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77 La respuesta de Coto espués de la partida del Pri- mer Jefe, el general Jesús Ca- rranza, que ya había recibido comunicaciones de don Pa- blo González, quien ya se en- contraba en la Hacienda de Hermanas, dispuso que sola- mente quedara en Cuatro Ciénegas una pequeña guar- nición y reuniendo todos los grupos que allí se reconcen- traron, ordenó la marcha a incorporarnos con el general González. Ya teníamos noticias de que el enemigo, posesionado de Monclova, había incursionado hasta el Puerto del Carmen, pero no pasó de allí porque antes, frente a la Hacienda de San José, los nuestros destruyeron el puente de El Águila, que tar- darían en reparar algún tiempo. Desanduvimos, pues, el cami- no que habíamos ya recorrido en la retirada de Monclova, y al llegar a Rancho Nuevo, logré convencer a mi madre para que ella, mis hermanas y mi hermano menor, salieran de aquella Este libro forma parte del acervo de la Biblioteca Jurídica Virtual del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM www.juridicas.unam.mx http://biblio.juridicas.unam.mx Libro completo en: https://goo.gl/7zy7Q4 DR © 2015. Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México.

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prim r tom i r d

La respuesta de Coto

espués de la partida del Pri-mer Jefe, el general Jesús Ca-rranza, que ya había recibido comunicaciones de don Pa-blo González, quien ya se en-contraba en la Hacienda de Hermanas, dispuso que sola-mente quedara en Cuatro Ciénegas una pequeña guar-nición y reuniendo todos los grupos que allí se reconcen-traron, ordenó la marcha a

incorporarnos con el general González.Ya teníamos noticias de que el enemigo, posesionado de

Monclova, había incursionado hasta el Puerto del Carmen, pero no pasó de allí porque antes, frente a la Hacienda de San José, los nuestros destruyeron el puente de El Águila, que tar-darían en reparar algún tiempo. Desanduvimos, pues, el cami-no que habíamos ya recorrido en la retirada de Monclova, y al llegar a Rancho Nuevo, logré convencer a mi madre para que ella, mis hermanas y mi hermano menor, salieran de aquella

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zona, aunque esto no pudo verificarse hasta algunos meses más tarde.

Al pasar por Rancho Nuevo recibimos la nueva de que los pelones, guiados por algunos elementos de aquellos pueblos, que nos eran desafectos porque representaban a la reacción ha-bían incendiado el Molino del Carmen, propiedad de la familia Miller, a la que pertenecía la esposa del general González, y donde él había empleado sus energías, administrándolo y di-rigiéndolo, desde antes de la revolución maderista. En nues-tras filas había muerto ya Fernando Miller y Emilio militaba con nosotros, por lo cual los federales se ensañaron en aquella hermosa finca, destruyéndola totalmente por el fuego. Causó un hondo disgusto esta acción del enemigo, que nos venía a demostrar que la era de persecuciones comenzaba, sin respetar vidas ni haciendas, y seguramente que en los cerebros impre-sionables y sin preparación de muchos de los compañeros ger-minó desde aquel momento la idea de las represalias, porque pocas horas después, cuando llegamos al hermoso Puerto de Carmen, pudimos ver una enorme columna de humo que obs-curecía el cielo, y avanzando más adentro, ya nos pudimos dar cuenta que los grandes Molinos del Puerto, propiedad de don Manuel de la Fuente, considerado como “reaccionario”, ardían como una hoguera gigantesca en holocausto del Dios de la Guerra. Don Jesús se disgustó profundamente y envió a uno de sus oficiales a que ordenara a los que iban a la vanguardia que no quemaran nada, ni atentaran a ninguna propiedad por más enemigo que se considerara su dueño, pero cuando arriba-mos a las tristes ruinas calcinadas que habían sido el delicioso Molino del Carmen o Molino de Miller, como se le conocía, pudimos notar que otra humareda se levantaba adelante, lo que nos anunció que ya el molino de El Águila, que mi padre fundara, pero que ya entonces también era propiedad de don Manuel de la Fuente, estaba ardiendo.

El general Jesús Carranza mandó apresurar la marcha para evitar otros males, pero ya los nuestros habían saciado su

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venganza; el bíblico “ojo por ojo y diente por diente” estaba cumplido y los tres molinos de trigo, orgullo de la industria regional, eran ruinas el uno y pavesas los otros. No sé si se averiguó quién o quiénes prendieron fuego a los últimos, pero no eran aquellos los momentos para hacer pesquisas ni instruir procesos a nadie, cuando estábamos empeñados en una guerra a muerte, sin cuartel, donde el que caía, caía para siempre y aquel acto, que ahora parecería un delito, entonces era sola-mente una expresión de la justicia del pueblo contra sus opre-sores y de represalias contra el usurpador y los suyos.

Por la noche llegamos a la Hacienda de Hermanas, donde descansamos de aquella jornada y al día siguiente empezamos a contar a los compañeros que ya habían llegado y a los que faltaban.

