Regina Blume
(1985) ha desarrollado un análisis discursivo de las principales funciones
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lingüísticas y de las dimensiones semánticas y pragmáticas de la inscripción
urbana. En ese sentido, el grafiti se realiza habitualmente sobre soportes
específicos disponibles en el paisaje urbano de las sociedades industriales,
como los baños públicos, los vestuarios, las celdas, las estaciones, las salas de
espera, los paraderos de autobuses, las cabinas telefónicas, los ascensores, los
bancos y árboles de los parques, el mobiliario escolar, los monumentos, los
edificios señeros, los muros perimétricos de las viviendas, los pilares de
puentes, las señales de tráfico o el transporte público (Blume, 1985).
Los medios de inscripción privilegiados son la pintura de aerosol y los
rotuladores gruesos, aunque en la ejecución de algunas formas de grafiti
también se recurre a las pegatinas o a las plantillas. Si bien existen
inscripciones urbanas que consisten en lemas o eslóganes, el grafiti de firma
que estamos analizando consiste sintácticamente en sintagmas nominales
suboracionales; suele tratarse de nombres propios o sobrenombres, muchas
veces acortados como hipocorísticos, y también encontramos expresiones
formadas mediante siglas, o bien términos alfanuméricos que añaden
guarismos, ya sea como abreviatura fonética o como información de
coordenadas espacio-temporales (direcciones y fechas).
Desde el punto de vista de las motivaciones implicadas en la inscripción
urbana, Blume considera que el grafiti se asocia a ciertas funciones
comunicativas, de modo que puede constituir una prueba de existencia, una
respuesta a la necesidad de autoexpresión personal, una seña de membrecía
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grupal, una manifestación placentera de creatividad estética y un producto del
aburrimiento; pero también se vincula a la protesta o el disentimiento, al
marcado de territorio o a la búsqueda de contacto con otros (Blume, 1985).
Por lo demás, podría considerarse que el grafiti de firma realiza también cierta
función lingüística de autolocución poética —es decir, un mensaje
autodirigido con referencias personales estilizadas, o la estilización de un acto
discursivo tan identitario como ensimismado—, por cuanto inscribe
anónimamente sobrenombres o apodos subculturales (a veces, múltiples tags)
con características paródicas e imaginativas.
Desde el punto de vista formal, una primera apreciación del grafiti de firma
nos permite sostener que estamos ante cierto ejercicio de caligrafía
ornamental disruptiva: se trata de la inscripción de grafemas tan estilizados
como distorsionados, o bien de la escritura idiosincrática de letras
ornamentales atípicas, que se desvían de las tipografías textuales
convencionales, para hacer posible el diseño de un logotipo paródico
subcultural. Los recursos de esta caligrafía disruptiva son tan variados como
los del arte tipográfico tradicional o los del moderno diseño de logotipos
(Frutiger, 2007).
En algunos grafitis elementales, la deformación afecta básicamente al trazado
de las letras (al enfatizar la forma lineal o dar curvatura a los trazos; o al
modificar los ángulos, la inclinación de la letra, el cierre o apertura del patrón,
etc.); también, se logra mediante la simplificación formal, mediante la
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expansión de las líneas en superficies, mediante el resaltado de volúmenes o
las configuraciones tridimensionales (a veces con efectos cercanos a la
anamorfosis). Podría decirse que la caligrafía ornamental del grafiti constituye
una forma de cursiva por excelencia, debido a su carácter corriente o popular,
a la rapidez de su ejecución y a la introducción de enlaces y bucles entre las
letras (Haarmann, 2001); pero, además, despliega un tipo de letra
intrínsecamente bastarda, que mezcla motivos formales de la textura gótica,
diseños de tipo modernista, así como otros elementos estilísticos con
resonancias futuristas, étnicas, cinéticas y pop.
Además de recurrir a la deformación e hibridación creativa de la letra, el
grafiti también genera distorsión mediante el juego formal con el conjunto del
segmento textual (al modificar los tamaños relativos de las letras y al
magnificar el texto, al enlazar o solapar los segmentos, al entrelazar de modo
complejo las líneas que conforman las letras, al disponer verticalmente el
diseño, etc.). Con frecuencia los grafitis introducen trazos decorativos y
elementos icónicos ornamentales como flechas, estrellas, burbujas, piezas
mecánicas, flores, corazones, ojos, alas, etc. En los grafitis más elaborados
juegan un papel fundamental la plasticidad del color y del sombreado, así
como la reproducción de diferentes texturas (metalizadas, pastosas, líquidas,
cristalizadas, etc.).
Con todo este repertorio de recursos ornamentales se introducen aspectos
figurativos que evocan formas orgánicas, embrolladas tramas cortantes,
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bloques inamovibles, dispositivos mecánicos disfuncionales, juegos de
construcción o configuraciones arquitectónicas imposibles. En fin, el grafiti
de firma constituye un particular tipo de iconotexto que aúna la inscripción
textual y la representación figurativa, la designación rígida y la iconicidad de
la estilización (o la ornamentación caligráfica del lenguaje). De ese modo, este
tipo de inscripción urbana se configura como un pictograma o ideograma (en
rigor, un “idiograma”) subcultural en el que se confunden plenamente la
forma y el sentido, el texto y la imagen, la opacidad semántica y la
exuberancia plástica.
Así como el cifrado de la identidad y la autoexpresión anónima son motivos
característicos del grafiti de firma, también la forma de su escritura responde
a cierta semiótica del encubrimiento y de lo indescifrable; por eso, no son
extraños los patrones alfanuméricos, los diseños laberínticos o el arabesco
formal, que finalmente hacen ilegible el texto, pero le brindan autonomía
estética al diseño y confirman el carácter icónico y alusivo de la inscripción.
Al explorar las temáticas tradicionales y convenciones culturales con que se
asocia el grafiti de firma, podemos reconocer su parentesco con símbolos de
identificación (marcas, blasones, firmas, logotipos, etc.) que, a través de la
historia, han proporcionado medios semióticos para significar la singularidad
de una persona o asociar al individuo con su grupo de referencia e, incluso,
con su propiedad o producto (Haarmann, 2001). Podríamos designar como
icononimia (o, también, idiografía) a este tipo de simbolismo gráfico que lleva
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a cabo una nominación icónica e implica una operación semiótica de
identificación a través de formas figurativas más o menos abstractas y
convencionales.
Una primera forma de icononimia se encuentra en la signatura individual que
permite singularizar a una persona concreta. Las signaturas individuales se
han utilizado como marcas distintivas a través de la historia, ya sea bajo la
forma de un signo de propiedad o autoría (como las signaturas medievales de
los canteros y los gremios de la construcción) o bien con las características de
la firma rubricada, que autentifica la identidad personal del sujeto enunciativo
en una sociedad letrada.
También existe una forma de icononimia ligada a los sellos y monogramas
que —en nuestra tradición histórica— designan simbólicamente a un
individuo de las clases dominantes o dirigentes, mediante una disposición
gráfica de combinaciones de letras y elementos icónicos (como coronas y
cruces) (Frutiger, 2007). Del mismo modo, reconocemos un fenómeno de
icononimia en los signos familiares (divisas, blasones, enseñas y escudos) que
singularizan a una determinada casa o linaje; todo este universo simbólico de
la heráldica está sujeto a cierta codificación convencional de las formas,
colores y motivos, pero también exhibe claros indicios de motivación
semiótica al suponer frecuentemente una relación figurativa o analógica entre
el apellido de la casa y los elementos representados en su signo familiar.
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En la modernidad encontramos signos de identificación comunitaria que
simbolizan gráficamente la pertenencia política o la adhesión personal a
ciertos movimientos u organizaciones sociales (como ocurre en los logotipos
estilizados de los partidos políticos, los sindicatos y diferentes asociaciones y
organizaciones). Por supuesto, en una sociedad como la moderna formación
social capitalista, configurada por las interacciones en un mercado
presuntamente autorregulado —esto es, caracterizada por la primacía de las
relaciones con cosas y mercancías, que imperan sobre las relaciones
interpersonales— no es de extrañar que las marcas se hayan convertido en un
signo de identificación crucial, que permite individualizar al propietario, al
profesional o al productor; en ese sentido, las marcas, logotipos y firmas
mercantiles introducen una forma de icononimia que oscila entre la
abstracción formal y la naturalización figurativa (Frutiger, 2007).
El grafiti guarda un parentesco con expresiones de icononimia como las
signaturas, las enseñas o las marcas, pero también exhibe algunas diferencias
con esos otros procedimientos semióticos de nominación icónica. Como las
signaturas individuales, el grafiti de firma realiza un acto performativo de
identificación y singularización, en el cual resulta central la nominación y la
inscripción textual de grafemas o letras. Sin embargo, este tipo de inscripción
urbana no pretende registrar la autoría o propiedad, ni autentificar o autorizar
ante la ley, sino que solo parece explorar estilísticamente el cifrado de la
subjetividad y la autoexpresión estética al margen de la ley.