Don Pablo había llegado a aquella que hoy es histórica Ha-cienda de Hermanas, propiedades del licenciado Miguel Cár-denas, ex gobernador de Coahuila, el mismo día 10, después del combate de Monclova, casi solo, seguido únicamente por su fiel asistente Guadalupe, y sus ayudantes Luis Rucobo, hombre de campo y útil en todos sentidos, y el japonés nacionalizado mexicano desde antes de la Revolución, Coto Zodabró, héroe de este relato. Pero a la mañana siguiente fueron llegando todos los valientes jefes, oficiales y soldados constitucionalistas que se habían dispersado, pero ni uno solo defeccionado; Francisco L. Urquizo, con sus bravos ex zapadores montados, Elías Uribe, el valeroso lagunero que llevaba como segundo a Dizán Gaytán, Alfredo Ricaut y Poncho, prototipo del “rebelde”, el atrevido Carlos Osuna y Martín Salinas, a quienes no sé cómo he olvida-do de nombrar en episodios anteriores, cuando eran de los más luchadores, el teniente coronel y licenciado Pablo A. de la Garza, entonces jefe de Estado Mayor de don Pablo, Mateo Flores, José E. Santos, José María Castilla, presidente municipal de Abasolo, Antonio G. Maldonado, Samuel G. Vázquez, Federico Silva, y sucesivamente fueron reconcentrándose el mayor Jesús Ramírez Quintanilla con su gente, Carlos Prieto con sus cañones, Bruno

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Gloria y Daniel Díaz Couder con sus ametralladoras, Juan C. Zertuche con su libro de Apuntes de la Revolución, que debe tener guardados, Juanito Silva, que era un chamaco entonces, el alharaquiento y simpático Eloy Carranza, el capitán Hayashi también japonés nacionalizado, Tránsito G. Galarza, ferrocarri-lero y soldado, y Rafael Saldaña Galván, Ruperto Boone, Luz Menchaca, Ignacio Cortinas, Juan Hernández García, Benecio López y otros más. Con Pancho Murguía, que salió por San Buenaventura y entró por el Puerto de las Borregas, y que llegó pocos días después, venían Benjamín Garza, Heliodoro Pérez, Fortunato Maycotte, Patricio de León y otros más. Con don Jesús Carranza regresamos de Cuatro Ciénegas don Francis-co Sánchez Herrera, Jesús Novoa, Ramón Sánchez Herrera, a quien llamábamos Forey, por su barba puntiaguda que le daba un parecido al mariscal imperialista, Sebastián Carranza, Santos Dávila Arizpe, Ricardo González V., los Garza Linares, padre e hijo, Canuto Fernández, Nemesio Calvillo, Félix Bermea y tantos más que no recuerdo.

Los cabecillas Ildefonso y Samuel G. Vázquez prueban el cañoncito “El Rorro”, Monclova, Coahuila, mayo de 1913. SINAFO.

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Labor heroica fue la de volver a organizar los deshechos escuadrones revolucionarios, pero la tenacidad de los genera-les González y Carranza, logró por fin volver a poner en pie de guerra a las huestes del constitucionalismo, preparándolas para aquella formidable resistencia, que opuso un grupo de patriotas mal armados, casi todos con carabinas 30-30, sin ins-trucción militar, pues si bien es cierto que entre nosotros había algunos que habían pertenecido al ejército de línea, como Ur-quizo, Benjamín Bouchez, Agustín Maciel y dos o tres más, el resto lo componíamos oficinistas, ferrocarrileros, telegrafistas, agricultores y vaqueros, que ni sabíamos ni queríamos saber de “marchas”, “contramarchas”, “flancos” y “medias vueltas”, ni nos importaba tres cacahuates la disciplina militar y sus alifafes, por lo que es más honrosa para aquellas falanges la lucha sostenida sobre la vía del antiguo Ferrocarril Interna-cional, contra los orgullosos generales de carrera, su brillante oficialidad, sus cañones de tiro rápido, servidos por artilleros técnicos, sus relucientes Maussers y todo su equipo de guerra y sus conocimientos de la ciencia de Marte, y a quienes pudimos detener por tres meses, combatiendo casi diariamente, con las exiguas municiones que se le antojaba mandarnos a aquel afa-mado don Gabriel Calzada, que desconfiaba hasta de su som-bra, y que mandaba como un pequeño zar en Piedras Negras.