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Así pues, el grafiti es más exuberante desde el punto de vista plástico y
estilístico, que las signaturas individuales o las firmas personales. Como las
enseñas y blasones, el grafiti sostiene cierta identificación grupal a través de
un símbolo gráfico que guarda algún tipo de relación analógica con un
nombre, y puede introducir elementos figurativos con significados simbólicos
más o menos convencionales. No obstante, en la heráldica predomina el
elemento icónico y la simbolización convencional, por sobre la nominación;
como contrapartida, el grafiti de firma suele incorporar los segmentos
textuales o sintagmas lingüísticos de nombres y sobrenombres (en algunos
casos, expresiones alfanuméricas).
Como las marcas y logotipos, el grafiti de firma constituye un diseño gráfico
estilizado que incorpora frecuentemente segmentos textuales; sin embargo, la
operación de identificación ejercida performativamente en la inscripción
urbana no resulta instrumental a la exhibición o señalización de la mercancía,
ni se subordina funcionalmente a la necesidad de aportar garantías en el curso
del intercambio comercial, sino que privilegia la autoexploración estética del
creador y la interacción simbólica que sostiene su pertenencia a grupos
subculturales. Por cierto, el grafiti también se puede comparar con un tipo de
signo de identificación propio de las redes socio-técnicas, constituidas gracias
a los nuevos medios de información y comunicación, a saber: los nicknames
empleados en foros, chats y otras plataformas de Internet.
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En las formas de comunicación computacionalmente mediadas, las personas
suelen escoger sobrenombres y nombres ficticios —frecuentemente
alfanuméricos—, que les permiten forjar una identidad alternativa y encubrir
imaginariamente las limitaciones de la identidad cotidiana en el rutinario
mundo real. En ese sentido, el nickname sintetiza lúdicamente en un texto
imaginativo la identidad pretendida con que el internauta se autopresenta
en la red, ya se trate de sobrenombres referidos a personajes legendarios
de juegos, películas o series, o bien de nombres de gente famosa, de
sobrenombres que reproducen alguna característica personal o
interpersonal, incluidas la edad y procedencia, de apodos relacionados con
el medio tecnológico, de expresiones provocativas, o bien de
sobrenombres alusivos que juegan con el anonimato o cifran la
subjetividad con todo tipo de juegos gráficos (Bechar-Israeli, 1995).
Como el nickname, el grafiti constituye un tipo de juego estilizado de
autonominación cifrada y autoidentificación imaginaria a través de una
signatura estilizada; asimismo, se vincula a la inclusión simbólica en
comunidades de pares y a la interacción simbólica en ceremonias de
iniciación identitaria basadas en cierta performance. Sin embargo, el
elemento icónico, la exuberancia plástica y los recursos figurativos son
mucho más decisivos en el grafiti que en el empleo de nicknames en la
Red; además, la dimensión gestual, encarnada y situada de la performance
creadora del grafiti no se hace presente en la comunicación
computacionalmente mediada.
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El trasfondo
iconológico del
grafiti de firma
No parece evidente que un tipo de imagen estéticamente motivada tan liminal
y ambivalente como el grafiti de firma tenga un trasfondo simbólico
inteligible. Si intentamos realizar una interpretación iconológica de sus
dimensiones simbólicas de fondo, resultaría pertinente establecer el
parentesco entre el grafiti y el muy humano placer de jugar por jugar, que ha
tenido una indiscutible función civilizatoria y contribuyó decisivamente al
cultivo del deleite estético con un arte autónomo.
Al reflexionar sobre el placentero juego de dibujar garabatos cuando se está
aburrido con alguna tarea rutinaria, Ernst Gombrich (2003) alude a una
doble relación entre el juego de garabatear y el arte reconocido: así como
los garabatos suelen incorporar rasgos y convenciones estilísticas de los
códigos del arte reconocido, también ocurre que la práctica artística puede
verse influida por el relajado juego creador del garabato incidental
(Gombrich, 2003). No en vano, el garabato permite explorar diseños
geométricos u ornamentales que aparecen creativamente a través de la
gestualidad autónoma de la mano.
Ahora bien, —según Gombrich— solo a partir de cierto momento de la
historia del arte se privilegió la originalidad creativa y la expresión
espontánea, por sobre el oficio aprendido y la destreza técnica del pintor;
únicamente entonces, el garabato y el dibujo automático resultaron aceptables
en los lenguajes del arte, como se aprecia en el Dadaísmo o el Surrealismo.
Por lo demás, Gombrich establece un paralelismo explícito entre el garabato
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y el grafiti, en la medida en que ambos serían diseños circunstanciales; aunque
el garabato solo responde al ensimismamiento privado, al juego evasivo y a
la relajación del aburrimiento, mientras que el grafiti implicaría un acto de
desfiguración de espacios públicos, una reivindicación de poder y un gesto
agresivo (Gombrich, 2003).
En todo caso, el reconocimiento y cultivo del grafiti de firma como una
manifestación estética autónoma solo resulta comprensible en el mismo
trasfondo simbólico y cosmovisión cultural que hizo posible la inclusión del
garabato gestual en el arte, a saber: la absolutización de la autonomía del arte
y de la valoración estética, hasta ese punto en que se suspenden las
coordenadas simbólicas y funciones socio-históricas del lenguaje artístico, se
cuestionan los oficios, rituales e instituciones oficiales del arte tradicional, y
finalmente asistimos a la deriva postaurática de un arte tan desencantado
como masivo, superficial y de choque (Benjamin, 1989). También en ese
sentido, el grafiti encarna un iconotexto sin guion, ya que se ejecuta al margen
de un marco comprehensivo que aporte las coordenadas y valores simbólicos
para la apreciación estética.
Aunque carezca de un marco estético comprehensivo, podría discutirse si
acaso el grafiti no tiene valores simbólicos precisos. Jean Baudrillard (1980)
ha defendido precisamente que el grafiti tiene una marcada carga simbólica,
en la medida en que constituye un ritual simbólico de iniciación e intercambio
colectivo intenso, tan vinculante como transgresor, tan grupal como anónimo.
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En ese sentido, el grafiti llevaría a cabo una rebelión simbólica contra el orden
codificado de los signos, la distribución parcelada de las diferencias
significativas y la conmutabilidad de los significantes, que liquidan la sustancia
simbólica de lo social en la matriz urbana del capitalismo de consumo.
Si el ordenamiento urbano del capitalismo de consumo se sostiene en la
circulación de los signos, en la reproducción programada del código y en la
simulación de significantes conmutables, —según Baudrillard— el grafiti
introduciría en la ciudad una revuelta simbólica mediante el anti-discurso de
explosivo de todo un repertorio de signos irreferentes, significantes vacíos —
sin contenido ni mensaje—, que están más cerca de la interjección, de la
nominación simbólica grupal y de la inscripción territorial.
De ese modo, la diferencia absoluta de los signos insurrectos desmantelaría el
orden urbano de la diferencia codificada, desbordaría los marcos
delimitadores de la ciudad, e imposibilitaría cualquier intento de reducción
estética o ideológica, por tratarse de un fenómeno transestético y
transideológico, que impugna subversivamente la economía política de los
signos (Baudrillard, 1980). Posteriormente, Baudrillard (1993) consideró que
en la sociedad contemporánea ya no regiría esa fase estructural del valor, en
que los signos se distribuyen y conmutan en el orden del código; actualmente,
regiría una fase fractal o viral del valor, en que los signos se vuelven
irreferentes por su dispersión indiferente e interactiva, a través de la
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circulación mediática y operacional de simulacros, así como mediante la
simulación hiperrealista que liquida definitivamente lo social.
Para Baudrillard, en esa revolución contemporánea de la incertidumbre y del
vértigo, la utopía estética modernista (lograr la conciliación del arte con la
vida, bajo la guía de alguna vanguardia revolucionaria) se consuma
paradójicamente con el simulacro de una infraestetización general de la vida
cotidiana —incluidas las anticulturales—, más allá de cualquier regla de juego
o coordenada de juicio estético: como una transestética de la banalidad
(Baudrillard, 1993). Desde ese punto de vista, cabría preguntarse si acaso el
grafiti puede seguir siendo considerado como una insurrección simbólica, o
nos encontramos con otra figura —quizá el reverso desbocado— de la
banalización transestética de la imagen, que simplemente replica el modelo
viral de reproducción indiferente de los signos vaciados de contenido.