Pero me había olvidado de la anécdota que sirve de nombre a este episodio, porque en cuanto monto en el potro cerrero de mi memoria, masca el freno y se lanza a carrera tendida por el llano inmenso de los recuerdos, y necesito de toda mi fuerza de voluntad para atajarlo…

La misma noche en que llegamos, estábamos varios de los íntimos amigos en el patio de la hacienda, haciendo comenta-rios sobre los acontecimientos de Monclova, cuando de pronto llegó Coto, el japonés ayudante de don Pablo, a quien veíamos por primera vez desde que llegamos. Nos saludó con la exqui-sita galantería japonesa y después de haberle contestado cor-dialmente, pues todos lo apreciábamos, el ya coronel Alfredo

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Ricaut, que era y que no ha dejado de ser muy guasón, le dice a quemarropa:

—Pero, hombre Coto, yo te hacía muerto, porque me dijo Silva que te habían matado en Monclova.

—Pos no es verdad, mi coronel —repuso Coto.—Pero cómo no —vuelve a insistir Ricaut— si me dijo que

te había visto atravesado por una bala de cañón que te pegó en el estómago.

—Pos no es verdad, mi coronel.—Pero cómo no, Coto —volvió a la carga el coronel—, si

Federico te vio completamente muerto y con el agujerote que te hizo el cañonazo.

Y entonces Coto, muy serio y con una ingenuidad maravi-llosa, dijo muy compungido:

—Pos no, mi coronel, no me mataron; no es verdad, por-que si fuera verdad, ¿para qué se lo negaba?

Una carcajada unánime coronó a la soberbia respuesta de Coto, que fue conocida en todo el Ejército Constitucionalista, y que quedó grabada entre nosotros, hasta hacerse proverbial.

Y desde entonces, casi siempre que acababa de pasar un combate, cuando ya nos reuníamos de nuevo en el Cuartel General, el primero que veía a Coto le preguntaba:

—¿No te han matado Coto? Si es verdad, no me lo niegues.En esos días, llegó a incorporarse a Hermanas el coronel

Antonio I. Villarreal, que aportaba a la causa su prestigio de viejo revolucionario, por lo que se organizó para que la man-dara, la primera brigada rebelde.

Con él se unió, como jefe de Estado Mayor, José E. Santos, y a sus órdenes fueron como oficiales David Berlanga, alto in-telectual y brioso luchador, Rafael Silva, Camerino Arciniegas, Hayashi, Antonio Santos, Esteban Rosas, Benjamín Huesca, Ignacio Cortinas y una buena parte de los jefes de Fuerzas: Poncho y Samuel Vázquez, Ramírez Quintanilla, Elías Uribe y otros para los ataques que se estaban preparando sobre Mon-clova, San Buenaventura y Nadadores.

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En aquellos días fue cuando don Gabriel Calzada, jefe de Armas en Piedras Negras, de quien he dicho que desconfiaba hasta de su sombra, aunque en honor de la verdad era hombre muy activo y prestó grandes servicios, al pasar a reunirse a nuestras filas David Berlanga, Arturo Lazo de la Vega y Manuel García Vigil, los mandó aprehender por desconocidos sospe-chosos, y sólo los libertó cuando un oficial de Estado Mayor del general González le llevó la orden perentoria de este jefe para que los pusiera en inmediata libertad y les ordenara que se presentaran a él en Hermanas.

Por supuesto que cuando se incorporaron con nosotros, venían haciendo recuerdos altamente ofensivos de Calzada y de gran parte de su parentela, por lo que por mucho tiempo los llamábamos “los sospechosos”, cosa que les indignaba, sobre todo a García Vigil, que tenía un carácter de los demonios.

Bellos tiempos aquellos, no por lo que dijera don Jorge Manrique, que “cualquiera tiempo pasado fue mejor”, sino por-que entonces la unif icación revolucionaria era un hecho; porque entonces sí que formábamos una sola familia, de her-manos que se querían, que compartían las amarguras, los pe-ligros, las alegrías, los sustos y las tortillas y panochas, porque lo que es pan, ni por equívoco lo columbrábamos. Porque nos animaba el mismo ideal y nos alumbraba la antorcha de la fe en nuestra causa y, sobre todo, porque a ninguno le habían cantado todavía las brujas de Macbeth su siniestra canción: “Tú serás Rey”.

David Berlanga nos hablaba entre los matorrales de socia-lismo, de la igualad en la riqueza pública, del latifundio abru-mador… Félix Neira Barragán nos recitaba versos bucólicos debajo de un copudo huizache, inspirado y feliz… Arturo Lazo de la Vega se alborotaba la melena y nos largaba una prosa sonora como clarinada al margen de la acequia cenagosa llena de atepocates hediondos… Saldaña Galván ensayaba su verbo de combate contra el usurpador en tono de Robespierre, trepado sobre un gallinero mal oliente… y el que escribe hacía

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d s f o

travesuras o chistes malos, en compañía de José Santos, que era otra calamidad.

Y así pasábamos los días, mientras comenzaban de nuevo a oírse los toques de “botasilla”, anunciando la salida de las tropas para los diarios encuentros con el aborrecido “pelón”, y esperando el momento en que también nos tocara en suerte salir… pero siempre alegres, siempre contentos, siempre con-fiados en el porvenir… “Juventud, divino tesoro...”

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