Pese a que el grafiti de firma podría desafiar su inscripción en un orden
simbólico comprehensivo o en un marco definido de categorías estéticas,
encontramos interpretaciones que sugieren su participación en cierto
horizonte común de gusto o mentalidad cultural. En ese sentido, Omar
Calabrese (1999) ha defendido que existe una determinada atmósfera cultural
contemporánea que podría designarse como “neobarroco”; se trata de un
trasfondo intelectual y una estética social que valora la exploración formal, la
desmesura, la mutabilidad, la excentricidad, la complejidad, la
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indeterminación, lo fragmentario, lo anómalo y lo aleatorio, en desmedro de
la totalización de conjunto o el orden sistemático.
Precisamente, —según Calabrese— el grafiti encarna este universo
estético de la indefinición, la imprecisión y la indefinición neobarroca, en
la medida en que propone figuras frecuentemente indescifrables,
inseparables de su fondo o superficie de ejecución y de la efímera duración
temporal de su inscripción performativa y apreciación pasajera. No en
vano, la inscripción urbana de firmas estilizadas tan solo enuncia
confusamente cierto discurso borroso, carente de proyección y conexión
sintáctica, así como semánticamente opaco y estilísticamente embrollado
e impreciso; asimismo, la recepción del grafiti resulta vaga, indefinida e
indiferente. En fin, —para Calabrese— el grafiti de firma,
performativamente realizado como un repertorio de inscripciones urbanas
incidentales y ambientales, responde a cierta estética de la velocidad, la
imprecisión y el riesgo, que sería también la estética neobarroca alusiva
del más-o-menos y del no-sé-qué (Calabrese, 1999).
Desde otra perspectiva, la interpretación del trasfondo simbólico del grafiti
presupone que el escenario cultural contemporáneo se caracteriza —como
sostiene Néstor García-Canclini (1990)— por una marcada hibridación,
mestizaje y heterogeneidad sincrónica, en virtud de la cual se deconstruyen y
neutralizan las oposiciones entre lo tradicional y lo moderno, o entre lo culto,
lo popular y lo masivo. En efecto, —según García-Canclini— los procesos de
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modernización y posmodernización de los mercados simbólicos involucran
cierta redefinición de los papeles del arte culto, del folclore popular y de la
industria cultural de masas: la lógica del mercado, la industrialización de los
mercados simbólicos, así como la mediatización cultural bajo los nuevos
medios de comunicación y tecnologías de la información, nivelan el quehacer
de artistas y artesanos, al mismo tiempo que desdibujan las pretensiones de
autonomía simbólica de lo culto, lo popular y lo masivo.
Particularmente en la periferia, la relación entre tradición, modernismo
cultural y modernización socioeconómica resulta sumamente compleja,
inestable y de desarrollo desigual, de manera que —en regiones como
América Latina— puede reconocerse una anticipación de la cultura del
pastiche, del relativismo y del bricolage típicamente posmodernos. Por otra
parte, —según García-Canclini— la hibridación cultural posmoderna resulta
inseparable de cierta transnacionalización del mercado simbólico, acelerada
por las tecnologías comunicacionales, los flujos demográficos y el turismo de
masas, que tienen como consecuencia una reestructuración de las identidades
nacionales, populares y personales.
En ese contexto de hibridación cultural, el grafiti expresaría determinada
forma de crítica popular al orden simbólico hegemónico; se trata de un
ejercicio mestizo e impuro, carente de paradigmas estéticos consistentes y de
referentes de legitimidad, sin libreto ni autor públicamente reconocido, que
cruza estilos muy diversos y diferentes técnicas culturales. Para García-
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Canclini, el grafiti es un género constitutivamente híbrido, sincrético y
transcultural, que cruza —a veces de modo indescifrable— lo visual y lo
textual, la palabra y la imagen, y genera una inscripción urbana territorial no
coleccionable como arte patrimonial. Además, estamos ante un tipo de
icontexto con un talante liminal y marginal, que afirma provocativamente su
estilo, e impugna el trazado preciso de los logos de la sociedad de consumo y
los leguajes institucionales; de ese modo, se desestructura micropolíticamente
el orden simbólico de la ciudad, y se desestabilizan las relaciones entre lo
privado y lo público, en respuesta a la propia desregulación de los espacios
urbanos (García-Canclini, 1990). En fin, el grafiti de firma se perfila como un
icontexto liminar y sin guion, precisamente porque participa del trasfondo
simbólico de un orden cultural cada vez más transnacionalizado e híbrido.
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¿Cómo citar este artículo?
González de Requena Farré, N. (Enero-junio, 2017). Un iconotexto liminar.
Análisis iconológico de los grafiti de firma. Revista humanidades, 7(1),
1-34. doi: http://dx.doi.org/10.15517/h.v7i1.27623